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Nicolás Arata
Toda
clase
es
una
invitación
a
pensar
un
conjunto
de
problemas
desde
la
libertad
y
con
la
vocación
de
quien
habla
para
contagiar
entusiasmos,
para
convertir
lo
leído
en
don
para
otros
y
otras.
No
obstante,
es
fundamental
para
el
recorrido
que
se
viene
desarrollando
por
el
profesor
Alessio,
inscribir
en
esta
clase
el
problema
de
la
hegemonía.
En
el
siglo
XX
la
noción
de
hegemonía
fue
enriquecida
y
resignificada
desde
la
corriente
marxista.
Antonio
Gramsci,
fundamentalmente,
definió
a
la
hegemonía
como
la
capacidad
que
detenta
una
clase
social
para
ejercer
sobre
la
sociedad
una
“dirección
política,
intelectual
y
moral”
estableciendo
una
determinada
concepción
del
mundo.
Más
tarde,
Raymond
Williams
enriqueció
el
concepto,
sosteniendo
que
la
hegemonía
constituye
un
conjunto
de
prácticas
y
expectativas
que
organizan
un
sentido
de
la
realidad
que,
a
pesar
de
ser
la
visión
“triunfante”,
nunca
termina
de
constituirse
como
tal,
ya
que
se
encuentra
siempre
desafiada
por
otras
que
se
producen
dentro
de
la
sociedad.
En
la
tradición
del
análisis
político
del
discurso,
Ernesto
Laclau
y
Chantal
Mouffe
parten
de
pensar
la
hegemonía
a
partir
de
la
inestabilidad
que
caracteriza
a
lo
social.
Por
lo
tanto,
en
un
juego
permanente
de
dominación
y
resistencia,
la
hegemonía
intenta
imponerse
a
través
de
discursos,
que
son
configuradores
de
la
realidad.
Es
una
práctica
que
encuentra
momentos
de
estabilidad
precaria,
está
siempre
moviéndose,
siempre
en
riesgo
de
desestabilización
y
por
lo
tanto,
en
permanente
construcción.
Detenta
hegemonía
quien
es
capaz
de
-‐en
el
marco
de
esa
precariedad-‐
“articular
las
diferencias”
e
imprimirle
una
dirección
en
función
de
los
intereses
de
un
sector,
haciéndolos
pasar
como
los
intereses
del
conjunto
de
la
sociedad.
En
efecto,
cuando
hablamos
de
discursos
pedagógicos
hegemónicos
nos
referimos
a
aquellas
nociones
y
prácticas
que
lograron
legitimar
una
visión
de
la
educación,
de
sus
objetivos
y
del
modo
de
llevarlos
a
cabo,
imponiéndola
sobre
el
resto.
Los
discursos
y
prácticas
hegemónicas
presentan
una
característica
más:
son
el
resultado
de
un
proceso
histórico
que
permanece
abierto
y,
por
lo
tanto,
sus
nociones
no
se
determinan
de
una
vez
y
para
siempre.
Por
el
contrario,
están
sujetas
a
fricciones,
impugnaciones
y
cuestionamientos.
Sobre
la
escuela
como
modelo
hegemónico
La
escuela
no
es
el
único
dispositivo
para
la
transmisión
de
la
cultura,
aunque
en
un
determinado
momento
de
la
historia
ha
pasado
a
ocupar
una
posición
hegemónica
frente
a
otras
formas
y
estrategias.
En
América
Latina
la
escuela
-‐o
mejor
dicho-‐
el
proceso
de
escolarización
de
la
sociedad
se
estructuró
en
torno
a
lo
que
Puiggrós
denominó
el
SIPCE:
Sistema
de
Instrucción
Pública
Centralizada
Estatal.
¿Qué
significó
esto?
En
primer
lugar,
la
victoria
de
la
escuela
sobre
otras
formas
de
transmisión
cultural
(un
ejemplo
de
ello
fue
la
persecución
y
erradicación
de
cualquier
vestigio
relacionado
con
los
complejos
dispositivos
elaborados
por
los
pueblos
originarios
para
la
incorporación
de
las
jóvenes
generaciones
a
la
vida
en
comunidad).
En
segundo
lugar,
el
predominio
del
Estado
en
la
gestión
y
el
gobierno
de
la
escuela,
imponiendo
una
visión
desde
arriba
y
estrechamente
ligada
a
los
intereses
de
las
clases
dirigentes
sobre
los
contenidos
a
enseñar
uy
como
debía
aprenderse.
Esto
llevo
a
un
tercer
asunto:
la
escuela
privilegió
una
formación
“política”
del
futuro
ciudadano
en
desmedro
de
una
preparación
para
el
trabajo.
Acabamos
de
ver
en
la
clase
anterior
la
propuesta
de
Simón
Rodríguez
al
respecto:
pues
este
modelo
no
fue
incorporado
en
tanto
la
escuela
desmereció
el
valor
de
los
saberes
para
el
trabajo
(que
se
aprendían
fuera
de
sus
paredes,
en
los
talleres
y
las
industrias).
En
cuarto
lugar,
el
modelo
de
escuela
hegemónica
concibió
una
cultura
escolar
de
fuerte
impronta
urbanas,
desconociendo
las
realidades
de
los
campos
latinoamericanos
o
bien
rechazándolos.
Esto
se
debe,
en
parte,
a
que
la
idea
de
civilización
que
portaba
la
escuela
estaba
estrechamente
asociada
con
la
ciudad
mientras
el
campo
era
percibido
y
construido
como
el
territorio
de
la
barbarie
americana.
Llevar
la
escuela
al
campo
era
extender
los
“beneficios”
de
la
urbe
en
los
territorios
rurales.
En
quinto
lugar,
la
escuela
que
surge
con
los
sistemas
educativos
modernos
está
impregnada
de
una
larga
serie
de
prejuicios
que
operan
en
diferentes
direcciones:
el
género,
el
color
de
la
piel,
el
origen
social
de
los
alumnos
y
alumnas,
etc.
Es
una
escuela
que
“retóricamente”
se
presenta
como
niveladora
pero
que,
puertas
adentras,
construyó
un
sinfín
de
mecanismos
para
discriminar,
jerarquizar
y
diferenciar
con
fines
excluyentes
las
“poblaciones”
que
“educaba”.
Hay
otra
serie
de
rasgos
que
no
puedo
mencionar
aquí:
el
carácter
laico,
por
ejemplo,
pero
que
sería
interesante
recuperar
en
otro
espacio
de
este
curso,
a
los
fines
de
construir
una
mirada
más
rica
que
la
que
estoy
intentando
ofrecer
aquí.
Esta
es
la
escuela
hegemónica
contra
la
cual
se
desarrollarán
una
serie
de
iniciativas
que
no
sólo
van
a
buscar
socavar
su
autoridad
(es
decir:
que
disputarán
la
hegemonía
que
detenta
frente
a
la
sociedad)
sino
que
van
a
promover
otras
formas
y
estrategias
de
enseñanza.
Curiosamente
-‐o
no-‐
muchas
de
ellas
serán
tomando
por
asalto…
¡la
propia
escuela!
Son
esas
alternativas
pedagógicas
frente
al
modelo
triunfante
las
que
me
interesa
caracterizar
ahora.
Pero
antes:
¿de
qué
hablamos
cuando
hablamos
de
alternativas
pedagógicas?
O
más
bien,
¿con
qué
propósito
lo
hacemos?
En
resumidas
cuentas,
lo
que
queremos
es
enfocar
y
otorgarle
visibilidad
a
la
capacidad
de
iniciativa
que
tuvo
la
sociedad
civil
en
la
promoción
de
otras
opciones
educativas
al
proyecto
estatal.
Es
en
los
debates
sobre
qué
se
entiende
por
educación
y
cuáles
son
sus
propósitos
donde
se
fijan
posiciones
y
se
configuran
subjetividades.
Desde
esta
perspectiva,
trabajar
en
la
reconstrucción
de
las
experiencias
educativas
impulsadas
por
distintos
sectores
de
la
sociedad
no
sólo
busca
promover
un
mayor
conocimiento
de
las
tradiciones
pedagógicas,
también
pretende
incidir
en
el
modo
en
que
elaboramos
un
relato
sobre
la
historia
de
la
educación.
Los
emprendimientos
educativos
libertarios
especialmente
en
la
cuenca
del
Río
de
la
Plata
y
en
México,
dibujaron
un
conglomerado
de
experiencias
independientes,
con
débiles
conexiones
entre
sí
y
algunas
diferencias.
Las
iniciativas
y
experiencias
que
conformaron
aquel
archipiélago
fueron
bautizadas
con
distintos
nombres:
círculos,
bibliotecas
populares,
escuelas
libres,
racionalistas
o
modernas.
En
su
gran
mayoría,
se
emplazaron
en
espacios
y
lugares
cedidos
por
terceros,
careciendo
de
edificios
propios,
estuvieron
atravesadas
por
serios
problemas
financieros
y
por
lo
general,
no
contaron
con
maestros
específicamente
preparados.
En
Buenos
Aires
se
crearon
algunas
experiencias.
La
escuela
de
Lanús,
ubicada
en
la
provincia
de
Buenos
Aires,
fue
creada
por
la
Sociedad
de
Educación
de
dicha
localidad,
en
la
que
confluían
liberales,
socialistas
y
anarquistas.
A
pesar
de
compartir
algunos
principios
educativos
(el
carácter
laico
y
científico
de
la
enseñanza,
por
ejemplo),
las
fricciones
entre
los
dos
últimos
sectores
fue
intensa.
A
diferencia
de
los
anarquistas
los
socialistas
pensaban
que
la
escuela
pública
era
mejorable
en
un
doble
sentido:
cuantitativo,
extendiendo
la
educación
a
los
sectores
más
relegados
de
la
sociedad,
y
cualitativo,
impugnando
todo
tipo
de
intervención
del
clero.
Los
anarquistas,
por
el
contrario,
rechazaban
cualquier
expresión
educativa
proveniente
del
Estado,
al
que
acusaban
de
promover
la
ideología
dominante
y
de
mantener
una
connivencia
con
la
Iglesia.
La
escuela
laica
de
Lanús
fue
el
escenario
del
enfrentamiento
entre
estas
dos
tendencias.
Ramona
Ferreira,
su
primera
directora,
adscribía
a
las
ideas
socialistas.
A
pocos
días
de
haber
asumido
el
cargo,
los
miembros
anarquistas
que
formaban
parte
de
la
comisión
directiva
de
la
Sociedad
la
cuestionaron
duramente,
acusándola
de
“autoritaria,
de
oponerse
a
la
educación
mixta
y
de
violar
los
principios
del
librepensamiento”,
por
lo
que
Ferreira
debió
renunciar
a
los
pocos
días
de
haber
asumido.
Las
escuelas
ácratas
estaban
vinculadas
entre
si
a
través
de
la
Liga
de
Educación
Racionalista.
La
Liga
formaba
parte
de
la
Liga
Internacional
para
la
educación
racional
de
la
infancia,
fundada
por
Ferrer
i
Guardia
en
1908.
El
pedagogo
catalán
Francisco
fue
el
impulsor
de
la
Escuela
Racionalista
de
Barcelona
y
uno
de
los
referentes
indiscutidos
de
la
educación
libertaria.
Desde
joven
adhirió
a
las
ideas
republicanas
y
a
la
masonería.
Una
estancia
en
Francia
le
permitió
madurar
una
concepción
de
la
educación
popular
que
tomaba
distancia
de
los
modelos
republicanos,
a
los
que
acusaba
de
desconocer
“la
capital
importancia
que
para
un
pueblo
tiene
el
sistema
de
educación”,
tanto
como
de
las
prácticas
más
abiertamente
insurreccionales.
Para
Ferrer,
la
suerte
de
la
República
“aparece
necesariamente
mediatizada
por
la
acción
pedagógica”
y,
por
lo
tanto,
resultaba
imprescindible
“crear
nuevas
instituciones
donde
se
formen
nuevas
mentalidades
[ya
que]
sin
una
nueva
mentalidad
una
revolución
fracasará,
conduciendo
a
nuevas
formas
de
explotación
del
hombre
por
el
hombre”.
La
experiencia
impulsada
por
Ferrer
fue
una
referencia
central
para
los
educadores
afines
a
estas
ideas.
Vale
la
pena
enumerar
la
serie
de
principios
teórico-‐prácticos
que
organizaban
el
programa
pedagógico
de
la
escuela
de
la
calle
Bailén,
para
dar
una
idea
más
detallada
sobre
los
principios
sobre
los
que
se
asentaba
aquella
experiencia.
Así,
la
escuela
racionalista
postulaba
que:
1-‐ La
educación
es
un
problema
político,
en
tanto
la
escuela
se
ha
transformado
en
un
instrumento
de
dominación
de
la
burguesía.
2-‐ La
educación
no
puede
basarse
en
prejuicios
patriótico-‐chauvinistas,
militaristas
o
dogmáticos,
sino
en
los
desarrollos
de
una
ciencia
positiva
que
se
coloque
al
servicio
de
las
verdaderas
necesidades
humanas
y
sociales.
3-‐ La
coeducación
de
los
sexos
se
apoya
en
el
convencimiento
de
que
el
hombre
y
la
mujer
no
son
superiores
o
inferiores,
sino
complementarios.
4-‐ La
coeducación
de
ricos
y
pobres
es
una
exigencia,
ya
que,
si
se
los
educa
por
separado
(o
se
refuerza
la
distancia
entre
unos
y
otros)
los
primeros
aprenderán
a
conservar
lo
suyo
y
los
segundos
a
odiar
a
los
que
más
tienen.
5-‐ La
educación
debe
asumir
una
orientación
anti-‐estatal.
6-‐ El
juego,
y
su
prolongación
en
el
trabajo,
adquieren
una
importancia
vital.
7-‐ El
programa
pedagógico
debe
estar
centrado
en
el
niño.
8-‐ Deben
suprimirse
toda
implementación
de
premios
y
castigos,
de
exámenes
y
concursos.
¿De
qué
escuela
nos
hablan
estos
postulados?
O
mejor,
porque
insisten
en
la
escuela
como
alternativa
al
proyecto
escolar
estatal?
A
principios
del
siglo
XX
se
formularon
críticas
desde
dentro
del
sistema
de
educación
público
sobre
la
orientación
y
los
propósitos
de
la
escuela
moderna.
En
muchos
casos,
el
malestar
devino
propuesta
y
dio
lugar
a
una
serie
de
proyectos
que
se
inscribieron
en
el
campo
de
las
experiencias
escolanovistas
–también
denominado
Escuela
Nueva-‐.
Al
hablar
de
escuela
nueva
es
conveniente,
antes
de
tratar
de
definir
taxativamente
sus
rasgos,
interpretarla
como
un
principio
de
autoafirmación
de
identidad
de
una
corriente
de
pensadores
que
compartieron
poco
más
que
una
voluntad
de
impugnación
de
la
pedagogía
establecida.
En
efecto,
el
movimiento
de
la
escuela
nueva
no
constituyó
el
brazo
pedagógico
de
un
proyecto
político
sino
una
corriente
de
ideas
que
generó
las
condiciones
para
efectuar
reformas
parciales
en
el
sistema
educativo,
algunas
experiencias
institucionales
y
un
conjunto
de
escritos
pedagógicos
–no
menos
importantes-‐.
Las
raíces
de
los
postulados
escolanovistas
se
remontan
a
las
ideas
pedagógicas
sostenidas
por
Rousseau
en
el
Emilio
(1792).
Ya
en
el
transcurso
del
siglo
XX,
podemos
distinguir
dos
grandes
momentos
en
la
elaboración
del
programa
del
escolanovismo:
el
primero
se
relacionó
con
el
movimiento
de
la
Escuela
Nueva
Mundial.
Hacia
1920
este
movimiento
estableció
-‐a
través
del
Bureau
Internacional
de
la
Escuela
Nueva-‐
los
30
principios
tras
los
cuales
se
encolumnó
su
propuesta
pedagógica:
para
considerarse
incluida
en
aquella
corriente,
una
escuela
debía
cumplir
con
al
menos
la
mitad
de
aquellos
principios
(defender
la
coeducación
de
los
sexos,
otorgar
un
lugar
central
a
las
excursiones,
estimular
las
actividades
manuales
como
la
carpintería,
el
cultivo
y
la
crianza
de
animales
pequeños,
centrar
las
actividades
en
los
intereses
espontáneos
del
niño,
entre
otras).
El
segundo
momento,
corresponde
a
las
décadas
del
’60
y
’70,
cuando
el
movimiento
escolanovista
se
articuló
con
otras
corrientes
de
pensamiento,
ligadas
a
la
pedagogía
antiautoritaria,
la
psicogénesis,
el
psicoanálisis
y
la
pedagogía
institucional.
El
programa
escolanovista
promovía
cambios
culturales
a
partir
del
despliegue
de
nuevos
vínculos
institucionales
haciendo
de
la
escuela
tradicional
el
blanco
de
sus
críticas.
Cuestionaba
el
silencio,
la
uniformidad,
el
exceso
de
verbalismo
y
la
inmovilidad
que
reinaba
en
sus
aulas,
y
proponía
que
el
sistema
de
enseñanza
basado
en
la
memorización
y
la
persistencia
de
medidas
disciplinarias
autoritarias
fuese
dejado
de
lado
para
dar
lugar
a
un
nuevo
contrato
pedagógico.
La
orientación
que
asumió
el
movimiento
de
la
Escuela
Nueva
se
nutrió
de
una
serie
de
postulados:
la
inclusión
del
niño
como
sujeto
activo
del
proceso
de
aprendizaje,
la
participación
de
la
comunidad
educativa
en
la
gestión
escolar
y
el
fortalecimiento
del
vínculo
entre
la
escuela
y
la
naturaleza.
Uno
de
los
rasgos
que
caracterizó
al
escolanovismo
fue
la
reivindicación
del
paidocentrismo.
Colocar
al
niño
en
el
centro
de
la
escena
educativa,
exaltando
el
carácter
activo
del
aprendizaje,
constituyó
uno
de
los
principales
ejes
de
su
propuesta
curricular.
Frente
al
modelo
hegemónico
que
subordinaba
al
alumno
a
rígidos
procesos
de
aprendizaje
para
transfórmalo
en
adulto,
los
escolanovistas
planteaban
que
el
niño
tiene
derecho
a
ser
niño
y,
por
ende,
tiene
derecho
a
una
nueva
educación.
Sin
embargo,
aunque
el
escolanovismo
cuestionaba
el
rol
disciplinario
de
la
educación
tradicional,
compartía
con
el
normalismo
el
optimismo
pedagógico
depositado
en
la
escuela.
Este
y
otros
puntos
de
contacto
entre
concepciones
pedagógicas
se
deben
a
que
en
América
Latina
no
hubo
“tradiciones
pedagógicas
puras”,
sino
tendencias
educativas
que
fueron
resultado
del
entrecruzamiento
de
ideas,
principios
y
métodos
de
orígenes
diversos.
De
allí
se
desprendieron
configuraciones
complejas
y
una
sedimentación
de
prácticas,
lecturas
y
trayectorias
profesionales
híbridas.
En
suma:
no
existieron
“escolanovistas
o
normalistas
puros”;
por
el
contrario,
en
estos
sujetos
convivieron
ideas
de
ambas
concepciones.
La alternativa populista
Uno
de
los
casos
más
dilemáticos
en
torno
a
las
alternativas
es
el
caso
de
los
populismos.
Su
connotación
es
objeto
de
reiterados
debates
(lo
que
da
cuenta
también
de
su
“productividad”
como
significante).
Es
dilemático
en
tanto
los
populismos
-‐el
varguismo
en
Brasil,
el
peronismo
en
Argentina
y
el
cardenismo
en
México-‐
han
logrado
articular
una
visión
de
la
cultura
una
vez
que
tomaron
el
aparato
estatal.
Asumiendo
eso,
pero
considerando
también
que
en
el
conjunto
de
la
historia
estas
iniciativas
fueron
experiencias
que
luego
fueron
interrumpidas
y
hasta
combatidas
y
perseguidas,
quisiera
rescatar
una
operación
pedagógica
que
se
entronca
dentro
de
las
tradiciones
que
yo
entiendo
alternativas
a
la
tradición
liberal
triunfante.
Hablaré
del
caso
del
peronismo.
Este
fenómeno
político
produjo
un
quiebre
con
respecto
a
la
forma
de
interpelar
a
las
masas
y
generó
nuevos
sentidos
al
renombrar
a
los
sujetos
sociales,
en
particular
a
los
provenientes
de
los
sectores
populares.
¿Qué
discontinuidad
produjo
el
peronismo?
Efectuemos
una
mirada
retrospectiva.
Desde
mediados
del
siglo
XIX
un
desafío
reiterado
había
acechado
la
imaginación
de
la
élite
intelectual
y
dirigente:
¿cómo
construir
un
Estado
nacional
y
una
sociedad
moderna?
¿Quiénes
cuentan
en
la
construcción
de
ese
nuevo
orden
político?
¿Quiénes
formarán
parte
en
el
diseño
de
una
nación
y
bajo
cuáles
premisas?
Los
diversos
proyectos
políticos
que
se
sucedieron
buscaron
dar
respuestas
a
esos
interrogantes,
y
en
cada
uno
de
ellos
anidó
una
concepción
pedagógica,
más
o
menos
explícita.
En
tiempos
de
la
construcción
del
Estado
nacional,
la
barbarie
fue
el
modo
de
nombrar
lo
que
se
consideraba
una
amenaza
a
la
civilización.
A
través
de
la
educación
se
debía
despojar
a
esa
“otredad”
de
su
condición
bárbara.
A
fines
del
siglo
XIX
y
comienzos
del
siglo
XX,
con
la
llegada
masiva
de
inmigrantes,
la
sociedad
argentina
se
transformó,
se
produjo
en
ella
un
fenómeno
característico
de
las
naciones
modernas:
la
emergencia
de
las
multitudes.
En
esos
colectivos
sociales
germinaba
el
impulso,
lo
irracional,
lo
instintivo;
se
agitaban
las
ideologías
obreras,
las
lenguas
y
tradiciones
inmigrantes,
que
fueron
juzgadas
como
expresiones
“disolventes”.
Mediante
la
acción
educadora
había
que
homogeneizar
a
esas
multitudes
cosmopolitas
incorporándolas
a
la
sociedad
“argentina”.
A
mediados
del
siglo
XX,
Perón
respondió
novedosa
y
disruptivamente
a
lo
que
hasta
entonces,
y
desde
una
mirada
estatal,
se
había
considerado
barbarie
o
multitud.
Construyó
una
alternativa
política
andamiada
en
cuidadosos
procesos
educativos
que
contribuyeron
a
la
conformación
de
un
sujeto
pedagógico.
Para
él,
las
masas
debían
ser
organizadas
y
en
esa
estructuración,
el
lenguaje
político
y
la
pedagogía
debían
interpelarlas
como
pueblo.
Los
modos
de
nombrar
del
peronismo
produjeron
efectos
muy
potentes;
formaron
parte
de
una
estrategia
de
reposición
y
de
visibilización
de
lo
que
hasta
entonces
había
quedado
sustraído:
el
uso
de
la
categoría
pueblo
era
un
modo
de
incluir
y
nombrar
a
los
que
a
partir
de
ese
momento
iban
a
contar.
El
peronismo
renombraba
sectores
sociales
ya
existentes
estableciendo
sus
propias
marcas:
los
descamisados,
los
cabecitas,
los
grasitas;
todos
ellos
fueron
sujetos
de
su
política
y
de
su
pedagogía.
Esos
nuevos
sujetos
se
constituirían
apropiándose
positivamente
de
los
nombres
que
hasta
entonces
habían
servido
para
descalificarlos.
Los
sectores
populares
fueron
interpelados
desde
un
discurso
que
los
englobaba
como
pueblo,
como
sujeto
privilegiado
de
las
políticas
educativas
y
culturales.
La
constitución
de
esas
nuevas
identidades,
produjo
una
conmoción
política
que
se
manifestó
a
través
de
una
subversión
de
las
jerarquías
culturales
establecidas
hasta
entonces.
En
ese
marco,
el
Estado
peronista
iba
a
asumir
la
voluntad
sarmientina
de
educar
a
las
masas,
pero
efectuando
una
torsión
populista
del
enfoque
liberal,
haciendo
explícito
el
carácter
profundamente
político
de
la
educación.
Las
cifras
y
los
nombres
dejan
entrever
los
efectos
de
la
política
educativa
y
la
singularidad
de
la
intervención
político-‐cultural
peronista.
¿Pero
qué
sentidos
nuevos
habitaron
en
su
pedagogía?
¿Por
qué
impugnaron
el
modelo
educativo
liberal
que
se
había
extendido
desde
fines
del
siglo
XIX?
¿Con
qué
resistencias
se
encontraron?
Estas
preguntas
derivan
en
otros
problemas
que
escapan
a
esta
clase
pero
que
vale
la
pena
enunciar:
Críticas
con
escasas
alternativas
Durante
las
décadas
del
´70
y
´80
del
siglo
XX,
la
escuela
latinoamericana
fue
objeto
de
fuertes
acusaciones,
debates
e
impugnaciones.
Surgieron
lecturas
que
si
bien
planteaban
duras
críticas
hacia
la
escuela,
no
terminaban
de
conformar
una
propuesta
viable
que
las
reemplazase.
Para
esos
años,
los
movimientos
de
educación
popular,
que
brotaban
aquí
y
allá,
multiplicaron
las
perspectivas
freireanas
cuestionando
los
fundamentos
de
la
pedagogía
moderna,
pero
sin
renunciar
al
optimismo
pedagógico
que
los
movilizaba.
En
la
obra
más
importantes
de
Illich,
La
sociedad
desescolarizada,
trata
cuatro
ideas
centrales
que
son
las
que
impregnan
su
discurso
educativo
en
general:
2-‐
Ni
unas
nuevas
actitudes
de
los
maestros
hacia
sus
alumnos,
ni
la
proliferación
de
nuevas
herramientas
y
métodos,
ni
el
intento
por
ampliar
la
responsabilidad
de
los
maestros
hasta
que
englobe
las
vidas
completas
de
sus
alumnos
dará
por
resultado
la
educación
universal.
4-‐
No
sólo
hay
que
desescolarizar
las
instituciones
del
saber,
sino
también
el
ethos
de
la
sociedad.
A
modo
de
cierre
He
propuesto
un
rápido
repaso
por
algunas
posiciones
político-‐pedagógicas
que
han
intentado
-‐con
diferentes
alcances
y
desde
diferentes
posiciones-‐
discutir
la
hegemonía
del
proyecto
educativo
liberal
surgido
con
el
establecimiento
de
los
sistemas
educativos
modernos.
En
segundo
lugar,
enfocando
en
el
capítulo
I
del
ensayo
de
Puiggrós,
preguntarnos
y
dialogar
con
la
autora
sobre
el
sentido
de
la
afirmación:
“las
alternativas
cambian
con
el
tiempo”.
En
tercer
lugar,
señalar
en
el
texto
cuales
son
sus
límites,
pero
no
con
la
intención
de
destacar
sus
“omisiones”
sino
de
contribuir
a
complementarlo
sumando
otras
miradas,
experiencias
e
ideas.