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(De Anne Ubersfeld, 1996. Lire le théâtre III. Le dialogue de théâtre.

Paris: Belin Sup)


Traducción: Liliana B. López

El monólogo, una forma dialógica

Los no-diálogos –monólogos y soliloquios- son, por naturaleza, doblemente


dialógicos: en principio, porque suponen, a partir de que son teatrales, un
alocutario1 presente y mudo, el espectador; diálogos, en segunda instancia,
porque admiten casi necesariamente una división interna y la presencia, en el
interior del discurso atribuido a algún locutor, de un enunciador “Otro”. En el teatro
clásico, los grandes monólogos ocultan voces exponiendo los temas y los tópicos,
a menudo contradictorios: en el célebre monólogo de Hermiona (Andrómaca, V, I),
a la voz de la venganza –significada a través de los imperativos: “¡(...) dejemos
actuar a Orestes, que muera! (...)” –le sigue la voz de los deseos amorosos, para
rematar la confusión de las voces, representada por la lluvia de los infinitivos
interrogativos: “¿Asesinarlo, perderlo? Ah! Antes que muera...”
Las voces pueden ser las de las instancias morales, así como en el monólogo
de Emilie (Cinna, I, 1) y también, si se observa con atención, en las instancias del
Cid (“Debo a mi madre tanto como a mi padre”, I, 6) –ver infra pp. 108-109). A
veces, en la comedia, las dos voces toman la forma visible de un diálogo interno:
en los monólogos dialogados de George Dandin de Molière (I, 1 y I,7): “George
Dandin, usted tiene una tontería, la más grande del mundo”, se dice el héroe a sí
mismo.
Lejos de ser una aberración, una ofensa a las leyes de la verosimilitud, el
monólogo es una forma constitutiva del intercambio teatral, dondequiera que esté
presente, aún bajo la forma reducida del aparte. El análisis del monólogo nos
conduce una vez más a abandonar la idea convencional de que el teatro produce
un espectáculo al cual no somos verdaderamente invitados, al cual, en tanto que
somos voyeurs, asistimos por el ojo de la cerradura. Desde el origen, se sabe, el
coro griego se dirige al espectador como a una instancia especular de sí mismo.
En el caso del monólogo, el espectador es la instancia universal –real o postulada-
ante la cual es invitado a explicarse la voz de la conciencia individual. Cualquiera
que sea el alocutario imaginario al cual se confronte el enunciador del monólogo,
dirige su enunciado, necesariamente, a esta instancia, que debería –esa es su
misión- tranquilizarlo, confortarlo, disculparlo, darle la solución. Esta solución que,
en el mejor de los casos, aparece en las últimas líneas del monólogo –a menos
que no termine con un grito de angustia:
¡Oh romanos, oh venganza, oh poder absoluto,
Oh duros combates de un corazón indeciso
Que huye al mismo tiempo de todo lo que se ha propuesto!
(Augusto en Cinna, IV, 2)

1 El análisis el discurso se reserva esta noción para referirse al destinatario en las conversaciones y
otras formas de interacción verbal. (N.T.)
De aquí el carácter patético del monólogo, ya que es la declaración de una
soledad, -sobre todo en la forma del soliloquio- y que se percibe por el espectador
como un pedido de ayuda. ¿A quién? A ese mismo espectador... También se
puede ver cuán superficial es la idea de que el monólogo es un artificio. De alguna
manera muy general, es siempre una maldad de método atribuirlo a un artificio, es
decir, a una “utilidad”, a una “comodidad”, lo que en la escritura teatral, como en
toda escritura, es el fruto de la necesidad creadora y portador de sentido. El héroe
no “monologa” porque no hay una persona con la cual pueda hablar, sino porque
él está solo, para hablar de su soledad, de su dilema, y de su búsqueda patética
de una solución.
Se puede distinguir, un poco arbitrariamente, el monólogo del soliloquio, y
este último aparecería como un puro discurso autoreflexivo, aboliendo todo
destinatario, aún imaginario, y limitando el rol del espectador al de voyeur. Pero
posiblemente, no existe jamás el verdadero soliloquio en el teatro.

Dirigido hacia un ausente

El monólogo puede estar dirigido a un “Otro” ausente, muerto, desaparecido,


imaginario: así en el monólogo alucinado de Orestes (Andrómaca, última escena),
se dirige a Pirro: “¡Cómo! Pirro, ¿yo te encuentro otra vez? (...) Horadado por
tantos golpes, ¿cómo te has salvado?”. Emilia sueña que su amante Cinna está
vivo, Atalida, en la última escena de Bayazet, habla a Bayazet muerto: “Sí, soy yo,
querido amante, quien te arrancó la vida (...)./ ¡Ah!, ¿no he tenido amor más que
para asesinarte?” Aquí, la evocación del muerto se extiende a todas las otras
víctimas, y aún al verdugo:

Tú, madre desgraciada, y quien de nuestra infancia


Me confías su corazón en otra esperanza,
Infortunada Vizir, amiga desesperada,
Roxana, vengan todos, contra mí conjurados,
A atormentar a la vez a una amante desenfrenada.
(Ella cae)
Y tomad la venganza que se os debe.

Todas las figuras destinatarias de su monólogo representan la enorme


instancia del mundo que le aplasta, un principio de realidad que ha masacrado su
amor, pero también los valores a los que ella debía haber servido mejor: el
discurso, aquí, inscribe el suicidio como una suerte de ejecución.
El monólogo puede también dirigirse a quien se ama: así, Mitrídates, en
cada uno de sus tres monólogos, se dirige a quien es su verdadero y profundo
amor, su hijo Zifar:

¿Tú también me abandonas? ¿Todo me traiciona aquí?


Farnaces, amigos, maestro. ¿Y tú también, hijo mío? (Mitrídates, III, 4)

Ah!, hijo ingrato. Tú me vas a responder por todos.


Tú también perecerás. (...) (III, 6)

Oh Monima! Oh, hijos míos! Inútil cólera ! (IV,5)


1. 3. Dirigido hacia uno mismo

El monólogo puede estar, -y es un caso frecuente-, dirigido a la instancia del


“yo”, un “yo” pasado, al que se desea, o hacia un “yo” en el futuro. Augusto
convoca a un “yo” pasado, que ni siquiera lleva el mismo nombre:
Vuelve en tí mismo, Octavio, y deja de llorar,
Cómo! Tú quieres que se te perdone y no has perdonado nada!
Sueña ríos de sangre donde tu brazo se ha bañado, (...)
(Cinna IV,2)

El “tú” conecta explícitamente el “yo” pasado, ese Octavio sanguinario, al


“yo” presente con su deseo de paz. El choque es tan fuerte, que la conclusión de
la dirección al “yo” pasado es un velo de muerte que lo envuelve explícitamente:

Octavio, no escuches el golpe de un nuevo Bruto,


Costumbres, (...) (íbid)

El monólogo final de Mitrídates reenvía al “yo” del monólogo, no ya a un “yo”


pasado, sino a otra parte del “yo” deseante, aquel que se apega a su hijos, al
heredero:

Pero, ¿por qué tengo este furor? ¿y qué es lo que estoy diciendo?
¿Qué vas a sacrificar? ¡Desdichado! ¡Tus hijos! (IV, 5)

Se puede decir que el monólogo se dirige a un “yo” en proyección, a un “yo”


futuro, en devenir: así el monólogo de Don Carlos en Hernani donde, lo que está
en cuestión, es el futuro de un “yo” que todavía no tiene existencia ni tampoco una
esencia que lo satisfaga (IV, 3)

Dirigido a una instancia superior

Este es el fenómeno más usual, el llamado a Dios, o a los Dioses, si uno se


encuentra en el contexto de la antigüedad, una apelación que puede ser una
plegaria (como el rezo de Esther), o un reclamo, como la oración de Fedra:

Oh, tú que ves la profundidad a la que desciendo,


Implacable Venus, ¿estoy yo tan confundida? (Fedra, III, 2)

Si no se trata de una divinidad, el llamado designa a un sistema de valores,


un “mandato”, con el cual el espectador puede identificarse. Instancias a veces
difíciles de nombrar o que, al contrario, van, como generalmente sucede en
Corneille, designadas bajo el nombre del “deber” o del “honor”. En la tragedia
antigua, es el coro, a menudo, la instancia a la vez , espectadora y portadora de
los valores de la colectividad.

Ejemplos
El ejemplo del monólogo de Cinna (Cinna, III, 3), muestra un impresionante
juego de destinatarios: el cómplice-rival, que acaba de acusar al héroe de
debilidad- después el “yo”-culpable, bajo la forma extraña de la abstracción
“traición”:

¡Oh golpe! ¡Oh, la traición más indigna de un hombre!

Son destinatarios los inspiradores del acto, la mujer amada y su padre –la
mujer instigadora y garante del acto de traición; el destinatario se presenta bajo la
forma de sus determinaciones interiores afectivas: “Oh, odio de Emilia, oh,
recuerdo de un padre!” (el padre de Emilia), pues bajo su nombre: “Es a ti, Emilia
(...)”, ella representa la voluntad predeterminada del acto a cumplir. Último
destinatario: la instancia ideal guardiana del valor: los dioses.
Otro ejemplo de un juego de destinatarios, jalonando el itinerario de un “yo”
en prospectiva: el monólogo de Don Carlos (Hernani, IV,2). Tres destinatarios
principales: el muerto, Carlomagno, cuya tumba el locutor pisa y ultraja:

Carlomagno, perdón! (...)


Tú te indignas, sin duda, por este murmullo
Que nuestras ambiciones hacen sobre tu monumento (...)
¿Estás bien aquí, gigante creador de un mundo (...)?

Segundo destinatario, “los reyes”, masa anónima, instancia redoblada por la


masa de espectadores, donde el estatuto es el mismo, aquel de la mirada: “Reyes,
miren abajo”. Y se puede sostener este llamado para dirigirlo también al
espectador, invitado a mirar, “hacia abajo”, el “pueblo-océano”. El tercer
destinatario, el destinatario principal, es el “yo”, cuya característica no es la de ser
un “yo” pasado, sino otra instancia de un “yo” presente, designado por la segunda
persona del plural: “Ah, queréis entonces el imperio! (y quién entonces quiere el
imperio si no es el “yo” presente?) –pero ha de ser un “yo” futuro, aquel que será
elegido para el imperio. Un “yo” de antemano en posición de predicado, para
después estar, inmediatamente, en posición de sujeto: “Algo me dice: Tú lo harás:
yo lo haré (...)” . Después que el “yo” pasa a una posición impersonal, la del
infinitivo: “Oh cielo, ser lo que comienza (...) Ser la llave del tesoro. “ Y cuando el
“yo” vuelve a la posición personal: “Entonces, cuando yo tenga el mundo entre mis
manos, qué habré de hacer? (...) ¿Quién me aconsejará?”, ese retorno de un “yo”
personal conduce, inmediatamente, al “llamado del Otro” muerto, instancia
suprema, testigo y garantía del valor, Carlomagno, destinatario ideal con el que se
confunde el “yo” en perspectiva:
Viérteme en el corazón, desde el fondo de esta tumba,
Cualquier cosa grande, sublime, buena! (...)
Muéstrame (...)
Aprenderé tus secretos (...)
Oh! Dime qué se puede hacer después de Carlomagno!

El “yo” retorna aquí a la posición impersonal lo que le permite reivindicar una


posición de palabra igualitaria:
Sobre tu sepulcro de piedra me reclinaré. Hablemos.

La primera palabra que dirá Don Carlos después de su visita a la tumba


será:

Señores, id mucho más lejos! El emperador los entiende. (IV,4)

El “yo” se ha borrado en su conjunción con el destinatario ideal. El “yo” en


prospectiva ha devenido en “el emperador”. Se puede ver como el juego con el
destinatario hace de un monólogo, aparentemente, una vasta meditación lírica, un
instrumento de avance dramático, una verdadera palabra en acción.

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