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Adaptación El Castillo de Otranto

Nombre: Ana Sofía Rubiano Almanza


Fecha: 01/06/22

Un día más había empezado, las nubes daban una tenue oscuridad a pesar de que ya eran
más de las 10:00 a.m., y el movimiento de las hojas de los árboles daban una sensación de
suspenso en aquella pequeña casa en medio del bosque. La residencia estaba conformada
por un solo piso, dos baños y tres habitaciones amplias, aparte de una cocina unida a la sala
y el comedor. Aquí vivía una pareja casada; Hippolita, una agricultora; y Manfredo, un
pintor.
Ambos tenían hijos de matrimonios anteriores. En el caso de Hippolita, un hijo de 15 año
cuyo nombre era Conrado. La mujer adoraba a su pequeño con toda su alma, sin embargo,
este sufría de una enfermedad que, debido a lo rara que era, no existía ningún tipo de
diagnóstico para tratarla. El niño tenía constantemente convulsiones, sangrados por todos
los orificios de su cuerpo y pérdida de aire de forma casi instantánea. Por más que
Hippolita quería cuidar de Conrado, sabía que en algún momento lo iba a perder.
En el lado de Manfredo, este tenía una hija de 18 años llamada Matilda, a la cual no amaba
y odiaba por el hecho de haber nacido mujer. Siempre soñó con tener un varón para
heredarle todos sus conocimientos artísticos, pero la vida no le quiso otorgar ese privilegio.
Durante los diez años que llevaban casados, habían tratado de tener hijos juntos, pero
después de un largo tiempo, descubrieron que Hippolita se había vuelto estéril luego de
parir a su hijo Conrado, ya que empezó a tener trastornos en su proceso de ovulación.
Hippolita se la pasaba la mayor parte del día mirando por la ventana. Sentía cómo poco a
poco la depresión se iba apoderando de su alma al no poder volver a ser mamá. Matilda no
podía soportar el hecho de ver a su madrastra en tales condiciones. Hippolita vivía llorando
constantemente por todo lo que tenía que afrontar emocionalmente.
Matilda seguía preguntándose hasta ese momento de qué forma podía hacer que el corazón
de su madrastra sanara lo suficiente para verla feliz.
Alguien llamó a la puerta tocando tres veces el picaporte. Matilda corrió a abrir con la
mirada perdida y demasiado asustada. Cuando vio a quien tenía al frente sintió de repente
una inmensa alegría.
-Isabella…
La aludida de inmediato abrazó a su amiga con el corazón rebosante de felicidad. Habían
pasado varios meses desde la última vez que compartieron tiempo juntas.
- ¡Hola Matilda! – Exclamó Isabella sin ocultar su emoción. - ¿Cómo sigue Conrado? ¿Ha
habido algún avance al respecto?
Matilda agachó la cabeza con tristeza. Todavía le costaba aceptar que su hermanastro en
cualquier momento podría abandonar este mundo terrenal.
-No, todo sigue igual.
Manfredo llegó a la sala desesperado y enloqueciendo. Se agarraba los cabellos con ganas
de arrancárselos uno por uno, a tal punto que sus ojos hasta se retorcían del mismo terror
que sentía.
- ¡Deben venir de inmediato! ¡Es sobre Conrado!
Las tres mujeres corrieron detrás de Manfredo hacia la habitación del niño, para darse
cuenta de que el cadáver estaba cubierto de sangre. Finalmente, su enfermedad lo había
vencido.
Hippolita apoyó su cabeza en el borde la cama de su pequeño y lloró desconsolada. Matilda
e Isabella trataron de consolarla, ocultando cuánto les fuera posible las lágrimas, sobre todo
Matilda.
- ¡No! ¡Mi hijo, mi pequeño! - Gritó Hippolita desconsolada - ¡No me dejes así, te lo
suplico!
Manfredo, luego de haber relajado sus emociones, sintió rabia de que su esposa fuera una
inútil con un hijo enfermo y que no fuese capaz de darle otro. Se dirigió a su habitación y
cerró la puerta detrás de sí.
Recostado en su cama, empezó a preguntarse qué podía hacer ahora para adquirir a un
varón como futuro heredero. La única idea que surgía de esto era divorciarse de Hippolita y
conseguir otra mujer que no fuera estéril, pero la pregunta era quién podía ocupar tal lugar.
Como por obra del destino, la respuesta llegó a su mente.
-Isabella…
La puerta de su habitación fue abierta y una Isabella asustada entró con la mirada baja.
Hipolita le había pedido el favor de que buscara a su esposo para superar esta pérdida como
pareja y ayudarle a Manfredo a llorar sin miedo y sentir que contaba con ella para todo.
-Justo a ti te quería ver Isabella. – Afirmó Manfredo con una sutil sonrisa.
- ¿A mí? ¿Por qué?
Manfredo se levantó de su cama y se acercó de forma seductora hacia Isabella, tomándola
del mentón para que lo viera directo a los ojos.
-Quiero que tengamos un hijo.
Isabella sintió cómo el miedo se manifestaba en todo su cuerpo. ¿Qué clase de propuesta
descabellada era esa?
- ¿Qué hay de la señora Hippolita? No puede hacerle esto. – Dijo Isabella con voz
temblorosa y apenas audible. El simple hecho de pensar que un hombre mayor quisiese
estar con ella en un sentido sexual le causaba pánico.
-Primero me divorciaré de ella para que podamos casarnos. – Agregó Manfredo lleno de
seguridad en cada palabra.
Isabella, al saber lo mal que esto podría acabar, salió huyendo de esa casa y se adentró
mucho más en el bosque. Manfredo no logró alcanzarla por más que corrió, sin embargo,
decidió no rendirse y seguirla buscando.
Luego de una larga corrida, Isabella sin querer se chocó con un muchacho que andaba por
ahí.
-Disculpa, no te vi. – Dijo Isabella todavía aterrada.
El muchacho, en un intento de calmarla, la tomó por los hombros y le sonrió amablemente.
-Está bien. Lo importante es que primero te tranquilices.
-Tienes que ayudarme por favor. Él… él va a encontrarme.
- ¿Él? ¿A quién te refieres? – Preguntó el muchacho sin entender cuál era la verdadera
causa del terror inminente de Isabella.
-Te lo ruego noble chico, necesito que me escondas donde sea. Lo más rápido posible.
El muchacho la ayudó a escapar justo a tiempo, dejándola oculta en las profundidades de
una extraña cueva cercana. Segundos después, Manfredo logró adentrarse en el bosque
después de tanto esfuerzo físico, para encontrarse con el mismo muchacho que había visto
Isabella.
-Joven, ¿no has visto por aquí a una muchacha?
El muchacho se hizo el desentendido.
-Aquí únicamente he estado yo. No he visto pasar a nadie si es lo que quiere saber.
-Sé que la viste. Debiste verla. A mí no me vas a engañar.
La ira inundó los ojos de Manfredo. En un acto poco agraciado tomó al muchacho de la
oreja y lo arrastró fuera del bosque hasta su casa, donde entró completamente iracundo y lo
encerró en su habitación.
Hippolita y Matilda no se dieron cuenta en qué momento había pasado todo, ya que seguían
velando a Conrado luego de su trágica muerte. La tristeza y el dolor les había nublado el
juicio lo suficiente como para no ser conscientes de lo que sucedía alrededor.
Llegada la noche, tanto Matilda como Hippolita durmieron en la cama de Conrado para así
seguir honrando el hecho de que había resistido hasta el límite.
A la mañana siguiente, Manfredo se dispuso a volver a sonsacarle información al muchacho
que había raptado el día anterior.
-De seguro la conoces. Eres cómplice en su escape. ¡Contesta de una vez rufián!
El muchacho permaneció callado, así que Manfredo se resignó y salió de su casa iracundo,
aunque no sin un plan. Pensó que sería mucho más fácil primero buscar a un sacerdote que
lo pudiera separar de Hippolita antes que hacer que el joven confesara.
Matilda despertó del sueño y vio nuevamente a su madrastra junto a Conrado. La miró con
tristeza y depositó un beso en su frente.
Matilda entró en la habitación de su padre, pensando en la posibilidad de hacer que sus
ánimos fueran mucho mejores que ayer, pero una vez entró, encontró a un joven de curiosa
procedencia acurrucado en una esquina junto a la cama. Estuvo a punto de gritar, sin
embargo, al encontrarse con sus ojos, terminó fascinada. Una extraña sensación floreció en
su pecho.
El chico quedó igual o más embelesado que ella.
-Jamás en mi vida imaginé admirar una flor tan hermosa. – Exclamó el muchacho lleno de
gozo.
Matilda se sonrojó y sonrió nerviosa. Nunca pensó que alguien ajeno a Hippolita pudiese
decirle tales palabras.
-Muchas gracias. – Dijo Matilda tratando de disimular su pena. – Me llamo Matilda, ¿tú
eres?
-Teodoro.
Desafortunadamente, no pudieron seguir su conversación puesto que Manfredo había
vuelto con el fraile.
Matilda corrió directo a su habitación y se encerró allí.
Manfredo y el sacerdote llegaron a la habitación donde Teodoro seguía algo escondido.
- ¿Teodoro? ¿Eres tú? ¿Mi hijo perdido?
- ¿Padre?
Padre e hijo no dudaron en abrazarse.
-Hace mucho había perdido la fe, pero finalmente después de largos años de búsqueda te he
encontrado mi muchacho.
Los dos comenzaron a llorar de la enorme felicidad que sentían.
-Bueno sacerdote Jerónimo, qué agradable momento, pero necesito que me ayude con mi
situación. – Exclamó Manfredo interrumpiendo el emotivo momento.
-Sí señor, por supuesto, pero es importante que su señora esposa también esté aquí presente
para realizar el proceso de forma adecuada.
-De acuerdo. – Dijo Manfredo frunciendo el ceño.
-Hijo mío, ¿por qué no esperas afuera mientras me encargo de este asunto? – Preguntó
Jerónimo a Teodoro.
-Con gusto, padre.
Teodoro salió de aquella habitación y no pudo evitar ver a Matilda asomada por la puerta
de la suya. Sonriéndole, la tomó de la mano y se la llevó al frente de la casa. El ambiente de
un momento a otro se volvió oscuro gracias a una gran tormenta que no tardó en propagarse
por toda la zona.
-Por fin volvemos a estar solos. – Dijo Teodoro sujetando con fuerza la mano de Matilda
entre las suyas.
-Había esperado desde hace mucho tiempo este momento contigo.
Por su parte, Manfredo e Hippolita yacían frente a Jerónimo en los últimos minutos de su
matrimonio, aunque parecía que las cosas no estaban yendo a favor de Manfredo ya que
Hippolita no dejaba de oponerse a su separación.
A lo lejos, una sombra emergió de entre las mayores profundidades del bosque, se elevó en
los cielos y soltó un grito desgarrador. Tanto Teodoro como Matilda se asustaron, pero a la
vez les ganaba la curiosidad de saber qué era esa extraña figura.
Los rayos reflejaron el cuerpo y Matilda pudo distinguir a Isabella. Al parecer, había sido
poseída por un espíritu maligno que habitaba en lo más profundo del bosque y podía
dominar a las personas que más desesperación cargaban en el corazón.
- ¡Tu padre quiso destruirme Matilda! – Gritó una voz proveniente de Isabella, sólo que esta
se escuchaba como de ultratumba. - ¡Por eso, la pagará con tu muerte!
Un rayo cayó directo sobre Matilda, matándola al instante y el espíritu desapareció con el
cuerpo de Isabella.
- ¡¡¡Matilda!!! – Gritó Teodoro dejándose cegar por su desesperación, sabiendo que su alma
jamás se recuperaría de esa pérdida.
Los adultos escucharon este grito y corrieron afuera. Manfredo no podía creer lo que sus
ojos veían. Se arrodilló frente a su hija y comenzó a llorar, porque en el fondo de su
corazón realmente la amaba. Hippolita lo consoló llorando a su lado. Sus dos hijos ya no
estaban con ellos y ninguno tenía la certeza de poder seguir adelante.
Jerónimo no pudo hacer más que abrazar a su hijo. A partir de ahora, la única alternativa de
Teodoro para seguir vivo era ahogarse en la pena y el sufrimiento eterno sin su amada.

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