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Fuente: Cuadro 2.
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Vista en clave comparada, las evoluciones de los dos parámetros constitutivos de la transición –la
natalidad y la mortalidad- presentan para el caso argentino algunas peculiaridades en relación con la
teoría general. Dado que ésta constituye más un modelo general nacido de la descripción de múltiples y
muy variadas situaciones históricas que una teoría explicativa en sí misma, tales diferencias no deben ser
exageradas. Las peculiaridades del caso argentino se vinculan con los siguientes rasgos: a) un alto nivel
pretransicional de la natalidad y de la mortalidad (superiores al 45 y al 30 por mil, respectivamente) en
comparación con los niveles existentes en el antiguo régimen europeo (del orden del 40 por mil en
Francia hacia 1740, por ejemplo); b) el temprano inicio del proceso transicional en relación con los demás
países latinoamericanos, en los que la transición de la fecundidad tomará un impulso decisivo recién a
partir de la década de 1960; c) el inicio simultáneo de la baja de la natalidad y de la baja de la mortalidad
que describen de tal suerte una evolución caracterizada por un notable paralelismo; d) la ausencia –en
función de lo anterior- de un período de crecimiento vegetativo acelerado o de expansión inicial.
Más que excepcionalidades decisivas las peculiaridades mencionadas remiten a los niveles de
desarrollo alcanzados por la Argentina en cada momento histórico (rasgos a y b) y muy especialmente al
espectacular flujo migratorio europeo que recibió el país durante el período 1870-1930. En tal sentido, la
transición argentina puede ser considerada tanto como un “modelo no ortodoxo” en relación con el viejo
continente (Pantelides, 1982) como también un subtipo especial de transición: la de los “países de
inmigración de poblamiento europeo” (Chesnais, 1986). En efecto, las “heterodoxias” del caso argentino no
son exclusivas y pueden ser asimilables a las de otros países de inmigración con poblamiento europeo, que se
caracterizaron por transiciones de corta duración (del orden de los 75 años para Estados Unidos y Canadá, de
los 90-95 años para Australia y Nueva Zelanda y de una duración intermedia entre las de América del Norte
y Oceanía para el caso argentino y uruguayo) y por la ausencia de la fase de expansión inicial.
Además del crecimiento vegetativo, el crecimiento demográfico de la Argentina fue acelerado de
modo decisivo, como se verá más adelante, por la llegada masiva de inmigrantes europeos. Este aporte
poblacional exógeno resultó de excepcional importancia, tanto por su efecto directo (incremento de la
población por radicación en el país), como por su efecto indirecto (conformación de nuevas parejas y
hogares y aporte a la natalidad). La emigración europea implicó para los llamados “países nuevos” como la
Argentina una notable expansión del crecimiento de sus poblaciones que compensó con creces la ausencia de
la explosión demográfica inicial causada por las bajas conjuntas de la mortalidad y de la natalidad. En esta
secuencia, los perfiles transicionales y de crecimiento de los países receptores de migrantes fueron
fuertemente afectados por la transición migratoria europea, definida por Chesnais (1986, cap. 6) a partir de la
estrecha asociación que existió entre las evoluciones –desfasadas de unos veinte años- del crecimiento
vegetativo y de la migración neta del viejo mundo. Fruto de complejos factores demográficos y socio-
económicos, más de 60.000.000 de personas abandonaron Europa entre 1815 y 1914, lo que representa el
20% de la población existente en ese continente hacia 1850. La inclusión del concepto de transición
migratoria resulta esencial no sólo para completar la descripción de los perfiles transicionales de los países de
origen y de destino de los migrantes, sino también para complejizar adecuadamente la propia teoría de la
transición que, en su formulación más clásica, deja de lado el crucial aspecto de las migraciones
internacionales, asumiendo implícitamente un modelo de población cerrada.
A pesar de su carácter pionero en el contexto latinoamericano y de los fuertes descensos operados en la
natalidad y la mortalidad del país visto como un todo, la transición demográfica argentina no ha sido aún
completada en su totalidad. La distancia que separa a las unidades espaciales de menor y mayor fecundidad
así lo testimonia (a título de ejemplo, la Tasa Global de Fecundidad del año 2005 varió entre 1.68 hijos por
mujer en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y 3.12 en la provincia de Misiones, diferenciales que serían
aún mayores en caso de considerarse sectores sociales y no unidades espaciales, por definición más
heterogéneas). Lo mismo ocurre con los restantes indicadores demográficos, como la mortalidad infantil que
varió hacia 1999 entre 10.7 por mil en la Ciudad de Buenos Aires y 29 por mil en el Chaco.
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Los cambios de largo plazo mencionados en la sección anterior tuvieron variaciones históricas de
importancia que permiten definir etapas en función del ritmo de crecimiento total de la población. Aunque
basada centralmente en este último aspecto, las etapas propuestas implican asimismo cambios en los
componentes (vegetativo y migratorio) del crecimiento. Partiendo de la tasa de crecimiento medio anual,
un indicador del crecimiento global de la población, pueden definirse tres etapas bastante precisas y
avizorar una cuarta, inscripta en el posible desarrollo futuro de la población del país.
Como toda periodización histórica, la que presentamos a continuación puede admitir subdivisiones
específicas (por ejemplo, Torrado, 2003: 82-86) y, desde luego, sólo tiene validez para el país tomado
como un todo. En el nivel regional o provincial otras subdivisiones son posibles, habida cuenta de los
ritmos diferenciales de la transición demográfica y de la heterogeneidad espacial y temporal de los flujos
migratorios internacionales e internos. La ausencia de series temporales confiables para los períodos más
antiguos (por ejemplo, la natalidad y la mortalidad, antes de 1870; la migración internacional antes de
1857) y de censos periódicos hasta 1960 aplana en cierto sentido la variabilidad de los cambios ocurridos,
especialmente en los períodos intercensales de más larga duración.
Vista en conjunto, esta etapa puede ser subdividida en dos períodos que tienen por punto de corte el
último cuarto del siglo XVIII. En efecto, desde la conquista hasta la realización del Censo General del
Virrey Vértiz en 1788, el crecimiento fue extremadamente bajo o, como ocurrió hasta mediados del siglo
XVII, incluso negativo. Aunque menores que lo ocurrido en los grandes imperios inca y azteca, los
efectos de la conquista española sobre las poblaciones autóctonas fueron considerables y acarrearon un
retroceso en términos absolutos de la población total del futuro país de los argentinos. La magnitud real de
esta catástrofe demográfica es objeto de debates, provocados esencialmente por la falta de datos
estadísticos sobre la cantidad de población existente al momento de la conquista, ya que las estimaciones
sobre ésta última tienen notables variaciones de un autor a otro (el margen de estimación varía para 1550
entre 300 mil y dos millones de indígenas).
Durante el segundo subperíodo (fines del siglo XVIII a mediados de la centuria siguiente), la
población se recuperó en términos absolutos y ostentó tasas de crecimiento superiores que, para la década
de 1850 rondaban el 20 por mil anual. La expansión demográfica no fue lineal como lo muestra la
desaceleración del crecimiento entre 1825 y 1839, a lo que no fue ajeno el contexto de guerras civiles y de
desorganización nacional iniciado en la década de 1820. Además del saldo vegetativo, deben considerarse
también los aportes migratorios externos, tanto de peninsulares como de población esclava. Los primeros
se incrementaron hacia fines del siglo XVIII, gracias a la llegada de españoles provenientes del arco
cantábrico (gallegos, vascos, asturianos). Los segundos, por su parte, continuaron arribando hasta la
década de 1840.
b) El fin del Antiguo Régimen: de mediados del siglo XIX a la crisis de 1930.
Entre 1858, momento del censo de la Confederación Argentina, y la Crisis de 1930, el país asiste al
período de mayor crecimiento demográfico de toda su historia. La pacificación –siempre relativa- y la
organización del país tras la caída de Rosas en 1852; la creación paulatina de instituciones estatales; el
desarrollo de la infraestructura económica; los avances de la alfabetización y la expansión de las
exportaciones agrícola-ganaderas; entre muchos otros factores asociados a la modernización de la
estructura social y económica argentina, generaron entonces un incremento sostenido y espectacular de la
población con tasas intercensales de crecimiento medio anual iguales o superiores al treinta por mil hasta
1914 y (tras la caída del crecimiento durante la primera guerra mundial) levemente inferiores a esa cifra
durante el quinquenio 1925-1929.
Como ha sido dicho, si bien la natalidad y la mortalidad comenzaron a descender hacia 1870 dando
inicio a la transición, la baja paralela de ambos parámetros no fue acompañada de una explosión
demográfica como ocurriera en los países europeos. Con todo, la inexistencia de la fase de expansión
inicial fue ampliamente compensada por un flujo migratorio ultramarino que tuvo una extraordinaria
influencia demográfica, social y cultural en la sociedad argentina.
La disponibilidad de series estadísticas de natalidad y mortalidad a partir de la década del ‘70,
reflejo inequívoco de la aludida expansión estatal, permite definir con mayor precisión a partir de
entonces la contribución relativa del crecimiento vegetativo y migratorio (Cuadro 2). Si bien el primero se
mantuvo relativamente estable (con valores que oscilaron entre el 15 y el 20 por mil), lo que explica que
la curva del crecimiento total tienda a reproducir la forma de la del crecimiento migratorio, su aporte al
crecimiento total fue en líneas generales muy superior al del crecimiento migratorio, con sólo tres
excepciones: los quinquenios 1885-1889 y 1905-1909 (en los que el saldo migratorio neto fue superior al
vegetativo), y el quinquenio 1910-1914, en que la contribución de ambos componentes fue prácticamente
idéntica. La atipicidad de estos períodos, bien conocida a través de los estudios migratorios (Devoto,
2003), obedeció tanto a coyunturas internacionales como domésticas, siendo de destacar en este último
plano la política de distribución de pasajes pagos en el viejo continente desarrollada por el gobierno
argentino en la segunda mitad de la década de 1880. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1919), por
su parte, los retornos de inmigrantes superaron a las entradas e hicieron que el crecimiento migratorio del
quinquenio fuera negativo, lo que implicó una reducción de dos puntos en la tasa de crecimiento del país.
Pasado el conflicto europeo, el crecimiento migratorio volvió a ser importante durante la década de 1920
pero sus valores resultaron muy inferiores a los de la década que precedió al Centenario.
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La espectacularidad del flujo migratorio europeo dificilmente puede ser exagerada ya que el país
recibió entre 1870 y 1915 más de 7.000.000 de inmigrantes, provenientes en su gran mayoría del sur de
Europa. Aunque durante el período 1870-1929 un 46% de las entradas fueron acompañadas de retornos al
país de origen o de migraciones hacia otros destinos, el saldo final fue extremadamente positivo, sobre
todo cuando se lo compara con el tamaño de la población receptora. Si bien la Argentina recibió mucho
menos inmigrantes que los Estados Unidos, la proporción que los inmigrantes ocuparon en la estructura
socio-demográfica argentina era hacia 1914 del orden de 30% (contra el 15 % que había en aquel país en
1910), cifra que convierte a nuestro país en un caso límite en la historia de la población mundial del
período. La proporción del aporte migratorio se agiganta si se considera que una parte significativa de los
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habitantes contabilizados como nativos por los censos nacionales era descendiente directo del alud
migratorio.
económicas (en particular las de 1989 y 2001) que caracterizaron a las políticas de ajuste de los gobiernos
democráticos posteriores.
Los procesos evocados en la sección precedente implicaron cambios sustanciales del tamaño de la población
argentina. Vista en la perspectiva de largo plazo que aquí nos ocupa, la misma pasó de poco más de medio
millón de habitantes en las vísperas de la Revolución de Mayo, a unos 37.000.000 en el año 2001, es decir
que multiplicó más de 60 veces el efectivo con que contaba el país al inicio del período independiente. El
aumento de la población no fue desde luego lineal ya que dependió directamente de los saldos migratorios y
vegetativos que caracterizaron cada etapa.
Un indicador resumen del proceso es suministrado por el tiempo de duplicación, es decir la cantidad de
años que demanda multiplicar por dos el tamaño inicial de la población, lapso que depende a su vez de la tasa
de crecimiento medio anual de la población considerada. En términos generales una población que crece al
10 por mil anual tarda aproximadamente 70 años en doblar el número de sus efectivos; si lo hace al 20 por
mil tarda 35 años y así sucesivamente.
La población existente en los albores de la Independencia (618.013 habitantes en 1810) requirió 45
años para duplicarse. Entre 1855 y 1879 se asiste a una nueva duplicación (de 1.236.006 a 2.472.012
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habitantes), que ocurre esta vez en sólo 24 años, es decir en casi la mitad de tiempo. Este lapso fue la regla en
las dos duplicaciones siguientes (23 años entre 1879 y 1902; 22 entre 1902 y 1924) para ampliarse
nuevamente a partir de entonces (34 años demandó pasar de los 9.888.048 habitantes de 1924 a los
19.776.096 de 1958). La siguiente duplicación –es decir alcanzar los 39.552.192 de habitantes- será lograda
hacia el año 2008 (INDEC, 2005: 16), es decir medio siglo después de esa última fecha. Este breve ejercicio
(basado en la reconstrucción de la serie histórica de población por años publicada por Ferreres, 2005: 127-
130) constituye una síntesis ilustrativa de las etapas presentadas en la sección anterior.
De mantenerse la tasa de crecimiento del último período intercensal (levemente superior al 10 por mil),
la población alcanzaría el doble de efectivos presentes en el censo del 2001 (36.260.130 habitantes;
37.282.970 según la corrección realizada por Vega y Velázquez, 2006) en el año 2071 pero dado que las
proyecciones pronostican una disminución del crecimiento natural y un saldo migratorio nulo la duplicación
de la población se alcanzará probablemente con posterioridad a esa fecha.
Ahora bien, la dinámica demográfica global de la población no es más que la suma ponderada de
dinámicas de subpoblaciones específicas tanto en términos de estratos socio-ocupacionales (cuyo análisis
excede los límites del presente texto) como espaciales, razón por la cual el crecimiento del país, tal como lo
hemos analizado hasta aquí, esconde fuertes variaciones que es imprescindible considerar a continuación. Si
se parte, por ejemplo, de las tasas de crecimiento medio anual por provincias y por regiones del período
1914-1980 (Cuadro 3), y su relación con el crecimiento del país visto como un todo, pueden observarse los
siguientes rasgos:
a) el crecimiento medio anual presenta notables heterogeneidades espaciales;
b) la capital del país se caracteriza por una constante disminución de su ritmo de crecimiento (con la
excepción de 1914-1947 ostenta tasas de muy bajo valor –inferiores al 1.5 por mil- o incluso
negativas como ocurre en los períodos intercensales 1947-60 y 1970-1980);
c) el crecimiento del Área Metropolitana (integrada por la ciudad de Buenos Aires y diecinueve partidos
del Gran Buenos Aires) fue posible gracias al crecimiento de los partidos del conurbano, que
recibieron continuos aportes migratorios, tanto internos como limítrofes, durante la etapa de
sustitución de importaciones y durante el desarrollismo;
d) la región Litoral (Entre Ríos, Santa Fe y la provincia de Buenos Aires, exceptuando los 19 partidos del
Gran Buenos Aires), durante todo el período, y la región Centro-Noroeste, hasta 1970, ostentan menores
niveles de crecimiento que el total nacional;
a) Cuyo y Nordeste alternan niveles de crecimiento superior e inferior al total del país;
b) el Área Metropolitana, hasta 1970, y la región Patagónica, durante todo el período, se caracterizan por
niveles de crecimiento superiores al total del país. En el caso de la Patagonia, que recibe importantes
contingentes migratorios, su ritmo de crecimiento más que duplica el nivel nacional a partir de 1960;
c) las heterogeneidades –siempre en relación con el crecimiento del país - existen asimismo cuando se
desciende al nivel provincial, especialmente en las regiones de composición más heterogénea como
Nordeste y Centro-Noroeste.
Durante el período posterior (1980-2001), la tasa media de crecimiento de la población fue mayor en el
grupo de provincias formado por Tierra del Fuego, Neuquén, La Rioja, Santa Cruz y Formosa, que superaron
durante todo ese lapso el 24 por mil anual, en marcado contraste con Buenos Aires, la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba y Mendoza donde la tasa fue inferior al 15 por mil (Vega y
Velázquez, 2006).
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El complejo cuadro de las evoluciones reseñadas pone de manifiesto tanto las variaciones de corto y
mediano plazo de las respectivas economías y mercados de trabajo regionales (y de sus efectos directos sobre
la atracción y expulsión de población) como las heterogeneidades de las transiciones de la mortalidad y de la
natalidad que se encuentran en la base de ritmos de crecimiento vegetativo igualmente disímiles (Massé,
2001). Aunque fascinantes en sí mismos, estos aspectos –al igual que las diferencias de los niveles de
crecimiento de la población urbana y rural o los cambios ocurridos en la distribución espacial de la
población- escapan a los límites del presente texto y son abordados en otros capítulos de esta obra.
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El crecimiento de la población constituye un tema medular del pensamiento demográfico desde sus orígenes
como disciplina en el siglo XVII hasta la actualidad. La “obsesión del número” y la preocupación por el
crecimiento de la población fueron más imperiosas en los países nuevos como la Argentina caracterizados
por la posesión de enormes superficies territoriales escasamente pobladas (la densidad de población era
apenas de 0.6 habitantes por kilómetro cuadrado hacia 1869 y de 13 en el 2001). Por esa razón, y por el
hecho de que la prosperidad argentina de la etapa agroexportadora requería acuciantemente de mano de obra
tanto para las necesidades económicas como para el desarrollo de un país moderno, la máxima alberdiana de
“poblar el desierto” sintetizó con notable precisión los objetivos de una vasta política de población orientada
al crecimiento demográfico por vía de la inmigración ultramarina.
Ese proyecto, plasmado en las múltiples políticas de fomento de la inmigración europea, tuvo un
éxito notable, no sólo por los instrumentos jurídicos y económicos desplegados para su consecución (Ley
Avellaneda de 1876, acciones de propaganda, pasajes subsidiados, proyectos de colonización agrícola, entre
muchos otros) sino también –y acaso ante todo- porque la coyuntura europea fue favorable a la emigración
de millones de sus habitantes. La política pro-inmigratoria argentina no se orientó exclusivamente al
crecimiento demográfico ya que involucraba asimismo el prometeico proyecto de operar un reemplazo
cualitativo de la población que, en palabras de sus gestores, dejaría atrás los vestigios tradicionalistas del
nativo de origen de hispánico y católico, para ser renovada por europeos modernizadores de origen
protestante, supuestamente más aptos para el desarrollo económico.
En rigor de verdad, el vasto programa pro-inmigratorio desplegado desde mediados del siglo XIX no
era por completo nuevo, no sólo porque contaba con antecedentes de importancia durante la primera mitad
del siglo, sino también porque hundía sus raíces en una vocación poblacionista de larga data, heredera del
pasado colonial español (Halperín Donghi, 1976). En efecto, la corona española buscó incrementar la
población a la que veía, atinadamente, como el modo idóneo para garantizar la prosperidad y la defensa de
los territorios, tendencia que fue reforzada hacia fines del siglo XVIII por los teóricos del pensamiento
borbónico.
La convicción en las virtudes del crecimiento demográfico por vía inmigratoria, ampliamente
consensual en las elites políticas e intelectuales del período (más allá de cuestionamientos coyunturales hacia
algunos de sus efectos no deseados, como la conflictividad social de principios del siglo XX), constituye
probablemente el más logrado ejemplo de política de Estado de la historia argentina y como tal recorre en
filigrana todo el período de la inmigración de masas. El optimismo de las proyecciones de población
elaboradas por los autores de los tres primeros censos nacionales (Otero, 2004), muestra con claridad las
certezas desplegadas por ese consenso.
La reducción del crecimiento migratorio a partir de 1914 y sobre todo de 1930 dio paso a profundos
debates sobre las vías para garantizar el crecimiento de la población, al que se seguía viendo como uno de los
pilares esenciales del crecimiento económico. Como lo ha mostrado Biernat (2004), esos debates se
estructuraron en torno a dos alternativas: los que apostaron por la continuidad del crecimiento migratorio
ultramarino y los que, por el contrario, más conscientes de la nueva coyuntura europea, apostaron al
crecimiento endógeno. Independientemente de sus discrepancias, no siempre tajantes ni precisas, importa
destacar que en lo relativo al tema que aquí nos ocupa, tanto los natalistas como los inmigracionistas
compartían inequívocamente una convicción de claro cuño poblacionista.
Más allá de sus múltiples aristas, los debates de los años precedentes al IV Censo de Población de 1947
operaron un cambio cualitativo de importancia: el paso de una reflexión global sobre el crecimiento de la
población a preocupaciones más concentradas en sus componentes específicos. La baja de la natalidad,
notable a partir de 1930, disparó asimismo la preocupación por revertir ese fenómeno, a partir de
evaluaciones –teñidas de razonamientos eugenistas y de teorías socio-raciales europeas- que llevaron a
muchos pensadores a ver en ella un síntoma de decadencia inequívoca. Las reflexiones generadas entonces
dieron lugar a la proposición de un vasto plan de políticas específicas -como la reducción de la mortalidad
infantil, el control de las enfermedades venéreas, la salud de las madres, etc.- que se fueron plasmando
progresivamente en las décadas siguientes. Motorizada por la prolífica prosa de Alejandro Bunge, autor
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principal pero no exclusivo del debate demográfico argentino de la primera mitad del siglo XX, la
problemática de la de natalidad argentina desembocó en una reflexión mayor sobre otros aspectos
íntimamente vinculados a ella.
En el clima de ideas generado por esos debates, el peronismo histórico (1946-1955) impulsó una
activa política de crecimiento demográfico, apoyada en las dos vertientes del poblacionismo: el
crecimiento endógeno mediante la recuperación de la natalidad, y una nueva política de puertas abiertas a
la inmigración europea que puso fin a las políticas más restrictivas implementadas por el Estado argentino
tras la crisis de 1930.
La convicción sobre las virtudes del crecimiento demográfico fue igualmente fuerte durante los
gobiernos desarrollistas, iniciados con el gobierno de Arturo Frondizi en 1958 y continuadas por el gobierno
militar de Onganía. Más allá de diferencias cruciales en otros planos, los gobiernos desarrollistas
compartieron la percepción de que el crecimiento demográfico era esencialmente positivo, sea porque
aumentaba el número de productores y consumidores en el mercado interno (aspecto clave de sus políticas
industrialistas), sea porque contribuía a la disponibilidad de efectivos militares para eventuales conflictos con
los países vecinos (rasgo propio de las etapas militares del desarrollismo).
Los múltiples efectos sociales regresivos de la apertura de la economía -iniciada por el Golpe militar de
1976 y continuada por los gobiernos democráticos posteriores- operaron desde entonces una marginalización
creciente de la problemática del crecimiento demográfico de los debates argentinos. Varios factores se
encuentran en el origen de este fenómeno: a) la existencia creciente de sectores de población excluidos del
mercado de trabajo y de niveles mínimos de bienestar, fenómeno que –en ausencia de políticas específicas de
contención y de redistribución- desintegra la ecuación crecimiento de población/crecimiento
económico/desarrollo social que como un leitmotif atravesó la historia argentina hasta entonces; b) la
adopción de políticas y doctrinas neoliberales que, al confiar en el mercado, inhibieron la planificación
estatal de mediano y largo plazo, requisito esencial de una política demográfica; c) el desplazamiento de la
problemática global del crecimiento a debates sobre sus componentes y sobre los derechos de las personas.
Así, por citar sólo un ejemplo, los actuales debates sobre la salud reproductiva se articulan –correctamente
por otra parte- en torno al grado de cumplimiento de los derechos de las personas a elegir libremente su
descendencia y no, como en el pasado, a ver cuáles son los efectos de la natalidad sobre el crecimiento
demográfico del país. En consonancia con lo ocurrido en el plano internacional –en particular los Congresos
mundiales de Población-, los debates socio-demográficos se han hecho más complejos y sectoriales
(Lassonde, 1997). Esto es así porque se tiende a dar mayor importancia a los derechos individuales y porque
se ha operado un pasaje desde las ingenierías sociales holísticas, propias de momentos históricos con mayor
planificación estatal, a ingenierías sociales más complejas y fragmentarias.
En suma, e independientemente de las valoraciones –forzosamente dispares y matizadas- que puedan
esgrimirse hacia los factores mencionados, el crecimiento de la población ha ido desapareciendo
progresivamente de la agenda demográfica argentina en tanto problema global, esto es, en tanto reflexión
sobre qué niveles de crecimiento son deseables para el crecimiento económico y el desarrollo social. Aunque
el discurso poblacionista continúa como un aliento de larga duración en las esporádicas referencias al tema
provenientes de ámbitos gubernamentales o de otros sectores de la sociedad civil, es claro que se trata ahora
de una retórica no sustentada en reflexiones y políticas demográficas vinculantes.
Podría hipotetizarse que (de no mediar migraciones importantes hacia nuestro país) la baja futura de
la fecundidad hacia el umbral crítico del nivel de reemplazo generacional obligará a replantear el problema
del crecimiento demográfico. De mantenerse los criterios poblacionistas históricos, el desafío consistirá
entonces en adoptar políticas tendientes a la consecución de ese fin (es decir políticas de incentivación de la
fecundidad) pero que no afecten los derechos a la autodeterminación de las personas. Dado que, como se
verá a continuación, las relaciones entre crecimiento económico y demográfico son en extremo complejas,
también sería posible que los criterios poblacionistas históricos pasen a ocupar un segundo plano y sean
desplazados por debates centrados en un conjunto más denso de factores sociales, económicos y político-
institucionales y ya no exclusivamente limitados al ritmo de expansión de la población.
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Otro elemento esencial del análisis del crecimiento demográfico, es su evaluación en clave comparada con
el de los países de la región. El Cuadro 4, que presenta información para países latinoamericanos
seleccionados, aporta los elementos necesarios para el período de largo plazo que aquí nos interesa.
A pesar de su inestabilidad y de la dependencia externa de los cambios en el comercio internacional, la
mayor parte de los países latinoamericanos experimentaron desde fines del siglo XIX profundos cambios que
se tradujeron en el crecimiento de su capacidad económica. Durante la primera mitad del siglo XX algunos
países crecieron a un ritmo superior a los demás en función de la vitalidad de sus exportaciones, basadas
fundamentalmente en productos primarios y en la inversión extranjera. El crecimiento de la economía fue
asimismo acompañado por importantes avances en la infraestructura general y también en la infraestructura
social (programas de seguridad social, pensiones y beneficios por enfermedad). Hacia las décadas de 1920 y
1930, cinco países lideraron ese proceso: Argentina, Uruguay, Cuba, Chile y Brasil.
Durante los cuarenta años que siguieron a la crisis de 1930, los países de América Latina
experimentaron tasas de crecimiento demográfico en constante aumento (con máximo en la década de
1960) las que comenzaron a disminuir de manera moderada a partir de 1970. En este panorama de
conjunto, los países pioneros en la transición de fecundidad y que recibieron además importantes flujos
exógenos como consecuencia de la transición migratoria europea, alcanzaron sus máximos niveles de
crecimiento en épocas mucho más tempranas (Uruguay, durante la segunda mitad del siglo XIX;
Argentina y Cuba durante 1900-1930).
En el caso argentino, pasado los años treinta, la disminución de la inmigración internacional y la
transición demográfica implicaron, como hemos visto, una notable desaceleración del crecimiento. Desde
entonces, la Argentina creció a una velocidad considerablemente menor que países como Brasil y México,
en los que la reducción de la mortalidad y la fecundidad todavía no había dado pasos decisivos. Estas
evoluciones diferenciales entre los tres países más poblados de Latinoamérica se vinculan directamente
con los niveles de desarrollo alcanzados por cada uno de ellos, en aspectos tales como la higiene, la
alimentación y la salud pública.
Conforme a los perfiles transicionales específicos y a la historia migratoria de cada país, los
períodos de máximo crecimiento demográfico ocurrieron más tardíamente en el resto de los países, como
lo ilustran los casos límite de Paraguay y Bolivia (máximos durante 1970-1980 y 1980-1990,
respectivamente). Brasil y Chile ocupan posiciones intermedias (máximo durante los años 1950-1960),
seguidos por México (que tendrá su máximo en la década siguiente).
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Las relaciones entre crecimiento económico y crecimiento demográfico han sido desde siempre un objeto de
debate de las disciplinas que convergen en el estudio científico de la población. A pesar de ello, el tema ha
sido poco abordado para el caso argentino (Otero, 2006), tanto por la menor calidad y cobertura de las series
estadísticas disponibles como por el escaso diálogo entre demógrafos y economistas, en comparación con
otras latitudes. La asunción implícita por parte de estos últimos de que el crecimiento demográfico juega un
rol marginal o incluso inocuo en el desarrollo económico en las sociedades modernas –concepción
compartida por otra parte por muchos teóricos actuales de la economía (Maurau, 2002)- actuó probablemente
también en el mismo sentido.
Tanto por las razones mencionadas, como por la enorme dificultad teórica y empírica que presenta el
problema, nos limitaremos aquí a esbozar algunas consideraciones generales que permitan complejizarlo más
adecuadamente, con el objetivo de evitar una visión puramente internista del desarrollo demográfico y de
favorecer la reflexión sobre esta área de vacancia del conocimiento histórico. Si bien por razones de espacio
no es posible incluir aquí análisis econométricos más complejos, las etapas del crecimiento demográfico y
del crecimiento económico argentinos permiten en principio establecer algunas conclusiones que cuentan con
un nivel de prueba razonable.
En primer lugar, el período de mayor crecimiento de la población se caracterizó asimismo por un
elevado crecimiento económico. Si bien ambas formas de crecimiento no pueden ser concebidas como
exógenas entre sí, el crecimiento de la economía durante la llamada etapa agroexportadora fue capaz de
absorber el enorme crecimiento de la población y de mantener (con algunas excepciones, como la crisis de
1930 en la que se alcanzaron cifras de desempleo de dos dígitos) niveles de pleno empleo y un alto ingreso
per cápita, comparable –hasta 1940- al de Canadá, Estados Unidos y Australia (Ferreres, 2005: 3). Los
estudios de inspiración neoclásica sobre el rol ejercido por los factores de atracción -sea el nivel de empleo
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(Míguez, 2001), sea el diferencial salarial (Cortés Conde, 1979)- en el arribo de los inmigrantes europeos
otorgan al crecimiento económico un rol de primer orden para la explicación del crecimiento demográfico.
En segundo lugar, el crecimiento económico, sumado a indicadores más generales de desarrollo e
íntimamente asociados a la expansión de la economía, constituyen elementos predictores de innegable
importancia para explicar la transición demográfica (sea mediante la expansión del sistema de salud pública
y las mejoras en la higiene y la alimentación, en el caso de la mortalidad; sea mediante la difusión de nuevas
pautas de control voluntario de los nacimientos por aumento de la educación y la movilidad social) (Otero,
2004). En tal sentido, puede argumentarse que el crecimiento económico jugó un rol dual ya que, por un
lado, contribuyó al crecimiento de la población a través de las migraciones internacionales y, por otro,
favoreció su progresiva desaceleración de largo plazo, al inducir una baja consistente del crecimiento
vegetativo. Como ha sido dicho, las eventuales mejoras futuras de la economía (tanto más si fueran
acompañadas de una reducción de los niveles de inequidad) deberían favorecer –como lo ilustra el caso
europeo- la reducción de la mortalidad y la fecundidad hacia valores más cercanos a los que ostentan las
zonas y clases sociales de mayor desarrollo relativo del país, fenómeno que a su vez debería acentuar la
disminución del crecimiento demográfico.
Vista la relación en sentido inverso –vale decir los efectos del crecimiento demográfico sobre el
económico- no se observan en términos macro-económicos y macro-demográficos argumentos en apoyo
de las principales proposiciones de la teoría malthusiana (por ejemplo, Démeny, 1982), al menos para el
análisis del país como un todo. Según la formulación neomalthusiana clásica, el crecimiento de la
población -especialmente cuando es muy elevado- tiene efectos negativos sobre el crecimiento económico
ya que provoca la emergencia o acentuación de situaciones críticas en diversas áreas (por ejemplo,
aumento del nivel de desempleo y reducción de los salarios reales, en el mercado de trabajo; pobreza, en
el terreno social; límites alimentarios en el campo de la producción agropecuaria).
Para el caso argentino, la producción de alimentos fue continuamente creciente a lo largo de los dos
últimos siglos, tanto gracias a la incorporación de trabajadores inmigrantes en un primer momento, como
gracias al notable aumento de la productividad del sector a partir de mediados del siglo XX. El aumento
del desempleo (notorio a partir de la década de 1990), por su parte, coexistió con un nivel de crecimiento
demográfico muy bajo. Consideraciones análogas son igualmente válidas para el deterioro de los salarios
reales durante las décadas de 1980 y los inicios del 2000, para el aumento de los sectores marginales y
para los diversos indicadores de crecimiento de la pobreza. La comparación con el resto de los países
latinoamericanos es ilustrativa a este respecto ya que el deterioro socio-económico que se produjo en casi
todos los países durante la llamada década perdida, ocurrió sin que el ritmo de crecimiento demográfico
tuviera un rol significativo.
Las breves consideraciones precedentes no agotan desde luego la extrema complejidad de la interfase
crecimiento económico-crecimiento demográfico, dos fenómenos que son a su vez subdivisibles en múltiples
dimensiones e indicadores. Resta aún, por ejemplo, contar con más estudios (una importante excepción,
Torrado: 2003) sobre la tesis de inspiración neomalthusiana de la reproducción intergeneracional de la
pobreza (CEPAL, 1993), según la cual la alta fecundidad de los sectores pobres favorecería la continuidad en
dicha situación de sus descendientes. Conviene destacar por último que los debates actuales del pensamiento
demo-económico insisten más en el efecto de las estructuras de edades (en particular, las proporciones de
población activa, anciana y joven) sobre las variables económicas (los niveles de inversión, ahorro y
productividad, el financiamiento de los sistemas de jubilación, entre otros) que en el nivel de crecimiento de
la población, no sólo por las razones teóricas mencionadas (rol evidente pero ambiguo del crecimiento
demográfico) sino principalmente porque los niveles de crecimiento demográfico son y seguirán siendo muy
bajos.
Dado que, como sostienen las nuevas teorías del crecimiento (desde los célebres trabajos de Esther
Boserup de la década de 1960 hasta las más recientes teorías del crecimiento endógeno), el crecimiento de la
población puede tener efectos favorables para el desarrollo socio-económico (Maurau, 2002), en particular el
favorecer economías de escala y el aumento del mercado interno (factor que en nuestro país limitó la
expansión industrial durante la segunda posguerra), la discusión sobre la interfase que nos ocupa se encuentra
lejos de su agotamiento y planteará en el futuro nuevos desafíos, especialmente en lo relativo al aumento en
cantidad y calidad del capital humano necesario para el desarrollo.
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Por último, el debate más urgente es el relativo a las medidas que permitan la elevación y la equidad de
la calidad de vida de los habitantes, es decir un debate que cae de lleno en el campo de la economía política y
no en el de la demografía. Lo que esta tiene para decir –parafraseando la metáfora malthusiana- es que los
comensales que han estado llegando al “banquete de la vida” en las últimas décadas han sido pocos y que se
hace imperioso aumentar la distribución de los bienes disponibles. Como bien lo advirtió Marx al subrayar el
carácter “relativo” de los excedentes de población en la sociedad de su época, son las variables
institucionales, políticas y sociales las que permiten comprender las relaciones entre crecimiento económico
y crecimiento demográfico y no la relación mecánica entre ambos, considerados aisladamente.
GLOSARIO
Tasa de crecimiento medio anual: expresa el ritmo de crecimiento demográfico, es decir cuánto aumenta
o disminuye en promedio la población cada año por cada cien habitantes.
Tasa de crecimiento total: es la suma algebraica de la tasa de crecimiento natural o vegetativo y la tasa de
crecimiento migratorio de un determinado período.
Tasa de migración neta: es el cociente entre el saldo migratorio neto (inmigrantes menos emigrantes) de
un período determinado y la población media de ese mismo período, expresado por mil habitantes.
Tasa global de fecundidad: es el número medio de hijos que en promedio tendría una mujer de una
cohorte hipotética de mujeres que durante su vida fértil tuvieran hijos de acuerdo con las tasas de
fecundidad por edad del período en estudio y no estuvieran expuestas al riesgo de mortalidad desde el
nacimiento hasta el término de su período fértil.
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