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04 Furia Azteca - Gary Jennings
04 Furia Azteca - Gary Jennings
Furia azteca
Azteca - 4
ePub r1.0
Himali 28.09.14
Título original: Aztec Rage
Gary Jennings, 2006
Traducción: Alberto Coscarelli
Retoque de cubierta: Himali
Me vi a mí mismo morir.
Mi pesadilla cobró vida cuando los
invasores emergieron de la niebla como
fantasmas, figuras oscuras montadas en
grandes bestias, amenazadoras como los
dioses sombríos que se alzan de
Mictlán, el Lugar Oscuro. Yacía en la
hierba y temblaba, mi corazón
desbocado, mi garganta ansiando agua,
el suelo moviéndose debajo de mí
mientras los poderosos cascos
golpeaban delante de mil pies humanos.
Mi lanza tenía la punta de obsidiana,
pero de poco serviría contra la carga de
un corcel ataviado con la gruesa guarda
de cuero llamada escudo de Cortés.
Tendimos la emboscada en el terreno
montañoso de Nochistlán, a la espera de
que los españoles y sus traidores
aliados indios cayeran en la trampa. A
medida que se asentaba la niebla, el
enemigo avanzó. Tenía dos alternativas:
permanecer escondido y dejar que mis
compañeros luchasen y muriesen sin mí
o hacer acopio de coraje, levantarme y
luchar contra un español con armadura
montado en un poderoso corcel.
Mientras valoraba la decisión, la
oscura visión volvió a mí de nuevo:
«Lucha y muere». Vi un violento
enfrentamiento, mi sangre escapando, mi
alma negra de pecado arrastrada al
infierno por unas manos como garras.
Los corceles eran los que más me
aterraban. Se dice que no fue el pequeño
ejército que Cortés trajo consigo hace
veintitantos años el que derrotó al
poderoso Imperio azteca, ni tampoco las
decenas de miles de aliados indios que
alistó, sino los dieciséis grandes
corceles que lo llevaban a él y a sus
mejores soldados a la batalla.
No había bestias como ésas en el
Único Mundo antes de la llegada de los
invasores. Los grandes corceles habían
aterrorizado al emperador Moctezuma y
a sus Caballeros del Águila y del Jaguar,
los mejores guerreros de todo el Único
Mundo. Los guerreros creían que las
altas y poderosas criaturas de cuatro
patas eran dioses; ¿qué otra cosa podían
ser esos engendros del Otro Mundo sino
espíritus de la Tierra y el Cielo?
Corrían como el viento, aplastaban
cualquier cosa delante de ellos bajo sus
pesados cascos, y hacían que los
guerreros montados en sus lomos fueran
cien veces más letales que aquellos que
iban a pie.
Cuando uno de los jinetes se acercó,
vi que era un indio a caballo.
Ayya! Nunca había visto antes a un
indio montado. Los caballos eran
poderosas armas en la guerra,
celosamente guardados por los
españoles, que prohibían a los indios
poseerlos o montarlos. Tenamaxtli,
nuestro líder, nos dijo que los españoles
habían montado a los caciques de sus
aliados indios para que los soldados de
infantería pudiesen seguirlos mejor en la
batalla. «Los traidores que luchan para
los invasores llaman perros grandes a
los caballos —nos explicó Tenamaxtli
—. Se frotan con el sudor de los
caballos para conseguir algo de la magia
de la bestia».
Tenamaxtli conoce bien a los
invasores por haber vivido en la capital
azteca que los invasores llaman ahora
Ciudad de México. Es conocido por los
españoles por el nombre que le dieron,
Juan Británico.
Los caballos no eran la única cosa
prohibida a los indios por nuestros
nuevos amos. Cuando nuestros líderes y
nuestros dioses nos abandonaron, los
invasores capturaron más que el oro de
nuestros reyes; nos esclavizaron con una
terrible servidumbre: la encomienda,
grandes concesiones de poder y
privilegio, feudos dados a los
españoles. Nosotros llamábamos a esos
hombres blancos en sus grandes
caballos gachupines, portadores de
espuelas, afiladas espuelas que
utilizaban para bañar en sangre nuestras
espaldas mientras nos robaban la
comida de la boca.
Su poderoso rey, ese al que ellos
llaman su majestad católica, estampa su
sello en un trozo de papel y miles de
indios de una región pasan a ser
esclavos de un español que viene al
Único Mundo con un solo propósito:
hacerse rico con nuestro trabajo. A ese
portador de espuelas debemos darle
como tributo una parte de todo lo que
cultivamos en nuestra tierra o
producimos con nuestras manos. Cuando
quiere un noble palacio para su
comodidad, dejamos de trabajar nuestra
tierra, cargamos las piedras y cortamos
los maderos necesarios. Debemos
cuidar su ganado y sus monturas, pero no
debemos tocar la carne de los animales
de granja o montar sus caballos. Ayya!
Cuando él lo pide, debemos prestarle a
nuestras esposas y a nuestras hijas.
¿Es de extrañar que cuando
Tenamaxtli nos llamó nos reuniésemos
como en los días de los grandes reyes
aztecas, armados con nuestras lanzas
para matar a esos invasores que nos
esclavizan?
Mientras miro las oscuras figuras en
la niebla, hay uno que cabalga más
erguido en su montura que cualquiera de
los demás. Yya ayya! No puede ser otro
que el Gigante Rojo en persona, Pedro
de Alvarado, el carnicero de
Tenochtitlán, una bestia con el pelo y la
barba del color del fuego. Conocido por
su brutalidad y su crueldad, Alvarado
sólo es segundo en infamia al brutal
conquistador por sus brutales
atrocidades.
Ganó su fama y su reputación de
malvado cuando Cortés se vio obligado
a dejar Tenochtitlán, la capital azteca, y
correr a Veracruz para derrotar a un
español que había desembarcado con un
ejército de hombres y la intención de
despojar al conquistador de su mando.
Dejó a Alvarado en Tenochtitlán con
ochenta conquistadores españoles y
cuatrocientos aliados indios para
controlar la gran ciudad. Alvarado
también retuvo cautivo a Moctezuma:
paralizado por su creencia de que
Cortés había cumplido la profecía de
que el dios Quetzalcóatl regresaría para
reclamar el imperio, Moctezuma era
presa fácil.
Mientras esperaba el regreso de
Cortés, Alvarado oyó un rumor que
decía que los líderes de la ciudad
planeaban hacer cautivos a los restantes
españoles durante un festival. Hombre
de ilimitada experiencia y absoluta
crueldad, Alvarado atacó primero: al
comienzo del festival, sus hombres
abrieron fuego contra las personas que
estaban de celebración en el mercado.
Pero no fue a los guerreros aztecas a los
que mató con cañones y asesinó con
espadas, lanzas y arcabuces… Sólo
murieron unos pocos notables y
guerreros, pero un millar de mujeres y
niños perecieron en la orgía de sangre.
Cortés derrotó al comandante
español que había intentado usurparle la
autoridad y regresó a la capital para
encontrar a Alvarado y a sus hombres
atrincherados en el palacio de
Moctezuma y asediados por los aztecas,
furiosos por la matanza de inocentes. Al
no poder defender la posición, Cortés se
llevó a los hombres fuera de la ciudad, y
fue en la retirada donde Alvarado, el
Gigante Rojo, ganó su mayor fama.
En el atardecer de lo que se llamaría
la Noche Triste, Alvarado consiguió una
hazaña inmortal. Los españoles se
habían retirado por la calzada que
cruzaba el lago hacia la ciudad. Durante
los fuertes combates, enfrentado con una
brecha en la calzada demasiado ancha
para que un hombre pudiese saltarla,
Alvarado, cargado con la pesada
armadura, dio la espalda a los guerreros
aztecas que lo atacaban, corrió hasta el
borde de la calzada, clavó su lanza en la
espalda de un hombre que ya había
caído al agua y saltó al otro lado.
Había oído este asombroso relato
muchas veces, y entonces comprendí que
él era el poderoso enemigo en la visión
oscura de mi propia muerte que me
acosaba.
No podía seguir tumbado en el
suelo, temblando como un niño asustado.
Tenía que enfrentarme al Gigante Rojo.
Me levanté sujetando mi lanza. En la
tradición de un caballero del Jaguar,
solté el rugido de esa feroz bestia de la
selva para añadir la fuerza del dios
jaguar a la mía.
A pesar del estrépito de la batalla
que había estallado a nuestro alrededor,
Alvarado oyó mi grito. Se volvió en la
silla y me miró. Clavó las espuelas en su
gran corcel, levantó la espada e invocó
el nombre de su santo guerrero: «¡Por
Santiago!»
Me vi a mí mismo morir.
La visión de mi propio cuerpo
ensangrentado y sin vida que durante
tanto tiempo había acosado mi sueño
apareció de repente cuando el corcel
cargó, llevando en su lomo al más
famoso guerrero del Único Mundo. Mi
lanza de madera, pese a su punta de
obsidiana afilada como una navaja, no
atravesaría el grueso acolchado del
escudo del caballo o la armadura del
español. La única manera de derrotar al
invasor era haciendo que su montura
cayese. Lancé mi cuerpo contra las
rodillas del caballo, utilizando mi lanza
clavada en el suelo de la misma manera
que Alvarado había utilizado la suya en
su famoso salto.
Mi cuerpo rompió la marcha del
corcel como si la bestia hubiese
chocado contra una enorme piedra y
comenzó a caer sobre mí. Lo vi
derrumbarse lentamente, como un
enorme árbol que gana velocidad,
mientras caía sobre mí. Vi la mirada
sorprendida y frenética de Alvarado
mientras él también caía, derribado de
su montura, y volaba de cabeza contra el
suelo rocoso. Sentí romperse mis
huesos, hundirse mi pecho sin una gota
de aliento, mientras el enorme corcel me
aplastaba…
DOS
Chihuahua, 1811
GENERAL BEURNONVILLE
(ejército de Napoleón)
CINCUENTA Y
TRES
Madrid, 2 de mayo de 1808
En el cumplimiento de nuestro
deber, no dejaremos las armas hasta
que hayamos arrancado la valiosa
gema de la libertad de las manos del
opresor… El perdón, excelencia, es
para los criminales, no para los
defensores de su país.
No se deje engañar, excelencia, por
las fugaces glorias del brigadier
Calleja; no son más que relámpagos
que ciegan más que alumbran…