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Muchas personas y varios políticos eran persuadidos por aquellos partidos
conservadores, y empezaban a desconfiar de los seres inteligentes; ya que
éstos se desplazaban en Hipernet, y podían tener acceso a donde quisieran.
«¡Son un peligro!», vociferaban los neoluditas. «¡Son engendros del
diablo!», gritaban los extremistas religiosos. Comenzaba pues, a haber un
temor a que esas entidades aumentasen su influencia y poder en la sociedad, y
que al final, tomasen el control.
Aun así, la mayoría de los gobiernos seguía apoyando la investigación
robótica, el perfeccionamiento de las inteligencias artificiales y la
transferencia mental. El transhumanismo era algo cotidiano.
En este período, era lo más común poseer uno o dos robots inteligentes en
las casas particulares. Nadie se escandalizaba por ver a un hombre
acompañado de una ginoide de compañía; o una anciana que era atendida por
un androide enfermero. Estos droides eran fabricados cada vez con más
características humanas, hasta tal punto que muchos de ellos eran
indistinguibles de una persona de carne y hueso.
Lucas era un transhumano; y con el paso de las centurias, había adquirido un
conocimiento y una sabiduría casi ilimitados.
Para este tiempo, él había dado un paso más en la evolución de su
conciencia. Había aprendido a escindir su mente en dos o tres porciones, las
cuales podían separarse por un tiempo, y estar en diferentes lugares. Ya no
necesitaba estirarse, sino que un segmento de su mente podía aislarse y viajar
en forma libre por el ciberespacio.
Lucas mismo había inventado un sistema nominal especial para referirse a
sus partes cuando él se hallaba en estado fraccionado, para evitar así
confusiones. El montón principal de su mente, que casi siempre estaba en la
negra mindbox metálica, era llamado Lucas, a secas. Y los demás segmentos,
siempre de menor proporción, se denominaban L2, L3 y así sucesivamente.
La nueva virtud de división que él poseía era muy práctica, pues ahorraba
tiempo, y podía cumplir con diferentes compromisos a la vez. Aunque solo en
ocasiones especiales se dividía en más de dos o tres trozos.
Solo en una oportunidad debió disgregarse en cuatro piezas: El
metaordenador de metal con la mayor parte de la mente de Lucas se hallaba en
casa de Max, celebrando el primer cumpleaños de un hijo de éste. Los demás
pedacitos de su mente se instalaron en diversos ordenadores y dispositivos a
kilómetros de distancia uno del otro: L2 estaba en otra ciudad, en el centésimo
cumpleaños de un descendiente lejano; L3 se encontraba volando dentro de un
dron, custodiando zonas boscosas contra la tala furtiva, en los territorios del
norte; mientras que L4 aconsejaba al nuevo presidente en asuntos muy
urgentes concernientes a la seguridad del país.
«¡Uf, qué día!», pensó, una vez que se hubo reunificado.
Miriam
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Cristian regresaba a su casa en el tren ultra rápido de levitación magnética,
después de haber pasado toda una semana en París en diferentes reuniones en
relación con su trabajo. En pocas horas estaría en su casa en Madrid.
Se acomodó en su asiento y cogió un dispositivo electrónico de su bolsillo.
Era un pequeño disco metálico, poco más grande que una moneda, del cual se
formaba una fina imagen en forma de membrana transparente. En esa
holomembrana se dispuso a leer los titulares más recientes.
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