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Wolfgang

Amadeus Mozart es un niño prodigio en busca de «las notas que se


aman y crean armonía». Compone sin tregua sonatas, réquiems, óperas…, a
pesar de los continuos viajes por Europa, de los malévolos músicos de la corte
y de que estaba enfermo. Pero justo cuando está a punto de desfallecer
conoce a un extraño personaje: Thamos, conde de Tebas. Con su ayuda, las
puertas de los palacios más importantes de Viena, París y Londres se abrirán
para el joven compositor.

El lector pronto descubrirá que el aliado del artista es el último guardián de


un secreto eterno. Ha venido de Egipto para llevar a cabo una misión:
encontrar al Gran Mago, aquel cuya obra protegerá a la humanidad del caos.
Y el gran príncipe oriental sabe, desde el primer día en que lo vio tocar, que
se trata de Mozart.

Thamos compartirá conocimientos secretos con los masones de grados


superiores, a la vez que irá preparando al artista para su nuevo papel,
encargándole composiciones en honor a Isis. Desde ese momento, el hombre y
el niño no volverán a separarse. ¿Conseguirá el conde proteger a Mozart de
las trampas que le tiendan sus numerosos enemigos?
Christian Jacq

Mozart. El Gran Mago

Mozart - 1

ePub r1.4

Titivillus 08.08.2018
Título original: Mozart. Le Grand Magicien

Christian Jacq, 2006

Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


Al Batelero
Todos los esfuerzos que hacemos para conseguir expresar lo profundo de las
cosas se hicieron vanos tras la aparición de Mozart.

GOETHE

Un corazón nacido para la libertad no se deja tratar nunca como esclavo. Y


aunque haya perdido su libertad, conserva aún su orgullo y se ríe del
universo.

MOZART, El rapto del serrallo


PREFACIO

Desde que comencé a escribir, cuando tenía trece años, Mozart ha estado
presente en mi vida. Mientras escuchaba su música y al tiempo descubría la
civilización del antiguo Egipto, yo ignoraba, entonces, hasta qué punto
estaban vinculados ambos. Unos años más tarde, abrí una carpeta titulada
«Mozart el Egipcio», base de la novela en cuatro tomos que hoy se publica,
para evocar la aventura espiritual y la vida secreta de uno de los mayores
genios de la historia.

Más allá de su compromiso masónico, Mozart fue iniciado en los misterios de


Isis y Osiris, revelados en su gran obra, La flauta mágica .

Para comprender cómo el músico se convirtió en el hijo y el amado de Isis la


Grande, cuyo mensaje espiritual transmitirá, debemos remontarnos al año
342 antes de Cristo. La derrota del rey Nectanebo II, vencido por el persa
Artajerjes III, señala el final de la trigésima y última dinastía. En adelante, la
antigua patria de los faraones no será nunca más independiente, y verá cómo
se suceden invasores y ocupantes: persas, griegos, romanos, bizantinos y, por
último, árabes, que se apoderarán del país en 639 d. J. C. e impondrán el
islam.

La agonía fue muy larga, puesto que duró casi un milenio. Los sabios egipcios,
previendo la desaparición de su cultura, cubrieron de textos los muros de los
grandes templos, como Edfú, Dandara, Kom-Ombo o Filae, y redactaron
numerosos papiros. Las cofradías renunciaron a una imposible liberación y se
limitaron a sus santuarios.

En 383 d. J. C., Teodosio ordenó que se cerraran todos los templos aún
activos. Los cristianos los destruyeron o los transformaron en iglesias. Los
iniciados se vieron obligados a entrar en la clandestinidad y, luego, a
abandonar Egipto, donde la transmisión de los antiguos misterios, ya difícil y
peligrosa, se haría imposible tras la conquista árabe.

Durante los primeros siglos del cristianismo, su principal competidor fue el


culto de Isis, ampliamente extendido por Occidente, e incluso por Rusia. Los
expatriados encontraron, así, varios lugares de acogida y prepararon, gracias
a las cofradías de constructores, la eclosión del arte medieval. Para
mencionar, sólo un ejemplo significativo, en el portal de la catedral de
Gniezen, en Polonia, se relatan episodios de los misterios de Osiris.

La iniciación egipcia no se extinguió cuando se cerraron los templos, pues el


pensamiento jeroglífico, que contenía «las palabras de los dioses» y los
rituales en los que se encaman, se transmitió de modo oral y, a la vez, por
textos cifrados[1] .

Hijo de Thot, maestro de las ciencias sagradas, el hermetismo alimentó las


logias de constructores. Cuando terminó la era de las catedrales, los
descendientes de los iniciados egipcios formaron círculos de alquimistas que
dieron origen a una de las ramas de la francmasonería. Se celebraron allí los
antiguos misterios en forma de tres grados: Aprendiz, Compañero y Maestro.
El primero revela los elementos creadores de la creación, el segundo la
geometría sagrada, el tercero hace revivir el mito de Osiris, rebautizándolo
como Hiram.

Cuando nace Mozart, en 1756, los distintos movimientos masónicos están en


crisis. Algunos aspectos fundamentales de la tradición iniciática han sido
desfigurados, abandonados, se han perdido incluso. Y trabajando en un
proyecto titulado Thamos, rey de Egipto , el músico, con quien los masones se
habían relacionado muy pronto, entra en contacto con el universo iniciático
que, desde entonces, será esencial en su vida. Su maestro, el Venerable Ignaz
von Born, considera a los sacerdotes egipcios como sus verdaderos
antepasados, y emprende investigaciones con las que beneficiará a su
discípulo.

Tras haber abrazado la Luz de la iniciación en diciembre de 1784, Mozart se


fija un objetivo: transmitir lo que ha recibido. En realidad, irá mucho más allá
convirtiéndose en el batelero entre Egipto y la francmasonería simbólica. La
flauta mágica , con la que alcanza el punto culminante de su carrera, abre
camino para el arte real, el matrimonio del Fuego y el Agua, del Hombre y de
la Mujer. Esta ópera ritual ilumina los misterios de Isis y de Osiris, clave de la
tradición iniciática. Y la obra de Mozart resiste el paso del tiempo, como un
templo «construido con hermosas piedras de eternidad».

CHRISTIAN JACQ
1

Alto Egipto, 1756

Decididos a degollar al joven monje, los diez mamelucos se arrojaron sobre su


víctima. Desarmada, sólo opondría una irrisoria resistencia a aquellos
asesinos profesionales al servicio de un pequeño tirano local que alentaba sus
fechorías.

¿Cómo Thamos, el joven monje, podría haber imaginado que allí, en pleno
desierto, sería atacado por una banda de asesinos? Por lo común, meditaba de
cara al poniente rememorando las enseñanzas de su venerado maestro, el
abad Hermes, un anciano de sorprendente vitalidad. El tiempo desaparecía
bajo la arena de las dunas; el sabor de la eternidad brotaba de la inmensidad
silenciosa, apenas turbada por el vuelo de los ibis.

Thamos corrió hasta perder el aliento. Puesto que tenía una importante
ventaja, el conocimiento del terreno, sacó de ella el máximo beneficio. De un
brinco digno de una gacela, cruzó el lecho seco de un uadi y, luego, trepó por
la pedregosa ladera de una colina.

Sus perseguidores, demasiado gruesos, sudaban la gota gorda. Uno de ellos


se torció un tobillo, y arrastró en su caída a tres de sus compañeros. Los
demás se ensañaron con él, vociferando contra aquella maldita presa de
inagotable aliento.

Thamos flanqueó una extensión de arena blanda en la que se hundieron dos


mamelucos, socorridos por sus congéneres. Furioso, un obstinado no
renunció: cuando vio que el monje se le escapaba, lanzó colérico su sable.

El arma falló por poco su blanco.

Thamos corrió mucho tiempo aún, evitando dirigirse hacia el monasterio,


pues no quería ponerlo en peligro. Sin aliento ya, se arrodilló al pie de una
acacia e invocó a Dios. Sin Él no habría escapado a aquellos depredadores.

Cuando hubo recuperado el resuello, el joven volvió sobre sus pasos y se


aseguró de que los mamelucos hubieran dado marcha atrás. Acostumbrados a
victorias fáciles, temían a los demonios del desierto y detestaban permanecer
allí.

Al caer la noche, Thamos regresó al monasterio fortificado de San Mercurio,


donde, desde su infancia, vivía en compañía de otros once hermanos,
ancianos ya.

Dio tres golpes a la pesada puerta de madera y vio aparecer al guardián del
umbral en lo alto de la muralla. A la luz de una antorcha, éste identificó al
recién llegado.

—¡Por fin! ¿Qué ha ocurrido?

—He escapado de una pandilla de agresores.

El guardián del umbral abandonó su puesto de observación para entreabrir la


puerta del monasterio, y llevó a Thamos hasta el abad Hermes, que estaba
leyendo un papiro repleto de jeroglíficos.

El anciano tenía casi cien años y pocas veces salía ya de su celda,


transformada en biblioteca. En los anaqueles, descansaban textos que
databan de la época en que los faraones gobernaban un Egipto próspero y
radiante.

En aquellos tiempos de desolación, el Imperio otomano reinaba


tiránicamente. Aniquilada Bizancio, había conquistado Oriente Próximo y
amenazaba Europa. Verdad absoluta y definitiva, ¿no debía el islam
imponerse al mundo entero? El poder militar turco sabría hacerlo triunfar.

Egipto agonizaba, abrumado por los impuestos, martirizado. El pachá dejaba


que actuaran los beys de El Cairo, explotadores a la cabeza de milicias
armadas que se pasaban el tiempo matándose entre sí. Ahora predominaba la
de los mamelucos, implacable y bien equipada. Miseria, hambre y epidemias
estrangulaban las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, y la gloriosa Alejandría
ya sólo contaba con ocho mil habitantes.

Desde la invasión árabe del siglo séptimo, el monasterio de San Mercurio


parecía olvidado por unos bárbaros que habían destruido gran cantidad de
antiguos templos, habían cubierto con velos los rostros de las mujeres,
consideradas ahora como criaturas inferiores, y habían arrasado las viñas.

En aquel apartado paraje, san Mercurio protegía a la pequeña comunidad.


Persuadidos de que sus dos espadas, bajando del cielo, podían cortarles el
gaznate, los saqueadores no se atrevían a atacar.

Conteniendo sus palabras, Thamos relató su desventura al abad.

—Se acerca la hora —decidió el anciano—. San Mercurio no nos salvará por
mucho tiempo ya.

—¿Tendremos que partir, padre?

—Tú, hijo mío, tú partirás. Nosotros nos quedaremos.

—¡Os defenderé hasta que sólo me quede una gota de sangre!

—No, cumplirás una misión mucho más importante. Acompáñame al


laboratorio.

Desde la matanza de la última comunidad de sacerdotes y sacerdotisas


egipcios, en Filae, la isla de Isis, no se había grabado texto jeroglífico alguno.
Los secretos de la lengua mágica de los faraones parecían perdidos para
siempre. Sin embargo, se habían transmitido de boca de maestro a oído de
discípulo, y el abad Hermes era el último eslabón de la cadena.

—Nos matarán e incendiarán el monasterio —predijo—. Antes, enterraremos


nuestros tesoros en las arenas. Y voy a revelarte las últimas fases de la Gran
Obra para que la tradición no quede interrumpida.

El laboratorio era una pequeña estancia que parecía la cámara de


resurrección de las pirámides del Imperio Antiguo. En los muros, fórmulas
jeroglíficas que recordaban el modo como Isis había enseñado la alquimia a
Horus, devolviendo la vida a Osiris asesinado. Osiris, unidad primordial
reconstituida tras su dispersión en la materia, triunfo de la luz sobre las
tinieblas, sol que renace en el corazón de la noche.

—La cebada puede transformarse en oro —indicó el abad—, la piedra filosofal


es Osiris. Los jeroglíficos te dan un conocimiento intuitivo, capaz de abarcar
la totalidad de lo real, visible e invisible. Contempla la obra de Isis.

Thamos asistió a la consumación de la vía breve, deslumbramiento de un


instante de eternidad, y de la vía larga, matrimonio del espíritu y la materia al
cabo de un largo proceso ritual.

El joven monje grabó en su corazón las palabras de poder.

—Tras mil quinientos años de espera —declaró el abad Hermes—, Osiris


permite al Gran Mago renacer y encarnarse en el cuerpo de un humano, pero
no aquí. Su espíritu ha elegido las frías tierras del Norte. Donde aparezca,
estará privado de la indispensable energía de nuestra Gran Madre. Por eso
tendrás que transmitirle la sabiduría de Isis y el Libro de Thot . Ayudarás al
Gran Mago a construirse hasta que sea capaz de transmitir, a su vez, el
secreto de la iniciación e iluminar las tinieblas.

Thamos palideció.

—Padre, yo…

—No tienes elección, hijo mío. O tienes éxito, o los dioses se alejarán para
siempre de esta tierra y Osiris ya no resucitará. Gracias a la alquimia, sabrás
viajar, satisfacer tus necesidades, cuidarte y hablar distintas lenguas.

—¡Me gustaría tanto permanecer aquí, con vosotros!

—Oraremos juntos, por última vez, y partirás. Encuentra al Gran Mago,


Thamos, protégelo y permítele crear la obra que será la esperanza.
2

Salzburgo, 27 de enero de 1756

Dinámico, con paso marcial, desafiando los fríos del invierno, el maestro de
violín Leopold Mozart no aparentaba sus treinta y siete años. Originario de
Augsburgo, hijo mayor de una familia numerosa y sin fortuna cuyos
antepasados eran albañiles y canteros, había aprendido griego y latín, había
cursado estudios de derecho y teología en la Facultad de Salzburgo, antes de
optar por una carrera de músico doméstico, primero al servicio del conde de
Thurn und Taxis, luego del príncipe-arzobispo.

Compositor e intérprete, se había casado el 21 de noviembre de 1747 con la


deliciosa Anna-Maria Pertl. ¡La pareja más hermosa de Salzburgo!, según la
opinión general. Leopold Mozart, que sentía curiosidad por todo, poseía un
microscopio y un telescopio astronómico, se disponía a publicar una obra de
referencia, La escuela del violín [2] , para transmitir su técnica y su
experiencia a las generaciones futuras. Padre muy pronto de un séptimo hijo,
esperaba que fuera el segundo en sobrevivir, tras su hija Nannerl, de cuatro
años de edad. Algún día, tal vez, la ciencia explicaría por qué morían tantos
recién nacidos. Entretanto, era preciso confiar en la voluntad de Dios y en la
fertilidad de las madres.

Leopold adoraba Salzburgo, ciudad anexionada a Baviera pero principado


eclesiástico independiente y sede arzobispal. Allí reinaba la paz, mientras la
guerra desgarraba Europa enfrentando a franceses, ingleses y prusianos.

La ciudad estaba atravesada por el rápido y tumultuoso río Salzach, y se


levantaba en el corazón de un circo de montañas y bosques. Orgullosa de sus
siete colinas y de su patrimonio cultural que le valían el nombre de «segunda
Roma», y poblada por diez mil habitantes, Salzburgo, «la fortaleza de la sal»,
alardeaba de su singularidad.

Vastas plazas, estrechas callejas, iglesias, monasterios, castillos, palacios,


casas burguesas ilustraban la opulencia del principado, donde la ópera,
importada de Venecia, había sonado por primera vez en 1616.

Leopold servía al conde Segismundo Cristóbal von Schrattenbach, primado de


Germania y representante del papa en la Dieta del Santo Imperio romano
germánico. Hostil al protestantismo en una ciudad profundamente marcada
por los benedictinos, el poderoso personaje apreciaba la música agradable y
de buen gusto. Toda la vida salzburguesa se centraba en su corte, brillante y
cultivada, venerada por la pequeña nobleza, los burgueses acomodados, los
funcionarios y el bajo clero. Aquella armoniosa sociedad se adaptaba
perfectamente a Leopold, que estaba encantado de gozar de los favores de
tan buen príncipe.
No obstante, esa situación privilegiada no disipaba su principal angustia:
¿daría a luz su querida esposa a un niño sano y se restablecería? Nacida el día
de Navidad de 1720, Anna-Maria era una excelente ama de casa. Vivir sin ella
sería una dura prueba.

¿Pero por qué ceder al pesimismo? El embarazo había transcurrido sin el


menor incidente, y el médico de la familia se mostraba tranquilizador. ¿Acaso
la vigorosa salud de Anna-Maria y su fuerte apetito no garantizaban un feliz
acontecimiento?

Perdido en sus pensamientos, Leopold Mozart se topó con un hombrecillo


vestido de gris.

—Perdonadme, me siento un poco turbado.

—Nada grave, espero.

—No, no… Mi esposa no tardará ya en dar a luz.

—Enhorabuena. Os deseo mucha felicidad, señor… ¿Señor?

—Mozart, músico de la corte del príncipe-arzobispo.

—Encantado de conoceros. Que el destino os sea favorable.

Leopold se alejó a grandes zancadas. Luchando contra el helado viento, no


había pensado en preguntar el nombre del viandante. ¿Pero qué importaba
eso en esa difícil jornada?

El hombrecillo de gris era un joven policía a las órdenes de la corona de


Austria. Joseph Anton, conde de Pergen, padecía una obsesión: la creciente
influencia de las sociedades secretas. Perfectamente de acuerdo con la
emperatriz María Teresa, que detestaba a los francmasones, Anton quería
convertirse en el especialista en esas inquietantes fuerzas. ¿Acaso su
inconfesable fin no consistía en derribar el trono y conquistar el poder,
destruyendo la religión, la moral y la sociedad?

Muy pocos ministros y dignatarios eran conscientes del peligro. Algunos


incluso consideraban a Anton como a un maníaco, pero al policía no le
preocupaban esas críticas. Día tras día, tramaba expedientes y tejía una red
de informadores capaces de proporcionarle datos valiosísimos. Por desgracia,
sus superiores le ponían palos en las ruedas. Ellos no creían en una
conspiración, y consideraban a los francmasones y a sus semejantes como
simples soñadores. ¿Acaso no ocultaban, tras los ritos y los símbolos, un
temible deseo de poder? Si nadie les cerraba el camino, acabarían triunfando.
Joseph Anton consagraría su existencia a combatirlos e impedirles hacer
daño. Pero sería necesario trepar en la jerarquía administrativa y disponer de
más medios. Paciente y metódico, lo lograría.

Hombre de despacho y de acción al mismo tiempo, realizaba personalmente


las investigaciones delicadas. Por eso se encontraba en Salzburgo, donde,
según un jesuita por lo general bien informado, unos conspiradores
pertenecientes al movimiento ocultista de la Rosacruz, más o menos
vinculados a la francmasonería, organizaban una reunión excepcional.
Pretendiéndose católicos, los rosacruces eran sospechosos de practicar
turbias ciencias, como la alquimia. Obedeciendo a unos superiores
desconocidos, ocultos bajo nombres de guerra, sin duda no se limitaban a
confusas experiencias en laboratorios de pacotilla.

Descubrirlos planteaba serios problemas, pues Anton no había avisado de su


gestión al príncipe-arzobispo. Salzburgo, principado independiente, no era
territorio austríaco. Y su señor no habría apreciado en absoluto que un policía
vienés osara prescindir de sus prerrogativas. De modo que Anton actuaba
solo.

Una situación incómoda que podría traducirse en un fracaso. Pero el conde


preveía un camino largo y sembrado de celadas. Sólo una obstinación infalible
le permitiría demostrar a las autoridades lo bien fundado de su teoría. A pesar
de la ausencia de pruebas formales, Anton estaba convencido de que aquellos
rosacruces utilizaban a los francmasones, de los que tanto desconfiaba la
emperatriz. Si esas diversas facciones conseguían reunirse bajo la férula de
un verdadero jefe, su capacidad para hacer daño sería terrorífica.

El policía contempló largo rato la casa sospechosa, un edificio austero e


imponente. Ninguna ventana iluminada. Durante más de una hora, nadie
entró ni salió. Pese al frío y la nieve, Anton montó guardia.

Intrigado, se acercó.

Tras haber vacilado, empujó la puerta.

El interior estaba en obras, inhabitable. Allí no podía celebrarse ninguna


reunión.

Entonces, Joseph Anton dudó.

Dudó de su informador, de la existencia de los rosacruces, del deseo de los


francmasones de perjudicar al imperio, de sus propias convicciones. Helado,
el hombrecillo gris abandonó el lugar y tomó de nuevo el camino de Viena.

Leopold iba de un lado a otro, pasando y volviendo a pasar ante un cuadro


que representaba a san Juan Nepomuceno, que se encargaba de proteger a
sus fieles contra la maledicencia. A su lado, en una cómoda, había una figura
de cera del Niño Jesús, bendecida en la iglesia de Santa María de Loreto.
Hasta ahora, el mejor remedio contra las jaquecas.

—¿Mamá va a darme un hermanito? —preguntó Nannerl, tirando de la manga


de su padre.

—Dios decidirá.

—¿Dios lo decide todo?


—Claro.

—Entonces, voy a rezar.

Leopold soñaba con tener un hijo. Sucediera lo que sucediese, sería su último
hijo. A los treinta y seis años, su esposa corría un gran riesgo dando a luz por
séptima vez.

Nervioso, pellizcó las cuerdas de su violín preferido, como si la magia de las


notas pudiera ayudar a Anna-Maria a superar la prueba.

A las ocho de la tarde de aquel 27 de enero de 1756, los gritos de un recién


nacido llenaron el apartamento.

Con la sonrisa en los labios, la comadrona salió de la habitación.

—La madre y el niño están bien. Es un varón. Tiene sólo un pequeño


problema, pero no es en absoluto grave.

—¿Cuál?

—En la oreja izquierda, le falta el caracol, una circunvolución habitual. Pero


eso no le impedirá oír. Bueno, voy a encargarme de la mamá y el bebé. Como
el médico recomienda, lo alimentaremos con agua y no con leche.

Nannerl se arrojó al cuello de su padre.

—¡Dios y mamá me han dado un hermanito! —exclamó.

—Se llamará Johannes Chrysostomus Wolfgang Gottlieb —decidió Leopold.

El padre había vacilado entre el latín Theophilus y el alemán Gottlieb, pero


ambos nombres tenían el mismo significado: «El amado de Dios».
3

Salzburgo, 1761

Con su más hermosa caligrafía, Leopold Mozart anotó en la partitura:


«Wolfgang ha aprendido este minueto y este trío en media hora, el 26 de
enero de 1761, un día antes de su quinto aniversario, a las nueve y media de
la noche».

Aprender, aprender, aprender… ¡El chiquillo sólo pensaba en eso! Y sabía


tocar música antes de saber leer.

Leopold, compositor oficial de la corte de Sálzburgo desde 1757, había


decidido encargarse personalmente de la educación de su progenie y, sobre
todo, de su formación musical. En el fondo, componer le interesaba menos
que llevar hasta la madurez a aquel pequeño prodigio, tan distinto de los
demás niños. Unas veces era sólo un chiquillo, otras la expresión de un poder
superior cuya magnitud sorprendía cada vez más a un padre admirado e
inquieto al mismo tiempo.

¿Pero a quién confiárselo? Los religiosos desconfiaban de los genios,


inspirados a veces por el demonio, y Leopold no ganaba bastante para pagar a
un preceptor. Y si Wolfgang confirmaba sus dotes musicales, ¿no sería su
mejor profesor el primer violinista de la corte?

Anna-Maria no se hacía tantas preguntas. Feliz viendo crecer a sus hijos,


velaba por la buena marcha de la casa. Gracias a ella, nadie carecía de nada.
¿No se anunciaba risueño el porvenir?

Viena, marzo de 1761

Reunidos en una taberna, los cinco francmasones habían pertenecido a una


logia[3] cuya existencia se había limitado a menos de un año. Desde 1743, la
emperatriz María Teresa perseguía furiosamente cualquier manifestación
masónica, que consideraba contraria a las buenas costumbres e incompatible
con la necesaria supremacía de la Iglesia.

Desafiando los rayos del poder, los cinco hermanos querían fundar una nueva
logia en Viena. Cada uno de ellos tendría que comprometerse a guardar
silencio sobre sus actividades rituales.

—Dispongo de un local discreto —dijo el de más edad, un aristócrata


arruinado.

—¿Qué solución debemos adoptar? —preguntó un hermano que trabajaba en


los establos imperiales.
—Hagamos hincapié en la generosidad. Frente al oscurantismo, sepamos dar
lo mejor de nosotros mismos.

La aprobación fue unánime. Y el cenáculo formuló gran cantidad de


entusiasmantes proyectos.

De pronto, la taberna les pareció extrañamente silenciosa.

Salvo ellos, no quedaba ningún cliente ya. Absortos en su discusión, no habían


advertido la progresiva marcha de los bebedores.

Un hombrecillo de gris cruzó la sala, mal iluminada, y se plantó ante ellos.

—Pertenecéis todos a la francmasonería, ¿no es cierto?

—¿Quién sois?

—Un policía encargado de velar por el mantenimiento del orden público.

—¡Nosotros no lo amenazamos!

—Pues yo estoy convencido de lo contrario —afirmó Joseph Anton.

—¿En qué pruebas se basa tan grave acusación?

—Muchos indicios concuerdan. ¿Debo recordaros que su majestad la


emperatriz no aprecia en absoluto vuestras posturas?

—Somos fieles súbditos de su majestad, respetuosos con las leyes de nuestro


país, y dispuestos a defenderlo contra cualquier agresor.

Joseph Anton sonrió.

—Celebro oíroslo decir. Tales palabras deberían tranquilizarme.

—¿Por qué… «deberían»?

—Porque un francmasón es, de entrada, un francmasón, y debe primero


lealtad a su orden.

—¿Nos tratáis de mentirosos?

—Vuestra retórica no me engaña, señores. Hace mucho tiempo que las más
encendidas declaraciones no me impresionan ya. Sólo mis expedientes son
dignos de fe.

Los cinco hermanos se levantaron a la vez.

—Somos hombres libres y saldremos libremente de esta taberna.


—No os lo impediré.

—No tenéis, pues, nada que reprocharnos.

—Todavía no, pero no intentéis fundar una nueva logia sin la explícita
autorización de las autoridades —recomendó con sequedad Joseph Anton—.
Todos estáis fichados, sois sospechosos. Al menor paso en falso, la justicia se
encargará de vosotros. Sed razonables y olvidad la francmasonería. En
nuestro país, no tiene porvenir alguno.
4

Praga, Pascua de 1761

Un hermoso sol se levantó sobre una campiña primaveral. En las


proximidades de la puerta oriental de la ciudad, un hombre de mediana edad,
muy abrigado, recogía plantas silvestres.

Percibiendo una presencia, dejó su recolección y se incorporó.

Ante él, a una decena de pasos, vio a un personaje elegante, con buena
planta, de rostro grave y mirada intensa.

—Salud, hermano. Soy de la Rosa y el Oro.

—Y yo de la Cruz.

Juntos, pronunciaron entonces la fórmula de reconocimiento: «Sea bendecido


el Señor nuestro Dios que nos dio nuestro símbolo».

El extranjero desabrochó su ropa y mostró una joya compuesta por una cruz y
una rosa, colgando de una cinta de seda azul y sujeta al lado izquierdo.

El herborista se acercó y desveló la misma joya, de color rojo. Ambos hombres


pertenecían, pues, a la misma fraternidad secreta de la Rosacruz de Oro.

—Mi nombre es Thamos, conde de Tebas, y solicito ser recibido en tu logia[4] .

—¿Cómo conoces su existencia?

—¿Acaso no se basa en un libro titulado La verdadera y perfecta preparación


de la piedra filosofal ?

El herborista quedó impresionado.

—¿Lo has… consultado?

—El libro procede de Egipto, mi patria.

El interlocutor de Thamos sintió una profunda desconfianza. Ciertamente, el


extraño personaje conocía el proceso de reconocimiento, la fecha en la que
podía ser celebrado y el título exacto del libro secreto de la cofradía. ¿Pero no
sería un impostor enviado por la policía de Viena?

—¿Acaso dudas de mí? —preguntó Thamos.

—Dada la situación, debemos mostrarnos muy prudentes.


—Lo comprendo. ¿Pero no prefiere morir un iniciado antes que revelar los
secretos de la Gran Obra?

El herborista, desconcertado, llevó al extranjero hasta el meollo del barrio de


los alquimistas, joya de la vieja Praga. Allí, la policía imperial no disponía de
chivato alguno. Si el hombre era un simulador, nadie acudiría en su ayuda.

Entraron en una hermosa casa de piedra cuya puerta se cerraba sin hacer
ruido.

Un guardián cerró el paso a los recién llegados.

—He aquí el hermano Thamos —declaró el herborista.

—¿Ha sido recibido regularmente en la orden?

—He vivido los grados[5] de la Rosacruz de Oro —declaró Thamos.

—¿Dónde vive el mago supremo?

—En lo visible y lo invisible.

—¿Cuál es su número?

—El siete.

—Si realmente has viajado en espíritu, muéstrame la piedra que posees en su


forma aceitosa.

—Cuando un hermano se desplaza, la piedra filosofal debe ser reducida a


polvo[6] .

—¿Puedes cambiarla por el tesoro de nuestra logia?

—Puedo dártela, ni venderla ni cambiarla.

Todas las respuestas del egipcio eran correctas.

—¿Dónde fuiste iniciado?

—Tres hermanos de Escocia fundaron, en 1196, la Orden de los Arquitectos


de Oriente, y sus descendientes se instalaron en Egipto, donde los sabios
conservaron el secreto de las palabras de poder. Allí recibí yo la enseñanza.

El guardián desapareció y se abrió la puerta de un templo bañado en una luz


tamizada.

—Tras tan largo viaje, hermano mío, abrévate en la fuente —recomendó una
voz dulce.
Seis adeptos de la Rosacruz de Oro entregaron a su huésped una hoja de
palma, como signo de paz, y cada uno lo besó tres veces. Thamos juró guardar
un silencio absoluto antes de ser revestido con el «hábito pontificio» y de
arrodillarse ante el Imperator, el maestro de la cofradía cuyo nombre era
desconocido.

Un ritualista cortó siete mechones de los cabellos del egipcio y los puso en
siete sobres sellados, ofrendas destinadas al fogón alquímico.

Juntos, los iniciados celebraron las alabanzas del Creador antes de beber el
vino en la misma copa y compartir el pan.

—Hermano de la Rosa —preguntó el Imperator, un sexagenario de negros


ojos—, ¿eres acaso uno de los Superiores desconocidos, enviado por el abad
Hermes?

—Me confió la misión de buscar al Gran Mago.

—¿Ha… resucitado?

—Sí, pero ignoro dónde y con qué nombre. He venido, pues, a solicitar
vuestra ayuda. ¿Habéis oído hablar de hazañas sorprendentes llevadas a cabo
por un individuo excepcional?

El Imperator reflexionó largo rato.

—Los miembros de la Rosacruz de Oro no son individuos ordinarios, pero


ninguno de ellos ha llevado a cabo hazañas. Nos limitamos a practicar la
alquimia en el mayor secreto y a celebrar nuestros ritos.

—Entonces, el Gran Mago no se encuentra entre vosotros.

—Me temo que no.

—Exploraré las logias masónicas, pues, comenzando por las de Viena.

—No te lo aconsejo, Thamos.

—¿Por qué razón?

—La emperatriz María Teresa se muestra muy hostil a la francmasonería,


cuyos elementos más relevantes se han adherido o se adherirán a nuestra
orden. No tienes posibilidad alguna de descubrir ahí al Gran Mago.

—¡Aunque sólo hubiera una, lo intentaría!

Por la mirada del Imperator, Thamos sintió que no creía en su éxito.

—Los tiempos son oscuros —consideró el Maestro de la Rosacruz de Oro—.


Aunque el Gran Mago haya nacido, será reducido. Y si las fuerzas de
destrucción identifican a un Superior desconocido, te aniquilarán.
5

Salzburgo, enero de 1762

Sois vos el que toca, señor Mozart? —se extrañó la cocinera, abandonando sus
fogones para mejor escuchar una deliciosa música.

—No, es Wolfgang —respondió Leopold con gravedad—. Ha compuesto un


minueto que casi se aguanta.

—¡Engendrasteis un genio!

—Volved a preparar la comida, os lo ruego.

«Un genio», masculló la cocinera mientras Leopold anotaba los primeros


compases del chiquillo en el fino cuaderno de Nannerl[7] .

Era evidente que la educación dispensada por Leopold daba excelentes


resultados. Wolfgang adoraba las matemáticas, nunca refunfuñaba ante el
trabajo y sólo pensaba en aprender.

¿No merecía ser reconocido tanto talento?

Cuando sus dos hijos acababan de dormirse, Leopold confió a su esposa un


gran proyecto.

—Wolfgang y Nannerl están ya listos —declaró con gravedad.

—¿Listos para qué?

—Para viajar.

—Viajar… ¿Para ir adónde?

—A Munich. Actuarán en la corte del príncipe-elector Maximiliano III y


obtendrán un gran éxito.

—¿No necesitan la autorización del príncipe-arzobispo de Salzburgo?

—Está todo arreglado.

—El frío, las malas carreteras, la salud de los niños…

—Tranquilízate, llevaré los remedios necesarios contra el enfriamiento, el


dolor de garganta y la otitis. No resistirán nuestro polvo negro y el té de flor
de saúco. Además… Munich será sólo una primera etapa.
—¡Una primera etapa! ¿Adónde piensas ir, luego?

—Si todo va bien en Munich, prepararemos un viaje a Viena. Cuando la


emperatriz y la corte oigan alabanzas con respecto a dos niños prodigio,
desearán escucharlos. La carrera de Wolfgang y de Nannerl habrá empezado,
y podremos conquistar Europa.

—Europa… ¿No será demasiado grande?

Leopold tomó con ternura las manos de Anna-Maria.

—Confía en mí, a la familia Mozart le aguarda un destino glorioso.

Viena, octubre de 1762

El plan de Leopold se desarrollaba como había previsto. Las tres semanas


pasadas en Munich se habían visto coronadas por el éxito, y el boca a oído
funcionaba a las mil maravillas. A sus seis años, el pequeño Wolfgang de
buena gana habría pasado noches enteras tocando el piano y componiendo.
De marzo a septiembre habían nacido varios minuetos para clave. Leopold
procuraba hacerlos audibles, y sentía especial afecto por un allegro[8] que
comprendía un tema, un desarrollo y algunas variaciones sobre el primer
tema. Atento a la evolución de las formas musicales, enseñaba así a su hijo
una arquitectura relativamente nueva y poco explotada. Buen pedagogo,
Leopold estaba siempre atento a los hallazgos de sus colegas.

¡Qué orgullo, el 18 de septiembre, cuando el padre y sus dos hijos subieron a


un coche con destino a Viena! Ese segundo viaje, Leopold lo presentía, sería
el de un triunfo que abriría todas las puertas a su progenie.

Tras persistentes rumores, la nobleza vienesa aguardaba con impaciencia a


los dos pequeños prodigios. Sin duda, tocarían en los salones más
encopetados, pero Leopold alimentaba otra ambición: ser recibido en el
castillo de Schönbrunn.

Gracias a Lorenz Hagenauer, su rico propietario y admirador de Wolfgang,


Leopold disponía del dinero necesario para asumir los gastos de transporte y
de albergue. Luego, tendría que actuar el talento.

Aquel 6 de octubre de 1762, Wolfgang descubría Viena, una ciudad


imponente de doscientos mil habitantes. Su centro histórico, que albergaba
cinco mil quinientas casas altas, se protegía tras unas fortificaciones que
bajaban de la Explanada, una vasta extensión verde donde estaba prohibido
construir.

La grandiosa catedral de San Esteban dominaba la ciudad, en cuya plaza


principal, el Graben, había siempre una gran animación. Más de cuatro mil
carrozas y coches circulaban por las calles donde a los viandantes les gustaba
presumir, vestidos a la última moda.

Los Mozart fueron de inmediato presa de un torbellino mundano. Yendo de


salón en salón, Wolfgang y Nannerl se convirtieron, en pocos días, en
verdaderas estrellas que todos se disputaban. Y fue en casa del vicecanciller
Colloredo, padre de un hombre de Iglesia al que se prometía una brillante
carrera, donde se anunció la tan esperada noticia: invitaban a los Mozart a
Schónbrunn, el 13 de octubre a las tres de la tarde.

Viena, 13 de octubre de 1762

Guardando aún en su memoria la música del Orfeo de Gluck[9] , que se había


representado por primera vez en Viena el día 10, Leopold descubrió
Schönbrunn, cuyo nombre significaba «hermosa fuente». Con sus avenidas
arboladas, sus jardines, sus cenadores y sus fuentes, la propiedad lo hacía
pensar en Versalles.

La emperatriz María Teresa se felicitaba por haber embellecido el parque y el


castillo, provisto de un zoológico, un jardín botánico y un nuevo teatro. Sin
embargo, no había frivolidad alguna, como en Francia, pues el corregente
José II detestaba el lujo y los gastos inútiles. ¿Acaso no se murmuraba que sus
caballos vivían mejor que él?

En Schönbrunn había muy pocos cortesanos. Allí nadie se divertía, todo el


mundo trabajaba. Los conciertos formaban parte, sin embargo, de la cultura
vienesa, y la corte no se mostraba indiferente a los nuevos talentos.

Wolfgang, tan hábil tocando con las manos cubiertas por un paño como
descifrando una partitura difícil, encantó a su auditorio. Lo sorprendió al
quejarse de un archiduque que desafinaba con el violín, y lo enterneció
cuando resbaló por el suelo encerado y fue socorrido por la princesa María
Antonieta, a la que dijo: «¡Me casaré contigo cuando sea mayor!».

La emperatriz María Teresa besó a aquel chiquillo que acababa de sentarse


en sus rodillas y le preguntó por qué quería casarse con María Antonieta.
«Para recompensarla —explicó con seriedad Wolfgang—, porque ha sido
buena conmigo».

Al finalizar la audiencia, a las seis de la tarde, el hijo de Leopold Mozart había


conquistado la corte de Viena.
6

Viena, 21 de octubre de 1762

Date prisa, Wolfgang, o llegaremos tarde!

—No me encuentro bien, papá.

—¡Es un concierto importante, ya lo sabes! ¿No vas a fallar ahora?

—Pero es que no me encuentro bien… Me duele todo.

Leopold puso la mano en la frente del chiquillo.

Estaba ardiendo.

Con aquella fiebre, no sería capaz de demostrar su habitual virtuosismo.


Puesto que Nannerl se encontraba bien de salud, ella daría el espectáculo.

Un médico bastante caro, al que llamaron urgentemente, diagnosticó


escarlatina y un malestar general, debido al agotamiento. Se imponían varias
semanas de descanso.

Contrariado, Leopold lo aceptó.

El tratamiento le costó una suma considerable, cincuenta ducados[10] , eso sin


contar lo que dejaron de ganar a causa de la anulación de varios conciertos.
«La felicidad es frágil como el cristal —masculló—. ¡Qué pronto se rompe una
jarra de vinagre!».

Deshaciéndose en excusas ante las altas personalidades, decepcionadas al no


tener su concierto privado, Leopold empujó a Nannerl hacia adelante, pero
ella carecía de la magia de su hermano. Con él, ella brillaba. Sin él, quedaba
apagada.

Leopold cuidó activamente a Wolfgang y no apresuró su convalecencia.


Temiendo una recaída que pudiera resultar fatal, esperó hasta que su hijo
estuvo completamente restablecido.

Su curación se vio acompañada, en diciembre, por un acontecimiento


extraordinario.

A los seis años de edad, Wolfgang compuso, él solo, un minueto para clave[11]
.

No se trataba de un ejercicio de escolar, ni de una obrita carente de interés,


sino de una verdadera primera obra, basada en el desarrollo de una sola
frase.

Conmovido, Leopold no manifestó sus sentimientos. Sin embargo, en ese


instante tomó una de las decisiones fundamentales de su existencia:
consagrarse por entero a la carrera de un genio, su propio hijo. Y dicha
abnegación implicaba renunciar a sus ambiciones de compositor.
Ciertamente, compondría aún, por encargo, melodías de circunstancias, pero
no sobrepasaría ni igualaría el brillo oculto en las notas de la primera obra de
aquel niño.

Cuando Wolfgang estuvo restablecido, Leopold volvió a ponerse en contacto


con la nobleza de Viena para planificar una nueva serie de conciertos. Pero,
con gran sorpresa por su parte, sólo encontró una acogida reservada,
indiferencia incluso.

Pasada la decepción, Viena buscaba otras diversiones al acercarse las fiestas


de fin de año.

Para evitar gastos de estancia suplementarios, Leopold se limitó a unas pocas


prestaciones sin eco alguno y decidió regresar a Salzburgo.

Munich, finales de diciembre de 1762

Thamos proseguía con sus investigaciones. Nunca dudó de su cometido, pues


el abad Hermes no había podido equivocarse. El frío era lo más difícil de
soportar, y, gracias al elixir alquímico, evitaba la enfermedad. Cuando sus
recursos financieros amenazaban con agotarse, utilizaba uno de los
laboratorios de los rosacruces para fabricar oro.

Durante un concierto en un salón de Munich, encontró la mirada de un


hombre distinto de los demás. De ojos vivaces, se desinteresaba de la fácil
música que destilaba un clavecinista poco inspirado y no dejaba de mirar al
egipcio.

Al finalizar el concierto, se acercó a él.

—Tobías Philippe von Gebler. No tengo el honor de conoceros.

—Thamos, conde de Tebas.

—Tebas… ¿Dónde se encuentra ese principado?

—En Oriente.

—¿Os complacéis visitando esta hermosa ciudad, pese a los rigores del
invierno?

—Salvo cuando llueve, como ahora.

Concluía una soberbia jornada. El sol poniente aureolaba de rosa las escasas
nubes.
La mirada de Gebler cambió.

—Salgamos de aquí, hermano, y caminemos un poco. Ningún oído indiscreto


podrá oírnos.

Tras haberse despedido de su anfitrión, los dos hombres tomaron una calleja
tranquila donde les sería fácil descubrir a un eventual perseguidor.

—¿De dónde venís? —preguntó Gebler.

—De una logia de San Juan[12] .

—Bienvenido, hermano. Todas las logias os están abiertas, pero debemos


mostrarnos muy prudentes. En Viena, María Teresa desconfía de la
francmasonería. Aquí, en Munich, se avecinan grandes agitaciones. Muy
pronto nos libraremos de la influencia inglesa para profundizar nuestros
rituales y desarrollar nuestro talento. ¿Qué ocurre en Oriente?

—El islam reina y quiere extender su imperio por todo el mundo.

—Soy uno de los pocos que piensan que la guerra con los turcos es inevitable,
¡pero nadie me escucha! ¿Necesitáis un alojamiento?

—No, os lo agradezco. Tengo una misión que cumplir: encontrar a un ser


excepcional que podría transmitir a la humanidad la luz de Oriente.

Tobias von Gebler se detuvo.

—¿Es algo serio?

—Muy serio.

—Entonces… ¿Pertenecéis a la Orden de los Arquitectos de Oriente que todos


creían desaparecida?

—Sus números me son conocidos.

—Es… ¡Es una noticia extraordinaria! Pero no creo que el ser que estáis
buscando se encuentre en nuestras logias. Intentamos a duras penas
reconstruir un edificio, modesto aún, y ningún arquitecto genial ha venido a
inspirarnos.

—Y, sin embargo, existe. Llevará a cabo hazañas que desvelarán su verdadera
naturaleza.

—Hablando de hazañas, estos últimos tiempos no oigo otra cosa que el


concierto que dio en Schönbrunn un chiquillo de seis años, ¡y en presencia de
la emperatriz! Viena habló de él durante dos meses.

—¿Cómo se llama?
—Mozart. Su padre es músico en Salzburgo, al servicio del príncipe-arzobispo.

—Y decís que es una hazaña…

—¡Sin duda! Según afirman los conocedores, el virtuosismo del chiquillo es


excepcional. Habría compuesto, incluso, unas obrillas dignas de estima. Sin
embargo, se sospecha que el padre es el verdadero autor. Pobre niño… ¡Su
progenitor lo utiliza como un mono sabio! Y llegará el día en que sea
demasiado mayor, ya, para seducir a los curiosos. El pequeño Mozart me
parece condenado a un destino muy cruel y, ciertamente, no es el Gran Mago.

Probablemente, Gebler tenía razón. ¿El abad Hermes habría dejado de


precisar que el Gran Mago era un niño? ¿Al evocar la necesidad de construir
al ser que iba a transmitir la Luz, se refería a su corta edad?

—Dadme vuestra dirección —solicitó Von Gebler—, y os avisaré de la fecha de


nuestra próxima Sesión. Mis hermanos tendrán muchas preguntas que
haceros.
7

Salzburgo, enero de 1763

Al regresar a su casa, el 5 de enero, Leopold echaba por la boca sapos y


culebras. Ciertamente, el talento de Wolfgang había deslumbrado a Viena,
¡pero había durado tan poco! Sin embargo, estaba seguro de ello, su hijo no
se reducía a un fenómeno de moda. ¿Pero cómo reconquistar la corte
imperial?

En primer lugar, trabajando hasta deslomarse. De modo que Leopold puso a


estudiar a su hijo haciéndolo tocar, especialmente, el violín. A pesar de sus
extraordinarias dotes, necesitaría varios años antes de alcanzar un nivel
aceptable.

Pese al rigor del ejercicio, Wolfgang practicó el contrapunto con sorprendente


facilidad, tanto más cuanto se divertía combinando tres voces bautizadas
como «el duque Bajo», «el marqués Tenor» y «el señor Alto».

Antes de establecer nuevos contactos en Viena, Leopold aguardaba un


importante ascenso en Salzburgo. ¿Acaso su experiencia y su competencia no
le prometían el más alto puesto de la corporación de los músicos?

Cuando llegó la decisión, la decepción fue muy amarga: el príncipe-arzobispo


nombraba a Francesco Lolli maestro de capilla. Leopold Mozart debía
limitarse al cargo de vicemaestro.

—Es una función estable y correctamente pagada —apreció Anna-Maria, feliz


al ver a su marido reconocido como un excelente profesional.

—No te falta razón. Sin embargo…

—Piensas en el porvenir de Wolfgang, ¿no es cierto? ¡No te preocupes!


También él entrará al servicio del príncipe-arzobispo y tendrá una existencia
apacible y feliz.

—¡Tal vez, tal vez! Prepáranos una buena comida.

Salzburgo, febrero de 1763

La buena nueva corrió muy pronto por toda Europa: ¡la guerra de los Siete
Años había terminado! Se acabaron las rivalidades coloniales entre Francia e
Inglaterra, entre Austria y Prusia. Al entregar Silesia a Prusia, María Teresa
restablecía la paz.

¡Por fin podían viajar sin temor de que los mataran! Para Leopold, el porvenir
se abría ante ellos.
—Vamos a conquistar Europa —declaró.

Salzburgo, 9 de junio de 1763

Leopold, Anna-Maria, Nannerl y Wolfgang montaron en un coche cuyas


ruedas había verificado el padre de familia. El itinerario, estudiado
cuidadosamente, pasaba por Munich, Frankfurt, Colonia y Bruselas, la capital
de los Países Bajos austríacos, para llegar finalmente a París, donde nacería
la gloria internacional de Wolfgang y de Nannerl. Cuando tocaran en
Versalles, su fama ya no tendría fronteras…

El vicemaestro de capilla no había ocultado ni el más mínimo detalle de sus


proyectos a su augusto patrono, el príncipe-arzobispo de Salzburgo. Bonachón
y de amplio espíritu, Segismundo von Schrattenbach no se había opuesto al
largo viaje. ¿Acaso no iba a derramarse sobre la ciudad un eventual éxito?

A pesar de su inquebrantable determinación, a Leopold no le llegaba la


camisa al cuerpo. En lugar de hacerse ilusiones, sabía muy bien que nadie
aguardaba a sus dos hijos. Tendrían que derribar múltiples puertas,
convencer a los aristócratas de que los recibieran, organizar conciertos, la
mayoría de los cuales no les reportarían demasiado dinero, y conquistar la
fama a fuerza de muñeca.

Justo antes de la partida, Wolfgang había compuesto el comienzo de su primer


movimiento, lento, en el que apuntaba una seriedad inesperada en un niño de
siete años[13] .

¡Y para Leopold no se habían terminado las sorpresas! En su primer recital de


la larga gira, en Munich, ante el príncipe-elector, Wolfgang había tocado el
violín como un profesional. En cinco meses se había convertido en un maestro
de ese difícil instrumento.

Frankfurt, 25 de agosto de 1763

Tras un concierto coronado por el éxito, un adolescente de catorce años se


acercó al pianista. Le habría gustado felicitarlo y darle las gracias por los
momentos de felicidad que acababa de ofrecerle.

Pero Goethe se puso nervioso y fue incapaz de formular el menor cumplido,


temiendo pronunciar unas palabras ridiculas que no correspondieran al genio
de aquel músico excepcional.

Goethe prefirió alejarse, ignorando si el milagro sería duradero y si el niño


Mozart sobreviviría al efecto del tiempo.

Cuando iba a subir al coche y reanudar el camino, Wolfgang decidió evadirse


en su Rücken , el «reino de atrás», un país imaginario que le permitía olvidar
la monotonía y las fatigas del viaje. Sebastian Winter, el criado de la familia,
había dibujado un mapa de aquel territorio cuyo monarca era Wolfgang. Los
habitantes de sus ciudades sabían hacer a los niños buenos y amables.
Lamentablemente, el criado acababa de perder aquel precioso mapa. Viendo
al muchachito a punto de llorar, su padre y su madre comenzaron a buscar el
valioso documento.

Thamos se acercó al chiquillo, sentado en el coche, cuya puerta permanecía


abierta.

—¿Es éste el mapa que quiere?

El niño tomó el tesoro.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En el suelo, cerca de un caballo.

—¿Quién eres tú?

—Un habitante de Rücken .

—¿Existe… realmente?

—Realmente.

—¿Vas a acompañarme?

—Claro. Ahora debes descansar.

El habitante de Rücken desapareció. Wolfgang llamó a sus padres y les


enseñó el mapa, sin indicar que uno de sus súbditos se lo había entregado.
Sería su secreto.

Al ver partir el coche que se llevaba a la familia Mozart hacia su próxima


etapa, Thamos no dudaba ya. Por su mirada, por la luz de su alma, por el
fulgor de su personalidad, afirmada ya, el egipcio acababa de identificar al
Gran Mago.

No obstante, dicho descubrimiento iba acompañado por mil y una preguntas,


pues unas fuerzas oscuras merodeaban en torno al niño. ¿Conseguiría
vencerlas?, ¿no se convertiría en un simple virtuoso imbuido de sus éxitos?,
¿sería capaz de vivir una iniciación real?, ¿no sucumbiría a las sirenas del
mundo exterior?, ¿no retrocedería ante la inmensidad de la tarea que Thamos
iba a confiarle?

La misión del egipcio, que consistía también en transmitir la Tradición a las


logias masónicas presas de la duda, se anunciaba casi imposible. Thamos oró
a su maestro, el abad Hermes, para que le diera la fuerza necesaria.
8

París, 18 de noviembre de 1763

El tiempo era execrable, las calles sucias, la gente poco acogedora. Pero los
Mozart llegaban por fin a París, el objetivo de su viaje.

—Cómo añoro Salzburgo —murmuró Anna-Maria—. ¿Tendremos un


alojamiento decente y comida adecuada?

—No te preocupes —respondió Leopold—. Lo he previsto todo.

Nannerl dormitaba, Wolfgang viajaba en su Rücken , donde recordaba sin


cesar a su benevolente súbdito que le había devuelto el mapa del reino. ¿No le
demostraba eso que cualquier pensamiento, sinceramente vivido, se convertía
en realidad? El mundo del espíritu, como el de la música, no era imaginario.
Bastaba con desearlo con mucha fuerza para hacerlo aparecer.

A diferencia de un soñador, Leopold no se lanzaba a la aventura sin puntos de


orientación. El conde de Arco, gran chambelán en la corte de Salzburgo, le
había dado una carta de recomendación para su yerno, el conde Von Eyck.
Éste recibió a los Mozart en su mansión de Beauvais y les deseó una feliz
estancia.

Agotadas las fórmulas de cortesía, Leopold planteó el problema principal.

—¿Podéis ayudarnos a organizar conciertos? Mis hijos son verdaderos niños


prodigio. Han seducido ya a la nobleza alemana y austríaca. Aquí obtendrán
un enorme éxito.

El conde pareció molesto.

—Los parisinos son difíciles y caprichosos. Además, la música no está en la


primera fila de sus preocupaciones. Conseguiré introduciros, sin embargo, en
dos o tres salones de renombre.

—¿Y… Versalles?

—¡No cuente con eso! La corte sólo recibe a celebridades.

—Mis hijos han sido aplaudidos en Viena, Munich, Frankfurt…

—Pero no en París.

El optimismo de Leopold quedó maltrecho. Si aquella estancia se limitaba a


unos pocos éxitos de salón, sería un desastre.
París, 20 de noviembre de 1763

—¿De dónde venís? —pregunto a Thamos el Venerable Maestro de la logia.

—De Oriente, donde fui a buscar lo que se ha perdido y debe ser encontrado.

Conociendo el secreto de la Maestría, el dignatario extranjero fue encerrado


en una torre de cartón, de siete pies de alto, liberado luego y admitido en una
estancia donde el Venerable, asimilado al rey Ciro, lo armó Caballero de
Oriente golpeándole los hombros con la hoja de una espada, antes de darle el
abrazo.

Aquel mediocre ritual reveló a Thamos el lamentable estado de la


francmasonería francesa. Diletante, versátil, soñaba con el igualitarismo y
murmuraba sordas críticas contra la monarquía y la Iglesia. Las logias
admitían de buena gana a los curiosos, deseosos de establecer relaciones bien
situadas y de divertirse durante cenas bien regadas.

En la comida, el egipcio intentó obtener las informaciones que había ido a


buscar.

—¿Cómo puede tener éxito en París un joven artista extranjero?

—Necesita la aprobación del medio de intelectuales autorizados que lo


deciden todo —respondió su vecino de mesa—. Hacen y deshacen carreras,
emiten sentencias definitivas sin crear nunca por sí mismos, y no permiten
que nadie se meta en su territorio. Mientras esa capillita no haya emitido una
buena crítica sobre un artista, éste no existe.

—¿Obedecen a una especie de jefe cuya opinión predomine?

—¡Claro, al barón Grimm! Es amigo de los enciclopedistas, secretario del


duque de Orleans y juez absoluto de la vida intelectual y artística. Lo apodan
«Tirano el Blanco», de tanto como se maquilla.

París, 25 de noviembre de 1763

Friedrich Melchior von Grimm[14] , natural de Ratisbona, tenía cuarenta años


y estaba convencido de su importancia. Incapaz de producir nada en absoluto,
jamás dudaba de su juicio. Su sonrisita revelaba un carácter acerbo, cruel
incluso, y una seguridad que no mellaba duda alguna. Interesado, a veces, el
barón reinaba sobre la cultura parisina, a medio camino entre las en
ocasiones extremas tendencias de los enciclopedistas y las del poder del
momento.

—El conde de Tebas solicita audiencia —le anunció su secretario particular.

Grimm frunció el ceño.

—Nunca he oído hablar de él… ¿Qué aspecto tiene?


—Ropa costosa, última moda, mucha clase. Sin duda, una buena fortuna.

—Hazlo entrar en el saloncito y sírvenos café.

La prestancia de Thamos impresionó al barón. Pocas veces se encontraban


miradas de semejante intensidad.

—Gracias por recibirme, señor barón. Valoro mucho este honor. Procedo de
Oriente y estoy descubriendo esta magnífica ciudad, capital de las artes y las
letras. París os debe, en gran parte, esta fama.

—No exageremos —protestó Grimm, halagado.

—¡Pero si no exagero en absoluto! En cuanto se habla de filosofía, de


literatura, de música o de pintura, se pronuncia vuestro nombre. Ningún
talento se os escapa. Lamentablemente, no poseo vuestra clarividencia y no
consigo formarme un juicio sobre el prodigio que acaba de llegar a París.

Grimm quedó intrigado.

—¿Un prodigio, decís?… ¿De quién se trata?

—De un pequeño salzburgués, Wolfgang Mozart, que ha venido a dar


conciertos con su hermana mayor. Al parecer, el chiquillo es también
compositor. ¿Mono amaestrado o auténtico prodigio? Sólo vos podéis
distinguir lo verdadero de lo falso.

El barón asintió con la cabeza.

El 1 de diciembre de 1763, publicó en su célebre Correspondencia literaria,


filosófica y crítica un artículo que tuvo una enorme resonancia en todo París:

Los verdaderos prodigios son bastante raros para que no olvidemos hablar de
ellos cuando tenemos la ocasión de ver uno… Wolfgang Mozart es un
fenómeno tan extraordinario que cuesta creer lo que ven tus ojos y lo que tus
oídos oyen… Lo increíble es ver a ese niño tocar de memoria durante una
hora seguida y, entonces, abandonarse a la inspiración de su genio. Escribe y
compone con una facilidad maravillosa.

Leopold releyó aquel texto más de diez veces. Ya al día siguiente comenzaron
a llegar las invitaciones. Y la víspera de Navidad le ofrecieron el más suntuoso
de los regalos: ¡una invitación a Versalles!
9

Versalles, 1 de enero de 1764

A sus ocho años, Wolfgang Mozart hizo sonar maravillosamente el órgano de


la capilla real de Versalles. Luego, la pequeña familia de Salzburgo fue
recibida en el «gran cubierto», una comida de ostentación durante la cual la
reina de Francia habló en alemán con el niño prodigio.

Leopold estaba en el séptimo cielo. ¡Por fin sus esfuerzos se veían coronados
por el éxito! No se trataba sólo de la hermosa suma de 1200 libras ofrecida
por el concierto, sino sobre todo de la reputación de su hijo.

El encuentro con el compositor Johann Schobert, un silesio de treinta y cuatro


años, no le fascinó. Halagador por delante y productor de hiel por detrás, dio
a conocer sus obras a Wolfgang, que las apreció y asimiló muy pronto su
sustancia. «La religión del tal Schobert varía según la moda», sentenció
Leopold, cuya vigilancia mantuvo apartado al depredador.

A Leopold no le gustó en absoluto París. Todo era muy caro, a excepción del
vino, y las mujeres, de repugnante elegancia, se parecían a las muñecas
pintadas de Berchtesgaden. Apenas entrabas en la iglesia o caminabas por la
calle cuando aparecía un ciego, un paralítico, un cojo o un mendigo cubierto
de mugre.

¡Pero qué felicidad cuando Wolfgang dio su primer paso oficial como
compositor, con dos sonatas para clavecín y acompañamiento de violín[15] ,
dedicadas a madame Victoire, hija de Luis XV! Aquel primer opus retomaba
elementos de la producción anterior y daba cuenta de un trabajo profesional
de varios meses. Y el muchachito la emprendía ya con dos nuevas sonatas[16]
para madame De Tessé.

París, 9 de marzo de 1764

Aquella fría mañana, Leopold y su hijo paseaban cerca de la siniestra plaza de


Grève, donde se ahorcaba, casi todos los días, a los condenados a muerte. Un
hombre mal afeitado, de malsana sonrisa, los abordó.

—¿Queréis ver un hermoso espectáculo, mis buenos señores? Puedo ofreceros


un lugar en primera fila. Van a colgar a una camarera, a una cocinera y a un
cochero que robaron a un rico ciego.

—Aquí, es necesario —consideró Leopold—, pues nadie estaría seguro.


Apartaos, amigo mío.

—No lo comprendéis, mi buen señor. Debéis asistir al espectáculo y pagarme


como mis servicios merecen. ¡Vuestra bolsa enseguida! De lo contrario…
El tipo mal afeitado blandió un cuchillo.

—¡Vamos, no bromeo!

El bastón de un gentilhombre golpeó con violencia el antebrazo del bribón y


lo desarmó. De inmediato, éste puso pies en polvorosa.

—No sé cómo agradecéroslo —declaró Leopold, aliviado.

—En el futuro, evitad los barrios de mala reputación —advirtió Thamos—.


París es una ciudad peligrosa.

El salvador desapareció.

Wolfgang había reconocido al habitante de su reino imaginario que se había


disfrazado de lacayo antes de reaparecer como noble. Así protegido, el joven
compositor ya no tendría miedo de nada.

Londres, abril de 1764

—¿Otro viaje, papá?

—Es necesario, Wolfgang. París se ha hecho demasiado pequeño para ti. Tu


reputación ha llegado a la corte de Londres, y debes actuar en Inglaterra.

El chiquillo suspiró y aceptó su suerte. Siempre que lo dejaran tocar y


componer…

En cuanto llegó a Londres, Leopold entregó a Wolfgang un nuevo cuaderno


donde anotaría sus ejercicios de composición. La publicación de las primeras
obras no dispensaba al aprendiz de creador de proseguir sus estudios y
profundizar en un estilo distinto del practicado en Salzburgo.

Thamos encontró fácilmente la logia masónica más influyente y, tras darse a


conocer como un hermano noble, acomodado y de buenas costumbres,
susurró algunas palabras al oído de un ministro del rey de Inglaterra. De
modo que el joven Jorge III, un Hannover, y su esposa, Carlota de
Mecklemburgo-Strelitz, recibieron a los Mozart el 27 de abril de 1764, a las
seis de la tarde. El monarca adoraba el órgano, su mujer cantaba. Los
soberanos, grandes aficionados a la música, se comportaban con una notable
sencillez, muy apreciada por sus súbditos.

El talento de Wolfgang los subyugó, y les satisfizo advertir que un músico


célebre, que pronto cumpliría los treinta, Johann Christian Bach, tomaba al
prodigio bajo su protección. Hijo de Johann Sebastian, olvidado por completo,
inició a Wolfgang en el estilo galante y ligero que el público inglés apreciaba.
Abrió todas las puertas de la buena sociedad británica a la familia Mozart, y
pasó largas horas tocando el clavecín con el muchachito, siempre deseoso de
aprender.

—¿Sabéis, querido Leopold, lo que vuestro hijo tiene en la cabeza?


—Nada malo, espero.

—¡Tranquilizaos! Sorprendente, muy sorprendente… A su edad, ya piensa en


componer una ópera.

—Demasiado pronto, demasiado pronto.

—Dado su naciente genio, ¿por qué no? Vamos a hacerle escuchar todo lo que
tiene éxito en Londres. En primer lugar, mis propias obras.

El comportamiento de Johann Christian tranquilizó a Thamos. Compositor


mediocre, estaba realmente fascinado por Wolfgang y sólo pensaba en
ayudarlo. El 19 de mayo, el rey de Inglaterra le concedió una nueva
audiencia, tan entusiasmante como la primera.

Según los cortesanos, los Mozart no tardarían en ser íntimos de la familia


reinante. ¿Acaso el 28 de mayo, en St. James’ Park, el monarca no había
ordenado a su cochero que se detuviera para abrir su portezuela y, alegre,
saludar a Wolfgang, que paseaba con sus padres?

El 5 de junio, el hijo y la hija de Leopold dieron su primer concierto público en


la gran sala de Spring Garden, cerca de St. James’ Park. Y el 29 de junio
Wolfgang tocó un concierto para órgano en el Ranelagh, durante un acto de
beneficencia que permitió recaudar los fondos necesarios para la
construcción de un nuevo hospital.

Esa generosidad encantó a los ingleses. Y Wolfgang habría seguido siendo


una curiosidad popular si, en el mes de agosto, Leopold no hubiera caído
enfermo. Decidió residir en Chelsea, un barrio encantador, al margen de la
agitación de la capital.

Wolfgang aprovechó ese respiro para abordar un género nuevo: la sinfonía.


Poner varios instrumentos juntos y hacer que cantasen, ¡qué aventura!

Thamos se informó y se quedó más tranquilo: Leopold se recuperaría. Cuando


recibió una misiva de Von Gebler conminándolo a regresar enseguida a
Alemania, para hablar con el barón de Hund, el egipcio abandonó Inglaterra.
Wolfgang no corría riesgo alguno.
10

Kittlitz, diciembre de 1764

Cuando acababa de superar la cuarentena, el barón Charles de Hund, señor


hereditario de Lipse, en la Alta Lusacia, veía realizarse su más ardiente
sueño. En Kittlitz, a unos sesenta kilómetros de Dresde, fundaba la logia
madre[17] , origen de un nuevo rito cuyo porvenir se anunciaba excepcional.

La gran aventura se había hecho realidad el 24 de junio de 1751, cuando el


barón y algunos hermanos se habían reunido en un laboratorio alquímico
dispuesto en las profundidades de una gruta, cerca de Naumburgo.

La nueva orden abarcaría verdaderos grados superiores, basándose en una


tradición esotérica. La iniciación, nacida en Egipto, había sido transmitida a
los primeros cristianos por los esenios y, luego, recogida por los canónigos del
Santo Sepulcro, establecidos en Jerusalén. Deseando restituir la antigua
orden, habían dado nacimiento a la de los templarios, confiriendo la iniciación
suprema a algunos caballeros.

Demasiado confiados en su poder temporal, los templarios no habían


desconfiado de la codicia del rey de Francia, Felipe el Hermoso, ni de la
cobardía del papa Clemente V. Antes de ser ejecutado, el Gran Maestre
Jacques de Molay había entregado a su sobrino, el conde de Beaujeu, los
tesoros de la orden, la corona de los reyes de Jerusalén, el candelabro de oro
con siete brazos, las reliquias, los anales y los rituales iniciáticos.

Escapando de los asesinos de Felipe el Hermoso, Beaujeu mezcló su sangre


con la de nueve caballeros, ascendidos al rango de «arquitectos perfectos», y
les ordenó que tomaran el camino del exilio para transmitir los secretos de la
orden. Encontraron refugio en Escocia y crearon allí logias en las que
entraron sólo unos escasos iniciados, cuidadosamente elegidos. Vivieron
rituales que trataban de los misterios del Templo de Jerusalén y de los
jeroglíficos grabados en los antiguos santuarios.

Charles de Hund quería devolver vida y poder a aquella tradición, creando un


sistema de elevados grados que se extendiera a toda la francmasonería
europea. Regresaba a Alemania para restaurar la Orden del Temple y hacer
que fuese reconocida por las autoridades.

El nuevo sistema masónico adoptaba el nombre de Estricta Observancia


templaría, y su nacimiento simbólico se había fijado en el 11 de marzo de
1314, fecha del asesinato de Jacques de Molay. Naturalmente, sería necesario
adquirir dominio, abrir escuelas y ofrecer salarios a los dirigentes, para que
se ocupasen con dedicación del desarrollo de la orden.

Durante más de cuatro años, el barón había consagrado su tiempo y su


fortuna a poner a punto estatutos y rituales, en compañía de hermanos
convencidos. Pero la terrible guerra de los Siete Años, iniciada en 1756, había
quebrado aquel primer impulso. Los nuevos templarios, casi todos oficiales,
se habían dirigido a los campos de batalla. Asoladas sus tierras y amenazado
por los prusianos, el barón de Hund se había refugiado en Bohemia.

En cuanto se proclamó la paz de Hubertsburgo, puso de nuevo manos a la


obra y, en 1764, numerosos francmasones querían adherirse a la Estricta
Observancia masónica.

Hund no transigía en los principios ni en la disciplina. Cualquier hermano que


deseara «rectificarse» con respecto a la masonería convencional debía firmar
una acta de sumisión y jurar obediencia a los Superiores desconocidos, de los
que el barón reconocía no formar parte[18] .

—El conde de Tebas desea ver a vuestra gracia —le advirtió su secretario.

El barón deseaba reclutar el máximo de aristócratas con fortuna, pues su


participación financiera sería indispensable para la reconstrucción de la
orden.

Charles de Hund, un tipo macizo, afectado, con el rostro oval y un gran


mentón, no era un personaje cómodo, y solía ejercer un ascendiente
inmediato sobre los demás.

Thamos fue el primer noble que le impresionó. Por sí solo, el visitante llenaba
el gran salón con su presencia e imponía una atmósfera solemne.

—¿Qué puedo hacer por vos, señor conde?

—He ascendido los siete peldaños del atrio y he visto las nueve estrellas, los
nueve fundadores de la Orden del Temple. Las tres puertas de la logia son la
continencia, la pobreza y la obediencia. Allí se encuentran herramientas como
la escuadra, el compás, el martillo o la llana porque los caballeros debieron
ejercer un oficio artesanal para sobrevivir.

Sin duda alguna, el conde de Tebas había sido iniciado en una logia que
añadía a los rituales clásicos nociones propias del Rito templario. Sin
embargo, el barón de Hund no esperaba el resto de su declaración.

—Las etapas que acabo de evocar sólo son, para vos, una preparación a dos
altos grados. El primero es el de novicio, durante el que el iniciado bebe una
amarga copa para recordar las desgracias de la Orden del Temple cuyos
orígenes le son revelados. El segundo es el esencial. Sólo éste da acceso a la
orden interior, donde el caballero recibe un nombre latino.

El barón de Hund vaciló.

—¿Cómo… cómo lo sabéis? ¡Sólo mis íntimos trabajan en la redacción de este


grado!
—Reflexionad —recomendó Thamos.

—¿Acaso… acaso sois uno de los Superiores desconocidos?

—Vengo de Egipto para cumplir una misión vital: permitir que el Gran Mago
irradie y ofrezca su Luz a nuestro mundo. Pero es preciso que goce de
indispensables apoyos, so pena de predicar en el desierto y abandonarse a la
desesperación.

—¿Soy yo… uno de esos apoyos?

—¿No consiste vuestro proyecto en restaurar una francmasonería templaria


que dé nuevo sentido a toda Europa?

—No existe otra solución para impedir que nuestras sociedades se conviertan
en esclavas del materialismo —estimó Hund.

—¿Y no os arriesgáis a chocar con las autoridades?

—Comprenderán la necesidad de la orden… Ésta no se opondrá a los reyes ni


a los príncipes. Por el contrario, los ayudará a gobernar mejor.

—Necesitaréis tiempo, paciencia y la adhesión de muchas logias.

—Nada me faltará. Ni siquiera me ha desalentado la guerra de los Siete Años.


¡Y hoy estáis aquí! ¿No es esto la prueba de que mi andadura tenía
fundamento?

—Perseverad, barón. El camino se anuncia largo y difícil.

—No me asusta ningún obstáculo. ¿Es vuestra primera y única aparición o


volveremos a vernos?

—El destino decidirá.

El barón de Hund no se aventuró a preguntar el nombre del Gran Mago.


Pocos francmasones podían alardear de haber visto a uno de los nueve
Superiores desconocidos que resisten el paso del tiempo y las pruebas de la
humanidad para restaurar, en el momento oportuno, la fuerza y el vigor a la
iniciación.

Esta inesperada aparición demostraba al fundador de la Estricta Observancia


templaria que se encontraba en el buen camino.
11

Londres, diciembre de 1764

La moral de Leopold, que ya se había restablecido, era tan sombría como el


clima de la capital de Inglaterra. Ciertamente, el 25 de octubre, los Mozart
habían sido recibidos por tercera vez en la corte, pero el joven pianista
prodigio y su hermana ya no eran una novedad, y la curiosidad del público
había remitido.

Llegaban los gastos, especialmente para la impresión de las seis nuevas


sonatas[19] de Wolfgang, dedicadas a la reina Carlota. Leopold advirtió la
influencia del hipócrita Schobert y de los músicos italianizantes de Londres, a
cuya cabeza figuraba Johann Christian Bach. Pese a sus extraordinarias dotes
y a su facultad de asimilación, Wolfgang trabajaba mucho y descubría, día
tras día, la inmensa dificultad de convertirse en un verdadero compositor que
no se ahogara en la multitud de los anónimos.

Gracias a Johann Christian Bach, Wolfgang se inició en el arte del aria italiana
y del bel canto. Escuchó las obras de su mentor, así como otras óperas y
oratorios de Haendel, cuya majestad lo deslumbró.

Fue un invierno de estudio, muy poco mundano, durante el que Wolfgang


terminó varias sinfonías, ligeras y burbujeantes[20] . Leopold, aunque feliz de
ver el comportamiento de su hijo, no olvidaba sin embargo los problemas
financieros. ¿Conseguiría, si se lo proponía, organizar algunos conciertos?

De regreso a Londres, Thamos observaba de lejos a la familia Mozart.


Apreciaba la seriedad del niño y prefería verlo componer más que actuar
como un mono sabio. Suponiendo que llegase a la madurez, el Gran Mago sólo
podía ser un creador y no un saltimbanqui en busca de aplausos. ¿Por cuánto
tiempo lo dejaría en paz su padre?

Hamburgo, enero de 1765

Admitido como francmasón en Hamburgo[21] , en 1761, Johann Joachim


Christoph Bode estaba orgulloso de convertirse en caballero[22] de la Estricta
Observancia templaria, de la que sería un ardiente propagandista. Nacido el
16 de enero de 1730, había sido oboe en la orquesta militar del ducado de
Brunswick, luego profesor de música y de lenguas extranjeras en Hamburgo,
traductor de obras de teatro italianas, francesas e inglesas, de libros de
humoristas británicos y de los Ensayos de Montaigne, librero e impresor.

Pero todo eso eran simples diversiones comparado con su verdadera pasión:
la lucha contra la influencia oculta de los jesuitas. A su entender, cargaban
con la entera responsabilidad de la decadencia y la corrupción que poblaban
Europa.
Bocazas, depresivo, Bode quería ignorar sus matrimonios fracasados y la
muerte de varios hijos de corta edad. Puesto que nadie se tomaba en serio su
apreciación, le era necesario actuar y convencer a los hermanos para que lo
ayudaran.

Con la aparición de la francmasonería templaria nació una nueva esperanza.


Si sus adeptos realmente querían combatir al papa, la emprenderían también
con sus protegidos, los jesuitas. Al adherirse a la Estricta Observancia, Bode
no pensaba seguir siendo un hermano pasivo, atrapado en una disciplina
asfixiante. Ser caballero le daba unos derechos que pensaba ejercer
denunciando el poder de los jesuitas sobre la masonería inglesa y francesa.
Afortunadamente, Alemania parecía despertar y seguir otro camino. ¿Acaso
los templarios no eran feroces guerreros?

Ningún alto dignatario haría callar a Bode. Y su voz de tribuno acabaría


arrastrando a todos los masones al asalto de la fortaleza clerical.

Londres, junio de 1765

Leopold rumiaba su rencor contra los ingleses, desprovistos de toda religión.


¡Y aquella maldita niebla húmeda, causa de persistentes resfriados! El 21 de
febrero, el concierto que sus hijos dieron sólo produjo una módica suma;
desde el del 13 de mayo, no había habido ningún otro compromiso fírme.

Soñando como siempre con la ópera, Wolfgang acababa de componer un


fragmento de bravura para tenor[23] y un motete para coro y cuatro voces,
«Dios es nuestro refugio[24] », sobre el texto del Salmo 46 que Leopold,
magnánimo, regalaría al British Museum.

En lo inmediato, una dura prueba aguardaba al joven prodigio. Un magistrado


inglés, Daines Barrington, arqueólogo y naturalista también, deseaba
examinarlo. Temiendo las críticas de aquel notable influyente, Leopold aceptó
abrirle su puerta.

—¿El señor Mozart?

—Soy yo.

—Barrington. ¿Puedo ver a vuestro hijo Wolfgang?

—En estos momentos está trabajando.

—¡Excelente! Precisamente me interesa esa sorprendente labor juvenil. He


escrito a Salzburgo para obtener la certidumbre con respecto a su edad:
nueve años, y no ocho como vos dais a entender.

—Señor…

—Si realmente es el autor de las obras que ha firmado, ¡qué fenómeno! El


rigor científico me obliga a verificarlo.
—Adelante, como si estuvierais en vuestra casa.

Wolfgang, divertido, se sometió a los test que le impuso el austero visitante.


Descifró una compleja partitura sin error alguno; compuso una melodía
amorosa sobre la palabra affeto , otra de furor sobre el término perfido , y
tocó su última obra, que a Barrington le pareció de una increíble riqueza de
invención.

La aparición de un gato interrumpió la prueba. El muchachito, que adoraba a


los animales, abandonó su piano, jugó con el felino y, luego, tomó un bastón y
lo cabalgó como si se tratara de un caballo que hizo galopar por toda la
estancia.

Satisfecho de lo que había oído y visto, el magistrado no insistió.

—Enviaré un informe a la Royal Society —le anunció a Leopold—. No mentís,


señor Mozart. Vuestro hijo es un verdadero prodigio.

Londres, julio de 1765

Componer era también divertirse. De modo que Wolfgang inventó una sonata
para clavecín a cuatro manos[25] , que tocó con su hermana Nannerl. La
partitura ponía de relieve su virtuosismo, especialmente cuando la mano
izquierda de Nannerl, que se encargaba de la parte baja del teclado, pasaba
por encima de la mano derecha de su hermanito, encargado de la parte alta.

A Leopold, por su parte, no le gustaban demasiado esas chiquilladas.


Wolfgang había recibido una notable e intensa formación artística durante su
estancia londinense, pero el balance financiero se revelaba catastrófico.
Puesto que no le proponían ningún concierto, era preciso hacer de nuevo el
equipaje y partir a la conquista de un nuevo territorio.

Pero por fin llegó la respuesta a una de las numerosas gestiones de Leopold:
el embajador de Holanda le avisó de que su país aguardaba a los niños
Mozart.
12

La Haya, noviembre de 1765

Cuando llegó a Holanda, en el mes de agosto, Wolfgang estuvo seguro de


haber reconocido al habitante de su reino del Rücken. Llevaba un hermoso
traje y montaba en un caballo blanco; en cuanto a su benevolente sonrisa,
ésta no se parecía a ninguna otra.

Entre ellos había una total complicidad, sellada por el silencio y el secreto.
Wolfgang no revelaría la existencia de ese personaje, llegado de lo invisible,
ni a su padre ni a su madre, ni siquiera a Nannerl.

Una grave preocupación turbaba a la familia Mozart.

—¿Cómo se encuentra mi hermana?

—Mal —respondió Leopold.

—El doctor va a curarla, ¿no es cierto?

Leopold no respondió. Comenzaba a detestar aquel país donde, sin embargo,


todo debería haberle sonreído.

Gran admirador de la pintura flamenca, especialmente de Rubens, Leopold


había sentido un gran placer al descubrir los tesoros artísticos de Holanda. Y
cuántos órganos admirables sonando bajo los dedos de Wolfgang que, a
finales de septiembre, había dado un concierto sin su hermana y había
obtenido un gran éxito.

Nannerl, ofendida, ponía mala cara. Dicen que las desgracias nunca vienen
solas, y la niña había caído gravemente enferma. Una congestión pulmonar
que el médico no conseguía curar.

Leopold no abrió la puerta a un médico, sino a un sacerdote, que administró a


su hija los últimos sacramentos.

Leopold intentó calmar a su esposa, deshecha en llanto.

—No te preocupes, mamá —dijo gravemente el pequeño Wolfgang—. Nannerl


se pondrá bien.

Anna-Maria besó a su hijo.

—No lo digo para consolarte —explicó él—. He tenido una visión, tocaba el
piano. De modo que se curará. ¡Basta con creerlo fuertemente!
Wolfgang no se equivocaba. Pese al pronóstico pesimista de los hombres de
ciencia, Nannerl recuperó poco a poco su energía, se levantó, comió con buen
apetito y respiró por fin a pleno pulmón.

Cuando su curación fue ya segura, Wolfgang, febril, guardó cama. Se reanudó


la ronda de los médicos.

La gravedad de la enfermedad infecciosa dejaba pocas esperanzas.

Desesperado, viendo que su hijo se deterioraba día tras día, Leopold aceptó
recibir a un terapeuta muy distinto de los demás.

—Wolfgang duerme. Ya no come.

—No lo despertéis e intentad que beba este líquido.

—¿No… no queréis examinarlo?

—No es necesario. Diez gotas todas las noches, durante una semana. Luego,
su organismo luchará por sí solo.

—¿Qué es este remedio?

—Una poción energética fabricada en Oriente.

—Debe de costar muy cara…

—Permitidme que os la ofrezca. Soy un admirador de vuestro hijo, y os


garantizo su curación.

A Leopold le habría gustado hacer más preguntas, pero el terapeuta había


desaparecido ya.

El salzburgués, escéptico, administró el tratamiento, pero no olvidó escribir a


su propietario, Hagenauer, para pedirle que hiciera decir una serie de misas
de acción de gracias con el fin de obtener del cielo el restablecimiento de
Wolfgang. Nannerl había tenido derecho al mismo privilegio, aunque en
menor cantidad.

El 10 de diciembre, Wolfgang pareció menos pálido, sólo con la piel y los


huesos, parecía cerca de la tumba. Sin embargo, lentamente, se alejó de ella.

¿Debía ese milagro a la intervención divina, a los medicamentos holandeses o


a la poción oriental?

El 20 de diciembre, a pesar de su estado de debilidad, el muchachito comenzó


a componer una sinfonía, alegre y seria al mismo tiempo, cuyo movimiento
lento, en sol menor[26] , daba el mejor papel a los instrumentos de viento.

Wolfgang aprovechó su convalecencia para formular, en varias obras, lo que


había aprendido y asimilado en París y en Londres. Sin protestar contra la
enfermedad o contra esa medicación impuesta, siguió progresando.

Viena, diciembre de 1765

Vistas su seriedad y su lealtad absoluta, Joseph Anton había sido autorizado


por la emperatriz María Teresa a organizar un servicio secreto, encargado de
seguir de cerca la evolución de las logias masónicas.

Satisfecho, el policía formó un restringido equipo, compuesto por


colaboradores discretos y competentes. Su primera misión consistía en poner
en marcha la red de informadores, y estaba dispuesto a pagarles el precio
necesario. Naturalmente, Anton contaba también con los traidores, los
decepcionados y los amargados que, al dimitir de su logia, podrían ofrecerle
muchas confidencias.

Aquella mañana abrió una carpeta que llevaba por título «Estricta
Observancia templaria». Según muchos informes, aquella nueva orden
masónica comenzaba a conquistar ciudades importantes, como Berlín,
Hamburgo, Leipzig, Rostock, Brunswick e incluso Copenhague.

Joseph Anton convocó a su mano derecha, Geytrand, un tipo curioso, blando y


virulento al mismo tiempo, que odiaba la francmasonería por una excelente
razón: a pesar de sus maniobras, le habían negado la función de Venerable
Maestro. Y Geytrand, envolviéndose en una dignidad inexistente, había
cerrado la puerta del Templo prometiendo vengarse.

Pequeño funcionario, vegetaba cuando Joseph Anton lo había descubierto.


Hoy, Geytrand estaba dispuesto a trabajar día y noche para su nuevo patrón.

—¿Se conocen los nombres de los dirigentes de esa Estricta Observancia


templaria?

—Sólo uno merece atención —estimó Geytrand—: el barón de Hund. Unas


migajas de fortuna, nobleza añeja y francmasón convencido. Ese nuevo rito es
obra suya, se consagra a ello a tiempo completo.

—Un hábil propagandista, al parecer.

—Más bien un creyente convencido de la importancia de su misión.

—¿En qué consiste realmente?

—En restaurar la Orden del Temple.

Joseph Anton frunció el ceño.

—¡Es una broma!

—Por desgracia, no.


—¡Esa orden caballeresca fue aniquilada en el siglo XIV!

—No es ésa la opinión del barón de Hund. Algunos templarios sobrevivieron,


él ha recogido sus tesoros y prosigue su obra.

—¿Acaso él y sus fíeles no se limitan a celebrar ceremonias grotescas en las


que se creen caballeros de la Edad Media?

—El barón quiere recrear la francmasonería, imponerle la disciplina de la que


carece y convertirla en una nueva caballería, apta para reinar sobre Europa.
La Orden del Temple formaba temibles guerreros, no lo olvidemos. Si la
Estricta Observancia consigue una envergadura suficiente, la emprenderá con
los regímenes ya constituidos.

—¿No exageras el peligro?

—Todos los que ven a Hund advierten su determinación —precisó Geytrand—.


Lejos de ser un soñador o un simple místico perdido en su locura, se comporta
como un administrador despierto. Según mis primeras observaciones, varios
nobles con fortuna y algunos ricos comerciantes acaban de adherirse a su
maldita teoría. Dicho de otro modo, está amasando un tesoro de guerra.

La gravedad de los hechos impresionó a Joseph Anton. Sus intenciones se


confirmaban.

—Quiero la lista de todas las logias de la Estricta Observancia templaria y la


de todos los hermanos que forman parte de ella.

—Es difícil, señor conde, aunque posible.

—Tus esfuerzos serán recompensados.

Geytrand hizo una reverencia. Aquella misión le encantaba.

Joseph Anton pasó una noche en blanco. De sociedad más o menos secreta
por la que circulaban ideas más o menos subversivas, la francmasonería
amenazaba con convertirse en una fuerza política que pretendía apoderarse
de parcelas enteras del poder.

El policía comprendió que su papel iba a ser fundamental: le tocaba librar un


combate empecinado y sin cuartel contra un temible monstruo.
13

La Haya, marzo de 1766

Wolfgang, restablecido ya por completo, se divertía escribiendo un


«galimatías musical»[27] , alimentado por efectos burlescos sobre temas
populares, con ocasión de la fiesta de entronización del príncipe de Orange,
Guillermo V. Los Mozart habían regresado a la capital holandesa tras dos
conciertos de Wolfgang, que tenía diez años, y de Nannerl, catorce, dados en
Amsterdam el 29 de enero y el 24 de febrero. El muchachito había tocado sus
composiciones recientes, variaciones para clavecín[28] y sonatas para piano y
violín dedicadas a la princesa de Nassau-Weilburgo[29] . Muy marcadas por el
estilo de Johann Christian Bach, aquellas obritas daban testimonio del regreso
a la vida del chiquillo, que acababa de rozar la muerte.

El 16 de abril, Wolfgang tocaría por última vez en Holanda. Los problemas de


salud habían estropeado aquella estancia e impedido que los niños Mozart se
impusieran con brillantez. Era imposible recuperar el tiempo perdido. Más
valía olvidar los malos momentos y empezar de nuevo con mejores bases.

—¿Vamos a viajar otra vez, papá?

—Holanda es un país pequeño, Wolfgang, y hemos agotado sus recursos.

—¿Adónde vamos?

—Versalles fue un éxito. Regresaremos, pues, a Francia. Gracias a tus


progresos, deslumbrarás a tus oyentes.

Hannover, marzo de 1766

La Estricta Observancia templaría contaba ahora con veinticinco logias y se


implantaba firmemente en el ducado de Brunswick. Todavía no era el éxito
esperado, pero sobre todo no debían renunciar, a pesar de que tenían dos
graves preocupaciones.

La primera, de orden espiritual.

A algunos francmasones no les bastaba el carácter caballeresco de los nuevos


rituales. Si los templarios habían heredado una sabiduría inmemorial, ¿acaso
no la debían a los clérigos, expertos en ciencias ocultas? Ahora bien, su
enseñanza no figuraba de un modo lo bastante destacado en el proceso de los
altos grados. Por eso acababan de ser propuestos a Hund tres rituales que
formaban un sistema aparte y daban mejor cuenta del pensamiento templario.
Éste implicaba una retirada de cuarenta días, un noviciado y la lectura de
numerosos textos cristianos para establecer de nuevo un contacto verdadero
con el misterio divino.
¿Añadir el estatuto de «canónigo» al de «caballero»? El barón vacilaba. ¿No
corría el riesgo de orientar la orden hacia un misticismo demasiado alejado de
la realidad y de las conquistas que debían emprenderse?

La segunda preocupación, muy material ésta, se refería a la financiación de la


Estricta Observancia. Hasta ahora, a pesar del creciente número de logias
adheridas al Rito templario, las cotizaciones no llegaban. La parte esencial de
los gastos descansaba, pues, únicamente en los hombros del barón. Como ya
no podía abrir su mesa a unos veinte caballeros y pagarles grandes salarios,
Charles de Hund se veía obligado a vender sus tierras y a endeudarse,
cediendo sus bienes a los banqueros, a cambio de una renta vitalicia. En
adelante, residiría en el pequeño dominio de Lipse.

Aquí, en Hannover, intentaba convencer a su estado mayor de que sanearan,


por fin, las finanzas de la orden. Puesto que el barón ya no conseguía cubrir
todas sus necesidades, las logias y los hermanos tenían que pagar sus
indispensables contribuciones a los Grandes Maestres provinciales.

El porvenir de la Estricta Observancia dependía de ello.

París, 12 de junio de 1766

—He terminado, papá.

Leopold examinó la partitura.

—¿Música religiosa?

—Un kyrie a cuatro voces[30] . Cuando regresemos a casa, seguramente el


príncipe-arzobispo me encargará una misa. De modo que será mejor
adelantarse.

Leopold no se opuso a esa nueva andadura. Los Mozart, que habían regresado
a París en mayo y se habían instalado en la calle Traversière gracias al barón
Grimm, sufrían una terrible desilusión. A pesar de algunos conciertos, uno de
ellos en Versalles, el éxito no acudía ya a la cita.

De modo que Leopold aguardaba con impaciencia la entrevista que Grimm le


prometía desde hacía varios días. Muy ocupado, el juez de la vida cultural
aceptó recibirlo por fin.

—¿Disfrutáis de vuestra segunda estancia en nuestra hermosa capital, señor


Mozart?

—La angustia del porvenir me lo impide, barón.

—¿Por qué os atormentáis?

—Wolfgang crece. Debo pensar en su carrera y buscar un puesto fijo y


correctamente remunerado para él.
Grimm pareció molesto.

—¿Aquí, en París?

—Me sentiría muy honrado si así fuera.

—Vuestro hijo es un músico extraordinario, pero es demasiado joven para


aspirar al tipo de puesto que deseáis.

—Ya sabéis que compone y…

—¡Lo sé, lo sé! Conviene ser paciente, señor Mozart, muy paciente, si se
desea conquistar París. Escribiré un segundo artículo que dará a conocer
mejor aún a vuestro maravilloso muchacho. Que siga trabajando, y llegará la
recompensa.

Al salir de la mansión de Grimm, Leopold fue consciente de su fracaso.


Wolfgang tocaría en salones cada vez menos cotizados y acabaría por no estar
ya de moda.

Se imponía tomar una decisión: olvidar los sueños francés, inglés y holandés,
y regresar a Salzburgo.

El 9 de julio, los Mozart abandonaron París. El 15 apareció el segundo


artículo de Grimm: «Wolfgang Mozart, ese niño maravilloso, ha hecho
magníficos progresos en la música… Lo más incomprensible es esa profunda
ciencia de la armonía y de sus pasajes más ocultos, que él posee en grado
supremo».

Suiza, septiembre de 1766

Un concierto en Dijon en julio, otro en Lyon en agosto, y luego Ginebra en


septiembre. Con gran desagrado por parte de Leopold, Voltaire se negó a
recibir a su hijo. A aquel filósofo ateo y pretencioso le faltaba la más
elemental cortesía.

Wolfgang fue reclamado en Lausanne y actuó allí con éxito a finales de


septiembre, antes de un viaje por Suiza, entrecortado por varios conciertos en
Berna, Zurich y Schaffhouse. La etapa de Donaueschingen fue muy dura:
nueve veladas musicales en doce días. Su príncipe pagó veinticuatro luises de
oro a Leopold, satisfecho de llenar su bolsa.

Munich, 9 de noviembre de 1766

Por tercera vez en su joven carrera, Wolfgang tocó ante el príncipe


Maximiliano, que estaba encantado de volver a escucharlo.

Al final del concierto, agotado, el muchachito vaciló.

—¡No se encuentra bien! —se preocupó Leopold—. Tiene que tenderse.


De inmediato pusieron una habitación a disposición de los Mozart y llamaron
a un médico.

Mientras Leopold corría a buscar agua, Thamos entró en la estancia.


Consciente, a Wolfgang le costaba respirar.

El egipcio le hizo tragar una pequeña píldora dorada.

En cuanto la absorbió, el niño se sintió mucho mejor y quiso hablar con su


protector de su reino secreto. Pero ya había desaparecido.

El 30 de noviembre de 1766, la familia Mozart regresaba a Salzburgo tras una


ausencia de casi tres meses. Gracias a la gira final, Leopold volvía con un
capital de siete mil florines, una suma considerable que constituiría un
tranquilizador tesoro de guerra. Sin embargo, estaba inquieto: ¿cómo iba a
recibirlo su patrón, el príncipe-arzobispo?
14

Salzburgo, 1 de diciembre de 1766

Qué interminable viaje, señor Mozart! —deploró el príncipe-arzobispo—.


¿Habéis obtenido, al menos, algunas satisfacciones?

—Mi hijo Wolfgang ha sido aplaudido en toda Europa. Los reyes de Francia e
Inglaterra lo han recibido en su corte, y sus primeras composiciones han sido
muy apreciadas.

—¡Muy bien, muy bien! Esa naciente gloria recaerá también en nuestra
querida Salzburgo. Pero me gustaría comprobar personalmente las dotes de
nuestro joven talento. ¿Aceptaríais un programa de composiciones para mi
palacio?

Leopold sólo podía asentir.

Tras unos días de relativo reposo, Wolfgang se vio abrumado de trabajo, al


finalizar el año, el príncipe-arzobispo apreció su Licenza para tenor[31] , una
obra destinada a honrar al dueño de la ciudad durante su presencia en un
concierto.

Enero vio el nacimiento de una sinfonía en cuatro movimientos[32] que


sintetizó todo lo que aquel joven compositor de once años había aprendido
durante sus viajes.

Alejándose del estilo italianizante de Johann Christian Bach, se sumergió en la


música alemana escuchando a compositores célebres y reconocidos por la
crítica, como Eberlin, Fux y Hasse[33] .

Salzburgo, febrero de 1767

El mercader de tejidos Anton Weiser era un hombre rico y uno de los notables
más conocidos de Salzburgo. El comerciante, proveedor del palacio del
príncipe-arzobispo y de las principales familias nobles, no se limitaba a
aumentar sus beneficios. Convencido de que debía su fortuna a la
benevolencia divina, leía y volvía a leer la Biblia sin olvidarse de celebrar,
cotidianamente, al Omnipotente.

Weiser no conocía al elegantísimo hombre que acababa de entrar en su


tienda. Alto, digno, forzosamente era un aristócrata de alto linaje.

—¿Puedo ayudaros, monseñor?

—Pues sí.
—¡Ni siquiera en Munich o en Viena encontraríais tejidos más hermosos!
¿Deseáis decorar vuestra mansión?

—En efecto. El viejo edificio exige mucho trabajo, y me gustan los tejidos
multicolores.

—¡Tengo lo que necesitáis!

—Os confío, pues, ese trabajo. Pero tengo que pediros otro favor.

Anton Weiser aguzó el oído.

—¡A vuestra disposición, monseñor!

—He oído decir que escribíais textos que tratan de la grandeza de Dios y del
necesario respeto a sus mandamientos.

El comerciante en tejidos se ruborizó.

—Es cierto, lo reconozco… ¿Acaso no debo dar gracias a mi creador, que


tantos beneficios dispensa?

—Dejar que vuestras obras durmiesen sería lamentable. ¿No podríamos poner
música a una de ellas?

Anton Weiser quedó boquiabierto.

—¿A qué compositor le interesaría eso?

—Conozco a tres, por lo menos: a Michael Haydn[34] , un técnico


experimentado; a Aldgasser, el organista de la corte, y al pequeño Wolfgang
Mozart, que está de regreso de una triunfal gira por Europa. Darían a vuestra
prosa un brillo que os encantaría.

El comerciante en tejidos bajó los ojos.

—Hay un texto que aprecio mucho… ¿aceptaríais leerlo?

—Será un placer.

—¿Podríais hacerlo llegar a quien corresponda?

—Por supuesto.

No se trataba de una obra maestra, sino de ese tipo de escrito, grave y más
bien enfático, que Thamos necesitaba. Ya era hora de poner a prueba al Gran
Mago y de comprobar si sabía expresar un pensamiento mediante la música.
Llegaba la hora de salir del Rücken, el maravilloso reino imaginario, y
enfrentarse con lo real.

Salzburgo, marzo de 1767


El ofertorio para cuatro voces[35] , compuesto por Wolfgang con ocasión de la
fiesta de San Benito y dedicado a un abate, amigo de la familia Mozart,
escandalizó un poco al religioso, pues su estilo se parecía al de una ópera
cómica. En cambio, la gravedad de la música que ilustraba la primera parte
del Deber del Primer Mandamiento[36] , drama sacro de Anton Weiser,
sorprendió a la concurrencia de la universidad benedictina de Salzburgo.

En él aparecía un cristiano tan tibio que se adormecía en un matorral florido.


Por fortuna, la Justicia celestial castigaba a los malvados y recompensaba a
los virtuosos. Y esa Justicia escuchaba al Espíritu cristiano, muy descontento
con la tibieza de la mayoría de los humanos. ¿Cómo hacerlos lúcidos, salvo
abriéndoles los ojos a los castigos reservados a los condenados, encerrados en
el infierno?

Lamentablemente, el cristiano tibio y adormecido corría el riesgo de escuchar


al pernicioso Espíritu del mundo y entregarse a mil y un placeres prohibidos.
A la Justicia le tocaba despertarlo, al Espíritu cristiano guiarlo.

Y el milagro se producía: ¡acababa la tibieza! Consciente por fin de sus


deberes, el cristiano despierto recibía Justicia y Misericordia, y respetaba el
precepto del evangelista Marcos: «Debes amar al Señor tu Dios con todo tu
corazón, toda tu alma, todo tu espíritu y toda tu fuerza[37] ».

Tras ese sorprendente arranque para un niño de once años, Wolfgang


compuso una cantata fúnebre[38] que se interpretó el 7 de abril, Viernes
Santo.

El Alma, encamada en una voz de bajo y pasando ante una tumba, dialogaba
con el Ángel, una soprano llegada del más allá.

Rompiendo muchos sueños infantiles, la muerte irrumpía así en el


pensamiento del músico. Pese a la imperfección y a la ingenuidad de estas
obras, Thamos se tranquilizó sobre la capacidad del Gran Mago. Conseguía
apoderarse de palabras yertas y darles un poco de vida.

Se acercaba la hora del primer contacto con la iniciación.

Cuando el egipcio regresaba a su casa, fue abordado por dos hombres de


rostro hostil.

—Alguien importante desea veros —declaró el de más edad.

—Nunca cedo a la fuerza.

—Perder tiempo sería perjudicial, hermano. La Rosacruz exige nuestra


constante entrega, y hacer esperar al Imperator sería una injuria
imperdonable.

—¿Acaso reside en Salzburgo?


—Seguidnos, hermano. No debe haber violencia entre nosotros.

Thamos podría haberse librado fácilmente de los dos rosacruces, pero


probablemente no estaban solos, y esperaba una nueva confrontación con el
jefe de la orden.
15

Salzburgo, abril de 1767

El rostro del Imperator de los rosacruces había cambiado: en él no había el


menor rastro de simpatía o de impulso fraterno. Al jefe del movimiento
secreto le costaba contener su hostilidad.

—Acabamos de tomar una decisión importante —le reveló a Thamos—:


infiltramos al máximo en las logias masónicas injertando en ellas nuestros
altos grados. Nuestros adeptos se integrarán fácilmente en los distintos ritos
practicados y, más allá del grado de Maestro, los completarán con nuestra
enseñanza. La Estricta Observancia templaría nos parece un terreno
excelente. ¿Acaso Jacques de Molay, el Gran Maestre de los templarios,
asesinado por un tirano, no es nuestro héroe común? Varios de nuestros
hermanos os consideran un Superior desconocido. Yo, por el contrario, estimo
que sois un impostor.

—Vuestro fundador, Christian Rosenkreuz, vivió en Egipto, donde le fueron


revelados los secretos de la iniciación para que los transmitiera a Occidente,
donde murió, en 1484, a la edad de ciento seis años. Sus textos alquímicos
alimentaron a los Caballeros de la Piedra de Oro, de los que habéis brotado.

El Imperator, turbado, lanzó su último dardo.

—Si sois el discípulo del abad Hermes, conocéis el verdadero nombre de Elias
Artista, nuestro genio protector y nuestro guía.

—Se trata del alquimista Schmidt de Sonnenburgo, nacido en Bohemia —


declaró pausadamente Thamos—. Él decidió que parte de la tradición
iniciática se enseñaría en el marco de la Rosacruz de Oro.

—Así pues, en efecto sois un Superior desconocido —aceptó conmovido el


Imperator—. Ahora puedo haceros partícipe de mi íntima convicción: el Gran
Mago se encuentra entre nosotros. Y vos sois quien va a iniciarlo, esta misma
noche, haciéndolo cruzar todos los grados de un solo soplo.

—Es demasiado pronto, y mucho. Un niño no podría soportarlo.

—Os equivocáis sobre la identidad del Gran Mago. No se trata de un niño,


sino de un alquimista, de un alquimista que ha llegado al final de su práctica
personal y al que debemos elevar hasta la cumbre de nuestros misterios. Está
aquí, os lo confío.

Por un lado, el Imperator sometía a Thamos a una difícil prueba para saber si
conocía bien el conjunto de los rituales de la Rosacruz de Oro y si era capaz
de dirigirlos; por el otro, suponiendo que fuese sincero, tal vez había
descubierto al verdadero Gran Mago…

El adepto era alto, se mostraba severo y recogido. Francmasón y «maestro


escocés», respondió sin errores a las preguntas que le hizo Thamos, ante seis
rosacruces de Oro. Luego el egipcio procedió al inicio del trabajo alquímico
concreto. En primer lugar, el supuesto Gran Mago fabricó plata. Poco a poco,
irradiando a partir del azufre, apareció el sol filosófico.

El candidato perdió pie cuando Thamos le ofreció la piedra al rojo. Su fulgor


se apagaba, se volvió estéril. Y el adepto se reveló incapaz de hacer brotar la
verdadera piedra filosofal que permitía a un rosacruz de Oro dialogar con el
Espíritu por medio del fuego creador.

No, aquel mediocre alquimista no era el Gran Mago.

Salzburgo, 13 de mayo de 1767

En la gran sala de la universalidad había una gran animación. Una compañía


de aficionados ilustrados ofrecía el Apolo y Jacinto [39] , una cantata
dramática para cinco personajes que abarcaba nueve números y un coro. Para
Leopold, orgulloso e inquieto a la vez, era nada menos que el primer intento
de ópera en el que Wolfgang pensaba desde su encuentro con Johann
Christian Bach. ¿Pero cómo dominar un arte tan complejo a los once años?

Elaborada a partir del Libro X de las Metamorfosis de Ovidio y otros autores


antiguos, la intriga no disgustó a la concurrencia. El abominable Céfiro,
enamorado de la hermosa Melia, prometida a Apolo, mataba al infeliz Jacinto
para que Apolo fuera acusado del crimen. Agonizando, Jacinto conseguía
gritar la verdad, y arruinar así la estrategia del asesino. Y Apolo consolaba a
sus parientes transformando en flor a su valeroso aliado.

—Ese chiquillo ya sabe componer bonitas melodías —observó un aristócrata.

—¡Y qué bien describe! —añadió su esposa, encantada—. Cuando el texto


habla de un león, la orquesta ruge. Cuando habla del sueño, bosteza; si se
trata de la tormenta y del mar enfurecido, se desencadena. Lo he
comprendido todo.

Leopold se mostró modesto en el triunfo. Como técnico, no podía sentirse


satisfecho; sin embargo, la acogida de las élites salzburguesas lo
tranquilizaba. Tal vez su hijo comenzaba la envidiable carrera de compositor
de ópera… Se necesitarían, sin embargo, obras más consistentes para estar
seguro de ello.

Por su parte, Wolfgang bromeaba con su mejor amigo, Anton Stadler, de


catorce años. Orientado hacia estudios de teología moral, prefería la música y
se había divertido como un loco cantando un papel en el Apolo de Wolfgang.

Leopold no se oponía a algunas distracciones, siempre que fueran breves.


Dado el nuevo proyecto que acababa de concebir, su hijo tenía que ponerse
de nuevo a trabajar.
16

Salzburgo, 11 de septiembre de 1767

A regañadientes, Anna-Maria terminó el equipaje.

—No me apetece en absoluto ir a Viena, Leopold. Esa gran ciudad me da


miedo. Aquí, en Salzburgo, el otoño es tan agradable.

—No tenemos elección. Sabes tan bien como yo que van a celebrarse las
bodas de la archiduquesa María Josefa, la hija de la emperatriz, con Femando,
el rey de Nápoles. ¿Imaginas la magnitud de las celebraciones? ¡Es imposible
perdérselo!

—No estamos invitados.

—Se organizan numerosos conciertos. En este clima de fiesta, Wolfgang


superará a sus competidores, seremos invitados a la corte. Obtendrá un
puesto fijo y bien remunerado.

—¿Estás convencido de eso, querido?

—Tanto como es posible.

Al subir al coche con destino a Viena, los Mozart ignoraban que se trataba del
último viaje que harían juntos los cuatro miembros de su pequeña familia.

Viena, 16 de septiembre de 1767

Ciudad siniestra, pesada atmósfera, abrumadora tristeza.

Leopold no reconocía Viena. ¿Por qué la gran ciudad no se alegraba al


aproximarse tan gozoso acontecimiento?

—Desde la muerte del emperador Francisco I, en agosto de 1764 —explicó el


cochero—, su majestad María Teresa se sumió en la tristeza y prohibió en
Schönbrunn los regocijos demasiado ostentosos. Por lo que a su corregente,
José II, se refiere, sólo tiene en la boca dos palabras: economía y austeridad.
Según él, son las condiciones necesarias para mantener la prosperidad en
Austria. ¡Y eso no entusiasma a los juerguistas!

—De todos modos, esas bodas…

—¡A pesar de todo, se esperan algunos momentos buenos! Un poco de alegría


no perjudicaría la moral de los vieneses.

Leopold levantó la de su pequeña familia. No sólo Wolfgang y Nannerl iban a


brillar en una sucesión de conciertos, sino que, además, serían recibidos en la
corte que debían reconquistar.

Berlín, octubre de 1767

Contrariamente a Leopold, Thamos no esperaba nada del segundo viaje a


Viena de la familia Mozart, pues seguir exhibiendo a Wolfgang retrasaba sus
progresos como compositor. Pero comprendía la inquietud de un padre que,
paradójicamente, hacía llevar a su hijo una existencia de saltimbanqui para
asegurarle una situación estable obteniéndole un puesto fijo y bien
remunerado en una de las mayores cortes de Europa.

El Imperator de los rosacruces había reconocido su error. Sólo un Superior


desconocido podía identificar al Gran Mago. Todos los círculos de la Rosacruz
de Oro se habían abierto ahora para Thamos, que disponía, tanto en Viena
como en Salzburgo, de un laboratorio alquímico donde producía los metales
necesarios para asumir su condición de conde de Tebas.

Una misiva de su hermano Von Gebler acababa de avisarlo de un


acontecimiento tal vez capital: en Berlín había aparecido el Rito de los
Arquitectos Africanos, es decir, egipcios, impulsado por Friedrich von
Köppen, un oficial del ejército prusiano, de treinta y tres años de edad.

¿Estallido sin futuro o construcción prometedora? Thamos no desdeñaría


nada. ¿Qué proyecto masónico iba a servir, mañana, como marco para la
formación iniciática del Gran Mago? El egipcio elegiría el mejor, tras un
profundo examen.

No sin asombro, Thamos descubrió, en pleno Berlín, un edificio oficial


provisto de un templo, una biblioteca, un gabinete de historia natural y un
laboratorio de química.

Friedrich von Köppen lo recibió en un suntuoso despacho, donde se veía una


impresionante cantidad de manuscritos y de libros consagrados a las ciencias
herméticas y al cristianismo.

El creador del nuevo rito era un hombre robusto, franco y directo. Éste
consultó por tercera vez la tarjeta de su visitante.

—Conde de Tebas… No me digáis que procedéis de Egipto.

—El nombre que dais al Gran Arquitecto del universo y que es, también, la
palabra secreta de vuestro primer grado, «discípulo de los egipcios», es
Amón, el dios de la antigua Tebas[40] .

El oficial prusiano se puso tenso.

—Os entregaré luego la llave de este despacho y la dirección de la orden.

—Vos, y sólo vos, debéis ampliar vuestra iniciativa. Vengo a entregaros unos
documentos que estudiaréis a vuestra guisa y de los que haréis una
publicación. La resurrección de los misterios egipcios es una tarea vital.

Las temblorosas manos de Friedrich von Köppen recibieron un valioso


manuscrito.

—Este soberbio edificio me sorprende —reconoció Thamos—. Es evidente que


gozáis del apoyo del poder.

—Federico II me ha alentado a proseguir intensas investigaciones y me ha


proporcionado los medios materiales indispensables.

—¿Y no teméis un eventual cambio de camisa?

—Es un monarca bastante imprevisible, lo admito. Pero conoce bien mi


proyecto y no ve en él nada que pueda hacer peligrar su trono. Los ritos me
interesan menos que la investigación pura —afirmó—. Hay que estudiar los
textos antiguos, encontrar los mil y un aspectos de la sabiduría perdida,
proceder a experimentos alquímicos y descubrir los secretos de la naturaleza.
Los adeptos de mi orden trabajan día y noche.

—Os deseo que lo consigáis.

—¿Aceptaríais… ayudarme un poco?

—Con mucho gusto.

—¡Manos a la obra, entonces!

Viena, 1 de octubre de 1767

Geytrand depositó una delgada carpeta en la mesa de Joseph Anton. En su


interior había algunas hojas referentes a la organización y los objetivos de la
Orden de los Arquitectos Africanos.

—Autorización y protección de Federico II… Muy molesto. Se debe coger con


pinzas.

—No os preocupéis demasiado —recomendó Geytrand—. El emperador puede


cambiar de opinión rápidamente. Y, además, el fundador de este rito no
debería llegar muy lejos.

—¿Por qué tanto optimismo?

—Porque en su programa se habla de largas horas de investigación cotidiana.


Ya hay un hermano descontento que se queja de haber tenido que trabajar
demasiado para obtener unos resultados insignificantes. Se ha vuelto hacia
una logia donde se adormecerá con toda tranquilidad. Ese buen hombre me
ayudará a establecer un calamitoso retrato de Von Köppen. Ningún
francmasón se lo tomará en serio.

—Excelente. Sigamos observando, sin embargo, ese rito.


—Como todos los demás, señor conde.
17

Viena, 15 de octubre de 1767

Asustada, Anna-Maria despertó a Leopold.

—¡Es horrible, horroroso, inconcebible!

—¡Tranquilízate! Sé muy bien que no hemos dado aún ni un solo concierto,


pero acabaré organizándolo.

—¡No se trata de música! María Josefa, la prometida del rey de Nápoles,


acaba de morir de viruela. Esta vez no se habla ya de unos pocos casos, sino
de una verdadera epidemia. ¡Habrá centenares, incluso miles de muertos!
Debemos abandonar esta ciudad lo antes posible.

—Mantengamos la sangre fría, los rumores son a menudo exagerados. Iré a


Schönbrunn y obtendré informaciones fundamentadas.

Aunque la muerte de María Josefa fue confirmada, la corte solicitaba a la


población que no cediera al pánico y a los músicos que se quedaran en Viena,
con la perspectiva de nuevas ceremonias con otra prometida que ya se
apresuraban a buscar.

De modo que Leopold intentó tranquilizar a su familia, sin conseguir apagar


las angustias de su esposa. Todos los días le suplicaba que abandonaran
Viena antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando la archiduquesa Elisabeth murió a su vez de viruela, el pánico fue


general.

—Partimos de inmediato —decidió Leopold el 26 de octubre.

Berlín, 26 de octubre de 1767

Friedrich von Köppen estaba encantado. Thamos le abría insospechados


horizontes y le permitía alimentar su rito de un modo inesperado.

Las notas que le entregó su secretario atenuaron ese optimismo.

—Malas noticias de Viena —le anunció al egipcio.

—¿Qué ocurre?

—Epidemia de viruela. Varias personalidades han sucumbido ya, y muchos


vieneses se marchan a Moravia, respetada por la enfermedad.
Thamos sintió un siniestro frío. Wolfgang se encontraba en peligro de muerte.

—¿Existe un médico local capaz de tratar esa afección?

—¡Un médico y un hermano! Tiene una gran reputación.

—Proseguid vuestras investigaciones, yo debo partir.

—¿Ya? Pero…

—Dadme el nombre y la dirección de ese terapeuta.

Olmütz (Moravia), 28 de octubre de 1767

Aliviada, Anna-Maria Mozart apretó la mano de sus dos hijos. Sólo habían
necesitado dos días para llegar a esa pequeña ciudad, fuera del alcance de la
epidemia.

Durante la cena, Wolfgang no demostró tener demasiado apetito.

A las diez de la noche, se quejaba de un fuerte dolor de cabeza. Y su madre


descubrió con horror las primeras pústulas.

—¡La viruela!

Leopold corrió a casa de uno de los admiradores de su hijo, el conde


Podstatsky, para pedirle ayuda.

El aristócrata ofreció de inmediato asilo a la familia Mozart. A pesar de los


riesgos que corría, no abandonó al niño prodigio.

Aquella misma noche, Wolfgang, muy febril, comenzó a delirar. Hinchado,


doliéndole los ojos, pronunciaba palabras incomprensibles, salvo Rücken , el
nombre del reino por el que su alma bogaba, desprendiéndose poco a poco de
la tierra.

Al acudir a la cabecera del niño músico, célebre en la región, el doctor Wolff


pensaba en el extraño encuentro que lo llevaba a Olmütz.

Un francmasón, de impresionante estatura y mirada magnética, le había


entregado una importante suma para sus gastos de desplazamiento y
tratamiento. A cambio, el experto facultativo de cuarenta y tres años tenía
que consagrarse, casi exclusivamente, al pequeño enfermo, y añadir a los
remedios oficiales una poción a base de plantas orientales. Reticente primero,
el médico había recibido la seguridad de que aquellas sustancias no tenían
carácter nocivo alguno.

Olmütz, comienzos de diciembre de 1767

—¿Cómo te sientes esta mañana?


—Mucho mejor —respondió Wolfgang sonriendo.

—La fiebre ha desaparecido —advirtió el doctor Wolff—; las pústulas también.

—¿Me quedarán marcas?

—Muy pocas, el cielo te protege.

—Entonces, ¿estoy realmente curado?

—Sí.

—¿Puedo, pues, tocar el piano?

—Me gustaría mucho escucharte.

Wolfgang no se hizo de rogar. Vacilantes primero, sus dedos encontraron de


nuevo, muy pronto, los maravillosos caminos del teclado, y las notas cantaron
con sorprendente vivacidad. La grave enfermedad no había alterado las dotes
del muchachito.

—¿Aceptarías concederme un gran favor? —preguntó el doctor Wolff.

—¡Vos me habéis salvado la vida! Acepto de antemano.

—Mi hija tiene una bonita voz, y sería el más feliz de los padres si pudiera
ofrecerle una melodía firmada por Wolfgang Mozart.

—¿Disponéis de algún texto?

—Sí, de este corto poema: «Oh, alegría, reina de los sabios que, con flores en
la cabeza, le dirigen loanzas con sus liras de oro, tranquilos cuando la maldad
hace estragos, escúchame desde lo alto de tu trono».

Wolfgang, intrigado primero y seducido luego, se puso a trabajar, haciendo


desaparecer así largas jornadas vacías y febriles. El muchachito no
sospechaba que estaba acompañando por primera vez con música un texto
masónico entregado por Thamos y ofrecido por el hermano Wolff[41] . Esa
oración a la alegría serena, uno de los objetivos de la iniciación, se había
formulado en floridos términos que no llamarían la atención de los profanos.
Conmovieron sin embargo el alma de Wolfgang, tal y como deseaba Thamos,
fijándole un lejano horizonte.

El 23 de diciembre, la familia Mozart regresó a Viena, donde la epidemia de


viruela había terminado por fin. Se detuvieron en casa del hermano del
príncipe-arzobispo de Salzburgo y pasaron allí las fiestas antes de reanudar
su camino.

Leopold, obsesionado aún por el deseo de obtener un puesto en la corte de


Viena, ordenó a su hijo que compusiera un dúo para dos sopranos, sin
acompañamiento[42] . Ese lamento por la muerte prematura de la infanta
Josefa demostraba el afecto de los Mozart por la familia reinante. Pero era
preciso que fueran recibidos en la corte.
18

Viena, 2 de enero de 1768

El barón de Hund debería haber estado muy contento. La Estricta


Observancia templaría contaba ahora con unas cuarenta logias distribuidas
por Austria, Alemania, Suiza, Polonia, Hungría y Dinamarca.

Sin embargo, el malestar crecía entre sus tropas, puesto que la recuperación
económica anunciada no se producía. Ciertamente, las cotizaciones llegaban
algo mejor, pero muchos hermanos esperaban una orden rica y poderosa de la
que ellos mismos, al igual que los dignatarios templarios de la Edad Media,
obtuvieran ventajas sustanciales. Charles de Hund y sus consejeros
exploraban distintas pistas para crear riqueza, pero ninguna se concretaba. Y
llegaban más protestas: muchos hermanos se quejaban de la pobreza de los
rituales.

Además, un temible depredador, Zinnendorf, cazaba en sus tierras. Acababa


de introducir en Alemania un nuevo rito, el Sistema sueco, hostil a la Estricta
Observancia templaria a la que, sin embargo, el renegado había pertenecido.

El objetivo del Rito sueco consistía en poner el espíritu de sus adeptos en


contacto con la divinidad, a la espera de la reaparición de su santo patrón,
Juan el Evangelista. Al evocar los poderes invisibles, los hermanos pensaban
obtener la iluminación interior.

Esa andadura, demasiado mística, disgustaba a Charles de Hund. Sin


embargo, se tomaba muy en serio al adversario y, atacado por varios frentes,
le habría gustado ver de nuevo al Superior desconocido cuya sabiduría le
faltaba.

Viena, 9 de enero de 1768

Sobre la mesa de Joseph Anton había una nueva carpeta: «Rito sueco.
Zinnendorf». Ese médico[43] de treinta y siete años, jefe del servicio de salud
del ejército prusiano, no carecía de interés. Decidido a vengarse de la Estricta
Observancia templaria y del barón de Hund, hablaba demasiado y le había
revelado todo lo que sabía a Geytrand, extremadamente adulador y
comprensivo. Para el servicio secreto vienés se trataba de un recluta
inestimable… ¡y gratuito!

—¿Es realmente seria esta ofensiva contra nuestros templarios?

—Es posible —estimó Geytrand—. Zinnendorf me parece muy decidido y


dispone de una no desdeñable corriente masónica. Además, los problemas
financieros de la Estricta Observancia están muy lejos de haberse resuelto, y
se habla incluso de conflictos internos.
—¡Excelente! Si los francmasones se aniquilan entre sí, nos evitarán mucho
trabajo. ¿Resistirá Hund esa tormenta?

—La orden templaría es la obra de su vida. Sean cuales sean las pruebas, no
renunciará.

Viena, 10 de enero de 1768

Cuatro meses vacíos.

La enfermedad, muchos gastos, ninguna recaudación. Leopold tenía que


rendirse a la evidencia: Wolfgang cumpliría pronto los doce años. Ya no podía
presentar a su hijo como a un niño prodigio, su carrera se empantanaba.
¿Futuro compositor? Nada seguro. Había habido unos primeros intentos
alentadores, es cierto, pero imponerse en ese oficio sembrado de trampas y
feroces envidias era especialmente arduo. ¿Virtuoso, Wolfgang? Tampoco era
seguro. A los dieciséis años, Nannerl, sosa y sin genio, demostraba una mayor
velocidad.

Ahora bien, Wolfgang parecía frágil y soñador, demasiado alejado de una


realidad cuyos aspectos implacables y sórdidos Leopold conocía. ¿Cómo hacer
comprender al adolescente que ésta no se reducía a un reino imaginario?

¿Quién estaba de moda hoy, en Viena? Sobre todo Gluck y Joseph Haydn.
Compositores expertos, acostumbrados a las exigencias de los poderosos y
que dominaban su arte lo bastante como para acomodarse a las
circunstancias, sin perder su personalidad.

Wolfgang navegaba aún a mil leguas de aquellos dos músicos. Pero habría
que dar, sin embargo, un gran golpe para satisfacer a los vieneses,
apasionados por la ligereza, que detestaban la seriedad y lo razonable.

Leopold buscaba; Leopold encontraría.

Wolfgang, por su parte, escuchaba mucha música, en especial la de Haydn, a


la que se mostraba particularmente sensible. No se comportaba como un
oyente pasivo, sino como un creador que bebía de la obra de otro para ir
moldeando, poco a poco, su propio lenguaje.

El 16 de enero terminó una sinfonía en re mayor[44] con el estilo de Joseph


Haydn. Su padre apreció la proeza técnica, pero con esa imitación Wolfgang
no ocuparía el proscenio.

Leopold abandonó a su hijo a sus experimentos artísticos y puso en marcha


todas sus relaciones y a todos los admiradores del ex niño prodigio para
obtener una audiencia en la corte, el único acontecimiento que podría
desbloquear la situación y poner de nuevo a Wolfgang en el camino de la
celebridad.

Leopold dormía mal, le faltaba el apetito y se volvía irritable. ¿Habría perdido


la capacidad de convencer?
Y después, ¡por fin la tan esperada noticia!

Los Mozart fueron convocados a la corte el 19 de enero a las tres de la tarde.


19

Viena, 19 de enero de 1768, a las tres de la tarde

Ante la estupefacción de Leopold, fue el corregente José II en persona quien


recibió a sus huéspedes en la antecámara. Con el rostro muy largo, severo,
desprovisto de expresión y de brillo, vestido con sencillez, el futuro dueño del
Imperio austríaco no inspiraba alegría. Pese al creciente inmovilismo de
María Teresa, triste y taciturna, la incitaba a emprender indispensables
reformas, como la liberalización del código penal, demasiado represivo.
Además, quería economizar y seguir economizando, reducir los gastos del
Estado antes de que quebrase.

Leopold nunca había imaginado que sería introducido en uno de los salones
de Schönbrunn por tan gran personaje.

Otra sorpresa: allí no había ni piano ni instrumentos de cuerda.

—Sentaos —ordenó José II con sequedad.

Wolfgang miró a su alrededor, y Leopold adoptó una actitud sumisa.

—Majestad, ¿deseáis que mi hijo interprete su última obra para vos?

—Hoy no. Simplemente deseo hablar de música con vos. A pesar de la terrible
epidemia de viruela y de los lutos que han caído sobre nosotros, la corte de
Viena debe mantener su rango de capital artística de Europa. No me gustaría
que la reputación de Londres o de París superara a la nuestra.

—¡Conociendo esas dos ciudades, majestad, eso es muy poco probable!

—Gobernar es prever, señor Mozart. La emperatriz y yo mismo debemos


encargarnos de todos los dominios de la vida social, incluida la música. Mis
vieneses son más bien frívolos, pero quiero darles obras de calidad.

—Eso honra a vuestra majestad.

—Me han dicho que vuestro hijo es compositor.

—Trabaja día y noche, y sus primeras obras son dignísimas. No hablo como
padre, majestad, sino como un técnico exigente y objetivo.

—Muy bien, señor Mozart. Creo que a Viena le gustaría una ópera inédita. ¿Es
capaz de componer una un muchacho tan joven?

—Wolfgang lo demostró ya con Apolo y Jacinto , representada en Salzburgo.


Desde entonces, ha progresado tanto que os dará entera satisfacción.
—Puesto que se trata de un encargo oficial, se firmará un contrato como es
debido. Que el joven Mozart comience a trabajar de inmediato. Deseo la ópera
para finales del mes de abril, como muy tarde.

—Vuestros deseos serán cumplidos, majestad. ¿Puedo… puedo haceros una


pregunta?

—Hacedla, pues.

—¿El compositor más célebre de Viena, Gluck, no se opondrá a un músico tan


joven?

—Por muy grande que sea, Gluck está a mi servicio.

Leopold lamentó haber tocado ese delicado punto. La respuesta del


emperador no lo tranquilizó en absoluto, pues a pesar de su voluntad de
controlarlo todo, José II no podía desentrañar el embrollo de las querellas
musicales.

No obstante, al salir de Schönbrunn, Leopold tenía ganas de bailar. ¿Acaso el


futuro emperador en persona no acababa de encargar una ópera a Wolfgang?
¿Cómo imaginar, la misma víspera, semejante milagro?

Casi indiferente a la situación, el adolescente silbaba una alegre melodía.

—Anotémosla —recomendó su padre—. Esta misma noche pondrás manos a la


obra.

Viena, finales de enero de 1768

En presencia del joven barón Van Swieten, hijo del médico personal de la
emperatriz María Teresa, Gluck había afirmado a Leopold Mozart que no veía
inconveniente alguno en que su joven hijo compusiera una ópera al gusto
italiano, La Finta Semplice, La falsa ingenua , con libreto de Goldoni. Se firmó
pues un contrato con un intermediario, Affligio, a cambio de cien ducados,
una buena suma que consagraba a Wolfgang Mozart como un profesional.

Aquella Falsa ingenua sería una ópera bufa en tres actos[45] que contaría una
alambicada historia por la que el compositor no se interesó en absoluto. Pero,
puesto que le ofrecían la ocasión de hacer vivir musicalmente a unos
personajes, se entusiasmó ante la ardua tarea.

Dos hermanos, avaros, cortados y desabridos. Su joven hermana,


encantadora, alegre y soñando con un gran amor. Llega un oficial con su
hermana, bella y seductora. Se alojan en casa de los dos avaros. El oficial se
enamora de la hermana de aquellos gruñones a quienes la falsa ingenua, es
decir, la hermana del oficial, seduce uno tras otro. La intriga termina bien,
puesto que la hermana de los dos vejestorios se casa con el oficial. Era puro
Goldoni, Leopold ni se inmutó. Wolfgang tenía que adaptarse, y se adaptaría.

Viena, 2 de febrero de 1768


Entre Von Gebler y Thamos, la fraternidad no era una palabra vana. El
primero presentía que el segundo iba a desempeñar un papel esencial en la
evolución de la francmasonería, y quería informarle de los acontecimientos
importantes que conocía. Le contó con detalle, pues, los sinsabores del barón
de Hund y los sobresaltos que conmovían la Estricta Observancia templaria.

—No estoy seguro de que consiga sus fines: restaurar la Orden del Temple. La
nostalgia no es siempre buena consejera, y querer resucitar el pasado puede
desembocar en un callejón sin salida. ¿Ha comenzado la formación del Gran
Mago?

—Ya ha dado sus primeros pasos, pero aún ignora su verdadera naturaleza.
Tal vez no la descubra nunca.

—¿Por qué tanto pesimismo?

—Hay numerosos obstáculos.

—Si vos veis la vida de color negro, ¿cómo va a brillar de nuevo la Luz en
nuestras logias?

—Tranquilizaos, no me confieso vencido.

—Dos de nuestros hermanos podrían procuraros una valiosa ayuda, pero ni el


uno ni el otro son fáciles de manejar. El primero se llama Mesmer. Es médico,
músico y rico. El segundo es el barón Van Swieten, a quien se promete una
brillante carrera diplomática al servicio del Estado austríaco. Yo soy casi el
único que sabe que fue iniciado en Alemania, y el secreto debe preservarse.
Aunque todo en él parezca hostil, Van Swieten quiere proteger la
francmasonería, especialmente en Viena. De modo que no frecuentará logia
alguna. Las autoridades deben ignorar su verdadero compromiso.

—Gracias por vuestra confianza.

—Sed extremadamente prudente. Antes o después estaréis en peligro. Y si os


ocurriera alguna desgracia, el Gran Mago no alcanzaría su plenitud.
20

Viernes, 3 de febrero de 1768

Thamos estaba terminando una transmutación en su laboratorio alquímico de


Viena cuando le alertó un ruido extraño.

Un ruido que parecía el de unos tacones de bota golpeando los adoquines del
patio. En plena noche, violaba el silencio habitual de una apacible morada
donde sólo vivían una pareja de ancianos aristócratas y el egipcio.

Confiando en su instinto, Thamos supo que debía huir lo antes posible.


Derramó un líquido rojo sobre la piedra en fusión, se arropó con un grueso
manto y salió por una puerta disimulada precisamente cuando los policías
hacían su irrupción.

Era la primera operación de envergadura llevada a cabo bajo la égida de


Joseph Anton. La emperatriz María Teresa le había ordenado que detuviera a
los alquimistas, destruyera su material y quemara sus obras.

En el presente caso, los policías pudieron ahorrarse el trabajo, pues el fogón


les estalló en la cara. Alejándose con paso tranquilo, Thamos comprendió que
había sido denunciado por algún buen hermano o por el vecindario. En
adelante tendría que extremar su prudencia y disimular más aún sus
actividades ocultas.

Viena, fines de marzo de 1768

El príncipe Dimitri Galitzin, ministro en la corte de Luis XV y luego embajador


de Rusia en Viena desde 1762, pertenecía a una familia de diecisiete hijos, de
la que era el más destacado representante. Con cuarenta y siete años de
edad, había perdido a su mujer en 1761 y no había vuelto a casarse.

Desempeñando un papel decisivo en las relaciones diplomáticas entre Austria


y Rusia, llevaba una existencia fastuosa abriendo a la nobleza vienesa las
puertas de su palacio en la Krugerstrasse, con once estancias principales.
Catorce coches, once caballos, numerosos sirvientes, una residencia de
verano llena de grutas, fuentes y falsas ruinas: al príncipe le gustaba el lujo y
la belleza.

—¿Ha llegado? —preguntó, impaciente, a su mayordomo.

—Todavía no, alteza.

—¡Va retrasado!

—Todavía no, alteza.


—¿Está todo listo?

—Hasta el menor detalle.

Por fin llegó el joven prodigio. Hacía mucho tiempo ya que el príncipe Dimitri
Galitzin había oído hablar de aquel músico sorprendente y quería escucharlo,
en su casa, a solas.

Bien vestido, bien educado, el pequeño Wolfgang lo impresionó. No era ya del


todo un niño, aunque estuviese lejos de ser un hombre, pero una luz de
insólita gravedad animaba su mirada.

En cuanto tocó una sonata, muy inferior sin embargo a las de Joseph Haydn,
el príncipe sintió que un genio incomparable animaba a aquel hombrecillo.

Algún día, si era necesario, lo ayudaría a convertirse en una de las


personalidades más destacadas de la sociedad vienesa y a conquistar la
capital artística de Europa.

Viena, abril de 1768

Leopold echaba por la boca sapos y culebras. Una vez más, se retrasaba la
representación de La falsa ingenua . Affligio, el empresario, se comportaba
como un estafador, incapaz de obtener un teatro. Y José II se encontraba en
Hungría, en la frontera del Imperio turco, cuyo espíritu belicoso temía. Había
que esperar su regreso para desbloquear la espantosa situación: una ópera
lista, un encargo oficial cumplido en la fecha prevista, y no había compañía ni
escenario.

Wolfgang no permanecía de brazos cruzados. Gozando de la ayuda y las


relaciones del príncipe Galitzin, daba conciertos en los salones de la nobleza
vienesa, donde su renombre crecía.

Sobre todo, seguía escuchando mucha música, que asimilaba componiendo e


incorporándola así a su propia escritura.

—¿Cuándo regresaremos a casa? —preguntó Anna-Maria, que prefería su


tranquila Salzburgo a la agitada Viena.

—En cuanto la ópera de nuestro hijo se haya representado. Un éxito lo


consagraría como compositor y le abriría todas las puertas. Como de
costumbre, Anna-Maria asintió. Su marido tenía forzosamente razón, puesto
que actuaba siempre en interés de la familia.

Sin embargo, Salzburgo preocupaba a Leopold. Hacía seis meses que había
abandonado su puesto y el príncipe-arzobispo Segismundo von
Schrattembach no podía pagarle indefinidamente por no hacer nada en su
corte.

La carta oficial que acababa de recibir sólo era, pues, un mal menor. Su
patrón no lo despedía y ni siquiera le daba la orden de regresar
inmediatamente a Salzburgo. Sin embargo, a partir del 31 de marzo, no
seguiría pagándole un sueldo.

Ciertamente, gracias a las prestaciones de Wolfgang, los Mozart cubrían los


gastos de su estancia en Viena. Y quedaba el pequeño tesoro procedente de la
gira europea. Sin embargo, no era cuestión de perder su confortable situación
en la corte del príncipe-arzobispo.

Dividido entre la necesidad de regresar a Salzburgo sin gran demora y la


eventualidad de un éxito de Wolfgang en Viena, Leopold vacilaba.
21

Viena, julio de 1768

El barón Gottfried Van Swieten, nacido en los Países Bajos, estaba haciendo
una hermosa carrera diplomática que le había llevado a Bruselas, París y
Londres. Ahora esperaba un puesto en Berlín.

Pero otro ideal ocupaba su existencia: la francmasonería. En una Europa


desgarrada por múltiples convulsiones y cuyo porvenir le preocupaba,
apreciaba el clima de algunas logias donde la palabra seguía siendo libre.
Espíritus ilustrados insistían en la necesidad de hacer reformas urgentes, sin
olvidar ofrecer un impulso espiritual más allá de los dogmas y las creencias.
Formaban sólo un grupito cuya voz corría el riesgo de ser ahogada.

A causa de la hostilidad de la emperatriz María Teresa hacia la


francmasonería, Gottfried Van Swieten no frecuentaba ninguna de las escasas
logias vienesas, muy discretas. Por el contrario, procuraba manifestar desdén
y desconfianza con respecto a ese movimiento de pensamiento, vagamente
subversivo y del todo estéril.

Restaurar la iniciación en Viena se anunciaba especialmente arduo, imposible


incluso. Pero Van Swieten era paciente y obstinado.

De regreso a Viena por algunas semanas, tomó de nuevo contacto con amigos
y antiguas relaciones. El primer visitante del día, un desconocido: el conde de
Tebas. A causa de su prestancia y su mirada, su huésped lo impresionó.

—Tengo una petición que presentaros, señor barón.

—Os escucho.

—Ya conocéis al joven músico Wolfgang Mozart, que ha terminado una ópera
encargada por el emperador. A causa de la incompetencia y las
malversaciones de un estafador llamado Affligio, es imposible hacer que se
represente la obra. ¿Podríais ayudar a Mozart?

—¿Por qué os interesáis por ese muchacho?

—Porque es el Gran Mago.

Van Swieten guardó silencio durante largo rato.

—Conde de Tebas…, ¿quién sois realmente?

—Un hermano llegado de Egipto para que renazca la iniciación de la que


tanto os preocupáis. Tranquilizaos, vuestro secreto está bien guardado y
seguirá estándolo. El Gran Mago, por su parte, necesita ayuda.

Al barón Van Swieten, turbado, le habría gustado hacer cien preguntas al


extraño visitante. Pero lo dejó partir sin preguntarle nada.

Unos días más tarde, el aristócrata convocó en su casa a Wolfgang Mozart, a


su padre, a unos músicos y a unos cantantes para escuchar La falsa ingenua .
Ni el libreto ni la música le encantaron, pero advirtió aquí y allá algunos
relámpagos de talento que merecían consideración.

Al finalizar la representación, Leopold solicitó la opinión del barón.

—Interesante, para proceder de un muchacho de esa edad. Esta


representación, sin embargo, corre el riesgo de ser la primera y la última.

—Pero… ¡se trata de un encargo del emperador!

—Me he informado, señor Mozart. Los músicos de la corte no desean el éxito


de un chiquillo que les haría sombra. Haríais mejor regresando a Salzburgo.

Leopold insistió.

—Deseo hablar con el emperador. Puesto que vos habéis escuchado la ópera,
¿podríais obtenerme una entrevista?

—Lo intentaré.

Viena, 20 de septiembre de 1768

Durante el verano, Leopold se había esforzado por redactar una memoria que
narrara las desventuras de las que habían sido víctimas Wolfgang y su Falsa
ingenua . «Todo el infierno musical —escribía— se ha desencadenado para
que no se pueda reconocer el talento de un niño». Finalmente, en el umbral
del otoño, José II aceptó recibirlo.

—¡Ésa es la verdad, majestad! Mi hijo ha trabajado con ardor, ha respetado


los plazos y ha proporcionado una obra digna de ser escuchada. Ahora bien,
un intermediario corrupto y algunos colegas envidiosos nos condenan a un
injusto fracaso.

José II permanecía impasible. Expresándose de un modo tan cortante, ¿no


estaba ganándose Leopold la cólera del soberano?

—Tenéis razón en todo. Un proceso pondrá fin a las actuaciones del tal
Affligio.

Una gran sonrisa adornó el rostro ansioso de Leopold.

—¿Debo comprender, majestad, que la ópera de Wolfgang se representará por


fin en un escenario vienés?
—No, señor Mozart. El momento adecuado, por desgracia, ha pasado, y ahora
tengo otras preocupaciones. Que vuestro hijo siga trabajando y el destino le
será favorable.

Al salir del palacio, Leopold fue a beber cerveza a una taberna. No sólo La
falsa ingenua era condenada al olvido, sino que, además, el monarca no
encargaba una obra nueva, ni siquiera de modo oficioso. Haber pasado tan
cerca del éxito y…

¿Preparar una nueva serie de conciertos en Viena o regresar a Salzburgo? Se


imponía la segunda solución. Más valía preservar un puesto fijo y
correctamente remunerado que agarrarse a un sueño.

Apenas había abierto la puerta de su apartamento cuando Anna-Maria corrió


a su encuentro.

—¡Un médico!… ¡Un médico quiere ver enseguida a Wolfgang! Está


gravemente enfermo y me lo has ocultado, ¿no es cierto?

—¡Claro que no!

—Sin embargo, ese doctor…

—¿Cómo se llama?

—Mesmer. Su lacayo vendrá a buscar a Wolfgang mañana por la mañana y le


llevará a comer a casa de su amo.

Leopold, bajo los efectos aún de su decepcionante entrevista con José II, y con
el ánimo nublado por la cerveza, se derrumbó en un sillón.

Mañana sería otro día.


22

Viena, 21 de septiembre de 1768

Nacido en Suavia en 1734, instalado en Viena desde 1759, Franz-Anton


Mesmer había hecho sus estudios de medicina bajo la dirección de Van
Swieten padre. Su tesis trataba de la influencia de los astros sobre los
cuerpos animados, y había obtenido su diploma facultativo en 1766. Esposo
de una mujer muy rica, tenor, pianista y violoncelista, iniciado en la logia
vienesa de la Verdad y la Unión, Mesmer acababa de hablar largo y tendido
con su amigo Gottfried Van Swieten.

Cediendo a sus argumentos, había invitado de inmediato a su mesa al joven


Mozart, que lo intrigaba sobremanera.

El contacto fue inmediato.

Leopold, en cambio, le pareció arisco y desconfiado. Mesmer lo tranquilizó


ofreciéndole un excelente almuerzo en el exuberante jardín de su propiedad.

—La música es un arte mayor —declaró Mesmer—. Como toda creación, se


alimenta del fuego universal del que depende toda vida.

—¿Incluso la de las plantas y las piedras? —preguntó Wolfgang.

—¡Por supuesto! Y nosotros, los humanos, estamos provistos de un sentido


especial que nos pone en relación con el conjunto del universo. Pero hay que
ser conscientes de ello y desarrollarlo.

—¿Componiendo, por ejemplo?

—Sí, pues un músico puede propagar buenas energías. Mira, muchacho, tu


cuerpo es sensible a la atracción universal, a la gravedad, a ese fluido que
sirve de vehículo entre los seres. En nuestro mundo, actúa por repulsión o por
atracción, y mantiene el equilibrio general.

—Existen notas que se aman y engendran la armonía —comentó Wolfgang.

—Respetar la circulación de la energía positiva y preservarla contribuye al


mantenimiento de nuestra salud —añadió el médico—. Por eso estudio el
magnetismo. Esa terapéutica provoca un movimiento de los fluidos en el
enfermo que disipa los disturbios.

—¿Cómo procedéis?

—Todavía no he puesto a punto una técnica utilizable con un gran número de


personas. Pero es fácil advertir la eficacia del magnetismo. ¿Te duele algo?
—El codo izquierdo, un poco. Esta mañana me he dado un golpe.

Mesmer posó su mano derecha en el lugar dolorido. Wolfgang sintió casi de


inmediato un suave calor; luego desapareció cualquier sensación de
sufrimiento.

—Es posible restablecer la circulación de los fluidos en un organismo


debilitado —afirmó Mesmer—. Esta ciencia procede del antiguo Egipto, y
deseo adaptarla a nuestra época.

—Ni mi hijo ni yo estamos enfermos —intervino Leopold, a quien las palabras


del médico no le gustaban—. ¿Por qué queríais ver a Wolfgang?

—Para encargarle una obra breve —respondió sonriendo el magnetizador—.


Será bien pagada y se interpretará aquí mismo, en este jardín.

—¿De qué se trata? —preguntó Wolfgang, interesado.

—De una pequeña historia a la que debe ponerse música, un Singspiel , como
dicen en Alemania. Una muchacha, Bastiana, está enamorada de Bastián y
teme su infidelidad. De modo que solicita ayuda al adivino del pueblo. «Finge
no interesarte ya por él», le aconseja. Y el adivino, por su lado, revela a
Bastián que Bastiana ha encontrado otro enamorado. Temiendo perderse,
ambos jóvenes se unen y viven una perfecta felicidad.

El guión divirtió a Wolfgang. ¡La muchacha tomaba la iniciativa y el drama


terminaba bien! En cuanto hubo salido de la casa de Mesmer, comenzó a
trabajar.

Viena, octubre de 1768

Una hermosa tarde, un jardín con los colores otoñales, un público exigente…
Condiciones perfectas para la representación del Singspiel de Wolfgang
Mozart, Bastián y Bastiana [46] .

El adolescente había trabajado muy de prisa, con la sabiduría de un


verdadero profesional.

—¿Estáis satisfecho, señor conde? —preguntó Mesmer a Thamos, que se


mantenía apartado de los admiradores.

—Gracias por vuestra acogida, hermano.

—Ese muchacho me sorprende —reconoció el médico—. A veces se diría que


no es de este mundo. En el seno de una sociedad tan mediocre como la
nuestra, ¿cómo va a encontrar su camino?

—Creando.

Viena, diciembre de 1768


Una primera opera seria, Apolo y Jacinto ; una primera opera buffa, La Finta
Semplice ; un primer Singspiel, Bastían y Bastiana ; en un año y medio, un
chiquillo acababa de crear tres obras cantadas en tres estilos distintos.
Leopold sólo podía admirarse, pero un buen pedagogo no debía manifestar
semejantes sentimientos ante su alumno.

Con satisfacción, el cabeza de familia había recibido el encargo de un jesuita.


Destinada a la inauguración de la capilla de un orfelinato colocado bajo la alta
protección de José II, aquella misa[47] permitiría a Wolfgang mejorar su
práctica de la música religiosa.

El 7 de diciembre se ejecutó bajo la dirección del compositor de doce años en


el nuevo edificio, en presencia de la corte. Gracias a su precisión de director
de orquesta, obtuvo aplausos y muestras de admiración. ¡Qué razón había
tenido Leopold al perseverar y quedarse en Viena! ¿Acaso, y por segunda vez,
no daba Wolfgang plena y entera satisfacción al emperador? Además,
demostraba que era un autor serio a quien la Iglesia —y, por tanto, la
emperatriz María Teresa— podía conceder su confianza.

Siguiendo su impulso, Wolfgang escribió una misa breve[48] para cuarteto


vocal, cuarteto de cuerda y un órgano, y terminó el 13 de diciembre con una
sinfonía[49] marcada por el estilo de Joseph Haydn.

Sólo había una sombra en aquel cuadro, y por desgracia invasora: ¡seguían
sin hacerle la menor propuesta de un puesto fijo! Aunque José II apreciaba a
Wolfgang, los músicos oficiales eran un obstáculo, a cuya cabeza se
encontraba Gluck. Según Leopold, una conspiración contra un creador de
dotes tan evidentes que los eclipsaría a todos.

¿Cómo él, un modesto vicemaestro de capilla salzburguesa, conseguiría


vencer a tan poderoso clan? Y, además, el príncipe-arzobispo acabaría
impacientándose y despidiendo a su empleado.

De mediocre, el balance de la estancia vienesa pasaría a ser catastrófico.

Puesto que Viena se cerraba, había que regresar a Salzburgo.

Pero Leopold ya tenía otro proyecto en su cabeza.


23

Viena, febrero de 1769

La proposición de la emperatriz María Teresa había dejado estupefacto al


barón Charles de Hund. Ella, el mejor apoyo de la Iglesia y la enemiga jurada
de la francmasonería; él, el fundador de la Estricta Observancia templaria. ¡Y
sin embargo se le ofrecían altas funciones en Viena!

Una trampa… Sólo podía ser una trampa.

La emperatriz quería neutralizarlo, encerrarlo en una función oficial que le


impidiera proseguir su aventura masónica. ¿Él, consejero de Estado de la
emperatriz y consejero íntimo del emperador? Títulos honoríficos, claro. La
dorada prisión de la corte, ¡nunca!

Adoptando las más respetuosas formas, Charles de Hund declinó la oferta de


María Teresa. El porvenir de la Estricta Observancia seguiría ocupando todo
su tiempo.

Viena, marzo de 1769

Junto a Tobias von Gebler, Thamos había participado en la fundación de la


logia vienesa A la Esperanza, hermosa virtud en aquellos tiempos difíciles,
cuando los hermanos se limitaban a sucintas ceremonias y se guardaban
mucho de emitir la menor crítica contra el poder establecido.

—Nuestra francmasonería ronronea —advirtió Von Gebler—. Y no será el


barón de Hund, a pesar de sus convicciones y de su compromiso, quien le
devolverá la magnitud necesaria.

—¿Acaso la Estricta Observancia templaria está en dificultades?

—Progresa, pero de modo demasiado formal. Falta el fondo, y no estoy seguro


de que la referencia templaría sea la más justificada. Luchas intestinas,
competencia con otros sistemas rituales… Hund no ha conquistado aún
Europa. ¡Lamentablemente! Viena ya no me parece un medio favorable para
el desarrollo del Gran Mago. A menos que proporcionéis a la Esperanza o a
cualquier otra logia los rituales que las hagan iniciáticas…

Thamos no respondió.

Era demasiado pronto. Demasiado.

Salzburgo, primavera de 1769

Con trece años de edad, Wolfgang se escapaba de vez en cuando para jugar,
bromear y discutir con su amigo Anton Stadler. La corte, la catedral, los
salones de la nobleza y de la burguesía… El espacio salzburgués era reducido.
Misas, paseos, juegos de sociedad y conciertos ofrecían a los súbditos del
príncipe-arzobispo distracciones que satisfacían a la mayoría de ellos.

Por su parte, Leopold exigía trabajo y más trabajo. Desde su regreso a la


ciudad natal, el 5 de enero, Wolfgang no dejaba de componer.

Austeridad de los viejos maestros alemanes, estilo galante, sonatas del sur y
del norte, contrapunto, ópera seria, ópera bufa, técnicas de Schobert y de
Johann Christian Bach… Wolfgang probaba todas esas expresiones y las
utilizaba a placer. Hablando corrientemente en italiano y correctamente en
francés, leía mucho, incluidos los autores con fama de serios[50] .

Misas, minuetos para danzar, arreglos formados por una sucesión de


pequeños fragmentos tocados durante banquetes oficiales, comidas de bodas
y sesiones solemnes de la universidad: los encargos se sucedían. Al escribir su
primera serenata[51] , un fragmento más elegante y distinguido que un
arreglo, Wolfgang sabía que sólo se tocaría una vez, al aire libre y al
anochecer, a la gloria del comanditario. Un notable salzburgués deseaba su
música, nunca antes oída y apetecible como un sabroso plato. Luego, se
desvanecía. Hacerla ejecutar por segunda vez habría enojado profundamente
al comprador y desacreditado al compositor.

Esa encarnizada labor obligaba a Wolfgang a trabajar de prisa, sin dejar de


dominar múltiples facetas del discurso musical, lo que tuvo una triste
consecuencia: el adolescente desgarró el mapa del Rücken , el reino
imaginario ahora desaparecido.

La realidad de Salzburgo impedía soñar.

Berlín, verano de 1769

La tensión entre Austria y Prusia se hacía peligrosa. El motivo: un eventual


reparto de Polonia. De modo que José II, tras haber desmantelado numerosos
monasterios en Austria para dedicar sus bienes a obras de caridad y a
proyectos educativos, decidió encontrarse con el temible Federico II, que
reinaba en Prusia desde 1740.

Federico, que hablaba francés con los humanos y alemán con los caballos,
admirador de los enciclopedistas y de Voltaire, francmasón, no vacilaba en
utilizar su ejército, exigiendo de sus soldados una «disciplina de cadáver».

José II quería evitar un nuevo conflicto, que daría un golpe fatal a la paz
difícilmente obtenida tras la guerra de los Siete Años. Era preciso, pues,
desbaratar la amenaza prusiana para poder ocuparse mejor del verdadero
peligro, la expansión turca.

Mientras comenzaban las negociaciones, el sucesor designado para el trono


de Prusia, Federico Guillermo, se entregaba al ocultismo. La francmasonería
mundana y artificial lo aburría. En cambio, el especialista que acababa de
instalarse en Berlín lo fascinaba, y él le facilitaría la existencia atribuyéndole
un puesto de conservador en la biblioteca.

Su nuevo protegido, dom Antoine-Joseph Pemety, nacido en Roanne el 13 de


febrero de 1716, no era un hombre ordinario. Ex consejero del navegante
Bougainville y defensor de los indios, había abandonado la orden benedictina
para interesarse por la francmasonería, la cábala, el hermetismo y la
alquimia. Autor de las Fábulas egipcias y del Diccionario mito-hermético ,
donde pretendía descifrar la enseñanza de los antiguos, había tenido que
abandonar Aviñón a causa de unas investigaciones policiales cada vez más
molestas.

Allí, en Alemania, desarrollaría su Rito hermético con toda libertad,


esperando ponerse en contacto con los espíritus que le revelaran la técnica de
fabricación del oro alquímico. Enseñaría a los iniciados a interrogar la
Palabra Santa y a interpretar sus enigmáticas declaraciones gracias a la
numerología hebraica. En su logia, La Virtud Perseguida, iría más allá de la
francmasonería convencional, celebrando dos grados superiores, los de
Novicio e Iluminado.

Thamos, informado por Von Gebler, esperaba que dom Pernety se mostrara a
la altura de sus ambiciones.

En su primer encuentro, el ex monje estuvo a la defensiva. El carisma del


egipcio lo inquietaba, pero sus orígenes y su conocimiento de los misterios
orientales podían servirle. De modo que aceptó iniciarlo en el Rito hermético,
comenzando con la celebración de una misa. Luego, consagró al nuevo adepto
en lo alto de una colina donde se levantaba un «altar de poder» de césped, en
el centro de un círculo trazado en el suelo.

Durante nueve días, Thamos fue invitado a contemplar la salida del sol en
aquel lugar y a quemar incienso en el altar. A Dios le tocaba reconocer al
nuevo iniciado, manifestándose en forma de un ángel que, en adelante, le
serviría de guía y con el que podría dialogar.

Cuando Thamos bajó de la colina por novena vez, dom Pemety supo que había
superado la prueba. Entonces, le reveló la magnitud de sus proyectos.

—Siguiendo el recto camino, el verdadero francmasón se convertirá en el


Caballero de la Llave de Oro. Repetirá el viaje de los Argonautas y descubrirá
el Vellocino de Oro. Elevado a la dignidad de Caballero del Sol, leerá las
leyendas mitológicas con ojos de alquimista. Y cuando la piedra filosofal
irradie, el iniciado rendirá culto a la Santísima Virgen.

Dom Pemety necesitaría meses, años incluso, para redactar la totalidad de su


Rito hermético, siempre que Federico II tolerase su presencia y Federico
Guillermo siguiera protegiéndolo.

¿Daría aquella ardua labor resultados probatorios? Thamos quiso esperarlo en


el camino de Salzburgo.
24

Salzburgo, 5 de noviembre de 1769

Al entrar en el despacho del príncipe-arzobispo Segismundo von


Schrattenbach, Leopold Mozart pensaba todavía en el error cometido por su
hijo. El 15 de octubre, en la iglesia de San Pedro, se había cantado su misa
solemne en honor de la ordenación y la primera celebración del reverendo
padre Cajetan Hagenauer, un encargo casi banal… si uno de los solos del
kyrie no hubiera comenzado con un ritmo de vals. Wolfgang no veía en ello
malicia alguna. ¿Por qué había de ser aburrida la música religiosa?

Afortunadamente, aquella grave falta había escapado a las autoridades y, el


27 de octubre, Wolfgang había sido nombrado «maestro de conciertos de la
corte», un título honorífico sin sueldo; insuficiente para modificar el proyecto
en el que Leopold pensaba desde hacía casi un año.

—¿Dificultades, señor Mozart?

—Ninguna, vuestra gracia. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Tengo que haceros una petición.

—A propósito de vuestro hijo, supongo.

—Exactamente.

—¿Acaso no le he atribuido un título que debería satisfacer a tan joven


músico?

—Wolfgang ya es un técnico notable, pero aún le faltan elementos esenciales


para convertirse en un gran compositor cuya fama enriquezca la de nuestro
querido principado.

—¿Vais a solicitar autorización para salir otra vez de viaje?

—En efecto, vuestra gracia.

—¿Con qué destino, esta vez?

—Italia. Su tradición y sus tesoros musicales completarán la formación de mi


hijo.

Con un nudo en la garganta, Leopold aguardaba la decisión del príncipe-


arzobispo.
—De acuerdo, señor Mozart. Durante vuestra ausencia no se os pagará salario
alguno.

Sálzburgo, 11 de diciembre de 1769

—¿Cuándo volverás? —preguntó Anton Stadler a Wolfgang.

—Dentro de unos meses. Todo dependerá del éxito de los conciertos.

—Por un lado, te deseo éxito; por el otro, me gustaría verte lo antes posible.

—Mi padre decidirá, como de costumbre.

—¿No deseas, a veces, rebelarte contra tu padre?

—Inmediatamente después de Dios, está papá. Sin él, yo no sería músico. ¡E


Italia… será maravilloso!

Los dos amigos se separaron, Wolfgang besó a su madre y a su hermana. Esta


vez, ellas se quedaban en casa. A los dieciocho años, Nannerl no era ya una
niña prodigio, no componía y no tenía suficiente personalidad para imponerse
como solista. En cambio, sería una buena profesora de piano y ayudaría a su
madre a llevar la casa familiar.

Wolfgang descubrió un coche equipado con tablillas, tintero y papel de


música. No se trataba de soñar con un reino imaginario. Durante el viaje, el
adolescente moldearía algunas partituras destinadas a sus futuros conciertos
en Italia. En cuanto las ruedas dieron su primera vuelta, comenzó a trabajar.
Y nacieron por el camino cuatro amables sinfonías. Durante un concierto-
maratón, Wolfgang había tocado catorce obras, algunas salidas de su propia
pluma. Agotado, el adolescente sólo pensaba en dormir, mientras Leopold se
alegraba del éxito y de la recaudación.

—Bravo, muchacho, nuestra campaña italiana no podría haber empezado


mejor. Créeme, esto es sólo el comienzo. No me gusta demasiado ese nombre
de Amadeus que te ha encasquetado la gaceta de Verona. Una traducción del
Gottlieb, «el amado de Dios», pero prefiero el original. Amadeus no parece
serio; diríase una chanza italiana. Recuerda que nuestro nombre, Mozart,
procede del alto alemán muotharti y significa «valiente, voluntarioso».

Milán, 23 de enero de 1770

Gobernador general de Lombardía y sobrino del antiguo príncipe-arzobispo de


Salzburgo, el conde Karl von Firmian recibió a los Mozart con calidez y les
ofreció un confortable alojamiento en su palacio.

—Milán es una ciudad rica, apasionada por la música. Os gustará mucho,


tanto más cuanto empieza el carnaval. Como regalo de bienvenida, he aquí los
nueve volúmenes que reúnen los libretos de ópera del gran Metastasio.

Leopold, confuso, se deshizo en agradecimientos.


—Naturalmente —añadió el gobernador—, daréis varios conciertos aquí
mismo y escucharéis buena música, especialmente la de Piccinni y
Sammartini.

La alegría de Wolfgang sedujo a sus célebres colegas, que contuvieron su


envidia y murmuraron, incluso, unos vagos cumplidos.

El 3 de febrero, unos días después de haber festejado su aniversario, el


adolescente de catorce años compuso una melodía para unas palabras latinas
del Evangelio, destinada a un castrado de su edad. Con devastadora ironía, no
dejó de subrayar la frase: «Busca las cosas de arriba y no las de abajo».

Tras un gran concierto dado el 23 de febrero, el padre y el hijo disfrutaron de


las excentricidades del carnaval de Milán. El último día de los festejos, el 3 de
marzo, numerosos carros desfilaron por las calles de la ciudad, por la que
circulaban muchos personajes enmascarados.

En un momento dado, uno de ellos se acercó a Wolfgang.

—¿Te diviertes?

—Es algo ruidoso, pero los colores son soberbios y me gusta que termine el
invierno.

—¿Estás satisfecho de tus últimas composiciones?

—Gustan a los italianos.

—No pareces haber comprendido mi pregunta.

Wolfgang conocía aquella voz.

—Sois el habitante de Rücken , ¿no es cierto?

—Una simple máscara…

—Mi reino infantil ya no existe, destruí su mapa.

—Ya lo sé, Wolfgang. Por eso te pido que pienses en mi pregunta.

Milán, 12 de marzo de 1770

Durante un concierto de despedida que se celebró en el palacio del conde Von


Firmian se interpretaron varias melodías de Wolfgang[52] sobre textos de
Metastasio. Como otros técnicos, Leopold advirtió claros progresos. Su hijo
comenzaba a saber manejar la voz, ese instrumento excepcional.

Estupefacto ante la prestación del joven alemán, el conde llevó aparte a


Leopold.
—Magnífico, señor Mozart, magnífico. Vuestro hijo ha conquistado Milán.
Debéis proseguir vuestro viaje. Lo comprendo y os aliento a ello. Pero
tendréis que volver aquí, y voy a daros una buena razón para ello: una ópera.

—¿Estáis hablando de… un encargo?

—Dadas las dotes de Wolfgang, es un género que debería convenirle. ¡Los


italianos las adoran! ¿Os seduce la idea?

—¡Claro, claro! ¿Cuál sería el tema?

—La historia de un rey, Mitrídates, escrita por un libretista profesional,


Cignasanti, según la obra, más bien aburrida, de Racine, un dramaturgo
francés. Estoy convencido de que Wolfgang sabrá sacar lo mejor de esa
sombría historia.

—¿Es… urgente?

—¡No os preocupéis! Descubrid Bolonia, Roma y Nápoles, admirad las mil


maravillas de Italia y volved a nosotros. Dispondréis del libreto cuando llegue
el momento.

Al borde de la embriaguez, Leopold dio gracias al Omnipotente. Aquel viaje se


anunciaba como el de mayores éxitos.
25

Lodi, 15 de marzo de 1770

Durante aquella parada en el camino de Parma y de Bolonia, Wolfgang


recordó la cuestión del hombre enmascarado.

Y comprendió.

Después de cenar, se encerró en su habitación y vertió en el papel unas


extrañas notas.

Al alba, cuando Leopold despertó a su hijo, examinó la partitura.

—¿De qué se trata, Wolfgang?

El adolescente se frotó los ojos.

—De un cuarteto para cuerda[53] .

—Un género extraño, sin gran interés… En cualquier caso, desaconsejado


para un concierto.

—No pensaba en eso.

—¿En qué pensabas, entonces?

—En componer para mí mismo, al margen de cualquier obligación, sólo para


hacer música. Este primer cuarteto es sólo un divertimento, me siento capaz
de algo mucho mejor.

—Prepárate, salimos dentro de una hora.

Leopold atribuyó a los caprichos de la adolescencia aquella desviación, sin


futuro probablemente. ¿Acaso un músico profesional no debía satisfacer las
exigencias de su auditorio?

Bolonia, 26 de marzo de 1770

Durante el gran concierto organizado en casa del conde Pallavicini se produjo


un hecho rarísimo que llamó tanto la atención de la concurrencia como la
actuación del joven alemán.

Un musicólogo de fama internacional, el padre Martini, había salido de su


convento para escuchar al prodigio llegado del extranjero. Que los boloñeses
recordaran, el austero erudito acudía pocas veces a un concierto. Mozart lo
debía haber intrigado mucho para arrancarlo de sus investigaciones.
A los sesenta y cinco años de edad, el monje franciscano nunca había
abandonado Bolonia, su ciudad natal, había rechazado incluso un puesto de
maestro de capilla en San Pedro de Roma y se había limitado a sus funciones
en el convento de San Francesco. Los músicos de toda Europa acudían a
hacerle consultas, pues, trabajando en una monumental Historia de la música
, cuyos dos primeros volúmenes acababan de aparecer, había adquirido un
inigualable saber. Su biblioteca contenía partituras únicas, fechadas algunas
de ellas en el siglo XVI.

Cuando el padre Martini se acercó a Wolfgang, Leopold temió críticas o


reproches.

El religioso no manifestó animosidad alguna e invitó al adolescente a ir a


verlo.

Wolfgang aprovechó de inmediato la ocasión. Durante dos entrevistas con el


ilustre sabio, aprendió a perfeccionar el arte del contrapunto y el de los
recitativos de ópera. En un tiempo récord, construyó una fuga cuya
composición le hubiera exigido toda una jornada a su profesor.

Wolfgang lamentó abandonar aquel lugar tan apacible, dedicado a la


investigación, y prometió al padre Martini que volvería.

Roma, 11 de abril de 1770

Tras haber pasado por Florencia, los Mozart llegaron a Roma a mediodía y
corrieron hacia la basílica de San Pedro, no por un impulso de religiosidad,
sino para admirar el prestigioso monumento.

Allí, el adolescente escuchó el Miserere de Allegri, cuya partitura no salía de


la capilla Sixtina. Pese a la complejidad de la obra, Wolfgang memorizó hasta
la última nota, hurtando así uno de los secretos de la Ciudad Eterna.

—¿Esa etiqueta es indispensable para el conocimiento de Dios? —preguntó


Wolfgang al observar la danza de los dignatarios de la Iglesia.

—Roma es un teatro —respondió Leopold—. Esta ostentosa religión no


garantiza una buena y sana creencia.

Wolfgang no dejó de someterse a la experiencia preferida de los turistas y


escribió enseguida a su hermana: «He tenido el honor de besar el pie de san
Pedro, en la iglesia de San Pedro, pero como tengo la desgracia de ser
demasiado bajo, han tenido que auparme, a mí, al viejo bromista Wolfgang
Mozart, hasta él».

El músico, que de buena gana se hacía llamar «el amigo de la Liga del
Número», pues le encantaban los juegos matemáticos, rogó a Nannerl que le
mandara las reglas de aritmética, alimentadas con numerosos ejemplos, que
había extraviado.

Apenas la misiva hubo salido hacia Salzburgo cuando Wolfgang y su padre se


encontraron con un gentilhombre cuyo aspecto intrigó a Leopold.

Thamos los saludó.

—Creo que habéis perdido este documento.

Wolfgang lo consultó: ¡las reglas de aritmética! Iban acompañadas por otra


hoja que trataba sobre la Divina Proporción y el Número de Oro, con algunos
ejemplos de su utilización en el ritmo musical.

—¿Acaso no sois nuestro salvador parisino? —se extrañó Leopold.

—Roma me parece más segura. Desconfiad, de todos modos, de los ladrones,


y que Dios os proteja.

Leopold no se atrevió a retener al aristócrata. Por lo que se refiere a su hijo,


éste no reveló que conocía desde hacía mucho tiempo ya a aquel enviado del
otro mundo.

En aquel mes de noviembre, Wolfgang no sólo había paseado por las calles de
Roma: un kyrie para cinco sopranos, algunas contradanzas destinadas a
Salzburgo, dos melodías para soprano y una sinfonía en re mayor[54] .

Pese a las riquezas de la gran ciudad, Leopold quería proseguir el viaje y


descubrir la Italia del sur.

Viena, 19 de abril de 1770

La archiduquesa María Antonieta, hija menor de Francisco I de Lorena y de


María Teresa, nacida en Viena en 1755, no carecía de encanto ni de
inteligencia. A causa de las decisiones de su madre y de José II, su cómodo
destino tomaba un exigente giro.

Aquel decisivo día se celebraba, por poderes, la boda de María Antonieta con
el Delfín, que había permanecido en Versalles. Dicha unión pondría fin a las
incesantes guerras entre los Habsburgo y los Borbones, y consolidaría la paz
en Europa.

Las gozosas perspectivas no tranquilizaban a José II. Despreocupada, la joven


no era consciente de las dificultades de su tarea. Tendría que abandonar su
refugio vienés y conquistar un país que no quería demasiado a los extranjeros,
y menos aún a los austríacos, una Francia presa de peligrosos intelectuales
que cuestionaban las bases seculares del poder, de la religión y de la
sociedad.

María Antonieta soñaba con una vida fácil y fastuosa, a la cabeza de una
brillante corte. ¿Acaso no pasaría la mayor parte de su tiempo divirtiéndose y
gozando de mil y un placeres? No preveía las bajezas, ni las envidias, ni los
odios.

Cuando estuviera sola, allí, tan lejos de Viena, nadie acudiría en su ayuda.
26

Camino de Nápoles, 12 de mayo de 1770

Un sol ardiente hacía penoso el trayecto. En su coche, Leopold y Wolfgang se


asfixiaban.

De pronto, el vehículo se detuvo.

Se oyó una conversación animada, voces, un grito de dolor.

Provistos de cuchillos, tres hombres hirsutos abrieron la portezuela.

—Bajad —ordenó el jefe de los bandidos—. Si nos entregáis todo lo que tenéis,
tal vez no os matemos.

Se oyó un disparo.

Uno de los agresores se derrumbó, con el hombro ensangrentado. Una


segunda bala silbó junto a la oreja del jefe.

—¡Larguémonos! —ordenó.

Los tres hombres desaparecieron por un trigal.

—No te muevas, Wolfgang. Voy a ver.

Leopold bajó y observó los alrededores.

Nadie. ¿Quién los había salvado? Afortunadamente, el cochero sólo había


perdido el sentido. Lo recuperó y se consideró capaz de conducir hasta la
próxima posta.

Oculto tras una vieja acacia, Thamos miró cómo se alejaba el coche, cargó su
pistola, acarició a su caballo y continuó siguiendo a sus protegidos.

Nápoles, 15 de mayo de 1770

Sucia, ruidosa y peligrosa, la ciudad no gustó a los Mozart. Y la corte, tan


agitada como mediocre, no mejoró el paisaje. Fue necesario, sin embargo,
seducir a un nuevo público, y Wolfgang se vistió con un traje de escena de
moaré rosa, color de fuego, adornado con encaje de plata y con el forro azul
celeste.

Tras un primer fragmento donde su virtuosismo dejó pasmados a los más


escépticos, intervino un oyente.
—¡Ese muchacho es un mago! Conozco al responsable de su poder: ¡el
Maligno! Su anillo… ¡Su brujería reside en su anillo! ¡Qué se lo quite y
veremos si sigue devorando el teclado!

El adolescente se quitó la joya y la emprendió con un segundo fragmento, más


difícil que el anterior.

Cariacontecido, su acusador fue el primero en aplaudir gritando: «¡Amadeo,


Amadeo!». No era el diablo el que animaba los dedos del muchacho, sino
Dios.

Versalles, 16 de mayo de 1770

La corte celebró las bodas del Delfín con la austríaca María Antonieta, que
oficialmente se convirtió en Delfina. Esa unión avalaba una paz en la que
muchos soñaban sin creer en ella.

Circulaban mil rumores. Según unos, aquella princesa extranjera era


estúpida, caprichosa e insoportable; según otros, era calculadora, autoritaria
e implacable. Sosa y banal, observaban sus adversarios; fascinante y bella,
afirmaban sus partidarios. ¿Aceptaría residir en Versalles o preferiría Viena?

Olvidando la controvertida personalidad de la futura reina de Francia, miles


de jaraneros asistieron a unos fastuosos fuegos artificiales. Lamentablemente,
la muchedumbre, ebria y delirante, pisoteó a ciento treinta y dos infelices,
que murieron asfixiados.

Se profetizó un reinado siniestro a la austríaca, culpable ya de una catástrofe.

Pompeya, 13 de junio de 1770

El guardián de las ruinas quedó asombrado.

—¿Queréis visitarlas?

—Si es posible —respondió Leopold.

—Es algo peligroso… y vuestro hijo me parece muy joven para interesarse por
las antigüedades.

—Os equivocáis —dijo Wolfgang, ofendido—. Conducidnos, por favor.

—¡Cómo queráis! No es divertido, os lo advierto, y se avanza con dificultad, a


causa de los agujeros. Muchos dan marcha atrás.

—Vayamos —se empecinó Wolfgang.

A la luz de las antorchas, los Mozart exploraron las grutas de la Sibila de


Cuma. Leopold, fatigado, quiso detenerse.

—Yo sigo —decidió su hijo.


—Sé prudente, te aguardo aquí.

La profundidad de los subterráneos asombraba al adolescente. Sentía una


atmósfera sagrada, impregnada del más allá.

Sin duda, la galería llevaba hasta lo invisible, la fuente de todas las cosas.

Sentado ante un bajorrelieve que representaba la iniciación de una mujer en


los misterios de Isis, se hallaba Thamos el egipcio.

Wolfgang notó una intensa sensación de bienestar, como si accediera al


corazón de su reino imaginario.

—¿Has estudiado los documentos que te entregué? —preguntó Thamos.

—¡Los he experimentado incluso! Gracias a la Divina Providencia, las notas se


armonizan mejor y las frases se ensamblan sin contrariarse.

—Que esta proporción viva en tu corazón y en tu mano. De lo contrario, sería


sólo una técnica inerte. Respirando el aire de Italia, alimentándote con su sol,
franquearás una nueva etapa. Pero el objetivo aún está lejos.

—¿Cuál es?

—Contempla esta escena. Tras un largo período probatorio, esta mujer


abandona el mundo profano para explorar el mundo de los Grandes Misterios.
Tú avanzas por ese camino, ¿pero tendrás el valor de explorar lo desconocido
sin vender tu alma?

—Lo tendré.

—Que los dioses te oigan, Wolfgang.

—¿Quién eres tú, que me proteges?

—Hasta pronto.

Thamos desapareció en una galería por la que el guía se negó a meterse, a


pesar del deseo de Wolfgang.

—Es demasiado arriesgado —decretó—. Y vuestro padre debe de


impacientarse.

Roma, 5 de julio de 1770

Los Mozart abandonaron la corte de Nápoles y regresaron a Roma. Una


sinfonía, un Miserere para tres voces, cánones, minuetos, una misa breve[55]
… El balance del estío no disgustaba a Leopold. Fueran cuales fuesen las
circunstancias, su hijo seguía componiendo.
Aquel día soleado, llevando sus más hermosas ropas, padre e hijo aceptaron la
invitación del cardenal Pallavicini a almorzar en el palacio del Quirinal. A la
excelencia de los manjares se añadieron dos sorpresas, que el prelado destiló,
compungido.

—En primer lugar, os entrego un decreto de Su Santidad el papa, en el que


nombra a Wolfgang Mozart «Caballero de la Espuela de Oro».

Leopold creyó haber oído mal.

—Eminencia…

—Se trata de una altísima distinción que corona a un joven talento del que Su
Santidad ha oído hablar muy bien. La Iglesia espera de vuestro hijo
numerosas obras religiosas en su gloria.

—Velaré por ello, eminencia.

—En segundo lugar —prosiguió el cardenal—, seréis recibidos en audiencia


privada, el 8 de julio, por Su Santidad Clemente XIV en el palacio de Santa
Maria Maggiore.

Bolonia, 20 de julio de 1770

La audiencia, muy formal, había fastidiado a Wolfgang. ¡Qué convencidos de


su importancia estaban aquellos religiosos! Representar a Dios y detentar la
verdad absoluta no les proporcipnaba ni una pizca de humor. Vivir a su lado,
en sus asfixiantes palacios, debía de esterilizar hasta al más profundo
creador.

En el camino de Roma a Bolonia, en cambio, el adolescente se había divertido


leyendo un libro en italiano lleno de peripecias, Las mil y una noches . Sin
duda alguna, un regalo de su misterioso protector. Magia y hechizo
alimentarían su imaginación, y allí entrevio una serie de personajes dignos de
figurar en una ópera.

En cuanto llegó a la casa de campo del conde Pallavicini, Wolfgang, con ojos
golosos, recibió el libreto de Mitrídates, rey del Ponto , pues estaba
impaciente por ponerle música. El comienzo de aquel duro trabajo no le
impidió montar en asno, acompañado por uno de los jóvenes de la familia, que
tenía su misma edad.

Tratado a cuerpo de rey, Leopold se tomó por fin el tiempo de curar una fea
herida en su pierna. Y Wolfgang, por su parte, prosiguió el sueño italiano.
27

Praga, agosto de 1770

El renacimiento de una logia de Praga[56] decidida a interrogarse sobre el


sentido de los símbolos devolvía cierta esperanza a Ignaz von Born.

Nacido en 1742, en Transilvania, había sido educado por los jesuítas antes de
sus estudios de filosofía, derecho, ciencias naturales y mineralogía en la
Universidad de Praga. Muy pronto se había interesado por la alquimia, y sus
investigaciones lo habían llevado hacia la francmasonería, donde esperaba
descubrir las claves del conocimiento.

Una relativa decepción, dada la mediocridad de la mayoría de los hermanos y


la debilidad de los rituales. Pero también la confirmación de sus
presentimientos: bajo unas pobres vestiduras, la francmasonería era la forma
contemporánea de la iniciación en los misterios nacida en el antiguo Egipto.
Así pues, era preciso remontarse a la fuente.

Con incansable perseverancia, Ignaz von Born seguía la pista que llevaba al
tesoro olvidado.

Gran lector de los antiguos iniciados, como Plutarco y Apuleyo[57] , tratados


de alquimia y textos herméticos procedentes de Egipto y conocidos en
Occidente ya en el siglo XI, se había interesado por los Jeroglíficos de
Horapollon, traducidos al alemán en el siglo XVI. El autor, cuyo nombre se
componía de Horus y Apolo, dos dioses solares, transmitía una pequeña parte
de la ciencia sagrada y revelaba que los jeroglíficos vehiculaban un
conocimiento esotérico de la mayor importancia. Así, Osiris aparecía como el
alma del universo y la fuente de la sabiduría. Y varias obras aparecidas en el
siglo XVII procuraban a Von Born valiosas informaciones[58] .

Nueva aportación, en 1731: la aparición de la novela del abate Jean


Terrasson[59] , Sethos , «obra en la que se encuentra la descripción de las
iniciaciones en los misterios egipcios».

Pero todo aquello no bastaba. Convencido de que la transmisión oral nunca se


había interrumpido, Von Born se preguntaba si algún día tendría la suerte de
conocer a uno de sus depositarios. ¿No se los designaba con el nombre de
Superiores desconocidos?

Tres certidumbres: en primer lugar, sin la iniciación, el mundo corría hacia el


caos; luego, procedía del antiguo Egipto y permitía acceder al conocimiento;
por fin, la francmasonería podía servir de crisol, de vínculo con el pasado, y
de vía de transmisión para el presente y el porvenir.
De frágil salud, como consecuencia de una grave intoxicación sufrida en el
interior de una mina de Chomnitz, donde ejercía la responsabilidad de
consejero técnico, Ignaz von Born sufría, también, una ciática crónica. Pese a
esa disminución, se imponía un sostenido ritmo de trabajo. El sabio, que
detestaba lo mundano y estaba desprovisto de cualquier aptitud para hacer
carrera, vivía modestamente y distribuía su tiempo entre sus trabajos como
mineralogista y su compromiso masónico.

La mayoría de las logias chismorreaban, la que acababa de despertar en


Praga, ciudad de alquimistas, sería un centro de investigación que acogería a
los hermanos deseosos de vencer aquel sopor y orientarse hacia los misterios
de Isis y Osiris. Juntos, examinarían los símbolos y los ritos para discernir su
sentido profundo.

La reconstrucción del templo comenzaba.


28

Bolonia, 10 de octubre de 1770

Los miembros de la austera Academia filarmónica se habían reunido en sesión


solemne para examinar una candidatura. La severidad de su juicio asustaba a
músicos experimentados, y muchos preferían renunciar antes que sufrir un
humillante rechazo.

Varios académicos se extrañaron, pues, al ver al padre Martini acompañado


por un adolescente de catorce años, a quien les presentó como un futuro
colega. Algunos quedaron escandalizados, otros se rieron por lo bajo.

Encerraron a Wolfgang Mozart en una pequeña estancia y le entregaron un


fragmento de gregoriano que debía transcribir para cuatro voces.

Disponía de tres horas.

Treinta minutos más tarde, el candidato salió de la estancia y, ante la


sorpresa general, presentó su trabajo a la docta asamblea.

Tras examinarlo, la votación fue unánime: recibió un «suficiente»[60] .


Wolfgang se convertía así en miembro de la Academia filarmónica, y el padre
Martini le entregó una especie de certificado: «Mozart me ha parecido muy
versado en todas las cualidades del arte musical. Por lo demás, me ha dado
pruebas de ello, especialmente al clavecín, para el que le he entregado varios
temas que ha desarrollado inmediatamente de modo magistral, según las
normas».

Milán, 20 de octubre de 1770

A fuerza de escribir los recitativos de su ópera, los dedos de Wolfgang


estaban doloridos. ¡Y aún quedaban por componer todas las melodías!

Esta vez, quizá la empresa superara su capacidad. De vez en cuando, su fatiga


rozaba el desaliento. Pero pensando en la suerte que el destino le ofrecía, el
adolescente volvía al trabajo, olvidando distracciones y reposos.

Como Leopold confió a su esposa: «Wolfgang se ocupa ahora de cosas serias


que lo hacen ser muy serio».

A comienzos del mes de noviembre, su hijo se rebeló.

—Producir melodías a medida para cantantes que me imponen tiene, aún, un


pase. Pero no poder intervenir en modo alguno en el libreto es algo que no
soporto. ¡Y esta historia no me gusta!
—Tranquilízate —le recomendó Leopold—. Ésa es la ley del género: por un
lado, un libretista; por el otro, un compositor.

—Una mala ley, ¡la cambiaremos!

—La costumbre es la costumbre, Wolfgang. Adáptate a ese tema.

—Un padre y un hijo enamorados de la misma mujer, el rey que muere en el


ataque de los romanos y perdona a su hijo, prendado de otra mujer, y el
monarca moribundo que concede la mano de la mujer amada a otro hijo… Es
difícil entender semejante embrollo, y más aún interesarse por él. Habría que
podar, cortar, dar envergadura a los personajes principales, distribuir mejor
sus intervenciones y…

—Demasiado tarde, el tiempo apremia. Y debes aprender a acatar las


exigencias del oficio.

Milán, 26 de diciembre de 1770

Finalizada la primera representación de Mitrídates, rey del Ponto [61] , un


espectador gritó: «Viva el Maestrino! ». Y brotaron los aplausos. Entronizado
como signore cavaliere filarmónico , Wolfgang pasó un invierno feliz: veinte
representaciones de su ópera, un concierto en casa del conde Von Firmian y
algunos días de reposo en Turín. Escribió una sinfonía ligera, la primera de
una serie de seis[62] que terminó con una exclamación: «¡Fin, gracias a
Dios!».

Tras aquel agotador período, Wolfgang volvió a pensar en la pregunta que le


había hecho su misterioso amigo. ¿Estaba realmente dispuesto a escribir por
sí mismo, ignorando cualquier influencia exterior?

La dificultad parecía una montaña de inviolable cumbre, pero no renunciaría


a escalarla.

Berlín, 27 de diciembre de 1770

Thamos no asistió a la primera representación de Mitrídates , pues una carta


de Von Gebler le pedía que acudiera a Berlín, donde los acontecimientos
masónicos se precipitaban. El egipcio debía apreciar su importancia y
descubrir los eventuales aspectos positivos para el porvenir del Gran Mago.

Thamos fue recibido por el barón Gottfried Van Swieten, nombrado


embajador ante la corte de Federico el Grande. Ese puesto de primer plano le
permitía buscar las partituras de un músico olvidado, Johann Sebastian Bach,
y participar, con extrema discreción, en la vida masónica.

—¿Qué habéis venido a hacer a Berlín, conde de Tebas?

—A saber lo que ocurre, realmente.


—Hoy nace la Gran Logia masónica de Alemania.

—¿Eso favorecerá, a vuestro entender, el desarrollo del pensamiento


iniciático?

—No creo demasiado en ello. ¿Pensáis intervenir de un modo u otro?

—Todavía no.

Viena, 31 de diciembre de 1770

El tiempo gélido no molestaba a Joseph Anton. Indiferente a la tormenta de


nieve, clasificaba sus fichas cuando Geytrand se presentó para informar.
Enamorado del invierno, también, temía el verano y el calor. Gran comedor,
que nunca se resfriaba, se complacía mucho acosando sin descanso a los
francmasones.

—Una buena noticia y una mala, señor conde.

—Comencemos por la buena.

—La Gran Logia masónica de Alemania acaba de nacer. Esa rígida estructura
facilitará la identificación y el control de los francmasones. Al emperador le
gusta el orden y quiere una organización administrativa bien estructurada,
para controlarla con facilidad. Naturalmente, ha excluido de los puestos
directivos a personajes dudosos o poco apreciados por el poder, como el
barón de Hund y los partidarios más visibles de la Estricta Observancia
templaría. El gran vencedor se llama Zinnendorf, nombrado Diputado Gran
Maestre. Implantará más aún el Rito sueco, practicado ya por varias logias
alemanas.

—¿Le gusta al emperador ese rito?

—No le disgusta. Su sucesor designado, Federico Guillermo II, siente


fascinación por la Rosacruz de Oro. Lo rodea un clan formado por hermanos
pertenecientes a esa orden, y fortalece el luteranismo para combatir el
racionalismo y el cientificismo que caen sobre Europa. Las luchas de
influencia serán duras. Por fortuna, Federico el Grande aguanta en el timón y
no autorizará a nadie a extraviarse por caminos transversales. La disciplina
prusiana no es palabra vana… Si fuera preciso eliminar a los parásitos y los
molestos, el emperador no vacilaría.

—¿Y la mala noticia?

—Ayer se abrió en Viena una nueva logia[63] .

—¿De qué rito?

—Estricta Observancia templaria.


—¿Te parece peligrosa?

—Todos los fundadores están fichados. Buenos cristianos, pertenecen a la


pequeña nobleza y a la burguesía acomodada. Deberían mostrarse
respetuosos de la ley y las autoridades. Además, como varias otras, tal vez
esta logia no dure mucho tiempo.

—Desconfiemos, de todos modos. La restauración de la Orden del Temple


sigue estando de actualidad, y no quiero ver cómo esta locura se propaga por
Austria. Rellena una ficha detallada sobre cada nuevo hermano y sigue
desarrollando nuestra red de informadores.
29

Milán, 31 de enero de 1771

Las fiestas de fin de año ofrecían a los Mozart un agradable momento de


distracción. Naturalmente, sufrían al estar separados de Anna-Maria y de
Nannerl, pero la calidez de sus anfitriones milaneses colmaba, en parte, esa
carencia.

Leopold arrastraba un poco los pies, y no sin razón, antes de ponerse de


nuevo en camino hacia Salzburgo. El pequeño éxito de Mitrídates había
llamado la atención de los melómanos y demostrado a Italia que al joven
salzburgués no le faltaba talento. En toda lógica, la cosa no debía quedar así.

Las previsiones de Leopold resultaron exactas: Milán encargó una nueva


ópera a Wolfgang para la apertura de la temporada 1772-1773.

Llenos de alegría, padre e hijo podían abandonar Italia con la certeza de


regresar muy pronto y seducir a un vasto público.

Venecia, 20 de febrero de 1771

Llegados a la ciudad de los Dux el 10 de febrero, martes de Carnaval, los


Mozart habían decidido tomarse varios días de festejos, recepciones y
conciertos… ¡Para escuchar! No dejaron de plegarse a los desplazamientos en
góndola. Las primeras noches, Wolfgang tuvo la impresión, mientras dormía,
de que su lecho se balanceaba.

Mientras aprovechaba una pequeña góndola para él solo, el adolescente


canturreaba una melodía de su futura ópera.

—Ligera y viva —observó el gondolero, cuya voz reconoció de inmediato


Wolfgang.

—¿Os… os habéis instalado en Venecia?

—Como tú —dijo Thamos—, viajo mucho.

—No he olvidado vuestra pregunta, pero pocas veces tengo un minuto para
mí. Me abruman con encargos y mi padre no me concede demasiado
descanso. Venecia es una excepción.

—No te pido una respuesta rápida. No te dejes engañar por el éxito ni por el
fracaso, y no concedas valor alguno a los rumores de este mundo. Intentar
seducirlo no te llevará a ninguna parte, pues él no va a crearte.

Y ni siquiera has visto aún la luz, Wolfgang.


—¡Sin… sin embargo nací en Salzburgo!

—Se trató de tu nacimiento físico. Naciste luego en la música; más tarde, en


la composición. Luego, moriste para la infancia y, pronto, para la
adolescencia, nacerás a la condición de hombre. Y tal vez todas esas etapas te
lleven al nacimiento del espíritu.

—¿Qué queréis decir?

—Ya llegamos. Tu padre te aguarda en el muelle.

Padua, 12 de marzo de 1771

Tras un gran concierto en Venecia, el 5 de marzo, los Mozart habían


reanudado su camino hacia Salzburgo. La nobleza de la ciudad de los Dux se
había encaprichado de Wolfgang, aun detestando al padre, considerado como
un perpetuo descontento. Acerbo, Leopold no volvería nunca a esa ciudad
húmeda y pretenciosa.

Durante el día pasado en Padua, Wolfgang había dado una serie de pequeños
conciertos y aceptado el encargo de un oratorio de cuaresma. El 17 de marzo,
tras un alto en Verona, Leopold recibió excelentes noticias: por medio de un
contrato, Milán confirmaba su encargo de una nueva ópera, y la corte de
Viena deseaba una obra con ocasión de la boda del archiduque Femando de
Austria con una princesa italiana. Todo iba del mejor modo en el mejor de los
mundos.

Salzburgo, 28 de marzo de 1771

Anna-Maria se arrojó al cuello de su marido, ausente desde hacía quince


meses, y besó con ternura a Wolfgang. Convertida en una mujercita, Nannerl
se mostró más reservada. En el fondo, no había echado demasiado en falta a
su hermano.

Wolfgang recuperó sin especial alegría la morada familiar y su habitación de


adolescente, que le pareció algo estrecha tras sus diversas estancias en
suntuosos palacios.

Aquella misma noche volvió a ver a su amigo Anton Stadler, y le contó su


exploración de Italia.

—Ya eres Caballero de la Espuela de Oro… ¡No es cualquier cosa!

—Mucho me temo que sí —concluyó Wolfgang.

—¡Tan alta condecoración, a tu edad! Todo el principado se prosternará a tus


pies.

—Mucho me temo que no.

—¿Te ha gustado el papa?


—Demasiado envarado. Se diría que los grandes prelados se tragan
diariamente una excesiva dosis de vanidad.

—¡Evita esas críticas en Salzburgo! Podrían causarte algún que otro disgusto.

—Tranquilízate, tú serás mi único confidente.

Sabiendo que no tardaría en ver de nuevo Italia, Wolfgang aprovechó aquel


intermedio salzburgués para componer música de iglesia, que el príncipe-
arzobispo apreció, y también sinfonías alegres, destinadas a sus futuros
conciertos en la península.

Praga, abril de 1771

Tras haber cerrado los trabajos de la logia, Ignaz von Born invitó al hermano
visitante, el conde de Tebas, a descubrir su biblioteca.

Con el rostro alargado, una gran frente, los ojos negros y brillantes y una leve
sonrisa en los labios, el mineralogista de veintinueve años no se parecía a los
demás francmasones que Thamos había conocido. Esta vez percibía una
auténtica profundidad, un fuego interior de rara intensidad y una ardiente
voluntad de vivir los grandes misterios.

—¿Realmente procedéis de Egipto?

—Del monasterio del abad Hermes, el maestro que me lo enseñó todo.

Thamos leyó los títulos de los volúmenes reunidos por su anfitrión.

—Nuestra propia biblioteca contenía ese saber, y mucho más aún. El abad
Hermes había recibido de sus predecesores manuscritos que revelaban la
sabiduría de los iniciados del antiguo Egipto.

Von Born apretó los dedos en las palmas de las manos, para asegurarse de
que no estaba soñando. Nunca habría esperado oír una afirmación tan clara,
coronación de largos años de búsqueda.

—¿Aceptaríais transmitir esos conocimientos secretos?

—Ésa es mi misión. Según el abad Hermes, la tradición iniciática revivirá


aquí, en Europa.

—¿No será la francmasonería su canal?

—Uno de los canales —rectificó Thamos—, a condición de que algunas logias


elijan el camino de la iniciación. Siguiendo el ejemplo de nuestros padres,
habrá que formular, transmitir y revelar sin traicionar. Y está, además, el
Gran Mago. Él sabrá crear una nueva expresión, capaz de engendrar un
horizonte nuevo.
—¿Existe semejante individuo?

—Ahora tiene quince años y se llama Wolfgang Mozart. Pese a una carrera de
niño prodigio, admirado en Viena, en París y en Londres, que podría haberlo
roto, construye poco a poco su verdadera naturaleza. Antes de que sea
plenamente consciente y haga de la Luz la materia fundamental de su obra, el
camino será largo aún. Sin él, sólo conseguiremos resultados mediocres. Por
eso nos consagraremos, vos y yo, al desarrollo de Mozart, que irradiará
mucho más allá de su existencia y de su época.

La gravedad del tono y la magnitud de la predicción impresionaron a Ignaz


von Born.

—¿De qué modo puedo ayudaros?

—Desarrollad vuestra logia de investigaciones en Praga, con la ayuda de los


elementos del Libro de Thot que voy a confiaros. Profundizad en los rituales,
despertad las percepciones de vuestros hermanos, orientadlos hacia el
conocimiento. Antes o después, iréis a Viena y desempeñaréis allí un papel
decisivo. Os corresponde edificar un templo donde el alma del Gran Mago
emprenderá el vuelo. Por mi parte, lo protegeré intentando apartar el máximo
de obstáculos y evitarle trampas mortales. Pero sólo los dioses y él mismo
detentan las llaves de su destino.

Tras la partida de Thamos, Ignaz von Born permaneció largas horas inmóvil
en la oscuridad. ¿Estaría a la altura de sus nuevos deberes?
30

Salzburgo, 24 de junio de 1771

Al escribir dos obras con ocasión de unas ceremonias en honor de la


Virgen[64] , Wolfgang había sentido un verdadero impulso místico, aunque su
música, cercana a la ópera a veces, se alejaba sensiblemente de lo que era
costumbre. Aquel día del San Juan de verano, se ejecutaba su nueva
composición religiosa, un ofertorio para cuatro voces[65] donde se expresaba
un emocionante fervor.

A la salida de la iglesia, Juan Bautista, monje en el convento de Seeon, se


acercó al compositor.

—Somos amigos, mi querido Wolfgang, y quería felicitarte sinceramente. Qué


feliz soy al advertir que sigues siendo un fiel creyente, especialmente
vinculado al culto de María. Algunas malas lenguas te han acusado de tratar
muy a la ligera alguna de tus misas, pero yo no creo ni una palabra de ello. En
cambio, demasiadas óperas y sinfonías podrían desnaturalizar tu inspiración.

—¿Ah, sí…? ¿Y por qué?

—Porque las músicas ligeras alejan de Dios.

—¿No te gusta la ópera?

—¡Wolfgang! ¿Cómo te atreves a hacer semejante pregunta?

—¿Y tú, cómo te atreves a intentar embridarme y restringir mi libertad en


nombre de una creencia?

—Una creencia, una creencia… ¡Pero es la religión, amigo mío, la verdad!

—Regresa a tu convento. Yo compongo un oratorio destinado a Italia.

Ofendido, el monje dio media vuelta.

Wolfgang pensaba ya en el tema trágico al que debía poner música para


Padua; otro libreto del ilustre Metastasio cuya poesía el joven músico
consideraba más bien mediocre. Un juicio que debía mantener en secreto.

A Wolfgang le tocaba magnificar la figura de Judith, victoriosa sobre los


asirios. Encarnación de la mano de Dios, mataba al tirano Holofemes y llevaba
su cabeza a Betulia, liberando así a aquel país oprimido[66] .

Milán, 31 de agosto de 1771


Encantados al emprender su segundo viaje a Italia, Leopold y Wolfgang
habían llegado a Milán el día 21. Puesto que la boda del archiduque Fernando
de Austria estaba prevista para mediados de octubre, Wolfgang debía escalar
de nuevo una escarpada montaña y llevar a cabo un trabajo titánico.

Componía pues, día y noche, en una vasta mansión llena de músicos que
afinaban sus instrumentos, ensayaban, descifraban y canturreaban. A pesar
del mido continuo, Wolfgang conseguía concentrarse, y sólo se topaba con un
obstáculo: la fatiga de sus dedos a fuerza de escribir.

Su única diversión consistía en conversar por signos con el hijo de su


anfitrión, un sordomudo. Los dos adolescentes se entendían a las mil
maravillas, y su comunicativa alegría distendía la atmósfera.

Sin embargo, Leopold seguía inquieto. ¡Quedaba tan poco tiempo para
terminar la ópera! Y cuando Venecia encargó otra, a su vez, se vio obligado a
declinar la oferta.

Su hijo intentó consolarlo.

—Te prometo que estará lista a tiempo.

—Confío en ti, pero están los demás, todos los demás. Y hay tantos
incompetentes, tantos envidiosos… Si el mal la emprende con la cabeza y el
culo de la gente, la cosa se vuelve muy peligrosa.

—Lo venceremos.

Milán, 17 de octubre de 1771

La música de Ascanio in Alba [67] se terminó el 23 de septiembre, los ensayos


comenzaron el 28 y el estreno de aquella «serenata teatral» en dos actos se
produjo el día previsto, el de la boda del archiduque Fernando de Austria con
María Beatrice Ricciardia d’Este, de Módena.

Una vez más, Wolfgang hacía un milagro. A cada nueva hazaña, a Leopold le
asombraba la capacidad creadora de su hijo. ¿Hasta dónde llevaría sus
límites?

El autor del libreto, Giuseppe Parini, había entregado uno de esos textos
enrevesados con los que el músico batallaba con firmeza. La diosa Venus
quería que su hijo, Ascanio, se casara con Silvia. ¿Un matrimonio fácil? No,
pues era preciso ponerlo a prueba. Entonces, Cupido llevaba a Silvia junto a
Ascanio, a quien no conocía, y cuyo nombre no le revelaba.

De inmediato, se enamoraba de él. Desgraciadamente, la joven estaba


prometida a un tal… Ascanio. Fiel a su naciente amor, juraba rechazar a aquel
desconocido. ¡Y he aquí que pasaba la prueba! Ascanio se casaba con Silvia
bajo la protección de Venus.

Los espectadores del teatro Regio ducal de Milán recibieron triunfalmente la


música del maestrino llegado de Alemania. El más entusiasta fue el
archiduque Femando, que aplaudió a rabiar y fue el primero en felicitar al
joven compositor y a su padre.

—¡Señor Mozart, vuestro hijo hará una gran carrera! Voy a escribir una carta
a mi madre, la emperatriz, para que le conceda un puesto permanente en la
corte de Viena.

Ninguna otra declaración podría haber resultado más dulce para el oído de
Leopold.

Milán, 2 de noviembre de 1771

Tras haber terminado una sinfonía en fa mayor[68] , Wolfgang escribió a su


hermana: «Hoy se representa Ruggiero, la ópera de Hasse; pero como papá
no sale, no puedo ir. Afortunadamente me sé de memoria todas las melodías.
Así, en casa, puedo oírlo y verlo todo».

Leopold salía muy poco, pues tascaba el freno aguardando, con creciente
impaciencia, la respuesta de la emperatriz. Gracias a este primer gran éxito y
al apoyo del archiduque, iba a alcanzar el objetivo que se había fijado desde
hacía tanto tiempo: obtener para Wolfgang, en Viena, un puesto estable y bien
remunerado.

Dando vueltas como un oso enjaulado, Leopold acudió varias veces al palacio
del archiduque para saber si había llegado, por fin, la carta de María Teresa.
Al regresar, decepcionado una vez más, encontró a su hijo tocando el
clarinete.

—¿De qué te servirá eso? No lo utilizaremos en Salzburgo.

—Figurará en un divertimento[69] que me ha encargado un aficionado a ese


instrumento.

Dada la suma entregada, Leopold no se rebeló más aún. Y Wolfgang debía


ocupar su espíritu durante tan interminable espera.

Al regalar aquel soberbio clarinete al Gran Mago, Thamos había puesto de


manifiesto su importancia con vistas a futuras obras. ¿Acaso la profundidad
de su canto no expresaba los misterios del alma con calidez y solemnidad? Un
universo lleno de melodías se abría.

Milán, 30 de noviembre de 1771

Leopold estaba de un humor de perros. A pesar de una lluvia gélida, quería


llevar a Wolfgang a casa del archiduque, para mejor defender su causa. Al
cruzar la plaza del Duomo, vieron cómo colgaban a cuatro bandidos. Leopold,
recordando la desventura de París, apretó el paso.

El secretario particular del archiduque consintió en recibirlos.


—Lo siento mucho, señor Mozart, su alteza está ausente.

—¿Ha dejado algún mensaje para mí?

—Ningún mensaje.

El archiduque Femando huía de los Mozart. Puesto que la respuesta de Viena


no llegaba y, tal vez, no llegara nunca, era inútil permanecer por más tiempo
en Milán.

—Regresemos a Salzburgo —decidió Leopold.


31

Milán, 12 de diciembre de 1771

El archiduque Femando de Austria se alegraba por la partida de los Mozart.


Apreciaba mucho el talento del hijo, pero no soportaba el mal carácter ni la
obstinación del padre. Y él no era responsable de que la respuesta de su
madre tardara tanto. La emperatriz tenía otras preocupaciones más
importantes que contratar a un músico.

Finalmente le llegó la decisión de María Teresa. Al leerla, el archiduque


palideció: «Me pedís que tome a vuestro servicio al joven salzburgués. Ignoro
en calidad de qué, pues no creo que necesitéis a un compositor u otra gente
inútil… Eso envilece el servicio, puesto que esa gente recorre el mundo como
desharrapados. Además, Mozart tiene una gran familia».

Era evidente que, mientras la emperatriz viviera, Wolfgang no sería nunca


contratado por la corte de Viena.

Femando llamó a su secretario.

—Comunica a Leopold Mozart que su majestad no recluta ya músicos. Está


satisfecha con su personal y no piensa aumentarlo.

Salzburgo, 16 de diciembre de 1771

El humor de Leopold no mejoraba. Fracasar tan cerca del objetivo… Pues, no


lo dudaba, la decisión de la emperatriz sería negativa, suponiendo que se
tomara el trabajo de responder. Y el vividor de su hijo no se atrevería a
contrariarla, luchando por un pequeño músico salzburgués.

¡Tantos esfuerzos reducidos a nada! A pesar del éxito de Ascanio in Alba , el


balance de aquella segunda estancia italiana resultaba decepcionante. ¿De
qué servían los aplausos del público si no se traducían en una situación
estable?

Quedaba Salzburgo. El buen príncipe-arzobispo ofrecería a Wolfgang algún


empleo asalariado si éste consentía en no abandonar de nuevo la ciudad…

Al cruzar el umbral de su apartamento, Leopold advirtió enseguida la pesadez


de la atmósfera.

Con un pañuelo en la mano y los ojos enrojecidos, Anna-Maria no se lanzó al


cuello de su marido y permaneció encogida en un sillón. A su lado, Nannerl
parecía también abatida.

—¿Qué ocurre?
—Nuestro buen príncipe-arzobispo agoniza; debía celebrar sus cincuenta años
de sacerdocio el 10 de enero próximo, con una gran fiesta. ¡Qué injusto es el
destino! Todo Salzburgo llora.

Leopold corrió a palacio.

Segismundo von Schrattenbach acababa de abandonar este valle de lágrimas


para comparecer ante su creador.

Leopold, afligido, veía cómo el porvenir se ensombrecía. Con su prelado,


amable y conciliador, siempre era posible arreglarse. ¿Qué ocurriría con su
sucesor? Y, además, estaba El sueño de Escipión , preparado por Wolfgang
para el príncipe-arzobispo. Habría que modificar la dedicatoria y, tal vez, la
propia obra, en función de los gustos del nuevo dueño de Salzburgo.

Por los corredores circulaba el nombre del conde Jerónimo Colloredo. Viendo
los alargados rostros y las miradas de perros apaleados, el personal añoraba
ya a Von Schrattenbach.

Viena, 30 de diciembre de 1771

—Se ha creado una nueva logia[70] en Viena —le anunció Geytrand a Joseph
Anton.

—¿Quién es el responsable?

—Barriochi, un mercader en seda.

—¿De qué rito?

—Rosacruz de Oro. Los místicos lanzan una ofensiva sobre Viena, pero sus
posibilidades de éxito son escasas. Muchos francmasones los detestan, y el
reclutamiento no será fácil.

—¿Disponemos de buenos informadores?

—Todavía no, pero eso no puede tardar. Forzosamente, habrá algunos


decepcionados con la lengua larga.

—Haz que vigilen permanentemente el local. Quiero el nombre de todos los


hermanos que participen en los trabajos de esa logia.

Salzburgo, enero de 1772

Fuera, nevaba. En casa de los Mozart había tristeza. Wolfgang, enfermo, no


componía ya desde que había terminado una pequeña sinfonía en la mayor[71]
. Debido a la fiebre, ni siquiera Anton Stadler estaba ya autorizado a ver a su
amigo.

Leopold sabía que la corte de Viena seguía cerrada para Wolfgang. Y la


situación en Salzburgo le preocupaba en el más alto grado. ¿Le concedería
Colloredo un ascenso por antigüedad o lo despediría? ¿Qué suerte le
reservaría a Wolfgang? ¿Permitiría el nuevo príncipe-arzobispo viajar a sus
músicos?

Para obtener respuestas, había que aguardar a la elección, fijada para el 14


de marzo. Los salzburgueses no querían demasiado al conde Jerónimo
Colloredo, pues su familia estaba vinculada a los Habsburgo. Bajo su reinado,
el principado corría el riesgo de perder gran parte de su autonomía, y
dependería más de Viena. Tal vez fuera un defecto insuperable. Y en ese caso,
¿quién tomaría el poder?

Poco después de su decimosexto aniversario, la salud de Wolfgang mejoró.


Compuso una pequeña sonata a cuatro manos[72] y la tocó con Nannerl, luego
unas sonatas de iglesia, unos divertimenti para cuarteto de cuerda[73] y unas
sinfonías que se ejecutarían en Milán, en un próximo viaje.

Bajo la égida de Leopold, muy atento al clasicismo absoluto y al buen gusto de


las melodías, el adolescente trabajó en El sueño de Escipión , el regalo que los
Mozart ofrecerían al nuevo príncipe-arzobispo.

Salzburgo, 14 de marzo de 1772

—¿Se ha tomado ya una decisión? —preguntó Leopold a uno de sus colegas.

—Todavía no. Llevan cinco días de escrutinio ya, y continúan. Hay que
reconocer que el conde Colloredo no tiene unanimidad: altivo, despectivo,
autoritario, seguro de sí mismo, sometido a los Habsburgo… ¡Bastante para
que la totalidad de los salzburgueses lo detesten! Desgraciadamente, ha
eliminado a sus competidores y nadie osa oponerse a él. Además, proclama su
pleno acuerdo con los proyectos de reforma de José II, entre ellos, severas
medidas de economía. ¡A nosotros, los músicos, nos concierne directamente!

Unos ardores desgarraron el estómago de Leopold. Se vio en la calle,


obligado a abandonar su apartamento y a luchar contra la miseria. De pronto,
un tumulto. Se apretujaban en la puerta de la sala del consejo, que por fin
acababa de abrirse.

Convencido de su importancia, el portavoz aguardó el completo silencio antes


de revelar el resultado de la votación.

—Tras varios escrutinios, Jerónimo Franz de Paula, conde de Colloredo, ha


sido elegido príncipe-arzobispo de Salzburgo.
32

Salzburgo, 18 de marzo de 1772

Anna-Maria volvió a leer la primera página del Salzburger Intelligenzblatt, el


diario oficial que relataba, todos los miércoles, los principales
acontecimientos de la corte. Estaba consagrada a la difícil elección de
Colloredo, cuya entronización se celebraría a finales del mes de abril.

—¿Nos será favorable el nuevo príncipe-arzobispo? —se preocupó.

—Es admirador de ese odioso perro de Voltaire y del imbécil de Rousseau…


Podemos temer cualquier cosa.

—¿Qué será de nosotros si pierdes tu empleo?

—Roguemos al Señor que nos proteja.

Desde antes de su toma del poder, Colloredo procedió a la reorganización de


los distintos servicios de su corte, especialmente de su cuerpo de músicos.

Y Leopold fue invitado a palacio para darle a conocer su destino. Dada su


notoriedad local, el éxito de su método de aprendizaje del violín y sus
excelentes hojas de servicio, merecía el puesto de maestro de capilla. Según
algunos rumores, sus partidarios habrían conseguido convencer a Colloredo
para que se lo concedieran.

Todos los músicos de la corte estaban reunidos en la sala de conciertos de


palacio. Nerviosos, aguardaron más de una hora la aparición del portavoz del
príncipe-arzobispo.

—Su eminencia nombra maestro de capilla al italiano Fischietti, un artista de


excelente estilo. Leopold Mozart es confirmado en sus funciones de
vicemaestro de capilla. Por razones de economía, la Ópera quedará cerrada y
la duración de las misas se reducirá a la mitad. Sin embargo, la calidad de la
producción musical tendrá que mantenerse. El príncipe-arzobispo espera de
vosotros rigor y abnegación. Señores, manos a la obra.

Salzburgo, 29 de abril de 1772

Decepcionado al no haber obtenido un ascenso pero tranquilizado al


conservar su puesto, Leopold se conformaba. Salzburgo, al menos, seguía
siendo un sólido punto de anclaje al que también Wolfgang acabaría
agarrándose.

De acuerdo con las instrucciones de su padre, había compuesto unas


letanías[74] muy convencionales, que exigían muchas correcciones antes de
ser presentadas al príncipe-arzobispo. La primera obra del hijo de Leopold
que Colloredo había escuchado no había suscitado reacción negativa ni
tampoco especial interés. El dueño de Salzburgo, aficionado al estilo italiano,
pensaba remodelar el gusto de su capilla y obtener una total obediencia.

Desde comienzos del mes de abril, varias academias[75] permitían a los


notables escuchar a Johann Christian Bach, a Sammartini y a otros
compositores ligeros y mundanos de las cinco de la tarde a las once de la
noche.

Y aquel 29 de abril, fecha de su entronización, era su día de gloria. Jerónimo


Colloredo accedía al poder y rectificaría los errores de sus predecesores,
demasiado laxistas, con mucho. Pese a su voluntad de controlar los gastos,
ofreció una suntuosa ceremonia en la que apareció vestido de gala. El sueño
de Escipión [76] , serenata dramática en un acto y doce números, del joven
Mozart con libreto de Metastasio, no le interesó en absoluto. De modo que la
obrilla no sería nunca representada, aunque el relato fuese digno de interés.

Escipión veía en sueños a dos diosas, Constancia y Fortuna, que le exigían


que escogiera a una de ambas para protegerlo. Deseoso de pensarlo bien, se
hacía llevar al cielo, entre sus antepasados. Y la elección se imponía: al
regresar a la tierra, pediría a la más hermosa de las diosas, Constancia, que
velara por él, olvidando el furor de Fortuna.

Leopold se guardó mucho de formular la menor protesta contra la decisión de


su augusto patrón. Por lo que a Wolfgang se refiere, al igual que Escipión,
superó la mala fortuna para seguir viviendo la constancia de su inspiración.
En mayo y junio nacieron tres sinfonías[77] , un brillante Regina coelis [78] ,
cuyo estilo se parecía a la ópera, y un divertimento[79] nutrido por nuevas
combinaciones instrumentales que no escandalizaron al príncipe-arzobispo.

El adolescente pensaba a menudo en sus encuentros, demasiado breves, con


el enviado del más allá. Cada una de sus palabras contaba más que
centenares de horas de sermón, pero no conseguía aún prolongarlas en
música.

Jamás renunciaría.

Kohlo, 4 de junio de 1772

Fue en Kohlo, cerca de Pfoerdten, donde se celebró un convento decisivo para


el porvenir de la Estricta Observancia templaria. El barón Charles de Hund
habría evitado la prueba de buena gana, pero los altos dignatarios de la orden
exigían esa reunión para aclarar varios puntos oscuros.

La escisión emanaba de un aristócrata aficionado a las ciencias secretas, el


duque Femando de Brunswick, vencedor en la batalla de Minden[80] .

Una grave crisis amenazaba con estallar y destruir el edificio.


Entre dos sesiones de discusiones muy animadas, Charles de Hund y
Femando de Brunswick pasearon por el gran parque, a la sombra de los
robles.

—Dadas las dificultades financieras persistentes —indicó el duque Femando


—, nos vemos obligados a aumentar las cotizaciones de las logias y las de los
hermanos. Su principal motivo de descontento se refiere al origen de vuestra
autoridad masónica. Debe admitirse, mi querido hermano, que os designasteis
a vos mismo como jefe de la orden. Dada su expansión, es conveniente
proceder a una elección como es debido.

—¡Sólo yo he hablado con un Superior desconocido, llegado de Egipto!

—Ese argumento no os favorece, ¡al contrario! Nuestros Caballeros ya no


quieren ser dirigidos por misteriosos personajes que nadie puede ver.
Prefieren una personalidad pública, de buena reputación, cuya fama recaiga
sobre la de la orden.

—¿Vos mismo, supongo?

—Estoy dispuesto a sacrificarme sin límites para asegurar el desarrollo y la


fortuna de la Estricta Observancia templaria —afirmó el duque de Brunswick.

Hund se aclaró la garganta. Aquel arrogante guerrero quería robarle a su


hijo, la orden que él había concebido, creado y desarrollado.
33

Viena, julio de 1772

La Estricta Observancia templaria toma un nuevo impulso —anunció Geytrand


a su superior—. Los Caballeros acaban de llevar al poder al duque Femando
de Brunswick, un personaje ilustre de reputación intachable.

—¿Con el acuerdo del barón de Hund? —se extrañó Joseph Anton.

—Sentado en el banquillo de los acusados, tragó quina para conservar su


título de Gran Maestre provincial. Hund está acabado, ya nadie lo escuchará.

—¡A menos que se rebele y trame un complot contra el duque!

—Eso sería demasiado.

Anton admitió que un aristócrata de semejante dimensión daba a la Estricta


Observancia un inesperado asentamiento.

—Brunswick obtuvo lo que quería —prosiguió Geytrand—, ¿pero sabrá utilizar


el instrumento que ha hurtado a su querido hermano? Según mis
informadores, los templarios tienen opiniones encontradas sobre la andadura
que deben seguir. La rama clerical aboga por las ciencias ocultas y la mística,
y la rama caballeresca desea hacer fortuna y restaurar el poder temporal de
la Orden del Temple. ¡Qué locura!

—Desconfiemos, de todos modos —preconizó Joseph Anton—. Hund era sólo


un soñador, Brunswick es un hombre de acción. Habrá que vigilar muy de
cerca el desarrollo de la Estricta Observancia en Austria, e intervenir si es
necesario.

Geytrand disfrutaba de antemano.

Salzburgo, 15 de agosto de 1772

Tras haber terminado tres pequeñas sinfonías[81] , Wolfgang jugaba a bolos


con su amigo Anton Stadler.

Wolfgang, rápido y preciso, ganó claramente la partida.

—¡Estás en buena forma! Pero sin duda no eres consciente del grave
acontecimiento que se produjo sin que lo supiéramos.

—Me intrigas… ¿De qué se trata?

—¿Realmente quieres saberlo?


—¡No me pongas nervioso!

Anton Stadler adoptó un aire solemne.

—Tengo diecinueve años, y tú dieciséis. Ya no somos unos niños, sino unos


jóvenes. Es conveniente, pues, que no nos comportemos como muchachitos,
sobre todo ante…

El discurso de Stadler se vio interrumpido por la irrupción de Leopold.

—¡Excelente noticia! —gritó—. El príncipe-arzobispo nombra a Wolfgang


maestro de conciertos de la capilla de la corte con unos honorarios de ciento
cincuenta florines.

El título era tan modesto como el salario, sin embargo, festejaron aquel
primer empleo remunerado alrededor de una de las suculentas comidas cuyo
secreto tenía la cocinera de los Mozart.

Wolfgang recibió un extraño regalo, tres pequeños poemas titulados La


generosa resignación, Secreto amor y La felicidad de los humildes , a los que
puso música enseguida[82] , mientras reflexionaba acerca del mensaje que así
le transmitía su misterioso protector.

Aceptar su destino, resignarse sin endurecerse, no sentir rencor ni envidia,


seguir mostrándose generoso fueran cuales fuesen las circunstancias:
semejante regla de vida implicaba un desprendimiento y una liberación de sí
mismo de los que el joven no se consideraba capaz todavía. Mantener secreto
su amor por la verdad y lo absoluto, comprender que ese amor era el
verdadero secreto, intentar vivirlo como la principal fuerza de creación: todos
los días, Wolfgang progresaba en esa dirección, sin estar seguro de alcanzar
su objetivo. La felicidad que ofrecía la humildad, el verdadero orgullo que
consistía en ser consciente de su autenticidad… Trabajo perpetuo, jalonado
por múltiples fracasos.

En tan pocas palabras, Thamos acababa de abrirle al Gran Mago las puertas
de su vida de hombre.

Alto Sedlitsch, septiembre de 1772

Dada su precaria salud, Ignaz von Born ya no podía bajar a las minas, de
modo que había dimitido para instalarse en una pequeña localidad de
Bohemia con el fin de redactar un catálogo razonado de su excepcional
colección de fósiles. En el interior de su modesta morada se había dispuesto
un minúsculo laboratorio de alquimia, donde proseguía pacientemente sus
experimentos, a partir de los textos que Thamos le había entregado.

Reconocido como científico de alto nivel, Von Born se había convertido en


miembro de las academias de Siena, Padua y Estocolmo. Estas distinciones no
le suponían ventaja material alguna y, privado de remuneraciones regulares,
debía pensar en la venta de su colección.
Fue un especialista inglés, perteneciente a la Royal Society, quien primero se
puso en contacto con él. Von Born, obligado a separarse de su tesoro,
recuperaba, por algún tiempo al menos, una indispensable independencia
financiera. Asumiría así sus gastos de viaje y alimentaría la llama de su logia
de Praga, sin desdeñar la búsqueda de otros hermanos deseosos de vivir una
verdadera iniciación.

Salzburgo, 24 de octubre de 1772

—En marcha, Wolfgang. El coche nos aguarda.

El adolescente se hacía el remolón.

—¿No tienes ganas de volver a ver Italia?

—¡Sabes perfectamente que sí!

—Pues nadie lo diría. Vamos, apresúrate.

Algunos días antes, Leopold había salido aliviado del palacio de Colloredo. El
príncipe-arzobispo autorizaba a sus dos empleados a abandonar Salzburgo
para una breve estancia en Milán, con el fin de cumplir un encargo de ópera.
Puesto que se trataba de Italia, el joven Mozart aprendería allí el mejor de los
estilos musicales con el que, luego, alegraría la corte de Salzburgo.

En cuanto las ruedas empezaron a girar, Wolfgang, triste y encerrado en sí


mismo, pensó en el emisario del otro mundo y en sus recomendaciones.
Empezó pues a componer un cuarteto en re mayor[83] , que terminó el 28 de
octubre en la parada de Botzen.

«Otro cuarteto —refunfuñó Leopold—. Esperemos que éste guste a los


milaneses». Una preocupación secundaria comparada con el encargo del
teatro Regio ducal, que aguardaba una proeza del joven compositor alemán.

Por fortuna, Wolfgang ya había terminado los recitativos de Lucio Sila [84]
sobre un libreto de Giovanni de Gamerra[85] , poeta en la corte de Viena.
Quedaban las arias y los conjuntos, ¡es decir, un trabajo enorme!

La historia impresionaba a Wolfgang por la omnipresencia de la muerte. Sila,


tirano odiado y cruel, quería casarse con la hermosa Giunia, que estaba
enamorada de Cecilio, un senador proscrito. A pesar del peligro, ella lo
rechazaba. Un solo amor habitaba en su corazón.

Entonces, el tirano decidía suprimir a su rival. Cecilio regresaba en secreto a


Roma y se ponía a la cabeza de una conspiración acompañado por su amada.
Ambos matarían a Sila y liberarían al pueblo de la tiranía.

Pero la conspiración fracasaba. Sila anunciaba su próxima boda con Giunia,


desesperada hasta el punto de gritar que aquel monstruo proyectaba asesinar
a Cecilio. La grandeza de alma y la constancia de la joven conmovían a Sila,
que acababa cambiando radicalmente de actitud, perdonaba a sus enemigos y
renunciaba a reinar.

Condenados a muerte, antaño, a causa de su fidelidad, Giunia y Cecilio veían


cómo se los perdonaba in extremis y vivían una perfecta felicidad.

Al llegar a Milán, una mala noticia cayó sobre Wolfgang: los recitativos habían
sido modificados sin que le pidieran su opinión. El trabajo realizado en
Salzburgo no servía, pues, de nada. Tenía que componer una ópera entera
antes del 26 de diciembre.
34

Milán, 26 de diciembre de 1772

Wolfgang estaba agotado, hasta el punto de no saber ya lo que escribía. Una


vez transcritas en la partitura las últimas notas de Lucio Sila el 18 de
diciembre, los ensayos habían empezado al día siguiente. Y en aquella gélida
velada del 26, se estrenaba.

El músico apreciaba ciertas partes del libreto, como la última aria de la


heroína, Giunia, compuesta en la trágica tonalidad de do menor. Expresaba el
dolor ante la injusticia, la pasión de vivir con la angustia de la muerte, la
profundidad de una alma más apegada a su ideal que a la propia existencia.

Los momentos fuertes de la obra contrastaban con los pasajes del texto
demasiado débiles para interesar al creador, que había utilizado las voces
como verdaderos instrumentos. Consciente de explotar sólo una ínfima parte
de sus posibilidades, se prometió llevar más lejos su exploración.

—¿No es notable la música de mi hijo? —le preguntó Leopold al director del


teatro.

—Tiene hermosos fragmentos de bravura, una ornamentación florida, una


innegable riqueza orquestal… Pero os confieso, señor Mozart, que los
cantantes, el público y yo mismo estamos algo desconcertados. Vuestro hijo
se ha mostrado trágico en exceso. Ante todo, una ópera debe complacer y
distraer.

La segunda representación de Lucio Sila rozó el desastre: hubo múltiples


incidentes en la puesta en escena, los cantantes o eran mediocres o estaban
angustiados, y todo ello terminó con que la concurrencia acabó hastiada de
aguardar en exceso el comienzo de la representación.

Mientras Leopold hablaba en sus cartas a Salzburgo de un enorme éxito,


Wolfgang sufría un cruel fracaso. Su primera ópera no permanecería en el
repertorio del teatro Regio ducal de Milán, y se hundiría muy pronto en el
olvido.

El joven compuso un lacerante adagio en mi menor para cuarteto de cuerda,


su forma preferida de meditación y profundización.

De pronto, su pluma quedó suspendida en el aire. Alguien acababa de entrar


en su habitación.

—¿Quién está ahí?

Wolfgang se levantó.
Nadie.

Atento, sintió su presencia. Su amigo del otro mundo le murmuraba al oído:


«Sigue así, olvida la crítica, constrúyete a ti mismo».

Milán, 17 de enero de 1773

Leopold se preguntaba si el estreno de un motete de Wolfgang, en la iglesia


de los Teatinos[86] , sería apreciado.

Agradables, sin embargo, sus tres últimos cuartetos[87] comportaban


demasiados movimientos lentos y tonalidades sombrías. ¡No eran como para
seducir a un vasto auditorio!

La víspera, Leopold había escrito una tranquilizadora carta a su esposa.


Temiendo la intervención de la censura austríaca, que abría la mayoría de las
divisas, utilizaba un lenguaje cifrado.

De hecho, todo iba mal. Milán se convertía en un callejón sin salida, su corte
no se interesaba por Wolfgang, y el estilo de Lucio Sila no incitaba al teatro a
encargarle una nueva obra.

¿Se mostraría la Toscana más acogedora, y darían sus frutos las gestiones de
Leopold?

Escrito para el castrado Rauzzini, «primo que no era uomo », el motete


Exsultate, Jubilate [88] transportó al auditorio a un clima de alegría en pleno
corazón del gozoso cielo de los ángeles. Leopold olvidó sus preocupaciones y
se sintió rejuvenecido. ¿Tendría su hijo el don de apaciguar las almas?

Milán, 27 de febrero de 1773

Mientras Wolfgang componía nuevos cuartetos aceptables[89] , llegó la mala


noticia.

No quedaba esperanza alguna del lado de Florencia y de la Toscana. Esta vez,


era inútil engañarse. En Italia, Wolfgang ya no era nadie. Otros compositores
de moda ocupaban el proscenio.

—Hijo mío, hay que regresar a Salzburgo. Aquí, el horizonte se cierra.

—Concédeme dos o tres días.

—¿Por qué motivo?

—El encargo de un aristócrata que desea un divertimento[90] para ser tocado


al aire libre.

—¿Está bien pagado?


—Sobre todo es una hermosa ocasión para innovar. Voy a escribir para una
orquesta formada sólo por instrumentos de viento. Apasionante, ¿no es
cierto?

—Si te divierte… ¡Pero hazlo pronto!

Al ejecutar el encargo del conde de Tebas, Wolfgang formuló con alegría su


adiós a Italia.

Salzburgo, 13 de marzo de 1773

Leopold, feliz al encontrarse con su mujer, su hija y una existencia tranquila,


sentía sin embargo una profunda amargura. ¡Tantos viajes, tantos esfuerzos,
tanto trabajo para regresar al punto de partida!

Su hijo no carecía de talento, pero los pocos éxitos obtenidos, aquí y allá, no
bastaban para imponerlo como un gran compositor al que una corte habría
atribuido un puesto fijo y bien remunerado. Ni Munich, ni Londres, ni París, ni
Viena habían contratado a Wolfgang. Quedaba Salzburgo, ¡siempre
Salzburgo! ¿Por qué no, a fin de cuentas?

Sin reconocerse definitivamente vencido, Leopold comenzaba a pensar que el


destino no se forzaba. ¿Acaso lo esencial no consistía en ganarse la vida, en
comportarse como un hombre honesto y en llevar una vida adecuada ante los
ojos de Dios?

El sueño de gloria se disipaba. Wolfgang había respirado, varias veces, su


perfume. Hoy, a los diecisiete años, se estaba haciendo un hombre y debía
adquirir el sentido de la responsabilidad siguiendo las huellas de su padre.
¿Qué había de deshonroso en servir a un príncipe-arzobispo, a una nobleza
ilustrada y a burgueses que amaban la música hermosa?

A Leopold le preocupaban los accesos de gravedad de su hijo, que se dejaban


entrever en sus últimas composiciones. Una crisis de adolescencia muy
comprensible, destinada a desaparecer en el seno de una familia equilibrada.

—¿Cómo se porta Colloredo? —le preguntó Leopold a su esposa.

—¡Cómo un verdadero tirano! Lo controla todo, exige que sus órdenes sean
ejecutadas sin demora, y no soporta la menor insubordinación. Nuestro nuevo
príncipe-arzobispo es cada vez más impopular, pero somos sus súbditos.
Todos añoran a su predecesor, tan humano y caritativo.

Leopold había tenido una razón para regresar a Salzburgo. Aquel Colloredo
era capaz de despedir a su vicemaestro de capilla si, pese a su antigüedad, no
le daba plena y entera satisfacción. Por lo que a Wolfgang se refiere, el
músico evitaría cualquier manifestación de mal humor y satisfaría los deseos
de su augusto patrón.
35

Salzburgo, finales de marzo de 1773

Te toca jugar a ti —dijo Antón Stadler, tenso.

Si Wolfgang fallaba aquel golpe, perdía la partida e invitaba a cenar a su


amigo.

El joven apuntó al blanco de los dardos, que representaba a una joven


ofreciendo un cayado de peregrino a un viajero que llevaba un sombrero en la
mano. La habilidad suprema consistía en clavar el dardo en el sombrero.

Wolfgang entornó los ojos y lanzó.

—¡Has ganado otra vez! —deploró Stadler—. ¿Cuál es tu secreto?

—Concibo una melodía y mi brazo se relaja.

—Lo probaré.

El intento terminó en un severo fracaso, porque el dardo de Stadler falló el


sombrero y se clavó en la pierna de la muchacha.

—Te estás volviendo peligroso —observó Wolfgang—. Vuelve a tu clarinete y


sigue perfeccionándote. Luego, de todos modos, cenaremos juntos.

El compositor advirtió que faltaba papel pautado, por lo que se cubrió con un
grueso manto y corrió a casa del mercader.

Frente a la puerta de la tienda, estaba Thamos.

—¿Vivís cerca de aquí?

—Viajo mucho.

—¿Me diréis algún día vuestro nombre?

—Ese día se acerca ya. Entretanto, deberías cambiar el formato del papel y
elegir uno más pequeño, de forma oblonga. Tu pluma correrá mejor y tu
primera obra, gracias a este nuevo material, te regalará un nuevo paisaje.

El emisario del otro mundo no se equivocaba.

Un canto impetuoso y sombrío, de trágicas resonancias, abrió su nueva


sinfonía. La tensión fue relajándose a medida que la obra se desarrollaba,
pero su impulso inicial marcó profundamente al músico, capaz de expresar
con precisión un pensamiento muy distinto del gracioso italianismo de sus
divertimenti , sonatas y demás sinfonías compuestas para la corte y la buena
sociedad salzburguesas[91] .

Thamos despertaba en él un nuevo ser musical que aprendía a alimentar y a


hacer que creciera.

París, 7 de abril de 1773

«¡Por fin cierto orden en el revoltijo masónico francés!», pensó Philippe,


duque de Chartres, nombrado Gran Maestre de una nueva estructura, el Gran
Oriente de Francia, destinado a reinar sobre la totalidad de las logias.

Se daba prioridad a la jerarquía administrativa, muy poco preocupada por la


iniciación y el simbolismo. En el país de Descartes y de Voltaire, era preciso
que todo quedara definido, enmarcado y controlado. En adelante, la
francmasonería francesa tendría una voz oficial, respetuosa con el poder
establecido y los valores que imponía a la sociedad.

Bajo el discurso oficial se ocultaban otros propósitos, confinados en el


corazón de las logias y minoritarios aún. Inspirándose en los enciclopedistas,
en Rousseau, en Voltaire y en otros pensadores menos célebres, algunos
hermanos hablaban de la necesaria libertad del individuo, de la fraternidad
entre todos los humanos y, sobre todo, de la igualdad que acabaría con los
privilegios de la nobleza y el clero. Excluyendo religiosidad y misticismo, los
racionalistas iban imponiéndose poco a poco.

Una de las primeras medidas de la administración del Gran Oriente consistió


en suprimir la elección vitalicia del Venerable, el Maestro de la Logia, para
hacerla anual. Los hermanos practicarían en sus templos una democracia que
no existía en el exterior. ¿No iban a convertirse así en uno de los elementos
de una indispensable revolución?

Salzburgo, junio de 1773

El príncipe-arzobispo Jerónimo Colloredo había apreciado, algunas semanas


antes, el bonito concertone para dos violines, oboe y violoncelo[92] de
Wolfgang Mozart, una de esas producciones galantes, pronto olvidadas, que
encantaban al prelado.

Hoy la prueba era más difícil. Muy atento, Colloredo quería comprobar
personalmente que sus consignas se seguían al pie de la letra. Un músico no
debía olvidar que formaba parte de la servidumbre.

El príncipe-arzobispo aguzó el oído, y oyó timbales y trompetas, de acuerdo


con sus exigencias.

Perfecto. Luego miró su reloj varias veces. La misa solemne de la Trinidad[93]


, en el alegre tono de do mayor, no superaba los cuarenta y cinco minutos
impuestos ahora a ese tipo de obras. Dicho imperativo reducía la actividad de
los músicos salzburgueses, y sus ganancias. Siguiendo el ejemplo del
emperador José II, Colloredo se preocupaba por la economía y el rigor
presupuestario. Música agradable, sí; gastos inútiles, no. En tres cuartos de
hora se decía una buena misa.

Ratisbona, junio de 1773

Joseph Antón paseaba por un salón sobrecargado de dorados. Por primera


vez, trataba de impedir de modo autoritario el florecimiento de la
francmasonería, solicitando a la Cámara de Imperio de Ratisbona que
adoptara un decreto que prohibiese las reuniones masónicas, consideradas
peligrosas y contrarias a las leyes en vigor.

A pesar de la delgadez de su expediente, esperaba que los magistrados,


conscientes del peligro, lo acabaran haciendo. Luego, la tarea de Anton se
vería facilitada. A la prohibición le sucederían la disolución de las logias y el
encarcelamiento de los recalcitrantes. La emperatriz María Teresa estaría
orgullosa de él.

El presidente de la Cámara de Imperio lo recibió con frialdad.

—Sentaos, señor conde.

El alto dignatario tomó asiento ante su huésped.

—La Cámara y el Senado de Ratisbona han sido consultados. Su respuesta es


negativa.

—¿Negativa? ¿Queréis decir que…?

—Ratisbona autoriza a los francmasones a reunirse. Sus «tenidas», de


acuerdo con su terminología, no amenazan la seguridad, ni a las autoridades,
ni las buenas costumbres.

—Señor presidente, cometéis un lamentable error.

—¿Acaso discutís nuestra decisión soberana?

—¡No, claro que no! ¿No habrán intentado influir los francmasones en varios
notables?

—Se han movilizado, en efecto. Y varios notables son, por otra parte,
francmasones. ¿No es ésa la mejor de las garantías? Ninguno de ellos desea
perder su puesto y sus ventajas. Os preocupáis demasiado, mi querido conde.
Lejos de ser perjudicial, la francmasonería contribuye a la estabilidad de
nuestra sociedad. Los hermanos beben, comen, cantan, escuchan música,
intercambian confidencias, se entregan a ciertos paripés rituales, se ponen
vestiduras más o menos exóticas y, a veces, se entregan a ensoñaciones
místicas. Un exutorio excelente, a imagen de los clubes ingleses donde sólo
entran los gentlemen .

—¿El proyecto de restauración de la Orden del Temple y los experimentos


alquímicos de la Rosacruz de Oro no os inquietan?

—Niñerías, querido conde, risibles niñerías. No sigáis perdiendo el tiempo y


dejad en paz a los francmasones. Creedme, no derribarán trono alguno.

Joseph Anton se despidió.

Aquella victoria de la francmasonería demostraba la extensión de su


influencia, el pulpo había desplegado sus tentáculos más de lo que él había
supuesto.

La guerra se anunciaba, pues, larga y dura. Si las vías oficiales le estaban


prohibidas, debía aumentar su prudencia y su discreción antes de dar el
golpe. Tendría que llevar a cabo todas las investigaciones posibles, alimentar
sus expedientes e intervenir en la sombra.
36

Viena, 1 de julio de 1773

Leopold había decidido llevar a su hijo a Viena y pasar allí el verano a causa
de dos buenas noticias. Primero, la ausencia de Colloredo durante aquel
período; el gato se había marchado y los ratones podían bailar. Luego, la
grave enfermedad de un músico de la corte. Su próximo fin dejaba libre un
puesto que le sentaría como un guante a Wolfgang. Pero era preciso residir
en Viena cuando se produjera el fallecimiento, y obtener una audiencia.

Wolfgang estaba encantado de abandonar Salzburgo y escapar de la


asfixiante atmósfera del principado. Él, que tanto había viajado ya,
comenzaba a sentirse incómodo en su librea de doméstico.

Aquí, respiraba mejor.

Viena, 19 de julio de 1773

—¡Wolfgang, qué contento estoy de volver a veros!

—También yo, doctor Mesmer.

—¿Y vuestra salud?

—Algo fatigado, pero…

—Haremos que desaparezca. ¿Aceptáis que os magnetice?

Franz-Anton Mesmer posó sus anchas manos en la nuca de Wolfgang.

De inmediato, un suave calor se difundió por todo el cuerpo del paciente. Sus
tensiones desaparecieron, se sintió maravillosamente bien.

—¡Prodigioso, doctor!

—El magnetismo debería ser la primera de las terapias. Suprime los males de
raíz e impide el desarrollo de la mayoría de los trastornos. Restablecer la
armonía y la circulación de la energía en un organismo perturbado; ésa es mi
primera preocupación. Por desgracia, la mayoría de los médicos aguardan la
aparición de los síntomas y razonan en función de ellos. A menudo, es
demasiado tarde para curar al enfermo.

—¿Os escuchan vuestros colegas?

—Muy poco. Viena me considera una especie de mago, y las autoridades


médicas se niegan a examinar el resultado de mis investigaciones. Ni siquiera
recogen el testimonio de los pacientes a los que curo. A los científicos a
menudo les falta curiosidad, y ceden al conformismo, sobre todo cuando está
en juego su carrera. Cuando se manifiesta un espíritu libre e independiente
que sacude las doctrinas, aunque sólo sea un poco, las fuerzas oscuras se
ponen de acuerdo para eliminarlo. Pero no caigamos en el pesimismo, mi
querido Wolfgang. ¿Y si me hablarais un poco de vuestras aventuras?

—Terminan en Salzburgo, al servicio del príncipe-arzobispo.

—Desconfiad de ese tiranuelo, sólo se quiere a sí mismo y al poder. Si no se lo


obedece al pie de la letra, se vuelve feroz.

—Hasta ahora, mi padre y yo nos las arreglamos.

—Voy a haceros escuchar una curiosidad, mi última fantasía musical.

En su maravilloso jardín vienés, en una suave velada de estío, Mesmer tocó


un nuevo instrumento, una armónica de vidrio. Atento a cualquier nueva
técnica, a Wolfgang no le gustaron demasiado las agrias sonoridades, pero
aceptó el frágil objeto que le ofreció el terapeuta.

—Tal vez compongáis para esta armónica, cuyas posibilidades sabréis


explotar… ¿Cuánto tiempo residiréis en Viena?

—Sin duda, hasta el final del verano. Mi padre sigue esperando obtenerme un
puesto en la corte.

—¡Os correspondería de pleno derecho!

—Viena me ha olvidado, doctor. Y ni siquiera estoy seguro de ser recibido por


la emperatriz. ¡Hoy es imposible sentarse en su regazo y solicitar su afecto! Y
nunca me casaré con la princesa María Antonieta.

—Obtendréis esa audiencia. Me quedan algunos amigos bien situados. El


puesto, en cambio, depende de su majestad.

—Que decida el destino. Esta incertidumbre no me impide trabajar.

—Mi casa y mi mesa están a vuestra disposición, Wolfgang. Venid cuando


queráis, sin avisar incluso. Muy pronto os presentaré a algunos admiradores
que os propondrán un proyecto interesante.

Viena, 5 de agosto de 1773

Tras haberse divertido escribiendo una serenata[94] que se tocó en las bodas
de un conocido lejano, en la que, prescindiendo de las convenciones, había
introducido un reducido concierto para violín, Wolfgang la había emprendido
con una tarea mucho más ardua.

Aquella estancia vienesa le permitía descubrir, realmente, la música de


Joseph Haydn, que tenía cuarenta y un años de edad y era respetado por el
conjunto de los profesionales. Su ciencia de la escritura, su libertad de
expresión, la variedad de sus lenguajes fascinaban a Wolfgang. Con el fin de
asimilar tantos alimentos, compuso una serie de cuartetos a imitación de los
de Haydn[95] . Limitándose a repetir fórmulas procedentes de su modelo, era
consciente de estar llevando a cabo un ejercicio escolar, desprovisto de
originalidad, pero enriquecía así su estilo y se apoderaba de nuevos medios
de expresión.

Leopold interrumpió aquella labor.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡La emperatriz nos concede audiencia!

Viena, 12 de agosto de 1773

A la luz de las velas, Wolfgang trabajaba en un cuarteto. Leopold, por su


parte, terminaba una carta dirigida a su esposa. Y su conclusión transmitía
desilusión: «Su majestad la emperatriz fue de lo más amable con nosotros.
Sólo que eso fue todo».

María Teresa no había ofrecido puesto alguno a Wolfgang. Recibir a los


Mozart, a quienes consideraba ahora como saltimbanquis sin porvenir, le
parecía más que suficiente. Cediendo a ciertas súplicas de su entorno, les
concedía un gran honor al tiempo que les hacía comprender que nada podían
esperar.

La puerta de la corte se cerraba definitivamente.

—No estéis triste, padre.

—¿Cómo no voy a estarlo? ¡A la emperatriz le importamos un bledo! A sus


ojos, no existimos.

—¿Acaso no nos libera de nuestras ilusiones?

—¡Buena libertad es ésa! En Viena, y sólo en Viena, se puede hacer una


brillante carrera. ¡Te la mereces, Wolfgang!

—Sólo tengo diecisiete años.

—¡Ya tienes diecisiete años! La infancia ha desaparecido, la adolescencia se


esfuma. Te estás haciendo un hombre y podrías imponerte en esta ciudad si te
concedieran un puesto estable.

—¿Por qué empecinarse, si es imposible?

—Imposible… de momento. Eres joven, la emperatriz es vieja. Tras su


desaparición, cambiarán muchas cosas. Tal vez la puerta cerrada vuelva a
abrirse. Entretanto, conviene satisfacer al príncipe-arzobispo.

—Como estaba previsto, me gustaría permanecer en Viena hasta que termine


el verano.
—¿Qué esperas?

—Escuchar a Haydn, terminar mi serie de cuartetos, componer algunas


danzas para el invierno salzburgués y ver de nuevo al doctor Mesmer.

—No me gusta demasiado ese extraño médico.

—Me encargó ya Bastián y Bastiana , y me anuncia una nueva oferta, antes de


que finalice agosto. ¿No merece eso un examen?

—¡A condición de que no se trate de una falsa promesa!

—Confio en su palabra.

—Entendido… Ya veremos.
37

Viena, 30 de agosto de 1773

Durante aquella suave velada de estío, Wolfgang encantó a los invitados del
doctor Mesmer con un divertimento en re mayor[96] que concordaba con el
exuberante y gran jardín de los aledaños de la Landstrasse. Una vez
terminado el concierto, siguieron picoteando, bebiendo y charlando. Mesmer
tomó a Wolfgang del brazo.

—Como prometí, quisiera presentaros a un hombre importante, Tobias


Philippe von Gebler, vicecanciller de Viena. Su verdadera pasión es la
escritura. Acaba de terminar un poema dramático del que me gustaría
hablaros.

El médico omitió revelar sus vínculos masónicos con su hermano Gebler, que,
a pesar de su posición en la corte, expresaba a veces unas ideas peligrosas
con respecto al abuso de poder y la necesaria libertad de conciencia.

Con cuarenta y siete años de edad, macizo y bonachón, no disgustó al músico.


Pero Wolfgang sólo tenía ojos para el hombre que estaba a su lado: el
habitante del Rücken , el emisario del otro mundo, su protector, que iba
vestido con unos suntuosos ropajes. Con su dignidad y su brillo, eclipsaba a
Von Gebler.

—Mi querido Mozart —dijo el poeta—, os presento a mi amigo Thamos, conde


de Tebas. Quería que estuviera presente, pues, gracias a él, se me ocurrió la
idea de redactar un drama filosófico titulado Thamos, rey de Egipto . Acaba
de publicarse y me gustaría verlo representado en Berlín. El texto no basta.
Una música adecuada le daría más fuerza. He consultado, en vano, a Gluck.
Mi amigo me aconsejó que me dirigiera a vos. Pese a vuestra corta edad, os
considera capaz de percibir el sentido profundo de mi obra y de traducirlo en
notas. ¿Os interesa la empresa?

¡De modo que se llamaba Thamos y era rey de Egipto! ¡Qué minúsculo debía
de parecerle a un monarca que reinaba sobre tan vasto imperio el Rücken del
niño Mozart! Con todo su ser, Wolfgang percibió la importancia del instante.

Estaba viviendo un segundo nacimiento.

Petrificado, se oyó responder con voz débil y vacilante:

—Sí, sí… El proyecto me interesa.

—¡Maravilloso! —exclamó Von Gebler—. Vamos a sentarnos a un rincón


tranquilo, voy a contaros la historia.
Mesmer se reunió con los demás invitados. Thamos los acompañó. Wolfgang
agradeció la penumbra: sus manos temblaban como si vacilaran en
apoderarse de un tesoro.

—La acción se desarrolla en Egipto —explicó Von Gebler—, el país de los


misterios y de la iniciación al supremo conocimiento. El Gran Maestre de los
iniciados se llama Sethos y venera al sol, la expresión más visible de la
potencia creadora. Su hija, sacerdotisa del astro del día, le ha sido
arrebatada. Enamorado de ella, el príncipe Thamos tendrá que arrancársela a
los demonios, decididos a destruir a los iniciados. Durante la boda del
principe y la sacerdotisa, triunfará la Luz. ¿Os seduce ese rápido resumen, en
el que omito los múltiples resortes dramáticos?

—Estoy dispuesto a trabajar.

—¡Estoy encantado, mi querido Wolfgang! Pienso en una hermosa


orquestación y, sobre todo, en majestuosos coros. Pero eso es cosa vuestra.
Naturalmente, seréis remunerado como es debido. Muy pronto asistiremos,
juntos, al estreno, ¡y será un triunfo! Desgraciadamente me veo obligado a
partir. He aquí mi poema.

Von Gebler entregó el texto a Wolfgang y lo dejó a solas con Thamos.

—Ahora ya sé quién sois.

—No del todo.

—Faraón de Egipto, sumo sacerdote del sol… ¡Nuestro mundo debe de


pareceros mezquino y ridículo!

—Nuestro mundo está en grave peligro, pues da la espalda al espíritu y se


sume en un materialismo conquistador y agresivo. Las tinieblas intentan
devorar la Luz y aniquilar la iniciación.

—La iniciación… ¿De qué se trata?

—De convertirte en lo que realmente eres accediendo al conocimiento de los


misterios. Pero ese camino es largo y está sembrado de celadas. Pocos seres
aceptan llevar a cabo esos esfuerzos, tanto más cuanto vanidad y avidez son
mortales. Esta vía exige la ofrenda y el acto creador.

—¿Me creéis capaz de seguirla?

—Tú debes responder.

—Thamos, rey de Egipto … Una ópera esencial, ¿no es cierto?

—Tu primer paso hacia la consumación de la Gran Obra. No esperes


conseguirlo de entrada. Vivirás numerosas pruebas antes de realizarla.
¿Tendrás el valor y sabrás perseverar?
—¡No me conocéis! —se indignó Wolfgang, ofendido—. No sé cómo expresar
lo que tengo dentro y liberar mi inspiración. Pero lo conseguiré. Primero debo
asimilar todas las técnicas y todos los lenguajes para modelar el mío.

—Tendrás que aprender a dialogar con los dioses y a transmitir sus palabras
sin traicionarlas.

—¿Es la música capaz de hacerlo?

—La música, no; tu música. Siempre que franquees a conciencia cada etapa y
tu corazón se llene de Luz.

—¿Me… me ayudaréis?

—Si lo deseas.

—¡Solo, fracasaré!

—En efecto.

—Entonces, ¿me ayudaréis?

—¿Aceptas que yo sea, al mismo tiempo, tu guía y tu juez?

—¿Y un poco… mi amigo?

Thamos sonrió. No podía pronunciar el sagrado nombre de «hermano», pero


consideraba a Wolfgang Mozart como un francmasón sin delantal.

El Gran Mago acababa de nacer para sí mismo.

—¡Tengo que haceros tantas preguntas!

—Comienza poniendo música al drama de Von Gebler. Este primer contacto


con Egipto ampliará tu pensamiento y te abrirá un campo cuya inmensidad no
sospechas.

—Debo regresar a Salzburgo, componer para el príncipe-arzobispo y…

—Temibles pruebas te aguardan, te he avisado. Tal vez su peso te abrume.

—¡Os juro que no!

El egipcio tomó de los hombros al frágil Wolfgang.

—Tu destino te exigirá un coraje y una voluntad a veces sobrehumanos, pues


tu camino no se parece al de los demás hombres. Sin embargo, necesitarán
tus obras para discernir la Luz. Aún no puedes comprender plenamente el
sentido de mis palabras, pero ya no eres un pequeño músico salzburgués. En
ti nace Mozart el Egipcio.
38

Viena, 18 de septiembre de 1773

Aunque conociera y apreciara la capacidad de trabajo de su hijo, Leopold


estaba pasmado. Wolfgang ya no bromeaba, no jugaba a los dardos, no salía,
casi no dormía, comía a toda velocidad y rechazaba cualquier discusión. Se
consagraba al encargo de Von Gebler, un personaje importante.

«Wolfgang está componiendo algo que le ocupa mucho tiempo», le escribió a


Anna-Maria. Puesto que Colloredo confirmaba a Leopold en sus funciones y la
carrera de Wolfgang se desarrollaría en Salzburgo, era preciso prever un
alojamiento más espacioso, donde todos estuvieran cómodos. Nannerl no
pensaba en casarse, albergarían, pues, a dos hijos mayores. Ahora bien, Anna-
Maria acababa de encontrar el apartamento ideal y organizaba el traslado.

Leopold se atrevió a interrumpir a su hijo.

—¿Terminarás pronto?

—Pronto, no. La composición de los coros resulta ardua.

—Debemos regresar a Salzburgo.

—Haré una última visita al doctor Mesmer. Luego, abandonaremos Viena.

Rotmühle, 22 de septiembre de 1773

Mesmer había llevado a Wolfgang a pasar el día a su casa de campo,


prometiéndole que a las siete estaría de regreso en Viena. El verano se
apagaba, las hojas comenzaban a caer.

El médico habló largo rato con Wolfgang de sus experimentos, lo magnetizó


para devolverle la energía en el umbral del frío, y lo felicitó por haber
aceptado el encargo de Von Gebler.

Cuando servían el café, apareció Thamos.

—¡Venid a reuniros con nosotros, señor conde! Os daré a probar un licor de


ciruela que os costará olvidar.

Terminadas las libaciones, el médico se marchó para ocuparse de sus rosales.

—He avanzado —reveló Wolfgang—, pero todavía estoy insatisfecho. En mi


cabeza hormiguean las ideas nuevas y ya nunca más escribiré como antes.
Lamentablemente, hay que regresar a Salzburgo, y temo perder esta
progresión.
—Serías el único responsable de ese fracaso. Es tu deber transformar de
modo positivo lo que se te imponga.

—¡No conocéis a Colloredo! Nosotros, los músicos, somos sus lacayos, y


debemos aplicar sus rígidas reglas.

—Acéptalas como pruebas gracias a las cuales avanzarás. Amplía tu paleta de


sonidos, amplifica tu pensamiento musical.

—¿Y si el príncipe-arzobispo sanciona mi trabajo?

—¿Acaso temes la adversidad, Wolfgang?

El rostro del adolescente se hizo hosco.

—Suceda lo que suceda, Thamos, rey de Egipto estará terminado antes de que
finalice el mes de diciembre.

Salzburgo, 28 de septiembre de 1773

—¿Qué os parece nuestra nueva Wohnhaus [97] ? —preguntó Anna-Maria,


vivaracha.

Leopold y Wolfgang descubrieron un apartamento confortable, dispuesto en


un hermoso inmueble burgués de la Hannibalplatz al que llamaban «la casa
del maestro de danza» por una de las distracciones favoritas de su
propietario. Gracias a su salario, al de Wolfgang y a las ganancias de Nannerl,
profesora de piano, la familia podría pagar el alquiler y llevar un tren de vida
razonable, sin privaciones.

Al acudir a palacio, Leopold supo que Colloredo había concedido un puesto de


maestro de capilla a otro italiano, Lolli. El vicemaestro Mozart soportaría,
pues, a dos superiores en vez de a uno, y veía alejarse, así, un ascenso. Nunca
el príncipe-arzobispo pondría a un alemán a la cabeza de los músicos de su
corte. Leopold se tragó la decepción y siguió comportándose como un
perfecto doméstico.

Berlín, 14 de octubre de 1773

A causa de su título y de su supuesta fortuna, Thamos, conde de Tebas, fue


ascendido al grado de Caballero en la orden interior de la Estricta
Observancia templaria. Dos hermanos lo revistieron con un hábito púrpura,
adornado con nueve pequeños nudos de trencilla dorada, sobre el que
pusieron una corta túnica de lana blanca y un manto decorado, en su lado
izquierdo, con la cruz roja del Temple.

En compañía de otros Caballeros y de los escuderos que agrupaban a los ricos


burgueses, asistió al convento que marcaba el triunfo del nuevo Gran
Maestre, el duque de Brunswick. Su primer balance abogaba en su favor: la
orden, implantada ya en Alemania, en Austria, en Suiza y en otros países,
gozaba de altas protecciones y acogía, a la vez, a nobles, a comerciantes y a
miembros influyentes de la sociedad civil. El duque multiplicaba las acciones
caritativas y abría, en Dresde, una escuela gratuita para los huérfanos y los
pobres.

La única cosa que desafinaba en aquella orquestada sinfonía era la presencia


de Zinnendorf, defensor del Rito sueco. Brunswick esperaba que aquel
aguafiestas se mostrara discreto, pero consiguió entablar el debate sobre un
punto fundamental.

—¿Pertenecemos realmente a la misma orden? —preguntó a la concurrencia


—. ¡Permitid que lo dude! El Gran Maestre pretende reinar sobre todas las
logias unidas, pero yo no veo ni rastro de esa unidad. El Sistema sueco no se
confunde, ni mucho menos, con el de la Estricta Observancia.

—Sin embargo, estamos de acuerdo con respecto a los tres primeros grados:
Aprendiz, Compañero y Maestro —observó Fernando de Brunswick—. Y el
ritual del cuarto, el del Maestro escocés, no presenta demasiadas
divergencias.

—Estoy de acuerdo. En cambio, nuestros grados altos son completamente


distintos.

—Es un problema momentáneo —estimó el Gran Maestre—. ¿Acaso no


deseáis, como yo, representar ritualmente la tragedia de la Orden del Temple
y restaurar su poder simbólico y material?

—El Rito sueco no concede interés alguno a esas inútiles especulaciones y se


preocupa por lo esencial, la magia divina. Nuestros ritos, que vos ignoráis,
evocan a los espíritus.

—Integrándoos en la Estricta Observancia y sometiéndoos a su Gran Maestre,


daréis más fuerza al movimiento masónico.

—No contéis con ello —repuso Zinnendorf.

Thamos quedó consternado, ninguno de aquellos dos hombres cedería. A


pesar de su autoridad y de su prestigio, el duque de Brunswick no conseguiría
doblegar al irritable Zinnendorf. En vez de trabajar en la profundización de
los rituales y aprender de nuevo a hablar en la lengua de los símbolos, la
francmasonería se perdería en disputas de poder.

El porvenir iniciático de la Estricta Observancia se ensombrecía.


39

Viena, principios de noviembre de 1773

Para Joseph Anton, los caritativos fundamentos de la Estricta Observancia


templaria eran una cortina de humo. Si hubiera tenido más poderes, habría
utilizado el fisco para encontrar malversaciones financieras, o inventarlas.
Tras el infeliz episodio de Ratisbona, ya no podía intervenir de modo directo y
sin estar seguro del éxito.

Pero nada lo detendría. Con paciencia, antes o después acabaría con la


fracmasonería y sus peligrosos ideales.

El satisfecho rostro de Geytrand prometía una buena noticia.

—He comprado a un informador de primera —reveló—. Un rico comerciante,


a la vez importador, editor, impresor y… Caballero de la orden interior de la
Estricta Observancia. El tipo pagó bastante caras su capa y su espada.

—¿Cómo lo has atrapado?

—Gracias a otro hermano de rango inferior, uno de sus contables. Su patrón


no parece del todo honesto, y he obtenido pruebas escritas de algunos de sus
chanchullos. A cambio de mi silencio absoluto, el caballero me ha entregado
el conjunto de sus rituales y ha prometido informarme de la evolución de la
orden.

—¡Mereces una buena prima, Geytrand!

—Gracias, señor conde. El reciente convento de Berlín presenció un severo


enfrentamiento entre Zinnendorf, el campeón del Rito sueco, y el Gran
Maestre de la francmasonería templaria, el duque de Brunswick. Se
separaron enfadados. Entre ambos hay un abismo infranqueable.

—Su división los debilitará a los dos.

—Brunswick no se desanima. Desde que se apartó al barón de Hund, lleva con


firmeza las riendas de la orden y la hace prosperar. Según algunos caballeros,
hay una grave dificultad: la falta de sustancia en los rituales. El Gran Maestre
intenta colmar ese defecto, pero no encuentra la solución, tanto menos
cuanto, a su entender, lo urgente es asegurar el desarrollo material y
enriquecer, como prometió, a sus principales dignatarios.

—Vigilemos especialmente a los banqueros, a los hombres de negocios y a los


que manejan capitales. Si Brunswick lo consigue, muchos tronos estarán en
peligro. Y tenemos otra preocupación: el avance de la Rosacruz de Oro en
Viena. Esos malditos alquimistas se meten en las logias y disponen de
laboratorios clandestinos difíciles de descubrir.

—Debido al aislamiento de sus pequeños círculos y a la opacidad de su


jerarquía —deploró Geytrand—, no consigo echar mano a un informador serio.

—Por eso utilizaremos otro método, del que espero mucho. Como sabes, por
la presión de los gobiernos de Francia, España y Portugal, el papa Clemente
XIV ha suprimido, a regañadientes, la orden de los jesuitas. Entre esa buena
gente, algunos sueñan con la revancha, y yo voy a ofrecérsela. Infiltrándose
en las logias masónicas, las dividirán y llevarán a numerosos hermanos hacia
una verdadera y sana creencia. Así, la Rosacruz de Oro, dadas sus tendencias
místicas, perecerá asfixiada. Si florecen malos pensamientos, nuestros amigos
jesuitas nos informarán de ello.

Salzburgo, diciembre de 1773

Desde su regreso a Salzburgo, la obra de Wolfgang tomaba otra dimensión.


No se limitaba ya a imitar a sus maestros y a copiar algunos estilos, sino que
realmente buscaba su propio lenguaje. En noviembre había nacido una
notable sinfonía en do mayor[98] cuyos cuatro movimientos alcanzaban una
magnitud inédita, que señalaba un giro en su propia concepción de ese tipo
de fragmento.

Aunque inspirado en Michael Haydn, el quinteto para cuerda de diciembre[99]


intentaba desprenderse, precisamente, de esa amistosa influencia a la que,
antaño, se sometía de buena gana.

¡Había nacido el primer concierto para piano[100] ! No una copia de alguna


obrita de moda, sino una creación original y seductora: un comienzo alegre e
incitante, un movimiento lento empapado de poesía, y un final con cuatro
temas cuya complejidad preocupó a Leopold. Demasiadas dificultades
técnicas y audacias musicales corrían el riesgo de apagar la reputación de
Wolfgang. Además, aquel concierto no era un encargo. Al escribir para sí
mismo, ¿no iba a olvidar sus deberes de criado músico?

Y además, claro, estaba Thamos, rey de Egipto . Dos coros abrían el primero y
el quinto acto del drama, y cinco entreactos musicales puntuaban el relato, el
último de los cuales tomaba la forma de una tormenta orquestal, con la
muerte del traidor que intentaba imponer en vano la tiranía de las tinieblas.

Wolfgang estaba profundamente insatisfecho. La magnitud del tema merecía


algo mejor que aquellas intervenciones, demasiado escasas. Por fin un libreto
le apasionaba de cabo a rabo, aunque el texto, a menudo mediocre, no se
mostraba a la altura del tema.

El mismo día en que terminaba su trabajo, Wolfgang se encontró con Thamos


por la calle.

—Comprendo tu preocupación. Recuerda que sólo se trata de una primera


etapa, destinada a familiarizarte con la consumación de la Gran Obra.
—Sethos, el sumo sacerdote, Sais, su hija, Thamos, el príncipe que la liberará
de las fuerzas oscuras… ¡Esos personajes tendrían que decir tantas cosas!

—Las dirán, si las incorporas a tu alma de creador a medida que vayas


evolucionando. A los diecisiete años no es fácil ser paciente.

—¿Cuándo se representará la pieza?

—Entregaré la partitura al barón Gebler, que la mandará a su amigo Nicolai,


en Berlín. El proyecto podría disgustar.

—¿A quién?

—Nombrar las tinieblas y enfrentarse a ellas provoca, por fuerza, algunas


reacciones, violentas o insidiosas.

—¿No sienten todos deseos de luchar junto a los sacerdotes del sol?

—Eres ingenuo aún, Wolfgang. La mayoría de los individuos se dejan devorar


por los acontecimientos, se tapan los ojos y los oídos, y prefieren ignorar la
realidad.

—Ése no será mi caso —aseguró el muchacho—. Si la luz no triunfase, ¿qué


sentido tendría nuestra vida?

—Inicias un largo y fatigoso viaje —reveló el egipcio—. Ojalá te lleve a la Gran


Obra que acabas de esbozar.

Thamos se alejó.

Wolfgang se olvidó de almorzar. Compuso una nueva sinfonía[101] , por


primera vez enteramente en una tonalidad menor. El primer movimiento,
calificado con un nuevo término, allegro con brio , revelaba los intensos
sentimientos que lo habitaban.

Algún día, también él sería sacerdote del sol.


40

Salzburgo, 22 de enero de 1774

Wolfgang, eso no funciona! —rugió su padre—. Tu última sinfonía en la


mayor[102] no ha gustado a nadie. Hay demasiado patetismo en ciertos
momentos, demasiada seriedad aquí y allá. Puedo comprender la crisis de la
adolescencia, pero para conservar tu puesto debes desempeñar tu oficio
según las reglas del arte. Nuestro empleador, el príncipe-arzobispo Colloredo,
decide el gusto en Salzburgo. Le gusta la música galante, ligera, fácil de
escuchar durante una comida oficial o una recepción. Vas a componer, pues,
esa música y ninguna otra. Es el precio de tu felicidad y la de tu familia. ¡No
turbes a tu auditorio con tus estados de ánimo!

Wolfgang sintió ganas de gritar, de desgarrar su papel pautado y volcar el


tintero, ¿pero para qué? Su padre tenía razón.

Olvidaría sus proyectos demasiado personales, no se aventuraría por el


peligroso camino de un nuevo concierto para piano, y compondría obritas
encantadoras, bien acicaladas, que Salzburgo degustaría como si fueran
golosinas.

Afortunadamente, le quedaba el Thamos, rey de Egipto . El éxito le abriría las


puertas de los teatros de Viena. Mozart rogaría a Von Gebler que lo dejara
desarrollar el aspecto musical de la obra para conseguir una gran ópera que
describiera los misterios de Egipto. Thamos, su protector, lo ayudaría a
percibir las ideas fundamentales de los sacerdotes del sol.

Entretanto, Wolfgang se divertía con Miss Pimperl , un fox-terrier hembra


siempre dispuesto a distraerlo. Ladraba de satisfacción cuando él se sentaba
al piano y lo escuchaba atentamente.

Para calmar los nervios, el músico jugaba a los dardos y a los bolos, y veía a
menudo a sus amigos, cuyas frívolas conversaciones lo cansaban muy pronto.

—Mi hermano mayor quiere ser abate —le dijo Anton Stadler—. Yo no, ¡me
gusta demasiado la vida! ¿Y tú?

—Yo estoy al servicio del príncipe-arzobispo, mi conducta debe seguir siendo


irreprochable. Mi padre sancionaría la menor desviación.

—Leopold no es muy divertido, lo sé. Pero de todos modos se casó con una
mujer hermosa. Si quieres, te presentaré a unas mozas simpáticas.

—No estoy buscando «mozas», como tú dices. Creo en la nobleza de la mujer


y en la seriedad del matrimonio.
—¿El gran amor? ¡Corres el riesgo de llevarte una decepción!

—Mis padres me ofrecen todos los días el ejemplo de una pareja feliz. Cada
cual ama y respeta al otro. Eso es lo que deseo.

—¿No es ése, a tu edad, un planteamiento muy aburrido?

—Decididamente, todos quieren convertirme a la galantería. En el campo de


los sentimientos, no hay posibilidad alguna.

—Peor para ti, no sabes lo que te pierdes…

Salzburgo, 27 de enero de 1774

Antes de festejar el decimoctavo aniversario de su hijo, Leopold aguardaba


con impaciencia buenas noticias de Viena. En cuanto se había enterado de la
muerte del maestro de capilla Gassmann, se había dirigido al conjunto de sus
relaciones para proponer, con discreción, la candidatura de Wolfgang.
Contaba mucho con un buen amigo de la familia, Giuseppe Bonno, bien
introducido en la corte.

¡Por fin correo procedente de Viena!

Al leer la carta, Leopold se descompuso.

La emperatriz María Teresa no había nombrado a Wolfgang maestro de


capilla, sino a… ¡Bonno! Un grandísimo amigo. Las puertas de la corte no se
le abrirían nunca.

—A la mesa —ordenó Leopold.

Viena, 4 de abril de 1774

La representación parcial de Thamos, rey de Egipto fue un absoluto fracaso.


No habría segunda oportunidad.

Decepcionado, con la cabeza gacha, el barón Von Gebler chocó con uno de los
escasos espectadores que no habían abandonado la sala.

—Perdonadme.

—¿Podríamos hablar un momento, querido barón? —preguntó con voz suave


Joseph Anton.

—¿Os ha gustado mi obra?

—Precisamente quiero hablar de ese tema. Un tema… peligroso.

—¿Peligroso? ¡Explicaos! Y, primero, ¿quién sois?


—Alguien que conoce vuestra pertenencia a la francmasonería, una sociedad
secreta poco apreciada por su majestad la emperatriz. Tranquilizaos, me caéis
bien. Mi nombre no tiene importancia alguna y no os diría nada. En cambio,
prestad atención a mis recomendaciones.

Von Gebler tuvo miedo. Aquella eminencia gris de voz suave no era
inofensiva. Si actuaba en nombre de la emperatriz, sería mejor escucharlo.

—Pese a vuestra decepción de autor, el fracaso de esta obra me parece


saludable. Como es evidente, los sacerdotes del sol, iniciados en los misterios,
son los francmasones encargados de combatir las potencias de las tinieblas y
el oscurantismo que apoya la diabólica Mirza, encarnación de María Teresa
de Austria.

—Os equivocáis, señor, y no os permito que…

—Vuestro propósito es transparente, barón, y las alegorías no disimulan su


carácter subversivo. Apoyar así una organización perniciosa y predicar su
causa, intentando convertir a ella al público vienés, son andaduras
inaceptables.

—¡No eran ésas mis intenciones, os lo juro!

—La desaparición de esta obra os evitará serios sinsabores, a condición de


que saquéis una lección de tan deplorable error. La francmasonería no se
impondrá en Austria, y sus adeptos tendrán muchos disgustos. Deberíais
alejaros de ella sin tardanza. Aceptaré olvidar ese gazapo, siempre que no
vuelva a oír hablar nunca más de vos.

Von Gebler no se sintió con fuerzas para luchar.

—Un detalle más… ¿Cuál es el nombre del mediocre músico que ha ilustrado
algunos pasajes de vuestra obra?

—Wolfgang Mozart.

—¿Uno de vuestros hermanos masones?

—¡Oh, no! Un adolescente, un ex niño prodigio empleado en la corte de


Salzburgo. Para él, fue un pequeño encargo entre otros muchos.

Aquel Mozart no era, pues, cómplice de Von Gebler. Sin embargo, Joseph
Anton anotaría su nombre en el expediente consagrado al asunto.

Salzburgo, 10 de abril de 1774

Wolfgang estaba al borde de las lágrimas. El fracaso de Thamos , que acababa


de saber por el egipcio, lo condenaba a la prisión salzburguesa y al estilo
galante.

—¡Aunque Gebler abandone, yo no renuncio! El tema de esta futura ópera es


extraordinario. Quiero profundizar en él y desarrollarlo. ¿Me ayudaréis?

—Por supuesto.

—¿Cómo llegaré a mi objetivo si no me convierto en sacerdote del sol?

La pregunta llenó de inefable gloria el corazón del egipcio. El Gran Mago


encontraba su vía y, según la expresión de los Antiguos, daba un camino a sus
pies.

—¿Sientes realmente ese deseo?

—¿No es la iniciación la clave de la vida?

—Ésa fue la enseñanza de Egipto, en efecto.

—¡Entonces, deseo esta clave!

—Si te muestras digno de ella, la obtendrás. Pero debes pasar todavía las
pruebas.

—¿Aquí, en Salzburgo?

—Aquí mismo. No importa el lugar, sólo cuentan las pruebas que formarán tu
conciencia y tu voluntad. Puesto que tus dotes son inusuales, la existencia no
te respetará, al contrario.

—¿Me haréis esperar… mucho tiempo?

—El tiempo necesario, Wolfgang. No es bueno apresurarse.


41

Salzburgo, mayo de 1774

Música de iglesia, sinfonías ligeras, serenatas, divertimentos… Wolfgang


satisfacía los deseos del príncipe-arzobispo. Aquí y allá, se entregaba a ciertos
experimentos de escritura y de combinaciones de timbre.

El músico no se rebelaba, se perfeccionaba. Era una prueba, es cierto, pero


no inútil. Tendría que escribir miles de notas y explorar decenas de formas
antes de dominar un lenguaje embrionario aún. Él, el joven prodigio, tenía
que aprender a madurar. Colloredo y su padre lo creían sumiso, ignoraban el
naciente fuego.

Wolfgang no se engañaba y no otorgaba un excesivo valor a muchas de sus


producciones forzosas, que le permitían «soltarse la mano» y amasar la pasta
musical cada vez más de prisa. Ni una huida hacia adelante ni un trabajo
superficial, sino un modelado del porvenir.

Versalles, 10 de mayo de 1774

Los impuestos acababan de aumentar más aún. El panadero, por su parte, no


podía vender más caro su pan por miedo a ser insultado y agredido. ¡Si las
cosas seguían así, cerraría la tienda! Su amigo el zapatero le palmoteo el
hombro.

—¡Ha muerto!

—¿El recaudador de impuestos?

—No, su jefe: el rey Luis XV.

—No es una gran pérdida: era un libertino, un mentiroso y un incompetente.


Por su culpa, Francia está arruinada.

—Lo que venga no valdrá mucho más. ¡Ahora tenemos como reina a María
Antonieta, una austríaca! Se revolcará en el lujo y los placeres, como todas las
princesas extranjeras.

—De todos modos, el rey es el rey —recordó el panadero—. La obligará a


comportarse como es debido.

—Yo no lo creo. Hay que cambiarlo todo.

—¿Y cómo?

—Cambiándolo todo —insistió el zapatero.


Praga, 22 de junio de 1774

Pese a su precaria situación material, Ignaz von Born proseguía su búsqueda


iniciática. Hojeando los documentos que tenía a su disposición, que reunían
los elementos dispersos de la Tradición, se puso en contacto con el mayor
número posible de francmasones, la mayoría de los cuales no deseaban salir
de su rutina y su comodidad intelectual.

Puesto que no pensaba en un movimiento de masas, el mineralogista y


alquimista prefería establecer sólidos vínculos con un pequeño número de
hermanos.

Aquel hermoso día de primavera, se produjeron dos acontecimientos felices.


En primer lugar, su elección como Fellow en la Royal Society de Londres,
dicho de otro modo, un reconocimiento internacional de sus cualidades
científicas; luego, la visita de Thamos.

—Perdonadme la pregunta —dijo el mineralogista—, pero ¿cómo soportáis el


exilio?

—Al salir de Egipto por orden del abad Hermes, supe que no volvería a ver mi
monasterio —reveló Thamos—. Los bárbaros lo incendiaron, asesinaron a mis
hermanos e intentaron destruir los tesoros acumulados a lo largo de los
siglos.

—¿No presentía el abad ese desastre?

—Como sucesor del Gran Vidente, el superior de los iniciados de Heliópolis,


Hermes miraba de cara la realidad. El secreto de los jeroglíficos, las palabras
de los dioses, nunca se perdió, sino que se transmitió de boca de maestro a
oído de discípulo. En estos crueles tiempos, era preciso preservar textos
fundamentales, algunos de los cuales se remontan a la edad de oro de la
construcción de las pirámides. Las arenas del desierto serán su santuario,
hasta que una mirada de hurón los resucite. En vías de extinción espiritual,
Occidente corre hacia el desastre. Por ello fui encargado de transmitirle el
Libro de Thot .

—Me mostraré digno de vuestra confianza —declaró Von Born, conmovido—.


Contad con mi decisión y mi perseverancia.

Pese a sus escasos medios materiales, a su frágil salud y a su aislamiento, el


mineralogista le parecía a Thamos el francmasón más apto para crear la
corriente iniciática que el Gran Mago iba a necesitar. De modo que entregó
nuevos extractos del Libro de Thot , por los que se había interesado largo
tiempo, antes de comparecer ante el abad Hermes, que se encargaba de
verificar sus aptitudes.

Ignaz von Born, consciente del grave peso que gravitaba ahora sobre sus
hombros, descubrió el manual de alquimia de la ciudad egipcia de Hermontis,
el Libro de la noche , que relata las etapas de la resurrección del sol a través
del cuerpo inmenso de la diosa Cielo, y algunos textos sobre el ojo del sol,
principio creacional.

—¡La francmasonería actual me parece incapaz de acceder a semejantes


misterios!

—Preparadla y transformadla, hermano. Ése es vuestro deber vital, de lo


contrario, el Gran Mago no brillará.

Salzburgo, junio de 1774

Wolfgang se permitió unos momentos de franca relajación mientras componía


su primer concierto para instrumentos de viento, un fagot con una orquesta
reducida a su más sencilla expresión[103] . Una obrilla sin pretensiones,
rústica y juvenil, que le procuró algunas horas de distensión antes de llevar a
cabo las órdenes religiosas del príncipe-arzobispo, que permanecía muy
apegado a sus «misas breves»[104] .

A Miss Pimperl le gustó mucho la sonoridad del fagot y el carácter campesino


del concierto. Wolfgang la llevó a pasear y se encontró con Thamos.

—¿Tenéis noticias de Von Gebler?

—No pienses más en él, no es hombre que corra el menor riesgo. Puesto que
su obra disgustó a las autoridades, se limitará a poesías menos osadas.

—¿Acaso esas autoridades tomarían partido por las tinieblas contra la Luz?

—Quien dispone del poder político se preocupa primero por conservarlo, sean
cuales sean los medios y los compromisos. No es una razón para abandonar
Thamos, rey de Egipto , el zócalo de tus futuras obras.

—¡Nada excitante, en estos momentos! La música galante se convierte en mi


pan de todos los días y me llega al estómago.

—¿Acaso olvidas mejorar tu conocimiento de los instrumentos y las técnicas


de composición?

—¡Ciertamente no! Es la única posibilidad que tengo de no asfixiarme.

—Existe otra.

—¿Cuál?

—La lectura. Primero, diccionarios de lenguas. Dados tus recuerdos de viaje y


tus aptitudes, hablarás de corrido el italiano y el francés, sin desdeñar una
buena práctica del inglés. Y luego te evadirás gracias al Asno de oro de
Apuleyo y a las Etiópicas de Heliodoro, unas novelas iniciáticas en las que los
viejos autores abordan el tema de las pruebas y las necesarias
transformaciones del ser antes de penetrar en el reino de Isis. Añadiré a ello
algunas obras del dramaturgo inglés William Shakespeare, que contribuirán a
tu formación de autor de ópera.
—Una ópera… ¿Realmente mé creéis capaz de ello?

—Lee y vuelve a leer, Wolfgang.


42

Berlín, 16 de julio de 1774

El duque Femando de Brunswick se frotaba las manos. Aquellos últimos


meses, varias logias francesas, en Estrasburgo, Lyon, Burdeos y Montpellier,
se habían unido a la Estricta Observancia. Aquel hermoso día de estío, el
emperador Federico II autorizaba la existencia de la francmasonería en los
Estados que él controlaba.

Así pues, el Gran Maestre de la orden templaria iba a Berlín para ponerse en
contacto con influyentes personajes, decididos ahora a apoyar su causa. De
recepciones en cenas, establecía una importante red de relaciones y se
afirmaba como un verdadero jefe, relegando a la sombra al barón de Hund.
Femando de Brunswick no se interesaba, sólo, por el poder y los honores.
Creía en su misión y seguía deplorando la debilidad de los rituales. Las
disensiones entre hermanos, su carencia de cultura iniciática, la insuficiencia
de la búsqueda impedían a la orden hacer más sólidas sus bases. El Gran
Maestre, consciente de las imperfecciones, las remediaría.

Viena, 20 de julio de 1774

Geytrand estaba contrariado.

—Malas noticias de Berlín. El emperador Federico II concede su protección a


la francmasonería.

—Desengáñate —lo contradijo Joseph Anton—. Es una excelente iniciativa.

—No lo comprendo, señor conde.

—Federico quiere controlarlo y saberlo todo. El mejor modo de hacer salir a


los francmasones a la luz, de identificarlos, pues, consiste en darles confianza.
¡Hoy, los ingenuos creen que el emperador los escucha! Ignoran su profundo
afecto por los jesuitas, cuya penetración en las logias ya es un éxito real. No
sólo nos procuran valiosas informaciones, sino que, además, devolverán al
seno de la Iglesia muchas ovejas descarriadas. Esa brillante chusma ha
infiltrado incluso la Rosacruz de Oro.

Geytrand no disimuló su asombro.

—¿La Rosacruz de Oro?… ¿Acaso habéis podido penetrar en su hermetismo?

—Inspirándome en las lecciones dadas por los jesuitas.

—¡El gusano ha entrado pues en la fruta!


La sonrisita de Joseph Anton expresaba una hermosa satisfacción.

Salzburgo, 30 de septiembre de 1774

El día de San Jerónimo se festejaba al príncipe-arzobispo Jerónimo Colloredo.


Tras haberse relajado componiendo unas encantadoras variaciones para
piano[105] , Wolfgang estaba nervioso de nuevo.

Los músicos de la corte tocaban su serenata en re mayor[106] en honor de


Colloredo, y la obra no respetaba por completo las reglas impuestas. Más
desarrollada que de ordinario, comprendía un andante calificado, por primera
vez, como cantabile, «cantante». Wolfgang, encerrado en Salzburgo,
prisionero de su puesto de lacayo-músico, se evadía gracias al canto de los
instrumentos y a la variedad de las tonalidades.

¿Lo advertiría Colloredo y le haría algunos reproches a su criado? Por


fortuna, una serenata era sólo una diversión, y se escuchaba distraídamente.
Con otras preocupaciones en la cabeza, encantado por la sumisión de sus
fieles súbditos y por sus marcas de estima, el príncipe-arzobispo no cambió de
humor y pasó una jornada excelente.

Salzburgo, otoño de 1774

Cinco sonatas para piano[107] : componiéndolas, Wolfgang regresaba a un


género practicado en 1766[108] y que había abandonado luego. Esperaba
trazar un nuevo camino, pero no estaba muy satisfecho de aquella
experiencia. Virtuosismo, un estilo galante inspirado en Joseph Haydn, falta
de profundidad… No tocaría en público esas sonatas y no las publicaría.
¡Cómo estaba alejándose del Thamos, rey de Egipto !

Durante sus paseos con Miss Pimperl , ya no se encontraba con el egipcio. Sin
duda se había ido de viaje, ¿pero regresaría a Salzburgo?

—¡Una excelente noticia, tal vez! —anunció Leopold—. El príncipe-elector de


Baviera te encarga una ópera bufa para el carnaval de Munich.

—¿Por qué «tal vez»?

—Porque necesitamos la autorización de Colloredo.

El rostro de Wolfgang se ensombreció.

—El gran muftí no nos dejará partir.

—Intentaré convencerlo.

Altivo y distante, el príncipe-arzobispo aceptó, sin embargo, recibir a su


vicemaestro de capilla.

—¿Alguna preocupación, señor Mozart?


—¡Oh, no, vuestra gracia! Pensamos en una estancia en Munich y…

—Mi gente trabaja en Salzburgo, no en Munich.

—Se trata de un encargo de ópera y…

—¿De parte de quién?

—De Maximiliano III, el príncipe-elector de Baviera.

—Ah…

Colloredo quería mantener cordiales relaciones con el conjunto de cabezas


coronadas y jefes de principados, grandes o pequeños.

—En ese caso —prosiguió con voz cortante—, la situación merece ser
examinada. Una ópera de estilo italiano, espero.

—¡Claro está, vuestra gracia! Se titulará La finta giardiniera , «la falsa


jardinera». El autor del libreto es Calzabigi, un discípulo de Gluck.

—Entonces, será un buen libreto, sin duda. Que vuestro hijo honre la
reputación de los músicos de mi corte. Os autorizo, a ambos, a ir a Munich.

Munich, 8 de diciembre de 1774

¡Qué felicidad salir de Salzburgo! Por el camino, Wolfgang leyó el Werther de


Goethe y no le gustó demasiado la orgía de exagerados sentimientos. Leopold,
por su parte, remachó la noticia del nombramiento de Gluck como compositor
de la corte imperial y real de Viena, con un salario de dos mil florines anuales.
Para su hijo, el camino hacia la capital de Austria parecía definitivamente
cortado.

Cuando llegaron, los Mozart fueron recibidos por el canónigo Pemat y el


conde Seeau, intendente para la música y los espectáculos en la corte de
Baviera. «Un perfecto hipócrita», pensó de inmediato Wolfgang.

—¿Está terminado el trabajo? —preguntó el conde.

—Está muy avanzado —respondió Leopold—. Wolfgang lo llevará a cabo


rápidamente.

—Mejor así, pues el príncipe-elector espera mucho de esa ópera. Distraer a


nuestros queridos muniqueses le parece primordial. Instalaos y muy pronto
volveremos a vernos.

El alojamiento era aceptable.

—Este conde nos causará problemas —predijo Wolfgang.


—¡Sobre todo, no debemos enfadarnos con él! Si obtienes un primer éxito,
seguirán otros encargos.

Pese a un dolor de muelas provocado por su tercer molar que fue necesario
curar urgentemente, el 16 de diciembre, Wolfgang acabó los tres actos de La
finta giardiniera [109] cuyo libreto le interesaba muy poco, a excepción del
personaje de la heroína, hermosa, enamorada y fiel. Traducir a música los
sentimientos de una mujer de corazón puro y el alma noble lo apasionaba.

Cuando el conde Seeau anunció a los Mozart el aplazamiento del estreno, a


Wolfgang no le sorprendió. La cabeza de aquel patrañero albergaba la
mentira innata.

La llegada de Nannerl, el 5 de enero de 1775, fue la ocasión de probar


algunas de las distracciones locales. Aunque la hermana mayor de Wolfgang
se alojara en casa de una santurrona, el trío familiar asistió a los bailes de
Munich a la espera de la buena voluntad de las autoridades locales.
43

Munich, 13 de enero de 1775

El Salvator Theater estaba lleno para asistir a la primera representación de


La finta giardiniera . ¿Sería bastante distraída la ópera bufa de Mozart?

Sin embargo, el comienzo no tenía nada de alegre. Enamorado de la


marquesa Violante, el conde Belfiore estaba, sin razón, loco de celos; tan
celoso que prefería matarla antes que verla en manos de un rival. De regreso
a su casa, el asesino se prometía a la seductora Arminda. Ni su pasión
devoradora ni su luto habían durado mucho tiempo.

¡Pero Violante sobrevivía! Restablecida, se marchaba en compañía de su


servidor Roberto, en busca del criminal. En cuanto llegaba a las tierras de
Belfiore, se ocultaba bajo la identidad de la jardinera Sandrina, al servicio de
don Anquises, el tío de Arminda, esposa del asesino. Y Roberto se convertía
en el lacayo del notable.

En ese momento, el público se relajaba por fin. A fuerza de disfraces y


nombres falsos, forzosamente se castigaría al malvado en un acceso de franca
alegría.

Atraído por su sirvienta, la bonita Serpetta, don Anquises deseaba a la noble y


digna Sandrina, la falsa jardinera. Serpetta, por su parte, rechazaba las
proposiciones del criado Roberto.

Finalmente, Sandrina le revelaba su verdadera identidad a Belfiore, su


asesino, que se arrojaba a sus pies. Lamentablemente no había de qué reír,
pues la joven, en vez de vengarse o perdonar, convencía al infame de que, en
efecto, ella lo había engañado. Y los dos amantes malditos se volvían locos.

Completamente desorientado, el público muniqués se tranquilizó al asistir a


un final feliz señalado por tres bodas: la de Violante, alias Sandrina, con
Belfiore; la de la esposa abandonada, Arminda, con un nuevo enamorado, y la
de dos sirvientes, Roberto y Serpetta.

Sólo uno quedaba abandonado, don Anquises, que no obtenía los favores de
hermosa alguna. Cada cual esperaba una escena francamente cómica, pero el
infeliz sólo podía amar al doble de la heroína, y se sumía en una especie de
demencia.

—Extraña ópera bufa —decidió un atento oyente—. El joven Mozart sabe


contar una historia con música, pero hay demasiadas notas y pasajes trágicos
en menor. ¿Parece satisfecho el príncipe-elector?

—Ha aplaudido —advirtió su vecino.


—¿Y el conde Seeau?

—Parece poco entusiasmado. A mi entender, el autor vacila sin cesar entre lo


trágico y lo cómico. Y este libreto tan complicado…, ¡qué aburrimiento!

El crítico Schubart, intrigado, escribió en la Deutsche Chronik : «Si Mozart no


es una planta de invernadero, se convertirá en uno de los mayores
compositores que jamás hayan existido».

Munich, febrero de 1775

A su madre, inquieta, Wolfgang le escribió que su ópera había gustado al


príncipe-elector y a la nobleza muniquesa. Y terminó así su carta: «Seguimos
pensando en volver muy pronto».

—No te entusiasmes —le aconsejó su padre—. Acabo de recibir un encargo


del príncipe-arzobispo. Exige una misa breve y amena.

El joven, irritado, compuso enseguida una obrilla[110] en la que los sones de


los violines imitaban el piar de los gorriones. Era casi estúpido, pero ameno. Y
Wolfgang acentuó la palabra descendit del credo, que sólo él comprendería:
«¡Si al menos Colloredo se derrumbara y me dejara en paz!». ¿Podía soñar
con algo mejor para su decimonoveno aniversario?

En pleno período de carnaval, Leopold y sus dos hijos se unieron a los


jaraneros. Olvidando sus preocupaciones, acudieron a los bailes y se
regocijaron con la visión de los ritos paganos que anunciaban el final del
invierno y el regreso de la luz.

Leopold aguardaba el encargo de una nueva ópera que impulsara la carrera


de su hijo en Munich. ¿Cuándo le anunciaría por fin el conde de Seeau la
buena nueva? Impaciente, el cabeza de familia forzó la puerta del intendente
para la música y los espectáculos.

—¿Alguna preocupación, señor Mozart?

—¿No tuvo éxito La finta giardiniera ?

—Las opiniones divergen.

—¿Y la vuestra, señor conde?

—A vuestro hijo no le falta talento. Algunos pasajes me parecieron demasiado


serios para una ópera bufa. Es carnaval, los muniqueses desean divertirse. Y
con esas historias de locos en las que no se sabe ya quién es quién…

—¡Wolfgang no es responsable del libreto!

—Lo admito, señor Mozart. El príncipe Maximiliano desea un motete


destinado al ofertorio de una misa. ¿Puede vuestro hijo componerlo
rápidamente?
—Cuente con ello.

En total oposición con la música ligera que se tocaba en Salzburgo, Wolfgang


modeló un fragmento muy austero, de estilo arcaizante[111] . Orgulloso de ese
homenaje a los antiguos maestros, envió la partitura al padre Martini, y su
respuesta lo decepcionó cruelmente: «¡Un éxito del gusto… moderno!».

Rencor de corta duración, pues Wolfgang se vio obligado a ganarse la vida


escribiendo una encantadora sonata, marcada con el sello del virtuosismo[112]
, encargada por el rico barón Dürnitz. Luego libró un duelo, a clavecín, con el
capitán Von Boecke ante un público de aficionados al sensacionalismo. Tan
veloz como Wolfgang, el militar carecía del menor sentido poético.
Vencedores de la justa: vino y cerveza en honor de los valerosos músicos.

Munich, marzo de 1775

A comienzos de mes, Leopold volvió a visitar al conde de Seeau.

—Estoy muy ocupado, señor Mozart, no tengo demasiado tiempo que


concederos.

—¿Le satisfizo el motete al príncipe Maximiliano?

—No ha emitido crítica alguna.

—¿Y algún cumplido?

—Tampoco.

—¿Pensáis encargar una nueva ópera?

—Debo pensarlo todavía.

—Si dispusiera de tiempo suficiente, mi hijo compondría una obra mucho más
atractiva que La finta giardiniera …

—Precisamente a esa ópera le faltaba alegría. Sin duda, las capacidades de


vuestro hijo son limitadas. Puesto que satisface al príncipe-arzobispo de
Salzburgo, ¿por qué ir a buscar fortuna en otra parte? Permaneced pues en
vuestra casa, señor Mozart, y disfrutad de los privilegios de vuestra
condición.

La estancia muniquesa terminaba en desastre. A Wolfgang, Leopold le contó


únicamente la indecisión del conde de Seeau, de inciertos gustos artísticos.

La advertencia era cruel. No habría encargo de una nueva ópera para la


próxima cuaresma, ni de una partitura cualquiera para la corte de Baviera, ni
de música religiosa.

El 6 de marzo de 1775, los Mozart se pusieron en camino, de nuevo, hacia


Salzburgo.
44

Salzburgo, 23 de abril de 1775

Sentado junto al archiduque Maximiliano-Franz, cuarto y último hijo de la


emperatriz María Teresa, el príncipe-arzobispo Colloredo estaba orgulloso de
ofrecer al ilustre huésped, de paso por la ciudad, una pequeña ópera en dos
actos y catorce números, El rey pastor [113] , debida a la despierta pluma del
joven Mozart, sobre un libreto de Metastasio.

Alejandro Magno en persona quería conceder el trono de Sidón a una pareja


forzada. Tomando conciencia de su error, elige a mejores candidatos, entre
ellos, a un pastor deseoso, sin embargo, de quedarse con su rebaño. Y todo
termina del mejor modo, gracias a la clarividencia de Alejandro, que, era
evidente, igualaba la de Colloredo.

Tras un primer concierto para violín, impersonal y ligero[114] , Wolfgang tuvo


que componer a toda prisa esa larga serenata que en nada se parecía a la
gran ópera con la que soñaba.

Colloredo estaba encantado, satisfecho por la cálida acogida; el archiduque


haría el elogio del príncipe-arzobispo en la corte de Viena, donde se decidía el
porvenir de la región. Si José II conseguía imponer su reforma, él mantendría
la prosperidad.

Brunswick, 26 de mayo de 1775

Los habitantes de la villa de Brunswick asistieron a un extraño espectáculo.


Guiados por el Gran Maestre provincial Charles de Hund, los Caballeros de la
Estricta Observancia templaria recorrieron las principales calles para llegar a
la Casa de la orden, donde los aguardaba el Gran Maestre, el duque de
Brunswick.

Previsto hasta el 6 de julio, el convento masónico reunía a todos los


dignatarios y prometía hermosos enfrentamientos. Tres comisiones se
encargarían del desarrollo de la orden: la primera se ocuparía de economía, la
segunda de política y la tercera de las ceremonias. De sus trabajos emanarían
informes cuyo contenido permitiría tomar decisiones al Gran Maestre.

Esa primera gran manifestación oficial en sus tierras tenía un hermoso éxito
popular. Los curiosos, intrigados y admirados al mismo tiempo, apreciaban la
presencia de aquellos caballeros soberbiamente vestidos.

Mientras sus adjuntos resolvían los problemas de intendencia, el Gran


Maestre recibió en privado a Charles de Hund, delgado y enfermo.

—Sentaos, mi querido hermano, ¿deseáis agua, una tisana o una bebida más
fuerte?

—Un poco de agua, por favor.

El duque sirvió personalmente a su huésped.

—Vuestra salud me preocupa.

—Estoy muy enfermo —reconoció Hund—, y tengo los días contados.

—Estoy desolado. Los mejores médicos de Brunswick intentarán curaros.

—Es demasiado tarde.

—¡No seáis tan pesimista!

—¿Acaso si la Estricta Observancia me sobrevive, no lo habré conseguido?

El duque se sintió turbado.

—Mi querido hermano, desgraciadamente tenéis muchos enemigos, algunos


espíritus mezquinos os reprochan una falta de precisión sobre los orígenes de
la orden y la legitimidad de vuestro poder espiritual.

—¡Ya lo he dicho todo a ese respecto!

—Vuestras explicaciones carecen de consistencia. Con toda sinceridad, os


defendéis muy mal. Y temo que vuestros más fieles apoyos os abandonen.

—Solo y desacreditado…

—Dadas mis responsabilidades, ¿no tengo el deber de mostrarme lúcido, aun


deplorando la crueldad de esa actitud?

Charles de Hund ya no se sentía capaz de luchar.

—¿Qué esperáis de mí?

—En primer lugar, que avaléis mi decisión de transferir de Dresde a


Brunswick la sede del gobierno de la orden; luego, que aprobéis el
nombramiento de mis íntimos para los puestos de responsabilidad;
finalmente, que os retiréis para dejarme ejercer la totalidad del poder. Yo os
protegeré, a cambio de vuestro apoyo. Sean cuales sean vuestros errores y
vuestras insuficiencias, los asumiré. Y os cuidaréis con toda tranquilidad.

Charles de Hund se arrellanó en su sillón y cerró los ojos, ya que lo abrumaba


la fatiga.

Viena, julio de 1775

Al acabar con una revuelta campesina en Bohemia, José II había demostrado


su firmeza. Decidido a mantener la grandeza del imperio afirmando su
autoridad, también sabía tomar medidas populares, como la apertura al
público de los jardines del Augarten.

Joseph Anton temía un exceso de liberalismo que debilitara a la policía y


redujera la seguridad. Muchos francmasones alentaban dicha tendencia, con
sus palabras al menos.

Geytrand, de regreso del ducado de Brunswick, se presentó para informar.

—Los conventos masónicos son verdaderas minas de información —declaró,


satisfecho—. Algunos participantes están tan contentos cuando se los invita
que charlan de buena gana; encontré a uno tan vanidoso que me lo contó
todo. El barón de Hund está muy enfermo, y el duque de Brunswick en plena
forma. El infeliz fundador de la orden acaba de ser enviado a casa, donde
morirá, abandonado y despreciado.

—Dicho de otro modo, Femando de Brunswick toma plenos poderes.

—Apartado Hund, ha nombrado a sus fieles para los principales puestos. Así
controlará las finanzas y orientará la política de la orden según su propio
modo de ver las cosas.

—¿Qué quiere, concretamente?

—Restaurar la Orden del Temple y devolverle su esplendor de antaño. Y ese


Gran Maestre tiene mucha más envergadura que el barón de Hund. Sería un
error no tomarlo en serio.

—¿Y el contenido de los rituales?

—Sobre ese punto, el convento ha terminado en fracaso. El duque de


Brunswick esperaba convencer a los clérigos de que ofreciesen a los
caballeros sus conocimientos esotéricos. ¡En balde! Los eruditos se
empecinan en guardar sus secretos. No es muy fraterno… Al Gran Maestre le
toca apaciguar las tensiones e imponer una mejor disciplina. ¿Conseguirá el
duque de Brunswick mantener una coexistencia pacífica entre las diversas
ramas de la orden?

—Es un hombre peligroso —estimó Joseph Anton—. Peligroso pero intocable.


45

Salzburgo, agosto de 1775

Sufriendo por el calor, Miss Pimperl pasaba el día durmiendo en el gran


apartamento de la familia Mozart. Wolfgang paseaba al fox-terrier por la
mañana, muy pronto, y muy avanzada la tarde, sin olvidar jugar con una
pelota de trapo que la perra siempre acababa quitándole.

Anton Stadler iba tras algunas faldas, Wolfgang componía. Un segundo


concierto para violín[115] compuesto el 14 de junio, al gusto francés,
superficial y refinado, pues. Luego una sonata para iglesia[116] , una
serenata[117] y un divertimento[118] destinado a alegrar una comida del
príncipe-arzobispo organizada en el castillo de Mirabell, su pequeño
Versalles.

Dicho de otro modo, nada profundo. Deprimido, el músico retomó su cantata


fúnebre de 1767 y le añadió un coro final. Ese diálogo entre el Alma y el
Ángel, esa evocación de la muerte y del más allá le permitieron escapar unas
horas a la galantería y la sosería que Colloredo imponía.

Y Thamos reapareció, durante el paseo vespertino. Miss Pimperl lo festejó.

—¡Me creía abandonado!

—Te abandonas tú mismo.

—Me confían un trabajo concreto, y lo llevo a cabo. El príncipe-arzobispo sólo


aprecia un tipo de música, al que ninguno de sus lacayos músicos puede
escapar.

—¿Ni siquiera tú?

—¡Los barrotes de su prisión son en exceso sólidos!

—¿Olvidas componer para ti mismo, fuera del cepo de tus encargos?

—Casi… De todos modos, he completado una vieja cantata que nada tenía de
ligera.

—Así nos encontramos de nuevo. ¿Por qué iba a interesarme por un mediocre
incapaz de luchar contra la adversidad?

—¿Mediocre, yo? ¡Creo que ya he dado buenas pruebas de que no lo soy!

—¿Estás seguro?
Wolfgang vaciló, pero resistió.

—He dado lo mejor de mí mismo, he…

—Todavía no. Y no sigues el buen camino al dejarte atrapar por tus propias
facilidades.

—El príncipe-arzobispo exige…

—Tú compones. Sobre todo, no te duermas.

—Si la ópera sobre los misterios egipcios hubiera tenido éxito, yo no estaría
aquí.

—Olvida los «si», forja tu voluntad y tu arte. Sólo ellos te abrirán la puerta del
conocimiento.

Salzburgo, 12 de septiembre de 1775

Al leer la partitura del tercer concierto para violín[119] de su hijo, Leopold se


sintió sorprendido e inquieto. Ciertamente, respetaba poco más o menos el
estilo galante, y el rondó final, a la francesa, sin duda alegraría al príncipe-
arzobispo. El movimiento lento, un adagio, tenía un aspecto algo melancólico
pero que no aburriría al auditorio. En cambio, el alegro inicial chirriaba.
Poderoso, desenvolviendo temas en menor, ofrecía al solista sorprendentes
diálogos con la orquesta.

—¿No es demasiado imponente este comienzo? Podrías atenuar…

—¿Acaso el movimiento no progresa con naturalidad?

—Los oídos de Colloredo no están acostumbrados a tanta complejidad. Parece


una especie de… explosión.

—¡Tal vez despierte el alma del gran muftí!

Contrariamente a los temores de Leopold, la obra no escandalizó a nadie.

Distraídamente, el príncipe-arzobispo sólo se preocupaba por su nuevo


programa de economía.

¿Pagarían el pato los criados músicos?

Lyon, septiembre de 1775

A los cuarenta y cinco años de edad, el comerciante en tejidos Jean-Baptiste


Willermoth tenía cara de vividor, unas espesas cejas, unos labios sensuales y
unos grandes ojos, algo ingenuos. Cordial y simpático, caritativo, se
encargaba de obras de beneficencia y parecía llevar la tranquila existencia de
un gran burgués de Lyon.
Sin embargo, su ideal no consistía en amasar una inmensa fortuna.
Francmasón desde los veinte años y Venerable Maestro inamovible de la logia
que había creado[120] , demostraba desarrollar una desbordante actividad
para propagar el ideal masónico.

Willermoth se había convertido en uno de los jefes de la rama francesa de la


Estricta Observancia templaria. ¿Acaso no representaba el porvenir de la
francmasonería, siempre que desarrollase una auténtica espiritualidad, lo que
hacía mucha falta en la mayoría de las logias?

No contento con presidir y animar las logias lionesas, Jean-Baptiste


Willermoth mantenía una voluminosa correspondencia con numerosos
místicos y francmasones, con el fin de propagar sus ideas. La Estricta
Observancia sin duda le permitiría apresurar el movimiento y conquistar toda
Francia.

Se imponía la mayor prudencia. Willermoth no debía desvelar demasiado


pronto sus verdaderas intenciones, pues no conocía al nuevo Gran Maestre, el
duque de Brunswick. ¿Sería intransigente y cerrado, o abierto a las visiones
místicas? Otra iniciativa: el arraigo alemán de la orden templaria disgustaba a
algunos patriotas franceses. Willermoth debía proceder, pues, a dar pequeños
brochazos y esperar circunstancias favorables antes de imponerse como un
incontestable jefe de filas, primero al modo de una eminencia gris, luego a
plena luz.

Salzburgo, 15 de noviembre de 1775

Leopold no se calmaba. El 30 de septiembre, Colloredo había cerrado el


teatro principesco como medida de ahorro. Una mala noticia para los músicos
de la corte, privados ahora de un valioso instrumento de trabajo.

Frente a numerosas presiones, más o menos solapadas, el príncipe-arzobispo


aceptó abrir un nuevo teatro en el parque Mirabell, cerca de su palacio. Pero
le correspondería a un empresario acoger allí a las compañías ambulantes, sin
conceder plaza privilegiada alguna a los músicos salzburgueses.

El espacio de creación disminuía, pues, sensiblemente.

Respetados, los Mozart, padre e hijo, mantenían su puesto. En el rondó final


de su cuarto concierto para violín[121] , inspirado en Boccherini, Wolfgang se
había divertido incluyendo un tema folclórico alsaciano útil para la obra,
agradable para los oídos del gran muftí, el nombre de «concierto de
Estrasburgo». Satisfecho al ver que su hijo entraba de nuevo en razón, a
Leopold le gustó menos, el 20 de diciembre, el quinto concierto en la
mayor[122] , a causa de un movimiento lento, de inquietante profundidad y de
la intensidad rítmica del final.

—Demasiado henchido y denso —juzgó—. Deberías reemplazar este adagio.

—Como queráis, padre. Sabed que no escribiré más conciertos para violín y
orquesta. Choco con los límites de un género asfixiante.

Mientras paseaba a Miss Pimperl , que adoraba brincar en la nieve, Wolfgang


se encontró con Thamos.

—Me ha gustado tu reacción, Wolfgang.

—¡No es ésa la opinión de mi padre! Sanciona cualquier exceso, para no


disgustar a Colloredo…

—Al príncipe-arzobispo le gustará, tal vez, la próxima ópera que se monte en


su nuevo teatro.

—¿Estilo italiano o francés, espero? De lo contrario, fracaso asegurado.

—Estilo mozartiano en formación.

—¿Qué queréis decir?

—¿No lo adivinas? Gracias a unas cuantas relaciones influyentes, he


conseguido obtener una reposición de Thamos, rey de Egipto .
46

Salzburgo, 30 de enero de 1776

Pese al mal tiempo, la representación de Thamos, rey de Egipto fue como un


rayo de sol para Wolfgang. Por lo que se refiere al juicio del príncipe-
arzobispo Colloredo, éste cayó como la cuchilla de una guillotina.

La obra de Von Gebler no le disgustó, pues la interpretó en función de la


filosofía de las Luces y no vio en ella la alusión política contra el gobierno
austríaco. En cambio, consideró inútiles los coros del joven Mozart. En
resumidas cuentas, una obra menor para olvidar.

Al salir del teatro, el egipcio consoló a Wolfgang.

—Olvida la crítica y sigue trabajando sobre el tema, aun sin escribir ni una
nota. Lentamente, muy lentamente, los misterios alimentarán tu pensamiento.

—¡El gran muftí detesta mi música!

—No la que te permite recibir un salario y profundizar en tu conocimiento de


los estilos y los instrumentos. Esta representación nos ha ofrecido una valiosa
enseñanza: Colloredo no se ha indignado ni escandalizado. Sólo ha visto una
especie de cuento ingenuo que evoca una antigüedad ya pasada. Poco a poco,
aprenderás a crear formas que, sin traicionar el mensaje, gusten a todos los
auditorios, del más sabio al más popular. Algunos apreciarán el hechizo, otros
el estilo, la mayoría se dejarán encantar y un pequeñísimo número percibirá
lo esencial.

—¿No es lo esencial la enseñanza de los sacerdotes del sol?

—Sigue seduciendo a Salzburgo y demuéstrame que eres capaz de


domesticarlo sin perder tu alma.

Salzburgo, 27 de enero de 1776

Wolfgang merecía una pantagruélica comida de aniversario con ocasión de


sus veinte años. Presa de una fiebre creadora, acababa de componer un
delicioso concierto para piano[123] , una divertida «serenata nocturna»[124] ,
un divertimento[125] cuyo grave trío en sol menor hacía olvidar que la obra
estaba destinada a alegrar una comida de Colloredo, una sonata para
iglesia[126] y un concierto para tres pianos[127] adaptado a las posibilidades
técnicas de una joven virtuosa, la condesa Josefa.

—El príncipe-arzobispo, la corte y la aristocracia aprecian la calidad y la


cantidad de tu trabajo —reconoció Leopold—. En la Iglesia y en los salones te
reconocen como un auténtico profesional. Y tengo una excelente noticia que
darte: varias damas afortunadas desean que les des lecciones de piano.

—Enseñar no me interesa en absoluto.

—Es indispensable, Wolfgang. Por una parte, no puedes rechazar a algunas


personas de alto rango; por la otra, te irán bien unos ingresos extras. ¿Te
avergonzaría seguir los pasos de tu padre y convertirte en un buen pedagogo?

—¡No, claro que no!

—Entonces, no sigamos discutiendo. Tu porvenir ya está trazado: serenatas y


diversiones para corte y para los ricos aficionados a la música, letanías y
misas para la Iglesia, enseñanza destinada a las personas de calidad. ¡Un
verdadero éxito, a tus veinte años!

—¡Un gran éxito! —asintió Anna-Maria—. ¿Y a quién no le gustaría pasar unos


felices días en Salzburgo?

Berlín, abril de 1776

El ex pastor Wöllner, francmasón de la Estricta Observancia templaria desde


1768, obtenía por fin el tan ambicionado puesto: Venerable Maestro de la
célebre logia de los Tres Globos. Con su hermano y amigo Bischoffswerder,
un oficial, controlaba también la logia Federico del León de Oro.

A partir de esas dos entidades, ambos cómplices, alentados por el poder,


implantarían en Berlín la Rosacruz de Oro del antiguo sistema del que eran
ocultos misioneros. Misioneros y también dobles agentes, puesto que
lanzaban su ofensiva con el acuerdo y el apoyo de los jesuitas.

Uno y otro ignoraban que éstos actuaban por influencia de Joseph Anton, cuyo
trabajo de zapa comenzaba a dar resultados. Puesto que no podía atacar de
frente a la francmasonería, instilaría veneno continuadamente para corroerla
desde el interior.

Joseph Anton no se limitaba a observar y alimentar sus experiencias. Ahora,


actuaba.

Salzburgo, abril de 1776

—Encantador, delicioso, maravilloso. Este concerto [128] es tan distinguido…


¡Me encanta! Señor Mozart, es usted un mago.

Wolfgang hizo una reverencia.

La condesa Antonia von Lützow estaba visiblemente fascinada por la fluida


música del joven compositor, tan apreciado por la sociedad salzburguesa.
Dedicándole aquel concierto en do mayor, Wolfgang iba a despertar muchas
envidias.

—Me gustaría tomar más lecciones —suplicó la condesa—, para interpretar


esta partitura sin cometer errores.

—Mi horario ya está muy cargado y…

—¡Os lo ruego, señor Mozart!

—Sentaos al piano.

Wolfgang corrigió algunos de los numerosos errores de su alumna y le


prometió otro ensayo. Luego se dirigió a casa de Anton Stadler para
desafiarlo a los dardos y liberar así sus nervios. ¡Santo Dios, cómo le
exasperaba la enseñanza!

Satisfacer a sus padres demostrándoles su capacidad no bastaba para hacerlo


feliz. Si el porvenir consistía en envejecer lentamente vestido de músico
lacayo, sometido a las exigencias de un pequeño tirano, ¿para qué
construirlo? Gracias a Thamos, Wolfgang mantenía la esperanza. Y no
decepcionaría a su amigo llegado de tan lejos.

Ingolstadt, 1 de mayo de 1776

Con veinticinco años de edad, profesor de derecho y, muy pronto, decano de


la universidad de la pequeña ciudad de Ingolstadt, en Baviera, Adam
Weishaupt estaba viviendo un momento excepcional. Nacido en esa antigua
plaza fuerte de los jesuitas cuya orden, disuelta hoy, seguía actuando de un
modo oculto, había decidido combatir a la Iglesia, al catolicismo y a sus
secuaces. Weishaupt, que era ateo, advertía su espantosa influencia en la
educación y la enseñanza superior. Esa religión estúpida embridaba las almas
e impedía pensar libremente a los individuos.

¿Cómo luchar contra el oscurantismo, salvo reuniendo los espíritus fuertes,


decididos a propinarle golpes decisivos? Aquel 1 de mayo, al crear la sociedad
secreta de los Iluminados de Baviera, Weishaupt se otorgaba el instrumento
indispensable para cumplir su sueño.

Sus fíeles todavía eran muy pocos, pero se comportaban como exploradores y
propagadores de la Luz. La mayoría deseaban establecer un compromiso
entre la razón y una religión menos sectaria, sin adherirse a las ideas
revolucionarias de algunos filósofos franceses. Los primeros Iluminados
criticaban, sin embargo, los privilegios de los reyes y los príncipes, sobre todo
cuando ejercían sus poderes sin discernimiento ni competencia. Posición muy
poco original, por otro lado, pues estaba ampliamente extendida por el teatro
y la literatura.

No obstante, era necesario pasar de la teoría a la práctica, evitando la


violencia. Conscientes de que el catolicismo temporal había desnaturalizado
la espiritualidad, los Iluminados no desdeñaban la enseñanza de los Antiguos,
especialmente los egipcios. Durante la reunión de los fundadores, se tomaron
varias decisiones: el secreto absoluto, la compartimentación, un intenso
trabajo intelectual, una estricta disciplina, una educación laica, la publicación
de folletos, el atento examen de cualquier candidatura, exigiendo un detallado
curriculum vitae del postulante. Además, los nombres de los adherentes y sus
lugares de encuentro estarían cifrados[129] .

El éxito pasaba por la conquista de la francmasonería, apoyo ideal para


propagar una nueva filosofía.
47

Salzburgo, mayo de 1776

Ninguno de los oyentes de la Gran Misa en do mayor[130] de Wolfgang Mozart


se aburrió, pues la música era brillante. Más bien alejada del marco religioso
habitual, no incitaba en absoluto al recogimiento. Puesto que no conseguía
doblegarse a las exigencias de Colloredo, el joven había compuesto por fin
una Missa longa , una «misa larga» que, dada su excesiva duración, no podría
interpretarse en la catedral. La acogió la iglesia de San Pedro, para mayor
placer de sus fieles.

—He gozado mucho —reconoció Anton Stadler—. ¿No te arriesgas al


descontento de la gente de Iglesia?

—Están tristes y deprimidos, ¡yo les devolveré la alegría!

—Nuestros queridos religiosos no tienen muy desarrollado el sentido del


humor.

—Tenía que salir de ese cepo. Controlar cada misa de acuerdo con las reglas
de Colloredo se me hacía insoportable.

Viena, 20 de mayo de 1776

—¡Encuentro en la cumbre! —anunció Geytrand a Joseph Anton—. Gracias a


uno de los lacayos del duque de Brunswick, he sabido que el Gran Maestre de
la orden templaria acaba de recibir al del Rito sueco, el duque de Sajonia-
Gotha. Un almuerzo suculento, al parecer, regado con vinos excepcionales.

—Y dejando al margen esa comilona diplomática, ¿hay algo importante?

—Esos dos grandes señores han intentado poner fin a las hostilidades entre
sus movimientos masónicos. Uno y otro aspiran a la conquista de Europa, y la
discusión fue espinosa.

—¿Unión sagrada o enfrentamiento total?

—Ni lo uno ni lo otro, al parecer. El duque de Sajonia-Gotha no quiere ruido,


pero se negará a disolver su cofradía en la Estricta Observancia. Por lo que al
duque de Brunswick se refiere, no limitará sus ambiciones. Las únicas
concesiones, al parecer, son que la orden templaria no se implantará en
Suecia, y que el Rito sueco acallará a sus miembros más virulentos. Pero esa
falsa paz se ha roto ya.

—¿De qué modo?


—Zinnendorf se encuentra en Viena para adherir cuatro logias al Sistema
sueco.

—¿Lo siguen permanentemente, claro está?

—Claro está, señor conde, al igual que a su emisario oficial Von Sudthausen.

—Solicita audiencia al emperador José II —ordenó Joseph Anton.

Geytrand palideció.

—¿Piensa el Rito sueco obtener un reconocimiento oficial?

—Sin duda alguna.

—¡Eso sería una catástrofe!

—No hay motivo para inquietarse. He hecho llegar a su majestad un


expediente muy instructivo.

Viena, 26 de mayo de 1776

Von Sudthausen estaba muy decepcionado. El proyecto de fusión entre la


orden templaria y el Sistema sueco fracasaba de un modo lamentable. Las
ensoñaciones de su amigo Zinnendorf saltaban hechas pedazos, a menos que
la audiencia concedida por José II tuviera un resultado positivo.

El monarca fue de una extremada frialdad.

—Majestad, os ruego que seáis el protector de las logias masónicas


pertenecientes al Rito sueco. Los hermanos son del todo respetuosos con
vuestra autoridad suprema y con las leyes que promulgáis. Sólo hombres de
calidad son admitidos en nuestras asambleas, donde ninguna palabra
subversiva podría admitirse. Podéis contar con la absoluta y sincera fidelidad
de los francmasones.

—Muy bien, pero disponéis ya de una logia adherida al Rito sueco, y me


parece que con eso basta y sobra. Autorizo su existencia, siempre que se
respete estrictamente nuestra legislación.

—Os lo agradezco mucho, majestad. Vuestro alto patronazgo sería…

—No contéis con él. Un espíritu liberal no debe ser débil ni partidista.
Favorecer a la francmasonería escandalizaría a muchas altas personalidades,
comenzando por la emperatriz María Teresa.

—Lo sé, majestad, pero…

—La entrevista ha terminado.

Von Sudthausen se retiró. El Rito sueco nunca se implantaría en Viena.


Salzburgo, 10 de junio de 1776

El día de San Antonio de Padua, la condesa Antonia Lodron organizó una gran
fiesta en su honor. Los festejos debían acompañarse con una música ligera y
cuidada, un divertimento[131] , pues del joven Mozart. ¿Acaso el príncipe-
arzobispo no saboreaba sus melodías en cada una de sus comidas mundanas?

Entre los invitados estaba el conde de Tebas, un dignatario extranjero tan


acaudalado como discreto. Gran viajero, ofrecía importantes sumas a los
asilos y a las escuelas que acogían a huérfanos y desheredados.

Wolfgang se preguntó por qué participaba el egipcio en tales mundanidades.


Impasible, Thamos no demostró en absoluto su emoción cuando, desde el
comienzo hasta el final, con inesperada solemnidad, percibió las primicias de
la Gran Obra[132] .

En cuanto la obra terminó, la concurrencia comenzó a charlar. Aprovechando


el estruendo, Thamos se esfumó. Wolfgang sintió una profunda angustia:
¿indicaba eso una desaprobación definitiva?
48

Viena, 20 de julio de 1776

A sus cuarenta y tres años, Joseph von Sonnenfels, profesor de ciencias


políticas en la Universidad de Viena, había sido el primer jurista austríaco en
defender las ideas de la filosofía de las Luces en su periódico Der Mann ohne
Vorurteile (El hombre sin prejuicios) . Apreciado por José II, acababa de
obtener una gran victoria: la abolición de la tortura.

El emperador conocía su pertenencia a la logia masónica de la Verdadera


Concordia, pero ignoraba que el brillante universitario era también uno de los
Iluminados de Baviera, entusiasmado con los grandes proyectos de
Weishaupt. Una excelente noticia lo confortaba en este camino: la creación de
los Estados Unidos de América, gracias al impulso del francmasón George
Washington, primer presidente de aquel nuevo país en el que la libertad de
conciencia sería uno de los aspectos fundamentales.

Joseph von Sonnenfels, que había sido convocado a palacio, no retrocedería.


Esperando eventuales regañinas del emperador, el jurista intentaría explicar
el fundamento de sus posiciones. José II parecía menos obtuso que María
Teresa y creía en la necesidad de adoptar reformas liberales, ¿pero hasta
dónde?

—Señor profesor —declaró el soberano—, tengo que confiaros una tarea


urgente. Algunos la considerarán menor, yo la estimo importante. No sois
indiferente de la política cultural, según creo.

—¡Al contrario, majestad!

—Quiero un teatro nacional alemán en Viena, administrado por la corte. ¿Qué


proponéis?

Afortunadamente, Von Sonnenfels era de fácil respuesta.

—El Burgtheater. Yo suprimiría las deplorables farsas que atontan al gran


público, y esa hermosa institución produciría obras musicales alemanas,
alternándolas con las italianas.

—Estoy de acuerdo. Poned manos a la obra.

Salzburgo, verano de 1776

El 20 de julio, una larga y alegre serenata[133] de Wolfgang, tocada con una


gran orquesta, había iluminado la boda de Elisabeth Haffner, hija de un rico
comerciante y burgomaestre de Salzburgo. La misma alegría en el
divertimento[134] en re mayor, acompañado por danzas francesas, que se tocó
en el veinticinco aniversario de Nannerl.

Y, luego, esa alegría algo forzada se habría quebrado con ocasión de otro
divertimento[135] para piano, violín y violoncelo cuyo lento movimiento
revelaba una inquietante tristeza.

¿Seguir componiendo música galante y superficial no lo llevaba acaso a un


callejón sin salida? ¿No equivalía a una condena la desaparición de Thamos?

Era imposible confiarse a su padre, a su madre o a su hermana. La única que


lo comprendía era Miss Pimperl , siempre dispuesta a jugar y a disipar la
tristeza.

—Tu trabajo nada tiene de vergonzoso —afirmó la voz que estaba esperando.

—¡Thamos! ¿No me despreciáis?

—Al contrario, Wolfgang. Demuestras diariamente tu seriedad al cumplir


correctamente con tus funciones. Comienza a apuntar, aquí y allá, tu
verdadero porvenir. Pero todavía tendrás que llenar mucho papel pautado…

—Sólo tengo veinte años y ya soy un pequeño funcionario al servicio de un


tirano mediocre cuyo gusto musical pretende ser absoluto.

—Aprendes tu oficio y modelas unas armas en previsión de futuros combates.


¿Acaso uno de los aspectos de la inteligencia no consiste en adaptarse?

—De vez en cuando siento ganas de pisotear los instrumentos y tirar los
restos a la cara del príncipe-arzobispo, sólo para saber si tiene algo de
sensibilidad.

—No reprimas ese deseo.

—¿Me… me alentáis a la revuelta?

—Sería prematuro. Realizar el acto justo en el momento justo es la principal


facultad de un buen mago. Tendrás que superar numerosas etapas antes de
ejercerla. Haber sido un niño prodigio no te facilita la tarea.

—¡Ya no lo soy!

—Mucho mejor, Wolfgang. Trabaja, entonces.

Wiesbaden, 15 de agosto de 1776

El convento masónico reunía a los numerosos delegados de las logias y a


varios visitantes distinguidos. A Thamos, que estaba sentado junto a Johann
Joachim Christoph Bode, su vecino le parecía muy turbulento. Aquel hermano,
sanguíneo y nervioso, no dejaba de maldecir a los oradores que le parecían
tibios y aburridos.
—Y todavía no has oído lo peor —le dijo a Thamos—. Nos anuncian al Mesías,
¡el salvador de la francmasonería!

—¿Cómo se llama?

—Gottlieb, barón de Gugomos, consejero del gobierno de Rastatt. ¡Ah, ahí


está!

El nuevo profeta tomó la palabra y fue directamente al grano.

—Fui iniciado en Roma y conozco los grandes secretos. Del todo lleno del
espíritu superior, he venido para arrancaros de las tinieblas y enseñaros la
verdad. Si las logias me obedecen y renuncian a sus errores, abandonarán el
camino del diablo y avanzarán por el de Dios.

—¡No queremos a tu Dios! —estalló Bode—. Un francmasón debe escapar del


poder de la Iglesia y pensar libremente.

Gugomos miró conmiserativo al hombre que lo contradecía.

—Cálmate, hermano, y no te conviertas en un perseguidor de la verdad que yo


encarno. De lo contrario…

—¿De lo contrario, qué?

—Domino los venenos, especialmente el aqua toffana , que deja pocos rastros
y fulmina a los perjuros y a los traidores. Mis fieles cantarán en el cementerio
salmos de luto sobre la tumba del hermano a quien hayan matado justamente.

—¡Ese impostor está completamente loco! —rugió Bode—. ¡Qué lo expulsen


de esta asamblea!

El presidente puso fin a la reunión. Era evidente que Gugomos no estaba del
todo en sus cabales.

—La francmasonería se deshonra al acoger a semejantes enfermos mentales


—le dijo Bode a Thamos.

—¿Qué preconizas, hermano?

—Un cambio radical de orientación. En primer lugar, erradicar a los jesuitas y


a sus espías, ocultos bajo los delantales masónicos. Luego, orientar nuestra
pervertida sociedad hacia la justicia y la igualdad.

—¿No temes una reacción violenta por parte de las autoridades?

—En la logia podemos hablar libremente. Y las ideas serán más poderosas que
un ejército inmenso. A fe de Bode, el incrédulo, los tronos se derrumbarán y
se impondrán nuevos valores.

Al salir de Wiesbaden, el 4 de septiembre, tras un inútil convento, Thamos


pensó en el abad Hermes y le rogó que lo ayudara. Necesitaba toda la
sabiduría de su maestro, nacido en el Oriente eterno, para convencerse de
que la francmasonería sería el marco para el desarrollo del Gran Mago.

Viena, 7 de septiembre de 1776

—El convento de Wiesbaden terminó en plena confusión —anunció Geytrand a


Joseph Anton—. Un loco de atar, el falso barón de Gugomos, amenazó incluso
con envenenar a los hermanos que se negaran a obedecerlo ciegamente.

—¿Fanfarronada o amenaza real?

—El provocador fue expulsado, pero afirmaba dominar una terrible sustancia,
el aqua toffana . Lo he comprobado, el veneno existe realmente. Administrado
a pequeñas dosis durante un largo período, no deja ningún rastro.

—Interesante —afirmó Anton tomando nota del detalle—. Intenta


procurártelo, con la mayor discreción.

—Por supuesto, señor conde.


49

Salzburgo, 7 de septiembre de 1776

Wolfgang se había divertido mucho escribiendo una melodía cómica para


tenor[136] que ponía en escena a un charlatán ridículo que exigía todas las
cualidades de su futura esposa. Era la continuación de otra composición para
la misma voz[137] , que evocaba la desgarradora despedida del príncipe Eneas
y la hermosa Dido, cuyo amor no tenía más salida que la muerte.

El joven oscilaba entre la tristeza y la alegría, y ya no sabía cómo expresar lo


que sentía en lo más profundo de sí mismo. Thamos podía ayudarlo, es cierto,
pero sólo él decidía sus encuentros. Y su padre, Leopold, no comprendía la
gravedad de sus estados de ánimo.

Un hombre, sólo uno, le dictaría el camino que debía seguir: el padre Martini.

Wolfgang no debía hablarle, sobre todo, de sus obritas galantes destinadas a


distraer a su empleador y a la buena sociedad salzburguesa. Al padre Martini
sólo le gustaban las composiciones serias y la música religiosa. Al dirigirle
una especie de llamada de socorro, sin duda el joven obtendría una respuesta
favorable, el padre lo invitaría a Bolonia y le procuraría trabajo. De modo que
Wolfgang tomó su más hermosa pluma y midió cada una de las palabras de las
que dependía su destino:

Reverendísimo padre y maestro, mi muy estimado maestro, la veneración, la


estima y el respeto que siento por vuestra persona me incitan a osar
importunaros con la presente carta, y a enviar adjunta una pobre muestra de
mi música, sometiéndola a vuestro soberano juicio. Escribí el año pasado una
ópera bufa, La finta giardiniera, en Munich, Baviera. Pocos días antes de mi
partida de aquella ciudad, su alteza el príncipe elector deseó escuchar
también algo de mi música de contrapunto. Me vi obligado, pues, a escribir
ese motete a toda prisa, para que tuvieran tiempo de copiar la partitura para
su alteza, y transcribir sus partes de modo que pudiera ejecutarse el
fragmento al siguiente domingo, en el ofertorio de la misa mayor.

Queridísimo y estimado padre y maestro, os ruego insistentemente que me


deis vuestra opinión, con total franqueza y sin ambages. Estamos en este
mundo para aprender permanentemente y con el fin de ilustrarnos unos a
otros intercambiando nuestros pensamientos, así como para intentar que las
ciencias y las artes progresen. ¡Cuántas veces, oh, sí, cuántas veces he
sentido el deseo de vivir más cerca de vos y de hablar con vos!

Mi padre ocupa la función de maestro de capilla en la catedral, lo que me da


la posibilidad de escribir para ésta tanto como deseo. Desgraciadamente, al
príncipe-arzobispo no le gustan demasiado los estilos antiguos. Nuestra
música religiosa es muy distinta de la que se interpreta en Italia, tanto más
cuanto una misa no debe durar más de tres cuartos de hora. De modo que ese
género de composición requiere una práctica particular, sin contar con que la
misa, pese a su brevedad, debe comportar el conjunto de los instrumentos,
incluidas las trompetas militares. ¡Sí, mi querido padre, así es!

Qué bueno sería poder contaros muchas cosas más. Ruego humildemente a
todos los miembros de la Sociedad filarmónica que me concedan su favor, y
no dejo de lamentar verme así tan alejado del hombre al que más venero en el
mundo, y del que sigo siendo el muy humilde y devoto servidor.

París, octubre de 1776

—Vuestra petición me ha intrigado, señor Mauvillon —dijo Mirabeau[138] con


su autoritaria voz—. ¿Por qué ponerse en contacto conmigo en secreto?

—Porque soy el embajador de una joven cofradía, los Iluminados de Baviera,


cuyas ideas deberían interesaros.

—¿Cuáles son?

—He aquí una memoria que yo mismo he redactado tras largas sesiones de
trabajo con los Iluminados. Abogamos por la supresión de la servidumbre, del
trabajo forzoso, de las órdenes de detención y de las corporaciones. A nuestro
modo de ver, es urgente luchar contra el despotismo y la intolerancia.

—Soberbio programa, Mauvillon, aunque muy peligroso.

—Por eso es necesario el secreto.

—Los Iluminados de Baviera, decís… ¿Os ha descubierto la policía?

—Todavía no. Somos muy pocos pero reunimos a intelectuales de renombre.


Su pensamiento se extenderá muy pronto por Europa. Francia nos parece el
país más abierto a un profundo cambio de las mentalidades.

—Se anuncian graves crisis, Mauvillon.

—¡Y vos, Mirabeau, desempeñaréis en ellas un papel decisivo!

—Eso espero, aunque con toda legalidad. No hay que ir demasiado lejos ni
demasiado aprisa.

—Ése es también nuestro punto de vista. ¿Aceptaríais entrar en nuestro


cenáculo?

—Lo pensaré.

Mauvillon no lo dudó: acababa de reclutar a un nuevo Iluminado cuya


influencia sería considerable.

Meinigen, 28 de octubre de 1776


El barón de Hund no tuvo la fuerza de dirigirse a la Tenida masónica que unos
hermanos, encantados con su paso, organizaban en su honor. Deprimido,
agotado y sintiendo que su obra se le escapaba, dejó de luchar.

El barón guardó cama y mandó a un caballero templario en el que tenía plena


confianza.

—Voy a conciliar mi último sueño —le anunció—. Quiero ser enterrado en la


capilla de mi dominio de Lipse, al pie del altar. Que me pongan el uniforme de
gala de Gran Maestre provincial de la Estricta Observancia templaria y
graben en mi losa sepulcral mis títulos, mi escudo de armas y el de la orden.

Y estrechando contra su corazón un pequeño libro rojo, encuadernado en


cordobán y que contenía los rituales templarios, el barón Charles de Hund
cerró los ojos.
50

Viena, noviembre de 1776

El fundador de la Estricta Observancia templaria, Charles de Hund, está


muerto y enterrado —le dijo Geytrand a Joseph Anton—. El Gran Maestre,
Femando de Brunswick, no va a llorarle demasiado. Ahora tiene las manos
completamente libres.

—Pero necesita encontrar un sucesor que dirija la importantísima séptima


provincia de la orden templaria. Hund no ejercía ya mucha influencia, pero
conservaba el prestigio del fundador.

—Brunswick designará a un testaferro para manipularlo a su antojo.

—Yo no estoy tan seguro de ello —objetó Anton—. La séptima provincia es la


punta de lanza de la orden, y no dejarán de manifestarse algunas
candidaturas fuertes. Hund, enfermo, había aceptado la supremacía del Gran
Maestre. Tal vez no ocurra así con sus competidores.

—En ese caso, se preparan enfrentamientos considerables y el debilitamiento


de la francmasonería.

—No nos alegremos demasiado pronto y aguardemos el nombramiento del


nuevo patrón de la famosa provincia a la que pertenece Austria.

—Mi red de informadores nos permitirá estar al día —prometió Geytrand.

Salzburgo, comienzos de diciembre de 1776

—No pareces muy alegre —le dijo Anton Stadler a Wolfgang, que acariciaba el
vientre de Miss Pimperl , tendida de espaldas y con las patas en el aire—. A
los veinte años deberías pensar en algo más que en escribir misas.

Cansado de obritas superficiales, despechado al no recibir una rápida


respuesta del padre Martini, Wolfgang, ante el gran asombro de su padre, no
había compuesto nada en octubre. Encerrado, solitario, iba madurando su
decisión de convertirse en un autor serio y consagrarse, en adelante, a la
música de iglesia.

Esta vez, Thamos no le reprocharía que se perdiera en los meandros de la


frivolidad. En noviembre, su misa en do mayor, que hacía especial hincapié en
el Credo[139] , había sido interpretada en la catedral de Salzburgo.
Respetando la duración impuesta por el príncipe-arzobispo, menos de tres
cuartos de hora, daba testimonio de un real fervor. ¿El Dios de los cristianos
ofrecería al joven el apaciguamiento y las respuestas a sus innumerables
preguntas sobre sí mismo, su arte y su porvenir?
Una misa breve[140] para la ordenación del conde Von Spaur, futuro decano
del capítulo de la catedral, otra misa breve para un solo órgano[141] , una
misa larga llena de intensos acentos[142] , una sonata para iglesia[143] …
Wolfgang iba dejando su estela, pero Thamos no reaparecía.

—Esta noche organizo una pequeña velada con algunas simpáticas amigas a
las que les gustaría mucho conocerte —indicó Anton Stadler—. Un muchacho
tan piadoso y serio las intriga. No deberías perdértelo.

—Lo siento, tengo trabajo.

Viena, diciembre de 1776

Depositando su escaso equipaje en su modesto alojamiento oficial de la


Universidad de Viena, Ignaz von Born admitió, por fin, que no se trataba de
un sueño.

Sensible a su reputación internacional y no deseando mantener al margen a


un sabio de semejante envergadura, la emperatriz María Teresa le había
atribuido un puesto de mineralogista.

Ella, la feroz adversaria de la francmasonería, ignoraba, pues, por completo el


compromiso y el ideal de Von Born. Pero los descubriría antes o después,
tanto más cuanto él pensaba frecuentar las logias vienesas y descubrir a los
hermanos deseosos de vivir una verdadera iniciación. Tendría que mostrarse
extremadamente prudente y pasar por uno de esos francmasones inofensivos,
que dedicaban las reuniones a comer y a beber.

Llamaron a su puerta.

Su primer visitante sin duda era un administrador o un colega.

—Thamos…

—Me satisface veros viviendo en Viena, hermano mío. Gracias a este puesto,
que os evitará cualquier preocupación material, podréis consagraros a la
construcción de una francmasonería iniciática.

—Este empleo os lo debo a vos, ¿no es cierto?

—No exageremos. Hice llegar a influyentes personalidades de la corte


algunas informaciones que os concernían. Puesto que nadie ponía de
manifiesto vuestra competencia, alguien tenía que encargarse de eso. Sólo os
he echado una mano, pues vuestro trabajo constante y su reconocimiento por
varias instituciones científicas son los que han obligado al imperio a no seguir
ignorándoos.

—No sé cómo…

—Para festejar vuestra instalación, he traído una botella de vino añejo.


Los dos hermanos brindaron.

—¿Deploráis la desaparición del barón de Hund? —preguntó Ignaz von Born.

—La muerte de un fundador es siempre un grave acontecimiento.

Pese a sus defectos, creía en el resurgir de una orden capaz de impedir que el
materialismo se extendiera por Europa. No comprendió que demasiadas
estructuras administrativas quebrarían el florecimiento espiritual y que la
debilidad de los rituales cegaba.

—¿Lo comprenderá, en cambio, el duque de Brunswick?

—Esperémoslo así, pero primero tendrá que mantener el control de la séptima


provincia. Si uno de sus adversarios se apodera de ella, la Estricta
Observancia corre el riesgo de estallar.

—Las consecuencias para el porvenir de la francmasonería serían


considerables —advirtió Von Born—. Pero no tengo en absoluto la intención
de tomar parte en esta batalla.

—En efecto, tenéis algo mejor que hacer. Lamentablemente, Viena no es el


marco ideal.

—Mantendré estrechos y secretos vínculos con Praga, una posición de


repliegue en caso de peligro. Nadie puede prever las fluctuaciones de las
autoridades y su actitud con respecto a las logias.

—Aún es más grave su actual estado —declaró Thamos—. Mucho parloteo,


mucho trabajo oral, muchas ceremonias convencionales y muy pocas
investigaciones iniciáticas. Las logias navegan entre diversos ritos sin
dirigirse a Oriente. He aquí un nuevo capítulo del Libro de Thot que os
ayudará a desvelar una parte de las tinieblas.

La Tradición, que todos creían enmudecida para siempre, se ofrecía al


alquimista. A pesar de la magnitud de la tarea, se prometió explorar el más
mínimo aspecto de aquel tesoro y hacerlo revivir, con la ayuda del egipcio.

—Desconfiad de los soplones y de los falsos hermanos —recomendó Thamos


—. La policía imperial recluta entre ellos a sus informadores. La
francmasonería es tolerada en la medida en que el poder sabe exactamente lo
que ocurre en ella.

—El respeto del secreto será uno de los primeros valores que deben
reconquistarse —aprobó Von Born—. Tarea ardua, pues será necesario reunir
a hombres de palabra, en busca del conocimiento y de la iniciación.

—Los inmensos templos del antiguo Egipto sólo contaban con un pequeño
número de iniciados —reveló Thamos—. A su alrededor, centenares de seres
vivían de su Luz. No es en absoluto necesario esperar para emprender,
hermano mío, ni tener éxito para perseverar.
51

Salzburgo, 18 de diciembre de 1776

Wolfgang no se atrevía a leer la carta del padre Martini. ¡Por fin aquella
respuesta tan esperada, aquella invitación a regresar a Italia junto al ilustre
maestro para componer música de iglesia y obras rigurosas!

El joven se encerró en su habitación y fue enterándose de las palabras que


iban a liberarlo de Salzburgo.

Mi joven amigo, he recibido con vuestra buena carta los motetes. Los he
examinado con gusto, de cabo a rabo, y debo deciros con toda franqueza que
me han gustado mucho, pues he encontrado en ellos todo lo que distingue a la
música moderna, es decir, una buena armonía, maduradas modulaciones, un
movimiento de los violines excelentemente apropiado, un natural fluir de las
voces y una notable elaboración. Me ha alegrado especialmente comprobar
que, desde el día en que tuve el placer, en Bolonia, de escucharos al clavecín,
habéis hecho también grandes progresos en la composición. Pero es preciso
que sigáis ejercitándoos infatigablemente. En efecto, la naturaleza de la
música exige un ejercicio y un estudio profundos, por tanto tiempo como se
viva [144] .

¡Qué terrible decepción! No había invitación, ni ofrecimiento de puesto, ni


encargo de obra religiosa tras aquellas palabras perfectamente irrelevantes.

Al padre Martini no le importaba el porvenir de un Mozart y sólo se entregaba


a sus trabajos de erudición, sin querer que nadie lo importunase.

Wolfgang no acusaría la recepción de aquella carta y nunca más le escribiría


ya. Abandonado, traicionado, no se humillaría.

Cuando salió de su habitación, su madre se preocupó.

—¡Qué pálido estás! ¿Te encuentras mal acaso?

—Al contrario, me siento liberado de un peso inútil. Perder las ilusiones te


alivia.

—¿El padre Martini te ha invitado a Bolonia? —preguntó Leopold.

—Está demasiado ocupado.

Sálzburgo, 31 de diciembre de 1776

El príncipe-arzobispo y sus súbditos celebraron alegremente el Año Nuevo


entregándose a los placeres de la mesa. Reunidos en torno a un festín, la
familia Mozart y sus amigos no esperaban la sorpresa que Wolfgang les
reservaba. Puesto que ya sólo componía misas, podía terminar impregnado
por sentimientos religiosos y consagrando todo su tiempo a celebrar las
alabanzas del Señor.

—Ofrezco a esta digna asamblea una serenata nocturna[145] para que se


alegren los corazones en el dintel de un afio nuevo —declaró el joven.

Cuatro pequeñas formaciones, que comprendían, cada una de ellas, un


cuarteto de cuerda y dos coros, iniciaron una divertida partitura, verdadera
parodia del estilo galante tan apreciado por la aristocracia y la burguesía
salzburguesas. Cuando una de las pequeñas orquestas enunciaba una frase,
las otras tres la retomaban como un eco. Dicho humor encantó a los
festejadores.

Tras aquella broma musical, que coincidió con el último segundo del año
difunto y el primero de 1777, se abrazaron y se desearon una excelente salud.

Luego, Wolfgang se esfumó y dio algunos pasos por la nieve. Necesitaba estar
solo.

—Reírse de uno mismo da fuerzas —declaró la grave voz de Thamos—. Tras


tanto fervor religioso, resulta necesario algo de relajo.

—¿Habéis oído mis misas?

—Estaba entre los fieles.

—¿Qué os han parecido?

—Una etapa obligada, ciertos hermosos impulsos, un honorable intento de


dialogar con Dios.

—Honorable… ¿He fracasado, pues?

—Has hecho bien explorando ese camino y corrigiendo la trayectoria que te


llevaba a un exceso de ligereza, pero nunca serás un buen creyente
aborregado y sumiso.

—Creo en Dios omnipotente, yo…

Wolfgang calló. Recitar una letanía lo aburría.

—¿Qué hay más allá de la creencia?

—El conocimiento —respondió Thamos.

—¿Cómo obtenerlo?

—Sigue construyéndote por medio de la música. Feliz año, Wolfgang.


Brunswick, 5 de enero de 1777

Gran Maestre de todas las logias de la Estricta Observancia templaria, a


Femando de Brunswick no le gustaba en absoluto aquel comienzo de año. La
muerte del fundador de la orden, Charles de Hund, le proporcionaba más
sinsabores que beneficios. Y lo peor estaba por llegar, pues la dirección de la
séptima provincia era ya objeto de múltiples codicias.

No tardarían en extenderse, dada la irrupción en el proscenio de un gran


señor con el que nadie se atrevería a medirse: Carlos, duque de Sudermania,
hermano menor del rey Gustavo III de Suecia. Algunos prometían el trono[146]
a aquel aficionado al ocultismo y al misticismo, sucesor del duque de Sajonia-
Gotha a la cabeza del Rito sueco, pero hermano también de la Estricta
Observancia y miembro de honor de la logia La Concordia, en Brunswick, en
el territorio privilegiado de Femando.

Carlos de Sudermania, que despreciaba por completo los tres primeros


grados de la francmasonería, sólo se interesaba por los altos grados. Y el
sueco no se limitaría a la séptima provincia. Intentaría apoderarse de la orden
templaria, luego de toda la francmasonería alemana, antes, tal vez, de
conquistar Europa.

El Gran Maestre de la Estricta Observancia impediría que aquel peligroso


rival emprendiera el vuelo y sembraría de celadas su camino. Si encontraba
muchos obstáculos, ¿no se batiría en retirada el duque de Sudermania?

—El conde de Tebas acaba de llegar —anunció el secretario particular de


Femando de Brunswick.

El duque esperaba febril a aquel Superior desconocido que, sin duda, lo


ayudaría a preservar la orden de los asaltos exteriores y de las querellas
intestinas. Ningún hermano conocía aquel contacto privilegiado, pues
cualquier chismorreo podía romper para siempre los tenues vínculos.

Thamos le impresionó de nuevo. El fulgor de su mirada no parecía de este


mundo y su innata elegancia de gran señor se imponía de modo casi
sobrenatural.

—¿La muerte del barón de Hund no os causa graves preocupaciones? —


preguntó el egipcio metiendo de inmediato el dedo en la llaga.

—Defenderé la orden hasta mi último aliento y no permitiré que ningún


intrigante me la hurte.

—Las aspiraciones del Rito sueco no son desdeñables —estimó Thamos—,


pero os amenaza otro peligro.

El Superior desconocido no ignoraba, pues, los planes del adversario, y el


Gran Maestre estaba impaciente por escuchar sus revelaciones.

—Berlín ha cambiado de bando. Aunque hermanos de la Estricta Observancia,


el ex pastor Wollner y su amigo Bischoffswerder, un militar, han echado mano
a las dos logias más influyentes[147] . Con el consentimiento tácito del
emperador, imponen los rituales de los rosacruces de oro, en detrimento de la
orden templaria. Saliendo de las sombras donde se agazapaban hasta hoy, los
rosacruces desean obtener la adhesión del mayor número posible de
francmasones, de los profanos incluso. Ya empiezan a circular textos, tanto en
el interior de las logias como en el exterior.

—¡Esos aventureros no tienen legitimidad alguna!

—Su tradición coincide con la vuestra —recordó Thamos—. La iniciación


procede de Egipto, donde fue concedida a Moisés. Salomón, los profetas, los
esenios, los adeptos de Eleusis y los pitagóricos formaron una cadena
ininterrumpida, destinada a preservar la sabiduría de los orígenes. Gracias a
un sacerdote egipcio de Alejandría, los primeros cristianos fueron iniciados en
ella. Y esta ciencia secreta, recogida por los magos y los alquimistas, sigue
enseñándose.

—¡Ningún iniciado debe ignorar el papel esencial de la Orden del Temple! —


afirmó Femando de Brunswick.

—Demostradlo.

El Gran Maestre quedó mudo de estupefacción.

—¿De… de qué modo?

—Convirtiéndoos, vos mismo, en rosacruz de oro. Así evitaréis conflictos entre


ambos movimientos masónicos. Además, lo que aprendáis os servirá para
alimentar vuestros propios rituales. ¿Acaso el porvenir de la Estricta
Observancia no depende de vuestra andadura?
52

Salzburgo, 27 de enero de 1777

Con ocasión del veintiún aniversario de Wolfgang, Miss Pimperl tuvo derecho
a otra porción de tarta y a tabaco español, que olisqueó con delicia. Tras la
comida, Leopold llevó a su hijo aparte, junto a una ventana del gran
apartamento.

La nieve caía a grandes copos, Salzburgo tiritaba.

—Europa oriental se hace cada vez más peligrosa. Tu madre y tu hermana no


comprenden nada de la política, y se limitan a gestionar del mejor modo
nuestra vida familiar. Este punto debemos tratarlo entre hombres. Aunque
das plena satisfacción al príncipe-arzobispo Colloredo, es preciso prever el
porvenir. Nuestra ciudad no gozará eternamente de su actual prosperidad,
sobre todo si estalla la guerra.

—¿Estáis pensando en hacer un nuevo viaje?

—Pienso en París. Los franceses no se lanzarán a un nuevo conflicto, y tú


obtuviste un gran éxito allí. Versalles, una corte brillante y rica, el apoyo de
nuestro amigo Grimm. Encopetados salones, conciertos de renombre…
Preparo nuestra estancia escribiendo a nuestras relaciones.

—¿Nos dejará partir Colloredo?

—Delicado problema. Convencerlo es cosa mía.

—¿En qué fecha haremos el equipaje?

—Lo ignoro, Wolfgang. Todo depende del eco de mis misivas.

La perspectiva encantó al muchacho. En el tema final del divertimento en si


bemol mayor[148] destinado a distraer al gran muftí durante una comida
oficial, introdujo un tema gracioso y profundo a la vez[149] que le abrió un
horizonte que —lo supo en cuanto lo modeló— iba a iluminarle insospechados
paisajes. Luego se apresuró a terminar otra obra de circunstancias, el último
divertimento[150] de una serie de seis, conjunto convencional y expedido a
vuela pluma cuya principal virtud consistía en facilitar la digestión del
príncipe-arzobispo.

—¿Y si dejaras de trabajar y conocieras a una persona encantadora? —le


sugirió Anton Stadler.

—A cada cual su vida —repuso Wolfgang, irritado.


—Una precisión útil: se trata de una pianista parisina.

Mademoiselle Jeunehomme no era hermosa ni fea, pero tenía mucha


conversación.

—¿Vos sois el niño prodigio?

—He crecido.

—Por lo común, los pequeños monstruos pierden su talento al envejecer.


¡Pero vos seguís siendo compositor!

—Tal vez porque lo he sido siempre.

—Me divierte descubrir un pequeño principado como Salzburgo que no


carece de actividades musicales.

—Nada que ver con París, supongo.

—La más hermosa ciudad del mundo sigue siendo el centro de las artes y las
letras. Quien no brille allí no puede aspirar a la gloria universal.

—¿Sigue el barón Grimm reinando sobre la cultura parisina?

—Sin su opinión favorable es imposible hacer carrera. Separa el grano de la


paja y arbitra las querellas.

—Es posible no ser esclavo de nadie, no pensar en público alguno, no esperar


ningún éxito y, sin embargo, expresar la libertad de crear.

—No os comprendo…

Wolfgang, enfebrecido, compuso un sorprendente concierto para piano[151] .


Salzburgo nunca había oído nada semejante. Un dramático diálogo entre la
solista y la orquesta, una profusión de temas, un movimiento lento en el que
la soledad rechazaba la desesperación y un alegro de desbordante júbilo que
afirmaba la voluntad de romper cadenas y de partir hacia la aventura.

La estancia de la parisina no era fruto del azar, sino un signo del destino, que
ofrecía al creador la posibilidad de desplegar una insospechada energía.

—Tu verdadero primer concierto para piano —advirtió Thamos acariciando el


cuello a Miss Pimperl , encantada con su paseo por la nieve.

—Lo escribí olvidando las exigencias de la galantería y el gusto de los


salzburgueses. Otra música comienza a hablarme, lejana aún y tan presente
sin embargo.

—¿Cuándo sales hacia París con tu padre?

—Sigue manteniendo correspondencia, cifrada, con sus distintas relaciones


para organizar el largo viaje. Será indispensable el acuerdo del gran muftí, y
no está seguro de obtenerlo. Conociendo la obstinación de mi padre, tal vez lo
derrote por cansancio. ¡Realmente, ya es hora de abandonar Salzburgo! Aquí
corro el riesgo de estropearlo todo.

—¿Renunciarías a partir si te predijeran temibles pruebas durante el camino?

—¿No son, acaso, necesarias e inevitables? Entre una muerte lenta en


Salzburgo y los riesgos de la aventura, elijo la segunda solución. Y os
demostraré que soy digno de vuestra estima.

Viena, 20 de marzo de 1777

Joseph Anton terminaba la lectura de más de diez informes de soplones bien


colocados. Todos adoptaban la misma conclusión: la lucha entre Femando de
Brunswick y Carlos de Sudermania iba a ser feroz. Era imposible predecir, en
aquel estadio de un enfrentamiento sordo aún, quién iba a derribar al otro y a
controlar la francmasonería, tanto más cuanto sus recíprocos manejos
resultaban más bien tortuosos.

A la cabeza de su propio rito, el duque sueco pertenecía también a la Estricta


Observancia templaria, cuyo Gran Maestre alemán era amenazado por la
súbita voluntad de expansión de la muy secreta Rosacruz de Oro, a la que
acababa de adherirse, sin duda para destruirla mejor.

Berlín inquietaba a Joseph Anton. Un ex religioso convertido en alquimista,


dom Pemety, se aliaba, también, con aquella Rosacruz de Oro que tanto
complacía a las autoridades, inconscientes del peligro escondido bajo los
oropeles ocultistas y las apariencias místicas. Por fortuna, los espías jesuitas
informaban a Anton y seguían haciendo un buen trabajo de zapa, orientando a
los dirigentes hacia un cristianismo inofensivo.

Si la francmasonería se reducía a una asociación más o menos discreta de


jaraneros respetuosos con el poder y si los dédalos de la Rosacruz de Oro
desembocaban en la creencia tradicional en Jesucristo, Joseph Anton dormiría
tranquilo de nuevo.

Pero el conde no creía en los milagros. Algunos francmasones no se dejarían


desactivar tan fácilmente, y seguirían fomentando conspiraciones contra el
orden establecido. Descubrirlos sería difícil y requeriría mucho tiempo.
53

Salzburgo, 20 de marzo de 1777

El intendente del príncipe-arzobispo Colloredo se inclinó con deferencia ante


su augusto patrón.

—¿Puedo informar a vuestra señoría de una situación algo… escandalosa?

—Te escucho.

—Un músico cercano a la familia Mozart sorprendió una conversación entre el


padre y el hijo, durante una pausa entre dos partes de un concierto. Están
proyectando marcharse al extranjero.

—¿Algún destino en concreto?

—París.

Colloredo despidió al chivato, que recibiría una pequeña recompensa. ¿De


modo que los Mozart soñaban con viajar de nuevo? El reciente dueño de
Salzburgo no mostraría la debilidad de su predecesor. Sus músicos-lacayos le
debían obediencia absoluta.

Salzburgo, 30 de marzo de 1777

Aunque a la condesa Lodron le hubiera gustado mucho el arrobador


divertimento[152] que Wolfgang había compuesto para ella, evocando las
bufonadas y las máscaras del carnaval, el joven, en cambio, no se apasionaba
por la obra. Una tentativa de trío para dos violines y violoncelo[153] se había
interrumpido bruscamente, por falta de inspiración.

Una sola pregunta obsesionaba a Wolfgang: ¿cuándo respondería Colloredo a


la súplica de su padre, solicitando un permiso de varios meses? Sopesando
cada palabra, testimoniando la más humilde sumisión, Leopold esperaba que
su omnipotente patrón se mostrase comprensivo. ¿Acaso los éxitos de su hijo
en el extranjero no recaían sobre la corte de Salzburgo?

Wolfgang, que jugaba a los dardos con Anton Stadler, apuntó a la cabeza de
un personaje tocado con un gran sombrero, cuyo perfil recordaba vagamente
al de Colloredo.

—¡Tienes muy buena puntería hoy!

—La cólera a veces es buena consejera.

—Pero no contra nuestro querido arzobispo. Comparado con el suyo, un puño


de hierro parecería algo blando. Sobre todo no lo ataques, te destruiría.
Nosotros, los músicos, sólo somos criados, y debemos aprender a callar.

—Tú tal vez; yo no. Estoy al servicio de la música y no de un tirano.

—Sólo él te permite seguir componiéndola y hacer que la interpretes.

Wolfgang, enojado, falló el blanco.

Viena, 25 de junio de 1777

Geytrand estaba exultante de alegría.

—Los francmasones del Rito sueco están furiosos —le dijo a Joseph Anton—.
Las deliberaciones oficiales que debían terminar con la triunfal elección de su
patrón, Carlos de Sudermania, no han dado resultado.

—¿El duque de Brunswick se ha atrevido a rechazar la candidatura de tan alto


personaje?

—No de mala manera. Evoca la necesidad de consultar con cada dignatario y


de convencer sin herir a nadie. Tales gestiones exigirán mucho tiempo. En
realidad, alemanes y daneses detestan al duque sueco, y nunca lo aceptarán
como Gran Maestre provincial.

—Dicho de otro modo, Brunswick hace un doble juego.

—En mi opinión, sospecha que Carlos de Sudermania quiere ocupar su puesto


y conquistar toda la francmasonería —advirtió Geytrand.

Joseph Anton sonreía pocas veces. Esas excelentes noticias lo alegraron hasta
el punto de permitirse mostrar algo parecido al júbilo.

—Henos aquí, pues, en vísperas de una importante confrontación entre dos


guerreros de envergadura, decididos a destruirse el uno al otro. Tras ese
duelo fratricida, la francmasonería podría quedar exangüe, los hermanos
desalentados y olvidados sus ideales.

—Soberbias perspectivas, señor conde.

—No permanezcamos de brazos cruzados. Manipula a tus informadores y haz


correr todos los rumores posibles para alimentar la querella y acrecentar las
recíprocas suspicacias. Sería bueno alcanzar un punto de no retorno
aniquilando cualquier posibilidad de compromiso.

—Empobreceré a mi antojo las intenciones de ambos duques —prometió


Geytrand.

¡Qué magnífica ocasión para destruir el edificio masónico que se estaba


construyendo! Apostar por la vanidad y la voluntad de poder de los dos
adversarios daría excelentes resultados. Sólo se planteaba una única
inquietud: la emergencia de un vencedor.

Más valía que ambos quedaran heridos de muerte y desacreditada la


francmasonería.
54

Salzburgo, finales de junio de 1777

Deseáis verme, señor Mozart? —pareció extrañarse el príncipe— arzobispo


Colloredo, burlón.

—Es acerca de mi petición, eminencia. Vuestra apretada agenda os ha


impedido responder, pero a mi hijo y a mí mismo nos gustaría obtener vuestra
conformidad.

—Recordadme esa petición.

—Deseamos abandonar por unos meses Salzburgo para dar algunos


conciertos en el extranjero y…

—Imposible —cortó Colloredo—. El emperador José II pronto permanecerá un


tiempo en nuestra ciudad, y necesitaré a todos mis músicos para ofrecerle
algunos hermosos fragmentos de estilo italiano.

—¿Será posible, luego, nuestra partida?

Colloredo maltrató su pluma de oca.

—Vuestro hijo podrá partir. Vos no.

Tras haber escrito dos sonatas para iglesia, algunos divertimentos y


contradanzas a cambio de su salario, Wolfgang compuso un concierto para
oboe[154] dedicado a Giuseppe Ferlendis, un solista de la capilla de Salzburgo.
Al escuchar el lento movimiento, el rostro del príncipe-arzobispo se crispó.
Aquella música le disgustaba. En cuanto se desvanecieron las últimas notas,
convocó a Leopold.

—He cambiado de opinión. Ni vos ni vuestro hijo saldréis de Salzburgo. Sois


mis criados y debéis permanecer, pues, permanentemente, a mi disposición.

—Eminencia…

—Mi decisión no admite apelación.

En casa de los Mozart, la cena fue siniestra. Tras habérseles quitado el


apetito, ni Leopold ni Wolfgang tocaron el delicioso civet de la cocinera.
Incluso Miss Pimperl , sintiendo la desilusión de sus dueños, sólo mordisqueó
un poquito.

—No te preocupes tanto —recomendó Anna-Maria—. Nuestra familia es feliz,


todos estamos bien de salud, vivimos en una magnífica vivienda y no
carecemos de nada. Puesto que el señor nos protege, ¿por qué pedir algo
más?

—La tiranía del gran muftí se hace insoportable —afirmó Wolfgang.

—No te rebeles así, hijo mío. Nuestro arzobispo os paga, a tu padre y a ti


mismo, unos salarios correctos. ¿No eres, acaso, libre de componer la música
que te gusta?

—¡No precisamente!

La llegada del alegre Anton Stadler, que conseguía incluso que Nannerl
dejara de fruncir el ceño, distendió la atmósfera.

—Perdonadme, pero os arrebato a Wolfgang. Una joven cantante de voz


sublime, Josepha Duschek, acaba de llegar de Praga y desea conocerlo.

Leopold dio su conformidad. Algo de distracción calmaría los ánimos de su


hijo.

Salzburgo, finales de julio de 1777

Wolfgang veía por tercera vez a la peripuesta Josepha, que no tardaría en


regresar a su ciudad natal.

—Os dejo —dijo Anton Stadler cerrando cuidadosamente la puerta del salón
de música.

Tímido, Wolfgang consiguió sin embargo expresarse de modo directo.

—Tenéis la voz más hermosa que he oído nunca, y resolvéis las peores
dificultades técnicas.

—Hermoso cumplido —apreció la joven de veinticuatro años, sensible al


extraño encanto del salzburgués.

—¿Aceptaríais cantar una melodía[155] que he previsto para vos?

—¿Para mí, sólo para mí?

—Sólo para vos. Una melodía dramática, una historia completa elaborada a
partir de un texto del poeta Cignasanti.

—Contádmela —rogó Josepha Duschek, algo excitada.

—El amante de la hermosa Andrómeda, locamente enamorada, es herido de


muerte. Al principio, ella grita su rebeldía, expresa su insoportable
sufrimiento; luego se resigna aceptando la fatalidad; por fin, alcanza la
serenidad prometiéndose a sí misma reunirse con su amante más allá de la
muerte.
La praguense, impresionada, descifró mentalmente la partitura de Wolfgang.

—¡Una ópera completa en tan pocas notas, pero es muy difícil de cantar!

—Josepha, os pido que os convirtáis en Andrómeda, que viváis plenamente su


horrible prueba, que os sumáis en la desesperación, que obtengáis cierta
forma de esperanza y veáis más allá de lo visible.

La joven se estremeció.

—¡Me pedís mucho!

—Sois capaz de hacerlo, estoy seguro. ¿Aceptáis probarlo?

Ella no se resistió.

Tras varios ensayos marcados por las precisas intervenciones del compositor,
Josepha Duschek se había convertido en Andrómeda.

Anton Stadler rompió el encanto.

—Es tarde, enamorados, y todos nuestros amigos se mueren de hambre.


¡Pronto, a la mesa!

Salzburgo, 1 de agosto de 1777

—No vayas tan lejos —le recomendó Leopold a su hijo.

—Colloredo no me deja otra opción.

—Intentaré convencerlo de que se muestre menos riguroso. Tal vez nos


conceda algunas semanas…

—Eso no es suficiente, lo sabéis muy bien. Un viaje tan largo dura varios
meses, y la fecha de regreso variará en función de las circunstancias. Por
consiguiente, entregaré hoy mi dimisión al príncipe-arzobispo.

Leopold se mordisqueó los labios. La reacción de Colloredo podía ser brutal.

—¿Lo has pensado bien, Wolfgang?

—¡Tanto que soy incapaz de adaptarme! Esta dimisión me liberará.

—¿No deberías tener paciencia?

—Debo abandonar Salzburgo antes de que llegue el mal tiempo. Si tardo


demasiado, los caminos estarán espantosos.

Leopold, que se había quedado sin argumentos, finalmente aceptó.


Su hijo iba a destrozar su carrera o a emprender un nuevo vuelo.

Salzburgo, 28 de agosto de 1777

Leopold abrió nerviosamente la carta del príncipe-arzobispo y leyó en voz alta


la frase esencial: «El padre y el hijo están autorizados, según el Evangelio, a
buscar fortuna en otra parte».

—¡Maravilloso! —exclamó Wolfgang—. Querido padre, nos marcharemos


juntos.

Leopold ponía mala cara.

—Nos pone, a ti y a mí, de patitas en la calle —declaró—, y ya no se nos


pagará salario alguno. Las lecciones que dé Nannerl no bastarán para cubrir
los gastos de nuestra casa. Cumpliré cincuenta y ocho años en noviembre,
Wolfgang, y no acepto ser despedido así tras tantos años de buenos y leales
servicios. Tú eres joven y puedes correr algunos riesgos, yo no.

Leopold asedió el despacho de Colloredo y supo adoptar la actitud


conveniente. Pocos días más tarde se promulgó un nuevo decreto: Leopold
era mantenido en su puesto y permanecía al servicio del príncipe-arzobispo.
Por lo que se refería a su hijo, despedido, que se marchara con viento fresco.

Wolfgang, encantado ante aquella libertad, pensó en dar gracias al cielo por
la mediación de la Virgen María, para la que había compuesto una misa
breve[156] y un ofertorio[157] que se tocaron en la iglesia de San Pedro y no en
la catedral, feudo de Colloredo. Adoptó un estilo popular, cercano a veces a la
ópera bufa y alejado de cualquier mesurada religiosidad. En un gradual[158]
dedicado a «Santa María, Madre de Dios», insistió en la plegaria:
«Protegedme durante la vida, defendedme en el decisivo instante de la
muerte».

Al poner música a estas palabras, el joven tuvo el presentimiento de que aquel


viaje a París trastornaría su tan tranquila existencia y le haría sufrir temibles
pruebas.

Pero se había jurado no dar marcha atrás.


55

Berlín, septiembre de 1777

Aunque se sintiera decepcionado por la pereza y la falta de entusiasmo de la


mayoría de los hermanos de la Orden de los Arquitectos Africanos, Friedrich
von Köppen, con la ayuda de Von Hymnen, había aprovechado las
revelaciones de Thamos y sus propias investigaciones para publicar una obra
titulada Crata Repoa o Iniciación a los antiguos misterios de los sacerdotes
egipcios .

Aquel estallido despertaría a las logias adormecidas y les recordaría los


verdaderos orígenes de la iniciación en los que, ahora, sería preciso
inspirarse. ¿Acaso Crata Repoa , el clero secreto de los iniciados fundado por
Menes, no había erigido el primer santuario del que se derivaban los templos
masónicos?

Cuando Thamos entró en su vasto despacho, Friedrich von Kóppen se levantó


de inmediato.

—¿Os ha gustado mi libro?

—Marca una nueva etapa en el camino de la Tradición, pero quedan muchas


por superar.

—¿No quedará conmovido el conjunto de los hermanos?

—Tal vez no.

—Y, sin embargo, la referencia a Egipto es esencial.

—En este instante —aclaró Thamos—, los grandes señores se disputan el


poder masónico y no se preocupan en absoluto del simbolismo.

Von Köppen volvió a sentarse, envejeciendo bruscamente varios años.

—Mis propios hermanos no acuden demasiado a la biblioteca —reconoció—.


El laboratorio de alquimia sólo acoge a aficionados, y el gabinete de historia
natural se adormece. ¡Y hay tantas investigaciones que hacer! Estamos en la
linde de grandes descubrimientos que podrían transformar la francmasonería,
pero la mayoría prefieren la rutina y las doctrinas ya establecidas.

—No os desalentéis. Como siempre, sólo un pequeño número de seres


modificarán el curso de los acontecimientos.

Salzburgo, 23 de septiembre de 1777


—¿Es algo realmente razonable, mi querido esposo? —preguntó Anna-Maria.

—No he encontrado mejor solución. A pesar de sus veintiún años, Wolfgang se


comporta aún como un niño. Es preciso, pues, velar por él e impedir que
cometa errores fatales. Yo debo permanecer en Salzburgo; tú partirás con tu
hijo.

—No me gustan en absoluto los viajes.

—Lo sé, mi querida esposa, y soy consciente de la prueba que te impongo.


Pero abandonar a Wolfgang a sí mismo sería una grave falta.

Como de costumbre, Anna-Maria asintió. Salir de Salzburgo y romper sus


costumbres le desgarraba el corazón.

—Acudid lo antes posible a París —recomendó Leopold—. Wolfgang tendrá allí


éxito como pianista y compositor. Cuando hayáis hecho fortuna, volveréis.

—¿Será largo? —se inquietó Anna-Maria.

—No lo creo. Gracias al barón Grimm y a sus influyentes relaciones, nuestro


hijo se impondrá sin dificultades. En cuanto al príncipe-arzobispo, éste se
verá obligado a reconocer su talento y apreciará una reputación que
beneficiará a Salzburgo. Sobre todo, impide que Wolfgang gaste a troche y
moche y se lance a insensatos proyectos.

Gracias al botín de guerra acumulado por Leopold y a algunos préstamos, los


gastos del viaje estaban cubiertos. Luego, las recaudaciones procedentes de
los conciertos tomarían el relevo. La gloria y la riqueza no dejarían de coronar
esa nueva aventura.

Cuando Wolfgang y su madre subieron al coche tirado por dos caballos,


Nannerl vomitó y Miss Pimperl lanzó unos gemidos tan intensos que el joven
se vio obligado a consolarla haciéndole olisquear su golosina preferida,
tabaco español.

Leopold se secó una lágrima.

Nunca partida alguna había sido tan triste.

La misma noche de aquella horrible jornada, Wolfgang le escribió a su padre:


«Nada nos falta, salvo papá. Mamá y yo le rogamos que esté alegre y siempre
risueño al pensar que, si el muftí J. C.[159] es sólo un perro, Dios, al menos, es
compasivo, misericordioso y caritativo».

Munich, 30 de septiembre de 1777

Tiempo clemente, una ciudad agradable y la acogedora posada de un


melómano, Albert, apodado «el Sabio», encantado de recibir a Wolfgang y a
su madre: el largo viaje empezaba bastante bien.
—Salzburgo no es lugar para mí, eso seguro —le confió a su madre.

—¿Por qué no te gusta nuestra hermosa ciudad?

—Una atmósfera asfixiante, un tirano obtuso, unos músicos mediocres…


¿Cómo desarrollarse en tan estrecho marco?

—No seas tan crítico, hijo mío. Recuerda, sobre todo, los consejos de tu padre
y respeta sus advertencias.

Wolfgang volvió a leer el párrafo esencial de la primera carta de Leopold que


había llegado a Munich: «No vuelvas a escribir nada tan malvado con
respecto al muftí. Piensa que estoy aquí y que una carta semejante podría
perderse o caer en otras manos».

—¿Te das cuenta, hijo mío? Tu pobre padre corre el riesgo de ser detenido y
encarcelado.

—No te angusties tanto.

—¡Tratar de perro al príncipe-arzobispo es una grave falta! En el futuro,


modera tus palabras.

El muchacho, de humor juguetón, entonó una canción cuyas palabras,


improvisadas, no glorificaban precisamente a Colloredo.

—¡Me muero de hambre! Después de almorzar, iré a ver al conde Seeau; tal
vez me confíe un trabajo interesante.

Wolfgang se preguntaba en qué momento iba a reaparecer Thamos.


Lamentablemente, no estaba entre los clientes del posadero.

Viena, 30 de septiembre de 1777

A sus treinta y cinco años, Ignaz von Born se convertía sin desearlo en una de
las figuras científicas de la capital austríaca. La emperatriz María Teresa
estaba muy satisfecha de la diligencia y la profesionalidad con las que el
brillante especialista reorganizaba la sección mineralógica del Museo
Imperial. Gracias a aquel puesto que lo apasionaba, Von Born no tenía ya
preocupaciones materiales y podía frecuentar, de un modo discreto, a los
francmasones vieneses. Lo satisfizo ver de nuevo a Thamos, al que recibió en
su despacho atestado de muestras de extrañas piedras.

—Os traigo el resultado de los trabajos de la Orden de los Arquitectos


Africanos, un estudio consagrado a los misterios celebrados por los
sacerdotes del antiguo Egipto.

—¡Devoraré ese texto!

—No esperéis grandes revelaciones, pues ya conocéis un máximo de datos.


He aquí otros.
Thamos entregó a Ignaz von Born un nuevo capítulo del Libro de Thot .
Temiendo que el egipcio desapareciera para siempre, el mineralogista no le
preguntó cuántos tenía aquella obra fundamental.

—¿Tiene porvenir esa orden?

—Su fundador, Friedrich von Köppen, parece más bien pesimista. Sin
embargo, aún no renuncia. ¿Habéis conocido a algunos hermanos valiosos?

—Mis primeras exploraciones son muy decepcionantes, y debo avanzar paso a


paso dada la vigilancia policial de la que son objeto las logias.

—¿Existe una cabeza pensante que coordine el conjunto de las informaciones?

—Lo ignoro.

—Seguid siendo muy prudente —recomendó Thamos—. Mientras no hayamos


identificado al enemigo y evaluado su poder, éste podría golpear en cualquier
momento.
56

Munich, 30 de septiembre de 1777

El recibimiento del conde de Seeau, responsable de la música en Munich,


había sido más bien amable. Gracias a él, Wolfgang fue invitado a
entrevistarse con el príncipe-elector Maximiliano III, que se dirigió al
compositor con una amplia sonrisa.

—Por lo que se dice, habéis abandonado definitivamente Salzburgo.

—Definitivamente, alteza.

—¿Por qué tan grave decisión? ¿Habéis chocado con el príncipe-arzobispo


Colloredo?

—Le pedí autorización para emprender un viaje y me la negó. De modo que


me vi obligado a presentarle mi dimisión. Salzburgo no es lugar para mí, y
honraré Munich.

—No lo dudo, Mozart, pero eso no resuelve nada. No hay ningún puesto
vacante en la corte. Ved si el conde Seeau puede organizaros un concierto.
Me satisface haber vuelto a veros, y buena suerte.

Maximiliano III no injuriaría a Colloredo contratando a un músico rebelde a


quien el príncipe-arzobispo acababa de despedir. Entre los grandes de este
mundo se respetan ciertas reglas. Y, además, las ambiciones políticas del
príncipe-elector lo obligaban a mantener unas excelentes relaciones con los
potentados de los principados vecinos

El joven Mozart se convertía en un personaje muy molesto. Afortunadamente,


el conde Seeau sabría despedirlo con suavidad.

Munich, 10 de octubre de 1777

Como le había escrito a su padre, Wolfgang sólo era realmente feliz


componiendo, ésa era su pasión y su única alegría. Hoy se enfrentaba con la
dura realidad de un mundo exterior cuyas leyes ignoraba.

¿Regresar a Italia y crear allí una nueva ópera? Desprovisto de relaciones


eficaces, olvidado ya, Wolfgang corría el riesgo de perder el tiempo.
¿Permanecer en Munich, dar algunos conciertos en casa de Albert, el
posadero, y malvivir gracias a una modesta renta? ¡La idea no era muy
tentadora! Mucho mejor: escribir cuatro óperas alemanas todos los años,
bufas unas, serias otras, e implantarse en la corte.

Pero Maximiliano III acababa de sacárselo brutalmente de encima, y el conde


Seeau evitaba responder a sus preguntas. Por lo que se refiere a las cartas de
su padre, lo incitaban a abandonar enseguida Munich y proseguir su viaje
hacia París.

Wolfgang, furioso al fracasar de un modo tan lamentable, quiso ver por última
vez al conde Seeau, adulador y distante.

—¡Mis óperas alemanas gustarían a los muniqueses, estoy seguro de ello!

—El programa de los próximos años ya está completo. Además, muchas voces
ya se levantan contra ese estilo de ópera, que puede sorprender a oídos
acostumbrados al gusto italiano. Lo lamento, pero Munich nada puede hacer
por vos.

Wolfgang salió del palacio con rápidas zancadas. Sin apetito, no degustó los
manjares servidos por el posadero.

—Los señores creen siempre lo que les dicen y no comprueban nada por sí
mismos —le dijo a su madre—. Reanudamos el camino.

Augsburgo, 11 de octubre de 1777

Wolfgang y su madre salieron de Munich muy de mañana, llegaron a


Augsburgo aquella misma noche y se instalaron en la posada del Cordero. Al
día siguiente, el joven se dirigió a casa de Johann Andreas Stein, constructor
de pianoforte.

Por su causa se detenía el músico en aquel burgo donde las artes ocupaban
poco lugar. Allí residía una prima, Maria-Anna Thekla, llamada la Basle,
chiquilla divertida y despierta con la que Wolfgang bromeaba sobre cualquier
cosa, inventando palabras y frases absurdas que llegaban hasta la
escatología. Incluso su madre, muy piadosa sin embargo, se reía de aquellas
bobadas que, a veces, repetía por su cuenta.

Al entrar en el taller de Stein, Wolfgang se fijó de inmediato en un soberbio


pianoforte ante el que se le hizo la boca agua.

Con mirada suspicaz, el artesano le cerró el paso.

—¿Qué deseáis?

—Me gustaría probar ese instrumento.

—¿Aficionado o profesional?

—Más bien… profesional.

—¿Y os llamáis?

—Trazom[160] .
Stein frunció el ceño. Un desconocido.

—He terminado este piano, que me ha costado un enorme número de horas de


trabajo. Si no sois un virtuoso, no apreciaréis su sonoridad.

—Permitidme que toque unas notas.

Impresionado por el magnetismo que desprendía aquel joven de aspecto


banal, sin embargo, el artesano aceptó.

Wolfgang improvisó. Primero una melodía muy sencilla, luego algunos


ornamentos y una tirada de tal virtuosismo que Stein quedó boquiabierto.
Habría pasado horas escuchando a aquel pianista genial que arrancaba del
instrumento insospechados recursos.

Cuando sus manos dejaron de correr por el teclado, Stein tenía los ojos llenos
de lágrimas.

—¿Qué nombre me habéis dicho?

—Trazom.

—He oído hablar de un niño prodigio que se hizo músico en la corte de


Salzburgo, Wolfgang Mozart, del que algunos melómanos afirman que ha
conservado sus dones… sois vos, ¿no es cierto? ¿Tengo el honor de tener ante
mí al señor Mozart?

—Cuando golpeo con fuerza, puedo dejar el dedo en la tecla o levantarlo: el


sonido cesa precisamente cuando lo dejo oír. Puedo emprenderla con las
teclas como quiera: el sonido es siempre igual. No zumba desagradablemente,
no es demasiado fuerte ni demasiado débil, ni se pierde por completo; en una
palabra, todo está perfectamente equilibrado. ¡Vuestro piano es fabuloso,
señor Stein!

—¡No encontraréis uno más sólido! Nunca se romperá su tabla de armonía. ¿Y


sabéis por qué? Porque lo expuse al sol, a la lluvia, a la nieve y a todos los
diablos. Las anteriores habían estallado, ésta superó las múltiples pruebas.
Seguro de su robustez, le pegué pequeños pedazos de madera para hacerla
más resistente aún. ¡Y he aquí el resultado! Obtenéis una claridad inigualable,
especialmente en las octavas graves. Por lo demás, aún no he terminado de
perfeccionar esta maravilla, a la que pienso añadir una especie de pedal que
se apretará con la rodilla. ¿Queréis probar el prototipo?

Wolfgang no lo dudó ni un instante.

Stein era como un mago que creaba instrumentos incomparables al servicio


de la música. ¡Qué calidad de expresión, qué posibilidades de matiz
comparado con el antiguo clavecín y con los pianofortes ordinarios! El oído de
Wolfgang percibió de pronto una infinidad de melodías que podrían hacer
cantar esos teclados.
—¿A cuánto vendéis vuestras obras maestras?

—Por lo menos a trescientos florines.

—Desgraciadamente no tengo medios para comprarlo. Tal vez algún día…

—Entretanto, señor Mozart, pondré uno a vuestra disposición esta misma


noche, si aceptáis dar un concierto.
57

Augsburgo, 12 de octubre de 1777

Wolfgang sintió que los notables de la pequeña ciudad escuchaban


distraídamente, e, incómodo, acortó su actuación.

Cuando abandonaba su piano, el hijo del burgomaestre le apostrofó.

—¡Lleváis una hermosa condecoración, señor Mozart! ¿A qué corresponde y


quién os la otorgó?

—Su Santidad el papa me entregó esta cruz de Caballero de la Espuela de


Oro. Por lo general, evito exhibirla.

—¿Cuánto cuesta?

—Ni idea.

—¿Podríais prestármela para hacer una copia?

—De ningún modo.

—Sois muy desagradable —se quejó una vieja burguesa extremadamente


empolvada—. El hijo de nuestro burgomaestre luciría esta cruz mejor que vos.

—Vamos —insistió el insolente—, prestadme la joya. Tranquilizaos, os la


devolveré.

La concurrencia comenzaba a reírse de Mozart.

—Es curioso —advirtió—. Me es más fácil, a mí, obtener condecoraciones que


a vos convertiros en lo que yo soy, aunque murieseis dos veces y nacierais de
nuevo. Tomad pues, ahora, un pellizco de buen tabaco.

Y dejando atrás a la bobalicona vieja y al mediocre hinchado de vanidad, el


pianista abandonó la sala con los nervios de punta.

Augsburgo, 22 de octubre de 1777

Pese a su decepción inicial, Wolfgang dio otros conciertos en casa de Stein,


donde obtuvo sólo un magro pecunio. Entre sus apariciones públicas, se
complació haciendo sonar los órganos y se relajó en compañía de su joven
prima de diecinueve años que se burlaba de los notables de Augsburgo con
mordiente ironía.

—¡Estoy tan harto de ellos que es imposible decirlo! —le reveló Wolfgang—.
Me satisfaría mucho estar en un lugar donde hubiera una verdadera corte.
Esta noche, tocaré aquí por última vez. Quedarme más tiempo me resultaría
insoportable. Tu maldita ciudad es tan asfixiante como Salzburgo.

La última actuación en Augsburgo atrajo sólo a un restringido público y


únicamente produjo noventa florines.

—¿Nos abandonáis? —se inquietó Stein.

—Voy a París.

—Un gran crítico parisino se alojaba aquí, esta noche.

—¿Sabéis cómo se llama?

—Grimm, creo.

Grimm, el protector de los Mozart, había pasado por Augsburgo sin ir a ver a
Wolfgang. Stein debía de equivocarse de nombre. El barón no se habría
comportado de un modo tan grosero.

Esa noche el músico no pudo conciliar el sueño. Le obsesionaba una


advertencia de Leopold: «Ya me conoces, no soy pedante ni beato, y menos
aún tartufo. Pero no rechazarás un ruego de tu padre: vela por la salvación de
tu alma».

Irritado, Wolfgang respondió con firmeza: «Que papá viva sin preocupaciones.
Tengo constantemente a Dios ante mis ojos. Reconozco su omnipotencia y
temo su cólera; pero reconozco también su amor, su compasión y su
misericordia por sus criaturas: nunca abandonará a quienes le sirven. Si todo
va de acuerdo con su voluntad, así va de acuerdo con la mía. De modo que no
puedo dejar de ser feliz y estar contento».

Contento estuvo Wolfgang, realmente, al salir de la inhóspita Augsburgo, de


la que guardaría un penoso recuerdo.

Viena, octubre de 1777

Entre los florones de la capital austríaca, la biblioteca Imperial y Real


producía la admiración de todos los que tenían la suerte de trabajar en ella.
Preservaba millones de volúmenes, formando verdaderas murallas
acompasadas por columnas de pórfido. La atmósfera recogida, casi solemne,
era propicia al estudio. Los investigadores, procedentes de toda Europa,
recogían allí múltiples aspectos del saber. Y el puesto de prefecto de la ilustre
biblioteca era uno de los más envidiados. Así, la corte esperaba con
impaciencia el nombre del nuevo titular, que iba a reinar sobre la prestigiosa
institución.

La designación del barón Gottfried van Swieten, brillante diplomático de


cuarenta y cuatro años, logró la unanimidad. Culto, inteligente, el hijo del
médico personal de la emperatriz María Teresa se instalaba, pues, en Viena
tras siete años pasados en Berlín. Gozaba de un gran apartamento oficial, en
el propio interior de la biblioteca, al mismo nivel de la galería principal y que
daba a la Josephplatz.

Allí recibió a Thamos, uno de sus primeros visitantes. El egipcio apreció la


estética del gabinete de trabajo, decorado con arabescos sobre fondo verde.
Gottfried van Swieten había engordado y parecía preocupado.

—Soberbio ascenso, barón…

—¡No podía soñar nada mejor! Un puesto de observación ideal y lo bastante a


la sombra para permitirme proseguir con el conjunto de mis actividades.

—¿Mantendréis contactos con las logias de Berlín?

—De Berlín y de otras partes. Hoy, nuestra principal preocupación es el


porvenir de la Estricta Observancia templaria. Algunos francmasones
vieneses trabajan en ese rito cuyo progreso puede quedar detenido, por sus
disensiones internas y por los ataques exteriores al mismo tiempo. ¡Un clima
muy poco favorable para el nacimiento de una logia capaz de acoger al Gran
Mago!

—A pesar de estas dificultades, muy reales —señaló Thamos—, un hermano de


excepcional valor se ha instalado en Viena. Intentará reunir aquí a los
francmasones deseosos de edificar una auténtica iniciación, a partir de la
tradición egipcia.

—¿Cómo se llama?

La mirada de Thamos se hizo más penetrante aún que de ordinario.

—Si os lo digo, quedaremos ligados, para siempre, por el secreto.

—¿No lo estamos ya, conde de Tebas?

—Se trata de Ignaz von Born.

—¡El famoso mineralogista, llamado a Viena por la propia emperatriz! Tendrá


que actuar con gran discreción. Nos veremos en los encuentros oficiales, pero
sólo vos conoceréis nuestros verdaderos vínculos.

—Una fuerza negativa podría reducirlos a la nada.

—¿En qué estáis pensando?

—En la policía secreta. ¿Acaso no son los francmasones fichados y espiados?

—Fichados sin duda. Espiados, no lo creo. La desconfianza de la emperatriz


no llega a tanto.

—¿No seréis demasiado optimista?


—¿Disponéis de algún indicio serio?

—Me pregunto si no existirá una cabeza pensante, oculta en las tinieblas y


decidida a destruir la francmasonería.

Gottfried van Swieten no ocultó su escepticismo.

—Una eminencia gris que dirija un servicio secreto… ¡Imposible sin el


acuerdo de la emperatriz!

—¿Y por qué iba a negárselo?

—Me parece inverosímil que no se haya cometido indiscreción alguna, aunque


estoy muy lejos de haber desvelado todos los secretos de la corte. De modo
que no desdeñaré vuestra hipótesis. Verificarla probablemente me ocupará
mucho tiempo, pues tendré que evitar numerosas trampas. Suponiendo que
tuvierais razón, ese servicio secreto dispondría de una red de informadores
cuya magnitud habrá que evaluar. Semejante amenaza… ¿Seremos capaces
de detenerla?

—Comencemos por identificarla con precisión. Luego, intentaremos encontrar


las armas para combatirla.

—Sea cual sea el peligro, hermano mío, contad conmigo.


58

Mannheim, 4 de noviembre de 1777

Tras la sombría estancia en Augsburgo, Wolfgang revivía. Mannheim, la


ciudad del príncipe-elector del Palatinado, Carlos Teodoro, personaje
autoritario e influyente, albergaba una orquesta excepcional, formada por
notables músicos. Al día siguiente de su llegada, el 30 de octubre, el joven
había conocido a la mayoría de ellos, firmemente decidido a convencerlos de
su propio talento. «Imaginan, pues, porque soy bajo y joven, que nada grande
y maduro puede existir en mí —le escribió a su padre—. Pues bien, muy
pronto se darán cuenta».

Con cuarenta y seis años de edad, el alegre Christian Cannabich tomó a


Wolfgang bajo el ala y le facilitó la tarea. Las relaciones profesionales se
transformaron en amistad, y el compositor sintió un gran placer al tocar con
los mejores intérpretes de Alemania y, tal vez, de Europa.

En el colmo de la felicidad, escribió a la Basle, su primita de Augsburgo, una


carta llena de bromas salaces y escatológicas, utilizando una especie de
código que la bribonzuela sabría descifrar para exagerarlas más aún. Estar
lejos de Salzburgo, reírse y hacer música en libertad, ¡qué gozo!

Christian Cannabich devolvió a Wolfgang a la realidad.

—Ponte tus mejores ropas. Te esperan en la corte.

Dos dignatarios recibieron al salzburgués: el conde Savioli, intendente a


cargo de la música, y el confesor oficial, el padre Vogler, jesuita y vicemaestro
de capilla. Igualmente ingratos ambos, lo recibieron de un modo glacial.

—Salzburgo es una ciudad magnífica —declaró el conde Savioli—. ¿Por qué


abandonarla?

—Viajar me enseña mucho. ¿No es, acaso, incomparable la orquesta de


Mannheim?

—Eso se dice, eso se dice… Pero todos los puestos están cubiertos. Y aunque
quedara libre uno, sólo se contrataría a un intérprete de gran calidad.

—Mis colegas responden de mi competencia, señor conde. También soy


compositor, y me gustaría presentar a la corte de Mannheim unas obras que
sabrán seducirla.

—Desconfiad de la seducción —recomendó el padre Vogler—. Es una artimaña


que utiliza el diablo para descarriar las almas. ¿Habéis escrito música
religiosa?
—Para la catedral de San Esteban de Salzburgo y la iglesia de San Pedro, en
efecto.

—Espero que no imitéis a compositores ligeros, licenciosos y condenables


incluso, como Johann Christian Bach.

—Siento decepcionaros, padre, pero lo estimo y lo admiro. En Londres, me


ayudó mucho.

La mirada del jesuita se volvió francamente hostil.

—¿Qué esperáis exactamente? —preguntó el conde Savioli, cortante.

—Tocar pasado mañana ante el príncipe-elector Carlos Teodoro, al que tuve el


placer de conocer hace quince años.

—Su alteza está muy ocupada, y nosotros también. Podéis retiraros.

Desde el primer momento, el conde Savioli y el padre Vogler habían detestado


al tal Mozart, así que lo vieron partir con alivio.

—Sobre todo, no debe establecerse en Mannheim —estimó el jesuita.

—Estoy de acuerdo, pero no carece de talento, y los músicos de la orquesta se


deshacen en alabanzas que llegan a oídos del príncipe-elector. Conociendo su
amor por las artes, asistirá al concierto.

—¡El tal Mozart es un saltimbanqui! ¿Por qué fue excluido de la corte de


Colloredo?

—Por deseos de viajar y por la negativa del príncipe-arzobispo a pagar a un


músico ausente, al parecer.

—¿Y si existieran motivos más graves? Un aventurero que aprecia la música


de Bach no puede ser un buen cristiano. Vos y yo debemos poner en guardia
al príncipe-elector; sobre todo, que no se deje seducir.

Viena, 4 de noviembre de 1777

Los hermanos de la logia templaria[161] estaban consternados. Sabían que su


local era vigilado por la policía, por lo que se reunían en casa de uno de sus
dirigentes, en presencia de un hermano visitante, Ignaz von Born, cuya
seriedad y autoridad natural los impresionaba.

—¿Estamos seguros? —preguntó el Maestro de Logia.

—Un Retejador[162] exterior nos avisará en caso de peligro —respondió el


decano.

—¿Hasta este punto estamos amenazados? —se inquietó un hermano Maestro.


—Amenazados, no, pero sí del todo desacreditados. Un falso templario ha
robado nuestros rituales y vende copias bajo mano. Los profanos los
conocerán, ¡sin olvidar a la policía!

—¿Y qué contienen de comprometedor? —preguntó el decano—. No


atentamos contra el poder ni las buenas costumbres.

—Muchos aspectos podrían ser malinterpretados —estimó el Maestro de


Logia—. La necesaria venganza de los templarios, por ejemplo. ¿No verán en
ella, las autoridades, una llamada a la revuelta contra la Iglesia y los reyes?
Considero esta divulgación como una verdadera violación. Por desgracia, el
escándalo no se detiene ahí. El impostor defraudó en su beneficio las
cotizaciones de varios hermanos, que tienen motivos para denunciar a la
orden acusándola de incompetencia y negligencia.

Unos intentaron minimizar el alcance de estos acontecimientos, otros


hablaron de irremediable catástrofe. Por lo que se refiere a Ignaz von Born,
silencioso, comprendió que aquella logia no sería un medio favorable para la
iniciación del Gran Mago; su búsqueda debía proseguir.

Viena, 5 de noviembre de 1777

—Bien jugado —dijo Joseph Anton a Geytrand, su mano derecha.

—Gracias, señor conde. Reconozco no estar descontento de la modesta


manipulación, cuyos resultados superan mis esperanzas. En Austria, la
Estricta Observancia acaba de recibir golpes muy duros de los que le costará
recuperarse.

—¡Nuestros expedientes, en cambio, se enriquecen! Algunas frases de sus


rituales demuestran el carácter amenazador de la orden templaria y su
voluntad de trastornar nuestra sociedad. Por desgracia, no disponemos de un
manifiesto o una declaración de guerra como es debido. De modo que
necesitaré algo más para obtener algunos registros policiales y el cierre
definitivo de todas las logias.

—Estamos en el buen camino —estimó Geytrand.

—¿Cómo consiguió tu agente introducirse en varias logias, robar los rituales y


apoderarse de las cotizaciones?

—Sin grandes dificultades, pues los francmasones son más ingenuos de lo que
imaginábamos. Hay muchos charlatanes que no respetan la ley del secreto.

—Concédele una buena prima y que desaparezca.

—Tranquilizaos, señor conde. Ya se ha marchado a París y no oiréis hablar


más de él. Por lo que se refiere a las logias de la Estricta Observancia en
Viena, no tardarán en desmembrarse.
59

Mannheim, 6 de noviembre de 1777

Tras un concierto donde el talento del joven músico procedente de Salzburgo


deslumbró al auditorio, el príncipe-elector Carlos Teodoro saludó a Wolfgang
Mozart.

El dueño de la ciudad estaba especialmente orgulloso de haber creado un


pequeño Versalles donde florecían academias de ciencias y bellas artes, sin
olvidar una soberbia biblioteca. Carlos Teodoro, protector de los artistas, se
mostró cálido.

—¡Han pasado quince años, Mozart! Ya no sois un niño prodigio, pero sí un


músico excelente.

—Vuestra orquesta es una maravilla. ¡Qué felicidad tocar con semejantes


intérpretes!

—¿Pensáis permanecer mucho tiempo en Mannheim?

—¿Puedo hacer una confidencia a vuestra señoría?

—¡Hacedla, Mozart, hacedla!

—Me gustaría componer una ópera alemana y verla representada aquí.

—¡Hermoso proyecto, aunque difícil de realizar! Entretanto, ¿participaréis en


otros conciertos?

—¡Con gusto!

—Os presentaré a unos amigos que me son especialmente queridos y


necesitarían un buen profesor. ¿Aceptaríais serlo vos?

—Sería un honor, vuestra alteza.

—¡Perfecto, perfecto! Gozad de Mannheim, divertios y complacednos con


vuestro talento. Nos veremos de nuevo muy pronto.

Wolfgang detestaba enseñar. Perdía el tiempo dando lecciones a aficionados


más o menos dotados. Pero, si era preciso pasar por aquello… Satisfecho con
aquel alentador contacto, escribió una brillante sonata para piano[163]
alimentada con los progresos técnicos que ofrecía el nuevo pianoforte de
Stein, y una arieta galante a la francesa[164] que disgustaría mucho al padre
jesuita.
Mannheim, 10 de noviembre de 1777

—¿Has recibido una suma suficiente por tus conciertos? —preguntó Anna-
Maria a su hijo.

—Sólo cinco relojes, como si me pasara la vida mirando la hora. Me escuchan,


me aplauden, pero no me pagan. ¿Debe el pequeño salzburgués contentarse
con unos regalitos?

—¿Cómo vamos a subsistir, pues? —se preocupó Anna-Maria, que, lejos de su


casa, languidecía.

—Tengo muchos amigos en Mannheim. Nos ayudarán.

—¡Y luego habrá que devolverlo! ¿No deberíamos obedecer a tu padre y


ponernos en camino hacia París?

—No te preocupes, iremos a Francia. Antes quiero explotar todos los recursos
que me ofrece Mannheim. Una ópera alemana, ¿te lo imaginas? El príncipe-
elector me aprecia. Con su ayuda, tendré éxito.

Anna-Maria renunció a contradecir a su hijo, que se relajó escribiendo una


carta a su prima de Augsburgo: «Los romanos, soportes de mi culo, están
siempre, han estado siempre y seguirán estando sin un céntimo». Eso no
quería decir nada, pero lo había dicho.

Cuando se dirigía a casa de Christian Cannabich, Wolfgang se encontró


finalmente con su guía.

—¿Me habíais olvidado, Thamos?

—Mannheim te sienta bien, compones obras brillantes y alegres.

—¡La orquesta es fabulosa! Me permite escuchar sones que creía imposibles.


¡Cuántos países desconocidos por descubrir! No puedo escribir poéticamente,
no soy un poeta. No sabré manejar las formas con bastante arte como para
que jueguen con las sombras y las luces, no soy un pintor. Tampoco puedo
expresar mis sentimientos y mis pensamientos con gestos y con pantomimas,
no soy un bailarín. Pero puedo hacerlo gracias a los sones, soy músico.

—¿Qué esperas de Mannheim?

—Un puesto de compositor en la corte.

—No te faltan enemigos…

—El conde y el cura, lo sé. ¡Les gustaría verme partir de inmediato! Pero su
patrón, Carlos Teodoro, me aprecia. A cambio de su protección, tendré que
dar lecciones de piano a sus… «amigos», ¡amantes e hijos ilegítimos! El
príncipe-elector es un alegre bribón que se las arregla con la moral cristiana.
No me gusta demasiado, pero a cada cual su modo de vida. Yo sólo deseo
tener con qué subsistir y componer con un mínimo de coacciones. ¡No
olvido… Thamos, rey de Egipto ! Si Mannheim acoge una ópera alemana, ¿no
os satisfará eso?

—Que esta ciudad te comprenda.

Mannheim, 11 de noviembre de 1777

Wolfgang tocó para divertirse el órgano en la capilla de la corte. Llegado el


kyrie, ejecutó el final de modo por completo clásico. Después de que el
sacerdote hubo entonado el gloria, se lanzó a una cadencia tan sorprendente
que los fieles se volvieron.

Puesto que abandonaban por fin su devoto sopor, el organista hizo chasquear
las notas, ante el pasmo de la concurrencia. Sin esperar la reacción del padre
Vogler, Wolfgang abandonó el teclado y fue a almorzar a casa de los
Cannabich.

Cuando regresó, muy tarde, su madre lo aguardaba con expresión hosca.

—Tu padre me pidió que velara por ti, Wolfgang, y temo que tu
comportamiento no sea el de un muchacho honesto y piadoso.

—Tranquilízate, mamá, escribo ripios y bromeo con jóvenes y muchachas, nos


lanzamos a toda clase de bromas y de chocarrerías más o menos limpias, pero
sólo con el pensamiento, no con la acción.

—¿No estás rozando el pecado?

—Es sólo un juego que me da un extremo placer.

—De todos modos…

Wolfgang besó a su madre.

—Sigo siendo un muchacho piadoso y honesto que venera a Dios y a sus


padres.

Mannheim, 22 de noviembre de 1777

Las fiestas musicales en honor del príncipe-elector Carlos Teodoro


terminaban, y Wolfgang no había desempeñado papel alguno en ellas. El
jesuita y su cómplice, el conde Savioli, eran más temibles de lo que suponía.
Sin duda convencían a su patrón de que mantuviera al margen al músico
salzburgués.

Reducido a dar lecciones, Wolfgang no desesperaba de lograr sus fines, tanto


más cuanto Cannabich oía un persistente rumor: Carlos Teodoro pensaba en
nombrar a Mozart preceptor de sus hijos naturales. Entonces pondría un pie
en la corte y tendría tiempo para componer.
Con un poco de suerte, su viaje se detendría en Mannheim. Soñaba con
escuchar su maravillosa orquesta interpretando sus sinfonías, sus conciertos
y la ópera que prolongara el mensaje de Thamos, rey de Egipto .
60

Mannheim, 29 de noviembre de 1777

No has comprendido aún que es preciso tener en la cabeza pensamientos


distintos de las bromas de un loco —escribía Leopold—. De lo contrario, caes
en la mugre sin dinero. Y sin dinero, no te quedará ningún amigo. El objetivo
del viaje, el objetivo necesario era, es y debe ser encontrar un buen empleo o,
al menos, reunir dinero».

Wolfgang, que no pudo soportar esa injusta regañina, se atrevió a responder a


su padre de acuerdo con su corazón: «No soy un despreocupado. Sólo estoy
preparado para cualquier acontecimiento, lo que me permite esperar y
soportarlo todo con paciencia, siempre que mi honor y mi nombre sin mancilla
de Mozart no sufran por ello. Os suplico que no os alegréis antes de tiempo,
ni os aflijáis tampoco: suceda lo que suceda, todo está bien. Pues la felicidad
consiste sólo en la idea que nos hacemos de ella».

Anna-Maria, triste y solitaria, sin salir casi nunca, se aburría mortalmente. Su


hijo la dejaba sola a menudo, pues prefería cenar y bromear con sus amigos.
Hacía tanto frío en aquel agonizante otoño que no conseguía sujetar su
pluma, casi helada, para escribir a su marido. Aun dejando asomar ciertas
inquietudes, intentaba tranquilizarlo. Puesto que Wolfgang había emprendido
algunas gestiones serias, era necesario aguardar la respuesta del príncipe-
elector Carlos Teodoro.

Mannheim, 9 de diciembre de 1777

Invitado a la academia[165] de la corte principesca, Wolfgang no se interesaba


por la música y miraba al conde Savioli. En cuanto finalizó la interminable
velada, se dirigió al aristócrata, que no se había rebajado a saludar al
salzburgués.

—¿Puedo hablar con vos, señor conde?

—Estoy cansado. Mi secretario os dará una cita.

—Me ha dicho que no estaríais libre antes de varias semanas, ¡y no puedo


esperar más!

—¿Esperar qué, Mozart?

—¡La respuesta del príncipe-elector! ¿Me contratará para su corte, de un


modo u otro?

La respuesta del conde Savioli fue mordaz.


—Vos sabréis perdonarme pero, por desgracia, no.

Abandonando al músico despedido, el aristócrata se reunió con el padre


Vogler, testigo de la escena, con una sonrisa en la comisura de los labios.
Ambos obedecían las órdenes de su señor, que no deseaba pelearse con el
príncipe-arzobispo Colloredo.

Wolfgang Mozart no tenía porvenir alguno en Mannheim.

Mannheim, 10 de diciembre de 1777

—¿Qué te niegan un cargo, a ti? —se extrañó Christian Cannabich—. ¿Ni


siquiera el puesto de preceptor de los bastardos?

—Ni siquiera —respondió Wolfgang vaciando un vaso de vino—. ¡Tan larga


espera para tan decepcionante resultado!

—No te dejes abatir, tus amigos músicos te ayudarán. Comerás en casa de


uno o de otro, y tus lecciones pagarán tu alojamiento. No sería prudente
ponerse en camino en pleno invierno.

A pesar de aquel fracaso, Wolfgang no se desanimaba. Le encantaba hacer


música en compañía de los virtuosos de Mannheim.

—¡Dejemos que las cosas vayan como deben ir! —exclamó—. ¿De qué sirven
las especulaciones superfluas? Ignoramos lo que debe suceder, ¿no es cierto?
Y sin embargo, no, lo sabemos: ¡sucede lo que Dios quiere! Vamos, un jubiloso
alegro.

Tranquilizado, Cannabich llenó el vaso de su amigo. Juntos, entonaron un


alegre canon en el que se burlaban de la tontería y la injusticia.

Munich, diciembre de 1777

Pese al progreso de sus ideas entre los intelectuales, los Iluminados de


Baviera seguían teniendo sólo un número de adheridos demasiado pequeño
para emprender una profunda reforma de la sociedad. La única solución,
según el jefe del movimiento, Adam Weishaupt, era utilizar el canal de la
francmasonería y, concretamente, el de la Estricta Observancia templaria,
cuyo aspecto conquistador lo seducía.

A sus veintinueve años, el brillante jurista de la Universidad de Ingolstadt


tenía un dinamismo y una fuerza de convicción bastante extraña. Su
notoriedad le abrió las puertas de una logia templaria de Munich, encantada
de acoger a un espíritu de semejante envergadura.

Apenas iniciado, Weishaupt empezó un trabajo de zapa. Muchos


francmasones, si no todos ellos, creían en Dios, pero muy pocos apreciaban a
los jesuitas. Y tal vez su creencia no fuera tan sólida como suponía.

Puesto que al convertirse en francmasón se recibía la Luz, ¿no debían


propagarla fuera, luchando contra el oscurantismo de una religión
descarriada cuyo único objetivo consistía en nublar los cerebros? La
francmasonería podría convertirse en la punta de lanza de una nueva filosofía,
insistiendo en la primacía de la razón, la necesidad del progreso y el acceso a
la educación para todos.

El discurso de Weishaupt sólo escandalizó a algunos hermanos demasiado


reaccionarios como para contemplar el menor cambio. La mayoría aguzaron
el oído y se iniciaron fructíferas discusiones. En cuanto a Weishaupt, éste no
fue indiferente al ritual. A pesar de sus ingenuidades y sus llamativas
imperfecciones, se desprendía de él cierta magia que la lógica no conseguía
analizar. Los Iluminados de Baviera necesitaban a la francmasonería, la
francmasonería a los Iluminados. Interpenetrándose, las dos organizaciones
se reforzarían hasta que las ideas de Weishaupt se impusieran.

Mannheim, 25 de diciembre de 1777

Wolfgang maldecía al holandés De Jean, que pagaba mal y lentamente el


cuarteto para flauta, violín, viola y violoncelo[166] que el joven compositor
acababa de terminar. Pero pronto olvidó esos sinsabores al acudir a casa de
un notable de Mannheim, Theobald Marchand.

¡Qué sorpresa descubrir en su casa al conde de Tebas, en plena discusión con


un joven de veintidós años con el rostro de sorprendente gravedad! Theobald
Marchand, que pertenecía al colegio de los fundadores de la principal logia de
Mannheim, invitó a Mozart a beber un excelente vino blanco y a degustar las
golosinas de un aparador. Luego se ocupó de otros invitados mientras Thamos
se acercaba.

—Señor Mozart, os presento a un brillante diplomático, el barón Otto von


Gemmingen, con el que he hablado mucho de vuestro Thamos, rey de Egipto .
Como vos y yo, se interesa por el esoterismo de la civilización faraónica y por
las antiguas iniciaciones. Por eso realiza profundos estudios en estos campos
tan complejos.

Viniendo del egipcio, semejante recomendación valía su peso en oro.


Wolfgang sintió un respeto inmediato hacia Otto von Gemmingen, cuya
seriedad lo impresionó.

—Estoy trabajando en un drama simbólico que se titulará Semíramis —reveló


el joven—. ¿Aceptaríais ponerle música?

—Estoy impaciente por leer vuestro texto y haré lo que pueda.

¡Un nuevo proyecto, grandioso, apasionante! Decididamente, Mannheim le


sentaba bien a Wolfgang.

—¿Permaneceréis mucho tiempo entre nosotros? —preguntó von Gemmingen.

—Mi padre desea que tenga éxito en París, pero yo estoy muy bien aquí y no
me apetece partir.
Otto von Gemmingen, francmasón al que Thamos había reconocido como apto
para construir el templo, avisaría a un hermano emplazado en la capital
francesa de la eventual llegada de Mozart.
61

Mannheim, 30 de diciembre de 1777

Christian Cannabich despertó a Wolfgang.

—¡Carlos Teodoro acaba de partir!

El músico se frotó los ojos.

—Partir, partir… ¿Adónde?

—Maximiliano III ha muerto. Como presunto heredero del trono de Baviera,


Carlos Teodoro espera conquistar Munich. ¡Graves problemas a la vista!

—¿Cuáles?

—Austria y Prusia pueden desgarrarse mutuamente a causa de la sucesión. Si


nuestro príncipe-elector fracasa y se obstina, estallará un conflicto.

Wolfgang no lo sentía por Maximiliano III, aliado de Colloredo.

—Para Mannheim —prosiguió Cannabich—, esta partida equivale a una


catástrofe. La vida artística se detendrá, la ciudad se encerrará en sí misma.
Se acabaron los conciertos, se acabaron los festejos. El porvenir inmediato se
anuncia desabrido.

Kirchheim-Boland, 23 de enero de 1778

Wolfgang se dirigía a casa de la princesa de Orange para dar allí un


concierto, pero no viajaba solo. Una hermosa cantante de dieciocho años,
Aloysia Weber, y su padre, Franz Fridolin, lo acompañaban.

Tras haber perdido su puesto de secretario de magistratura, éste se había


instalado en Mannheim, donde realizaba las funciones de copista para el
teatro de la corte, de apuntador y, a veces, de cantante, con una vocecilla de
bajo. A los cuarenta y cinco años, parecía muy ajado, pero educaba
valerosamente a sus tres hijas.

—Antaño, mi familia fue ennoblecida —recordó Fridolin—. A causa de


múltiples desgracias, mi querida esposa, mis hijas y yo mismo ya sólo somos
una pobre gente que lucha contra la adversidad. Pero seguimos siendo
buenos y honestos alemanes.

—Podéis estar orgulloso de vos, señor Weber.

—¿Qué edad tenéis, joven?


—Cumpliré veintidós años el 27 de enero.

—Maravilloso, ¡toda una vida ante vos! Gracias a vuestro talento, llegaréis
lejos.

—El de vuestra hija Aloysia me será de valiosa ayuda. Su voz es tan pura, tan
expresiva, que me inspirará varias grandes melodías de mi futura ópera.

—¿Cuándo estará terminada?

—Si evito ir a París, la compondré en Viena y me supondrá por lo menos mil


florines.

—¡Mil florines! Buena suma…

—Aloysia se convertirá en la más célebre y mejor pagada de las cantantes


vienesas.

La muchacha, distante y reservada, se limitaba a sonreírle a Wolfgang, que la


devoraba con los ojos.

Viena, la ópera, la fortuna… ¡Quería creerlo! Sin la gloria y el dinero, ¿cómo


conseguiría conquistar el corazón de Aloysia, de la que se había enamorado
locamente en cuanto la había oído cantar?

Wolfgang, invadido por nuevos sentimientos que no controlaba, no dejaba de


pensar en la hija mayor de Fridolin Weber. La serenidad y el rigor moral de su
padre le gustaban: no autorizaba a Aloysia a salir sola y la vigilaba
permanentemente.

El concierto del 24 de enero sólo le supuso una modesta suma y Wolfgang


cedió la mayor parte a Fridolin Weber. Habría otras prestaciones más
lucrativas, y el compositor seguiría mostrándose generoso.

Olvidando a su madre, que se había quedado sola en Mannheim, Wolfgang


pasó deliciosas horas en compañía de Aloysia y de su padre. Una sola vez,
Fridolin concedió a los jóvenes la autorización para pasear por la campiña
nevada mientras él fumaba una pipa en la posada.

Wolfgang habló de sus proyectos, Aloysia de sus esperanzas, y rieron juntos al


evocar los defectos y las manías de algunos músicos. En lo alto de un cielo de
un azul muy puro brillaba un dulce sol invernal.

—Aloysia…

—Regresemos a la posada, señor Mozart. Mi padre y yo volvemos a


Mannheim.

—¿Aceptaríais volver a verme?

—Me gustaría mucho cantar una de vuestras composiciones.


—¡Me hacéis un gran honor! Yo no me canso de oíros. Una voz tan expresiva
como la vuestra es un verdadero milagro.

—Me halagáis, pero debo trabajar mucho aún antes de subir a un escenario.

—Pues bien, ¡trabajaremos juntos!

Mannheim, 4 de febrero de 1778

Wolfgang encontró a su madre en casa del consejero áulico[167] Serrarius,


que les ofrecía hospitalidad a cambio de lecciones de piano para su nuera
Thérèse, apodada «la Ninfa».

—No has escrito a tu padre desde el 17 de enero —le reprochó Anna-Maria—.


Es la primera vez que lo dejas tanto tiempo sin noticias.

—Ya lo has hecho tú por mí, mamá.

—¿Adónde has ido estos últimos días?

—He dado un concierto en casa de una dama noble.

—¿Solo?

—No, con una cantante.

—¿Joven?

—Más bien joven.

—Hijo mío, yo…

—Tranquilízate, mamá, nunca viajaría en compañía de personas licenciosas y


libertinas cuya conducta y opiniones no apruebo.

—¿Cómo se llama?

—Aloysia es la hija de un hombre muy honesto, Fridolin Weber, copista en el


teatro de Mannheim. Su familia ha sufrido algunos reveses de fortuna, pero se
comporta con ejemplar dignidad. ¡Qué suerte haberlos conocido! He
advertido de inmediato a papá, pues pensamos en un magnífico proyecto:
¡una gira de conciertos por Italia! Aloysia se convertirá en prima donna , y yo
daré brillo a mis blasones.

—¿No te entusiasmas muy pronto?

—Si conocieras la voz de Aloysia, no dudarías ni un instante de su triunfo.


Nunca había oído semejante esplendor.

En el colmo de la exaltación, Wolfgang puso sus sueños por escrito.


Anna-Maria, aterrada e inquieta, añadió a hurtadillas una posdata antes de
entregar la carta a los servicios postales: «Está entusiasmadísimo con esa
gente». Y esa gente, de acuerdo con su intuición, no era tan honesta como
pretendía.
62

Schleswig, febrero de 1778

El duque de Brunswick no era ya el único que dirigía la orden templaria. A su


lado estaba ahora Carlos de Hesse, gobernador de los ducados de Schleswig-
Holstein. Iniciado en 1775[168] , alardeaba de haber estudiado varios ritos
masónicos antes de unirse al proyecto templario, el único capaz de dar a la
francmasonería el lugar que merecía.

Experto en ciencias ocultas, Carlos de Hesse había reunido, en uno de sus


castillos, a una pléyade de alquimistas con la esperanza de presenciar la
realización de la Gran Obra. En absoluto desalentado por el fracaso de
aquellos mediocres, siguió buscando el secreto de los secretos y trataba con
los personajes más extravagantes, preguntándose si entre aquellos
charlatanes no se ocultaría un verdadero sabio.

Entre Femando de Brunswick y Carlos de Hesse se había establecido


rápidamente una amistad inquebrantable. El segundo no deseaba el lugar del
primero, al que consideraba digno de ocuparlo; el primero escuchaba los
consejos del segundo, infatigable curioso.

—Gobernaremos juntos esa orden —prometió el duque—. Pero seamos


conscientes de que por encima de nosotros reinan los Superiores
desconocidos.

—¿Acaso habéis conocido a alguno? —preguntó Carlos de Hesse, fascinado.

—He tenido esa suerte, en efecto. Gracias a él, la Estricta Observancia


prosigue su camino sin temor a ser destruida por ataques exteriores. Nos
queda fortalecer la orden propiamente dicha.

—Estamos viviendo los últimos tiempos de la Historia —afirmó Carlos de


Hesse—. Sólo Cristo nos salvará de la nada. Poseo la gracia de recibir señales
luminosas del Señor, y todo lo que llevo a cabo está dictado por Él o por los
espíritus que Él dirige. Partamos juntos en busca del verdadero secreto
masónico, hermano mío, olvidemos la vanagloria y la nostalgia del pasado. Sí,
los Superiores desconocidos nos abrirán el camino y nos permitirán construir
una orden espiritualista al servicio de Dios.

El entusiasmo de su nueva mano derecha sedujo a Fernando de Brunswick.


Ayudado por un hombre tan comprometido y cuyas convicciones coincidían
con las suyas, lo conseguiría.

Tal vez había un detalle molesto: la filiación templaria de la Estricta


Observancia y su manifiesta voluntad de restaurar el poder temporal de la
vieja orden caballeresca. ¿Muchos iniciados creían aún en ese porvenir?
Mannheim, 7 de febrero de 1778

A Leopold, seguro de que su hijo no lo amaba sólo como a un padre, sino


también como a su mejor y más seguro amigo, Wolfgang intentó explicarle su
naciente pasión, sin revelar la magnitud de sus sentimientos.

«No somos nobles —escribió—, ni de alta cuna, ni ricos gentileshombres, sino


de baja extracción, villanos y pobres, y por eso no necesitamos una mujer
rica. Nuestra riqueza se extingue con nosotros, pues la llevamos en la cabeza.
Y ésta nadie puede arrebatárnosla, a menos que nos corten la cabeza, y tras
eso ya no necesitamos nada. Quiero hacer feliz a una mujer y no conseguir mi
felicidad a sus expensas».

Para Wolfgang, el amor debía ser verdadero y razonable, desprovisto de


frivolidad y de excesos que impidieran una serena felicidad. A la esposa, la
igual a su marido, éste le debía respeto y fidelidad, pues la palabra dada no se
recuperaba.

Muchos amigos salzburgueses del músico, jaraneros y cínicos, no compartían


sus convicciones, y su actitud de jóvenes gallitos le disgustaba en el más alto
grado. Jamás se rebajaría a considerar a una mujer como a un objeto que
debía conquistarse.

Mannheim, 19 de febrero de 1778

Al holandés De Jean, que acababa pagando cuando le tiraba de las orejas,


Wolfgang le entregaba imas obras cortas y ligeras, como dos cuartetos para
flauta, violín, viola y violoncelo[169] y un concierto para flauta en sol
mayor[170] , que incluía un adagio lleno de ternura que Aloysia sabría
apreciar. Su kyrie en mi bemol mayor[171] siguió siendo la única parte de una
misa destinada a Carlos Teodoro, con la esperanza de obtener un puesto en la
capilla de la corte. Pero el príncipe permanecía en Munich para desovillar los
hilos de las intrigas políticas que se oponían a la extensión de sus poderes.

La carta de Leopold fue como un mazazo: «Si continúas paseando por las
nubes y no dedicas tu cabeza sólo a proyectos futuros, desperdiciarás todos
los asuntos presentes e indispensables. Tu cabeza está llena de cosas que te
hacen inepto en el presente. Te muestras, en todo, arrebatado e impetuoso, tu
buen corazón logra que ya no veas los defectos de quienes te inciensan. De tu
prudencia depende que seas un vulgar músico olvidado por el mundo o un
célebre maestro de capilla cuyo nombre permanezca escrito en el libro de la
posteridad. ¡Tu proyecto casi me ha vuelto loco! Ve a París, busca el apoyo de
los grandes. ¡O César, o nada!».

Wolfgang, trastornado, respondió aquel mismo día. Naturalmente, reconocía


la magnitud de los sacrificios de su padre para favorecer su carrera. ¿Acaso
no se había endeudado gravemente para permitirle ir a París y obtener un
éxito resonante?

París, y no Italia. París con su madre, no Italia con Aloysia. Wolfgang se rindió
a las razones de Leopold y renunció a su proyecto de gira.

Terminada su misiva, fue víctima de una fuerte fiebre y se acostó sin cenar.

Viena, 21 de febrero de 1778

—Le he hablado de vuestro papel al barón Gottfried van Swieten —reveló


Thamos a Ignaz von Born—. Su propia misión consiste en proteger las logias
masónicas haciendo creer que les es hostil. Ganándose la confianza de las
autoridades, tal vez acabe sabiendo el nombre de nuestros más peligrosos y
decididos enemigos. Ahora, ya conocéis su secreto.

—Mi boca permanecerá sellada —prometió Von Born, conmovido por la


confianza del egipcio.

—Van Swieten jamás podrá hablar con vos en el marco de una logia oficial, a
causa de la vigilancia policíaca.

—Organizaré aquí o allá sesiones de investigación con los hermanos deseosos


de vivir realmente los misterios insinuados por los rituales, y construiremos
con la ayuda de los elementos del Libro de Thot .

—Tobías von Gebler no formará parte de los constructores —precisó el


egipcio—. Tras el fracaso de su Thamos, rey de Egipto , ha perdido la fe y se
limita a llevar una existencia oscura en Berlín, sin pedirle a la francmasonería
más que una vaga filosofía.

—Muchos hermanos se le parecen —deploró Von Born—. ¿Dónde está el Gran


Mago?

—En Mannheim. Acaba de enamorarse y desearía casarse con la cantante de


la que se ha encaprichado. Su padre, en cambio, le exige que vaya por fin a
París.

—¿Qué le aconsejáis vos?

—Nada —respondió Thamos—. Él debe forjar su destino durante este período


probatorio. De lo contrario, más tarde sería incapaz de afrontar las pruebas
iniciáticas.
63

Mannheim, 23 de febrero de 1778

La nueva carta de Leopold remachaba el clavo. «Miles de personas no han


recibido de Dios un don tan grande como el tuyo. ¡Qué responsabilidad! ¿No
sería infinitamente perjudicial que un gran genio se equivocase de camino?
Corres más peligro que los millones de personas que no tienen tu talento,
pues estás mucho más expuesto, por una parte, a los ataques y, por la otra, a
los halagos. Tienes demasiado orgullo y amor propio, y además te muestras
demasiado familiar con la gente, les abres a todos tu corazón. Yo no esperaba
nada de Colloredo. De ti, lo esperaba todo».

Restablecido, Wolfgang se negaba a creer en las sospechas de su padre.


Estimaba al buen Fridolin Weber, y amaba apasionadamente a Aloysia, sin
atreverse a confesárselo.

«Entre tantos defectos —le respondió a Leopold—, tengo el de creer siempre


que los amigos que me conocen, me conocen, en cuyo caso, no hay necesidad
de muchas palabras. ¡Ah! ¿Dónde podría encontrar yo palabras bastantes
para ilustrarlos, si no me conocieran?».

Wolfgang, que se negaba a entregarse a la tristeza, quiso olvidar la


ineluctable partida. Compuso cuatro sonatas para piano y violín[172] llenas de
diálogos divertidos, alegres y populares, una aria para el viejo y simpático
tenor Raaff de limitados medios vocales[173] , otra para la soprano Augusta
Wendling[174] que estigmatizaba la conducta de un joven «en un bosque
solitario y sombrío» y, sobre todo, un recitativo y una melodía[175] destinados
a Aloysia, cuyas palabras revelaban sus sentimientos: «No sé de dónde me
viene esa tierna inclinación, esa emoción que me llena a mi pesar el corazón,
ese estremecimiento que corre por mi sangre».

—Con este fragmento, tendrás un triunfo en Italia —le predijo Wolfgang a la


muchacha.

—¿Y tú?

—Yo debo ir a París. Mi padre lo exige.

—Me habías prometido…

—Debo obedecerle, Aloysia. En cuanto haya obtenido el éxito deseado,


regresaré. ¿Pensarás un poco en mí?

—¿Cómo puedes dudarlo?


Viena, 1 de marzo de 1778

El barón Gottfried Van Swieten andaba con pies de plomo. El prefecto de la


biblioteca Imperial y Real se ocupaba de ciencia y cultura, no de seguridad y
policía. Así pues, durante sus entrevistas con notables de la corte, procedía
por alusiones. A la menor reticencia, se batía en retirada y regresaba al
terreno de los grandes autores y de los libros difíciles de encontrar.

Su trabajo y su gestión daban plena y entera satisfacción a la emperatriz


María Teresa y al emperador José II. Durante una recepción, Van Swieten
tuvo ocasión de hablar con el jefe de la policía vienesa, falsamente bonachón.

—Os felicito, señor prefecto, bajo vuestro reinado, nuestra famosa biblioteca
se enriquece más aún y afirma el prestigio cultural de nuestra hermosa
capital. Por fortuna, perseguimos las ideas nocivas que nunca tendrán, entre
nosotros, derecho de ciudadanía.

—¿Estáis pensando en la filosofía francesa?

—¡Exactamente! Una temible peste cuyas pústulas hay que quemar, como
cierta francmasonería.

—A mi entender, una secta peligrosa.

—También al mío, barón.

—Espero que toméis todas las medidas necesarias.

—¡Podéis estar tranquilo!

—Con un profesional de vuestra competencia, ¿cómo no voy a estarlo?

El jefe de la policía se expresó en voz baja:

—Yo no me encargo de ese expediente. Lo lleva su majestad la emperatriz en


persona. ¿Qué mejor garantía?

Van Swieten asintió con la cabeza.

Evidentemente, María Teresa había organizado un servicio paralelo,


encargado de vigilar a los francmasones. Era imposible exigir más precisiones
sin despertar la suspicacia de su interlocutor.

¿Quién dirigía aquel servicio, de qué medios disponía, hasta dónde pensaba
ir? Responder a esas preguntas cruciales no sería fácil. Al menor paso en
falso, Gottfried van Swieten caería en desgracia y sería cesado en sus
funciones.

Mannheim, 13 de marzo de 1778

Wolfgang afrontaba una jornada muy repleta, tan apasionante como


desgarradora. Por la mañana, última lección dada a Thérèse Pierron, la Ninfa
, nuera del consejero áulico Serrarius, que le había ofrecido hospitalidad.
Como último agradecimiento, le dedicó una sonata para piano y violín[176] .

Mientras su madre, feliz al ver que su hijo obedecía por fin a su padre,
acababa de preparar el equipaje, Wolfgang habló con Otto von Gemmingen.
La víspera, el joven francmasón había participado en una Tenida en compañía
de Thamos.

—Barón, he comenzado a poner música a vuestro drama, Semíramis .

—¡Excelente noticia, señor Mozart!

—Desgraciadamente, debo abandonar Mannheim para ir a París. Puesto que


ignoro las obligaciones que allí me aguardan, me es imposible precisar la
fecha en que terminaré ese trabajo, y lo lamento.

—Lo comprendo perfectamente y os agradezco vuestra franqueza. Cuando se


tiene la suerte de trabajar con un creador como vos, ¿cómo no mostrarse
paciente? Tengo un excelente amigo en París, el ministro delegado del
Palatinado. Le pediré que os ayude, en la medida de sus modestos medios.

—Me concedéis un hermoso privilegio, barón.

—Lo merecéis, señor Mozart, pues no sois un hombre ordinario. No quiero


desalentaros, pero no os hagáis demasiadas ilusiones con respecto a los
franceses. Es un pueblo veleta y pretencioso a la vez, que cree tener razón
sobre todo y se considera superior al planeta entero. Los músicos parisinos no
reservan, por lo general, un buen recibimiento a un extranjero al que
consideran incapaz de adaptarse a su genio y de entrar en uno de sus antros.
Sin embargo, os deseo buena suerte.

Wolfgang fue a casa de los Weber.

Aloysia estaba ensayando la melodía que había compuesto para ella y la


interpretaba de un modo perfecto, con una emoción contenida, sin ningún
desbordamiento intempestivo.

—Debo partir —anunció con tristeza a la muchacha y a su padre.

—¿Cuándo regresaréis a Mannheim? —preguntó Fridolin Weber.

—Lo antes posible. Ese viaje me fastidia.

—¿No os procurará una bien merecida gloria?

—Mi padre lo desea.

—Obedecerle prueba que sois un buen muchacho. Mi hija y yo mismo


ponemos muchas esperanzas en vos. Regresad rico y célebre, Wolfgang.
—Os prometo que haré lo que pueda.

—Los franceses caerán a vuestros pies, ¡estoy seguro de ello!

—Permitidme que sea menos optimista.

—¡De ningún modo, Wolfgang, de ningún modo! Tened confianza en vos y


todo irá bien. Tomad un regalo para distraeros durante el viaje.

Fridolin Weber ofreció al músico la edición alemana de las Comedias de


Molière.

Mientras la hojeaba, se detuvo en una obra titulada Don Juan , cuyo tema
había circulado por toda Europa.

—Gracias, señor Weber. Espero encontrar en estas páginas ideas para una
futura ópera.
64

París, lunes 23 de marzo de 1778, a las cuatro de la tarde

Jamás en mi vida me he aburrido tanto —confesó Wolfgang a su madre


cuando llegó a París tras nueve días de viaje.

A Anna-Maria, ciertamente, no le interesaban demasiado las obras de su hijo,


le reprochaba su conducta con los Weber, que no le gustaban, y rumiaba su
pena al permanecer alejada de su querida Salzburgo.

Su alojamiento, una pequeña habitación muy oscura donde no podían meter


un piano, no les devolvió la sonrisa.

—Es imposible trabajar aquí —advirtió el músico.

—Si sales sin cesar, no podré hablar con nadie. No comprendo ni una palabra
de esta lengua enrevesada, y los parisinos no son amables.

—Debo entrar pronto en contacto con varias personas y encontrar trabajo.


Instálate del mejor modo.

El 24, gracias a las cartas enviadas por su padre para preparar la entrevista,
Wolfgang fue recibido por el barón Grimm y por madame d’Épinay.

—Estoy encantada de conocer a un brillante compositor austríaco —dijo ella


contemplando a aquel joven de talla mediana, enclenque, pálido, con los
cabellos claros y finos, la nariz larga y grande y unos ojos vivos y saltones.

—No soy austríaco —rectificó Wolfgang—, sino alemán.

—Vuestro padre alimenta grandes esperanzas sobre vos —intervino Grimm—,


pero París no conoce las obras que habéis compuesto en Salzburgo, y quiere
algo nuevo.

—¿Podéis ayudarme?

—Mis amigos Jean Le Gros, director del Concierto Espiritual, y Noverre,


maestro de ballet en la Ópera, os harán distintas proposiciones. Os aviso, la
competencia es dura e imponeros no será cosa fácil. El mejor modo de
ganarse la vida consiste en dar lecciones a los aficionados ilustrados. Madame
d’Épinay y el duque de Guisnes os procurarán alumnos.

Cuando Mozart se hubo marchado, Grimm hizo una mueca de desdén.

—Cuando era un niño prodigio, me intrigó. Pero hoy… ¡Músicos como él los
hay a centenares!
—Con su aspecto torpe, su timidez y su nerviosismo, lo encuentro conmovedor
—confesó madame d’Épinay.

—Divertios si os place, querida amiga, pero no perdáis vuestro tiempo. Creed


en mi juicio, que todos saben infalible: ese pequeño alemán no tiene porvenir
alguno.

París, 25 de marzo de 1778

Ministro del elector palatino destinado en París, el conde Von Sickingen


recibió cálidamente a Mozart. Apasionado por la música y francmasón,
acababa de releer la carta de su hermano Otto von Gemmingen en la que le
recomendaba al compositor salzburgués.

—Hablemos primero de alojamiento. ¿Estáis satisfecho?

—En absoluto —deploró Wolfgang—. Mi madre y yo no disponemos de muchos


medios.

—Os instalaréis en el hotel Quatre Fils Aymon, en la calle Gros-Chenet.


¿Tenéis algún contacto serio con los colegas franceses?

—He hablado con el barón Grimm. Me ha dirigido a Le Gros y a Noverre.

Von Sickingen no ocultó sus sentimientos.

—Detesto a ese Grimm. Pretencioso, hablador, trapacero, interesado… ¡Y sus


amigos no valen mucho más! Pero dominan la vida musical en París, y nada
puede hacerse sin ellos. Como se consideran los mejores del mundo, los
extranjeros no son bienvenidos. Perdonad mi franqueza, pero no tengo
derecho a alimentar vuestras ilusiones.

—Mi padre las alimentaba más que yo —precisó Wolfgang.

—Mi puerta estará siempre abierta —prometió el conde—. En caso de graves


dificultades, no dudéis en avisarme. Defenderé vuestra causa ante artistas a
los que trato, pero vuestro éxito pasa forzosamente por Le Gros.

A medio camino entre la esperanza y el abatimiento, feliz de tener por lo


menos un amigo en París, Wolfgang se reunió con su depresiva madre.

El conde Von Sickingen abrió la puerta del saloncillo donde se encontraba


Thamos.

—¿Habéis escuchado nuestra conversación, hermano mío?

—No me he perdido ni una palabra.

—Temo que vuestro protegido no tenga armas para enfrentarse a esta ciudad
implacable.
—Todas lo son —estimó el egipcio—, y la formación de su carácter exige las
terribles pruebas que va a sufrir.

—¿Y si no las soporta?

—Entonces, me habré engañado.

París, 5 de abril de 1778

Leopold estaría satisfecho: la estancia parisina de su hijo comenzaba bastante


bien. Abrumado de trabajo, preparaba un concierto para flauta y arpa, una
sinfonía concertante, una ópera consagrada a los amores de Alejandro y
Roxana, garabateaba unos coros que debían insertarse en un Miserere del
viejo Holzbauer para adaptarlo al gusto parisino y, sobre todo, enseñaba.

—¿Estás contento? —le preguntó Anna-Maria, que se quejaba de su


aislamiento.

—Me horroriza dar lecciones. No debo ni puedo enterrar de ese modo el


talento de compositor que Dios me ha dado. Y detesto esa insoportable
galantería parisina, un barniz de hipócritas que oculta la ligereza de
costumbres.

—Tu padre no se ha equivocado nunca, Wolfgang. Si estamos aquí, es por tu


bien.

El joven se vistió.

—¿Vuelves a salir?

—Debo brillar en casa de Le Gros, el hombre clave de la música parisina.

—Tal vez preferirías divertirte en casa de los Weber…

Wolfgang no respondió y se dirigió a casa del patrón del Concierto Espiritual,


que lo invitó a mostrar su talento de pianista ante una escogida concurrencia.

Con brío, improvisó un pastiche de un «maestro» italiano que estaba de moda,


Cambini, cuya producción le parecía muy mediocre. Puso de manifiesto sus
trucos y sus tics, y las sonrisas florecieron en los labios.

Al finalizar aquel «al modo de» irónico y conseguido, brotaron los aplausos.
Un solo oyente fue mucho menos entusiasta: el propio Cambini, cuya
presencia Wolfgang ignoraba.

El italiano, furibundo, llevó aparte a Le Gros.

—¡Ese mediocre alemán me ha dejado en ridículo! Sois mi amigo y debéis


cortarle las alas. Un desconocido sin talento no puede burlarse así de un
compositor de mi importancia, apreciado por el Todo-París.
—Tranquilizaos, ese Mozart pagará su impertinencia.
65

París, 6 de abril de 1778

A sus cuarenta y cuatro años, el compositor Frangois-Joseph Gossec


comenzaba a dar que hablar. Francmasón decepcionado por la tibieza política
de las logias que no se comprometían al máximo en el camino de una
profunda reforma de la sociedad, había fundado en 1770 la asociación de los
Conciertos de Aficionados. Reunía a numerosos hermanos y les permitía
expresar sus ideales más allá de la música.

Cuando conoció a Wolfgang Mozart, intentó reclutarlo.

—Al parecer, venís de Salzburgo.

—En efecto.

—¿Qué ocurre allí?

—El príncipe-arzobispo Colloredo gobierna, y sus músicos se doblegan a sus


exigencias.

—¿Y no es eso insoportable, mi querido colega?

—Por eso estoy en París.

—¡Excelente iniciativa! Francia se convertirá muy pronto en patria de la


libertad y de la igualdad, pues sabrá sacudirse todos los yugos.

—No pido tanto —precisó Wolfgang—. Me gustaría encontrar una corte


brillante y a príncipes inteligentes que no me impidieran expresar mi arte.

—¡No os contentéis con tan poco! Hay que seguir a Rousseau, a Voltaire y a
Diderot, «¡estrangulad al último cura con las tripas del último rey!».

El programa asustó a Mozart.

—¿No es la violencia la peor de las soluciones?

—El fin justifica los medios. Debemos romper el cepo de la Iglesia y derribar
los tronos de los tiranos. Antes o después, Europa entera lo comprenderá.

—Pues bien, señor, yo seré una excepción.

Wolfgang no intentaría conocer a Voltaire, ni a Rousseau, ni a sus discípulos.


Los pensamientos de aquellos revolucionarios no le interesaban.
Gossec se encogió de hombros. No ayudaría a aquel joven alemán
reaccionario a conquistar París.

París, 20 de abril de 1778

Al frecuentar las logias de la capital, Thamos no obtuvo demasiadas


satisfacciones. Allí se comía y se bebía mucho, se charlaba, y sólo pocas veces
se interesaban por el significado iniciático de los rituales. Criticadas unas
veces, apreciadas otras, las ideas de los enciclopedistas y los racionalistas
avanzaban, incluso entre los miembros de la nobleza.

El egipcio participó en los trabajos de una logia original, la de los Filaletes,


los Amigos de la Verdad[177] . Desde 1775, acumulaban una rica colección de
obras consagradas a la francmasonería y no desdeñaban el estudio de la
alquimia y la magia. Sin embargo, al conjunto le faltaba especialmente
coherencia y respondía más a la curiosidad que a una verdadera búsqueda
espiritual. Procediendo poco a poco y sin grandes esperanzas, Thamos intentó
orientarlo, sabiendo que el marco no convendría al Gran Mago, que acababa
de rechazar, por sí mismo, la tendencia revolucionaria que Gossec encarnaba.

París, finales de abril de 1778

Pensando en Aloysia y tratando con algunos músicos alemanes de paso por


París, Wolfgang recuperaba cierta alegría, a pesar del fardo de sus lecciones.
Su concierto para flauta y arpa[178] había gustado al duque de Guisnes y a su
hija. De una elegancia y un refinamiento notables, demostraba a los parisinos
que la música alemana no carecía de poesía.

Pero fue otra obra, compuesta para sus amigos de Mannheim, la que permitió
a Wolfgang expresar la riqueza de su pensamiento. De insólita dimensión, su
sinfonía concertante para clarinete, oboe, trompa y fagot revelaba, a la vez,
una voluntad optimista y una gravedad tan intensa, a veces, que de buena
gana se habrían atribuido aquellas páginas a un autor de rara madurez.

Al escribirlas, Wolfgang había sentido que cambiaba de registro.

Y helo aquí en una antecámara, yendo de un lado a otro mientras espera que
Le Gros, de muy flaco genio, se digne recibirlo.

Por fin se abrió la puerta del despacho.

—Venid, Mozart. He oído hablar bien de vuestro concierto para flauta y arpa.
El estilo gusta a mi auditorio.

—¿Se interpretará mi sinfonía concertante en el Concierto Espiritual?

—¡No se anda por las ramas! Debo establecer cuidadosamente el programa,


por miedo a disgustar al público y rebajar el nivel de la institución. El barón
Grimm la supervisa con extremada severidad, y ya conocéis la importancia de
su juicio. Una crítica negativa me llevaría a la ruina.
—¿Acaso os disgusta mi sinfonía?

—En primer lugar, es demasiado larga; luego, en exceso moderna, y en un


género demasiado reciente con respecto al buen gusto parisino.

—¿Os… os negáis a que la interpreten?

—La estudiaré detalladamente antes de hacerme un juicio. Sobre todo seguid


dando lecciones. Según madame d’Épinay, vuestros alumnos están
encantados.

En ese instante, Wolfgang supo que París le sería siempre hostil. Detrás de Le
Gros había otro de la misma pasta, y otro más, hasta el infinito. Aquella tierra
no era la suya, aquel cielo le repugnaba, la mentalidad de aquel mundo
vanidoso y encerrado en sí mismo le daba asco.

Aunque su madre se aburriese cada día más en una ciudad a la que la


salzburguesa no se acostumbraba, Wolfgang no regresó a su casa. No podía
soportar sus reproches y sus recriminaciones. Sólo sus amigos de Mannheim
evitaban que se hundiera. Aquella noche, la única producción francesa digna
de elogios, el vino, correría a chorros.
66

Hermannsstadt, 1 de mayo de 1778

Ante los desorbitados ojos de los francmasones húngaros[179] , el príncipe


Alejandro Murusi desplegó el mapa de las antiguas posesiones de la Orden
del Temple en Hungría, Transilvania y Eslavonia.

—Hermanos míos, tomad conciencia del extraordinario éxito de nuestros


predecesores y modelos. Riquísimos, reinaban sobre Europa y dictaban su
conducta a los monarcas. La Estricta Observancia no se reduce a una teoría
intelectual. Lo afirma alto y claro: somos dignos de semejante ejemplo.

—¿Qué preconizáis? —preguntó un anciano más bien inquieto.

—No sigamos por más tiempo inertes y sometidos a la dictadura de la


mediocridad. Propongo reunir los fondos necesarios para levantar un ejército
templario que parta a la reconquista de su territorio perdido. Charlar no sirve
de nada, hay que actuar. Alertemos a todas las logias de la Estricta
Observancia, saquémoslas de su sopor, revistamos nuestras capas y nuestras
armaduras, y seamos de nuevo guerreros de Dios.

El Gran Maestre Fernando de Brunswick, lívido, tomó la palabra. Sus


informadores no le mentían, podían producirse graves derivas.

—Comprendo el entusiasmo del príncipe Murusi, pero debo recordarle que lo


esencial de nuestros ritos es alegórico. Naturalmente, pensamos con nostalgia
en la pasada grandeza de la Orden del Temple, pero cada época desarrolla su
propio genio. El tiempo de las cruzadas ha pasado.

—Respetable Gran Maestre, ¿no habíais prometido la resurrección de los


templarios? —protestó el príncipe

—Sólo en espíritu, hermano mío, no al modo guerrero y violento.


Propaguemos el mensaje espiritual de los antiguos caballeros, no el estruendo
de las armas.

Murusi quedó decepcionado; la mayoría de sus hermanos aliviados.

El duque de Brunswick acababa de evitar un desastre.

París, 1 de mayo de 1778

Mientras se dirigía a casa de la duquesa de Chabot, Wolfgang rumiaba


sombríos pensamientos. Aquellos franceses idiotas creían que aún tenía siete
años y lo trataban como a un personaje secundario, desprovisto de porvenir.
¿Escribir una ópera? Era inútil planteárselo. Incluso en caso de éxito, no
obtendría ningún beneficio material, pues, en este país, todo estaba tasado al
máximo, lo que esterilizaba la creación artística.

Hacer visitas sin cesar para venderse a sí mismo lo agotaba. Debido al


exorbitante precio de los trayectos en coche, debía recorrer unas calles sucias
y lodosas. Tres palabras definían París: una mierda indescriptible.

Cuando Wolfgang daba un concierto para aristócratas carentes de


distracciones, escuchaba los «prodigiosos, inconcebibles, sorprendentes». Al
día siguiente, ya nadie conocía su nombre. Los franceses rozaban
permanentemente la grosería y practicaban la hipocresía de un modo
inigualable. Por lo que se refiere al barón Grimm, atareado alabando a genios
muy pronto olvidados, ya no se ocupaba de Mozart, un pequeño alemán
extraviado en el corazón de una gran ciudad cuyos arcanos no penetraría
nunca.

La primavera era invernal, el día siniestro.

Un lacayo invitó al músico a entrar en un salón helado, con la chimenea


apagada.

Transcurrieron interminables minutos, Wolfgang estaba enfriándose.

La duquesa de Chabot, peripuesta y despectiva, se dignó aparecer.

—Probad mi piano, joven. Mis amigos estarán encantados de oíros. Al


parecer, la agilidad de vuestros dedos es sorprendente.

—De momento, señora, están helados. ¿Está caldeada la estancia donde se


celebrará el concierto?

—¡Por supuesto! Seguidme.

La duquesa mentía.

Mientras tomaban bebidas ardientes, sus amigos se mostraron indiferentes a


la llegada de aquel criado encargado de producir un agradable ruido de
fondo.

Wolfgang, temblando y con las manos rígidas, intentó sin embargo estar a la
altura de su reputación.

Lamentablemente, el pianoforte merecía ser tirado a la basura. Por lo que se


refiere a la concurrencia, bromeaba, intercambiaba fútiles frases y no
prestaba atención alguna a las variaciones que el músico cincelaba.

Harto, se interrumpió. Unos escasos aplausos saludaron su actuación.

El duque de Chabot hizo su entrada.

—¿Por qué no continuáis?


—Aunque me dieran el mejor piano de Europa, perdería cualquier alegría
tocando para gente que no comprende nada o no quiere comprenderlo, y que
no siente conmigo lo que estoy tocando.

—Yo, señor, voy a escucharos. Empezad de nuevo, os lo ruego.

Wolfgang aceptó sentarse nuevamente al detestable piano, pero acortó el


concierto.

Por la noche, con los pies puestos sobre un calentador ardiente, escribió a su
padre: «Si hubiera aquí un lugar donde la gente tuviera oído, un corazón para
sentir, si al menos comprendieran algo de música, si tuvieran gusto, me reiría
cordialmente de todas esas cosas. Pero sólo estoy rodeado de brutos y
bestias, en lo que se refiere a música, claro. ¿Cómo, por lo demás, podría ser
de otro modo? No son diferentes en todas sus acciones, sus móviles y sus
pasiones. Los franceses son y seguirán siendo unos asnos».

París, 13 de mayo de 1778

Triste, casi chirriante, la sonata para piano y violín en mi menor[180]


expresaba la decepción de Wolfgang. Sin embargo, la próxima publicación de
sus variaciones sobre la melodía de Je suis Lindor [181] sería una primera
aparición seria en el seno del universo parisino. Variando ritmo y melodías, el
compositor había elegido el aire compuesto por un tal Dezède sobre las
palabras que pronunciaba el conde Almaviva en El barbero de Sevilla , cuando
se hacía pasar por un joven plebeyo ante los ojos de Rosina. Cierto día, tal
vez, Wolfgang utilizaría de otro modo esa historia.

Su verdadero objetivo seguía siendo hacer ejecutar, por fin, su sinfonía


concertante. Asediaba, por tanto, el despacho de Le Gros.

—¿Qué deseáis, Mozart?

—Vuestra decisión en cuanto a la obra que os confié.

—¿Qué obra?

—Mi sinfonía concertante.

—No lo recuerdo.

—Os parecía demasiado larga, demasiado moderna, demasiado…

—¡Ah, sí, la recuerdo vagamente! Olvidemos eso, ¿os parece? Inaudible en el


Concierto Espiritual. Sin duda haréis algo mejor. Seguid dando lecciones y
perfeccionándoos.

De regreso a su casa, con aspecto sombrío, Wolfgang sufrió un asalto de su


madre.
—No veo a mi hijo en todo el día, me paso la jornada sola en la habitación,
como detenida, ni siquiera sé el tiempo que hace, temo perder el uso de la
palabra. Y además tu padre se impacienta. Vuelve a ver al barón Grimm y
pídele que te procure una buena situación.

El compositor, que se negaba a discutir, recibió a un simpático músico de


trompa que apreciaba su obra y su talento de intérprete.

—Queda libre un puesto de organista en Versalles —le comunicó—. Deberíais


solicitarlo.

¡Versalles, el teatro de su gloria infantil!

—¿Bien pagado?

—Muy mal.

—¿Un primer peldaño o un callejón sin salida?

—Honestamente, poco ascenso posible. Sin embargo…

—Esta corte ya no me interesa. Me hablarían constantemente de mis hazañas


de chiquillo superdotado y no tengo ganas de componer música de iglesia,
pomposa y aburrida. Para crear, hay que seguir en la idea. La de Versalles no
es la mía.
67

París, 5 de junio de 1778

Tras una penosa jornada en la que Anna-Maria, febril, se había quejado otra
vez de su aislamiento, se durmió soñando con su querido Salzburgo.

Wolfgang compuso una sonata para piano en la menor[182] , expresando su


revuelta contra el fracaso, sus momentos de desesperación ante una situación
bloqueada, pero también su voluntad de seguir adelante de todos modos.

«A menudo no encuentro en las cosas ni pies ni cabeza —le escribía a su


padre—. ¿Hace frío? ¿Hace calor? Realmente nada me alegra».

Sólo la amistad del conde Von Sickingen permitió a Wolfgang no hundirse. Al


terminar una sonata para piano y violín[183] iniciada en Mannheim, encontró
cierto apaciguamiento. Luego aceptó el encargo de una música para ballet,
esperando que ésta originara la de una ópera.

—El mundillo musical sólo habla de la disputa entre los admiradores de Gluck
y los de Piccinni —recordó el conde—. ¿Habéis tomado partido?

—Ese tipo de debate no me interesa —respondió Wolfgang—. ¿Por qué


encerrarse en una oposición tan estéril?

—No pronunciaros os ganará la enemistad en ambos bandos.

—Hay imbéciles en todas partes.

—Todo París llora la muerte de Voltaire, el 30 de mayo pasado. ¿Sabéis que


no se había limitado a la Academia y a la Comedia francesa? A sus ochenta y
cuatro años, acababa de adherirse a la logia masónica las Nueve Hermanas,
un círculo muy encopetado. ¡Santo Dios, cómo le gustaban los honores a ese
anciano!

—Ha muerto como un perro, el muy descreído, ha tenido lo que merecía.

La dureza del juicio sorprendió al conde Von Sickingen.

—Se diría que no apreciáis demasiado la filosofía de las Luces.

—Me parece tan tenebrosa como esa nueva tendencia literaria alemana, el
Sturm und Drang [184] , que consiste en desear tormentas y desórdenes
interiores para llorar mejor por uno mismo. Sólo importa la búsqueda de la
serenidad, con su cortejo de pruebas que es preciso intentar superar de un
modo púdico.
París, 11 de junio de 1778

En el cartel que anunciaba la representación del ballet Les petits riens [185] ,
el nombre del compositor, Mozart, ni siquiera se mencionaba.

Cuando Wolfgang tuvo el honor de ser recibido por el maestro de ballet


Noverre, orgulloso de su nuevo éxito, apenas osó quejarse de ello.

—Al público no le interesa la música, mi querido Mozart, sino los bailarines.


Viene a ver una hazaña física. Vuestro trabajo no ha disgustado, seguid así.

—Preferiría componer una ópera.

—¿En la estela de Gluck o en la de Piccinni?

—Ni una cosa ni la otra.

—¡Sin embargo, debéis elegir!

—¿No existen otros caminos?

—No en este momento. París sabe lo que quiere. Renunciad a vuestro


proyecto. No dais la talla para un género tan arduo.

Wolfgang no hablaría a su padre del asunto de Les petits riens , donde su


nombre no había salido de la nada. Sería mejor no entristecer más a Leopold,
que debía comenzar a tomar conciencia del fracaso de aquel exilio parisino.

Castillo de Mattisholm (Suecia), 12 de junio de 1778

Fernando de Brunswick, Gran Maestre de la Estricta Observancia templaria,


lanzaba una nueva ofensiva contra la candidatura de Carlos de Sudermania a
la dirección de la séptima provincia de la orden.

Nunca los daneses, miembros de aquella provincia, aceptarían ser dirigidos


por un príncipe sueco destinado a las más altas funciones. Y los hermanos de
Sajonia y de la Baja Alemania deseaban a uno de los suyos. Ante tantas
oposiciones, ¿no acabaría renunciando el duque de Sudermania?

Cuando se disponía a abandonar Dinamarca, Femando de Brunswick recibió


una sorprendente invitación: su temible competidor lo invitaba a instalarse en
Suecia, en el castillo de Mattisholm, para conversar allí con toda fraternidad.

Era imposible rechazarlo, so pena de ofender gravemente al príncipe y


provocar una guerra abierta cuya primera víctima sería la Estricta
Observancia.

El sueco recibió a su huésped con extremada cortesía. Tras una excelente


cena, se retiraron al abrigo de oídos indiscretos.

—Apenas nos conocemos, mi querido Brunswick. Sobre todo, vos no conocéis


el Rito sueco. ¿Acaso un francmasón no siente siempre deseos de aprender y
hacer que retroceda la frontera de su ignorancia?

—Predicáis a un convencido, pero vuestro Rito sigue siéndome inaccesible.

—¿Y si os facilitara la llave?

—¿De qué modo?

—Iniciándoos al grado de Gran Oficial sueco. Así nos comprenderíamos mejor


y nuestras relaciones fraternas mejorarían por ello.

Femando de Brunswick manifestó una real satisfacción, aun desconfiando de


la habilidad estratégica del adversario.

La maniobra de Carlos de Sudermania se volvió contra él, pues el Gran


Maestre de la orden templaria se vio atrozmente decepcionado por la pobreza
del Rito sueco, que no le enseñó nada.

Ocultando su rencor, se felicitó por aquella hermosa fraternidad, haciendo


creer al enemigo que lo había convencido de no seguir oponiéndose a él.

«Si el Rito sueco se apoderara de la Estricta Observancia —concluyó para sí


el duque de Brunswick—, la francmasonería se sumiría muy pronto en la
nada».

París, 18 de junio de 1778

Gracias a la intervención de Anton Raaff, aquel tenor que admiraba a Mozart,


Le Gros se había dejado convencer por fin. Aun exigiendo varias
modificaciones a la sinfonía[186] propuesta por el alemán, aceptaba que se
ejecutase en el Concierto Espiritual.

Utilizando fuertes contrastes, Wolfgang había calculado los momentos en los


que el público parisino aplaudiría. Y no se había equivocado. A aquella gente
sólo le gustaban los efectos.

Feliz por haber sido por fin oído, si no escuchado, el músico dio gracias a Dios
y comió un helado en el Palais-Royal. Sin embargo, no se tapaba los ojos: una
sencilla y pequeña conquista de respeto, sin futuro tal vez. Frío y distante
como siempre, Le Gros no parecía decidido a recibirlo en el cenáculo de los
compositores reconocidos.

Wolfgang le habló a su padre de una especie de triunfo. La piadosa mentira


consolaría a Leopold.

Al regresar a su casa, el músico encontró enferma a su madre, víctima de una


infección intestinal que los medicamentos no apaciguaron.

El 20, fue presa de una fuerte fiebre, pero rechazó un médico francés. Gracias
a sus amigos, Wolfgang encontró un facultativo alemán. Examinó a la
paciente el 24, cuando ya estaba perdiendo el oído. El 29, la consideró
perdida. El 30, su hijo recurrió a otro médico que confirmó el diagnóstico.

Tras haberse confesado y haber recibido los últimos sacramentos, Anna-Maria


se sumió en el delirio.

El 3 de julio, a las diez y veintiún minutos de la noche, entregó su alma a Dios.


68

París, 3 de julio de 1778

Wolfgang, conmovido, contemplaba el rostro apaciguado de la difunta.

Su primera confrontación directa con la muerte… La de su madre, de


cincuenta y ocho años de edad.

Había vivido con extraña serenidad cada minuto de su agonía. No era él quien
sufría, sino Anna-Maria; las lágrimas y las quejas no le habrían sido de
ninguna ayuda. Al contrario, mostrándole su ternura y su confianza en Dios, lo
había ayudado a atravesar aquella terrorífica prueba.

Ahora, pensaba en su padre. Nunca volvería a ver a su tan amada esposa,


muerta tan lejos de su querido Salzburgo. No asistiría al entierro y no podría
recogerse sobre su tumba.

Era imposible anunciar brutalmente a Leopold la desaparición del ser que


más quería en el mundo.

Le escribió así una carta en la que le habló del concierto del 18 de junio, de la
muerte del trapacero e impío Voltaire, de que había rechazado un puesto de
organista en Versalles. Para preparar a Leopold para lo peor, habló de la
grave enfermedad de Anna-Maria y añadió: «Tengo valor, suceda lo que
suceda, porque sé que es Dios quien lo ordena todo para nuestro mayor bien,
aunque nos parezca que las cosas van de través, Él así lo quiere. Creo, en
efecto, y nadie me convencerá de lo contrario, que ningún doctor, ningún ser
humano, ninguna desgracia, ningún accidente puede dar y quitar la vida a un
ser humano, sino sólo Dios. Depositemos nuestra confianza en Él y
consolémonos con el pensamiento de que todo va bien cuando sucede
siguiendo la voluntad del Omnipotente: pues Él es quien mejor sabe lo que
nos es útil y ventajoso, a todos, para nuestra felicidad y nuestra salvación,
tanto en el tiempo como en la eternidad».

Al mismo tiempo, Wolfgang mandó una misiva a un religioso salzburgués, el


abate Bullinger, con el fin de que preparase a Leopold para la atroz noticia.

París, 9 de julio de 1778

El 4, Anna-Maria Mozart había sido enterrada en el cementerio de Saint-


Eustache, en París. Compasiva, madame d’Épinay ofreció una de las
habitaciones de su mansión al joven músico, tan duramente puesto a prueba.

Cinco días después de la muerte de su madre, Wolfgang reveló la verdad a su


padre e intentó tranquilizarlo: «En estas tristes circunstancias, he buscado
consuelo en tres realidades. Primero, en mi completo y confiado abandono a
la voluntad de Dios. Luego, en mi presencia en su muerte, tan dulce y bella,
pues me imaginaba cómo, en aquel instante, ella se había vuelto feliz, tanto
más feliz que nosotros, que albergué el deseo de partir con ella, en el mismo
instante. Finalmente, en esa sensación nacida de ese deseo y esa aspiración, a
saber, que no la hemos perdido para siempre, que volveremos a verla y
estaremos unidos de nuevo, más alegres que en este mundo. Ignoramos
dentro de cuánto tiempo. Pero no siento temor alguno: cuando Dios lo quiera,
yo lo querré también. Ahora, Su voluntad se ha hecho. Recitemos un ferviente
padrenuestro por el alma de mamá y tratemos otros temas, pues todo tiene su
tiempo».

¿Volver ya esa dolorosa página? Sí, pues la verdadera vida no se limitaba a la


existencia terrenal. El sufrimiento de los vivos no afectaba a los
bienaventurados muertos y las tinieblas del óbito no oscurecían la luz eterna.

Cuando salió a tomar el aire de aquel París que detestaba, Wolfgang se


encontró con Thamos.

—No podías hacer nada —declaró el egipcio—. El organismo de tu madre


estaba muy debilitado.

—Velaba por mi padre, por Nannerl, por mí. Hoy nos hemos visto privados de
un genio bueno.

—Tu soledad te dará nuevas fuerzas.

—¿Aquí, en París? Si al menos esa lengua francesa no fuera tan abominable


para la música…

—¿Acaso no cantan los instrumentos en una lengua universal? Háblame de tu


sinfonía concertante.

Wolfgang le abrió su corazón. ¡Por fin alguien lo escuchaba!

París, 10 de julio de 1778

Madame d’Épinay sirvió un delicioso café al barón Grimm.

—He escuchado vuestra súplica, querido amigo, y le he dado una habitación


al pobre Mozart. Ver morir a su madre en país extranjero, tan lejos de su
casa, ¡qué tristeza! ¿Se recuperará el infeliz muchacho?

—Haría bien regresando a Salzburgo.

—¿No vino a buscar gloria y fortuna a París?

—Dado su carácter intransigente y su mediocre talento, no hay posibilidad


alguna. La música alemana, y la suya en particular, no convienen al gusto
francés. Como niño prodigio, divertía. Hoy, aburre. Ni Le Gros, un excelente
conocedor, ni los compositores de renombre lo aprecian.
—¿No tiene apelación vuestro juicio, barón?

—No me equivoco nunca, y os aseguro que ese maestrillo será olvidado muy
pronto. Por eso le he escrito a su insoportable padre, tan obstinado, que su
retoño no es lo bastante retorcido ni lo bastante emprendedor para hacerse
un lugar en París. El candor del niño Wolfgang nos distraía, el del adulto nos
importuna. El tal Leopold me ruega de rodillas que me ocupe de su hijo, pero
no tengo ganas de perder el tiempo. Muy pronto, querida amiga, os desharéis
de ese parásito.

París, 20 de julio de 1778

Entregado a sí mismo pero tranquilizado por su breve encuentro con Thamos,


Wolfgang se abandonó a la alegría de componer. Primero una sonriente
sonata en do mayor[187] donde no aparecía el menor eco de la reciente
tragedia; luego otra, en la mayor[188] , que empezaba con un insólito
movimiento lento, con variaciones, que magnificaba una canción popular
alemana, El verdadero saber vivir , y concluía con una distraída marcha turca,
inspirada en la obertura de Los peregrinos de La Meca de Gluck. Por lo que
se refiere al trío, evocaba el sublime tema de las almas felices del Orfeo del
mismo autor.

Con un sorprendente sentimiento de apacible felicidad y de liberación,


Wolfgang pensaba en su madre y le ofrecía esas obras llenas de ardor y de
dulzura, a su imagen y semejanza. Anna-Maria sólo había conocido la tristeza
lejos de su hogar, donde, a lo largo de toda su existencia, ella había ofrecido
alegría y armonía.

Ese mismo día, para la fiesta de Nannerl, Wolfgang escribió un rondo-


capriccio [189] que permitiría a su hermana desentumecer sus dedos.

París, 31 de julio de 1778

La víspera, obsesionado de nuevo por el rostro de su querida Aloysia,


Wolfgang había escrito a su padre, Fridolin, recomendándole que ayudara
más aún a su maravillosa hija, privada de contratos y papeles a su medida.
¡Qué la declarase enferma! Así, la corte de Mannheim se apiadaría de ella y la
tomaría, por fin, en consideración…

Impaciente por volver a verla, Wolfgang prometía componer una obra que le
ofrecería en cuanto regresara. Evitando hablar de la muerte de su madre a la
familia Weber, tan puesta a prueba ya por el infortunio, llamaba a Aloysia
Carissima Amica , seguro de que ella compartía sus sentimientos.

Otro sentimiento, la cólera, animaba a Wolfgang cuando cruzó la puerta de la


mansión del duque de Guisnes.

—He sabido de la muerte de vuestra madre —dijo el aristócrata con tono


afectado—. Todas mis condolencias. ¡Nadie escapa a la muerte, ay! Sed
valeroso, el tiempo borra las penas.
—Vengo a hablaros de mi concierto para flauta y arpa, señor duque.

—¡Una obra deliciosa! Mis amigos y yo mismo la hemos apreciado mucho.

—Hace ya tres meses que espero el pago.

—¡Primero el arte, querido Mozart! Qué trivialidad mezclar en él bajas


cuestiones materiales.

—La música es mi oficio, me permite vivir. Me gustaría recibir el dinero que


se me debe.

—¡Lo tendréis, tranquilizaos!

—¿Cuándo?

—Cuando… cuando me plazca.

—A mí me placería obtenerlo de inmediato.

—¡Ni lo penséis, joven! Un papanatas alemán no le da órdenes a un noble


francés. Salid de mi casa.

Al ver llegar a Mozart a grandes zancadas, madame d’Épinay comprendió que


estaba enojado.

—¿Qué ocurre, Wolfgang?

—Los papanatas franceses creen que aún tengo siete años y que pueden
tratarme como a un chiquillo.

—Desgraciadamente es así —reconoció ella—. Aquí os consideran un


principiante.

Wolfgang se encerró en su habitación y se confió a su padre, cuyas


desgarradoras cartas le destrozaban el alma: «Bien sabéis que, en toda mi
vida, no había visto aún morir a nadie. ¡Y ha sido necesario que, la primera
vez, fuera precisamente mi madre! Dar lecciones, aquí, no es una broma…
¡Agota bastante! Y si no se dan muchas, no se obtiene dinero suficiente. No
creáis que hablo por pereza, sino porque es una actitud del todo contraria a
mi “genio” y a mi modo de vivir. Sabéis que estoy, por así decirlo, metido en
la música, que la compongo todo el día, que me gusta pensarla, estudiarla,
aplicarme a ella. Pues bien, aquí me lo impide el género de existencia que me
imponen. Cuando tengo algunas horas de libertad, no me sirven para
componer, sino para recuperar un poco las fuerzas».
69

Viena, 15 de agosto de 1778

Geytrand se secó la frente. Abrumado por el calor, sufría del hígado y tenía
los tobillos hinchados. Detestando el verano y su intensa luz, se dirigió al
despacho secreto del conde Anton, que odiaba, también, esa estación. Con las
cortinas cerradas, el conde vivía en la penumbra.

—El convento de Wolfenbuettel terminó de un modo apacible —reveló


Geytrand—. Oficialmente, la Estricta Observancia y el Rito sueco cesan las
hostilidades y se convierten en los mejores aliados del mundo. Por lo que se
refiere al duque de Sudermania, gobernará la enorme séptima provincia
doblegándose a las directrices del Gran Maestre, Femando de Brunswick.

—«Oficialmente» —advirtió Joseph Anton—, ¡no lo crees, pues!

—Ni por un solo instante. Según algunas indiscreciones de caballeros


alemanes furiosos por la elección de Carlos de Sudermania, esta paz ha sido
arrancada con fórceps y acompañada por restricciones inaceptables para el
príncipe sueco. Puesto que quería echar mano, a toda costa, a la provincia, ha
fingido doblegarse. Mañana, chocará con Brunswick e intentará excluirlo
cambiando las reglas del juego. El duque de Sudermania no puede ser un
subalterno. Y el Gran Maestre no le cederá ni un ápice de su poder. Y pese a
ese tratado de circunstancias y a las buenas palabras, el conflicto se anuncia
como inevitable.

—¿Por quién apuestas?

—No tengo favorito, señor conde. Ambos adversarios son igualmente feroces
y están igualmente decididos. El duque de Brunswick ha perdido una batalla,
pero no la guerra. Sigue siendo el Gran Maestre de toda la orden, y los
Grandes Maestres provinciales le deben obediencia. Además, los
francmasones alemanes nunca elegirán a un sueco para encabezarlos. Suceda
lo que suceda, la francmasonería se verá considerablemente debilitada. ¡Ah,
otro nombre para nuestras tablillas! Bode, uno de los amigos del Gran
Maestre, ocupa ahora un lugar importante en la jerarquía de la Estricta
Observancia. Él se encargó de la redacción del acta de alianza y da pruebas
de celo y dinamismo. Convertido en administrador de los bienes de la viuda
del ministro de Estado Von Bemstorff, reside en Weimar, ciudad agradable y
tranquila. En adelante, ya no tendrá preocupaciones materiales y se
consagrará a la cruzada contra los jesuitas y la Iglesia.

Joseph Anton abrió un nuevo expediente.

Salzburgo, 15 de agosto de 1778


A Leopold le costaba recuperarse de la muerte de Anna-Maria. Era imposible
colmar aquel inmenso vacío, y sólo el tiempo atenuaría el sufrimiento de
aquella herida incurable. Nunca volvería a casarse. Su hija, Nannerl, se
comportaba con tacto y abnegación, pero habría necesitado hablar con su
hijo.

¿Cuándo volverían a verse? Wolfgang seguía luchando por conquistar París,


sin gran éxito. Y uno de los párrafos de una carta reciente inquietaba a
Leopold: «Salzburgo me resulta odioso —afirmaba—. Tendré más esperanza
de vivir feliz y satisfecho en cualquier otra parte que no sea Salzburgo. En
primer lugar, la gente de la música no goza allí de consideración alguna;
luego, no entienden nada».

Muy pronto, Leopold tendría que comunicar a su hijo que el barón Grimm ya
no aceptaba ayudarlo y que era preciso regresar a Salzburgo. Dado su estado
de ánimo, ¿cómo reaccionaría Wolfgang?

El 11 de agosto, la muerte de Giuseppe Lolli, maestro de capilla en la corte de


Salzburgo, le había dado a Leopold esperanzas de obtener por fin el puesto.

Una decepción, de nuevo. El único regalo de Colloredo: un aumento de cien


florines. Y el vicemaestro de capilla, tan obediente y abnegado, ya no podía
compartir sus sentimientos con Anna-Maria.

París, 16 de agosto de 1778

Los alumnos de Wolfgang adoraban sus variaciones para piano sobre las
melodías de Ah, vous dirai-je, maman [190] o de La Belle Française [191] , pero
confiaba más bien su impulso creador, sus interrogantes, la alternancia de
claridad y drama a su sonata en fa mayor[192] . El músico narraba en ella la
complejidad de la caótica existencia que estaba viviendo sin percibir todos los
secretos que sin duda conocían los sacerdotes del sol.

Un sol que, a pesar de la estación, faltaba en París, donde, sin embargo,


acababan de interpretar de nuevo su sinfonía en el Concierto Espiritual de Le
Gros.

—Podéis estar satisfecho, Mozart. Al público le gustan vuestros pequeños


inventos. Seguid, pues, por ese camino, sin olvidaros de dar vuestras
lecciones, y tal vez lograréis un lugar honorable…

—Sueño con una ópera.

—Gluck y Piccinni copan todo el escenario.

—¿No tenéis un libreto que ofrecerme?

—Ni el más mínimo. Olvidad ese proyecto insensato y limitaos a lo que sabéis
hacer.
Le Gros, hastiado, cortó en seco la conversación y se reunió con su amigo, el
barón Grimm.

—Ese alemán me pone los nervios de punta —le confió—. Debería satisfacerse
con lo que le damos y no exigir más sin cesar.

—Trata con un personaje detestable, un tal Von Sickingen, al que le cuesta


mucho integrarse en la sociedad parisina, y no permanecerá mucho tiempo en
su puesto —reveló Grimm—. Sólo yo podría haber ayudado al tal Mozart si se
hubiera mostrado dócil. No os preocupéis más por él, mi querido Le Gros. Su
carrera ha terminado.
70

Saint-Germain-en-Laye, 28 de agosto de 1778

La encantadora morada del mariscal de Noailles, un parque admirable y,


sobre todo, la inesperada felicidad de volver a ver a Johann Christian Bach y
permanecer una semana en su compañía, ¡lejos del asfixiante París y de sus
miserables intrigas!

Pasaron horas maravillosas hablando de música, y Wolfgang compuso una


escena dramática[193] para el castrado Tenducci, un amigo de Bach. Terminó
nueve variaciones para piano sobre la melodía de Lison dormait [194] y una
nueva sinfonía, brillante y ligera[195] , destinada al Concierto Espiritual.

—París no os conviene —estimó Johann Christian Bach—. ¿Por qué no os


instaláis en Londres? Allí sopla un verdadero aire de libertad, y vuestro
talento sería reconocido.

—Mi madre ha muerto recientemente, y no puedo abandonar a mi padre en su


soledad.

—Tenéis un gran corazón, Wolfgang, pero no pensáis bastante en vos mismo.


Aquí no progresaréis. Los franceses son superficiales e hipócritas, el barón
Grimm sólo alimenta su propia vanidad. Con su pequeña cohorte de
intelectuales pretenciosos, infatuados por su triunfante tontería, lo decide
todo. Os consideran una cantidad desdeñable, aunque el Concierto Espiritual
acepte, de vez en cuando, una de vuestras sinfonías siempre que no ofusque
el gusto del día. Sois demasiado puro y entero para conquistar una ciudad
como París. Debido a mi mediocre reputación, soy incapaz de ayudaros.

A Wolfgang le habría gustado tener un padre como Johann Christian Bach.


Juntos, tocaron música, sin tener que preocuparse por un auditorio. El
maravilloso reino del Rücken resucitaba, resurgía el otro lado de la vida, con
sus encantadores paisajes.

Pero la lluvia cayó sobre Saint-Germain-en-Laye. Johann Christian Bach


regresó a Londres y Wolfgang a París.

París, 1 de septiembre de 1778

Wolfgang volvió a leer la carta de su padre y, sobre todo, la copia de la del


barón Grimm. El omnipotente crítico afirmaba que el joven salzburgués no
tenía ninguna de las cualidades que el medio artístico parisino apreciaba.
«Demasiado cándido, poco activo, demasiado fácil de atrapar, no lo bastante
retorcido, ni emprendedor ni audaz». Y el ilustre barón no disponía ni del
tiempo ni de la fortuna necesarios para asentar la eventual carrera de Mozart.
—¿Conocéis nuestra última atracción? —preguntó madame d’Épinay, siempre
tan fútil—. ¡Una especie de mago se ha instalado en la plaza Vendôme y
pretende curar todas las enfermedades gracias al magnetismo!

—¿Acaso se trata… del doctor Mesmer?

—¿Lo conocéis?

—Un poco.

—Sus éxitos son tales que ya está desbordado.

Franz-Anton Mesmer hizo un hueco en su horario para recibir a Wolfgang.


Tras haberlo magnetizado largo rato para restablecer la circulación de la
energía, insistió en la necesidad de percibir el fluido vital que servía de
vínculo entre los seres vivos.

—Vuestra música es una expresión de ese fluido —precisó—. Cuanto más esté
en armonía con él, más le servirá de vehículo, y más conmoveréis los espíritus
y los corazones. Así, contribuiréis de modo decisivo al equilibrio de nuestro
mundo, Wolfgang.

—¿Volveréis a Viena, doctor?

—No; la terapia por el magnestismo no es reconocida allí. Aquí, además de los


tratamientos individuales, pongo en práctica cuidados colectivos. Varios
pacientes, sentados uno al lado del otro, formarán una cadena y quedarán
unidos por varillas de hierro o cuerdas a una jofaina que contenga agua,
limaduras de hierro y arena. La circulación del flujo magnético aliviará sus
males.

—París no me da suerte —advirtió Wolfgang—. Mi madre murió aquí el 3 de


julio, y no obtengo el éxito que mi padre esperaba.

—Perseverad, pero no permanezcáis prisionero. Nada debe impedir vuestro


vuelo.

París, 11 de septiembre de 1778

—Señor barón —dijo Wolfgang a Grimm en tono más bien seco—. Estoy muy
descontento de la actitud de Le Gros para conmigo. No se interesa por mis
obras y no me deja entrever porvenir alguno.

—Amigo mío, Le Gros es un importante profesional cuya opinión es decisiva.


Vos, muchacho, sólo sois un principiante. París exige mucho, vuestra música
carece de las cualidades necesarias para seducir a la capital de las artes y las
letras. Además, hay un asunto mucho más urgente… Durante la enfermedad
de vuestra madre, os presté la módica suma, aunque no desdeñable, de
quince luises de oro. Ahora deseo recuperarla.

Pálido, asqueado, Wolfgang guardó silencio.


En su domicilio lo esperaba una carta de su padre. En ella, Leopold le
anunciaba, entusiasmado, que el príncipe-arzobispo Colloredo aceptaba tomar
de nuevo al joven Mozart a su servicio y le ofrecía un puesto estable, ¡una
plaza de organista! ¿Podía soñar con algo mejor? Así pues, Wolfgang debía
regresar a Salzburgo de inmediato. Magnánimo, Leopold le concedía incluso
la autorización de tratar a Aloysia. ¿No iba todo del mejor modo y en el mejor
de los mundos? Wolfgang respondió que sería muy feliz volviendo a ver a su
padre y a su hermana, pero añadió que no era una gran felicidad volver a
estar encerrado en Salzburgo. Puesto que sus asuntos mejoraban, no
regresaría de inmediato. Tal vez tuvieran éxito algunos proyectos en curso…
71

París, 26 de septiembre de 1778

No os habéis marchado aún, Mozart! —se extrañó Grimm, furioso.

—Esperaba…

—¿Pero cómo hay que decíroslo? ¡No tenéis nada que esperar, nada de nada!
Un músico alemán principiante y sin ambiciones no tiene posibilidad alguna
de tener éxito en París. Aquí tenéis todas las puertas cerradas. Os pago el
viaje, tomáis la diligencia más cómoda y rápida y desaparecéis.

Al cabo de una penosa estancia de seis meses, Wolfgang no se sentía


descontento de abandonar París, pero temía regresar a Salzburgo.

Una nueva decepción: una vieja diligencia atestada, ¡la más barata y la más
lenta! No necesitaría cinco días para llegar a Estrasburgo, sino diez. Una vez
más, el tacaño de Grimm le había mentido.

Cuando se le pasó el enfado, Wolfgang lanzó una ojeada a sus compañeros de


infortunio. ¡Thamos estaba entre ellos! Discutía con un comerciante en vinos
que creía estar hablando con un mercader que disponía de eficaces contactos
en Inglaterra.

En Nancy, Thamos bajó y le indicó por señas a Wolfgang que lo siguiera.


Subieron a un excelente coche.

El músico contó detalladamente los últimos episodios de su aventura parisina


y no ocultó sus desilusiones.

—Y ahora, Salzburgo… Allí, no sé quién soy, lo soy todo y también, a veces,


nada de nada. No pido tanto, ni tan poco: sólo ser algo. ¡Pero que realmente
sea algo!

—Antes habrá muchas etapas —precisó el egipcio—, comenzando por la de


Estrasburgo, donde darás tres conciertos. No esperes una gran asistencia de
público ni una gran remuneración, pero te gustará tocar con músicos de
calidad, felices de recibirte.

—¿Lo… lo habéis organizado todo?

—Tus amigos de Mannheim tienen relaciones en Estrasburgo.

Thamos omitió decir que había visitado diversas logias[196] , sin olvidar la
antiquísima comunidad de constructores que preservaba la herencia de los
maestros de obra de la Edad Media.
Estrasburgo, octubre de 1778

Wolfgang necesitaba purificarse de las escorias parisinas y conversar con


seres que sintieran por él un afecto real. Trató con músicos francmasones,
pasó divertidas veladas alrededor de buenas mesas y conoció al viejo maestro
de capilla Richter, quien, a los sesenta y ocho años, sólo bebía ya veinte
botellas de vino diarias, en vez de cuarenta.

El 17 de octubre, su primer concierto le proporcionó tres luises de oro; el 23,


el segundo, también tres; el 31, el tercero, un solo luis, pues la sala estaba
medio vacía. Pero Wolfgang había recuperado la alegría de vivir, y concluyó
una hermosa sonata para piano[197] iniciada en París que se abría con un
tema de Johann Christian Bach. Fue sinónimo de liberación y de un feliz
período, a pesar de las cartas de su padre, que no comprendía por qué su hijo
se demoraba tanto tiempo en Estrasburgo.

Leopold le comunicó también una noticia, buena y mala al mismo tiempo: la


familia Weber acababa de abandonar Mannheim para dirigirse a Munich,
donde Aloysia había sido contratada por la Ópera. Justo reconocimiento del
talento de la joven cantante, pero desgarrador alejamiento. Contrariamente a
sus esperanzas, la mujer que amaba no viviría en Salzburgo, y la prisión
dorada se transformaba en penal.

Para calmar la impaciencia de su padre, Wolfgang le precisó que se alojaba


en casa de Schertz, un rico notable que aceptaba prestarle dinero. Y le
explicó las razones profundas de su estancia: «Aquí, soy considerado con
honor. La gente dice que todo es tan noble en mí, que soy tan maduro, que
soy tan honesto, que tengo tan buena conducta…». ¿Comprendería Leopold,
por fin, sus verdaderas aspiraciones y la calidad de su ser?

La terapia de Thamos se reveló eficaz. Del individuo herido, fatigado por las
afrentas y los sufrimientos soportados en París, brotaba un nuevo Wolfgang,
dispuesto a afrontar nuevas pruebas.

Mannheim, 6 de noviembre de 1778

El 4 de noviembre, Wolfgang se había resignado a abandonar Estrasburgo con


destino a otra ciudad cara a su corazón, la tan musical Mannheim.

La familia Cannabich lo recibió con los brazos abiertos. Contó a su amigo


Christian sus desventuras francesas, terminando así de liberarse de aquel
peso. Volvía una página, jamás pondría de nuevo los pies en París.

El barón Herbert von Dalberg, intendente del teatro de Mannheim y


francmasón, informado por Von Sickingen del paso de Mozart, lo invitó a una
cena a la que asistía también el hermano Otto von Gemmingen.

—¿Cómo se encuentra mi Semíramis , señor Mozart?

—Apenas está esbozada, lo reconozco.


—Si os quedáis algún tiempo en Mannheim, ¿podremos trabajar juntos?

—¡Con mucho gusto!

La obra se presentaba como un duodrama[198] que buscaba un perfecto


acuerdo entre el texto y la música. Wolfgang recuperaba por fin el impulso de
Thamos, rey de Egipto gracias a un tema con múltiples resonancias
iniciáticas, que percibía sin comprenderlas. Pensando en Aloysia, describiría
una magnífica figura de mujer.

Otto von Gemmingen le dejaba total libertad de creación y se adaptaba a sus


exigencias cuando era preciso modificar palabras o frases para conceder el
primer lugar a la música. Por lo que se refiere al barón Von Dalberg,
procuraba al músico las lecciones necesarias para que asumiera sus gastos de
estancia y tocara al máximo con sus amigos.

Como Wolfgang escribió a su padre, el 12 de noviembre se organizaba en


Mannheim una Academia de aficionados de los que el joven ignoraba que eran
casi todos francmasones. En su compañía, pasó horas maravillosas.

Mannheim, 15 de noviembre de 1778

—Una verdadera catástrofe —le dijo Otto von Gemmingen a Thamos—. El


príncipe-elector ordena a la orquesta que se reúna con él en Munich, donde
sigue ambicionando el trono de Baviera. Si la situación se degrada, estallará
una guerra entre Prusia y Austria. Menguada ya, la vida musical de
Mannheim se reduce a la nada.

—Y Wolfgang queda directamente afectado —deploró el egipcio.

—Mis hermanos preparaban discretamente el terreno con Carlos Teodoro


para que Mozart obtuviera un puesto estable y bien pagado, pero el traslado
de la orquesta arruina el proyecto. Y la representación de Semíramis no
tendrá lugar. Es imposible montar esa ópera en Munich, donde ni Von
Dalberg ni yo mismo disponemos de suficientes relaciones. Ahora todo
depende de la buena voluntad de Carlos Teodoro, que apoyará siempre al
príncipe-arzobispo Colloredo contra Mozart. Lo que esperábamos en
Mannheim no es realizable en ninguna otra parte. ¡Me habría gustado tanto
tener éxito y evitarle nuevas dificultades materiales!

—Así es —asintió Thamos—, y Wolfgang tendrá que mostrarse a la altura de


las dificultades que lo aguardan. Un Gran Mago no se forma de otro modo.

—Se trata efectivamente de un ser excepcional —dijo Otto von Gemmingen—,


su sensibilidad no es sensiblería, sino inteligencia de corazón. Su mirada ve
paisajes cuya existencia nosotros ni siquiera sospechamos, y lo creo capaz de
transmitir esta misión por medio de la música. ¿Se encarnizará con él, mucho
tiempo aún, el destino?
72

Mannheim, 22 de noviembre de 1778

Ciertamente, Wolfgang no se había andado por las ramas al escribir a su


padre: «El arzobispo nunca me pagará bastante por ser esclavo en Salzburgo,
y siento angustia al verme en esta corte de miseria». Sin embargo, no
esperaba tanto furor por parte de Leopold: «Tomas por oro lo que, a fin de
cuentas, es sólo falso metal. ¿Tu amor por la señorita Weber? No me opongo
en absoluto a él. No lo hice cuando su padre era pobre, ¿por qué voy a hacerlo
ahora, cuando puede hacer tu felicidad y no tú la suya? Todo tu designio es
arruinarme para proseguir tus quimeras».

Aquel padre tan amado, tan venerado, no vacilaba en acusar a su hijo de


desear su muerte.

Otto von Gemmingen, obligado a abandonar Mannheim; la orquesta, de


camino hacia París; la Ópera, cerrada. Wolfgang se encontraba solo y sin
apoyo.

Entonces reapareció Thamos.

—Mi padre exige mi inmediato regreso a Salzburgo. De lo contrario, tendré su


muerte sobre mi conciencia. ¿Qué puedo esperar aquí?

—Dadas las circunstancias políticas, nada. El propio Gemmingen está en


peligro. El príncipe-elector Carlos Teodoro dirige el juego y se apoya en
numerosos aliados, entre los que figura Colloredo.

—Semíramis … ¿Se ha terminado?

—Por desgracia, sí.

—Un nuevo fracaso, después de Thamos, rey de Egipto . ¿Por qué no puedo
llevar a cabo obras tan importantes?

—Porque todavía no estás preparado. El destino se muestra más fuerte que


tú, te falta magia.

—¡No me la ofrecerá Salzburgo!

—¿Y tú qué sabes?

—Regresar allí me asfixiará. No sobreviviré por mucho tiempo a la falta de


aire.

—Bien sobreviviste en París. He aquí una nueva puerta que cruzar, más
hermética aún.

—¿No hay escapatoria?

—Ninguna.

—¡Era tan feliz aquí!

—¿Incluso sin Aloysia?

—¿Lo… lo sabéis?

Thamos sonrió.

—¿No tienes edad para estar enamorado?

—¡Edad de casarme! Aloysia es una cantante maravillosa, y estamos hechos el


uno para el otro. Escribiré para ella hermosas melodías, y las interpretará de
un modo incomparable.

—Esperemos que así sea, Wolfgang.

—¿Lo dudáis, acaso?

—Confío en tu juicio de profesional. El 9 de diciembre, el prefecto imperial de


Kaisersheim abandona Mannheim. Viajarás gratuitamente en el coche del
séquito, en compañía de su secretario.

—¿Iréis vos a Salzburgo?

—Nunca te abandonaré.

Lyon, 25 de noviembre de 1778

A los cuarenta y ocho años, Jean-Baptiste Willermoz se sentía en plena


posesión de sus medios y se acercaba, por fin, a la realización de su sueño
masónico: crear un rito específico que permitiera a sus adeptos alcanzar lo
divino.

La Estricta Observancia había decepcionado mucho al comerciante lionés.


Enseñanza empobrecida, ceremonias arcaicas, pocos conocimientos
esotéricos. Sin romper los vínculos con la orden templaria y retirarse de ella
oficialmente, Willermoz quería llegar mucho más lejos. Por eso, del 26 de
noviembre al 3 de diciembre, organizaba el convento de las Galias para
revelar a sus fieles parte de su plan.

En primer lugar, afirmar la autonomía de la rama francesa de la Estricta


Observancia y su originalidad.

Luego, renunciar a la restauración material de la Orden del Temple,


desaparecida para siempre en las brumas de la Historia.
Desde la apertura del convento, Willermoz concretó la principal misión de la
francmasonería: la beneficencia. Se ocuparía, prioritariamente, de mejorar la
suerte de las viudas, los huérfanos, los enfermos, los indigentes, y practicaría
la caridad.

—Nadie podría desaprobar tanta generosidad —observó el conde de Tebas, un


personaje fascinante de natural autoridad—. Puesto que estamos entre
hermanos, sometidos a la ley del secreto, reveladnos el verdadero objetivo de
la francmasonería. Todos conocemos, aquí, la profundidad de vuestras
investigaciones. Y tengo la sensación de que este convento no se parece a
ningún otro.

Willermoz, halagado, no se hizo de rogar.

—La humanidad se compone de dos categorías principales. Por una parte, los
réprobos a los que se niega el sello de la reconciliación con Dios; por otra, los
hombres de deseo, capaces de ejercer el verdadero culto divino gracias a la
iniciación. Como elegidos, contribuyen a la salvación final de la humanidad.
Debemos obtener la reintegración y restablecer el hombre creado a imagen
de Dios como señor de los espíritus.

El discurso de Willermoz impresionó a la asamblea.

—¿Semejante programa no implica una profunda reforma de las actuales


estructuras masónicas? —preguntó Thamos.

—Es indispensable, en efecto. Propongo dividir la andadura masónica en dos


clases, una preparatoria y la otra secreta. El conocimiento de la verdad estará
reservado a los iniciados de segunda clase, cuya existencia ignorarán los
francmasones ordinarios. De modo que vamos a crear la Orden de los
Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa[199] .

—¿Cuál es esa ciudad? —preguntó un hermano.

—La ciudad de Palestina, donde Jesús fue crucificado, la verdadera cuna de la


Orden del Temple, la Jerusalén de donde hay que volver a empezar. Pero es
conveniente hablar más de Caballeros que de Templarios, pues el aspecto
militar debe desaparecer en beneficio de la dimensión espiritual. Además, las
autoridades desconfían de los neotemplarios, cuya hostilidad al papa y al rey
podría considerarse amenazadora. Hermanos míos, os invito a una gran
aventura.

—¿Cuándo viviremos ese ritual? —preguntó Thamos.

—En cuanto hayamos proclamado oficialmente el nacimiento de la nueva


orden.

El convento de las Galias se unía al proyecto de Jean-Baptiste Willermoz.


Cada uno de sus fieles soñaba con convertirse, cuanto antes, en uno de los
privilegiados.
73

Lyon, 3 de diciembre de 1778

La sala del capítulo de los Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa estaba


sumida en la oscuridad. Un débil fulgor procedía de la única linterna colocada
junto al Comendador, Jean-Baptiste Willermoz, para que pudiera leer el texto
del ritual de iniciación.

Thamos cruzó el umbral, guiado por un caballero.

De un lebrillo lleno de espíritu de vino brotó una llama, que simbolizaba el


despertar de la conciencia del nuevo adepto. La luz que producía le permitió
entrever un altar en forma de sepulcro. De modo que era preciso pasar por
una muerte.

Los Caballeros encendieron unas velas.

Thamos distinguió los elementos del decorado: tapices negros cubrían los
muros de la sala, adornados con calaveras coronadas de laureles y rodeadas
de siete lágrimas.

A un lado y otro de la puerta, dos esqueletos. Al fondo de la sala, un tercer


esqueleto sentado a una mesita. En una tabla de trazado, estaba dibujando un
triángulo inscrito en un círculo. En el corazón del infinito, más allá del
fallecimiento, revelaba el pensamiento trinitario, fuente de toda vida. ¿No
expresaba el triángulo la primera forma geométrica posible?

El Comendador Willermoz instruyó al escudero Thamos sobre la larga filiación


iniciática que desembocaba en el nuevo Caballero Benefactor de la Ciudad
Santa, provisto ahora de una espada, una lanza y un collar del que colgaba un
crucifijo. Lo revistieron con una toga y lo tocaron con un sombrero
empenachado, antes de felicitarle por su acceso a ese grado supremo.

Al finalizar la ceremonia, Willermoz dio la enhorabuena al egipcio.

—¿Estás satisfecho, hermano mío?

—En absoluto —respondió Thamos en voz baja.

—¿Cómo te atreves a…?

—Este ritual es sólo un preámbulo a los verdaderos misterios. No difiere


bastante de los de la Estricta Observancia. Habéis concebido otro grado, del
todo secreto, que supera el estado de Caballero. Deseo ser iniciado a éste.

El rostro de Willermoz, tan simpático, se endureció.


—¿Eres un buen cristiano?

—¿Ser discípulo del abad Hermes, asesinado por los fanáticos musulmanes, os
basta?

El Comendador contempló fijamente al egipcio.

—Te iniciaré en el grado supremo.

Mannheim, 9 de diciembre de 1778

Como Thamos le había dicho, Wolfgang pudo subir al coche de los servidores
del prelado imperial de Kaisersheim y viajó en compañía del secretario y el
cillerero de aquel dignatario. Poco parlanchines, no lo importunaron y lo
dejaron soñar con su próximo encuentro con su querida Aloysia, a la que
pronto pediría que fuera su esposa.

Aquella larga sucesión de pruebas, desde su partida de Salzburgo, concluiría,


pues, del modo más feliz: ¡un matrimonio con la primera mujer a la que
amaba, una maravillosa cantante! Ante ellos se abría toda una vida durante la
que trabajarían juntos, el compositor y su intérprete.

Único inconveniente durante aquel largo viaje, más bien cómodo: una
detención de unos diez días en la abadía cisterciense de Kaisersheim, donde
el prelado trató distintos asuntos.

El lugar, lleno de soldados nerviosos y adustos, parecía un cuartel. El dios de


los ejércitos se había apoderado, visiblemente, del paraje.

Varias veces durante la noche, unos centinelas hacían la misma pregunta:


«¿Quién está ahí?». Wolfgang, al que le habría gustado dormir tranquilo,
respondía: «¡Todo va bien!».

El 24 de diciembre, se pusieron de nuevo en camino hacia Munich.

El rostro de Aloysia y, sobre todo, su voz obsesionaban a Wolfgang. Mañana,


día de Navidad, le revelaría la profundidad de sus sentimientos y le
anunciaría claramente, al igual que a su padre, sus grandes proyectos. El
compositor se establecería en Munich, trabajaría allí sin descanso y haría
triunfar a su esposa en el escenario de la Ópera.

¡Nunca se encerraría en Salzburgo! Su padre aprobaría el matrimonio y la


nueva orientación de la carrera de su hijo.

Lyon, 24 de diciembre de 1778

Thamos fue iniciado por Jean-Baptiste Willermoz en la clase superior y


secreta, la Profesión, que coronaba la francmasonería aun siendo ignorado
por ella.

Convencido de la sinceridad del egipcio, Willermoz aceptaba revelarle los


ritos que acababa de redactar.

—El hombre ha perdido la pureza de su primer origen —dijo Willermoz,


Superior de los Grandes Profesos reunidos alrededor de Thamos—. La verdad
se oculta a los individuos corruptos, privados de Luz.

El tono de Willermoz se endureció.

—¡Egipto levantó templos para dioses malvados y perversos!


Afortunadamente, Moisés triunfó sobre los magos egipcios. Los hebreos, el
pueblo elegido, abandonaron el buen camino. Al construir el templo de
Jerusalén, Salomón lo recuperó pero, a causa de su vanidad, perdió la
sabiduría. El edificio fue destruido y, peor aún, los judíos cometieron un
crimen al desconocer al Salvador. Sólo existe una iniciación, hermano mío: el
mensaje de Cristo, reservado a una élite capaz de comprenderlo.

Thamos recibió los atributos de Gran Profeso: túnica blanca con cruz roja,
cota de malla, amplio manto, espada, sombrero, botas y espuelas de oro.

El egipcio, que esperaba un ritual inspirado en los primeros tiempos del


cristianismo, sólo tuvo derecho a una banal sesión de instrucción religiosa y a
unas oraciones convencionales recitadas por Willermoz.

Luego, conducidos por él, los Grandes Profesos entraron en la Cámara de


Operaciones para hacer descender allí los espíritus superiores y controlarlos.

Para Thamos, aquel camino no era el de la iniciación, y no sería de utilidad


alguna al Gran Mago.
74

Munich, 25 de diciembre de 1778

Vistiendo un elegante traje rojo con botones negros y el corazón inflamado,


Wolfgang llamó a la puerta de los Weber.

Con la tez pálida, encorvado, Fridolin abrió.

—Ah… ¿eres tú?

—¡Qué feliz estoy de volver a veros!

—Yo también, Wolfgang, yo también.

—¿Puedo entrar?

—Claro, claro…

El alojamiento era espacioso, y en él reinaba un suave calor.

—¿Vuestra salud es buena, señor Weber?

—Comienzo a hacerme viejo.

—¿A los cuarenta y cinco años? ¡De ningún modo!

—Demasiadas dificultades, demasiados golpes del destino… Me siento


cansado.

—El éxito de Aloysia debe alegraros.

—No hay nada seguro. ¿Qué hay más arduo que la carrera de una cantante?

—¿Os gusta Munich?

—Hay cosas peores.

—¿Puedo ver a Aloysia?

—No te esperábamos, está ocupada.

—¿Ha recibido mis cartas?

—Sin duda.

—¡Entonces, me esperaba!
—Bueno, aguarda un momento… ¿No prefieres volver mañana?

—Oh, no, deseo hablar enseguida con mi queridísima Aloysia.

—Como prefieras.

Con pesados y lentos pasos, Fridolin Weber entró en otra estancia.


Evidentemente, el futuro suegro de Wolfgang estaba enfermo. Transcurrió
más de un cuarto de hora antes de que el cabeza de familia reapareciese.

—Te llevaré al salón de música.

Un lugar encantador, con un hermoso clavecín. Con un suntuoso vestido


anaranjado, bien peinada y maquillada, Aloysia Weber consultaba una
partitura.

—Os dejo —dijo su padre.

La muchacha mantuvo la mirada baja.

—Aloysia…

—¿Quién habla?

—¡Yo, Wolfgang!

—¿Qué Wolfgang? Conozco a varios.

—¡Soy Wolfgang Mozart, mi tierna y querida amiga!

—Wolfgang Mozart… Ese nombre no me dice nada.

—No os burléis así de mí, Aloysia, es demasiado cruel.

—¿Burlarme de vos? Pero si ni siquiera os conozco.

—Al contrario, me conocéis muy bien, y forzosamente habéis percibido la


profundidad de mis sentimientos.

—Vuestros sentimientos… No comprendo.

—Os amo, Aloysia, y quiero casarme con vos.

La joven lo miró, furiosa.

—¡Deliráis, señor Mozart! Ni hablar de eso. Dejad inmediatamente de


ofenderme.

—¿Vos… vos no me amáis?


—¡Claro que no! ¿Qué habíais imaginado?

El cielo se derrumbó sobre la cabeza de Wolfgang.

—¡No es posible, Aloysia! Disipad esta pesadilla, os lo suplico.

—Esta conversación me aburre y me irrita, señor Mozart. Partid y no volváis


más.

No era, pues, una pesadilla.

Aloysia no lo amaba, nunca se casaría con ella, no levantarían juntos una


existencia bajo el sello de la música.

Wolfgang se mantuvo muy digno y no estalló en sollozos.

Instalándose en el clavecín, entonó una canción popular de Goetz von


Berlichingen: «¡Qué se jodan quienes no me aman!»[200] , luego salió de la
casa de los Weber a grandes zancadas.

Munich, 29 de diciembre de 1778

Alojado por un amigo, el flautista Becke, Wolfgang leía las cartas de su padre.
Éste temía el inicio de una gran guerra en la que estuvieran implicados
numerosos países, en primer lugar, Rusia, Austria, Prusia, Suecia, luego
Francia, Portugal, España y otros más. «Los grandes señores —recordaba—
tienen en la cabeza, pues, cosas muy distintas de la música y las
composiciones».

Una única solución: su hijo tenía que regresar rápidamente a Salzburgo, un


lugar tranquilo que sería respetado por el conflicto.

Y Leopold estaba preocupado, sobre todo, por el problema financiero: «Sólo


quiero saber que pagaremos nuestras deudas. No quiero que lo que poseemos
sea vendido, perdiendo así dinero, después de mi muerte para pagar las
deudas. Si están pagadas, podré morir en paz. Es preciso, lo quiero».

Sin entrar en detalles acerca del drama que acababa de vivir, Wolfgang lo
resumió en unas pocas palabras: «En mi corazón sólo hay lugar para el deseo
de llorar». ¿Percibiría su padre la desesperación y la angustia de estar
encerrado en Salzburgo?

La nueva carta de Leopold demostró su afecto. Sí, se entristecía por la


pesadumbre de su hijo y sólo pensaba en consolarlo: «No tienes motivo
alguno para temer, ni de mí ni de tu hermana, un recibimiento sin ternura o
días infelices».

Ver de nuevo a su familia, un retazo de infancia, una habitación cómoda, una


ciudad sin historias… ¿Era éste, pues, el fin de sus largos viajes por Europa?
Munich, 8 de enero de 1779

«No me siento culpable de nada —le escribió Wolfgang a su padre—, no he


cometido falta alguna. No soporto Salzburgo, ni a sus habitantes. Su lenguaje,
su modo de vivir me son del todo insoportables. Ardo en deseos de abrazaros
de nuevo, a vos y a mi querida hermana. ¡Ah, si al menos no fuera en
Salzburgo!».

Sin embargo, Wolfgang se sometería de nuevo al capricho del príncipe-


arzobispo Colloredo. Tras tantos fracasos, ya no tenía elección.

Antes de aquel penoso regreso, terminó una gran melodía, Popoli di Tessaglia
[201] , que trataba del inmenso dolor de Alcestes al anunciar la muerte de su
esposo, Admeto, al pueblo de Tesalia.

Terminada la obra, se dirigió con apresurados pasos a la mansión de los


Weber. Fridolin le abrió la puerta.

—Abandono Munich —le anunció—. Antes, me gustaría hacerle un regalo a


Aloysia.

Más encorvado aún, con la tez muy grisácea, Fridolin fue a buscar a su hija,
que se mantuvo, muy rígida, junto a su padre.

—No siento rencor alguno, Aloysia, y os deseo que seáis feliz. Esta melodía
pondrá de manifiesto vuestro virtuosismo. Adiós.

Wolfgang subió al coche con destino a Salzburgo. En él sólo había otro


viajero: Thamos el egipcio.

—He reservado todos los billetes —explicó—. Nos detendremos tan a menudo
como desees y compartiremos algunas buenas comidas en las mejores
posadas. El buen vino te devolverá la energía.

—¿Sabéis lo de Aloysia?…

—Intentar consolarte sería inútil. Aceptarás ese sufrimiento, como los demás,
y lo superarás, porque tu destino es distinto del de los demás hombres.

—¿Qué destino me reserva la prisión de Salzburgo?

—Allí te enfrentarás con un dragón. O te destruirá o te alimentarás con su


fuerza. Gracias a la belleza y a la fuerza de tu música, tal vez consigas
orientarte hacia la sabiduría, si sabes ir a lo esencial, al centro y al corazón.

¿No estaba el egipcio evocando la iniciación a los misterios de los sacerdotes


del sol, ese ideal inaccesible aún? Él, Mozart, debía hacerlo real.
BIBLIOGRAFÍA

Las cartas de Wolfgang y de Leopold, de las que se conserva una parte, son
una fuente de información que hemos utilizado muchísimo, especialmente
para poner en boca del músico palabras que aparecen en estos escritos.

Existen varias ediciones parciales de esta correspondencia y una edición


completa, Mozart: Briefe und Aufzeichnungen (edición de W. A. Bauer y O. E.
Deutsch), de la que G. Geffray ha traducido al francés para Flammarion lo
más interesante en una edición de 7 volúmenes. Para este primer volumen he
consultado sobre todo Correspondance , I, 1756-1776, París, 1986;
Correspondance , II, 1777-1778, París, 1987, y Correspondance , III, 1778-
1781, París, 1989. En castellano existen varias antologías, como la de Miguel
Saenz para El Aleph Ediciones, la de Jesús Dini para Muchnik Editores, o la
de Michael Rose y Peter Washington para Acento Editorial.

También hemos consultado las siguientes obras:

ABERT, Hermann, Mozart (2 volúmenes), Breitkopf und Hartel, Leipzig, 1919.

AUTEXIER, Philippe A., Mozart , Champion, París, 1987.

BALTRUSAITIS, Jurgis, Essai sur la légende d’un mythe. La quête d’Isis ,


Flammarion, París, 1967 (versión castellana de María Teresa Gallego y María
Isabel Reverte, En busca de Isis . Introducción a la egiptomanía, Ediciones
Siruela, Madrid, 1996).

Dictionnaire Mozart , bajo la dirección de Bertrand Dermoncourt, Bouquins,


París, 2005.

Dictionnaire Mozart , bajo la dirección de H. C. Robbins Landon, Fayard,


París, 1990.

EINSTEIN, Alfred, Mozart, son caractére, son oeuvre , Gallimard, París, 1954.

Encyclopédie de la Franc-Maçonnerie , Livre de Poche, París, 2000.

FAIVRE, Antoine, L’Ésotérisme au XVIIIe siècle , Seghers, París, 1973.

GALTIER, Gérard, Maçonnerie égyptienne, Rose-Croix et Néo-chevalerie ,


Mónaco, 1989 (versión castellana de José Miguel Parra, La tradición oculta:
masonería egipcia, Rosacruz y neocaballería , Editorial Anaya, Madrid, 2001).

HILDESHEIMMER, Wolfgang, Mozart , Lattès, París, 1979.

HOCQUARD, Jean-Victor, Mozart , Le Seuil, París, 1994 (versión castellana de


Graziella Bodmer, Mozart , Editorial Bosch, Barcelona, 1980).
HOCQUARD, Jean-Victor, Mozart, l’amour, la mort , Séguier, París, 1987
(versión castellana de Mauro Armiño, Mozart. Una biografía musical , Espasa-
Calpe, Madrid, 1991).

HORNUNG, Erik, L’Égypte ésotérique , Champollion, París, 2001.

IVERSEN, Erik, The myth of Egypt and its Hieroglyphs in European Tradition
, Princeton University Press, Princeton, 1993.

LE FORESTIER, René, La Franc-Maçonnerie templière et ocultiste aux XVIIIe


et XIXe siècles , La Table d’Émeraude, París, 1970.

MASSIN, Jean y Brigitte, Mozart , Fayard, París, 1970 (versión castellana de


Isabel Asumendi, Wolfgang Amadeus Mozart , Ediciones Tumer, Madrid,
1987).

MONTLOIN, Pierre, y BAYARD, Jean-Pierre, Les Rose-Croix , P. Grasset,


París, 1971.

Mozart, Bilder und Klänge Salzburger Landesausstellung , Salzburger


Landesausstellung mit der Stiftung Mozarteum, Salzburgo, 1991.

Mozart , colección «Génies et Réalités», Hachette, París, 1985.

PAHLEN, Kurt, Das Mozart Buch , Günther, Stuttgart, 1985.

PAROUTY, Michel, Mozart, aimé des dieux , Gallimard, París, 1988 (versión
castellana de Juan Ramón Azaola, Mozart, amado de los dioses , Editorial
Aguilar, Madrid, 1991).

SADIE, Stanley, Mozart , Norton and Company, Londres, 1980 (versión


castellana de Pablo Sorozábal, Mozart , El Aleph Editores, Barcelona, 1985).

WYZEWA, Théodore de, y SAINT-FOIX, Georges de, W. A. Mozart. Sa vie


musicale et son oeuvre , Bouquins, París, 1986.

Dentro de los ensayos sobre Mozart, el lector podrá encontrar bibliografías


más detalladas sobre la vida y la obra del compositor.

Por lo que se refiere a la francmasonería, hemos consultado la colección Les


Symboles maçonniques (Maison de Vie Éditeur), de la que han aparecido los
siguientes volúmenes:

Le grand Architecte de l’Univers.

Le Pavé Mosaïque.

Le Delta et la Pensée ternaire.

La Règle des Franc-Maçons de la Pierre franche.


Le Soleil et la Lune, les deux Luminaires de la Loge.

L’Équerre et le chemin de rectitude.

L’Étoile flamboyante.

Les Trois Grands Piliers.

La Pierre brute.

La Pierre cubique.

Les Trois Fenêtres du Tableau de Loge.

Les Deux Colonnes et la Porte du Temple.

L’Épée flamboyante.

Loge maçonnique, Loge initiatique?

Comment naît une Loge maçonnique? L’ouverture des travaux et la création


du monde.
CHRISTIAN JACQ (París, Francia, 28 de abril de 1947). Novelista, divulgador
y ensayista histórico, es uno de los más conocidos egiptólogos del mundo.

El interés de Christian Jacq por la egiptología comenzó cuando tenía trece


años y leyó los tres volúmenes de Historia de la Civilización Egipcia Antigua
de Jacques Pirenne.

Casado joven, a los 17 años, aprovechó su viaje de bodas para realizar su


primera gira por Egipto, visitando el sitio arqueológico de la antigua Menfis.

Antes de los veinte años Christian ya había producido toda una serie de
poemas y cuentos ambientados en el Antiguo Egipto. Su primer ensayo,
dedicado naturalmente a esa civilización, aparece a finales de los años 60. Se
trataba de un análisis sobre los vínculos entre el Antiguo Egipcio y la Edad
Media.

En esas fechas, inicia estudios superiores, comenzando la carrera de filosofía,


pero su pasión por Egipto le llevó a centrarse en la arqueología y egiptología,
doctorándose en esta disciplina en la Universidad de la Sorbona en 1979, con
la tesis doctoral titulada Le Voyage dans l’autre monde selon l’Egypte
ancienne , editada posteriormente como libro en 1986.

Iniciado en los secretos de la Masonería, mantiene que es la heredera de los


misterios de la religión egipcia. Se decanta por la masonería antigua o
tradicional de carácter iniciático que conduce a la adquisición del
conocimiento y la sabiduría, mientras que considera a la masonería actual
como «un club de beneficencia» controlado por los poderes estatales y que ha
perdido todo interés por la iniciación de los afiliados.

Su carrera oficial de escritor se inicia a los 21 años. Escritor prolífico ha


publicado más de cien libros y ha sido traducido a multitud de idiomas. Por lo
que, necesariamente, la bibliografía al pie de esta texto es incompleta.

Sigue dos líneas narrativas: una como novelista y ensayista histórico y otra
como autor moderno de novelas policíacas.

Respecto a la primera línea, la mayor parte de su producción literaria tiene


como escenario al Antiguo Egipto, estrechamente relacionada con la posterior
evolución de su religión, tradición y misterios que son perpetuados mediante
diversos tipos de sociedades (masónicas, gnósticas, rosacruces, templarios,
etc). Afirma que el cristianismo es directo deudor de muchos mitos,
tradiciones y rituales egipcios. Se pueden distinguir varias subdivisiones en
esta temática:

Novela histórica: Se empezó a conocer a Christian Jacq a raíz de la


publicación de la novela El Egiptólogo . Pero el éxito comercial vino con la
Trilogía de El Juez de Egipto y sobre todo con la Pentalogía de Ramsés que se
ha publicado en más de veinticinco países y ha vendido más de 5 millones de
ejemplares. Ha recibido premios por otras novelas, como el Jean d’Heurs por
La Reina Sol y el Prix des Maisons de la Presse por En busca de Tutankamón .
En todas sus novelas históricas hay una hábil mezcla de ficción e historia real,
con un esmerado cuidado por la ambientación de la época, mostrándonos
aspectos desconocidos de la vida cotidiana en el Egipto de los faraones, lo que
atrae a un público tanto de lectores que buscan conocimientos académicos,
como a los que desean disfrutar de una novela de aventuras.

Divulgación: Experto conocedor y un enamorado de Egipto y su cultura, ha


escrito numerosas obras de divulgación que ha puesto la civilización egipcia
al alcance del público profano como es el caso de Guía del Antiguo Egipto, El
Valle de los Reyes, El enigma de la piedra.

Ensayo: Disfruta de una sólida reputación académica. Ha publicado


numerosos artículos sobre egiptología y gran cantidad de ensayos
académicos. El Egipto de los faraones fue galardonado con el premio de la
Academia Francesa. Destacan entre otros ensayos: Las egipcias, Sabiduría
viva del Antiguo Egipto, El saber mágico en el Antiguo Egipto, Poder y
sabiduría en el Antiguo Egipto, El origen de los dioses.

Esoterismo: Ligado a la civilización egipcia, como citábamos arriba: El


Misterio de las catedrales, La Masonería-Historia e Iniciación, El iniciado .

Respecto a la segunda línea (novela policíaca) Jacq ha utilizado distintos


pseudónimos a lo largo de su carrera, siendo los más conocidos:

Celestine Valois - Série «Basile le Distrait», (5 libros)

Christopher Carter - Série «Les Enquêtes de lord Percival» o «Une enquête


de lord Percival», (7 libros)

J. B. Livngstone - Série «Les Dossiers de Scotland Yard», (44 libros). En 2011


inició la serie «Les Enquêtes de l’inspecteur Higgins», (9 libros), firmada ya
con su nombre en la que existen reediciones de la serie anterior y obras
inéditas.

Preocupado por la supervivencia de la civilización egipcia, fundó, junto con su


esposa, el Instituto Ramsés, dedicado a publicar transcripciones de textos
egipcios (Textos de las Pirámides, Textos de los Sarcófagos, El Libro de los
Muertos, etc.) y especialmente a la creación de una descripción fotográfica de
Egipto para la preservación de sitios arqueológicos en peligro de extinción.
Actualmente cuenta con la mayor colección de fotografías sobre la antigüedad
egipcia, unas quince mil placas, pero tiene el proyecto de reunir más de cien
mil.

Debido a su éxito comercial, Jacq decide dejar París y trasladarse con su


mujer a Ginebra (Suiza), a un tipo de casa-biblioteca colmada de millares de
libros, dónde dedicarse a crear ambiciosas obras en varios volúmenes.

Bibliografía

El mensaje de los constructores de catedrales

, 1974

La Masonería, historia e iniciación

, 1975

Nefertiti y Ajenatón

, 1976

El misterio de las catedrales

, 1980

La Cofradía de los Sabios del Norte

, 1980

El Egipto de los grandes faraones

, 1981

El antiguo Egipto día a día

, 1981

Poder y sabiduría en el antiguo Egipto


, 1981

El saber mágico del antiguo Egipto

, 1983

El monje y el venerable

, 1985

El viaje en el otro mundo según el antiguo Egipto

, 1986

El iniciado

, 1986

Guía del antiguo Egipto

, 1986

Viaje por el Nilo

, 1987

El egiptólogo

, 1987

La reina Sol

, 1988

Viaje a las pirámides

, 1989

El templo del rey Salomón

, 1989

Karnak/Luxor

, 1990

Por amor a Isis

, 1992
El valle de los reyes

, 1992

En busca de Tutankamón

, 1992

Las máximas de Ptahhotep

, 1993

El juez de Egipto I. La pirámide asesinada

, 1993

El juez de Egipto II. La ley del desierto

, 1993

Iniciación en el antiguo Egipto, la Casa de vida

, 1994

El enigma de la piedra

, 1994

El juez de Egipto III. La justicia del visir

, 1994

Sangre en el Nilo

, 1995

Ramsés I. El hijo de la luz

, 1995

Las egipcias

, 1996

Cuentos y leyendas de la época de las pirámides

, 1996

Los faraones
, 1996

Ramsés II. El templo de millones de años

, 1996

Ramsés III. La batalla de Kadesh

, 1996

Ramsés IV. La dama de Abu Simbel

, 1996

El faraón negro

, 1997

Ramsés V. Bajo la acacia de Occidente

, 1997

Sabiduría viva del antiguo Egipto

, 1998

El origen de los dioses

, 1998

La Piedra de luz I. Nefer el silencioso

, 2000

La Piedra de luz II. La mujer sabia

, 2000

La Piedra de luz III. Paneb el ardiente

, 2000

La reina Libertad I. El imperio de las tinieblas

, 2001

La Piedra de Luz IV. Lugar de verdad

, 2002
La reina Libertad II. La Guerra de las coronas

, 2002

La reina Libertad III. La espada resplandeciente

, 2002

Los misterios de Osiris I. El árbol de vida

, 2004

Los misterios de Osiris II. La conspiración del mal

, 2004

La sombra de un oasis

, 2005

Los misterios de Osiris III. El camino de fuego

, 2005

Los misterios de Osiris IV. El gran secreto

, 2005

La guía de viaje al Egipto de los faraones

, 2006

Mozart I. El gran mago

, 2006

Mozart II. El Hijo de la Luz

, 2007

Mozart III. El Hermano del Fuego

, 2007

Mozart IV. El amado de Isis

, 2007

Los sabios del Antiguo Egipto: De Imhotep a Hermes Trimegisto


, 2008

Tutankamon

, 2009

El misterio de las Jeroglíficos

, 2010

La leyenda de Isis y Osiris. La casa de la vida

, 2010

La venganza de los dioses I. La venganza de los dioses

, 2010

La venganza de los dioses II. La divina adoratriz

, 2010

Imhotep, el Inventor de la eternidad

, 2011

Y Egipto se despertó I. La guerra de los clanes

, 2012

Y Egipto se despertó II. El fuego del escorpión

, 2012

Y Egipto se despertó III. El ojo del halcón

, 2012
Notas

[1] Véanse J. R. Harris (ed.), The Legacy of Egypt , Oxford, 1971; S. Morenz,
Die Zauberflöte , Münster, 1952; E. Iversen, The Myth of Egypt and Its
Hieroglyphs in European Tradition , Princeton, 1961; E. Hornung, L’Égypte
ésotérique , París, 1999; L’Égypte imaginaire de la Renaissance à
Champollion , bajo la dirección de Chantal Grell, París, 2001, y L. Morra y C.
Bazzanella (ed.), Philosophers and Hieroglyphs . 2003. <<

[2] Título original: Versuch einer gründlichen Violinschule . <<

[3] La logia de los Tres Corazones. <<

[4] La Rosa Negra. <<

[5] Junior celoso, Práctico, Filósofo menor, Filósofo mayor, Adepto mayor,
Adepto ejemplar, Magister, Mago. <<

[6] Dios era considerado como el alquimista supremo, consumándose en el


Espíritu Santo, Quintaesencia de la Obra. <<

[7] Minueto para clave en fa mayor, K. 2. K es la abreviación de Köchel.


Nacido en 1800 y muerto en 1877, el caballero Ludwig von Kóchel tuvo la
ambición de hacer un catálogo cronológico y temático completo de las obras
de Mozart. La primera edición apareció en 1862. Las investigaciones
musicológicas han permitido rectificar varios errores, sin que pueda fecharse
con precisión la totalidad de las composiciones conocidas. <<

[8] Allegro para clave en si bemol mayor, K. 5. <<

[9] Christoph Willibald Gluck (1714-1787), instalado en Viena desde 1754. <<

[10] 1 ducado = 4 florines y medio; 1 florín = algo menos de 20 euros. <<

[11] Minueto en sol mayor, K. 1. <<

[12] Ésta es una de las preguntas/respuestas principales que permiten a dos


francmasones reconocerse como tales. Se refiere a la tradición esotérica
transmitida por Juan el Evangelista. <<

[13] Andante en si bemol mayor, K. 9b. <<

[14] Sin relación con los hermanos Grimm, autores de los célebres Cuentos .
<<
[15] K. 6 y 7. <<

[16] K. 8 y 9. <<

[17] Las Tres Columnas. <<

[18] Las ocho provincias de la orden reproducían las divisiones administrativas


de los templarios y abarcaban todo el continente europeo, más Rusia. <<

[19] K. 10 a 15. <<

[20] K. 16 a 19. <<

[21] En la logia Absalón. <<

[22] Con el nombre de a Lilio Convallium . <<

[23] K. 21. <<

[24] K. 20. <<

[25] K. 19d. <<

[26] K. 22. <<

[27] K. 32. <<

[28] K. 24 y 25. <<

[29] K. 26 a 30. <<

[30] K. 33. <<

[31] K. 36. <<

[32] K. 76. <<

[33] Ninguna de sus obras ha resistido la prueba del tiempo. <<

[34] 1737-1806, hermano de Joseph Haydn. <<

[35] K. 34. <<

[36] K. 35. <<

[37] Marcos 12, 30. <<


[38] Grabmusik , K. 42 (35a). <<

[39] K. 38. <<

[40] Los demás grados previstos: Iniciado a los misterios egeos, Cosmopolita,
Filósofo cristiano y Caballero del silencio. <<

[41] An die Freude , de J. P. Uz, K. 53. <<

[42] K. 43a. <<

[43] Su verdadero nombre era Johann Wilhelm Ellenberg. <<

[44] K. 45. <<

[45] K. 51. <<

[46] K. 50. <<

[47] Misa solemne en do menor, K. 139. <<

[48] K. 49. <<

[49] K. 48. <<

[50] Como el poeta alemán Christian Gellert, el escritor suizo Salomon


Gessner o el francés Fénelon. <<

[51] K. 100. <<

[52] K. 77, 78, 79 y 88. <<

[53] K. 80. <<

[54] K. 89, 123, 82, 83 y 81. <<

[55] K. 84, 85, 89a, 94, 122, 115. <<

[56] La logia de los Tres Pilares Coronados. <<

[57] El tratado Sobre Isis y Osiris del griego Plutarco (46-120) y la novela El
asno de oro del latino Apuleyo (125-180) contienen informaciones esenciales
sobre las iniciaciones egipcias. <<

[58] Por ejemplo, la primera colección de inscripciones jeroglíficas reunidas


por Horwarth von Hohenbourg en 1606; la revelación del contenido alquímico
de los jeroglíficos por Michel Maier en 1622; los cuatro volúmenes del
Oedipus aegyptiacus de Athanasius Kircher, aparecidos entre 1652 a 1654.
<<

[59] Traducida al alemán ya en 1732. El abad, profesor de filosofía griega y


latina en el Colegio de Francia, mezclaba la erudición con lo novelesco. <<

[60] Según C. de Nys, el padre Martini había corregido el trabajo de Mozart,


que le parecía demasiado original. <<

[61] K. 87. <<

[62] K. 74. <<

[63] La logia de las Tres Águilas. <<

[64] K. 108 y 109. <<

[65] K. 72. <<

[66] Betulia liberata , K. 118. <<

[67] K. 111. <<

[68] K. 112. <<

[69] K. 113. <<

[70] La logia de las Tres Hermanas. <<

[71] K. 114. <<

[72] K. 381. <<

[73] K. 136, 137, 138. <<

[74] K. 125. <<

[75] El nombre que se daba a los conciertos. <<

[76] K. 126. <<

[77] K. 128, 129 y 130. <<

[78] K. 127. <<


[79] K. 131. <<

[80] Su nombre de caballero era Eques a victoria . <<

[81] K. 132, 133 y 134. <<

[82] K. 149, 150 y 151. <<

[83] K. 155. <<

[84] K. 135. <<

[85] Será el autor de la primera traducción italiana de La flauta mágica . <<

[86] Congregación de clérigos fundada en Roma en 1524. <<

[87] K. 156, 157 y 158. <<

[88] K. 165. <<

[89] K. 159 y 160. <<

[90] K. 186. <<

[91] K. 184. Durante la expedición Orinoco-Amazonas, Alain Gheerbrant hizo


escuchar esta sinfonía a los «salvajes», cuya hostilidad desapareció al oír una
música que no les pareció ajena. Véase Le Mystère Mozart , p. 5. <<

[92] K. 190. <<

[93] K. 167. <<

[94] K. 185. <<

[95] Los seis cuartetos «vieneses», K. 168 a 173. <<

[96] K. 205. <<

[97] Vivienda. <<

[98] K. 200. <<

[99] K. 174. <<

[100] K. 175 (n.º 5). <<


[101] K. 183 (n.º 25). <<

[102] K. 201 (n.º 29). <<

[103] K. 191. <<

[104] K. 192, 194. <<

[105] Doce variaciones sobre un tema de Fischer, K. 179, que se publicarán en


París en 1778. <<

[106] K. 203. <<

[107] K. 279 a 283. <<

[108] Cuatro sonatas para clavecín, perdidas. <<

[109] K. 196. <<

[110] La misa llamada «de los gorriones», K. 220. <<

[111] Misericordias Domini , en re menor, K. 222. <<

[112] K. 284. Las variaciones finales son admirables. <<

[113] K. 208. <<

[114] K. 207. <<

[115] K. 211. <<

[116] K. 212. <<

[117] K. 204. <<

[118] K. 213. <<

[119] K. 216. <<

[120] La Perfecta Amistad. En 1758, había fundado la logia de los Verdaderos


Amigos y, en 1760, la de los Maestros Regulares de Lyon. Willermoth era el
heredero de la obra de Martines de Pasqually, apasionado por la gnosis, la
cábala y la magia, muerto en 1774 en Santo Domingo. <<

[121] K. 218. <<


[122] K. 219. <<

[123] K. 238. <<

[124] K. 239. <<

[125] K. 240. El tema del final de la Sinfonía Júpiter se esboza ahí. <<

[126] K. 241. <<

[127] K. 242. <<

[128] K. 246. <<

[129] Así, Atenas significaba Munich; Eleusis, Ingolstadt; Heliópolis, Weimar, y


Egipto, Austria. Weishaupt se llamaba Espartaco y Sonnenfels, francmasón y
profesor de ciencias políticas en Viena, Fabio. <<

[130] K. 262. <<

[131] K. 247. <<

[132] A saber, algunos pasajes del coro de los sacerdotes de La flauta mágica .
<<

[133] Serenata Haffner , K. 250. <<

[134] K. 251. <<

[135] K. 254. <<

[136] K. 256. <<

[137] K. 255. <<

[138] Nacido en 1749, Mirabeau será presidente de la Asamblea Nacional en


1791, poco tiempo antes de su muerte. <<

[139] K. 257. <<

[140] K. 258. <<

[141] K. 259. <<

[142] K. 262. <<


[143] K. 263. <<

[144] Único pasaje que se conserva de la carta del padre Martini. <<

[145] K. 286. <<

[146] Reinará de 1809 a 1818 con el nombre de Carlos XIII. <<

[147] Los Tres Globos y Federico del León de Oro. <<

[148] K. 270. <<

[149] Prefiguración del dúo de Las bodas de Fígaro, Sull’aria , que une a la
condesa y a Susana. <<

[150] K. 289. <<

[151] Concierto n.º 9 en mi bemol, K. 271, llamado Jeune homme . <<

[152] K. 287. <<

[153] K. 266. <<

[154] K. 271k = K. 314. <<

[155] Ah!, lo previdi , K. 272. <<

[156] K. 275. <<

[157] K. 277. <<

[158] K. 273. <<

[159] Jerónimo Colloredo. <<

[160] Inversión de las letras de Mozart, que a veces se presentaba así. <<

[161] La logia de Las Tres Águilas. <<

[162] En las antiguas logias, dos Maestros masones se encargaban de las


funciones de Retejador interior y Retejador exterior, encargados de proteger
la logia de cualquier atentado. <<

[163] K. 309. <<

[164] Oiseaux, si tous les ans …, K. 307. <<


[165] El concierto. <<

[166] K. 285. <<

[167] Que pertenece a la corte de un soberano. <<

[168] Su nombre de caballero era Carolus a Leone Resurgente . <<

[169] K. 285a y b. <<

[170] K. 313. <<

[171] K. 322. <<

[172] K. 301, 302, 303 y 305. <<

[173] K. 295. <<

[174] K. 308. <<

[175] K. 294. <<

[176] K. 296. <<

[177] Esta logia tendía a convertirse en una orden independiente, que


abarcaba una «pequeña francmasonería» formada por seis grados, y una «alta
francmasonería» que representaba seis grados más procedentes de sistemas
variados. <<

[178] K. 299. <<

[179] Pertenecían a la logia de los Tres Nenúfares. <<

[180] K. 304. <<

[181] K. 354. <<

[182] K. 310. Algunos musicólogos la sitúan después de la muerte de su madre.


<<

[183] K. 306. <<

[184] Tempestad y deseo. <<

[185] K. 299b. <<


[186] K. 297, sinfonía llamada «París». <<

[187] K. 330. <<

[188] K. 331. <<

[189] K. 395. <<

[190] K. 265. <<

[191] K. 353. <<

[192] K. 332. <<

[193] K. 315b. <<

[194] K. 264. <<

[195] K. 311a. <<

[196] San Luis de Alsacia, San Juan de Heredom, La Amistad, El Perfecto


Silencio y El Candor. <<

[197] K. 333 (n.º 13). <<

[198] Por desgracia, no queda rastro alguno de Semíramis . ¿Será encontrada


algún día esta obra, importante para la andadura espiritual de Mozart? <<

[199] El Rito de Willermoz dio nacimiento al actual Rito Escocés Rectificado.


<<

[200] Lack mi am Arsch . <<

[201] K. 316. <<

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