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Mozart - 1
ePub r1.4
Titivillus 08.08.2018
Título original: Mozart. Le Grand Magicien
GOETHE
Desde que comencé a escribir, cuando tenía trece años, Mozart ha estado
presente en mi vida. Mientras escuchaba su música y al tiempo descubría la
civilización del antiguo Egipto, yo ignoraba, entonces, hasta qué punto
estaban vinculados ambos. Unos años más tarde, abrí una carpeta titulada
«Mozart el Egipcio», base de la novela en cuatro tomos que hoy se publica,
para evocar la aventura espiritual y la vida secreta de uno de los mayores
genios de la historia.
La agonía fue muy larga, puesto que duró casi un milenio. Los sabios egipcios,
previendo la desaparición de su cultura, cubrieron de textos los muros de los
grandes templos, como Edfú, Dandara, Kom-Ombo o Filae, y redactaron
numerosos papiros. Las cofradías renunciaron a una imposible liberación y se
limitaron a sus santuarios.
En 383 d. J. C., Teodosio ordenó que se cerraran todos los templos aún
activos. Los cristianos los destruyeron o los transformaron en iglesias. Los
iniciados se vieron obligados a entrar en la clandestinidad y, luego, a
abandonar Egipto, donde la transmisión de los antiguos misterios, ya difícil y
peligrosa, se haría imposible tras la conquista árabe.
CHRISTIAN JACQ
1
¿Cómo Thamos, el joven monje, podría haber imaginado que allí, en pleno
desierto, sería atacado por una banda de asesinos? Por lo común, meditaba de
cara al poniente rememorando las enseñanzas de su venerado maestro, el
abad Hermes, un anciano de sorprendente vitalidad. El tiempo desaparecía
bajo la arena de las dunas; el sabor de la eternidad brotaba de la inmensidad
silenciosa, apenas turbada por el vuelo de los ibis.
Thamos corrió hasta perder el aliento. Puesto que tenía una importante
ventaja, el conocimiento del terreno, sacó de ella el máximo beneficio. De un
brinco digno de una gacela, cruzó el lecho seco de un uadi y, luego, trepó por
la pedregosa ladera de una colina.
Dio tres golpes a la pesada puerta de madera y vio aparecer al guardián del
umbral en lo alto de la muralla. A la luz de una antorcha, éste identificó al
recién llegado.
—Se acerca la hora —decidió el anciano—. San Mercurio no nos salvará por
mucho tiempo ya.
Thamos palideció.
—Padre, yo…
—No tienes elección, hijo mío. O tienes éxito, o los dioses se alejarán para
siempre de esta tierra y Osiris ya no resucitará. Gracias a la alquimia, sabrás
viajar, satisfacer tus necesidades, cuidarte y hablar distintas lenguas.
Dinámico, con paso marcial, desafiando los fríos del invierno, el maestro de
violín Leopold Mozart no aparentaba sus treinta y siete años. Originario de
Augsburgo, hijo mayor de una familia numerosa y sin fortuna cuyos
antepasados eran albañiles y canteros, había aprendido griego y latín, había
cursado estudios de derecho y teología en la Facultad de Salzburgo, antes de
optar por una carrera de músico doméstico, primero al servicio del conde de
Thurn und Taxis, luego del príncipe-arzobispo.
Intrigado, se acercó.
—Dios decidirá.
Leopold soñaba con tener un hijo. Sucediera lo que sucediese, sería su último
hijo. A los treinta y seis años, su esposa corría un gran riesgo dando a luz por
séptima vez.
—¿Cuál?
Salzburgo, 1761
Desafiando los rayos del poder, los cinco hermanos querían fundar una nueva
logia en Viena. Cada uno de ellos tendría que comprometerse a guardar
silencio sobre sus actividades rituales.
—¿Quién sois?
—¡Nosotros no lo amenazamos!
—Vuestra retórica no me engaña, señores. Hace mucho tiempo que las más
encendidas declaraciones no me impresionan ya. Sólo mis expedientes son
dignos de fe.
—Todavía no, pero no intentéis fundar una nueva logia sin la explícita
autorización de las autoridades —recomendó con sequedad Joseph Anton—.
Todos estáis fichados, sois sospechosos. Al menor paso en falso, la justicia se
encargará de vosotros. Sed razonables y olvidad la francmasonería. En
nuestro país, no tiene porvenir alguno.
4
Ante él, a una decena de pasos, vio a un personaje elegante, con buena
planta, de rostro grave y mirada intensa.
—Y yo de la Cruz.
El extranjero desabrochó su ropa y mostró una joya compuesta por una cruz y
una rosa, colgando de una cinta de seda azul y sujeta al lado izquierdo.
Entraron en una hermosa casa de piedra cuya puerta se cerraba sin hacer
ruido.
—¿Cuál es su número?
—El siete.
—Tras tan largo viaje, hermano mío, abrévate en la fuente —recomendó una
voz dulce.
Seis adeptos de la Rosacruz de Oro entregaron a su huésped una hoja de
palma, como signo de paz, y cada uno lo besó tres veces. Thamos juró guardar
un silencio absoluto antes de ser revestido con el «hábito pontificio» y de
arrodillarse ante el Imperator, el maestro de la cofradía cuyo nombre era
desconocido.
Un ritualista cortó siete mechones de los cabellos del egipcio y los puso en
siete sobres sellados, ofrendas destinadas al fogón alquímico.
Juntos, los iniciados celebraron las alabanzas del Creador antes de beber el
vino en la misma copa y compartir el pan.
—¿Ha… resucitado?
—Sí, pero ignoro dónde y con qué nombre. He venido, pues, a solicitar
vuestra ayuda. ¿Habéis oído hablar de hazañas sorprendentes llevadas a cabo
por un individuo excepcional?
Sois vos el que toca, señor Mozart? —se extrañó la cocinera, abandonando sus
fogones para mejor escuchar una deliciosa música.
—¡Engendrasteis un genio!
—Para viajar.
Wolfgang, tan hábil tocando con las manos cubiertas por un paño como
descifrando una partitura difícil, encantó a su auditorio. Lo sorprendió al
quejarse de un archiduque que desafinaba con el violín, y lo enterneció
cuando resbaló por el suelo encerado y fue socorrido por la princesa María
Antonieta, a la que dijo: «¡Me casaré contigo cuando sea mayor!».
Estaba ardiendo.
A los seis años de edad, Wolfgang compuso, él solo, un minueto para clave[11]
.
—En Oriente.
—¿Os complacéis visitando esta hermosa ciudad, pese a los rigores del
invierno?
Concluía una soberbia jornada. El sol poniente aureolaba de rosa las escasas
nubes.
La mirada de Gebler cambió.
Tras haberse despedido de su anfitrión, los dos hombres tomaron una calleja
tranquila donde les sería fácil descubrir a un eventual perseguidor.
—Soy uno de los pocos que piensan que la guerra con los turcos es inevitable,
¡pero nadie me escucha! ¿Necesitáis un alojamiento?
—Muy serio.
—Es… ¡Es una noticia extraordinaria! Pero no creo que el ser que estáis
buscando se encuentre en nuestras logias. Intentamos a duras penas
reconstruir un edificio, modesto aún, y ningún arquitecto genial ha venido a
inspirarnos.
—Y, sin embargo, existe. Llevará a cabo hazañas que desvelarán su verdadera
naturaleza.
—¿Cómo se llama?
—Mozart. Su padre es músico en Salzburgo, al servicio del príncipe-arzobispo.
La buena nueva corrió muy pronto por toda Europa: ¡la guerra de los Siete
Años había terminado! Se acabaron las rivalidades coloniales entre Francia e
Inglaterra, entre Austria y Prusia. Al entregar Silesia a Prusia, María Teresa
restablecía la paz.
¡Por fin podían viajar sin temor de que los mataran! Para Leopold, el porvenir
se abría ante ellos.
—Vamos a conquistar Europa —declaró.
—¿Existe… realmente?
—Realmente.
—¿Vas a acompañarme?
El tiempo era execrable, las calles sucias, la gente poco acogedora. Pero los
Mozart llegaban por fin a París, el objetivo de su viaje.
—¿Y… Versalles?
—Pero no en París.
—De Oriente, donde fui a buscar lo que se ha perdido y debe ser encontrado.
—Gracias por recibirme, señor barón. Valoro mucho este honor. Procedo de
Oriente y estoy descubriendo esta magnífica ciudad, capital de las artes y las
letras. París os debe, en gran parte, esta fama.
Los verdaderos prodigios son bastante raros para que no olvidemos hablar de
ellos cuando tenemos la ocasión de ver uno… Wolfgang Mozart es un
fenómeno tan extraordinario que cuesta creer lo que ven tus ojos y lo que tus
oídos oyen… Lo increíble es ver a ese niño tocar de memoria durante una
hora seguida y, entonces, abandonarse a la inspiración de su genio. Escribe y
compone con una facilidad maravillosa.
Leopold releyó aquel texto más de diez veces. Ya al día siguiente comenzaron
a llegar las invitaciones. Y la víspera de Navidad le ofrecieron el más suntuoso
de los regalos: ¡una invitación a Versalles!
9
Leopold estaba en el séptimo cielo. ¡Por fin sus esfuerzos se veían coronados
por el éxito! No se trataba sólo de la hermosa suma de 1200 libras ofrecida
por el concierto, sino sobre todo de la reputación de su hijo.
A Leopold no le gustó en absoluto París. Todo era muy caro, a excepción del
vino, y las mujeres, de repugnante elegancia, se parecían a las muñecas
pintadas de Berchtesgaden. Apenas entrabas en la iglesia o caminabas por la
calle cuando aparecía un ciego, un paralítico, un cojo o un mendigo cubierto
de mugre.
¡Pero qué felicidad cuando Wolfgang dio su primer paso oficial como
compositor, con dos sonatas para clavecín y acompañamiento de violín[15] ,
dedicadas a madame Victoire, hija de Luis XV! Aquel primer opus retomaba
elementos de la producción anterior y daba cuenta de un trabajo profesional
de varios meses. Y el muchachito la emprendía ya con dos nuevas sonatas[16]
para madame De Tessé.
—¡Vamos, no bromeo!
El salvador desapareció.
—Dado su naciente genio, ¿por qué no? Vamos a hacerle escuchar todo lo que
tiene éxito en Londres. En primer lugar, mis propias obras.
—El conde de Tebas desea ver a vuestra gracia —le advirtió su secretario.
Thamos fue el primer noble que le impresionó. Por sí solo, el visitante llenaba
el gran salón con su presencia e imponía una atmósfera solemne.
—He ascendido los siete peldaños del atrio y he visto las nueve estrellas, los
nueve fundadores de la Orden del Temple. Las tres puertas de la logia son la
continencia, la pobreza y la obediencia. Allí se encuentran herramientas como
la escuadra, el compás, el martillo o la llana porque los caballeros debieron
ejercer un oficio artesanal para sobrevivir.
Sin duda alguna, el conde de Tebas había sido iniciado en una logia que
añadía a los rituales clásicos nociones propias del Rito templario. Sin
embargo, el barón de Hund no esperaba el resto de su declaración.
—Las etapas que acabo de evocar sólo son, para vos, una preparación a dos
altos grados. El primero es el de novicio, durante el que el iniciado bebe una
amarga copa para recordar las desgracias de la Orden del Temple cuyos
orígenes le son revelados. El segundo es el esencial. Sólo éste da acceso a la
orden interior, donde el caballero recibe un nombre latino.
—Vengo de Egipto para cumplir una misión vital: permitir que el Gran Mago
irradie y ofrezca su Luz a nuestro mundo. Pero es preciso que goce de
indispensables apoyos, so pena de predicar en el desierto y abandonarse a la
desesperación.
—No existe otra solución para impedir que nuestras sociedades se conviertan
en esclavas del materialismo —estimó Hund.
Gracias a Johann Christian Bach, Wolfgang se inició en el arte del aria italiana
y del bel canto. Escuchó las obras de su mentor, así como otras óperas y
oratorios de Haendel, cuya majestad lo deslumbró.
Pero todo eso eran simples diversiones comparado con su verdadera pasión:
la lucha contra la influencia oculta de los jesuitas. A su entender, cargaban
con la entera responsabilidad de la decadencia y la corrupción que poblaban
Europa.
Bocazas, depresivo, Bode quería ignorar sus matrimonios fracasados y la
muerte de varios hijos de corta edad. Puesto que nadie se tomaba en serio su
apreciación, le era necesario actuar y convencer a los hermanos para que lo
ayudaran.
—Soy yo.
—Señor…
Componer era también divertirse. De modo que Wolfgang inventó una sonata
para clavecín a cuatro manos[25] , que tocó con su hermana Nannerl. La
partitura ponía de relieve su virtuosismo, especialmente cuando la mano
izquierda de Nannerl, que se encargaba de la parte baja del teclado, pasaba
por encima de la mano derecha de su hermanito, encargado de la parte alta.
Pero por fin llegó la respuesta a una de las numerosas gestiones de Leopold:
el embajador de Holanda le avisó de que su país aguardaba a los niños
Mozart.
12
Entre ellos había una total complicidad, sellada por el silencio y el secreto.
Wolfgang no revelaría la existencia de ese personaje, llegado de lo invisible,
ni a su padre ni a su madre, ni siquiera a Nannerl.
Nannerl, ofendida, ponía mala cara. Dicen que las desgracias nunca vienen
solas, y la niña había caído gravemente enferma. Una congestión pulmonar
que el médico no conseguía curar.
—No lo digo para consolarte —explicó él—. He tenido una visión, tocaba el
piano. De modo que se curará. ¡Basta con creerlo fuertemente!
Wolfgang no se equivocaba. Pese al pronóstico pesimista de los hombres de
ciencia, Nannerl recuperó poco a poco su energía, se levantó, comió con buen
apetito y respiró por fin a pleno pulmón.
Desesperado, viendo que su hijo se deterioraba día tras día, Leopold aceptó
recibir a un terapeuta muy distinto de los demás.
—No es necesario. Diez gotas todas las noches, durante una semana. Luego,
su organismo luchará por sí solo.
Aquella mañana abrió una carpeta que llevaba por título «Estricta
Observancia templaria». Según muchos informes, aquella nueva orden
masónica comenzaba a conquistar ciudades importantes, como Berlín,
Hamburgo, Leipzig, Rostock, Brunswick e incluso Copenhague.
Joseph Anton pasó una noche en blanco. De sociedad más o menos secreta
por la que circulaban ideas más o menos subversivas, la francmasonería
amenazaba con convertirse en una fuerza política que pretendía apoderarse
de parcelas enteras del poder.
—¿Adónde vamos?
—¿Música religiosa?
Leopold no se opuso a esa nueva andadura. Los Mozart, que habían regresado
a París en mayo y se habían instalado en la calle Traversière gracias al barón
Grimm, sufrían una terrible desilusión. A pesar de algunos conciertos, uno de
ellos en Versalles, el éxito no acudía ya a la cita.
—¿Aquí, en París?
—¡Lo sé, lo sé! Conviene ser paciente, señor Mozart, muy paciente, si se
desea conquistar París. Escribiré un segundo artículo que dará a conocer
mejor aún a vuestro maravilloso muchacho. Que siga trabajando, y llegará la
recompensa.
Se imponía tomar una decisión: olvidar los sueños francés, inglés y holandés,
y regresar a Salzburgo.
—Mi hijo Wolfgang ha sido aplaudido en toda Europa. Los reyes de Francia e
Inglaterra lo han recibido en su corte, y sus primeras composiciones han sido
muy apreciadas.
—¡Muy bien, muy bien! Esa naciente gloria recaerá también en nuestra
querida Salzburgo. Pero me gustaría comprobar personalmente las dotes de
nuestro joven talento. ¿Aceptaríais un programa de composiciones para mi
palacio?
El mercader de tejidos Anton Weiser era un hombre rico y uno de los notables
más conocidos de Salzburgo. El comerciante, proveedor del palacio del
príncipe-arzobispo y de las principales familias nobles, no se limitaba a
aumentar sus beneficios. Convencido de que debía su fortuna a la
benevolencia divina, leía y volvía a leer la Biblia sin olvidarse de celebrar,
cotidianamente, al Omnipotente.
—Pues sí.
—¡Ni siquiera en Munich o en Viena encontraríais tejidos más hermosos!
¿Deseáis decorar vuestra mansión?
—En efecto. El viejo edificio exige mucho trabajo, y me gustan los tejidos
multicolores.
—Os confío, pues, ese trabajo. Pero tengo que pediros otro favor.
—He oído decir que escribíais textos que tratan de la grandeza de Dios y del
necesario respeto a sus mandamientos.
—Dejar que vuestras obras durmiesen sería lamentable. ¿No podríamos poner
música a una de ellas?
—Será un placer.
—Por supuesto.
No se trataba de una obra maestra, sino de ese tipo de escrito, grave y más
bien enfático, que Thamos necesitaba. Ya era hora de poner a prueba al Gran
Mago y de comprobar si sabía expresar un pensamiento mediante la música.
Llegaba la hora de salir del Rücken, el maravilloso reino imaginario, y
enfrentarse con lo real.
El Alma, encamada en una voz de bajo y pasando ante una tumba, dialogaba
con el Ángel, una soprano llegada del más allá.
—Si sois el discípulo del abad Hermes, conocéis el verdadero nombre de Elias
Artista, nuestro genio protector y nuestro guía.
Por un lado, el Imperator sometía a Thamos a una difícil prueba para saber si
conocía bien el conjunto de los rituales de la Rosacruz de Oro y si era capaz
de dirigirlos; por el otro, suponiendo que fuese sincero, tal vez había
descubierto al verdadero Gran Mago…
—No tenemos elección. Sabes tan bien como yo que van a celebrarse las
bodas de la archiduquesa María Josefa, la hija de la emperatriz, con Femando,
el rey de Nápoles. ¿Imaginas la magnitud de las celebraciones? ¡Es imposible
perdérselo!
Al subir al coche con destino a Viena, los Mozart ignoraban que se trataba del
último viaje que harían juntos los cuatro miembros de su pequeña familia.
El creador del nuevo rito era un hombre robusto, franco y directo. Éste
consultó por tercera vez la tarjeta de su visitante.
—El nombre que dais al Gran Arquitecto del universo y que es, también, la
palabra secreta de vuestro primer grado, «discípulo de los egipcios», es
Amón, el dios de la antigua Tebas[40] .
—Vos, y sólo vos, debéis ampliar vuestra iniciativa. Vengo a entregaros unos
documentos que estudiaréis a vuestra guisa y de los que haréis una
publicación. La resurrección de los misterios egipcios es una tarea vital.
—¿Qué ocurre?
—¿Ya? Pero…
Aliviada, Anna-Maria Mozart apretó la mano de sus dos hijos. Sólo habían
necesitado dos días para llegar a esa pequeña ciudad, fuera del alcance de la
epidemia.
—¡La viruela!
—Sí.
—Mi hija tiene una bonita voz, y sería el más feliz de los padres si pudiera
ofrecerle una melodía firmada por Wolfgang Mozart.
—Sí, de este corto poema: «Oh, alegría, reina de los sabios que, con flores en
la cabeza, le dirigen loanzas con sus liras de oro, tranquilos cuando la maldad
hace estragos, escúchame desde lo alto de tu trono».
Sin embargo, el malestar crecía entre sus tropas, puesto que la recuperación
económica anunciada no se producía. Ciertamente, las cotizaciones llegaban
algo mejor, pero muchos hermanos esperaban una orden rica y poderosa de la
que ellos mismos, al igual que los dignatarios templarios de la Edad Media,
obtuvieran ventajas sustanciales. Charles de Hund y sus consejeros
exploraban distintas pistas para crear riqueza, pero ninguna se concretaba. Y
llegaban más protestas: muchos hermanos se quejaban de la pobreza de los
rituales.
Sobre la mesa de Joseph Anton había una nueva carpeta: «Rito sueco.
Zinnendorf». Ese médico[43] de treinta y siete años, jefe del servicio de salud
del ejército prusiano, no carecía de interés. Decidido a vengarse de la Estricta
Observancia templaria y del barón de Hund, hablaba demasiado y le había
revelado todo lo que sabía a Geytrand, extremadamente adulador y
comprensivo. Para el servicio secreto vienés se trataba de un recluta
inestimable… ¡y gratuito!
—La orden templaría es la obra de su vida. Sean cuales sean las pruebas, no
renunciará.
¿Quién estaba de moda hoy, en Viena? Sobre todo Gluck y Joseph Haydn.
Compositores expertos, acostumbrados a las exigencias de los poderosos y
que dominaban su arte lo bastante como para acomodarse a las
circunstancias, sin perder su personalidad.
Wolfgang navegaba aún a mil leguas de aquellos dos músicos. Pero habría
que dar, sin embargo, un gran golpe para satisfacer a los vieneses,
apasionados por la ligereza, que detestaban la seriedad y lo razonable.
Leopold nunca había imaginado que sería introducido en uno de los salones
de Schönbrunn por tan gran personaje.
—Hoy no. Simplemente deseo hablar de música con vos. A pesar de la terrible
epidemia de viruela y de los lutos que han caído sobre nosotros, la corte de
Viena debe mantener su rango de capital artística de Europa. No me gustaría
que la reputación de Londres o de París superara a la nuestra.
—Trabaja día y noche, y sus primeras obras son dignísimas. No hablo como
padre, majestad, sino como un técnico exigente y objetivo.
—Muy bien, señor Mozart. Creo que a Viena le gustaría una ópera inédita. ¿Es
capaz de componer una un muchacho tan joven?
—Hacedla, pues.
En presencia del joven barón Van Swieten, hijo del médico personal de la
emperatriz María Teresa, Gluck había afirmado a Leopold Mozart que no veía
inconveniente alguno en que su joven hijo compusiera una ópera al gusto
italiano, La Finta Semplice, La falsa ingenua , con libreto de Goldoni. Se firmó
pues un contrato con un intermediario, Affligio, a cambio de cien ducados,
una buena suma que consagraba a Wolfgang Mozart como un profesional.
Aquella Falsa ingenua sería una ópera bufa en tres actos[45] que contaría una
alambicada historia por la que el compositor no se interesó en absoluto. Pero,
puesto que le ofrecían la ocasión de hacer vivir musicalmente a unos
personajes, se entusiasmó ante la ardua tarea.
—No estoy seguro de que consiga sus fines: restaurar la Orden del Temple. La
nostalgia no es siempre buena consejera, y querer resucitar el pasado puede
desembocar en un callejón sin salida. ¿Ha comenzado la formación del Gran
Mago?
—Ya ha dado sus primeros pasos, pero aún ignora su verdadera naturaleza.
Tal vez no la descubra nunca.
—Si vos veis la vida de color negro, ¿cómo va a brillar de nuevo la Luz en
nuestras logias?
Un ruido que parecía el de unos tacones de bota golpeando los adoquines del
patio. En plena noche, violaba el silencio habitual de una apacible morada
donde sólo vivían una pareja de ancianos aristócratas y el egipcio.
—¡Va retrasado!
Por fin llegó el joven prodigio. Hacía mucho tiempo ya que el príncipe Dimitri
Galitzin había oído hablar de aquel músico sorprendente y quería escucharlo,
en su casa, a solas.
En cuanto tocó una sonata, muy inferior sin embargo a las de Joseph Haydn,
el príncipe sintió que un genio incomparable animaba a aquel hombrecillo.
Leopold echaba por la boca sapos y culebras. Una vez más, se retrasaba la
representación de La falsa ingenua . Affligio, el empresario, se comportaba
como un estafador, incapaz de obtener un teatro. Y José II se encontraba en
Hungría, en la frontera del Imperio turco, cuyo espíritu belicoso temía. Había
que esperar su regreso para desbloquear la espantosa situación: una ópera
lista, un encargo oficial cumplido en la fecha prevista, y no había compañía ni
escenario.
Sin embargo, Salzburgo preocupaba a Leopold. Hacía seis meses que había
abandonado su puesto y el príncipe-arzobispo Segismundo von
Schrattembach no podía pagarle indefinidamente por no hacer nada en su
corte.
La carta oficial que acababa de recibir sólo era, pues, un mal menor. Su
patrón no lo despedía y ni siquiera le daba la orden de regresar
inmediatamente a Salzburgo. Sin embargo, a partir del 31 de marzo, no
seguiría pagándole un sueldo.
El barón Gottfried Van Swieten, nacido en los Países Bajos, estaba haciendo
una hermosa carrera diplomática que le había llevado a Bruselas, París y
Londres. Ahora esperaba un puesto en Berlín.
De regreso a Viena por algunas semanas, tomó de nuevo contacto con amigos
y antiguas relaciones. El primer visitante del día, un desconocido: el conde de
Tebas. A causa de su prestancia y su mirada, su huésped lo impresionó.
—Os escucho.
—Ya conocéis al joven músico Wolfgang Mozart, que ha terminado una ópera
encargada por el emperador. A causa de la incompetencia y las
malversaciones de un estafador llamado Affligio, es imposible hacer que se
represente la obra. ¿Podríais ayudar a Mozart?
Leopold insistió.
—Deseo hablar con el emperador. Puesto que vos habéis escuchado la ópera,
¿podríais obtenerme una entrevista?
—Lo intentaré.
Durante el verano, Leopold se había esforzado por redactar una memoria que
narrara las desventuras de las que habían sido víctimas Wolfgang y su Falsa
ingenua . «Todo el infierno musical —escribía— se ha desencadenado para
que no se pueda reconocer el talento de un niño». Finalmente, en el umbral
del otoño, José II aceptó recibirlo.
—Tenéis razón en todo. Un proceso pondrá fin a las actuaciones del tal
Affligio.
Al salir del palacio, Leopold fue a beber cerveza a una taberna. No sólo La
falsa ingenua era condenada al olvido, sino que, además, el monarca no
encargaba una obra nueva, ni siquiera de modo oficioso. Haber pasado tan
cerca del éxito y…
—¿Cómo se llama?
Leopold, bajo los efectos aún de su decepcionante entrevista con José II, y con
el ánimo nublado por la cerveza, se derrumbó en un sillón.
—¿Cómo procedéis?
—De una pequeña historia a la que debe ponerse música, un Singspiel , como
dicen en Alemania. Una muchacha, Bastiana, está enamorada de Bastián y
teme su infidelidad. De modo que solicita ayuda al adivino del pueblo. «Finge
no interesarte ya por él», le aconseja. Y el adivino, por su lado, revela a
Bastián que Bastiana ha encontrado otro enamorado. Temiendo perderse,
ambos jóvenes se unen y viven una perfecta felicidad.
Una hermosa tarde, un jardín con los colores otoñales, un público exigente…
Condiciones perfectas para la representación del Singspiel de Wolfgang
Mozart, Bastián y Bastiana [46] .
—Creando.
Sólo había una sombra en aquel cuadro, y por desgracia invasora: ¡seguían
sin hacerle la menor propuesta de un puesto fijo! Aunque José II apreciaba a
Wolfgang, los músicos oficiales eran un obstáculo, a cuya cabeza se
encontraba Gluck. Según Leopold, una conspiración contra un creador de
dotes tan evidentes que los eclipsaría a todos.
Thamos no respondió.
Con trece años de edad, Wolfgang se escapaba de vez en cuando para jugar,
bromear y discutir con su amigo Anton Stadler. La corte, la catedral, los
salones de la nobleza y de la burguesía… El espacio salzburgués era reducido.
Misas, paseos, juegos de sociedad y conciertos ofrecían a los súbditos del
príncipe-arzobispo distracciones que satisfacían a la mayoría de ellos.
Austeridad de los viejos maestros alemanes, estilo galante, sonatas del sur y
del norte, contrapunto, ópera seria, ópera bufa, técnicas de Schobert y de
Johann Christian Bach… Wolfgang probaba todas esas expresiones y las
utilizaba a placer. Hablando corrientemente en italiano y correctamente en
francés, leía mucho, incluidos los autores con fama de serios[50] .
Federico, que hablaba francés con los humanos y alemán con los caballos,
admirador de los enciclopedistas y de Voltaire, francmasón, no vacilaba en
utilizar su ejército, exigiendo de sus soldados una «disciplina de cadáver».
José II quería evitar un nuevo conflicto, que daría un golpe fatal a la paz
difícilmente obtenida tras la guerra de los Siete Años. Era preciso, pues,
desbaratar la amenaza prusiana para poder ocuparse mejor del verdadero
peligro, la expansión turca.
Thamos, informado por Von Gebler, esperaba que dom Pernety se mostrara a
la altura de sus ambiciones.
Durante nueve días, Thamos fue invitado a contemplar la salida del sol en
aquel lugar y a quemar incienso en el altar. A Dios le tocaba reconocer al
nuevo iniciado, manifestándose en forma de un ángel que, en adelante, le
serviría de guía y con el que podría dialogar.
Cuando Thamos bajó de la colina por novena vez, dom Pemety supo que había
superado la prueba. Entonces, le reveló la magnitud de sus proyectos.
—¿Sin embargo?
—Exactamente.
—Por un lado, te deseo éxito; por el otro, me gustaría verte lo antes posible.
—¿Te diviertes?
—Es algo ruidoso, pero los colores son soberbios y me gusta que termine el
invierno.
—¿Es… urgente?
Y comprendió.
Tras haber pasado por Florencia, los Mozart llegaron a Roma a mediodía y
corrieron hacia la basílica de San Pedro, no por un impulso de religiosidad,
sino para admirar el prestigioso monumento.
El músico, que de buena gana se hacía llamar «el amigo de la Liga del
Número», pues le encantaban los juegos matemáticos, rogó a Nannerl que le
mandara las reglas de aritmética, alimentadas con numerosos ejemplos, que
había extraviado.
En aquel mes de noviembre, Wolfgang no sólo había paseado por las calles de
Roma: un kyrie para cinco sopranos, algunas contradanzas destinadas a
Salzburgo, dos melodías para soprano y una sinfonía en re mayor[54] .
Aquel decisivo día se celebraba, por poderes, la boda de María Antonieta con
el Delfín, que había permanecido en Versalles. Dicha unión pondría fin a las
incesantes guerras entre los Habsburgo y los Borbones, y consolidaría la paz
en Europa.
María Antonieta soñaba con una vida fácil y fastuosa, a la cabeza de una
brillante corte. ¿Acaso no pasaría la mayor parte de su tiempo divirtiéndose y
gozando de mil y un placeres? No preveía las bajezas, ni las envidias, ni los
odios.
Cuando estuviera sola, allí, tan lejos de Viena, nadie acudiría en su ayuda.
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—Bajad —ordenó el jefe de los bandidos—. Si nos entregáis todo lo que tenéis,
tal vez no os matemos.
Se oyó un disparo.
—¡Larguémonos! —ordenó.
Oculto tras una vieja acacia, Thamos miró cómo se alejaba el coche, cargó su
pistola, acarició a su caballo y continuó siguiendo a sus protegidos.
La corte celebró las bodas del Delfín con la austríaca María Antonieta, que
oficialmente se convirtió en Delfina. Esa unión avalaba una paz en la que
muchos soñaban sin creer en ella.
—¿Queréis visitarlas?
—Es algo peligroso… y vuestro hijo me parece muy joven para interesarse por
las antigüedades.
Sin duda, la galería llevaba hasta lo invisible, la fuente de todas las cosas.
—¿Cuál es?
—Lo tendré.
—Hasta pronto.
—Eminencia…
—Se trata de una altísima distinción que corona a un joven talento del que Su
Santidad ha oído hablar muy bien. La Iglesia espera de vuestro hijo
numerosas obras religiosas en su gloria.
En cuanto llegó a la casa de campo del conde Pallavicini, Wolfgang, con ojos
golosos, recibió el libreto de Mitrídates, rey del Ponto , pues estaba
impaciente por ponerle música. El comienzo de aquel duro trabajo no le
impidió montar en asno, acompañado por uno de los jóvenes de la familia, que
tenía su misma edad.
Tratado a cuerpo de rey, Leopold se tomó por fin el tiempo de curar una fea
herida en su pierna. Y Wolfgang, por su parte, prosiguió el sueño italiano.
27
Nacido en 1742, en Transilvania, había sido educado por los jesuítas antes de
sus estudios de filosofía, derecho, ciencias naturales y mineralogía en la
Universidad de Praga. Muy pronto se había interesado por la alquimia, y sus
investigaciones lo habían llevado hacia la francmasonería, donde esperaba
descubrir las claves del conocimiento.
Con incansable perseverancia, Ignaz von Born seguía la pista que llevaba al
tesoro olvidado.
—Todavía no.
—La Gran Logia masónica de Alemania acaba de nacer. Esa rígida estructura
facilitará la identificación y el control de los francmasones. Al emperador le
gusta el orden y quiere una organización administrativa bien estructurada,
para controlarla con facilidad. Naturalmente, ha excluido de los puestos
directivos a personajes dudosos o poco apreciados por el poder, como el
barón de Hund y los partidarios más visibles de la Estricta Observancia
templaría. El gran vencedor se llama Zinnendorf, nombrado Diputado Gran
Maestre. Implantará más aún el Rito sueco, practicado ya por varias logias
alemanas.
—No he olvidado vuestra pregunta, pero pocas veces tengo un minuto para
mí. Me abruman con encargos y mi padre no me concede demasiado
descanso. Venecia es una excepción.
—No te pido una respuesta rápida. No te dejes engañar por el éxito ni por el
fracaso, y no concedas valor alguno a los rumores de este mundo. Intentar
seducirlo no te llevará a ninguna parte, pues él no va a crearte.
Durante el día pasado en Padua, Wolfgang había dado una serie de pequeños
conciertos y aceptado el encargo de un oratorio de cuaresma. El 17 de marzo,
tras un alto en Verona, Leopold recibió excelentes noticias: por medio de un
contrato, Milán confirmaba su encargo de una nueva ópera, y la corte de
Viena deseaba una obra con ocasión de la boda del archiduque Femando de
Austria con una princesa italiana. Todo iba del mejor modo en el mejor de los
mundos.
—¡Evita esas críticas en Salzburgo! Podrían causarte algún que otro disgusto.
Tras haber cerrado los trabajos de la logia, Ignaz von Born invitó al hermano
visitante, el conde de Tebas, a descubrir su biblioteca.
Con el rostro alargado, una gran frente, los ojos negros y brillantes y una leve
sonrisa en los labios, el mineralogista de veintinueve años no se parecía a los
demás francmasones que Thamos había conocido. Esta vez percibía una
auténtica profundidad, un fuego interior de rara intensidad y una ardiente
voluntad de vivir los grandes misterios.
—Nuestra propia biblioteca contenía ese saber, y mucho más aún. El abad
Hermes había recibido de sus predecesores manuscritos que revelaban la
sabiduría de los iniciados del antiguo Egipto.
Von Born apretó los dedos en las palmas de las manos, para asegurarse de
que no estaba soñando. Nunca habría esperado oír una afirmación tan clara,
coronación de largos años de búsqueda.
—Ahora tiene quince años y se llama Wolfgang Mozart. Pese a una carrera de
niño prodigio, admirado en Viena, en París y en Londres, que podría haberlo
roto, construye poco a poco su verdadera naturaleza. Antes de que sea
plenamente consciente y haga de la Luz la materia fundamental de su obra, el
camino será largo aún. Sin él, sólo conseguiremos resultados mediocres. Por
eso nos consagraremos, vos y yo, al desarrollo de Mozart, que irradiará
mucho más allá de su existencia y de su época.
Tras la partida de Thamos, Ignaz von Born permaneció largas horas inmóvil
en la oscuridad. ¿Estaría a la altura de sus nuevos deberes?
30
Componía pues, día y noche, en una vasta mansión llena de músicos que
afinaban sus instrumentos, ensayaban, descifraban y canturreaban. A pesar
del mido continuo, Wolfgang conseguía concentrarse, y sólo se topaba con un
obstáculo: la fatiga de sus dedos a fuerza de escribir.
Sin embargo, Leopold seguía inquieto. ¡Quedaba tan poco tiempo para
terminar la ópera! Y cuando Venecia encargó otra, a su vez, se vio obligado a
declinar la oferta.
—Confío en ti, pero están los demás, todos los demás. Y hay tantos
incompetentes, tantos envidiosos… Si el mal la emprende con la cabeza y el
culo de la gente, la cosa se vuelve muy peligrosa.
—Lo venceremos.
Una vez más, Wolfgang hacía un milagro. A cada nueva hazaña, a Leopold le
asombraba la capacidad creadora de su hijo. ¿Hasta dónde llevaría sus
límites?
El autor del libreto, Giuseppe Parini, había entregado uno de esos textos
enrevesados con los que el músico batallaba con firmeza. La diosa Venus
quería que su hijo, Ascanio, se casara con Silvia. ¿Un matrimonio fácil? No,
pues era preciso ponerlo a prueba. Entonces, Cupido llevaba a Silvia junto a
Ascanio, a quien no conocía, y cuyo nombre no le revelaba.
—¡Señor Mozart, vuestro hijo hará una gran carrera! Voy a escribir una carta
a mi madre, la emperatriz, para que le conceda un puesto permanente en la
corte de Viena.
Ninguna otra declaración podría haber resultado más dulce para el oído de
Leopold.
Leopold salía muy poco, pues tascaba el freno aguardando, con creciente
impaciencia, la respuesta de la emperatriz. Gracias a este primer gran éxito y
al apoyo del archiduque, iba a alcanzar el objetivo que se había fijado desde
hacía tanto tiempo: obtener para Wolfgang, en Viena, un puesto estable y bien
remunerado.
Dando vueltas como un oso enjaulado, Leopold acudió varias veces al palacio
del archiduque para saber si había llegado, por fin, la carta de María Teresa.
Al regresar, decepcionado una vez más, encontró a su hijo tocando el
clarinete.
—Ningún mensaje.
—¿Qué ocurre?
—Nuestro buen príncipe-arzobispo agoniza; debía celebrar sus cincuenta años
de sacerdocio el 10 de enero próximo, con una gran fiesta. ¡Qué injusto es el
destino! Todo Salzburgo llora.
Por los corredores circulaba el nombre del conde Jerónimo Colloredo. Viendo
los alargados rostros y las miradas de perros apaleados, el personal añoraba
ya a Von Schrattenbach.
—Se ha creado una nueva logia[70] en Viena —le anunció Geytrand a Joseph
Anton.
—¿Quién es el responsable?
—Rosacruz de Oro. Los místicos lanzan una ofensiva sobre Viena, pero sus
posibilidades de éxito son escasas. Muchos francmasones los detestan, y el
reclutamiento no será fácil.
—Todavía no. Llevan cinco días de escrutinio ya, y continúan. Hay que
reconocer que el conde Colloredo no tiene unanimidad: altivo, despectivo,
autoritario, seguro de sí mismo, sometido a los Habsburgo… ¡Bastante para
que la totalidad de los salzburgueses lo detesten! Desgraciadamente, ha
eliminado a sus competidores y nadie osa oponerse a él. Además, proclama su
pleno acuerdo con los proyectos de reforma de José II, entre ellos, severas
medidas de economía. ¡A nosotros, los músicos, nos concierne directamente!
Jamás renunciaría.
—¡Estás en buena forma! Pero sin duda no eres consciente del grave
acontecimiento que se produjo sin que lo supiéramos.
El título era tan modesto como el salario, sin embargo, festejaron aquel
primer empleo remunerado alrededor de una de las suculentas comidas cuyo
secreto tenía la cocinera de los Mozart.
En tan pocas palabras, Thamos acababa de abrirle al Gran Mago las puertas
de su vida de hombre.
Dada su precaria salud, Ignaz von Born ya no podía bajar a las minas, de
modo que había dimitido para instalarse en una pequeña localidad de
Bohemia con el fin de redactar un catálogo razonado de su excepcional
colección de fósiles. En el interior de su modesta morada se había dispuesto
un minúsculo laboratorio de alquimia, donde proseguía pacientemente sus
experimentos, a partir de los textos que Thamos le había entregado.
Algunos días antes, Leopold había salido aliviado del palacio de Colloredo. El
príncipe-arzobispo autorizaba a sus dos empleados a abandonar Salzburgo
para una breve estancia en Milán, con el fin de cumplir un encargo de ópera.
Puesto que se trataba de Italia, el joven Mozart aprendería allí el mejor de los
estilos musicales con el que, luego, alegraría la corte de Salzburgo.
Por fortuna, Wolfgang ya había terminado los recitativos de Lucio Sila [84]
sobre un libreto de Giovanni de Gamerra[85] , poeta en la corte de Viena.
Quedaban las arias y los conjuntos, ¡es decir, un trabajo enorme!
Al llegar a Milán, una mala noticia cayó sobre Wolfgang: los recitativos habían
sido modificados sin que le pidieran su opinión. El trabajo realizado en
Salzburgo no servía, pues, de nada. Tenía que componer una ópera entera
antes del 26 de diciembre.
34
Los momentos fuertes de la obra contrastaban con los pasajes del texto
demasiado débiles para interesar al creador, que había utilizado las voces
como verdaderos instrumentos. Consciente de explotar sólo una ínfima parte
de sus posibilidades, se prometió llevar más lejos su exploración.
Wolfgang se levantó.
Nadie.
De hecho, todo iba mal. Milán se convertía en un callejón sin salida, su corte
no se interesaba por Wolfgang, y el estilo de Lucio Sila no incitaba al teatro a
encargarle una nueva obra.
¿Se mostraría la Toscana más acogedora, y darían sus frutos las gestiones de
Leopold?
Su hijo no carecía de talento, pero los pocos éxitos obtenidos, aquí y allá, no
bastaban para imponerlo como un gran compositor al que una corte habría
atribuido un puesto fijo y bien remunerado. Ni Munich, ni Londres, ni París, ni
Viena habían contratado a Wolfgang. Quedaba Salzburgo, ¡siempre
Salzburgo! ¿Por qué no, a fin de cuentas?
—¡Cómo un verdadero tirano! Lo controla todo, exige que sus órdenes sean
ejecutadas sin demora, y no soporta la menor insubordinación. Nuestro nuevo
príncipe-arzobispo es cada vez más impopular, pero somos sus súbditos.
Todos añoran a su predecesor, tan humano y caritativo.
Leopold había tenido una razón para regresar a Salzburgo. Aquel Colloredo
era capaz de despedir a su vicemaestro de capilla si, pese a su antigüedad, no
le daba plena y entera satisfacción. Por lo que a Wolfgang se refiere, el
músico evitaría cualquier manifestación de mal humor y satisfaría los deseos
de su augusto patrón.
35
—Lo probaré.
El compositor advirtió que faltaba papel pautado, por lo que se cubrió con un
grueso manto y corrió a casa del mercader.
—Viajo mucho.
—Ese día se acerca ya. Entretanto, deberías cambiar el formato del papel y
elegir uno más pequeño, de forma oblonga. Tu pluma correrá mejor y tu
primera obra, gracias a este nuevo material, te regalará un nuevo paisaje.
Hoy la prueba era más difícil. Muy atento, Colloredo quería comprobar
personalmente que sus consignas se seguían al pie de la letra. Un músico no
debía olvidar que formaba parte de la servidumbre.
—¡No, claro que no! ¿No habrán intentado influir los francmasones en varios
notables?
—Se han movilizado, en efecto. Y varios notables son, por otra parte,
francmasones. ¿No es ésa la mejor de las garantías? Ninguno de ellos desea
perder su puesto y sus ventajas. Os preocupáis demasiado, mi querido conde.
Lejos de ser perjudicial, la francmasonería contribuye a la estabilidad de
nuestra sociedad. Los hermanos beben, comen, cantan, escuchan música,
intercambian confidencias, se entregan a ciertos paripés rituales, se ponen
vestiduras más o menos exóticas y, a veces, se entregan a ensoñaciones
místicas. Un exutorio excelente, a imagen de los clubes ingleses donde sólo
entran los gentlemen .
Leopold había decidido llevar a su hijo a Viena y pasar allí el verano a causa
de dos buenas noticias. Primero, la ausencia de Colloredo durante aquel
período; el gato se había marchado y los ratones podían bailar. Luego, la
grave enfermedad de un músico de la corte. Su próximo fin dejaba libre un
puesto que le sentaría como un guante a Wolfgang. Pero era preciso residir
en Viena cuando se produjera el fallecimiento, y obtener una audiencia.
De inmediato, un suave calor se difundió por todo el cuerpo del paciente. Sus
tensiones desaparecieron, se sintió maravillosamente bien.
—¡Prodigioso, doctor!
—El magnetismo debería ser la primera de las terapias. Suprime los males de
raíz e impide el desarrollo de la mayoría de los trastornos. Restablecer la
armonía y la circulación de la energía en un organismo perturbado; ésa es mi
primera preocupación. Por desgracia, la mayoría de los médicos aguardan la
aparición de los síntomas y razonan en función de ellos. A menudo, es
demasiado tarde para curar al enfermo.
—Sin duda, hasta el final del verano. Mi padre sigue esperando obtenerme un
puesto en la corte.
Tras haberse divertido escribiendo una serenata[94] que se tocó en las bodas
de un conocido lejano, en la que, prescindiendo de las convenciones, había
introducido un reducido concierto para violín, Wolfgang la había emprendido
con una tarea mucho más ardua.
—Confio en su palabra.
—Entendido… Ya veremos.
37
Durante aquella suave velada de estío, Wolfgang encantó a los invitados del
doctor Mesmer con un divertimento en re mayor[96] que concordaba con el
exuberante y gran jardín de los aledaños de la Landstrasse. Una vez
terminado el concierto, siguieron picoteando, bebiendo y charlando. Mesmer
tomó a Wolfgang del brazo.
El médico omitió revelar sus vínculos masónicos con su hermano Gebler, que,
a pesar de su posición en la corte, expresaba a veces unas ideas peligrosas
con respecto al abuso de poder y la necesaria libertad de conciencia.
¡De modo que se llamaba Thamos y era rey de Egipto! ¡Qué minúsculo debía
de parecerle a un monarca que reinaba sobre tan vasto imperio el Rücken del
niño Mozart! Con todo su ser, Wolfgang percibió la importancia del instante.
—Tendrás que aprender a dialogar con los dioses y a transmitir sus palabras
sin traicionarlas.
—La música, no; tu música. Siempre que franquees a conciencia cada etapa y
tu corazón se llene de Luz.
—¿Me… me ayudaréis?
—Si lo deseas.
—¡Solo, fracasaré!
—En efecto.
—¿Terminarás pronto?
—Suceda lo que suceda, Thamos, rey de Egipto estará terminado antes de que
finalice el mes de diciembre.
—Sin embargo, estamos de acuerdo con respecto a los tres primeros grados:
Aprendiz, Compañero y Maestro —observó Fernando de Brunswick—. Y el
ritual del cuarto, el del Maestro escocés, no presenta demasiadas
divergencias.
—Por eso utilizaremos otro método, del que espero mucho. Como sabes, por
la presión de los gobiernos de Francia, España y Portugal, el papa Clemente
XIV ha suprimido, a regañadientes, la orden de los jesuitas. Entre esa buena
gente, algunos sueñan con la revancha, y yo voy a ofrecérsela. Infiltrándose
en las logias masónicas, las dividirán y llevarán a numerosos hermanos hacia
una verdadera y sana creencia. Así, la Rosacruz de Oro, dadas sus tendencias
místicas, perecerá asfixiada. Si florecen malos pensamientos, nuestros amigos
jesuitas nos informarán de ello.
Y además, claro, estaba Thamos, rey de Egipto . Dos coros abrían el primero y
el quinto acto del drama, y cinco entreactos musicales puntuaban el relato, el
último de los cuales tomaba la forma de una tormenta orquestal, con la
muerte del traidor que intentaba imponer en vano la tiranía de las tinieblas.
—¿A quién?
—¿No sienten todos deseos de luchar junto a los sacerdotes del sol?
Thamos se alejó.
Para calmar los nervios, el músico jugaba a los dardos y a los bolos, y veía a
menudo a sus amigos, cuyas frívolas conversaciones lo cansaban muy pronto.
—Mi hermano mayor quiere ser abate —le dijo Anton Stadler—. Yo no, ¡me
gusta demasiado la vida! ¿Y tú?
—Leopold no es muy divertido, lo sé. Pero de todos modos se casó con una
mujer hermosa. Si quieres, te presentaré a unas mozas simpáticas.
—Mis padres me ofrecen todos los días el ejemplo de una pareja feliz. Cada
cual ama y respeta al otro. Eso es lo que deseo.
Decepcionado, con la cabeza gacha, el barón Von Gebler chocó con uno de los
escasos espectadores que no habían abandonado la sala.
—Perdonadme.
Von Gebler tuvo miedo. Aquella eminencia gris de voz suave no era
inofensiva. Si actuaba en nombre de la emperatriz, sería mejor escucharlo.
—Un detalle más… ¿Cuál es el nombre del mediocre músico que ha ilustrado
algunos pasajes de vuestra obra?
—Wolfgang Mozart.
Aquel Mozart no era, pues, cómplice de Von Gebler. Sin embargo, Joseph
Anton anotaría su nombre en el expediente consagrado al asunto.
—Por supuesto.
—Si te muestras digno de ella, la obtendrás. Pero debes pasar todavía las
pruebas.
—¿Aquí, en Salzburgo?
—Aquí mismo. No importa el lugar, sólo cuentan las pruebas que formarán tu
conciencia y tu voluntad. Puesto que tus dotes son inusuales, la existencia no
te respetará, al contrario.
—¡Ha muerto!
—Lo que venga no valdrá mucho más. ¡Ahora tenemos como reina a María
Antonieta, una austríaca! Se revolcará en el lujo y los placeres, como todas las
princesas extranjeras.
—¿Y cómo?
—Al salir de Egipto por orden del abad Hermes, supe que no volvería a ver mi
monasterio —reveló Thamos—. Los bárbaros lo incendiaron, asesinaron a mis
hermanos e intentaron destruir los tesoros acumulados a lo largo de los
siglos.
Ignaz von Born, consciente del grave peso que gravitaba ahora sobre sus
hombros, descubrió el manual de alquimia de la ciudad egipcia de Hermontis,
el Libro de la noche , que relata las etapas de la resurrección del sol a través
del cuerpo inmenso de la diosa Cielo, y algunos textos sobre el ojo del sol,
principio creacional.
—No pienses más en él, no es hombre que corra el menor riesgo. Puesto que
su obra disgustó a las autoridades, se limitará a poesías menos osadas.
—¿Acaso esas autoridades tomarían partido por las tinieblas contra la Luz?
—Quien dispone del poder político se preocupa primero por conservarlo, sean
cuales sean los medios y los compromisos. No es una razón para abandonar
Thamos, rey de Egipto , el zócalo de tus futuras obras.
—Existe otra.
—¿Cuál?
Así pues, el Gran Maestre de la orden templaria iba a Berlín para ponerse en
contacto con influyentes personajes, decididos ahora a apoyar su causa. De
recepciones en cenas, establecía una importante red de relaciones y se
afirmaba como un verdadero jefe, relegando a la sombra al barón de Hund.
Femando de Brunswick no se interesaba, sólo, por el poder y los honores.
Creía en su misión y seguía deplorando la debilidad de los rituales. Las
disensiones entre hermanos, su carencia de cultura iniciática, la insuficiencia
de la búsqueda impedían a la orden hacer más sólidas sus bases. El Gran
Maestre, consciente de las imperfecciones, las remediaría.
Durante sus paseos con Miss Pimperl , ya no se encontraba con el egipcio. Sin
duda se había ido de viaje, ¿pero regresaría a Salzburgo?
—Intentaré convencerlo.
—Ah…
—En ese caso —prosiguió con voz cortante—, la situación merece ser
examinada. Una ópera de estilo italiano, espero.
—Entonces, será un buen libreto, sin duda. Que vuestro hijo honre la
reputación de los músicos de mi corte. Os autorizo, a ambos, a ir a Munich.
Pese a un dolor de muelas provocado por su tercer molar que fue necesario
curar urgentemente, el 16 de diciembre, Wolfgang acabó los tres actos de La
finta giardiniera [109] cuyo libreto le interesaba muy poco, a excepción del
personaje de la heroína, hermosa, enamorada y fiel. Traducir a música los
sentimientos de una mujer de corazón puro y el alma noble lo apasionaba.
Sólo uno quedaba abandonado, don Anquises, que no obtenía los favores de
hermosa alguna. Cada cual esperaba una escena francamente cómica, pero el
infeliz sólo podía amar al doble de la heroína, y se sumía en una especie de
demencia.
—Tampoco.
—Si dispusiera de tiempo suficiente, mi hijo compondría una obra mucho más
atractiva que La finta giardiniera …
Esa primera gran manifestación oficial en sus tierras tenía un hermoso éxito
popular. Los curiosos, intrigados y admirados al mismo tiempo, apreciaban la
presencia de aquellos caballeros soberbiamente vestidos.
—Sentaos, mi querido hermano, ¿deseáis agua, una tisana o una bebida más
fuerte?
—Solo y desacreditado…
—Apartado Hund, ha nombrado a sus fieles para los principales puestos. Así
controlará las finanzas y orientará la política de la orden según su propio
modo de ver las cosas.
—Casi… De todos modos, he completado una vieja cantata que nada tenía de
ligera.
—Así nos encontramos de nuevo. ¿Por qué iba a interesarme por un mediocre
incapaz de luchar contra la adversidad?
—¿Estás seguro?
Wolfgang vaciló, pero resistió.
—Todavía no. Y no sigues el buen camino al dejarte atrapar por tus propias
facilidades.
—Si la ópera sobre los misterios egipcios hubiera tenido éxito, yo no estaría
aquí.
—Olvida los «si», forja tu voluntad y tu arte. Sólo ellos te abrirán la puerta del
conocimiento.
—Como queráis, padre. Sabed que no escribiré más conciertos para violín y
orquesta. Choco con los límites de un género asfixiante.
—Olvida la crítica y sigue trabajando sobre el tema, aun sin escribir ni una
nota. Lentamente, muy lentamente, los misterios alimentarán tu pensamiento.
Uno y otro ignoraban que éstos actuaban por influencia de Joseph Anton, cuyo
trabajo de zapa comenzaba a dar resultados. Puesto que no podía atacar de
frente a la francmasonería, instilaría veneno continuadamente para corroerla
desde el interior.
—Sentaos al piano.
Sus fíeles todavía eran muy pocos, pero se comportaban como exploradores y
propagadores de la Luz. La mayoría deseaban establecer un compromiso
entre la razón y una religión menos sectaria, sin adherirse a las ideas
revolucionarias de algunos filósofos franceses. Los primeros Iluminados
criticaban, sin embargo, los privilegios de los reyes y los príncipes, sobre todo
cuando ejercían sus poderes sin discernimiento ni competencia. Posición muy
poco original, por otro lado, pues estaba ampliamente extendida por el teatro
y la literatura.
—Tenía que salir de ese cepo. Controlar cada misa de acuerdo con las reglas
de Colloredo se me hacía insoportable.
—Esos dos grandes señores han intentado poner fin a las hostilidades entre
sus movimientos masónicos. Uno y otro aspiran a la conquista de Europa, y la
discusión fue espinosa.
—Claro está, señor conde, al igual que a su emisario oficial Von Sudthausen.
Geytrand palideció.
—No contéis con él. Un espíritu liberal no debe ser débil ni partidista.
Favorecer a la francmasonería escandalizaría a muchas altas personalidades,
comenzando por la emperatriz María Teresa.
El día de San Antonio de Padua, la condesa Antonia Lodron organizó una gran
fiesta en su honor. Los festejos debían acompañarse con una música ligera y
cuidada, un divertimento[131] , pues del joven Mozart. ¿Acaso el príncipe-
arzobispo no saboreaba sus melodías en cada una de sus comidas mundanas?
Y, luego, esa alegría algo forzada se habría quebrado con ocasión de otro
divertimento[135] para piano, violín y violoncelo cuyo lento movimiento
revelaba una inquietante tristeza.
—Tu trabajo nada tiene de vergonzoso —afirmó la voz que estaba esperando.
—De vez en cuando siento ganas de pisotear los instrumentos y tirar los
restos a la cara del príncipe-arzobispo, sólo para saber si tiene algo de
sensibilidad.
—¡Ya no lo soy!
—¿Cómo se llama?
—Fui iniciado en Roma y conozco los grandes secretos. Del todo lleno del
espíritu superior, he venido para arrancaros de las tinieblas y enseñaros la
verdad. Si las logias me obedecen y renuncian a sus errores, abandonarán el
camino del diablo y avanzarán por el de Dios.
—Domino los venenos, especialmente el aqua toffana , que deja pocos rastros
y fulmina a los perjuros y a los traidores. Mis fieles cantarán en el cementerio
salmos de luto sobre la tumba del hermano a quien hayan matado justamente.
El presidente puso fin a la reunión. Era evidente que Gugomos no estaba del
todo en sus cabales.
—En la logia podemos hablar libremente. Y las ideas serán más poderosas que
un ejército inmenso. A fe de Bode, el incrédulo, los tronos se derrumbarán y
se impondrán nuevos valores.
—El provocador fue expulsado, pero afirmaba dominar una terrible sustancia,
el aqua toffana . Lo he comprobado, el veneno existe realmente. Administrado
a pequeñas dosis durante un largo período, no deja ningún rastro.
Un hombre, sólo uno, le dictaría el camino que debía seguir: el padre Martini.
Qué bueno sería poder contaros muchas cosas más. Ruego humildemente a
todos los miembros de la Sociedad filarmónica que me concedan su favor, y
no dejo de lamentar verme así tan alejado del hombre al que más venero en el
mundo, y del que sigo siendo el muy humilde y devoto servidor.
—¿Cuáles son?
—He aquí una memoria que yo mismo he redactado tras largas sesiones de
trabajo con los Iluminados. Abogamos por la supresión de la servidumbre, del
trabajo forzoso, de las órdenes de detención y de las corporaciones. A nuestro
modo de ver, es urgente luchar contra el despotismo y la intolerancia.
—Eso espero, aunque con toda legalidad. No hay que ir demasiado lejos ni
demasiado aprisa.
—Lo pensaré.
—No pareces muy alegre —le dijo Anton Stadler a Wolfgang, que acariciaba el
vientre de Miss Pimperl , tendida de espaldas y con las patas en el aire—. A
los veinte años deberías pensar en algo más que en escribir misas.
—Esta noche organizo una pequeña velada con algunas simpáticas amigas a
las que les gustaría mucho conocerte —indicó Anton Stadler—. Un muchacho
tan piadoso y serio las intriga. No deberías perdértelo.
Llamaron a su puerta.
—Thamos…
—Me satisface veros viviendo en Viena, hermano mío. Gracias a este puesto,
que os evitará cualquier preocupación material, podréis consagraros a la
construcción de una francmasonería iniciática.
—No sé cómo…
Pese a sus defectos, creía en el resurgir de una orden capaz de impedir que el
materialismo se extendiera por Europa. No comprendió que demasiadas
estructuras administrativas quebrarían el florecimiento espiritual y que la
debilidad de los rituales cegaba.
—El respeto del secreto será uno de los primeros valores que deben
reconquistarse —aprobó Von Born—. Tarea ardua, pues será necesario reunir
a hombres de palabra, en busca del conocimiento y de la iniciación.
—Los inmensos templos del antiguo Egipto sólo contaban con un pequeño
número de iniciados —reveló Thamos—. A su alrededor, centenares de seres
vivían de su Luz. No es en absoluto necesario esperar para emprender,
hermano mío, ni tener éxito para perseverar.
51
Wolfgang no se atrevía a leer la carta del padre Martini. ¡Por fin aquella
respuesta tan esperada, aquella invitación a regresar a Italia junto al ilustre
maestro para componer música de iglesia y obras rigurosas!
Mi joven amigo, he recibido con vuestra buena carta los motetes. Los he
examinado con gusto, de cabo a rabo, y debo deciros con toda franqueza que
me han gustado mucho, pues he encontrado en ellos todo lo que distingue a la
música moderna, es decir, una buena armonía, maduradas modulaciones, un
movimiento de los violines excelentemente apropiado, un natural fluir de las
voces y una notable elaboración. Me ha alegrado especialmente comprobar
que, desde el día en que tuve el placer, en Bolonia, de escucharos al clavecín,
habéis hecho también grandes progresos en la composición. Pero es preciso
que sigáis ejercitándoos infatigablemente. En efecto, la naturaleza de la
música exige un ejercicio y un estudio profundos, por tanto tiempo como se
viva [144] .
Tras aquella broma musical, que coincidió con el último segundo del año
difunto y el primero de 1777, se abrazaron y se desearon una excelente salud.
Luego, Wolfgang se esfumó y dio algunos pasos por la nieve. Necesitaba estar
solo.
—¿Cómo obtenerlo?
—Demostradlo.
Con ocasión del veintiún aniversario de Wolfgang, Miss Pimperl tuvo derecho
a otra porción de tarta y a tabaco español, que olisqueó con delicia. Tras la
comida, Leopold llevó a su hijo aparte, junto a una ventana del gran
apartamento.
—He crecido.
—La más hermosa ciudad del mundo sigue siendo el centro de las artes y las
letras. Quien no brille allí no puede aspirar a la gloria universal.
—No os comprendo…
La estancia de la parisina no era fruto del azar, sino un signo del destino, que
ofrecía al creador la posibilidad de desplegar una insospechada energía.
—Te escucho.
—París.
Wolfgang, que jugaba a los dardos con Anton Stadler, apuntó a la cabeza de
un personaje tocado con un gran sombrero, cuyo perfil recordaba vagamente
al de Colloredo.
—Los francmasones del Rito sueco están furiosos —le dijo a Joseph Anton—.
Las deliberaciones oficiales que debían terminar con la triunfal elección de su
patrón, Carlos de Sudermania, no han dado resultado.
Joseph Anton sonreía pocas veces. Esas excelentes noticias lo alegraron hasta
el punto de permitirse mostrar algo parecido al júbilo.
—Eminencia…
—¡No precisamente!
La llegada del alegre Anton Stadler, que conseguía incluso que Nannerl
dejara de fruncir el ceño, distendió la atmósfera.
—Os dejo —dijo Anton Stadler cerrando cuidadosamente la puerta del salón
de música.
—Tenéis la voz más hermosa que he oído nunca, y resolvéis las peores
dificultades técnicas.
—Sólo para vos. Una melodía dramática, una historia completa elaborada a
partir de un texto del poeta Cignasanti.
—¡Una ópera completa en tan pocas notas, pero es muy difícil de cantar!
La joven se estremeció.
Ella no se resistió.
Tras varios ensayos marcados por las precisas intervenciones del compositor,
Josepha Duschek se había convertido en Andrómeda.
—Eso no es suficiente, lo sabéis muy bien. Un viaje tan largo dura varios
meses, y la fecha de regreso variará en función de las circunstancias. Por
consiguiente, entregaré hoy mi dimisión al príncipe-arzobispo.
Wolfgang, encantado ante aquella libertad, pensó en dar gracias al cielo por
la mediación de la Virgen María, para la que había compuesto una misa
breve[156] y un ofertorio[157] que se tocaron en la iglesia de San Pedro y no en
la catedral, feudo de Colloredo. Adoptó un estilo popular, cercano a veces a la
ópera bufa y alejado de cualquier mesurada religiosidad. En un gradual[158]
dedicado a «Santa María, Madre de Dios», insistió en la plegaria:
«Protegedme durante la vida, defendedme en el decisivo instante de la
muerte».
—No seas tan crítico, hijo mío. Recuerda, sobre todo, los consejos de tu padre
y respeta sus advertencias.
—¿Te das cuenta, hijo mío? Tu pobre padre corre el riesgo de ser detenido y
encarcelado.
—¡Me muero de hambre! Después de almorzar, iré a ver al conde Seeau; tal
vez me confíe un trabajo interesante.
A sus treinta y cinco años, Ignaz von Born se convertía sin desearlo en una de
las figuras científicas de la capital austríaca. La emperatriz María Teresa
estaba muy satisfecha de la diligencia y la profesionalidad con las que el
brillante especialista reorganizaba la sección mineralógica del Museo
Imperial. Gracias a aquel puesto que lo apasionaba, Von Born no tenía ya
preocupaciones materiales y podía frecuentar, de un modo discreto, a los
francmasones vieneses. Lo satisfizo ver de nuevo a Thamos, al que recibió en
su despacho atestado de muestras de extrañas piedras.
—Su fundador, Friedrich von Köppen, parece más bien pesimista. Sin
embargo, aún no renuncia. ¿Habéis conocido a algunos hermanos valiosos?
—Lo ignoro.
—Definitivamente, alteza.
—No lo dudo, Mozart, pero eso no resuelve nada. No hay ningún puesto
vacante en la corte. Ved si el conde Seeau puede organizaros un concierto.
Me satisface haber vuelto a veros, y buena suerte.
Wolfgang, furioso al fracasar de un modo tan lamentable, quiso ver por última
vez al conde Seeau, adulador y distante.
—El programa de los próximos años ya está completo. Además, muchas voces
ya se levantan contra ese estilo de ópera, que puede sorprender a oídos
acostumbrados al gusto italiano. Lo lamento, pero Munich nada puede hacer
por vos.
Wolfgang salió del palacio con rápidas zancadas. Sin apetito, no degustó los
manjares servidos por el posadero.
—Los señores creen siempre lo que les dicen y no comprueban nada por sí
mismos —le dijo a su madre—. Reanudamos el camino.
Por su causa se detenía el músico en aquel burgo donde las artes ocupaban
poco lugar. Allí residía una prima, Maria-Anna Thekla, llamada la Basle,
chiquilla divertida y despierta con la que Wolfgang bromeaba sobre cualquier
cosa, inventando palabras y frases absurdas que llegaban hasta la
escatología. Incluso su madre, muy piadosa sin embargo, se reía de aquellas
bobadas que, a veces, repetía por su cuenta.
—¿Qué deseáis?
—¿Aficionado o profesional?
—¿Y os llamáis?
—Trazom[160] .
Stein frunció el ceño. Un desconocido.
Cuando sus manos dejaron de correr por el teclado, Stein tenía los ojos llenos
de lágrimas.
—Trazom.
—¿Cuánto cuesta?
—Ni idea.
—¡Estoy tan harto de ellos que es imposible decirlo! —le reveló Wolfgang—.
Me satisfaría mucho estar en un lugar donde hubiera una verdadera corte.
Esta noche, tocaré aquí por última vez. Quedarme más tiempo me resultaría
insoportable. Tu maldita ciudad es tan asfixiante como Salzburgo.
—Voy a París.
—Grimm, creo.
Grimm, el protector de los Mozart, había pasado por Augsburgo sin ir a ver a
Wolfgang. Stein debía de equivocarse de nombre. El barón no se habría
comportado de un modo tan grosero.
Irritado, Wolfgang respondió con firmeza: «Que papá viva sin preocupaciones.
Tengo constantemente a Dios ante mis ojos. Reconozco su omnipotencia y
temo su cólera; pero reconozco también su amor, su compasión y su
misericordia por sus criaturas: nunca abandonará a quienes le sirven. Si todo
va de acuerdo con su voluntad, así va de acuerdo con la mía. De modo que no
puedo dejar de ser feliz y estar contento».
—¿Cómo se llama?
—Eso se dice, eso se dice… Pero todos los puestos están cubiertos. Y aunque
quedara libre uno, sólo se contrataría a un intérprete de gran calidad.
—Sin grandes dificultades, pues los francmasones son más ingenuos de lo que
imaginábamos. Hay muchos charlatanes que no respetan la ley del secreto.
—¡Con gusto!
—¿Has recibido una suma suficiente por tus conciertos? —preguntó Anna-
Maria a su hijo.
—No te preocupes, iremos a Francia. Antes quiero explotar todos los recursos
que me ofrece Mannheim. Una ópera alemana, ¿te lo imaginas? El príncipe-
elector me aprecia. Con su ayuda, tendré éxito.
—El conde y el cura, lo sé. ¡Les gustaría verme partir de inmediato! Pero su
patrón, Carlos Teodoro, me aprecia. A cambio de su protección, tendré que
dar lecciones de piano a sus… «amigos», ¡amantes e hijos ilegítimos! El
príncipe-elector es un alegre bribón que se las arregla con la moral cristiana.
No me gusta demasiado, pero a cada cual su modo de vida. Yo sólo deseo
tener con qué subsistir y componer con un mínimo de coacciones. ¡No
olvido… Thamos, rey de Egipto ! Si Mannheim acoge una ópera alemana, ¿no
os satisfará eso?
Puesto que abandonaban por fin su devoto sopor, el organista hizo chasquear
las notas, ante el pasmo de la concurrencia. Sin esperar la reacción del padre
Vogler, Wolfgang abandonó el teclado y fue a almorzar a casa de los
Cannabich.
—Tu padre me pidió que velara por ti, Wolfgang, y temo que tu
comportamiento no sea el de un muchacho honesto y piadoso.
—¡Dejemos que las cosas vayan como deben ir! —exclamó—. ¿De qué sirven
las especulaciones superfluas? Ignoramos lo que debe suceder, ¿no es cierto?
Y sin embargo, no, lo sabemos: ¡sucede lo que Dios quiere! Vamos, un jubiloso
alegro.
—Mi padre desea que tenga éxito en París, pero yo estoy muy bien aquí y no
me apetece partir.
Otto von Gemmingen, francmasón al que Thamos había reconocido como apto
para construir el templo, avisaría a un hermano emplazado en la capital
francesa de la eventual llegada de Mozart.
61
—¿Cuáles?
—Maravilloso, ¡toda una vida ante vos! Gracias a vuestro talento, llegaréis
lejos.
—El de vuestra hija Aloysia me será de valiosa ayuda. Su voz es tan pura, tan
expresiva, que me inspirará varias grandes melodías de mi futura ópera.
—Aloysia…
—Me halagáis, pero debo trabajar mucho aún antes de subir a un escenario.
—¿Solo?
—¿Joven?
—¿Cómo se llama?
La carta de Leopold fue como un mazazo: «Si continúas paseando por las
nubes y no dedicas tu cabeza sólo a proyectos futuros, desperdiciarás todos
los asuntos presentes e indispensables. Tu cabeza está llena de cosas que te
hacen inepto en el presente. Te muestras, en todo, arrebatado e impetuoso, tu
buen corazón logra que ya no veas los defectos de quienes te inciensan. De tu
prudencia depende que seas un vulgar músico olvidado por el mundo o un
célebre maestro de capilla cuyo nombre permanezca escrito en el libro de la
posteridad. ¡Tu proyecto casi me ha vuelto loco! Ve a París, busca el apoyo de
los grandes. ¡O César, o nada!».
París, y no Italia. París con su madre, no Italia con Aloysia. Wolfgang se rindió
a las razones de Leopold y renunció a su proyecto de gira.
Terminada su misiva, fue víctima de una fuerte fiebre y se acostó sin cenar.
—Van Swieten jamás podrá hablar con vos en el marco de una logia oficial, a
causa de la vigilancia policíaca.
—¿Y tú?
—Os felicito, señor prefecto, bajo vuestro reinado, nuestra famosa biblioteca
se enriquece más aún y afirma el prestigio cultural de nuestra hermosa
capital. Por fortuna, perseguimos las ideas nocivas que nunca tendrán, entre
nosotros, derecho de ciudadanía.
—¡Exactamente! Una temible peste cuyas pústulas hay que quemar, como
cierta francmasonería.
¿Quién dirigía aquel servicio, de qué medios disponía, hasta dónde pensaba
ir? Responder a esas preguntas cruciales no sería fácil. Al menor paso en
falso, Gottfried van Swieten caería en desgracia y sería cesado en sus
funciones.
Mientras su madre, feliz al ver que su hijo obedecía por fin a su padre,
acababa de preparar el equipaje, Wolfgang habló con Otto von Gemmingen.
La víspera, el joven francmasón había participado en una Tenida en compañía
de Thamos.
Mientras la hojeaba, se detuvo en una obra titulada Don Juan , cuyo tema
había circulado por toda Europa.
—Gracias, señor Weber. Espero encontrar en estas páginas ideas para una
futura ópera.
64
—Si sales sin cesar, no podré hablar con nadie. No comprendo ni una palabra
de esta lengua enrevesada, y los parisinos no son amables.
El 24, gracias a las cartas enviadas por su padre para preparar la entrevista,
Wolfgang fue recibido por el barón Grimm y por madame d’Épinay.
—¿Podéis ayudarme?
—Cuando era un niño prodigio, me intrigó. Pero hoy… ¡Músicos como él los
hay a centenares!
—Con su aspecto torpe, su timidez y su nerviosismo, lo encuentro conmovedor
—confesó madame d’Épinay.
—Temo que vuestro protegido no tenga armas para enfrentarse a esta ciudad
implacable.
—Todas lo son —estimó el egipcio—, y la formación de su carácter exige las
terribles pruebas que va a sufrir.
El joven se vistió.
—¿Vuelves a salir?
Al finalizar aquel «al modo de» irónico y conseguido, brotaron los aplausos.
Un solo oyente fue mucho menos entusiasta: el propio Cambini, cuya
presencia Wolfgang ignoraba.
—En efecto.
—¡No os contentéis con tan poco! Hay que seguir a Rousseau, a Voltaire y a
Diderot, «¡estrangulad al último cura con las tripas del último rey!».
—El fin justifica los medios. Debemos romper el cepo de la Iglesia y derribar
los tronos de los tiranos. Antes o después, Europa entera lo comprenderá.
Pero fue otra obra, compuesta para sus amigos de Mannheim, la que permitió
a Wolfgang expresar la riqueza de su pensamiento. De insólita dimensión, su
sinfonía concertante para clarinete, oboe, trompa y fagot revelaba, a la vez,
una voluntad optimista y una gravedad tan intensa, a veces, que de buena
gana se habrían atribuido aquellas páginas a un autor de rara madurez.
Y helo aquí en una antecámara, yendo de un lado a otro mientras espera que
Le Gros, de muy flaco genio, se digne recibirlo.
—Venid, Mozart. He oído hablar bien de vuestro concierto para flauta y arpa.
El estilo gusta a mi auditorio.
En ese instante, Wolfgang supo que París le sería siempre hostil. Detrás de Le
Gros había otro de la misma pasta, y otro más, hasta el infinito. Aquella tierra
no era la suya, aquel cielo le repugnaba, la mentalidad de aquel mundo
vanidoso y encerrado en sí mismo le daba asco.
La duquesa mentía.
Wolfgang, temblando y con las manos rígidas, intentó sin embargo estar a la
altura de su reputación.
Por la noche, con los pies puestos sobre un calentador ardiente, escribió a su
padre: «Si hubiera aquí un lugar donde la gente tuviera oído, un corazón para
sentir, si al menos comprendieran algo de música, si tuvieran gusto, me reiría
cordialmente de todas esas cosas. Pero sólo estoy rodeado de brutos y
bestias, en lo que se refiere a música, claro. ¿Cómo, por lo demás, podría ser
de otro modo? No son diferentes en todas sus acciones, sus móviles y sus
pasiones. Los franceses son y seguirán siendo unos asnos».
—¿Qué obra?
—No lo recuerdo.
—¿Bien pagado?
—Muy mal.
Tras una penosa jornada en la que Anna-Maria, febril, se había quejado otra
vez de su aislamiento, se durmió soñando con su querido Salzburgo.
—El mundillo musical sólo habla de la disputa entre los admiradores de Gluck
y los de Piccinni —recordó el conde—. ¿Habéis tomado partido?
—Me parece tan tenebrosa como esa nueva tendencia literaria alemana, el
Sturm und Drang [184] , que consiste en desear tormentas y desórdenes
interiores para llorar mejor por uno mismo. Sólo importa la búsqueda de la
serenidad, con su cortejo de pruebas que es preciso intentar superar de un
modo púdico.
París, 11 de junio de 1778
En el cartel que anunciaba la representación del ballet Les petits riens [185] ,
el nombre del compositor, Mozart, ni siquiera se mencionaba.
Feliz por haber sido por fin oído, si no escuchado, el músico dio gracias a Dios
y comió un helado en el Palais-Royal. Sin embargo, no se tapaba los ojos: una
sencilla y pequeña conquista de respeto, sin futuro tal vez. Frío y distante
como siempre, Le Gros no parecía decidido a recibirlo en el cenáculo de los
compositores reconocidos.
El 20, fue presa de una fuerte fiebre, pero rechazó un médico francés. Gracias
a sus amigos, Wolfgang encontró un facultativo alemán. Examinó a la
paciente el 24, cuando ya estaba perdiendo el oído. El 29, la consideró
perdida. El 30, su hijo recurrió a otro médico que confirmó el diagnóstico.
Había vivido con extraña serenidad cada minuto de su agonía. No era él quien
sufría, sino Anna-Maria; las lágrimas y las quejas no le habrían sido de
ninguna ayuda. Al contrario, mostrándole su ternura y su confianza en Dios, lo
había ayudado a atravesar aquella terrorífica prueba.
Le escribió así una carta en la que le habló del concierto del 18 de junio, de la
muerte del trapacero e impío Voltaire, de que había rechazado un puesto de
organista en Versalles. Para preparar a Leopold para lo peor, habló de la
grave enfermedad de Anna-Maria y añadió: «Tengo valor, suceda lo que
suceda, porque sé que es Dios quien lo ordena todo para nuestro mayor bien,
aunque nos parezca que las cosas van de través, Él así lo quiere. Creo, en
efecto, y nadie me convencerá de lo contrario, que ningún doctor, ningún ser
humano, ninguna desgracia, ningún accidente puede dar y quitar la vida a un
ser humano, sino sólo Dios. Depositemos nuestra confianza en Él y
consolémonos con el pensamiento de que todo va bien cuando sucede
siguiendo la voluntad del Omnipotente: pues Él es quien mejor sabe lo que
nos es útil y ventajoso, a todos, para nuestra felicidad y nuestra salvación,
tanto en el tiempo como en la eternidad».
—Velaba por mi padre, por Nannerl, por mí. Hoy nos hemos visto privados de
un genio bueno.
—No me equivoco nunca, y os aseguro que ese maestrillo será olvidado muy
pronto. Por eso le he escrito a su insoportable padre, tan obstinado, que su
retoño no es lo bastante retorcido ni lo bastante emprendedor para hacerse
un lugar en París. El candor del niño Wolfgang nos distraía, el del adulto nos
importuna. El tal Leopold me ruega de rodillas que me ocupe de su hijo, pero
no tengo ganas de perder el tiempo. Muy pronto, querida amiga, os desharéis
de ese parásito.
Impaciente por volver a verla, Wolfgang prometía componer una obra que le
ofrecería en cuanto regresara. Evitando hablar de la muerte de su madre a la
familia Weber, tan puesta a prueba ya por el infortunio, llamaba a Aloysia
Carissima Amica , seguro de que ella compartía sus sentimientos.
—¿Cuándo?
—Los papanatas franceses creen que aún tengo siete años y que pueden
tratarme como a un chiquillo.
Geytrand se secó la frente. Abrumado por el calor, sufría del hígado y tenía
los tobillos hinchados. Detestando el verano y su intensa luz, se dirigió al
despacho secreto del conde Anton, que odiaba, también, esa estación. Con las
cortinas cerradas, el conde vivía en la penumbra.
—No tengo favorito, señor conde. Ambos adversarios son igualmente feroces
y están igualmente decididos. El duque de Brunswick ha perdido una batalla,
pero no la guerra. Sigue siendo el Gran Maestre de toda la orden, y los
Grandes Maestres provinciales le deben obediencia. Además, los
francmasones alemanes nunca elegirán a un sueco para encabezarlos. Suceda
lo que suceda, la francmasonería se verá considerablemente debilitada. ¡Ah,
otro nombre para nuestras tablillas! Bode, uno de los amigos del Gran
Maestre, ocupa ahora un lugar importante en la jerarquía de la Estricta
Observancia. Él se encargó de la redacción del acta de alianza y da pruebas
de celo y dinamismo. Convertido en administrador de los bienes de la viuda
del ministro de Estado Von Bemstorff, reside en Weimar, ciudad agradable y
tranquila. En adelante, ya no tendrá preocupaciones materiales y se
consagrará a la cruzada contra los jesuitas y la Iglesia.
Muy pronto, Leopold tendría que comunicar a su hijo que el barón Grimm ya
no aceptaba ayudarlo y que era preciso regresar a Salzburgo. Dado su estado
de ánimo, ¿cómo reaccionaría Wolfgang?
Los alumnos de Wolfgang adoraban sus variaciones para piano sobre las
melodías de Ah, vous dirai-je, maman [190] o de La Belle Française [191] , pero
confiaba más bien su impulso creador, sus interrogantes, la alternancia de
claridad y drama a su sonata en fa mayor[192] . El músico narraba en ella la
complejidad de la caótica existencia que estaba viviendo sin percibir todos los
secretos que sin duda conocían los sacerdotes del sol.
—Ni el más mínimo. Olvidad ese proyecto insensato y limitaos a lo que sabéis
hacer.
Le Gros, hastiado, cortó en seco la conversación y se reunió con su amigo, el
barón Grimm.
—Ese alemán me pone los nervios de punta —le confió—. Debería satisfacerse
con lo que le damos y no exigir más sin cesar.
—¿Lo conocéis?
—Un poco.
—Vuestra música es una expresión de ese fluido —precisó—. Cuanto más esté
en armonía con él, más le servirá de vehículo, y más conmoveréis los espíritus
y los corazones. Así, contribuiréis de modo decisivo al equilibrio de nuestro
mundo, Wolfgang.
—Señor barón —dijo Wolfgang a Grimm en tono más bien seco—. Estoy muy
descontento de la actitud de Le Gros para conmigo. No se interesa por mis
obras y no me deja entrever porvenir alguno.
—Esperaba…
—¿Pero cómo hay que decíroslo? ¡No tenéis nada que esperar, nada de nada!
Un músico alemán principiante y sin ambiciones no tiene posibilidad alguna
de tener éxito en París. Aquí tenéis todas las puertas cerradas. Os pago el
viaje, tomáis la diligencia más cómoda y rápida y desaparecéis.
Una nueva decepción: una vieja diligencia atestada, ¡la más barata y la más
lenta! No necesitaría cinco días para llegar a Estrasburgo, sino diez. Una vez
más, el tacaño de Grimm le había mentido.
Thamos omitió decir que había visitado diversas logias[196] , sin olvidar la
antiquísima comunidad de constructores que preservaba la herencia de los
maestros de obra de la Edad Media.
Estrasburgo, octubre de 1778
La terapia de Thamos se reveló eficaz. Del individuo herido, fatigado por las
afrentas y los sufrimientos soportados en París, brotaba un nuevo Wolfgang,
dispuesto a afrontar nuevas pruebas.
—Un nuevo fracaso, después de Thamos, rey de Egipto . ¿Por qué no puedo
llevar a cabo obras tan importantes?
—Bien sobreviviste en París. He aquí una nueva puerta que cruzar, más
hermética aún.
—Ninguna.
—¿Lo… lo sabéis?
Thamos sonrió.
—Nunca te abandonaré.
—La humanidad se compone de dos categorías principales. Por una parte, los
réprobos a los que se niega el sello de la reconciliación con Dios; por otra, los
hombres de deseo, capaces de ejercer el verdadero culto divino gracias a la
iniciación. Como elegidos, contribuyen a la salvación final de la humanidad.
Debemos obtener la reintegración y restablecer el hombre creado a imagen
de Dios como señor de los espíritus.
Thamos distinguió los elementos del decorado: tapices negros cubrían los
muros de la sala, adornados con calaveras coronadas de laureles y rodeadas
de siete lágrimas.
—¿Ser discípulo del abad Hermes, asesinado por los fanáticos musulmanes, os
basta?
Como Thamos le había dicho, Wolfgang pudo subir al coche de los servidores
del prelado imperial de Kaisersheim y viajó en compañía del secretario y el
cillerero de aquel dignatario. Poco parlanchines, no lo importunaron y lo
dejaron soñar con su próximo encuentro con su querida Aloysia, a la que
pronto pediría que fuera su esposa.
Único inconveniente durante aquel largo viaje, más bien cómodo: una
detención de unos diez días en la abadía cisterciense de Kaisersheim, donde
el prelado trató distintos asuntos.
Thamos recibió los atributos de Gran Profeso: túnica blanca con cruz roja,
cota de malla, amplio manto, espada, sombrero, botas y espuelas de oro.
—¿Puedo entrar?
—Claro, claro…
—No hay nada seguro. ¿Qué hay más arduo que la carrera de una cantante?
—Sin duda.
—¡Entonces, me esperaba!
—Bueno, aguarda un momento… ¿No prefieres volver mañana?
—Como prefieras.
—Aloysia…
—¿Quién habla?
—¡Yo, Wolfgang!
Alojado por un amigo, el flautista Becke, Wolfgang leía las cartas de su padre.
Éste temía el inicio de una gran guerra en la que estuvieran implicados
numerosos países, en primer lugar, Rusia, Austria, Prusia, Suecia, luego
Francia, Portugal, España y otros más. «Los grandes señores —recordaba—
tienen en la cabeza, pues, cosas muy distintas de la música y las
composiciones».
Sin entrar en detalles acerca del drama que acababa de vivir, Wolfgang lo
resumió en unas pocas palabras: «En mi corazón sólo hay lugar para el deseo
de llorar». ¿Percibiría su padre la desesperación y la angustia de estar
encerrado en Salzburgo?
Antes de aquel penoso regreso, terminó una gran melodía, Popoli di Tessaglia
[201] , que trataba del inmenso dolor de Alcestes al anunciar la muerte de su
esposo, Admeto, al pueblo de Tesalia.
Más encorvado aún, con la tez muy grisácea, Fridolin fue a buscar a su hija,
que se mantuvo, muy rígida, junto a su padre.
—No siento rencor alguno, Aloysia, y os deseo que seáis feliz. Esta melodía
pondrá de manifiesto vuestro virtuosismo. Adiós.
—He reservado todos los billetes —explicó—. Nos detendremos tan a menudo
como desees y compartiremos algunas buenas comidas en las mejores
posadas. El buen vino te devolverá la energía.
—¿Sabéis lo de Aloysia?…
—Intentar consolarte sería inútil. Aceptarás ese sufrimiento, como los demás,
y lo superarás, porque tu destino es distinto del de los demás hombres.
Las cartas de Wolfgang y de Leopold, de las que se conserva una parte, son
una fuente de información que hemos utilizado muchísimo, especialmente
para poner en boca del músico palabras que aparecen en estos escritos.
EINSTEIN, Alfred, Mozart, son caractére, son oeuvre , Gallimard, París, 1954.
IVERSEN, Erik, The myth of Egypt and its Hieroglyphs in European Tradition
, Princeton University Press, Princeton, 1993.
PAROUTY, Michel, Mozart, aimé des dieux , Gallimard, París, 1988 (versión
castellana de Juan Ramón Azaola, Mozart, amado de los dioses , Editorial
Aguilar, Madrid, 1991).
Le Pavé Mosaïque.
L’Étoile flamboyante.
La Pierre brute.
La Pierre cubique.
L’Épée flamboyante.
Antes de los veinte años Christian ya había producido toda una serie de
poemas y cuentos ambientados en el Antiguo Egipto. Su primer ensayo,
dedicado naturalmente a esa civilización, aparece a finales de los años 60. Se
trataba de un análisis sobre los vínculos entre el Antiguo Egipcio y la Edad
Media.
Sigue dos líneas narrativas: una como novelista y ensayista histórico y otra
como autor moderno de novelas policíacas.
Bibliografía
, 1974
, 1975
Nefertiti y Ajenatón
, 1976
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, 1980
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El monje y el venerable
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El iniciado
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El egiptólogo
, 1987
La reina Sol
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Karnak/Luxor
, 1990
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El valle de los reyes
, 1992
En busca de Tutankamón
, 1992
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El enigma de la piedra
, 1994
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Sangre en el Nilo
, 1995
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Las egipcias
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Los faraones
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El faraón negro
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, 1998
, 1998
, 2000
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, 2000
, 2001
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La reina Libertad II. La Guerra de las coronas
, 2002
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, 2004
, 2004
La sombra de un oasis
, 2005
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, 2005
, 2006
, 2006
, 2007
, 2007
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Tutankamon
, 2009
, 2010
, 2010
, 2010
, 2010
, 2011
, 2012
, 2012
, 2012
Notas
[1] Véanse J. R. Harris (ed.), The Legacy of Egypt , Oxford, 1971; S. Morenz,
Die Zauberflöte , Münster, 1952; E. Iversen, The Myth of Egypt and Its
Hieroglyphs in European Tradition , Princeton, 1961; E. Hornung, L’Égypte
ésotérique , París, 1999; L’Égypte imaginaire de la Renaissance à
Champollion , bajo la dirección de Chantal Grell, París, 2001, y L. Morra y C.
Bazzanella (ed.), Philosophers and Hieroglyphs . 2003. <<
[5] Junior celoso, Práctico, Filósofo menor, Filósofo mayor, Adepto mayor,
Adepto ejemplar, Magister, Mago. <<
[9] Christoph Willibald Gluck (1714-1787), instalado en Viena desde 1754. <<
[14] Sin relación con los hermanos Grimm, autores de los célebres Cuentos .
<<
[15] K. 6 y 7. <<
[16] K. 8 y 9. <<
[40] Los demás grados previstos: Iniciado a los misterios egeos, Cosmopolita,
Filósofo cristiano y Caballero del silencio. <<
[57] El tratado Sobre Isis y Osiris del griego Plutarco (46-120) y la novela El
asno de oro del latino Apuleyo (125-180) contienen informaciones esenciales
sobre las iniciaciones egipcias. <<
[125] K. 240. El tema del final de la Sinfonía Júpiter se esboza ahí. <<
[132] A saber, algunos pasajes del coro de los sacerdotes de La flauta mágica .
<<
[144] Único pasaje que se conserva de la carta del padre Martini. <<
[149] Prefiguración del dúo de Las bodas de Fígaro, Sull’aria , que une a la
condesa y a Susana. <<
[160] Inversión de las letras de Mozart, que a veces se presentaba así. <<