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A las afueras de toda gran ciudad, donde las personas obvian el resto del mundo
inmersos en sus vidas y la cotidianidad de su labor diaria y monótona, siempre
existe un pueblo del que todos se olvidan, un pueblo donde la historia no toma en
cuenta los hechos que se desarrollan y los dramas que las personas sufren
apartados en sus escenas.
Fermín era un niño muy curioso cuando las preguntas hacia sus padres
empezaron a sobresaltarles de vez en cuando. A la corta edad de 10 años se
preguntó el porqué de la lluvia continua, y aunque sus padres respondías que era
obra divina, su curiosidad no admitía a como él decía "algo tan simple". Luego de
esa declaración sus padres decidieron por regular todo lo que leyese. Pero algo
peculiar sucedió en el intento de sus padres por privarlo de las letras.
Un cuarto modesto de unas pocas estanterías, pero repleto como antes nunca
los había visto. En su pueblo solo recordaba a un anciano del mercado que a
duras penas vendía algunos libros, Franco era su nombre. Según se contaba en
sus años dorados había coleccionado tanto hasta que el dinero ya no existía en
sus manos y ahora tristemente, debía despojarse de ellos porque las paginas no
son un buen alimento.
—¡Este libro es mío! —Dijo una niña desconocida, mientras se lo arrebato de sus
brazos.
Fermín no quería hacer caso al reto infantil de su compañera, pero el libro sin
duda le pedía a gritos que lo leyese, y sus ansias generadas por las restricciones
de sus padres lo llevaron a tratar de conversar y seguir la corriente a la niña
odiosa, a como en su mente lo consideraba.
—Al contrario, niño tonto, no soy del pueblo, pero mi madre me conto una vez que
nació allí y luego se mudó a ciudad Manfer, así que, por ella conozco de "Las
lágrimas", aunque no se mucho más que eso.
—¿La lluvia? ¿Acaso no es normal que llueva? —le observo de forma rara.
—Pero... —la memoria de sus padres le impidieron seguir hablando, por alguna
extraña razón creyó que era más sabio no contar lo raro del pueblo— No me
creas si no quieres, pero, ¿Por qué tomaste el libro así de mis manos? Estaba a
punto de leerlo.
—Pues simple, Fermín —dijo con aires de grandeza— Yo, ya lo había pedido
prestado. Así que, tu pierdes, y si no me cuentas de dónde vienes, no habrá libro
nunca que este en tus manos.
Por alguna extraña razón Fermín sintió dudas de contarle del pueblo, aún
recordaba el castigo de sus padres de hace unos años, al preguntarles de donde
venia la lluvia y su contra respuesta a su alegato. Seguía pensando que había
algo raro. Así que, no siguió discutiendo con Bea. Se despidió y sin más que
agregarle, volvió a recorrer las estanterías hasta hallar a un nuevo compañero,
que le permitiese recuperar esos años que no le permitieron tomar siquiera unos
cuantos párrafos.
—Nos vemos mañana, aun no me has contado que pasa con la lluvia rara, esa de
la que mi madre nunca me ha hablado.
Fermín, sin importarle mucho su extraño encuentro con Bea, metió el libro en su
mochila y salió disparado de la biblioteca. La casa donde se quedaba pertenecía
a su tía Gertrudis, una señora de poco mas de 60 años, mucho mas libertina en
comparación con sus Padres. La noche que llegaron y lo dejaron a su cuidado,
ella le aclaro que no le importaba lo que hiciera siempre y cuando sus notas no
cayeran.
La emoción de Fermín enardecía desde sus ojos hasta sus manos. Apenas probo
bocado, pues salto a su cama y abrió el libro desde la primera página. Continuo
hasta que sus ojos le pidieron descanso y a la mañana siguiente con el ardor en
sus glóbulos despertó para seguir leyendo de inmediato. Pero recordó que había
escuela, apenas era martes y tendría que esperar hasta luego del medio día para
seguir con la historia que “David Martín” le ofrecía. Bajo de su cama en desgana,
como si le hubieran arrebatado nuevamente el tiempo, pero de una forma más
cruda, una en donde su propia consciencia se lo impedía.
Tomo un baño rápido, tomo su ropa para la escuela, la misma de ayer porque no
tenia para otra. Fue a la cocina, su tía había preparado huevos revuelto y un par
de tortillas. Comió, lavo su plato a como sus padres le habían enseñado, recogió
la mesa y se despidió de inmediato eran las siete menos cuarto. El camino solía
tomarle entre 10 a 15 minutos a paso rápido. Pero ni en los sueños más remotos
Fermín iba a permitir que le arrebataran más el tiempo, saco su libro y camino
entre su lectura. Cuando se percató a penas llevaba medio camino, cerro el libro
y echo a correr hacia el colegio, llego justo cuando el portero estaba colocando el
candado.
Don Felipe, no gozaba de una buena vista, pues se rehusaba a usar lentes.
Fermín siguió corriendo, volvió a gritar con voz de cansancio y por pura suerte el
anciano logro verlo para dejarlo entrar. Bajo por las escaleras que llevaban al
gran patio del colegio y tomo un atajo entre las plantas para llegar cuanto antes
al aula. Cuando llego su profesora lo vio en el marco de la puerta y el resto de sus
compañeros entusiasmados, empezaron el canto de los tarderos.
— ¡Llega tarde, tortuga otra vez! —cantaron todos al unisonó— ¡Llega tarde
tortuga otra vez!
— ¿Qué haces?
— Simplemente te acompaño —dijo Bea colocándose a su lado— ¿Lo has
empezado?
— ¿Qué he empezado?
— Pues el libro niño tonto —protesto de nuevo Bea— ¿Acaso no te interesaba
leerlo?
Llegados al lugar, Bea le observo de frente, sin decir nada, mientras Fermín leía
impaciente. La historia lo llevaba por un encuentro del escritor con una editorial
que le propuso un trato, aunque parecía algo más tenebroso que un simple trato.
Fermín sentía los ojos de Bea en su rostro, como expectante de algo. Hizo lo
posible por no prestar atención, pero termino cediendo a los ojos de la niña.
Fermín trato de seguirla, pero cuando a penas le siguió el paso, ella entró al aula
de clases y su profesora en su escritorio solamente observaba volver a los
estudiantes a sus sillas. El tiempo de receso había terminado.