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1
El hombre del
Gualicho
Jesús Cabezas
J. CABEZAS FLORES
1 CAPITULO ..................................................................................8
2 CAPITULO ................................................................................ 17
3 CAPITULO ................................................................................ 28
4 CAPITULO ................................................................................ 43
5 CAPITULO ................................................................................ 52
6 CAPITULO ................................................................................ 60
7 CAPITULO ................................................................................ 67
8 CAPITULO ................................................................................ 76
9 CAPITULO ................................................................................ 80
10 CAPITULO ................................................................................ 93
11 CAPITULO ................................................................................ 98
Corría por las Salinas del Gualicho, un extenso desierto de sal que se
extendía hasta perderse en el horizonte, más allá de donde llega la vista. En
el reproductor, un viejo casete desgranaba “Sólo le pido a Dios”, de León
Gieco, y en salpicadero, un GPS señalaba un punto en la pantalla. Un lugar
situado a -40.38 grados de latitud, y -65.21 de longitud.
Nuria bajó la ventanilla del coche y dejó que el viento revolviera sus
cabellos, despeinándola. Llevaba el pelo negro corto, muy corto, casi a pico.
Se lo había dejado así con la idea de librarse de chinches, piojos y otras
liendres durante los largos meses de campamento, en los que, muchas
veces, las condiciones de higiene no eran tan adecuadas como podría
desear.
Sus ojos, del color de las castañas maduras, hacían fe a las canciones
de su tierra gallega, pues eran “firmes y verdadeiros”. Así era su carácter,
Nuria rebuscó en la guantera hasta topar con sus gafas de sol, unas
viejas Ray-Ban compradas en no recordaba qué tienducha de no sabía qué
lugar de España. En aquel desierto de sal todo era blanco, brillante, con un
halo de luz que cegaba a quien no llevara ninguna protección ante los ojos,
por lo que, tras limpiar previamente el cristal frotándolo contra una manga,
se puso sus gafas polarizadas.
- Por lo que más quieras, mi niña, por Dios o por tus padres, o por el
mozito joven que un día te mirará con buenos ojos, cuando estés allí,
en las Salinas, líbrate de acercarte a la sombra del Gualicho.
Verdad o no, lo cierto es que las Salinas del Gualicho eran una zona
extraña, sin vida y con horizontes infinitos, en donde las sombras se
extienden hasta rozar lo inimaginable. Donde los fantasmas conviven con
los vivos, donde las creencias de los antiguos mapuches se entremezclan
con la tecnología del hombre blanco que, cada vez más incesante, va
llegando hasta allí, trayendo consigo una rutina moderna que rivaliza con
las viejas tradiciones. La explotación de la salina, el transporte de los
grandes montones de sal, etc., nada tienen que ver con las antiguas
costumbres mapuches, con sus ritos sobre el amor y la muerte, con sus
vivencias…
- ¡Claro que sí, Luis! – Respondió – Me tocó luchar por ellos, y por eso
he tardado tanto tiempo en regresar, pero ya están aquí.
Nuria sonrió.
Para Torres, durante los siglos XIII y XIV, los monjes del Temple
llegarían a Argentina, construirían inicialmente un fuerte en el Golfo de San
Matías y luego recorrerían unos mil cuatrocientos kilómetros hacia el norte,
hasta el Uritorco, donde tomarían contacto con los indios Comechingones,
estableciendo con ellos una buena relación y logrando descendencia mixta,
lo que cambiaría los caracteres de ese pueblo, creando así estos indios
barbados y de pupilas azules.
Se sirvió un mate y unas pastas y buscó una silla. Desde allí empezó
a observar la llegada de becarios, jóvenes promesas de la arqueología
argentina que habían acudido a hacer sus prácticas. Todos le saludaron con
- ¿Pero qué coños está pasando? – Gruñó Torres a medida que salía,
dando grandes zancadas, de la carpa que servía de comedor.
Afuera le aguardaba Nuria, que miraba con los ojos entornados y las
manos haciendo visera, hacia el Este.
Joselyn dejó entrever sus dientes tras una sonrisa burlona. Apartó el
micrófono unos segundos de sus labios para aspirar el aire con fuerza, y
retomó de nuevo la palabra.
- Sin embargo – replicó -, lo que para usted son pruebas, para sus
otros colegas no dejan de ser meras conjeturas carentes de
fundamento.
Por aquella hora, los jóvenes becarios ya habían encendido una gran
fogata en mitad del campamento. En la noche, las veladas se extendían con
el sonido del bandoneón, tangos, bailes y varias botellas de fernet, una
bebida amarga elaborada a partir de varios tipos de hierbas maceradas en
alcohol y añejadas en barricas de roble.
- Pensé que una mujer como usted sería escéptica a todos esas
supersticiones y cuentos de niños.
Los ojos de Joselyn ardieron un instante, inflamados por la ira de la
indignación. Suspiró un segundo antes de responder.
- La verdad es que algo de escéptica sí que soy – replicó violenta -,
pero algo de miedo me da toda esa oscuridad que se alza entre
nosotros y el infinito. Y todos esos pequeños fuegos fatuos que, de
vez en cuando, se ven cruzar el horizonte.
Detrás de ellos destacaba, como un faro en la distancia, la fogata del
campamento, cruzada por las sombras de los estudiantes que bebían, reían
y cantaban en torno a ella. Pero ante ellos todo era oscuridad, una
oscuridad colmada de vapores cargados de electricidad que creaban
pequeños destellos aquí y allá, como los ligeros fuegos de San Telmo que se
ven relucir en lo alto de los mástiles de los barcos.
- Si localizamos esos libros que tanto ansiáis, esos que nos habéis
propuesto que busquemos – inquirió De Payns, un tanto indeciso
entre los riesgos y los beneficios de su cuestión -, ¿cuál será la
merced que nosotros encontraremos en ese proyecto?
Bermardo de Clairvaux se acercó lentamente hacia él hasta situar
sus labios a la altura de la oreja del caballero. Con voz siseante, cual
serpiente viperina, silabeó:
- Todo el tesoro de Salomón puede hallarse en aquellos lugares.
Pensad en la ingente cantidad de oro, joyas y reliquias que puede
estar allí enterrado, esperando ser descubierto. Y de todo aquel oro y
plata que allí encontréis, nosotros nos contestamos tan solo con los
libros.
- Las baratijas y las pedrerías serán todas para vosotros, sólo para
vosotros – continuó Etianne Harding.
- No seáis iluso, abad Harding – replicó De Payns con una gran
carcajada -. Jerusalén ya no es ni su sombra de lo que era. Vos
deberíais saber, incluso mejor que yo, que cuando los romanos
invadieron la ciudad, de eso hace ya más de mil años, se apoderaron
de todo el tesoro que allí hallaron. En el mismo Arco de Triunfo de
Roma podéis observar una escultura de todo lo que hasta allí
transportaron…
Ahora fue Harding el que dejó soltar su grito, una gran carcajada que
resonó en la celda y que reverberó aún más, al coincidir con un potente
trueno.
- El iluso sois vos, monsieur De Payns – estalló en risas -. Sin duda los
sacerdotes del Templo, al ver avanzar a las falanges de centuriones,
dejaron a los saqueadores el botín que éstos esperaban encontrar y
escondieron en algún lugar lo que esperaban resguardar. Eso, lo más
valioso, es lo que vosotros vais a hallar, os cueste lo que os cueste.
Con oídos atentos, ojos abiertos y boca cerrada, aquel viejo les guió
por entre un laberinto de callejuelas y esquinas hasta la catedral de San
Pedro y San Pablo. El viento, la lluvia y el frío, así como lo temprano de la
hora, habían conseguido ahuyentar a cualquier posible viandante, de
manera que tan solo se toparon con un aterido gato y, de vez en cuando, a
la luz de una candela titilante, un caballero embozado, que se escondía de
ellos como si no quisiera ser visto, chapoteando entre los grandes charcos y
el barro.
¡Cómo añoraba su austera celda de Clairvaux, sin más lujo que unas
blancas paredes, una plancha cubierta con un jergón, y un techo tan bajo,
que, prácticamente, debía andar siempre encorvado!
Bernardo contaba por aquel entonces con treinta y ocho años, pese a
todo, sus cabellos eran de color gris y su cuerpo mostraba una aparente
debilidad, recuerdo, aún, de sus duros inicios en la Orden.
El régimen que se impuso en sus comienzos fue tan rígido que afectó
seriamente a su salud. “Castiga a tu hijo con la vara, y librarás su alma de
la muerte”, recordaba del capítulo II de la regla de San Benito. Y así, con
esa premisa en mente, se impuso severos ayunos y cilicios como
sufrimientos silentes, como castigos contra su propia naturaleza humana,
puniciones que obligaron a Guillermo de Champeaux, obispo de Chalons-
sur-Marne, a intervenir y vigilarle con el fin de suavizar su falta de
alimentación y la mortificación implacable que se estaba imponiendo.
Sentía que un hueco se abría bajo sus piernas. Era como un profundo
agujero que pretendiera engullirlo para llevarlo a un lugar más allá de la
tierra, quizás al mismísimo infierno. Todas sus convicciones empezaban a
tambalearse, como si se hubieran derrumbado las columnas y
desempotrado las piedras angulares que mantenían su iglesia.
Sin embargo, para el Gran Rashi, uno de los rabinos de Troyes con
los que Etienne Harding había estado corrigiendo la Vulgata, dicho
fragmento no debía ser considerado como auténtico, ya que estaba plagado
de numerosas interpolaciones cristianas poco propias para un historiador
judeorromano cuyo principal interés era ganarse la simpatía de Roma hacia
los judíos, y no hacia Cristo.
Minutos más tarde, al abrir de nuevo los ojos, se encontró con los del
viejo paje, que le miraba estupefacto, nervioso, aplicándole cataplasmas de
agua fría sobre la frente. A su lado, Sir Hughes De Payns y Sir Geoffrey de
Saint-Omer, también le observaban
El abad De Clairvaux cerró los ojos y los ocultó con sus manos. Luego
se cubrió con la cogulla. Quería evitar, a toda costa, que su vista pudiera
ver aquel baúl, fruto de sus pesares.
- NO. Destruir estos huesos sería aún algo peor, pues éste es el
Verdadero Cuerpo de Cristo y…, lo demás, son tan solo meras
transmutaciones. Nuestro deber es conservarlos, protegerlos,
cuidarlos….
Luego se volvió lentamente hacia los dos caballeros y susurró,
llevándose un dedo haca sus labios:
- Tan solo los santos comprenden la Verdad, pero,… ¿sabéis cómo lo
hacen? – Rió, con una risa sardónica más propia de un loco que de un
abad del Císter -. Tan solo siendo santos. Si sois santos,
comprenderéis y sabréis; si no, sed santos y sabréis por experiencia.
Sólo la humildad exalta, sólo ella conduce a la vida y, por ende, a la
santidad; por eso, tan solo siendo santos podréis ser testigos de
Cristo y su Evangelio.
Más tarde, Perceval marchará hacia el castillo del Grial, lugar donde
habita el Rey Pescador, un personaje tullido, lesionado en la pierna e
incapaz de moverse por sí mismo. Al estar lastimado, el Rey Pescador sufre
junto con su reino, traduciéndose la impotencia del rey en una pérdida de
fertilidad de sus dominios, lo cual los convierte en un páramo desolado.
Fue durante aquella cena cuando Perceval presenciaría una extraña
ceremonia. En ella, una bella muchacha elegantemente vestida sujeta con
ambas manos un grial de oro puro adornado con piedras preciosas, bellas
gemas que emanan una luz tan rutilante que hasta los candelabros pierden
su brillo. Después llega otra doncella portando una fuente de plata labrada,
aludiendo con ella, al plato utilizado para la eucaristía.
Fretay, 1298
Tan solo ella era la única que se atrevía a cambiar las vendas
supurantes, a aguantar los hedores que emanaban de ese cuerpo en
descomposición, un olor que echaba para atrás hasta a los mismísimos
médicos. Ella era la única que se atrevía a convivir día y noche con él, como
si se tratase de la cosa más natural del mundo, mientras que el resto de sus
criados huían del niño, amedrentados por un posible contagio.
Hacía varios años que las campiñas francesas se veían asoladas por
las violentas y temidas chevauchées inglesas, rápidos desembarcos en las
costas septentrionales de Francia en las que los ingleses se internaban en
los campos, incendiaban cosechas, mataban a los habitantes de las aldeas y
luego retrocedían presurosamente hacia sus bases en la costa, dejando a la
población a merced del hambre y las enfermedades.
Ante tal avance de las tropas inglesas, el rey francés, Juan el Bueno,
valiente, emocional y terco, tomó la decisión de realizar una gran ofensiva,
concentrando todas sus enormes fuerzas, alrededor de quince mil hombres,
muchos más que las tropas inglesas, en las cercanías de Poitiers.
Recordó los desvelos de su madre cuando él tan solo contaba con tres
años de vida y sufrió la peste negra. De aquella enfermedad, únicamente
conservaba una extraña cicatriz a la altura del cuello, restos de un bubón
purulento, así como extrañas marcas en brazos y pies que se difuminaban
entre sus heridas de guerra. Eso…, y una sábana de lino, aún manchada con
su sangre, y que atesoraba como una reliquia, ya que fue con ella con la
que le envolvió su madre en los momentos de mayor apuro y, gracias a su
protección, consiguió salvar la vida.
El Príncipe Negro, como gran estratega militar que era, supo colocar
sus tropas con la espalda cubierta por un tupido bosque y el flanco
izquierdo protegido por una ensenada, a fin de precaverse de cualquier tipo
de ataque por retaguardia. Además, este Príncipe Galés daba máxima
prioridad a la velocidad y movilidad de sus huestes, ligeramente armadas
con lorigas de anillas y desprovistas de petos. Por el contrario, los franceses
luchaban con pesadas armaduras frente a las cuales rebotaba cualquier
flecha, haciéndoles prácticamente inmunes a los dardos ingleses, pero que
limitaban la movilidad de sus fuerzas.
Son instantes de confusión en los que los ingleses simulan una huida.
Ante este gesto de temor o cobardía, los franceses se envalentonan, lo que
provoca una carga desordenada de los caballeros francos sobre el invasor
inglés.
Esta Oriflama, que los reyes de Francia cogen del altar de Saint-Denis
prestando para ello sagrado juramento, ha de ser llevada al campo de
batalla por uno de los caballeros más importantes de la corona, y Geoffrey
es el “elegido”. La Oriflama constituye la enseña principal de los ejércitos
franceses y viene a ser la bandera de sus reyes. Si cae la Oriflama, toda
Francia cae tras ella.
Los arqueros ingleses habían iniciado una lluvia de flechas sobre los
caballos franceses, cubriendo el cielo con sus saetas hasta teñirlo de negro.
Frente a las recias armaduras de los hombres, las de los caballos
presentaban varios puntos débiles, sobre todo a los lados y en la parte de
atrás. Allí es a donde fueron a clavarse los dardos ingleses, acribillando a
los animales y arrastrando con ellos, también, a sus ocupantes.
Estúpido debía ser aquel inglés que se dejara matar por un golpe de
maza o espada, ya que las eludían como verdaderos saltimbanquis,
corriendo de aquí para allá y destrozando todo lo que hallaran a su paso
mientras evitaban cualquier encontronazo directo.
Mientras tanto, los ingleses se ensañan una y otra vez contra los
caballeros del Duque, que aún aguardan la llegada del Delfín. Al ver que
éste no acude, el Duque de Orleans vuelve la espalda al enemigo y se da a
la fuga, abandonando esa tierra que sus vasallos, sus caballeros y soldados,
han empapado con su sangre.
Los ingleses sabían dirigir sus golpes siempre hacia los puntos más
débiles, a la altura de los brazales, cangrejos y petos, de manera que no
tardaron mucho en dejar los prados cubiertos de cadáveres, con la sangre
fluyendo, como espesos torrentes rojos, hasta mezclarse con el barro.
¡Qué cruel es la vida, donde las cosas que deseas no te son dadas y
se te abren las puertas a aquellas que más detestas!
Rezó con todas sus fuerzas, abrazando su espada como si fuera una
cruz, dando golpes de aquí para allá que casi siempre acababan en aire,
desgastando todas sus fuerzas en envites inútiles.
Ahora, ante una tumba vacía, Juana de Vergy llora en silencio. No por
orgullo, sino por resignación, sabedora que, en otros lugares de Francia,
otras mujeres hacen lo mismo. Son damas acostumbradas a perder a
padres, hermanos, hijos y maridos en las guerras, y a guardar su dolor en
el fondo del corazón con el conformismo de que nada de lo que hagan podrá
nunca cambiar este hecho. Su duelo será siempre por dentro. Invocarán a
Dios, aunque sin atreverse nunca a maldecirle, puesto que es Él el que da,
pero también es Él el que quita.
A esto, hay que añadir que tan solo han pasado cuarenta y dos años
desde que el templario Geoffrey de Charnay, tío por parte de padre de su
esposo, muriera en la Isla de los Judíos, acusado de herejía. Por lo que
Juana prefiere no airear el caso, evitando reconocer claramente una relación
abierta con la orden del Temple, una relación que le hubiera supuesto
muchos más problemas.
“El rey Luis me contó una vez, que varios hombres, de entre aquellos
que se llaman albigenses, habían acudido al conde de Montfort y le
habían pedido que viniera a ver el cuerpo de Nuestro Señor”.
Es a finales del siglo XVI cuando la Iglesia declaró aquel sudario como
acheropita (no heho por mano humana), considerándolo, desde entonces,
como una reliquia sagrada.
Por otro lado, los inviernos en París eran tan duros que, difícilmente,
uno podría pensar en sumergirse en agua helada durante aquellas fechas,
por lo que muchas de las personas se lavaban con el simple hecho de
cambiarse de ropa, so pretexto de que ésta le absorbería toda la mugre
corporal. Tan solo las personas pudientes podían permitirse el lujo de acudir
a los baños públicos, grandes etuves que iban lentamente convirtiéndose en
lugares cada vez más frecuentadas por la gente acaudalada, ya que estos
etuves iban ofreciendo, año tras años, otro tipo de servicios, como masajes,
prostitución y consumo de diversos tipos de plantas alucinógenas.
París, 1314
- ¿Nogaret….?
Tras esas palabras, el rey se pone en pie. Todos los allí presentes le
imitan, y salen de la sala.
La isla de los Judíos es llamada así por haber albergado la pira donde
ardieron varios rabinos y talmudistas, herejes inmundos y obstinados que
pagaron con su muerte el haber negado, una y otra vez, la divinidad de
Cristo.
¡Ah! ¡Si aquellos hombres que ahora les maldecían supieran del
secreto de los templarios! Aquel secreto que encontraron en los túneles del
templo de Salomón. Aquel secreto que tan solo conocían los grandes
maestres de la Orden, aquel secreto que les mandó callar el mismo San
Bernardo De Clairvaux y proteger con su muerte.
¡Ah! Si aquellos que ahora les condenaban supieran que ellos, los
Templarios, habían sido los garantes de la divinidad de Cristo durante
tantos siglos, defendiéndola incluso con la muerte…
Las orillas del Sena son un hervidero de gente. Cual hormigas, todos
quieren presenciar a Sir Jacques De Molay y a Geoffrey De Charnay
ardiendo en la pira. No hay morbosidad en los ojos de los asistentes, ni
ansia de sangre y sufrimiento, tan solo piedad, llantos y sollozos, incluso
plegarias, ruegos y rezos.
Con gran aclamación del público bajan a los condenados, los suben a
un bote y los trasladan al islote, donde ya les aguarda el verdugo y sus
ayudantes, ambos, hombres rudos acostumbrados a hacer bien su trabajo.
Cuando se disponen a atar a de Molay, éste les pide permiso para juntar las
manos y rezarle por última vez a Dios. Tras ello, solicita que le pongan de
cara a Notre-Dame.
Los verdugos aguardan a que los dos hombres oren, luego los
cargan de cadenas y los atan fuertemente a las vigas. Finalmente,
amontonan los leños untados en aceite, para arder mejor, pero sólo hasta la
altura de las rodillas de los dos condenados.
Desde una ventana del palacio, el rey Felipe da una señal. El gran
preboste levanta la mano mientras que un trompeta, a caballo, toca a
fuego. Los verdugos, antorcha en mano, prenden las cuatro esquinas de
cada una de las piras. De pronto se hace un gran silencio y el canto del Veni
Creator, sólo interrumpido por el graznido de los grajos, invade la isla.
Cuando abandona aquel lugar, con las lágrimas en los ojos y tras
persignarse, Edouard de Bar lo hace cantando:
- ¡Nogaret ha muerto!
- ¡Señores! – Volvió a oírse otra voz que provenía de detrás del viejo
criado - ¡El Guardasellos Real acaba de morir ahora mismo!
- Tras la tala del olmo de Gisors, nuestras dos Órdenes han seguido
caminos distintos, bien lo sabéis vos, Monsieur Larmenius: el Priorato
en secreto, el Temple, cara al público.
Johannes Marcus Larmenius se mesó su barba y chasqueó sus largos
dedos, haciéndolos crujir con un sonido sordo, al igual que cuando estallan
1
El quince de agosto del mil trescientos quince, Marguerite de Borgoña fue
encontrada muerta en su celda, algunos dicen que estrangulada por su marido,
ya que éste deseaba contraer nuevas nupcias con Clemencia de Hungría.
2
Blanca de Borgoña fue recluida siete años bajo tierra, hasta que obtuvo la
autorización de tomar el hábito de religiosa. Se convirtió en reina de Francia en
prisión, el veintiuno de febrero de mil trescientos veintidós, pero su matrimonio
fue anulado el diecinueve de mayo de aquel mismo año por el Papa Juan XXII.
Blanca terminó sus días en la abadía de Maubuisson, cerca de Pontoise, donde
murió en abril de mil trescientos veintiséis.
Francia, 1314
Por todos esos motivos, y dada toda la amalgama de mala suerte que
Betrand de Goth venía padeciendo, a nadie debió extrañarle que su muerte
fuera un acto más en una vida tan cuajada de desgracias, y no el efecto de
la mano asesina del Priorato de Sión en los designios finales de este
hombre.
Además, desde hacía varios días, había notado en las palabras del rey
una serie de insinuaciones que lo tachaban de traidor e, incluso, de que
gracias a sus intrigas y conjuras, los templarios habían tenido la ocasión de
evadir ese gran tesoro que Felipe había visto en los sótanos del Temple y
que ahora no hallaban por ninguna parte.
Tras dejar París junto con su sobrino, y antes de alcanzar las costas
del mar Mediterráneo, Clemente V decidió detenerse en Carpentras, una
aldea situada en el departamento de Vaucluse, al empezar a sentirse
fatigado de tanto viaje. Allí fue donde la Priuré inició sus movimientos.
Pero, ¿qué son las esmeraldas, sino tan solo bellos cristales de pura
dureza?
Francia, 1314
- Sí, señor. Un animal como ése pasó ante mis ojos no hará mucho
tiempo. Iba agobiado y con la lengua fuera. En aquella dirección,
hacia los estanques de La Fontaine, por lo que intuyo que iría en
busca de agua.
- Parece que conocéis de caza, pues esa afirmación supone algo de
discernimiento en estas lides – replicó el rey refrenando el caballo.
Una sonrisa maliciosa agrieta el rostro moreno del labriego. Sus ojos
ladinos se incrustan en el rey como dos dagas asesinas.
- La cruz... La cruz...
Pero son tan finos sus hilos, tan suaves las teclas que toca, que sus
objetivos han perdurado más allá de los siglos. Bífidos como serpientes,
invisbles como el viento, transparentes como el cristal, los miembros del
Priorato han sido capaces de tejer sus telarañas alrededor de sus víctimas,
siempre próximos a ellas, ganándose su confianza para lanzar su pócima en
el momento más oportuno.
Y, ¿qué mejor manera de ocultarse que haciendo creer que son una
patraña, un mero invento de una mente febril?
Robert Bruce había sido muy inteligente al escoger aquel lugar para
firmar las paces, ya que burn es el nombre con que se designa en escocés a
un “arroyo” y allí había bastantes. A parte del de Bannock, podían citarse
otros como el de Pelstream, que desembocaban todos ellos en el río Forth,
creando una zona pantanosa que limitaba, prácticamente, la carga de
Más tarde navegaron hacia Gibraltar y aún más al sur. Así, siempre
pegados al continente africano, dirigieron sus naves hasta hacer escala en
las islas Canarias, concretamente en la isla de Fuerteventura, donde a la
sazón, y en idioma mallorquín, la renombraron “Insula de Fuite Ventura”,
cuya equivalencia en castellano es “huida feliz”, en conmemoración a la
marcha que estaban llevando a cabo, evadiéndose de aquellos países en los
que la Orden del Temple había sido condenada.
En las cubiertas de las naves apenas se podía abrir paso entre cajas,
bultos, toneles y armas, pues había que transportar, además de caballos y
gallinas, agua y alimento para varios meses, como legumbres, carnes y
pescados ahumados, frutos secos como almendras, castañas pilongas o
uvas pasas, etc. También llevaban arenques encurtidos cuya parte exterior,
tras ser desecada en sal, se ponía tan dura que había necesidad de envolver
cada pieza en tela para después presionarla contra maderas o balas de
cañón, a fin de poder pelarlas fácilmente.
Uno de los extraños aparatos de los que hacían uso en su viaje era
uno constituido por tres piezas. Una de ellas era una aguja, a la que decían
magnetizada, que, por más que se moviese o agitase, siempre señalaba a
un mismo punto, hacia el Norte. Otra era una caja con la cubierta de vidrio
y, la última pieza, era la carta portulánea con la rosa de los vientos
dibujada en ella. Esta carta se adhería en la aguja que, a su vez, se
encontraba sobre un eje, de forma que podía rotar libremente.
Tras tres días de partir de Fuite Ventrura, una tarde, les pilló un gran
aguacero. El cielo se puso tan negro que era difícil discernir en qué
momento del día se encontraban, si de día o de noche, ni tan siquiera
podían distinguirse a los compañeros más allá de un palmo de la cara. El
mar ennegrecido, se enfurecía por momentos.
Por otro lado las velas, rasgadas de arriba abajo, daban constantes
coletazos, lanzando por la borda a más de uno que se cruzara en su
camino.
El paisaje que revelaba aquella nao no podía ser más desolador, más
apocalíptico. La tripulación había sido diezmada casi por completo, la aguja
de marear se había roto, haciéndose inservible, y las vergas y mástiles
pendían inútiles. Varios marineros, sujetos aún de las amarras y cabos,
colgaban cabeza bajo, muertos o a punto de estarlo, mientras otros se
desangraban, con algún miembro amputado o alguna astilla clavada en el
cuerpo, apoyados sobre las maromas de las anclas o las cureñas de las
bombardas. Por suerte, pese al gran número de magulladuras, el piloto aún
seguía con vida, aunque desmayado y con el cuerpo ensangrentado y
maltrecho, aferrado todavía al timón.
- Son gente muy rara, que visten extrañas ropas y que hablan de
formas también muy raras. Mucho nos costó hacernos entender, si
no fuera porque contábamos con la ayuda de unos cuantos marineros
vascos que parecían dialogar bien con ellos usuando su propio idioma
– respondía aquel viejo marino, rascándose la barba y mostrando sus
escasos dientes -. Recuerdo que para oreja utilizábamos el vocablo
“orel”, “gol” para cola, “bol” para bola, “payoh” para pagar, “tanbal”
para timbal, “tir” para tirar, y así otros muchos ejemplos con los que
podría estar hablando toda la noche.
- Cuéntanos cómo eran esas minas de oro y plata, viejo João –
solicitaban los niños, algunos buscando el calor entre sus piernas -.
¿Son realmente tan grandes cómo nos dicen?
- Son inmensas, gigantescas, tanto que no podéis ni imaginar. Más
profundas que los cráteres del Echeide, con miles de indígenas
nativos acarreando fardos sobre sus espaldas, cargando oro y plata.
Entonces los ojos de aquel viejo templario, más batalleador del mar
que de los campos de guerra, parecían iluminarse a la luz de la fogata.
Recorría uno a uno a todos los jóvenes curiosos y se mantenía estático ante
aquel que aguantaba la mirada hasta que éste, intimidado, la dirigía hacia
el suelo.
- Todo venía de allende los mares – respondía con tono burlón -. Con
ese oro y plata pagábamos a nuestros arquitectos, a nuestros tallistas
de piedra, a los albañiles, carpinteros, escultores, vidrieros, y a otros
que participaban en la construcción de catedrales, como la de
Poitiers, la de Chartres, Ruán o Troyes, todas ellas en Francia, y lo
digo sólo por citar las más importantes.
Había allí una montaña, toda ella de plata, y a la que llamábamos
Potosí, abierta de par en par a nuestra Orden. Y así, desde un lugar al
que los indígenas llamaban Tiwanaku, trasladábamos el mineral por
el Río de la Plata, al que nombramos así por las inmensas cantidades
Pero los más jóvenes, con las hormonas corriendo por su sangre y el
vello de la barba apareciendo en sus mejillas como parda borra, ignoraban
esos comentarios para preguntar:
Así, animados por las historias de sus antepasados, que evocaban las
bellas ciudades de Lisboa, sus mujeres, sus plazas y las hermosas campiñas
portuguesas, aquel grupo de caballeros templarios, mitad portugueses
mitad guanches, decidió, en el año de mil cuatrocientos setenta y ocho,
tomar rumbo a Portugal y buscar entre sus gentes un modo de escapar de
la justicia.
Tras navegar “de rota batida”, es decir, a toda prisa, con velocidad y
fuerte ritmo en contra la corriente, dos de los que allí embarcaron acabaron
muriendo, por inanición y por falta de agua, de manera que, al final, el
único superviviente de aquel penoso viaje acabó por ir al garete, sin timón,
a merced del viento, hasta que una noche de aquel año de mil cuatrocientos
setenta y nueve, una fuerte tormenta hizo que su vela se quebrase, con tan
mala fortuna que le golpeó en la sien provocando su aturdimiento, más
salvándole la vida, pues los cabos le ataron a la barca, impidiendo que
cayese al mar en un mal golpe de viento.
¿De dónde procedían todas esas cosas que él, con refinado cuidado,
atesoraba?
Cómo suponía, la mañana fue gris y húmeda, pero, aun así, dejaba
entrever, entre la poca claridad que la niebla daba, los muchos despojos
que la tempestad había dejado.
- Hay otra mina más al sur. Así como una isla en la que sólo viven
mujeres y a la que por allí se llama Matininó. Y otra isla, de nombre
Carib, poblada por terribles caníbales. Entre esas dos islas, que se
sitúan en la puerta de entrada a tierra firme, hay un grupo de
Así, viajaron durante varios días hasta topar, una tarde, con grandes
masas de hierba verde que debían haberse desgajado de la tierra, por lo
cual todos juzgaban que estarían cerca de las Islas de Cabo Verde, donde
desembarcaron para hacerse con provisiones y recoger a un pequeño grupo
de caballeros que regentaba allí una pequeña encomienda, toda ella hecha a
base de esteras de paja y ramas de árboles, a la que después prendieron
fuego, para no dejar allí ni el más mínimo rastro de su paso.
Era bajo una de estas toldas donde, todas las mañanas, realizaban
una misa seca, ante el temor de que, por causa del oleaje, la Sagrada
Forma pudiera caerse. Por ello, y para atender espiritualmente a aquellos
monjes-guerreros, celebraban una misa sin consagrar.
A estos malos olores había que añadir los vómitos de unos y otros.
Estos caballeros templarios eran personas tan poco acostumbradas a la mar
que no había momento en que no se le soltase el estómago a alguno, de
manera que se pasaban media travesía arrojando, en medio de la
indiferencia y la risa de los más experimentados, hasta el último trago de la
leche que mamaron al nacer. A esto había que añadírsele que, para poder
hacer sus necesidades, debían recurrir a una letrinas improvisadas en las
que, ante la vista de todos, cagaban y meaban, subiéndose al borde del
buque y agarrándose con fuerza para no caer al agua.
Una noche llegaron unas lluvias sin viento, lo cual era buena señal de
tierra, como así reconocían las cartas portulanas, debiéndose encontrar
cerca un amasijo de islas sin nombre que atravesaron sin desviarse de su
rumbo oeste, ya que su voluntad era la de seguir adelante, hacia las Indias.
El día siguiente fue todo calma y por la noche llegó algo de viento;
pero antes de oscurecer pudieron ver una ballena y su retoño, señal de que
la tierra estaba cada vez más y más cerca. Luego, al otro día, divisaron una
tórtola, un alcatraz y otro pájaro de río, éste de color blanco y que no
supieron identificar. Las hierbas flotantes también eran muchas, con
grandes cangrejos sobre ellas, que cazaron para comer ese día.
Unas horas más tarde, aquella llama se volvió a ver, una vez o dos,
pareciendo como una candela que se alzara y levantara, por lo cual
cantaron la Salve de rodillas, decidiendo hacer turnos desde el castillo de
proa para divisar bien la tierra. Por fin, a las dos horas después de
amanecer y tras más de tres meses de navegación, apareció ésta. Una
inmensa playa de arenas doradas de la que les separarían como unas dos
leguas. En esos momentos amañaron todas las velas, quedándose
solamente con la treo, que es la vela más grande y con la que navegaban
en popa con fuertes vientos.
Dos días más tarde, tras aprovechar de las naos velas, mástiles y
algunas maderas, todas las embarcaciones fueron incendiadas y empujadas
a la mar.
El hermano Jorge parecía predicar más que hablar, tal era el modo en
que se implicaba a sí mismo en sus palabras, como si las viviera y
padeciera.
En la obra de Dan Brown, el Opus Dei había sido calificado como una
"secta católica", presentándose la organización como un conjunto de
devotos que podían ser manejados al antojo de un grupo de cardenales
fanáticos para fines siniestros, llegando, incluso, hasta el asesinato. Pero la
realidad era una cosa completamente distinta. El Opus Dei era una
institución perteneciente a la Iglesia católica erigida como Prelatura el
veintiocho de noviembre de mil novecientos ochenta y dos mediante la
Constitución Apostólica Ut sit, otorgada por el papa Juan Pablo II.
La prensa judía iba aún más allá, y resaltaban el hecho de que, pese
a que los cristianos y los judíos compartían un mismo Dios, se les había
acusado, expulsado, martirizado y casi exterminado de varios países por el
hecho de haberlos hecho cómplices de la crucifixión de Cristo y negar su
resurrección. Así, en una de sus imágenes, presentaban en primera página
una reproducción del grafiti de Alexámenos, también conocido como grafiti
del Palatino, ya que fue hallado en un muro en el monte Palatino, en Roma.
¿Quién no admiraría a esta joven aldeana que, con tan solo diecisiete
años, supo ponerse al frente de los ejércitos franceses y expulsar de Francia
a los ingleses que llevaban casi cien años de dominio? ¿Quién no se
quedaría embelesado por esta dulce joven que, injustamente condenada,
sería quemada en una hoguera cuando contaba solamente con diecinueve
años de edad, aquella a la que, treinta años más tarde, fue rehabilitada y
luego elevada a la categoría de Santa?
Era tal el caos que el Papa había pedido paz, respeto y prudencia
durante el tiempo necesario para que se aclarasen las cosas. Por eso, tanto
el correo personal como el teléfono móvil de Gansewein se iba colmatando,
más y más, de mensajes del Santo Padre, pidiendo insistentemente una
respuesta.
Nada más llegar fue cacheado, olisqueado por perros, escaneado con
La ironía era una de esas cualidades que dominaba muy bien Nuria
Aranguez. Aunque para Torres, más que cualidad, bien le parecía un
defecto.
- ¡Lo que desean es eliminar o…, mejor dicho, censurar, como siempre
han hecho, todo aquello que ustedes crean contrario a la fe!
¡Volvemos de nuevo a la caza de brujas, a los tiempos de Galileo
Galilei!
Luis Torres la agarró por la camisa y la obligó a sentarse,
disculpándose por la interrupción.
Gansewein se levantó, igual de colérico, arrojando una pila de
periódicos sobre la mesa. Había pasado de tener la boca cada vez más
abierta a cerrarla de golpe, apretando los dientes y tensando los músculos
del rostro, de manera que, tanto las venas de su cuello como las de su sien,
se marcaban como ríos de color púrpura.
- ¡Lo que yo deseo es detener todos estos atentados que están
sucediendo ahora! – Exclamó golpeando reiteradamente las ojeadas
páginas -. ¡Más de cien muertos en un altercado en Jerusalén, otros
tantos en Afganistán, Siria y Arabia Saudí….! ¿Quiere que siga
leyendo, o prefiere usted misma comprobar lo que le digo? ¿Acaso,
no desea usted que todas estas muertes dejen de producirse?
Gansewein estaba fuera de sí. Su elevada estatura, su anchura de
hombros, su porte atlético y, sobre todo, el cansancio del viaje y el estrés al
que había estado sometido desde que partiera del Vaticano el día anterior y
que, prácticamente, no le había permitido conciliar el sueño, había acabado
por salir a flote en aquel arrebato de cólera.
En sus manos mostraba la primera página del “Times” londinense. En
ella podía verse una fotografía, a todo color, de los restos de una Iglesia en
Jerusalén que un grupo de terroristas musulmanes había hecho explotar con
todos sus ocupantes dentro, provocando una masacre de más de ciento
cincuenta muertos. El periódico francés “Le Monde” abría sus titulares con la
frase: Dos mil años conviviendo con una falacia: muchas personas
presenciaron la resurrección de Cristo, pero tan solo los cristianos creen en
ella”. Y así, otras tantas revistas daban eco de los desórdenes provocados
por el descubrimiento de tales reliquias.
- El Santo Padre ha pedido paz y prudencia – continuó con voz
樹
- ¿Qué cree que significa esto? – Preguntó, enseñándole el papel.
Nuria le echó un breve vistazo al dibujo y se encogió de hombros, con
un gesto de resignación.
- No lo sé – respondió -. Pero veo en ese garabato el trazo de una cruz,
por lo que creo tendrá que ver con alguno de sus signos cristianos.
- Ni mucho menos – la rebatió Gansewein quitándole el papel de las
manos -. Esto de aquí significa árbol en chino tradicional. Lo que pasa
es que, para usted, esta palabra no le significa nada, ya que
desconoce el código con el que ha sido escrita. Para entenderla, ha
sido necesario que un grupo de personas se sentara y creara un
código, totalmente inventado, que permitiera interpretar estos signos
– Gansewein golpeó reiteradamente el papel con su dedo -. Luego,
sobre estos signos, es sobre los que los chinos han basado toda su
cultura. Y me estoy refiriendo a la cultura nipona, de muchos siglos
de antigüedad.
Torres avanzó unos pasos hasta situarse delante del legado papal.
Luego se giró hacia él y, andando de espaldas, contestó:
- Yo creo que sí que los hay. Que sí que hay mártires en estos tiempos.
Y no me estoy refiriendo a personajes tan importantes como Steve
Biko o Martin Luther King, sino a gente más cercana a nosotros, otro
tipo de mártires que, sin embargo, no reciben ese nombre – tardó
unos instantes en proseguir, como si temiera, o sintiera vergüenza
Torres, por fin, acabó por derrumbarse del todo. Ahora fue él quien
buscó consuelo en el hombro de Nuria, para llorar con gusto y ganas.
- Pero una mañana reventé, y tuve que ir al hospital aquejado de un
ataque de pánico. Más de seis meses estuve de baja, con taquicardias
y miedos cada vez que me acordaba de aquellos alumnos y el
sadismo que mostraron conmigo, de sus risas, sus burlas y sus
bromas.
- ¿Y – preguntó Nuria sorbiéndose las lágrimas -, cómo conseguiste
escapar de allí? ¿Cómo conseguiste superar tus miedos?
- No, no lo hice – respondió Torres -. Por suerte para mí, me llegó un
contrato para ir a estudiar a los Comechingones en el cerro Uritorco.
Nadie quería ir a aquel lugar, por los temores que había debido a los
avistamientos de Ovnis y a otras cosas aún más terroríficas. Pero
aquello, para mí, era una fuente de atracción mayor que un imán al
En sus pesadillas divisó una inmensa luz, que era el mismo Dios, y al
Santo Padre vestido de blanco. Junto a él, otros obispos, sacerdotes,
religiosos y religiosas subían una montaña empinada en cuya cumbre había
una gran Cruz hecha a base de maderos de alcornoque. Para llegar a ella, el
Santo Padre debía atravesar primero una gran ciudad medio en ruinas,
apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las almas de los cadáveres
que encontraba por el camino.
Una vez llegado a la cima del monte, acuclillado a los pies de la gran
Cruz, el Santo Padre era asesinado por un grupo de soldados, que le
disparaban con armas de fuego y flechas. Igual murieron, uno tras otros,
los demás obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y diversas personas
seglares, hombres y mujeres de diversas clases y posiciones. Bajo los dos
brazos de la cruz dos ángeles, cada uno de ellos con una jarra de cristal en
la mano, recogían la sangre de los mártires y regaban con ella las almas de
los que se acercaban a Dios.
- Todo ese tesoro del que nos habláis – expresó frotándose las manos
con fruición -. Todo ese oro y esa plata, esas reliquias…, deberán
pasar, prontamente, al Tesoro Vaticano.
Eran las doce del mediodía cuando la segunda ventana del último piso
de la fachada meridional del edificio se abrió hacia la Plaza de San Pedro.
Pese a las medidas de seguridad, un vidrio antiproyectiles había sido
colocado en el vano de aquella ventana para que su Santidad fuese
protegido de eventuales francotiradores.
Para llegar hasta allí tomó un taxi, que lo llevó directamente hasta la
Plaza de san Pancrazio, luego, el camino hasta la Logia, lo hizo andando.
Tras atravesar las puertas de aquel imponente edificio se dirigió
directamente a la biblioteca, una inmensa sala cuya reconstrucción se había
iniciado en mil novecientos cuarenta y cinco gracias a la intervención de
diversos hermanos masones, como Vittorio Acquarone o el Gran Maestre
Gustavo Raffi. Desde aquella fecha hasta nuestros días la Biblioteca había
incrementado sus fondos con la adquisición de las colecciones Lattanzi y
Maruzzi, las de Stolper, Volli, Landolina, Mosca-Ferrari, Giuseppe y
Francesco Leti, etc.
Pero lo que realmente no sabían es que, lo que ellos creían que era
una gran sala con ventanales, se limitaba tan solo a una gigantesca pantalla
de televisión instalada detrás del cristal. Así, la Organización se aseguraba
que nunca dos de sus miembros pudieran encontrarse sin su conocimiento,
evitando encontronazos o conversaciones fuera de lugar, y asegurándose un
control fuertemente centralizado. De esta manera, incluso, cada acólito
podía pertenecer a un determinado país, pero siempre creería que los
restantes asistentes eran conciudadanos suyos. Además, nunca era llevado
a una misma sala dos veces, pues todo el montaje podía ser instalado y
desintalado rápidamente en cualquier punto de una ciudad.
Esta era la forma por la que los individuos que guiaban y dirigían la
política de la Organización permanecían siempre en un anonimato
escrupulosamente guardado. Tan solo los escabeles más bajos, los
vulgarmente conocidos como “hombres de paja”, actuaban más o menos
públicamente, pero siempre a las órdenes de los de arriba. Parecían una
medusa, transparente e invisible, pero con largos tentáculos capaces de
llevar su ponzoña a cualquier parte.
Pero las palabras no las decía cualquier mortal, sino que provenían
del Gran Maestre, probablemente, aquel con más poder en la Tierra y quien
dirigía los designios de todo el orbe.
- Eres un imbécil si crees que esos simples huesos son lo que más nos
deba preocupar ahora mismo – replicó el Gran Maestre, haciendo a su
interpolado agachar la cerviz-. No son los huesos de ese tal “Hombre
del Gualicho” lo que más ha de preocuparnos. Si son o no de Jesús es
algo totalmente banal para cualquiera de nuestros asuntos…
Todos los miembros temían al Gran Maestre, pese a que desconocían
su identidad. Pertenecían a una Organización que congregaba a las
personas más influyentes de la Tierra, personas que ignoraban a quién
tenían delante, pero que intuían que no debía de ser un “cualquiera”, ya
que las decisiones allí tomadas dirigían la política de todos los países de los
Hace unos minutos que las dos manecillas se han juntado arriba del
reloj. A una orden del alcaide se le da al prisionero la oportunidad de hacer
una declaración final, ya sea verbal o escrita, pero Fatner tan solo señala el
gargajo verde deslizándose por el cristal como muestra de lo que tiene que
decir.
Aquel escupitajo verde poco tiene del antiguo John Fatner. Ninguno
de los allí presentes podría imaginarse tal monstruoso asesino en serie en
un apocopado y tímido vendedor de ordenadores de Wichita que utilizaba
sus conocimientos de informática para buscar a sus víctimas entre las redes
sociales.
Entre las pocas actividades que aún tuvo tiempo de realizar Juan
Pablo I antes de su muerte estuvo el encuentro con Nikodim. Mientras
tomaban un café, el religioso ruso murió repentinamente de un infarto.
Unos pocos días después murió el Pontífice por lo que, quizá, la taza de café
que había tomado Nikodim aquel día iba en realidad dirigida a Luciani. Sólo
el Gran Maestre era conocedor del asunto.
Han pasado dos meses desde que el Santo Padre hiciera sus
declaraciones. Sus palabras consiguieron, al menos, detener los conflictos y
enfrentamientos callejeros, y ahora los fieles parecían concentrarse más en
sus santos que en un Jesús crucificado.
Pero San Francisco de Asís sufrió en sus propias carnes los estigmas
de la Pasión de Cristo, unas marcas redondas, semejantes a clavos, que le
surgían de las palmas de sus manos y de los empeines de sus pies, y otras
protuberancias de carne, como puntas de clavos dobladas y aplastadas, le
asomaban por los dorsos. Entonces aquello, ¿no era síntoma manifiesto de
la Crucifixión de Cristo?
¿Fueron realmente los santos los que eligieron a Jesús, o fue Jesús
quien, en medio de las millones de flores que hay en su jardín, los eligió a
ellos?
Y así, en este devenir sin sentido, todos olvidaron quién fue el que
plantó la primera semilla. Quién fue Jesús, Nuestro Señor.
Para los altos dignatarios de la nación les era muy obvio que el
distribuir las riquezas del Gualicho entre diversos lugares de Argentina les
supondría un mayor gasto de dinero y esfuerzo que si las concentraban en
un único lugar, al que garantizarían un mayor refuerzo y seguridad.
De esta manera, habilitaron una inmensa nave sobre las Salinas del
Gualicho y la dotaron de un laboratorio para el análisis de los huesos allí
hallados, de los documentos, y de los tesoros y reliquias para su
catalogación.
Parecía ser que las pruebas de C14 tardarían unos días más en llegar,
pero que lo que más quebraderos de cabeza les estaba trayendo era la
disposición de los huesos alrededor del espacio de Destot, sobre todo en
relación a la tensión que habrían tenido que soportar. Por ello, habían
tenido que realizar pruebas en los brazos de varios cadáveres y los
John Fatner, alias “El Gualicho”, se estiró cual largo era. Se hallaba
en el aeropuerto de Roma-Ciampino, donde aguardaba el avión que habría
de llevarle a Argentina.
Sabía que esa enfermedad era real, pues, para ponerla a prueba, no
le había importado mantener relaciones sexuales siempre con la misma
prostituta.
Gualicho rió de satisfacción. Quizás, esa “mala puta” había yacido con
otros hombres, contagiándoles a estos la enfermedad y éstos, a su vez, a
sus mujeres, extendiendo la plaga por toda la ciudad de Roma.
¡Además, qué forma más limpia y sencilla era esa de matar! Era,
incluso, mucho más fácil que descuartizar a sus victimas, y mucho más
espectacular, pues la visión de esos cuerpos retorciéndose por el dolor le
satisfacía aún más que cuando él se dedicaba a despedazarlos.
A no ser que….
Intuía, eso sí, que aquella sería su última misión, y que su vida
acabaría con ella. Bien porque iría de suicida, o bien porque, al finalizarla,
fuera o no con éxito, la pequeña capsula que alojaba su cerebro reventaría,
desparramando por el suelo todos sus sesos.
Orinó, cagó, y tras abrir el sobre sentado aún en el váter, releyó las
primeras líneas y lo introdujo en su Biblia, en un compartimiento que había
abierto con un cúter, justo debajo de la pasta.
Por suerte para Fatner, junto con esa noticia llegó la de la trágica
muerte de Gansewein. John “Gualicho” supuso que mantenida en oculto
todos esos días para dar tiempo a que acabara la investigación, que atribuía
la defunción del arzobispo al mal uso de unos fármacos.
Tuvo que andar con sigilo para evitar los guardas de vigilancia y las
cámaras, pero los lugares donde debía de ubicar las bombas eran zonas,
todas ellas, a su alcance: en la propia biblioteca donde se estudiaban los
documentos, en paneles y torres eléctricas y en la basílica, a fin de que el
propio peso de la sal hiciera que ésta se derrumbara, arrastrando con ella
las diversas naves que estaban encima.
INTRODUCCIÓN
Los restos estudiados se limitan tan solo a los huesos, sin haber
rastros de piel, pelo o tejidos, lo cual se ajusta perfectamente a las
antiguas leyes judías, puesto que, en aquellos tiempos, los familiares
de un difunto solían ungir el cuerpo con perfumes, especies y aceites,
y luego envolverlo en un sudario blanco hasta la total descomposición
de la carne. Una vez que ésta desaparecía de los huesos, éstos eran
recogidos y depositados en una caja pequeña de piedra caliza, de
nombre osario.
EL SACÓFAGO DE PLATA
Desconocemos quién puede ser ese tal orfebre Pierre, porque en una
época tan gremial como aquella, donde los hijos recibían el mismo
En este punto, hay que recalcar la relación palpable que existe entre
la Sábana Santa de Turín y el sarcófago de plata, ya que ambos
reflejan a la misma figura, pero desconocemos qué fue primero. Es
decir, si el sarcófago se creó a partir del lienzo, o si el lienzo se creó,
por frottis, a partir del sarcófago.
CONCLUSIÓN
Con todos estos datos podemos concluir que, tras el estudio de los
huesos, éstos no proceden de la época en la que vivió Jesús ni
coinciden con la manera en que Éste fue ajusticiado, por lo que no
deben pertenecer a Él.