Está en la página 1de 400

El Hombre del Gualicho.

1
El hombre del
Gualicho

Jesús Cabezas

El Hombre del Gualicho. 2


ISBN – 10: 84-617-0080-5
ISBN – 13: 978-84-617-0080-6
Registro de la propiedad intelectual: SA-27-14

El Hombre del Gualicho. 3


A mi esposa y mis hijas,
que han tenido que aguantar mis largas horas
de escritura y búsqueda de información.

J. CABEZAS FLORES

El Hombre del Gualicho. 4


El Hombre del Gualicho. 5
INDICE

1 CAPITULO ..................................................................................8

2 CAPITULO ................................................................................ 17

3 CAPITULO ................................................................................ 28

4 CAPITULO ................................................................................ 43

5 CAPITULO ................................................................................ 52

6 CAPITULO ................................................................................ 60

7 CAPITULO ................................................................................ 67

8 CAPITULO ................................................................................ 76

9 CAPITULO ................................................................................ 80

10 CAPITULO ................................................................................ 93

11 CAPITULO ................................................................................ 98

12 CAPITULO .............................................................................. 117

13 CAPITULO .............................................................................. 121

14 CAPITULO .............................................................................. 131

15 CAPITULO .............................................................................. 134

16 CAPITULO .............................................................................. 141

17 CAPITULO .............................................................................. 150

18 CAPITULO .............................................................................. 158

19 CAPITULO .............................................................................. 170

20 CAPITULO .............................................................................. 180

21 CAPITULO .............................................................................. 183

22 CAPITULO .............................................................................. 192

23 CAPITULO .............................................................................. 195

24 CAPÍTULO .............................................................................. 199

El Hombre del Gualicho. 6


25 CAPÍTULO .............................................................................. 205

26 CAPÍTULO .............................................................................. 220

27 CAPÍTULO .............................................................................. 225

28 CAPÍTULO .............................................................................. 233

29 CAPÍTULO .............................................................................. 238

30 CAPÍTULO .............................................................................. 270

31 CAPÍTULO .............................................................................. 323

32 CAPÍTULO .............................................................................. 340

33 CAPÍTULO .............................................................................. 344

34 CAPÍTULO .............................................................................. 355

35 CAPÍTULO .............................................................................. 361

36 CAPÍTULO .............................................................................. 365

37 CAPÍTULO .............................................................................. 370

38 CAPÍTULO .............................................................................. 374

39 CAPÍTULO .............................................................................. 377

EPÍLOGO ....................................................................................... 385

El Hombre del Gualicho. 7


1 CAPITULO

La aguja del cuentakilómetros se elevó hasta los ciento sesenta


kilómetros por hora. Con un ligero movimiento del pie apretó aún más el
acelerador. Quería llegar a los ciento ochenta y, si fuese posible, superar los
doscientos.

El motor del viejo Land Rover dejó emitir un crujido, quizás de


satisfacción pensó Nuria, al volver a sentir en su chasis el placer de la
velocidad; o quizá de desagrado, al verse sometido a una presión que, a la
edad del pobre carromato, distaba mucho de poder ser cumplida.

Corría por las Salinas del Gualicho, un extenso desierto de sal que se
extendía hasta perderse en el horizonte, más allá de donde llega la vista. En
el reproductor, un viejo casete desgranaba “Sólo le pido a Dios”, de León
Gieco, y en salpicadero, un GPS señalaba un punto en la pantalla. Un lugar
situado a -40.38 grados de latitud, y -65.21 de longitud.

Las Salinas del Gualicho, un océano cristalizado hacía unos


trescientos millones de años, se hallan a setenta y dos metros bajo el nivel
del mar. Se sitúan entre el triángulo delimitado por Valcheta, San Antonio
Oeste y General Conesa. Son las salinas más grandes de Argentina, las
segundas de Sudamérica y, en términos de explotación industrial, las
terceras del mundo. En ellas el sol reverbera, creando extraños espejismos
que hacen parecer que lo que hay arriba es igual a lo que hay abajo, como
la célebre frase de Hermes Trismegisto, y que el cielo y la tierra se juntan,
sin poder discernir en qué momento empieza uno, y en qué momento acaba
el otro.

Nuria bajó la ventanilla del coche y dejó que el viento revolviera sus
cabellos, despeinándola. Llevaba el pelo negro corto, muy corto, casi a pico.
Se lo había dejado así con la idea de librarse de chinches, piojos y otras
liendres durante los largos meses de campamento, en los que, muchas
veces, las condiciones de higiene no eran tan adecuadas como podría
desear.

Sus ojos, del color de las castañas maduras, hacían fe a las canciones
de su tierra gallega, pues eran “firmes y verdadeiros”. Así era su carácter,

El Hombre del Gualicho. 8


obstinada hasta rallar el paroxismo, y dispuesta siempre a decir la verdad
sin tapujos. Esto le había llevado a más de un enfrentamiento con
administraciones y con altos cargos universitarios, de los que había salido
bien parada, mayormente por el desgaste físico al que llevaba a su
adversario, que siempre acaba cediendo a fin de perder de su vista a una
joven tan cabezota y firme en sus ideales.

Nuria rebuscó en la guantera hasta topar con sus gafas de sol, unas
viejas Ray-Ban compradas en no recordaba qué tienducha de no sabía qué
lugar de España. En aquel desierto de sal todo era blanco, brillante, con un
halo de luz que cegaba a quien no llevara ninguna protección ante los ojos,
por lo que, tras limpiar previamente el cristal frotándolo contra una manga,
se puso sus gafas polarizadas.

De repente se sobresaltó. A lo lejos, en el horizonte, le había parecido


discernir una extraña figura emergiendo de entre la bruma, como si de un
fantasma gigantesco fuera.

- Será el Gualicho - pensó para sí, sonriendo levemente.

El Gualicho, también conocido como Gualichú, Walichú, Hualicho o


Gualitxo, es el espíritu dañino que ronda por aquellas zonas. Esta criatura
se halla muy arraigada a la mitología mapuche, principalmente en la cultura
Tehuelche, personificando todas las causas que producen los males y las
desgracias que sufren estos pueblos, razón por la cual, se le comparaba con
el diablo.

- Si nada escapa a la aguda visión, ni al poder del Gran Gualicho…, –


sonrió para sí dirigiendo un dedo hacia el lugar donde le había
parecido ver a aquel diabólico ser -, estoy pérdida. De esta noche…,
no pasan mis días.

Por un momento se sintió asombrada de su postura escéptica hacia


este tipo de criaturas, quizás debido a su nacionalidad española, y más
concretamente a su origen gallego, donde había oído hablar de meigas y
meigallos desde la cuna, por lo que había adquirido una coraza protectora
frente a todo este tipo de supersticiones. Ella no creía ni en meigas, ni en
fantasmas ni en diablos y lo que se dice haberlos, haberlos…, no los había.

El Hombre del Gualicho. 9


Pero sí que sabía que, en aquel lugar, el miedo al Gualicho estaba
fuertemente enraizado y que, para no sufrir sus iras, se le debía rendir
tributos. Por eso, de vez en cuando, al borde de las carreteras aún podían
contemplarse árboles con las ramas cargadas de bolsitas con llancas
(piedras pequeñas) hechas rasgando los vestidos, las matras y los ponchos.
Estos árboles son los denominados "árboles del Gualicho", ejemplares
corpulentos y aislados en medio de las travesías, pampas y estepas.

También había oído que, para ahuyentar a este espíritu malvado,


había que arremeter contra él lanzando gritos y movimientos amenazantes.
Por dicho motivo giró el volante bruscamente, ignoró las palabras del GPS,
que le conminaban a dar la vuelta, y con chillidos y risas, embistió contra
aquella imagen reverberante que se diluía en la nada, más allá de los
confines del horizonte.

No había recorrido ni quinientos metros cuando le entró la calma y se


serenó. Recordó que la andaban aguardando, y que debería estar cuanto
antes en las prospecciones. Además, también le vino a la cabeza una de
aquellas leyendas que, por la noche, le contaba Amancay, la vieja
“salamanquera” mapuche que regentaba el hostal de Las Grutas, donde se
hospedaba.

- Decían – susurraba la salamanquera mascando las palabras con su


boca desdentada -, que unos pocos años antes que yo naciera –
Nuria no sabía cuántos años podía tener esa vieja y creía que, si se lo
preguntaba, ella tampoco sabría darle una respuesta -, una joven se
metió al Bajo del Gualicho y se perdió cuidando ovejas. Ni rastro de
ella encontraron.

Después comentaron que la hallaron petrificada encima de una loma,


convertida en estatua de sal, como aquella mujer de Lot que nos
narra la Santa Biblia. Aquella que, pensando en lo que iba a dejar
detrás, fue impulsada a voltearse, siendo convertida en estatua por la
misma mano de Dios.

Los que la vieron se asustaron y fueron a avisar al padre y a la madre


de aquella niña pero, cuando regresaron, ésta ya no estaba allí. Tenía

El Hombre del Gualicho. 10


que ser el Gualicho, decían.

La salamanquera inclinaba entonces su rostro hasta la cara de Nuria


y, con palabras vibrantes como lenguas de serpiente, siempre repetía las
mismas palabras, sujetando con sus dedos negros la blanca barbilla de la
joven:

- Por lo que más quieras, mi niña, por Dios o por tus padres, o por el
mozito joven que un día te mirará con buenos ojos, cuando estés allí,
en las Salinas, líbrate de acercarte a la sombra del Gualicho.

Verdad o no, lo cierto es que las Salinas del Gualicho eran una zona
extraña, sin vida y con horizontes infinitos, en donde las sombras se
extienden hasta rozar lo inimaginable. Donde los fantasmas conviven con
los vivos, donde las creencias de los antiguos mapuches se entremezclan
con la tecnología del hombre blanco que, cada vez más incesante, va
llegando hasta allí, trayendo consigo una rutina moderna que rivaliza con
las viejas tradiciones. La explotación de la salina, el transporte de los
grandes montones de sal, etc., nada tienen que ver con las antiguas
costumbres mapuches, con sus ritos sobre el amor y la muerte, con sus
vivencias…

Con resignación volvió a orientar el vehículo a donde le marcaba el


GPS. Un punto en mitad de las salinas, a más de 100 kilómetros de Las
Grutas, último reducto de población de la zona.

Parpadeó un poco y bajó el quitasol para hacerse sombra. Era la hora


en que se iba poniendo el sol, dándole al cielo un tinte celeste pálido que se
iba tiñendo, poco a poco, de rosa, difuminado el azul y mezclando los
colores en una amalgama de ocres, violetas y naranjas. Allí, las sombras se
alargan a las horas del crepúsculo, cuando la luz de sol, baja en el
horizonte, deforma y estira las figuras, como si éstas fueran cuerpos
etéreos, adimensionales, más largos que anchos, al igual que los rostros de
las pinturas del Greco.

Cuando llegó al campamento era ya de noche, con esa negrura tan


absoluta en la que sólo resaltan los puntos luminosos de las millones de
estrellas que inundan el firmamento, y la Cruz del Sur, que indica con

El Hombre del Gualicho. 11


precisión en qué hemisferio se hallaba, así como otras muchas estrellas que
van dibujando las distintas constelaciones.

Pese a que estaba muerta de hambre, no pudo tan siquiera tomar un


bocado. Rápidamente fue asaltada por el Doctor Torres, quien la arrastró
hacia su carromato y la obligó a sentarse en una silla, encima de unas
camisas sucias y de un fajo de revistas deshojadas.

- ¿Lo tienes? – Preguntó el doctor con impaciencia -. Llevo todo el día


esperando la respuesta. ¡Ves! – Señaló sus uñas quebradas -. No he
parado de mordérmelas, del nerviosismo que tengo.

Nuria sonrió. Dio unos golpecitos ligeros en un cartapacio de cuero y


de él extrajo unos papeles que entregó al doctor.

- ¡Claro que sí, Luis! – Respondió – Me tocó luchar por ellos, y por eso
he tardado tanto tiempo en regresar, pero ya están aquí.

Nuria extendió los papeles. Debido al artículo 23 de la Ley


25.743/2003, de protección del patrimonio arqueológico y paleontológico de
Argentina, para realizar cualquier tipo de prospección e investigación en
yacimientos arqueológicos o paleontológicos era necesario obtener,
previamente, una concesión de la autoridad competente. Esto les había
mantenido paralizados más de una semana, por lo que ya sólo esperaban
contar con esa autorización para poder proceder a realizar, lo más pronto
posible, las excavaciones.

- Aquí está la concesión. He tenido que pelear mucho y pegarme con


casi todos ellos, pero, cómo ves, ya la tengo. Aunque – matizó Nuria
después de unos segundos de silencio -, tenemos un ligero, ligerillo
problema.
- ¿Problema? – Farfulló el doctor, interrumpiendo la conversación -. ¿Es
que puede haber algún problema? ¿Qué más quieren esa panda de
energúmenos?

Nuria sonrió.

- Tranquilízate. No es ningún contratiempo que no podamos solventar


– tartamudeó malamente -, pero es algo que a ti, sí que puede

El Hombre del Gualicho. 12


preocuparte.
- Me tienes en ascuas – respondió Torres rebuscando sobre la mesa
hasta localizar una vieja pipa que se llevó a la boca -. ¿Cuál es ese
puñetero problema?
- Simplemente…, – Nuria arqueó la ceja derecha -, piden que, en el
momento en que vayamos a hacer la prospección arqueológica, esté
presente el Canal 7 de la Televisión.
El doctor Torres suspiró largamente. Se retumbó en su silla y dejó
escapar un lamento. Localizó un viejo mechero de gas y encendió con él la
cachimba.
- ¿Sólo eso?
Ahora fue Nuria la que dejó escapar un suspiro.
- ¡Caralho, Luis! – Maldijo utilizando un vocablo más propio de su tierra
que de las salinas argentinas -. ¿Es que no lo entiendes?
La joven meneó de un lado para otro la cabeza, asombrada de que el
doctor Torres no percibiese algo que para ella era obvio.
- ¿El qué? - Respondió Luis con un manifiesto gesto de sorpresa -.
¿Qué es eso que tú quieres que yo entienda?
- Que, lo que pretende esa gente, esa a la que tú llamas “grandiosa
panda de energúmenos”, no es otra cosa que filmar tu propio
fracaso; tú más estrepitosa ruina. Y, para colmo…., lo quieren hacer
en directo.
El doctor Torres dejó echar una voluta de humo. Sus estudios sobre
la presencia de monjes templarios en Argentina habían ido de mal en peor.
Él era uno de los principales impulsores de la teoría de que, en tiempos
precolombinos, habrían existido en la Patagonia una serie de enclaves
habitados por este tipo de monjes.
Sus primeras investigaciones las habían realizado en el cerro Fuerte
o, cómo se lo denomina simplemente, en “El Fuerte”. Este “Fuerte” es un
punto notable sobre el horizonte sur al que muchas veces se le confunde
con una isla, ya que las tierras que rodean a esta meseta son muy bajas en
relación con su elevación e, incluso, hace un milenio, cuando el nivel del
mar estaba unos veinte metros más alto, harían que “El Fuerte” apareciera,
realmente, como una isla costera.

El Hombre del Gualicho. 13


El doctor Torres era de los que pensaban que este muelle podría
tener un origen artificial y ser una escollera fabricada por los antiguos
habitantes de “El Fuerte”, monjes del Temple venidos desde Europa para
construir un puerto protegido de los vientos del Sur y del Sudeste. De
hecho, en la parte que mira al mar, existe una prolongación que asemeja un
muelle, con dársenas en su lado Sur y liso en su lado Norte. Además, el
descubrimiento en el año mil novecientos noventa y ocho, a unos cien
kilómetros aproximadamente de “El Fuerte”, de un bloque de granito oscuro
con una cruz de brazos iguales tallada en una de sus caras, parecía
confirmar esa teoría.
Otro argumento que utilizaba Torres para defender sus ideas era el
inmenso acopio de monedas de plata de las que los templarios hicieron uso
durante los siglos XII y XIII. Con ellas construyeron más de ciento
cincuenta iglesias góticas, ochenta de las cuales fueron catedrales. La plata
era un mineral imposible de conseguir en tales cantidades en Europa, por lo
que ésta debía haber sido traída, sin lugar a duda, desde América, donde
abundaba.
Nuria desocupó de papeles y libros la mesa; entre ellos un ejemplar
de “Bajo del Gualicho: Una Planicie Patagónica bajo el nivel del mar:
Realidad y Leyenda (Las Mesetas Patagónicas)” y otro de “Principios de
Estratigrafía Arqueológica”, del doctor Harris, este último bajado de
Internet. De su cartapacio sacó un extenso mapa de la Salina y lo extendió
sobre ella. En el mapa aparecían destacados un total de doce puntos, en
todos ellos habían realizado prospecciones.
- No sé si te has dado cuenta que la prospección que nos queda por
realizar el viernes será nuestra número trece – matizó con un cierto
desánimo, acabando la frase en gallego -. “Trece, o número de mala
sorte”.
- ¿Y qué? – Preguntó el doctor Torres mostrando gestos de extrañeza.
- ¡Trece, trece! – Masculló Nuria revolviéndose los pelos -. ¿Es que ese
número no te dice nada? Es el de la mala suerte, el número fatídico.
Además, pasado mañana, cuando queramos hacer la perforación,
será viernes trece. ¿No te parece, también, mucha…, pero que
mucha, puñetera casualidad?

El Hombre del Gualicho. 14


Las manos de Nuria empezaron a moverse inquietas, como si fingiera
echar un conjuro, con los ojos fijos en los de Torres y la voz de falsete al
estilo a como hablarían las brujas de Blancanieves:
- Trece, trece, thirteen, treize, treze, dreizehn…. Parece que un halo
negro de fatalidad empieza a cubrir con su manto esta prospección,
como si el Gualicho hubiese puesto sus malos ojos en nosotros….
El Doctor Torres soltó una estrepitosa carcajada. Echó un vistazo a la
señorita Nuria, una chica joven y de buen ver, pero eso no le obviaba el
haber visitado varios países de América, Europa y África en pos de cualquier
rastro o sombra sobre la enigmática Orden del Temple.
Aquella muchacha, con sus apenas treinta años, se había constituido
en una verdadera institución en la materia, motivo por el que Torres la
deseaba tener siempre a su lado. Por ese motivo, y por su peculiar atractivo
físico, pues su piel morena se había convertido en un impulso de deseo para
el doctor, y más de una noche había tenido un proceso de polución nocturna
soñando, únicamente, con rozar siquiera el cuerpo de esa joven.
Tras un rato en silencio, que aprovechó para dar varias caladas a su
cachimba, Torres volvió a reír.
- Todo lo contrario – se carcajeó – Además, ¿tú no eras permeable a
todo ese tipo de supersticiones? No decías que tus orígenes gallegos
te hacían invulnerable a ellas.
Nuria refunfuñó malamente, crispando su nariz y arqueando las cejas
con un mohín huraño.
- Por otro lado – se mofó Torres, riéndose del gesto cómico de la joven
-, ¿sabes el motivo por el que se teme tanto al número trece?
Nuria se encogió de hombros y respondió:
- No lo sé. Tan solo sé que, en las cartas del Tarot, el arcano número
trece coincide con la muerte. La peor carta de todas.
- Eso no es del todo verdad – negó Torres con la cabeza -. Significa “La
muerte”, eso sí que es cierto, pero no tiene porqué ser la muerte
material de una persona. Puede ser el fin de una situación, de un
estado o periodo y, por lo tanto, el resurgir de una nueva vida.
Nuestra “nueva vida”.
- ¿Entonces…?

El Hombre del Gualicho. 15


- Deja que termine y te cuente cuál es la peor carta del Tarot…
- Pues hazlo ya, que te entretienes más que una madre que tiene que
llevar a su hijo al parque.
Torres rió la ocurrencia, pero eso no evitó que se contuviera unos
segundos antes de responder, sólo con la idea de irritar aún más a la joven.
- La peor carta del Tarot es “La Torre”, el número 16, que simboliza la
destrucción implacable de todo lo que poseemos, una destrucción
venida del cielo.

El doctor Torres apuntó con la cánula de su pipa hacia arriba, hacia el


techo, antes de llevársela a los labios y dar una larga calada.

- ¡De acuerdo! – Asintió Nuria con resignación, mirando también ella


hacia el techo, cómo si en él estuviera la solución a todas sus
preguntas -. Pero ahora…, deja de irte por las nubes y ve al grano.
¿Por qué es tan puñeteramente malo, o bueno para ti, ese número
trece?
- Eso… – sonrió Torres -, a lo que íbamos, al porqué del número trece.
Básicamente hay dos teorías para justificar la fatalidad de esa cifra.
Una de ellas es la que dice que en la Última Cena había trece
comensales, Jesús y los doce discípulos, por lo que el número trece
debería corresponder con el Maldito Judas, el hombre más odiado de
la creación.
La otra, la que a mí más me interesa, es la que dice que un viernes,
trece de octubre del año 1307, pasado mañana hará exactamente
705 años, el Gran Maestre Jacques De Molay y ciento treinta y ocho
compañeros templarios fueron detenidos por mandato del rey Felipe
el Hermoso, sus preceptorías fueron cerradas y sus bienes
incautados, suponiendo con ello el inicio del fin de la Orden
Templaria. ¿No crees, ahora, que ese día es el mejor del año para
encontrar sus tesoros?

El Hombre del Gualicho. 16


2 CAPITULO
Luis aspiró el tibio aire de la mañana. No había podido pegar ojo en
toda la noche pensando que, quizá, el próximo viernes, al retransmitir la
televisión sus nuevas prospecciones arqueológicas, podría estar dando el
paso decisivo para su total fracaso, su desacreditación absoluta en el círculo
de científicos de la Universidad de Buenos Aires, donde su posición estaba,
ya de por sí, bastante mermada.
Contaba ya con sus bien entrados cuarenta y siete años, de los que
más de la mitad los había dedicado al estudio de la arqueología, si bien, no
se notaban en él el paso de los tiempos. Los largos periodos en el campo,
en condiciones muchas veces extremas, habían convertido su piel en una
coraza de cuero en la que no se percibían arrugas. Esta aparecía bruñida
por el sol y la lluvia, del color del cobre y siempre brillante por el sudor,
como si sobre ella hubieran vertido aceites y otros mejunjes revitalizadores.
En su cabello sí que ya empezaban a resurgir las canas de la vejez,
pero aquello, en vez de concederle una expresión senil, le propiciaba un
cierto encanto por el que se habían dejado arrastrar varias de sus alumnas
en sus clases. De hecho, sabía que muchas de las jovencitas que se
apuntaban todos los años a los campamentos de verano lo hacían atraídas
por ese atractivo que generaba su madurez incipiente, o su juventud
postrera.
Pese a su físico atrayente, no había conseguido en su vida la
estabilidad matrimonial que las mujeres deseaban, quizás porque, al igual
que Lee Marvin, se veía nacido bajo el signo de una estrella errante, y esto
le hacía viajar de acá para allá en busca del más mínimo resquicio de la
Orden del Temple en su tierra Argentina.
Este interés por los monjes Templarios le había hecho pensar, más de
una vez, que quizás había hallado su media naranja en Nuria Aranguez, ya
que ella, al igual que él, también compartía ese espíritu indómito en el que
prevalecía su interés por la arqueología y los Templarios, más que en
mantener una familia estable.
Torres levantó la vista al cielo. La luna lucía esplendorosamente en el
firmamento. Una luna llena que iluminaba la salina, creando un entramado

El Hombre del Gualicho. 17


de sombras y luces, de brillos y destellos erráticos.
De pronto, le pareció ver una sombra cruzando el horizonte, como si
un jinete cabalgara en lontananza, detuviera su caballo y lo encabritara. Se
frotó los ojos, y la aparición se esfumó.
- Será el Gualicho – sonrió para sí -. O el fantasma de un último
templario, que aún cabalga por estas llanuras.
Recordó que la presencia de caballos era otra de las pruebas que él
aportaba para justificar la presencia de la Orden en aquellas tierras. Para
muchos científicos era una realidad incuestionable que, cuando Cristóbal
Colón desembarcó en Guanahani, el 12 de octubre de 1492, no había
caballos en América; el porqué, aún es motivo de discordia. Según ellos, los
primeros caballos fueron llevados a América por el Almirante en su segundo
viaje.
Si bien, cuando los españoles llegaron a las pampas argentinas
hallaron rebaños de caballos salvajes, una especie a la que dieron en llamar
bagual para distinguirlo del caballo manso o sujeto al dominio del hombre.
Luis Torres era de los que pensaba que este caballo bagual procedería de
aquellos que, siglos antes, trajeron los caballeros templarios. Muchos de
estos caballos de guerra escaparían o serían abandonados, y rápidamente
volverían a su estado original, en un ambiente perfecto para su desarrollo,
dando lugar al caballo criollo o bagual; si bien, para muchos de sus colegas,
esa teoría era considerada harto descabellada y absurda.
Quizá, la imagen de un caballero templario montado en un caballo dio
lugar al mito del Gualicho. Acaso Hernán Cortes, ¿no había confundido a los
indios cabalgando sobre su Morzillo, quienes creían que hombre y caballo
eran un solo cuerpo? ¿No podía haber pasado lo mismo con los jinetes
templarios, cabalgando sobre las llanuras de la Pampa? ¿No habría sido esa
una buena forma de mantener alejados a los indígenas de la zona?
Acudió a la carpa que les servía de comedor y se preparó un mate
con agua bien caliente. Al rato notó que la lona se descorría y entraba Nuria
frotándose los ojos. Llevaba tan solo una camiseta que le cubría un poco los
muslos, dejando entrever su ropa interior negra.
Luis se atragantó un poco al contemplar aquellas piernas bronceadas,
firmes y tersas.

El Hombre del Gualicho. 18


- ¿Qué haces aquí? – Preguntó extrañado al verla.
- Soy yo la que debería preguntarte lo mismo.
- No tenía sueño. ¿Y tú?
- Me ha entrado sed y he venido a tomarme un vaso de leche –
respondió la joven con un gran bostezo - ¿Y a ti, qué es lo que te
desvela?
La joven se sentó al lado de Luis, quien notó que el corazón
empezaba a latirle más deprisa. Sentir a su lado la presencia de aquella
chica, sin más ropa que una camiseta larga y una ropa interior
sugerentemente negra, le estaba empezando a poner bastante nervioso.
Torres ya había experimentado esa sensación antes, cuando notaba que
saltaban chispazos y calambres cada vez que la piel de Nuria le rozaba, bien
durante las excavaciones o bien durante los periodos de estudio en su
caravana, en los que ellos dos, solos, debatían cuál era el lugar más
adecuado para realizar nuevas excavaciones.
Desde el día en que Nuria se presentó en su despacho de la
Universidad, de eso hacía más de dos años, sabía que algo habría de surgir
entre ellos. Lo notaba, día a día, en las insinuaciones que ella le dirigía,
pero que él achacaba a bromas banales en vez de a invitaciones a una
relación directa. Una relación que él también deseaba, pero que tenía miedo
a afrontar. Se veía a sí mismo como una polilla que, hipnotizada por el
ardor del fuego, era atraída por éste hasta perecer en sus llamas.
Tras desentenderse de sus ideas, pensando que eran tan solo meras
ilusiones imposibles de suceder, respondió con un suspiro de frustración:
- Me desvela lo que dijiste esta tarde,
- ¿Y qué es lo que dije? – Preguntó Nuria, entornando sus ojos en un
gesto de extrañeza.
- Que la filmación de este viernes podría ser una retransmisión en
directo de mi propia muerte como científico – respondió un
balbuceante Torres.
- Sí – respondió Nuria con sorna -. Sería algo así, como una especie
de…, “snuff movie” –.
- ¿Una qué….? – Esta vez fue Torres quien mostró su asombro
arrugando la frente.

El Hombre del Gualicho. 19


- Una “snuff movie” – rió Nuria -. Pensé que conocías el término.
- Pues no – respondió Luis extrañado -. No tengo ni repajolera idea de
qué coños me estás hablando.
- Una “snuff movie” es una de esas supuestas películas en las que
viene recogida una tortura o un asesinato real. Son películas peores
que el cine gore porque, se supone, lo que está filmado corresponde
con hechos reales.
- ¡Uagh! – Escupió Luis, haciendo un gesto de asco y repulsa con la
boca - ¿Hay en este mundo algún loco que vea ese tipo de cosas?
- Yo creo que no – respondió Nuria -. Pero no puedo darte una
respuesta cierta, tan solo es una suposición. Quizás existan ese tipo
de películas, o puede que no sea nada más que otra leyenda urbana.
En cualquier caso…
- En cualquier caso – la interrumpió el doctor Torres con un suspiro -,
el próximo viernes será emitida la mejor “snuff movie” de toda la
historia: mi muerte en directo, mi total desacreditación como
científico.
Nuria dio un golpe tan fuerte sobre la mesa que mandó al suelo un
montón de platos y vasos vacíos de plástico e hizo sobresaltar a Luis.
- Pero…, para ello…, que caralho – respondió enérgicamente -, primero
habrá de demostrarse que allí donde excavemos no hay nada. Y,
tanto tú como yo sabemos que…, - Nuria hizo una serie de cálculos
haciendo uso de los dedos de su mano derecha -, hoy ya estamos a
jueves…, eso quiere decir que mañana, mañana al hacer ese agujero,
encontraremos algo. Allí estará el tesoro de los Templarios y nosotros
seremos los primeros en contemplarlo.
- El tesoro de los Templarios – suspiró Luis -. Ojalá sea así.
Nuria se levantó y dio un ligero beso a Luis en la frente. Era un beso
frio y húmedo que hizo al doctor Torres estremecerse, al sentir tan cerca el
cuerpo sensual de la muchacha.
- Bueno, yo me voy a dormir un poco – bostezó Nuria -. A ti, te dejo
solo.
- Hasta dentro de un rato – se despidió Luis volviendo a su mate para
darle un largo sorbo a la bombilla. Luego él también se levantó y salió

El Hombre del Gualicho. 20


de la tienda.
A lo lejos el sol empezaba a emerger, rojo cual sangre, tiñendo de
escarlata y carmesí las blancas dunas de sal. El doctor Torres sacó de su
bolsillo su vieja pipa y la rellenó con tabaco, luego apoyó su espalda en el
destartalado jeep.
Las mañanas en el Bajo Gualicho son verdaderamente formidables. El
cielo adquiere tintes ocres que, lentamente, van dando paso a un azul cian
a medida que el sol emerge en el horizonte siendo cruzado, de vez en
cuando, por extrañas luminarias que, a modo de fuegos fatuos, parecen
surgir de la nada.
- Luces sobre el Bajo Gualicho, extraños Ovnis que vienen a abducirme
– pensó Luis -. ¿Qué es lo que más necesito en estos momentos?
¿Algún ser extraterrestre que me arrastre y me aleje de aquí?

Recordó entonces sus investigaciones en el cerro Uritorco, una


montaña que había sido considerada sagrada para muchos pueblos
antiguos, como los Comechingones. El Uritorco es conocido por los
avistamientos de Ovnis. De hecho, en 1986, él fue uno de los pocos testigos
que, en el Cerro El Pajarillo, presenció un lugar donde la vegetación había
sido calcinada y donde los diversos testimonios sostenían que un Ovni lo
había provocado. Además, aquel cerro también era fuente de atracción
para miles de enamorados de lo paranormal, que acudían allí cautivados por
la mítica ciudad de Erks, una urbe intraterrestre que, supuestamente, se
halla entrerrada en las profundidades de esos mágicos montes.

Sin embargo, el verdadero motivo de las exploraciones de Torres en


el Uritorco se justificaba por la presencia de los indios Comechingones y por
lo que se conocía como su “Bastón de Mando”. Éste era un báculo de piedra
que, según se cuenta, fue ordenado construir en basalto por el Gran
Cacique Voltán hacía más de ocho mil años

Los Comenchigones fueron los últimos habitantes del Uritorco hasta


la llegada de los españoles, a los que inicialmente recibieron bien. Pero
bastó tan solo noventa años para que, prácticamente, se hubieran
extinguido, al negarse a ser esclavos y ver sometida su libertad ante los
conquistadores. Los últimos trescientos Comenchigones se inmolaron desde

El Hombre del Gualicho. 21


la altura del cerro Colchaquí, al igual que hicieran los judíos en el año
setenta y tres, en Masada, junto al Mar Muerto, antes de entregarse a la
Décima Legión Romana, o los cátaros de Montségur, unos mil doscientos
años después, en las Cruzadas contra los Albigenses.

Al parecer, el aspecto de los indios Comechingones era totalmente


distinto al del resto de los aborígenes americanos. Iban vestidos con lana o
cuero, no se embriagaban y eran labradores, pero lo que más llamaba la
atención es que "eran altos, barbados y de ojos claros", características
únicas en los indígenas americanos que podrían ser explicadas, tan solo,
mediante su cruce con algún pueblo de tipo caucásico. Es decir, con gentes
de origen europeo que bien pudieran haber correspondido con monjes de la
Orden Templaria.

Para Torres, durante los siglos XIII y XIV, los monjes del Temple
llegarían a Argentina, construirían inicialmente un fuerte en el Golfo de San
Matías y luego recorrerían unos mil cuatrocientos kilómetros hacia el norte,
hasta el Uritorco, donde tomarían contacto con los indios Comechingones,
estableciendo con ellos una buena relación y logrando descendencia mixta,
lo que cambiaría los caracteres de ese pueblo, creando así estos indios
barbados y de pupilas azules.

Al rato, el cansancio y el frescor de la mañana consiguieron hacer su


efecto. Cuando volvió a abrir los párpados se vio sorprendido por los ojos
negros de Abelardo, el cocinero mapuche contratado en Las Grutas.

- Señor, señor – notó que le decían mientras le agitaban suavemente


por los hombros.

Luis tardó un rato en responder, incapaz de comprender dónde se


encontraba y porqué estaba allí, parecía que aún siguiera soñando. Cuando
recordó su noche de insomnio se levantó precipitadamente, recogió su vieja
cachimba del suelo y siguió al joven indio hasta el comedor. Este se hallaba
vacío, pues todavía era temprano y tan solo los cocineros se afanaban en
preparar el desayuno.

Se sirvió un mate y unas pastas y buscó una silla. Desde allí empezó
a observar la llegada de becarios, jóvenes promesas de la arqueología
argentina que habían acudido a hacer sus prácticas. Todos le saludaron con

El Hombre del Gualicho. 22


respeto, pero buscaron una mesa alejada para sentarse; dejando al doctor
Torres, por unos momentos, solo.

Diez minutos más tarde entraron un grupo de jovencitas que, al ver


al doctor en su butaca, se ruborizaron, ocultaron un mechón de su cabello
detrás de su oreja, y se hicieron rápidamente con una taza de café y
galletas para sentarse a su lado, a embotarse de nuevo con la erudición del
arqueólogo y con su atrayente físico. Sin embargo, un ruido estrepitoso
procedente del exterior hizo que Torres se levantara refunfuñando.

- ¿Pero qué coños está pasando? – Gruñó Torres a medida que salía,
dando grandes zancadas, de la carpa que servía de comedor.

Afuera le aguardaba Nuria, que miraba con los ojos entornados y las
manos haciendo visera, hacia el Este.

- Es un helicóptero – comentó la joven sin darle tiempo a Luis a


preguntar.
- ¿Qué diantres hace ese…, puto helicóptero sobrevolando a estas
horas mi excavación? – Preguntó Luis malhumorado mientras daba
órdenes a un grupo de jóvenes para que corrieran a afianzar las lonas
de las tiendas, que empezaban a temblar y amenazaban con soltarse.
- A mí entender…, sólo cabe que sean los del Canal 7.
El doctor Torres farfulló una serie de palabras incomprensibles.
Acompañado de Nuria se acercó, protegiéndose con los brazos de las
grandes nubes de sal que iba levantando el helicóptero, al lugar donde éste
acababa de tomar tierra.
Cuando el rotor dejó de dar vueltas, las puertas se abrieron y de ellas
salió una joven elegantemente vestida, con zapatos de tacón y vestido
comprado en Armani, acompañada de un par de chicos mayores que ella.
Aquella muchacha tenía el cabello largo, del color del trigo maduro antes de
la siega. En su rostro moreno destacaban un par de enormes ojos negros.
Era alta, y su cuerpo estaba dotado de una innata elegancia que hacía que
cada gesto o ademán que hiciera, atrajera sobre ella toda la atención de
quienes la rodeaban.
- Mi nombre es Joselyn – se presentó la chica alargando la mano -. Soy
periodista del Canal 7 de la Televisión Argentina.

El Hombre del Gualicho. 23


- Encantado – saludó Torres –. Yo soy el doctor Luis Torres, y ésta es
mi compañera, Nuria Aranguez.
- La esperábamos para mañana – continuó Nuria mostrando un claro
gesto de sorpresa -.

La joven periodista sonrió, enseñando una dentadura


inmaculadamente blanca y perfecta.

- En un principio pensábamos hacerlo así; es decir, venir mañana, pero


se nos ocurrió que una entrevista previa con el doctor Torres llenaría
mejor el reportaje, ya que nos permitiría introducir el asunto de la
excavación a los telespectadores.
- Nos parece una idea genial – respondió Nuria echando un vistazo de
reojo al doctor Torres -, si bien…, hubiera sido de gran ayuda que nos
lo hubieran comunicado antes.
- ¡Pero si lo hicimos! – Se extrañó Joselyn –. Enviamos un fax
precisamente ayer.
El doctor Torres farfulló un taco. Llevaba toda la noche de insomnio y,
desde la última conversación con Nuria, en la que poca atención había
puesto al fax y al teléfono, aún no había pasado por la caravana que le
servía, a su vez, de despacho y dormitorio.
Joselyn dio unas cuantas órdenes a su equipo para que éstos se
encargaran de bajar el material del helicóptero, luego siguió a los dos
investigadores, que la condujeron directamente al comedor, ofreciéndola
una calabaza con mate bien caliente.
- Entonces, ¿qué es lo que usted desea exactamente? – Preguntó
Torres sirviéndose para sí otro mate; ya era el tercero que se había
tomado en menos de cinco horas.
- Sería útil que nos comentase algo de sus investigaciones – Joselyn
aspiró ligeramente el caliente líquido desde la bombilla de su matera
-. Qué es lo que realmente buscan aquí; aspectos simples que
podamos meter en el reportaje antes de las imágenes en directo de
sus nuevas prospecciones.
- ¿Empezamos ahora?
- ¡Oh! No – sonrió Joselyn -. Esperemos un poco a tomarnos el mate, y

El Hombre del Gualicho. 24


a que mis chicos acaben de montar todo el equipo. Además, no
estaría de más buscar un lugar más idóneo para hacerle la entrevista
que no fuera esta carpa llena de mesas cuajadas de platos y tazas de
desayuno. Algún lugar de tipo, digamos…, más técnico.
- En ese caso – respondió Luis -, lo mejor será utilizar mi caravana. Si
bien, deberían dejarme al menos media hora a que la adecente un
poco.
- De acuerdo pues – Joselyn volvió a llevarse la bombilla a los labios,
dejando impreso su carmín en los bordes -. Aquí le aguardaremos
mientras…, la señorita Nuria y yo hablamos de cosas de mujeres.
- ¿Cosas de mujeres? – Preguntó el doctor Torres volviéndose
extrañado hacia una y otra.
Nuria le miró encogiéndose de hombros, pero Joselyn le replicó con
una sonrisa.
- Me ha venido la regla y necesito compresas.
- ¡Ah! – Exclamó Torres sonrojándose -. Lo siento, no era mi
intención…
- No se preocupe.
Torres se despidió con una sonrisa, si bien, no había dado más de
tres pasos hacia la puerta cuando retrocedió alarmado.
- ¿Cree, también, que debería ponerme otro traje?
- No creo que sea necesario – dijo Nuria con sorna, humedeciendo con
lágrimas de risa sus ojos castaños -. A los espectadores les parecerá
bien verte con pantalones vaqueros cortos y camisetas negras de
Springsteen.
- Si lo tiene…, póngaselo – la contradijo Joselyn lanzando una
carcajada - . A los televidentes les gusta más ver a un hombre bien
vestido que a un zarrapastroso, y más si estamos hablando de un
célebre doctor en arqueología, como es este el caso.
Al cabo de una hora regresó el doctor Torres al comedor. Vestía unos
recién planchados pantalones grises y una pulcra camisa de manga corta de
color crema.
- Es mi última camisa – susurró el doctor acercando sus labios al oído
de la joven.

El Hombre del Gualicho. 25


Nuria, a la vez que le lanzaba una furtiva mirada de reproche, le
desabrochó el último botón del cuello.
- Así estás mucho mejor – mientras susurraba esas palabras, fingió
que le apretaba el gaznate hasta asfixiarle -. Al menos, dejará que
respires…
Luis no dijo nada, pero se dejó hacer. Reconocía su culpabilidad y
desidia a la hora de gestionar su ropa sucia, la cual solía acumularse en
capas y capas de camisas sudadas, pantalones manchados y ropa interior a
la espera de ser lavada, al igual que esas capas de sedimentos que ocultan
los restos arqueológicos que él estaba acostumbrado a desenterrar.
Luego dirigió a las dos mujeres hacia su caravana. Joselyn hizo una
señal a su grupo, quienes, tras echar una rápida ojeada al interior de la
misma, empezaron a ubicar entre las pilas de libros y revistas las cámaras
de vídeo y el equipo de sonido.
- Ya está todo listo – comentó uno de los jóvenes apareciendo por la
puerta de la roulotte -. Cuando queráis, podéis entrar para empezar
la grabación.
Joselyn sonrió. Cogió al doctor Torres por el brazo y lo acompañó al
interior. Nuria prefirió quedarse fuera, dado el poco espacio del vehículo,
aún más saturado con tanta gente y máquinas.
- Necesito un currículo suyo – susurró Joselyn –. Unas breves
anotaciones de su vida profesional. Estudios, logros…. Tan solo dos o
tres pinceladas…, no más.
Luis cogió una hoja de la máquina del fax. Era precisamente la carta
de Joselyn anunciando que adelantaba su llegada. Sobre ella garabateó
unas cuatro líneas que le pasó a la reportera, la cual las leyó y memorizó en
un segundo.
- Póngase allí – ordenó Joselyn -. Detrás de la mesa. Yo le iré haciendo
preguntas desde aquí.

En ese momento uno de los jóvenes dio un aviso.

- Ya está todo preparado. En cuanto queráis, empezaremos a grabar.

Joselyn se hizo con uno de los micrófonos, se retiró un mechón de


pelo que le tapaba los ojos y se situó frente a la cámara.

El Hombre del Gualicho. 26


- Buenos días. Soy Joselyn Caballero, del Canal 7 de la televisión
argentina, y tengo conmigo al doctor en arqueología, Luis Torres,
célebre por sus controvertidos estudios sobre la presencia de monjes
Templarios en estas tierras, mucho antes de la llegada de Cristóbal
Colón a América.

El Hombre del Gualicho. 27


3 CAPITULO

El carromato estaba atestado, olía a tabaco, a mate rancio y a sudor.


Aun así, las ventanas permanecían cerradas para evitar cualquier ruido que
pudiera proceder del exterior.

Joselyn Caballero sonreía, pese al calor sofocante. En sus manos


había un micrófono que mantenía pegado a sus labios, perfilados éstos de
un rojo intenso, remarcando su boca como si fuera una fina raya carmesí en
su bronceado rostro.

- Usted asegura… – sus ojos se dirigieron al Dr. Torres quien, sentado


en un sillón detrás de la mesa, dudaba si dirigir su mirada a la joven
periodista o a la cámara que tenía en frente - …, usted asegura que
los caballeros Templarios arribaron a las costas de América muchos
años antes que Cristóbal Colón.
- Hay pruebas que así parecen demostrarlo…

Joselyn dejó entrever sus dientes tras una sonrisa burlona. Apartó el
micrófono unos segundos de sus labios para aspirar el aire con fuerza, y
retomó de nuevo la palabra.

- Sin embargo – replicó -, lo que para usted son pruebas, para sus
otros colegas no dejan de ser meras conjeturas carentes de
fundamento.

Torres suspiró. Veía que aquella joven muchacha se había tomado la


molestia de documentarse previamente antes de acudir a la entrevista. Sin
embargo, había errado en la fuente de sus datos. No había buscado la
información donde debía. No en los libros de texto que justificaban tales
elucubraciones, sino en la prensa sensacionalista que, años atrás, se había
cebado con él, tachándolo de loco y embustero.

- Yo no creo que sean conjeturas – la refutó Torres mientras buscaba


un libro en una estantería a sus espaldas -.

El volumen mostraba la típica imagen de Cristóbal Colón, con la cruz


del Temple en su pecho, en su estandarte y en las velas de las carabelas.

- Ve – continuó Torres mientras golpeaba reiteradamente los dibujos

El Hombre del Gualicho. 28


con su dedo índice -. Esta cruz nos dice mucho. Es la Cruz de los
caballeros Templarios, o también llamada Cruz Pate. Representa a los
cuatro Evangelistas, a las cuatro estaciones y a los cuatro elementos:
Aire, Tierra, Fuego y Agua.

Joselyn dio una orden, levantando la mano derecha. El cámara


desenganchó la videocámara del trípode y se acercó a la mesa para tomar
un primer plano de los dibujos.

- Como sabrán – Torres giró el libro para mostrar las imágenes a la


lente -, un siglo antes de la llegada de Colón a estas tierras, había
sido decretada la pena de muerte a todos los miembros de la orden
Templaria, eliminándose así el uso de ese símbolo. ¿No cree usted
extraño que el Almirante decidiera portar este distintivo para venir
aquí, pese a que, con ello, violaba plenamente la ley?
- ¿Quiere decir que Colón decidió utilizar esa cruz por algún motivo? –
Preguntó Joselyn acercándose el micrófono a los labios -. ¿Que él
sabía exactamente qué es lo que estaba haciendo cuando mandó
pintarla en sus velas?
Torres asintió con la cabeza antes de responder.
- Lo que yo creo – respiró hondamente -, es que, al emular las viejas
naves Templarias, Colón pretendía ser bien recibido por los nativos
americanos, que conocían bien estos barcos y estos símbolos. Sería,
por tanto, una manera de hacerse reconocer de lejos, a su llegada a
las Américas.
- Bueno, bueno… – sonrió Joselyn escéptica -. Ya sabe que de Colón se
ha escrito mucho….
- Se equivoca, señorita Joselyn – replicó Torres alzando su mano
abierta, al igual que hacen los guardias de tráfico para detener los
coches -. De la vida de Colón no se ha hablado nada, nada de nada.
De hecho, ésta es un auténtico misterio. Su nacionalidad, por
ejemplo, aún sigue siendo objeto de debate.
Los ojos de Torres adquirieron un brillo intenso, sobre todo cuando la
pupila se dilató debido a la excitación. Inspiró el aire profundamente antes
de continuar:

El Hombre del Gualicho. 29


- Aún hoy en día, todavía continúan las luchas entre diversas ciudades,
que se postulan como su tierra natal.
- Yo…, - respondió Joselyn -, pensé que era genovés….
- Esa es la tesis más apoyada, si bien, la documentación que existe al
respecto no está exenta de lagunas. Incluso el hijo de Cristóbal
Colón, Hernando, contribuyó a aumentar esta incertidumbre al
ocultar la procedencia de su padre en el libro dedicado a éste. Debido
a ello, han surgido múltiples hipótesis y teorías sobre sus orígenes
que lo hacen portugués, gallego, catalán, judío e, incluso,
descendiente directo del Príncipe de Viana, hijo de Blanca de Navarra
y Juan II de Aragón; es decir, un Trastámara y, por lo tanto, sobrino
directo de los Reyes Católicos de España: Isabel y Fernando.
Torres volvió a apartarse de la mesa. Rebuscó en varias carpetas y
cajones hasta dar con un libro, que también abrió por la mitad.
- ¿Y…, qué opina usted de todo este conjunto de mapas
precolombinos? – Los dedos de Torres oscilaron de un lado a otro,
mostrando las diferentes figuras representadas en ellos -. Observe
éste…, o éste, o este otro de Waldseemüller. Fue dibujado
aproximadamente en el año de mil quinientos seis. Es un mapa
prácticamente imposible para la época, puesto que nos muestra una
América ya separada de Asia, tan completa y perfecta, que nadie
podía conocer por aquellos siglos...
- Están las hipótesis de Gavien Menzies – interrumpió Joselyn -. En su
libro “1421. El año en que China descubrió el mundo”, se plantea que
fueron los chinos los primeros en circunnavegar las Américas, los
polos y el mundo y que, gracias a ellos, existían tales mapas.
- Tiene razón – respondió Torres un tanto compungido -. No creo que
haya elegido el mejor ejemplo. Además, también tenemos los mapas
de los hermanos Zeno, de mil quinientos cincuenta y ocho. Según
ellos, habrían cruzado el Atlántico Norte mucho antes, llegando a
Norteamérica alrededor del año mil cuatrocientos.
- ¿Los hermanos Zeno?
- Sí – asintió Torres -. Supuestamente, dicho mapa es el resultado de
un viaje realizado por los hermanos Zeno, Antonio y Nicolo, que

El Hombre del Gualicho. 30


zarparon de Venecia en mil trescientos ochenta. Sin embargo, la
mayor parte de los historiadores consideran que tanto el mapa como
la descripción que lo acompaña son absurdas, nada más que una
broma pesada, ya que en él se recogen muchas islas inexistentes en
el Atlántico Norte.
Torres volvió a rebuscar entre sus libros hasta dar con una copia de
las Capitulaciones de Santa Fe.

- Observe esto, señorita Joselyn. Este documento no deja lugar a


dudas en cuanto a una serie de puntos, y es que, antes de firmar las
Capitulaciones de Santa Fe, Colón ya sabía algo sobre lo que se iba a
encontrar en esas “Mares Océanas”. Este es el motivo por el que los
Reyes Católicos, Señores de dichos mares, hacen de Colón el
Almirante, Virrey y Gobernador General de todas las islas y tierras
firmes que están seguros serán descubiertas. Pero…, ¿a qué tipo de
tierras se están refiriendo?
- Supongo – respondió Joselyn maliciosamente -, que usted ya sabrá
darme una respuesta.

Torres volvió a mirar a aquella joven vestida de Armani. La verdad es


que era guapa, muy guapa. Sin embargo, aquella belleza sensual que se le
estaba mostrando, con esa gota de sudor deslizándose entre la línea de los

El Hombre del Gualicho. 31


pechos, era algo de debía erradicar de la cabeza para centrarse únicamente
en las preguntas que le estaban haciendo.

- Efectivamente – Torres suspiró hondo. Notaba la ausencia de su pipa


y, aún más, la necesidad de un buen vaso de agua que le refrescara
la garganta -. Todo parece aludir a que Colón, cuando se presentó
ante los Reyes Católicos, portaba una carta de navegación que
únicamente él, como buen marinero que era, sabía interpretar. De
hecho, es de todos sabido que Cristóbal Colón consultó los archivos
náuticos templarios de Calatrava a fin de reunir argumentos con que
convencer a Isabel la Católica….
Torres hizo unos aspavientos, negando a la vez con la mano y la
cabeza antes de continuar.
- …. Y no es que esa carta contuviese cosas raras, no. Pero lo que sí
sabía Colón es que esa carta, en manos de otros marinos expertos,
harían que sus conocimientos no valiesen ni un mísero maravedí; y
que, por eso, debía poseerla sólo él.
En esa carta – Torres matizó la última palabra, golpeando con el dedo
índice la mesa -, estarían dibujadas islas y tierras firmes situadas a
una distancia que sólo él sabría calcular.
Además, esa carta contendría signos y sellos que todos los firmantes
de las Capitulaciones, incluso el padre de Juan II de Portugal,
reconocieron como pertenecientes a la Orden del Temple. Serían, por
tanto, encomiendas de la Orden Templaria.
Un grueso goterón de sudor se resbaló por la frente del doctor Torres.
En una situación normal, Joselyn hubiera interrumpido la grabación para
evitar ese tipo de sucesos y hubiera dejado un tiempo harto suficiente para
que el doctor se limpiara correctamente. Los rastros de sudor y grasa en la
cara, acentuados por la luz de los focos, producen una serie de brillos
bastante desagradables en una pantalla de televisión. Pero aquella no era
una situación normal. Torres parecía disponer de una línea de
argumentación y temía interrumpirle. Además, siempre estaba el recurso de
mantener el audio y utilizar otra imagen, como por ejemplo la de las
manos, para esos momentos.

El Hombre del Gualicho. 32


- Aquí se presentan varias cuestiones – continuó Torres, retirándose las
gotas de sudor con un pañuelo -. Puesto que todos los bienes del
Temple, excepto aquellos que específicamente pasaron a otras
órdenes, debían de ir a parar a las manos de los reyes en cuyos
reinos están situadas las encomiendas, todos los reyes de la
cristiandad tenían derechos de señorío sobre las encomiendas
situadas en los nuevos territorios. Según esto, si uno de esos reyes
era poseedor de la carta, legalmente, tenía derecho a denominarse
señor de las tierras allí señaladas.
Joseleyn dejó escapar un gritito de sorpresa. Algo así como un ¡Uhau,
qué me está contando! Torres hizo un caso omiso de aquel gesto, por un
lado bastante cómico, para volver a centrarse en su discurso.
- Todo esto nos explicaría las expediciones portuguesas con la cruz del
Temple en sus velas, así como el porqué de su abandono del
Atlántico, al no poder encontrar las tierras señaladas en la Carta. De
hecho, cuando los portugueses de Enrique el Navegante se lanzaron
al descubrimiento de los océanos, sus velas debían llevar
obligatoriamente la cruz roja de la Orden del Temple. Los marinos
portugueses tenían prohibido navegar más allá del Cabo Mogador sin
portar dicho pabellón en sus velas.
También explicaría por qué el proyecto de Colón no interesó en
Portugal. Pero sí el hecho de que después, los portugueses, exigieran
sus derechos sobre las nuevas tierras, cuando éste regresó
convertido en Almirante.
Igualmente, nos explicarían los motivos por los que Bartolomé Colón
prefirió permanecer en Francia e Inglaterra, en vez de en España,
hasta la vuelta de su hermano de la Primera Navegación…
Ante el gesto de incertidumbre y desconocimiento mostrado por
Joselyn, el doctor Torres acabó por finalizar la frase.
- Sería una garantía para Bartolomé puesto que, si Cristóbal no
regresaba, el resto de los Reyes Cristianos podrían saber de primera
mano de dónde se había obtenido la información, para encontrar ellos
las nuevas tierras y reclamar sus derechos sobre ellas.
El doctor Luis Torres se rascó la base de la nariz, pensativo. Estuvo

El Hombre del Gualicho. 33


unos segundos sin hablar, cómo si tan solo estuviera recordando
acontecimientos. De pronto, se volvió hacia Joselyn y la miró fijamente a los
ojos:
- Conocido es, también, el viaje que realizó Martín Alonso Pinzón a
Italia, en mil cuatrocientos noventa y dos, en concreto al puerto de
Ostia de la ciudad de Roma, arribando con un barco cargado de
sardinas. En esta visita, se piensa que Martín Alonso logró hacerse
con una cartografía de la época para sus viajes, y se cree que
visitaría los fondos documentales de la librería del Papa Inocencio
VIII, donde tendría acceso a las noticias sobre tierras al Oeste de la
Península Ibérica. Es, a la vuelta de este viaje a Italia, cuando Martín
Alonso conoce a Cristóbal Colón. Lo que pasaría después, ya es
historia.
Torres seguía absorto en la periodista, en sus ojos negros como el
carbón. Pero la verdad es que su mirada la traspasaba, llevándole a otros
lugares y otras épocas, que trataba de evocar con sus relatos:
- Igual de intrigante es la existencia de maíz en tierras del sur de
España mucho antes de mil cuatrocientos noventa y dos. Todo el
mundo sabe que esta planta es oriunda de América, pero un español,
de nombre Alonso de Falencia, nos dejó en sus escritos que durante
los ataques que Enrique IV efectuó en mil cuatrocientos cincuenta y
seis a la ciudad de Granada, el rey preparó la conquista de dicha
ciudad morisca “quemándoles en verano las mieses y en otoño las
cosechas de mijo y maíz”.
Torres sonrió. Esa última información la había obtenido de su
compañera Nuria Aranguez, a la que ya empezaba a echar de menos.
- No lo sé – respondió Joselyn escéptica -. Quizá ese tal Alonso utilizara
la palabra maíz para designar alguna otra planta. Puede que hasta
fuera centeno. ¡Vaya usted a saber!
- De cualquier manera – replicó Torres -, sigue siendo curioso que
utilizara dicho término.
Torres se volvió de nuevo hasta localizar otro libro. La fotografía que
mostraba era un bajorrelieve en el podían distinguirse, claramente, dos
figuras humanas en cuyas cabezas destacaban unas gigantescas orejas.

El Hombre del Gualicho. 34


- Mire. Esta es una fotografía del tímpano del atrio de la iglesia de
Vézelay, en Francia, construida alrededor del año mil ciento
cincuenta. Si se fija bien, podrá ver a dos indios americanos – el dedo
de Torres señaló los gigantescos apéndices que colgaban a ambos
lados de las caras -. Recuerde que los nobles incas llevaban grandes
orejeras que les deformaban los lóbulos; de hecho, cuando los
españoles llegaron a estas costas, les pusieron el mote de "orejones"
por ese motivo.
Joselyn se quedó un rato mirando al profesor Torres sin decir palabra.
Al rato levantó la mano y dio una orden para interrumpir la grabación.
- ¿No cree que hace un calor sofocante aquí? – Preguntó abanicándose
con la mano –. Pienso yo que podríamos continuar la entrevista
fuera.
El doctor Torres iba a asentir, pero al ver al técnico encajar la cámara
en el trípode y salir de la caravana, optó por callar y acompañarles. Las
Salinas del Gualicho, por encontrarse en una gran depresión, llegan a
alcanzar durante el verano temperaturas superiores a los cincuenta grados.
Al verlos fuera, Nuria se acercó a preguntar.
- ¿Todo bien?
- Creo que sí – respondió Torres volviéndose hacia Joselyn, que
regresaba de dar unas órdenes al cámara y al técnico de sonido -.
- ¿Ocurre algo? – Preguntó Joselyn con una sonrisa, al ver que todas
las miradas se dirigían hacia ella.
- Nada en particular – respondió Torres -, aunque supongo que
ustedes, de esta entrevista, cortarán después lo que quieran, para
sacar en televisión sólo los fragmentos que crean más interesantes.
Joselyn apuró de un golpe un vaso de agua fría. Estrujó con fuerza el
vaso de plástico antes de asentir con la cabeza.
- Efectivamente – respondió -. De cualquier manera, le dejaremos ver
el montaje final, para ver si está de acuerdo con los cortes y la
distribución de las secuencias.
La periodista volvió a alejarse en busca de un pequeño neceser de
mano, que abrió para extraer un estuche de polvos de maquillaje y un
pintalabios con que retocarse de nuevo; momento que aprovechó Torres

El Hombre del Gualicho. 35


para agarrar a Nuria del brazo y atraerla hacia sí.
- La entrevista aún no ha finalizado – respondió a las miradas
interrogadoras de la joven investigadora -, pero ahora te tengo aquí
para ayudarme a responder.
- ¿A responder…? – Preguntó Nuria con un gesto de sorpresa -.
- Hay algunas preguntas que cortan el resuello – susurró Torres
apretando aún más fuerte el brazo de Nuria, para evitar cualquier
intento de fuga por parte de la joven.
En aquel momento el técnico de la cámara anunció que estaba
dispuesto, al igual que el del sonido, por lo que podían continuar la
grabación. Joselyn acudió con micrófono en mano y preguntó sin
preámbulos.
- Por lo tanto, ¿creen ustedes, realmente, que los caballeros
Templarios anduvieron por estas tierras?
Nuria miró a Torres, como pidiendo permiso para contestar. Pensaba
que si éste notaba su nerviosismo por tratar de replicar a una pregunta tan
directa la mandaría callar y le rogaría que se contuviera. Cuando vio que
éste inclinaba la cabeza para asentir, Nuria respondió con una pregunta:
- ¿Conoce usted las leyendas sobre la “Ciudad de los Cesares”?

Joselyn pareció afirmar con un cabeceo, pero Nuria no le dio tiempo a


responder, ni tan siquiera con un simple sí.

- Esas leyendas nos hablan de una Ciudad Encantada, una ciudad


maravillosa que estaría ubicada en algún punto al sur de Chile, o
quizás Argentina, en una región maravillosa denominada Trapalanda.
Sus casas serían de oro, sus calles tan anchas como las de las urbes
españolas y sus habitantes, hombres blancos con el don de la
inmortalidad. ¿No cree que es curioso ese nombre de “Ciudad de los
Césares”?

Nuria dejó escapar unos segundos. Era una auténtica profesional en


el arte de la interpretación, sabedora de en qué momento debía “dejar
pasar un ángel” y durante cuánto tiempo. Tan solo el justo para aumentar
la tensión y no permitir que Joselyn, tan siquiera, pudiera llevarse el
micrófono a la boca e interrumpir así su exposición.

El Hombre del Gualicho. 36


- Para los historiadores – prosiguió Nuria -, tal denominación derivaría
de nombre del jefe del grupo español que partió, en mil quinientos
veintinueve, para hallar sus riquezas. Su nombre era Francisco César.
Sin embargo – suspiró -, no puedo evitar el tener que llamarle la
atención sobre la raíz romana del vocablo empleado. El término
"Césares" hace alusión a un distintivo solar, a un título de honor
conocido en la Roma Imperial.
- ¿A dónde quiere llegar? – Preguntó Joselyn, dudando si continuar o
interrumpir la grabación.

Nuria le echó una mirada amenazante al joven de la cámara; de esas


que saben intimidar a uno, como queriendo decir que, si en un momento
tomaba la errónea decisión de parar la grabación, se cuidase de una futura
paternidad, ya que le patearía los cojones.

- A que, si vemos este mito desde un punto de vista esotérico, los


acompañantes de Francisco César se asemejarían a caballeros de una
Orden, guardianes de los más grandes secretos de su ciudadela; una
Orden como la Templaria. Por todo ello, es muy concebible que el
mito de los Césares sea mucho más antiguo que el viaje de Francisco
César, a un tiempo que nos retrotraería al periodo de la llegada de
Templarios a estas tierras.

Además, los habitantes de esta Ciudad de los Césares serían todos


blancos, y más específicamente, rubios. De hecho, el jesuita José
Quiroga describió, en mil setecientos cuarenta y seis, el
descubrimiento en tierras patagónicas de unas casas con gentes
blancas y rubias que parecían españoles, pero que no entendían ni
una sola palabra cuando se les hablaba en dicha lengua.

El profesor Luis Torres retomó en ese momento la conversación.

- Nosotros creemos que los habitantes de la Ciudad de los Césares


eran realmente monjes Templarios que huyeron de la persecución a
su Orden. Quiero decir – Torres suspiró antes de continuar -, que
estas “Ciudades de los Césares" serían realmente ciudadelas
fortificadas levantadas por miembros de la Orden Templaria.

El Hombre del Gualicho. 37


- Aquellas personas descritas por Quiroga serían, probablemente,
ingleses o franceses, motivo por el que no entenderían ni una palabra
cuando se les habló en español – matizó Nuria un tanto disgustada
por la interrupción de su jefe – Serían monjes Templarios venidos
aquí con la misión, no de predicar el Evangelio, sino con la de
salvaguardar un tesoro aún mucho más profundo que la propia fe
cristiana, algo que no sabemos lo que es, pero que suponemos puede
ser hasta el mismísimo Grial.

Joselyn mostró un gesto escéptico; un rictus en su rostro que


rápidamente fue captado por Nuria.

- ¿Se sorprende? – Preguntó Nuria lanzando una sonrisa maliciosa -.


Pues si esto le parece extraño, más extraño le parecerá si le
hablamos de un posible predescubrimiento de América por irlandeses,
israelitas, vikingos, griegos, romanos, germanos, árabes, e incluso
fenicios.

Joselyn volvió a mostrar un gesto de desconfianza. Estrujó sus labios


e, instintivamente, se llevó la mano izquierda a la oreja y se rascó
suavemente el lóbulo, donde le colgaba un enorme pendiente de oro.

- Creo que lo que me está comentando son meras conjeturas – musitó


la periodista con desconfianza -. Presuponer la llegada de esas razas
a estas tierras antes de Colón es como….
- No es ninguna conjetura presuponer que los vikingos llegaron a las
costas de Norteamérica mucho antes que Colón – la interrumpió
Nuria con firmeza –. Aparte de los escritos de Adam von Bremen
sobre la fuga de Erik, el Rojo, está, por ejemplo, la torre de Newport.
Hasta hace tan solo unos años se creía que dicha estructura era un
molino de viento construido por los primeros colonos del siglo XV
pero, actualmente, se piensa que puede ser una iglesia vikinga de los
siglos XII o XIII.
Por otro lado, tampoco es conjeturar mucho el plantearnos que los
fenicios llegaron a América siglos antes. De hecho, Thor Heyerdahl,
entre mil novecientos sesenta y nueve y mil novecientos setenta,

El Hombre del Gualicho. 38


cruzó el Atlántico, desde África hasta las Antillas, en un barco hecho
con juncos de papiro unidos tan solo por una cuerda. Lo hizo para
demostrar que una embarcación de este tipo, una copia de aquellas
usadas miles de años atrás por los egipcios, podría haber cruzado el
océano y llevado elementos de la cultura antigua del Mediterráneo
directamente hasta América.
Joselyn dirigió una mirada al doctor Torres, como esperando una
reacción de rechazo ante esas patrañas. Pero en vez de ello, el doctor
Torres cabeceaba afirmativamente, apoyando con su silencio esas ideas.
- Mucho antes de los tiempos de Homero – susurró el doctor -, es
decir, casi ocho siglos antes de Cristo, los fenicios ya habían
establecido algunas de sus colonias fuera del estrecho de Gibraltar.
Por ejemplo, Hannón bordeó la costa occidental de África e Himilcón
la de Europa del Norte, por lo que no es de extrañar que hubieran
llegado hasta aquí…. Incluso, existe información del descubrimiento
de una jarra fenicia con monedas, encontrada en las Islas Azores en
el año mil setecientos ochenta y cuatro, y que debía pertenecer,
aproximadamente, al siglo IV antes de Cristo.
- Algunos autores consideran que fueron los navegantes fenicios
quienes inventaron los monstruos oceánicos. Esos gigantescos
leviatanes dispuestos a zamparse naves enteras… – Nuria hizo gestos
amenazantes con los brazos y la boca, como si fuera un horrible
monstruo capaz de devorar de un solo mordisco a la reportera -.
- Serían también los fenicios los creadores del miedo al “finisterrae” –
continuó Torres tras echar una sonrisa ante el gesto cómico de su
compañera -. Ese gran abismo por el que se vertían las aguas hacia
el infinito…
- De hecho, el mito de las columnas de Hércules también partiría de los
fenicios, que, al llegar al estrecho de Gibraltar, en el sur español,
levantarían allí dos columnas en las que colocaron sendas
inscripciones con el lema: “Non Plus Ultra” ; es decir, no más allá.
- Querían evitar a toda costa que los griegos llegasen a estos nuevos
mundos – retomó Torres la palabra -, por lo que exagerarían la
magnitud de esos terrores a fin de levantar una cortina de humo que

El Hombre del Gualicho. 39


pintase a los griegos la empresa como algo totalmente imposible y
descabellada. Y todo con la firme intención de proteger sus
descubrimientos.
Torres entró en el carromato y regresó con un libro sobre mitología
india precolombina.
- Mire este dios de aquí, es Quetzalcóatl – Torres señaló una imagen en
la que se veía reflejada una gran serpiente, toda ella cubierta de
plumas -. Es uno de los dioses de la cultura mesoamericana. De
hecho, está considerado como el dios principal del panteón
prehispánico.
- Quetzalcóatl es un dios civilizador – terció Nuria haciéndose con el
libro hasta localizar otra imagen -. Fue él quien enseñó a los
indígenas cómo labrar la tierra y cómo trabajar los metales y obtener
diversos objetos y herramientas. Lo curioso, es que algunas
representaciones del dios Quetzalcóatl lo muestran con una cruz de
Malta en su escudo. Así aparece, por ejemplo, en el Codex
Magliabechiano.
Nuria giró el libro hasta mostrar la imagen que había estado
buscando, una del Codex Magliabechiano, una colección ilustrada de códices
aztecas creado durante la segunda mitad del siglo XVI, en el primer período
colonial español. Las noventa y dos páginas de aquel Codex constituyen un
glosario casi perfecto de los elementos cosmológicos y religiosos en las que
se representan las diversas deidades indígenas, sus ritos religiosos,
costumbres, etc.
- Otra de las representaciones de Quetzalcóatl es la de un hombre
blanco y barbado – retomó Torres de nuevo la palabra -, por lo que,
durante la conquista de América, los pueblos indígenas creyeron en
un principio que Hernán Cortés era Quetzalcóatl. ¿No cree extraña la
presencia, en el panteón indio, de un dios con unas características
tan peculiares?
- Además, – le interrumpió Nuria -, también está esa otra tradición que
nos habla del poblamiento de América por razas “pálidas” venidas
desde el Atlántico, una tradición presente en todos los países de la
América Central. Aunque…, – Nuria levantó el dedo índice de su mano

El Hombre del Gualicho. 40


derecha, como haciendo un gesto de calma -, aunque todavía podría
mostrarle casos mucho más curiosos, ya que existen en estas tierras
misterios mucho más profundos por desvelar.
- ¿No me hablará ahora de mitos absurdos, como el de la Atlántida? –
Protestó Joselyn.
- ¡Por favor! – Respondió Nuria con sarcasmo - ¿No será usted una de
esas personas que trata de ver en los orígenes de las líneas de
Nazca, o en el candelabro de Paracas, una intervención
extraterrestre?

Joselyn iba a negar con algún comentario, porque movió la cabeza


con un signo de disentimiento, pero no le dio tiempo a pronunciar palabra.

- Me estoy refiriendo a los Dene-Dindjiés – continuó Nuria -, una tribu


indígena que habitaba América del Norte desde la Bahía de Hudson
hasta las Cascade Mountains. Un investigador, Emile Pétitot, encontró
una fuerte relación entre esta tribu y costumbres típicamente judías.
- ¿Judías? – Preguntó Joselyn con una muestra de asombro.
- Efectivamente – continuó Torres -. Pétitot, en su famoso estudio ante
el Congreso Americanista de Nancy, expuso que los Dene-Dindjiés, al
igual que los judíos, practicaban la circuncisión. También, en la época
menstrual, encerraban a sus hijas y mujeres bajo llave, se les
prohibía casarse fuera de su tribu y consideraban la carne de perro
como inmunda. Además, simbolizaban en la serpiente el espíritu del
mal, hablaban de la creación del mundo en seis días, conocían el
pecado original, el Diluvio y la dispersión de las lenguas….
- ¿Usted cree que es una simple casualidad? – Nuria planteó la
pregunta dirigiéndose directamente a la cámara -. Porque yo creo
que no. Sin embargo, para algunos de nuestros críticos, esto no deja
de ser un caso más de convergencia adaptativa, es decir: dos grupos
distintos, ante una misma situación, respondiendo de una misma
manera….
- Lo curioso – continuó Torres -, es que estamos hablando de tribus
separadas miles de kilómetros entre sí y, en algunos casos, incluso
de años, o siglos. Otro ejemplo es el del rey mandinga Abubakari II

El Hombre del Gualicho. 41


quien, en mil trescientos once, descendió por el río Senegal con una
expedición de cuatro mil canoas equipadas todas ellas con remos y
velas…, y con tambores, ya que era esa la manera con la que se
comunicaban con la nave capitana.
- Puesto que ni Abubakari II ni sus naves volvieron nunca a Malí –
prosiguió Nuria mordisqueándose el labio inferior -, se cree que
consiguieron atravesar el océano Atlántico y llegar hasta a América.
El problema, como siempre, – matizó con gesto de fastidio -, es que
los historiadores y los científicos modernos son escépticos con este
viaje, pese a que el relato de estos sucesos se conserva
perfectamente en expedientes escritos del norte de África, y en las
leyendas orales de los djelis de Malí. Yo misma los he visto y
estudiado.
- Con todo esto – sentenció Torres -, presuponer que los Templarios
llegaron a estas tierras no plantea romper ningún dogma. Serían, tan
solo, un grupo más en la larga lista de marinos arribados a las playas
de nuestra grandiosa América.
- “Just another brick in the wall” – sonrió Nuria, entonando la celebre
canción de los Pink Floyd.
- De cualquier manera – intervino Torres -, cuando Colón llegó a
América, los indígenas no se sorprendieron de ellos. Conocían bien la
cruz y acogieron con los brazos abiertos a los visitantes.
Joselyn no se extrañó. Recordó que, en alguna parte, había oído
hablar de misterios aún mucho más difíciles de entender, como el de la
venerable María Jesús de Ágreda, del siglo XVII. Aquella “dama azul” tenía
el extraño don de la bilocación, y esto le permitía estar a la vez en su
pueblo de España, Ágreda, y en Nuevo México y Texas, donde evangelizaba
y enviaba a los indios a pedir el bautismo ante los misioneros franciscanos
que acompañaban a los conquistadores de esas nuevas tierras, nunca antes
pisadas por cristiano alguno.

El Hombre del Gualicho. 42


4 CAPITULO
Al atardecer, arribó al campamento un camión del canal 7 de
televisión. Transportaba una antena para la radiodifusión en directo vía
satélite, así como un equipo de montaje; de manera que, durante toda la
tarde-noche, Joselyn y su equipo estuvieron entretenidos con la edición del
video. Al finalizarlo, llamaron al doctor Torres y a Nuria para su aprobación.
Tras un tira y afloja en relación a unos cortes no adecuados, y a la
conveniencia o no de introducir unas imágenes, se dio el visto bueno.

Por aquella hora, los jóvenes becarios ya habían encendido una gran
fogata en mitad del campamento. En la noche, las veladas se extendían con
el sonido del bandoneón, tangos, bailes y varias botellas de fernet, una
bebida amarga elaborada a partir de varios tipos de hierbas maceradas en
alcohol y añejadas en barricas de roble.

Joselyn disfrutaba de la fiesta. Descalza, bailaba sobre la sal al ritmo


de “Caminito”, emparejada con un joven estudiante que había estado
siguiendo sus movimientos desde que llegara, como si fuera su espejo.

Alejado del jolgorio, Torres aspiraba el humo de su pipa, sorbiendo de


vez en cuando largos trago de fernet de una botella medio vacía que había
apurado él solo. Se encontraba de pie, absorto, contemplando el cielo
preñado de estrellas. Tal era su ensimismamiento que no se percató de que
Joselyn se había acercado a él y le contemplaba desde una cierta distancia.

- ¿Es precioso, verdad? – Preguntó la periodista rompiendo el silencio.


El doctor Torres sintió un ligero sobresalto que hizo que se le callera
la pipa. Joselyn se agachó, la recogió y se la entregó al doctor. Este, con los
ojos como platos, contemplaba absorto a la periodista, sorprendido de
haber sido sorprendido.
- Es precioso… – volvió a repetir Joselyn.
- ¿El qué? – Preguntó Torres balbuceante - ¿Qué es lo que es precioso
en este desolado desierto de sal?
- Me refiero al cielo – respondió Joselyn haciéndose con la botella de
fernet de Torres para darle un largo trago -.
La luna aún no había acabado de salir, por lo que la noche era
oscura, con un cielo diáfano y transparente salpicado de astros. Era un cielo

El Hombre del Gualicho. 43


no manchado por la contaminación de las grandes ciudades, alejadas de allí
cientos de kilómetros. Aquello permitía observar perfectamente las
estrellas; incluso, si se contaba con unos simples prismáticos, podrían
distinguirse fácilmente las lunas de Júpiter, cuatro puntos de luz conocidos
como los satélites Galileo, ya que fueron vistas por primera vez a través de
uno de los primeros telescopios hechos por el astrónomo italiano Galileo
Galilei.
Torres levantó la punta de su pipa y señaló un lucero en el universo,
una estrella que, por su brillo y fulgor, parecía resaltar sobre las demás.
- Aquella de allí es la estrella del sur o "Estrella Polar austral". Es la
estrella más cercana al polo sur celeste de la Tierra. Y allí está la
constelación de “Corona Australis”, junto a las constelaciones de
Sagitario y el Escorpión. Sólo es visible durante los meses de
verano….

Torres no tuvo tiempo a continuar. Joselyn, entregándole la botella


con un movimiento brusco del brazo, le interrumpió con una pregunta que
sorprendió al doctor.

- ¿Es que usted no le tiene miedo al Gualicho?

Torres se quedó unos segundos sin responder.

- Pensé que una mujer como usted sería escéptica a todos esas
supersticiones y cuentos de niños.
Los ojos de Joselyn ardieron un instante, inflamados por la ira de la
indignación. Suspiró un segundo antes de responder.
- La verdad es que algo de escéptica sí que soy – replicó violenta -,
pero algo de miedo me da toda esa oscuridad que se alza entre
nosotros y el infinito. Y todos esos pequeños fuegos fatuos que, de
vez en cuando, se ven cruzar el horizonte.
Detrás de ellos destacaba, como un faro en la distancia, la fogata del
campamento, cruzada por las sombras de los estudiantes que bebían, reían
y cantaban en torno a ella. Pero ante ellos todo era oscuridad, una
oscuridad colmada de vapores cargados de electricidad que creaban
pequeños destellos aquí y allá, como los ligeros fuegos de San Telmo que se
ven relucir en lo alto de los mástiles de los barcos.

El Hombre del Gualicho. 44


Un pequeño aullido se oyó en la distancia, y Torres pudo sentir que el
corazón de Joselyn se encogía por el pánico.
- Yo crecí en estos lares – se justificó la periodista -. Nací en Valcheta,
entre la elevación azulada de la meseta y el bajo salitroso del
Gualicho, entre la “cueva de Curín” y la “puerta del diablo”. Mi padre
y hermanos trabajan aquí, en las minas de sal. Ya, desde niña, mamé
las tradiciones y creencias que hablan sobre el Gualicho.
Pese a que la noche era cálida, un escalofrío recorrió la espina dorsal
de Joselyn, que la hizo temblar de frío. Para combatirlo, se hizo de nuevo
con la botella y la apuró de un trago.
- Recuerdo que, de pequeña, me pareció verlo, alzándose ante mí más
de vez. Era como una figura gigantesca, toda ella de cristales de sal,
irguiéndose en lontananza. Mis hermanos decían que eran burdos
espejismos, pero yo creo que no, que era el Gualicho, dispuesto a
convertirme en estatua. Su malignidad tiene matices que van más
allá de la cruel maldad destructora. Es…., es…
Los ojos de Joselyn se humedecieron de repente, volviéndose acuosos
y transparentes. Se llevó el dorso de la mano y se los secó, ensuciándose
ambas mejillas con restos de rímel.

Torres rebuscó entre sus bolsillos hasta dar con un paquete de


pañuelos de papel. Joselyn extrajo uno de ellos y se limpió con él la cara.

- Me acostaba cada noche atemorizada con la idea de despertarme


convertida en estatua de sal – sollozó la periodista -. Temía que el
mismo Gualicho me hiciera una brujería o una macumba, o como
diantres lo llamen, para transformar mi piel en blancos cristales de
sal.
- El Gualicho es sólo una tradición, un mito propio del folklore popular
– respondió Torres -. Nada de lo que nos tengamos que preocupar.
- Mi tía abuela era una vieja machi que me regaló un amuleto contra el
Gualicho – Joselyn se desabrochó los últimos botones de su camisa y
dejó entrever un collar de cuero del que colgaba una bolsita del
mismo material -. Por las noches, me contaba mil y una veces todas
las leyendas que de él hablaban. Me decía de compañeras, amigas

El Hombre del Gualicho. 45


suyas, que se internaron solas en estas salina y que, o bien
desaparecieron, o bien las encontraron convertidas en estatuas de
sal.
Joselyn se tapó aún más con el chal con que se cubría los hombros.
Al verla temblar de frío, Torres se quitó su chaqueta y se la ofreció a la
periodista, que la aceptó con agrado.
- ¿Por qué aquí? – Preguntó Joselyn bruscamente.
- ¿Perdone? – Torres la miró con un claro gesto de asombro.
- ¿Por qué aquí? – Preguntó la joven de nuevo - ¿Por qué precisamente
en este blanco desierto?
Torres la contempló asustado. No entendía la pregunta, por lo que
aguardó unos segundos para que Joselyn se explicara.
- Este océano de sal es infinito, inmenso. ¿Por qué usted ha decido
excavar precisamente aquí, y no a cien, doscientos o quinientos
metros más allá?
Ahora que Torres sabía de qué se le hablaba, optó por aspirar
fuertemente el humo de su pipa. Se sentó en el suelo e hizo un gesto con la
mano para insinuar a Joselyn que ella también se sentara.
- Como le comenté esta mañana – contestó Torres, sorbiendo con
placer el humo que manaba de la boquilla de su pipa –, la Orden del
Temple fue prohibida en el siglo XIV, por lo que creemos que, cuando
los monjes templarios vieron llegar a estas tierras a los
conquistadores españoles, temerosos de poder ser encarcelados, se
ocultarían en estos lugares. Otros investigadores creen que huirían,
refugiándose, incluso, en la Meseta de Somuncurá.
- ¿Somuncurá? – Exclamó Joselyn lanzando una mirada curiosa al
doctor, que le respondió con otra mirada de extrañeza -.
- No se sorprenda – Protestó Torres – Somuncurá es una fuente en
bruto de miles de secretos aún por descubrir.

La Meseta de Somuncurá se halla al sur de Río Negro y al norte de


Chubut. Es una gran superficie de roca volcánica elevada unos setecientos
metros sobre el nivel del terreno que la rodea. En ella no existe ni un solo
pueblo, ni siquiera una carretera, dado el ambiente sumamente agreste que
allí reina, salpicado por volcanes como el Corona Grande, el Corona Chico,

El Hombre del Gualicho. 46


el Cerro Pancho, el Cerro del Medio, La Chara….

- En esa gran meseta de lava existen numerosas oquedades en las que


pueden ocultarse muchas cosas – explicó Torres –. Pero muchas,
muchas cosas.
Joselyn emitió un suspiro, más bien un bufido. Entrecerró los ojos y
se dejó llevar por los recuerdos:
- Mi abuela decía que las piedras de Somuncurá parecían vivas…, que
respiraban, y que ese era el motivo por el que sus antepasados le
pusieron ese nombre. Somuncurá quiere decir: "Piedras que hablan".
- Es cierto – respondió Torres -. Esos túneles aspiran y emiten aire, y
en esa acción generan diferentes sonidos.
- Entonces – prosiguió Joselyn trastocando su cara de ironía a otra de
curiosidad -, según usted, cuando llegaron los conquistadores
españoles, todos los enclaves Templarios serían abandonados y sus
tesoros trasladados a túneles bajo la Meseta de Somuncurá…
- …. O a estas salinas – río Garré -. Por otro lado, ¿no sé si sabrá que
la prospección de mañana será la número trece?
- ¡Trece! ¡Ese sí que es un número fatídico! – Respondió Joselyn con
una sonrisa de sorna -. Sí…, sí que tenía conocimiento de sus
anteriores excavaciones, y que todas habían acabado en fracaso.
Pero… ¿por qué escogieron este lugar, y no otro?
- Seguimos un protocolo – contestó Torres -. Hay una serie de métodos
y técnicas de prospección arqueológica que nos ayudan a identificar
qué sitios son los más adecuados para realizar excavaciones.
- ¿Técnicas? – Preguntó Joselyn con asombro - ¿Cómo cuáles?
Torres rebuscó en un bolsillo de su camisa y extrajo un papel que
desdobló sobre el suelo. Luego se palpó sus pantalones hasta dar con un
mechero, lo encendió, e iluminó con él el papel.
- Primero se utilizan fotografías aéreas, como ésta – Torres señaló con
la boquilla de su pipa diversos lugares, señalizados todos ellos con
una X -. Estas fotos nos permiten ver, desde arriba, el área
geográfica en la que vamos a trabajar y así poder detectar la
presencia de estructuras invisibles desde el suelo.
Si se fija en las X, verá que todas ellas coinciden con manchas más

El Hombre del Gualicho. 47


oscuras bajo el subsuelo. Desgraciadamente, cuando hicimos las
prospecciones, todas esas manchas coincidieron con grandes bolsas
de agua.
- Debió de sentir una gran decepción...
- Son gajes del oficio – Torres dirigió su mirada hacia los oscuros ojos
de Joselyn -. Supongo que sabrá que entre el mar y esta salina existe
un fuerte e invisible contacto que hace que, cuando las mareas
suben, también lo hagan las napas. Entonces el agua brota de la sal –
los dedos del doctor simularon la erupción de un volcán, o la
eyaculación de una botella de champán al quitarle el tapón -. Esta
agua crea lagunas y grandes ojos que se hunden con el peso de los
vehículos. De hecho, suerte hemos tenido nosotros de poder rescatar
nuestros coches más de una vez, antes de que se hundieran con todo
el equipo….
Torres golpeó fuertemente el suelo con el puño. Luego echó un
vistazo a la botella de fernet y la volteó, observando que no quedaba ni una
sola gota.
- No se preocupe por este lugar – sonrió al ver que Joselyn le
entregaba una botella de fernet, medio llena, que llevaba escondida
debajo de su falda -. El suelo, aquí, es lo bastante sólido para que no
se nos hunda bajo nuestros pies.
El doctor abrió la botella con esfuerzo y bebió un largo trago, luego se
la alargó a Joselyn.
- En esta nueva excavación hemos aplicado otras técnicas, como es la
prospección magnética.
- ¡Umm! ¡Prospección magnética…, qué interesante! – Musitó Joseleyn
fingiendo curiosidad, frotándose suavemente la barbilla.
El doctor Torres interpretó ese gesto como si le dijeran “¿de qué
coños me estás hablando? Inspiró fuertemente, llenándose plenamente los
pulmones de aquel aire cargado de sal, y respondió:
- La prospección magnética es un estudio de la variación local del
campo magnético terrestre que nos revela la presencia, en el
subsuelo, de materiales magnéticos, como pueden ser objetos de
hierro. El instrumento que utilizamos es un Electromagnetómetro de

El Hombre del Gualicho. 48


Frecuencia Variable (EFV) portátil.
La cabeza de Joselyn se ladeó de un lado a otro y sus ojos se
abrieron como platos.
- Tranquila, señorita – sonrió Torres -, ahora se lo explico. Todos los
restos arqueológicos presentan distintas propiedades magnéticas, por
lo que el electromagnetómetro las interpreta como si éstas fueran
anormalidades. Esto nos permite crear un mapa de cualquier cosa
artificial que se encuentre bajo esta sal.
Los dedos de Torres acariciaron con ternura la salmadre, que brillaba
a la luz de una luna recién emergida, cómo si ésta rielara en un inmenso
océano de aguas blancas.
- ¿Eso quiere decir que allí abajo, – preguntó Joselyn dándole un nuevo
lengüetazo a la botella, mientras que con la otra mano señalaba un
punto en el suelo -, han encontrado ustedes objetos metálicos?
- Efectivamente y, cómo usted puede imaginar, en este desierto salado
es casi imposible encontrar chatarra o conductos de agua. Por lo que,
lo que hallemos allí abajo, deberá ser algo totalmente distinto a
tuberías o restos de ciudad, aunque, a lo mejor, es un mero coche,
engullido en una de esas charcas salinas.
Torres aspiró de su pipa y torció la boca hasta adquirir una forma de
O, luego expelió el humo, haciendo una serie de aros que se encajaban uno
dentro del otro.
- Ayudados por estas técnicas, hemos podido detectar una oquedad a
una profundidad aproximada de entre siete y ocho metros. Una
oquedad bastante grande y, en principio, carente de agua.
Luis Torres se volvió hacia la periodista. Sus ojos irradiaban una
luminosidad transparente, como si toda su emoción fluyera por ellos.
- Lo curioso de todo este asunto – continuó mientras apuntaba con su
pipa el pecho de Joselyn - es que la sal, aquí, es un recurso casi
inagotable. El motivo se debe a que el contacto del agua con la sal
hace que se generen cristales a un ritmo de casi un centímetro de
nueva sal por año. Es decir, que si hacemos cálculos, un metro de sal
viene a corresponder con unos cien años de antigüedad. Según esto,
estaríamos hablando de una oquedad formada, aproximadamente,

El Hombre del Gualicho. 49


hace unos ochocientos años.
- ¡Fascinante! – Exclamó Joselyn llevándose de nuevo la botella a los
labios para luego ofrecérsela a Torres, que la rechazó con un gesto.
Sus ojos brillaban por el efecto del fernet y la luna. Parecían dos
pequeños astros en aquella noche cuajada de estrellas. De hecho, si Torres
entornaba la vista, la tez de la periodista se difuminaba en la noche, y sus
ojos eran lo único que quedaba visible, como dos puntos de luz.

Torres dejó escapar un quejido mezclado con una voluta de humo


que se dispersó con una ráfaga de aire fresco. Se echó para atrás el pelo y
dejó deslizar su mano hasta la nuca

- De cualquier manera – continuó -, mañana realizaremos otra


prospección, una mucho más tradicional.
- ¿Cuál? – Quiso sonsacarle Joselyn, curiosa, mientras le ofrecía de
nuevo la botella de farnet.
- Básicamente sondearemos el suelo con un taladro. Luego
introduciremos una cámara por el agujero y trataremos de ver qué es
lo que se encuentra allá abajo.
- Esa técnica ya la sabía – sonrió Joselyn con un gesto cómico, como
denotando desilusión -. Porque esa será la información que nosotros,
mañana, ofreceremos al mundo entero…, en directo.
- Efectivamente, pero…
Torres no tuvo tiempo a terminar su frase. En aquellos momentos
llegaba Nuria con muestras de preocupación.
- ¡Están aquí! – Exclamó con un bufido, dejando caer los brazos a
ambos lados de su cuerpo - ¡Llevamos ya tiempo buscándolos! ¡No
sabíamos dónde se encontraban!
Torres echó un vistazo a su reloj.
- ¡Coooñooo! – Soltó un taco - ¡Si son ya más de las tres, y mañana
conviene levantarse temprano…!
- ¡A eso de las seis! – Continuó Nuria con enfado, dejando entrever un
mohín de celos -.
- Vayámonos pues a la cama – prosiguió Torres tratando de excusarse.
- Eso – exclamó Nuria con enojo -. Vayamos todos juntos a misma

El Hombre del Gualicho. 50


litera a disfrutar de un frenético ménage à troix.
Torres la miró con gesto de extrañeza.
- Me refería – respondió el doctor un tanto compungido, dirigiéndose
también a Joselyn – que, si quería, podía utilizar mi caravana para
acostarse. Yo dormiría en cualquiera de las otras tiendas…
- No es necesario – respondió la periodista con una sonrisa, consciente
de los celos que estaba provocando en la investigadora –.
Disponemos en el camión de trabajo de varias literas, por lo que me
iré allí a dormir.
- Nos vemos en menos de tres horas.
- Hasta ese momento, entonces.

El Hombre del Gualicho. 51


5 CAPITULO
El despertador empezó a vibrar con un sonido ensordecedor. Torres
alargó la mano y lo arrojó de la mesilla con un fuerte empujón. Notaba un
tremendo dolor en la cabeza y la boca áspera y pastosa, síntoma de un
buen resacón y de escasas horas de sueño. De hecho, le pareció que no
había acabado de meterse en el catre cuando ya casi tenía que levantarse
de nuevo.
Rebuscó en un cajón hasta encontrar un paquete de aspirinas y se
tragó tres de golpe; luego salió de la caravana y se dirigió a los baños,
donde compartían unas duchas con toda la comunidad de becarios. Cuál no
sería su sorpresa al observar que la cola se alargaba hasta más allá de las
tiendas, perdiéndose tras dos o tres requiebros.
Con resignación buscó un cubo y lo lleno de agua fría. Luego
sumergió la cabeza en él y aguantó la respiración por espacio de un minuto.
Al salir de nuevo, con el pelo chorreando y la camisa empapada, notó que
los recuerdos del fernet de la noche pasada se habían disipado, y que lo
único que necesitaba era un mate bien caliente y ropa limpia.
Acudió a su carromato y se deshizo de pantalón y camisa,
arrojándolos a un cesto donde se apilaba la ropa sucia desde hacía días, a la
espera de un momento mejor para lavarla. Rebuscó hasta encontrar una
camiseta que no oliera demasiado mal y unos pantalones sin demasiadas
manchas. Luego se dirigió al comedor, donde le aguardaba Nuria, que le
miró con un gesto de reproche.
- ¿Tuvo usted una bonita fiesta anoche, verdad? – Preguntó la chica
frunciendo los ojos en un mohín de enfado.
- No me reprendas por ello, Nuria – se justificó Torres –. Sólo
mantuvimos una agradable conversación Joselyn y yo.
- ¿Joselyn? ¿Ya la llamas Joselyn?
- Bueno – replicó Torres -. La señorita Joselyn y yo.
- Una conversación no exenta de fernet. ¿Cuántas botellas cayeron? ¿Y
cuánto haces que no te lavas la ropa? Esa camiseta tuya ya empieza
a oler mal….
Torres no replicó. Optó por irse a preparar un mate bien caliente y

El Hombre del Gualicho. 52


hacerse con unos huevos revueltos y unos panecillos. Al volverse a sentar
vio como entraba Joselyn acompañada de su equipo. Iba elegantemente
vestida y parecía que la fiesta de anoche no había hecho mella en ella, dada
su elegante ropa y su porte altivo. Al ver a Torres, soltó una risita y acudió
hacia él.
- ¿Aún no ha desayunado? – Preguntó nada más llegar a su mesa.
- ¿Ustedes sí? – Contestó Torres con otra pregunta.
- Hace ya más de una hora – respondió Joselyn con una sonrisa -.
Estábamos aguardando el momento en que inicien sus prospecciones.
Torres lanzó un bufido de protesta. Pensó en salir sin desayunar y
acompañar a aquella joven hacia el lugar donde iban a comenzar las
investigaciones; pero un sonido en las tripas y un malestar general le
aconsejó a que era mejor despachar a la periodista y reponer fuerzas con
un buen desayuno.
- Entonces, Joselyn…. – Torres le lanzó una mirada insidiosa -, ¿no le
importará seguir aguardando hasta que acabe de desayunar?
Al cabo de quince minutos Torres salía del comedor y avanzaba hacia
su caravana. En la puerta le aguardaba Nuria.
- Eres un desastre, Luis – le reprochó la joven -. ¡Caramba diaño! Así
no puedes salir en televisión; y mucho menos en una situación como
esta. Aquí se está jugando todo tu prestigio como arqueólogo….
- Lo siento, Nuria – se justificó Torres con un arrumaco de suplicar
perdón mientras echaba miradas lastimosas a su sucia ropa -. No
tengo nada más que ponerme….
- Por suerte, yo sí. Mientras tú, ayer, te divertías con esa periodista, yo
me dediqué a lavarte una camisa y un pantalón. El tema de
calzoncillos es ya cosa tuya.
Nuria le entregó una bolsa de plástico que llevaba en las manos.
- Ponte esto, anda.
Torres agarró la cabeza de Nuria entre sus dos brazos y le plantó un
sonoro beso en la frente.
- Gracias Nuria. No sé qué sería yo sin ti.
Torres abrió la puerta y ambos entraron. Mientras él se aseaba y
cambiaba la ropa, Nuria se hizo con unas cuantas carpetas y material de

El Hombre del Gualicho. 53


trabajo. Al cabo de cinco minutos ambos salían de la caravana en busca del
equipo de periodistas.
- ¿Todo preparado? – Gritó Joselyn al verlos acercarse.
- ¡Sí! – Chillaron a dúo los dos investigadores.
En aquel momento un grupo de estudiantes se aproximó corriendo.
- Todo está a punto, doctor Torres – comentó uno de ellos -. Eduardo
le está aguardando para empezar a taladrar el suelo.
- Bien – respondió Torres frotándose las manos -. Pues entonces, ¿a
qué esperamos?
A lo lejos podía observarse el equipo de perforación. Este consistía en
una torre de veinte metros de altura que soportaba todo el aparataje de la
barrena, la cual se accionaba mediante un motor. Acompañando al equipo
de perforación existían también elementos auxiliares como: tuberías,
bombas, tanques, un sistema de seguridad, generadores eléctricos, así
como una roulotte desde donde todo el personal técnico podría controlar la
operación.
Torres, Nuria, Joselyn y el equipo de grabación accedieron a ella. Allí
les estaba aguardando un grupo de jóvenes, todos ellos sentados frente a
varios monitores, teclados de ordenador y un viejo micrófono de
comunicación.
A una orden de Torres, uno de los jóvenes accionó un conmutador y
el motor de la barrena empezó a funcionar. Otro de los jóvenes redirigió
uno de los monitores, permitiendo ver una imagen más o menos nítida de la
boca del pozo; de ella salían despedidos pequeños fragmentos de sal y de
agua. Ese mismo joven le indicó al cámara del Canal 7 donde podía
conectar sus aparatos para poder grabar esas mismas imágenes.
- Hemos alcanzado el metro – rompió el silencio el chico que
controlaba la barrena.
- Bien, Eduardo – susurró Torres en un murmullo apenas perceptible,
como temiendo que cualquier sonido elevado pudiera dar al traste
con aquella prospección -. Sigue así.
Al rato el motor emitió un sonido sordo, como si la barrena patinara o
se encontrara con una oquedad.
- ¿Hemos topado con algo? – Pregunto Joselyn.

El Hombre del Gualicho. 54


- ¿A tan solo dos metros de la superficie? – Exclamó Nuria extrañada -.
Eso es muy poco probable.
- Tan solo es una bolsa de agua – respondió Eduardo.
- No creo que llegue a tener más de unos pocos centímetros de grosor
– continuó Torres -. De lo contrario, la habríamos detectado con
nuestras máquinas.
Al cabo de unos minutos la barrena volvió a topar con algo sólido,
observable en el ruido de la broca al rozar con la sal.
- ¡Detén un momento la perforación! – Ordenó Torres.
- ¿Por qué nos detenemos? – Preguntó Joselyn dirigiéndose a los
presentes.
Torres suspiró. Iba a responder, pero Nuria se adelantó, contestando
por él con un tono de fastidio.
- Porque vamos a extraer el cilindro de sal para realizar con él,
posteriormente, un estudio paleoclimático.
- Hace años – continuó el estudiante que el día anterior había estado
persiguiendo a la periodista -, cuando se formaron estas salinas,
entre los granos de sal debieron quedar atrapados restos de aire y
otras partículas correspondientes a tiempos pasados.
- Aunque no ayude mucho a evidenciar la presencia de Templarios en
estas tierras – prosiguió Torres -, el estudio de estos cilindros de sal
servirá, al menos, para algo provechoso como, por ejemplo, estudiar
la evolución del cambio climático, detectar granos de polen, etc. Por
eso, llevaremos estos cilindros al laboratorio para su estudio.
Diez minutos más tarde, el rotor comenzaba de nuevo a dar vueltas.
A una profundidad de cinco metros, el doctor Torres pidió la máxima
prudencia, suplicándole a Eduardo que no se precipitase y que anduviese
con cuidado.
- Seis metros – exclamó Eduardo -.
- Más despacio, vete más despacio – rogó Torres acercando su nariz a
uno de los monitores -. Por Dios, Eduardo, vete ahora más despacio.
Nuria parecía aguardar, conteniendo la respiración, mientras que
Joselyn se rascaba compulsivamente el lóbulo de la oreja derecha.
- Siete metros…., ocho metros…., nueve metros y….

El Hombre del Gualicho. 55


¡Cranch! Un ruido sordo procedió del motor cuando sintió que su giro
era liberado de la fricción que mantenía contra la sal.
- ¡Hemos topado con un pozo! – Exclamó Eduardo parando la barrena-.
- ¡Bien! – Explotó de júbilo Torres -. Sabíamos que esa oquedad existía
y allí está, a la profundidad que decíamos. ¿No es maravilloso?
- ¿Hay agua en ella? – Preguntó Nuria.
- En principio parece que no – respondió otro de los jóvenes -. Quizá
más abajo...
- Pero eso ya nos lo dirán las cámaras – le interrumpió Torres -. Id a
retirar ese cilindro de sal y a preparar la cámara para introducirla por
el orificio.
En aquel momento Joselyn tomó la palabra.
- ¡No podemos hacer eso! – Exclamó la presentadora con un grito que
dejó a todo los allí presentes algo aturdidos.
Torres la miró con sorpresa, al igual que el grupo de estudiantes.
- ¿Qué coños me está diciendo? – Preguntó Torres, aún boquiabierto
por esa interrupción.
- ¿Es que no ha visto su reloj, doctor? – Preguntó Joselyn con signos
de estupor -. Son tan solo las ocho y cuarto de la mañana….
- ¿Y qué diantres pasa con que sean las ocho y cuarto de la mañana?
- ¡Usted se ha comprometido a ofrecer los resultados de su
investigación en directo! – Exclamó Joselyn -. Yo creía que en hacer
este agujero tardaríamos, al menos, tres horas, lo que nos situaría en
torno a las diez de la mañana, hora en la que está prevista la
retransmisión. No podemos emitir esta información a estas horas;
hemos de aguardar, como mínimo, hasta que sean las diez.
Torres soltó un bufido. Cogió una carpeta de plástico y golpeó
fuertemente con ella una mesa.
- ¡A la mierda con esas chorradas! – Exclamó - ¿Sabe lo que hemos
tenido que aguantar para poder llegar hoy hasta aquí? No pienso
aguardar otras dos horas más…
Joselyn retrocedió un par de pasos. Sintió que todas las miradas se
dirigían hacia ella y trató de buscar alguna de consuelo, más no encontró
nada parecido en ellas.

El Hombre del Gualicho. 56


- Concédanme al menos cinco minutos, los suficientes como para
contactar con mis jefes. A ver si podemos interrumpir la
programación y adelantar esta emisión unas horas, ya que estaba
prevista, como he dicho antes, para eso de las diez.
Joselyn salió de la cabina y acudió a su camión. En ese momento
Nuria se acercó a Torres y le agarró por el brazo.
- Creo que te has precipitado, Luis.
- No me vas a decir que tú también… – replicó Torres malhumorado,
señalando con un dedo la puerta por la que acababa de salir la
periodista -.
- Recuerda lo que te comenté anteayer, que esto puede ser tu muerte
en directo. Interrumpir la programación matinal para mostrar al
mundo un nuevo fracaso, y más a una hora punta como ésta, puede
ser tu puntilla fatal.
Torres tragó saliva. Se dio cuenta que caminaba sobre ascuas
ardientes. Desesperado, se llevó ambas manos a la cara.
- ¡Dios! – Exclamó crujiendo los dientes con furia -. Creo que me he
dejado llevar por mi ira y me he cabreado un poco.
- Yo también lo creo. Lo único que te salvaría es que, allá abajo,
encontráramos algo importante.
En aquel momento entró Joselyn. Venía acompañada del cámara y
del técnico de sonido.
- De acuerdo entonces – Joselyn dirigió su dedo índice hacia el rostro
de Torres -. Estaremos emitiendo en cinco minutos…
- Ningún problema – respondió Nuria al ver como el doctor Torres
permanecía en silencio, sentado en una silla y frotándose ambas
manos delante de la cara.
Joselyn volvió a salir de la cabina y se situó delante del cámara; se
retocó el cabello, bebió un trago de agua y comenzó a hablar.
- Buenos días, Argentina. Disculpen que hayamos interrumpido su
programación matinal para retransmitir este acontecimiento en
directo, pero estamos con el doctor Torres, famoso arqueólogo por
sus controvertidas teorías sobre la presencia de monjes Templarios
en estas tierras antes de la llegada de Cristóbal Colón – Joselyn

El Hombre del Gualicho. 57


respiró profundamente y dio una señal con la mano -.
En aquel momento, desde el camión del Canal 7, empezó a emitirse
el vídeo grabado el día anterior. Joselyn volvió a subir a la cabina,
acompañada del técnico de cámara.
- ¿Dónde puedo enchufar la cámara para obtener las imágenes que
ustedes filmen?
Uno de los estudiantes becarios respondió mostrando un lugar donde
podía enchufarse una conexión de audio y de video. Desde afuera, otro de
los jóvenes becarios dio una señal de aviso para indicar que el vástago de
sal ya había salido y que procedían a introducir la cámara.
En la cabina todo el mundo se abalanzó hacia el monitor, todos
menos Torres, quien, sumido en la desesperación, permanecía sentado,
mesándose los cabellos. Joselyn, con el micrófono en la mano, radiaba toda
la secuencia; aunque por el monitor sólo se observaba el avance de la
cámara por el interior del tubo.
Al cabo de unos minutos, que a todos pareció horas, el blanco
grisáceo de la sal dio paso a una total oscuridad.
- ¡Estamos en la oquedad! – Exclamó Nuria.
Torres se levantó y se acercó al monitor. En ese momento, dos
pequeños focos que acompañaban a la cámara se encendieron, pero la luz
no llegó a atravesar más allá que unos pocos metros.
- En un principio – susurró Torres -, no parece que haya agua.
- No, no hay agua – corroboró Nuria.
- Pero tampoco parece que haya nada más – replicó Joselyn.
Ninguno de los allí presente dijo nada, aunque en sus venas sintieron
un ramalazo de ira ante aquel comentario.
- Sigan avanzando con la cámara – ordenó Torres.
Eduardo empezó a manipular un mando, semejante a un joystick de
las consolas de videojuegos. La imagen del monitor vibró un momento
antes de empezar a desplazarse, aunque sólo reflejaba borrosas figuras
grisáceas.
- ¡Espera! – Exclamó de repente Nuria, sorprendiendo a todos.
Llevaban ya varios minutos contemplando sólo oscuridad, tanto
tiempo que ya el desánimo empezaba a hacer mella en ellos; sobre todo en

El Hombre del Gualicho. 58


Torres. Por el contrario, Joselyn parecía disfrutar de aquella situación.
Estaría retransmitiendo en directo el descrédito total y la caída del panteón
de célebres arqueólogos del doctor Luis Torres.
- ¡Espera! – Volvió a gritar Nuria -. Vuelve para atrás.
Eduardo manipuló el joystick y la imagen del monitor se desplazó
hacia la izquierda.
- ¡Ahí, justo ahí! – Chilló Nuria señalando un punto en la pantalla -.
¡Dirige la imagen hacía allí!
Eduardo así lo hizo. Con la mano sudorosa y el corazón alocado de
Torres palpitándole junto a su oreja, orientó la cámara a donde Nuria le
indicaba.
- ¡Veis! – Exclamó Nuria con un grito de gozo – Son figuras
geométricas, inusuales en la cristalización natural de la sal. Eso,
amigos míos, son los peldaños de una escalera.
El dedo de Nuria apuntaba a la pantalla, donde podía verse, entre
interferencias, rayones e interrupciones de vídeo, los escalones de una
escalera de sal, subiendo hacia la oscuridad.

El Hombre del Gualicho. 59


6 CAPITULO

Fuera de la sala de control, la algarabía iba en aumento. Unos


estudiantes habían descorchado unas botellas de champán y vasos de
plástico corrían de aquí para allí, festejándolo.
Joselyn no se había descolgado ni cinco minutos de su teléfono móvil,
mientras que Torres y Nuria discutían, junto con dos estudiantes más, sobre
la manera de acceder a esa oquedad.
- Es tu espíritu fatalista, Torres – Nuria solía llamar por su apellido al
doctor en los momentos de mayor enfado -. No habías previsto que,
quizás, pudieras tener éxito y ahora estamos así, con el culo al aire.
Torres pareció hacer caso omiso al comentario; en parte porque
reconoció algo de verdad en esas palabras. Tal era su convicción de que
aquel día tendría que levantar alas y desmontar el campamento, que no
había previsto una mínima excavadora o máquina que pudiera remover toda
la cantidad de sal que separaba la oquedad de la superficie.
- Quizá podríamos acudir a Valcheta, o a Las Grutas, a alquilar una
retroexcavadora, o algo así – sugirió Eduardo, el joven que había
estado manejando el equipo de perforación.
- Tardarían varios días en llegar, lo que supondría retrasar las
investigaciones una semana, o puede que hasta dos.
Nuria se mesaba los cabellos tratando de dar con una solución, pero
fue Joselyn la que aportó la clave.
- A menos de quince quilómetros de distancia hay una explotación de
sal. No es una mina muy grande, pero creo que podrán, fácilmente,
prestarles o alquilarles una excavadora.
Torres se levantó, esperanzado.
- ¡Claro que sí, diantres! – Exclamó dando un golpe en la mesa -
¿Cómo coños no se nos pudo ocurrir esa idea antes?
Nuria también lo miraba con síntomas de ansiedad. Rebuscó en su
raído pantalón vaquero, al que le había cortado las perneras para permitir
que los flecos se deshilacharan, hasta dar con las llaves del viejo Land
Rover.
- ¿Entonces, a qué esperamos?

El Hombre del Gualicho. 60


Dos minutos más tarde Nuria y el doctor Torres corrían en el
destartalado vehículo hacia las minas. No había pérdidas para localizar
aquella explotación porque, nada más alejarse cinco kilómetros del
campamento, se toparon con una senda transitada por varios camiones
cargados de sal.
En los primeros minutos la emoción hizo que permanecieran en
silencio, ajenos al casete de León Gieco, que empezó a oírse nada más
encender el vehículo, escuchándose la canción de “Hombres de Hierro”. Tras
otro par de canciones, Torres apagó la música.
- ¡Dios, Nuria! – Sollozaba - ¡No puedo creerme que hayamos topado
con algo!
Nuria soltó por un momento el volante para coger la cabeza del
doctor Torres con ambas manos y plantarle un sonoro beso en la frente.
- ¿Crees que será la “Ciudad de los Césares”? – Preguntó, volviendo a
centrarse en la conducción.

A Torres le vinieron a la memoria los célebres relatos de aquella


mítica ciudad. La leyenda enseñaba que la Ciudad de los Césares tenía sus
casas de oro, sus calles eran anchas y los hombres que la construyeron
serían seres inmortales de tez blanca.

- Pudiera ser. Si bien, no creo en esas fantasías de casas de oro y


plata, o en la inmortalidad de sus gentes…
- Quizás eran poseedores del Santo Grial y, por tanto, conocedores del
misterio de la vida eterna - le interrumpió Nuria -. Ya el propio Louis
Charpentier, en “El misterio de las catedrales”, aventuraba que los
Templarios pudieron ser poseedores del Arca de la Alianza, o de las
Tablas de la Ley…
- ¡Bah! – Rezongó Torres –. Eso sí que son mera paparruchas sin
ningún tipo de fundamento….
- De cualquier manera…, ¿y si fuera realmente la Ciudad de los Césares
lo que hallemos allá abajo? Piensa en las miles de riquezas que nos
aguardarían si así fuera.
- Creo, más bien, que lo que podamos hallar tendrá más relación con el
tesoro de los templarios que con la Ciudad de los Césares. Aunque

El Hombre del Gualicho. 61


ambas…, pueden ser la misma cosa.
A Nuria se le iluminaron los ojos, y de pronto sintió un ramalazo de
codicia al verse acariciando miles de monedas de oro.
- Oro, piedras preciosas, quizá hasta objetos sagrados del mismo
Templo de Salomón; o el Santo Grial. Todo eso es lo que podemos
encontrarnos allí.
- No sabemos a ciencia cierta qué componía ese tesoro Templario, -
respondió Torres -, pero lo que sí sabemos es que su riqueza no era
tan solo material. Más interesante que el oro pueden ser los libros,
documentos o reliquias que allí encontremos.
- ¡Que poco apego le tienes al dinero! – Bromeó Nuria –. Lo que sí está
claro es que este descubrimiento entrará en los anales de la historia;
será equiparable al descubrimiento de Tutankamon por Howard
Carter y Lord Carnarvon, o al de Troya por Heinrich Schliemann.
- ¿Tú crees que no le tengo apego al dinero? – Río Torres -. Si
estuviéramos hablando de unos pocos de pesos o centavos, a lo
mejor me carcajearía hasta la muerte. Pero es que nos estamos
refiriendo a tal ingente cantidad de oro y piedras preciosas que
trastornó por completo al rey Felipe IV. Ese oro es lo que ansiaba
codiciosamente tras haberlo contemplado previamente en la sede del
Temple, en París.
- Estamos hablando de miles de cofres de oro y plata, libros y reliquias.
Todo lo que los templarios fueron adquiriendo durante sus casi dos
siglos de existencia, y que fueron lo suficientemente listos como para
hacerlos desaparecer….
- Es cierto – matizó Torres -. Los ocultaron muy, pero que muy bien.
Recuerda que Jacques de Molay declaró, ante los comisarios
pontificios, que no conocía otra orden cuyas capillas e iglesias
tuvieran mejores y más hermosos ornamentos, reliquias y objetos de
culto que la suya.
Nuria esquivó violentamente uno de los camiones cargados de sal y
lanzó una sarta de improperios por la ventana. Luego, más tranquila, señaló
un punto en lontananza, en la que destacaban las enormes máquinas
encargadas de arrancar la sal a la salmadre.

El Hombre del Gualicho. 62


La fábrica de sal se componía principalmente de pozos, eras y
almacenes con varios años de antigüedad. Era obvio que dichas estructuras
no habían permanecido inmutables con el paso del tiempo, sino que habían
ido transformándose año tras año con el fin de aumentar la productividad,
todo debido al conocimiento empírico desarrollado durante generaciones por
los propios salineros.
No les costó mucho esfuerzo conseguir que las prestaran una
retroexcavadora lo suficientemente potente como para remover las
toneladas de sal que les separaban de la oquedad. Incluso la explotación se
prestó a regalarles el combustible con la condición de que su nombre
apareciera en toda documentación o información que se realizara de aquel
descubrimiento.
Rápidamente supieron el porqué de esa manifestación de apoyo. Una
televisión instalada en la oficina del director radiaba el portentoso hallazgo
del “tesoro de los Templarios” en una salina argentina.

Aquella imagen llenó de orgullo a ambos investigadores, pero


también de una cierta preocupación por lo que, una vez consiguieron el
compromiso del dueño de que la excavadora llegaría al campamento con la
mayor premura posible, cogieron rápidamente el coche para volver de
nuevo a la prospección.

- Creo, Luis – continuó Nuria, prácticamente iniciando la conversación


en el mismo punto donde la había dejado minutos antes -, que si los
Hospitalarios heredaron las encomiendas de la orden rival y, que yo
sepa, en ninguna de ellas se ha hallado escondite alguno que
guardara tal botín, lo más lógico es pensar que los Templarios
pusieran a buen recaudo sus dineros en lugares como éste.
- Recuerda que, sobre todo, lo que más trataron de ocultar esos
benditos monjes fueron sus documentos "secretos" – matizó Torres
recalcando la última palabra.
- O sea, que para ti, esos documentos son más interesantes que todo
el oro que hallemos.
- Sí, seguro - respondió Torres presa de emoción -. Pese a que De
Molay, poco antes de las detenciones, hizo quemar muchos de sus

El Hombre del Gualicho. 63


libros, otros habrán de quedar aún con vida, y son esos los que
habrán de revelarnos los grandes misterios de la Orden del Temple.
- ¿Cómo, por ejemplo, qué coños es eso del Santo Grial? – Preguntó
Nuria con malicia.
Torres dejó escapar un bufido de malestar. Bajó la ventanilla y lanzó
un gargajo verde antes de responder. Para Luis Torres, el término Santo
Grial derivaría de “Sang Réal”, es decir, “Sangre Real”. Pero esa sangre no
haría alusión a la recogida por José de Arimatea del cuerpo de Cristo, como
sostienen unánimemente los textos, sino a los descendientes que Jesús
tuvo con María Magdalena, ya que, para un maestro judío de la talla de
Jesús, el haber permanecido soltero y sin hijos hubiera sido toda una
ignominia.
- Yo no soy partidario de creer en el Santo Grial, o no, al menos, en la
interpretación mágica que se le da al objeto. Por lo que, si realmente
localizamos algunos de esos documentos secretos, podremos ver
realmente la relación que existía entre el Santo Grial y los
Templarios…
- O qué caralho era eso del Baphomet… – exclamó Nuria echando un
vistazo de reojo al doctor mientras se mordía el labio inferior.
- O qué caralho era el Baphomet… – sonrió éste dejando escapar una
gran carcajada.
- O…..
Pero Nuria no llegó a acabar la frase. Con un ligero volantazo se
desvió del camino y se internó en la salina unos cuantos cientos de metros.
- ¿A dónde vas? – Preguntó Luis, un tanto escamado por el brusco giro
del volante -. El camino no es por aquí…
Nuria no le hizo caso. Siguió avanzando por aquel inhóspito desierto
de sal hasta asegurarse que no divisaba ningún camión en lontananza.
Luego detuvo el vehículo y apagó el motor.
Sus ojos se volvieron hacia el asiento de al lado y se quedó
contemplando al doctor Torres unos segundos. De su boca no surgieron
palabras, sino hechos. Sólo hechos.
Con un movimiento felino, de gata en celo, Nuria abandonó su
asiento para sentarse de horcajadas sobre Luis. Sus ojos estaban preñados

El Hombre del Gualicho. 64


de deseo, su boca esbozó una leve sonrisa de lujuria. Rápidamente se
desabrochó el pantalón, se quitó la camiseta y empezó a cubrir de besos el
rostro del doctor.
El doctor Torres se dejó llevar por la sed que sentía por esos labios
carnosos. Con dedos temblorosos deslizó las manos hasta los pechos de la
joven, rodeándolos y masajeándolos suavemente.
Nuria jadeó, pegada a él, muerta de placer. Apoyó sus manos en los
muslos del doctor, firmes y musculosos y, lentamente, sus caderas
comenzaron a oscilar hacia adelante y atrás, a un ritmo acompasado.
Con movimientos lentos la joven comenzó a retirarle la camisa al
doctor y, segundos más tarde, lo arrastró fuera del coche y lo tumbó en los
asientos de atrás, quitándole el pantalón vaquero hasta dejarle desnudo.
Hay un instante de incertidumbre en los ojos del doctor, momento
que aprovechó Nuria para desatarse los nudos de su calzado, unas viejas
botas de montañas que habían pasado media vida con ella, acompañándola
a todas partes, unas botas a las que les tenía reservado un viejo clavo, en
su habitación de la casa de sus padres, para colgarlas el día en que ya no
pudiera viajar.
Ambos están desnudos, mirándose, descubriéndose uno al otro e
intuyendo sus pensamientos hasta que las dudas y los temores se disipan.
No hablan, pues cada palabra se expresa a través de gestos y caricias.
Cuando Torres notó el calor de la piel de la joven, supo que iniciaba una
nueva vida.
Recorrió lentamente su cuerpo, percibiendo cómo ella se estremecía y
vibraba a medida que la abrazaba. Sintió vértigo, pero combatió contra él,
abrazándola aún con más fuerza y dejándose llevar por el ímpetu de la
muchacha.
- Te amo - susurró ella buscando la boca del doctor -. Lo supe desde el
día que entré en tu despacho en busca de información.
- Lo recuerdo – contestó Torres entre jadeos -, te presentaste a mí con
tus credenciales de España, pero yo, de ti, ya sabía mucho…
- Calla – musitó ella dejándose llevar por el deseo -, y hazme tuya.
Se amaron entre gritos y chillidos, con temblores que hacían que el
viejo jeep se bambolease violentamente. Sus cuerpos se fundieron en uno,

El Hombre del Gualicho. 65


sin remordimientos ni dudas.
Ambos gimieron, moviéndose al compás del deseo. Finalmente ella se
sentó sobre él, dejando que los últimos espasmos de placer los unieran para
siempre.
- Este hubiera sido mi regalo de despedida - cuchicheó al oído del
doctor mientras le besaba el lóbulo e introducía su lengua por la oreja
-. Sabía que anhelabas mi cuerpo, y por eso estaba dispuesto a
entregártelo esta noche, suponiendo que tendríamos un nuevo
fracaso y que nuestras vidas se separarían mañana para no volverse
a encontrar nunca más.
- Pero hemos encontrado el tesoro Templario - le interrumpió el doctor,
dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo, cansado por el
esfuerzo -, por lo que, en vez de separarnos, se han entrelazado en
un vínculo imposible de romper.
- Que sellaremos ahora con un último beso.
Ambos estaban agotados, por lo que optaron por sentarse y rebuscar
entre sus pantalones hasta dar con un paquete de cigarrillos. Al rato
estaban hablando y riendo, recordando anécdotas vividas en los últimos
años. Entonces escucharon el tenue bramido de una excavadora avanzando
por la salina.
Ambos se miraron y soltaron una gran carcajada. Recogieron sus
ropas y, sintiendo el calor que uno al otro se habían dejado en su interior,
se dirigieron hacia la excavación en busca de los tesoros de la Orden del
Temple.

El Hombre del Gualicho. 66


7 CAPITULO

Cuando, casi tres horas más tarde de haber salido, arribaron a la


excavación acompañados de la excavadora, el espectáculo no podía ser más
dantesco. Varios helicópteros de diversas cadenas de televisión habían
aterrizado a unos cientos de metros de las tiendas, y otros tantos estaban
dando vueltas alrededor, con sus cámaras de video filmando todo lo que
ocurría a sus pies.
En un rincón, Joselyn y los directores del Canal 7 discutían
acaloradamente con otros agentes de distintas televisiones sobre la
exclusividad de la información.

Nuria no cabía en sí de su asombro por lo rápido en que había corrido


la noticia; pero Torres irradiaba ira por todos los poros de su piel.
Claramente malhumorado, descendió del coche moviendo los brazos con
grandes aspavientos.

- ¡FUERA DE MI EXCAVACIÓN, MALDITOS LOCOS! – Torres agarró a


uno de aquellos periodistas y, zarandeándolo, lo arrojó al suelo -. Es
que no entienden que uno de esos helicópteros pueden mandar al
traste toda la investigación.
- Eso mismo le he dicho yo – respondió Joselyn corriendo hacia él -.
Que aquí, los únicos que manteníamos la exclusividad de la noticia,
éramos…
En aquel momento Nuria agarró del brazo a Torres y lo sacó del
lugar. Este la miró sorprendido, pero la siguió hasta un rincón más
tranquilo.
- No hay tiempo para este tipo de disputas – susurró Nuria tan bajo
que Torres le costó esfuerzos oírla.
- ¿Qué? – Preguntó Torres acercando su oído a la boca de la joven -.
No te oigo nada.
- ¡Qué no hay tiempo para riñas, caralho! – Respondió Nuria, alzando
más la voz, malhumorada.
- ¿A qué te refieres?
- A toda esa gente – bramó Nuria echando un vistazo a su alrededor,
donde se veía a un cada vez más nutrido grupo de periodistas con

El Hombre del Gualicho. 67


cámaras y micrófonos en mano.
- Es lo que yo digo – exclamó Torres, furioso -. Hay que largarlos a
todos.
- ¡NO! – Chilló Nuria agarrándole el brazo -. Lo que hay que hacer es
empezar a cavar ahora mismo, cuanto antes mejor.
- ¿Por qué? – Preguntó Torres extrañado.
- Porque, en menos de lo que cante un gallo, tendremos aquí a la
Administración, o al ejército, para hacerse cargo de toda la
excavación y, probablemente, tanto tú como yo – Nuria señaló con
su dedo a Torres y luego a sí misma -, quedaremos fuera de todo
este asunto.
Torres lanzó un bufido de protesta. En todo lo que Nuria había dicho
tenía razón. Rápidamente mandó convocar una rueda de prensa en el
comedor, aunque previamente dio aviso a sus estudiantes para que
rodearan con cinta la zona y que se empezara en ese mismo instante a
excavar hasta, al menos, los siete metros de profundidad; momento en que
utilizarían palas y picos para llegar a la oquedad. Consultó unos instantes la
imagen del monitor, en la que podían verse las escaleras de sal y, tras unos
breves cálculos y unas mediciones en superficie, clavó un hito en un punto
dentro del área de protección.
- Cavar aquí – ordenó -. Yo vendré en menos de un cuarto de hora.

La carpa que servía de comedor estaba atestada de periodistas que,


con sus grabadoras en mano, buscaban un lugar donde ubicar los
micrófonos.

En esos mismos instantes entró Torres acompañado de Nuria y se


hizo un hueco en medio de los presentes. Levantó una mano y pidió un
minuto de silencio.

- Les he convocado aquí para comunicarles que…, en estos momentos…


- dejó pasar unos segundos, los suficientes para caldear el ambiente
hasta límites de una apoteosis -, no podemos dar nada por sentado.
Realmente, no sabemos qué es lo que se oculta allí abajo.
Aquella contestación dejó un amargo sabor de boca en los presentes,
que esperaban una respuesta más segura. Por eso creyeron que se les

El Hombre del Gualicho. 68


estaba ocultando información y empezaron a atosigar con más y más
preguntas al doctor Torres.
- ¿Es cierto que han encontrado el Tesoro de los templarios? –
Preguntó una voz.
- ¿De qué cantidad de oro y plata estaríamos hablando? – Preguntó
otra.
Torres pidió calma. Buscó entre las mesas hasta dar con un vaso de
agua y bebió un largo trago para aclararse la voz.
- No tenemos nada claro qué es lo que hay ahí debajo, pero estén
seguros que, en cuanto lo sepamos, se lo haremos saber.
- ¿Se nos permitirá acceder a las excavaciones?
- ¡NO! – Respondió un Torres enojado – Yo soy el responsable de la
seguridad de este campamento, y no voy a permitir que nadie no
capacitado acceda a ese pozo hasta que no se valoren previamente
los riesgos que pueda entrañar.
- ¿Entonces….?
- Entonces…. – contestó Torres bruscamente -, bajaremos únicamente
un reducido grupo de investigadores….
- ¡Pero….! – Protestó Joselyn - ¡Nosotros tenemos la exclusividad de
esta noticia!
- No se preocupen – Torres dirigió su mirada a la periodista, pero luego
volvió a mirar al global de los allí presentes -. Llevaremos cámaras de
vídeo, y todos ustedes podrán hacer uso de esas filmaciones, se lo
aseguro. Ahora, por favor, permanezcan aquí, en esta carpa, y
permitan a mi equipo hacer bien su trabajo.
En aquel momento el teléfono móvil de Torres empezó a pitar con
insistencia, el doctor le echó una breve mirada y lo apagó sin contestar.
- Era del ministerio – le susurró Torres a Nuria mientras salían de la
carpa.
- O nos damos prisa, o pronto vendrán aquí todos esos buitres a querer
llevarse un bocado de carroña.
Dentro del perímetro de protección, la retroexcavadora avanzaba
despacio. Se había tropezado con el problema de la bolsa de agua, y ésta
empezaba a manar por el pozo a gran velocidad.

El Hombre del Gualicho. 69


- Hay que drenar – exclamó Eduardo, el joven que manipulaba el
equipo de excavación -.
- Tenemos unas cuantas bombas en el campamento – respondió Torres
– Corred a traerlas.
Media hora más tarde dos motores aspiraban el agua de la fosa,
enviándola doscientos metros más lejos, vaciándola directamente sobre la
sal. Al cabo de otros quince minutos la bolsa de agua había quedado
completamente vacía, permitiendo de nuevo continuar con la excavación. Si
bien, el conductor de la retroexcavadora se negó a reanudar con la pala.
- Es peligroso – dijo -. Esa bolsa de agua ha dejado ahí un boquete que
puede hundirse con el peso de la máquina.
Torres mostró un gesto de fastidio.
- Lo entiendo – dijo -. De cualquier modo, gracias por su colaboración.

En aquel momento Eduardo, acompañado de un grupo de


estudiantes, se acercó corriendo portando una escalera de mano, palas,
picos, hachas y serruchos. Asentaron la escalera en el pozo y empezaron a
excavar, sacando los montones de sal con cubos, apilándola en un lado.

Estuvieron trabajando durante casi tres horas, ininterrumpidamente,


de manera que aquellos que se cansaban de excavar o sacar la sal, eran
reemplazados por los que impedían a los periodistas el acceso a la zona.

Al llegar a los siete metros de profundidad, Torres mandó detener la


excavación. Entonces extrajeron la escalera del pozo y la cruzaron sobre
éste. A continuación, ataron una cuerda a los peldaños y un arnés a su
final. Con cuidado hicieron descender a Eduardo quien, colgado como un
péndulo, picaba el suelo del pozo y depositaba los montones de sal en un
cubo.

De pronto sonó un pequeño crujido y el suelo se desplomó, dejando


ver un boquete del que salió un gas pestilente a pergamino y carne pútrida.
Rápidamente izaron a Eduardo hasta la superficie, donde fue trasladado
hasta la enfermería, a fin de que respirara de una botella de oxígeno, por
temor de que hubiera inhalado gases tóxicos.

Por el hueco dejaron descender dos analizadores de gas, que

El Hombre del Gualicho. 70


comprobaron los niveles de CO2, oxígeno y la temperatura de la oquedad.
Pese a ello, Nuria, el doctor Torres y otros dos jóvenes se colocaron sobre
su cara mascarillas de seguridad. También se ajustaron sus cascos, dotados
de luz frontal y a los que acoplaron, pegándolas con cinta aislante, unas
cámaras de video. Luego se ciñeron sus botas de seguridad y arneses.

El primero en descender fue Torres. Al atravesar el boquete, el


nerviosismo aumentó en el grupo que permanecía arriba y que controlaba,
en función de la longitud de la cuerda, la profundidad de la caverna. Tras
soltar otros veinte metros de soga, la tensión provocada por el peso del
doctor se aflojó, indicando que éste había tocado fondo. Al cabo de un
minuto, dos tirones bruscos indicaron que Torres ya se había desatado y
que la soga podía volver a subir para que otro investigador, en este caso
Nuria, pudiera descender.

Diez minutos más tarde los cuatro investigadores se reunían en el


fondo de la sima. Pese a sus luces frontales, la oscuridad era total, por lo
que aguardaron a que, desde arriba, les bajaran dos grandes focos
alimentados con un generador en superficie.

Cuando aquellas gigantescas bombillas se encendieron, los cuatros


investigadores quedaron mudos de asombro.

- ¡Dios mio¡ - Blasfemó uno de los jóvenes mientras se santiguaba -.


Esto es…, es más grandes que la catedral de sal de Zipaquirá, en mi
país.

Aquel muchacho era un investigador de Bogotá que había venido a


estudiar a Argentina en virtud de un intercambio entre Universidades y que
conocía bien la Catedrál de Sal de Zipaquirá. Esta esa un gigantesco recinto
construido en el interior de unas minas de sal, en el departamento de
Cundinamarca, en el área metropolitana de Bogotá.

La Catedral fue diseñada por el arquitecto Roswell Garavito Pearl, y


en su interior se guarda una rica colección de esculturas de sal y mármol.
La catedral de Sal de Zipaquirá es considerada como uno de los logros
arquitectónicos y artísticos más notables de la arquitectura colombiana; de
hecho, en el dos mil siete, mediante un concurso para elegir las siete

El Hombre del Gualicho. 71


maravillas de Colombia, la Catedral de Sal obtuvo la mayor votación,
convirtiéndola en la Primera Maravilla de Colombia, habiendo sido también
propuesta para incluirse dentro de las Siete Maravillas del Mundo Moderno.

A los ojos de Torres, la catedral de sal de Zipaquirá se quedaba


pequeña en comparación con aquella grandiosidad. Grandes columnas de
sal sostenían un techo abovedado sobre sus cabezas, mientras que en las
paredes podían apreciarse hermosas esculturas hechas también de sal, oro
y plata.

- Ahora entiendo el mito del Gualicho – exclamó Nuria -. Todas esas


leyendas relacionadas con jóvenes convertidas en estatuas de sal
eran verdad. Se estaban refiriendo a toda esta imaginería aquí
presente.
Una hermosa imagen de la Virgen, toda ella de sal, refulgía a la luz
de los focos. Portaba una pesada corona de oro, y entre sus manos, un
cetro de plata y piedras preciosas brillaban como el sol.
Más allá, una cruz de sal, madera, oro y plata, ocultaba a sus
espaldas una galería. A sus pies, el cadáver de un monje, con la cruz pate
en su pecho, revelaba su origen templario. El ambiente extraseco de la
gruta había preservado su piel, que permanecía amojamada, pegada a su
cráneo y huesos.
Más cerca de donde ellos estaban, tan solo a unos pocos metros, se
toparon con otros dos cadáveres más, e incluso los restos de un caballo.
Torres señaló hacia la cruz. Detrás de ella surgía un pasillo estrecho
que conducía a una gran sala donde, en las paredes de sal, habían sido
excavados estanterías y anaqueles que contenían cientos de libros y
documentos ordenadamente dispuestos. Aunque aquel lugar era frío y seco,
el tiempo parecía haberse cobrado su tributo en las hojas de papel y en la
tinta, pues muchas de ellas parecían finas obleas que se desmigajaban al
tocarlas.
Se acercó a una de las pilas y examinó la tapa de uno de aquellos
volúmenes. Lo que antaño debieron ser unas tablillas de madera recubiertas
de plata se habían vuelto ahora negras. Estudió aquellos grabados
rozándolos con el dedo, como si fuera un ciego leyendo braille.

El Hombre del Gualicho. 72


Estaba inspeccionando las figuras de Cristo y los que parecían ser de
San Pedro y San Pablo, repujadas en el duro cuero de una de las pastas,
cuando dejó caer su linterna, sobresaltado por un grito de Nuria.
- ¡Rápido, Luis, ven aquí!

El doctor se hizo de nuevo con la lámpara y corrió hacia la


procedencia del chillido. Ante una puerta bloqueada por una reja, paralizada
por la emoción, se encontraba Nuria, absorta ante los montones de joyas y
oro que se amontonaban en aparente desorden.

- ¡El tesoro Templario! – Exclamó Nuria llena de emoción - ¡Hemos


dado con él!
Torres pegó su cara, cubierta aún por la mascarilla de seguridad, a
los hierros de la reja, dando un repaso rápido al cúmulo de riquezas allí
amontonado. Había joyas, anillos, collares, pulseras, cálices y cetros de oro
con diamantes engastados, candelabros de siete brazos, figuras
antropomorfas y de animales...
Luego vio las estatuas, pequeños objetos de intenso color. Varias de
ellas representaban a la Virgen con el Niño en brazos, a ángeles y a bustos
de santos. Todas rectas, apoyadas en las paredes de sal como ejércitos de
soldados.
Sus ojos se cegaron ante el brillo del oro sobre los cofres, algunos
revestidos de marfil, otros cubiertos de ágatas y oropel, otros de cobre y
bronce, y todos ellos decorados con escudos de armas y escenas religiosas.
Nunca antes había visto tanta riqueza. Las urnas contenían plata y oro,
tanto en monedas como en bruto, sin acuñar. Había dinares de oro,
dracmas de plata y monedas bizantinas amontandas en rincones.
Tras girarse para volver de nuevo a la biblioteca, se percató en un
sarcófago, todo él de plata, apoyado sobre dos cojines de terciopelo rojo
desgastados, de manera que la imagen descansaba directamente sobre una
tarima de sal.

Torres sintió un ramalazo de curiosidad, en parte motivado por la


familiaridad de aquella imagen, de aquel rostro. Lo había visto
anteriormente, pero no sabía dónde. La imagen reflejaba a hombre de
aproximadamente un metro setenta a un metro ochenta de altura,

El Hombre del Gualicho. 73


completamente desnudo y con los genitales cubiertos por ambas manos.

Mientras que en la imagen frontal aparecía relajado, con ambas


piernas totalmente estiradas, al darle la vuelta y ver su parte dorsal, la
planta del pie derecho quedaba al descubierto, como si tuviera doblada la
rodilla. Fue precisamente en esta operación, al pretender girar la figura para
ver la espalda, cuando Torres se percató que lo que él creía ser una figura
sólida era realmente hueca, como una caja o un féretro.

Rápidamente avisó a Nuria y al resto de los jóvenes y, entre los


cuatro, procedieron a abrirla. No había asa ni asidero que permitiera tirar de
la tapa superior hacia arriba, por lo que aplicaron sus manos sobre ella y
forcejearon lentamente, haciéndola deslizar.

- Con más fuerza – exclamó Torres, al tiempo que empujaba hacia un


lado con todo el peso de su cuerpo.
- ¿Qué es lo que esperas encontrar aquí? – Resolló Nuria, que ya
empezaba a sentir los músculos cansados tras el esfuerzo.
Torres resopló y jadeó antes de contestar.
- Tengo un presentimiento. Tan solo eso.
- ¡Me cago en todos tus presentimientos! - Maldijo Nuria con un fuerte
resoplido.
Tras un sonoro click, la tapa superior se desprendió. Con cuidado la
depositaron en el suelo. Luego iluminaron con sus linternas el contenido del
féretro.
Dentro pudieron observar los restos óseos de una persona adulta. No
se veía en ellos ningún rastro de piel, pelo o vestidos, por lo que, cuando
éstos se guardaron en la caja, debieron meterse sólo los huesos como tales,
aunque se dispusieron sobre la madera cuidadosamente, ocupando cada
uno su lugar correspondiente.
Torres se hizo con el cráneo y lo observó detenidamente. Por la
región frontal, occipital y parietales se podían apreciar escoriaciones, como
si le hubieran encasquetado algo punzante, algo similar a una corona de
espinas.
También había una marca en una de las costillas derechas,
provocada, sin duda, por una espada o lanza al clavarse en el costado.

El Hombre del Gualicho. 74


Otras marcas aparecían a la altura de los pies y las muñecas, éstas últimas
a la altura del espacio de Destot.
Torres lanzó un suspiró.
- ¿Tú crees que es….? – Pregunto Nuria sin atreverse a dar un nombre.
Torres no respondió, aunque en el momento de volver a colocar la
tapa de plata le vino a la memoria dónde había visto aquella imagen, una
figura que había contemplado hasta la saciedad en miles de libros, cuadros,
fotografías….

El Hombre del Gualicho. 75


8 CAPITULO

Jerusalén, año 1128

Jerusalén era una ciudad de contrastes, una urbe donde rivalizaba su


carácter mítico con lo áspero y ruin de sus piedras. Nada tenía que ver la
Jerusalén celeste, de hermosas y blancas torres alzándose hacia el cielo,
con esa línea roja y parda, casi monstruosa, que se deshilachaba en mitad
del desierto.
Era raro entender la grandeza de Dios entre aquellos pedruscos
diseminados en medio de la áspera y seca nada, en las rocas hendidas, en
los sepulcros abiertos. De hecho, en las horas del crepúsculo, cuando las
murallas se teñían carmesíes, parecía que toda la sangre que habían
absorbido sus piedras rezumara por los poros, dándoles un tinte
sanguinolento y macabro, pero hermoso y vivo a la vez.
Así era Jerusalén, una ciudad en la que hasta su mismo nombre
suponía una incongruencia, una verdadera y macabra contradicción.
Jerusalén quiere decir “Visión de Paz”, pero en ningún otro lugar del mundo
se habían derramado tantos ríos de sangre como en éste.
Ya, desde los tiempos de nuestro señor Jesucristo, la ciudad había
sido demolida varias veces y fortificada otras tantas. En el año setenta, tal y
cómo predijo Jesús, las legiones de Tito la arrasaron y transformaron sus
casas en pasto de las llamas. Los pocos ciudadanos que sobrevivieron lo
hicieron a base de comerse sus zapatos, y hasta a sus propios su hijos.
Algunos llegaron a tragarse sus dineros con el fin de preservarlos, pero
cuando de esto se enteraron los soldados romanos, no dudaron en abrirles
en canal para extraerles el oro.
Los romanos también roturaron sus alrededores en un radio de más
de dieciocho kilómetros, convirtiendo en un estéril desierto lo que antes
habían sido fértiles campos de cultivo. Todo su templo fue saqueado y el
contenido del sanctasanctórum profanado; candelabros de oro y plata,
reliquias, hasta el Arca de la Alianza donde Moisés transportó los Doce
Mandamientos, todo, todo, fue enviado a Roma.
Sobre estas ruinas Adriano fundó una nueva ciudad, Aelia Capitolina,
prohibiendo la entrada de los judíos y poniendo encima de la Puerta de

El Hombre del Gualicho. 76


Belén la figura de un cerdo con el fin de ofenderles. Fue en esta ciudad
donde, siglos más tarde, la emperatriz Helena, madre de Constantino,
encontraría la Vera Cruz.
La ciudad más gloriosa e ilustre de las ciudades de Oriente, la que
Jeremías llamó la “más admirable”, era ahora tan solo una mortaja del
pasado, una piel estéril que cubría toda la podredumbre y miseria a la que
había llegado de la mano de los caballeros cruzados.
A esa ciudad había arribado, varios años antes, Hughes de Payns con
una misión por delante. Pero ahora, en un cuartucho mugriento de la
Mezquita de Al Aqsa, donde sus compañeros le habían llevado por temor al
contagio, aquel caballero se debatía entre mil y una fiebres.
Gimiendo y delirando, Hughes de Payns daba vueltas una y otra vez
en su camastro de telas húmedas y pestilentes por los sudores y la
suciedad, tratando de espantar los sueños con la mano, aunque, con ello,
sólo consiguiera hacer hueco en la tela mosquitera que cubría su lecho,
dando así paso a los cientos de moscas y mosquitos que taladraban su
cuerpo.
Llevaba en ese estado varios días, quizás semanas, aquejado de
dolores en tendones y huesos que no le permitían moverse ni para ir a
orinar, por lo que debía desocuparse en un pequeño cubo, en la esquina del
cuarto, fuente de atracción de multitud de insectos, que revoloteaban
encima de la mierda como lo harían sobre cualquier pastel.
Ese continuo trabajar entre las humedades del sótano y el calor de la
superficie habían conseguido mellar lo que las guerras y las luchas no
habían conseguido antes; lo habían debilitado, de manera que tan solo
podía aguardar a que cualquiera de sus hermanos le humedeciera la frente,
le trajera alimentos, o se llevase sus desechos.
Sus delirios iban y venían. Así, tan pronto gritaba que se lo llevaran
de allí cómo recordaba sus años de infancia, en el castillo De Payns, cerca
de Troyes, o sus años de lucha, batallando junto al Conde Hughes de
Champagne, Godofredo de Bouillón, o con Balduino y Eustaquio de Bolonia.
A su mente enferma le llegaban imágenes de su breve tránsito como monje
en la abadía de Molesme, tras la muerte de su esposa, Emelina de Touillon,
entremezcladas con escenas de Isabel de Chappes, su segunda esposa. O

El Hombre del Gualicho. 77


de su hijo Teobaldo que, con el paso de los tiempos, llegaría a convertirse
en el abad del monasterio cisterciense de Sainte-Colombe-de Sens.
Lejos de olvidar esos recuerdos, Hughes de Payns se hundía más y
más en ellos, cómo si girara en un remolino sin fondo, reviviéndolos tan
intensamente que parecía que en esos momentos tuvieran lugar. Tan solo le
faltaba extender los dedos para tocar a su hijo, palpar su espada o sentir la
sangre de sus enemigos deslizándose por la piel.
De pronto, todas sus viejas memorias se desvanecieron en la niebla,
sumergiéndolo en el pozo sin fondo del que tanto quería evadirse. Ahora
todo se limitaba a la conversación que mantuvo una noche con el abad de
Citeaux, con su amigo André de Montbard y con su primo Bernardo de
Clairvaux, aquella conversación que había conseguido trastocar todo su
mundo.
Esa conversación era el motivo por el que se debatía entre la vida y la
muerte, en la blanca mezquita de Al-Aqsa, lejos de su Francia natal. Era esa
conversación la que respondía a la pregunta, tantas veces repetida en su
delirio, de porqué estaba allí.
A raíz de aquella noche, Hughes de Payns había decidido abandonar
sus posesiones y alistarse a la Cruzada, habiendo llegado a Tierra Santa en
el año del señor de mil ciento cuatro como miembro de la peregrinación
organizada por Hughes De Champagne, uno de los condes más poderosos
del reino de Francia, ya que su fortuna, se estimaba que superaba en más
de cinco veces la del rey.
En el año de mil ciento diecinueve, él y otros caballeros decidieron
hacer votos de castidad y, unos meses más tarde, solicitar al Rey Balduino
II la donación de la mezquita de Al-Aqsa como sede para una nueva Orden.
Una Orden cuyo fin sería la custodia de los peregrinos y la guarda de los
peligrosos caminos que conducían a los lugares de Peregrinación, una Orden
que se llamaría: de los Pobres Soldados de Cristo.
La elección de Al-Aqsa, como siempre, no fue casual.
A su mente enfermiza le llegó la figura del abad de Citeaux, Etienne
Harding, mostrándoles unos manuscritos en hebreo que había recibido del
conde Hughes de Champagne. Para la traducción de aquellos textos,
Harding se había hecho asesorar por diversos rabinos, entre los que se

El Hombre del Gualicho. 78


hallaba el mismísimo Salomón Rashi, un exégeta tremendamente culto y
sabio considerado como el más excelso comentarista de la Biblia y el
Talmud, y uno de los más grandes eruditos y legisladores en materia de ley
judía.
Aquellos textos reflejaban una Biblia completamente distinta a la que
Harding conocía, una Biblia que difería grandemente de los textos recogidos
en la Vulgata, la traducción oficial del griego al latín que Jerónimo de
Estridón había realizado, a finales del siglo IV, por encargo del papa
Dámaso I con el pretexto de hacerla más fácil de entender y más exacta
que sus predecesoras.
Una vez que Harding hubo revisado una y otra vez aquellos textos,
tuvo el convencimiento de que podía hallar más información en los viejos
recintos que, en su momento, constituyeron el Templo de Salomón. Con esa
intención, buscó a Bernardo de Clairvaux para comunicarle sus
pretensiones, y éste, tras escucharle, también estuvo de acuerdo con él.
Fue entonces cuando Bernardo supo aprovechar la ocasión que
constituía el éxodo de cristianos hacia Jerusalén provocado por “Las
Cruzadas”. Así, se puso en contacto con su tío, André de Montbard, y con su
primo, Hughes de Payns, y aquella noche les encomendó a ambos que
buscaran dichos documentos, escarbando, si era preciso, en los muchos
subterráneos que penetraban bajo la explanada del Templo de Salomón
hasta encontrarlos.
Ese era el motivo de la elección de Al-Aqsa.
Ya, desde un principio, Hughes de Payns sabía perfectamente qué
lugar habría de escoger, aunque para ello tuviera que desalojar de allí al
mismísimo diablo, o a la mismísima orden del Santo Sepulcro, que hubieron
de marcharse de Al-Aqsa a regañadientes.
Con aquella búsqueda, tanto Harding como Bernardo pretendían
hallar, entre las ruinas del antiguo templo de Salomón, los textos
tradicionales y las sagradas reliquias que, después de haber permanecido
ocultas durante cientos de años, ahora querían sacar a la luz.

El Hombre del Gualicho. 79


9 CAPITULO

Abadía de Citeaux, 1117

Una fría lluvia golpeaba los cristales de la abadía de Citeaux en esa


noche de truenos y relámpagos. Aquella abadía constituía la segunda
fundación realizada por San Roberto de Molesme en el año mil noventa y
ocho. Ubicada en el departamento de Côte-d'Or de la región de la Borgoña,
fue bautizada por San Roberto como Novum Monasterium para diferenciarla
de la primera, la de Molesme, de donde el santo procedía.
Ahora, en aquella noche tormentosa, tanto Etienne Harding como
Bernardo de Clairvaux departían con Hughes de Payns y André de
Montbard, en la oscura confidencialidad de una celda del monasterio, para
exponerles todas sus ideas.
- Si encontramos los Evangelios primitivos – exclamó locuaz Bernardo
de Clairvaux, golpeando con su delgado dedo, fino como un junco,
una negra mesa de castaño -, esos que leyó el mismísimo Orígenes,
es probable que nos revelen unos textos completamente diferentes a
los que conocemos. Distintos a aquellos elaborados por los escribas
anónimos del siglo IV.
Pero Montbard y De Payns no dejaban de ser rudos caballeros, más
dados a pelear con la espada y con la lanza, que con libros y con textos.
- ¿Diferentes? – Preguntó Montbard, mostrando su desconcierto ante
la obstinación de su sobrino. - ¿Qué tipo de diferencias pretendéis
que haya?
Es en aquel momento cuando Esteban Harding, aquejado por la
humareda que invadía la estancia, comenzó a toser más y más fuerte.
Parecía una vejiga a punto de reventar, o un pez boqueante a punto de
morir.
- ¡A las que debe haber! – Estornudó irritado, haciendo crepitar su
cogulla blanca al estrujarla fuertemente con la mano derecha y
llevársela a la nariz para sonarse los mocos con ella.

A su lado, sentado en una banqueta, Bernardo empezó a notar


sequedad en la garganta, pero aquello, para él, era una vulgar nimiedad

El Hombre del Gualicho. 80


comparada con el tremendo dolor que padecía en su estómago y que le
acompañaría el resto de sus días.

- Deberías saber, querido sobrino – respondió Bernardo tras un breve


carraspeo -, que, debido al sin número de errores provocados por el
desliz humano, inevitables si pensamos en el copiado incontable de
La Vulgata en todos estos siglos y en los cientos de monasterios
existentes en Europa, ésta ya no debe parecerse en nada a lo que fue
en su origen.
- No os estiendo, tío. ¿De qué errores me habláis?
Bernardo suspiró profundamente. Se acercó hacía Montbard y posó
sus delgados dedos sobre los anchos hombros del caballero.
- Al hecho, por ejemplo, de que tan solo dos de los Evangelios, el de
Mateo y el de Lucas, nos hablen algo del nacimiento de Jesús, pero
discrepen severamente uno del otro. ¿A cuál hemos que creer
entonces, al de Mateos o al de Lucas?
Bernardo dejó aguardar unos segundos. Luego acercó su boca al oído
de Montbard, pero habló lo suficientemente alto como para que fuera
escuchado por todos los allí presentes.
- Para Mateo Jesús era un aristócrata, incluso un rey legítimo que
descendía de David a través de Salomón. Pero Lucas nos dice que
Jesús pertenecía a un linaje menos alto…
- Más yo creía que su padre era San José, un pobre carpintero… - le
interrumpió Montbard -.
- Esa leyenda nació de la crónica de Marcos, pero nos aclara muy bien
lo que quiero exponeros. Que hay tantas diferencias entre un
Evangelio y otro, que bien podríamos pensar en personas distintas en
vez de en un único Jesús.

De vez en cuando surgían de las tripas del abad de Clairvaux


pequeños ruidos, síntomas de la ansiedad que padecía y que le
incomodaban aún más cuando esos rugidos molestos coincidían,
justamente, con un silencio pasajero.

- Ninguna copia ha sido nunca igual a la otra – completó Harding -.


Muchos copistas han ido introduciendo lecturas del Vetus Latina en

El Hombre del Gualicho. 81


sus textos. Otros han interpolado, siempre de manera errónea, notas
marginales entre los párrafos, etc. Así, de esta manera, la Vulgata se
ha ido prostituyendo con el paso de los tiempos. Ahora parece más
una vieja ramera cuajada de perfumes y óleos, que una joven lozana,
fresca y fértil.
Esteban Harding escrutó con sus nublados ojos a los allí presentes.
Aquellas pupilas habían perdido su fuerza a base de horas de estudio a la
luz de una candela, intentando descifrar galimatías y garabatos adosados en
los márgenes de los libros, anotaciones en los bordes o entre líneas,
pequeñas letras en idiomas incomprensibles, algunos, incluso, inventados
por los escribas para evitar curiosos.
- Tanto Mateo como Lucas nos hablan de las tentaciones de Cristo en el
desierto, pero – sus dedos apuntaron a cada uno de los dos
caballeros -, si Jesús estaba terriblemente solo cuando todo esto
ocurrió, ¿cómo es los discípulos se enteraron?, ¿cómo es posible que
supieran todo lo que allí pasó? ¿Y qué sucede, e aquí otro ejemplo,
con la plegaria de Jesús en el Huerto de Getsemaní? Lucas nos dice
que Jesús lloró y oró a Dios nuestro Señor después de alejarse de
Pedro, Santiago y Juan y que, cuando Jesús regresó, se encontró a
sus discípulos dormidos….
- ¿Y bien? – Preguntó Montbard en un intento de hallar una lógica a
ese comentario.
- Pues que Jesús fue inmediatamente arrestado y luego crucificado –
respondió Harding irritado -. No hay insinuación alguna de que Jesús
mencionara ni una sola palabra sobre su plegaria a los apóstoles y,
sin embargo, sabemos muy bien lo que dijo. ¿Cómo es esto posible?
¿Cómo conocemos todo lo que Jesús nos legó, sino es porque esas
cosas fueron introducidas después?
- Quizás no nos corresponda a nosotros contestar a esa pregunta –
sentenció Montbard.

Era lógico que aquel caballero pretendía ocultar, a todas luces, su


ignorancia, evadiéndose por completo de una conversación que podría
acarrearle más de un problema, dándola por zanjada.

El Hombre del Gualicho. 82


- Pero, si no es a nosotros, ¿a quién crees, entonces, que le
corresponde tan magna misión, caro sobrino?

Bernardo trató de ponerse en pie, pero una arcada reprimida le forzó


a doblarse a la mitad, obligándole a ocupar de nuevo su silla.

- Has de saber, André, que todo este envilecimiento de la Vulgata ha


obligado a hacer séveras restauraciones de la misma. La primera se
inició allá por el año de quinientos cincuenta, por Casiodoro. Con el
paso de los tiempos han habido muchas más. Incluso nuestro
hermano Etienne, aquí presente – sus ojos se volvieron hacia
Harding, que agachó la mirada tímidamente -, ha intentado
corregirla.
- Ese es el motivo por el que estamos aquí – replicó Harding un tanto
molesto por aquella interpelación, ya que la vanidad también era un
pecado que se debía corregir.
Hughes de Payns, que había escuchado la discusión sin mostrar
partido por ninguno de los debatientes, con la mirada clavada en la mesa,
sin parpaderar, como en trance, pidió entonces un alto, pues desconocía los
temas que allí se trataban.
- Entonces, ¿qué es lo que pretendéis que hallemos? – Preguntó
mirando, con desconcierto, a ambos monjes.
- Quiero, "carissimus meus Hughes" – le contestó Bernardo utilizando
para ello el apelativo con que solía llamarle de joven: “mi queridísimo
Hughes” -, que busquéis los textos originales, los que copió en su
momento Orígenes y tradujo después Rufino de Aquileya.
- ¿Por qué? – Preguntó el caballero, volviendo después al mutismo.
- Por que, sin lugar a duda, no todo lo que está escrito en los
Evangelios es real…, ni tampoco todo es inventado. Algún ápice de
verdad habrá en ellos, y esa verdad es la que hemos de buscar,
aunque para ello hayamos de ir a los principios mismos del
cristianismo…
- Hemos estudiado los Evangelios buscando algunas de las escasas
pistas existentes sobre lo que realmente ocurrió en Tierra Santa hace
mil años – continuó Harding -. Los hemos estudiado con la mayor

El Hombre del Gualicho. 83


atención, analizándolos a fin de separar la verdad de la matriz
espuria en la que, a menudo, dicha verdad se halla incrustada….
- Es un hecho innegable que los Evangelios están equivocados…, puede
que hasta los cuatro – sentenció Bernardo -. Ante una conclusión tan
evidente e inevitable, es imposible considerarlos como
incuestionables. Y e aquí la paradoja: ¿cómo podemos considerar los
Evangelios irrefutables, si hasta ellos mismos se refutan entre sí?
- No podemos olvidar - matizó Harding crispando los dedos -, que
hasta el mismo Rufino de Aquileya tiene la desfachatez de decirnos,
en sus Prefacios, que cuando hallaba en los Evangelios algún pasaje
que le escandalizaba, no dudada en pasar la lima y que traducía y
expurgaba los libros a fin de que no hubiera en ellos nada que se
apartara de su fe.
- Es una realidad – matizó Bernardo -, que Rufino de Aquileya tradujo
y compuso los Evangelios de una forma espiritual, obviando aquellas
cosas que no debían expresarse y reescribiendo la enseñanza
hierofántica del Señor. Así, a las historias ya antes escritas, expurgó
unas y añadió otras más y, asimismo, introdujo ciertos dichos de
cuya interpretación él sabía. En suma, tanto él como otros que le
siguieron y precedieron, crearon y modificaron la figura de Jesús de
una forma muy poco veraz.
- Ante estos hechos – destacó Harding -, los Evangelios sólo pueden
aceptarse como una autoridad sumamente discutible y, ciertamente,
no definitiva. No representan la palabra perfecta de nuestro Dios – se
santiguó, horrorizado por sus propias palabras -, o, en el caso de
que la representen, estas palabras han sido tan censuradas,
modificadas, revisadas, glosadas y reescritas por manos humanas,
que no podemos darlas por ciertas.
- Disculpad mi ignorancia – susurró de Payns -, pero, ¿quién es ese tal
Rufino de Aquileya del que tanto vos, Bernardo, como Esteban
Harding, me habéis hablado?
Esta vez fue Harding quien respondió, aunque no fuera él el
interpolado.
- Tirannio Rufino de Aquileya fue un escritor y exégeta cristiano nacido

El Hombre del Gualicho. 84


en el año trescientos cuarenta y cinco y muerto en el cuatrocientos
once. Su actividad literaria se halla ligada, sobre todo, a su faceta de
traductor, mayormente de Orígenes.
- No obstante – continuó Bernardo -, de Rufino de Aquileya es acertado
afirmar que, como traductor, es bastante inseguro y que omitía,
añadía o, incluso modificaba los textos a su antojo, con el único fin de
contribuir al progreso espiritual de su propia fe.
El silencio cayó en la sala como una losa. Todos se miraban unos a
otros, pues nadie se atrevía a hablar. Al final, tras un fuerte suspiro,
continuó la conversación el abad de Clairvaux, lanzando una furtiva mirada
a Harding.
- Todo esto es como ese rumor que se transforma y degrada a medida
que pasa de boca a boca, de amanuense a amanuense, de escriba a
escriba. Cambia y se agranda, y lo que antes era una vulgar
mariposa, luego acaba convirtiéndose en un terrible dragón. Ha
habido tantos escribientes, copistas, traductores a lo largo de la
historia, que la obra original ha tenido que ser trastocada.
- Está en nuestras manos el poder recuperarla y volverla a su estado
primigenio - sentenció el abad de Citeaux -. A su condición más
prístina.

El humo de la chimenea empezó a invadir aún más la estancia. Era


un humo asfixiante y áspero que envolvía la sala en una semioscuridad. Sin
embargo, siempre era preferible aquel humo amargo y seco que el frío y la
lluvia que habían tenido que soportar para llegar a Citeaux.

La noche había sido sucia, cuajada de nubes bajas y amenazantes


que no dudaban en descargar todo su juego de truenos, lluvias y
relámpagos sobre los dos caballeros, Hughes de Payns y André de
Montbard. De vez en cuando, un viento gélido las arrastraba hacia el sur,
dejando entrever una luna, alta y muy pequeña, más de nuevo la oscuridad
volvía, sólo rota por la luz de las centellas y por dos faroles con los que
pretendían iluminar su camino al monasterio, donde les aguardaban Etienne
Harding y Bernardo de Clairvaux.

Tras un estremecimeinto por el estrépito de un trueno, Etienne

El Hombre del Gualicho. 85


Harding se revolvió inquieto, molesto, temeroso de que sus pretensiones
pudieran ir demasiado lejos. Aquel hombre alto y delgado, de rostro
demacrado y gran tonsura, que ocultaba sus brazos y manos en las anchas
mangas de una cogulla blanca, fue quien, allá por el año mil ciento quince,
decidió enviar a Bernardo a fundar el monasterio de Clairvaux. Pero
también fue él quien inculcó en Bernardo el deseo primitivo de ir a los
orígenes de las Sagradas Escrituras cuando, siendo éste novicio de Citeaux,
le mostró una Biblia con anotaciones propias, una Biblia que estaba
corrigiendo a fin de depurarla de posibles añadidos judaizantes
interpolados.
- El tiempo es un gran foso que lo engulle todo – replicó Harding –. Es
normal que, con el tiempo, todo se corrompa….
- Hasta los mismos Evangelios llegarían a corromperse si no los
regáramos constantemente con la oración y la plegaria – le objetó De
Payns.
- ¡Y más que se pudrieron en aquellos siglos de persecuciones
cristianas! – Continuó Harding alzando la voz, iracundo por la
interrupción del caballero -. Simoníacos, arrianistas, nicolaístas,
velentinianos, gnósticos, donatistas, cainianos, discípulos de
Menandro, Saturnino, Carpócrates y Basílides, helcesistas, todos ellos
eran unos, entre miles, de las múltiples herejías que surgían por
aquella época, revindicando la autenticidad de sus palabras.
Harding continuó nervioso. Hacía tiempo que le había transmitido a
Bernardo de Clairvaux su interés por aquellos textos originales, y juntos
habían gestado el plan de buscar esos manuscritos, justificándose en que la
búsqueda de la Verdad no podría, nunca, traer mal a nadie. Pero ahora veía
cómo su discípulo se le iba escapando de las manos, pretendiendo poner en
marcha un concepto que, en principio fue una idea, pero que ya era un
proyecto de consecuencias desconocidas y que, una vez iniciado, no podría
ser parado. A Etienne le fascinaba la idea en su estado inicial, de mero
pensamiento. Pero en fase de proyecto, como obra ya ejecutándose, le
aterrorizaba las secuelas que de ella podrían derivarse.
Tras evadirse de sus miedos se santiguó. Sabía que sus palabras,
fuera de situación y contexto, podían suponerle excomunión, y hasta la

El Hombre del Gualicho. 86


hoguera. Por eso contaba con la firme seguridad de que, dijera lo que dijera
en aquella sala, sólo en aquella sala habría de quedarse. Ese era el motivo
por el que la reunión se había efectuado en la más perfecta clandestinidad,
a altas horas de la noche, para garantizar la libre opinión de ideas sin que
ello supusiera un camino directo hacia la herejía.
- Es… - continuó Harding mientras elevaba sus temblorosos dedos
hasta ponerlos a la altura de su cara -, es como si todos aquellos
escribas hubieran recogido los mejores elementos, los que eran más
repetidos en la mayoría de los credos del mundo, para crear con ellos
una “nueva fe”, autentificada en la figura de Jesús. De esta manera
sabían que, sin duda, habrían de triunfar sobre todo el orbe, ya que
en ese Cristo amalgamaban todo lo mejor de los diversos dioses. Es
como una nueva Eva creada a partir de las costillas de: Horus, Attis,
Mithra, Krishna, Dyonisus, etc.
- Aquellos teólogos querían atraer nuevos seguidores – replicó
Bernardo -. Necesitaban elevar a Jesús de la categoría de hombre, a
la de Cristo-Dios. Seguro que conocerían la leyenda helénica de
Osiris, el consorte de la diosa Isis, quien murió a manos de Seth en
un viernes y luego resucitó tres días más tarde. ¿Por qué Jesús no
podía hacerlo también?
Etienne Harding dejó de observar a la lumbre para contemplar a los
allí presentes. Era un grupo muy extraño aquel que rodeaba esa vieja mesa
de castaño, en Citeaux. Todo en aquella sala pretendía mantener la quietud
y la paz propia de su vida monacal, pero fuera, un viento huracanado
azotaba las puertas, doblando los juncos y arrastrando goterones de lluvia
hasta estrellarlos contra los muros. Por eso, Harding agradeció el calor de la
lumbre.
- Los concilios, los símbolos y las intrigas personales marcaron aquellos
truculentos años de luchas religiosas intestinas. Sólo basta con leer a
Sócrates, a Sozomeno, o a Teodoreto de Ciro, o de mentar aquí a
Dámaso I, cuya entrada en el trono papal estuvo tan manchada de
disputas y controversias que fue denunciado de asesinato ya que,
recurriendo a sepultureros, acabó con todos los seguidores de Ursino,
el otro papable, no importándole que éstos se hubieran refugiado en

El Hombre del Gualicho. 87


lugar sagrado.
- Al principio del siglo cuarto – continuó Bernardo tratando de reprimir
un eructo -, nuestra iglesia cristiana todavía no había acabado de
reconocer qué libros habían sido inspirados por Dios, y cuáles no. De
hecho, nuestra Biblia podría incluir muchos más libros y escritos de
los que ahora mismo incluye….
Bernardo levantó una mano, tratando de remarcar que aquella
exclusión no era debido a un descuido o un haber desentendido los textos
hasta que éstos se hubieran perdido.
- No. No se trata de que los libros que faltan se hayan perdido. Ni
mucho menos, Al contrario, fueron excluidos deliberadamente…
- Sin embargo, Bernardo – puntualizó Harding elevando la voz -, desde
el segundo siglo ya había evidencias que consideraban como únicos
sólo los cuatro Evangelios canónicos de la Biblia, y ninguno otro –
Harding recalcó sus palabras golpeando con un dedo la mesa -. Por lo
tanto, sólo esos cuatro Evangelios debían ser incluidos dentro del
Canon Bíblico.

Bernardo pareció hacer caso omiso a esa matización, porque


prosiguió con su discurso por el mismo lugar por el que lo había dejado,
ignorando, como si no las hubiera escuchado, las palabras de Etienne
Harding.

- En el año trescientos sesenta y siete, el obispo Atanasio de Alejandría


recopiló una lista de obras que, según él, debían incluirse en el Nuevo
Testamento. Esta lista fue ratificada más tarde por el concilio
eclesiástico celebrado en Hippo en el año trescientos noventa y tres,
y de nuevo por el concilio de Cartago cuatro años más tarde. En estos
concilios se acordó una selección. Ciertas obras fueron reunidas para
formar el Nuevo Testamento tal como lo conocemos hoy y otras
fueron desdeñadas totalmente.
Es decir, de los cuarenta Evangelios qué, cómo máximo, debieron
existir en aquellos tiempos, puede que incluso más, se descartaron
treinta y seis y se aceptaron cuatro, sólo cuatro.
Bernardo profirió un eructo, síntoma de una pequeña arcada que le

El Hombre del Gualicho. 88


estaba revolviendo el vientre.
- Así, - matizó -, en el Concilio de Roma del año trescientos ochenta y
dos, celebrado bajo el pontificado de Dámaso I, la Iglesia Católica
instituyó el Canon Bíblico con la lista de los veintisiete libros del
Nuevo Testamento, basada en San Atanasio de Alejandría, quien, a
su vez, se basó en San Ireneo de Lyon.
Hughes de Payns rellenó su copa de vino e hizo lo propio con la de
Montbard, pero se detuvo ante las de los dos abades.
- Hay quien cuenta – exclamó mientras se llevaba el vino a los labios -,
que en aquel Concilio de Nicea del año trescientos veinticinco, ante la
dificultad de discernir qué Evangelios eran los divinamente inspirados
por Dios y cuáles no, se colocaron todos los libros en una mesa, se
abrieron las ventanas, y, cuando un fuerte viento apareció y derribó
casi todos, se consideraron verdaderos, o canónicos, tan solo los
únicos cuatro que aún permanecían sobre ella.
- ¡Esas son patrañas, burdas patrañas! – Replicó Harding con un deje
molesto en su voz -. En aquel concilio no se llegó a ningún consenso,
y los obispos discutieron sobre este asunto durante mucho, mucho
tiempo. Además, hasta vos mismo, Hughes de Payns, deberíais saber
cuáles fueron las tres prácticas que utilizó la Iglesia para comprender
qué libros habían sido inspirados directamente por Dios y, por tanto,
debían incluirse entre las Sagradas Escrituras del Canon Bíblico, y
cuáles no.
Etienne Harding empezó a elevar, uno a uno, sus largos y finos
dedos, a medida que iba mentando los diferentes motivos.
- La primera razón fue la autoridad apostólica; es decir, el libro debía
haber sido escrito por un apóstol, o, al menos, por un discípulo de
éstos.
Harding levantó un segundo dedo.
- La segunda causa es la regla de fe, o, lo que es lo mismo, las
enseñanzas del libro tenían que ser consistentes con el Antiguo
Testamento y con la tradición oral de Jesús y de sus discípulos.
Harding levantó un tercer dedo, y los apretó fuertemente con la otra
mano.

El Hombre del Gualicho. 89


- Y, por último, tenía que haber una aceptación y, por tanto, ser de uso
universal, o casi universal, en todas las iglesias. Es decir, el libro
tenía que ser reconocido por las iglesias primitivas como inspirado
por Dios y, por esta razón, debía ser de uso continuo y universal, o
casi universal, en todas ellas.
- El punto tres es el más refutable – argumentó de Payns -, ya que los
primeros grupos de cristianos serían, por lo general, tan pobres que
sólo tendrían medios para encargar unos pocos libros, de modo que,
por la costumbre, siempre encargarían el mismo, y así perpetuarían
el error con el paso del tiempo.

Entonces el de Clairvaux se levantó bruscamente, más aquejado de


un dolor en el estómago que por un arrebato de ira. Al retroceder tiró para
atrás de su pequeño taburete, que rápidamente recogió en un intento de
apaciguarse, antes de continuar con la réplica.

- Pero es, precisamente, el punto dos es el que más ha de


inquietarnos. Si las ideas recogidas en uno de aquellos libros no
coincidían con el Antiguo Testamento, o con la tradición oral de Jesús,
ese libro se despachaba y punto.
- Es verdad que algunos Evangelios atribuidos a los Apóstoles –
continuó Harding -, como el de Santo Tomás o el de San Pedro,
fueron considerados falsos y rechazados. Por otra parte, libros que
por largo tiempo habían sido muy controvertidos, como el Evangelio
de San Juan y el Apocalipsis, fueron aceptados, pese al gran atractivo
que ejercían entre los grupos sectarios y los milenaristas.

El milenarismo, también llamado quiliasmo, fue una doctrina que tuvo


influencia en la Iglesia del siglo II, aunque también dominó durante la Edad
Media y, finalmente, entre los protestantes fundamentalistas. Estaba
basado en el libro del Apocalipsis, del que toma literalmente su capítulo
veinte, ya que postula que el diablo permanecerá encarcelado en el abismo
por mil años tras los cuales Cristo volverá a la Tierra, a reinar junto a los
mártires y aquellos que no hayan adorado a la bestia.

- No hay de malo en rechazar unos libros, pues…., hasta vos mismo


separaría el grano de la paja….

El Hombre del Gualicho. 90


Ante la mirada severa que recibió de Bernardo de Clairvaux, sir
Hughes de Payns optó por volver al mutismo más absoluto y completo.
- Por eso buscamos la espiga, "carissimus meus Hughes" – respondió
de Clairvaux, ajeno a la interrupción de De Payns, aunque haciendo
uso de su mismo símil para continuar con el discurso -. Nosotros
deseamos el racimo donde se conjuga el fruto, la semilla y el tallo.
Bernardo se acercó a una mesilla. Pese a su debilidad, se le veía
esbelto, alto y rubio, con una barba un tanto rojiza, ojos azules y piel clara.
Sobre la mesa, un joven monje había depositado una bandeja repleta de
uvas rojas. Se hizo con un racimo y lo estrujó entre sus dedos.
- Queremos ser quien separe la uva, exprima el mosto y obtenga el
vino.
Entonces, los ojos vidriosos de Bernardo De Clairvaux se posaron,
uno a uno, en todos los allí presentes. Unos ojos fríos, de halcón, capaces
de escudriñar las profundidades del alma, unos ojos que el mismo Hughes
De Payns no olvidaría ni en sueños.
- Y esto nos plantea una cuestión – repitió el de Clairvaux
incesantemente –. Si otros previamente han obtenido el vino y tirado
el hollejo, nosotros hemos de buscar ese hollejo para obtener de él
un fino aguardiente. Es decir, debemos saber cuáles son esos pasajes
escandalosos presentes en los Evangelios que no se pueden poner
ante los ojos de los fieles. ¿Cuáles son? ¿Qué hay en ellos escrito?
¿Por qué se rechazaron?
- Por eso hay que ir a las antiguas fuentes – matizó Harding elevando
la voz -, aquellas de donde bebieron Rufino de Aquileya, u Orígenes….
- Por lo tanto – continuó Bernardo -, si Orígenes adoptó conceptos
paganos a la escritura evangélica, si hasta los títulos civiles, las
insignias y los privilegios, como el trono, el incienso, el manípulo y el
palio, han pasado de los emperadores romanos a los obispos de la
Curia, ¿dónde está ese cristianismo original, ese cristianismo en su
estado más puro?

La respuesta a esa pregunta es la que parecían andar buscando


desenfrenadamente Etienne Harding y Bernardo de Clairvaux, por lo que
esa era la baza que debía utilizar Hughes de Payns para sacarle jugo a la

El Hombre del Gualicho. 91


partida.

- Si localizamos esos libros que tanto ansiáis, esos que nos habéis
propuesto que busquemos – inquirió De Payns, un tanto indeciso
entre los riesgos y los beneficios de su cuestión -, ¿cuál será la
merced que nosotros encontraremos en ese proyecto?
Bermardo de Clairvaux se acercó lentamente hacia él hasta situar
sus labios a la altura de la oreja del caballero. Con voz siseante, cual
serpiente viperina, silabeó:
- Todo el tesoro de Salomón puede hallarse en aquellos lugares.
Pensad en la ingente cantidad de oro, joyas y reliquias que puede
estar allí enterrado, esperando ser descubierto. Y de todo aquel oro y
plata que allí encontréis, nosotros nos contestamos tan solo con los
libros.
- Las baratijas y las pedrerías serán todas para vosotros, sólo para
vosotros – continuó Etianne Harding.
- No seáis iluso, abad Harding – replicó De Payns con una gran
carcajada -. Jerusalén ya no es ni su sombra de lo que era. Vos
deberíais saber, incluso mejor que yo, que cuando los romanos
invadieron la ciudad, de eso hace ya más de mil años, se apoderaron
de todo el tesoro que allí hallaron. En el mismo Arco de Triunfo de
Roma podéis observar una escultura de todo lo que hasta allí
transportaron…
Ahora fue Harding el que dejó soltar su grito, una gran carcajada que
resonó en la celda y que reverberó aún más, al coincidir con un potente
trueno.
- El iluso sois vos, monsieur De Payns – estalló en risas -. Sin duda los
sacerdotes del Templo, al ver avanzar a las falanges de centuriones,
dejaron a los saqueadores el botín que éstos esperaban encontrar y
escondieron en algún lugar lo que esperaban resguardar. Eso, lo más
valioso, es lo que vosotros vais a hallar, os cueste lo que os cueste.

El Hombre del Gualicho. 92


10 CAPITULO

Jerusalén, año 1128

Ese hálito de codicia que surgió de pronto en Montbard y De Payns


fue el motivo por el que llevaran nueve años dedicados a una única tarea,
nueve años sin admitir a nadie más en la Orden, nueve años excavando los
subsuelos de aquel Templo, ignorando las llamadas de los reyes cristianos,
trabajando junto con Geoffrey de Saint-Omer, Payen de Montdidier,
Archambaudo de Saint Agnan, Geoffrey Bison, Rolando, Gondamero y
Hughes, Conde de Champagne, en dragar aquellas cuevas y establos, con
sus humedades y pestilencias, sus olores y oscuridades…. Nueve años,
nueve, nueve….
Al final, Hughes de Payns se desentendió de sus recuerdos y
consiguió abrir levemente los ojos. Sentía cómo si alguien le sacudiera, o
cómo si quisieran sacarle de su lecho. Notó que unos fuertes brazos le
apartaban de las sábanas y le arrastraban hasta el patio. Después, la fría y
húmeda sensación de ser introducido en una bañera de agua, y cómo le
quitaban la ropa y frotaban su cuerpo con paños y estropajos de esparto
hasta retirarle la roña tanto tiempo acumulada, y cómo le afeitaban la barba
en su parte central, al estilo a cómo habría de llevarla nuestro Señor
Jesucristo, y le rasuraban el cabello, y notó que la fiebre le bajaba y se le
iban los delirios.
Al volver en sí observó una inmensa pira en el patio. Sus antiguos
aposentos ardían en una gran hoguera, un fuego en parte alimentado por
sus viejas ropas, por sus cabellos y por todo aquel objeto personal que
hubiera estado en contacto con su cuerpo. Era una purificación, un limpiar
con fuego todas sus dolencias; como si tan solo las llamas pudieran acabar
con su enfermedad.
Ratas, liendres, piojos y pulgas trataban en vano de evadirse del
abrazo mortal del calor en que ahora se habían convertido las telas donde
habían cohabitado durante días, conviviendo con Hughes De Payns y
convirtiendo su cuerpo en una masa de llagas malolientes que ahora los
hermanos de la Orden pretendían eliminar a base de refriegas con hierbas,
sales y cenizas.

El Hombre del Gualicho. 93


Luego notó cómo le ponían ropas limpias y frescas y le traían
alimentos. Frutas exóticas de las tierras de Jerusalén, panes blandos y
carnes, verduras y vinos. Entonces es cuando empezó a sentir que
lentamente las fuerzas volvían su cuerpo, y que aquellos picores que tanto
le habían atormentado días antes, ahora empezaban a convertirse en
hormigueos; en esa sensación que se siente al percibir que un cuerpo
magullado, por fin, se está recuperando.
A su lado estaban sentados el resto de los hermanos de su Orden,
comiendo callados, pero tensos, como expectantes de una noticia que ha de
ser pronto comunicada, pero con el deber de saber que sólo uno puede abrir
la boca y pronunciarla. Uno de los allí presentes debía hablar, y debía
hacerlo pronto, antes de que los corazones desenfrenados de los
comensales se desbocaran por completo, y surgieran las palabras como un
torrente enloquecido.
El final de la comida siempre tenía un carácter simbólico, pues
Hughes de Payns solía recoger el pan sobrante para desmigajarlo en su
copa de vino y mezclarlo con zucra, un producto obtenido de la caña de
azúcar. Luego debía ofrecérselo a los allí presentes en recuerdo de la Última
Cena, pero debido a su enfermedad, ese gran honor había recaído durante
las últimas semanas en Montbard.
De pronto Andrés de Montbard se puso en pie. A su lado, Hughes De
Payns temblaba ligeramente, aquejado aún por las fiebres. Era él el único
que desconocía la buena nueva.
- ¡Hermanos! – Sentenció de Montbard alzando su copa repleta de vino
y pan -. Hermanos…. Durante nueve años hemos horadado estas
caballerizas, restos de los templos del gran Salomón, buscando sus
tesoros. Hemos removido toneladas de tierra, aguantado humedades
extremas, hedores pestilentes, calores sofocantes y plagas que han
taladrado nuestro cuerpo.
Sus ojos se dirigieron hacia los de Hughes De Payns. Estos, vidriosos,
sólo pudieron asentir con un ligero parpadeo, reconociendo que él, con su
cuerpo, era el claro ejemplo de todas las palabras dichas por su compañero.
- Nueve años han sido muchos años – continuó de Montbard -. Nueve
años que nos han hecho desfallecer y plantearnos, muchas veces, el

El Hombre del Gualicho. 94


porqué de nuestros actos. ¿Debíamos claudicar y renunciar a la
pretensión de hallar aquí lo que otros no han encontrado, o debíamos
salir al mundo e iniciar el oficio al que nos habíamos comprometido:
proteger al peregrino en su viaje por estos santos, y a la vez
peligrosos, caminos?
Sir Hughes De Payns lanzó un leve quejido, tan solo oído por su
compañero de mesa, sir Geoffrey de Saint-Omer. Era como un signo de
reprobación, o de aceptación de la realidad de aquel que, tras el sufrimiento
de haber estado nueve años batallando, se ha de contentar con volver a
casa con las manos vacías.
Geoffrey puso sus fríos dedos sobre el brazo de sir Hughes y apretó
levemente, luego acercó sus labios al oído de Hughes De Payns y susurró
levemente: ¡Aguarda!
- Nueve años han sido muchos años – Montbard dejó caer sus brazos
hasta apoyarlos en el borde la mesa, como si quisiera mostrar un
gesto de cansancio tras tanto tiempo de fatiga. Cansinas también
fueron sus palabras, que salían ahora perezosas de su boca, vibrando
en el gaznate, siendo expelidas lentamente, en un susurro.
De repente volvió a erguirse y, con renovado brío, levantó su copa y
exclamó:
- ¡Pero nueve años pueden dar su recompensa! ¡Por fin hoy, hermanos
míos, puedo anunciar que nuestra búsqueda ha tenido éxito! ¡Hoy
hemos encontrado lo que todos ansiábamos!
El resto de los siete hermanos de la Orden exclamaron en vítores y
gritos. Tan solo Montbard parecía extático, con su copa alzada al techo y
sus pupilas fijas en un punto más allá de las paredes. Y sir Hughes De
Payns, que con sus ojos vidriosos, vagaba su mirada de uno a otro, incapaz
de comprender el bullicio. Rápidamente, unos fuertes brazos lo levantaron
de su silla, lo arrastraron hasta uno de los pozos que perforaban el sótano
de templo de Al-Agsa y lo hicieron descender, con ayuda de una polea,
hasta sus fondos.
Allí sintió de nuevo la humedad que había debilitado sus huesos, y el
chillido de las ratas y el frío de las lúgubres galerías…
Pero esa sensación se evadió gracias al calor que emanaba de sus

El Hombre del Gualicho. 95


compañeros de Orden quienes, impulsados por una satisfacción, por un
deseo más fuerte que el dolor, le remolcaron por los túneles hasta llegar a
un pequeño boquete excavado en una pared, todo él iluminado por
antorchas y pequeños fuegos alimentados con brea.
- ¡Entra Hughes! – El dedo de André de Montbard señalaba una
pequeña abertura. Ésta, cómo una herida en el cuerpo de un
guerrero, daba paso a las vísceras que se ocultaban tras las paredes
del sótano.
Hughes De Payns permaneció unos segundos en silencio, boqueante,
con los ojos vidriosos, las pupilas abiertas hasta el paroxismo, la baba
cayendo de sus labios….
Levemente extendió un brazo y su pierna derecha lo acompañó hasta
el otro lado de la abertura. Cuando todo su cuerpo hubo atravesado la
grieta, a punto estuvo de desplomarse al contemplar lo que allí había.
Allí sólo había huesos encima de un polvo fino que debió de ser, en su
momento, restos de carne y tela. Huesos cubiertos de telarañas y borra.
Huesos que debieron ser depositados en aquel lugar tan apresuradamente
que sus familiares no tuvieron siquiera tiempo de venir a buscarlos, quizás
porque esa familia hubiera sido, toda ella, exterminada por los romanos.
Sir Hughes De Payns observó con ojos extrañados aquel cadáver
descarnado, pequeño, ridículo…, luego pasó esa misma mirada de estupor
por entre todos sus hermanos. No entendía el motivo de tanta alegría ante
una osamenta vacía, insulsa, carente de valor.
Pero André de Montbard reía de satisfacción. Lentamente cogió una
de las manos de Hughes De Payns y lo guió hasta aquel cuerpo yaciente,
mostrándole las rozaduras que podían verse en su cráneo. En algunas de
aquellas pequeñas escoriaciones aún podían verse restos de espinas
clavadas en el hueso.
Luego, apartando cuidadosamente un montón de telarañas cubiertas
de polvo, le mostró unas grietas y resquebrajaduras a la altura de una de
las costillas, provocada, sin duda, por una lanza al clavarse en el costado.
Otras marcas taladraban los pies y las muñecas.
Sir Hughes De Payns lanzó una risa histérica, una estrepitosa
carcajada que reverberó en las paredes, extendiéndose en las galerías como

El Hombre del Gualicho. 96


un eco sin fin.
- ¿Tú crees que…., que es….? – Llegó a balbucear.
De Montbard no respondió, aunque aquel silencio fue más explícito
que cualquiera de mil palabras.

El Hombre del Gualicho. 97


11 CAPITULO

Troyes, enero de 1128

Troyes anochecía entre el calor de las fogatas y el humo de las


antorchas, y más en aquel invierno gélido, típico del norte de Francia. Eran
unas horas peligrosas, en las que las prostitutas convivían con los ladrones
y los borrachos con los asesinos, donde caballeros desalmados resolvían sus
problemas a golpe de estoques y las damas zanjaban sus cuitas con
venenos y pociones. Las calles estrechas de Troyes, tan angostas que hasta
un gato podría cruzarlas por los tejados, no evitaban estos típicos
encontronazos, y más de una vez el derecho de paso se había zanjado con
un golpe de daga o con un lance de espada.

No habían acabado de sonar las doce campanadas desde la catedral


de San Pedro y San Pablo, cuando sir Hughes De Payns, acompañado por
Geoffrey De Saint-Omer, abandonaban sus aposentos, en una posada cerca
del río Sena donde se alojaban de incógnito, pues se aguardaba su llegada
para el día siguiente.

Llevaban ya más de dos años en Europa, a donde habían acudido con


la intención de reclutar nuevos miembros para la Orden, tomar posesión de
las numerosas donaciones que les habían sido otorgadas y organizar las
primeras encomiendas en Occidente, casi todas en la región de la
Champagne. Si bien, tanto Hughes De Payns como Geoffrey De Saint-Omer
tenían bien claro que el fin de todo aquel viaje era completamente distinto.
Aquel periplo que les había hecho atravesar Roma no tenía como único fin el
de solicitar del papa Honorio II un reconocimiento oficial de la Orden y la
convocatoria de un concilio que debatiera el asunto.

NO, ni mucho menos.

El objetivo era otra cosa diferente, un asunto que se resumía en un


solo acto. Y este acto se concretaría en la conversación que, en breves
momentos, tendrían con el abad cisterciense de la abadía de Clairvaux, el
mismísimo Bernardo.

Un criado de la catedral, al que habían contratado esa misma

El Hombre del Gualicho. 98


mañana, les estaba aguardando. Tras pagarle lo acordado, ciñéndolo con la
mano derecha como un verdadero avaro, aquel paje, dándoles la espalda,
comenzó a andar arrastrando una pierna.

- Síganme - escupió el viejo un gargajo verde contra el suelo.

Con oídos atentos, ojos abiertos y boca cerrada, aquel viejo les guió
por entre un laberinto de callejuelas y esquinas hasta la catedral de San
Pedro y San Pablo. El viento, la lluvia y el frío, así como lo temprano de la
hora, habían conseguido ahuyentar a cualquier posible viandante, de
manera que tan solo se toparon con un aterido gato y, de vez en cuando, a
la luz de una candela titilante, un caballero embozado, que se escondía de
ellos como si no quisiera ser visto, chapoteando entre los grandes charcos y
el barro.

Accedieron a la catedral por una pequeña puerta, en un lateral de la


misma. El templo, construido en los tiempos del obispo Milo, allá por el año
novecientos cuarenta, albergaría al día siguiente el Concilio por el que se
aprobarían las reglas de la Orden del Temple.

Cruzaron por pasillos, antesalas y puertas hasta llegar a un amplio


corredor adornado con hermosos tapices y vasijas de cerámica de variados
colores y formas. Al final, tras atravesar un arco oculto por un cortinaje
púrpura, accedieron a un amplio salón dominado por grandes ventanales de
cristalería policroma y reticulado de plomo por los que ya no entraba nada
de luz, dado lo avanzado de la noche.

En un lado del salón se extendía una larga mesa de castaño


flanqueada de sillas de cuero y, sobre ella, dos candelabros de plata de
cinco brazos cada uno. En la otra parte de la estancia había una chimenea
bajo cuya campana, entre dos poyos de piedra, reposaban dos morillos de
metal que elevaban el fuego sobre el suelo. Allí, un gran leño de encina se
consumía encima de un lecho de brasas incandescentes.

Frente a la chimenea, la ajada sotanilla de Bernardo de Clairvaux


llamaba la atención, en medio de tantas riquezas.

Bernardo de Clairvaux, con la barbilla apoyada en la palma de la


mano, miraba distraídamente la lumbre. ¡Oh, cómo odiaba Bernardo tanto

El Hombre del Gualicho. 99


lujo! Esas copas de oro y plata, esos candelabros dorados probablemente
traídos de Bizancio, esas piedras revestidas de lana y seda, esos espejos y
esos muebles de maderas preciosas, o esos claustros decorados de
monstruos deformes que tan solo podían ser signos de la depravación de su
Iglesia!

¡Cómo añoraba su austera celda de Clairvaux, sin más lujo que unas
blancas paredes, una plancha cubierta con un jergón, y un techo tan bajo,
que, prácticamente, debía andar siempre encorvado!

¡Rezad en la pobreza! – Era su lema -. ¡Vivid en la humildad, conoced


el trabajo y dejaros someted a nuestra regla cisterciense! Porque, ¿quién de
vosotros podrá ir al cielo si está acostumbrado a la tibieza de las mantas, a
las camas calientes por el cuerpo de una mujer desnuda, o a rezar en
capillas con las paredes cubiertas por tapices de seda en las que el ruido de
las conversaciones ahoga el santo rito de la misa….?

Bernardo contaba por aquel entonces con treinta y ocho años, pese a
todo, sus cabellos eran de color gris y su cuerpo mostraba una aparente
debilidad, recuerdo, aún, de sus duros inicios en la Orden.

El régimen que se impuso en sus comienzos fue tan rígido que afectó
seriamente a su salud. “Castiga a tu hijo con la vara, y librarás su alma de
la muerte”, recordaba del capítulo II de la regla de San Benito. Y así, con
esa premisa en mente, se impuso severos ayunos y cilicios como
sufrimientos silentes, como castigos contra su propia naturaleza humana,
puniciones que obligaron a Guillermo de Champeaux, obispo de Chalons-
sur-Marne, a intervenir y vigilarle con el fin de suavizar su falta de
alimentación y la mortificación implacable que se estaba imponiendo.

Sin embargo, la supuesta debilidad de Bernardo De Clairvaux era tan


sólo física, pues en su interior poseía una enorme fortaleza espiritual, una
fortaleza atribuida por algunos a su formación druídica. De hecho, él mismo
confesaba que, en medio de los campos y los bosques, fue donde había
adquirido su devoción por la oración y por la magnificencia de los libros
divinos. Y así, una y otra vez, acostumbraba a repetir que sus únicos
maestros habían sido los robles, las hayas y las encinas del bosque.

El Hombre del Gualicho. 100


Pero para otros, esa sabiduría la habría adquirido al beber leche de la
Virgen negra de la iglesia de San Voirles. Ésta exprimiría de su seno tres
gotas que le caerían en sus labios, y aquel premio lácteo, que más tarde
representaría Alonso Cano en una de sus obras, sería para ellos, la semilla
de todo su conocimiento.

El rechazo a la comida por parte de Bernardo de Clairvaux le afectó


de por vida, lo que le provocó fuertes recaídas. Ante su deseo de no
alimentarse, él siempre respondía que nadie podría subir al cielo con un
cuerpo pesado por el exceso de carnes grasas y vino. Sin embargo, más
tarde, en mil ciento cincuenta y tres, su estómago se hizo tan pequeño, al
plegarse sobre sí sus paredes, que fue incapaz de retener alimentos. Sus
piernas se le hincharon, quedó muy débil y murió el veinte de agosto de
aquel mismo año, haciendo coincidir el día de su óbito con la octava de la
muerte de Nuestra Señora, a fin de poder refugiarse, en un acto último de
humildad, detrás de Ella.

- ¿Y bien? – Preguntó Bernardo dirigiendo su mirada hacia el criado,


quien rápidamente se hizo con una jarra para llenar de agua unas
copas que había en la mesa.
Bernardo tomó su copa y mojó con ella sus finos labios, quizá para
ahuyentar el hedor que, desde su estómago, provocaban sus constantes
vómitos. Luego se secó con la punta de un pañuelo y volvió a preguntar:
- ¿Y bien?

Es entonces cuando Hughes De Payns inclina la cabeza, enseña su


tonsura, mas no responde. Tan solo se limita a echarse para atrás y
permitir que Geoffrey De Saint-Omer abriera su negra capa y exhibiera un
cofre de madera que depositó sobre la mesa.

Bernardo miró intrigado aquel objeto. Era un pequeño baúl de un


tamaño no superior a un gato grande. La madera era oscura, desconocida
para él, probablemente procedente de Oriente. Las bisagras parecían de
plata, así como la cerradura.

El abad De Clairvaux volvió sus pestañeantes ojos a Hughes De


Payns, quien, rebuscando entre su cuello, extrajo un collar de cuero del que

El Hombre del Gualicho. 101


pendía una llave, también de plata. Con un brusco tirón, De Payns rompió el
collar y le ofreció la llave al monje.

- ¿Qué es esto, "carissimus meus Hughes"? – Volvió a preguntar


Bernardo, intrigado aún más por el silencio de los dos caballeros que
tenía delante.

Éstos seguían inmutables, silenciosos como estatuas de piedra. Tan


solo cuando vieron a Bernardo De Clairvaux manipular nervioso la llave,
cuando oyeron el sonoro “click” del cerrojo, los ojos de Geoffrey De Saint-
Omer se iluminaron y las manos de Hughes De Payns se estremecieron.

Lentamente los dedos de Bernardo De Clairvaux abrieron el cofre y,


más lentamente aún, con la expectación de encontrar un tesoro, sus ojos
descendieron sobre el contenido. Al ver el interior, sus brazos se crisparon
de furia y bruscamente cerraron el cofre. A punto estuvo de arrojar el baúl
contra la chimenea, en un ataque de histeria, si la ruda mano De Payns no
le hubiera detenido en el intento.

- ¿Qué diantres es esto, Hughes? – Preguntó Bernardo colérico -. Yo


esperaba encontrar en su interior alguno de esos volúmenes que
leyera Orígenes, o el mismísimo Rufino de Aquileya, y tan solo me
traéis….
- …. Huesos – continuó De Payns -. Tan solo huesos.
- ¿Es esto lo único que habéis encontrado en vuestros nueve años de
excavaciones? – Inquirió de nuevo Bernardo con furia, dirigiendo su
dedo contra el cofre y luego contra ambos caballeros -. ¿Únicamente
huesos?

El abad de Clairvaux experimentó una arcada y vomitó sobre el suelo.


Era habitual que regurgitase las pocas hierbas cocidas con las que se
alimentaba a diario; de hecho, el hedor que emanaba de sus vómitos era
tan nauseabundo que los demás monjes de la abadía de Clairvaux habían
conseguido que rezara él solo en su celda, confinándolo en ella como si
fuera un leproso.

Sin embargo, aquella arcada no parecía venir provocada por su


enfermedad, más bien, provenía de un ataque de cólera. De esos brotes de

El Hombre del Gualicho. 102


ira cómo los que experimentaba en su adolescencia, cuando se dedicaba a
asuntos muchos más mundanos y comunes a la mayoría de jóvenes de su
época que poco hacían pensar en una futura vocación sacerdotal. Cuando
las muchachas se le quedaban mirando con insistencia, halagando su
vanidad de hombre turbado por el deseo que inspiraba. O cuando lidiaba
contra los hombres de Grancey durante largos torneos en los que le fue
tomando gusto a las armas, y luchaba con lanza y espada contra sus
hermanos, o contra su padre, Tescelín Le Sor.

O a aquella furia que irradiaba de su ser, como inspiración divina,


cuando reprochaba a Ponce de Melgueil, o a su sucesor, Juan el Venerable,
o contra los mismos monjes del Cluny, de hábitos negros y de vida fácil.
Aquellos que, bajo una piel de oveja escondían un corazón de lobo. Aquellos
que recomendaban el vino y se oponían a la abstinencia, aquellos para los
cuales ayunar era un asunto de locos, aquellos que se complacían en la
cháchara, en una mesa repleta de manjares y vino, y que vivían para el ocio
y el forniqueo….

Ante aquella nausea, aquella regurgitación mal oliente en el suelo, el


criado actuó con resignación, limitándose a arrodillarse en el suelo y a
utilizar su misma ropa para recoger, con ella, el pestilente vómito
derramado.

- ¿Es esto lo único que me traéis, unos simples huesos? – Gritó


Bernardo crispando los dientes mientras lágrimas de desesperación
surcaban su rostro, más por furia que por el ardor que convivía con
él, anidando en su estómago como inquilino mal deseado -. ¿Dónde
están esos libros que os mandé buscar; esos que en su día leyeran
Rufino, Estridón u Orígenes?
Sir Hughes De Payns, como un extático golem, contemplaba a
Bernardo De Clairvaux sin dirigir palabra. Sólo cuando tuvo el
convencimiento de que éste se había calmado, suplicó:
- Os ruego, mi señor abad, Bernardo de Clairvaux, que tengáis a bien
examinar con más detenimiento el contenido del cofre – De Payns
abrió el pequeño baúl y extrajo de él un cráneo, depositándolo sobre
la mesa, ante los ojos llorosos de Bernardo de Clairvaux.

El Hombre del Gualicho. 103


Este se levantó de golpe, se hizo con aquel macabro objeto y se
acercó a la lumbre, donde, a la luz del fuego, pudo contemplar las
escoriaciones a la altura de la sien. Las repasó con los dedos, llevándose
uno a la boca, al sentir el pinchazo de una de las espinas que aún se
hallaban incrustadas en el hueso.
- “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la
cabeza y le vistieron un manto de púrpura” – recordó Bernardo
repitiendo las palabras del Evangelio de San Juan.

Con un impulso violento se abalanzó hacia la mesa y rebuscó en el


cofre hasta dar con una costilla. En ella se veía una fuerte muesca, como
una línea marrón que cruzase el hueso, dejando ver una esquirla metálica
aún clavada en ella.

- Es…., es – balbuceó Bernardo -. Es…..


- Una herida producida por una espada – respondió De Payns
haciéndose con una de las lanzas que adornaban las paredes para
repetir con ella un gesto de embestida -. O más bien por la lanza de
Longinos, empuñada desde el suelo y clavada de abajo a arriba. Así.

Geoffrey De Saint-Omer se había acercado al cofre y rebuscaba entre


los huesos más pequeños. Había localizado los que formaban la mano y el
antebrazo y se entretenía reconstruyéndolos sobre la mesa, como si fueran
un puzle.

Cuando hubo terminado, llamó la atención sobre la muñeca. En ella


se podía ver la fuerte rozadura producida por un clavo al abrirse paso entre
sus huesos, a la altura del espacio de Destot. También mostró que ninguna
de las piernas había sido fracturada, lo que concordaba con los Evangelios
de San Juan: “cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron
las piernas”.

- Es un…, un crucificado – balbuceó Bernardo mirando con ojos


desorbitados a los allí asistentes -.
- No – respondió tajante De Payns -. No es un crucificado. Es “EL
CRUCIFICADO”.
- ¿Me queréis decir que este de aquí es…., es el cuerpo de Cristo?

El Hombre del Gualicho. 104


Las palabras de Bernardo fluyeron como un susurro, al igual que su
baba. Estaba extasiado, ido, absorto ante aquella amalgama de huesos
desparramados sobre su mesa.

- Sí – contestaron a dúo los dos caballeros.


- ¿Queréis, realmente, decirme que Jesús no resucitó en cuerpo y
alma?
- En alma sí – respondió De Payns, extendiendo su mano derecha hacia
el cofre -, pues en alma resucitaremos todos. Pero está visto, que en
cuerpo no.

Bernardo De Clairvaux cerró los ojos bruscamente, tapándoselos con


las manos.

- ¡Callad, por favor, callad!

Sentía que un hueco se abría bajo sus piernas. Era como un profundo
agujero que pretendiera engullirlo para llevarlo a un lugar más allá de la
tierra, quizás al mismísimo infierno. Todas sus convicciones empezaban a
tambalearse, como si se hubieran derrumbado las columnas y
desempotrado las piedras angulares que mantenían su iglesia.

Él creía en un Jesús divino y ahora se topaba con un Jesús humano,


hecho de carne y hueso, un Jesús mortal.

Para Bernardo de Claievaux, la historia de Jesús no podía contentarse


con ser sólo un panegírico, sino que debería mantener un retrato fiel de
Nuestro Señor en el que se incluyesen tanto sus cosas loables como las que
habría que ocultar. Él era conocedor de que los historiadores antiguos
narraron los hechos resaltando solamente los acontecimientos meritorios de
la persona a la que querían halagar, y dejando de lado todas aquellas
actividades contrarias a la fe, y todo con el único fin de edificar en la gloria
a la figura de Cristo.

De aquel hombre y aquella fecha, Bernardo tan sólo conocía, fuera


del cristianismo, muy escasas y controvertidas referencias. Así, por
ejemplo, en “Las Antigüedades judías” de Flavio Josefo, se narraba la
historia del pueblo judío de una manera más o menos completa. Sin
embargo, Josefo no menciona a ningún líder del pequeño grupo de

El Hombre del Gualicho. 105


cristianos, ni a María, la madre de Jesús, pero sí que incorpora unos
párrafos que tratan directamente de Jesús:

Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si


es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue
maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad.
Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles. Era el Cristo, delatado
por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión.
Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque
se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían
anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde
entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos.

Sin embargo, para el Gran Rashi, uno de los rabinos de Troyes con
los que Etienne Harding había estado corrigiendo la Vulgata, dicho
fragmento no debía ser considerado como auténtico, ya que estaba plagado
de numerosas interpolaciones cristianas poco propias para un historiador
judeorromano cuyo principal interés era ganarse la simpatía de Roma hacia
los judíos, y no hacia Cristo.

Ante tales lagunas y mutilaciones, Bernardo tan solo podía reconocer


la evidencia de que los monjes copistas del siglo IV expurgaron y eliminaron
todo lo que no creyeron conveniente, o lo que quedaba fuera de su doctrina
de un Jesús idílico. Por eso, tanto Etienne Harding como él buscaban esas
obras, esos libros originales sin tachones ni censuras. Esos volúmenes
previos al siglo IV, aquellos que otros hermanos anteriores a ellos
“recogieron y copiaron”. Bernardo quería leer los manuscritos de los autores
griegos y latinos a fin de obtener su propia opinión sobre el mismo Jesús. Él
no sólo pretendía buscar información histórica, sino que buscaba los mismos
fundamentos de la fe cristiana.

Bernardo creía en “la revelación verbal” del texto bíblico. En cada


palabra de los Evangelios buscaba interpretaciones y sentidos desconocidos
y ocultos. De esta manera, cuando no comprendía una frase o el sentido de

El Hombre del Gualicho. 106


un texto se le escapaba, pedía a Dios que le iluminara, pues opinaba que si
Dios había puesto esa palabra o esa frase y no otra, lo hacía por una razón
concreta. Él era de los que opinaba que si un historiador ocultaba un hecho
por considerarlo desafortunado, esa acción traía consigo que el resto de sus
escritos fueran considerados “sospechosos”, destruyendo así toda la
autoridad de su obra. Por ese motivo, no concebía el por qué los escribas
del siglo IV, por una razón puramente humana, hubieran expurgado las
palabras divinas según su propio criterio.

Pero ahora, ante aquellos huesos oscuros, su convicción empezaba a


cojear y a desvanecerse. Ahora, al comprender que la personalidad de Jesús
podía ser completamente distinta a aquella que imaginó cuando emprendió
su defensa, sintió que la vista se le iba y el corazón le empezaba a latir
como caballo desbocado.

El cuerpo de Bernardo De Clairvaux se tambaleó, luego palideció y


gimió, desplomándose contra el suelo como si hubiera resultado herido.

Minutos más tarde, al abrir de nuevo los ojos, se encontró con los del
viejo paje, que le miraba estupefacto, nervioso, aplicándole cataplasmas de
agua fría sobre la frente. A su lado, Sir Hughes De Payns y Sir Geoffrey de
Saint-Omer, también le observaban

- Lo que me han traído, señores – balbuceó Bernardo lentamente -, es


más aún de lo que hubiera podido desear.

Firmemente sentó ambos brazos sobre sus rodillas y se irguió con


pesar, ayudado siempre por aquel criado, que estaba allí, al servicio de la
catedral.

- Si bien – continuó el de Clairvaux-, la difusión de esta noticia haría


tambalear los pilares de la Iglesia. El hecho de que se sepa que Jesús
no resucitó y que su cuerpo mortal aún se halla entre nosotros
provocaría el colapso de nuestra fe. El pueblo dejaría de creer y sería
el advenimiento del Apocalipsis.
Bernardo De Clairvaux fijó sus ojos en aquel cofre. Estuvo así varios
segundos, callado, estático, pálido como la cera. Al rato, murmuró:
- Desde este momento ya no podremos utilizar la razón para explicarlo

El Hombre del Gualicho. 107


todo, ya que hay cosas que, cómo ésta – sus manos se apoyaron
sobre el cofre -, están por encima de toda razón. La presunción de
este objeto está contra la razón y contra la fe. Acaso, ¿hay algo más
hostil a la razón que tratar de trascender la razón por medio de la
misma razón? ¿Qué hay más hostil a la fe que negarse a creer lo que
no puede alcanzarse con la razón?

El abad De Clairvaux cerró los ojos y los ocultó con sus manos. Luego
se cubrió con la cogulla. Quería evitar, a toda costa, que su vista pudiera
ver aquel baúl, fruto de sus pesares.

- Contra la pretensión de aquellos que piensan que la teología debería


apoyarse en pruebas, yo opino lo siguiente – murmuró -. Somos
conocedores de la Verdad pero, ¿cómo pensamos que la
comprendemos? La disquisición no la comprende, pero sí lo hace la
Santidad…, si de algún modo es posible comprender lo
incomprensible. Pero si no pudiese ser comprendida, el apóstol no
habría dicho: “y fundados en la caridad, podáis comprender en unión
de todos los santos”.
- ¿Queréis, por tanto, que destruyamos los huesos? – Preguntó
Geoffrey de Saint-Omer, incapaz de comprender el discurso del abad
-. Bastaría con arrojar el cofre a la lumbre….
- ¡NO! – Gritó De Clairvaux poniendo ambos brazos sobre el pequeño
baúl y protegiéndolo con su cuerpo -. No podemos olvidar que
estamos hablando del mismísimo cuerpo de Jesús, Nuestro Señor.
Además, todos, absolutamente todos los misterios de la vida de
Cristo son realidades eternamente actuales. Recordad sus palabras
cuando nos dijo que Él es el alfa y el Omega, el principio y el fin de
todas las cosas. Él está ahora mismo naciendo en Belén, rezando en
Getsemaní y muriendo en el Gólgota, por lo tanto, estamos hablando
de realidades totalmente indestructibles.
Bernardo temblaba. Su cuerpo, delgado como un junco, parecía
ridículo en su intento de defender aquel objeto, ya que bastaba un ligero
movimiento de las manos de cualquiera de los dos caballeros para que
aquel santo abad fuera arrojado al suelo.

El Hombre del Gualicho. 108


- ¿No entendéis? – Gritó el De Clairvaux –. ¿Es que no comprendéis
que, por más que arrojemos estos huesos a la hoguera, siempre
saldrán indemnes de las llamas? Así pasó con San Cosme y San
Damián que, al ser quemados vivos y sobrevivir al fuego, tuvieron
que ser decapitados por orden del emperador Diocleciano. E igual
sucedió con San Alejandro, Teódulo y Evencio, a quienes el
emperador Aureliano arrojó a un horno del que salieron indemnes. Y
así habrá de suceder también con estos mismos huesos, pues son los
mismos huesos de Cristo.

Bernardo de Clairvaux respiró y expiró varias veces el aire antes de


continuar. Parecía como si nuevos razonamientos surgieran de su boca, sin
que hubiera tenido tiempo, siquiera, de elaborarlos o meditarlos.

- No estamos hablando de un cuerpo normal – su pálido rostro,


demacrado como un cadáver, vibraba con cada palabra, con cada
gemido -. Este es el cuerpo del Rey de Reyes, por lo que fue Sangre
Real la que alimentó sus huesos. Destruirlos sería algo así como pisar
una hostia consagrada, derramar el vino de la Santa Misa o echar
abajo una iglesia.

Los ojos del abad se pusieron en blanco, al volverse en sus cuencas.


Dando un grito, exclamó

- NO. Destruir estos huesos sería aún algo peor, pues éste es el
Verdadero Cuerpo de Cristo y…, lo demás, son tan solo meras
transmutaciones. Nuestro deber es conservarlos, protegerlos,
cuidarlos….
Luego se volvió lentamente hacia los dos caballeros y susurró,
llevándose un dedo haca sus labios:
- Tan solo los santos comprenden la Verdad, pero,… ¿sabéis cómo lo
hacen? – Rió, con una risa sardónica más propia de un loco que de un
abad del Císter -. Tan solo siendo santos. Si sois santos,
comprenderéis y sabréis; si no, sed santos y sabréis por experiencia.
Sólo la humildad exalta, sólo ella conduce a la vida y, por ende, a la
santidad; por eso, tan solo siendo santos podréis ser testigos de
Cristo y su Evangelio.

El Hombre del Gualicho. 109


Los dos caballeros se miraron entre sí desconcertados. Luego
volvieron sus ojos al abad de Clairvaux con una expresión de duda.
- ¿Es que no entendéis? – Preguntó éste desconcertado - Ojalá pudiera
yo despertar en vuestra conciencia el hecho de que hemos de vernos
en el imperativo de sufrir por Él lo que Él, voluntariamente, sufrió por
nosotros. Sed santos, vivid como ellos, haced lo que ellos hicieron….
- ¿Entonces? – Preguntó un confuso Geoffrey De Saint-Omer ante
aquel arrebato de palabras sin sentido -. ¿Qué es lo que debemos de
hacer?
- Hemos de sobreponernos a nuestros pesares haciendo por completo
lo contrario. Con ello quiero advertiros que nadie, absolutamente
nadie, debe saber nunca de la existencia de este cofre, siendo yo el
primero en olvidarlo.
- ¿No cree que el Papa debería saber…? – Preguntaron a dúo Hughes
De Payns y Geoffrey de Saint–Omer.
- NO – recalcó con fuerza Bernardo -. Ni tan siquiera el Papa, y mucho
menos Etienne Harding debe saber….
- Pero, ¿no era esto lo que Harding tanto ansiaba? – Preguntó
extrañado de Payns -. ¿No era esto, acaso, lo que él mismo nos pidió
que buscáramos?
Bernardo de Clairvaux lanzó un largo suspiro, como si todo él se
desinflara y sólo quedara un burdo sayo sin vida
- Creedme cuando os digo que sé muy bien lo que Etienne Harding
buscaba. Él no quería esto, él aspiraba otra cosa, algo
completamente distinto. Por eso, será mejor para él que nunca sepa
de su existencia.
- ¿Y, si por casualidad, nos preguntara? ¿No habremos de mentirle?,
pues él también nos pidió que fuéramos a Jerusalén a escavar en el
templo...
Bernardo de Clairvaux miró al caballero con ojos desafiantes. Luego,
tras rascarse la perilla, respondió.
- En ese caso, respondedle con el refrán.
- ¿Refrán, cuál refrán?
- Es muy sencillo de recordar, pues se compone de pocas palabras: “Si

El Hombre del Gualicho. 110


alguien pregunta, ya hablaremos. Si no pregunta nadie, ya
callaremos”.
Los dos caballeros se miraron entre sí, atónitos. Era evidente que ese
proverbio no existía, y que el abad se lo había sacado de la manga, como
tirando de un hilo, a fin de acallar sus conciencias.
- Yo seré aquel que haga que ninguno, ni siquiera Harding, os pregunte
por ellos – prosiguió el de Clairvaux -. A partir de ahora, nadie
volverá a cuestionarse la divinidad de Cristo. La verdad que hay tras
la creencia en Dios será un hecho directamente infundido por Él y,
por tanto, irrefutable. Nadie, ni tan siquiera yo, debe vivir si se niega
a creer en la Resurrección de Cristo, Nuestro Señor.

Bernardo de Clairvaux mandó de nuevo al criado que rellenará las


copas, mas ahora con vino. Luego se hizo con tres huesecillos, tres
pequeñas falanges que introdujo, una a una, en las tres copas. Alzó la suya
y exclamó:

- ¡Sí! ¡Este es el cuerpo de Cristo – gritó refiriéndose a los huesos


presentes en el cofre -, y esta es su sangre –, vociferó haciendo
alusión al vino derramado en su copa –, entonces…, dichosos
nosotros, los invitados a esta Cena!
Geoffrey de Saint–Omer levantó su mano derecha hacia el cielo, la
que sustentaba su copa, mientras con la izquierda sostenía la empuñadura
de su espada:
- Alzo aquí mi copa, que porta la auténtica sangre y el verdadero
cuerpo de Cristo. Esta sí que es Sangre Real, la sangre de Nuestro
Señor Jesucristo. ¡Alabados sean los labios que pueden beberla!
Los dos caballeros sorbieron lentamente, como paladeando las
palabras que acababan de escuchar, pero Bernardo no bebió. Su cuerpo,
tan poco acostumbrado a las grasas y al vino, habría sido incapaz de
soportar aquella copa que se le ofrecía, por lo que prefirió rechazarla antes
que vomitar aquel sagrado líquido. Dado que lo poco que aceptaba, si lo
hacía, lo toleraba a costa de gran dolor, prefirió rozar con sus labios aquel
vino y dejar la copa, prácticamente intacta, sobre la mesa.
- Venid, y bebed por mí de esta Sangre Real – Bernardo hizo una seña

El Hombre del Gualicho. 111


al criado, aquel anciano paje que aquella noche, pagado por los dos
caballeros del Temple, había accedido a conducirlos a la catedral -. Ya
que mi cuerpo es incapaz de tolerar este vino, convertido ahora en la
verdadera Sangre de Cristo, sed vos quien concluya esta copa.
Los dedos del criado temblaron al rodear aquel vaso de oro que se le
ofrecía. Miró con ojos de terror a los tres caballeros allí presentes, luego, de
un solo impulso, apuró de un trago su contenido. Al finalizar, rebuscó entre
sus podridos dientes la pequeña falange, que depositó en el fondo de la
copa vacía.
Bernardo de Clairvaux se hizo con los tres huesecillos y los introdujo
en el interior del cofre.
- Debéis protegerlo – el abad De Clairvaux cerró el pequeño arcón y
entregó la llave de plata a Hughes De Payns -. Con vuestra vida, si
fuera necesario. Debemos evitar que codiciosos, o incluso herejes
como Pierre Abailard, o el mismísimo Pierre De Bruys, sepan de su
existencia…

Bernardo De Clairvaux tembló al pronunciar ambos nombres, y a


punto estuvo de desplomarse si no hubiera sido, rápidamente, ayudado por
Hughes De Payns. El abad contuvo una nueva nausea, aunque sintió en el
paladar el sabor amargo de la bilis, como debió de sentirlo Cristo, nuestro
señor, en sus momentos de agonía, cuando aquel soldado le dio de beber
una esponja untada en hiel.

- He oído hablar de las atrocidades de este último, de ese tal Pierre de


Bruys – continuó De Payns -. He escuchado que, en más de una
ocasión, ha sacado a los monjes de los monasterios con la intención
de casarlos, o de que comiesen carne en pleno Viernes Santo.
- Ese maldito Pierre De Bruys, "carissimus meus Hughes", mantiene
doctrinas opuestas a las creencias sostenidas por nuestra fe – replicó
el abad De Clairvaux -. Ese hereje rechaza tanto el Antiguo
Testamento cómo la autoridad de los Padres de la Iglesia Católica.
Predica que hay que suprimir el bautismo, la Iglesia y sus oficiantes,
y a todos aquellos que se presenten como servidores de Cristo.

Pese a su debilidad, Bernardo se mantuvo firme en su rabia. Su

El Hombre del Gualicho. 112


cuerpo, casi decrepito por el desprecio a la comida y por las mortificaciones,
pareció vibrar de vitalidad al referirse a aquel hombre, al que se refería
como una sucia herida surgida en el seno de su Santa Madre Iglesia.

- El desdén de De Bruys hacia los clérigos raya la locura – continuó,


crispando los dientes - Imaginaos que va por ahí predicando la
violencia contra sacerdotes y monjes. Prédicas que luego son
atendidas por sus seguidores, los petrobrusianos.

Los petrobrusianos creían que las cruces debían ser objeto de


desprecio y que no sólo no merecían veneración, sino que debían ser
quemadas, por lo que Pedro de Bruys había llegado a derribar cruces en
varias ocasiones y a encender hogueras para reducirlas a cenizas. En el año
mil ciento treinta y uno, Pierre de Bruys prendió una hoguera en St Gilles,
junto a Nîmes, con la intención de quemar públicamente varias de ellas. El
populacho local, enfadado por el sacrilegio, le lanzó a su propia pira, donde
murió calcinado. Pierre de Bruys buscaba el infierno, y fue el mismo infierno
quien lo consumió.

- Por eso debéis custodiar estas reliquias – Bernardo De Clairvaux


cogió el arcón y lo puso en manos de Hughes De Payns -. Para evitar
que caigan, incluso, en manos de hombres codiciosos que matarían
por ellas. Hay reyes que buscan arrebatar al enemigo sus trofeos más
sagrados, ya que creen que, con ellos, son capaces de desposeerles
de sus santos y sus dioses. De aquí el valor de estos huesos, pues no
hay ninguna otra reliquia en la Cristiandad que se equipare a ellos.

Por aquellos entonces reinaba en Europa una especie de


reliquiomanía, tal era la avidez que tenía sus gentes de poder hacerse con
la mayor cantidad de ellas. Su poder era tan venerado que incluso llegaron
a eclipsar a la propia Biblia, y sobre ella juraban príncipes y reyes a fin de
asegurar la verdad. Muchas guerras se justificaban por la posesión de estos
huesos de mártires y santos, como la que llevo a cabo Ricardo, Duque de
Benevento, cuando obligó a los napolitanos a que le cedieran las reliquias
de San Genaro, o cuando hizo la guerra contra Amalfi por poseer
únicamente las reliquias de Santa Trifomene, y robó las de San Bartolomé a
las islas de Lipari. Otón III pidió estas últimas, y no atreviéndose los

El Hombre del Gualicho. 113


benedictinos a responderle con una negativa, le enviaron, en vez de los
huesos de San Bartolome, los de San Paulino; pero el soberano advirtió la
sustitución, y marchando contra Benevento, la sitió.

- ¡Y así se hará! – Exclamó Geoffrey de Saint-Omer retirando hacia


atrás su capa para dejar mostrar la empuñadura de su espada -.
Puesto que siempre será preferible doblegar a los herejes por la
fuerza de la daga antes que tolerar sus estragos, aquí, hoy, ante vos
y ante la Santa Madre Iglesia, ofrezco mi arma como garante de la
seguridad de esta reliquia.

Bernardo de Clairvaux puso su huesuda mano sobre la de Geoffrey.


Pegando su barbilla al pecho, parecía que el fuego del dolor que corroía su
cuerpo se convirtiera en fuente y que de allí surgieran sus palabras. Luego
elevó la voz, esa voz que parecía venir del más allá, ese Verbo que fluía de
su boca y que habría de proceder del mismo Dios, pues, dada la debilidad
del abad, difícilmente tendría fuerzas con que pronunciarlas.

- Guardad vuestra espada – exclamó –, puesto que será siempre


preferible, antes de hacer uso de las armas, combatir a los herejes
con palabras de desmonten sus errores. Pero – su cuerpo tembló de
ira al pronunciar estas palabras -, si esos herejes se empecinan en
profesar su herejía, que sea una espada quien les saje el cuello, y
que sea el fuego de una hoguera el que los consuma.
Hughes de Payns puso su mano sobre la empuñadura de su espada,
pero vaciló y se apartó unos pasos.
- Mas…, – titubeó -. Mas…, para una misión como ésta…,
necesitaremos apoyo. El apoyo que hoy…, aquí, hemos venido a
buscar.
- Y lo tendréis, "carissimus meus Hughes" – respondió Bernardo -. Yo
mismo redactaré la regla de vuestra Orden y abocaré todo el peso de
mi palabra y mi autoridad para que vuestra milicia se vea colmada de
bienes y sustento.
- ¡Entonces – exclamó Hughes de Payns desenvainado su espada y
alzándola al cielo -, que se cumpla así la palabra de Dios!
Hughes de Payns y Geoffrey de Saint-Omer hincaron su rodilla en el

El Hombre del Gualicho. 114


suelo, frente a Bernardo de Clairvaux, que levantó la mano derecha
elevando los tres dedos centrales y flexionando el pulgar y el meñique hasta
casi rozarse. Luego, esa misma mano, la colocó sobre la cabeza de los dos
caballeros, quienes sintieron como un ramalazo de energía se desprendía de
aquel hombre para henchirlos de gozo y de pasión.
- ¡Sé que tenéis una gran tarea por delante! – Exclamó el abad de
Clairvaux al dar su bendición - ¡Pero también sé que Dios es grande y
que grande es su poder! ¡Él os ayudará en vuestros momentos de
zozobra! ¡Buscad siempre consuelo en Él!
Cuando aquella noche Sir Hughes de Payns y Sir Geoffrey de Saint-
Omer abandonaron la sala, un temeroso criado recordará aquellos hechos,
aunando la aprensión a lo divino con el horror a lo humano.
Años más tarde, aquel asustadizo paje se los contará a su joven
nieto, Chretien de Troyes, olvidando palabras y entremezclándolas con otros
términos, como se entremezclan las piedras de una casa en ruinas,
inventando reyes que nunca existieron y caballeros de extraños nombres
que tan solo una imaginación senil puede crear.
- Yo bebí Sangre Real en un cáliz de oro – declamaba el anciano
dejando entrever sus pocos dientes – y departí con dos caballeros
ante el mismísimo Percevaux….
Trasladando hechos y juntando épocas, saltando de un lugar a otro, o
brincando de un momento a otro mucho más lejano en el tiempo, aquel
viejo paje evocó, trastocándolos, escándalos que, sin duda, dejaron huella
en sus recuerdos.
Aquel joven nieto, Chretien de Troyes, antes de entrar en la orden
monástica, realizó una corta carrera como clérigo y poeta en la Corte de
María de Francia. Más tarde pasaría a la de Felipe de Alsacia, conde de
Flandes, a quien dedicaría su gran libro: “Perceval o el cuento del Grial”.
El protagonista de esta novela, un joven galés llamado Perceval, el
“Hijo de la Dama Viuda”, destacable por su nobleza, valor y buen corazón,
vive con su madre en plena naturaleza, sin contacto alguno con el mundo,
al igual que vivió Bernardo en su abadía de Clairvaux, quien no quería tener
por maestro nada más que a sus robles, hayas y encinas.

El Hombre del Gualicho. 115


“Se aprende más en los bosques que en los libros – decía siempre
Bernardo -, pues los árboles y las rocas enseñan cosas que nunca
oiréis en ninguna otra parte”.

Un día, este joven se encontrará con unos caballeros, quizás con


Hughes de Payns y Geoffrey de Saint-Omer, a los que acompañará hasta la
corte del rey Arturo con la intención de armarse caballero.

Más tarde, Perceval marchará hacia el castillo del Grial, lugar donde
habita el Rey Pescador, un personaje tullido, lesionado en la pierna e
incapaz de moverse por sí mismo. Al estar lastimado, el Rey Pescador sufre
junto con su reino, traduciéndose la impotencia del rey en una pérdida de
fertilidad de sus dominios, lo cual los convierte en un páramo desolado.
Fue durante aquella cena cuando Perceval presenciaría una extraña
ceremonia. En ella, una bella muchacha elegantemente vestida sujeta con
ambas manos un grial de oro puro adornado con piedras preciosas, bellas
gemas que emanan una luz tan rutilante que hasta los candelabros pierden
su brillo. Después llega otra doncella portando una fuente de plata labrada,
aludiendo con ella, al plato utilizado para la eucaristía.

El Hombre del Gualicho. 116


12 CAPITULO

Troyes, 14 de enero de 1128

Aquel 13 de enero de 1128 se despertó frío y airoso. Gélidos vientos


azotaban los dinteles de las puertas y hacían levantar capas, ondear
banderas y arremolinar pajas y hierbas desde los establos y pocilgas.
En la catedral de San Pedro y San Pablo, los cirios y las candelas,
encendidas desde muy temprano en ese día de San Hilario, iluminan los
rostros graves de dos arzobispos, el de Reims y el de Sens, junto con ocho
abades cistercienses de las abadías de Vézelay, Cîteaux y Clairvaux, diez
obispos y algunos laicos entre los que destacaban Teobaldo II, conde de
Champagne, André de Baudemont, senescal de Champagne, el conde de
Nevers y un cruzado de la campaña de mil noventa y cinco. Su presencia
allí se debe al debate en Concilio sobre la futura existencia de la Orden del
Temple.
Quien preside la reunión es el cardenal legado Mateo de Nuriano, que
acude en representación del Papa. Sin embargo, la voz que más se escucha
es la del abad Bernardo, ya que ha sabido elegir la asamblea para que ésta
esté compuesta, prácticamente, por amigos, discípulos y allegados.
Bernardo, hábilmente, vincula un asistente con otro a fin de hacer valer sus
propósitos de la forma más ventajosa para los intereses de Hughes De
Payns y de su Orden.
- ¡Ha aparecido una nueva Orden de caballería en la tierra de la
Encarnación! – Exclamaba una y otra vez -. Es nueva, sí, eso es
cierto. Por lo que aún no ha sido puesta a prueba en el universo en el
que ella desarrolla su doble batalla. Por un lado contra los adversarios
de la carne y la sangre, y por otro, en los cielos, contra el espíritu del
mal.
Su voz tronaba entre las columnas de aquella catedral románica,
resonando entre los ecos de mil y una reverberaciones. Atronadora y
potente, sutil y ladina. Las frases acudían a él como si ya, previamente,
hubiera ligado todas las palabras antes de pronunciarlas:
- Y no me parece maravilloso, pues no encuentro extraño que estos
caballeros se enfrenten a los enemigos corporales con su fuerza

El Hombre del Gualicho. 117


corporal, pero que también combatan con la fuerza del espíritu contra
los vicios y los demonios. Esto no sólo lo llamaré maravilloso, sino
digno de todas las alabanzas debidas a los religiosos.
Ante las oposiciones y enfrentamientos contra el resto de los
asistentes, Bernardo siempre respondía:
- En efecto, es por Cristo por quien matan o mueren, pero…., de ese
modo, no cometen ningún crimen. Más bien, merecen los más
grandes honores, ya que, si matan, lo hacen por Cristo, y si mueren,
es porque llevan a Cristo con ellos. Ese es su gran reto, aliar la
serenidad del monje con la bravura del guerrero. Así, dos aspectos
que parecen contrapuestos, como es la contemplación en el fraile y la
fuerza en el cruzado, se unen en perfecta comunión en estos
hombres, transformándoles en verdaderos “monjes-guerrero”…
El abad Bernardo abría entonces sus manos y las elevaba hacia los
cielos, luego agachaba la cabeza y refugiaba su cuerpo tras sus palabras.
- No veo nada malo en dar la muerte o morir, si se hace por el amor de
Cristo. Esto no contiene nada criminal, más bien merece una gloriosa
recompensa. El soldado de Cristo mata con seguridad y muere de la
forma más pura. No lleva la espada sin motivo. Ésta es el
instrumento de Dios para el castigo de los malvados y para la defensa
de los justos. Cuando mata a malvados, no es un homicida, sino un
malicida, por lo que debe ser considerado un ejecutor legal de
Cristo….
Por su parte, Hughes De Payns hacía gala de su facilidad de palabra
ante tan importante asamblea de teólogos y grandes señorías de la Iglesia.
- ¿Qué puedo decir yo, con mis más humildes letras, sobre una obra
dedicada por entero a Dios? – Hughes De Payns abría su pecho y
mostraba sus heridas de guerra -. Tan solo puedo contaros que
éramos únicamente nueve caballeros, nueve, pero que todos nosotros
habíamos depuesto nuestros bienes y riquezas con el firme propósito
de proteger a los cruzados y, sobre todo, a los peregrinos a Tierra
Santa. Tan solo pienso en la necesidad de crear una humilde milicia.
Una milicia que sea capaz de defender los Santos Lugares de las
tropas sarracenas que quieren de nuevo conquistarla.

El Hombre del Gualicho. 118


Así, Hughes De Payns exponía una y otras vez los principios y
servicios de la Orden, obviando la que había recibido aquella noche de la
boca de Bernardo de Clairvaux.
- Por culpa de nuestros pecados, los enemigos de la cruz están
levantando sus sacrílegas cabezas, y son sus cimitarras las que están
dejando sin hijos de Dios a aquella bendita tierra, la tierra prometida.
¡Nuestra Jerusalén celeste! – Hughes De Payns elevó entonces ambas
manos al cielo, pareciendo el mismo como si fuera una cruz -. Si
nadie les opone resistencia, se van a abalanzar sobre la propia ciudad
de Dios para destruir los santos lugares donde Cristo edificó nuestra
salvación y asentó los pilares de la Santa Madre Iglesia.
Varias semanas duró este interrogatorio, y aunque pudo aparentar
ser duro e incisivo algunas veces, siempre estuvo dirigido por los
tejemanejes del abad Bernardo. De esta manera, Sir Hughes De Payns,
orientado por el abad de Clairvaux, supo responder con prontitud a todas
las preguntas, aunque mostrando la consabida humildad de aquel que
solicita y nunca se le ocurriría exigir. Y así, aquel concilio mantuvo lo que
consideró bueno de las propuestas de Hughes De Payns y corrigió todo lo
irregular o digno de ser mejorado, obligando a los caballeros del Temple a
colocarse, por encima de su armadura, una túnica blanca con una cruz, en
evocación a la cogulla blanca de los monjes del Císter.
Por último, se encargó al abad De Clairvaux que redactara el texto
definitivo y al clérigo Jean Michel que lo copiara.
Días más tarde, la regla fue aprobada por todos los asistentes al
Concilio, quedando así establecida la Orden del Temple en la que se la
eximía de todo impuesto, subordinación o dependencia, con excepción de la
papal. La regla fue escrita en latín, comprendiendo sesenta y ocho artículos
y una introducción en la que exhortaba los deberes religiosos de los
Templarios:

“A todos vosotros, que habéis hecho voluntaria renuncia a vuestras


voluntades personales, que prestáis servicio al rey con caballos y
armas para la protección de vuestras almas, velad en un sentido
universal al escuchar maitines y la totalidad del servicio religioso,

El Hombre del Gualicho. 119


según lo establecido en el lugar canónico y lo dictado por los
maestres de la santa ciudad de Jerusalén...”

Tras el concilio, Hughes De Payns nombró a Payen de Montdidier


maestre provincial de las encomiendas ubicadas en Flandes y en territorio
francés, así como a Hughes de Rigaud maestre provincial para los territorios
del Languedoc, la Provenza y los reinos cristianos hispánicos. Tras ello,
regresó a Jerusalén, dirigiendo la Orden durante casi veinte años, hasta su
muerte, el veinte cuatro de mayo de mil ciento treinta y seis.

El Hombre del Gualicho. 120


13 CAPITULO

Fretay, 1298

Sir Geoffrey De Charnay dormitaba en sus aposentos. Se acercaba el


fin de un año y, con ello, casi el fin de un siglo. Una fecha que siempre
atraía un miedo atávico hacia el fin del mundo. Una fecha que anunciaba,
cual rumor que va convirtiéndose en aullido, la llegada del Anticristo, el
reinado del demonio, una fecha que hacia resurgir, aquí y allá, a grandes
grupos de flagelantes, gente que pensaba que, recreando la Pasión de
Cristo, lograrían salvarse de la peste negra, a la cual consideraban un
castigo mandado por el mismo Dios.
Sir Geoffrey de Charnay contaba por entonces con cuarenta y ocho
años. De ellos, más de la mitad los había pasado en la Orden de los
Caballeros Templarios, a la que había accedido a una temprana edad
gracias al apoyo del hermano de Amaury de la Roche, el preceptor de
Francia.
Llevaba ya más de tres años regentando la preceptura de la
Comandancia de Fretay, lo que significaba una responsabilidad que, más de
una vez, no le había dejado dormir. Sin embargo, no era aquel el motivo
por el cual, aquella noche, no acababa aún de conciliar el sueño, sino el
ruido atroz de los látigos al castigar las espaldas de aquella hilera de
flagelantes con los que se había topado por la tarde, al regresar de un viaje
a París.
La lluvia y el frio golpeaban a aquellos cuerpos cuajados de llagas
tanto o con más fuerza a lo que hacían sus látigos. Acudían a estas
procesiones vestidos con grotescos capiruchos y trapos que les cubrían la
cara, a fin de que no se les reconociese, y todos en hilera se flagelaban,
tanto mujeres como hombres y niños.
Con un azote sujeto con ambas manos, balanceándolo entre ambas
piernas, se iba propinando golpes secos en la espalda, arremetiendo
fuertemente por encima de los hombros, cada vez por un lado del cuello, de
forma rítmica, con tanto rigor y dureza que la sangre llegaba a tierra y, en
forma de rojos torrentes, se entremezclaba con la lluvia y la nieve.
No había acabado de cerrar los ojos, aún sus pupilas refulgiendo con

El Hombre del Gualicho. 121


aquellas grotescas figuras de los flagelantes, cuando unos ligeros golpes
dados a su puerta hicieron sobresaltarle.

- Le aguardan en el salón – oyó una voz que le hablaba en el pasillo,


mas no supo reconocer de quién procedía, ni tan siquiera si provenía
de hembra o varón.
De mala gana recuperó su espada, que pendía de una silla al otro
extremo de la habitación, y se la ciñó a la cintura sobre el sayo. Luego se
hizo con su capa blanca con la cruz roja pate en el hombro y salió al
corredor para ver si localizaba la fuente de aquella voz tan impersonal e
irreconocible. Pero el pasillo estaba vacío, en silencio a esas horas de la
noche, iluminado por varias antorchas dispuestas en las esquinas que
dejaban entrever, por el suelo, un reguero de humedad producido por los
ropajes de aquel que le había hablado, empapados por las lluvias.
Cuando llegó al salón, éste se hallaba a oscuras. Tan solo la luz de la
chimenea alumbraba vagamente la estancia, creando un amasijo de luces y
sombras que deformaban las figuras de los muebles y las sillas,
fusionándolas con la oscuridad en una confusión impenetrable de tinieblas.
En un rincón le pareció ver cómo una imagen tomaba movimiento, y
un suave perfume a cinamomo le acarició la nariz.
- ¿Quién anda ahí? – Preguntó rozando con los dedos la empuñadura
de su arma.

Una voz suave y femenina surgió desde la sombras.

- Guardad la espada, sir Geoffrey De Charnay, pues vengo en son de


paz.
El templario relajó sus músculos y sus dedos volvieron a su posición
inicial, descansando sobre sus muslos. Notaba la presencia de una mujer en
aquellas habitaciones, y le pareció extraño, aunque ahora entendía el
motivo de porqué a esas horas de la madrugada. Era obvio que no quería
ser descubierta.
- Guardaré mi espada si me decís, presto, quién sois vos,
En aquel momento una mujer avanzó unos pasos desde las sombras
y se detuvo ante la chimenea. Se agachó, recogió un par de troncos y los
añadió a la lumbre. Las llamas que aparecieron de golpe iluminaron su

El Hombre del Gualicho. 122


rostro.
- Soy vuestra cuñada, Marguerite De Joinville, esposa de Jean de
Charnay, Señor de Lirey en Borgoña, vuestro hermano.

Marguerite De Joinville suspiró. Era un suspiro de amargura, un


suspiro de alguien que pretende contener unas lágrimas que ya resbalan
por las mejillas. Tiembla de frío, rodeada de una fina capa con la que había
pretendido resguardarse de la lluvia y el viento.

Sir Geoffrey De Charnay se acerca lentamente a la lumbre. Al


reconocer a aquella mujer, la abraza tiernamente. Marguerite es bella, de
pelo rubio, tez pálida y mejillas y labios de un color rojo vivo, con un lunar
apenas marcado sobre ellos. Sus cejas, arqueadas como hoces, resaltan
sobre unos ojos grises y profundos que revelan una gran pena, un hondo
pesar.

- ¿Qué noticias me traéis de él? – Murmuró el caballero, apartándose


unos pasos para contemplarla mejor -. Espero que sean buenas y
felices.
Marguerite De Joinville oculta sus ojos entre sus manos y deja
escapar unos lamentos.
- Tu hermano mantiene una salud de hierro, más…, no es él quien me
preocupa. El motivo de mi desconsuelo es…. – sollozó -, mi
matrimonio.
Sir Geoffrey De Charnay se hizo con un hachón apagado y lo
encendió con el fuego de la hoguera. Luego lo colgó en la pared, junto a
unas mesas y unas sillas. Buscó una jarra llena de vino y llenó con ella dos
vasos.
- Contadme, ¿qué puedo hacer yo por vuestro matrimonio? – Preguntó
el caballero arrastrando a la mujer a una de las sillas para que la
ocupase.
Marguerite de Joinville así lo hizo. Luego se cubrió los ojos con el
manto y volvió a los lloros durante unos segundos. Tras ellos, humedeció
sus labios en uno de los vasos.
- Tu hermano Jean desea un hijo, alguien que perpetúe la casa de los
Charnay. Tras vuestro ingreso en la Orden del Temple, tan solo un

El Hombre del Gualicho. 123


hijo suyo podría heredar el apellido.
- ¿Y bien? – Preguntó De Charnay, incapaz de entender su papel en la
obra – Si es así…, ¿por qué no le dais a mi hermano ese hijo que
tanto desea?
Marguerite De Joinville tembló ligeramente, más no de frío. Su tez,
pálida de por sí, adquirió un tinte cadavérico. Los ojos se perdieron bajo las
sombras de sus cuencas, de las que manaban gruesos goterones de
lágrimas.
- Sólo hay un motivo por el que no puedo concederle hijos a tu
hermano – su voz se convirtió en un sordo gemido -. Soy estéril, más
seca que una piedra. Mi vientre es incapaz de concebir.
Sir Geoffrey lanzó un bufido de sorpresa. Seguía sin entender su
función, sin conocer el motivo por el que su cuñada, arriesgando su honor y
respeto, había acudido a esas horas de la noche a mantener con él una
entrevista.
- Aun no comprendo el motivo de esta reunión – murmuró -.

Marguerite De Joinville levantó la cabeza. Aquellas manchas negras


que eran sus ojos, refulgieron de pronto, brillantes por el barniz de las
lágrimas.

- Jean habla de tesoros, de miles de reliquias que vuestra Orden


atesora en Chipre – la voz de De Joinville vibró de pronto -. Pero,
sobre todo, hay una de la que más me habla todo el tiempo. Una que
se esconde en un pequeño cofre de maderas exóticas…
Geoffrey la contempló horrorizado, incapaz de entender como unos
secretos, tan fuertemente custodiados por su Orden durante siglos, eran
conocidos por aquella mujer.
- …. me estoy refiriendo – continuó la dama con la mirada fija en
Geoffrey De Charnay -, a los huesos de Jesús, Nuestro Señor.

Geoffrey tembló ante la gravedad de aquellas palabras. Ni siquiera


fue capaz de reaccionar cuando Marguerite se arrojó a sus pies, suplicando:

- Por favor, Geoffrey, te lo imploro – sus ojos volvieron a cubrirse de


lágrimas -. He peregrinado a Roma, llorado ante la tumba de San
Pedro, rezado ante santas reliquias…, y ninguna de ellas se equipara

El Hombre del Gualicho. 124


a la que vuestra Orden posee.
Geoffrey De Charnay se levantó de golpe, apartó de un empujón a
Marguerite De Joinville quien, desde el suelo, con los ojos cubiertos de
lágrimas, sollozaba entre las sombras.
- ¡Escrito está en San Lucas! - Exclamó el templario dándole la espalda
a la mujer -. Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron
y los pechos que no criaron, porque entonces se pondrán a decir a los
montes: caed sobre nosotros, y a las colinas: cubridnos. Porque si en
el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?
Margarita sollozaba en las sombras. Su cuerpo tembloroso,
arrastrándose por el suelo, parecía el de un reptil, el de aquella serpiente
que supo tentar sabiamente a Eva, la primera mujer.
- Más, yo no quiero ser estéril – sollozó la dama con grandes llantos y
aspavientos -. No deseo ser repudiada por tu hermano.
Marguerite De Joinville elevó las manos al cielo e imploró con los ojos
cubiertos de lágrimas.
- Tan solo necesito esas Santas Reliquias, esas que convertirán mi
útero en un lugar capaz de albergar a un hijo.
- ¡Lo que me estáis pidiendo es imposible! – Exclamó el caballero. Con
paso firme se acercó hacia la chimenea y dejó vagar la mirada entre
las ardientes ascuas -. Yo no puedo…
- ¡Lo que no podéis…, es dejar perder vuestro apellido!

Las palabras de Marguerite fueron expresadas como un martillo


golpeando un yunque, o un ariete sacudiendo una muralla, con la fuerza
suficiente como para hacer tambalear las piedras más fuertes.

- Si no hay nadie que os perpetúe – continuó -, los Charnay se


extinguirán con tu muerte…, o con la de tu hermano….
- Pero… – De Charnay no apartaba la vista de las brasas. Las pequeñas
llamaradas que corrían entre los troncos atraían su mirada como
pequeños imanes, como discos magnéticos, hipnóticos que no puedes
evitar dejar de observar -. Pero…, lo que vos me estáis pidiendo es la
mayor reliquia que poseemos, la que un día juramos proteger con
nuestra vida.

El Hombre del Gualicho. 125


Marguerite De Joinville recorrió los pocos metros que les separaban
arrastrándose sobre el frío suelo. Llevaba el pelo revuelto, de mesárselo y
llevárselo a los ojos, para enjuagarse con él las lágrimas.
- He hecho penitencia – gimoteó -, doblegándome al cilicio y al látigo.
Los ayunos y las mortificaciones no han conseguido darme el hijo que
deseo. He llorado, rezado y suplicado este hijo con toda la fuerza de
mi alma. Yo lo necesito…, vos también lo necesitáis, todos los
Charnay lo necesitan, o si no….
- …. O si no, desapareceremos – la interrumpió el caballero -. Nos
extinguiremos cómo estas llamas que ahora recorren estos troncos y
que mañana serán sólo cenizas. Ya lo sé.
De rodillas, con las dos manos sobre su pecho, suplicando, rezando,
llorando, Marguerite de Joainville dejó escapar una súplica:
- Dadme esas reliquias – pidió -. Prestádmelas tan solo unos días, o
unos meses, unas semanas…. Las suficientes para que quede en
cinta. Concededme, por Dios, esa gracia.
Geoffrey De Charnay parecía ido, ausente, ajeno a aquellas
tribulaciones. En su mente tan solo repetía una y otra vez la misma frase:
los Charnay desaparecerán en el día y la hora en que él y su hermano
mueran y, con ellos, todo el señorío de Lirey.
- Otorgadme el favor de contar con ese cofre, dejadme ver esos huesos
– suplicó Marguerite De Joinville entre lloros, gritos y gemidos -. Tan
solo será hasta el día en que nazca mi hijo, tu sobrino…, quien, en tu
honor, llevará tu nombre.

De Charnay dudó un instante. Entonces, sin saber bien cómo, volvió


su mirada a la imagen de su cuñada, Marguerite De Joinville quien,
inflamada por el deseo de poseer esa reliquia, parecía arder en un arrebato
de pasión amoroso.

Se acercó hasta ella y comenzó a acariciar su húmedo cabello.


Inmediatamente le llegó a su nariz el leve olor del cardamomo y la canela.
No sabía si debía repelerla, como si fuera el demonio, o abrazarla y poseerla
en ese mismo lugar.

Todavía cavilando sobre aquella rara situación, se acercó de nuevo a

El Hombre del Gualicho. 126


la chimenea y golpeó la lumbre con el atizador, haciendo resurgir un
montón de chispas entre las cenizas. Intentaba evadirse de aquellas
imágenes de deseo y lujuria que venían a su mente, pues se veía
fundiéndose con aquella mujer en un abrazo en que sus labios acariciaban
los turgentes senos de la dama, deslizándose más abajo hasta rozar con la
lengua el ombligo, llegando al monte de Venus y avanzando todavía más,
aún un poco más hacia lo prohibido.

Geoffrey de Charnay notó que su viejo miembro, flácido desde hacía


años por la castidad y el celibato que su orden imponía, parecía recobrar
vitalidad, irguiéndose como nunca antes lo había estado. Aquella erección
era una prueba física de que Satanás se estaba apoderando de su alma y de
su cuerpo. Necesitaba infligirse daño para asegurar que ese indicio de mal
se le iba.

Así se quedó, en rodillas, con los sentidos despertando y brotando a


flor de piel, hurgando y removiendo entre las brasas, soplando de vez en
cuando para hacer renacer el fuego de la chimenea, mientras intentaba
apagar el fuego que latía en su interior. Cuando contempló el candor rojo de
aquel hierro incandescente, cerró con fuerza los dientes y se lo acercó a la
muñeca, presionando sobre su piel hasta sentir el dolor y el olor a carne
chamuscada. Luego dejó caer el atizador y se desplomó sobre el suelo.

Margarita de Joinville dejó escapar un grito de horror, pero cuando


contempló los ojos azules del caballero, cuajados de lágrimas, comprendió
la dolorosa situación por la que atravesaba el templario. Se acercó a aquel
caballero con mucha suavidad y, con las yemas de los dedos, rozó su
mejilla. Sintió entonces como un estremecimiento recorría la espina dorsal
del templario y, en aquel instante, Geoffrey notó cómo se anulaba su
capacidad de discernir entre el Bien y el Mal. Para él, ya no había diferencia.

Las ropas mojadas de Marguerite de Joinville se pegaron aún más a


su piel, remarcando su figura y dejando entrever sus grandes pechos.
A De Charnay se le evadieron de pronto todas las dudas. Ya sabía
que no podía escapar de ella y que debía aproximarse aún más,
despojándose de su espada y de su capa, que tendió en el suelo. La cabeza
del templario latía como si dentro se librase una batalla.

El Hombre del Gualicho. 127


Marguerite mantenía su cabeza altiva, sobre un cuello blanco de cisne
en donde resaltaba un colgante metálico, con forma de globo, que debía
contener almizcle y esencias aromáticas a las que la dama atribuía
propiedades milagrosas, entre otras las de mantener funcionales sus
órganos sexuales.
La mujer se acercó aún más al caballero y volvió a alzar una mano
para acariciar aquel rostro, cuajado de cicatrices. Luego desgarró sus
vestidos. Con ellos hizo una venda, la untó en el vino que había bebido, y
cubrió la quemadura de Charney.
Geoffrey de Charnay inclinó su cabeza hacia atrás. Por primera vez
en la vida, tenía pánico. Él, que se había vanagloriado de buscar la fama en
el campo de batalla, luchando siempre en primera línea, retrocedió indeciso
ante el roce de una mujer.
Marguerite sonrió de gozo cuando notó el cuerpo del caballero
ardiendo junto al suyo. Sintió su calor y aquel perfume acre, a sangre y a
sudor, que emanaba de todos sus poros.
Juntos cayeron sobre el suelo de la sala y fueron las manos de la
dama las que ayudaron a De Charnay a despojarse del sayo. Luego se
besaron en la boca, pero fueron los labios del caballero los que acabaron
por deslizarse por el cuello de De Joinville hasta buscar su lóbulo de la
oreja, que lamió con gusto mientras enredaba sus nudosos dedos en su
pelo.
Marguerite De Joinville se deshizo de sus vestiduras mojadas hasta
quedar completamente desnuda. En su espalda se veían reflejadas las
cicatrices provocadas por el flagelo, y también podían apreciarse unas
pequeñas escoriaciones a la altura de los muslos y los brazos producidas,
sin duda, por el cilicio. Pero lo que más sorprendió a Geoffrey era su total
ausencia de vello, incluso la zona púbica aparecía rasurada.
- No te sorprenda – sonrió De Joinville entre gemidos -, pues escrito
está que este vello que nos cubre a las mujeres es debido a la
condensación en la piel de los vapores groseros que exuda nuestro
cuerpo.

Diversos tratados médicos exponían que el exceso de humedad

El Hombre del Gualicho. 128


femenina que se vertía de forma natural acababa transformándose en
espuma y que de ahí surgía un vello malsano que había de ser eliminado
por motivos de salud. Eso obligaba a la depilación, la cual solía realizarse
con tiras de tela impregnadas de resina, o mediante agujas al rojo y
horribles depilatorios de hedor espantoso que acababan destruyendo los
bulbos pilosos.

Suavemente Geoffrey deslizó una de sus manos hacía la boca de la


dama y la mandó callar, para introducir sus dedos entre los rubios cabellos.
Cuando la tiene más cerca, aproxima sus labios a los de Marguerite y la
besa fuertemente. Es un beso que lleva el sabor salado de una barba
sudorosa.
Lentamente la rodea con los brazos. Son unos brazos morenos y
musculosos, poblados por heridas de mil y una batallas. La acerca a su
cuerpo y la aprieta fuertemente. Mientras, una mano recorre la columna
hasta la cintura y sigue avanzando.
Su lengua avanza por el ombligo y recorre las caderas mientras
Marguerite de Joinville, muerta de deseo, se inclina y ofrece ambos muslos.
La lengua del templario vuelve a subir hasta rozar un pezón y desciende
hasta la ingle, donde se entretiene relamiendo una pequeña mancha en
forma de flor de lis.
- Por favor - suplica De Joinville -, necesito ese hijo….

De Charnay vuelve a entretenerse en los besos, luego desliza una


mano hasta detenerse en las partes más íntimas de De Joinville. Esta le
corresponde y Geoffrey calla mientras su cuerpo se ve colmado de goces
indescriptibles, nunca antes sentidos. Los roces de mano y lengua sobre su
cuerpo elevan su virga y al rato se siente morir, en plena licuefacción,
cuando fusiona sus fluidos con los de Marguerite.

Tras penetrarla bruscamente el caballero se queda inmóvil,


observándola con unos ojos en los que reluce la victoria. Son los ojos de un
soldado que, tras luchar horas y horas, ve, por fin, una plaza conquistada.
Finalmente grita “Beauséant” y, tras un último envite, se queda inmóvil,
apoyando su frente contra la de Marguerite.
Luego, casi desmayado, se derrumba sobre el cuerpo de la dama. De

El Hombre del Gualicho. 129


Joinville tiene la boca abierta y le cuesta respirar. Gime y se mueve,
retorciéndose. Siente el peso del caballero sobre su cuerpo,
aprisionándola...
Finalmente, De Charnay se deja caer a un lado y rueda sobre la
húmeda capa, extendida en el suelo. Allí permaneció, no sabía por cuánto
tiempo, junto a Marguerite de Joinville, acariciando su cuerpo aún bañado
por el sudor.
Entonces comprendió, en un último destello de lucidez, el pecado que
había cometido. Él estaba obligado a observar una continencia perfecta y
perpetua por el Reino de los Cielos y, por lo tanto, debía guardar el celibato.
Sin embargo, sometido a la tensión, había buscado alivio en el sexo y no
sólo no había perdido su virginidad, sino que lo había con la mujer de su
hermano, faltando así, también, contra el Noveno Mandamiento.
Geoffrey De Charnay movió la cabeza, como si despertara de un
profundo sueño. Se irguió de golpe y rebuscó por el suelo hasta encontrar el
sayo con que taparse, pues la regla prohibía a todos los hermanos que
mostraran su cuerpo desnudo. Luego agarró por ambas manos a la dama,
le ayudó a erguirse y la cubrió con su capa, evitando mirar aquel cuerpo
impúdico.
- De acuerdo – sentenció con un cabeceo -. Enviaré un mensaje al
Gran Maestre, Jacques De Molay. Me consta que, tras la reciente
entrada en Jerusalén, está de buen humor y que hará caso a mis
peticiones. Aguardad en vuestro hogar a que os sea llevada la
reliquia. Pero… – la voz De Charnay se redujo a un susurro -, por el
amor de Dios, que este favor quede, tan solo, entre tú y yo.

El Hombre del Gualicho. 130


14 CAPITULO

Fretay (Borgoña), 1299

Los llantos del recién nacido, Geoffrey de Charnay, llenaron la


habitación. Tras varias horas de parto, Marguerite De Joinville había
acabado, al fin, de dar a luz a su primer hijo, al futuro señor de Lirey,
Savoisy y de Montfort.
Un mes más tarde, una pequeña carroza se ponía en movimiento
rumbo a París. En su interior viajaba Marguerite De Joinville y su hijo,
escoltando a un rudo carro tirado por bueyes. A su lado, un séquito de
soldados protegía aquel extraño convoy.
En la encomienda del Temple, en Fretay, sir Geoffrey De Charnay
aguardaba la llegada de aquella caravana. La cita había sido convocada a
altas horas de la noche, a fin de evitar miradas de curiosos, o caballeros
ávidos de poner sus ojos en los tesoros del temple. Hacía escasamente un
año que viniera de Chipre la más preciada reliquia de la Orden, prestada a
Marguerite De Joinville para que ésta pudiera concebir un hijo. Ahora que
esa dicha había sido concedida, la reliquia volvería de nuevo a su hogar.
A las tres de la madrugada, tan solo el golpear de los cascos de los
caballos era perceptible, pues el ruido de las ruedas al rodar por el
adoquinado había sido amortiguado, al cubrir éstas con telas rellenas de
paja.
Sir Geoffrey De Charnay esperaba en el patio de armas la llegada de
la comitiva. En cuanto ésta entró, se cerraron las puertas y se encendieron
todas las antorchas y fogatas.
Dos caballeros de la Orden ayudaron a descender a la dama y al niño,
quien fue presentado como Geoffrey de Charnay, señor de Lirey, Savoisy y
de Montfort.
- ¡Divino sea este chiquillo – exclamó el caballero Geoffrey De Charnay
alzándole en brazos -, fruto de la gracia de Dios y perpetuador de la
estirpe Charnay!
Entonces todos los allí presentes hincaron pie en tierra y empezaron a
rezar. Luego Marguerite se volvió hacia su nodriza, a quien le hizo entrega
del joven Charnay.

El Hombre del Gualicho. 131


- Id y acostad al niño, y esperad en mis aposentos a que yo regrese a
darle las buenas noches.
Cuando la vieja ama de cría dejó de verse entre las sombras del patio
de armas, el caballero Templario se dirigió hacia la dama y agarró con sus
rudas manos las manos de Margueritte, atrayéndola hacia sí.
- ¿Habéis traído también la Santa Reliquia? – Preguntó bajando la
mirada, temiendo que aquellos ojos grises que le cautivaron una vez
volvieran otra vez a intentarlo.
- Así es, mi señor – respondió la dama -. Mas…..
Marguerite De Joinville mantuvo el silencio, como dudando de si debía
hablar o callar. Tras aguardar unos instantes, continuó.
- … Mas una reliquia como esta debe poseer un mejor relicario, uno
capaz de albergar tan preciados huesos…, por lo que me he tomado
la libertad de llamar a mi mejor orfebre.
Marguerite De Joinville dio dos palmadas. Al instante dos soldados de
su ejército descorrieron las lonas que ocultaban el heno, empezando a
vaciar éste sobre el empedrado.
Cuando hubieron acabado de desocupar el carro, quedó a la vista un
cajón hecho de ruda madera de pino.
- ¡Descargarlo! – Mandó De Joinville haciendo un gesto con la mano -.
¡Y traedlo hasta aquí!
Hizo falta la colaboración de cinco hombres para bajar aquel arcón y
depositarlo a los pies de los caballeros. Uno de aquellos soldados
desenvainó su espada para intentar destapar aquella caja, mas Marguerite
De Joinville le detuvo.
- ¡Marchaos! – Ordenó De Joinville a su séquito de soldados -. ¡Largaos
todos de aquí! ¡Id a las caballerizas y darle de comer a los caballos!
Geoffrey De Charnay hizo otro tanto y al rato, en el patio de armas,
sólo permanecían él y Marguerite de Joinville. Ahora era Geoffrey De
Charnay quien desenvainaba su espada para usarla de palanca.
Al cabo de unos segundos de forcejeo, la tapa se abrió y De Charnay
la retiró con cuidado. El interior de aquel cajón también estaba repleto de
heno. Marguerite De Joinville se arrodilló en el sucio empadrado y empezó a
retirarlo hasta mostrar un fino paño de seda que cubría una enorme figura.

El Hombre del Gualicho. 132


- Aquí – susurró De Joinville señalando con ambas manos aquel bulto
que descansaba en la caja -, aquí se encuentra la Santa Reliquia.
Sus dedos descorrieron la tela, dejando ver un gigantesco relicario.
Era un sarcófago, todo él de plata, del tamaño de una persona adulta.
Correspondía con un hombre maduro, a tamaño natural, que hubiera sido
salvajemente torturado. Los brazos descansaban a ambos lados del cuerpo,
pero los antebrazos parecían alargarse excesivamente con el fin de alcanzar
la zona púbica y cubrirla con las manos.
- Ayudadme a sacarlo – la dama, con el pie aún hincado en la tierra,
había introducido sus manos debajo de la cabeza de la imagen y
tiraba de ella con fuerza -.
Geoffrey De Charnay permanecía rígido, asombrado ante la belleza y
grandiosidad de aquella obra que representaba a un Cristo yaciente, con las
llagas aflorando en la piel, pero con la serenidad propia de un ser divino.
Cuando recuperó la compostura, Marguerite De Joinville ya casi había
conseguido sacar la mitad de la imagen de la caja de madera.
Una vez en el suelo, De Charnay volvió a recrearse con la hermosura
y filigrana de aquel trabajo en plata. La parte posterior mostraba,
claramente marcadas sobre la piel, las huellas de un flagelo al golpear
glúteos y espalda. Igualmente podían apreciarse las huellas dejadas por los
clavos al taladrar muñecas y pies.
- Es una obra maestra – susurró De Charnay acariciando la pieza con
delicadeza -.
- Vamos a abrirla – Marguerite De Joinville colocó ambas manos sobre
un lateral de la figura y empujó hacia un lado.
Dentro, sobre un paño de fieltro púrpura que ocultaba a una oscura
madera, reposaban los huesos que antes contuviera el viejo arcón de
madera. Éstos se hallaban perfectamente colocados, cada uno en el lugar
donde le correspondía.
- Con este presente – sonrió De Joinville –, creo haber agradecido
correctamente el favor que me hicisteis al dejarme la Reliquia de los
huesos de Nuestro Señor Jesucristo -.
- Con este presente – sonrió De Charnay –, habéis revasado, con
creces, todas nuestra expectativas -.

El Hombre del Gualicho. 133


15 CAPITULO

Lirey, Febrero de 1302

Marguerite de Joinville dormía sentada en un sillón, frente a una


chimenea donde gruesos troncos de encina se consumían en cenizas. Sus
pelos revueltos y su desaseado aspecto nada hacían recordar a aquella
esbelta figura que, años atrás, se presentó ante Geoffrey de Charnay para
suplicar las más preciadas reliquias de los caballeros Templarios, los
mismísimos huesos de Cristo.

Sus ojos se cerraron suavemente y de sus manos, como una lágrima


que resbala lentamente por una mejilla, se deslizaron hasta el suelo las
páginas de las memorias de la Séptima Cruzada, un libro que había iniciado
su padre y que éste le había permitido leer.

Su padre, Jean de Joinville, era uno de los mejores cronistas de su


tiempo. A petición de la reina de Navarra y Francia, Juana de Champagne,
Jean de Joinville se hallaba escribiendo la memorias de la Séptima Cruzada,
o también llamada “Histoire de Saint Louis”, un libro que acabaría
terminando siete años más tarde, en mil trescientos nueve, con la reina
Juana ya muerta por lo que, a la sazón, la obra le sería dedicada al
primogénito de ésta, al futuro rey Luis X de Francia. Este libro se convertiría
en pieza clave para la canonización del rey San Luis.

El crujir de las hojas al rozar el suelo la despertó bruscamente.


Marguerite de Joinville llevaba horas intentando combatir el sueño con la
lectura, pero el cansancio de días en vela y el sufrimiento estaban
provocando en ella una gran debilidad y agotamiento.

Desde hacía una semana convivía pegada a la cuna del pequeño


Geoffrey. El niño había empezado a experimentar cefaleas, fiebre,
escalofríos, convulsiones y debilidad general y, desde hacía tan solo unos
días, se le notaba en el cuello la presencia de un bubón purulento, de
apenas unos dos centímetros de diámetro. También se le veían en brazos y
piernas varias llagas supurantes de las que manaba cuantiosa sangre. Tanto
era así, que Marguerite había mandado rasgar sus mejoras sábanas con el

El Hombre del Gualicho. 134


fin de crear vendas con que tapar las heridas.

Los síntomas de la Peste Negra se evidenciaban en el niño como dos


gotas de sangre resaltando en la nieve. Por ese motivo, Marguerite de
Joinville sufría y languidecía mientras veía expirar a un hijo tan
ansiosamente deseado.

Varias veces había tenido la tentación de alejarse de la cuna en busca


de su cuñado, Geoffrey de Charnay, para volver a suplicarle la Santa
Reliquia que hizo de su vientre un lugar fértil. Pero le consumía el miedo de
alejarse de su hijo, y más ante el temor que mostraban sus siervos ante
aquel chiquillo de apenas tres años.

Tan solo ella era la única que se atrevía a cambiar las vendas
supurantes, a aguantar los hedores que emanaban de ese cuerpo en
descomposición, un olor que echaba para atrás hasta a los mismísimos
médicos. Ella era la única que se atrevía a convivir día y noche con él, como
si se tratase de la cosa más natural del mundo, mientras que el resto de sus
criados huían del niño, amedrentados por un posible contagio.

Pero Marguerite de Joinville se mantenía firme, aguantando aquel


castigo divino de soberbia. Sabía que no era Dios el responsable de los
males que padecía en aquellos momentos, si no su orgullo.

¡Sólo a ella se le podría haber ocurrido exigir las reliquias de Cristo


para concebir a su hijo!

Por eso expiaba sus pecados azotándose la espalda con látigos de


cuero, clavándose cilicios en las piernas y riñones hasta que le sangraba la
piel, colgándose cadenas de hierro y cruces armadas de agudas puntas y
otros objetos de este jaez, y rezando, día y noche, frente a la imagen de
Cristo, pidiéndole perdón.

Marguerite sabía qué significaba aquel dolor que ahora padecía su


hijo, pues ella, de joven, también había experimentado una situación
semejante. También ella fue víctima de la peste, de la que se salvó por
intercesión de la Virgen, aunque conservaría de por vida una pequeña
cicatriz, en forma de flor de lis, a la altura de la ingle.

El Hombre del Gualicho. 135


Debían de ser ya más allá del mediodía cuando unos golpes
resonaron en la puerta. Marguerite se levantó vacilante, presa de la
debilidad. Cojeaba un poco de la pierna derecha, pues usaba como cilicio un
cinturón metálico dotado de puntas que ella misma se había atado
firmemente al muslo. Las heridas que provocaban aquel cilicio no daban
lugar a sangrado, pero sí dejaban marcas bien visibles en la piel, y le
producían un tremendo dolor cada vez que debía erguirse o cambiar de
posición.

Se acercó renqueante hasta la manilla y la empujó lentamente.


Supondría que se encontraría en el suelo con algunos platos y agua, pues
ningún criado se atrevía a llevarle la comida más allá de la puerta, pero se
sorprendió al encontrase frente a ella a su orfebre, que mantenía aferrado a
su pecho, firmemente, una bolsa de cuero de gran tamaño.

- Perdone que venga a molestarla – se disculpó aquel diminuto hombre


sin atreverse a levantar la mirada –, pero lo que tengo que decirle…,
creo…, reclamará su mayor atención y… - tragó saliva antes de
continuar -, …y justificará mi presencia aquí, en sus tristes momentos
de desamparo -.
Marguerite de Joinville protestó levemente. Su debilidad había
conseguido consumir el carácter enérgico que la representaba, y en un
estado normal habría expulsado a aquel hombre con más de una patada e
insulto. Pero ahora tan solo se limitó a murmurar y quejarse con débiles
silbidos.
- Disculpa que no pueda atenderte, pequeño Pierre – sonrió de mala
gana, mostrando unas manos vacías –, pero no tengo ningún recado
que encomendaros ahora…, y la situación de mi hijo reclama, en
estos momentos, todo mi cuidado y esmero -.
En aquel instante una tos lastimosa seguida de un débil llanto llamó
la atención de los presentes, quienes volvieron sus ojos hacia la cuna. El
joven Geoffrey acababa de vomitar sangre y sus pequeñas ropas aparecían
teñidas de rojo.
- Veis de lo que os hablo – se lamentó De Joinville acudiendo presurosa
hacia la cuna –. Es mi hijo, el pequeño Geoffrey de Charnay, quien

El Hombre del Gualicho. 136


más me preocupa ahora -.
El pequeño Geoffrey babeó lastimosamente. Era una baba mezclada
con restos de alimentos mal digeridos y sangre. Su debilidad era tal que tan
solo se limitó a extender sus delgadas manitas hacia su madre. Marguerite
de Joinville lo cogió rápidamente y lo abrazó junto a su pecho,
manchándose ella también de sangre.
- Es por ello por lo que he venido aquí – se disculpó el pequeño Pierre,
dando unos pasos igual de titubantes que sus palabras –, porque creo
que…, lo que os traigo…, ayudará a mitigar sus pesares.
Marguerite de Joinville pareció no hacer caso a esas palabras, absorta
en retirar sábanas, ropas y vendas oscurecidas de rojo. Mientras tanto, el
orfebre Pierre contemplaba sus quehaceres sin más ruido que su respiración
y sin desprenderse ni un momento de aquel gran bulto que aferraba en el
pecho.
Cuando Marguerite terminó de cambiar el ropaje de su hijo, depositó
al niño en la cuna y lanzó a la lumbre las ropas manchadas, para que se
consumieran en las brasas. Luego recogió los papeles de la obra de su
padre, que aún seguían desperdigados en el suelo, y se sentó.
- ¿Y bien? – Preguntó en un lamento. Su voz era apenas un susurro,
aunque a medida que hablaba, se hacía cada vez más y más potente.
–. ¿Qué es eso tan importante que tenéis que contarme, eso que
requiere de toda mi atención?
Pierre se acercó a una mesa y abrió la bolsa. De ella extrajo un lienzo
de lino que extendió sobre la madera. Aquella tela ocuparía unas cuatro
varas de largo y una de ancho, y en ella podían apreciarse extrañas
manchas de color parduzco.
- Hace unos años – titubeó Pierre antes de iniciar su relato –, cuando
usted me pidió que elaborara aquel relicario de plata, aquel con la
forma de Nuestro Señor moribundo, hice algo que nunca debería
haber hecho. Y ese algo es lo que ahora os entrego.
Marguerite de Joinville lanzó una mirada furtiva a aquel hombre. Se
le llamaba pequeño Pierre por su escasa estatura, si bien, sus manos
destacaban como dos grandes mazas de hierro. Unas manos capaces de
labrar en plata las más finas filigranas, trabajar el oro hasta dejarlo como

El Hombre del Gualicho. 137


un espejo, y esculpir en gemas hermosas figuras.
Recordó cómo, para poder tallar con la mayor fidelidad posible
aquella reliquia, examinó los huesos de Cristo uno a uno, recomponiendo su
imagen sobre una mesa. Fue él quien se percató de las escoriaciones en la
frente, de que las piernas no se hallaban fracturadas y el que retiró la
pequeña esquirla metálica clavada en las costillas, sin duda producida al
quebrarse la lanza de Longinos al golpear con el duro stipes de la cruz.
Sin embargo, para poder reproducir aquel cuerpo envilecido por la
crucifixión, el pequeño Pierre solicitó de Marguerite De Joinville un favor que
ahora la llenaba de espanto. Pidió, de entre los reos a muerte, jóvenes
soldados ingleses capturados en batalla y cuyas exiguas rentas no les
permitían pagar un rescate, a uno de complexión musculosa para reproducir
en él la Pasión de nuestro Señor Jesucristo.
Recordó los gritos de dolor y de piedad de aquel pobre muchacho
cuando, atado a un poste de las caballerizas, fue golpeado con un látigo,
más allá de las treinta veces, y cómo sintió placer, e incluso satisfacción
macabra, al ver cómo se le deformaba el rostro con cada azote,
rompiéndole la nariz y los pómulos, o viendo correr la sangre entre sus
genitales.
Rió cuando el pequeño Pierre encasquetó una corona de espinas
sobre el cráneo del joven y ésta fue encajada a golpes, y cómo las púas
mordían el cuero cabelludo y la sangre manaba de las heridas, empapando
y tiñiendo de rojo la mata grasienta de pelo del inglés.
También evocó esos momentos de tétrico gozo al ver andar al joven
muchacho con un grueso poste atado sobre los hombros, a modo a como
Nuestro Señor portó el patibulum. O al escuchar aquel chillido desgarrador
cuando los clavos taladraron su cuerpo, justo en el lugar donde el pequeño
Pierre, tras estudiar los huesos, sugirió que debían clavarse. Y disfrutó
viendo como aquel cuerpo, lacerado por las llagas, pendía como un vulgar
pelele de una cruz, improvisada en una de las paredes del establo.
Aquel despojo humano luego le fue entregado al Pequeño Pierre, que
lo estudió en su más mínimo detalle, realizando bocetos, mediciones y
réplicas en arcilla, para conseguir dar el mayor realismo a su escultura.
¡Cómo no sentirse ahora culpable cuando ella, Marguerite de Joinville,

El Hombre del Gualicho. 138


había disfrutado de satisfacción y gozo ante aquel espectáculo sádico y
cruel! ¡Aquel disfrute que ahora veía cobrarse en su propia carne,
contemplando como su hijo se corrompía en la peste, igual que se
corrompió aquel soldado ante tanta crueldad!
Aquella imagen del joven inglés descendiendo de la cruz se evadió de
su mente cuando Pierre, tras un simulado ataque de tos, empezó a hablar.
- Aquel día, cuando ya casi había finalizado mi obra, decidí calentar la
imagen de plata para labrarla más fácilmente, sobre todo los
pequeños detalles que darían más realismo a la figura – Pierre titubeó
antes de proseguir su relato -. Tras ello, y con la intención de
enfriarla más rápidamente, opté por mojar un lienzo de lino con
agua, áloe y mirra y cubrir con la tela toda ella para luego realizar un
frottis.
Pierre sudaba. Se había desprendido de su pequeña gorra de paño y
la agitaba y manoseaba con sus gruesas manos.
- Cuál no sería mi sorpresa – prosiguió -, cuando al retirar el paño, me
encontré con esto.
Marguerite de Joinville se levantó de su asiento y se acercó
lentamente hacia la mesa.
El lienzo mostraba una figura que parecía haber sido obtenida por el
chamuscamiento del tejido. La quemadura era tan tenue y superficial que
sólo afectaba a escasas fibras de cada hilo, percibiéndose únicamente a
partir de un metro de distancia. Más cerca, el tono amarillento se
desdibujaba y la figura retratada perdía nitidez.
Aquella figura representaba la imagen de un hombre de más de
metro ochenta de estatura, cabello largo hasta los hombros y dividido a la
mitad, larga barba y con heridas de crucifixión en manos y pies.
- ¿Me quieres decir – preguntó De Joinville con un ligero gesto de
incredulidad -, que la imagen que aquí se representa es de la Santa
Reliquia, aquella que os mandé hacer en plata, aquella que atesora
los huesos de Jesús, Nuestro Señor?
Pierre, el orfebre, no respondió. Tan solo se limitó a asentir con la
cabeza.
- Sí – titubeó tras unos segundos de silencio -. La he mantenido oculta

El Hombre del Gualicho. 139


todo este tiempo. Pero ahora, al ver cómo se encuentra nuestro
señorito Geoffrey – los ojos del orfebre, cubiertos de lágrimas, se
dirigieron a la cuna, donde el pequeño Geoffrey de Charnay
languidecía entre grandes sufrimientos -, he pensado que debería
entregársela.
Marguerite de Joinville rozó con sus dedos el paño de lino y se lo
acercó a la cara, acariciándolo con el rostro y mojándolo con sus lágrimas.
Luego, también ella volvió sus ojos hacia la cuna y se persignó ante ella.
- Seguro que su poder – prosiguió el pequeño Pierre -, y el hecho de
haber estado en contacto con la Santa Reliquia, hará que el niño
mejore.
Marguerite de Joinville se acercó despacio al lugar donde descansaba
su hijo y lo sacó de entre sus sábanas. Luego lo envolvió con aquel paño de
lino, manchando la tela con la sangre que aún manaba de las pústulas.
Cuando finalizó de envolverlo, volvió a depositarlo en la cuna.
- Seguro que ahora sí sanará – De Joinville mostró una ligera sonrisa al
ver partir a su orfebre.
- Seguro que sí – respondió Pierre cerrando cuidadosamente la puerta -
Seguro que ahora sí.

El Hombre del Gualicho. 140


16 CAPITULO

Poitiers, 19 de septiembre de 1356

Hacía varios años que las campiñas francesas se veían asoladas por
las violentas y temidas chevauchées inglesas, rápidos desembarcos en las
costas septentrionales de Francia en las que los ingleses se internaban en
los campos, incendiaban cosechas, mataban a los habitantes de las aldeas y
luego retrocedían presurosamente hacia sus bases en la costa, dejando a la
población a merced del hambre y las enfermedades.

Frente a estas "guerras relámpago", los ejércitos franceses no podían


ofrecer resistencia. Más pesados, lentos y torpes de maniobrar, se veían
sofocados por las cargas inglesas, incursiones creadas más con la intención
de poner a la población francesa en contra de la corona que a lograr
resultados militares, ya que los pobres aldeanos, con sus casas en ruinas,
sus campos en llamas y sus mujeres e hijas asesinadas o violadas, exigían
de los caballeros feudales una protección y unos alimentos que éstos,
difícilmente, podían ofrecer.

Esta situación cambió en el mes de agosto de mil trescientos


cincuenta y seis, cuando Eduardo, Príncipe de Gales, con tan solo veintiséis
años de edad, decidió poner en marcha una enorme chevauchée. Aquel
"Príncipe Negro", llamado así por el color de su armadura, irrumpió con su
gran ejército en las costas francesas, devastando y quemando numerosas
ciudades y campos.

Ante tal avance de las tropas inglesas, el rey francés, Juan el Bueno,
valiente, emocional y terco, tomó la decisión de realizar una gran ofensiva,
concentrando todas sus enormes fuerzas, alrededor de quince mil hombres,
muchos más que las tropas inglesas, en las cercanías de Poitiers.

Esta ciudad se alza sobre un vasto promontorio que, con forma de


espátula, se halla comprendido entre los valles de Boivre y Clain. Un
promontorio unido a la meseta por un estrecho pedúnculo llamado
Tranchée, nombre debido al foso excavado para el Oppidum galo allí
establecido, a fin de impedir el paso y aislar Poitiers del país circundante.
Su condición defensiva resultaba, por tanto, preponderante, como lo era

El Hombre del Gualicho. 141


también su vasta extensión, lo que facilitaba su defensa hasta la llegada de
la artillería. Este fue el motivo por el que el rey Juan decidió escoger este
lugar para enfrentarse contra “El Príncipe Negro”, Eduardo de Gales. Parecía
que, con esta batalla, volvería a resurgir el mítico enfrentamiento eterno
entre los dos principios opuestos: el Bien, encarnado en el Rey Juan, y el
Mal, simbolizado por el “Príncipe Negro.

Junto al rey Juan se halla Geoffrey de Charnay, señor de Lirey,


Savoisy y Montfort, hijo de Jean de Charnay y Marguerite de Joinville, aquel
que pasaría a la historia con el sobrenombre del "caballero verdadero y
perfecto", no sólo por su habilidad con las armas, sino también, por su
piedad y su honor.

En aquellos momentos del alba, frente a las huestes enemigas, es


cuando Geoffrey de Charnay se arrodilla al lado de su caballo y reza para
que Dios le inspire y proteja en la batalla. Trata de divisar la gracia divina,
ese rayo claro que, emanando de entre las nubes, inflama su corazón de
valentía y coraje. Pero ante sus ojos, casi ocultos por la celada, tan solo
logra vislumbrar los acontecimientos que le han ido marcando toda su vida.

Recordó los desvelos de su madre cuando él tan solo contaba con tres
años de vida y sufrió la peste negra. De aquella enfermedad, únicamente
conservaba una extraña cicatriz a la altura del cuello, restos de un bubón
purulento, así como extrañas marcas en brazos y pies que se difuminaban
entre sus heridas de guerra. Eso…, y una sábana de lino, aún manchada con
su sangre, y que atesoraba como una reliquia, ya que fue con ella con la
que le envolvió su madre en los momentos de mayor apuro y, gracias a su
protección, consiguió salvar la vida.

Recordó también sus batallas en Hainaut y en Flandes; y su cruzada


a las órdenes de Humberto II de Viennois; y aquel veinticuatro de junio de
mil trescientos cuarenta y seis, cuando consiguieron liberar Esmirna de la
opresión del Turco; y las dos ocasiones en que fue hecho prisionero: una en
la batalla de Morlaix, la otra en Bretaña, desde donde sería trasladado a
Inglaterra, al castillo de Goodrich, bajo el cautiverio de sir Richard Talbot….

También recordó aquel dieciséis de abril de mil trescientos cuarenta y

El Hombre del Gualicho. 142


nueve, cuando solicitó del papa Clemente VI la concesión de que su iglesia
de Lirey fuera declarada Colegiata y que, tanto a él como a sus
descendientes, se les concediese el derecho de patronato sobre la misma.

Recordó su insistencia, y cómo consiguió que la iglesia se construyese


en madera, viéndola terminada un día veinte de junio de mil trescientos
cincuenta y tres. Más tarde renovó su petición de verla ascender a
Colegiata, y todo con el firme propósito de que a su muerte pudiera ser
enterrado, tanto él como sus sucesores, en su cementerio.

Sin embargo, lo que desconocía en aquellos momentos, aunque intuía


al ver pasar ante él toda su vida con esa serenidad y desapego que hacen
prever una futura muerte, es que aquella batalla de Poitiers representaría
para él su última cruzada. Que aquellas visiones eran avisos divinos,
reclamos de constricción y penitencia, momentos de pedir a Dios perdón por
todos sus pecados.

Para los ingleses, por el contrario, aquella batalla simbolizaría la


segunda de las tres grandes victorias obtenidas durante la Guerra de los
Cien Años.

El Príncipe Negro, como gran estratega militar que era, supo colocar
sus tropas con la espalda cubierta por un tupido bosque y el flanco
izquierdo protegido por una ensenada, a fin de precaverse de cualquier tipo
de ataque por retaguardia. Además, este Príncipe Galés daba máxima
prioridad a la velocidad y movilidad de sus huestes, ligeramente armadas
con lorigas de anillas y desprovistas de petos. Por el contrario, los franceses
luchaban con pesadas armaduras frente a las cuales rebotaba cualquier
flecha, haciéndoles prácticamente inmunes a los dardos ingleses, pero que
limitaban la movilidad de sus fuerzas.

En un momento dado, todos los recuerdos de Geoffrey de Charnay se


evadieron, esfumándose como el humo, cuando el rey Juan, alzándose
sobre su caballo, exclamó, refiriéndose al príncipe Eduardo y a sus escasos
veintiséis años.

- ¡Hemos de extirpar de esta tierra a esa planta ponzoñosa ahora que


todavía es joven, y, con ella, arrancar todos sus retoños y expulsarlos

El Hombre del Gualicho. 143


a la hoguera, a fin de convertir sus restos en cenizas!

Es entonces cuando Geoffrey de Charnay decide llamar al sacerdote


para pedir la comunión. Luego se dirige a su semental, un animal fuerte y
ágil pero que, debido al peso que tiene que soportar, se ve con la movilidad
reducida. Para ello se hace ayudar de una grúa con poleas, ya que su
armadura pesa más allá de un quintal, y le es imposible subir por sí solo.

A una orden del rey, toda la avanzadilla francesa se pone en


movimiento. Son cientos de caballeros que, junto a mercenarios alemanes,
desean acabar prontamente con los arqueros rivales utilizando picas y
venablos. La luz de la aurora se refleja en sus cascos, broqueles y armas a
medida que se van desplegando por el campo, como un fuego que se
extiende por los pastos, devastándolo todo, convirtiéndolo en ruinas y
provocando pavor. La tierra tiembla bajo el envite de sus caballos y el cielo
se nubla con la polvareda levantada por sus cascos. Y, de entre ese polvo,
resurgen como puntos de luz estandartes y banderas, desplegados en todo
su colorido, y suenan ecos de tambor, y se escuchan los clarines… Mientras
tanto, los caballeros franceses avanzan a paso firme por la llanura.

Son instantes de confusión en los que los ingleses simulan una huida.
Ante este gesto de temor o cobardía, los franceses se envalentonan, lo que
provoca una carga desordenada de los caballeros francos sobre el invasor
inglés.

- ¡Esos bastardos están huyendo! – Brama el rey Juan con un aullido


de júbilo.

Geoffrey de Charnay espolea su caballo hasta situarse a la derecha


del rey. Lleva alrededor del cuello la Oriflama real, pero en aquel momento
la desenrolla y decide enarbolarla al extremo de su lanza.

Esta Oriflama, que los reyes de Francia cogen del altar de Saint-Denis
prestando para ello sagrado juramento, ha de ser llevada al campo de
batalla por uno de los caballeros más importantes de la corona, y Geoffrey
es el “elegido”. La Oriflama constituye la enseña principal de los ejércitos
franceses y viene a ser la bandera de sus reyes. Si cae la Oriflama, toda
Francia cae tras ella.

El Hombre del Gualicho. 144


- ¡No lo crea así, mi Señor! – Grita Geoffrey haciéndose oír sobre los
alaridos de guerra - . Es una estratagema de ese maldito Eduardo.
¡Vea! – Geoffrey dirige el extremo de su lanza, portando la Oriflama,
hacia el campo de batalla -. Los ingleses están contraatacando.

Los arqueros ingleses habían iniciado una lluvia de flechas sobre los
caballos franceses, cubriendo el cielo con sus saetas hasta teñirlo de negro.
Frente a las recias armaduras de los hombres, las de los caballos
presentaban varios puntos débiles, sobre todo a los lados y en la parte de
atrás. Allí es a donde fueron a clavarse los dardos ingleses, acribillando a
los animales y arrastrando con ellos, también, a sus ocupantes.

Muchos franceses quedaron sepultados por sus monturas. Nobles


guerreros curtidos en lejanos campos de batalla murieron aplastados por el
peso de sus caballos, o rematados por los ingleses, que les levantaban la
celada y clavaban sus espadas y misericordias a la altura de los ojos, o
atravesaban sus escudos y armaduras con sus fuertes picas. Aullaban y
golpeaban sin perder de vista al Príncipe de Galés, quien, a lomos de un
enorme alazán negro, alentaba a sus tropas a acabar con todos, a no dejar
ningún francés vivo. La furia asesina de los ingleses desató una toda una
orgía de sangre sobre los desafortunados franceses.

Estúpido debía ser aquel inglés que se dejara matar por un golpe de
maza o espada, ya que las eludían como verdaderos saltimbanquis,
corriendo de aquí para allá y destrozando todo lo que hallaran a su paso
mientras evitaban cualquier encontronazo directo.

- Siempre hubiera sido preferible – se lamentó Geoffrey santiguándose,


gritando para hacerse oír por encima del relincho de estertor de los
caballos, -, antes de recibir sobre el acero de nuestro mejor peto una
estocada de espada a dos manos, el no recibirla. El poder movernos
para esquivarla, y no aguardar, inmovilizados, a recibir un fatídico
golpe…,
- Esa habilidad es la que despuntan los caballeros ingleses frente a los
nuestros – lloriqueó el rey Juan, persignándose él también al ver caer
a sus hombres, esos muertos tan numerosos que hasta formaban
montículos a cuyo alrededor ya merodeaban los perros.

El Hombre del Gualicho. 145


Ante esta situación, el Delfín Carlos opta por efectuar un ataque de
infantería en un intento de defender a sus caballos. La lucha es
encarnizada, pero es tal la fuerza del ejército inglés, que el Delfín se ve
obligado a retroceder con la intención de reagruparse. De nuevo se vuelven
a ver muertos amontonándose sobre más muertos.

La siguiente oleada de infantería corre a cargo del duque de Orleans,


que aguarda y resiste a la espera de que los hombres del Delfín ataquen de
nuevo.

Ya se cuentan por miles los cuerpos abandonados a la voracidad de


los lobos, los perros y a las aves de rapiña picoteadoras de rostros. El
ambiente es irrespirable, cuajado de olor a sangre, vísceras y entrañas.

Mientras tanto, los ingleses se ensañan una y otra vez contra los
caballeros del Duque, que aún aguardan la llegada del Delfín. Al ver que
éste no acude, el Duque de Orleans vuelve la espalda al enemigo y se da a
la fuga, abandonando esa tierra que sus vasallos, sus caballeros y soldados,
han empapado con su sangre.

Los pocos caballeros franceses que sobreviven se ven prácticamente


inmovilizados por su pesada armadura, por lo que difícilmente pueden
sostenerse en pie y, menos aún, soportar los envites de los soldados
ingleses, que se mueven con rapidez y agilidad y atacan por aquí y por allá.

Aquellos caballeros franceses caen sobre el mismo lugar en que se


hallaban, para nunca jamás volverse a levantar. Parecía una catarsis
completa, una limpieza histérica de todo aquello que fuera gabacho. De los
miles que iniciaron la batalla, ya sólo quedaban unos cientos, a cada cual
más agotado y herido.

Los ingleses sabían dirigir sus golpes siempre hacia los puntos más
débiles, a la altura de los brazales, cangrejos y petos, de manera que no
tardaron mucho en dejar los prados cubiertos de cadáveres, con la sangre
fluyendo, como espesos torrentes rojos, hasta mezclarse con el barro.

Geoffrey escucha el ruido de las armas al chocar, el aullido de los


generales dando órdenes, las trompetas llamando a retirada, el quejido de
los moribundos, el relincho de los caballos al sucumbir bajos las flechas….

El Hombre del Gualicho. 146


Es entonces cuando el rey de Francia escupe al suelo. Ante el
comportamiento cobarde de sus súbditos, él mismo decide asumir el
mando.

- ¡Refrenaos! – Grita De Charnay agarrando la brida del rey -. ¡Vais a


enfrentaros a unas fuerzas que son diez veces más rápidas que las
nuestras! Os ruego que llaméis a nuestras tropas y que detengáis de
inmediato esta locura.
Pero el rey arde de rabia.
- ¡No, no lo haré! – Brama el rey Juan encolerizado, mirando con ira
loca a su acompañante -. ¡Y si tú, mi portador de la Oriflama, no
estás de acuerdo conmigo, puedes descabalgar ahora mismo y
entregar la bandera a cualquiera de tus peones, seguro más valiente
que vos, pues ya no os necesito!
- Iré con vos – responde Geoffrey de Charney -, pues os juré servicio
hasta la muerte y mi deber de disciplina me lo impone. Lo único…, –
suspira -, tan solo me he limitado a daros mi consejo.

Rápidamente, el rey ordena que desde retaguardia se traigan nuevos


caballos con los que proseguir la lucha, momento que es aprovechado por el
Príncipe de Gales para ordenar, también él, un reemplazo de sus animales.
Mientras tanto, los arqueros ingleses, que se iban quedando sin flechas,
recorren el campo de batalla en busca de venablos con que llenar sus
carcajes, arrancándolos, si es necesario, de los cuerpos de caballeros y
caballos moribundos. Esperan así emponzoñar las puntas, ensuciándolas
con la sangre de los muertos a fin de impregnarlas del “virus cadavericus”,
un veneno del que se cree que es portador de epidemias, como la peste o el
cólera.

El rey Juan, y a su lado Geoffrey de Charnay, irrumpen en el campo


de batalla. Es el momento que espera el Príncipe Negro. A una señal suya,
hace entrar en acción a su reserva móvil, que sabiamente había ocultado en
los bosques.

Estas tropas rodearon y atacaron a los franceses por los flancos y la


retaguardia, encerrándolos como si fueran un s

El Hombre del Gualicho. 147


En vano braman las trompetas y clarines intentado mantener a los
soldados en sus puestos, llamando a los desertores al combate, pero ya
nada puede impedir que el rey Juan sea capturado de inmediato con su
séquito.

Sir Geoffrey De Charnay luchó valientemente cerca del rey,


protegiéndolo con su cuerpo y aguantando toda la presión de la batalla, por
ser él quien lleva la bandera soberana, la Oriflama.

Por un momento desea que un hado maligno, uno de aquellos brujos


y diablos que tanto aborrece, le eche un encantamiento que consiga
evadirle de ese campo de batalla y le transporte a otro lugar más feliz,
alejado de esa locura de muerte y destrucción. Más el destino no le concede
tal cosa. Está empujado a guerrear, pues así es el mundo que le ha tocado
vivir.

¡Qué cruel es la vida, donde las cosas que deseas no te son dadas y
se te abren las puertas a aquellas que más detestas!

Más de una vez De Charnay hubiera deseado volver a su casa, a sus


tierras, con su familia. Detener esa absurda guerra y devolver a los
hombres junto a sus mujeres, a los hijos junto a sus madres, a los
hermanos con sus hermanas...

Pero aquello no le está permitido.

Por el contrario, a lo que se le incitaba, a lo que se le animaba con


gritos de aliento y furia, era a guerrear, a dar muerte a aquel invasor
inglés, aquel que no dejaría de tener también una familia aguardándole en
otras tierras.

Lloraba su frustración ya que, cómo buen cristiano que era, no podía


respetar una vida, a pesar de ser ésta lo más sagrado en la Tierra. Por el
contrario, tenía que despreciarla, deshonrarla, profanarla, darle muerte…

Rezó con todas sus fuerzas, abrazando su espada como si fuera una
cruz, dando golpes de aquí para allá que casi siempre acababan en aire,
desgastando todas sus fuerzas en envites inútiles.

Ante la agilidad de los ingleses, Geoffrey de Charnay sólo podía

El Hombre del Gualicho. 148


oponer su precaución. Así hasta que al final, y pese a su potente armadura,
el acero de un venablo inglés lanzado a escasa distancia le entró en el
pecho más de un palmo. Todavía continuó sobre su montura unos instantes,
tal vez porque el calor de la batalla apenas le hiciera sentir el dolor.

Cuando se enfrió la herida, su cabeza perdió el control y sus ojos se


tiñeron de rojo. Aquel combate cruel se tornó carmesí como la sangre,
imposibilitándole distinguir sus soldados de entre los de las huestes
enemigas. Incapaz de ver contra quien luchaba, espoleó su caballo para
escapar de allí, pero este le llevó, directamente, hacia el centro de los
soldados ingleses.

En un último acto de osadía se extrajo el venablo y lo arrojó al suelo.


Más al pronto se vio rodeado de manos enemigas que lo azoraban y movían
hasta hacerle caer de su montura, quedando todo él tendido en el barro. Ya
era demasiado tarde, porque un último golpe del enemigo le había sajado la
cabeza, separándola del cuerpo.

Conforme cayó, un estrepitoso alarido de salvaje regocijo surgió del


millar de soldados ingleses allí reunidos. Sir Geoffrey de Charnay fue
asesinado con la espada en una mano y la bandera de Francia en la otra.
Pero, junto a ella, otras banderas francesas cayeron en tierra, rasgadas y
cubiertas de barro y sangre.

Tras su victoria, los ingleses se dedicaron a la rapiña, cortando


cabezas para atarlas a las monturas de sus caballos, robando joyas, dinero
y oro, y petos y celadas, y armas, corazas y cascos, y cargándolo todo en
carros, dejando los cuerpos de sus enemigos completamente desnudos,
expuestos a la voracidad de los perros y lobos, que ya empezaban a
concentrarse por manadas a disputarse quién se llevaría la mayor tajada.

El traqueteo de los carros desfilando entre los cadáveres quedaba


ahogado por la atenuación que brazos, cuerpos y cabezas producían al ser
aplastados por las ruedas, permitiendo que el graznar de los cuervos y el
aletear de los buitres, que venían atraídos por la sangre, llenara con sus
ecos el valle.

El Hombre del Gualicho. 149


17 CAPITULO

Lirey, Octubre de 1356

Es octubre de mil trescientos cincuenta y seis y Juana de Vergy,


segunda mujer de Geoffrey De Charnay, lamenta la muerte de su esposo.
Se halla en la Colegiata de la Santísima Trinidad, en Lirey, una iglesia
mandada construir por Geoffrey de Charnay en conmemoración a su
evasión del cautiverio inglés, ya que a su intercesión atribuye dicho éxito.

Ahora, ante una tumba vacía, Juana de Vergy llora en silencio. No por
orgullo, sino por resignación, sabedora que, en otros lugares de Francia,
otras mujeres hacen lo mismo. Son damas acostumbradas a perder a
padres, hermanos, hijos y maridos en las guerras, y a guardar su dolor en
el fondo del corazón con el conformismo de que nada de lo que hagan podrá
nunca cambiar este hecho. Su duelo será siempre por dentro. Invocarán a
Dios, aunque sin atreverse nunca a maldecirle, puesto que es Él el que da,
pero también es Él el que quita.

- Es una gran pérdida, mi señora – gimotea fingidamente el deán de la


Colegiata, de pie, a su lado -, una gran pérdida. Vuestro esposo era
un gran mentor de esta iglesia, y es una lástima que no pueda verla
terminada, con estas grandiosas columnas que se elevan hacia el
cielo y este...
Juana de Vergy contempla a aquel hombre que le habla. Los ropajes
del deán son ostentosos, su tono de piel sonrosado, sus ojos hundidos entre
pliegues de carne….
- Si es dinero lo que andáis buscando – exclama Juana de Vergy
tratando de ponerse en pie -, sabéis de buena fe que mi esposo
sufragó la construcción de esta Iglesia y que, por tanto, la Colegiata
habrá de acabarse.
- ¡Oh! No. No es eso lo que busco – suspira el deán mientras deposita
sus dos manos sobre los hombros de la mujer y la obliga de nuevo a
arrodillarse, arrodillándose él también a su lado -. Las obras ya andan
por sí solas y, si Dios lo permite y los pilares aguantan, prevemos que
finalicen para dentro de tres años.

El Hombre del Gualicho. 150


- Entonces, ¿qué es lo que buscáis en mí?
- Vuestra felicidad, señora – responde el deán en un susurro -. Una
mujer viuda se enfrenta a multitud de peligros y acechanzas por
parte del Maligno. Y está vuestro hijo, Geoffrey II, que necesitaría de
un nuevo padre….
- ¡Señor! – Exclama Juana de Vergy poniéndose en pie a la par que se
santigua -. ¡Con toda franqueza, no creo que esos sean asuntos en
los que usted deba meter sus garras!
El deán ríe, mostrando unos dientes amarillos con restos de comida
aún entre ellos. Sujeta a Juana de Vergy por el faldón y la fuerza de nuevo
a arrodillarse.
- No van por ahí mis súplicas – sonríe -. Tan solo le digo que Aymon
de Ginebra anda interesado en usted, y que me ha pedido que le
planifique un encuentro….
Juana de Vergy se levanta exaltada. Con un gesto de soberbia recoge
su mantón y, dando la espalda al deán, se da la vuelta y se marcha.
- Aguardad un momento – replica el deán en un intento de seguirla por
la Colegiata –. Únicamente pretendía consolarla en estos momentos
tan sumamente dolorosos – se persigna -. Sé que su difunto esposo,
Geoffrey de Charnay, desearía que rehiciera usted su vida…
- Lo que desearía mi esposo – responde airada Juana de Vergy -, es
algo que tan solo yo sé….
El deán sonríe. Se ha detenido y cruza ambas manos sobre su
rechoncho pecho.
- Disculpe de nuevo que la interrumpa – su voz es ladina, pérfida,
como una serpiente que acecha a su víctima -, pero no ha sido usted
quien le ha escuchado en confesión.
Ahora es Juana de Vergy quien se detiene bruscamente. Se vuelve y
se enfrenta al deán, que la observa con la beatitud en el rostro, con una paz
y un desapego que desarma a Juana. Ésta, incapaz de resistirse al lamento,
se cubra el rostro con ambas manos y se echa a llorar.
El deán la atrae hacia sí, la abraza y consuela, aprovechando la
cercanía para susurrarle al oído.
- Me consta, pues su suegra, Marguerite de Joinville, a la que Dios

El Hombre del Gualicho. 151


tenga en su seno, me enseñó una vez, que Geoffrey de Charnay
atesoraba un lienzo de lino. Un trozo de tela que refleja la imagen de
Jesús, Nuestro Señor.
Juana de Vergy rompe en sollozos. Ella también recuerda el lienzo
que, varias veces, le ha mostrado su esposo cuando éste, entre lágrimas,
recordaba que gracias a aquel trozo de tela había conseguido salvar de niño
la vida, en aquellos días en que la Peste Negra lo envolvió con su guadaña.
Una enfermedad de la que sólo recordaba la angustia de su madre y restos
de un bubón en el cuello, una pequeña cicatriz que Juana de Vergy cubría
de besos cada vez que hacían el amor, así como restos de pequeñas
cicatrices en brazos y piernas, diminutas póstulas en nada comparables a
las que obtendría más tarde en duelos y lides.
- No estaría de más – prosigue el deán astutamente – exponer ese
lienzo a la religiosidad de los fieles, para que también ellos
encuentren en él la felicidad que tanto anhelan.

Es entonces cuando Juana de Vergy, influida por la presión del deán


de la Colegiata, y con la intención de que otros apestados pudieran buscar
en él refugio, opta por presentar ante el público aquel trozo de tela como el
Santo Sudario que, mil años atrás, habría envuelto el cuerpo de Jesús en el
sepulcro, aquel lienzo de lino que recibiera Marguerite de Joinville de su
orfebre, aquel que cubrió la Santa Reliquia y con el que abrigó el cuerpo de
su hijo, el joven Geoffrey de Charnay, cuando éste languidecía por la peste.

Esta exposición supone una fuerte conmoción para toda la


cristiandad, tanta, que cada vez son mayores las cantidades de fieles que
acuden a Lirey en procesión, aportando a la Colegiata una estimable fuente
de ingresos, de poder y de prestigio. Empiezan a contarse por cientos,
incluso por miles, los peregrinos que viajan hasta la Colegiata buscando la
protección de la Sábana, la curación de sus males, el exorcismo de sus
demonios, los que rozan con sus dedos aquel trozo de tela en un intento de
sanar sus pecados, de que los ciegos vean, de que los cojos anden...

Aquella avalancha de fieles es tan inmensa, que rápidamente provoca


la envidia de las iglesias más próximas, las cuales comienzan a elevar sus
quejas a la jerarquía eclesiástica, acusando de fraude a aquel trozo de

El Hombre del Gualicho. 152


lienzo pintado de marrón y amarillo. Esta jerarquía eclesiástica, ante el alud
de presiones y rencillas que se les ve venir encima, exige de Juana de Vergy
una prueba irrefutable del origen de esa prenda. Pero ella es incapaz de
responder.

A esto, hay que añadir que tan solo han pasado cuarenta y dos años
desde que el templario Geoffrey de Charnay, tío por parte de padre de su
esposo, muriera en la Isla de los Judíos, acusado de herejía. Por lo que
Juana prefiere no airear el caso, evitando reconocer claramente una relación
abierta con la orden del Temple, una relación que le hubiera supuesto
muchos más problemas.

Ante tales preguntas, Juana de Vergy empieza a balbucear extrañas


palabras, sin conexión alguna, alegando tan pronto que su esposo se había
referido a aquel lienzo como “un don gracioso” (liberaliter' sibi oblatam),
como que fue “un presente o recompensa por los servicios prestados a la
corona durante una reconquista en la que él había participado contra los
infieles”. Pero ninguna de sus pruebas es concluyente, puesto que la única
verdad de porqué tiene Juana de Vergy aquel paño de lino murió con
Geoffrey de Charnay y con Marguerite de Joinville. Ellos se la llevaron a su
tumba.

Entonces Enrique de Poitiers, obispo de Troyes, tacha a esa “falsa


reliquia” de fraude y ordena que el lienzo deje de exponerse. Es un
mandato inmediato, directo, cuyo incumplimiento supone la cárcel, o incluso
la excomunión. Ante esa orden, el paño es retirado de la Colegiata.

- ¡Estamos ante una verdadera farsa! – Brama colérico Enrique de


Poitiers -. Puesto que, si este trozo de lino burdamente pintado
hubiese sido realmente un don del propio rey, es seguro que éste
habría dejado constancia del hecho en algún escrito de dominio
público. Aparecería en algún acta de cesión para evitar,
precisamente, este tipo de problemas, al quedar la posesión
perfectamente legitimada.

Pero pasa el tiempo, y el deán de Lirey sigue al acecho. Tan solo


aguarda, como araña en su tela, el momento en que una presa se enreda

El Hombre del Gualicho. 153


para abalanzarse sobre ella, y ese momento le llega, con la muerte de
Enrique de Poitiers.

El deán de Lirey aprovecha la ocasión y el lienzo vuelve a exponerse


en la pequeña Colegiata con la intención de “que la iglesia pudiera verse
enriquecida con las ofrendas de los fieles”, presentándose ante éstos como
la Sábana Santa que envolvió el cuerpo de Cristo tras su muerte.

De hecho, esta nueva exposición no sólo es divulgada por el reino de


Francia, sino también por otros reinos, de modo que de todas partes acuden
gentes a Lirey, a los que el deán, con la intención de seducirlos como
incautos y apropiarse de su dinero, finge mezquinamente la realización de
milagros por parte de ciertos hombres, posiblemente pagados, que dicen
haber sido curados durante la manifestación del mencionado lienzo, a los
que ya todos consideran como el Santo Sudario del Señor.

Así, el deán, míseramente, aprovecha un texto de Jean de Joinville,


en el que el padre de Marguerite de Joinville, haciendo uso de su
familiaridad con el rey, escribe:

“El rey Luis me contó una vez, que varios hombres, de entre aquellos
que se llaman albigenses, habían acudido al conde de Montfort y le
habían pedido que viniera a ver el cuerpo de Nuestro Señor”.

¿Y…, que no otra cosa era el “Cuerpo de Nuestro Señor”, sino el


Santo Sudario que lo envolvió de muerto?

Ahora es Pedro d´Arcis, sucesor de Enrique de Poitiers, quien asume


el mando. En un momento de cólera, éste se presenta ante el deán de la
Colegiata y le exhorta, señalándole con el dedo.

- ¡No hay piedad en vuestros actos, sino falsedad y engaño, – grita


iracundo – ya que, consumido por el fuego de la avaricia y la avidez,
lo que hacéis no lo hacéis por devoción, sino por lucro!

Ante esa nueva ostentación, Pedro d´Arcis escribe al Papa Clemente


VII solicitando ayuda con que acabar con el engaño. En su carta comenta

El Hombre del Gualicho. 154


que nada de lo relatado en los Evangelios fundamenta la creencia de aquel
lienzo ya que, si fuera verdadero, no tendría sentido su omisión por parte
de los santos evangelistas, que no lo incluyen en sus textos; ni habría
motivo para haber sido ocultado hasta esos días. En aquella carta aporta las
pesquisas que él mismo ha llevado a cabo para descubrir el engaño.

“Al final, tras haber dado muestras de una gran diligencia en mi


investigación e interrogatorios, llegué yo mismo a descubrir el
fraude y pude comprobar cómo el mencionado lienzo había sido
pintado arteramente, ya que de esa verdad dio testimonio el
artista que lo había pintado. O sea, que era una obra debida al
talento de un hombre, y en absoluto forjada u otorgada de
manera milagrosa por la gracia divina”.

Destapado el engaño, el deán esconde el lienzo, manteniéndolo


oculto durante casi treinta y cuatro años, hasta mil trescientos ochenta y
nueve, fecha en que Geoffrey II, siguiendo el consejo del nuevo deán,
Nicola Martin, y saltándose la autoridad del obispo d´Arcis, pide permiso a
Pedro de Thury, presbítero cardenal de Santa Susana que iba como legado
del rey de Francia por mandato de Clemente VII, para volver a exponerlo.

A esta petición, Pedro concede que se exponga en Lirey la


representación o simbolización del Sudario del Señor, pero sin exhibirla. La
alegría resurge entre los canónigos de Lirey, que reinician las exhibiciones
con gran pompa gracias a una autorización firmada por el mismo rey, Carlos
VI.

Mientras tanto, en Troyes, Pierre d'Arcis arde de furia. Se han


superado con creces los límites de la concesión hecha por el legado papal,
por lo que prohíbe nuevamente las ostentaciones. De hecho, indignado por
aquella conducta, logra que el Parlamento apoye su decisión, alegando que
es capaz de “aportar todas las informaciones que disiparían cualquier duda
sobre la realidad de aquel engaño”.

Sus pruebas son irrefutables pero, en contra de lo que habría cabido

El Hombre del Gualicho. 155


esperar, el Papa Clemente VII decide hacer oídos sordos a estas evidencias
y pone fin a la larga controversia mediante cuatro bulas dictadas en enero
de mil trescientos noventa. En ellas permite las exhibiciones, pero sin
solemnidad, y ordena que en todas las ocasiones, y en presencia del
público, se diga en alta voz y para acallar cualquier fraude: “que la
mencionada representación o figuración no es el verdadero Sudario de
Nuestro Señor Jesucristo, sino una pintura o tabla hecha a imitación o
representación del Sudario”. Por añadidura, también ordena al obispo
d´Arcis a guardar silencio sobre todo lo que sabe acerca del lienzo,
incurriendo, si desobedecía, en la pena de excomunión.

Pierre d'Arcis brama, grita y chilla. Ha sido vencido, derrotado por


una situación que él mismo debería haber previsto. Ha caído en una
trampa, ya que las causas de la conducta de Clemente VII apuntan a una
serie de oscuros intereses familiares que debería haber intuido.

Tras la muerte de Geoffrey de Charnay, Juana de Vergy se casaría,


en el año de mil trescientos cincuenta y siete, con Aymon de Ginebra, primo
de Roberto de Ginebra. Y este último no dejaba de ser, nada más y nada
menos, que su Santidad, el Papa Clemente VII.

En mil trescientos noventa y ocho, Geoffrey II de Charnay muere sin


dejar heredero varón, por lo que todo su patrimonio pasa a manos de su
hija, Marguerite de Charnay, que se casa con el conde Humberto de la
Roche, nieto de Otón de la Roche.

Durante un tiempo cesan las exhibiciones. Luego, llegado el año de


mil cuatrocientos dieciocho, los canónigos de Lirey optan por confiar la
Síndone a Humberto de la Roche, pero cuando éste muere, su viuda,
Marguerite de Charnay, se niega a devolver a la Colegiata las joyas, las
reliquias y, por supuesto, también la Síndone.

Marguerite es ávida y deseosa de ostentar joyas y preciosos vestidos.


Con el fin de recaudar fortuna, y frente a la oposición de los canónigos,
inicia una serie de giras por Europa, organizando exhibiciones en las que
exige el pago de dinero por la contemplación de la Sábana, todo con el
único fin de mejorar su penosa situación económica tras la muerte de su

El Hombre del Gualicho. 156


esposo. Pero en una de estas exhibiciones, tiene la mala fortuna de
aterrizar en Chimay (Bélgica).

El obispo local, Juan de Heinsberg, acude a la exposición acompañado


de su guarda personal y ordena una investigación en la que obliga a
Marguerite a mostrar las bulas de Clemente VII, aquellas en las que se
habla de que la Sábana es tan solo una obra de arte, sin ninguna
intervención divina.

- ¡Habéis abusado de malos actos y perjurio! – Clama Juan de


Heinsberg colérico – ¡Esta farsa debe acabar! Y, recordad, señora,
que yo no os exhorto ni amonesto, sino que os ordeno y prohíbo a
que esta burla siga adelante. ¡La exposición debe acabar y vos,
Marguerite de Charnay, debéis abandonar el país, para no volver a
pisarlo nunca más!

Es mil cuatrocientos cincuenta y tres. Marguerite no encuentra nada


de valor en esa Sábana, pues de ella no puede obtener ningún beneficio, al
habérsele sido prohibida su ostentación. Con gran enojo por parte de los
canónigos de Lirey, vende el lienzo a los duques de Saboya.

Más tarde, en mil cuatrocientos cincuenta y siete, Marguerite es


condenada a excomunión, muriendo al cabo de dos años. Desde entonces,
la Síndone pertenece a los Saboya, que primero la transfieren a Chambery y
después a Turín, donde permanece actualmente.

Es a finales del siglo XVI cuando la Iglesia declaró aquel sudario como
acheropita (no heho por mano humana), considerándolo, desde entonces,
como una reliquia sagrada.

El Hombre del Gualicho. 157


18 CAPITULO

París, Octubre de 1307

Es mediodía, lunes, nueve de octubre. Pese a los tenues rayos de sol,


que emergen de vez en cuando entre las nubes cargadas de lluvia, hace
frío.

Un chaparrón incesante comienza a caer de nuevo cuando una vieja


dama, cubierta hasta los cabellos con una recia capa para evitar mojarse,
acude apresuradamente al Palacio del Temple. Viene andando, a la carrera
en algunos tramos, esquivando charcos y viandantes, que la empujan y
vociferan cuando golpea contra ellos.

- Soy Marguerite De Joinville - les grita a los guardianes que la cierran


el paso -. Debo ver inmediatamente al caballero Geoffrey De
Charnay, Comendador de la Orden en Normandía. Traigo importantes
noticias para él.
El anuncio de la llegada es rápidamente trasmitido a De Charnay, en
aquellos momentos despachando unos asuntos en su escritorio. Al enterarse
de la presencia de Marguerite de Joinville, la manda llamar. Ésta acude,
presa del pánico, aún sofocada.
- Geoffrey - grita Marguerite De Joinville arrodillándose ante el
caballero templario -, debéis huir rápidamente. El rey Felipe planea
encarcelaros para hacerse con todas las posesiones de la Orden.
- Tranquila – murmura De Charnay ayudando a levantarse a la dama,
que se retira su capa mojada, arrinconándola sobre una silla -, el
poder del rey no es nada sin la ayuda del Papa. Ya deberías saber –
ríe -, que es el Papa el único hombre al que todos los reyes le besan
los pies…
- Pero Felipe ya ha conseguido el apoyo de Clemente…
Geoffrey De Charnay se mesa su recia barba, arreglada en la parte
central al modo templario, en imitación a la que debía poseer Jesucristo.
Como templario estaba obligado a cortarse el pelo, pero se les tenía
prohibido rasurarse la barba, aspecto este que distinguía a todos los
templarios ya que, en aquella época, la mayoría de los caballeros iban bien

El Hombre del Gualicho. 158


afeitados.
De Charnay está dubitativo. Con gesto perezoso vuelve a descansar
ambos brazos sobre su costado.
- Dudo mucho que el Papa se haya dejado embaucar por los
tejemanejes del rey…
- No dudes en nada, Geoffrey – le interrumpe la dama poniendo sus
blancas manos, aún húmedas, sobre los recios nudillos del templario
-, ya que, si no fuera verdad, ¿cómo es que el Gran Maestre está
aquí, en París, y no en Chipre, que es en donde debería hallarse en
estos momentos?

De Charnay guarda silencio. Sabe que, echo llamar por el Papa


Clemente V, Jacques De Molay había abandonado su refugio en Chipre y
que llevaba un año en Europa, revisando asuntos relacionados con
peticiones del Rey Felipe y el Papa, oponiéndose obstinadamente a las ideas
de fusionar las Órdenes del Temple y del Hospital, aun cuando le había sido
advertido que habría represalias si no aceptaba tal unión.

- Las riquezas y propiedades de vuestra Orden acarrean envidias -


continuó Marguerite De Joinville entre temblores provocados por el
miedo, el frío y la humedad - Y más ahora en que, faltos de Tierra
Santa, se os ve sin poder y sin sentido. Además, Felipe el Hermoso
ha tildado al Gran Maestre de anciano obstinado, interesado y falto de
imaginación por sus ideas de expandir los límites del reino en una
nueva cruzada.
Geoffrey de Charnay sale un momento del aposento en busca de un
hermano. Rápidamente da una orden pidiendo alguna toalla, o tela limpia
con la que Marguerite De Joinville pueda secarse, pues sus ropas se hallan
todas mojadas y su cabello, desordenado, está pegado a la sien, dejando
escurrir grandes goterones de agua.
- Felipe es un hombre inteligente, ambicioso y astuto… - continua De
Charnay mientras le ofrece un paño con el que la dama procede a
secarse sus cabellos, refregándolos con la tela entre ambas palmas
de las manos.
- Además de estar completamente arruinado – le interrumpió De

El Hombre del Gualicho. 159


Joinville -, y no solamente eso, sino endeudado con vuestra Orden.

De Charnay se acerca a una pequeña mesa de roble y se hace con un


par de copas, llenándolas de vino caliente y espumoso.

- Me consta que el rey lo ha intentado todo por mejorar su situación


económica – dijo De Charnay entregando una de aquellas copas a la
dama y acercando la otra a sus labios -. Desde alterar la moneda,
hasta expoliar a los judíos, exprimir la banca lombarda….
- Fue el mismo Nogaret quien le mostró a Felipe que la manera más
fácil de llenar sus arcas era apropiarse de los bienes de todos los
judíos que residen en Francia. Incluso, Nogaret se encargó de dirigir
las redadas más importantes. Tantas, que al cabo de unos meses
pudo entregarle al rey una caravana repleta de dinero, joyas y
objetos de gran valor.
- Cierto es – respondió De Charnay mesándose la barba -. Fue tanto el
oro conseguido que a Felipe no le importó acuñar una moneda nueva,
con su efigie por supuesto, y sólo con el propósito de poder regular
todo ese dinero.
- Pero su codicia no pudo ir más lejos, ya que consiguió que toda la
población de París se levantase en su contra.
Godofredo de Charnay inclinó la cabeza hacía atrás y lanzó una
sonora carcajada.
- Lo recuerdo muy bien – estalló en risas -. El pobre infeliz tuvo que
buscar refugio en uno de nuestros castillos. De hecho, el mismo
Jacques de Molay le llevó a sus mejores aposentos…
- … Y cometió el mayor error que podía cometer – le interrumpió
sibilina Margarita de Joinville -. Le dejó ver las grandes cámaras
donde se guardan vuestras enormes fortunas. Ahora, Felipe tiene sus
ojos puestos en el Gran Maestre…., en vuestra Orden…., y en sus
Tesoros.
- Ya lo ha intentado otras veces – replicó De Charnay -. Ya en su
momento quiso introducir a uno de sus hijos en la Orden, a fin de que
éste ocupara el cargo de Gran Maestre….
- Ya sabemos – objetó Marguerite -, que ese es el motivo por el que el

El Hombre del Gualicho. 160


rey Felipe hizo de Jacques De Molay el padrino de bautismo del niño.
- También me consta que Felipe ha intentado fusionar el Temple con el
Hospital, lo que ha obligado a De Molay a redactar un memorándum y
a presentarlo ante el Papa. Sé que esto ha irritado profundamente al
rey Felipe. Sin embargo -, De Charnay dejó escapar un suspiro de
consternación -, seguimos contando con el apoyo del Papa.
- NO – replicó De Joinville alzando la voz -. Cómo os he dicho antes,
dudo mucho que Bertrand de Goth os apoye.
- Clemente puede que nos odie y ansíe nuestras riquezas, al igual que
Felipe – se jactó el caballero con una gran carcajada -, pero estoy
seguro que odiará mucho más a Inocencio II, pues fue él quien
redactó la bula que decreta la total independencia de nuestra orden
del poder eclesiástico o papal. Sin dicha bula, todas nuestras
inmensas propiedades pertenecerían al Papa, y sólo a él.
Bertrand de Goth, obispo de Comminges, fue coronado Papa el quince
de noviembre de mil trescientos cinco, en Lyon, con el nombre de Clemente
V. Más tarde, presionado por el Rey Felipe, abandonaría Roma para
constituir el papado en Avignon.
- De hecho – continuó Marguerite De Joinville -, él es uno de los que os
acusa a vuestras espaldas. Habla de la falta de picardía y visión de
Jacques De Molay y le tacha de débil y de inútil, al ser incapaz de
prever lo que se le viene encima.
- Pero – protestó de Charnay -, la orden de acudir a París vino dada
expresamente por el Papa…
- Quien la redactó a petición del rey….
- También fue el mismo Felipe quien nos recibió fastuosamente….
- Pero sólo para pediros un préstamo que vosotros, los templarios, le
concedisteis inmediatamente de buen grado.

Marguerite tiembla de frío, a pesar de estar rodeada de aquella basta


tela con la que pretende secarse. A ese temblor se le une la ansiedad, el
temor a que el rey ponga en marcha su plan de arrasar con la Orden del
Temple.

- A nuestro rey le llaman el Hermoso. Más yo creo que es un pretexto

El Hombre del Gualicho. 161


con el que encubrir la fealdad de su corazón. Ante él todos recuerdan
las palabras de Cristo cuando se refiere a los fariseos y los llama
“sepulcros blanqueados”. Parece reluciente por fuera pero, por
dentro, todo Felipe está lleno de vomitiva y repugnante
podredumbre.
- Veo sarcasmo en vuestras palabras - sonrió De Charnay tratando de
romper una tristeza que ya se apresuraba a castigar con arrugas las
vetusta belleza de la dama -. Más yo creo que ese apodo a nuestro
rey se lo debieron poner por la extraña belleza de su cara, pues su
mirada es tan penetrante, y es tan capaz de pasarse horas enteras
sin parpadear, que desarma a cualquiera.
- Eso mismo creo yo. Que su físico entero, su altivez y gallardía, parece
reflejar la viva imagen de la grandeza y majestad que han de poseer
los Reyes de Francia. Tan imponente es su impresión de majestad,
que hay momentos en que parece un verdadero rey – trató De
Joinville de reír, siguiendo la broma del caballero -. Aunque, a bien
seguro, también se lo atribuyo a su alto consumo de agua, pues debe
bañarse muy asiduamente para evitar su penetrante “olor a francés”.

Corría por entonces el dicho de “oler a francés”, frase que era


atribuida a las gentes que desprendían un tufo desagradable debido a su
falta de baño. De hecho, la carencia de higiene entre la población local era
tal, que acabó por convertir a las grandes ciudades europeas en
asentamientos fétidos e insalubres, un caldo de cultivo fértil para las
catastróficas pandemias que asolarían Europa unos pocos años más tarde.

Por otro lado, los inviernos en París eran tan duros que, difícilmente,
uno podría pensar en sumergirse en agua helada durante aquellas fechas,
por lo que muchas de las personas se lavaban con el simple hecho de
cambiarse de ropa, so pretexto de que ésta le absorbería toda la mugre
corporal. Tan solo las personas pudientes podían permitirse el lujo de acudir
a los baños públicos, grandes etuves que iban lentamente convirtiéndose en
lugares cada vez más frecuentadas por la gente acaudalada, ya que estos
etuves iban ofreciendo, año tras años, otro tipo de servicios, como masajes,
prostitución y consumo de diversos tipos de plantas alucinógenas.

El Hombre del Gualicho. 162


- No te quejes del baño, Marguerite – trató de replicar el caballero
templario -, pues a él se le reconocen muchas propiedades
curativas….
- Yo no me quejo del baño. Además, aún poseo muchos de los aceites
y perfumes que vos me regalasteis, traídos de vuestras antiguas
posesiones en San Juan de Acre. Los guardo como un tesoro dentro
de mi pequeña “muñeca”, pese a que me consta de que no son del
agrado de los altos estamentos eclesiásticos.

La “muñeca para adornarse” era el nombre que se le daba al tocador.


Éste era un hermoso y complicado mueble lleno de cajones y espejos que,
al estar cerrados, daban la apariencia de un escritorio. Sus anaqueles se
hallaban repletos de peines y de espejos, de polveras, limas y tijeras para
las uñas, de pinzas para depilar pestañas y cejas, de algodón y de plumas
para maquillarse los labios, de goma adragante, de azúcar de cebada
fundido, así como de jengibre, azafrán, canela y cardamomo traído por los
cruzados de los mercaderes árabes.

- Además – continuó -, muchas de los cosas que ahora mismo os


cuento, las oí previamente de los estuviers parisinos.
Ante la mirada de reproche de Geoffrey de Charnay, Marguerite De
Joinville bajó la voz un instante y se cubrió la boca con su pañuelo a fin de
proteger de oídos curiosos el comentario que iba a decir, y también ocultar
el rubor de sus mejillas ante las insinuaciones obscenas que iba a mentar.
- No es que frecuente esos burdeles. Pero sí que conozco a varios de
sus propietarios y, la verdad, es que en esos etuves se menciona que
el Papa Clemente poco tiene de clemente – su voz salió turbada,
cómo de falsete -. Sé de buena tinta que, en Avignon, a nuestro Papa
se le acusa de fornicador público, dado el tipo de vida licenciosa que
lleva y al número de barraganas que lo rodean. También he oído
hablar, y esto que os digo lo he podido presenciar con mis propios
ojos, que, durante las audiencias papales, a monsieur de Goth le
gusta verse acompañado de su concubina, Arminde de Perigord, hija
del conde de Foix. De hecho, para conseguir un perdón del Papa,
previamente hay que introducir la petición entre las blancas y

El Hombre del Gualicho. 163


exuberantes ubres de la condesa, que es allí donde nuestro
depravado Clemente, más mete sus narices.

Tampoco os mentiría si os dijera que Clemente se ha convertido en el


más importante “tratante de blancas y patrón de putas de toda la
cristiandad”. Un verdadero proxeneta.

- ¡Basta ya, Marguerite, por favor! – Replicó De Charnay molesto por lo


que acaba de oír -. Estás hablando de nuestra Papa, al que debo
respeto y obediencia.

Fuesen o no fuesen ciertas esas palabras, también a De Charnay le


había llegado rumores de la conducta licenciosa de Bertrand de Goth.
Muchos afirmaban que las prostitutas debían pagar un alto porcentaje de
sus ingresos a las arcas papales con el fin de alcanzar el perdón por sus
actos indecorosos. Pero lo verdaderamente cierto era que las estancias
papales se habían convertido en un gran lupanar donde alegres cortesanas,
que no eran más que rameras disfrazadas, entraban y salían sin reparo.

A Geoffrey de Charnay todo aquello le parecía una conducta obscena


y bastante ofensiva para el decoro de la Iglesia, ya que demostraba la
hipocresía del papado. Así, más que ser éste la representación del cielo en
la tierra, parecía la antesala del infierno, un lugar en donde se conjugaban
la lujuria, la gula, la vanidad, la fornicación, la codicia y el deseo.

- Pese a todo – continuó, a la par que se arrodillaba junto a la


chimenea para añadir otro tronco -, yo no creo que haya motivo
para…
Marguerite De Joinville se acercó a él.
- Sí que lo hay. Tenéis un traidor en vuestras filas. Esquin de Floyrac
ha acudido a Jaime II de Aragón con horribles denuncias contra
vosotros.

De Charnay lanzó un gargajo verde contra el fuego, que se consumió


en un sibilante siseo.

- ¡Esquin de Floyrac! – Maldijo con un gesto de desprecio -. Sé que ese


diablo hijo de puta anda resentido contra nuestra Orden desde que
fue expulsado de ella, y que va contando patrañas de aquí para allá,

El Hombre del Gualicho. 164


esperando que alguien se las crea.
- El hecho es que el rey aragonés no le ha concedido mucho crédito.
Pero sí lo han hecho el rey Felipe y Guillermo de Nogaret, que le han
escuchado interesados. De hecho, sé que han ido buscando, entre
tabernas y prostíbulos, a otros antiguos templarios expulsados de la
Orden, otros dispuestos igualmente a difamarla.
Margueritte se puso de rodillas junto al caballero templario, dejando
que la luz de la chimenea se reflejase en la humedad de su piel. Ésta, cual
patina cubierta de barniz, creaba extraños brillos en la comisura de los
pechos y en los labios, resaltándolos como carnosos racimos de uvas.
- Debéis avisar a Sir Jacques De Molay y huir antes de que sea
demasiado tarde.
- Mas…, ¿de qué se nos puede acusar? Si nada hemos hecho, nada
habrá de reprochársenos – replicó De Charnay poniéndose en pie
como un resorte.

Marguerite De Joinville empezó a respirar hondamente, a boquear,


presa de terror por las imágenes que se le venían encima. Cuerpos
despellejados, ampollas de piel reventando al calor de las llamas…

- Siempre podrá recurrirse a la mentira, a la que se llega a través de la


tortura, para buscaros una culpa. De hecho, sé por buenas manos
que se os acusa de renegar de Cristo y de escupir sobre la cruz en
vuestras ceremonias de admisión…,
De Charnay crispó los dientes por la furia. Sabía que algunos de sus
hermanos de la Orden, gente de poco entendimiento y más dados a hablar
que a pensar, conocedores de que los templarios eran poseedores de los
huesos de Cristo, en vez de valorar la corporalidad de lo divino, que supo
hacerse carne para habitar entre nosotros, empezaron a repudiar a Cristo y
a considerarlo un hombre como cualquier otro. Por eso, iban por ahí
diciendo que Cristo era tan solo un falso profeta, que aquel Jesús que
crucificaron en Outremer no era Dios y que no había que depositar la fe en
Él, y cosas de la misma soez.
- También se os acusa de practicar la sodomía – continuó Marguerite -,
incluso de idolatrar ídolos. Se ha llegado a decir que, si un novicio

El Hombre del Gualicho. 165


quiere entrar en vuestra Orden, debe antes besar la boca, el ano y la
virga de aquel que lo está iniciando.
De Charnay, tras persignarse, gritó con toda la fuerza de sus
pulmones:
- ¡Calumnias! ¡Todo eso son, nada más y nada menos, que meras
calumnias! – Apretó con fuerza los dientes, haciendo que la vena de
su frente destacase como luz en la noche - ¡Oh, Dios, bien conocéis
como desprecio al mentiroso por su argucia para saber engañar! ¡Más
también conocéis como odio a aquel que se deja engañar, por su
debilidad a la hora de dar crédito ante tanta falsedad!

Su voz era potente, como si bramara desde el fondo de su ser, desde


lo más profundo de su corazón.

- ¡Ese maldito Felipe está utilizando contra nosotros las mismas


artimañas que utilizó, en su momento, con su anterior enemigo,
Bonifacio VIII, a quien también le acusó de practicar brujería y otras
blasfemias!
- No os exaltéis, Geoofrey, pues vos, al igual que yo, deberiáis saber
que el carácter afable del nombre escogido por nuestro anterior Papa
nada tenía que ver con su persona, pues todo él era un verdadero
monstruo. El Papa Bonifacio era tremendamente cruel y, para más
colmo en un representante de la Iglesia, sumamente ateo. Para él, la
frase expresada por Cristo a San Pedro: “tú eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán
sobre ella”, le hacían entender que cualquier acto que realizase en la
Tierra no tendría repercusión sobre sí, y que, hiciera lo que hiciera,
siempre acabaría en el cielo, sentado a la derecha de Dios.

Benedetto Gaetani ascendió al trono papal en diciembre de mil


doscientos noventa y cuatro tomando el nombre de Bonifacio VIII. Siendo
Papa, mantuvo como concubinas a una mujer casada y a sus dos hijas, una
de ellas de catorce años, pero también eran muy sonadas sus correrías por
las calles de Roma, Nápoles y Viterbo, detrás del culo de cualquier chico
joven de buen ver.

- Además - continuó Marguerritte -, también deberías conocer el odio

El Hombre del Gualicho. 166


que Felipe IV profesaba a Bonifacio VIII, sobre todo después de que
éste no hubiese cumplido con su promesa de designarlo emperador.
- Ya – respondió De Charney sorbiendo un trago de vino -. Pero, aún
así, esto no justifica la horrible muerte que padeció Gaetani.

El siete de septiembre de mil trescientos tres, Guillermo de Nogaret y


Sciarra Colonna, junto con la alta burguesía de Anagni y parte del Colegio
cardenalicio, irrumpieron en la residencia de verano del Papa e incendiaron
los portones de la catedral para llegar al palacio del Papa. Allí se
encontraron a Bonifacio sentado en su trono, revestido de todas sus
pompas y atributos de poder, con las llaves de San Pedro y la cruz de Cristo
en las manos.

- Yo soy el Papa, vuestro Petri-Apostoli-Potestatem-Accipens y, ya que


he sido abandonado como Jesucristo, no dudaré en morir como un
Papa – exclamó aquel hombre alzando la voz mientras, rasgándose
las vestiduras, mostraba su garganta -. Aquí tenéis mi cuello, aquí mi
cabeza.
Sciarra, presa del odio, no duda en levantar su espada con la
intención de matarle allí mismo, pero en aquel momento Nogaret, al ver al
soldado con el hierro en alto, le grita:
- ¡Detente, Colonna! Tú no tienes poder para ejecutar a este hombre.
Nogaret se vuelve ante el Papa, quien ya ha perdido todo su valor y
gime y parlotea, presa del miedo ante una pronta muerte.
- ¡En nombre del rey de Francia – le grita el Guardasellos Real -, vos
Benedetto Gaetani, serás conducido a Lyon para ser depuesto de tu
condición de Santo Padre ante un tribunal ecuménico!
Sciarra Colonna le arrebata a Bonifacio la tiara, los anillos y las ropas.
En aquellos momentos, viéndose arrastrado por los suelos, Bonifacio tan
solo repite, con una cansina y monótona voz, el antiguo lamento de Job:
- “Dominus dedit, Dominus abstulit”; (Dios me lo dio, Dios me lo
quitó).
El Papa Bonifacio VIII fue llevado a las mazmorras, donde pasó varios
días y varias noches viviendo entre tinieblas, sufriendo todo tipo de injurias
y humillaciones, a fin de obtener de él la convocatoria de un concilio que lo

El Hombre del Gualicho. 167


depusiese.
Los habitantes de Anagni, alertados por el cardenal Boassini, se
sublevaron en defensa de Bonifacio VIII, obligando a sus captores a
liberarle y a dejarle ir. Cuando lo sacaron de allí le condujeron al Palacio de
Letrán en Roma, donde murió como un perro, según le profetizó Celestino
V: ”Brincáis como un zorro sobre el trono, reinaréis como un león, pero
moriréis como un perro”.

Geoffrey De Charnay dejó atrás todos esos recuerdos amargos, que


demostraban la bajeza de Bonifacio VIII, al que Felipe IV hizo todo lo
posible para que no se cometiera con él la indignidad de nombrarle Santo y
mártir. Con la mirada más serena, se dirigió hacia la dama para
preguntarle:

- ¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué me ayudáis?

Marguerite de Joinville tardó unos segundos en responder. Sus ojos,


de un gris profundo, brillaron por el barniz de las lágrimas.

- Porque vos lo hicisteis antes conmigo – respondió entre sollozos -, al


concederme esa Sagrada Reliquia…, aquella que permitió que mi
vientre se volviera fértil.
- Mas…, esa cuenta se saldó con vuestro regalo, aquel relicario de plata
– sonrió -. Son muchas las preceptorías de nuestra Orden que ansían
tenerlo, aunque sólo sea un instante. De hecho, me consta que la
preceptoría de Templecombe, en Somerset, ya ha realizado una
reproducción, aunque tan solo de la cabeza, por la belleza de sus
formas…
- Por favor – suspiró De Joinville llevándose las manos al corazón -,
recoged vuestras cosas y marchaos. Cerrad esta casa y abandonarla
antes de que el rey dé el mandato de prenderos. Recordad el
Evangelio de San Mateo, que nos dice: “si os persiguen en una
ciudad, huid a otra”.
- También son palabras de Cristo, Nuestro Señor: “Dichosos vosotros
cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo
por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa
será grande en el cielo”.

El Hombre del Gualicho. 168


Geoffrey de Charnay agarró ambas manos de Marguerite de Joinville
y se las llevó a su pecho, como si quisiera demostrar que aquel torso
cuajado de cicatrices de guerra era difícil de corromper.
- Además, ya sabes que no puedo irme – continuó De Charnay -. Debo
orden al Papa y al Gran Maestre. No puedo huir - Geoffrey aguardó
unos segundos antes de continuar -. Mas…, tened seguro que
vuestras palabras llegarán a oídos de Jacques de Molay.
- ¡Os torturarán! – Sollozó De Joinville - ¡Os matarán a todos!
- Iros ahora, Marguerite de Joinville, pues me restan muchas cosas por
hacer antes de que acabe el día.
- ¡Marchaos, por favor! – Marguerite De Joinville estalló en gritos y
lloros - ¡Hacerlo por mí, o por vuestro sobrino Geoffrey, o por vuestro
hermano Jean, o por vuestros hermanos de la Orden, que pagarán
con su muerte vuestro orgullo!
- No puedo – Geoffrey De Charnay se golpeó varias veces el pecho con
su mano derecha -. Simplemente, no puedo….

El Hombre del Gualicho. 169


19 CAPITULO

París, 1314

Durante varios meses Francia se había convertido en una antorcha,


un país alumbrado por los cientos de hogueras encendidas en pueblos y
ciudades.

A base de torturas y mazmorras lúgubres y pestilentes, los


inquisidores habían obtenido más de doscientas confesiones, doscientas
piras que habían reducido a cenizas a casi todos los caballeros de la Orden,
caballeros que no huyeron pese a haber sido avisados. Caballeros que
murieron para que otros pudieran cumplir una misión previamente
asentada.

Ahora, tan solo sobrevivían en Francia cuatro caballeros que aún se


retorcían, bajo el dolor de las torturas, en las mazmorras del Temple. Ya
sólo quedaba por decidir la suerte de estos cuatro monjes-guerreros: el
gran Maestre Jacques De Molay, y tres de los principales oficiales de la
Orden.

Es un lunes, once de marzo. En esa misma mañana, Jacques De


Molay, Geoffrey de Gonaville (comendador de Poitou y de Aquitania),
Geoffrey de Charnay (comendador de Normandía) y Hughes de Payrando
(gran visitador de la Orden), son sacados de sus calabozos, allá en las salas
bajas de la torre mayor del palacio del Temple, transformadas ahora en
cárcel, y conducidos a la Cité, donde la comisión cardenalicia había hecho
levantar una tarima frente el atrio de Notre-Dame con el objeto de dar
lectura pública a las confesiones y pronunciar la sentencia final.

Lentamente suben los cuatro caballeros templarios, a los que se les


empuja contra el suelo y se les manda arrodillar.

- Hoy lunes, vísperas de San Gregorio – exclama un cardenal tras


desenrollar un pergamino conteniendo el veredicto final -, nos, en
representación de la Santa Iglesia, condenamos a Jacques De Molay,
Gran Maestre de la Orden del Temple, así como a sus hermanos
Geoffrey de Gonaville, Geoffrey de Charnay y Hughes de Payrando, a

El Hombre del Gualicho. 170


ser encerrados a perpetuidad….

Un gran revuelo se produce en el estrado. El cardenal interrumpe su


palabra y se vuelve bruscamente hacia la tarima, donde el Gran Maestre y
el comendador de Normandía se han levantado y encarado hacia los jueces.

- A vosotros – vocifera De Molay dirigiéndose a la Comisión


Inquisitorial para después volverse hacia la multitud, acusándola con
la mirada -. A todos vosotros que aquí me escucháis…, es mi deseo
que conozcáis que todo lo confesado en los interrogatorios es falso,
habiendo sido obtenido bajo el suplicio de la tortura y el dolor…

Jacques De Molay se estremece, preso de la ira. Con ochenta y un


años no espera más de la vida que su propia muerte. Igual le sucede a
Geoffrey De Charnay, quien se le aproxima mucho en edad. Ambos
prefieren morir, incluso en ese mismo instante, antes que verse pudrir
lentamente en una oscura mazmorra, encadenados a un muro húmedo y
pestilente, sin más compañía que sí mismos, y en medio de un aplastante
silencio.

Geoffrey De Charnay, comendador de Aquitania, toma entonces la


palabra.

- Habéis de saber – sus rotos vestidos ondean ante un ramalazo de


viento -, que todo lo obtenido en esas confesiones se dijo por
deferencia y confianza ante el Papa, Clemente V, y el rey Felipe,
quienes, a cambio de nuestras palabras, nos prometieron la libertad…
- Por dicho motivo – protesta De Molay alzando la voz -, frente a vos,
Felipe de Marigny, arzobispo de Sens, y frente al resto de los
cardenales y los aquí presentes, os acusamos ante el Papa y el rey de
hacer caso omiso a sus palabras, al condenarnos como nos habéis
hecho.

Jacques De Molay vibra de furia. Su cuerpo está tenso, sus ojos


crispados. Tanto él como Charnay saben que la permanencia en una
mazmorra puede durar años, incluso decenios, olvidados del mundo en un
pudridero hasta la total descomposición de la carne. Pero, en cambio, el
desmentir las confesiones, el retractarse, supone una muerte segura en la

El Hombre del Gualicho. 171


hoguera y eso, a su edad, es lo que más desean. La hoguera es tan solo un
breve trance de dolor, un camino entre espinas como el que llevó Nuestro
Señor en la Pasión. Pero este camino será siempre mejor que el ver
desintegrarse el cuerpo. Primero las piernas, debilitadas ante la inacción y
las heces defecadas sobre uno mismo; luego los brazos, en cuyas muñecas
el callo habría engullido a las cadenas….

Jacques De Molay cruza entonces su mirada con la de Geoffrey De


Charnay. Eleva la voz y exclama:

- Monseñores – sus ojos se vuelven hacia el coro de cardenales, que le


contemplan con estupor y asombro -, tanto mi hermano, Geoffrey De
Charnay, como yo, protestamos contra el uso que se ha hecho aquí
de nuestras palabras. Éstas no tuvieron otro objeto que el de dar
satisfacción al rey de Francia y al Papa, nuestro señor.

Aún de rodillas, Geoffrey de Gonaville y Hughes de Payrando les


observan.

- Y, si por esas cosas – brama De Molay, enardecido por la edad y la


ausencia del temor a una muerte dolorosa, siempre que ésta sea
rápida -, reconocidas por todos nosotros para su placer y nuestra
obediencia, debemos consumirnos en una prisión, entonces
declaramos que los citados rey y Papa nos habían asegurado de
antemano, y casi jurado, que ningún daño, fraude o violencia nos
resultaría de ello – los ojos De Molay brillan de ira. Su barbilla tiembla
antes de continuar -. Siendo así que esto no se ha cumplido,
declaramos pues que nuestras confesiones, obtenidas bajo tortura,
astucia y engaño, son nulas y no válidas, y no las reconocemos como
ciertas...

Felipe de Marigny, arzobispo de Sens, se levanta indignado. Sus


vestidos crujen, su capa ondula. Con su dedo ensortijado apunta hacia los
cuatro acusados.

- ¡Retiradlos de mi vista! – Ordena al preboste de París, allí presente -.


Y luego, acudid al rey – sus ojos de halcón brillan de furia -, y llevarle
la noticia. Decidle que De Molay y los suyos se han retractado.

El Hombre del Gualicho. 172


Nada más recibir el informe del preboste, el rey ordena reunir su
consejo, más no en la gran Sala de Justicia, donde es habitual, sino en una
pequeña habitación contigua.

El rey preside una gran mesa de castaño con el tablero pintado en


oro y plata. No hay en ella nada más que dos gigantescos candelabros
cuajados de velas, que alumbran la estancia.

A su derecha se sientan el coadjutor y rector del reino, Enguerrando


de Marigny; Guillermo de Nogaret; Raúl de Presles y otros tres legistas. A
su izquierda se hallan el rey Luis de Navarra; el gran chambelán, Hughes
de Bouville y el secretario privado Millard. Otros dos sitios quedan sin
ocupar: el del conde de Poitiers y el del príncipe Carlos, hijo menor del rey,
que ha salido de caza y aún no ha regresado.

- La comisión eclesiástica nos ha remitido al Gran Maestre y al


preceptor de Normandía, sire – exclama Enguerrando de Marigny con
una medio sonrisa burlona, tomando la palabra -. ¿No es esto lo
mejor que podríamos desear? ¿Disponer de ellos a nuestro antojo, sin
atender a ninguna persona, ni tan siquiera al mismísimo monsieur de
Goth?

El rey, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos fijos en la


lumbre, calla y sonríe. Es rubio, alto y bien proporcionado, pero esa
“hermosura” no se halla ligada a una gran inteligencia. Es parco en
palabras y su mente algo lenta a la hora de replicar o encontrar una
respuesta adecuada. Por eso, en vez de hablar, opta por buscar consejeros
que hablen por él. Así, alza levemente la voz y murmura un nombre, tan
solo un nombre:

- ¿Nogaret….?

Guillermo de Nogaret es el Guardasellos Real. Es hijo de una familia


adinerada de burgueses que tuvieron a bien pagarle la carrera de leyes. El
hecho de que se le hubiera nombrado juez con tan solo veinte años le hizo
tan famoso que pronto fue llamado a París, donde Felipe IV le hizo caballero
y luego le nombró embajador en Roma.

Ahora, ante la petición del rey, el Guardasellos deja de roerse las

El Hombre del Gualicho. 173


uñas de sus chatos dedos, coge el borde de su manto y empieza a
juguetear con él. Su nariz es mezquina y su labio inferior, carnoso y
húmedo, vibra antes de hablar.

- Señor – susurra ladinamente, como una víbora dispuesta a


abalanzarse sobre una víctima, o un prestamista camelando a un
incauto -. Señor…, no podemos olvidar la gravedad de lo ocurrido.

Nogaret ríe de satisfacción. Es una risa falsa, hipócrita, pues, en su


interior, todo él arde de cólera. Desde el comienzo de aquel consejo, tan
solo aguarda el momento de explotar y desbocarse, de derramar su furia
como arroyo enloquecido. El caso de los Templarios ha sido su obra, y a él
le ha dedicado toda su vida, sin límites ni descanso. Por otra parte, desde
que Giles Aycelin, arzobispo de Narbona, y por entonces Guardasellos Real,
rehusara, en el consejo de mil trescientos siete, sellar la orden de arresto
de los Templarios, a Nogaret le correspondía tan alto cargo.

- Tanto De Molay como Charnay le han acusado a usted y al Papa de


falsos y perjuros – continúa Nogaret con voz de falsete -, por lo que
cualquier indulgencia que pueda usted conceder a esos secuaces del
diablo, será siempre una flaqueza que se tornará contra vos.
Entonces un lebrel, un gran perro de color gris, empuja lentamente la
puerta de la sala, entra y posa su cabeza sobre las rodillas del rey. Todos le
observan en silencio. Es unos de esos animales a los que el rey Felipe le
tiene gran aprecio, puesto que es rápido en las carreras y exitoso en la caza
del conejo y la liebre.
- Es cierto que la clemencia nunca llega a producir fruto – susurra
Felipe mientras acaricia suavemente el cuello del galgo.
Tras rascarle las orejas hasta casi adormecerle, el rey Felipe agarra la
cabeza larga y estrecha del animal, aferrándola por las orejas con sus dos
potentes manos hasta enfrentar sus ojos con los del perro. Luego, la gira
violentamente. Un sonoro crack se oye en la habitación en el momento en
que el espinazo del animal se parte. El pobre lebrel cae al suelo, con la
lengua colgando de su belfo.
Ante la mirada extrañada de los presentes, Felipe sonríe y responde:
- Tan solo venía a pedirme perdón por el desafortunado incidente de

El Hombre del Gualicho. 174


esta mañana. Me dio un mordisco en la mano – el rey muestra sus
dedos, en los que difícilmente podían distinguirse tres leves rasguños
carmesíes producidos por la boca del perro -. Y ahora, ¿por dónde
íbamos? ¡Ah! ¡Sí! Por la clemencia y sus frutos.
El rey Felipe vuelve a dirigir sus ojos hacia Guillermo de Nogaret,
quien le contempla con satisfacción tras el espectáculo sádico que acababa
de ver. Ese es el tipo de entretenimiento al que estaba acostumbrado a
contemplar en prisiones y mazmorras.
- Por tanto, mi fiel Guardasellos ¿qué es lo que me aconsejáis? ¿Qué
creéis vos qué es lo que debo hacer con esos templarios, Nogaret?

Nogaret se estremece. De los miles de caballeros Templarios con los


que contaba Francia en sus inicios, ya sólo quedaban cuatro, cuatro que aún
se atrevían a proclamar su inocencia después de un proceso de más de
siete años. Gracias a Nogaret se había conseguido exterminar esa plaga,
erradicarlos a todos. Ahora, por fin, también estaba en su poder decidir qué
hacer con los últimos.

- Quiero vuestro consejo, Nogaret – vuelve a susurrar el rey, hastiado


por la breve espera.
El ampuloso guardasellos no contesta. Sus ojos juntos, muy juntos,
brillan sobre su tez morena.
Distraídamente juguetea con su anillo. En él se esconde una de sus
más preciadas armas: el veneno. Basta con girar a la derecha su gigantesca
joya para dejar al descubierto un compartimento en el que conserva sus
ponzoñas. Con ellas había acabado con la vida de varios de sus enemigos,
entre los que se podía contar al mismísimo Papa Benedicto XI.
Ante el silencio de Nogaret, es Enguerrando de Marigny quien toma la
palabra, golpeando con su puño la mesa.
- ¡Hemos de saber aprovechar esta ocasión y asestar nuestro golpe
más duro ahora que nada se nos opone ante ellos! ¡Ni tan siquiera la
voluntad del Papa!
Nogaret medita. Sus dedos regordetes hacen girar, una y otra vez, su
anillo en el dedo. Considerado como una de las mentes más brillantes de
Francia a la hora corromper la verdad más absoluta para transformarla en

El Hombre del Gualicho. 175


un montón de dudas, con una facilidad de palabra esplendorosa y unos
reflejos verbales que permiten aturdir a quienes se le enfrentan, Nogaret
sabe que allí donde haya una discusión, él siempre saldrá vencedor.
- Recordad que Bertrand de Goth ya ha tratado de traicionaros más de
una vez – remarca Nogaret, poniéndose en pie.
Es entonces cuando Nogaret abre un viejo cartapacio de cuero y,
aceleradamente, rebusca entre viejos legajos. Más, al no encontrar el que
desea o no en el tiempo que pretende, y a fin de no hacer esperar más al
rey, lo cierra violentamente y habla de memoria.
- Hemos de recordar, que en un primer momento, Clemente ya llegó a
rechazar vuestras propias palabras, tachándolas de: “incredibilia,
impossibilia, inaudita”

La boca de Nogaret se abre grotescamente, dejando entrever más de


un diente podrido, como preludio de que todo en su interior se hallaba en
un estado de absoluta podredumbre.

- ¿O también puede que hayáis ya olvidado el XV Concilio Ecuménico,


aquel que se celebró en Viena hace tan solo dos años? La vida nos da
que vuestra majestad pudo llegar a tiempo, pues la mayoría de los
allí asistentes ya se oponía a la abolición de la Orden del Temple,
alegando que las acusaciones que se aportaban contra ellos carecían
de fundamento.
- Tampoco debéis olvidar el manuscrito que Clemente redactó en
Chinon – silbó Enguerrando de Marigny haciendo oscilar su lengua
como una bífida serpiente.

Todavía de pie, Enguerrando tensó a un más sus músculos,


transmitiendo su ira por todo su cuerpo, que vibró como un arco al soltarse,
haciendo que la silla cayera hacia atrás con gran estruendo.

El ruido hizo sobresaltar a todos los allí presentes, más no al rey


Felipe, quien, como ido, estrujó con fuerza su manto e hizo entrechocar sus
dientes.
- ¡El manuscrito de Chinon! – Protestó con ira -. Ese maldito
manuscrito…

El Hombre del Gualicho. 176


El pergamino de Chinon fue redactado en la primera fase del juicio
contra los caballeros Templarios, en un momento en que el Papa Clemente
V se hallaba aún convencido de garantizar la supervivencia de la Orden. En
él venía escrita la absolución que el Sumo Pontífice impartió a Jacques de
Molay y al resto de jefes de la Orden después de que estos hubieran hecho
penitencia y solicitaran el perdón de la Iglesia. Tras la abjuración formal,
obligatoria para todos aquellos sobre los que recaía la sospecha de herejía,
los mandatarios del Temple podrían ser de nuevo reintegrados a la
comunión católica, y readmitidos para recibir los sacramentos.

El rey Felipe mantiene los dientes cerrados. La tensión en el rostro es


tal que el sudor le cubre la frente, haciendo que la vena que la cruza resalte
aún más, dilatada por la ira que le invade.

- Bertrand de Goth debería saber en qué situación se encuentran


nuestras arcas, y la necesidad que tenemos de hacernos con los
dineros del Temple.
- Bertrand de Goth os traiciona – Nogaret sonríe -. De hecho, me
consta que, de todos los templarios que encarcelamos aquel bendito
trece de octubre de mil trescientos siete, los únicos a los que no
molestaron vuestros senescales, fueron los de la preceptoría de
Bézu…
- ¿Bézu? – Preguntó inquisitivo el rey Felipe mostrando a la vez
curiosidad y asombro.
- Efectivamente – susurra Nogaret -. Habréis de saber que el
comandante del contingente templario de Bézu es un tal Monsieur de
Goth, y ese apellido ya, de por sí, debe deciróslo todo. Por no mentar
que la madre del Papa Clemente es madame Ida de Blanchefort, de la
misma familia que Bertrand de Blanchefort, el que fuera Gran
Maestre …
- Pese a todo – exclama Felipe enojado -, el Papa es el Papa y
debemos rendirle santa obediencia.
- ¡Es un traidor, mi rey! – Exclama Marigny crispando los músculos –.
- Y eso que siempre habíamos creído que contábamos con la ventaja
de que no podía haber en el papado nadie que sea más títere a

El Hombre del Gualicho. 177


nuestros designios, que Monsieur Bertrand de Goth – responde
Felipe, absorto en el cuerpo sin vida que estaba a sus pies.
- Jugaba a dos cartas – susurra Nogaret -. Pero eso siempre conlleva el
riesgo de que alguna se le caiga al suelo…

El rey aprieta el puño delante de su cara y lo deja caer violentamente


sobre la mesa, haciendo gran ruido. Luego se levanta, retirando hacia atrás
su silla y apartando con desprecio a su lebrel muerto. Lentamente rodea la
mesa, deteniéndose en cada uno de los allí presentes para rozarles los
hombros con los dedos.

- Por eso – susurra ladinamente -, debemos aprovechar estos


momentos en los que Clemente ha quedado fuera de juego. Ahora,
sólo nosotros somos los que podemos decidir cuál será el destino de
esos hombres y no ese maldito Papa.
Se ha detenido junto a Nogaret y le rodea el pecho con ambas
manos. Luego acerca su boca a la oreja del Guardasellos y le balbucea al
oído.
- Tu consejo, Nogaret. Dame tu consejo.
El Guardasellos traga saliva antes de hablar. Se le ve nervioso,
inquieto.
- Mi consejo, señor – responde Nogaret entre sudores -, es que
aquellos que caigan en herejía, deban sufrir el mismo castigo que el
resto de los herejes.
Hay un momento de silencio, roto sólo por el lento ir y venir del
pañuelo del rey a sus narices. Es tal el hedor que emana de algunos de sus
súbditos que, para paliarlo, debe llevar continuamente la tela, preñada de
perfumes, a sus fosas nasales y aspirar fuertemente. Tiene que
acostumbrarse al pensar de sus caballeros, pues muchos de ellos son de los
que creen que la propagación de las enfermedades es debida a la malsana
costumbre de frecuentar los baños, al admitir que es gracias al agua, al
ablandar las carnes y hacerlas fofas, como los poros de la piel se abren,
constituyendo una vía de entrada por la que los efluvios malignos de la
peste puedan acceder a cualquiera de los órganos del cuerpo.
De hecho, Felipe pensaba que el apogeo de la industria del perfume

El Hombre del Gualicho. 178


en su país derivaba de las ansías de poder ocultar los olores corporales de
sus súbditos. Así debía ser cuando su predecesor, Felipe II, concedió en mil
ciento noventa un estatuto a los perfumistas, lo que significó un claro
reconocimiento de la profesión, sorprendiendo hasta a los propios
trabajadores del gremio. En esa concesión se fijaban los lugares de venta
de perfumes y se reconocía la profesión como tal, así como la utilidad social
de tales sustancias.

Felipe acaba de rodear la mesa y vuelve a ocupar su silla. Permanece


unos instantes displicente, observándose una de sus uñas, en las que había
quedado algo de comida que se saca con los dientes. Por fin parece salir de
su ensueño y se levanta, regio y elegante, para dictar su sentencia:

- Jacques De Molay y Geoffrey De Charnay deberán ser quemados esta


misma tarde en el islote de los Judíos. Monsieur de Nogaret redactará
el decreto.

Tras esas palabras, el rey se pone en pie. Todos los allí presentes le
imitan, y salen de la sala.

El Hombre del Gualicho. 179


20 CAPITULO

París, 18 de marzo de 1314

La isla de los Judíos es llamada así por haber albergado la pira donde
ardieron varios rabinos y talmudistas, herejes inmundos y obstinados que
pagaron con su muerte el haber negado, una y otra vez, la divinidad de
Cristo.

¡Ah! ¡Si aquellos hombres que ahora les maldecían supieran del
secreto de los templarios! Aquel secreto que encontraron en los túneles del
templo de Salomón. Aquel secreto que tan solo conocían los grandes
maestres de la Orden, aquel secreto que les mandó callar el mismo San
Bernardo De Clairvaux y proteger con su muerte.

¡Ah! Si aquellos que ahora les condenaban supieran que ellos, los
Templarios, habían sido los garantes de la divinidad de Cristo durante
tantos siglos, defendiéndola incluso con la muerte…

El rey ha ordenado llevar y amontonar leña para dos piras idénticas,


pero en cantidades escasas, a fin de alargar el suplicio. Estas piras rodean
dos sólidas vigas de encina sacadas de las empalizadas de amarre
sumergidas en el río. Al estar las vigas en el agua desde hacía varios
meses, se evitaría que ardieran pronto y, de esta manera, se impediría que
los condenados, fijos a ellas por cadenas, pudieran desatarse mientras son
quemados.

Cuando todo está a punto, vibran las campanas de Notre-Dame


tocando a muerte. Cada golpe de badajo resuena en el bronce, ronco y
potente, palpitante cual corazón. Esos sonidos oscilan en las nubes, que se
tornan grises y descargan sus lágrimas de lluvia.

Las orillas del Sena son un hervidero de gente. Cual hormigas, todos
quieren presenciar a Sir Jacques De Molay y a Geoffrey De Charnay
ardiendo en la pira. No hay morbosidad en los ojos de los asistentes, ni
ansia de sangre y sufrimiento, tan solo piedad, llantos y sollozos, incluso
plegarias, ruegos y rezos.

Un rumor se eleva desde la calles, un rumor que se convierte en

El Hombre del Gualicho. 180


griterío cuando aparece el cortejo. Es el gran preboste acompañado de un
destacamento de hombres armados, que rodean una carreta de heno. En
ella apenas son visibles las siluetas de dos hombres, tendidos y atados en el
suelo.

Con gran aclamación del público bajan a los condenados, los suben a
un bote y los trasladan al islote, donde ya les aguarda el verdugo y sus
ayudantes, ambos, hombres rudos acostumbrados a hacer bien su trabajo.
Cuando se disponen a atar a de Molay, éste les pide permiso para juntar las
manos y rezarle por última vez a Dios. Tras ello, solicita que le pongan de
cara a Notre-Dame.

Los verdugos aguardan a que los dos hombres oren, luego los
cargan de cadenas y los atan fuertemente a las vigas. Finalmente,
amontonan los leños untados en aceite, para arder mejor, pero sólo hasta la
altura de las rodillas de los dos condenados.

Desde una ventana del palacio, el rey Felipe da una señal. El gran
preboste levanta la mano mientras que un trompeta, a caballo, toca a
fuego. Los verdugos, antorcha en mano, prenden las cuatro esquinas de
cada una de las piras. De pronto se hace un gran silencio y el canto del Veni
Creator, sólo interrumpido por el graznido de los grajos, invade la isla.

Se eleva el humo y, con él, un clamor que se alza como viento


huracanado. No es el crepitar de las llamas, tampoco son gritos de dolor.
NO: es la voz de Jacques De Molay, que vocifera algo terrible:

- Dios sabe quién se equivoca y ha pecado…., y la desgracia se abatirá


pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios
vengará nuestra muerte.
Sabed bien, señor que, en verdad, todos aquellos que nos han sido
contrarios, por nosotros van a sufrir. ¡Clemente, y tú también Felipe,
traidores a la palabra dada, os emplazo a los dos ante el Tribunal de
Dios!... A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro
de este año...

Ahora el fuego ha ganado fuerza y altura. Los vestidos de los


condenados ya han comenzado a arder y los dos caballeros se retuercen

El Hombre del Gualicho. 181


bajo el calor de las llamas.

Al rato se detienen sus movimientos. Los cuerpos, vagas formas


irreconocibles, parecen muñones negros adosados a las vigas, ascuas
incandescentes que se desvanecen con el vaivén del humo. Luego todos los
allí presentes se persignan, no quieren oír ni ver nada más, parece que ya
todo ha cesado.

Pero entre las sombras y el bullicio, vestido de paisano, un joven de


diecinueve años de edad inflama su corazón con el odio. Es Edouard de Bar,
el hijo del conde de Bar, Henri III y de la princesa Leonor, hija del rey de
Inglaterra.

Sabe que, ni excomulgados ni herejes, tienen derecho a recibir


sagrada sepultura, por eso ha dispuesto que esa misma noche, antes de
que las cenizas se enfríen y fusionen en un solo cuerpo, antes de que sean
arrojadas al Sena como burda basura, él y sus gentes acudirán a la isla a
recoger con unción cualquier huesecillo, o aquel polvo de los mártires, y
luego regresarán a nado con él en la boca a fin de atesorarlo como una
venerada reliquia.

Alguno de sus hombres, puede que hasta él mismo, arrojará entonces


un puñado de las cenizas hacia el palacio real y pronunciará la vieja
maldición, la “Macbenach”, contribuyendo a que se cumpla la que
previamente había pronunciado De Molay.

Cuando abandona aquel lugar, con las lágrimas en los ojos y tras
persignarse, Edouard de Bar lo hace cantando:

¡Oh! Muerte advenediza.


¡Oh! Muerte sepulcral.
¿Cómo no recordar,
que si todos hablamos,
alguno habrá de callar?

El Hombre del Gualicho. 182


21 CAPITULO
Francia, mayo de 1314

- ¡Nogaret ha muerto!

Aquel grito, propiciado por un viejo siervo que acababa de abrir la


puerta, sólo pudo causar sorpresa entre los asistentes a la reunión.

- ¡Señores! – Volvió a oírse otra voz que provenía de detrás del viejo
criado - ¡El Guardasellos Real acaba de morir ahora mismo!

Edouard de Bar no pudo por menos de ser el primero en reaccionar,


golpeando furiosamente la mesa y arrojando por el suelo los papeles que
sobre ella había. Llevaban semanas yendo a aquella sala, una desvencijada
habitación en una lóbrega taberna más allá de las orillas del Sena,
únicamente para planear la muerte del Guardasellos Real y ahora que ésta,
por algún designio del destino, se les había adelantado, tan solo podían
contemplarse boquiabiertos, sin llegar ninguno a pronunciar palabra.

Pese a su juventud, Edouard de Bar guardaba entre sus ropajes un


gran secreto que todos los allí asistentes conocían. Él es el Gran Maestre de
otra Orden surgida años antes que la del Temple. Él es el Gran Maestre del
Priorato de Sión, un cargo que heredó cuando contaba con tan solo cinco
años de edad y que había sabido ocultar cuando, a los trece, acompañando
al duque de Lorena, fue hecho prisionero en el campo de batalla.

- ¿Cómo ha podido ser eso? – Preguntó el joven De Bar crispando los


puños - ¿Cómo es posible que la muerte de Nogaret haya sido tan
temprana, antes siquiera de haber podido planear la del rey Felipe, o
la del mismo Monsieur de Goth?

Hubo un momento de intensa calma, de respiraciones entrecortadas y


de miradas acusadoras que se desplazaban de uno a otro.

Uno de los presentes se volvió hacia Edouard y dejó caer la capucha


que le cubría el rostro. Llevaba el pelo corto y la barba arreglada en su
parte central, al igual que debería tenerla nuestro señor Jesucristo.

- El odio hacia Nogaret no sólo reside en el corazón de nuestras dos


grandes Órdenes, Sire. También hay inquina en el pueblo. Cualquiera

El Hombre del Gualicho. 183


de la calle puede haber planeado su muerte….
Su voz calló de pronto, cuando un posadero abrió violentamente la
puerta. Con andar renqueante, arrastrando la pierna derecha como si fuera
un muñón sin vida al que se debe estar permanentemente pegado, aquel
maltrecho hombre se acercó a la mesa y depositó sobre ella una bandeja
con cinco jarras de cerveza y un plato de cecina.
- Ese malnacido de Nogaret acaba de morir ahora mismo – escupió el
posadero dejando escapar un gargajo verde que impactó de lleno
entre las brasas de la chimenea, consumiéndose con un siseo -.
Quienquiera que lo haya hecho se os ha adelantado, a cualquiera de
vosotros dos.

Edouard de Bar lanzó una furiosa mirada al tabernero quien,


temeroso, reculó sobre sus pasos y salió de la habitación, no sin antes
asegurar que cerraba bien la puerta.

- Mi orden nada ha tenido que ver en esa muerte – continuó el


caballero de pelo ralo -. Tras este hecho, no está la mano del
Temple…,
- Ni la del Priorato – concluyó De Bar -. Tened eso bien seguro,
caballero Johanes Marcus Larmenius.

En el principio de sus días, tanto el Temple como el Priorato habían


caminado juntas, constituyendo una única orden y compartiendo un mismo
Maestre. Pero en el año mil ciento ochenta y siete, tras la pérdida de
Jerusalén y la acusación de traición al Gran Maestre del Temple, Gerardo de
Ridefort, al permitir que se pagara un rescate por su liberación tras la
batalla de los Cuernos de Hattin, ambas Órdenes se escindieron en dos; una
ruptura que quedó consagrada con la tala, un año más tarde, de un olmo
sagrado en el Champ Sacré de la ciudad de Gisors, a setenta kilómetros de
París.

- Tras la tala del olmo de Gisors, nuestras dos Órdenes han seguido
caminos distintos, bien lo sabéis vos, Monsieur Larmenius: el Priorato
en secreto, el Temple, cara al público.
Johannes Marcus Larmenius se mesó su barba y chasqueó sus largos
dedos, haciéndolos crujir con un sonido sordo, al igual que cuando estallan

El Hombre del Gualicho. 184


los palos en la lumbre.
- Por eso apelo a nuestro mismo origen, y a los largos años de unión
que hemos compartido, para concluir, juntos, la orden que nos dio
Molay.
Johanes Larmenius alzó su mano derecha y la apoyó en el hombro de
Edouard de Bar. Aquel demacrado templario, resto de una orden ahora
extinta, parecía una vejiga deshinchada, un rescoldo con llamas que se
resiste a apagarse.
- Antes de morir – continuó Larmenius -, Jacques de Molay me entregó
el mandato de la Orden Templaria. Pero ahora los papeles deben
invertirse. Ya no debe ser el Temple el brazo ejecutor del Priorato,
sino que debe ser el Priorato quien porte la espada.
- ¡Así quedamos y así se hará! – Respondió de Bar -. Más has de saber,
mi querido Larmenius, que nosotros nada hemos tenido que ver con
la muerte de Nogaret.
Larmenius no pudo por menos fijar sus ojos negros en los de Edouard
de Bar en busca de un atisbo de engaño en sus palabras. Larmenius tenía
un rostro cetrino, casi hosco, desfigurado por una cicatriz que le recorría la
mejilla y que le deformaba el pómulo; por el contrario, Edouard de Bar
mantenía la belleza de un joven guerrero al que las circunstancias le habían
obligado a madurar rápidamente.
Tras unos segundos de inspección mutua, cada uno fijándose en los
mínimos detalles del semblante del que tenía en frente, Larmenius suspiró:
- Si ni nosotros ni vosotros hemos matado a ese maldito Nogaret,
entonces, ¿quién lo ha hecho?
Otro de los asistentes se volvió hacia Edouard. Tenía el pelo del color
de la panocha, rojo como el fuego. Sus ojos eran azules, acuosos y
distantes, y su lengua era sibilina, sabedor de que, si la usa, es por la
certeza de saber muchas de las cosas que allí se tratan.
- No nos debe extrañar que la muerte de Nogaret haya ocurrido,
precisamente, al poco de concluir el proceso que ese hijo de perra
mantuvo contra los dos hermanos Aunay, Felipe y Gauthier.

Dos de los allí presentes asintieron con la cabeza. Un tercero abrió la

El Hombre del Gualicho. 185


boca para confirmar esas palabras.

- Verdad tenéis, Gerard – susurró -, pues ambos eran caballeros del


palacio real…
- Y ambos fueron acusados por Isabel de Francia, hija de Felipe el
Hermoso y la reina de Inglaterra – continuó Monsieur Gerard -, de
haber mantenido tratos carnales con Marguerite de Borgoña, señora
de Luis X de Francia, y con Blanca de Borgoña, mujer del futuro rey
Carlos IV de Francia.
Edouard de Bar se reclinó sobre su taburete hasta apoyar la espalda
contra la pared. Se llevó la jarra de cerveza a los labios y sopló la espuma
antes de beber un gran trago.
Eran ciertas las grandes implicaciones políticas que tuvieron dichos
sucesos. Tales, que el castigo que se les dio a los hermanos Aunay no pudo
ser más ejemplar. Los dos amantes fueron juzgados y condenados por un
crimen de lesa majestad, siendo ejecutados en la plaza pública de Pontoise,
despellejándolos vivos y sus genitales lanzados a los perros. Finalmente
fueron decapitados y sus cuerpos arrastrados y colgados por las axilas en la
horca.
Tanta crueldad sólo pudo ser explicada por la terrible afrenta hecha a
la familia de Felipe V, pero, sobre todo, por poner en peligro la legitimidad
de la descendencia de la dinastía real.
- ¿Vos sois de los que creéis que, tras la muerte de Nogaret, se
encuentra la mano de algún Aunay? – Preguntó el templario.
- No sólo fueron los Aunay los que sufrieron tales castigos, Monsieur
Larmenius – respondió Gerard -. No podemos olvidar a las dos
mujeres implicadas en el caso. Hablo de Marguerite y Blanca de
Borgoña. La primera áun está encerrada en Château-Gaillard, con sus
cabellos rapados y su celda en lo alto del torreón, abierta a los cuatro
vientos. En tales condiciones, no es de extrañar que muera pronto1.

1
El quince de agosto del mil trescientos quince, Marguerite de Borgoña fue
encontrada muerta en su celda, algunos dicen que estrangulada por su marido,
ya que éste deseaba contraer nuevas nupcias con Clemencia de Hungría.

El Hombre del Gualicho. 186


- También Blanca de Borgoña2 ha sido encerrada – coligió Larmenius –.
Pero tales encierros no nos dicen nada. No nos dan respuesta a la
pregunta de quién asesinó a Nogaret.
- Al contrario, Monsieur Larmenius – sentenció Edouard de Bar con una
gran carcajada – Esos hechos nos lo dicen todo; nos dicen, por
ejemplo, que tras esta muerte sólo puede estar la mano de Mahaut
de Artois.
Los presentes se miraron asombrados; momento que aprovechó
Monsieur Gerard para estallar en una sonora carcajada.
- En efecto – rió -. Con este crimen, nuestra muy amada condesa
Mahaut saldaría la deuda que mantiene con Nogaret, ya que
Marguerite y Blanca de Borgoña no dejan de ser, sencillamente, sus
hijas...
No había acabado aún de pronunciar esas frases cuando la puerta
volvió a abrirse y un pequeño buhonero desaliñado entró con claros
síntomas de nerviosismo.
- ¡Habéis de saber, presto – gritó aquel mendigo mientras se erguía,
haciendo desaparecer la joroba que le atenazaba la espalda, y
recuperando así su porte de caballero -, lo que se corre por entre los
prostíbulos y tabernas de esta gran ciudad!
- Decidnos pues, mi buen François – exclamó Edouard alargando al
nuevo invitado la jarra de cerveza que él había utilizado para
refrescarse el gaznate.
- Es sobre la muerte de Nogaret – contestó el interpelado tras sorber
un trago y limpiarse los labios con la manga -, de las que, supongo,
ya estaréis bien informados.

2
Blanca de Borgoña fue recluida siete años bajo tierra, hasta que obtuvo la
autorización de tomar el hábito de religiosa. Se convirtió en reina de Francia en
prisión, el veintiuno de febrero de mil trescientos veintidós, pero su matrimonio
fue anulado el diecinueve de mayo de aquel mismo año por el Papa Juan XXII.
Blanca terminó sus días en la abadía de Maubuisson, cerca de Pontoise, donde
murió en abril de mil trescientos veintiséis.

El Hombre del Gualicho. 187


- Enterados estamos, François – respondió Larmenius –. Más,
contadnos presto, que eso que se rumorea en aquellos lugares que,
tan solo tú frecuentas.
François dejó escapar una gran risotada.
- Si acudo a casas de mancebía no es por mi placer personal, sino
porque allí se citan los más grandes pícaros de París, y, de sus bocas,
es de donde uno puede hacerse sabedor de las más importantes
noticias que corren por este inmenso prostíbulo que es nuestra gran
ciudad.
Aquel comentario fue recibido por las más estrepitosas risotadas.
- Decidnos, pues – exclamó de Bar -, ¿qué nuevas tenéis sobre tal
crimen?
- Crimen es, seguro, pues ese hijo de mala madre no ha muerto de
muerte natural. Además, los rumores los propaga la misma Beatriz,
doncella de compañía de la condesa Mahaut, y algo de verdad habrá
de haber en ellos.
- ¿Y cuáles son esos rumores, que al traste nos han dado con todos
nuestros propósitos de acabar nosotros mismos con la vida de ese
malnacido Guardasellos? – Preguntó Edouard de Bar.
- Tened paciencia, mi señor, que ahora mismo sabréis de ellos.
Aquel mendigo, trastocado ya en caballero, volvió a mojarse los
labios con la jarra de cerveza. Luego buscó un taburete y se sentó, pidiendo
a los asistentes que hicieran lo suyo.
- Todo comenzó esta misma mañana – inició su relato -, cuando, en
contra de lo que le era habitual, Nogaret llegó tarde al consejo real.
Entró en la sala cuando el rey estaba ya sentado y, tras ofrecer sus
excusas, le sobrevino tal vértigo que se vio obligado a agarrarse a la
mesa, ya que una náusea le cortaba la respiración y le impedía
hablar.
El caballero miró a los asistentes mientras se llevaba ambas manos al
cuello y fingía un gesto de ahogo y fatiga.
- Y he aquí que nuestro valiente Guardasellos, como si hubiera sido
tocado por una daga, allí mismo se desplomó contra el suelo, con las
rodillas contra el vientre y las manos crispadas sobre el pecho. De su

El Hombre del Gualicho. 188


boca emanó un espeso vómito hediondo que manchó los cortinajes,
alfombras y vestidos de todos los que le rodearon a auxiliarle.
- Seguid contando – exclamó Edouard, mostrando con gestos su
impaciencia.
- Sabed pues que, rápidamente, fue llevado a su palacio, donde los
médicos reales no supieron diagnosticar el mal que padecía. La
sangre le corría por la boca como un torrente de lava emerge de un
volcán mientras, retorciéndose en su lecho, rechazaba los santos
óleos, angustiado por sus recuerdos, que debieron venirle a la mente
como un fogonazo de luz.
Edouard de Bar estalló en una estruendosa carcajada. Echó para
atrás su asiento y se golpeó con fuerza ambos muslos.
- Me imagino que, ante sus ojos, pasarían todas y cada una de las
torturas que habría presenciado...
- Tened seguro que sí, mi señor, y que le vendrían a su cabeza todos
aquellos muertos que él mismo habría mandado ejecutar – rió Gerard
mientras aporreaba la mesa de madera con la jarra vacia -.
- Yo también rio, a mi pesar – se carcajeó Larmenius -, pues me
agrada imaginarme el gesto de terror de ese malnacido Nogaret,
aunque los rostros que viera no dejaran de ser los de nuestro
amadísimo Jacques de Molay y los del resto de mis compañeros
templarios.
- Apuesto cien monedas a que así debió ser, – río el caballeo –, que allí
mismo se le aparecerían todos ellos, dado el gesto de terror de sus
ojos. A su lecho de muerte acudirían los dos Aunay, con sus cuerpos
descarnados como espectros esperando un nuevo acólito. Incluso
Bonifacio VIII iría a buscarle, con el rostro cubierto de sangre; y
Benedicto XI, torciéndose de dolor en el suelo tras haber comido
aquellos higos envenenados que Nogaret le envió.
- Todos nos lo imaginamos – interrumpió otro de los asistentes, uno de
mayor edad y que no veía gracia en recordar a aquellos muertos –,
más, dejad contándonos el sufrimiento de aquel hombre e iros al
meollo de la historia.
- Aguardad aún, buen Jacques - rió el interpelado -, pues debió de ser

El Hombre del Gualicho. 189


tal el dolor que padeció Nogaret, tal su sufrimiento, que sus chatos y
negros dedos se crisparon, arañando la sábana teñida de sangre y
rompiendo la tela con sus anillos.
- ¿Dijo algo en aquellos momentos de angustia? – Preguntó excitado
Edouard de Bar - ¿Sabéis si se invocó a Dios, o a los demonios si
fuera al caso?
- A los demonios debió ser, Sire, ya que ya éstos vinieron a buscarle,
pues sus últimas palabras fueron: “Me quemo, me ardo por dentro”,
como si los fuegos del Infierno ya empezaran a devorarle. Habló sin
apenas poder respirar, atragantado por su propia lengua, oscurecida
de negro, como la del mismo Satanás.
- ¿Murió en ese mismo instante?
- Allí mismo murió, mi Señor. Allí dejó este mundo, al igual que antes
que él lo dejaron los Papas que el propio Nogaret contribuyó a que
llegaran antes al cielo.
El joven Edouard de Bar dejó escapar una estruendosa carcajada.
- De Nogaret era el dicho de que la túnica papal, más que un símbolo
de vida divina, parecía más bien una mortaja funeraria, dada la
prontitud con que nuestros Papas alcanzaban el cielo. Más, ¿sabéis
cuál fue el veneno que lo mató?
- He aquí lo bueno, mi señor, pues la fórmula que empleó Mahaut no
deja de ser, sencillamente, la más eficaz, fácil y efectiva.
- Nos tienes en ascuas – replicó Edouard alargándole una nueva jarra
de cerverza -. Bebed un último trago si así lo deseáis, más decirnos
después, de un solo tirón, todo lo que debáis decirnos.
Aquel caballero apuró de un golpe aquella otra jarra llena. Se hizo
con un cacho de cecina y la desgarró con sus dientes, tiznados con carbón
para parecer podridos.
- Habréis de saber que Nogaret acostumbraba a trabajar de noche y
que, para ello, utilizaba unas largas velas de cera blanca.
- ¿Y bien? – Preguntó Gerard.
- Tan solo hubo que incluir entre el montón de velas una que
contuviese veneno, una pócima a base de ceniza obtenida de la
lengua de un hombre asesinado por Nogaret….

El Hombre del Gualicho. 190


- Inteligente Mahaut – le interrumpió Edouard de Bar -, de esa manera
se aseguraría de conjurar el alma del difunto….
- Y conseguiría que el veneno le afectara sólo al Guardasellos Real –
continuó el caballero.
- ¿Y cuál veneno fue ese? ¿Mandrágora, beleño, tal vez cicuta?
- “Serpiente de Faraón”, mi señor. Una ponzoña cuya base principal es
el azogue. Así, de esta manera, la vela envenenada no se distinguiría
en nada de las demás, por lo que sólo bastaba con esperar a que
llegase el día en que el criado encargado de reponerlas la colocara en
su sitio, y después aguardar el devenir de los acontecimientos.
- ¡Qué lista esa Mahaut! – Sentenció De Bar -.
- Sin embargo… - le interrumpió Larmenius -, más listos debemos ser
ahora nosotros, pues la competencia de la muerte del rey Felipe y de
Monsieur de Goth habrá de ser sólo nuestra.
- Centrémonos pues en ellas, y olvidemos a Nogaret, a quien Satanás
mantendrá ya en la tumba.

El Hombre del Gualicho. 191


22 CAPITULO

Francia, 1314

El Priorato podía verse ahora gratamente complacido con la muerte


de Clemente V, quien ya era anciano y llevaba enfermo desde hacía varios
años, aquejado de fuertes dolores de estómago que él mismo atribuía a los
duros inviernos de Vienne.

Ladina cómo siempre, la Priuré supo convencer a las gentes que su


muerte no dejaba de ser una más del cúmulo de fatalidades que había
venido rodeando a De Goth desde su subida al trono de San Pedro. Ya, de
por sí, su elección había sido complicada, pues el cónclave se prolongó once
meses, al no ponerse de acuerdo ni italianos ni franceses. Fue gracias a la
ayuda de Felipe IV, y al misterioso cambio de pareceres del cardenal Orsini,
el que, el por aquel entonces desconocido Bertrand De Goth, consiguiese
ascender al trono Papal con el nombre de Clemente V.

Su entronización tuvo lugar en Lyon, un catorce de noviembre, en un


día que no pudo resultar más aciago. Parecía realmente que aquel “Santo
Padre” hubiera sido malojado, y quizás fuera verdad, pues más de uno le
atribuía la muerte del anterior Papa, el Beato Benedicto XI, y a nadie le
hubiera importado lanzarle un maleficio, o echarle el “Mal del Ojo”, con el
fin de acabar con su vida. Si bien, en todas las altas esferas de Francia se
sabía que la muerte de Benedicto XI no era culpa de Clemente V, sino que
era una más de las malas tretas de Guillermo de Nogaret quien, renegado
por haber sido excomulgado, le mandó de regalo, como agradecimiento,
unos higos envenenados.

Durante la ceremonia de entronización de Bertrand de Goth, un muro


se desplomó sobre la comitiva en el momento de la procesión tradicional,
matando a uno de los hermanos del nuevo pontífice y a un cardenal.
Además, el Papa se cayó del caballo y de su tiara se desprendió una joya
que nunca fue encontrada.

La tragedia se prolongó incluso durante el día siguiente, cuando otro


de los hermanos de Clemente V fue asesinado por los sicarios de algunos

El Hombre del Gualicho. 192


cardenales de la facción italiana, descontentos con su huida de Roma. Quizá
fuese ese el motivo por el Clemente V nunca visitó la ciudad imperial,
iniciando el largo destierro de los papas en Avignon, estando así sometidos
a la monarquía francesa durante un largo periodo de más de setenta años,
hasta que el papa Gregorio XI devolvió de nuevo el papado a Roma.

Por todos esos motivos, y dada toda la amalgama de mala suerte que
Betrand de Goth venía padeciendo, a nadie debió extrañarle que su muerte
fuera un acto más en una vida tan cuajada de desgracias, y no el efecto de
la mano asesina del Priorato de Sión en los designios finales de este
hombre.

Un día, tras presenciar el sanguinario escarmiento de los dos


caballeros templarios, Clemente V optó por buscar el retiro en el clima más
sano del sur, en la Provenza francesa, con el pretexto de sanarse. Sentía un
resquemor, un cierto malestar en sus tripas al que achacaba signos de
envenenamiento, y más en una corte que se vanagloriaba de haber llevado
al cielo a dos Papas: Bonifacio VIII y Benedicto XI.

Además, desde hacía varios días, había notado en las palabras del rey
una serie de insinuaciones que lo tachaban de traidor e, incluso, de que
gracias a sus intrigas y conjuras, los templarios habían tenido la ocasión de
evadir ese gran tesoro que Felipe había visto en los sótanos del Temple y
que ahora no hallaban por ninguna parte.

Fue un error aquella marcha, pues, antes de abandonar la ciudad,


Clemente V debería haber sido lo suficientemente listo como para pensar
que Felipe no intentaría, ni por un momento, cumplir la amenaza de
enviarle al infierno, haciendo con ello ciertas las palabras que había
profetizado Molay.

Tras dejar París junto con su sobrino, y antes de alcanzar las costas
del mar Mediterráneo, Clemente V decidió detenerse en Carpentras, una
aldea situada en el departamento de Vaucluse, al empezar a sentirse
fatigado de tanto viaje. Allí fue donde la Priuré inició sus movimientos.

Aquella mañana, un extraño monje del que nadie conocía nombre ni


origen, pero que todos aseguraban que llevaba la barba arreglada en

El Hombre del Gualicho. 193


imitación a la que debía poseer Jesús, Nuestro Señor, ofreció la misa en una
iglesia de la localidad. Aquel monje debió introducir un veneno mortal en el
cáliz sagrado.

Todavía estando en Carpentras, el Papa se vio acometido por tal


variedad de fiebres y angustias que sus médicos tuvieron que tomar la
decisión de devolverlo a Villandraut, ya que veían pronto su fin,
aconsejándole ir a morir al lugar donde había nacido, en la región de
Burdeos.

En el viaje hacia su ciudad natal, el cansancio le llegó a tales


extremos que se vio obligado a detenerse en el castillo de Roquemaure, un
bello lugar entre Monteux y Burdeos, en pleno valle del Ródano. Fue en
dicho castillo donde sus físicos probaron todo tipo de remedios con el fin de
curarle. Finalmente, se optó por darle de comer costosas esmeraldas
trituradas ya que, al parecer, y según otros médicos mucho más doctos que
ellos, eran el mejor remedio para el mal que padecía.

Pero, ¿qué son las esmeraldas, sino tan solo bellos cristales de pura
dureza?

Tras tragárselas, el Papa Clemente V se ve envuelto de tremendas


convulsiones y espasmos. Los cristales han hecho su efecto, le han
perforado los intestinos y el estómago. Y así murió, rodeado de grandes
dolores, entre vómitos, ahogos y diarreas sanguinolentas, el veinte de abril
de mil trescientos catorce, tan solo treinta y cuatro días después de que
muriera Jacques de Molay

Más tarde, una patrulla de la propia Prieuré acudiría a la catedral de


Burdeos a mutilar el puño diestro de la estátua de Clemente, erigida en el
antuzano, como muestra del castigo que le era reservado, según el derecho
canónico, a los parricidas.

El Hombre del Gualicho. 194


23 CAPITULO

Francia, 1314

Las ruedas que habrían de propiciar el asesinato del rey Felipe se


pusieron en marcha el cuatro de noviembre de mil trescientos catorce, en el
bosque de Pont-Sainte-Maxence.

Ese día había nevado durante la noche y el frío de la mañana había


endurecido la nieve sobre los campos y los bosques, transformando el
pasaje en un inmenso manto blanco que facilitaría la caza, ya que las
huellas de los venados y los jabalíes quedarían fácilmente impresas en la
nieve. Para aquella batida, el montero mayor había conseguido acorralar
varios ciervos, entre ellos uno grande, de diez puntas, de los que llaman
“peregrino”, ya que vagan sin manada de bosque en bosque, siempre solos.

Cuando ya lo tenían divisado, aquel ciervo sorprendió a todos al


tomar línea recta hacia el lejano bosque de las Ardenas, lugar de donde, sin
lugar a dudas, debía proceder. Así, mantuvo su carrera durante más de dos
horas, consiguiendo que la jauría empezase a desfallecer de cansancio. En
aquel momento, forzó bruscamente su marcha y dejó de verse por entre la
blanca espesura.

El rey optó por atrochar con la intención de aguardar a que el ciervo


le saliera a un descampado. Sin embargo, desconocedor de aquellos
bosques, en un momento dado se encuentra extraviado. Se ha perdido ante
aquella gran llanura blanca, cual manto de templario dispuesto en el suelo,
donde los ojos se ciegan con la refulgente luz que emana de las piedras,
setos y arbustos cubiertos de nieve.

Más de pronto encuentra la salvación en un labriego que camina no


lejos de allí.

- ¡Buen hombre! – Exclama.

El labriego se vuelve. Es de andares bruscos, con la barba arreglada


en la parte central, en imitación a la que debía poseer Jesús, Nuestro Señor.

- ¡Eh, buen hombre! – Vuelve a exclamar el rey - ¿No habrás visto

El Hombre del Gualicho. 195


pasar por aquí a un ciervo grande y exhausto?

Aquel hombre asiente con la cabeza y señala un lugar, hacia el norte.

- Sí, señor. Un animal como ése pasó ante mis ojos no hará mucho
tiempo. Iba agobiado y con la lengua fuera. En aquella dirección,
hacia los estanques de La Fontaine, por lo que intuyo que iría en
busca de agua.
- Parece que conocéis de caza, pues esa afirmación supone algo de
discernimiento en estas lides – replicó el rey refrenando el caballo.

Una sonrisa maliciosa agrieta el rostro moreno del labriego. Sus ojos
ladinos se incrustan en el rey como dos dagas asesinas.

- Algo sé – respondió socarronamente –. Y deseo de mi rey, que corra


la misma suerte que corrió mi Maestre.

El monarca picó al caballo y salió al galope, rumbo hacia donde le


había señalado aquel labriego, hacia los estanques. Se rasca la nuca, al
sentir un ligero pinchazo y detectar un grano en la piel, sin duda provocado
por la picadura de un insecto.

Cabalga como un poseso, ajeno a la noción del tiempo, con la única


obsesión de aquel ciervo peregrino. Ante él sólo mantiene viva la imagen de
aquel animal. Un sudor frío le recorre por la espalda ante el placer de
matarlo.

De pronto descubre al gran ciervo perseguido. Es un gran animal


negro con la barriga de color plata que se mueve lentamente, fatigado,
deteniéndose varias veces, mirando hacia atrás y reanudando la carrera con
saltos torpes y cortos.

Sin embargo, la cornamenta del ciervo le intriga al rey. Hay algo


extraño que brilla en ella.

El rey frena de golpe su sudoroso caballo, que echa espuma por el


belfo. Su corazón le late al mismo ritmo que el de su semental.

Allí estaba el ciervo, pegado contra un árbol y con el hocico a ras de


suelo. Entre sus inmensos cuernos lleva una cruz que brilla y centellea
como una fulgurante estrella.

El Hombre del Gualicho. 196


Eso fue lo que vio el rey durante un instante, ya que enseguida su
estupor se trocó en espanto. Su cuerpo dejó de obedecerle, sus pies no
sueltan el estribo, sus manos quedan inertes, de su boca no sale ningún
sonido. Es tan solo un pelele, un títere sin hilos.

Momentos después, cuando el resto de la partida llega al bosquecillo,


le hallan tendido a los pies de su caballo, frente al gran ciervo peregrino,
cuyos cuernos sostienen dos ramas secas, desprendidas de algún árbol,
puestas en forma de cruz y relucientes al sol, bajo un barniz de escarcha.

Con dos palos cortados a golpes de espada y un manto improvisan


unas parihuelas sobre la que tienden al rey. Este tan solo vomita extrañas
palabras, señalando, con su dedo, un punto más allá del horizonte:

- La cruz... La cruz...

Pero rechaza cualquier crucifijo que se le ofrece. Sus ojos, vidriosos,


sólo parecen fijarse en un punto lejano.

Le trasladan al castillo, y al alba, aún tartamudeando, pide que se le


lleve a Fontainebleau, lugar donde había nacido.

Le bajan en barcaza hasta la confluencia del Sena y, desde allí,


toman rumbo a Possy, donde permanecen diez días, insistiendo en que
quiere proseguir su viaje hacia Fontainebleau. Ante su obstinación, y con
gran esfuerzo, logran subirlo a un caballo, pero no llega ir más allá de
Esonnes. A partir de ese lugar, el trayecto a Fontainebleau debe realizarlo
en litera.

En Fointeneblau transcurre otros doce días en los que el rey camina


sobre el filo de la navaja, oscilando entre la vida y la muerte. Sus horas del
día son un baile frenético entre un exigir revisar sus cuentas o firmar
documentos, y extraños momentos en que su aturdimiento tan solo le
permite pronunciar palabras raras e inconexas, como si fuera un poseso, o
hubiera sido hechizado.

De improviso, una tarde, Felipe el Hermoso vuelve a sentir una


recaída de la que emerge esa misma noche. Todos están alrededor de su
cama: médicos, hermanos, el gran chambelán y su secretario Maillard,

El Hombre del Gualicho. 197


dispuesto a escribir los testamentos reales. Todos están allí.

El rey empieza a dictar sus donaciones y, tras concluir, Millard lee en


voz alta el testamento. Luego, sosteniendo la mano del monarca, le hace
firmar el pergamino. Tras ello, Felipe el Hermoso inclina la cabeza y expira.
Por dos veces el gran inquisidor trata en vano de bajarle los párpados, pero,
ante la negativa de éstos a cerrarse, opta por cubrirle los ojos con una
venda.

El rey ha muerto, y tan solo el Priorato de Sión sabe cómo.

Pero son tan finos sus hilos, tan suaves las teclas que toca, que sus
objetivos han perdurado más allá de los siglos. Bífidos como serpientes,
invisbles como el viento, transparentes como el cristal, los miembros del
Priorato han sido capaces de tejer sus telarañas alrededor de sus víctimas,
siempre próximos a ellas, ganándose su confianza para lanzar su pócima en
el momento más oportuno.

Y, ¿qué mejor manera de ocultarse que haciendo creer que son una
patraña, un mero invento de una mente febril?

Con el Priorato de Sión, Jacques de Molay y los miles de caballeros


templarios que con él murieron, serán por fin vengados.

El Hombre del Gualicho. 198


24 CAPÍTULO

La Rochelle, Octubre de 1307

Desde sus más tiernos inicios, la Orden Templaría requirió el dominio


del mar Mediterráneo para mantener sus misiones en Tierra Santa. Con este
objetivo recurrió a los puertos franceses del Mare Nostrum, básicamente
Marsella, que acabó transformándose en una importante base naval.

A Marsella acudían todos los bienes producidos en las cientos de


encomiendas distribuidas por Europa, y desde aquí eran enviadas por mar a
San Juan de Acre. Desde Marsella partían las tropas de la Orden,
trasladadas en navíos de la Orden, construidos en astilleros de la Orden, y
dirigidos y capitaneados por marineros de la Orden.

Fue tal la hegemonía de Marsella, que llegó a amenazar a la de otras


capitales del Mediterráneo, como Génova o Venecia. Por eso, sorprendió
bastante cómo de pronto, en un giro inesperado de la historia, los
Templarios escogieran un pequeñísimo y desconocido pueblo de pescadores
de la costa Atlántica para instalar allí un importante puerto de ultramar.
Aquel puerto era denominado por entonces Rochella (diminutivo de Roche,
roca) y hoy La Rochelle.

Ubicado sobre el Golfe de Gascogne, La Rochelle no debía representar


ningún tipo de interés estratégico para el Temple, puesto que todas las
operaciones importantes con el Mar del Norte y las Islas Británicas se
desarrollaban a través de los puertos ubicados en el Paso de Calais. Sin
embargo, gracias a la intervención Templaria, aquel villorrio apenas
conocido consiguió ser un importante puerto sobre el Atlántico. Desde allí
partían seis grandes rutas que, como un abanico, irradiaban por toda
Francia.

La primera partía de La Rochelle y se dirigía hacia la bahía del Somne


por Le Mans, Dreux, Les Andelys, Gopurnay y Abbeville. La segunda iba a
Las Ardenas por Angers, la región parisina y la alta Champagne. Una
tercera llegaba a Lorena por Parthenay, Chatellerault, Preuillyen-Berry, Gien
y Troyes; esta ruta doblaba desde Preuille hasta el Bosque de Othe, por

El Hombre del Gualicho. 199


Cosnes.

La cuarta llegaba a Ginebra por el bajo Poitou, la Marca y Mâsonnais


con desvío desde Saint-Purçain-sur-Sioule hacia Chalon y Besaçon.

La quinta finalizaba en Valence del Rhône por el bajo Angoumois,


Brive, Cantal y Le Puy, aunque luego doblaba por la ruta que une La
Rochelle con Saint-Vallier por Limoges, Issoire y Saint Étienne

La sesta, sin lugar a duda, llegaba a América.

La noche del martes al miércoles once de octubre de mil trescientos


siete, La Rochelle fue presa de una gran agitación. Dieciocho galeras fueron
cargadas apresuradamente con el contenido de varias carretas llegadas de
noche desde la preceptoría de París, y todas con la intención de hacerse ese
mismo día a la mar. Su propósito era navegar hacia el norte, hasta Bretaña,
para recoger ciertas posesiones custodiadas en Glastombury. Una vez allí,
la gran mayoría de los navíos debían ser llenados con un nuevo cargamento
y tomar rumbo hacia el sur.

Otros, capitaneados por Pierre d'Aumont, siguieron la costa de


Inglaterra e Irlanda hasta llegar a Escocia, donde, tras la muerte de Erick
Wallace hacía ya más de nueve años, reinaba Robert Bruce con sus
territorios en interdicto y excomulgado por el Papa Clemente a causa del
asesinato de uno de sus rivales, que pertenecía a la Iglesia.

Robert Bruce no tuvo muchos reparos en desoír las bulas papales.


Además, se hallaba en guerra con Inglaterra, por lo que acogió con los
brazos abiertos a los caballeros templarios en aquel momento en que sus
tropas se estaban concentrando en Bannockburn, una zona pantanosa al sur
de la ciudad de Stirling, con la intención de presenciar el acuerdo de paz
entre el rey inglés, Eduardo II, y el soberano escocés, el mismo Robert
Bruce.

Robert Bruce había sido muy inteligente al escoger aquel lugar para
firmar las paces, ya que burn es el nombre con que se designa en escocés a
un “arroyo” y allí había bastantes. A parte del de Bannock, podían citarse
otros como el de Pelstream, que desembocaban todos ellos en el río Forth,
creando una zona pantanosa que limitaba, prácticamente, la carga de

El Hombre del Gualicho. 200


cualquier enemigo.

Tras unos dimes y diretes, y algunas discusiones y altercados, la


negociación no llevó a ningún acuerdo, lo que provocó que las tropas
escocesas, a las que se les habían unido los mercenarios del Temple
comandados por Pierre d'Aumont, optaran por proclamar la guerra a los
ingleses.

El comienzo de la batalla tuvo lugar el veintitrés de junio de mil


trescientos catorce, cuando la caballería inglesa se lanzó contra el flanco
izquierdo escocés.

Fueron momentos de gran confusión, puesto que, dirigidos por


diferentes comandantes, fue difícil instaurar la disciplina entre los soldados
escoceses, más dados a alborotarse entre el sudor de los cuerpos y el olor
de la sangre, y los caballeros templarios, que, bajo las órdenes de
d'Aumont, habían conseguido que sus tropas se cohesionasen en un único
grupo.

Sin embargo, aquella contienda no parecía un conflicto de bandos


opuestos, sino una pelea general en la que cada uno atacaba a quien tenía
al lado. Así, un escocés victorioso en una lid, rápidamente corría presuroso
a tomar parte en otra. Aquellos soldados se movían individualmente, en
detrimento del plan establecido por Robert Bruce. La gloria y el honor eran
sus únicos intereses y por ello maniobraban con el fin de hacerse con las
posiciones de primera fila en los ataques. Su victoria en el campo de batalla
no era nada más que un algo secundario, superfluo, ya que lo que primaba
era su propia gloria. A ellos nadie les quitaba la vida, sino que eran ellos
quienes escogían la muerte.

La primera oleada de caballería inglesa tuvo como fin abrirse paso


entre el ejército enemigo con la idea de romper sus líneas y permitir que
nuevas oleadas pudieran luego rematarlas. Pero, en el fragor de este primer
contacto, Henry de Bohun divisó de lejos a Robert Bruce y se dirigió contra
él lanza en mano.

Robert Bruce rechazó el ataque con su escudo, aunque aquello


provocó una lucha de caballería similar a los torneos que se hacían por

El Hombre del Gualicho. 201


diversión en ocasiones señaladas, como coronamientos de reyes, bautizos
de príncipes o bodas reales.

Se igualaban en fuerza y en estatura, pero les separaba un notable


contraste. Henry De Bohun llevaba el pelo relumbrante por el sudor, la boca
en un rictus de sonrisa jactanciosa, y los ojos chispeantes ante la gloria de
poder enfrentarse personalmente a su enemigo. Robert Bruce, por el
contrario, era de tez blanca y cabello claro, propios de un escocés, pero en
él se congregaba la calma y la serenidad. Ni un solo músculo de su rostro
cambió en lo más mínimo, cabeza erguida, expresión vigilante y lanza en
ristre.

Son momentos en que es difícil discernir cuál de ellos lleva ventaja,


pues en tan solo un instante la contienda se traba con gran violencia por
ambas partes, y esta vez la lucha no es para recreo de nobles, sino que es a
muerte. Henry de Bohun asesta tremendos golpes a su contrincante,
parados gracias a la destreza de este. Está furioso, pues nada puede hacer
contra la fría y sagaz defensa de su vigilante adversario.

La batalla acabó con la vida del perdedor y la victoria del vencedor


quien, en este caso, fue Robert Bruce. Fue un golpe fatal; el enorme
caballero inglés se estremeció de pies a cabeza y, encogiéndose hasta sacar
toda la fuerza de sus entrañas, soltó un alarido que se oyó por todo el
campo, después del cual, cayó muerto en el barro.

Tras la muerte de Henry De Bohun se produjo un segundo ataque.


Más de setecientos caballeros ingleses se lanzaron contra el centro del
ejército escocés, lo que obligó a Bruce a mandar su flanco izquierdo contra
ellos, a fin de proteger su infantería.

Aquello provocó el desconcierto en las tropas inglesas, que se


retiraron a su campamento mientras se iniciaba, por parte de los soldados
escoceses, la persecución y masacre de estas tropas en repliegue. Ese día,
los ingleses sufrieron su primera derrota.

Al alba del veinticuatro de junio, Eduardo II ordenó al conde de


Gloucester que realizara una carga de caballería contra los escoceses. Pero
esta carga se chocó de frente contra la gran fila de picas comandada por

El Hombre del Gualicho. 202


Robert Bruce, que había desmontado e iba a pie, controlando los ataques y
colaborando con las tropas de lanceros, aumentando con ello el vigor del
combate y la moral entre la soldadesca.

Este tipo de formación, llamada schiltron, ya había mostrado su


eficacia en la batalla de Falkirk, liderada por Erick Wallace el veintidós de
julio de mil doscientos noventa y ocho, y consistía en emplear círculos de
lanceros contra los que se estrellaban las tropas enemigas.

Los primeros ingleses fueron cayendo en medio del estrépito de las


puntas de metal al chocar contra los escudos. Incluso el mismo conde de
Gloucester murió empalado por las lanzas, al igual que hicieran otros tantos
caballeros ingleses.

Los que sobrevivieron volvieron sus caballos de espalda a sus


enemigos y huyeron, siendo perseguidos por la infantería escocesa, que
acabó sembrando el campo de cadáveres. Lanzaban sus venablos con tanta
fuerza que atravesaban las corazas de los ingleses, de manera que las
puntas sobresalían por delante de aquellos a los que habían alcanzado.
Muchos se derrumbaban, con el cuerpo lanceado o los miembros amputados
a base de sablazos y estocadas.

En ese instante, el rey inglés, Eduardo II, en un esfuerzo


desesperado, manda a sus arqueros disparar contra los escoceses. Pero la
irrupción de la caballería escocesa comandada por Robert Keith los dispersa.
Tras esto, un ligero clamor obliga a volver la mirada hacia una colina, donde
un nuevo ejército parece estar concentrándose. Son guillies, jóvenes y
sirvientes curiosos de los señores escoceses procedentes de diversos clanes
de todas las Highlands, que han subido al monte para divisar desde allí
mejor la batalla.

Pero los ingleses creen presenciar la llegada de un nuevo batallón e,


invadidos por el miedo, deponen las armas y huyen. Unos fueron pasados a
cuchillo, otros trataron de esconderse en las cimas de los árboles, donde
fueron asaetados, cayendo a tierra como pájaros. La mayoría se dejaba
degollar sin defenderse, y los menos, morían aplastados por los cascos de
los caballos escoceses.

El Hombre del Gualicho. 203


Eduardo II, al verse solo, consiguió escapar al galope del campo de
batalla para llegarse al castillo de Dunbar, donde después tomó un barco de
vuelta a Inglaterra. Su huida fue recibida con gritos de burla e irrisión por
parte de los escoceses, que ya paladeaban su victoria.

Más tarde, Robert Bruce, en agradecimiento por la ayuda prestada


por Pierre d'Aumont y sus caballeros templarios, les cedió unos terrenos en
unas islas cercanas a la costa Oeste de Escocia, donde permanecerían por
espacio de ochenta años para recalar, finalmente, en Aberdeen, siendo los
creadores de una logia francmasónica de tintes caballerescos.

El Hombre del Gualicho. 204


25 CAPÍTULO

Fuerte Ventura, Junio de 1308

La mayor parte de la flota Templaria tenía como mandato viajar hacia


el sur recalando en Portugal, uno de los pocos países donde podían recibir
asilo ya que, a diferencia de España, era en gran medida favorable a la
Orden del Temple.

En el territorio luso la flota tomó tierra en el castillo de Almourol,


levantado en un islote en medio del río Tajo, donde se le unieron nuevos
navíos con cofres y arcones procedentes de las posesiones de Tomar y otras
encomiendas españolas y portuguesas, como Ponferrada, Toledo, San
Bartolomé de Ucero o Padrón.

Desde Almourol tomaron rumbo al oeste para, de nuevo, voltear al


sur. Pero a las pocas horas de navegación y pese a su gran cabotaje, ya
que los buques navegaban muy por debajo de su línea de flotación, los
navíos de la flota empezaron a dar violentos bandazos, como si fueran
sacudidos por gigantescos leviatanes. Estaban atravesando “el mar de las
yeguas”, nombrado por los marineros con ese apelativo porque enormes
corrientes vapuleaban los barcos como si éstos estuvieran galopando sobre
un caballo desboscado.

En aquellos instantes, y dado los grandes vaivenes y el ir de allá para


acá, la mayoría de los caballeros, hombres poco dados a la mar, vomitaron
sus últimos alimentos.

Más tarde navegaron hacia Gibraltar y aún más al sur. Así, siempre
pegados al continente africano, dirigieron sus naves hasta hacer escala en
las islas Canarias, concretamente en la isla de Fuerteventura, donde a la
sazón, y en idioma mallorquín, la renombraron “Insula de Fuite Ventura”,
cuya equivalencia en castellano es “huida feliz”, en conmemoración a la
marcha que estaban llevando a cabo, evadiéndose de aquellos países en los
que la Orden del Temple había sido condenada.

Es en Fuite Ventura donde debían aguardar al resto de navíos,


carracas italianas de hasta dos mil toneladas de peso que se les sumarían

El Hombre del Gualicho. 205


procedentes de Chipre, Marsella y de otros puertos de la cristiandad.

Permanecieron en Fuite Ventura un par de semanas, vigilando desde


distintos cerros la llegada del total de las embarcaciones. Un grupo se
dirigió a la montaña Morro Velosa, un magnifico hito que permitía identificar
la venida de nuevas naves; otro se dirigió al monte Tindaya, un viejo pitón
volcánico que constituía una montaña sagrada para los habitantes de las
islas.

Un atardecer vieron venir, desde septentrión, diversas naos, por lo


que acudieron a un islote al norte de la isla para hacer una gran fogata que
orientara a los barcos en la noche.

Tras varios días de guarda, todas las embarcaciones se habían


reunido. Entonces, un martes de mañana, comenzó a ventear del Norte, por
lo que se decidió iniciar la marcha y tomar rumbo al Sur.

La nave Capitana disparó un cañonazo en señal de partida y aquel


mes de julio de mil trescientos ocho, tras quemar la pequeña encomienda
que allí existía, partieron desde Fuite Ventura un total de cincuenta y siete
naves, entre carabelas, carracas y otras naos, todas ellas con la cruz de los
templarios impresa en sus velas hinchadas al viento, y todas repletas de
carga, navegando muy por debajo de su línea de flotación.

Aquellos caballeros templarios partieron con la mirada puesta en la


mar, siempre adelante y sin volver la vista atrás, con el alma rasgada de
arriba abajo, sabiendo que era un viaje sin retorno, y que su adiós a su
tierra iba a ser para siempre.

A despedirse salieron de entre los cerros y arbolados un grupo de


indígenas, o “majos”, agitando sus escudos y lanzas en la playa. Estos
nativos se hallaban siempre enfrentados en dos grandes tribus: los
"Maxorata" y los "Jandía", encabezadas por sus respectivos jefes guerreros,
por lo que los templarios de aquella encomienda, más de una vez, habían
tenido que dirimir a fin de poner paz en periodos de guerra, mediar en una
reyerta, o arbitrar entre disputas o rivalidades. Recuerdos de aquellas
rencillas era que ambas tribus se hallaban separadas por muros de piedras,
la "Pared de Jandía", que de norte a sur, se extendía desde la costa de

El Hombre del Gualicho. 206


Barlovento a la de Sotavento de la isla.

En las cubiertas de las naves apenas se podía abrir paso entre cajas,
bultos, toneles y armas, pues había que transportar, además de caballos y
gallinas, agua y alimento para varios meses, como legumbres, carnes y
pescados ahumados, frutos secos como almendras, castañas pilongas o
uvas pasas, etc. También llevaban arenques encurtidos cuya parte exterior,
tras ser desecada en sal, se ponía tan dura que había necesidad de envolver
cada pieza en tela para después presionarla contra maderas o balas de
cañón, a fin de poder pelarlas fácilmente.

Para este viaje contaban con una serie de cartas portuláneas, o


también llamadas portulanos, mapas de la mar océana elaborados por algún
cartógrafo mallorquín, pues en mallorquín aparecían los nombres. A ellas les
habían ido incorporando nuevos elementos, como el archipiélago completo
de las Canarias, el de Cabo Verde y el de las Azores. También podía
observarse parte de la costa occidental de África y la costa oriental de
América del Sur, así como todo un entramado de líneas que atravesaban el
océano Atlántico y que eran llamadas líneas de rumbo, ya que eran
utilizadas para establecer las direcciones que habrían de tomar.

En algunas de estas islas, como en la de Fuite Ventura o Cabo Verde,


aparecían pintadas unas cruces rojas sobre fondo blanco, símbolo de la
presencia en ellas de alguna encomienda Templaria. También aparecía una
cruz roja en un punto de América del Sur, aquel que constituía el final de su
viaje.

Uno de los extraños aparatos de los que hacían uso en su viaje era
uno constituido por tres piezas. Una de ellas era una aguja, a la que decían
magnetizada, que, por más que se moviese o agitase, siempre señalaba a
un mismo punto, hacia el Norte. Otra era una caja con la cubierta de vidrio
y, la última pieza, era la carta portulánea con la rosa de los vientos
dibujada en ella. Esta carta se adhería en la aguja que, a su vez, se
encontraba sobre un eje, de forma que podía rotar libremente.

Este artilugio era colocado en línea con la quilla de la nao, de manera


que la carta giraba siempre que el barco cambiaba de dirección, indicando

El Hombre del Gualicho. 207


en todo momento el rumbo que llevaba éste.

Tras tres días de partir de Fuite Ventrura, una tarde, les pilló un gran
aguacero. El cielo se puso tan negro que era difícil discernir en qué
momento del día se encontraban, si de día o de noche, ni tan siquiera
podían distinguirse a los compañeros más allá de un palmo de la cara. El
mar ennegrecido, se enfurecía por momentos.

Relámpagos, truenos y una gélida lluvia asolaban la tripulación en


cubierta. Las olas subían tempestuosas por la borda y crecían hasta barrer
el castillo de proa. Parecían gigantescas bocas de leviatanes inmensos,
dispuestas a engullirlos y a enviarles a los fondos del abismo.

Una de las carabelas portuguesas pareció sufrir aquella tormenta más


que las otras, quizá porque era más antigua y sus vergas y mástiles se
hallaran podridos, o quizá, porque en un momento de la noche, la verga del
trinquete se desplomó, llevándose al capitán por delante y dejando a la
tripulación sin nadie que los dirigiese.

Desde aquel fatídico momento, todo se desarrolló en un completo


desorden. El timón giraba de un lado para otro, como una rueda
enloquecida, por lo que el piloto optó por atarse a él para mantener el
rumbo, pero fue tan azotado por la lluvia y los golpes de mar, que acabó
perdiendo el conocimiento, colgando como un pelele, ensartado entre sus
radios.

Por otro lado las velas, rasgadas de arriba abajo, daban constantes
coletazos, lanzando por la borda a más de uno que se cruzara en su
camino.

La oscuridad era total, ya que se había mandado apagar todas las


candelas, temerosos de que, al caerse por el vaivén del barco, se produjera
un incendio. Esa oscuridad era rota solamente por el resplandor de los
truenos, permitiendo ver, aunque tan solo por breves instantes, como
rodaban por la cubierta: bolas de cañón, toneles y otros bultos, que
entorpecían el trabajo de los marineros. Estos, entre la confusión, el miedo
y los llantos, trataban en vano de salvar sus vidas.

Los mástiles y velas crujían a punto de quebrarse, mientras, en el

El Hombre del Gualicho. 208


castillo de proa, algunos de los caballeros se arrodillaban en las tablas y
clavaban sus espadas a modo de cruz para besarlas. Estos caballeros, con
sus ojos fijos en un cielo cuajado de relámpagos, elevaron su canto
solemne, que se alzó con claridad hacia las mansiones celestiales antes de
que una nueva envestida del mar los arrojara al océano:

- Tirad al agua todo lo que no sea imprescindible – gritaba desesperado


uno de aquellos caballeros, tratando de hacerse oír en medio de los
truenos.
- ¡No! – Gritaba otro - ¡Conservad las santas reliquias!
- ¡Por nada del mundo liberéis los caballos! – Chilló el de más allá -.
Pero aquella orden llegó demasiado tarde. Uno de los grumetes
acababa de abrir la puerta de los establos y una pareja de alazanes, con los
ojos desorbitados por el miedo, empezaron a piafar y cocear, emprendiendo
una loca carrera por la bodega hasta que, en medio de saltos y cabriolas,
consiguieron salir a cubierta. Uno acabó por arrojarse al mar; el otro murió,
ensartado en un pico de madera de un mástil roto.
El barco, mientras tanto, seguía cabeceando, elevándose en lo alto de
las olas para despeñarse desde varios metros hasta su base, escorándose
cada vez más hacia babor. Parecía ponerse en pie para caer luego de golpe
y empinarse en sentido contrario, cómo si volara a lomos de las grandes
olas.
En aquellos momentos, uno de los caballeros templarios, pese a su
avanzada edad y a los golpes de lluvia, subió a la cubierta con una de las
reliquias que atesoraba, una pequeña cruz de oro, muy alabada en su tierra
por su virtud de ahuyentar las tormentas y el pedrisco. La alzó hacia los
cielos y pidió a gritos que amainaran las lluvias.
- ¡A ti, Cristo, Nuestro Señor, ruego nos salvéis de esta gran
tempestad! – Exclamó con el miedo en los ojos mientras sujetaba,
con ambas manos, aquella cruz de oro, compitiendo su lastimosa voz
con el bramido de la borrasca.
Pero en ese instante, el abitón de madera usado para amarrar los
escofines de las gavias estalló en mil pedazos, levantando un montón de
astillas que actuaron como dagas, clavándose en los cuerpos y mutilando

El Hombre del Gualicho. 209


muchos miembros.
Aquel viejo templario, el que portaba la cruz, hincó la rodilla en el
suelo, al sentirse aguijoneado por miles de esquirlas en su espalda, una de
las cuales, la más grande, le atravesó de lado a lado, asomando por su
pecho. Tras darle un último beso, dejó caer el crucifijo, que rodó por la
cubierta hasta quedar enganchado en un amarre.

A la mañana siguiente, aquella galera portuguesa se hallaba sola en


mitad del océano. Las demás naves, o bien se habían hundido o bien habían
conseguido solventar el temporal y proseguían su rumbo.

Un pequeño grupo de templarios, entre jóvenes caballeros y viejos


ancianos poco dados a la mar, y que habían permanecido toda la tormenta
rezando en la bodega, surgió por entre la escotilla, con el miedo aún
aferrado en el cuerpo.

El paisaje que revelaba aquella nao no podía ser más desolador, más
apocalíptico. La tripulación había sido diezmada casi por completo, la aguja
de marear se había roto, haciéndose inservible, y las vergas y mástiles
pendían inútiles. Varios marineros, sujetos aún de las amarras y cabos,
colgaban cabeza bajo, muertos o a punto de estarlo, mientras otros se
desangraban, con algún miembro amputado o alguna astilla clavada en el
cuerpo, apoyados sobre las maromas de las anclas o las cureñas de las
bombardas. Por suerte, pese al gran número de magulladuras, el piloto aún
seguía con vida, aunque desmayado y con el cuerpo ensangrentado y
maltrecho, aferrado todavía al timón.

Consiguieron desatarle a base de tajar las cuerdas. Así, mientras un


pequeño grupo se entretenía en curar sus heridas, el resto de los
supervivientes se dedicó a desenredar a los muertos del amasijo de
maromas y cabos donde estaban enganchados, arrojándolos por la borda
sin más preámbulos. Lo que más costó fue desenclavar al potro, que
todavía respiraba y relinchaba débilmente. El pobre animal, con la vida
escapando por sus ojos, manchaba la cubierta con la sangre que manaba
por su belfo.

El mar pronto se cubrió de rojo y, aquí y allá, enormes remolinos y

El Hombre del Gualicho. 210


gotas de agua señalaban la presencia de tiburones rivalizando por algún
pedazo de carne, dejándose avisar por su gran aleta gris sobresaliendo por
encima del agua.

Tras varios días de navegar al garete, es decir sin velas ni timón, a


merced de la corriente y del viento, el piloto pudo empezar a tenerse en
pie. Entonces, comenzaron a valorar la gravedad de los daños.

Sin verga del trinquete ni abitones, a falta de velas y amarres, era


preferible retroceder y volver a las Canarias, de las que debían estar
separados, aproximadamente, unas cuarenta leguas, que proseguir el viaje
rumbo a tierras lejanas. En un viaje normal, ese trayecto les costaría de
tres o cuatro días, pero en esa situación, con la nave tan maltrecha y
desarbolada, tardarían, como mínimo, entre dos o tres semanas, si
llegaban.

En aquel momento, y con gran esfuerzo, el piloto consiguió voltear la


nave y ponerla cara al norte, para viajar al mismo lugar desde donde, hacía
tan solo una semana, habían partido.

Cómo se preveía un largo viaje, hubo necesidad de racionar los


alimentos, ya que muchos fueron engullidos por la mar durante la tormenta.
Así, la dieta comenzó a limitarse a pescados en salazón y a bizcocho, unas
tortas de harina de trigo, doblemente cocidas y sin levadura, que estaban
tan duras que sólo los más jóvenes podían hincarle el diente. Pero la peor
era la carestía de agua, ya que muchos toneles se habían roto y su vital
contenido había sido desparramado cuando la borrasca. Para colmo, los
pescados en salazón agudizaban la sed a medida que se alargaba la
travesía.

Al cabo de un mes consiguieron divisar, a lo lejos, el archipiélago de


las Canarias, con su horizonte roto por las altas cimas volcánicas, habiendo
una que sobresalía por encima de las otras islas, la del pico del Teide.

Les costó otra semana atracar en el sur de Tenerife, en un lugar al


que, al llegar, bautizaron como “Los Cristianos”, en honor a los que allí
ponían pie.

Los pocos supervivientes que llegaron a aquellas playas se hallaban

El Hombre del Gualicho. 211


flacos y demacrados, a un punto de pasar al otro mundo debido al
escorbuto, la sarna y otras enfermedades. Los primeros que pisaron las
arenas besaron sus granos con tesón, e hincaron sus rodillas para dar
gracias a Dios. Luego ayudaron a sus compañeros a descender y los
depositaron a la sombra, tumbándolos sobre hojas de palma.

Al cabo de un tiempo se vieron rodeados por un grupo de nativos,


indios guanches vestidos con pieles de cabra que les proporcionaron agua
fresca y leche, que saborearon con gusto. Después, aquellos guanches les
ayudaron a bajar de la nave las últimas cosas de valor, entre armas y
algunas reliquias que habían sobrevivido al desastre, antes de que el oleaje
destrozara aquella maltrecha carabela, estrellándola contra las rocas de la
costa, de colores negros y marrones como el carbón y la turba.

De entre aquellas reliquias destacaba una imagen de la Virgen María,


que ocultaron tras un trozo de tela de la mirada de los nativos guanches. La
Virgen mediría unos cinco palmos de altura y se mostraba de pie, con la
cabeza recta y mirando al frente, teniendo en el brazo derecho al Niño Dios,
desnudo, las piernecitas dobladas y los brazos también. Su indumentaria la
constituía una túnica dorada con un cinturón azul de unos dos centímetros
de altura, colores alquímicos que reflejaban el éxito de una obra. Pero lo
más hermoso de aquella virgen era su rostro, muy proporcionado y
ligeramente ovalado, adornado por rasgados ojos, boca pequeña y bien
plegada, y con unas hermosas rosas en las mejillas. Aquella era una virgen
negra a la que le habían dado el apelativo cariñoso de "La Morenita".

Una vez todos los artilugios y objetos estuvieron en la playa, aquellos


aborígenes llevaron a todos los supervivientes a Adeje, ante la corte del
mencey Sunta y de su hijo Tinerfe, el Grande, quienes gobernaban toda la
isla unificada. Más tarde, los hijos de Tinerfe dividirían la isla en nueve
menceyatos, pero en aquellos momentos Adeje era el lugar de origen y
principal asentamiento de la cultura guanche. La pureza de sangre entre los
nobles de alto rango era tan absoluta que, para llegar a ser mencey, ésta
debía ser demostrada. También se tenía que disponer de un gran número
de cabezas de ganado y poseer la propiedad de las canteras de extracción
que se utilizaban como materia prima para la producción lítica.

El Hombre del Gualicho. 212


Aquellos caballeros templarios fueron rápidamente aceptados, quizás
precedidos por su fama entre los majos, en la antigua encomienda de
Fuerteventura. Así, a cambio de algunos regalos como cuentas de vidrio,
crucifijos de oro y plata, y algunas armas, se les invitó a quedarse y
convivir entre ellos. Los caballeros, sabedores de que en Europa se les tenía
puesto precio a su cabeza, y aún más por la huida pertrechada desde la
corte de Felipe el Hermoso llevándose sus tesoros, comenzaron lentamente
por adaptarse a las costumbres de aquellas gentes.

Los nativos guanches vivían en el interior de tubos volcánicos, cuevas


con forma de túneles dentro de coladas lávicas más o menos fluidas. De
entre los muchos tubos volcánicos existentes, destacaba uno, al que
llamaron la Cueva del Viento.

Situado en el actual municipio norteño de Icod de los Vinos, este tubo


volcánico es el más grande de Europa y también uno de los más grandes
del mundo. Desde allí les era fácil avistar la llegada de embarcaciones
procedentes del norte y, además, en sus más de diecisiete kilómetros de
galerías, existían varios niveles de pasadizos con diferentes simas, terrazas
y otras formaciones lávicas donde podían ocultarse fácilmente. Fue en esa
Cueva del Viento donde se hospedó aquel reducido grupo de templarios,
escondiéndose de las miradas de posibles exploradores europeos que, como
el navegante genovés Lancelloto Malocello, ya habían empezado a
interesarse por aquellas islas.

Los caballeros más jóvenes pronto olvidarían la regla del Temple,


cruzándose con mujeres guanches, de morena belleza, y dedicándose a
mantener sus familias a base de una ganadería sustentada en el pastoreo
de cabras y ovejas, éstas últimas de piel lisa y sin lana, así como en la caza
de codornices, pardelas y unos lagartos mucho más grandes que los que
había en Portugal.

Sin embargo, pronto se impusieron las primitivas reglas, dedicando el


primogénito al servicio de Dios. Así, si este era varón, estaba obligado a
perpetuar la Orden de los caballeros del Temple y vivir conforme a su regla
y, si era hembra, debía convertirse en Hamariguada y vivir en virginal
pureza, en clausura, dentro de grandes cuevas, como si fueran

El Hombre del Gualicho. 213


monasterios. Al resto de los hijos les dejaban casarse, siempre conforme
con el rito cristiano, a fin de perpetuar la estirpe. También instituyeron el
sacramento del bautismo, de manera que, cuando una criatura nacía, una
de las mujeres echaba agua sobre su cabeza y, de esta manera, el niño
contraía parentesco con sus padres.

Una característica esencial de aquella pequeña comunidad, mitad


Templaria mitad guanche, era la de la propiedad en común. Además, la
jornada laboral estaba bien reglamentada, comenzando con una plegaria a
la Virgen a la que le seguía el trabajo manual, suspendido únicamente para
realizar una comida social.

Por lo que respecta a los más ancianos, éstos dedicaban su tiempo a


convertir a los aborígenes al cristianismo, vinculando su dios Achamán con
el Dios supremo, y a Guayota con el demonio, un ser maléfico que habitaba
en el interior del Echeide (el infierno), identificado con el Teide.

Pero aquella imagen de la Virgen María, aquella diosa Chaxiraxi que


rescataron del naufragio, aquella imagen negra, reminiscencia de cultos
antiguos de cuando se adoraba a la Diosa-Madre, a la Diosa-Tierra que
engendraba a la vez lo humano y lo divino, la ocultaron en la cueva de
Achbinico, temerosos de que fuera a caer en malas manos. Todos los
domingos practicaban una misa ante ella, y cada año celebraban una gran
ceremonia, en recuerdo a que, por su intercesión, habían conseguido
sobrevivir y llegar a aquellas islas, pues era ella la donadora por excelencia
de la vida, de la fecundidad y del bienestar. Por la noche, en la Playa de
Chimisay, encendían grandes hogueras y velas de cera, y sacaban aquella
Santa Imagen en procesión y rezaban y velaban hasta el alba.

El resto de los días, al anochecer, se reunían a la luz de las fogatas y


permanecían atentos a las historias que narraban los caballeros más viejos,
historias que los transportaban a Lisboa u Oporto, a Braga y a Coimbra, a
Setubal y Faro; o a aquellas Indias que tan solo unos pocos habían
conseguido pisar y volver para contarlo. Aquellas eran tierras de oro y plata
y en ellas, si no habían muerto en la tormenta, debía congregarse el resto
de sus compañeros, aquellos caballeros templarios que escaparon desde
Fuite Ventura y que debieron tomar rumbo oeste al salir de la borrasca.

El Hombre del Gualicho. 214


En corro junto al fuego, le preguntaban al veterano piloto sobre la
vida más allá de las mares océanas. Cómo eran aquellas tierras extrañas,
de las que se jactaba de haber ido y vuelto hasta seis veces en su vida:

- Son gente muy rara, que visten extrañas ropas y que hablan de
formas también muy raras. Mucho nos costó hacernos entender, si
no fuera porque contábamos con la ayuda de unos cuantos marineros
vascos que parecían dialogar bien con ellos usuando su propio idioma
– respondía aquel viejo marino, rascándose la barba y mostrando sus
escasos dientes -. Recuerdo que para oreja utilizábamos el vocablo
“orel”, “gol” para cola, “bol” para bola, “payoh” para pagar, “tanbal”
para timbal, “tir” para tirar, y así otros muchos ejemplos con los que
podría estar hablando toda la noche.
- Cuéntanos cómo eran esas minas de oro y plata, viejo João –
solicitaban los niños, algunos buscando el calor entre sus piernas -.
¿Son realmente tan grandes cómo nos dicen?
- Son inmensas, gigantescas, tanto que no podéis ni imaginar. Más
profundas que los cráteres del Echeide, con miles de indígenas
nativos acarreando fardos sobre sus espaldas, cargando oro y plata.
Entonces los ojos de aquel viejo templario, más batalleador del mar
que de los campos de guerra, parecían iluminarse a la luz de la fogata.
Recorría uno a uno a todos los jóvenes curiosos y se mantenía estático ante
aquel que aguantaba la mirada hasta que éste, intimidado, la dirigía hacia
el suelo.
- Todo venía de allende los mares – respondía con tono burlón -. Con
ese oro y plata pagábamos a nuestros arquitectos, a nuestros tallistas
de piedra, a los albañiles, carpinteros, escultores, vidrieros, y a otros
que participaban en la construcción de catedrales, como la de
Poitiers, la de Chartres, Ruán o Troyes, todas ellas en Francia, y lo
digo sólo por citar las más importantes.
Había allí una montaña, toda ella de plata, y a la que llamábamos
Potosí, abierta de par en par a nuestra Orden. Y así, desde un lugar al
que los indígenas llamaban Tiwanaku, trasladábamos el mineral por
el Río de la Plata, al que nombramos así por las inmensas cantidades

El Hombre del Gualicho. 215


de plata que por él venían. Desde allí embarcábamos los lingotes
hasta nuestros puertos de Dieppe o La Rochelle.

Entonces siempre saltaba, con su trepidante vozarrón, Rodrigo


Cabezas, un caballero español cuya familia había adquirido tan
extravagante apellido porque, allá durante el reinado de Fernando III de
Castilla, un antepasado suyo de nombre García Altamirano se adelantó con
un grupo de soldados hasta el castillo de Guadalquivir, que guardaba la
ciudad de Córdoba, y, levantando una escala, subió el primero e hizo gran
destrozo de moros, hasta que éstos fueron rendidos. Desde ese momento,
el santo rey le tomó aprecio a dicho caballero, colmándole de mercedes y
trastocando su apellido por el de Cabezas, en memoria de las que había
segado durante el asedio.

- Allá por las tierras de Salamanca, en una de nuestras encomiendas,


grabamos en una imagen de nuestra señora, negra ella cómo la
tierra, el número de mil ciento cuarenta y dos, la cantidad de leguas
que habríamos de recorrer para llegar a esas tierras.

Pero los más jóvenes, con las hormonas corriendo por su sangre y el
vello de la barba apareciendo en sus mejillas como parda borra, ignoraban
esos comentarios para preguntar:

- Decidnos también, viejo João, cómo eran las mujeres de aquellas


tierras, sobre todo las más jóvenes.
Y así, una y otra vez, insistían y trataban de sonsacarle al marino,
inflamados por el celo.
- Poco puedo yo responder de mujeres, pues la regla de la Orden no
nos permite fijar nuestra vista en sus pecaminosas curvas, más sé
que practicaban curiosas costumbres. Así, a las doncellas, cuando les
venía la primera flor, solían sus padres o madres lavarlas y peinarlas,
y vestirlas, y ofrecerles algo con ciertas ceremonias y supersticiones.
En cuanto a las preñadas, hacían dietas especiales para evitar que los
hijos nacieran deformes. Además, daban a luz ellas solas, buscando
lugares próximos a ríos o arroyos, donde podían lavar ellas mismas a
las criaturas.

El Hombre del Gualicho. 216


Una mañana el viejo piloto empezó a sentir fiebre. Su bruñido cuerpo
mudó de color y su espíritu empezó a divagar entre fantasmas olvidados.
Miraba al cielo y platicaba a la vez en portugués, castellano, guanche, y en
algunos vocablos desconocidos que atribuyeron a las lenguas de las Indias,
aquellas que iban a colonizar y a las que ellos no llegaron.

- Buscadme la Rosa Santa – suplicó entre sus desconciertos -. Esa


Rosa que se alberga en cualquier enfermería de Nuestra Orden, en la
de Miranda del Castañar, por ejemplo, esa que mana de la Tierra y
que tiene innumerables beneficios para el ser humano. Traedme la
Santa Rosa, la Rosa Sanadora….

Entonces, arrebozado en su manta, junto al fuego, empezó a hablar


de su Lisboa natal.

- Cómo recuerdo aquel ambiente dominado por los marineros, los


pescadores, las vendedoras, y esos olores propios del puerto. Y aquel
cielo, con las atarazanas y las calles bajo el sol tibio de la mañana.
Pero lo que más recuerdo son aquellas crestas en piedra que iban
alzándose, día a día, a medida que construíamos el monasterio de
Belém. Allí han quedado mis hermanos, elevando a Dios tan sagrada
estructura – de repente se levantó convulso, agarró por la pechera al
primer joven que tuvo ante sí y lo atrajo hasta que su boca rozara su
oído -. ¿Sabéis que teníamos proyectado representar “La Mano de
Dios” en una de sus columnas? Y ahora moriré aquí, sin tan siquiera
poder rozarla con mis dedos.

Y lanzando un último grito, aquel viejo piloto, aquel marino que se


había cruzado el Atlántico en más de seis ocasiones, expiró.

Pese a todo el esfuerzo de la pequeña comunidad Templaria en


predicar la verdad de Cristo, nunca consiguieron erradicar esa costumbre
tan macabra de momificar a los muertos en vez de darles cristiana
sepultura. Los guanches justificaban esta práctica aludiendo que, con ello,
pretendían preservar el cuerpo del fallecido con el fin de proteger su
cadáver y distinguir su relevancia social. Así, una vez muertos, estas
momias eran llevadas a una cueva, la necrópolis guanche de Uchova, en el

El Hombre del Gualicho. 217


actual municipio de San Miguel de Abona.

Sin embargo, el viejo João, y todos los que después le siguieron,


fueron colocados sobre pequeños arguines y empujados a la mar, sin más
rumbo que la certeza de haber soltado amarras y navegar mar adentro,
para que fuera la mar quien se tragara sus huesos.

Desde aquel momento, entre los más jóvenes, se empezó a anhelar


el día en que pudiera cumplirse el deseo del viejo João, llegar a Lisboa y
rozar con sus dedos aquella mano de Dios, aquella que debía adornar una
de las columnas del Monasterio de Los Jerónimos, en Belém.

A partir del año mil cuatrocientos dos, la invasión de las Islas


Canarias por conquistadores europeos empezó a plantear cada vez más y
más problemas. En otras islas ya había supuesto la desaparición de gran
parte de los elementos de la cultura aborigen, la conversión al cristianismo
y el mestizaje entre colonos y la población local.

Pese a ello, en aquella pequeña comunidad Templaria de la Cueva del


Viento, aquel grupo descendiente de los náufragos templarios que arriaron
a esa isla hacía más de un siglo, lo que más se temía es que fueran
descubiertos, pues aún se pensaba que había un precio puesto sobre sus
cabezas.

Así, animados por las historias de sus antepasados, que evocaban las
bellas ciudades de Lisboa, sus mujeres, sus plazas y las hermosas campiñas
portuguesas, aquel grupo de caballeros templarios, mitad portugueses
mitad guanches, decidió, en el año de mil cuatrocientos setenta y ocho,
tomar rumbo a Portugal y buscar entre sus gentes un modo de escapar de
la justicia.

Para tal propósito harían uso de una embarcación típica nativa, el


arguin, que se realizaba a partir de árboles dragos, por lo que eligieron uno
gigantesco, que habían divisado cerca de la Cueva del Viento, en la actual
Icod de los Vinos. Una vez cortado por su base, este árbol fue vaciado por
entero, se le añadió un lastre de piedra y se le acoplaron remos y velas
hechas de palma y pieles de cabra.

De entre toda aquella comuna eligieron a tres jóvenes, los más

El Hombre del Gualicho. 218


musculosos y valientes, los únicos que podrían caber en aquel arguin tan
grande. Eran tres muchachos que habían mamado, desde su nacimiento, la
historia de la Orden del Temple hasta conocerla como la palma de su mano.

Un día, antes de partir aquel mes de septiembre de mil cuatrocientos


ochenta y dos, optaron por regalar algunas de sus pertenencias a los
hermanos que dejaban atrás, comulgar ante su Virgen Chaxiraxi y luego,
elevando las manos en señal de saludo, se echaron a la mar desde la Playa
de Chimisay, rumbo al Norte.

Pese a las cartas portulanas, que aún atesoraban como recuerdos de


sus progenitores, y que les orientaban en su retorno, éste fue un verdadero
fracaso, pues la embarcación difícilmente pudo afrontar las envestidas del
mar y la corriente del Golfo, que les empujaba de nuevo a las Canarias,
debiéndose enfrentar a ella a fuerza de remos.

Tras navegar “de rota batida”, es decir, a toda prisa, con velocidad y
fuerte ritmo en contra la corriente, dos de los que allí embarcaron acabaron
muriendo, por inanición y por falta de agua, de manera que, al final, el
único superviviente de aquel penoso viaje acabó por ir al garete, sin timón,
a merced del viento, hasta que una noche de aquel año de mil cuatrocientos
setenta y nueve, una fuerte tormenta hizo que su vela se quebrase, con tan
mala fortuna que le golpeó en la sien provocando su aturdimiento, más
salvándole la vida, pues los cabos le ataron a la barca, impidiendo que
cayese al mar en un mal golpe de viento.

El Hombre del Gualicho. 219


26 CAPÍTULO

Porto Santo (Portugal), 1482

Ya eran pasadas las doce de la noche cuando un relámpago hizo


bramar a la tierra, retumbando en las vigas de la casa y haciendo vibrar los
cristales. Cristóbal Colón bostezó involuntariamente, al sentir la presión de
su mujer, Felipa Moniz, quien, tiritando de miedo, se pegaba más y más a
su cuerpo. En la habitación de al lado, sintió las plegarias de su suegra, que
rezaba para que toda esa procesión de truenos y relámpagos pasará por la
isla sin causar el mayor daño. Pero, a eso de las tres de la mañana, la
tormenta se desató con más furia, trayendo consigo toda una amalgama de
luces, estruendos y descalabros.

Un estrepitoso trueno hizo despertar a Cristóbal, sobresaltado. Se


levantó y cubrió suavemente con las mantas el cuerpo de su mujer, hecha
un ovillo. Luego se acercó a la ventana para contemplar la lluvia azotando
con furia los cristales. Afuera, el viento soplaba generando un ruido
aterrador, arrastrando las ramas y las hojas en un macabro baile, donde se
subía y se bajaba, y se danzaba en torbellino en torno a la noche, como en
un aquelarre de brujas.

En aquel momento otro relámpago iluminó la oscuridad,


permitiéndole ver cómo las olas se alzaban por encima del muelle, y cómo
los barcos eran zarandeados como vulgares maderos.

Cristóbal había arribado a esas tierras allá por el año de mil


cuatrocientos setenta y seis, con tan solo veinticinco años de edad. Procedía
de una familia humilde, pero allí supo sacarle provecho a los estudios
adquiridos por su paso por Portugal. De hecho, fue en aquellas islas de las
Azores donde empezó sus negocios, dedicándose a la compra de azúcar
para casarse posteriormente, en mil cuatrocientos setenta y nueve, con
Felipa Moniz. Tras su matrimonio, se fue a vivir a la isla de Porto Santo,
cuarenta kilómetros al nordeste de Madeira, a la casa de su suegra.

Parecía como si un impulso exterior le obligase a viajar siempre hacia


el oeste, hacia el lugar donde se oculta el sol. Abandonó Génova en
dirección al ocaso, dejó atrás el Finisterre español rumbo al poniente, y

El Hombre del Gualicho. 220


ahora, en las Azores, se preguntaba que habría aún más allá.

De pronto, otro estruendo lo alejó de sus recuerdos, dejándose


deslumbrar por el fogonazo de un rayo.

Cristóbal adoraba esas noches, pese al temor que le inspiraba tanta


tempestad, pues sabía que los amaneceres, aún a pesar de levantarse
mustios y oscuros, y mayormente con niebla, traían a las playas objetos
insólitos, raros frutos de tierras allende los mares traídos por los vientos del
poniente, troncos de árboles desconocidos labrados con signos extraños,
gigantescos leviatanes de enormes tentáculos que debían de ser devueltos
al mar dado su sabor a orines. Algunas veces, tal y cómo había oído
escuchar a los más ancianos marineros, incluso llegaban a las costas algún
cadáver de hombres y mujeres con las caras anchas y aspecto igual al de
los chinos, pero más morenos, más curtidos.

¿De dónde procedían todas esas cosas que él, con refinado cuidado,
atesoraba?

Salió de su dormitorio y se dirigió a la habitación que utilizaba de


despacho, no sin antes reparar como su suegra aún permanecía en oración,
pidiendo a Dios el cese de tanta lluvia, tanto trueno y tanto viento.

Sintió el chirriar de las bisagras al abrir la puerta y cómo, entre las


sombras, destacaba un trozo de madera que su cuñado, Pedro Correa,
segundo capitán de Porto Santo y primer capitán de la isla Graciosa, Azores
y Guarda de D. Juan I, le había regalado. Era un tronco de madera exótica,
labrado con extraños motivos difíciles de comprender. Este tronco
descansaba al lado de unas cañas de una especie de planta nunca vista en
Europa. Las cañas eran tan gruesas que, de nudo a nudo, podían contener
hasta más de nueve garrafas de agua.

Prendió con las débiles llamas de la chimenea una vela y se sentó a


revisar los escritos que, como dote, le había entregado su suegra, la noble
Isabel Moniz. Eran escritos de su marido, Bartolomeu Perestrelo I, primer
capitán de la isla de Porto Santo, muerto en mil cuatrocientos cincuenta y
siete, que reflejaban las cartas de los vientos y corrientes de las posesiones
portuguesas en el Atlántico.

El Hombre del Gualicho. 221


Al rato sintió el suave roce de unos pies por el pasillo, y el rascar con
una pata la puerta. Cristóbal se levantó de su silla para agarrar el pomo y
permitir la entrada a su perro, un enorme mastín que, nada más entrar, se
estiró cual largo era, bostezó y buscó un rincón cerca de la chimenea para
descansar. A él también parecía haberle asustado tanto baile de truenos.

Colón le acarició las sienes y le rascó detrás de las orejas. Luego,


incapaz aún de dormir, se sentó en su silla y examinó, una y otra vez, todos
esos escritos hasta la llegada del alba, midiendo con el compás y anotando
esas medidas en unas hojas para estudiarlas más tarde. De vez en cuando
se ponía en pie, aunque sólo fuera para añadir otro leño más a la lumbre,
reemplazar una vela que se hubiera apagado o aliviar el dolor que la
inmovilidad le provocaba en los huesos. En aquella habitación, durante esa
larga vigilia, armonizada por el picoteo de las gotas contra la ventana y el
estruendo de los relámpagos, empezaba a sentir una sensación de soledad,
así como un presagio de que toda su vida cambiaría al día siguiente.

Cómo suponía, la mañana fue gris y húmeda, pero, aun así, dejaba
entrever, entre la poca claridad que la niebla daba, los muchos despojos
que la tempestad había dejado.

Subió despacio a su habitación, donde Felipa aún dormía, y se hizo


con sus ropas, sus botas y su capa. Por si fuera poco triste el panorama, la
lluvia no había dejado de caer, sordamente, sin truenos, dejando escuchar
tan solo el crepitar de las gotas al golpear contra ramas y hojas.

Luego salió de su casa y puso rumbo hacia las playas, donde


esperaba encontrar algún desecho de la tormenta. Sintió la humedad de la
arena bajo sus botas, y como las algas y los leños habían invadido la orilla.
Más, lo que halló, le llenó de asombro. Allí, sobre la arena, su viejo mastín
olisqueaba el decrépito cuerpo agonizante de un joven marino.

Al divisar a aquel hombre cubierto de algas, mecido por el vaivén de


las olas y totalmente exhausto, Cristóbal acudió corriendo a ayudarle, pero
llegó tan solo para escuchar sus últimas palabras.

- ¡Por Dios, buen Hombre! – Exclamó Cristóbal arrastrando al


moribundo lejos de las olas -. ¿Qué os ha pasado?

El Hombre del Gualicho. 222


- Yeyo, yeyo – gimió aquel hombre en guanche, un idioma que Colón
no pudo descifrar -. Jilorio. Guinda tabercorade, gofio, achemen….
- ¡No os entiendo! – Se quejó Colón negando con la cabeza - ¿No
conocéis mi idioma? ¿Quizás habláis español, italiano o latín?
- Agua, agua – susurró aquel hombre en un profundo estertor.
Cristóbal se levantó en un intento de salir en busca de agua, pero el
joven marino, sabedor de su pronta muerte, le agarró por el brazo y lo
atrajo hacia sí. Aquel moribundo extrajo de un saco de cuero una carta
enrollada en forma de un pergamino muy, muy antiguo. Se lo entregó a
Cristóbal y, aferrándole fuertemente por la camisola, le obligó a agacharse
hasta pegar su boca con la oreja del joven Colón.
- Allá, hacia el Oeste – murmuró en portugués, con un agónico siseo,
señalando con la mano el lugar hacía donde se ponía el sol -, hay
multitud de islas en las cuales viven gentes que no son ni blancas ni
negras, sino del color de los canarios.

Unas lágrimas brotaron del rostro de aquel marinero,


entremezclándose con la mar salada al evocar a los canarios, a ese pueblo
guanche al que, una mitad suya, le pertenecía.

- Son tierras donde unos van desnudos y viajan en canoas. Y entre


esas islas hay una muy grande, que posee dos ricas minas de oro.
Una de esas minas se halla en una región montañosa que los
lugareños llaman Cibao, y donde reina un jefe llamado Caonaboa.

Aquel extraño nombre produjo un extraño efecto en Colón, que le


hizo revotar como un resorte. Era el hecho de que, al traducir de manera
adecuada aquel nombre, Caona podía significar oro y boa casa. Es decir,
Caonaboa podía traducirse como el “Señor de la Casa de Oro”. Entonces, y
tal y como más tarde escribiría su hijo, Hernando Colón, la mente de
Cristóbal echó a volar, entusiasmándose más y más con el relato, a medida
que aquel naufrago hablaba.

- Hay otra mina más al sur. Así como una isla en la que sólo viven
mujeres y a la que por allí se llama Matininó. Y otra isla, de nombre
Carib, poblada por terribles caníbales. Entre esas dos islas, que se
sitúan en la puerta de entrada a tierra firme, hay un grupo de

El Hombre del Gualicho. 223


arrecifes y pequeñas islas tremendamente peligrosas para la
navegación. Pero todas ellas se hallan dibujadas en este mapa.
Después aquel caballero templario, mitad guanche mitad europeo, y
al que legó a Cristóbal Colón tanto sus cartas portulanas como la cruz pate
con la que el Almirante engalanaría las velas de sus carabelas, dando un
fuerte suspiro, expiró, sentando con ello el camino para el futuro
descubrimiento de América.

El Hombre del Gualicho. 224


27 CAPÍTULO

Mar Atlántico, Junio de 1308

La tormenta a punto estuvo de dispersar las naves, pues difícilmente


podían verse unas de otras. El chaparrón duró toda la noche y, a la mañana
siguiente, pudieron comprobar que una de las carabelas portuguesas se
había separado, no llegándosela nunca a ver, por lo que supusieron que se
había hundido, dedicando aquella noche a rezos y a duelos por los
desaparecidos; por aquellos que habían muerto en la mar…, y por aquellos
que fueron capturados en Francia, España, Italia…, aquellos que se
sometieron pasivamente ante los senescales del rey, ya que tuvieron
instrucciones de obrar así. Entre ellos su propio Maestre, Jacques de Molay.

Navegaron hacia el sur bordeando la costa africana, aunque lo más


alejados de ella como para que no fuera visible, y siempre con la presencia
de agradables temperaturas que alegraban la mañana y ayudaban a
amenizar las noches.

Así, viajaron durante varios días hasta topar, una tarde, con grandes
masas de hierba verde que debían haberse desgajado de la tierra, por lo
cual todos juzgaban que estarían cerca de las Islas de Cabo Verde, donde
desembarcaron para hacerse con provisiones y recoger a un pequeño grupo
de caballeros que regentaba allí una pequeña encomienda, toda ella hecha a
base de esteras de paja y ramas de árboles, a la que después prendieron
fuego, para no dejar allí ni el más mínimo rastro de su paso.

A esa altura aproximadamente, aproaron con buen viento rumbo


Oeste, dirigiéndose hacia las costas americanas. Ya habían realizado este
viaje varias veces por lo que conocían que, viajando previamente hacia el
Sur, se evitarían una corriente de aguas cálidas, la Corriente del Golfo la
cual, en dirección Noreste, era contraria a su destino.

Por añadidura, se evitarían también un mar situado frente al Caribe,


dado el gran temor que les inspiraba, pues no faltaban marineros que hasta
lloraban de miedo al mentar tal lugar. Sin apenas corrientes, con largos
periodos de calma total y con un infinito tapiz de algas flotantes en

El Hombre del Gualicho. 225


apariencia capaz de retener a cualquier navío, verse atrapado en sus aguas
era sinónimo de muerte y desesperación. Además, el aspecto extraño y el
olor penetrante que proporcionaban las algas contribuía también a su aura
de lugar maldito, pues se asemejaban a los largos tentáculos del kraken, un
gigantesco calamar que muchos de los allí presentes habían divisado alguna
vez emergiendo desde las profundidades abisales.

Aquellas naos disponían de una sola cubierta y, sobre ellas, habían


dispuesto diferentes sobrecubiertas y toldas con el fin de protegerse del
intenso sol que caía a plomo sobre la tripulación. Si permanecían en
cubierta, a poco que hubiese marejada, las salpicaduras de agua y las
inclemencias del tiempo los martirizaban continuamente. Pero si decidían
meterse bajo cubierta o en la bodega, allí, además del calor, habían de
soportar el hediondo olor a agua podrida y a estiércol.

Por otro lado, el espacio de que disponían era limitadísimo. La


mayoría de los caballeros dormían bajo toldas, unos voladizos que habían
dispuesto entre el palo mayor y la popa y entre la proa y el palo trinquete,
así como en los entrepuentes. Allí debían ubicar sus enseres, es decir, sus
baúles personales con la ropa, mantas, armas y demás útiles básicos. Este
baúl se usaba también de improvisada mesa, de silla, y hasta de tablero de
juegos, de manera que, mientras unos jugaban o leían, otros, de común
acuerdo, se dedicaban a despiojarse mutuamente.

Era bajo una de estas toldas donde, todas las mañanas, realizaban
una misa seca, ante el temor de que, por causa del oleaje, la Sagrada
Forma pudiera caerse. Por ello, y para atender espiritualmente a aquellos
monjes-guerreros, celebraban una misa sin consagrar.

Una noche, desde la nave zaguera, dispararon un cañón. Habían


observado un extraño globo luminoso, del tamaño de una galera pequeña,
que les venía siguiendo desde había varias leguas, acercándose una veces,
alejándose otras, y desplazándose de un lado a otro hasta que un
momento, tras un gran fogonazo, se alejó a gran velocidad hacia las
estrellas, difuminándose en el firmamento.

Los marineros hincaron su rodilla en cubierta y oraron a Dios, pues

El Hombre del Gualicho. 226


atribuyeron aquella visión a un designio divino de su buena fortuna, ya que
recordaron la visión celestial que tuvo el emperador Constantino, en la
batalla del puente Milvio, en que una cruz luminosa se le apareció en el
cielo, ocultando al sol, acompañada por una voz que le decía: “In hoc signo
vinces”.

El capitán de la nave evocó también la Primera Cruzada, cuando una


gigantesca bola luminosa, que se encendía y apagaba, apareció una noche
sobre las murallas de Antioquia. Parecía que todas las estrellas del cielo se
hubieran reunido en un espacio de apenas tres fanegas de tierra, y aquellas
estrellas despedían un vivo resplandor y brillaban como ascuas de hornillas.
Aquel astro permaneció sobre la ciudad mucho tiempo, hasta que se dividió
en muchas estrellas que salieron a toda velocidad hacia los cuatro puntos
cardinales. Mientras los centinelas daban gritos de miedo, los cruzados se
postraron de hinojos, pues presagiaron que Jerusalén iba a ser conquistada.

Al día siguiente navegaron pocas leguas, por encontrar el mar en


calma. Sin embargo ese día, a eso las siete horas, se posó sobre una de las
carabelas un alcatraz, al que más tarde se le añadieron otro, y luego otro y
otro; por lo que reconocieron que estaban cerca de tierra, ya que estas
aves no suelen apartarse más de veinte leguas de ella. Allí vieron también a
un gran grupo de grandes delfines blancos que saltaban a babor y a
estribor, o navegaban raudos frente a los barcos, como si quisieran realizar
una loca carrera, rompiendo la monotonía del penoso viaje y distrayendo a
los caballeros más jóvenes, a aquellos a los que se les mantenía siempre
ocupados encendiendo los faroles, barriendo y baldeando las tablas,
arrastrando los toneles, o dando de comer a gallinas y caballos.

A estos caballeros también se les enviaba periódicamente a vaciar las


aguas estancadas de la sentina, es decir, de la cavidad inferior ubicada
justo encima de la quilla del barco, porque era allí donde se acumulaban las
aguas residuales que se infiltraban por los costados. Si esta operación no se
realizaba con regularidad, los hedores que se desprendían desde las
bodegas eran tales que incluso podían provocar mareos y desmayos entre la
marinería. Pese a ello, casi siempre se percibía en la cubierta un olor
intolerable, y es que la sentina era el lugar más insalubre del buque,

El Hombre del Gualicho. 227


siempre empantanado y cuajado de ratas, pulgas, piojos y mosquitos.

A estos malos olores había que añadir los vómitos de unos y otros.
Estos caballeros templarios eran personas tan poco acostumbradas a la mar
que no había momento en que no se le soltase el estómago a alguno, de
manera que se pasaban media travesía arrojando, en medio de la
indiferencia y la risa de los más experimentados, hasta el último trago de la
leche que mamaron al nacer. A esto había que añadírsele que, para poder
hacer sus necesidades, debían recurrir a una letrinas improvisadas en las
que, ante la vista de todos, cagaban y meaban, subiéndose al borde del
buque y agarrándose con fuerza para no caer al agua.

Por otro lado, la presencia de gallinas y caballos en las bodegas


también generaba malos olores, entre la gallinaza y las boñigas. Pero
también había otros animales mucho más incómodos, como cucarachas,
liendres, ratas y ratones, hasta el punto que, de vez en cuando, se
organizaban batidas para matarlos y llevárselos al estómago, como una
fuente más de proteínas. Para ello contaban con un fogón ubicado en la
cubierta principal, en la proa, que solía encenderse una vez al día para el
almuerzo, a eso de las doce de la mañana. Aquella era la única posibilidad
de comer caliente, pero, con frecuencia, el viento impedía su uso, por lo
que debían conformarse con comer aquellos bichos fríos y crudos.

El hacinamiento, las malas condiciones higiénicas y el stress acabaron


por dar sus frutos con la violencia. Se generaban continuas discusiones por
un “quítame de allá esas pajas”. Bastaba un mínimo roce o una mofa mal
dicha o entendida, para que surgieran enfrentamientos, puñetazos y
salieran a relucir las espadas. Muchas veces esas broncas se disolvían por
mandato del capitán, que obligaba a uno de los caballeros a recoger sus
bártulos y a embarcarse en otra de las naves a fin de separar a los dos
combatientes. Pero, en caso de que hubiera habido asesinato, al culpable se
le hacía pasar por la quilla con el contento de los tiburones, que iban detrás
de la flota para hacerse con todos sus despojos.

Los más mayores lanzaban pestes y cavilaban diciendo que en peores


situaciones se habían visto ellos en tal o tal guerra, o en los calabozos
árabes de tal o cual ciudad, abandonados en un olvidadero a la espera de

El Hombre del Gualicho. 228


que sus cuerpos se descompusieran. Entonces alzaban la vista a los cielos
y daban gracias, pues sólo se habían podido salvar por intercesión de la
Virgen, y era a ella a la que habían de rezar para que volviera a protegerlos
en esa nueva aventura.

Una noche llegaron unas lluvias sin viento, lo cual era buena señal de
tierra, como así reconocían las cartas portulanas, debiéndose encontrar
cerca un amasijo de islas sin nombre que atravesaron sin desviarse de su
rumbo oeste, ya que su voluntad era la de seguir adelante, hacia las Indias.

Así navegaron durante varios días hasta que, en una mañana, se


toparon con un ave semejante a una grulla y que debía de ser más pájaro
de río que de mar, pues las patas eran semejantes a las de una cigüeña.
Esa misma tarde llegaron a la primera nao un grupo de pajarillos cantando,
pero desaparecieron al ocultarse el sol.

El día siguiente fue todo calma y por la noche llegó algo de viento;
pero antes de oscurecer pudieron ver una ballena y su retoño, señal de que
la tierra estaba cada vez más y más cerca. Luego, al otro día, divisaron una
tórtola, un alcatraz y otro pájaro de río, éste de color blanco y que no
supieron identificar. Las hierbas flotantes también eran muchas, con
grandes cangrejos sobre ellas, que cazaron para comer ese día.

A la mañana siguiente también hubo mucha calma, aunque después


venteó. Más, como no encontraron ninguna isla en su camino, tomaron
decisión de reunirse todos los capitanes en una de las naos para estudiar
una de las cartas donde, según parecía, había pintadas ciertas islas por
aquella mar.

Entonces empezaron a discutir varios de los capitanes, pilotos y


algunos marineros. Pero a eso de media tarde, desde la primera
embarcación, llegó aviso de que veían tierra, y desde la segunda
embarcación, con los marineros subidos sobre el mástil y la jarcia, también
afirmaron que era tierra lo que allí se divisaba, por lo que todos los
presentes hincaron rodilla en tierra, desenvainaron sus espadas y las
dispusieron ante ellos a modo de cruz, dando gracias a Nuestro Señor
entonando una Salve.

El Hombre del Gualicho. 229


A partir de ese día dejaron su camino, que era hacia el Oeste, y se
decidió que todos fuesen al Sudoeste, ya que era hacía allí donde habían
divisado tierra. La decepción llegó al extremo del desánimo y la
desesperación cuando reconocieron que lo que habían identificado como
tierra, no era tierra, sino cielo.

Frente a esta situación decidieron continuar en ese rumbo por un mar


que les empujaban hacia el sudoeste, por lo que, más que océano, parecía
que navegaran sobre un río, dado lo calmada de sus aguas y sus corrientes,
que arrastraban a los buques sin hacer prácticamente trabajo, ayudados por
unos aires suaves y dulcísimos.

Siguieron navegando hacia el Sudoeste, pero el hastío y la falta de


alimentos empezó a hacer mella en mucho de los marineros, sobre todo en
aquellos que realizaban el viaje por primera vez, por lo que éstos
comenzaron a quejarse de tantos días en el mar. Además, hubo que matar
a unos cuantos caballos, tanto para compensar la falta de heno con que
alimentarlos, como con la idea de proporcionar algo de carne con la que
comer. Por el contrario, en las carracas provenientes de Chipre, fue tal la
desesperación provocada por el hambre, que se optó por matar a los
esclavos con el fin de comer su carne y así reducir el número de bocas a las
que alimentar.

Pese a estos actos de canibalismo, y a los escasos alimentos que les


proveía la mar, la falta de comida fresca hizo que, poco a poco, un gran
número de caballeros empezaran a padecer escorbuto y, debido a los meses
sin lavarse, también la sarna. Muchos se retorcían en el suelo por las
fiebres, con las piernas hinchadas y las mejillas y el cuerpo endurecidos.
Sus ojos se hundían en lo más profundo de sus cuencas y su aliento era,
cada vez, más pestífero y contagioso.

Los que aún podían aguantar en pie se dedicaban a cuidar de


aquellos enfermos, cuyos cuerpos brillaban por el sudor, vaciando sus
inmundicias, lavando con el agua del mar sus cuerpos resudados, vendando
heridas o hasta cortando uñas y rapando barbas.

Una mañana murió el primero de aquellos caballeros, el más anciano

El Hombre del Gualicho. 230


y el que menos pudo aguantar el envite del escorbuto. El capitán ordenó
coser su cuerpo, cuajado de úlceras, en un retal de vela blanco. Luego
lastraron el cadáver con una bola de cañón y lo arrojaron por la borda, al
son de un miserere, que rasgó como un redoble de tambor el silencio de la
noche.

Poco a poco el número de fallecidos fue tal elevado que debieron


acabarse los prolegómenos. Con la frase: “así es la mar de traicionera”,
cada vez que alguno de aquellos marineros moría, se le arrojaba por la
borda sin mayores contemplaciones. Tan solo un padrenuestro y un “buen
viaje, pronto estaremos juntos”, eran las únicas palabras de duelo.

Un buen día el ánimo comenzó a subir, cuando divisaron algunas


pardelas en el aire y un junco verde junto a una de las naos. También
vieron una caña, un palo y una tablilla, así como una especie de rama
cargada de mejillones. Con estas señales respiraron y se alegraron todos,
porque desde la primera de las carabelas, la Capitana, al ser ésta más
velera e ir siempre delante, se divisó tierra, haciendo las señas que se
habían acordado para estos casos. Aquella noche, incluso, desde el castillo
de popa de la primera carabela divisaron una lumbre, pero al ser la noche
tan cerrada no se pudo afirmar si realmente era o no fuego.

Unas horas más tarde, aquella llama se volvió a ver, una vez o dos,
pareciendo como una candela que se alzara y levantara, por lo cual
cantaron la Salve de rodillas, decidiendo hacer turnos desde el castillo de
proa para divisar bien la tierra. Por fin, a las dos horas después de
amanecer y tras más de tres meses de navegación, apareció ésta. Una
inmensa playa de arenas doradas de la que les separarían como unas dos
leguas. En esos momentos amañaron todas las velas, quedándose
solamente con la treo, que es la vela más grande y con la que navegaban
en popa con fuertes vientos.

Cuando estaban atareados en esas acciones les sorprendió que,


desde una de las naves, se oyera un grito y todos pusieron vista en el mar.
Nadando junto a ellos había un grupo de sirenas que emergían por encima
del agua, una de ellas, incluso, amamantando a su retoño. Mas se llevaron
una gran decepción, pues no eran tan bellas como las describían los relatos.

El Hombre del Gualicho. 231


Más bien parecían gordas y sebosas, pues medirían entre las tres y las seis
varas, y su peso oscilaría entre las treinta y cincuenta arrobas.

Habían llegado frente a la actual Venezuela; por lo que decidieron


tomar nuevamente rumbo Sur y aprovechar la corriente cálida del Brasil
para bajar, costeando el litoral sudamericano, hasta el estuario del Rio de la
Plata; un río al que los indígenas habían denominado de esta manera ya
que las barcazas Templarias, que bajaban desde la zona de Cerro Corá, en
la actual Paraguay, trasladaban hasta allí este metal para después cargarlo
en lingotes en los buques que lo llevarían hasta La Rochelle.

Luego continuarían próximos a la costa hasta penetrar en la Bahía Sin


Fondo (actual Golfo de San Matías), pues en ese tramo la corriente se hacía
contraria por la Corriente Fría de las Malvinas, que lleva rumbo Norte. Allí,
en el Golfo San Matías, se encontraba un Fuerte Templario, sobre una
"ínsula costera", que sería el final de su viaje.

Acudieron a recibirlos unos cuantos caballeros del Temple, que


residían en el lugar desde sus inicios y que se extrañaron de lo abundante
de la flota, pese a que ésta llegaba medio desarbolada y rota, pues
desconocían las noticias que, sobre la abolición de la Orden, corrían al otro
lado del mar.

También se vieron rodeados por un nutrido grupo de indígenas


agitando plumas y frutos, que se acercaban a las naves bien en sus barcas
o nadando, trayendo papagayos, algodón y flechas que trocaban por otras
cosas que les dieran, como cuentecillas de vidrio y cascabeles.

Dos días más tarde, tras aprovechar de las naos velas, mástiles y
algunas maderas, todas las embarcaciones fueron incendiadas y empujadas
a la mar.

Desde la playa, algunos en cuclillas y otros en pie, aquellos caballeros


templarios, flacos, demacrados y decrépitos, vieron como sus navíos eran
devorados por las llamas, como última señal de que nunca volverían, nunca,
a aquellas tierras qua tanto amaban y que tan mal se habían portado con
ellos.

El Hombre del Gualicho. 232


28 CAPÍTULO

Vaticano, momento actual

Son las cinco y media de la tarde. El secretario personal del Papa,


Erick Gansewein, atraviesa la capilla Sixtina sin ni siquiera dedicarle una
mirada al techo, o a un grupo de turistas que, estáticos, extasiados ante la
obra de Miguel Ángel, le impiden prácticamente el paso.

Ha de disculparse para poder atravesar entre aquella marabunta de


gente, apelotonada con la intención de aprovechar los últimos minutos del
día para disfrutar de las obras de arte, antes de que cierren la sala a las
seis.

El arzobispo es un hombre alto y bien parecido que, de vez en


cuando, atrae la mirada de alguna joven turista, la cual no duda en desviar
el objetivo de su cámara hacia aquel hombre para sacarle una foto. Pese a
su edad, ya rozando los cincuenta, su porte atlético y su cabello rubio
oscuro hacen que aún goce de un fuerte atractivo. No era por nada que
entre la curia se le conociera más por su sex appeal que por su sabiduría,
pese a dominar a la perfección varias lenguas, entre ellas el alemán, el
italiano, el francés y el español.

Se dirige hacia los apartamentos Papales, ubicados alrededor del


patio de Sixto V. Estos apartamentos pontificios cuentan con una decena de
salas, entre las que se hallan un vestíbulo y su pequeña oficina. Más allá, en
la esquina del edificio, se sitúan las habitaciones del Papa y la oficina
privada de éste. También hay un despacho médico, un comedor y otras
varias dependencias.

Mientras accede a la tercera planta, se va encontrando con más y


más cardenales, que se le unen y atosigan como si fueran mejillones
adosándose a las rocas. Parecen una masa de togas rojas y negras
desplazándose a la vez, como una bandada de tórtolas cacareantes en la
que la figura del secretario destaca sobre cualquier otra.

Frente al vestíbulo le aguardan aún más cardenales, obispos, y


sacerdotes, todos coreando la misma noticia.

El Hombre del Gualicho. 233


- Lo están retransmitiendo desde el Canal 7 de la Televisión Argentina -
comentaba uno.
- Ya no – replicaba otro -. Ha tenido tal eco mundial que ahora puede
verse desde cualquier cadena de televisión. Incluso la RAI lo está
retransmitiendo.
- Es necesario que el Papa conozca tal acontecimiento.
En aquel momento el secretario se detiene y se da la vuelta, dando la
cara a aquel grupo de clérigos que, como viejas plañideras, repetían una y
otras vez la misma letanía.
- Tranquilícense – su voz sonó alta y potente, recuerdo de una
juventud entregada al deporte -. Ahora mismo iré a hablar con su
Santidad, por lo que, les ruego, espérennos aquí.
El secretario cierra la puerta tras de sí y respira hondo. Sabía que la
noticia no iba a ser del agrado del Papa, y más aún después de haber
invertido grandes sumas de dineros en búsquedas infructuosas en cuevas
polvorientas y tumbas de Jerusalén. O desmintiendo comunicados
sensacionalistas, como aquellos que anunciaban que Jesús no murió en la
Cruz, sino que, una vez curadas las heridas causadas por la crucifixión,
huyó hacia el Este, llegando así a Cachemira, o que viajó hacia el Oeste,
hasta el monte Cardou en el Languedoc francés. O revocando las tesis de
teólogos como Torres Queiruga, al que le habían mandado una nota
condenatoria señalándole hasta siete errores. Entre ellos, el de negar "el
realismo de la resurrección de Jesucristo, en cuanto acontecimiento
histórico (milagroso) y trascendente".
Y ahora, para colmo, esto.

Se encontró al Papa paseando en el jardín en la azotea. Iba


cabizbajo, meditabundo, reflexivo, aún desconocedor de los
acontecimientos que, en ese momento, estaban conmocionando al mundo.
De hecho, se extrañó al ver llegar corriendo a su secretario, que venía
apurado con una mano recogiendo la sotana a la altura de las rodillas y, con
la otra, sujetándose el solideo para que no se le volara.

- Su Santidad – exclamó el secretario arrodillándose ante el Papa para


besar el “Anillo del Pescador”, aquel que representaba una imagen de

El Hombre del Gualicho. 234


San Pedro pescando en un bote -. Su Santidad, es necesario que
veáis, al momento, las noticias de televisión.
- Tranquilo, Erick – replicó el Papa un tanto extrañado por la premura
de la noticia y el nerviosismo de su secretario -. No hay nada que sea
tan urgente como para poder aguardar un poco. Caminad ahora
conmigo y disfrutad de este agradable momento de sol, paz y
sosiego.
- No hay tiempo – replicó el secretario -. Los hechos que están
sucediendo en Argentina reclaman, ahora mismo, de toda su
atención. Por eso, le ruego, que vayamos prestos a su habitación y
veamos las noticias en el televisor.
- Pero… – preguntó su Santidad con aún la extrañeza en el rostro -.
¿Ha ocurrido algo? ¿Algún tipo de atentado, un secuestro, una
matanza….?
- Algo aún más grave. Algo que puede hacer tambalear los pilares de
nuestra Santa Madre Iglesia.
- ¿Y en qué canal retransmiten tal alarmante noticia?
- En cualquiera – respondió el Secretario -. Ahora mismo, no hay
ninguna televisión que no esté emitiendo tal descubrimiento.

Con paso enérgico se dirigieron a las habitaciones del Papa. Éstas


habían sido recientemente renovadas, concretamente en el dos mil cinco,
tras la muerte de Juan Pablo II, incluyendo la construcción de una nueva
biblioteca para dar cabida a diversos libros, la sustitución del cableado
eléctrico, la reconstrucción del consultorio médico, apresuradamente
instalado en el apartamento papal cuando Juan Pablo II estaba enfermo,
etc.

En las habitaciones, un grupo de monjas benedictinas se


congregaban frente al televisor, persignándose y rezando el padrenuestro.
Al ver llegar a los dos hombres, se retiraron en silencio, dejando el televisor
aún encendido.

En ese momento estaban entrevistando a un doctor en arqueología,


de nombre Luis Torres, que, parecía ser, había dado con los restos de los
tesoros Templarios en unas salinas de Argentina.

El Hombre del Gualicho. 235


- Lo fantástico de este descubrimiento – respondía aquel excitado
arqueólogo ante lo que parecía ser una gran rueda de prensa
instalada bajo una carpa de lona -, no es el oro ni la plata, que la
hay, y en toneladas, ni tampoco los cientos de documentos que allí se
depositaron. Lo fantástico de este descubrimiento es ese inmenso
relicario, con la forma de un Cristo yaciente, que contiene los restos
de Jesús, Nuestro Señor.
En aquel momento, la imagen del doctor Torres dio paso a otra en la
que se veía una figura labrada en plata que representaba a un hombre
completamente desnudo y con los genitales cubiertos por ambas manos.
- Esto pone de manifiesto la realidad de la existencia histórica de
Jesús, que acabó con su muerte en la cruz – se pudo oír la voz “in
off” del doctor Torres, mientras se mostraban en televisión las
imágenes del sarcófago de plata –, pero rechaza el mito de su
resurrección.
Su santidad se arrodilló y se persignó ante el televisor. El secretario
papal detuvo, con el mando a distancia, la imagen de la pantalla para
concentrarse más en aquel rostro lacerado, en la situación en que se
mostraban los brazos y las piernas, en aquel torso cubierto de llagas…
- Hay algo en esta imagen – el dedo del secretario papal golpeaba
insistentemente la pantalla del televisor -, algo que me es conocido,
algo que he visto yo en otra parte.
Al cabo de unos segundos de meditación, de pellizcarse el labio
inferior, mesarse los cabellos, estirarse el lóbulo inferior de la oreja,
Gansewein respondió excitado.
- Esa imagen es la misma que aparece recogida en el Santo Sudario de
Turín.
Su Santidad volvió a persignarse antes de ponerse de pie.
- ¡Santo Dios! – Replicó angustiado -. Esto parece darle mayor validez
al descubrimiento de Argentina, y un mayor descrédito al lienzo de
Turín.
En aquel momento la presentadora del programa retomó la palabra.
Sus frases denotaban un cierto tono imperativo, autoritario. En ellas
conminaba a la Santa Sede a que se pronunciase sobre dicho asunto.

El Hombre del Gualicho. 236


- ¿Qué pasaría si esas reliquias, esos huesos que han aparecido hoy,
aquí, en las Salinas del Gualicho, fueran, realmente, los del Cuerpo
de Cristo? ¿Sería esto el fin de la fe cristiana, la caída de la Iglesia
católica? Es necesario que, desde Roma, se nos conteste
urgentemente a esta pregunta.
Su santidad se estremeció un instante. Lo suficiente para que el
secretario papal extendiera su mano y lo sujetase fuertemente, a fin de
evitar que se desplomara.
- ¡Debemos llamar los cardenales! – La voz del Papa temblaba,
sibilante, imploradora. - ¡Reúnelos a todos, ahora mismo, en la Sala
Clementina!

El Hombre del Gualicho. 237


29 CAPÍTULO
Vaticano, momento actual

La Sala Clementina se encuentra cerca de la Basílica de San Pedro.


Fue fundada en el siglo XVI por el Papa Clemente VIII en honor del Papa
Clemente I, el tercer sucesor de San Pedro después de San Lino y San
Anacleto.
Sobre sus puertas de acceso destaca el fresco del holandés Paul Brill
que representa el "El Martirio de San Clemente", al que le ataron un ancla al
cuello y lo arrojaron a las profundidades del Mar Negro. En la pared opuesta
están otros frescos, éstos de Cherubino Alberti y de Baldassare Croce, que
representan "El bautismo de San Clemente", así como una "Alegoría del
Arte y la Ciencia" realizada por Giovanni Alberti y Cherubino. Pero de
aquella sala, lo más impresionante es su techo, en el que puede verse,
como si se desplomara sobre uno mismo, "La apoteosis de San Clemente”,
de Giovanni Alberti. En ella, el Papa Clemente I es conducido hacia el cielo
con el ancla del suplicio aún atada al cuello.
Aquella sala parecía otro misterio de la vida, otra broma del destino,
otro fato de la casualidad, pues el propio San Clemente I había sido uno de
los primeros cristianos que se habían interesado en la resurrección de los
muertos, aportando como pruebas ciertas analogías tomadas de la
naturaleza, como es la leyenda del ave Fénix o ciertos pasajes bíblicos del
Antiguo Testamento. También, fue un Papa Clemente, esta vez Clemente V,
quien disolvió la Orden del Temple y quien llevó a la hoguera a su último
Gran Maestre, Jacques de Molay, junto al caballero templario, Geoffrey de
Charnay.
Esta sala era utilizada por el Santo Padre para recepciones y, en
casos particulares, para la realización de ceremonias y rituales. También era
la cámara en la que descansaban los cuerpos de los Papas tras su muerte,
para ser honrados, en visita privada, por los funcionarios del Vaticano.
Su Santidad aguardaba en aquella sala la llegada de todos los
cardenales, sacerdotes, e incluso laicos, a los que había hecho llamar. Se
encontraba sentado en su butaca, elevada del suelo por un estrado al que
se accedía tras subir dos escalones. Sus codos descansaban sobre los

El Hombre del Gualicho. 238


reposabrazos dorados, como si mostrara un gesto fatigado, de cansancio.
Lentamente se llevó la mano izquierda hacia la derecha y acarició
suavemente el “Anillo del Pescador”, haciéndolo girar en su dedo.
Cuando todos los cardenales se hubieron reunido en su torno y
ocupado sus sillas, el secretario papal cerró la puerta tras de sí.
Su Santidad se llevó las manos a la cara, descendiendo los dedos
desde la frente hasta la barbilla, en un gesto de desesperación y cansancio.
- ¿Qué pasaría – preguntó dirigiéndose al grupo de cardenales allí
presente -, si se encontrase el cuerpo de Cristo, si apareciera una
prueba irrefutable que demostrase que Jesucristo no resucitó?
Uno de los cardenales, uno que por su vejez y decrepitud parecía
estar más cerca de la muerte que de la vida, respondió con voz renqueante.
- Su Santidad – sus palabras parecían un hilo de voz, como ese que
mana de un grifo tras cerrar la llave, siempre a la espera de que
caiga una última gota -. Su santidad, esa misma cuestión ya la
planteó el apóstol San Pablo al escribir a los Corintios: “Realmente, si
no hay resurrección de los muertos, tampoco habría sido levantado
Cristo. Pero si Cristo no ha sido levantado, nuestra predicación,
ciertamente, sería en vano, y nuestra fe, también, sería en vano”. Por
lo tanto – graznó, recuperando el hilo de voz, ese que se le iba
agotando con cada aliento exhalado -, si podemos decir que hay
budismo, es por que existió Buda. Y si podemos decir que existe el
Zoroastrismo es porque existió Zoroastro.
Aquel cardenal se detuvo, aquejado por un ataque de tos repentino
que le obligó a doblarse por la mitad. Pese a todo, y desdeñando los
empeños de sus compañeros, que se acercaron a él con la intención de
ayudarle y traerle un vaso de agua, continuó hablando, entre estornudos y
carraspeos.
- Pues si no fuera así – resopló tras un fuerte golpe de tos -, ¿a qué se
debería la existencia del Cristianismo? ¿No debemos, por tanto, creer
que, si existe el Cristianismo, éste ha de atribuirse a la presencia de
un Cristo resucitado de entre los muertos?
Otro de los cardenales, un hombre más joven, se volvió hacía aquel
anciano y le refutó con reverencia, con los ojos fijos en el suelo y las manos

El Hombre del Gualicho. 239


cruzadas en el pecho.
- Más, hermano Antonio, si San Pablo se vio en la obligación de
responder así a los Corintios – prosiguió con un tono de voz suave,
conciliador, sabedor de que, con sus las palabras, se estaba
enfrentado a su propio maestro – es porque incluso, en aquellos
momentos, ya se cuestionaba la resurrección de Cristo.
- No seáis impetuoso, hermano Atanasio - le interpeló uno de los
presentes, un cardenal tan delgado que su esquelético cuerpo daría
pena al más pobre de los pobres y que, cuando hablaba, el aire le
silbaba entre los pocos dientes que aún le quedaban -. Aquellos eran
tiempos bárbaros, páganos, plagados de impíos. A las gentes se les
había que doblegar en su fe a base de mártires y a fuerza de
milagros…. Sería, por tanto, normal que no solo uno, sino miles,
dudarán de la resurrección.
- Además, hermano Antonio – replicó otro de los cardenales, torciendo
el cuerpo para contemplar a la cara al cardenal al que interpelaba sin
necesidad, así, de tener que levantarse de su silla - no podemos
olvidar que Jesús, para demostrar que su muerte había sido
autentica, utilizó como testigos los tres días en los que estuvo
sepultado. Es decir, aportó como testimonio el tiempo en que estuvo
en su tumba.

El primero de los cardenales, el viejo que habló, aquel cuyo cuerpo se


marchitaba entre un amasijo de jirones de piel y huesos, volvió a retomar la
palabra.

- ¡Si su tumba estaba vacía es porque resucitó! – Rechistó renqueando


– Y lo hizo para anunciarnos que esta vida, no es más que un
preludio para la que nos espera después de la muerte.

Se levantó y con una mano bamboleante de la que pendía un cayado


de madera fue señalando, uno a uno, a todos los allí presentes a medida
que iba haciendo grandes aspavientos

- Yo ya he venido largo tiempo protestando de que era un sinsentido


dedicarle importantes sumas de dinero y tiempo a la búsqueda del
cuerpo de Jesús. Os dije – su boca parecía una oscura cueva con

El Hombre del Gualicho. 240


pequeñas estalactitas y estalagmitas surgiendo aquí allá, dada la
disposición de sus escasos dientes -, y ahora os repito, que aquellos
que lo hacían perdían su tiempo y, lo que es aún peor,... negaban la
resurrección de Cristo. Porque, ¿qué sentido tiene buscar entre los
muertos a aquel que Vive?
El hermano Atanasio retomó la voz. Su sotana se crispó con un
susurrante siseo al ponerse de pie. El cardenal parecía vacilante, como si
meditara más para sí, que con la intención de hablar en público.
- Un sepulcro vacío no puede, ya de por sí, demostrar la resurrección
de Cristo. Pero nos obliga a plantearnos una nueva cuestión,
totalmente contraria a la anterior –. Mirando a los presentes preguntó
- ¿Sería compatible la resurrección de Cristo con la permanencia de
su cuerpo en el sepulcro? Es decir, ¿puede haber resucitado Jesús si
su cuerpo aún yaciera en su tumba? Y, si fuera este el caso,
entonces, ¿qué tipo de resurrección sería ésta?
- Es muy sencillo responder a su pregunta, hermano Atanasio -
contestó un cardenal, de nombre Jorge Goitia, sentado unos cuantos
metros más allá, mientras, distraídamente, bajaba la pantalla del
ordenador portátil que había estado consultando hasta aquel mismo
momento – Su dilema se resuelve diciendo que Jesús NO resucitó con
su cuerpo, sino que resucitó con un cuerpo nuevo, mucho más sutil
que el de la carne.
El hermano Jorge llevaba años trabajando en el denominado Libro de
Urantia, una obra en parte espiritual y en parte teológica y filosófica que
entremezclaba a Dios, la ciencia, la religión y la filosofía con el destino. De
autor desconocido, esta obra fue escrita entre mil novecientos veintidós y
mil novecientos treinta y nueve, y fue publicada por primera vez en Estados
Unidos en mil novecientos cincuenta y cinco. De ella se decía que había sido
redactada directamente por criaturas celestiales empleando un ser humano
dormido como modo de contacto, al igual que hicieron los ángeles en
muchos pasajes bíblicos.
El Libro de Urantia era muy controvertido en su contenido. Es por ello
por lo que el cardenal Jorge le había dedicado gran parte de su vida a tratar
de discernir qué parte era filosofía y qué parte ciencia ficción. El Libro

El Hombre del Gualicho. 241


reconocía la existencia de la Santísima Trinidad y de un Dios creador del
Universo, pero negaba rotundamente algunos dogmas como: la virginidad
de María, el infierno, el purgatorio y, lo más importante, la resurrección de
la carne.
- Pensad, hermanos – sus ojos escudriñaron a los allí presentes -, que
no estamos hablando aquí de revivir, sino de resucitar, y que éstos
son dos conceptos distintos, por lo que no hemos de confundir una
cosa con la otra.

El hermano Jorge parecía predicar más que hablar, tal era el modo en
que se implicaba a sí mismo en sus palabras, como si las viviera y
padeciera.

- Cuando Jesús emergió de su tumba, ya resucitado, el cuerpo de


carne con el que convivió durante treinta y tres años aún yacía allí,
en el nicho del sepulcro, tal cual fue envuelto en el sudario de lino, tal
y como lo dispuso para su reposo José de Arimatea. Es decir, Jesús
habría resucitado en una nueva y más alta forma de existencia, y lo
que quedaría en el sepulcro no sería nada más que un exterior
desechado, un exudado sin conexión alguna con la personalidad
morontial resucitada de Jesús. El mismo se refirió a esta potestad
diciendo: “Tengo facultades para entregar mi alma, y para
recuperarla nuevamente”.

Aquella misma idea era la que parecía mantener el equipo de


científicos liderados por el bíblico James Tabor y el productor de
documentales Simcha Jacobovici, quienes sostenían que habían hallado, en
un sepulcro de Jerusalén, una urna funeraria conteniendo los restos de
Jesús. Para ellos, la resurrección de Jesús no fue de cuerpo, como lo
asegura el evangelio bíblico, sino que éste permanecería en la tumba
mientras que el cuerpo resucitado sería otro. Uno nuevo, más espiritual,
más psíquico.

- Es obvio que Jesús resucitó en un estado de bienaventuranza –


continuó hablando el hermano Jorge -, dejando a un lado la debilidad
propia de la condición humana ya que Él, previamente, había
anunciado: “Cuando resucite, llegaré antes que vosotros a Galilea”. Y

El Hombre del Gualicho. 242


aquí, Galilea, quiere decir paso o transmutación. O sea que, cuando
Cristo resucitó, se trasladó a Galilea, pero no sólo yendo a aquella
región, sino pasando del estado anterior a un estado de
incorruptibilidad o morontial – el hermano Jorge entornó los ojos,
perdiéndolos, como si buscara una respuesta más allá, entre las olas
del fresco del techo, ese en el que Giovanni Alberti representaba la
“Apoteosis de San Clemente” -. A este propósito, el propio Papa León
nos dejó en sus escritos que Cristo, después de su Pasión, y
desatados ya los lazos que le unían con la muerte, volvió convertida
su debilidad en fortaleza, su mortalidad en eternidad y sus anteriores
oprobios en gloria. Ese es el estado morontial que yo os describo.
- ¡Bah! ¡Paparruchas! – Rezongó el primer cardenal que había hablado,
meneando su cayado sin ton ni son – No hay aquí nadie que puede
creerse, en estos momentos, eso del tránsito morontial.
Aquel viejo cardenal tomó un largo trago de una botellita de agua
que, anteriormente, uno de los presentes le había ofrecido. Tras aclararse la
garganta y carraspear un poco, prosiguió:
- Dios se nos ha revelado como aquel para quien todo es posible. Su
omnipotencia es universal y se manifiesta en la creación del Mundo a
partir de la nada y… – tosió -, sobre todo, en la Encarnación y
Resurrección de su Hijo. Por eso, nosotros, en la oración, nos
dirigimos a Él como “Dios todopoderoso y eterno”: Omnipotens
sempiterne Deus.
El hermano Jorge volvió a tomar la palabra. Se le veía nervioso,
crispado. Pese a que él fue uno de los primeros detractores del “Libro de
Urantia”, creía que un estado morontial sí que podía existir.
- Morontia designa ese vasto nivel entre lo material y lo espiritual –
terció irritado – Morontia puede designar tanto realidades personales
como impersonales. Puede describir tanto energías vivientes como no
vivientes. El telar de Morontia es espiritual, pero su tejido es físico.
Por eso, según el Libro de Urantia, cuando Jesús salió de la tumba,
sus restos carnales permanecieron sin cambios en el sepulcro, ya que
emergió del sepulcro sin desplazar las piedras que cerraban la
entrada y sin romper los sellos de Pilatos. Es decir, Él no salió de la

El Hombre del Gualicho. 243


tumba como espíritu, ni tampoco en la forma de Soberano Creador,
como lo había sido antes de su encarnación. El salió de la tumba de
José de Arimatea en la misma semejanza que las personalidades
morontiales.
En aquel instante la poca claridad existente en la sala obligó a que se
encendieran las luces. Tras una interrupción momentánea, sorprendido por
el parpadeo de las bombillas instaladas en el techo, el cardenal Jorge siguió
con su discurso.
- Además, no podemos negar, y a la vida de los Santos me remito, que
la corporalidad humana, aun en la Tierra, desborda de forma
misteriosa los estrictos límites del cuerpo material, siendo capaz de
trascenderse a sí misma, distendiéndose en aquella amplitud infinita
hacia la que tiende de por sí el espíritu – sus palabras vibraron en el
interior de su cuerpo, como si salieran directamente de su pecho y no
de su garganta -. Es decir, la corporalidad humana no se circunscribe
únicamente a las estrechas fronteras de la propia piel, o al mero
espacio material que ésta ocupa, sino que es capaz de prolongarse
más allá de su propia estructura física con bilocaciones, estigmas,
levitaciones y otros hechos aún más sorprendentes que nos
desbordan, exceden y que no estamos aún a la altura de comprender.
Con brusquedad se levantó de su silla y anduvo un par de metros
hasta situarse entre los cardenales y el Santo Padre, dando la espalda a
éste, pero contemplando con claridad a aquel que le había amonestado.
Luego le acusó con el dedo:
- Por otro lado, también está escrito en Corintios: “¿Cómo resucitarán
los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? Pues no toda carne es la
misma carne, sino que una carne es la de los hombres, otra carne la
de las bestias, otra la de los peces, y otra la de las aves. Por lo que,
así también será la resurrección de los muertos. Si se siembra en
corrupción, se resucitará en incorrupción. Si se siembra en deshonra,
se resucitará en gloria. Si se siembra en debilidad, se resucitará en
poder, y si se siembra en cuerpo animal, se resucitará en cuerpo
espiritual”. Por lo tanto – exclamó aún más fuerte -, si existe un
cuerpo animal, también debe existir un cuerpo espiritual, y la fusión

El Hombre del Gualicho. 244


entre ambos es a lo que yo llamo “estado morontial”.
- Permitidme que entre en colación – intervino otro de los allí presentes
-, pero a mí, todo esto, tan solo me recuerdan las ideas monofisitas
de Eutiques.

Eutiques fue un monje griego, nacido en el año trescientos setenta y


ocho e iniciador de la herejía monofisita. Ésta mantiene que en Cristo
existen dos naturalezas, una humana y otra divina, sin separación pero
confundidas, de forma que la naturaleza humana se pierde, absorbida, por
la divina. Depuesto en el año cuatrocientos cuarenta y ocho, Eutiques fue
rehabilitado por el sínodo de Éfeso en el año cuatrocientos cuarenta y
nueve, pero el Concilio de Calcedonia de cuatrocientos cincuenta y uno le
condenó y el emperador Marciano le desterró a Egipto.

- Eutiques, incapaz de comprender las palabras, tan poco precisas, de


San Cirilo de Alejandría - prosiguió aquel cardenal de rostro cetrino y
cráneo ralo -, sostuvo que, antes de la Encarnación, había dos
naturalezas en Cristo, pero que, durante la misma, la naturaleza
humana era absorbida por la naturaleza divina. Por eso, es de mi
entender, que en esta reunión hablamos de lo mismo, con la única
salvedad de que no fue durante la encarnación, sino durante la
resurrección, cuando la naturaleza divina de Jesús absorbió por
completo a la humana en ese estado “morontial” del que nos habla el
hermano Jorge.
Esta vez fue el mismo secretario papal quien, con viveza en la voz y
fuerza en sus gestos, amonestó enérgicamente a los allí presentes.
- ¡Basta ya de bobadas! ¡Monofisismo, Urantia…¡ ¡Todo eso son sólo
patrañas! Pretender decir que Jesús no resucitó de cuerpo y que lo
hizo tan solo de espíritu es absurdo, pues sólo basta con recurrir a la
propia definición de resurrección para saber que, precisamente, ésta
es la de: “no conocer la corrupción”. He ahí el sentido de la
resurrección, puesto que la corrupción debe ser considerada una fase
en la que la muerte es ya definitiva. Con la corrupción el cuerpo se
disgrega en sus elementos, siendo un proceso que disuelve al hombre
y lo devuelve al universo.

El Hombre del Gualicho. 245


El secretario personal del Papa, Erick Gansewein, se mantuvo tenso,
rígido, con las venas del cuello y de la frente dilatándose y palpitando a
cada palabra.
- También está escrito en Corintios que “es necesario que lo corruptible
se vista de incorrupción, y lo mortal se vista de inmortalidad, y que
cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto
mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la
palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria."
Había allí un cardenal regordete, con unos ojos pequeños escondidos
tras unas gruesas gafas, rostro sonrosado y dedos cuajados de sortijas.
- En esta perspectiva - exclamó -, es fundamental para la Iglesia que el
cuerpo de Jesús no haya sufrido corrupción. Pues sólo en ese caso
queda claro que Él no permanece en la muerte, sino que en Él la vida
ha vencido victoriosamente a la muerte. Ya el mismo salmista nos
había profetizado: “No permitirás que tu santo cuerpo conozca la
descomposición”. Es decir, Jesús no podía tolerar que su cuerpo
santificado se corrompiera en un sepulcro.
- ¡Y así debió ser – volvió a protestar colérico Erick Gansewein -, ya
que, después de la resurrección, Jesús podía comer! También mostró
sus manos y pies con la señal de los clavos en estos – Gansewein
mostró las palmas de sus manos, añadiendo más énfasis a sus
palabras -. Recordad a Santo Tomás cuando dijo: “Si no viere en sus
manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los
clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré". Cuando Jesús
se le apareció a Tomás le dijo: "Pon aquí tu dedo, y mira mis manos;
y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente." Así es cómo les invitó a reconocer que él no era un
espíritu, sino cuerpo. Pero, sobre todo, les mostró que el cuerpo
resucitado con el que se presentaba ante ellos era el mismo con el
que había sido martirizado y crucificado, ya que seguía llevando las
huellas de su pasión. “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo
soy; palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como
veis que yo tengo...y comió a la vista de todos”
- En efecto – sentenció uno de los cardenales -. El Señor resucitado,

El Hombre del Gualicho. 246


sólo por confirmar su Resurrección, comió con sus discípulos, y eso
que no tenía necesidad alguna de tomar alimento.
- Eso es cierto – apostilló otro de los allí presentes, de nombre
Mediaville, haciéndose oír por encima del eco y murmullo que se
estaba formando entre los que apoyaban la tesis de que Jesús
resucitó sólo en espíritu y aquellos que afirmaban que lo hizo en
cuerpo y carne -. Si Jesús no hubiera resucitado con su cuerpo, Él no
habría tenido necesidad de mantener las señales en sus pies y
manos, con las mismas cicatrices dejadas por los clavos utilizados en
la crucifixión. Con ello, lo que Jesús pretendía hacer era poner más
de manifiesto que resucitó con el mismo cuerpo con el que había
muerto en la Cruz y con el que había sido sepultado. Es de esta
manera como pudo decirle al Apóstol Tomás: “Trae acá tu dedo, mira
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo, sino fiel”.
- El salió del sepulcro en cuerpo y alma – replicó uno de los cardenales
-, tal y como hizo cuando salió del útero de su Santa Madre, aquel
que se hallaba virginalmente cerrado.
De repente se oyó una voz al fondo. Era alta y potente. Todos los allí
presentes se volvieron hacia el origen de aquellas palabras. Un cardenal alto
y delgado, de nariz aguileña y de ojos escondidos en profundas cuencas,
con los labios resaltados como dos filas líneas de color rojo en un cutis
blanco como la cera, tomó la palabra.
- Por no decir, hermanos, que todos los aquí reunidos hemos olvidado
que, al ser la resurrección la exaltación y glorificación de Jesús, es,
por ello, participación plena en la soberanía y en el poder del mismo
Dios Padre. Por este motivo – elevó aún más la voz para recalcar sus
palabras -, la incardinación definitiva de Jesús en el misterio de Dios
por la resurrección ha de considerarse como un hecho incuestionable.
- De cualquier manera, si algún día apareciera el cuerpo de nuestro
Señor Jesucristo, como parece ser que ha sucedido hoy en Argentina
– continuó otro de los cardenales -, es mi modesta opinión que este
hecho no anularía la resurrección y que mi fe seguiría íntegra,
intacta, sin merma, ya que yo sé…., todos los aquí presentes

El Hombre del Gualicho. 247


sabemos, en qué lugar se encuentra ahora mismo el auténtico cuerpo
de Cristo - su voz calló, aguardando el momento preciso para
pronunciar la respuesta. Cuando tuvo la seguridad de que todas las
miradas se dirigían hacia él, continuó -. Está en la Eucaristía, de
modo que la presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la
garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.
Creedme, hermanos, si os digo que Él habita entre nosotros, que ese
Jesús Sacramentado existe en nuestras Iglesias, porque es en su
cuerpo y en su sangre donde tenemos el signo concreto, el hecho
concreto y la persona concreta en la que Dios se nos ha manifestado
como amor fiel, como libertad servicial y como aquel perdón que no
humilla sino que, al exigir, nos dignifica.
- También parecemos haber olvidado los Evangelios – replicó otro de
los cardenales allí presentes, interrumpiendo al anterior -. Me refiero
a la respuesta que Jesús, Nuestro Señor, dio a unos saduceos que
negaban la resurrección: “estáis en un error ya que, ni conocéis las
Escrituras, ni el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se
casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en
el cielo”. Por lo tanto, Jesús nos habla del cuerpo futuro de la
resurrección y lo excluye de la pura carnalidad al decirnos “no se
casarán”. Por el contrario, lo equipara a la realidad espiritual de los
seres angélicos, con ese estado morontial del que el hermano Jorge
nos habla.
- Pero – protestó otro de los cardenales, aquel cuyo nombre era
Atanasio, y que ya había hablado con anterioridad -, San Gregorio
Niceno nos dice en sus legados que, durante la resurrección, la
unidad de la naturaleza divina, presente en cada una de las dos
partes del hombre, cuerpo y alma, se unen de nuevo. Así, la muerte
se produce por la separación del compuesto humano, y la
Resurrección por la unión de las dos partes antes separadas.
A partir de aquí la reunión derivó en una serie de confrontaciones
verbales entre aquellos que opinaban que la resurrección de Jesús fue sólo
espiritual, y los que defendían que resucitó en cuerpo y alma.
- San Pablo nos ofrece algunas otras imágenes con las que explicar la

El Hombre del Gualicho. 248


realidad del cuerpo resucitado. En Corintios, por ejemplo, responde
que la resurrección es como una semilla que, al morir, da origen a
una nueva espiga.
- Este símil también lo habría utilizado el mismo Jesús para designarse
a sí mismo como un grano de trigo que cae en tierra y muere,
produciendo después un nuevo y abundante fruto.
- Incluso nuestro anterior Papa, Benedicto XVI, en su obra dedicada a
Jesús de Nazaret, reconoce que Jesús, de camino hacia el monte de
los Olivos, predice a sus discípulos que pronto iba a ocurrir lo que
estaba anunciado diciéndoles: "Heriré al pastor y se dispersarán las
ovejas del rebaño". Esta visión del pastor asesinado se halla
íntimamente ligada a otra de Zacarías, la de Hadad-Rimón, una de las
divinidades de la vegetación, muerta y resucitada, relacionada con el
pan que presupone la muerte y la resurrección del grano.
La muerte de Hadad-Rimón venía seguida de su resurrección y se
celebraba con lamentos rituales desenfrenados. Para quienes
participaban, estos ritos se convertían en la imagen primordial por
excelencia del luto y del lamento, por eso, para Zacarías, Hadad-
Rimón era una de las vanas divinidades que Israel despreciaba, ya
que desenmascaraba un sueño mítico, el de la resurrección.
- Pero Pablo también nos describe la mansión humana como algo que
es terreno lábil, y que será sustituido por otra casa más sólida no
hecha por mano de hombre. Según está metáfora, nuestra realidad
mortal sería absorbida en una transfiguración de nuestro humilde
cuerpo en uno nuevo, lleno de gloria….
- Y en otro pasaje de Corintios, Pablo nos dice: "Porque os transmití,
en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los
Doce”….
- También Pablo dijo a los judíos, aquellos que se hallaban reunidos en
la sinagoga de Antioquía de Pisidia, que: "La promesa que Dios hizo a
nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos resucitando a Jesús.
Así está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi hijo, y yo te he

El Hombre del Gualicho. 249


engendrado hoy".
- Pero, por el contrario – continuó uno de los cardenales allí presentes,
elevando su voz hasta acallar al anterior -, los propios Evangelios,
lejos de mostrarnos a una comunidad de apóstoles extasiada ante
una exaltación mística, nos presentan a unos discípulos abatidos y
asustados. Es ese el motivo por el que no creyeron a las santas
mujeres, que volvieron del sepulcro diciendo que éste se encontraba
vacío.
- Efectivamente – retomó las palabras el que había hablado con
anterioridad -. Ahí es adonde quiero llegar. Aquellos discípulos
reaccionaron ante sus palabras diciendo que eran desatinos. Por eso,
cuando Jesús se manifestó en la tarde de Pascua, les echó en cara a
su incredulidad y su dureza de mollera por no haber creído a quienes
le habían visto resucitado.
- ¿Y qué me decís de Ireneo de Lyon? Él tomó el concepto de
Recapitulación y se lo asignó a Cristo, de manera que, en esta
Recapitulación, Jesús resume en su propia carne toda la historia de la
salvación que se ha dado y de principio a fin. En Cristo se ha dado el
resumen, pues recapitula a Adán, a toda la humanidad. Recapitula,
incluso, lo pasado y lo futuro, desde la creación hasta la
glorificación….
- Recordad a Porfirio, quien rechaza la resurrección de Cristo por falta
de pruebas, ya que, para él, la resurrección únicamente está basada
en el testimonio de María Magdalena y en el de los Apóstoles, que
tomaron sus deseos por realidades… Tampoco podemos obviar el
escaso valor que tenía el testimonio de las mujeres en aquella época.
Y más si estamos hablando de María Magdalena, cuya condición de
meretriz arrepentida ya ponía en duda cualquiera de sus palabras.
- Pero, has de recordar, hermano Martín, que ese cuerpo
supuestamente real con el Jesús se aparece posee propiedades
nuevas más propias de un cuerpo glorioso que de uno mortal, ya que
parece no ubicarse ni en el espacio ni en el tiempo, pudiendo hacerse
presente a su voluntad donde quiera, como quiera y cuando quiera –
el que acababa de hablar así era el hermano Mediaville, un cardenal

El Hombre del Gualicho. 250


francés que, pese a su juventud, ya que apenas rondaba los
cincuenta años, mostraba grandes signos de erudición y sabiduría -.
Es como si su humanidad no pudiera ser retenida en tierra, cómo si
perteneciera únicamente al dominio del Padre, ya que ahora es libre
de aparecer cuando quiere y cómo quiere, incluso bajo una figura
totalmente distinta a la que les es familiar a los discípulos, o incluso
apareciendo en mitad de una sala con las puertas totalmente
cerradas. Y eso.., únicamente, con la sola intención de suscitar la fe
de los allí presentes.
El hermano Martín buscó con la mirada a Mediaville. Este se hallaba
unos cuantos metros a su derecha, escondido tras un montón de cardenales
de togas y sotanas negras y rojas.
- En eso estoy de acuerdo contigo, hermano Mediaville – más luego
replicó -, pero, lo que no podemos olvidar, es que la Resurrección de
Cristo no debe entenderse como un mero retorno a la vida terrenal.
Tal sería el caso, por ejemplo, de las resurrecciones que Jesús habría
realizado antes, como a la hija de Jairo o a Lázaro. En esas
situaciones, estamos hablando de acontecimientos milagrosos, pero
lo que las diferencia de la resurrección de Cristo es que estas
personas volverían después a tener una vida terrenal "ordinaria", es
decir, en un cierto momento, tendrían que morir.
Pero Jesús resucitó por su propia virtud y nosotros no lo haremos por
nuestros méritos, si no por los de Él, que resucitó revestido de
inmortalidad ya que, a partir de ese momento, no volvería a morir,
tal y como asegura el Apóstol en el capítulo sexto de a la carta a los
Romanos cuando dice: “Cristo, resucitado de entre los muertos,
nunca más morirá”.

El hermano Martín se situó en medio de la sala, a fin de que pudiera


ser visto y escuchado por todos los allí presentes.

- La resurrección de Cristo es esencialmente diferente – continuó -. En


su cuerpo resucitado pasa del estado de muerte a otra vida más allá
del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se
llena del poder del Espíritu Santo, participa de la vida divina en el

El Hombre del Gualicho. 251


estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decirnos de Cristo
que ahora es "un hombre celestial".
- Sin embargo – rechistó el cardenal Atanasio -, Dionisio, en una carta
que escribió a Demófilo, le dijo que el Señor, después de su
Ascensión, se le apareció a un santo varón de nombre Carpo y que le
manifestó que, si fuese preciso salvar a los pecadores, estaría
dispuesto a morir de nuevo por ellos. Concretamente estas fueron sus
palabras, tal y como pueden leerse en “La Leyenda Dorada” de
Jacobo de la Vorágine: “Aquí me tenéis. Alzaos otra vez contra mí,
atormentarme de nuevo, pues dispuesto estoy a volver a padecer
para salvar a los hombres. Prefiero sufrir otra Pasión a consentir que
hagáis lo que con estos dos pecadores estáis haciendo”. Por lo que,
quizás, ahora mismo, en estos momentos, nos estamos enfrentado
ante la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Hubo unos instantes de silencio, y más de uno se persignó pensando
en ese futuro advenimiento del Salvador Jesucristo, ya que éste habría de
coincidir con el Apocalipsis, puesto que estaba en sus textos anunciado que:
al final del tiempo presente, Él bajaría de los cielos para reinar en la Tierra.
- Por lo tanto – exclamó Gansewein tratando de poner fin a las
divagaciones -, es dogma de fe que el Cuerpo de Cristo resucitado es
un verdadero cuerpo humano y no una apariencia, y que es el mismo
cuerpo con el que murió y con el que fue sepultado. De hecho,
Inocencio III reconoció, y creyó de corazón, en un solo Cristo que
murió con verdadera muerte de su cuerpo, y resucitó con verdadera
resurrección de su carne y verdadera vuelta de su alma a su cuerpo.
Además – Gansewein elevó aún más la voz – no hemos jamás de
olvidar su condición de humano, sobre todo durante la Pasión, en la
que ninguno de los sufrimientos que un cuerpo carnal puede padecer,
le fue escatimado. Ninguno.
- Toda nuestra teología cristiana se sustenta en el hecho de que Jesús
es la encarnación de Dios – comentó otro de los allí presentes -.
Dicho de otro modo, Dios, apiadándose de su creación, se encarnó en
esa creación y cobró forma humana. Así podría conocer de primera
mano la condición humana, experimentarla en sí mismo. Sufriría las

El Hombre del Gualicho. 252


vicisitudes de la existencia humana a fin de comprender, en el
sentido más profundo, qué significa ser hombre. Así se enfrentaría,
desde el punto de vista humano, a la soledad, la angustia, la
impotencia, la trágica mortalidad que la condición de hombre
entraña, sufriendo a causa de ella y, finalmente, siendo sacrificado
por ella.
- Y, sin embargo – la voz del Papa surgió apagada, casi sin vida -, hoy,
en Argentina, parece haberse encontrado una prueba innegable que
refuta todo lo que acabáis de decir.
El hermano Martín se giró y se puso de frente a su Santidad, dándole
la espalda al resto de los cardenales, que rodeaban la silla pontifical como si
fueran los pétalos de una flor.
- Creo, Santo Padre que, si por algún modo, se pudiera probar que
Jesús no resucitó, los creyentes no aceptarían a Cristo. Es decir, le
quitarían toda credibilidad, ya que uno de los dogmas de fe más
significativos del cristianismo, como es la Resurrección, se habría
venido abajo. En la primera carta a los Corintios puede leerse que:
“Nuestra fe sería vana si no estuviese avalada por la resurrección de
Cristo”.
- Ante esas palabras de San Pablo, me gustaría traer a colación otras
escritas por Carles Jung – comentó uno de los cardenales bajando la
pantalla de su ordenador portátil -. Son éstas: “La afirmación de que
Jesús resucitó de los muertos hay que entenderla, no literalmente,
sino simbólicamente. La objeción de que, entenderla simbólicamente
pone fin a la esperanza cristiana de inmortalidad, no es válida,
porque mucho antes del advenimiento del cristianismo la humanidad
creía en una vida después de la muerte y, por tanto, no necesitaba el
acontecimiento de la pascua como garantía de inmortalidad”.
Mediaville dio unos pasos hacia el frente para poder salir de entre
aquel amasijo de sillas ocupadas y que ocultaban su diminuta figura.
- Todos aquellos que hayáis leído a Moltmann recordaréis que él nos
presenta la resurrección como si fuera el mismo “motor de la
historia”. Para Moltmann, la resurrección vendría a ser el máximo
exponente de la utopía, la gran posibilidad abierta que señalaría hacia

El Hombre del Gualicho. 253


la plenitud del mundo y de la historia, y ésta no es otra cosa que el
Reino de Dios, o Dios mismo. La resurrección sería algo así como la
última meta del devenir histórico, a la vez que el motor que lo
impulsa, pues la vida humana avanza atraída por ese futuro de
renacer en una nueva vida. Así, en la Resurrección de Jesús, es
donde este futuro último se nos anticipa, al menos como promesa, ya
que es en ella donde adquiere concreción y se mantiene enhiesta la
esperanza o utopía humana universal de vivir de nuevo.
- Ya, pero puesto que, allá en las Salinas del Wualiiiii…….
- Gualicho, Santo Padre – corrigió un joven sacerdote, de pie tras él,
mostrando un deje argentino -. Son en las Salinas del Gualicho donde
se han hallado tales huesos.
Aquel joven muchacho tenía la tez morena. Se veía en sus ojos
negros, en su nariz chata y en su cabello oscuro, rasgos típicamente
sudamericanos, como los de muchos indios mapuches o tehuelches que aún
perduran por aquellas tierras.
- Para quien no lo sepa – aquel sacerdote elevó la voz hasta hacerla
audible al global de los allí presentes -, el Gualicho es una deidad
pagana propia de mi tierra, donde aún subsiste en la mitología
mapuche. Si quisiéramos traducirlo a nuestra religión cristiana,
podríamos equipararlo con el diablo, con Satanás. Es decir, con la
representación de todo lo malo y malvado que puede existir en este
mundo.
- ¡Maldita mala suerte! – Se escuchó un rumor apenas perceptible
procedente del fondo de la sala - ¡Encima esto!
El Santo Padre hizo caso omiso a aquel murmullo, aquella exaltación
de sorpresa escapada por descuido a alguno de los allí presentes. Alguno
que, en esos momentos, estaría mordiéndose la lengua.
- Entonces…. – volvió a retomar la palabra su Santidad en un intento
de interrumpir esos debates banales entre la espiritualidad y
carnalidad de la resurrección de Cristo que ya se estaban alejando de
la realidad del tema -, si es cierto que se ha hallado en las Salinas
del…, Gualicho el cuerpo de Jesús, ¿creéis que las consecuencias para
el cristianismo, en concreto para nuestra Santa Iglesia Católica,

El Hombre del Gualicho. 254


serían devastadoras?
- Sólo basta con retomar el significado de la palabra Gualicho –
contestó el sacerdote argentino -. Es el propio diablo personificado, el
Anticristo hecho persona…
Gansewein tomó la palabra. Su cuerpo musculoso se puso en tensión
al pronunciar una frase, como si ésta fuera su única sentencia.
- Yo creo que sí, que en efecto habría consecuencias desbastadoras
que harían derrumbarse los pilares de la Iglesia, uno tras otro, como
si fueran piezas de dominó – ignoró los comentarios anteriores
referidos al topónimo “Gualicho” y continuó -. Puesto que la
Resurrección de Cristo es el cumplimiento de las promesas del
Antiguo Testamento, y del mismo Jesús durante su vida terrenal, la
Resurrección constituye, ante todo, la confirmación de todo lo que
Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluidas las más
inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo,
al resucitar, aporta la prueba definitiva de su autoridad divina, tal y
como Él mismo, lo había prometido.
- Yo también creo que afectaría a nuestra Santa Madre Iglesia –
respondió el hermano Atanasio -, y que, incluso, se extendería a
otras Iglesias. Por ejemplo, los judíos, a los que durante tantos años
hemos denigrado, acusándoles de no creer en Cristo, se burlarían
ahora de nosotros. E igual harían los mahometanos, o, incluso,
representantes de otras sectas, como los Testigos de Jehová, que se
jactarían de nosotros y nos tacharían de haber mantenido una
mentira durante todos estos siglos.
- Recordad, hermanos, la Cruzada Albigense – mencionó un cardenal
nacido en el Mediodía francés de nombre Berenguer de Blanchefort –.
A esos miles de cátaros, aquellos “herejes” nacidos en nuestro propio
seno y que se autoproclamaban a sí mismos “puros”. Aquellos que
sufrieron el martirio de nuestra Iglesia sólo por considerar que todo lo
intrínsecamente material era malo.
Aquel cardenal conocía bien su tierra, viviendo y mamando de joven
las múltiples leyendas que en ella se contaban, sintiendo en su niñez ese
deje cátaro que aún perduraba en sus gentes, en sus padres, en sus

El Hombre del Gualicho. 255


abuelos,... esa admiración cuando, al pasar por la estela situada en el
“Camp dels Cremats”, al pie del castillo de Montsegur, evocaba con penar a
esos doscientos hombres y mujeres que allí murieron quemados, tan solo
por reivindicar un modelo distinto de Iglesia.
- Si toda materia era mala – continuó aquel cardenal con un latín en
que se dejaba ver su acento francés -, Jesús no podía haberse
encarnado, ya que aquello hubiera sido toda una contradicción. Por
ese motivo, Jesús no tendría nunca cuerpo, sería tan solo una entidad
de espíritu puro que no podía ser crucificada. Y, si eso era así,
aquellos cátaros también negarían la crucifixión… Lo demás, ya es
historia.
Algunos de los allí presentes cerraron los ojos. Todos habían
estudiado el genocidio albigense que tuvo lugar el año de mil doscientos
nueve, cuando un ejército formado por más de treinta mil hombres partió
como un ariete desde el Norte de Europa, arrasando el Languedoc. Todo el
territorio fue desbastado, sus cosechas incendiadas, sus ciudades y pueblos
arrasados y todo un pueblo fue pasado a cuchillo. Tan solo en la ciudad de
Béziers murieron quince mil personas entre hombres, mujeres y niños.
Cuando un oficial preguntó al representante papal de cómo podrían
distinguir a los herejes de los verdaderos creyentes, la respuesta no pudo
ser más contundente: “Matadlos a todos, que Dios ya distinguirá a los
suyos”.
- Pensad en los millones de personas que fueron sacrificados en el
nombre de Cristo – continuó Blanchefort -. Durante la Cruzada
Albigense más de quince mil hombres, mujeres y niños fueron
quemados en la hoguera simplemente por negar la crucifixión. La
Inquisición también mató a millares de personas…. Y las Cruzadas a
Tierra Santa costaron otros cientos de miles de vidas. Y todo en
nombre de Jesús Resucitado. Si la resurrección no hubiera ocurrido
jamás, si no hubiera habido promesa de vida eterna, ¿cuántos de
aquellos hombres se hubieran enfrentado tan abiertamente a la
muerte?
Berenguer de Blanchefort aguardó unos instantes, sus ojos fijos en
los de los cardenales que le contemplaban, antes de responder:

El Hombre del Gualicho. 256


- La respuesta es bien sencilla. Ni uno. Ni uno solo hubiera muerto si
supiera que, tras su muerte, no le aguardaba más que el vacio y la
nada.
- La Iglesia nunca ha sabido interpretar los Evangelios – se lamentó en
aquel momento el Santo Padre, llevándose la mano izquierda a la
cabeza para ocultar con ella sus ojos, que ya empezaban a cubrirse
de lágrimas -. En ellos nunca se cuestiona la responsabilidad de la
muerte de Cristo, ya que todos los allí presentes, absolutamente
todos, fueron culpables. El Sanedrín fue culpable, los romanos fueron
culpables, los apóstoles fueron culpables. Incluso el mismo Jesús fue
culpable, pues Él mismo se entregó a la muerte, ya que Dios así lo
dispuso.
Tras unos segundos de reflexión, el Santo Padre rememoró uno de
los pasajes que San Pablo escribe en su Carta a los Filipenses. Había
crispado sus manos sobre el asiento, aferrándolos con fuerza para evitar
dejar al manifiesto su leve temblor parkinsoniano.
- “Aunque Jesús era de condición divina, no consideró un tesoro
aprovechable el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo,
adoptando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los
hombres y presentándose como hombre en lo externo, se rebajó a sí
mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz”.
- “Por eso Dios - continuó otro de los allí presentes -, a su vez, lo elevó
sobre todo, y le otorgó ese nombre, que está sobre todo nombre,
para que ante el nombre de Jesús doblen la rodilla todos los seres del
cielo, de la tierra y del abismo, y toda lengua confiese, para gloria de
Dios Padre, que Jesucristo es Señor”
- Pero aún, y pese a todas esas santas palabras que habéis acabado de
expresar - sentenció Gansewein -, a medida que el cristianismo iba
distanciándose más y más como secta judía, aquellos pensadores
cristianos de los primeros tiempos fueron creyendo más conveniente
culpar únicamente al pueblo judío del arresto y crucifixión de Cristo,
presentando a Judas como el arquetipo de judío malvado, y
exonerando a los romanos, por ejemplo a Poncio Pilatos, de toda
culpa.

El Hombre del Gualicho. 257


- Jesús ofrecía su otra mejilla – intervino uno de los asistentes -. Mas
nuestra propia Iglesia ofreció el tormento y el fuego a aquel que se
atreviera a discrepar de sus dogmas. Nuestra propia teología, tan
intransigente en otros tiempos, ha sabido causar mucho, pero que
mucho dolor…
- Judíos, mahometanos, budistas…., todos ellos han padecido por ello.
Aquella brutalidad persecutoria de otros tiempos se constituyó en
nuestro paradigma de la religión cristiana. Fuimos nosotros los
encargados de provocar que los ríos bajaran rojos de sangre, y todo
en nombre de la ortodoxia de la fe o de la cristianización de los
infieles, por lo que ahora es normal que, si hay una brizna de
evidencia cierta de que esos huesos son los de Jesús, no sólo ellos,
sino todo el mundo cristiano, se vuelva contra nosotros….
El cardenal Jorge, que llevaba un largo rato callado, replicó, elevando
la mano en un gesto de paz.
- No tendría por qué ser así – su voz conciliadora calmó los ánimos de
todos los allí presentes -. Si los cristianos dejasen de creer en Jesús,
también dejarían de creer en Dios y, por consiguiente, también lo
harían del Diablo.
- Pero si ya no hay Diablo, tampoco habría Infierno, y si no hay
Infierno, no habría porqué preocuparse de hacer el Mal, ya que todos
acabaríamos en un mismo lugar, sea éste cual fuere. En todo caso,
esto derivaría en locura y desenfreno y volveríamos de nuevo a
Sodoma y Gomorra.
En aquel momento se elevaron voces de protesta, murmullos de
desaprobación y exclamaciones de exageración. Nadie creía en la vuelta a
los tiempos bíblicos de la destrucción de Sodoma y Gomorra, o en un nuevo
diluvio. Pero la conmoción de esas palabras, la perspectiva de un desastre
semejante, hizo que, durante unos minutos, ninguno de los allí presentes
pronunciara una sola palabra.
- Al igual que Dios es uno y trino, pues está presente en el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo – tomó la palabra un cardenal de tez negra y
ojos saltones -, Jesús es uno y ciento. Es uno y miles, uno y millones,
pues está presente en todos y cada uno de nosotros. En los

El Hombre del Gualicho. 258


Evangelios de San Mateo, Jesús nos dice: “Yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo”. Porque Jesús vive en su
Palabra. Él vive en los sacramentos, sobretodo en el de la Santa
Eucaristía. Por lo tanto, la verificación histórica de la resurrección de
Cristo se halla en nuestras Iglesias, se encuentra en los altares.
Aquel cardenal negro suspiró antes de continuar. Era de orígenes
humildes, al haber nacido en una pobre tribu de Ghana, pero debido a su
perseverancia y su fe, consiguió ganarse un gran respeto entre la curia
vaticana.
- Para mí – continuó -, Jesús existe en cada uno de nosotros, porque,
¿acaso no dicen las escrituras: Cuando dos o tres de vosotros os
reunáis en mi nombre, allí estaré yo, en medio de vosotros? Jesús
está en el pobre y en rico, en el que sufre y en el que ama. Incluso lo
siento en mí mismo, de manera que el día en que yo muera, mis
huesos serán, también, los huesos de Cristo.
- Entonces, hermanos, esos huesos que se han encontrado en las
Salinas del Gualicho – volvió a preguntar el Santo Padre -. ¿De quién
creéis que son? ¿A quién creéis que pertenecen?
Esta vez fue el cardenal Alphonse Antonio Haewkings quien tomó la
palabra, respondiendo con un tajante:
- De Cristo no. Sin lugar a duda.
- ¿Por qué? - Preguntó, un tanto asombrado por la sequedad de la
respuesta, Saulo Martini, un joven prelado, mano derecha del Santo
Padre.
- Por la misma razón que no se puede superar la velocidad de la luz.
Son dogmas de fe, leyes de la Naturaleza. Son cuestiones
incuestionables, infranqueables, inmutables, impensables….
Alphonse Antonio Haewkings era un cardenal norteamericano de
orígenes italianos, de ahí lo latino de su nombre. Había estudiado ciencias
en la prestigiosa universidad de Harvard, y luego teología, convirtiéndose
en uno de los grandes expertos en esa materia, sobre todo en el campo de
la búsqueda de Dios. Para Haewkings, en la célebre ecuación de Einstein: E
= m·c2, habría que sustituir el término E por la letra D, siendo D igual a
Dios. De esta manera, Dios sería igual a energía, o, lo que es lo mismo,

El Hombre del Gualicho. 259


constituiría la energía cósmica que construyó el Universo y sería sobre esa
energía, es decir, sobre Dios, sobre la que habrían de asentarse todas las
leyes de la Naturaleza.
- Hay que rechazar que esos huesos sean los de Cristo - declaró
cortante Alphonse haciendo un gesto con la mano, como si
pretendiera dar un golpe en el aire y zanjar con ello el asunto -, por
la sencilla razón de que no deben, no pueden existir.
Haewkings dejó vagar su mirada por todos los allí asistentes. Era alto
y delgado, de penetrantes ojos azules que brillaban detrás de unas gafas de
montura dorada. Respiró unos segundos antes de continuar con su
discurso:
- Todos sabemos desde donde subió Cristo, en cuerpo y alma, a los
cielos. Lo hizo desde el Monte Olivete y lo quiso hacer precisamente
allí para darnos a entender que nos tiene promesas para la vida
presente…, y también para la futura. Esa es una realidad que no nos
podemos cuestionar y, si es así, esos huesos no pueden ser los
suyos. Es dogma de fe, no más.
- Pero eso sería…., – balbuceó Saulo Martini - sería negar todas las
evidencias que ahora poseemos. Es cómo decir que los huesos que se
han encontrado en las Salina del Gualicho no existen, son mentira,
pese a que todos los aquí presentes los hayamos podido ver, con
nuestros ojos, hoy en televisión.
Saulo Martini se llevó ambas manos a los ojos e hizo varios gestos
con ellos hacia todos los presentes, reforzando el hecho de que todos los
presentes habían sido testigos de unos acontecimientos que no podían
negar.
- Si así ha de ser, entonces es que no hay evidencias – atajó de
manera severa Haewkings -. Esos huesos no existen, no para mí. No
son reales, no son verídicos, no son nada…..
- Pero,…, pero – titubeó asombrado Martini.
- Esos huesos no pueden ser, no están – sentenció categóricamente
Haewkings -, al igual que no puede ser la nieve en verano, el calor en
invierno, el amor sin el odio, el blanco sin el negro. Es imposible que
existan…

El Hombre del Gualicho. 260


- Pero, acaso - exclamó asombrado Saulo -, ¿no lleva usted una sotana
negra, ceñida a la cintura por una ancha banda roja?
Alphonse Antonio Haewkings se miró a sí mismo. Era evidente que su
vestimenta encajaba perfectamente con la descripción dada por Saulo
Martini.
- Quizás no sea negra. Quizás ustedes estén equivocados y mis ropas
no sean del todo oscuras, si no…, más bien, grises, y que su color
derive de la manera en que los rayos de luz lleguen a sus ojos.
En aquellos momentos, un jesuita, con su túnica de un negro
absoluto y gafas de montura blanca, interrumpió la discusión con un leve
murmullo:
- Son palabras de San Ignacio de Loyola que “lo que ante mis ojos
aparece como blanco debo considerarlo negro, si la jerarquía de la
Iglesia lo considera así”.
- Dejemos esas discusiones banales que no conducen a nada – replicó
Martini haciendo caso omiso al comentario del cardenal jesuita -.
Usted Haewkings, como relator de la Congregación para las Causas
de los Santos, ha podido ser testigo de hechos que contradicen a las
leyes de la física. Ha admitido éxtasis, clarividencia, estigmas,
bilocaciones, levitaciones y otros actos semejantes entre personas
que, como Sor Eusebia Palomino, fueron beatificadas por Juan Pablo
II. Incluso, usted mismo participa en las causas de beatificación de
este último.
- Es dogma de fe. La resurrección constituye el núcleo duro del
cristianismo, el pilar sobre el que se asienta la Iglesia católica –
reiteró Haewkings –. Si Jesús resucitó en cuerpo y alma, entonces,
esos huesos, NO pueden ser los suyos.
- ¿Se obceca usted en esa cuestión, pese a que todas las pruebas
parecen demostrar lo contrario?
- ¿Pruebas? – Preguntó Haewkings, elevando la barbilla en un gesto de
amenaza -. ¿Dónde están las pruebas? ¿Cuáles son ese tipo de
pruebas de las que usted me habla?
- ¿Es que usted, acaso, no ve la televisión? – Saulo Martini puso los
ojos como platos, extrañado de aquella situación que para él, le

El Hombre del Gualicho. 261


parecía bastante ridícula - ¿No ha visto las noticias que se están
retransmitiendo, en estos momentos, en todos los canales de
cualquier televisor del mundo?
- Sí. Las he visto. Pero ante mi fe, y esa nadie, nunca nadie, podrá
arrebatármela – respondió categóricamente Alphonse -, esos huesos
NO pueden ser los de Cristo por la simple razón que Él resucitó en
cuerpo y alma. El negarlo es una afirmación “IMPENSABLE”
- ¡Volvemos a los tiempos de la Santa Inquisición! – Gritó iracundo el
cardenal Saulo - ¡No podemos olvidar que los paradigmas científicos
no son nada más que meras normas cambiantes! Lo que hoy se cree
como cierto, mañana se rechaza como falso! ¡Eso, precisamente eso,
es lo que le ha creado a la Santa Sede, durante tantos siglos, tantos
quebraderos de cabeza!
Saulo respiró hondo. Lo suficiente como para hinchar sus pulmones
con una nueva bocanada de aire revivificador.
- Hace años se creía que la Tierra era plana, y que todos los astros
daban vueltas alrededor de ella. Su negación supuso la muerte de
Giordano Bruno y la condenación de Galileo Galilei. Hasta el propio
Papa, Juan Pablo II, tuvo que agachar la cerviz y pedir perdón, casi
trescientos sesenta años después de la sentencia de la Inquisición,
por la condena injusta que se le impuso a Galileo. Si a usted, el día
de mañana, le dicen que han encontrado una máquina capaz de
superar la velocidad de la luz, ¿quemaría al inventor por hereje?
Saulo cambió el tono de su voz. Ahora parecía más locuaz, incluso
más ocurrente.
- Usted, que se vanagloria de ser científico – rechistó con sorna -, ¿qué
puede decirme del tiempo? ¿Sabe que es un paradigma que cambió
tras la resurrección de Cristo? Y eso es así porque, cuando decimos
que Cristo permaneció sepultado tres días y tres noches, empleamos
una sinécdoque, es decir un tropo por el cual una parte de algo es
usada para representar un todo.
Saulo aguardó unos segundos y, tras carraspear, volvió a replicar,
utilizando el mismo tono jocoso de voz.
- Usted, cardenal Alphonse Antonio, sabe, también como yo, que el

El Hombre del Gualicho. 262


primero de esos tres días no fue completo, puesto que se limitó a la
parte final del mismo. Tampoco lo fue el tercero, que sólo afectó a su
comienzo. El único completo fue el segundo. Y es así es como, a
partir de ese momento, se modificó la relación entre los días y las
noches. Hasta entonces los cómputos se hacían comenzando con el
día y considerando la noche subsiguiente como parte de él. Pero es a
raíz de la Resurrección del Señor cuando se invirtió el orden y
empezó a considerarse primero la noche y después el día. Ve pues,
cardenal Haewkings, que hasta un axioma tan sumamente asumido
por todas aquellas gentes, como es el inicio y el final del día, puede
cambiar.
- Eso tiene su lógica – replicó iracundo el cardenal Alphonse -. Si
consideramos que, en aquellos primeros tiempos del cristianismo, lo
que se consideraba primero era el día y luego la noche,
predicábamos el triunfo de la oscuridad sobre la luz. Por eso, a partir
de la Resurrección de Cristo, se invirtió el orden, y así, del estado de
obscuridad nos iríamos al de la luz. Esto supondría el triunfo de la Luz
sobre las tinieblas, de aquí que la Cruz se haya convertido en signo
de Luz, en Crux-Lux. Al fin y al cabo, ¿no son de San Juan las
palabras: “la luz vino a este mundo”?
El cardenal Saulo Martini volvió a recurrir a la sorna, atacando con
una media sonrisa burlona.
- Pero, para San Gregorio – los dedos de Saulo se elevaron para hacer
el signo de “comillas” -, en su comentario a Ezequías, los tres días
que Jesús permaneció en su tumba nada tienen que ver con aspectos
científicos. El primer día sería, simplemente, para recordarnos el
dolor de la muerte. El sábado es el descanso que sigue a la muerte y
el domingo sería la futura bienaventuranza de la resurrección. De
hecho, la muerte y resurrección de Cristo han sido un elemento tan
importante y constituyente del cristianismo que incluso instauró la
Pascua, que no deja de ser la fiesta central de nuestra religión, pues
en ella se conmemora la resurrección de Jesús.
El color de la tez del cardenal Alphonse Antonio Haewkings empezó a
cambiar del tono pálido al rojo iracundo. Respiraba con resoplidos cada vez

El Hombre del Gualicho. 263


más y más audibles, a medida que sus músculos se iban poniendo tensos,
según trataba de aplacar su ira.
- A esto hay que añadirle – prosiguió con su ironía el cardenal Martini -
, que el hecho de que la resurrección de Jesús sucediera en domingo,
hizo para los cristianos que ese “día del Señor” se convirtiera en “el
primer día de la semana”, y aún más, que el año comenzase en
Pascua, concretamente el domingo siguiente a la luna llena posterior
al veintiuno de marzo.
- A nivel internacional – replicó tajante Alphonse tras haber consultado
Internet con su tablet -, el estándar ISO 8601, del año dos mil
cuatro, estableció que la semana comenzaría el lunes y terminaría el
domingo. Considerándose, de esta manera, al domingo como el
último día del cómputo semanal, y no el primero, como usted
proclama.
- Pero, en la tradición cristiana, el domingo es el primer día de la
semana litúrgica, y, desde el año trescientos veinte, se declaró el
domingo como fiesta obligatoria. ¿Sabe usted porqué?
Alphonse Antonio Haewkings arqueó una ceja. Supiera o no la
respuesta, era obvio que no pensaba revelelarla, y que esperaría a que el
jocoso Saulo Martini lo hiciera por él.
- Cómo usted sabra, nuestra ortodoxia cristiana tiene mucho que ver
con el culto al “Sol Invictus” sirio, aquel que los emperadores
romanos impusieron un siglo antes de Constantino. Esto permitió al
cristianismo florecer tranquilamente al amparo del mismo. De hecho,
el culto al “Sol Invictus”, al ser especialmente monoteísta, preparó el
camino para el monoteísmo del cristianismo.
Saulo Martini respiró hondo. Su juventud le estaba llevando a una
libertad y a un desacato de los dogmas religiosos que, en otros momentos,
quizá hubiera acabado con una seria amonestación y castigo. Pero ahora se
veía libre de expresar sus pensamientos y, sobretodo, sus conocimientos.
Una sabiduría que, pese a sus pocos años, había dido madurando a fuerza
de horas quitadas al sueño para dedicarlas al estudio e investigación.
- El culto al “Sol Invictus” nos fue conveniente en muchos sentidos, ya
que facilitaba la propagación del cristianismo. Mediante un edicto

El Hombre del Gualicho. 264


promulgado en el año trescientos veintiuno, Constantino ordenó que
los tribunales de justicia cerrasen en “el venerable día del Sol” y que
dicho día fuera de descanso. Hasta entonces el cristianismo había
conservado el sábado de los judíos como día sagrado. Ahora, de
acuerdo con el edicto de Constantino, el día sagrado pasó a ser el
domingo. De este modo, el cristianismo no sólo armonizaba con el
régimen existente, sino que, además, podía disociarse un poco más
de sus orígenes judaicos.

Saulo Martini observó la reacción de sus palabras no solo en su


adversario Alphonse Antonio Haewkings, sino también en toda la sala. Todo
el mundo parecía estar absorto en sus palabras, por lo que, embriagado por
el orgullo, continuo con su plática.

- Por otra parte, hasta el siglo cuarto, el cumpleaños de Jesús se


celebraba el día seis de enero. Sin embargo, para el culto al “Sol
Invictus”, el día crucial del año era el veinticinco de diciembre, la
festividad de “Natalis Invictus”, el nacimiento del Sol, fecha en que
los días comenzaban a alargarse. De ahí que no supuso ningún
problema cambiar también tales fechas. ¿Entiende ahora que el
fijismo, el determinismo o la cabezonería humana no conducen a
nada?
Alphonse Antonio Haewkings no contestó. Se limitó a darse la vuelta
y a, ni tan siquiera, verle la cara a Martini, dándole la espalda. Haewkings
era una de esas personas que se creía estar siempre en posesión de la
verdad, por lo que achacaba a sus adversarios la incapacidad de retractarse
de sus palabras.
- El concepto de algo como impensable, incuestionable – continuó
Saulo Martini -, está ya fuera de moda, de tiempo. Ya nadie se cree
que la ciencia, y mucho menos las matemáticas o las físicas, sean
ciencias fijas. Ahora surge la era de incertidumbre. En ella hemos de
rechazar cualquier conocimiento teórico y tajantemente exacto y
centrarnos en otro basado sólo en probabilidades, y en el que el azar
también juega un papel importante.
Saulo Martini abrió las manos, como si hubiera derrotado, en

El Hombre del Gualicho. 265


Alphonse Antonio Haewkings, a un gran adversario. Con un gesto
triunfante, exclamó:
- Estamos en la era de las paradojas, en la era en que ya nada es lo
que parece: ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Aceptaría más
huéspedes un hotel con infinitas habitaciones, aunque éste estuviese
lleno? ¿Cuándo se hayan reemplazado todas las partes de un coche,
seguiría siendo éste el mismo vehículo? ¿Puede haber resucitado
Jesús, a pesar de haber aparecido sus huesos?....
- ¡Se acabó! – Cortó tajante el Santo Padre – Es inútil seguir por esos
derroteros que no conducen a nada. ¡Calláos, y hacedlo los dos!
En aquel momento un cardenal de complexión fuerte, pero que
apenas había hablado durante toda la reunión, levantó con modestia la
mano. Todos los allí presentes dirigieron sus ojos, con furia, hacía aquel
personaje, cómo queriendo preguntarle: ¿Y bien, que tienes tú, ahora, que
contarnos?
- Aún hay algo más – susurró tímidamente aquel cardenal francés, de
nombre Antoine de la Rose, encogiéndose de hombros, como si con
ello pretendiera reducir su enorme estatura. Pertenecía al Opus Dei, y
reconocía lo pertrecha que había quedado la posición de su orden
después de la publicación de “El Código da Vinci”, de Dan Brown -.

En la obra de Dan Brown, el Opus Dei había sido calificado como una
"secta católica", presentándose la organización como un conjunto de
devotos que podían ser manejados al antojo de un grupo de cardenales
fanáticos para fines siniestros, llegando, incluso, hasta el asesinato. Pero la
realidad era una cosa completamente distinta. El Opus Dei era una
institución perteneciente a la Iglesia católica erigida como Prelatura el
veintiocho de noviembre de mil novecientos ochenta y dos mediante la
Constitución Apostólica Ut sit, otorgada por el papa Juan Pablo II.

Fundada el dos de octubre de mil novecientos veintiocho por José


María Escrivá de Balaguer, sacerdote español canonizado en el dos mil dos
por Juan Pablo II, el término latino “Opus Dei” significa “Obra de Dios” y su
misión institucional era difundir la enseñanza católica de que todas las
personas están llamadas a hacerse santas, y que, por tanto, la vida

El Hombre del Gualicho. 266


ordinaria es un camino derecho hacia dicha santidad. Según explicaba el
propio José María Escrivá, la finalidad del Opus Dei era "contribuir a que
haya en medio del mundo hombres y mujeres de todas las razas y
condiciones sociales que procuren amar y servir a Dios y a los demás
hombres en y a través de su trabajo". De hecho, para su fundador, la
actividad principal del Opus Dei era dar formación a sus miembros y a la
gente que quería recibirla, hasta el punto de que a veces resumía el papel
del Opus Dei como "una gran catequesis".

De la Rose volvió a levantar la mano, pero esta vez su voz resonó


más potente y profunda, aunque se limitó a pronunciar una única frase.
- Aún tenemos a Q.
Aquel cardenal debería rondar los cincuenta o sesenta años. De ellos,
más de la mitad los había dedicado al estudio de la denominada Fuente Q,
documento Q, o simplemente Q, nombre que derivaría del alemán “Quelle”,
es decir, fuente. Este documento Q sería la obra primigenia que, según su
opinión y la de la mayoritaria de los expertos bíblicos, habría sido utilizada
como base para redactar los Evangelios, lo que permitiría explicar las
similitudes existentes entre los tres Evangelios sinópticos: el de Mateo,
Marcos y Lucas.
Según dicha teoría, los autores de los Evangelios de Mateo y de Lucas
utilizaron dos fuentes para la composición de sus escritos. Por un lado
estaría el evangelio de Marcos y, por otro, una colección con los dichos de
Jesús, la llamada Fuente Q, escrita en griego, y que contendría aquellos
versículos que Mateo y Lucas tienen en común, pero que no se encuentran
en Marcos.
El evangelio Q se redactaría en la primera mitad del siglo I, mientras
que el de Tomás sería a partir del año cincuenta. Por lo tanto, Q sería el
evangelio más cercano, del que se tenga noticia, en recoger las auténticas
palabras de Jesús, aunque no necesariamente debiera ser el primero, ni tan
siquiera el único de aquella época. Por ello, muchos eruditos bíblicos dan
más valor a los versículos de Mateo y Lucas, identificados como herederos
de Q, que a cualquier otro texto bíblico, al tener un verdadero acercamiento
al Jesús histórico y a su mensaje
- Este documento Q debió escribirse entre los años cuarenta y sesenta

El Hombre del Gualicho. 267


de nuestra era – matizó De la Rose -, por lo que es el evangelio más
antiguo que disponemos. En Q podemos leer aspectos coloquiales de
las primeras comunidades de cristianos en las que, ni tan siquiera, se
habla de la crucifixión ni de la resurrección. Tan solo se limita a
transmitir enseñanzas sobre la forma de vida que debían llevar
aquellas gentes. Son sentencias preevangélicas de una Iglesia
primitiva que la actual se niega a reconocer, y en las que la
Resurrección de Jesús no está, ni siquiera citada.
- No podemos obviar que la muerte de Cristo no deja de ser, algo así,
como una gran paradoja – replicó Mediaville -. Algo que impactaría
vivamente en aquellos primeros cristianos, que no entenderían su
significado hasta la llegada de San Pablo.
- Exactamente – matizó De la Rose - ¿Cómo describir la vida anterior
de Jesús, sino es como un camino recto, repleto de milagros y lleno
de amor y de paz?
Antoine de la Rose optó por ponerse de pie. Su enorme estatura
destacó entre los allí presentes, que lo miraban con curiosidad,
desconocedores, algunos de ellos, de la existencia de esa tal Fuente Q.
- Si eso fuera así, si Jesús fuera un ejemplo de paz, ¿cómo
comprender, entonces, que una persona con ese carisma pudiera
morir en la cruz, como si fuera un vil ladrón, o un traidor? Eso
supondría, para aquellos primeros cristianos, una verdadera
deshonra.
- Por eso mismo resucitó – replicó el cardenal de Ghana -. Si no se
enfrentaba a la muerte y la superaba, sus seguidores creerían que
sus milagros serían falsos, meras manifestaciones de magia. Por lo
que sería deslegitimado como Hijo de Dios.
En aquel momento, un representante de la guardia suiza pontifica
entró en la sala y le entregó un papel al secretario papal, saliendo con la
misma marcialidad con la que había entrado. Gansewein releyó varias veces
aquel papel antes de acercarse al Santo Padre para susurrarle al oído.
- Parece ser que una gran multitud de personas se están congregando
en la plaza de San Pedro. También se están colapsando nuestras
centralitas con llamadas procedentes, algunas de ellas, de

El Hombre del Gualicho. 268


presidentes y reyes de grandes estados y países, así como
representantes de la iglesia ortodoxa, anglicana, judía, etc. También
tenemos presión por parte de los medios de comunicación, que
exigen que la Santa Sede se pronuncie sobre el nuevo
descubrimiento.
El Santo Padre entrecerró los ojos y se los frotó con el dedo pulgar e
índice de la mano derecha. Luego suspiró. Tenía el corazón congelado,
gélido, y hubiera bastado un simple desengaño más para que éste se
hubiera detenido por completo.
El silencio se hizo en la sala, sólo roto por un pequeño murmullo, una
vibración apenas perceptible que se hacía sentir en los estómagos de los allí
asistentes, como si la sala clementenina fuese una gigantesca caja de
resonancia y los cardenales las cuerda de una largo piano, expectantes a la
entonación de una nueva nota. Parecía como si las figuras del techo
hubieran cobrado vida; como si esa mar que engulló a San Clemente se
desplomará sobre ellos en espumosas olas, atentos todos a las palabras del
Papa. Más este sólo se limitó a decir:
- Coménteles que la Santa Sede no dará ninguna respuesta hasta que
no tengamos mayor información al respecto.
Gansewein se levantó y dio unos pasos hacia la puerta. En el instante
en que tenía la mano sobre la manilla, dispuesto ya a abrirla, se giró hacia
el Papa, que le estaba dando nuevas órdenes.
- Después, inmediatamente – ordenó el Santo Padre poniéndose en pie
-, tomaréis mi avión privado y volaréis hacia Argentina. Es imperativo
que tengamos cuanto antes toda la información posible sobre ese
descubrimiento, por lo que debéis tenerme, en todo momento,
informado.
- Así lo haré – sentenció Gansewein -.
“Es fundamental que demos una respuesta rápida y contundente”,
oyó Gansewein decir al Papa antes de perderse rumbo hacia la Oficina de
Prensa de la Santa Sede.
Luego, de inmediato, tomaría el jet privado del Papa para dirigirse a
Argentina con la intención de llegar a las Salinas del Gualicho, a más
tardar, al día siguiente.

El Hombre del Gualicho. 269


30 CAPÍTULO

Argentina, momento actual

El viaje resultó tedioso. Pese a volar con las mayores comodidades


posibles, las más de doce horas de vuelo se le hicieron largas, muy largas.
En un principio, se hizo con toda la prensa posible, donde el eco de la
noticia ocupaba la portada de los principales periódicos nacionales e
internacionales. En todos ellos se conminaba a la Santa Sede a que se
pronunciara ante la gravedad del asunto.

La prensa judía iba aún más allá, y resaltaban el hecho de que, pese
a que los cristianos y los judíos compartían un mismo Dios, se les había
acusado, expulsado, martirizado y casi exterminado de varios países por el
hecho de haberlos hecho cómplices de la crucifixión de Cristo y negar su
resurrección. Así, en una de sus imágenes, presentaban en primera página
una reproducción del grafiti de Alexámenos, también conocido como grafiti
del Palatino, ya que fue hallado en un muro en el monte Palatino, en Roma.

Este dibujo es considerado como la primera representación pictórica


de la crucifixión de Cristo y en él, a Jesús, se le presenta con cabeza de
burro, lo que sugiere una acusación, en clave de sorna, de onolatría
(adoración de un asno), acusación que recibían por entonces las sectas
cristianas dentro del mundo intelectual greco-romano. Aunque esa imagen
representaba una muestra irónica e insultante contra la comunidad cristiana
de aquella época, el hecho de aparecer en la prensa judía de hoy, hacía que
también pudiera extenderse a estos momentos.

La prensa Islámica recordaba las Cruzadas, analizándolas como una


muestra de la barbarie medieval hacia el civilizado mundo árabe, donde se
castigaba sin diligencia a todos aquellos contrarios a la fe católica. Concluía
diciendo que todas estas series de guerras acabarían engendrando la Santa
Inquisición que, si bien pretendía erradicar las herejías dentro del seno de la
Iglesia Católica, afectó también a un amplio grupo de “infieles”, entre
judíos, musulmanes y practicantes de otras “religiones paganas”, cuya
única culpa era negar la resurrección de Cristo.

El Hombre del Gualicho. 270


Ya, hastiado de tanta información recurrente y crítica hacia la Iglesia
Católica, pidió un tentempié y sacó de su maleta un ejemplar de la vida de
San Martín de Porres, un santo peruano de la orden de los dominicos,
conocido como "Fray Escoba", ya que era representado con una escoba en
la mano como símbolo de su humildad. Fue el primer santo negro de
América y patrón universal de la paz.

Con ese volumen en las manos, de hojas ajadas después de tanto


releerlo, no llegaba a entender la actual moda, entre jóvenes y no tan
jóvenes, de admirar a héroes de ficción capaces de volar o hacerse
invisibles mediante el uso de la magia, o mediante poderes sobrenaturales
procedentes de otras galaxias. Aquellos personajes no dejaban de ser
simples protagonistas de películas o de cómics, frutos de la imaginación de
un escritora o escritora. Eran, tan solo, un mero cuento de ciencia ficción.

Sin embargo, no hacía falta avanzar mucho en el pasado para


recordar que nuestra historia contenía nombres de personajes que
manifestaban, realmente, esos poderes. Tal era el caso de San Martín de
Porres, o de Sor María Jesús de Ágreda, que podían estar simultáneamente
en dos lugares a la vez. O de San José de Cupertino que, sin haber nacido
en el planeta Krypton o utilizar una escoba mágica, era capaz de alzarse en
el aire y permanecer en las alturas, rezando, durante varias horas. Incluso
fuera del ámbito religioso, personajes históricos, como Daniel D. Home,
eran capaces de levitar, o tener dones como la clarividencia y la
telequinesis.

O San Vicente Ferrer, al que se le tenían reconocidos más de


ochocientos setenta y tres milagros, como el don de lenguas, entre otros. O
San Gerardo Mayela, que no requería de una capa de invisibilidad para que
las personas que estaban a su alrededor dejaran de verle, o Felipe Neri que
era capaz de leer los pensamientos de los fieles sin necesidad de que
mediara ninguna palabra entre ellos, o San Juan Bosco, capaz de multiplicar
alimentos…

¿Para qué recurrir, entonces, a la ciencia ficción, si entre nosotros


habían existido personas capaces de superar a cualquier superhombre, o a
cualquier mago, por muy aprendiz que éste fuera?

El Hombre del Gualicho. 271


¿Y qué decir de Juana de Arco? Una mujer que dejó tan cautivado a
Mark Twain, autor de obras tan conocidas como Tom Sawyer y Huckleberry
Finn, que, pese a estar muy alejado del catolicismo, escribió de ella su
mejor biografía. Un ejemplar que Gansewein siempre gustaba releer.

¿Quién no admiraría a esta joven aldeana que, con tan solo diecisiete
años, supo ponerse al frente de los ejércitos franceses y expulsar de Francia
a los ingleses que llevaban casi cien años de dominio? ¿Quién no se
quedaría embelesado por esta dulce joven que, injustamente condenada,
sería quemada en una hoguera cuando contaba solamente con diecinueve
años de edad, aquella a la que, treinta años más tarde, fue rehabilitada y
luego elevada a la categoría de Santa?

¡Curiosos los designios del Señor, que dirigieron las acciones de


Juana, permitiéndola realizar tales prodigios, pero que no ayudaron al
mariscal Gilles de Rais a llegar antes a Ruán, convirtiéndole en un
verdadero monstruo!

El mariscal Gilles de Rais, durante los últimos días de Juana, planeó


un ataque a Ruán con el fin de rescatarla. Desgraciadamente, su grupo de
mercenarios se demoró tanto que, al arribar a la plaza, sólo pudo
contemplar las cenizas de Juana consumiéndose en una pira ardiente. Se
dice que este fue el motivo de sus posteriores trastornos, ya que Gilles de
Rais se convirtió en un auténtico asesino en serie, muriendo en la horca
para luego ser quemado en la hoguera, tras haber sido acusado de
secuestrar, violar y asesinar, al menos, a doscientos niños.

Ante aquel mundo revuelto, en que el Islam luchaba contra el


cristianismo y éste a su vez contra los judíos, recordó que los santos no se
limitaban a la religión católica y que los milagros son una parte importante
de las religiones del mundo entero.

Hay muchos místicos de diversas tradiciones a quienes se les


atribuyen grandes milagros, como el mártir del Islam Mansur Hallâj, quien
sanó a un niño moribundo de una enfermedad. También se contaba de él
que, cuando se dirigía a la Ka'abah, sus compañeros le dijeron lo que
deseaban comer. Él les dijo que se sentaran y, al pasarse la mano detrás de

El Hombre del Gualicho. 272


la espalda, empezó a sacar y repartir entre las cuatrocientas personas que
le acompañaban, dos panes y una cabeza de cordero cocida para cada uno.

O la mística musulmana Rabi'a al-Adawiyya, una de las fundadoras


del sufismo. Se contaba de ella que, tras haber sido liberada de la
esclavitud, se la vio rezando con una lámpara suspendida sin cadena alguna
sobre su cabeza. También se decía que, en su peregrinación a la Meca, se le
murió el burro que llevaba sus cosas. Después de rezar y suplicar a Alá que
la ayudara, el burro se levantó y comenzó a caminar el resto del camino.

Otro de los ejemplos de milagros fuera de la religión cristiana era el


de Baal Shem Tov, un místico judío y fundador del judaísmo jasídico. Y qué
decir de Mira Bai, una princesa india que dedicó toda su vida a amar al dios
Krishna. Como la familia de su esposo no estaba de acuerdo con su
comportamiento, intentaron matarla varias veces, pero ella sobrevivió a una
culebra venenosa, a una bebida envenenada y a un intento de
ahogamiento. Al final de su vida se fundió con Krishna, y sólo quedó de ella
su sari sobre la estatua del dios.

El santo budista Moggallana era uno de los discípulos favoritos del


Buda y logró desarrollar poderes psíquicos a través de sus estudios y
disciplina. Incluso era capaz de transformarse en cualquier cosa.
Padmasambhava, fue un sabio gurú de Oddiyāna a quien se le atribuye
haber llevado el budismo Vajrayana a Bhutan, Tibet y otros países cercanos
en el siglo VIII. Al ser condenado a la hoguera por el rey, convirtió el fuego
en un lago y salvó su vida. Luego, reapareció encima de un loto.

También estaban los ocho inmortales, un grupo de deidades de la


mitología china que, se decía, existieron realmente y que nacieron durante
las dinastías Tang o Song, practicando las técnicas de la alquimia y los
métodos de la inmortalidad. Como ejemplo de éstos recordaba a Li Tieguai
que, al igual que los anacoratas cristianos, ya desde niño decidió estudiar el
Tao, retirándose a vivir a una cueva. Se decía que consagró cuarenta años
de su vida (al igual que los cuareta días que Jesús ayunó en el desierto) a la
práctica de la meditación, olvidándose con frecuencia de comer y dormir.
Laozi, el fundador del taoísmo, y Xi Wangmu, la Reina Madre del oeste se
encargaron directamente de su instrucción, bajando aisduamente del cielo

El Hombre del Gualicho. 273


para enseñarle.

Eran tantos los santos y milagros que se habían procesado fuera de la


religión católica, que Gansewein optó por relajarse, olvidarlos a todos y
echarse a dormir un poco, más no pudo por menos evocar las palabras del
mísitico sufí Ibn Arabi, quien allá por el año mildoscientos, compuso uno de
los más bellos poemas sobre la tolerancia religiosa.

Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo


si su religión no era como la mía.
Pero ahora mi corazón se ha convertido
en receptáculo de todas las formas religiosas:
es pradera de gacelas y claustro de monjes cristianos,
templo de ídolos y Kaaba de peregrinos,
Tablas de la Ley y Pliegos del Corán.
Porque profeso la religión del Amor
y voy a dondequiera que vaya su cabalgadura.
Porque el Amor es mi credo y mi fe.

Era cierto que el Amor era la verdadera religión, la auténtica. Pero


acaso: ¿no amó tanto Dios al mundo que nos entregó a su Hijo único para
que no pereciéramos ninguno de los que creen en él, sino que tuviéramos la
vida eterna?

Cuando el avión llegó a Buenos Aires era casi el amanecer. Allí se


detuvieron lo suficiente como para repostar y luego retomar el vuelo hasta
el aeropuerto de "Antoine de Saint Exupéry", cerca de la ciudad de San
Antonio Oeste, en el Golfo de San Matías. Este aeropuerto tenía el nombre
del célebre autor de “El Principito”, en conmemoración a su presencia en
Argentina. Saint Exupéry llegó a este país en octubre de mil novecientos
veintinueve y fue el fundador y primer piloto de la Aeroposta Argentina, la
primera compañía de aviación argentina.

Desde San Antonio Oeste, un helicóptero del ejército le trasladó


directamente a las Salinas del Gualicho.

El Hombre del Gualicho. 274


Al irse aproximando, el espectáculo que contempló le pareció
dantesco. Miles de personas se congregaban alrededor de las excavaciones,
por lo que habían tenido que intervenir las Fuerzas Armadas Argentinas con
la intención de mantenerlos a raya y, sobre todo, dispersarlos, dado el
riesgo de que tanta afluencia de personas acabaran con la resistencia de las
láminas de sal, y se produjeran hundimientos y derrumbes.

Por aquí y por allá, haciendo uso de altavoces o amplificadores,


multitud de predicadores proclamaban el fin del mundo y el advenimiento
del Anticristo, mientras que en otros lugares, una comunidad de monjas y
sacerdotes, con sus hábitos negros y blancos bajo la centelleante luz del
sol, rezaban con los brazos en cruz.

En otros lugares se amontonaban los creyentes, enfrentados con


aquellos que, siempre negando la resurrección de Cristo, avanzaban
envalentonados y desafiantes, portando pancartas con lemas como “El
Infierno no Existe…., ni Dios tampoco”, “Jesús nunca fue más humano que
ahora”, etc.

En cuanto a los medios de comunicación, éstos parecían haberse


instalado permanentemente en Las Grutas y, desde allí, retransmitían todos
los acontecimientos que tenían lugar tanto en Argentina, donde ya habían
salido a luz miles de reliquias, documentos templarios, arcones y cofres
repletos de oro y plata, como internacionales, donde se informaba de
graves altercados entre las comunidades cristinas y judías de diversos
países, con detenciones, apaleamientos y más de una muerte. En algunos
otros lugares, radicales islamistas ya habían entrado en las iglesias,
saqueado altares y quemado cruces, apedreado a los fieles allí presentes,
etc.

Era tal el caos que el Papa había pedido paz, respeto y prudencia
durante el tiempo necesario para que se aclarasen las cosas. Por eso, tanto
el correo personal como el teléfono móvil de Gansewein se iba colmatando,
más y más, de mensajes del Santo Padre, pidiendo insistentemente una
respuesta.

Nada más llegar fue cacheado, olisqueado por perros, escaneado con

El Hombre del Gualicho. 275


detectores de metales y sometido a toda una serie de preguntas de
reconocimiento que le obligaron, una y otra vez, a presentar sus
credenciales y a exhibir la carta firmada directamente por el Santo Padre.

Tras aquellas medidas de seguridad, fue recibido directamente por el


Ministro de Defensa Argentino y conducido hacia una carpa, donde
aguardaban diferentes representantes del estado, del ejército y de la
iglesia, así como los dos principales encargados de las excavaciones y, por
tanto, responsables del descubrimiento, el doctor Luis Torres y la doctora
Nuria Aranguez.

- Desearía ver el principal motivo de mi presencia aquí – solicitó


Gansewein una vez le hubieron puesto una calabaza con mate bien
caliente entre las manos.

Tras aspirar de la bombilla y, prácticamente, abrasarse la lengua con


aquel líquido hirviente, volvió a preguntar:

- ¿Dónde se encuentran esos huesos, los de Nuestro Señor Jesucristo?


El doctor Torres se levantó inmediatamente, pero la mano de uno de
los altos dirigentes del estado le aferró por el antebrazo y le obligó de
nuevo a sentarse.
- Antes de ver esas “reliquias”, Eminencia – comentó aquel hombre con
un acento típicamente argentino -, deberíamos debatir, previamente,
ciertos detalles.
El hombre se autopresentó como Ministro de Interior y Transporte.
Era joven, elegantemente vestido, pero se veía que tenía un cometido
expresamente mandado desde presidencia, y que debía cumplirse a toda
costa.
- Desde España, Portugal, Francia, Italia e Inglaterra – continuó -, se
nos ha pedido la entrega de estos tesoros, aludiendo que fueron
requisados por los monjes templarios y que deben ser devueltos a
sus legítimos dueños.
- Incluso – continuó otro de los asistentes -, hemos recibido cartas de
grupos que se autoproclaman sucesores de los templarios, sobre todo
desde Glastonbury, desde el Languedoc francés y desde Tomar, en
Portugal. Algunas vienen, además, con el sello del “Priorato de Sión”,

El Hombre del Gualicho. 276


con el de la Orden Soberana y Militar del Temple de Jerusalén, e
incluso, con la firma de un tal… – revisó sus papeles -, Johannes
Marcus Larmenius. Se llaman a sí mismos Grandes Maestres y
reclaman que se les devuelva lo que, a su parecer, les pertenece.
- Por eso – retomó el Ministro de Interior la palabra -, antes de nada,
desearíamos conocer la opinión de la Santa Sede sobre la propiedad
de estas reliquias.
Gansewein iba a responder, pero una joven allí presente, que luego
se presentaría como secretaria del Ministro de Interior y Transporte, se
anticipó. La muchacha iba elegantemente vestida, con un corte de pelo
exquisito que recalcaba sus matices azabaches. Sus labios brillaban,
pintados en rojo intenso.
- De cualquier manera – exclamó la joven con un tono de voz exigente
-, hemos consultado diversos documentos, entre ellos la bula
Pastoralis Praeminentiae, del Papa Clemente V, en la que se ordena a
todos los monarcas cristianos la detención de los templarios y la
confiscación de sus bienes. Por ese motivo – el dedo de la joven
golpeó reiteradamente unos papeles ubicados encima de la mesa -,
todas las reliquias, cofres, documentos, oro y plata de las
excavaciones de las Salinas del Gualicho, absolutamente todos,
deberán quedar en poder del Gobierno Argentino, ya que, de hecho,
mucho del oro y de la plata con que están hechos, provinieron antes
de aquí.
Gansewein asintió con la cabeza. Volvió a dar una nueva chupada a la
bombilla de la matera y suspiró.
- Es justo – asintió tras secarse los labios con una servilleta de papel -.
Tan solo pediremos una condición.
- ¡En este asunto no hay condiciones! – Estalló el ministro de defensa
elevando la voz y abriendo bruscamente ambos brazos, como si
quisiera dejar el asunto por zanjado - ¡Tenemos órdenes desde arriba
que exigen que…!
- ¡Cómo comprenderá – replicó aún más fuerte Gansewein, elevando
un dedo hacia el cielo –, yo tengo órdenes de escabeles mucho más
elevados que los suyos!

El Hombre del Gualicho. 277


El Ministro de Interior y Transporte se puso en pie y extendió ambas
manos, pidiendo calma.
- Tranquilos señores – su voz pausada, apaciguadora, consiguió relajar
los ánimos de los allí presentes -. No podemos oponernos a algo que
aún desconocemos ¿Por favor, Eminencia, podría decirnos cuáles son
sus peticiones?
- Hay intereses de la Iglesia – continuó Gansewein más pausado –, que
pueden verse comprometidos por los documentos templarios.
La doctora Aranguez estalló en una risita silenciosa. Levantó la mano
derecha y pidió la palabra:
- ¿No cree, Eminencia, que la Iglesia se encuentra ya, tan sumamente
debilitada, como para entretenernos con esas memeces?

La ironía era una de esas cualidades que dominaba muy bien Nuria
Aranguez. Aunque para Torres, más que cualidad, bien le parecía un
defecto.

- Al fin y al cabo – continuó Nuria con una risa burlona -, la fe en


ustedes lleva tantas décadas debilitándose por los numerosos casos
de pederastia y corrupción que.., ¿cómo van a preocuparse aún más
por la aparición de unos simples documentos?
El Ministro de Interior ignoró el comentario de la arqueóloga. Juntó
los dedos de sus manos, apoyó los codos en la mesa, y asintió con la
cabeza.
- Comprendo las preocupaciones del Santo Padre….
- Por eso – continuo Gansewein, obviando también las palabras de
Nuria Aranguez -, desde la Santa Sede, tan solo pedimos que se nos
permita revisar esos documentos, antes de que ustedes decidan
hacerlos públicos.
Esta vez Nuria dejó un lado la ironía para pasar a la ira. Se levantó
exaltada, señaló con un dedo al secretario Papal y gritó.
- ¡Lo que ustedes desean es expurgar todo aquello que no les
convenga! – Sus ojos estaban inyectados en sangre, rojos de furia.

La doctora Nuria Aranguez se interrumpió un momento, como si la


rabia que le endurecía la voz le oprimiese la garganta y le impidiese seguir

El Hombre del Gualicho. 278


hablando.

- ¡Lo que desean es eliminar o…, mejor dicho, censurar, como siempre
han hecho, todo aquello que ustedes crean contrario a la fe!
¡Volvemos de nuevo a la caza de brujas, a los tiempos de Galileo
Galilei!
Luis Torres la agarró por la camisa y la obligó a sentarse,
disculpándose por la interrupción.
Gansewein se levantó, igual de colérico, arrojando una pila de
periódicos sobre la mesa. Había pasado de tener la boca cada vez más
abierta a cerrarla de golpe, apretando los dientes y tensando los músculos
del rostro, de manera que, tanto las venas de su cuello como las de su sien,
se marcaban como ríos de color púrpura.
- ¡Lo que yo deseo es detener todos estos atentados que están
sucediendo ahora! – Exclamó golpeando reiteradamente las ojeadas
páginas -. ¡Más de cien muertos en un altercado en Jerusalén, otros
tantos en Afganistán, Siria y Arabia Saudí….! ¿Quiere que siga
leyendo, o prefiere usted misma comprobar lo que le digo? ¿Acaso,
no desea usted que todas estas muertes dejen de producirse?
Gansewein estaba fuera de sí. Su elevada estatura, su anchura de
hombros, su porte atlético y, sobre todo, el cansancio del viaje y el estrés al
que había estado sometido desde que partiera del Vaticano el día anterior y
que, prácticamente, no le había permitido conciliar el sueño, había acabado
por salir a flote en aquel arrebato de cólera.
En sus manos mostraba la primera página del “Times” londinense. En
ella podía verse una fotografía, a todo color, de los restos de una Iglesia en
Jerusalén que un grupo de terroristas musulmanes había hecho explotar con
todos sus ocupantes dentro, provocando una masacre de más de ciento
cincuenta muertos. El periódico francés “Le Monde” abría sus titulares con la
frase: Dos mil años conviviendo con una falacia: muchas personas
presenciaron la resurrección de Cristo, pero tan solo los cristianos creen en
ella”. Y así, otras tantas revistas daban eco de los desórdenes provocados
por el descubrimiento de tales reliquias.
- El Santo Padre ha pedido paz y prudencia – continuó con voz

El Hombre del Gualicho. 279


iracunda -. Y la prudencia no se consigue arrojando al público un
montón de documentos templarios sin haberlos antes leído. O
ustedes – esta vez fue el dedo del secretario papal el que acusó a
Nuria y después al resto de los allí presentes - ¿dejarían que su hijo,
de corta edad, viera películas de guerra…, o, tal vez, películas
pornográficas?
Un silencio sepulcral invadió la sala, sólo interrumpido por la
respiración excitada del cardenal de Gansewein que, aún de pie y con los
brazos apoyados en la mesa, miraba de uno a otro, esperando una
respuesta.
Hubo unos segundos de silencio antes de que el Ministro de Interior
retomara la palabra.
- Nos parece bien – asintió, siendo avalado con movimientos de cabeza
por los representes eclesiásticos argentinos -. Ustedes serán los
primeros que revisarán esos papeles, pero éstos pertenecerán al
Estado Argentino, y siempre tendrán de quedarse aquí. Serán
representantes de la Santa Sede los que acudan a nuestros archivos
para poder estudiarlos.
- Y ahora, si me lo permiten – Gansewein, aún de pie, juntó sus dos
manos sobre el pecho en un gesto de paz y asentimiento -, desearía
ver los huesos de Jesús Nuestro Señor, y el Santo Relicario de plata.
El Santo Padre está esperando noticias urgentes sobre ello.
Esta vez fueron Luis Torres y Nuria Aranguez los que se acercaron al
representante papal. Éste, nada más tener cerca a la joven, la acusó con un
dedo.
- ¡Usted, señorita, debería controlar más su genio ya que, más pronto
que tarde, acabará perdiendo todas las partidas!
Torres echó una mirada recriminatoria a su ayudante y se disculpó
por ella. Luego fue Nuria quien, directamente, pidió perdón al cardenal.
- Disculpe – se excusó la joven -, pero, es que yo…, nunca, nunca he
creído en esas cosas de la Iglesia y sus milagros.
- ¡Pues mal hace, señorita! – Le reprochó Gansewein - ¡Pretender decir
que no se cree sin haber antes vivido, es cómo decir que no le gusta
la comida sin haberla antes probado! Los milagros forman parte de

El Hombre del Gualicho. 280


nuestra historia, y muchos de ellos se consideran tan probados como
la misma conquista de América, o como el hecho de que estemos
usted y yo aquí, hoy, hablando.
Nuria se rió escéptica. En sus ojos se veía un deje de malicia, o
quizás de escepticismo. Parecía decir con su mirada: pobrecito, aún cree en
fantasmas, o, seguro que todavía no sabe que los Reyes Magos son los
padres.
- ¿No sé de qué se ríe? – La amonestó el cardenal alzando la voz,
mientras seguía reprochándola con el dedo de la mano derecha -.
¿Usted, acaso, duda de la existencia de San Martín de Porres, o de
Santa Rosa de Lima? Porque, si ese es el caso, sólo tiene que ir a
Lima a contemplar sus restos. Se hallan en el Convento de Santo
Domingo, junto a los de San Juan Masías, en el denominado "Altar de
los Santos Peruanos".
- Los milagros no son más que meras patrañas – trató de justificarse
Nuria -. No tienen base, no hay nada que los sustente. ¿Cómo puede
pretender hacerme creer que alguien es capaz de levitar, hacerse
invisible o realizar cosas así, sólo por tener un contacto directo con
Dios?
- Hay muchos testimonios que acreditan que, por ejemplo, cuando San
Martín de Porres oraba, levitaba, y lo hacía sin ver ni escuchar a la
gente que estaba a su alrededor. A veces, hasta el mismo Virrey
tenía que aguardar un buen rato en la puerta de su habitación,
esperando a que terminara su éxtasis para poder consultarle y eso, a
pesar de los escasos estudios del Santo.
- Pero estamos hablando de otros tiempos – suspiró Nuria -, otras
épocas y, en ellas, las cosas relativamente difíciles de entender,
había que explicarlas a base de milagros.
- Los milagros siguen existiendo hoy en día. No debe olvidar al Padre
Pio de Pietrelcina, cuyos estigmas, éxtasis y otros fenómenos místicos
han sido presenciados en tiempos mucho más recientes.
Nuria agachó la cabeza. Pretendió buscar apoyo en Torres, pero él
tan solo la recriminaba con la mirada. La terquedaz de la joven era algo que
a Torres más dolores de cabeza le traía. Algunas veces aquella obstinación

El Hombre del Gualicho. 281


había dado sus frutos positivos, pero en otras, creía que Nuria debería saber
en qué momento había que contenerse y tirar la toalla. Aquella era una de
esas ocasiones.
- En la mayoría de los casos – replicó Nuria perdiendo la fuerza en la
voz -, todos esos milagros sólo se basan en testimonios de testigos.

Gansewein, que acababa de dar unos pasos a la salida, se giró de


nuevo hacia la joven. El crucifijo que llevaba colgado al pecho bamboleaba
oscilante con cada respiración

- ¿Cómo cree que la policía resuelve, hoy en día, gran número de


crímenes?
Nuria no supo que contestar. Quizás supiera la respuesta, pero
aquella pregunta tan directa, aquella actitud severa de Gansewein, la
cohibió tanto que, atenazando su caracter rebelde, optó por el mutismo más
absoluto.
- Si lo hacen es basándose, precisamente, en el testimonio de testigos
– respondió Gansewein -. Además, su propia profesión, la
arqueología, ¿no se basa, acaso, en este tipo de testimonios? Si
ustedes han estado buscando aquí, en estas Salinas, ¿eso no es
debido a que han estado haciendo uso de los testimonios de gentes
de otras épocas, gente con tan poca, o aún menor credibilidad, que
los que aseguran haber presenciado milagros?
Torres, que se había mantenido callado hasta esos instantes, caviló
un poco antes de responder:
- Es cierto. En nuestra profesión nos basamos en algo así, como en una
especie de “parahistoria”. Es decir, en una historia paralela. Son
hechos extraños, en muchos casos con un fuerte contenido mágico,
desconocidos para muchos, pero que, sin su comprensión,
difícilmente se podrían explicar ciertos actos históricos. Así, por
ejemplo, el hecho de que un rey tomara tal decisión y no otra, era
debido a conjuros, oráculos, apariciones y muchas cosas así.
- De cualquier manera – volvió entrar al trapo Nuria -, la religión no
tiene ningún fundamento. Está construida al revés de cómo deberían
ser las cosas.

El Hombre del Gualicho. 282


Al ver la cara de extrañeza mostrada tanto por Gansewein como por
Torres, Nuria inspiró fuerte y retomó de nuevo su discurso.
- Me explico – dijo mordiéndose el labio inferior -. La religión elabora
todo su cúmulo de creencias, las cuales acaba por transformar en
dogmas. Luego, sobre estos dogmas, sustenta todos sus pilares. Pero
si se deja de creer en esas “creencias”, valga la redundancia, todo se
convierte en humo. La religión no es nada.
Ahora fue Gansewein quien empezó a expirar e inspirar lentamente.
Tenía las aletas de la nariz dilatadas, como focos suctores capaces de
tragarse todo lo que pasaba por su lado.
- Pero, señorita, es que todo está hecho de creencias – replicó –.
Absolutamente todo.
Buscó en los alrededores hasta localizar un lápiz y una hoja de papel
y sobre ella dibujó lo siguiente:


- ¿Qué cree que significa esto? – Preguntó, enseñándole el papel.
Nuria le echó un breve vistazo al dibujo y se encogió de hombros, con
un gesto de resignación.
- No lo sé – respondió -. Pero veo en ese garabato el trazo de una cruz,
por lo que creo tendrá que ver con alguno de sus signos cristianos.
- Ni mucho menos – la rebatió Gansewein quitándole el papel de las
manos -. Esto de aquí significa árbol en chino tradicional. Lo que pasa
es que, para usted, esta palabra no le significa nada, ya que
desconoce el código con el que ha sido escrita. Para entenderla, ha
sido necesario que un grupo de personas se sentara y creara un
código, totalmente inventado, que permitiera interpretar estos signos
– Gansewein golpeó reiteradamente el papel con su dedo -. Luego,
sobre estos signos, es sobre los que los chinos han basado toda su
cultura. Y me estoy refiriendo a la cultura nipona, de muchos siglos
de antigüedad.

El Hombre del Gualicho. 283


Nuria iba a abrir la boca, pero se quedó unos segundos sin contestar,
momento que aprovechó Gansewein para seguir con su plática.
- ¿Y, qué me dice de los números? ¿Usted cree que existe un uno, o un
dos, paseando por ahí libremente, como en las series de “Barrio
Sésamo”?
Tanto Torres como Nuria Aranguez se quedaron atónitos
contemplando al arzobispo. Torres seguía con las manos en los bolsillos,
expectante de aquella discusión en la que prefería estar al margen.
- Pues no – contestó Gansewein -. No hay ningún uno ni ningún dos
por ahí paseando. De hecho, nuestros números modernos son algo
totalmente inmaterial. No son cómo árboles ni casas, algo que
podamos tocar. Nuestros números proceden de los utilizados
antiguamente por los hindúes y es a partir de ellos, de este concepto
tan abstracto, de los que hemos montado todas las Matemáticas, las
Físicas, etc.
Gansewein dejó escapar un soplido a la par que, con los dedos, hacia
un gesto, como si el humo se escara de sus manos, como si fuera la
efervescencia de una bebida gaseosa.
- Ve, entonces, como la religión no se opone en nada a ninguna de las
ciencias actuales. Todas se sustentan en humos, en códigos banales
ideados por el hombre para interpretar sistemas. Nuestra religión, lo
único que hace, es ponerle nombre a lo indefinible, a lo que no se
puede explicar. A eso, lo llamamos Dios.

Erick Gansewein agarró a Nuria Aranguez por los hombros y la miró


fijamente. La joven parecía confundida por la elocución de aquel hombre.
Con los brazos pegados al costado de su cuerpo y la boca abierta como un
pez, Nuria Aranguez sólo podía oír y callarse.

- Ya lo dijo antes Albert Einstein: “La ciencia sin religión es coja y la


religión sin ciencia es ciega”. También, el gran físico Werner
Heisenberg, premio Nobel por su aportación en los avances de la
mecánica cuántica, afirmó: “Creo en Dios y que de Él viene todo”.
Incluso otro de los grandes fundadores de la moderna física y
también premio Nobel, como es Max Planck, participaba de una

El Hombre del Gualicho. 284


opinión parecida cuando decía: “No se da contradicción alguna entre
religión y ciencias naturales; ambas son perfectamente compatibles
entre sí”
- Pero…, ¿de verdad cree usted que existe Dios? ¿Qué hay por ahí un
Ser maravilloso, llamado Yahveh, creador del Cielo y la Tierra?
Gansewein dejó escapar su aliento antes de contestar.
- Yo no sé si existe Dios – respondió -. Tan solo sé que, durante miles
de años, ha habido gente que sí que ha creído. Éstas habrán obrado
bien o mal, pero han creído, y nos han dejado su legado que
atestigua que lo han hecho. Y yo, ante sus catedrales, libros y obras,
no puedo hacer otra cosa nada más que rendirme a las evidencias.
Nuria asintió compungida. En ese punto Gansewein tenía razón por lo
que, al sentirse derrotada, optó por callarse. Era cierto que, hasta hacía
sólo unos días, la presunción de la presencia de monjes templarios en
tierras argentinas se sustentaba con muy pocos alfileres, y que esa
suposición se basaba en datos, escritos y conjeturas con una menor solidez
que la de la “supuesta” estigmatización del padre Pio, o la levitación de San
Martín de Porres.
Además, había ahí un aspecto que a Nuria, desde niña, siempre le
había extrañado. Era esa sensación de angustia, ansiedad y gozo que
experimentaba en determinados lugares considerados sagrados. La percibió
por primera vez a los seis años, cuando sus padres la llevaron a abrazar el
busto del apóstol Santiago, en su Galicia natal. Y también la notó más
tarde, en otros lugares y rincones, cómo en San Andrés de Teixido o en
Covadonga.
Luego recordó una antigua excursión, con sus padres y abuelos, a
visitar Lourdes, en Francia, a donde sus padres le habían prometido viajar,
pues fue allí donde fueron de viaje de novios.
Según le habían contado, el primer milagro que tuvo lugar en Lourdes
sucedió unas semanas apenas de la primera aparición de la Virgen, cuando
una tal Catherine Latapie sumergió en el agua de la gruta una mano en la
que sufría una parálisis y, al parecer, ésta fue curada. También le habían
dicho que, en mil ochocientos ochenta y tres, la Iglesia había instalado allí
un consultorio médico encargado de examinar y constatar las curaciones y

El Hombre del Gualicho. 285


que, de los siete mil casos allí presentados, la Santa Sede había reconocido
sesenta y siete milagros como verdaderos. Sesenta y siete.
Le envolvió el sabor amargo de reconocer que ella, por aquellos años,
creía, y creía con el mismo fervor y devoción con que lo hacían sus padres.
¿Cuándo había dejado perder su fe? No lo sabía, pero empezó a sentir un
resquemor, una pequeña ascua de pena y tristeza que se convertiría en
llamarada, predisponiéndola a la situación que tendría lugar unos minutos
más tarde.
¿Quizás fuera después de toma su primera Comunión? Tanto le
habían hablado del sentimiento de gozo que experimentaría al tomar por
primera vez el Cuerpo del Cristo que, al día siguiente, al levantarse y
comprobar que todo seguía igual en ella, pensó que todo aquello había sido
un verdadero fiasco.
Sin embargo, lo curioso de aquella sensación experimentada en todos
esos lugares es que era embriagadora, como si fuera un licor místico y
trascendental que emborrachara a todo aquel que tuviera la sensibilidad de
poder apreciarlo y beberlo, pero que no se limitaba únicamente a lugares
cristianos, pues la había sentido también en el Machu Picchu, o delante del
templo del Sol en Cuzco, o en lugares tan dispares como en Dun Aengus, en
las islas de Arán de Irlanda.
Ella atribuía esa sensación, ese sentimiento, ese arrebato de energía,
al flujo que emanaría de los miles de creyentes que acudirían a aquellos
lugares a venerar a las piedras. Eso haría que las rocas se impregnasen,
como si de un fino tul se tratase, de esa sustancia, emanándola en forma de
fino olor y provocando tales estados de aturdimiento.
También pudiera ser que el roce de los pies, el desgaste de los dedos
sobre las paredes y los suelos, hubiera labrado en ellas finos surcos, al igual
que los de un disco de vinilo. Surcos que recogerían los lamentos y
plegarias de miles de fieles, las danzas en torno a las piedras sagradas, los
cantos ancestrales de ritos primigenios, sus voces y sus coros, gritos y
murmullos que resurgirían en aquellos lugares como improvisadas cajas de
resonancia que, lentamente, irían cargándose con las vibraciones de
millones de responsos y ceremonias.
¿Podía llamar a esa sustancia, a esa vibración, con el nombre de

El Hombre del Gualicho. 286


“Energía telúrica” fluyendo por el seno de la Tierra?
Quizás eran “Lugares de Poder”, zonas donde el hombre trascendía a
un estado espiritual más elevado, encontrándose consigo mismo. Eran
lugares destinados a la alabanza, al sacrificio, al ruego, a la oración, a la
plegaria….
Nuria había podido experimentar en su propia sangre la existencia de
esos lugares sagrados. Lugares donde la energía fluye de un modo distinto,
descubriéndose de una forma incomprensible, incluso para aquellos que no
creen en Cristo, pero sí que creen en una fuerza superior. Una fuerza que
había sacudido su cuerpo de arriba abajo y que le había hecho sentir “Algo”
en toda su magnificencia. ¿Era esa sustancia el verdadero Dios en su
incomparable excelsitud? ¿Era aquella realidad espiritual la más pura
esencia del Espíritu Santo, aquel que fecunda a vírgenes, trasciende almas
y genera santos? Ella no lo sabía.
- ¿Y bien? – Preguntó Gansewein cortando a Nuria todas sus
divagaciones -. ¿Pueden llevarme, ya, a ver esa “supuesta” reliquia?
- Por aquí -. Fue lo único que se atrevió a decir la joven, mostrando
con una mano el camino por el que se abandonaba la estancia.

El cardenal Gansewein fue acompañado únicamente por Nuria y el


doctor Torres. El resto de la élite argentina permaneció en aquella sala,
debatiendo y redactando otros acuerdos que presentar más tarde ante la
Santa Sede.

- En primer lugar – replicó Torres – quiero decir que el hallazgo de esos


huesos fue pura casualidad. Nosotros no pertenecemos a ningún
grupo cristiano que se halle dentro de la Tercera búsqueda del Jesús
histórico.
- Comprendo – añadió Gansewein con un asentimiento de cabeza.

La Tercera búsqueda del Jesús histórico (Third Quest) es un término


propuesto por Stephen Neil y Tom Wright en mil novecientos ochenta y
ocho, aunque sus planteamientos se vinieran forjando desde mil
novecientos sesenta y cinco. En esta etapa se dejan a un lado los ámbitos
puramente filosóficos y teológicos de la figura de Jesús y se les da entrada
a nuevos y diversos campos como la sociología, la psicología, la

El Hombre del Gualicho. 287


historiografía, la arqueología, etc.

- Hemos examinado esa arqueta hasta en el último detalle – respondió


Torres -. Es un relicario de plata del tamaño de una persona adulta
cuyas manos cubren sus genitales….
- ¡Sáltate los prolegómenos, Luis! – Exclamó Nuria - ¡Lo que más le va
a interesar al Santo Padre son las inscripciones halladas en su
interior!
- ¿Inscripciones? – Preguntó Gansewein extrañado - ¿Qué tipo de
inscripciones?
- Pone una fecha en números romanos – respondió Torres -.
Concretamente “mil trescientos”.
- También hemos podido leer lo siguiente – continuó Nuria -. “Hecho
por el orfebre Pierre, por mandato de Dña. Marguerite De Joinville”
- ¿Alguna cosa más? – Volvió a preguntar Gansewein -.
- En principio no – respondió Torres.
Nuria se adelantó unos pasos y se volvió hacia el cardenal
Gansewein.
- Marguerite de Joinville es… - trató de explicarse, pero se enfrentó con
la mirada fría del arzobispo, que la cortó tajantemente antes de
acabar la frase -.
- Sé muy bien quién es esa Marguerite de Joinville, señorita – la voz de
Gansewein parecía fría, sin sentimiento, al igual que un profesor
respondiendo a un alumno molesto –. Es la hija de Jean de Joinville,
autor de la “Histoire de Saint Louis” y madre de Geoffrey de Charnay.
Fue la mujer de ese tal Geoffrey de Charnay, Jeanne de Vergy, la que
mandó exponer por primera vez, en Lirey, la Sábana Santa que hoy
se venera en Turín.
- ¡Jo! – Exclamó Nuria con sarcasmo - ¡Usted sí que es un verdadero
crack! ¡Se sabe, incluso, cosas de las que yo no tenía ni repajolera
idea!
- Ese es el problema de “su especialización” – respondió Gansewein
matizando las últimas palabras, elevando la voz y señalando a Nuria
con un dedo –. Usted se considera muy sabia conociendo todo de

El Hombre del Gualicho. 288


muy poco, cuando el verdadero sabio es aquel que conoce poco, pero
de mucho.
- ¿Y cómo se consigue eso?
- Leyendo, mi querida amiga, simplemente leyendo….
- Comprendo – contestó Nuria mientras, cabizbaja, retrocedía unos
pasos hasta situarse detrás de los dos hombres -. Eso es lo que
hemos de hacer, leer, leer y leer, aunque no sepamos qué leemos.
Torres, que había permanecido unos segundos meditabundo, levantó
la voz, con un deje de asombro en su entonación.
- Usted ha dicho que Jean de Joinville fue la madre de Geoffrey de
Charnay, pero…, ¿no fue un Geoffrey de Charnay quien murió
quemado, junto a Jacques de Molay, aquel fatídico día del dieciocho
de marzo de mil trescientos catorce?
- Efectivamente – respondió Gansewein -. Geoffrey de Charnay fue el
comendador de Normandía que acompañó al Gran Maestre Templario
en la hoguera. Sin embargo…., no creo que haya ninguna relación
entre uno y otro – el arzobispo negó con la cabeza -, dado el gran
baile de fechas existente. Uno murió en mil trescientos catorce, y el
otro en mil trescientos cincuenta y seis, en la batalla de Poitiers.
- Demasiadas causalidades – matizó Nuria -. Y mi abuelo era uno de
aquellos viejos rezongones que siempre decía: “cuando las
coincidencias coinciden mucho… ¡tal vez no sean coincidencias!
- Puede que su abuelo tuviera razón, y que no sean meras
casualidades – respondió Gansewein -. Pero eso es algo que, por
ahora, no podemos confirmar, así que…, vayamos a otro tema. En
cuanto a los huesos, ¿qué pueden decirme de ellos?
- Los huesos fueron metidos como tal en el relicario, ya que no se ve
en ellos ningún rastro de piel, pelo o vestidos. Si bien, se dispusieron
cuidadosamente sobre una tela negra, ocupando cada uno su lugar
correspondiente.
- A primer vista – continuó Torres -, el cráneo muestra en la región
frontal, occipital y parietales diversas escoriaciones, como si le
hubieran encasquetado una corona de espinas.
- También hemos encontrado una marca en una de las costillas

El Hombre del Gualicho. 289


derechas, provocada, sin duda, por una espada o lanza al clavarse en
el costado – prosiguió Nuria -. Hay otras marcas a la altura de los
pies y las muñecas, éstas últimas en el espacio de Destot.
- ¿En el espacio de Destot? – Preguntó Gansewein extrañado –. A Jesús
se le crucificó por la palma de la mano y no por las muñecas. Por eso
se cree que debieron atarle con cuerdas a la altura de los antebrazos
para evitar que, por el peso, las manos se desgarrasen.
- Sin embargo, nuestros huesos muestran claramente como el agujero
se halla a la altura del espacio de Destot – replicó Torres señalando
con la mano derecha un punto sobre la muñeca izquierda – Justo
aquí.
- Creemos que los clavos tendrían una dimensión aproximada de unos
trece a dieciocho centímetros de largo por uno de ancho, y que se
clavaron en el espacio de Destot, puesto que, en este punto, el clavo
no rompe ningún hueso.
- Pero sí que roza a los nervios cubital y mediano – Gansewein contrajo
los dientes y se persignó, en un intento de reprimir una maldición -
¡Dios mío! No me imagino el dolor que debió padecer este hombre.
Tan solo podría calificarlo de atroz y espantoso.
Su rictus se transformó. Parecía que sufriera él mismo aquella pasión.
Conocía muy bien la anatomía humana y sabía que un clavo de esa
magnitud, al rozar el nervio mediano, produciría la contracción del pulgar, y
generaría un sufrimiento difícil de describir.
Al cabo de unos segundos recuperó la compostura:
- Y ahora, por favor, ¿dónde puedo ver esos huesos? – Preguntó.

Torres avanzó unos pasos hasta situarse delante del legado papal.
Luego se giró hacia él y, andando de espaldas, contestó:

- Tendrá suerte de contemplarlos ahora mismo; pues los estamos


embalando con la intención de realizar, sobre ellos, una investigación
mucho más exhaustiva.
- ¿Más exhaustiva? – Preguntó extrañado Gansewein - ¿A qué se
refiere?
- Queremos utilizar técnicas propias de la arqueología forense. Desde

El Hombre del Gualicho. 290


aplicar el C14 para valorar la antigüedad de los mismos, hasta hacer
uso de peritos criminalistas.
- ¿Peritos criminalistas? – Volvió a preguntar, aún más extrañado, el
arzobispo Gansewein -.
- Sí, Eminencia – contestó Nuria -. De esta manera pretendemos hacer
más robusta la investigación, ya que, al trabajar junto con
criminalistas y forenses, podremos valorar mejor lo que sucedió en el
pasado. Es decir, reconstruir la acción criminal y recuperar alguna
evidencia asociada que nos permita reproducir los acontecimientos
finales de este hombre, y así corroborar si se ajustan, o no, a lo que
nos narran los Evangelios.
- Entonces – replicó Gansewein -, según ustedes, y hasta que no se
concluyan esas investigaciones, no podemos confirmar, en un
principio, que se traten verdaderamente de los huesos de Cristo.
En aquellos momentos accedieron a una gran tienda de campaña
cuyas puertas se hallaban custodiadas por dos soldados en guardia, fusil en
ristre y dos gigantescos perros sujetos por collar, que se pusieron a ladrar
nada más verlos. En el interior de la tienda, un numeroso grupo de
estudiantes iban introduciendo los huesos en moldes de poliespan y luego
en cajas perfectamente etiquetadas.
- En principio no podemos afirmar nada – contestó Torres cogiendo uno
de los huesos para mostrárselo a Gansewein -, pues siempre hay que
dar prioridad a la duda…
- ¿Y cuándo podrán saber los resultados? – Preguntó Gansewein
mostrando claros síntomas de preocupación, pues se mesaba
continuamente el pelo, se pellizcaba el labio y se estiraba el lóbulo
derecho de la oreja.
- Creemos… – respondió Torres -, creemos que para dentro de un mes
o dos. Puede que más, puede que menos.
- ¡Ese es un tiempo demasiado largo¡ – Exclamó inquieto Gansewein -.
Debemos darle una respuesta al Santo Padre, y esa respuesta debe
ser dada ahora mismo, hoy mejor que mañana. Es decir, la
contestación ha de ser dicha YA – recalcó con contundencia -.
- No se engañe, Eminencia – le interrumpió Nuria haciendo un gesto

El Hombre del Gualicho. 291


con las manos a fin de abarcar con sus dedos toda aquella sala – lo
que tenemos aquí delante son los verdaderos huesos de Cristo. O, al
menos, todas las evidencias parecen confirmarlo.
Gansewein lanzó un suspiro de consternación, momento que
aprovechó Nuria para seguir arremetiendo, con sorna, contra él.
- ¡Alégrese, padre! – se carcajeó -. Al menos, ahora sabemos que la
tumba de Jesús no se halla ni el en el Langedoc francés…, ni siquiera
en Cachemira.
Torres esbozó una sonrisa. Él también había leído diversos libros que
habían ido apareciendo en los últimos años según los cuales Jesús era un
pacifista, un esenio, un místico, un budista, un brujo, un
revolucionario, un homosexual...
Así, por ejemplo, el libro de Richard Andrews y Paul Schellenberger,
con el título de “La tumba de Dios”, planteaba la existencia de una
conspiración de estadistas y líderes religiosos para silenciar la verdad
histórica de la vida de Jesús, y esta no era, nada más y nada menos, que el
cuerpo de Jesucristo yacía en el monte Cardou, en el Languedoc francés, a
donde se dirigió con su mujer, María Magdalena, tras salir ileso de la
crucifixión.
Por el contrario otro autor, de nombre Andreas Faber-Kaiser, escribió
sobre la posibilidad de que Jesús, tras sobrevivir de la cruz, viajara hacia el
este. En su obra “Jesús vivió y murió en Cachemira”, Faber-Kaiser menciona
al periodista ruso Nicolai Notovich quien, tras la guerra ruso-turca que tuvo
lugar entre mil ochocientos setenta y siete y mil ochocientos setenta y ocho,
viajó a la India. En uno de los monasterios de Mulbekh, Notovich fue
recibido por un monje budista, quien le informó que, en los archivos de
Lhasa, sede del Dalai Lama y capital del Tíbet, había varios rollos antiguos
en los que se hablaba de la vida de un profeta llamado Issa (Jesús en
tibetano).
Según esos textos, los tres Reyes Magos que visitarían a Jesús
serían, realmente, monjes budistas venidos de Oriente en busca de la
reencarnación del Dalai Lama. Esto contravendría la opinión de Benedicto
XVI, que sitúa el punto de partida de los Reyes en la antigua Tartesos, lo
que hoy en día es la Andalucía occidental, es decir, que procederían del

El Hombre del Gualicho. 292


Poniente.
Si los tres Reyes Magos eran en verdad monjes budistas, este hecho
convertiría a Nuestro Señor Jesús en budista; un monje que, tras sobrevivir
a la cruz, viajaría al norte de la India, muriendo como un santón en
Cachemira. Su cuerpo estaría enterrado en la capital de esa región, donde
su tumba se venera desde hace más de mil novecientos años.
Curiosamente, cerca de ella se hallan reflejadas las improntas de sus pies,
en las que se puede apreciar unas marcas que coincidirían con las que
dejaría un clavo al taladrarlos.
Ambos libros se cuestionaban la pronta muerte de Jesús en la cruz,
pues sucedió entre las tres y las seis horas de estar colgado, cuando lo
normal es que los cuerpos así expuestos duraran días, un hecho que
sorprendió hasta al mismísimo Poncio Pilato. Además, el que después José
de Arimatea lo descendiera tan pronto parecía avalar que Jesús, realmente,
aún seguía vivo cuando fue bajado.

Otro aspecto que Torres siempre consideró como extraño en los


Evangelios es cuando Jesús, colgado en la cruz, declara que tiene sed. En
respuesta a esta queja le ofrecieron una esponja empapada en vinagre
en un acto de burla sádica. Pero la realidad es que el vinagre era un
estimulante utilizado con frecuencia para reanimar a los esclavos de las
galeras. En un hombre herido y agotado, como estaría Jesús en aquellos
momentos, un poco de vinagre surtiría un efecto restaurador. Sin embargo,
actuó de manera contraria. Apenas Jesús probó la esponja pronunció sus
palabras finales y “entregó el espíritu”.

Desde el punto de vista fisiológico, esta reacción al vinagre sería


inexplicable. En cambio, sí que podría justificarse si, en vez de vinagre, se
le hubiera entregado algún tipo de droga soporífera que hubiera provocado
un estado semejante al de la muerte.

También estaba el asunto de José de Arimatea. Torres pensaba que el


hecho de que le hubieran entregado tan fácilmente el cuerpo muerto de
Jesús para ser enterrado se debía a un fuerte lazo de parentesco. Quizás
ese tal José de Arimatea no dejaba de ser nuestro bien conocido San José,
el padre de Jesús que San Marcos nos había representado como carpintero

El Hombre del Gualicho. 293


pero que, en realidad, era un importante miembro del Sanedrín. El hecho de
que no se mostrara como padre de Jesús en los Evangelios se debía a que,
a quien verdaderamente debíamos considerar como el verdadero padre de
Cristo…, era a Dios.

En aquel momento el doctor Torres se desentendió de sus recuerdos.


No era momento para opinar sobre ellos, pues siempre sería mejor
debatirlos con el cardenal Gansewein ante una buena matera y una botella
de farnet. Volvió a depositar el hueso en su lugar, encajándolo
perfectamente en el hueco de poliespan preparado para recibirlo. Luego
condujo al cardenal Gansewein hasta otra tienda, aún mucho más grande y
con mayores medidas de seguridad, pues varios soldados con perros y
armas custodiaban las entradas, las esquinas y, prácticamente, cualquier
rincón al que dirigieran las miradas.
Al entrar Gansewein se llenó de admiración y asombro. En un rincón
se podían ver, apilados, enormes rollos de pergamino. En otro, gruesos
volúmenes asentados uno sobre otro y, más allá, enormes libros miniados
repletos de hermosas figuras. También podían verse cajas de cartón que
habían sido rellenadas de legajos y papeles, en un primer intento de
clasificarlos, aunque era evidente que para poder registrar y ordenar todo
aquel montón de documentos debería disponerse de varios años, quizás
hasta decenios.
En otro rincón se adivinaban candelabros de oro, esmeraldas, cálices
de oro y plata cuajados de pedrerías, hermosas estatuas elaboradas en el
más fino alabastro, gigantescos relicarios conteniendo huesos, ropas, pelos
de infinitos mártires... Pero lo que resplandecía sobre todo, lo que
subyugaba la mirada del cardenal Gansewein, era aquel Cristo yaciente,
todo el de plata, que brillaba como el sol en mitad de la tienda. Aquella obra
de orfebrería relucía toda entera a la luz de los focos.
- Emocionado. ¿Verdad, Eminencia? – Preguntó Nuria con un mohín de
sarcasmo, que fue rápidamente reprendido por una mirada severa del
doctor Torres.
Gansewein permanecía de pie, estático, incapaz de reaccionar cada
vez que Nuria, con un retintín de ironía, pasaba una y otra vez su mano

El Hombre del Gualicho. 294


derecha delante de los ojos del arzobispo, que contemplaba eclipsado las
reverberaciones de luz y el brillo plateado y dorado de la efigie.
Entonces el doctor Torres agarró suavemente por los hombros a
Gansewein y lo condujo, como un perro lazarillo dirige a su amo, hasta
aquel gigantesco relicario. Luego le puso las manos encima de la figura y se
alejó unos pasos, contemplando como aquel sacerdote acariciaba con
suavidad los pliegues de plata que representaban la cabeza.
De repente Gansewein reaccionó bruscamente y pidió una lupa. Uno
de los trabajadores, una mujer que estaba clasificando los documentos,
extendió su mano, ofreciendo la que ella estaba utilizando para revisar los
textos.
El arzobispo Gansewein se hizo con la lente y la acercó a la cara de la
imagen, a la altura de los ojos.
- ¡Lo que yo pensaba! – Exclamó de repente - ¡No hay ninguna moneda
sobre los párpados de esta imagen! ¡Los ojos permanecen
completamente cerrados!
- Pues sí – corroboró el doctor Torres haciendo él también uso de la
lupa -. Es cierto, aquí no se aprecia ningún lepton.
Ante la extrañeza de Nuria, que contemplaba a aquellos dos hombres
con evidentes muestras de asombro, el cardenal Gansewein se retiró un
mechón de pelo rubio de la frente y explicó.
- Hace unos años, algunos sindónologos, analizando la Sábana Santa
de Turín, detectaron sobre los párpados unas monedas. Decían que
era un lepton acuñado en tiempos de Poncio Pilatos.
- Lo que sería un hecho sorprendente – sonrió el doctor Torres con un
gesto de sorna -, sobre todo si pensamos que esa presunta moneda
tiene un tamaño inferior a los 15 mm de diámetro y que, por más que
uno utilice toda su fe, no se la ve en absoluto.
- O sea, que admitir que hay una moneda en los ojos por parte de los
sindónologos ha ido demasiado lejos – replicó Nuria con una gran
carcajada -, ya que dicha moneda no debió, ni tan siquiera, existir.
- Efectivamente – respondió con una sonrisa el arzobispo Gansewein -.
Y ahora, si me lo permiten, desearía orar unos momentos en esa
gigantesca catedral de sal donde han hallado ustedes todos estos

El Hombre del Gualicho. 295


tesoros.
- Será para nosotros un placer rezar con usted – respondió Torres
abriendo el paso.
Al girar para salir de la tienda, Gansewein se percató de un montón
de huesos, esqueletos cubiertos de mallas de acero, con armas en sus
manos y conservando aún sus restos de vestido de templarios. Contabilizó
un total de veintiséis cajas, todas ellas de cartón, del tamaño de un féretro,
conteniendo cada una, uno de aquellos cuerpos.
- Son los restos de los cadáveres de los Templarios que hemos hallado
en el interior de la basílica – contestó Nuria, viendo el interés que el
cardenal ponía en aquellas cajas -. También hemos hallado los
esqueletos de tres caballos.
Torres se acercó a una de aquellas cajas de cartón. En ella podía
leerse en un lateral, escrito con un rotulador negro: “El último Gran
Templario”. Cogió el cráneo y lo contempló con admiración.
- He aquí el último de una Gran Estirpe – exclamó con un deje de
melancolía y devoción -. Lo hallamos en medio de una gran mancha
marrón, que luego resultó ser sangre. Había sajado el cuello de su
caballo para morir junto a él. Luego clavó en la sal la empuñadura de
su espada y se arrojó sobre ella.
- ¡Ya no hay mártires así! – Reconoció Gansewein con la cabeza,
mientras con sus ojos parecía venerar con admiración aquel cráneo
amarillento -. ¡No en estos tiempos!

Nuria detuvo un momento su andar. Aguardó unos segundos, en una


pausa dramática, antes de hablar. Los recuerdos que había traído a la
memoria ratos antes, tan profundamente enterrados en el alma, le habían
producido un estado de desasosiego que ahora se desbordaba, como si
fueran un torrente de dolores y pesares a punto de rebosar.

- Yo creo que sí que los hay. Que sí que hay mártires en estos tiempos.
Y no me estoy refiriendo a personajes tan importantes como Steve
Biko o Martin Luther King, sino a gente más cercana a nosotros, otro
tipo de mártires que, sin embargo, no reciben ese nombre – tardó
unos instantes en proseguir, como si temiera, o sintiera vergüenza

El Hombre del Gualicho. 296


recordar unos hechos ya olvidados –. En mis años en España pasé
por una etapa de depresión, de angustia, que me duró varios meses
– cerró los dientes con furia y apretó los puños hasta que los nudillos
se tiñeron de blanco -, cuando una de mis mejores amigas, aquella
con la que compartía piso en mi etapa de universidad, murió de una
manera absurda. Pero lo que nunca, nunca llegaré a entender, es
cómo mi propio psicoanalista me recomendó que aceptara ese hecho.
Que así era mi vida y que no podía cambiarla.
En aquellos momentos los ojos de Nuria se llenaron de lágrimas, más
no de miedo ni temor, sino de furia, de auténtico y verdadero furor.
- ¿Quién fue ese psicoanalista? – Preguntó Torres tratando de
infringirla ánimos.
- Da igual quién fuera – contestó la joven con la mirada ida, fija en un
punto más allá de los recuerdos -. No importa ya su nombre, pues
todos se comportan de la misma manera. Ven en el paciente, tan
solo, un número más.
Nuria se sentó en el suelo de la nave y se agarró ambos pies con las
manos, ocultando la cabeza entre las rodillas.
- Mi joven amiga se había comprado una casa más allá de sus
posibilidades, poniendo como aval el piso de sus padres y su trabajo
en una oficina. Desgraciadamente la oficina cerró y, al cabo de unos
meses, no pudo afrontar el pago de la deuda….
No importa si fue el mío u otro psicoanalista el que aconsejó a mi
amiga que admitiera los hechos del desahucio y que recogiera sus
cosas y se fuera – los ojos de Nuria se llenaron de lágrimas -. ¿Cómo
un psicoanalista puede permitirse el lujo, a una persona que está a
punto de ser desahuciada, decirle que acepte esa realidad como algo
a lo que está obligado a vivir?
El cuerpo de la joven tembló unos segundos, como si aquellos
ataques de ansiedad que experimentara hacia algunos años volvieran de
nuevo a consumirla.
- Y así fue. Mi amiga aceptó la realidad. Se fue a su oficina bancaria y
se quemó a lo bonzo ante la vista de todos, porque prefería morir
antes de que la echaran de casa.

El Hombre del Gualicho. 297


El corazón empezó a latirle más deprisa, por lo que aguardó a que
éste se tranquilizase, inhalando y exhalando el aire unas diez veces.
- En mis años de carrera yo me manifestaba, junto con objetores e
insumisos, y eso a pesar de que, como mujer, no tenía por qué hacer
el servicio militar. Pero había algo en mí que me decía que no podía
tolerar que un objetor, o que un niño, empuñase un arma porque una
realidad, que él no había creado, así se lo obligaba; o qué una niña se
prostituyese en las calles porque esa era la realidad que le había
tocado vivir. Y ese algo explotó aquella mañana en que mi amiga
murió en el hospital, en la sección de quemados.

Lentamente Nuria se llevó los dedos de su mano derecha, y se retiró


las lágrimas que le manaban de los ojos.

- Puede que ya no haya mártires como estos monjes templarios. Ni


como los que existían en mis años de juventud, en los que nos
manifestábamos por todo, y todos juntos iniciamos el movimiento
Ecologista. Eso es verdad - sollozó -. Ya no hay gente que quiera
combatir contra esta realidad que les ha tocado vivir. Y todo porque
ahora, si lo hacen, acaban con depresiones, al verse obligados a
luchar solos. Son ellos los únicos y verdaderos héroes, los auténticos
mártires a los que esta sociedad corrupta quiere hacer callar a base
de ansiolíticos y antidepresivos.
Todavía maldigo a aquel médico que, sentado en su butaca de cuero,
recetaba a sus pacientes que aceptaran la realidad como si fuera su
condena, mientras éstos se quemaban a lo bonzo, se ahorcaban, o se
arrojaban a los ríos con losas de piedra, porque era imposible convivir
con ella.
Torres y Gansewein contemplaron a aquella muchacha, que estaba
desnudando su alma ante ellos. Fue Torres quien se acercó, la ayudó a
levantarse y la estrechó entre sus brazos, permitiendo que Nuria escondiera
la cabeza en sus hombros y llorara a gusto. Torres la atrajo hacia sí e
introdujo sus dedos en el pelo de Nuria, absorbiendo el perfume que
emanaba de sus cabellos.
- Si te sirve de consuelo – susurró Torres a los oídos de la joven -, has

El Hombre del Gualicho. 298


de saber que a mí, también, me pasó algo semejante.
Nuria dejó de llorar y se quedó contemplando los ojos profundos de
Torres, que la miraban con ternura, con amor.
- Sucedió hace años, muchos años – prosiguió Torres -, cuando tuve
que ganarme la vida para poder pagarme mi tesis de arqueología,
puesto que la beca no me daba para mucho. Por aquellos tiempos me
tocó impartir clases de todo, desde historia hasta filosofía, desde
griego hasta latín. Y fue por aquel entonces cuando me tocó enseñar,
también, lengua y gramática.
Los dedos de Torres se desprendieron con dulzura de los delicados
cabellos de Nuria para ocultar con ellos su rostro. Suspiró profundamente,
en el hueco que dejaban sus manos, y fue deslizándolas lentamente por su
cara hasta llegar a la barbilla.
- Recuerdo que acudí a la delegación de educación diciendo que allí
había un error, que, con mi titulación de arqueólogo, yo no podía
impartir clases de lengua. Que si lo hacía, aquello podía ser
interpretado hasta como intrusismo profesional, ya que, aunque sólo
fuera por ética, yo estaba rivalizando con profesores que habían
cursado una carrera específica. Es decir, que existían profesores
especializados en lengua dentro de los cuales, evidentemente, yo no
me incluía, ya que era arqueólogo.
Aún tengo en la cabeza la mirada insípida de aquel hombre, que me
miró al igual como las vacas miran al tren, como si mi vida fuera algo
totalmente banal para él, y me contestó que lo sentía.
Así…, sin más, que lo sentía. Que yo estaba inscrito en aquel módulo
y que, por tanto, podía impartir cualquier asignatura que estuviera en
él recogida, hasta francés si diera el caso.

Aquellos dedos de Luis Torres, gruesos y ásperos de arrancar de la


tierra hasta los más nimios indicios de historia, seguían juntos a la altura de
la barbilla, con los dos índices bajo el mentón y la nariz apoyada en los
dedos medios. El doctor suspiró antes de continuar.

- Le insistí en que allí había un error y que, en estas ocasiones, sólo


podían hacerse dos cosas.

El Hombre del Gualicho. 299


Nuria se retiró un mechón de pelo que le ocultaba sus ojos,
congestionados por el esfuerzo de contenerse el llanto, llevándoselo detrás
de la oreja derecha. Se acercó a Torres y le preguntó con una voz que
parecía un arrullo.
- ¿Y qué dos cosas eran esas?
- Le dije que, en tales situaciones, o bien asumíamos el error y lo
perpetuábamos indefinidamente, o bien lo corregíamos.
- Buena decisión – coligió Gansewein.
Torres echó una mirada de reojo al secretario papal antes de
continuar.
- Era obvio que yo, cómo profesor, estaba obligado a corregir. Incluso
le advertí a aquel administrativo que, en mis clases, si en los libros
surgía una errata o cualquier otro tipo de equivocación, era mi misión
señalarla a fin de que los alumnos la corrigiesen – suspiró -. Pero el
administrativo era de otro parecer, y es ahí es donde yo empecé a
entender que, en este negocio de la educación, es en donde menos
educación hay. Aquel año me tocó impartir lengua porque aquel
hombre se empeñó en que debía hacerlo, ya que, si renunciaba, me
tachaba de las listas. Y es aquí donde se inició mi calvario, cuando
me tocó dar clases a aquel grupo de chicos y chicas, verdaderas
hienas. Cobardes si atacaban solas, pero que, en manada, hasta el
más fiero león se apartaba de ellas.
Unas débiles lágrimas titilaron en los párpados de Torres. Cuando
éste se percató de que una de ellas, brillante como una perla, se deslizaba
por su mejilla, luchó hasta hacerla desaparecer, absorbiéndola por la nariz.
- Puede que me exceda – continuó -, pues comparo aquellos alumnos
con verdaderos psicópatas; pero…, ¿con que término puede definirse
a un grupo tan dispar de chavales, de entre los diecisiete y los
cuarenta y tres años, cuyo único fin es hacerte daño, si no es con el
de auténticos psicópatas? Iban a las clases obligados por sus padres,
o rebotados de diferentes cursos y centros hasta acabar allí, entre
mis manos, sólo con el firme propósito de herirme, ya que les
importaba un bledo lo que yo les enseñara.
Torres rebuscó entre su ropa para tratar de encontrar su pipa.

El Hombre del Gualicho. 300


Pretendía encenderla con el fin de calmar su ansiedad, pero recordó que
dentro de aquella tienda no se podía fumar, debiéndose contentar con
mantener las manos, fuertemente cerradas, en el interior de sus bolsillos.
- Algunos de mis compañeros me decían que, en estos casos, debía
comportarme como un roble y ser fuerte y robusto ante las
envestidas de mis alumnos, a fin de que éstos se estrellaran contra
mí, como si yo fuera una pared, o una roca. Otros, que debía ser
flexible como un junco y seguir la filosofía oriental del Tao, de
dejarme doblar por las situaciones, flexionarme, para luego erguirme
de nuevo como si nada hubiera pasado. Pero la verdad es que, tanto
un roble como un junco, se mueren si son plantados en un desierto, y
eso es lo que me sucedió a mí. Me habían extraído de mi medio, la
arqueología, para plantarme ante un grupo de psicópatas con el único
fin de enseñarles lengua ¡Si hubiera sido arqueología, quizás hubiera
sucedido otra cosa, pero fue lengua lo que me tocó darles!
Torres respiró hondo. Seguía con las manos metidas en los bolsillos,
pero se le veía como un guiñapo, como si fuera un muñeco desinflado.
- Otros me decían que me alegrara, ya que había conseguido un puesto
de trabajo con que sufragar mi tesis. Pero la verdad es que tuve que
aparcar mi tesis por completo.
Levantó los ojos y los posó en los de Nuria y después en los de
Gansewein. Luego los dirigió hacía la carpa, y los dejó volar por todos los
rincones sin ubicarlos en un punto fijo.
- Todas las mañanas tenía que levantarme antes del alba para
prepararme la materia que iba a dar por la tarde, pues de lengua no
tenía yo, ni repajolera idea. Vivía con el stress y la monotonía de
estar de pie antes de las seis, prepararme una materia que en mi
vida había conocido, exponerla ante un grupo de salvajes y volver a
casa sabiendo que tenía que repetir los mismos pasos al día
siguiente. Así acabé yo, asfixiado como pez fuera del agua. Mi
psicoanalista me decía que debía despertarme y, ante un espejo,
hacerme el firme propósito de que debía enfrentarme valientemente
a esos alumnos y a todos mis miedos.
- Eso es lo que se define, en términos religiosos, como el “agere

El Hombre del Gualicho. 301


contra” – contestó Gansewein, juntando ambas manos y
frotándoselas frente a su labios, como si rezara -. Es un término muy
común entre todos los santos.
- ¿Agere contra? – Preguntó Torres como despertando de un sueño, o
como si recuperara la cordura después de un estado de enajenación
momentáneo.
- El “agere contra”, efectivamente – afirmó tajante Gansewein – Es un
término que se utiliza para describir el esfuerzo deliberado que
debían de hacer los santos para superar sus miedos, realizando
justamente lo contrario de aquello a lo que querrían haber hecho. Es
decir, frente a los deseos de la carne, usaban el hielo, el cilicio o los
flagelos….
Gansewein tenía ambas manos ocultas bajo los pliegues de su túnica,
dejando ver el crucifijo dorado que llevaba colgado al cuello.
- El “agere contra” lo aplicó, muy mucho, San Francisco Javier, de la
Compañía de Jesús e íntimo amigo de San Ignacio de Loyola, cuando
fue a predicar a lugares tan peligrosos como China y Japón, donde
bastaba con admitir que eras cristiano para que te cortaran la cabeza
– suspiró -. Pese a todos aquellos problemas, él supo contener sus
miedos y embarcarse en viejas y destartaladas carracas para cruzar
el mundo y llevar nuestra fe a aquellas remotas tierras.
Gansewein se acercó a Nuria y Torres y puso sus largos dedos en los
hombros de cada uno, mirándolos compasivamente.
- También es verdad que, más de una vez, San Francisco Javier tuvo
que salir huyendo, bien apedreado y bien apaleado, y que, al
abandonar una ciudad donde había sido mal recibido, se sacudía las
sandalias con la expresión de: “de este lugar, no me llevo ni el
polvo”.
Torres elevó los ojos del suelo, hasta fijarse en los azules y profundos
de Gansewein.
- Eso mismo pensaba yo al marcharme todos los días de aquella clase
– continuó Torres con un hilo de voz a punto de quebrarse por el
llanto -, que hasta el polvo debía dejar abandonado en ella. Y lo peor
es que, en aquellas tardes solitarias, no había nadie en el centro

El Hombre del Gualicho. 302


excepto mis alumnos y yo. Tanto dirección, como secretaria y jefe de
estudios impartían sus clases por las mañanas, por lo que, en la
tarde, el centro estaba más pelado que el culo de una mona.
Torres volvió a respirar hondo antes de dejar caer la cabeza, decaído,
pero conteniendo las lágrimas, pues no quería que Nuria le viera llorar.
- Cuando, ante el psicoanalista, le exponía mi situación, si debía ir
cómo un cordero ante una manada de lobos o seguir los pasos de Eric
y Dylan, aquellos dos jóvenes normales que entraron a el instituto de
secundaria en Columbine y que, ante las constantes palizas,
empujones, burlas y otros abusos de sus compañeros, tomaron la
decisión de matar a quienes iban contra ellos, el psicoanalista decía
que tomara siempre el camino del medio. Para mí, eso era cómo
decirme que debía matar a la mitad y dejarme comer por el resto.

La masacre de Columbine fue un asesinato en masa que tuvo lugar


en la Escuela Secundaria de esa ciudad, el veinte de abril de mil
novecientos noventa y nueve. En atención al número de víctimas, es la
quinta matanza escolar en la historia de Estados Unidos, pero puede que
sea la más famosa después que Michael Moore tratara sobre ella en su
famosa película documental “Bowling for Columbine”.

Torres, por fin, acabó por derrumbarse del todo. Ahora fue él quien
buscó consuelo en el hombro de Nuria, para llorar con gusto y ganas.
- Pero una mañana reventé, y tuve que ir al hospital aquejado de un
ataque de pánico. Más de seis meses estuve de baja, con taquicardias
y miedos cada vez que me acordaba de aquellos alumnos y el
sadismo que mostraron conmigo, de sus risas, sus burlas y sus
bromas.
- ¿Y – preguntó Nuria sorbiéndose las lágrimas -, cómo conseguiste
escapar de allí? ¿Cómo conseguiste superar tus miedos?
- No, no lo hice – respondió Torres -. Por suerte para mí, me llegó un
contrato para ir a estudiar a los Comechingones en el cerro Uritorco.
Nadie quería ir a aquel lugar, por los temores que había debido a los
avistamientos de Ovnis y a otras cosas aún más terroríficas. Pero
aquello, para mí, era una fuente de atracción mayor que un imán al

El Hombre del Gualicho. 303


hierro. Además, me permitiría hacer lo que yo realmente quería,
dedicarme a la arqueología y olvidarme por completo de la
enseñanza.
- ¡Pero, tú disfrutas dando clase! – Prorrumpió Nuria con un grito de
sorpresa – Yo te he visto ante los alumnos, y se te ve feliz y
contento.
- No me compares a este grupo de muchachos – Torres señaló al
nutrido número de becarios que estaban trabajando en las tiendas,
embalando objetos, huesos y reliquias – dispuestos a aprender y a
descubrir cosas nuevas, con motivaciones e intereses, con aquel
grupo de salvajes de antaño, que venía a mis clases con desgana, y
cuyos logros en la vida eran, tan solo, hacer desquiciar a los
maestros.
- ¿Sabes qué fue de ese grupo de alumnos?
- Algo sé – respondió Torres -. Un profesor me comentó que, al final
del curso, menos de la mitad de los alumnos iban a clase y que, de
estos, únicamente dos o tres aprobaron todas las materias.
- Así son las cosas – sentenció Nuria -. Lo que desde un principio está
mal planificado, siempre acaba mal.
- Y así fui yo – concluyó Torres -, con todo aquel baile de síntomas:
histeria, pánico, palpitaciones, taquicardia, vértigos, lloros…
Gansewein elevó los ojos al cielo, buscando el consuelo o el
asentimiento de Aquel que ésta sentado a la derecha del Padre.
- Pensad en el ataque de pánico que tuvo que sentir Jesús, Nuestro
Señor – continuó el arzobispo con las manos aún apoyadas en los
hombros de sus dos acompañantes -, cuando, en el monte de
Getsemaní, horas antes de morir, llegó a sudar sangre.

Gansewein bajó la mirada para dirigirla a los ojos, aún llorosos de


Torres, cuajados de odio ante aquellos alumnos que le habían hecho tanto
daño en la vida.

Nuria, por su parte, suspiró. Parecía un suspiro de consternación. Le


echó una mirada furtiva al arzobispo y volvió a lanzar otro resoplido.
Empezaba ya a sentirse harta de aquel cura que llevaba todas las

El Hombre del Gualicho. 304


conversaciones hacia aspectos religiosos para nada mundanos. Primero eso
del “agere contra”, ahora el hecho de que Jesús sudara sangre. ¿Qué
vendría más tarde? ¿Quizá hablaría sobre el sexo de los angelitos?

- Para la ciencia - continuó Gansewein ignorando el bufido de protesta


de la joven -, el hecho de que Jesús transpirara sangre se debía a
que, en un estado de tensión extrema, o al sentir una gran angustia o
un temor muy grande ante su brutal muerte, se le rompieron las finas
venas capilares que se hallaban debajo de las glándulas sudoríparas.
La sangre se mezclaría con el sudor y afloraría entonces sobre su
piel, extendiéndose por todo el cuerpo como si, realmente, sudara
sangre.
- Algo semejante debió de sucederme a mí – respondió Torres -, pues,
desde aquel día, estuve varios meses eyaculando sangre. A lo mío lo
llamaron hemospermia, y mi urólogo no le dio la mayor importancia.
Pero yo la atribuí a mis ataques de pánico. El corazón me latía tan
deprisa que, por algún lado, debían reventar mis venas. Y lo hicieron
justo por ahí, por algunos de esos capilares sanguíneos que se
hallaban en mis vesículas seminales.
- ¡Pero yo no – exclamó Nuria exaltada -, yo no te he encontrado nada
raro en nuestras relac….!
- ¡Ten más calma! – La tranquilizó Torres echando miradas furtivas al
arzobispo -. ¡Eso sucedió hace muchos, muchos años! ¡Ahora ya
estoy curado!
Nuria se acercó a Torres y le dio un beso en la frente y otro en los
labios. Luego se echó para atrás su negro pelo en punta y sonrió.
- Sabe, Padre Gansewein – comentó en tono de sorna -. Cuando usted,
hace un rato, mencionó el término de “agere contra”, no pude hacer
otra cosa nada más que pensar en mi hermano.
- ¿En su hermano? – Exclamó Gansewein mostrando sorpresa.
- Sí – afirmó categóricamente Nuria -. El también utiliza ese término al
referirse a su mujer. Dice que, con su esposa, sólo cabe el “agere
contra”.
- No la entiendo, señorita – replicó el arzobispo.

El Hombre del Gualicho. 305


- Es muy fácil – sonrió Nuria conteniendo las lágrimas, pero que esta
vez eran de risa -. Él me dice que, cada vez que tiene ganas de salir
con sus amigos, se aplica el “agere contra” y pasa el polvo de la casa
o friega los suelos, que es lo que más le jode pero es lo que más
contenta a mi cuñada. O, cada vez que quiere comprar un disco o un
libro, vuelve a aplicarse el “agere contra” y lleva a su mujer a cenar.
En síntesis, que hace todo lo que más le fastidia y molesta por el
simplel hecho de contentar a su mujer, por lo que se considera a sí
mismo como un verdadero “agere contriano”.
Torres dejó escapar una gran carcajada, doblándose por la mitad y
conteniéndose con ambas manos el estómago. Estuvo a punto de tirarse al
suelo para revolcarse en aquella pátina de sal, y más al ver el rostro del
arzobispo Gansewein, incapaz de saber qué responder.
- Lo que es tu hermano en un gran huevón boludo – se carcajeó Torres
apoyándose en la pared -, pero un huevón de los grandes.
- Yo también lo creo – se mofó Nuria, agarrándose a Torres para poder
mantenerse en pie -. Pero, al menos, él aún sigue con su mujer y con
sus dos niñas. Lo único que se ha resentido un poco es su colección
de discos y libros, pero su relación marital sigue estable. Al fin y al
cabo, ¿qué no va a hacer uno por la familia, sino practicar el “agere
contra”?
Gansewein respiró hondo. Nada podía hacer con aquella incorregible
joven, y aún más si se hubiera enterado de que la señorita Nuria Aranguez
no contaba, ni tan siquiera con hermanos, al ser hija única.
En un intento de reducir el sentir cómico, o erótico de la escena ante
el comentario que dejó escapar anteriormente Nuria, el arzobispo echó un
vistazo por la sala, como de curiosidad fingida, y preguntó:
- ¿Son únicamente estos los cuerpos encontrados? Es decir, ¿tan solo
habéis hallado veintiséis cadáveres, dado que es ese el número de
cajas de cartón que he podido contar?
- Efectivamente – respondió Nuria sorbiéndose las lágrimas -. A
nosotros también nos ha sorprendido un grupo tan reducido de
caballeros Templarios conviviendo en esta zona, y más si suponemos
el número relativamente elevado de galeones que debió de partir de

El Hombre del Gualicho. 306


Europa y que debían contener, cada uno, una mayor cantidad de
gente.

Gansewein volvió a pellizcarse el labio inferior. Tras unos segundos


de reflexión, contestó:

- No es de extrañar. No hemos de olvidar que la Orden del Temple fue


creada y dotada con la regla del “monje soldado”, es decir: sencillez,
pobreza, oración y CASTIDAD – matizó Gansewein haciendo hincapié
en la última palabra -. Eso suponía que no podía haber matrimonios,
y si no había matrimonios, no habría descendencia.
- Pero no tiene sentido que los monjes templarios escaparan de Francia
para preservar sus vidas – replicó Nuria más calmada -, si estaban
condenados a la extinción por causa de su “santa castidad”.
- Sí, si pensamos que no eran sus vidas lo que querían preservar –
objetó Gansewein volviéndose hacia la joven – sino sus tesoros.
Imagínense la conmoción que hubiera supuesto, en el año de mil
trescientos catorce, la aparición de los huesos de Cristo. Hubiera sido
la hecatombe de la Iglesia.
- Tal y cómo lo es ahora – contestó Nuria, de nuevo con la sonrisa en
la boca -.
Luis Torres había permanecido atento escuchando aquel diálogo. De
pronto levantó la mano y entró también al trapo.
- De cualquier manera – rebatió Torres -, algún Templario debió de
cruzarse con las poblaciones indígenas. Si no, no podríamos
explicarnos rasgos tan extraños en indios como los Comechingones
del Uritorco, ya que éstos eran altos, barbados y de ojos claros,
rasgos típicamente europeos.
- Habría algún renegado – respondió Torres -. Monjes advenedizos que
olvidarían sus votos de castidad por el placer de la carne. Por eso
debieron ser expulsados y huir de estas tierras hacia otras más
lejanas. Aquí sólo permanecieron los más fieles a la regla. Monjes
castos que, con el pasar de los años y el morir, oscurecieron su futuro
en estas salinas tan blancas.
En aquel momento Nuria llamó la atención hacía otras cajas de cartón

El Hombre del Gualicho. 307


de mayor volumen y que contenían un gran número de huesos
entremezclados.
- Estos son huesos de nativos – señaló -. Los hemos hallado en un
osario, en una de las capillas laterales de la basílica.
- Creemos que debieron pertenecer a esclavos indios – matizó Torres
cogiendo un cráneo de pequeño tamaño, probablemente de un niño,
dado su escaso volumen -, que colaborarían en la construcción de la
basílica. A medida que se iban muriendo, arrojarían sus restos a ese
osario, suponemos que tras algún breve ceremonial religioso.
- Estamos seguros que de aquí surgiría el mito del Gualicho – apuntó
Nuria -. Cualquier pobre indígena, incluso chiquillos extraviados que
se adentraran en esta salina, serían raptados por los monjes
Templarios y esclavizados para la construcción de esa gran estructura
que es la Basílica. Ya se sorprenderá usted cuando la vea. Porque, si
no fuera así, sería muy difícil explicar tanta magnificencia.
Gansewein volvió a echar un largo vistazo por toda aquella galería de
tesoros y reliquias, paseándose entre ellas para detenerse cada vez que una
le llamaba la atención. Tras más de quince minutos de búsqueda, se detuvo
y preguntó inquieto:
- ¿No han encontrado, algo así, como un arca de oro?
- ¿El arca de la alianza? – Contestó Torres con otra pregunta.
Gansewein asintió con un movimiento de cabeza.
- Aún no – respondió Torres -. Pero eso no es óbice para que no esté.
Recientemente hemos hallado toda una serie de oquedades en las
paredes selladas con sal. Es muy posible que, en alguna de ellas, se
hallen muchos más tesoros y, entre ellos, el arca de la alianza, la
mesa de Salomón, o el mismo vaso en el que Jesús bebió durante la
última cena.
Al salir de la tienda el impacto de la luz fue cegador, tanto que el
arzobispo Gansewein tuvo que recurrir a sus manos para hacerse visera
sobre los ojos. El sol fulguraba sobre la blanca planicie en brillantes
destellos.
Rápidamente Nuria sacó del bolsillo unas gafas y se las ofreció al
secretario papal, quien las aceptó con buen grado.

El Hombre del Gualicho. 308


A lo lejos seguían oyéndose el ruido de las oraciones y plegarias,
proclamadas en altavoces por los fieles congregados en la zona. También se
oía el sonido de los rotores de helicópteros y aviones de guerra que
patrullaban la zona, marcando un perímetro de seguridad ante cualquier
posible ataque terrorista, por tierra o por aire, no sólo de grupos islámicos,
sino de fieles fanáticos, creyentes de la resurrección de Cristo, que ya veían
cómo se derrumbaban los pilares de su fe.
- No hay duda de que hemos tenido suerte al anunciar la noticia de
este descubrimiento en directo – comentó Nuria con sorna -.
- ¿Por qué? – Preguntó un extrañado Gansewein.
Nuria, seguidora acérrima de Dan Brown y otros escritores como
Baigent, Leigh, Lincoln, Lynn Picknett o Clive Prince, no dudaba de la
existencia de poderes ocultos dentro del Vaticano, así como de sociedades
secretas aliadas con la mafia.
- No sé qué hubiera sido de este descubrimiento si la noticia sólo le
hubiera llegado a la Santa Sede – replicó con un mohín de sarcasmo,
pendiente de la reacción del cardenal al verse herido por una daga
clavada entre los omoplatos -. Supongo que ninguno de nosotros
seguiría aquí presente, y que yaceríamos en una tumba de sal,
asesinados por alguna de sus sectas…
Gansewein no mostró ningún signo en su rostro. Escuchó, pero no
quiso contentar ni aparentar, tan siquiera, el menor sentimiento. Sabía por
dónde quería encaminar la conversación aquella joven insolente, y que no
debía entrar al trapo. Tenía conocimientos de que, hace años, la Banca
Vaticana se había visto entrometida en un verdadero escándalo, cuando el
banquero Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano, había aparecido
colgado de un puente de Londres con piedras en los bolsillos.
O quizás, aquella bella señorita pretendía sacar a colación el
escándalo Vatileaks, en el que determinados documentos del Vaticano
habían sido filtrados a la información pública, denunciando un presunto caso
de corrupción dentro de la Santa Sede. Paolo Gabriele, mayordomo
personal del Papa Benedicto XVI, fue detenido el veintitrés de mayo del dos
mil doce después de que aparecieran en su apartamento diversas cartas y
documentos confidenciales dirigidos al Papa y a otros funcionarios del

El Hombre del Gualicho. 309


Vaticano en los que se trataban acusaciones de corrupción, de abuso de
poder y de la falta de transparencia financiera en la Santa Sede.
Para evitar dar alguna respuesta, Gansewein optó por hacer oídos
sordos, acelerar el paso y así llegar cuanto antes a la basílica de sal.
El acceso a la catedral había sido ampliado, de manera que donde
antes había un agujero, ahora existía una gran rampa por la cual entraban
y salían un montón de trabajadores que, como expoliadores, se dedicaban a
rapiñar todos los objetos de valor que se encontraban allá abajo. Aquellos
operarios parecían expertos profanadores de tumbas.
Gansewein volvió a pronunciar una exclamación de asombro. El
templo había sido iluminado con grandes focos para facilitar el trabajo al
nutrido grupo de especialistas, entre arqueólogos, teólogos y becarios,
encargados de recoger los hallazgos y embalarlos para su posterior estudio.
Ante aquel olor a sal, aquel calor en el interior del recinto, no pudo
por menos de evocar momentos lejanos, pasajes de su historia que creía
haber olvidado.
¡Cómo podía ser posible que un simple ároma fuera capaz de
desenterrar hechos completamente borrados de la memoria!
De pronto se vio con ocho años, cuando sus padres le llevaron un
verano a conocer Polonia y visitaron la ciudad de Wieliczka. En aquella
ciudad se hallan unas minas de sal explotadas sin interrupción desde el
siglo XIII. Con una profunidad de trescientos veintisiete metros y una
longitud superior a los trescientos kilómetros, constituyen una de las minas
de sal activas más antiguas del mundo, recibiendo el sobrenombre de "la
catedral subterránea de la sal de Polonia".
Estas minas incluían un recorrido turístico que permitía ver estatuas
de personajes religiosos esculpidas en la roca de sal por los mineros.
Incluso los cristales de los candelabros estaban hechos de sal. También
había cámaras y capillas excavadas en la sal con toda clase de adornos y
figuras que glorificaban los misterios de la fe cristiana y enaltecían los
santos más venerados del pueblo polaco. Cuando se encendían las luces de
las lámparas y arañas del techo, también talladas en sal, brillaba todo el
conjunto en forma de refulgentes diamantes.
Gansewen cerró los ojos, humedecidos por dos lágrimas que

El Hombre del Gualicho. 310


empezaban a resbalarse por las mejillas. Al abrirlos, se encontró con la
mirada de Torres, que le sacudía ligeramente mientras le preguntaba si le
ocurría algo.
- No se preocupe – sonrió Gansewein retirándose las lágrimas con el
borde de la manga -. No me ocurre nada, tan solo la emoción al ver
una obra tan magnífica.…

La Basílica tendría una longitud de más de doscientos metros y una


altura de aproximadamente veinte metros. En su interior podrían caber,
perfectamente, unas diez mil personas. La planta tenía forma dodecagonal,
con una nave circular que giraba en torno a un edículo central de dos
alturas y a la cual se le habían añadido cuatro ábsides. En su interior, dos
series de seis columnas, todas ellas de sal y cada una con una base de un
diámetro superior a los diez metros, sostenían a una gran bóveda, toda de
sal. Aquellos pilares de la nave eran los mismos que los doce apóstoles, a la
vez que las columnas del deambulatorio representaban a los profetas
menores.

En su construcción se siguió un patrón comúnmente templario basado


en los baptisterios romanos de los primeros tiempos del cristianismo. Para
ello, utilizaron como ejemplo la Mezquita Al-Aqsa, al igual que construyeron
sus iglesias de París y Tomar siguiendo este tipo de modelo.

En un lateral de la basílica se podía contemplar una gran imagen de


la Virgen, recubierta de oro y plata, rodeada de un grupo de operarios
dispuesto a retirarla del lugar para su posterior embalaje.
El cardenal Gansewein fue hacia ella. Luego se dirigió hacia uno de
los operarios y puso su mano derecha sobre su hombro. Con aquel único
gesto, el peón supo que Gansewein buscaba un momento de paz, de
recogimiento, y se retiró hacia atrás.
Gansewein se arrodilló ante aquel altar labrado en sal. Se persignó e
inclinó la cabeza hasta que la barbilla rozó su pecho. Todos los presentes
detuvieron su trabajo, dirigieron su mirada hacia aquel hombre vestido de
negro y, tras santiguarse, también ellos se acuclillaron.
Nuria y Torres se lanzaron una mirada de asombro, pero ante aquel
acto de recogimiento y devoción, doblaron sus rodillas y ellos también

El Hombre del Gualicho. 311


rezaron.
De repente un ruido en el exterior les distrajo de su oración. Primero
fue un leve susurro, pero lentamente fue elevándose hasta convertirse en
tumulto. Por todas partes se oían gritos de orden y el ladrido incontenido de
los perros.
El arzobispo Gansewein se persignó rápidamente y se levantó
excitado.
- ¿Qué sucede? – Preguntó inquieto, dirigiéndose hacia Nuria y Torres,
que miraban con un ligero signo de extrañeza hacia la salida. En la
rampa se podían apreciar, proyectadas en el suelo, las sombras de
los soldados corriendo de un lugar para otro.
Los operarios que trabajaban embalando los objetos de valor también
se miraron entre sí, inquietos.
Rápidamente, todos los presentes en el interior de la gigantesca
catedral de sal se abalanzaron corriendo hacia la rampa. Allí les detuvo un
soldado.
- ¿Qué hacen? – Gritó aquel militar, poniendo freno a su alocada
carrera -. Vuelvan urgentemente al interior de la basílica y
permanezcan escondidos allí.
- ¿Pero…., qué sucede? – Preguntó Torres aún con la sorpresa en el
rostro.

El soldado ni siquiera le hizo caso, puede que ni oyera la pregunta,


pues siguió corriendo hacia la explanada que cubría la gran catedral de sal.

Mientras que los operarios volvían al interior de la basílica, a


refugiarse entre los pilares y basamentos de sal, Nuria, Torres y Gansewein,
desoyendo las órdenes del soldado, deshicieron el camino andado hasta
llegar a la tienda donde les había recibido anteriormente la representación
del Estado Argentino. El Ministro de Interior y Transporte se hallaba en un
rincón, sentado en una silla, ocultando con las manos su rostro cubierto por
las lágrimas. Mientras tanto, el del Ejército daba órdenes con un walkie
talkie, a la par que intentaba dialogar también con un móvil.

- ¿Qué ha sucedido? – Preguntó Torres aún inquieto.


Ante la negativa de los presentes a responder, acudió hacia el

El Hombre del Gualicho. 312


Ministro de Interior y Transporte y le agitó vivamente, repitiendo la
pregunta. Éste levantó los ojos, rojos y brillantes por el barniz de lágrimas.
- Es Rossana, mi secretaria - sollozó -. La han cogido prisionera y la
tienen retenida como rehén.
- ¿Quién la ha secuestrado? – Preguntó Gansewein -. ¿Quién la tiene
retenida?
No obtuvo respuesta, motivo por el que Torres volvió a sacudir al
Ministro, que había vuelto a agachar la cabeza y a ocultarla entre sus
manos.
En aquel momento, el Ministro del Ejército se acercó a donde
estaban, caminando con paso marcial. En una mano llevaba el walkie y en
la otra un teléfono móvil que no paraba de sonar.
- Ha sido un fanático - respondió -. Ha utilizado una sábana blanca
para ocultarse en este infierno de sal. Reptando bajo ella ha
conseguido llegar hasta nuestras mismas narices sin que ni perros ni
soldados lo detectaran. Luego ha raptado a la señorita Rossana y ha
huido con ella hacia la Basílica.
El Ministro se detuvo unos segundos para dar nuevas órdenes por el
walkie.
- El problema es que nos estamos enfrentando con un verdadero
suicida - continuó -. Lleva toda una carga explosiva adosada al
cuerpo y amenaza con hacerla explotar.
- ¿Qué es lo que pide? – Preguntó Gansewein -. Porque algo querrá, al
cometer tamaña locura y exponer así su propia vida.
- Aún no lo sabemos. No hemos conseguido hablar todavía con él.

En aquel momento volvió a sonar el móvil con insistencia. El Ministro


del Ejército echó un vistazo fugaz a la pantalla

- Es de presidencia – continuó mostrando el móvil -. Ahora, si me


disculpan, debo contestar esta llamada.
El militar retrocedió unos pasos y se tapó la boca con la mano, a fin
de garantizar que su conversación telefónica no fuera oída por los allí
presentes.
Torres se dirigió hacia Nuria y la observó con los ojos abiertos como

El Hombre del Gualicho. 313


platos, entre asombrado y temeroso de que todos sus hallazgos acabaran
volando por la locura de un suicida. Luego se giró hacia Gansewein, pero
éste no se hallaba en la sala.
- ¿Y su Eminencia? – Preguntó. – El arzobispo Gansewein estaba aquí,
con nosotros, hace tan solo un momento.
- ¿Dónde está? – Preguntó también excitada Nuria.
Ambos salieron fuera de la tienda, acompañados por el Ministro del
Ejército, que corría tras ellos, pegado aún al teléfono.
A lo lejos, refulgente al sol, y titilante por los espejismos que
provocaban la luz al rebotar en la sal, se veía la figura del suicida. Llevaba
el brazo derecho en alto, con algún objeto en él, quizás un detonador. Con
la izquierda, aprisionaba el cuello de la secretaria del Ministro de Interior.
Hacia ellos, con paso firme y seguro, caminaba el arzobispo
Gansewein.
- ¿Qué hace? – Vociferó el Ministro del Ejército tapando con una mano
el celular, para atenuar sus gritos al otro lado del teléfono. – ¡Vuelva
usted para acá!
El Ministro del Ejército dirigió unas palabras de disculpa a la persona
que se hallaba al otro lado de la línea y colgó. A su lado, Nuria y Torres
contemplaban atónitos como aquel sacerdote, de sotana negra y dorado
pelo rubio, caminaba sin miedo, bajo un sol sofocante, hacía aquel loco.
En aquel momento se oyó una voz que procedía desde el walkie del
Ministro del Ejército.
- Hay otra persona – se escuchó desde el walkie -. Un hombre vestido
de negro está entrado, ahora mismo, en nuestro campo de tiro.
- ¡No le disparen! – Ordenó el Ministro - ¡Repito, no le disparen! Es el
arzobispo Gansewein, embajador de la Santa Sede. Garanticen, en
todo instante, su seguridad.
- No podemos detenerle – replicó el soldado al otro lado del aparato –,
pues tanto el terrorista como el arzobispo se hallan bastante lejos de
nosotros, más ambos están a tiro.
- ¡Repito! – Ordenó el Ministro - ¡Garanticen en todo instante la
seguridad de su Eminencia, el secretario papal Erick Gansewein!
El arzobispo avanzaba con la sotana pegada al cuerpo, sudoroso. Más

El Hombre del Gualicho. 314


no era un sudor asfixiante, extenuante por las elevadas temperaturas del
Gualicho. Era un sudor frío, gélido, que le agarrotaba los músculos y le
impedía seguir avanzando. Era el sudor del miedo.
Sobreponiéndose consiguió dar un paso, y luego otro, y otro, hasta
distar del suicida tan solo unos diez metros. Aquel terrorista vestía de
negro, con un alzacuellos que denotaba su condición de sacerdote. Pese a
todo, sus ropas se veían rotas y manchadas de sangre, sobretodo en la
mano derecha, donde la secretaria del Ministro de Industria clavaba con
fuerza sus uñas.
- ¡No se acerque más! – Gritó aquel hombre – ¡O la mataré! ¡Os
mataré a todos y acabaré con este antro de perdición, con este nido
de víboras! ¡Esta basílica es tan solo un pútrido sepulcro blanqueado
de sal!
Gansewein levantó ambas manos.
- Tranquilo – susurró –. Como ve, no llevo ningún arma.
- No estoy seguro – Preguntó angustiado aquel hombre -. ¿Cómo
puede usted demostrarlo? ¿Cómo puedo confiar en que no miente?
Gansewein dirigió sus manos al pecho y cogió con ambas el crucifijo
de oro que llevaba allí colgado.
- Porque soy sacerdote, cómo usted, y tan solo esta cruz es mi única
arma – respondió mostrando el signo de Cristo crucificado -. Y ahora,
para entendernos mejor, dígame cuál es su nombre. Yo soy…
- Se perfectamente quien es usted – le interrumpió secamente aquel
hombre -. Es el arzobispo Erick Gansewein, mayordomo personal del
Papa y embajador de la Santa Sede. He visto sus fotos en la prensa y
en la televisión.
- Muy bien – respondió Gansewein -. Puesto que ya veo que usted, a
mí, sí me conoce, dígame su nombre, para tutearnos mejor. Dígame,
por favor, ¿cómo debo llamarle?
- Mi nombre es Abelardo – contestó tembloroso aquel hombre -. Soy
sacerdote de una pequeña iglesia – tartamudeó -. Pertenezco a una
reducida comunidad cristina de base, allá en Las Grutas…

Estas comunidades cristianas de base nacieron a raíz del Concilio

El Hombre del Gualicho. 315


Vaticano II, principalmente en América Latina y, de una forma más
limitada, también en Europa. Este Concilio, en su Constitución "Lumen
Gentium" definió a la Iglesia como un Pueblo de Dios donde todos los
miembros tenían la misma dignidad de hermanos e hijos del mismo Padre;
un concepto que se oponía a la idea medieval de Iglesia monárquica y
autoritaria. De aquí que, a partir del Vaticano II, se alentase la formación
de comunidades de base a fin de hacer posible la colaboración de todos los
miembros, sean clérigos o seglares, en el desarrollo de la vida eclesial.

- Muy bien, Abelardo – replicó pausadamente Gansewein -. Ahora que


nos conocemos, dígame claramente qué es lo que quiere. ¿Qué es
eso que tanto le aflige? Dígamelo, si quiere, en confesión.
Abelardo tembló un instante. Tenía su cuerpo en tensión. Sus ojos
avizores parecían escudriñar todos los puntos y ninguna parte, atento a
cualquier movimiento extraño a su alrededor.
- Ustedes dicen que aquí han encontrado los huesos de Cristo, Nuestro
Señor – vociferó aquel sacerdote para que en todos los lugares
oyeran sus palabras, incluso más allá de los límites de la zona de
protección, donde se congregaban fieles y curiosos -. Pero es
mentira, yo sé que lo es.
- ¿Mentira? – Preguntó Gansewein tratando de mantener la calma -.
¿Por qué cree que es mentira? ¿Qué es lo que le induce a usted a
pensar que no son los huesos de Cristo?
- Porque yo sé que esos huesos son los de Satán. Son de Lucifer, que
pretende extender sus tinieblas entre nosotros, aquí, en la Tierra.
Gansewein suspiró. Satán, Lucifer, Belcebú, Semyaza, Azazel… todos
aquellos nombres sólo hacían alusión a una maldita herencia proveniente de
otras deidades paganas existentes, incluso, antes del nacimiento de la
religión judeo-cristiana o de la tradición targúmica. Hades, Lamashtu, Asag,
Lilith…, un sinfín de nombres que nuestra religión adaptó con el nombre de
Satán, representante del Mal, aunque bien podía haberse llamado Gualicho.
¡Maldita herencia! Pensó para así. Tan acoplada está ahora a la
religión cristina que negar su existencia supondría, igualmente, negar la
existencia del Dios. Tal era la unión existente entre el Bien y el Mal, entre el

El Hombre del Gualicho. 316


Jing y el Jang, entre la luz y la oscuridad, que no había manera posible de
separarlos sin que cayera uno detrás del otro. Y lo más absurdo es que en
este mundo cuajado de ateos, de agnósticos, de jóvenes no practicantes,
quien más parecía creer en Jesús y en Dios era el mismo diablo.
De eso se había dado cuenta en los cinco años que pasó de misionero
en Chile. Allí le tocó realizar todo tipo de exorcismos, observando como
Satán replegaba sus fuerzas, se constreñía o se enfurecía cada vez que,
durante dicho rito, se le mencionaba a Dios, a Jesús, o se le mostraba una
cruz. Era ante el nombre de Cristo bajo el cual se le conminaba al diablo a
abandonar un cuerpo o una casa y éste, sabedor de la la realidad de su
existencia, no dudaba en marcharse.
Pero ahora, detrás de este gran misterio del problema del mal, del
sufrimiento del mundo, y de lo paradójico del infierno, estaba otro misterio
mucho mayor, ante el cual en aquellos momentos se hallaba expuesto, que
era el de Dios y el de la propia resurrección de Cristo.
Gansewein inspiró lentamente y avanzó otro paso, siempre con la
mano izquierda hacia delante y la derecha sujetando el crucifijo.
- No es Satán quien está ahí enterrado. Ni siquiera podemos asegurar
que esos huesos que se han encontrado pertenezcan a Jesús, Nuestro
Señor.
- ¡Es mentira! - Replicó Abelardo con un gran grito - En él Apocalipsis
de San Juan se dice: “cuando mil años se cumplan, Satanás será
suelto de su prisión y saldrá con el fin de engañar a las naciones que
están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de
congregarlos para la batalla; el número de los cuales será como la
arena del mar”. ¡Los mil años ya han sido cumplidos y es la hora del
advenimiento del Anticristo! ¡Belcebú está aquí, entre nosotros!
- Abelardo – susurró Gansewein cada vez más inquieto -. Abelardo…
Pero no fue escuchado. Como un predicador en tiempo de la peste,
aquel suicida gritaba cada vez más y más fuerte:
- Conducidos por Satanás, los demonios rodearán el campamento de
los santos y la ciudad amada, Jerusalén caerá, y con ella también lo
hará Roma. Todo el mundo sucumbirá al número de la bestia.
Entonces un monstruo de siete cabezas y diez cuernos se elevará

El Hombre del Gualicho. 317


desde este montón de sal y nos devorará a todos, a todos, y luego
cubrirá el mundo con sus tinieblas y con su olor hediondo.

Gansewein empezó a temblar. Se hallaba ante un verdadero loco, un


fanático que no dudaría en inmolarse a sí mismo con el fin de defender una
idea. Además, el cuerpo de Abelardo se veía extrañamente deforme, con un
tórax muy ancho, indicando que había rodeado toda su cintura con
paquetes de explosivos dispuestos a hacer estallar. En su mano derecha,
levantada, llevaba un objeto semejante a un móvil, seguramente un
detonador. Con la mano izquierda aprisionaba el cuello de Rosanna quien,
angustiada por tratar de respirar, clavaba sus cuidadas uñas en el brazo de
Abelardo hasta hacerle sangrar. Pese a todo, aquel suicida parecía indemne
a cualquier daño.

- En el Libro de Enoc – vocingleó aquel suicida -, puede leerse que los


“Hijos de Dios”: Azazel, Belial, Mastema, Satanael y Sammael,
liderados por Shemihaza, subyugados por la belleza de nuestras
mujeres, se unieron a ellas, dando lugar a la raza maldita de los
gigantes.
Una baba espesa y blanca emanaba de la boca de aquel loco a
medida que chillaba. Inmune a los arañazos y pataleos de Rossana, que
trataba inútilmente de zafarse de su abrazo, Abelardo seguía con su plática
apocalíptica.
- Pero Dios envío a sus cuatro ángeles buenos, liderados por Miguel,
para arrojar a esos gigantes en la fosa y convertir a los ángeles
derribados en estrellas caídas del cielo, en astros errantes…, en
Lucifer.
Los ojos de Abelardo se giraron, rojos de furia, hasta clavarse en
Gansewein. Con la mano que sujetaba el detonador apuntó al cardenal
mientras sus dedos temblaban, amenazando con apretar aquel botón que
supondría la muerte de todos los allí presentes.
- Y ahora vosotros habéis descubierto la fosa donde Dios envió a los
gigantes. Habéis hallado la Gruta del Gualicho. Lo habéis despertado
y éste está enfurecido, y pronto se levantará de su letargo para
convertirnos a todos en estatuas de sal.

El Hombre del Gualicho. 318


Abelardo parecía sacudirse y contraerse en espasmos. Pero, aún así,
seguía sin desprenderse del detonador, ni de la secretaria del Ministro. Esta
lloraba cada vez más fuerte, haciendo de su bello rostro una imagen
irreconocible entre manchas de rímel, ojos rojos, mejillas cuajadas de
lágrimas, y labios cubiertos de baba.
- ¡La voz del Gualicho brama en esta Tierra! – Chilló Abelardo con un
grito agónico -. ¡Pero no lo haréis, NO! ¡No si consigo destruir antes
esta cuna del diablo, este templo del Mal!
- Abelardo – volvió a susurrar Gansewein avanzando cada vez más
despacio -. Abelardo, le propongo un trato.
- ¡No se mueva – gritó aquel sacerdote en un espasmo de locura -, o
haré que todo esto acabe volando por los aires!
Gansewein se detuvo, tan solo le restaban escasos centímetros para
poder rozar a aquel hombre.
- Abelardo – la voz de Gansewein se volvió suplicante, melosa. Con el
brazo izquierdo hizo varios gestos con los dedos. Por un lado pidiendo
calma, por otro, para sugerirle que se aproximaran hasta tocarse -.
Abelardo, deje libre a esa mujer.
Los ojos de Abelardo se volvieron hacia Rossana. Esta lloraba, con el
rímel de sus ojos manchando sus mejillas y un tono azulado en la piel, dado
que el fuerte apretón de Abelardo la imposibilitaba casi respirar y, tan solo
de vez en cuando, podía llenar sus pulmones. Llevaba las ropas rasgadas y
había perdido sus zapatos, de manera que sus pies sangraban, dejando un
reguero rojo que destacaba contra la blancura de la sal.
Parecía como si Abelardo se fijará en la secretaria por primera vez,
como si ni siquiera se hubiera percatado que llevase a una mujer con él. Un
gesto de sorpresa apareció en su rostro.
Tras ese rictus de asombro la empujó hacia el suelo, arrojándola a los
brazos de Gansewein. En aquel momento se oyó un silbido, como si una
ligera brisa agitará los árboles. Después un chasquido, al igual que hace
una calabaza al caer y estallarse.
Gansewein se sorprendió al sentir en su cara el calor húmedo y
viscoso de la sangre. Cerró los ojos y, al volverlos a abrir, vio su sotana
manchada de rojo y como, frente a él, Abelardo se desplomaba con el

El Hombre del Gualicho. 319


cráneo reventado, dejando a la luz todo sus sesos.
Rosanna chillaba histérica mientras Abelardo moría, revolcándose en
su propia sangre. Su mano derecha aún sujetaba el detonador, y sus dedos
se agitaron unos instantes antes de desmoronarse como una baraja de
cartas.
Gansewein no reaccionaba. Se encontraba en un estado de shock en
el que los sucesos parecían detenerse, avanzar más despacio. Se vio
envuelto por un grupo de soldados que le gritaban y sacudían, pero él no
entendía sus palabras. Sus ojos sólo estaban para aquel guiñapo de carne,
esa masa de sangre y vísceras en que se había convertido el cuerpo de
Abelardo.
De pronto se vio empujado al interior de un jeep y transportado,
junto a la secretaria, al interior de una tienda, donde le aguardaban Nuria,
el doctor Torres y el resto de los ministros.
Nada más llegar, Rossana fue a refugiarse en los brazos del Ministro
de Interior, pero las manos de unas enfermeras la retiraron de allí para
trasladarla hasta un hospital de campaña.
Gansewein seguía sin entender, sin comprender las palabras. Parecía
estar y no estar, como si se hallase en la tienda y a la vez encontrarse en
otra parte del mundo, en cualquier otro sitio.
De pronto se vio agitado, sacudido. Al reaccionar, se encontró con los
ojos oscuros y la mirada severa del Ministro del Ejército, que le increpaba
con fiereza.
- ¡Usted es un verdadero loco! – Chilló el militar -. ¡No tiene ni idea del
riesgo al que se ha expuesto inútilmente!
- Yo… - balbuceó Gansewein con la boca seca y los labios agrietados -.
Yo tan solo trataba…
- ¡Usted tan solo trataba – se jactó furioso el Ministro golpeando
fuertemente la mesa -, usted tan solo trataba! ¡Usted trataba de
convertirse en un héroe, y…, mientras tanto, de poner en peligro la
vida de todos nosotros!
El ruido de los puños sobre la mesa hizo despertar a Gansewein de su
letargo. Poniéndose en pie de un brinco se enfrentó al Ministro, elevando su
dedo, aún manchado de la sangre de Abelardo, ante sus ojos.

El Hombre del Gualicho. 320


- ¡No señor! – Chilló -. Yo ya casi había conseguido que aquel pobre
hombre depusiera su actitud. Y usted lo ha matado, matado, sin
preocuparse tan siquiera de saber quién era. Es usted el asesino, no
yo.
- ¡Pues sepa usted que su actuación no quedará impune – vociferó el
Ministro del Ejército! –. Estos hechos llegarán a la Santa Sede. Usted
es un verdadero hijo de…, hijo de pu….
- ¡Hijo de Dios! – Le interrumpió Gansewein -. ¡No lo olvide nunca!
Dando un fuerte portazo, el Ministro abandonó la sala sin concluir
aquella frase.
Gansewein estaba colérico, furioso. La vena de su cuello se expandía
y contraía como una válvula a punto de reventar. Echó una rabiosa mirada
entre todos los presentes hasta dar con los representantes de la iglesia
argentina, que, ante aquel ataque terrorista, se habían refugiado en un
pequeño rincón.
- ¡Era un sacerdote! – Gritó Gansewein yendo hacia ellos y haciendo
grandes aspavientos con las manos -. ¡Era uno de los nuestros, un
mero sacerdote que regentaba una pequeña iglesia de una de esas
barriadas de Las Grutas! ¡Y ahora…, ahora ya está muerto!
El grupo de obispos y arzobispos se miraron unos a otros y se
apelotonaron aún más, temerosos de aquella reacción de furia.
- ¡Ya no podemos saber si ese pobre hombre actuaba por su propia
voluntad – los ojos de Gansewein brillaban de ira y la vena de su
cuello no paraba de vibrar, de latir violentamente con cada golpe de
su corazón -, por la sencilla razón de que está muerto! ¡O si era un
mero sicario que recibía órdenes de alguna facción disidente y
fanática en el seno de nuestra propia Madre Iglesia! ¡Gente capaz de
realizar una verdadera masacre con la única idea de destruir estas
reliquias!
Uno de aquellos obispos, el que aparentaba mayor edad, se separó
del grupo y se encaró directamente a Gansewein. Bajo sus gruesas gafas,
sus ojos revelaban una serenidad propia de la edad. Había vivido mucho en
el mundo chabolista argentino para dejarse impresionar por aquel arrebato
de ira.

El Hombre del Gualicho. 321


- No se equivoque, Eminencia – murmuró en un hilo de voz -, si
realmente hubiera sido así, las órdenes no tendrían por qué haber
partido desde Argentina, podrían haber procedido, por ejemplo,
directamente desde Roma, de la que usted, aquí y ahora, es su
máximo representante. Además, han sido sus propias palabras,
expresadas hace tan solo unas horas, las que nos alertaban a todos
de las preocupaciones de la Santa Sede ante el hecho de hacer
público todos estos documentos.

El Hombre del Gualicho. 322


31 CAPÍTULO

Vaticano, momento actual

Al regresar al avión se cambió sus vestidos, sucios de la sangre


reseca y marrón de Abelardo. Prefirió no lavarlos, sino que optó por
arrojarlos al cubo de la basura, para sí olvidar por completo aquella muerte
inútil.

No es que fuera la primera vez que hubiera visto un muerto. Ya, en el


año de mil novecientos noventa y cuatro, tuvo la ocasión de enfrentarse por
primera vez con esa barbarie humana que fue la guerra de Bosnia. Allí
acudió, como enviado especial del Vaticano, para constatar los daños que se
estaban produciendo. Aquella guerra, que duró más de tres años, causó
cerca de cien mil víctimas, entre civiles y militares, y más de un millón de
desplazados.

No pudo por menos recordar aquella extraña sensación de absurdo,


de irreal, al contemplar como un superior asesoraba, e incluso daba apoyo
psicológico, a un pobre soldado que se veía en la obligación de apretar el
gatillo ante su primera víctima, ante su primera muerte. Sin embargo, no
dijo Benedicto XVI, que sólo “en presencia de la muerte es cuando en
inevitable preguntarse por el sentido de la vida”.

Sin embargo, ¡qué irracional es esta vida en la que los psicólogos te


ayudan a enfrentarte a tus miedos, cuando éstos no dejan de ser son cosas
aún más absurdas que tu vida, como es el asesinar a un hombre, el
abandonar tu casa o el enfrentarte a unos alumnos sin escrúpulos…., en
síntesis, hacer tu propio “agere contra”!

Al rato le abatió el cansancio. Se cubrió con una manta y acabó


dormido, pero tuvo un sueño inquieto, cuajado de pesadillas. En él veía su
túnica cubierta de sangre, aún fresca, manando como un río de entre los
miles de agujeros que la perforaban, tiñendo de rojo la tierra.

Y vio el rostro de Abelardo, con los ojos vidriosos y su cerebro


expuesto a la voracidad de las moscas. Lo vio sentado en una silla de los
acusados, con su cuerpo descomponiéndose con el paso de los tiempos

El Hombre del Gualicho. 323


mientras era interpelado, una y otra vez, por el propio Gansewein, que
quería saber los motivos que le habían impulsado a obrar así. Aquella
imagen fue trastocándose lentamente con el “Concilio Cadavérico” que
sufrió, “post mortem”, el Papa Formoso en el siglo IX.

Abelardo representaba al Papa Formoso, con su cuerpo en un


avanzadísimo estado de putrefacción y luciendo las vestimentas papales.
Estaba sentado ante el tribunal, atado a la silla para que no se escurriese
continuamente de su asiento. Su cráneo, destrozado por el impacto de la
bala, miraba con las cuencas vacías a su acusador. Este no era otro que el
propio Gansewein, que se había trastocado en el Papa Etienne VI (VII) y
exhortaba una y otra vez a Abelardo a decir la verdad, mientras los
representantes del clero argentino actuaban de abogados de oficio,
aguantando las arcadas producidas por el hedor y la abominación de tener
ese cadáver ante ellos.

Aquel concilio le trasladó a las catacumbas romanas, tan rápido y


fugaz como sólo en sueños puede hacerse. Se vio así mismo recorriendo
aquellos pasadizos subterráneos que, en tiempos de las persecuciones
romanas, habían servido de refugio a miles de cristianos.

Caminó a lo largo de sus murallas examinando las inscripciones que


se le mostraban a ambos lados de los túneles y nuevos sentimientos le
asaltaron mientras leía el glorioso catálogo de mártires asesinados en el
loor de la defensa de Cristo. Allí estaban todos los que murieron por la
Iglesia, ocultos tan solo por unas delgadas lápidas que cubrían sus cuerpos.

Los toscos adornos que decoraban muchas de las tumbas traían


consigo todo el fervor religioso que aquellos artistas podían producir. Las
letras rudamente labradas, la escritura y los errores gramaticales
constituían las pruebas tangibles de los tesoros que Jesús podía entregar a
quien creían en Él: la Gloria de una Resurrección tras la muerte.

Aquellos hombres avanzaban cantando hacia el martirio, lo aceptaban


y anhelaban, incluso en sus manifestaciones más horrendas, sólo por el
placer de saber que, tras ese breve instante de dolor, volverían resucitados
en Cristo.

El Hombre del Gualicho. 324


¿Y ahora qué? ¿Qué pensarían todos aquellos mártires si supieran
que Jesús no resucitó, que sus huesos pueden verse y tocarse, como una
mera atracción turística, en unas salinas perdidas de Argentina?

De pronto, su sueño abandonó a aquel fantasmagórico y macabro


lugar para evocar las mismas imágenes que presenció Sor Lucía, cuando se
le anunció el tercer secreto de Fátima.

En sus pesadillas divisó una inmensa luz, que era el mismo Dios, y al
Santo Padre vestido de blanco. Junto a él, otros obispos, sacerdotes,
religiosos y religiosas subían una montaña empinada en cuya cumbre había
una gran Cruz hecha a base de maderos de alcornoque. Para llegar a ella, el
Santo Padre debía atravesar primero una gran ciudad medio en ruinas,
apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las almas de los cadáveres
que encontraba por el camino.

Una vez llegado a la cima del monte, acuclillado a los pies de la gran
Cruz, el Santo Padre era asesinado por un grupo de soldados, que le
disparaban con armas de fuego y flechas. Igual murieron, uno tras otros,
los demás obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y diversas personas
seglares, hombres y mujeres de diversas clases y posiciones. Bajo los dos
brazos de la cruz dos ángeles, cada uno de ellos con una jarra de cristal en
la mano, recogían la sangre de los mártires y regaban con ella las almas de
los que se acercaban a Dios.

Gansewein se levantó sudoroso, excitado.

¡Cómo se asemejaban sus sueños a las terribles predicciones


anunciadas por falsos profetas, como Malaquías, Nostradamus o las de Juan
XXIII!

Habrá guerra dentro de la Madre y los rebaños se dispersarán.


Pero alguno clamará sangre y será escuchado. Todas las desgracias
para el que habrá gritado, la suya será la primera sangre en correr.

Ahora que la Ciencia parecía afirmar la No intervención de Dios en el

El Hombre del Gualicho. 325


Origen del Universo, ahora que se cuestionaba la resurrección carnal de
Cristo, ¿significaba aquello el fin del cristianismo? ¿Había llegado ya el fin
de la religión católica? ¿Y si, realmente, Dios Todopoderoso, hubiese
decidido dejarse de interesar por los hombres y los hubiese abandonado a
los demonios, al miedo y a una muerte sin resurrección?

Rápidamente le vinieron a la cabeza imágenes del Apocalipsis de San


Juan, de los cuatro jinetes montando cada uno un caballo de diferente color
y llevando plagas a toda la humanidad. Del gran dragón escarlata con sus
siete cabezas y sus diez cuernos, y de la gran batalla en el cielo. Del
renacer de los ídolos paganos, del Bien contra el Mal.

¿Nos estábamos enfrentando ante una nueva religión llamada


Ciencia? ¿No serán, acaso, las Universidades los nuevos Templos del Saber
y los Científicos los portadores de la Nueva Palabra?

Durante siglos había existido un conflicto entre Fe y Ciencia, siendo


imposible establecer un diálogo saludable entre ambas partes. Así, desde
que Giordano Bruno fuera quemado en la hoguera por herejía, el diecisiete
de febrero de mil seiscientos, al defender que el Sol era simplemente una
estrella, o desde Galileo Galilei, cuyo enfrentamiento con la Inquisición es
representado como el paradigma universal del conflicto entre religión y
ciencia, la Iglesia había impuesto sus criterio a base de Autos de Fe que
solemnizaban el retorno del hereje al seno de la Iglesia, o su castigo a morir
en la hoguera como apóstata impenitente.

Pero ahora las tornas parecían haber cambiado, y la Ciencia se abría


camino, reclamando un lugar en los altares. Ya no se martirizaba a nadie
por el simple hecho de describir la circulación de la sangre, o por detallar
cuáles eran las leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita
alrededor del Sol. Más bien, se los miraba con admiración y respeto. Una
admiración y un respeto que iba perdiendo, día a día, la Iglesia.

Era cierto que, de vez en cuando, surgían nuevos mártires, pero no


aquellos como lo que describió anteriormente Nuria o el doctor Torres, sino
otros que morían por defender sus ideales, incluso en momentos tan
actuales como el siglo pasado.

El Hombre del Gualicho. 326


Recordó a Paul Karamerer, biólogo austriaco, quien demostró, en mil
novecientos veinticuatro, la herencia de los caracteres adquiridos utilizando
para ello salamandras. Primero fue injustamente acusado por científicos
americanos de haber falsificado sus experimentos y luego, más tarde,
"suicidado" por los nazis, ya que su descubrimiento arruinaba por completo
el dogma de la inmutabilidad genética. Kammerer seguía sin ser
rehabilitado, pero con Kammerer pasaba algo distinto, ya que aquello se
limitaba, tan solo, a luchas intestinas, a un exclamar: ¡Qué se peguen entre
ellos!

Lo que ahora se debatía, con una brutalidad nunca antes puesta de


manifiesto, pues parecía que todo el mundo estaba alzándose en armas, era
la lucha entre la Ciencia y la Religión Católica. Y parecía que esta última
tenía todas las de perder.

Ahora que la Biblia ya no ocupaba su lugar en colegios ni


universidades; ahora que la oración familiar había pasado a convertirse en
un hábito perdido, ahora que nuestro Señor Jesucristo era desacreditado y
deshonrado en cada rincón de la Tierra, ahora era cuando Gansewein más
sentía de cerca las acechanzas del Maligno, de Satanás vomitando azufre.

¡Oh, qué sabio había sido el diablo al escoger el lugar de la batalla!


Las Salinas del Gualicho, las Salinas del Demonio. Allí, precisamente, era
donde Satán quería derrotar a la Iglesia, poniendo en entredicho uno de sus
más importantes dogmas de fe.

Gansewein se cubrió los ojos con las manos, se hincó de rodillas en el


suelo del avión y se echó a llorar. Sentía como que se ahogaba, que le
costaba respirar y que su corazón se disparaba cual caballo desbocado. Se
retiró el alzacuellos de un tirón, en un intento de inspirar más aire. Luego,
estirando las manos en cruz, se hundió en los abismos de la oración. Se
tumbó en el suelo y comenzó a rezar.

Era ya casi medio día y sobrevolaban por encima del Mediterráneo, a


tan solo escasos minutos para aterrizar en Roma. Aquello le obligó a
contener sus sofocos, ya que debía sentarse y aferrarse el cinturón de
seguridad. Aun así, seguía llorando, pidiendo piedad para él y el resto de los

El Hombre del Gualicho. 327


cristianos.

Parecía ser que en el aeropuerto, así como en las estaciones de metro


y de ferrocarril, se habían extremado las medidas de seguridad por riesgo a
algún presunto ataque terrorista. Por lo que, nada más descender del avión,
fue rodeado por un grupo de guardaespaldas, que lo dirigieron directamente
a un coche de seguridad.

La ciudad de Roma estaba colapsada, así como la Plaza de San Pedro.


Miles de personas, tanto creyentes como no creyentes, se habían
congregado en la ciudad eterna a la espera de la reacción del Papa, de
conocer cuáles serían sus palabras.

El ruido de las sirenas de los dos motoristas que les precedían se


ahogaba entre el ruido de otras sirenas de ambulancias y coches policía,
debidas estas últimas a los graves enfrentamientos que se estaban
produciendo, casi de continuo, entre aquellos que proclamaban que “Dios
había muerto”, y aquellos que decían que “Jesús era la resurrección y la
vida”.

Pancartas rotas, contenedores quemados, coches volcados, y


multitud de jóvenes embozados corrían de acá para allá escapando de los
agentes antidisturbios. Algunos yacían en las aceras, con las cabezas
sangrantes y ayudados por voluntarios de la Cruz Roja, otros aún seguían
increpando a las fuerzas del orden, mientras que otros continuaban
pegándose entre sí, mostrando sus diferencias religiosas. Aquello parecía
una nueva Cruzada liderada, por el grito de “Dios lo quiere”, frente al otro
de “Dios ha muerto”.

- ¡Tanto caos por unos simples huesos! – Pensó para sí Gansewein –


Claro que…, esos huesos no son tan simples, y más si tenemos en
cuenta que proceden del mismo Jesús, Nuestro Señor, y que, con
ellos, se está poniendo en juego uno de los principales dogmas de
nuestra fe, su resurrección.

En aquel momento el conductor bajó una ventanilla que lo aislaba de


la parte trasera del vehículo y, mientras trataba de mantener el volante,
dirigió breves miradas al arzobispo Gansewein, alternándolas con otras

El Hombre del Gualicho. 328


lanzadas a la carretera.

- Las revueltas son prácticamente continuas, Eminencia – explicó el


chófer dando un tremendo volantazo, en un intento por librarse de un
grupo de manifestantes, que arrojaban huevos y tomates ante aquel
coche que mostraba los banderines oficiales del Vaticano -. Incluso
hay quienes dudan de la autenticidad del Santo Padre.
- Pero si el mismo Jesús dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia”.
- ¡Eche un vistazo a la prensa! – Aquel hombre arrojó un puñado de
periódicos sobre la tapicería de cuero, al lado de Gansewein, y cerró
la ventanilla.
Gansewein rebuscó entre los periódicos hasta topar con una noticia
en la que se indicaba que Jesús no había sido fundador de ninguna Iglesia y
que, incluso, no había pronunciado nunca esa frase durante su vida
terrenal. Que ese dicho se lo debió atribuir para sí mismo el obispo Calixto,
en el siglo III. Para ello, la prensa se justificaba en los escritos de tres
grandes maestros: Tertuliano, que afirmaba que esa frase sólo se refería a
Pedro y a nadie más. Orígenes, que aludía que todos los fieles acababan
convirtiéndose en roca por su fe en Cristo, y, por último, Cipriano, quien
entendía a Pedro como representante de todos los obispos.
De pronto, al volver a dejar aquellos periódicos sobre la tapicería, se
encontró con un sobre marrón, del tamaño de media cuartilla, sin remitente
ni dirección, pero con su nombre impreso en la portada. Lo ojeó
brevemente antes de dar unos pequeños golpecitos del cristal que le
separaba del conductor.
- ¿Y esto? – Preguntó Gansewein mostrando el sobre.
El chofer se encogió de hombros.
- No lo sé – respondió -. Tan solo sé que alguien, no recuerdo quién,
me entregó esta mañana los periódicos con la intención de que usted
los leyera.

En aquellos momentos, la verdadera preocupación del chofer estaba


en si debía o no utilizar el limpiaparabrisas ante un huevo que le había
impactado en el cristal, pero justo del lado del copiloto. Sabía que, al

El Hombre del Gualicho. 329


mezclarse el huevo el con agua, se formaría una substancia viscosa, como
la leche, que le bloquearía aún más la visión y que le obligaría a tener que
detenerse. Ante esta tesitura, prefirió seguir hacia adelante, sin parar ni dar
a los limpias.

Gansewein volvió a dar otro atento repaso al sobre, incluso lo


olisqueó, por si detectaba en él algún tipo de perfume o aroma que le
indicase que aquello no era tan solo una carta, si no que podía contener
algún tipo de veneno, incluso ántrax. De repente le vino a la memoria la
imagen de la actriz Shannon Rogers Guess Richardson, detenida por el FBI
como sospechosa de enviar cartas con ricina al presidente de los Estados
Unidos, Barack Obama y al alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg.
Finalmente se decidió por abrir el paquete. Dentro, en un fino papel
de impresora, alguien había escrito lo siguiente:

Nuestra Santa Madre Iglesia, católica, apostólica y romana, es,


con mucho, la iglesia cristiana más numerosa y antigua del mundo.
Más que como a un “sacramento”, ha de ser considerada como un
“signo e instrumento de la unión íntima de Dios con todo el género
humano”, en cuanto a que ella misma ha sido fundada por Cristo. A
ella pertenecen todos los bautizados en Dios y tiene como cabeza al
mismo obispo de Roma, al Santo Padre.
La Iglesia católica debe interpretarse como la única Institución
encargada de recorrer el camino espiritual que ha de guiar a sus
fieles, por medio de los sacramentos, hacia Nuestro Señor Jesucristo,
quien es el que verdaderamente otorga la gracia al creyente.
La Humanidad no debe ser partícipe de esta Nuestra Santa
Madre Iglesia nada más que en lo que estrictamente le corresponde,
por lo que no deberá saber nunca más de lo que necesita, siendo la
Iglesia, como director espiritual que es de esta Humanidad, la que
marque qué es lo que conviene y qué es lo que no conviene saber.
Sostener otra idea supone dar pábulo a que, a la larga, cualquiera se
sienta legitimado a interpretar la palabra de Dios, sin reparar en el
daño que la difusión de ciertas ideas podría acarrearse.

El Hombre del Gualicho. 330


Por eso, pretender hacer creer a los fieles que los huesos
hallados en Argentina corresponden a los de Nuestro Señor Jesucristo
es la herejía más grande que se haya oído en la historia. Y aquel que
crea que esos huesos son los de Jesús, Nuestro Señor, se le debe
tachar de apóstata al negar, renunciar o abjurar al principal dogma la
fe católica, que es la resurrección de Cristo.
Por todos estos motivos, y desde el cargo que yo represento, le
conmino a rechazar por completo la autenticidad de dichas reliquias,
presentándolas como una burda farsa o falacia, y colabore con
nosotros a la destrucción de las mismas, atendiendo a su
responsabilidad cualquier otra palabra en contra que pretenda hacer
creer que Jesús, nuestro Señor, no resucitó en carne y hueso.
Hemos de silenciar estos descubrimientos, pues ellos sólos
constituen la “estrellas errante” que se desvía de la angosta senda de
los mandamientos, precipitándose hacia el abismo sin límites de
Satán. Esos huesos constituyen el mismo infierno de tinieblas de la
falsedad.
A tales descubrimientos habremos de oponernos de todas las
maneras y por completo. Pues, aun cuando fueran algo verdadero,
uno que ame la verdad en Cristo no debe, aun así, estar de acuerdo
con ellos. Pues no todas las cosas verdaderas son la verdad, ni debe
esa verdad que meramente parece verdadera según las opiniones
humanas ser preferida a la verdad verdadera, aquella que está de
acuerdo con la fe.
Lo que durante tantos siglos ha estado oculto, no puede ahora
ser revelado. Tal negligencia por su parte podría acarrear grandes
problemas, no sólo a la Iglesia, sino también a su propia persona.

Firmado: Caballero Kadosh o de la Sagrada Venganza


Priorato de Sión.

El Hombre del Gualicho. 331


Sobre aquella firma irreconocible, más bien un garabato, destacaba
en tinta roja el sello del Priorato, una flor de lix cruzada por un nudo y una
X. A su alrededor podían leerse los siguientes caracteres: “SIONIS
PRIORATUS – IN XOC SIGNO VINCES”
Gansewein estrujo la carta, enfurecido. Le estaban amenazando,
incluso con un posible atentado, si se decidía a decir la verdad de lo que él
había visto en Argentina. Pero lo que desconocía aquella persona, esa que
se autoproclamaba Caballero Kadosh del Priorato de Sión, era que
Gansewein prefería presentarse ante Dios, más como mártir que como
perjuro.
Gansewein abrió su pequeño maletín y extrajo de él un ordenador
portátil. Rápidamente ya estaba navegando en Internet e introduciendo la
palabra Kadosh en el buscador Google. Así, pudo enterarse que, en mil
novecientos dieciocho, ese grado masónico había sido considerado
anticatólico al ir en contra del Papa, pues en su iniciación, el futuro
caballero Kadosh debía apuñalar una tiara y una corona, ambos objetos
representantes del poder Papal. Esta era la manera de poder desahogar su
venganza por el injusto asesinato de Jacques de Molay, representado como
el verdadero apóstol de la verdad y de los derechos del hombre.
Los caballeros Kadosh formaban uno de los grados más avanzados de
esta sociedad secreta y entre sus obligaciones destacaban las de defender
los principios de la masonería y las de proteger a los peregrinos que se
encaminaban a Tierra Santa, de hecho, sus bases descansaban sobre las de
ambas órdenes; es decir, sobre la de los Templarios y sobre la de los
masones.
A Gansewein le empezó a preocupar la involucración masónica en
todo el asunto, sobre todo después de las fuertes implicaciones que tuvo la
logia masónica P2 en el colapso del Banco Ambrosiano del Vaticano dirigido
por Roberto Calvi y es que, todos los periodistas que rastrearon sobre el
asunto, llegaron a una misma conclusión: la mafia ítalo-americana se valió
de las instituciones financieras del Vaticano para blanquear el dinero sucio
obtenido con sus actividades ilegales.
Además, se consideraba que Propaganda 2 (P2) tuvo entre sus

El Hombre del Gualicho. 332


miembros a un presidente interino de Argentina, lo que la podía relacionar
directamente con las Salinas del Gualicho y, no sólo eso, sino directamente
con la muerte del Papa Juan Pablo I.
Parecía ser que, apenas dos semanas después del nombramiento de
Luciani como nuevo pontífice, una revista italiana de nombre Op3, publicó
un artículo que, bajo el título de "La Gran Logia Vaticana", daba a conocer
una lista de ciento veintiún nombres de miembros del Vaticano que
pertenecían, supuestamente, a logias masónicas. Al parecer Juan Pablo I
habría encargado una investigación al cardenal Benelli con la finalidad de
determinar la veracidad de dicha lista, pero su repentina muerte se lo
impidió.
Posteriormente buscó: “Priorato de Sion”, contabilizando más de
cincuenta mil registros. Accedió a Wikipedia y allí pudo leer que ésta era
una organización fraternal fundada por Pierre Plantard en mil novecientos
cincuenta y seis y que se caracterizaba por unos tintes rosacrucianos
bastante modernos.
Durante la década de los sesenta, Plantard persiguió darle un
trasfondo histórico, aunque ficticio, a su organización, describiéndola como
una sociedad fundada durante el año mil noventa y nueve por Geoffrey de
Bouillon, en el Monte Sion, en pleno Reino de Jerusalén, con el propósito de
instaurar el linaje secreto de los merovingios en los tronos de Francia y en
el resto de Europa. Citaba que, al menos, cinco de los nueve fundadores de
la Orden del Temple pertenecían al Priorato de Sión e, incluso, que el
Temple era el brazo armado de la anterior, o que ambas órdenes eran una
sola, puesto que compartían un mismo Maestre.
Con la idea de falsedad por delante, Gansewein depositó el papel en
una pequeña papelera, frente a los asientos. Luego volvió a los periódicos
con la intención de olvidarse del asunto, más no pudo desatenderse por
mucho tiempo ya que, desde la muerte de Abelardo, había empezado a
darle vueltas en la cabeza a la posibilidad de que, dentro de la propia
Iglesia, existieran pequeños grupos de fanáticos maquiavélicos dispuestos a
realizar cualquier tipo de atentado con el objetivo de conseguir sus fines.
Recogió de nuevo el papel y se lo guardó en un bolsillo. Luego se
frotó los ojos con gesto de resignación. Recordó sus años de juventud,

El Hombre del Gualicho. 333


cuando, lleno de ilusión, prácticamente había acabado de arribar a Roma y
se encontró de frente con el cardenal Albino Luciani, quien más tarde
pasaría a ocupar el trono papal con el nombre de Juan Pablo I.
A pesar de que el Vaticano afirmaba rotundamente que Juan Pablo I
falleció de un infarto en su cama, y que no se llevó a cabo autopsia alguna
por la oposición de sus familiares, algunos aspectos de esta declaración
oficial se vieron, sin embargo, contradichos más tarde.
Así, por ejemplo, no fue el irlandés John Magee, aquel que fuera
secretario personal de Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, la primera
persona en hallar el cadáver del Pontífice, sino una de las religiosas que se
encargaban del trabajo doméstico, como se supo en mil novecientos
ochenta y ocho.
Más tarde, en mil novecientos noventa y uno, la familia del fallecido
Papa reveló que la muerte no le sobrevino en la cama, sino en su escritorio
y que, además, sí se le habría realizado una autopsia, lo que había dado
origen a todo un cúmulo de teorías conspirativas que apuntaban a un
posible envenenamiento del Pontífice.
¿Era posible que el Priorato de Sión realmente existiera y que, quizás,
ya tuviera metidos sus tentáculos en el propio seno de la Iglesia? ¿Podría
ser este Priorato de Sión una facción de grupos masónicos o comunistas?

Tuvieron que hacer grandes rodeos con el fin de acercarse al


Vaticano, evitando todas las manifestaciones y protestas. Finalmente
llegaron a la vía Nicolo V y a la calle del Largo di Porta Cavallegeri, cruzaron
frente al palacio de Santa Martha y se detuvieron ante la Sala de
Audiencias, construida por expreso deseo de Pablo VI en mil novecientos
setenta y uno y a la que se la conoce popularmente como Sala Nervi, en
honor a su constructor Pier Luigi Nervi. Desde allí podía oírse el clamor, casi
un susurro, de la letanía que miles de fieles, congregados en la Plaza de
San Pedro, rezaban día y noche, desde que se conoció la noticia, siempre a
la espera de las declaraciones del Santo Padre.

La Sala de Audiencias es como un gran teatro creado con el fin de


albergar a un público muy numeroso. La planta tiene forma trapezoidal,
situándose el escenario en su lado estrecho mientras que en el lado ancho

El Hombre del Gualicho. 334


se encuentra un gran vestíbulo al cual se accede por un extremo, a través
de una amplia puerta, casi directamente desde la Plaza de San Pedro. Toda
ella es de hormigón blanco, manteniendo así una imagen acorde con el
color emblemático de la máxima autoridad de la institución eclesiástica, el
Papa.

Toda la autoridad eclesiástica se hallaba allí presente, presidida por la


figura del Santo Pontífice. En aquella inmensa sala estaban reunidas las
mentes más brillantes de la Iglesia. Había cardenales de la curia, teólogos y
filósofos venidos de diferentes rincones del globo, y cada uno vestido con
sus respectivos hábitos. Había jesuitas, dominicos, carmelitas,
franciscanos….

Gansewein aguardó un instante, como si quisiera concentrarse en sus


palabras. Luego, tras persignarse y hacer una breve introducción dirigida al
Pontífice, comenzó su discurso:

- He visto los tesoros que hicieron envilecer de codicia los ojos de


Felipe, el Hermoso. Allí se amontonaban, en preciosos relicarios,
huesos, restos de togas y vestidos, y polvo de los caminos de
infinidad de santos. Desde San Martín de Tours hasta Bernardo de
Clairvaux, desde Hildegarda von Bingen, hasta del mismísimo rey
Clodoveo, aquel que recibió el bautismo de las manos de San
Remigio.
He visto cofres de iglesia tallados en maderas exóticas, y paramentos
sacerdotales mezclados con espadas y escudos del Temple, y al
mismísimo Baphomet, quien no deja de ser, en realidad el rostro
barbudo de Cristo, marcado por las heridas de la crucifixión –
Gansewein nota como le vibra la voz -. Cientos de cofres cuajados de
monedas de oro y plata, cálices y platos para la eucaristía,
candelabros de alabastro, imágenes de Cristo y de Nuestra señora
talladas en marfil y ébano….
Allí había también documentos. Libros miniados repujados en cuero,
con argollas de oro que cosían sus páginas…

La mano uno de los cardenales de la Santa Curia se levantó pidiendo


un momento para poder hablar. Bajo su túnica negra, su pálido rostro

El Hombre del Gualicho. 335


resplandece a la luz de los focos, pero lo que más brillaba, como dos ascuas
encendidas en la noche, eran sus ojos, cuajados de codicia y deseo.

- Todo ese tesoro del que nos habláis – expresó frotándose las manos
con fruición -. Todo ese oro y esa plata, esas reliquias…, deberán
pasar, prontamente, al Tesoro Vaticano.

Gansewein dudó unos segundos. Sus ojos se volvieron vidriosos, y su


garganta quedó reseca, como un río en un desierto. Pidió un vaso de agua,
y, tras tomar un trago, contestó.

- Hemos de retrotraernos a mil trescientos siete, cuando el Papa


Clemente V emitió diversas bulas, ente las que se encontraba la
Pastoralis Praeminentiae. En ella se ordena a todos los monarcas
cristianos la detención de los templarios y, lo más importante, la
confiscación de sus bienes. Me temo, Eminencias, que todas esas
reliquias, cofres y documentos que antes he mencionado, quedarán
en poder del Estado Argentino.
Un murmullo de protesta e indignación se elevó entre los asistentes,
tiempo que utilizó Gansewein para volver a llevar su vaso a los labios y
beber otro trago.
- Sin embargo, – exclamó -, nos han concedido una petición. Dado que
hay intereses de la Iglesia que pueden verse comprometidos por los
documentos Templarios, hemos pedido que se nos permita revisarlos
antes de que éstos se hagan públicos.

En aquel momento la voz del Santo Padre se elevó entre el coro de


rumores. Su toga blanca, cegadora, emergió de aquel tumulto de hábitos
pardos, negros y rojos.

- Ahora hermanos, no es el momento de hablar de esos temas, pues


hemos de enfrentarnos a un trago mucho más amargo – sus ojos se
dirigieron a donde se encontraba Gansewein –. Pese a que hemos
recibido fuertes críticas sobre su actuación en Argentina, de las
cuales hablaremos en visita privada, debo preguntarle, aquí y ahora:
¿Son, o no son, los huesos allí encontrados, los de Cristo, Nuestro
Señor?

El Hombre del Gualicho. 336


Gansewein tembló ante la magnitud de esa pregunta, a la que se
había estado preparando desde que saliera de Argentina. Era curioso que el
Santo Padre hubiera elegido aquel lugar para mantener la reunión, puesto
que su figura blanca se empequeñecía delante de una macroescultura que
se hacía llamar la “Resurrezione” y que, precisamente, emulaba a Cristo
intentando escapar del reino de los muertos. Éstos últimos se
contorsionaban y retorcían en espantosas posiciones, iluminados por
bombillas rojas, verdes y azules que daban a sus formas un aspecto
verdaderamente terrorífico.
- La verdad, Eminencia – su voz salía aguardentosa, lenta, apilándose
una palabra tras otra, como si tuvieran miedo de escapar -. La
verdad, es que aún existe una ligera duda a la que podemos
aferrarnos.
- ¿Una duda? – Preguntó un monje franciscano - ¿De qué duda está
usted hablando?
- La ciencia, esa a la que tanto hemos denostado a lo largo de los
siglos, es la única que ahora puede ayudarnos.
- Explíquese, hermano Gansewein.
- Los huesos van a ser sometidos a un exhaustivo examen científico.
Desde un análisis del C14 para conocer con exactitud su fecha, hasta
un estudio forense y criminalista para conocer las causas de la
muerte.
El Santo Padre pareció retomar la calma. Sus delgados dedos, que
antes temblaban como cuerdas pulsadas de una guitarra, ahora se
relajaron. Se volvió a sentar, y una vez ubicado en su sillón, volvió a
preguntar.
- Entonces, ¿podremos esperar a que se sepan esos resultados para
dar una respuesta?
- Me temo que no, Santo Padre, pues los resultados tardarán en salir,
al menos, un mes o dos. Y el comunicado debe ser instantáneo.
Debemos responder a la opinión pública ya. No podemos aguardar ni
un minuto más, pues los altercados seguirán multiplicándose y eso
supondrá aumentar el número de víctimas.
- Y, según usted, ¿cuál es su opinión sobre esos huesos? – Preguntó el

El Hombre del Gualicho. 337


Santo Padre llevándose las manos al pecho y cruzándolas entre sí,
ocultado su gran crucifijo.
Gansewein volvió a quedarse frío, helado. Pese a ello, sentía el sudor
en las manos, en la frente, un sudor gélido que congelaba sus músculos,
imposibilitándole hacer ningún momento. Sintió un ramalazo de angustia y
dudó antes de responder. Era como si aquel que se autoproclamaba a sí
mismo caballero Kadosh del Priorato de Sión estuviera sentado entre el
grupo de presentes, escondido en el interior de uno de sus cardenales que,
por un lado proclamaban la paz y, por otro, actuaban con violencia.
Un fuerte escalofrío le recorrió la espina dorsal. Él no tenía miedo a
morir. De hecho, la vida de todos aquellos ilustres santos a los que tanto
admiraba estaba dirigida por un simple designio, el no tenerle miedo a la
muerte. Es más, la preferían y buscaban, sabedores que después de ese
breve trance de dolor irían al más allá, a sentarse y disfrutar en el banquete
del Padre. Por eso motivo, frente a la amenaza de aquella secta oscura, tan
negra que parecía no existir, que latía un breve segundo para luego
desaparecer al siguiente, que resurgía como realidad para acto seguido ser
tachada de falacia, optó por no callarse y decir la verdad:
- He visto esos huesos. Los he palpado con mis manos, sentido las
magulladuras en brazos y pies – respiró, aunque forzosamente, como
si aquel fuera su último aliento antes de exhalar el alma -. He visto
aquella reliquia, aquella obra de plata. No me cabe ninguna duda –
suspiró, dejando caer la cabeza -, son los huesos de Cristo, Nuestro
Señor.
Percibe la dolorida mirada de los cardenales y monjes, que no se
atreven a protestar, pero cuyos ojos permanecen clavados en el cuerpo
rígido de Gansewein. De entre todos destacan unos ojos, rojos de furia.
Gansewein sabe que con esas palabras ha puesto en marcha un
mecanismo, unas ruedas que no dejarán de girar hasta que su corazón se
pare, hasta que Erick Gansewein haya muerto.
- Entonces – la voz del Papa era tan solo un suspiro, un aliento. Las
arrugadas bolsas debajo de los párpados denuncian su falta de sueño
y su cansancio -, ¿qué creen ustedes que la Santa Sede debe hacer?

El Hombre del Gualicho. 338


Aquel ramalazo de fuerza, de confianza que había surgido entre los
prelados unos segundos antes, se desvaneció como el humo, como el agua
entre los dedos.

- Hemos de salir a la calle y hablar – replicó un monje jesuita elevando


la voz -, puesto que hemos de frenar toda esta ola de barbarie que
parece sacudir al mundo entero
- Efectivamente – le secundó más allá otro cardenal -. Los altercados
parecen conmocionar a todo el universo.
- Es necesario, Santo Padre – retomó Gansewein la palabra -, que
salga a la calle, que hable a todo el mundo, y que apacigüe tanto a
fieles como infieles, pues parece que estamos viviendo una nueva
Cruzada.
El Santo Padre exhaló hasta la más mínima brizna de su aliento. Era
tal su cansancio, su debilidad, que tuvo que ser ayudado por dos de sus
cardenales para poder levantarse.
- Si esa es la voluntad de Dios – suspiro -, así habrá de cumplirse,
pues sólo “Dios escribe recto, con renglones torcidos”.

El Hombre del Gualicho. 339


32 CAPÍTULO

Vaticano, momento actual

Eran las doce del mediodía cuando la segunda ventana del último piso
de la fachada meridional del edificio se abrió hacia la Plaza de San Pedro.
Pese a las medidas de seguridad, un vidrio antiproyectiles había sido
colocado en el vano de aquella ventana para que su Santidad fuese
protegido de eventuales francotiradores.

Un debilitado Papa, con el cansancio en el rostro y el penar marcado


en cada una de las arrugas de su cara, abrió sus brazos al mundo. Vestía un
solideo blanco y su típica esclavina, que dejaba entrever un crucifijo dorado
sobre una sotana blanca, ceñida con fajín blanco y roquete.

Tenía ante sí un breve discurso que había sido elaborado


apresuradamente, tomando fragmentos de aquí y allá. Empezó evocando
las palabras de Jean Télémond, encarnado en la figura del actor Oskar
Werner en la película “Las sandalias del Pescador”, dirigida por Michael
Anderson y basada en la obra de West Morris.

- Yo creo que el hombre nace encadenado a su propia historia y que la


muerte de Cristo fue el hecho por el que el hombre fue redimido. Lo
que me preocupa es cómo, el acto de la redención, sigue viviendo en
nosotros, en este perturbado siglo.
El Santo Padre se detuvo un momento en una pausa dramática y, con
un leve temblor parkinsoniano, se acercó un vaso a la boca para beber un
sorbo de agua.
- Creo en Dios, creo en Cristo y en el Espíritu Santo, pero si, por
alguna peligrosa e insuperable revolución, como la que estamos
viviendo en estos tiempos, llegara a perder un ápice de fe en Dios, o
en Cristo, o en el Espíritu, seguiré creyendo en el mundo – pese a
toda su fragilidad, el Santo Padre elevó su voz para recalcar sus
palabras -. Sí. Porque yo creo en el mundo, en la bondad del mundo,
en los valores del mundo...

En aquel momento un nuevo pensamiento pareció asaltarlo. Su

El Hombre del Gualicho. 340


Santidad se detuvo un instante para sopesarlo, y luego, retirando a un lado
los papeles, dijo francamente:

- Pues…, ¿qué pasaría si el día de mañana, vuestro amigo, hermano o


compañero se os acercara y os dijera: tu jefe, tu padre, o tu amo, me
ha mandado a decirte que hagas tal o cual cosa? ¿Dejarías todo lo
que tuvieras para dedicarte, en cuerpo y alma, a hacer ese trabajo,
hasta dejarlo perfecto y sin mancha?
Desde la plaza de San Pedro la multitud de fieles le observaba, con
los ojos fijos en aquella minúscula figura que, sin embargo, representaba la
grandeza de Dios en la Tierra.
- Qué pasaría si ese mismo jefe, padre, o amo, se acercara a vosotros
y os preguntara: ¿Por qué hacéis esto, puesto que yo no os he
mandado nada? Pese al engaño al que habéis sido sometidos,
desmerecería eso, acaso, vuestra obra.
Yo creo que NO – protestó solemne – Porque vuestro trabajo siempre
habrá sido bien hecho, aunque se basase en un bulo.
Ahora eran los ojos del mundo entero quienes se fijaban en aquel
hombre. Desde China hasta Europa, desde Argentina a Alaska, miles,
cientos de miles, millones de televisores reflejaban en sus pantallas a aquel
hombre vestido de blanco.
- Así es la Iglesia – continuó -. Podremos negar la resurrección de
Cristo, podremos incluso negar la existencia de Jesús Nuestro Señor,
pero no podemos olvidar a los miles de fieles, mártires, santos y
seguidores que dieron su vida por creerle.
Dios, cuando Él quiere, nos envía a sus embajadores. A esa gente
normal, sencilla y humilde, como vosotros, pero que, debido a actos
de potencia divina, superan con creces las leyes de la naturaleza.
¿Quién no se ha arrodillado ante la tumba de Francisco de Asís?
¿Quién no se ha sentido hechizado por la grandiosidad de Juana de
Arco? ¿Quién no ha vibrado al escuchar la música sacra de Hildegarda
von Bingen?
Ellos fueron reales, como reales fueron sus actos. Y no me cabe duda
que, tras aquellos hechos, tras aquellos milagros – el Santo Padre

El Hombre del Gualicho. 341


elevó el dedo índice de la mano derecha hacia el cielo -, estaba la
mano de Dios, allí también se encontraba la mano de Cristo.
Si Fray Martín de Porres fue capaz de hacer milagros, es porque Dios
estaba consigo, porque Cristo así lo quiso. Si de las manos del Padre
Pio de Pietrelcina emanaba sangre, es porque Cristo así lo dispuso.
Por eso…, nosotros podremos dejar de creer en Cristo, pero no
podemos olvidarnos de estos grandes hombres y mujeres de la
Iglesia. Nombres que no pararía de recitar, desde San Vicente Ferrer
a San Ignacio de Loyola, desde Teresa de Jesús a Teresa de Calcuta,
desde Felipe Neri a Rosa de Lima. Todos ellos eran personas que les
guiaba la fe ciega en la existencia de Cristo, que creían en su
resurrección.
La debilidad del Santo Papa fue dando paso a un ramalazo de fuerza,
de potencia. Parecía que las palabras no procedieran de su boca, sino de
aquel más allá al que todos aspiramos llegar tras nuestra muerte.
- Porque cualquier alma santa alumbra con tanta intensidad que hasta
los ojos del Maligno se ven abrasados, y se alejan así del camino del
infierno. Y si el día de mañana, cuando los estudios científicos
confirmen, espero que no, que esos huesos son los de Cristo, es en
esa fe, mantenida viva en los miles de fieles que se volvieron santos
por amor a Cristo, es en esa fe en la que yo ansío vivir y es esa la fe
a la que yo, en el momento de morir, y dominando cualquier duda,
habré de rendirme.
Así prometo, como fiel cristiano que soy, vivir y morir en la santa fe
católica de mi señor Jesucristo. Y, si llegado el día de mi muerte no
pudiera hablar, es ahora cuando confieso a mi Señor Jesucristo como
unigénito de Dios.
Elevó su mano derecha, temblando levemente, y con ella bendijo a
todos los asistentes en la plaza.
- En el Apocalipsis está escrito. Sólo así, en estos días, podrá
alcanzarnos la promesa a Esmirna: “sedme fieles hasta la muerte y
yo os daré la corona de la vida".
Lastimosamente se giró para entrar de nuevo en su cuarto. Allí fue
ayudado por dos asistentes, que le condujeron directamente a un asiento.

El Hombre del Gualicho. 342


Sin embargo, el Santo Padre, al llegar frente a una imagen de la Virgen, se
detuvo, se persignó y se puso de rodillas. Después recitó los siguientes
versos del poeta Sedulio:
- “Semper virgo manet, hujus se visibus astans. Luce palam Dominus
prius obtulit, ut bona mater. Grandia divulgans miracula, quae_fuit
olim. Advenientis iter, haec sit redeuntis index”. (La siempre Virgen
espera; y, antes que a nadie, al amanecer el día, el Señor se aparece
ante sus ojos, para que la Buena Madre, testigo de inmensos
misterios y canal por el que vino al mundo, fuese la primera en saber,
que había regresado a la Vida).
Le tuvieron que ayudar a erguirse. El Santo Padre posó sus ojos
vidriosos sobre los dos cardenales que, arrodillados junto a él, le agarraban
por las axilas para que se pusiera en pie. Estaba llorando.
Uno de aquellos cardenales, el más joven, comenzó también a llorar.
Con un lamento apenas perceptible, gimió.
- Pareciera como si nuestro Dios quisiera cavar bien hondo en los
pilares de la Iglesia.
El Santo Padre se volvió hacia él. Mantenía aún en el rostro el barniz
brillante de las lágrimas.
- A lo mejor – replicó entre sollozos -, es porque Dios necesita más
profundidad, ya que requiere darle mayor consistencia a los cimientos
de su nuevo edificio.
Luego, siempre ayudado por aquellos dos asistentes, se dejó de llevar
hasta la silla, derrumbándose en ella para llorar, con la cabeza oculta entre
ambas manos.

El Hombre del Gualicho. 343


33 CAPÍTULO

Roma, momento actual

A la mañana siguiente, Gansewein no tuvo ningún problema en


localizar el Gran Oriente Italiano, que se publicitaba en Internet y que
contaba con su sede en la Vía San Pancrazio, de Roma. Acudió allí con la
idea de informarse, de mostrar curiosidad, pero sin que en ningún momento
se evidenciara su verdadero interés, que era saber quién podía ser su
enemigo, ese que le había amenazado haciéndose llamar: Caballero
Kadosh.

La Logia Masónica del Gran Oriente de Italia es una Orden iniciática


cuyos miembros trabajan para la elevación moral y espiritual del hombre y
de la familia humana, por lo que su filosofía era más bien humanitaria,
filosófica y moral, dejando a la elección de cada miembro sus opiniones
religiosas sin que se pretendiera, en ningún momento, reemplazar alguna.

Para llegar hasta allí tomó un taxi, que lo llevó directamente hasta la
Plaza de san Pancrazio, luego, el camino hasta la Logia, lo hizo andando.
Tras atravesar las puertas de aquel imponente edificio se dirigió
directamente a la biblioteca, una inmensa sala cuya reconstrucción se había
iniciado en mil novecientos cuarenta y cinco gracias a la intervención de
diversos hermanos masones, como Vittorio Acquarone o el Gran Maestre
Gustavo Raffi. Desde aquella fecha hasta nuestros días la Biblioteca había
incrementado sus fondos con la adquisición de las colecciones Lattanzi y
Maruzzi, las de Stolper, Volli, Landolina, Mosca-Ferrari, Giuseppe y
Francesco Leti, etc.

Gansewein se acercó distraídamente a la mesa de información, donde


le salió a recibir un hombre mayor, escudado tras unas gruesas gafas de
pasta negra.

- ¿En qué puedo atenderle? – Preguntó aquel hombre amablemente.


- Bueno… – respondió Gansewein, incómodo por su condición de
sacerdote tratándose de esconder bajo una sotana negra -, vera…, yo
soy el arzobispo Erick….

El Hombre del Gualicho. 344


- Sé muy bien quién es usted –contestó amablemente aquel hombre,
enjuto como un palillo y seco como una pasa, mientras se encajaba
con un dedo las gafas empujándolas hacia la frente -. Todo el mundo
en Roma sabe quién es al secretario papal. Por eso me extraña su
presencia aquí, porque supongo – sonrió -, nada tendrá que ver con
su intención de hacerse masón.
Gansewein dejó escapar una sonrisa que iluminó su inmaculada
dentadura.
- ¿Cómo lo ha sabido? – Lanzó una sorda carcajada -. La verdad es que
no, no pretendo hacerme masón. Pero sí que siento curiosidad por
algunas de sus normas, por lo que le estaría agradecido si me
mostrara algún libro en el que pudiera disipar mis lagunas.
Aquel viejo hombre también sonrió, aunque su boca mostraba unos
dientes gastados, amarillos y con más de un hueco. Volvió a colocarse sus
viejas gafas, que se deslizaban como un trineo por su prominente nariz, y
respondió.
- ¡No le va a hacer falta ningún libro…, hombre! Dispare usted
cualquier pregunta, que yo mismo sabré responderle.
Gansewein volvió a sonreír, y mostró su agradecimiento con un fuerte
apretón de manos.
- Mi nombre es Giusseppe, pero todos me conocen como Peppo, el
viejo Peppo – se presentó aquel bibliotecario mientras estrechaba sus
largos dedos huesudos con los del arzobispo.
El bibliotecario salió de detrás del mostrador y, tras echar un breve
vistazo a todos sus alrededores, en donde ya empezaban a formarse
pequeños círculos de personas que murmuraban y criticaban la presencia de
Gansewein allí, tomó dirección a un largo pasillo.
- Será mejor que me acompañe, no vaya a ser que a alguno de los
aquí presentes le pueda molestar verme hablando con un sacerdote,
y más después del terrible escándalo que fue P-2. Venga, y
busquemos algún lugar más cómodo para hablar.
Aquel anciano caminaba algo encorvado, dejando arrastrar los pies,
como denotando una vida dedicada a cargar y descargar libros y,
sobretodo, a ubicarlos en su correspondiente estante, aunque previamente

El Hombre del Gualicho. 345


los habría devorado con sus curiosos ojos, leyéndolos y manoseándolos
hasta sabérselos de memoria.
Giusseppe le guió hasta una pequeña sala con dos sillones, una
mesilla baja y una lámpara de pared que encendió nada más llegar.
- ¿Y bien – preguntó -, qué es lo que desea saber?
Gansewein titubeó antes de responder.
- En principio, me gustaría saber algo más de la masonería. ¿Qué es
realmente?
Peppo respiró profundamente. Juntó sus dos largas y huesudas
manos y empezó a frotarlas una contra otra.
- La francmasonería, o masonería, es… - salibeó -, realmente.., es una
cosa muy rara, aunque podríamos definirla como una institución de
carácter iniciático, filantrópico, filosófico y progresista que se
fundamenta en la fraternidad, igualdad y libertad entre todos los
hombres, sin importar para nada su raza, religión….
- En eso nos parecemos también los cristianos – le interrumpió
Gansewein elevando una mano.
- No se equivoque – negó Peppo con la cabeza -. Los cristianos nada
tenéis que ver con los masones, pues sólo buscáis la igualdad y
fraternidad, pero sólo entre los de vuestra clase. Fuera de ella, no
habéis sido nunca tan condescendientes.
- ¿Usted, acaso – preguntó Gansewein extrañado por esa respuesta, ya
que el bibliotecario parecía excluirse del grupo de los católicos -,
usted no es cristiano?
Giuseppe se echó a reír, aunque se refrenó ante un ataque de tos y
un saliveo constante que le obligó a sacar un pañuelo con que secarse los
labios.
- Nosotros no practicamos ritos religiosos. Tampoco nos cuestionamos
las creencias religiosas, ni permitimos discutir sobre religión dentro
de esta casa – Peppo abrió las manos en un intento de querer
abarcar todo el edificio -. Pero hoy, por usted, podré hacer una
excepción.
- No quisiera perjudicarle – sonrió Gansewein -. Además, mis
preguntas no van realmente dirigidas a la relación masonería-religión.

El Hombre del Gualicho. 346


- ¿Ah, no?
- No, realmente – sonrió Gansewein -. Me interesa, más bien, conocer
algo obre su organización.
- Es extraño que quiera saber sobre ello - saliveó Peppo -, pero si ese
es su deseo, le contaré un poco de lo que sé.
- Gracias – sonrió Gansewein dejando entrever un brillo en los ojos.
- La verdad, es que mucho de la organización de la masonería deriva
de costumbres templarias. De hecho, ciertos “ritos” u “observaciones”
masónicas pretenden ser descendientes directos de dicha orden,
además de custodios directos de sus secretos más arcanos….
Peppo se reclinó en el respaldo de su sillón. Llevaba una ajada
chaqueta de color verde que desentonaba con el color de su pantalón a
rayas y, más aún, con su camisa. Se quitó las gafas y, tras limpiarlas con
vaho y su pañuelo blanco, las introdujo en su estuche que guardó en un
bolsillo de la americana.
- Los masones, tanto hombres como mujeres, nos organizamos en
estructuras de base, a las que llamamos logias, que, a su vez, se
agrupan en organizaciones de ámbito superior. A éstas se las llama:
"Gran Logia", "Gran Oriente" o "Gran Priorato"….
Gansewein reaccionó de golpe, cómo si le hubieran inyectado
adrenalina o le hubieran dado un bofetón en un momento de sueño.
- ¿Gran Priorato? – Preguntó con avidez -. ¿Ha dicho Gran Priorato?
- Sí, claro – respondió un sorprendido Peppo – Eso es lo que he dicho.
Gran Priorato.
- Entonces…, ¿podría usted hablarme de una Logia que se hace llamar
“Priorato de Sión”?
Ahora fue el bibliotecario Peppo quien mostró su asombro, saltando
sobre su asiento.
- ¿Qué desea saber de esa logia?
- No sé – respondió Gansewein tratando de fingir desinterés, aunque
se evidenciaba todo su deseo, sobretodo en el nerviosismo con que
se revolvió en su sillón -. En un principio, todo lo que pueda
enseñarme.
Gansewein respiró hondo. Había acudido a la Logia con la intención

El Hombre del Gualicho. 347


de buscar información, pero no quería mostrar un interés en particular.
Quería evitar, a ser posible, una obstinación en determinados aspectos que,
pese a serle los más importantes, podrían revelar sus intenciones.
De cualquier manera, la escasa visión de Giuseppe, y quizá también
su falta de oído, hizo que no apreciara para nada ese cambio de
comportamiento en Gansewein.
- El Priorato de Sión es una de esas sociedades secretas – respondió el
bibliotecario -, quizás la menos conocida, que salió a la luz gracias a
Dan Brown y al protagonismo que le dio en su libro “El Código Da
Vinci”. Allí se la describe como una sociedad que protege uno de los
secretos mejor guardados del cristianismo no ortodoxo: el
matrimonio de Jesús con María Magdalena y la huida de ésta, con sus
tres hijos, a Francia.
- Hasta aquí todo eso ya lo sabía, pues yo también he leído ese libro.
Pero, por favor, cuénteme algo más de su fundación.
- Para muchos, su creación comenzaría con la de los Caballeros
Templarios, siendo éstos su verdadero brazo armado. El motivo de su
nacimiento fue el de restaurar la dinastía merovingia en las
monarquías de Europa y en el Reino de Jerusalén. Por lo tanto, el
Priorato protegería a los que consideraba verdaderos descendientes
directos de Jesús y María Magdalena.
Peppo respiró antes de seguir hablando. Iba a retomar la palabra
cuando Gansewein le detuvo con la mano y evitó que siguiera hablando.
Luego salió hasta el pasillo y se acercó a una máquina de agua. Allí se hizo
con un vaso de plástico y lo llenó. Cuando retornó a la sala se lo entregó al
anciano, que lo bebió con gusto.
- Hay otros que creen que el Temple y el Priorato fueron una misma
orden, ya que compartieron un mismo Maestre, pero que se produjo
una escisión tras la pérdida de Jerusalén y la gran traición de Gerardo
de Ridefort, el Gran Maestre del Temple, durante la batalla de los
Cuernos de Hattin.
Peppo volvió a humedecer sus finos labios, delgados como dos
pinceladas de rosa sobre un rostro arrugado.
- A decir verdad, aquello no fue una batalla, sino una verdadera

El Hombre del Gualicho. 348


carnicería. En ella salió victorioso Saladino, quien mató a todos los
cristianos y capturó a todos los templarios para ejecutarlos. Todos
menos uno, Gerardo de Ridefort, quien aceptó un rescate a cambio
de su vida, quebrando así su promesa de templario, ya que todo
caballero debía luchar hasta la muerte. Eso le convertía en traidor.
Aquella ruptura entre Temple y Priorato quedó consagrada con la tala
de un olmo sagrado en la ciudad de Gisors, en un lugar bastante
interesante, pues bajo ese árbol se celebraban las reuniones entre los
reyes ingleses y los franceses. Debía de ser un ejemplar
verdaderamente magnífico, ya que se decía de él que nueve hombres
cogidos de la mano difícilmente podían abarcar su perímetro.
El primer maestre del Priorato de Sión sería un noble de la zona, de
nombre Jean de Gisors. Al parecer, este tal Jean de Gisors debió de
ser un terrateniente sumamente poderoso y rico, pero poco más se
sabe de él.
- Y, ¿qué vinculación podría tener el Priorato de Sión con la Iglesia?
- Algunos creen que el Priorato de Sión buscaría un nuevo orden
mundial de paz y prosperidad. Para ello habría que sustituir la, por
entonces anquilosada Iglesia católica romana, por una religión estatal
ecuménica y mesiánica que contaría como garantes al Santo Grial y a
otras reliquias encontradas por los Templarios en el antiguo templo
de Salomón...
Gansewein dejó escapar un grito, aunque lo refrenó antes de que
saliera de su boca, quedando en un pequeño gorgorito, como un canto de
paloma.
- ¡Por eso su interés en el descubrimiento de las Salinas del Gualicho! –
Exclamó apretando puños y dientes.
- Efectivamente. Para el Priorato de Sión, todo ese follón que se ha
montado en Argentina le es un gran aliciente. Además, el hecho de
que sean verdaderamente los huesos de Cristo ponen en evidencia la
realidad de que Jesús fue humano y, lo más importante, que pudo
tener descendencia con María Magdalena – respondió el bibliotecario
lanzando una mirada de complicidad al secretario papal. Tras esto
suspiró -, aunque seguramente no deseen que todo lo que estaba

El Hombre del Gualicho. 349


antes oculto, sea ahora revelado.
Gansewein sintió un ramalazo de terror que recorrió su espina dorsal,
como si una descarga de mil voltios fuera aplicada contra sus músculos. Esa
era la misma frase con la que acababa, precisamente, el anónimo que había
recibido el día anterior. Aquella frase, sin duda, procedía de una
tergiversación del Evangelio de San Mateo, pues en sus textos Jesús
exclamaba lo contrario: “Conoce lo que está al alcance de tu vista, y lo que
está oculto se hará claro. Porque no hay nada oculto que no sea revelado”.
Por un momento pensó que se había metido en la boca del lobo, que
él mismo se había ido a entregar a su propio asesino, y notó cómo en su
frente empezaban a formarse gotas de sudor frío.
- ¿Qué le pasa? – Preguntó Peppo alarmado –. Parece como si hubiera
visto a un muerto, de lo blanco que se ha puesto.
Gansewein notó que la boca se le secaba y que el corazón empezaba
a latir cada vez con más fuerza.
- Yo – respondió tartamudeando -, yo debería marcharme.
- No creo que usted esté ahora en la mejor condición de irse. Aguarde
a que le traiga un vaso de agua.
Peppo se desplazó arrastrando los pies por el pasillo hasta la máquina
de agua, momento que aprovechó Gansewein para respirar y tranquilizarse
un poco. Se serenó, pensando que esa frase que había surgido de la boca
del bibliotecario era fruto de la casualidad y que, allí, y menos en ese
hombre, no iba a encontrar a su asesino.
Cuando llego Peppo, Gansewein agradeció el vaso y bebió con gusto
el agua.
- Pero, - preguntó aún tembloroso el arzobispo -, el Priorato de Sión no
existe ¿Es tan solo una leyenda, verdad?
Peppo le miró sonriente, con esos ojos acuosos y grises en los que se
evidenciaba un principio de catarata.
- Son una sociedad secreta, recuerde, y, ¿qué mejor manera tienen de
ocultarse que haciéndonos creer que no existen?
Gansewein aceptó la respuesta con un asentimiento, más luego
preguntó:
- ¿Qué otros grupos cree que podrían estar interesados en el tesoro del

El Hombre del Gualicho. 350


Gualicho?
Tras dudas unos segundos, Giuseppe contestó:
- Ahora mismo varios. Incluso nosotros mismos desearíamos tener
todo ese oro y plata. Y más aún sus documentos. Qué mejor lugar
que esta biblioteca para guardarlos.
- No. En serio – replicó Gansewein con una sonrisa - ¿Quién, además
del Priorato, podría estar interesado en que las cosas que allí han sido
descubiertas, no salgan a la luz?
Peppo dejó pasar unos instantes. Se sacó del bolsillo el mismo
pañuelo con que había limpiado sus gafas y se secó una lágrima que había
empezado a formarse en su ojo derecho.
- Creo – respondió con un matiz de incertidumbre -, creo que los
Templarios de Escocia.
- ¿Los Templarios de Escocia?
- Se cree que es una leyenda y que, realmente, en la batalla de
Bannockburn no participó ningún templario, que lo que desarmó al
rey Eduardo de Inglaterra fue la aparición de un grupo de jóvenes
guillies en lo alto de una colina. Pero por aquí se dice que Robert
Bruce, en agradecimiento a la ayuda prestada por los caballeros
templarios, les cedió unos terrenos en Aberdeen, donde crearon una
logia masónica. Por lo que estos masones, al descender directamente
de Pierre d'Aumont, podrían estar interesados….
Peppo se pellizcó su labio inferior. Buscó con la mirada hasta localizar
su vaso de agua y le dio otro sorbo.
- También cuenta otra leyenda, aunque en este caso hay pruebas que
parecen corroborarla, que la Orden Templaria se mantuvo intacta en
Escocia durante, al menos, otros cuatrocientos años más. De hecho,
en las luchas que tuvieron lugar entre mil seiscientos ochenta y ocho
y mil seiscientos noventa y uno, cuando Jacobo II de Inglaterra fue
depuesto por Guillermo de Orange, los partidarios del monarca
Estuardo se sublevaron y en la batalla de Killiecranckie murió John
Claverhouse, vizconde de Dundee – Peppo respiró ligeramente -.
Pues bien…, se dice que, cuando recogieron su cadáver, éste portaba,
nada más y nada menos, que una gran cruz paté en el hombro y que

El Hombre del Gualicho. 351


est cruz debía datar de mucho antes del mil trescientos.
Los ojos de Peppo se humedecieron por las lágrimas, por lo que tuvo
que sacar de nuevo su pañuelo y, con la punta de uno de sus lados,
limpiarse ambos lacrimales, como si retirase una mota de polvo depositada
sobre ellos.
- A diferencia de muchas otras ódenes de francmasonería, ésta no está
compuesta de librepensadores ni ateos. Por el contrario, parece que
es tremendamete religiosa. Por lo que la aparición de esos huesos…
Peppo se detuvo unos segundos, meditabundo, como si reflexionase o
tratase de localizar unos pensamientos hondamente escondidos en la
memoria.
- Aunque – continuó -, también podían estar interesados alguna logia
surgida de los descendientes de Johannes Marcus Larmenius.
Ante la cara de asombro mostrada por el secretario papal, el
bibliotecario respondió con una sonrisa:
- Se cree que Jacques de Molay, antes de morir, le entregó en
clandestinidad el mandato de la Orden Templaria a un caballero de
nombre Johannes Marcus Larmenius, traspasándole así el título de
Gran Maestre. Pero de Johannes Marcus no hay noticias históricas,
por lo que se cree que todo es una falacia. Algunos han considerado
que se trataba de un nombre iniciático: L’Armenius sería “el Armenio”
y también alguien de familia noble y, por tanto, revestido de armiño.
Peppo hizo un gesto de resignación, de lastima. Dejó escapar un
suspiro y concluyó.
- No sé. Ya le he dicho que, hoy en día, cualquiera puede estar
interesado en esas reliquias y en el hecho de que muchas de ellas no
salgan a la luz, sobre todo si entre ellas se encuentra el Santo Grial,
la mesa de Salomón, el Arca de la Alianza, etc. Usted las ha visto, por
lo que usted sabrá mejor que yo qué es lo que contienen.
Gansewein se levantó con la intención de despedirse. Estrechó la
mano del bibliotecario y avanzó dos pasos, pero luego retrocedió y
preguntó:
- ¿Quiénes son los caballeros Kadosh?
El bibliotecario, que estaba volviendo a ponerse las gafas sobre su

El Hombre del Gualicho. 352


nariz, dejó caerlas del susto. Fue Gansewein quien la recogió y se las
entregó.
- Lo siento – se excusó -. Se ha roto un cristal. Si quiere, yo pago su
arreglo.
- No se preocupe – respondió con una sonrisa el bibliotecario -. Estoy
acostumbrado a este tipo de contingencias y son muchas las gafas
que he venido rompiendo en toda mi vida; por eso siempre llevo dos.
Las últimas las rompí, precisamente, la pasada semana, cuando las
dejé olvidadas entre dos hojas y, literalmente, las trituré al cerrar el
libro. Pero ahora, vuelva y siéntese – aconsejó Peppo retornando a su
sillón -, pues también es mucho lo que puedo decirle sobre los
caballeros Kadosh.
Gansewein le hizo caso y volvió a ocupar su posición, sentándose al
borde del sillón, con ambas manos unidas en el hueco que dejaban sus
rodillas.
- El caballero Kadosh es el grado treinta del Rito Escocés Antiguo, pero
fue considerado anti-católico por la edición de mil novecientos
dieciocho de la Enciclopedia Católica. Se decía que su rito de
iniciación tenía ánimo de ofender a la tiara papal, ya que se debía dar
una puñalada a una corona y a una tiara, ambos símbolos del doble
poder de la autoridad real y pontifical.
- Y…, ¿no es así?
- Sí y no – respondió Peppo -. Efectivamente. En el proceso de
iniciación puede verse un ataúd con un caballero dentro, pero es el
Gran Maestre Jacques De Molay. A su izquierda se halla la triple tiara
de los Soberanos Pontífices romanos, que representa la cabeza del
papa Clemente V. A la derecha está una corona real, que representa
a Felipe el Hermoso, el rey de Francia.
- Si es todo lo que yo pienso – replicó Gansewein – con ese rito se
quiere representar la intolerancia y el despotismo, tanto civil como
militar, de la iglesia católica.
- Ya le he dicho que sí, y que no – respondió Peppo -. Realmente, lo
que debemos entender con ese rito es tan solo que nuestro Gran
Maestre, Jacques de Molay, descansa mártir en medio de aquellos

El Hombre del Gualicho. 353


que le dieron muerte, por lo que está expectante a que llegue su
triunfo, el cual vendrá a través de los Caballeros Kadosh. Por tanto,
los caballeros Kadosh tan solo buscan consolidar su justa venganza y
pertrecharla en esos dos grandes criminales de la historia que fueron
Clemente V y Felipe el Hermoso, por la muerte de Jacques de Molay.

Al salir de aquel edificio Erick Gansewein sintió miedo, como si un


cierto resquemor le recorriera la espalda. Quizás había sido demasiado
arriesgado acudir al Gran Oriente Italiano en busca de información, puesto
que aquel lugar que podía ser el punto de encuentro, e incluso de iniciación,
del que se hacía llamar caballero Kadosh, aquel que le había mandado un
anónimo en el que juraba matarle por haber revelado los secretos de las
Salinas del Gualicho.

Instintivamente miró hacia atrás, en un acto reflejo de asegurarse


protección, de que nadie le seguía, y le pareció ver una sombra de alguien
que pretendiera esconderse, introduciéndose rápidamente en un portal.
Aquello, en vez de calmarle, incitó más su miedo.

¿Sería, aquel que se escondía, el caballero Kadosh que pensaba


asesinarle, o puede que todo fueran absurdas imaginaciones suyas?

Sin pensarlo, introdujo una mano en el bolsillo y notó un papel


doblado, era la carta anónima que había recibido el día anterior. Volvió a
sentir un ramalazo de ansiedad y pánico que le obligó a detenerse en la
acera y volver la vista atrás. Esta vez, no le seguía nadie.

En aquel momento se cuestionó si debería haberle mostrado esa


carta al bibliotecario Giuseppe, o enseñársela a la policía, o erradicar de una
vez todas esas malditas ideas de conspiraciones y sectas secretas, y
pretender tener, como siempre había tenido, los sueños en paz. Tras llamar
a un taxi, se decantó por esta última opción.

El Hombre del Gualicho. 354


34 CAPÍTULO

Cualquier parte del mundo, momento actual

La sala era oscura, negra. Se parecía más a unos de esos prostíbulos


en los que una joven se desnuda en el centro de una habitación rodeada de
ventanales, a la vista de un nutrido grupo de curiosos encerrados en
cabinas, que a una sala de reuniones. Pero la Organización lo había decidido
así. Hacía años que habían adoptado ese sistema, mucho más sencillo y
anónimo.

Cada miembro de la Organización era avisado a través de un teléfono


móvil que la propia Organización les había entregado, siendo vanos los
intentos de conocer quién era el titular de la línea o desde qué punto del
orbe llamaban. A una señal del Gran Maestre, todos debían acudir a su cita.

Esta se iniciaba de forma sistemática con la recogida del miembro a


la puerta de su casa, siempre en un coche negro y con cristales tintados.
Allí se le obligaba al acólito a ponerse una venda que le tapaba los ojos y a
ser llevado al centro de reunión, que no distaba de su vivienda más allá de
diez o quince minutos, lo que hacía pensar al miembro que ese lugar se
encontraba en su propia ciudad.

Posteriormente, debía cubrirse el rostro con una máscara. En


principio se utilizó la del médico de la peste veneciana, pero luego, dada la
notoriedad de la careta de Anonymus, popularizada por la película “V, de
Vendetta”, esta última es la que se fue implantando.

El miembro debía introducirse en su pequeño cubículo de paredes


negras, iluminado por una pequeña lámpara en el techo, y realizar sus
diálogos a través del teclado de un ordenador. De esta manera, introducía
sus discursos en su propio idioma y, mediante un programa de traducción,
éste era transcrito siempre al idioma de los diferentes miembros. Así, cada
uno desconocía la forma en que escribían el resto de sus los hermanos de la
Organización, si en español o en chino, si en inglés o en ruso. Incluso, al no
oír su voz, ignoraban si éstos eran hombres o mujeres, jóvenes o viejos,
árabes o cristianos, etc., creyendo que todos hablaban su misma lengua.

El Hombre del Gualicho. 355


Los diferentes hermanos de la Orden podían ver a los otros miembros
a través de una ventana en frente de él y, la ventana, iba a dar a la gran
sala negra, toda ella rodeada de trece ventanales, uno más grande para el
Gran Maestre. Este era un número que hacia alusión a Jesús y a sus doce
apóstoles.

Pero lo que realmente no sabían es que, lo que ellos creían que era
una gran sala con ventanales, se limitaba tan solo a una gigantesca pantalla
de televisión instalada detrás del cristal. Así, la Organización se aseguraba
que nunca dos de sus miembros pudieran encontrarse sin su conocimiento,
evitando encontronazos o conversaciones fuera de lugar, y asegurándose un
control fuertemente centralizado. De esta manera, incluso, cada acólito
podía pertenecer a un determinado país, pero siempre creería que los
restantes asistentes eran conciudadanos suyos. Además, nunca era llevado
a una misma sala dos veces, pues todo el montaje podía ser instalado y
desintalado rápidamente en cualquier punto de una ciudad.

Esta era la forma por la que los individuos que guiaban y dirigían la
política de la Organización permanecían siempre en un anonimato
escrupulosamente guardado. Tan solo los escabeles más bajos, los
vulgarmente conocidos como “hombres de paja”, actuaban más o menos
públicamente, pero siempre a las órdenes de los de arriba. Parecían una
medusa, transparente e invisible, pero con largos tentáculos capaces de
llevar su ponzoña a cualquier parte.

Cuando el último de los asistentes hubo ocupado su puesto, se


iluminó levemente la ventana del Gran Maestre, su pantalla de televisión
también se había encendido. Éste, vestido con una túnica púrpura y
cubierto su rostro con la máscara de “Anonymus”, se sentó en su estrado y
empezó a escribir en su teclado.

- Hoy nos saltaremos todos los prolegómenos y presentaciones,


eludiremos saludos e himnos e iremos directamente al asunto que
más nos preocupa.

En las pantallas de ordenador de los diferentes miembros, el texto


fue apareciendo en los distintos idiomas de cada uno.

El Hombre del Gualicho. 356


- No hace falta que os informe de los graves descubrimientos que han
tenido lugar en las Salinas del Gualicho, de Argentina…
- No creo que debamos preocuparnos mucho por el hecho de si los
huesos allí encontrados pertenecen o no a los de Cristo – escribió otro
de los hermanos allí presentes.
Sobre la ventana del que había escrito apareció una luz roja. Era una
amonestación del Gran Maestre. El problema que presentaba este tipo de
reuniones era la dificultad de poder hacer coincidir a dos personas
escribiendo a la vez, ya que el traductor se centraba en una e ignoraba a
otra, y podía generar problemas de diálogo. La solución era obvia, hablaba
tan solo aquel al que el Gran Maestre diera el turno de palabra, y esta vez,
esa regla tan elemental no se había cumplido.
- ¡IMBECIL! – Respondió el Gran Maestre, escribiendo las palabras en
mayúsculas.

Esa simple frase, expresada por cualquier otro hombre de la Tierra


que no fuera el Gran Maestre, hubiera significado, simplemente, su total
desaparición de la misma, y más si se estaba insultando, como de hecho
era el caso, a una de las más importantes personas del mundo, incluida
dentro de los grandes grupos de magnates de la banca, empresarios o
políticos.

Pero las palabras no las decía cualquier mortal, sino que provenían
del Gran Maestre, probablemente, aquel con más poder en la Tierra y quien
dirigía los designios de todo el orbe.

- Eres un imbécil si crees que esos simples huesos son lo que más nos
deba preocupar ahora mismo – replicó el Gran Maestre, haciendo a su
interpolado agachar la cerviz-. No son los huesos de ese tal “Hombre
del Gualicho” lo que más ha de preocuparnos. Si son o no de Jesús es
algo totalmente banal para cualquiera de nuestros asuntos…
Todos los miembros temían al Gran Maestre, pese a que desconocían
su identidad. Pertenecían a una Organización que congregaba a las
personas más influyentes de la Tierra, personas que ignoraban a quién
tenían delante, pero que intuían que no debía de ser un “cualquiera”, ya
que las decisiones allí tomadas dirigían la política de todos los países de los

El Hombre del Gualicho. 357


cinco continentes. De hecho, más de una vez había sido tratado de “rey”,
por lo que muchos de los allí presentes se lo imaginaban descendiente de
una estirpe merovingia proveniente, incluso, de los hijos que Jesús tuvo con
María Magdalena. Algún “Rey Perdido” con más derecho a un trono que la
mayoría de los pequeños reyezuelos que gobernaban hoy en día.
El Gran Maestre sonrió bajo su capucha.
Era obvio que pretendía que esa idea renaciese en las mentes de sus
acólitos. Aquellos huesos no podían ser los de Cristo porque, si así fueran,
su propia existencia no podría estar justificada, y todo su imperio podría
venirse abajo ante la duda.
Su intención, o más bien su posición predominante en la
Organización, se debía a que su “supuesto origen” derivaba de la gran
estirpe de personas que fundamentaban su existencia en el matrimonio
que Jesús mantuvo con María Magdalena. Él era una parte importante de la
descendencia de Jesús, quizás la más importante en aquellos momentos. Él
era aquel “rey sin reino, pero con capacidad de gobernar sobre todo el
orbe”.
Su linaje provenía directo desde Godofredo de Bouillon, nieto de
Eustache, duque de Lorena y conquistador de Jerusalén. A partir de
Godofredo de Bouillon, vastago de sangre real merovingia quien habría
conquistado Jerusalén y recuperado para sí su legítimo trono, saldría toda
una dinastía asentada sobre la propia roca de Sión.
Y, si eso era así, es porque Jesús no murió en la cruz.
Y si Jesús no murió en la cruz, entonces esos huesos no podían ser
los suyos.
Con esa premisa por delante, el Gran Maestre se planteaba que no
había necesidad de gastar energías ni dineros en destruirlos, tan solo en
desacreditarlos.
Pero ahí encontraba su problema, pues pretender denigrar los huesos
hallados en las Salinas del Gualicho supondría que él tendría que hacerse
público. Es decir, él debería presentarse a los medios y exclamar a los
cuatro vientos que era descendiente directo de un Jesús, ni muerto ni
resucitado, sino vivo y huído que había buscado refugio con su mujer, María
Magdalena, en las comunidades judías de Francia.

El Hombre del Gualicho. 358


Ante esa situación, era preferible no glosar la historia y ocultarla, ya
que revelar el secreto de su identidad, su palo de triunfo, hubiera sido una
jugada a destiempo y podría haber perdido su trono para siempre. Así, optó
por callarse y mantener ese halo de “inmortalidad” que asustaba y
generaba aprensión entre sus miembros pues, durante siglos, el puesto de
Gran Maestre había sido heredado de padres a hijos, una transación que
nunca era advertida por los miembros de la Organización, de manera que
todos creían que era un único hombre que vivía para siempre, un ser eterno
al que no le dominaba la muerte.
Aquel grupo se hacía llamar a sí mismos como la Organización,
aunque ésta era una manera más de nombrarse, pues utilizaban diferentes
títulos en función de sus propios intereses, incluso suplantando el nombre
de entidades plenamente constituidas si con ello conseguían beneficios. Si
bien, más de una vez, habían hecho uso del calificativo de “Priorato de
Sión”. De hecho, el que la Organización hubiera estado actuando sin
interrupción durante más de nueve siglos se debía a que lo hacía bajo
diversos disfraces, o tapaderas, de manera que funcionaban durante varios
años con un nombre en concreto que luego desechaban. Así, a lo largo de
su larga vida habían utilizado calificativos como “Ormus”, “Orden de Sión”,
“Rosacruces”, “Compagnie du Sant-Sacrement”, “Filadelfos”, etc.
Esto denotaba una capacidad de adaptación y una flexibilidad muy
notable. Su supervivencia, realmente, había dependido de esas dos
cualidades, viéndose en la necesidad de cambiar, permutar con el tiempo y
ajustar sus actividades al incesante calidoscopio de los asuntos mundiales,
del mismo modo a como había avanzado en arte de la guerra, pasando de
pelear con espadas a utilizar armamento nuclear o biológico. Por esa
capacidad, más de una vez se la había relacionado con otra orden secreta
de tintes siniestros: la Mafia.
- Nuestra Organización se hunde en los recovecos más profundos de la
Historia y se funde con las fuentes Templarias – continuó el Gran
Maestre -. El éxito de nuestra Organización se halla, precisamente, en
que nadie cree que existimos – el Gran Maestre presionó un botón de
su teclado, de manera que el resto de las letras surgieron en
mayúsculas -. SIN EMBARGO, SI LOS TEXTOS TEMPLARIOS

El Hombre del Gualicho. 359


SALIERAN A LA LUZ, MUCHOS DE LOS SECRETOS DE NUESTRO
ORIGEN PODRÍAN SER DESCUBIERTOS. ESO SUPONDRÍA QUE, LO
QUE HA ESTADO OCULTO DURANTE TODOS ESTOS SIGLOS, PODRÍA
AHORA SER REVELADO.
Bajo la túnica púrpura, los asistentes a la reunión pudieron apreciar
el furor del Gran Maestre, manifiesto por la crispación de sus dedos,
cubiertos de guantes también púrpuras. Tras unos segundos de tensión,
estos dedos volvieron a ocupar su lugar en el teclado.
- Nuestra Organización no puede – rectificó borrando las últimas
palabras -, no debe tolerar este tipo de hechos. Los textos Templarios
deben seguir así, ocultos, y ningún otro ojo no iniciado deberá
atreverse nunca a profanarlos.
Una luz verde se encendió encima de uno de los ventanales.
Solicitaba permiso para hablar. Una vez concedido, aquel acólito tan solo
planteó una pregunta.
- ¿Tenéis una solución a nuestros problemas?
- ¿Acaso la tienes tú, hermano?
Aquella pregunta dejó sin respuesta a quien había preguntado. Este,
cohibido, se puso de pie y apagó la luz, dejando su cubículo a oscuras, de
manera que el resto de los miembros no podían saber si estaba o no
presente. Esa era una manera utilizada para manifestar una disconformidad
en la toma de decisiones o, simplemente, que uno de los hermanos se
lavaba las manos a la hora de debatir una cuestión.
El Gran Maestre volvió a mover los dedos encima de su teclado.
- Sí – respondió con un monosílabo -. Sí que la tengo.

El Hombre del Gualicho. 360


35 CAPÍTULO

Prisión del condado de Bexar, Texas, momento actual

John Fatner descansaba tranquilamente en su celda. Sabía que le


quedaban pocas horas de vida, pero aquello ya no le suponía un problema.
Después de una vida desenfrenada de vicio, corrupción y muerte, después
de haber alcanzado el estatus de enemigo público número uno, después de
haber superado la fama de otros asesinos en serie, como la de Luis Alfredo
Garavito, al que apodaban la Bestia, el Loco, o el Cura, tan solo la muerte
era lo único que podía esperar. Para él, la única desgracia que lamentaba
ahora era que lo habían capturado pronto, demasiado pronto, y eso que en
su detención se llevó por delante a varios policías antes de que lo cogieran,
rodeado de casquillos de bala y ametralladora.

Había tenido la deferencia de rechazar los últimos sacramentos, e


incluso la última cena que se le concedía a los presos en el Corredor de la
Muerte. Tan solo ansiaba que llegaran ya las doce del mediodía para poder
presentarse, dignamente, ante todos aquellos que iban a presenciar su
ejecución. Todos aquellos familiares de algunas de las muchas víctimas que,
a lo largo de su vida, había dejado en el camino.

Unos pasos en el pasillo le avisaron que su fin estaba próximo. Dos


funcionarios de la prisión, acompañados de un cura, se acercaban hacia él.

- Reconcíliate con Dios, muchacho – susurró el sacerdote mirándole


directamente a la cara. Pero sus ojos se apartaron al ver el rictus
sardónico del homicida.
- No es con Dios con quien debo reconciliarme, padre, si no con
Satanás, pues espero esta noche estar sentado a su derecha,
convidándole con el banquete de los cuerpos que me he llevado por
delante y disfrutando juntos de su sangre.

Otro grupo de funcionarios de la prisión se acercaron por el pasillo


acompañando al alcaide.

- Ha llegado tu hora, Fatner – exclamó el alcaide, asintiendo con la


cabeza para que se iniciara el proceso de ejecución -. Hoy dejarás de

El Hombre del Gualicho. 361


ser el preso más famoso de esta prisión para convertirte en uno más
de los que aquí han muerto.
- Le agradezco ese honor – respondió Fatner con un gesto repulsivo de
su boca, acompañándolo con varias ventosidades.

Uno de los guardias abrió la puerta de la celda y se acercó a Fatner,


quien extendió sus brazos para que le pusieran los grilletes, tanto en
muñecas como en pies. Avanzando a trompicones, ayudado por dos policías
que le custodiaban, se dirigió por el corredor hacia la cámara de la muerte.
Iba tranquilo, riéndose en varias ocasiones, observando de un lado para
otro como un inquisidor buscando pruebas, con la mirada de un loco.

Uno de los funcionarios hizo girar la rueda que atrancaba la puerta de


la cámara, abriéndola. En aquel reducido espacio había una camilla con
ruedas y varias correas de cuero colgando a los lados. John Fatner fue
tumbado sobre ella y amarrado fuertemente con las cintas, dejando su
cabeza suelta para que pudiera girar y ver el lado que desease, si aquel en
el que estaban presentes los familiares de sus víctimas, o si prefería morir
contemplando tan solo una pared vacía.

Después le introdujeron dos catéteres de acceso intravenoso en cada


uno de sus brazos para inyectarle las drogas directamente al torrente
sanguíneo. Estos tubos intravenosos atravesaban una abertura en la pared
que llevaba a la antesala, allí donde se encontraba el grupo que llevaría a
cabo la ejecución.

Al otro lado de unas cortinas, los asistentes habían comenzado a


pasar y a distribuirse por una pequeña sala.

A una señal del alcaide, las cortinas se descorrieron y los presentes


quedaron, cara a cara, con el asesino. Son padres, madres, hermanos,
esposos de las mujeres que aquel monstruo había asesinado, testigos ahora
de su muerte. Hay odio en sus caras, piden la muerte de John Fatner
además de una disculpa, un arrepentimiento por su parte. Pero John Fatner
no piensa darles esa última alegría. No. En vez de ello, lanza un gargajo
verde, que se desliza lentamente por la ventana.

Un reloj en la sala empieza a marcar los segundos. Tan solo quedan

El Hombre del Gualicho. 362


cincuenta y uno para que sean las doce, momento que aprovecha el alcaide
para hacerle entrega a un funcionario del veredicto del juez. El guardia, tras
carraspear un poco, procede a leerlo en voz alta.

- John Fatner, el estado de Texas te condena a morir por inyección


letal, el día de hoy, debido a todos tus horrendos crímenes cometidos
durante los años de mil novecientos noventa y nueve hasta el dos mil
once, en los que cincuenta mujeres y siete hombres perdieron la vida
por causa de tus horribles actos: Mary Winkle, de diecisiete años;
Christine Evans, veintiuno; Peter Kilmer, dieciocho; …

Aquel funcionario procedió a la lectura de los cincuenta y siete


nombres. Los asistentes lloran y vibran de emoción al escuchar el del
familiar que perdió la vida en manos de aquella bestia, muchas veces
después de haber sido violado, maltratado, torturado…

Hace unos minutos que las dos manecillas se han juntado arriba del
reloj. A una orden del alcaide se le da al prisionero la oportunidad de hacer
una declaración final, ya sea verbal o escrita, pero Fatner tan solo señala el
gargajo verde deslizándose por el cristal como muestra de lo que tiene que
decir.

Aquel escupitajo verde poco tiene del antiguo John Fatner. Ninguno
de los allí presentes podría imaginarse tal monstruoso asesino en serie en
un apocopado y tímido vendedor de ordenadores de Wichita que utilizaba
sus conocimientos de informática para buscar a sus víctimas entre las redes
sociales.

Ha comenzado la aplicación de las tres inyecciones letales. Dos


funcionarios accionan cada uno un botón rojo que pone en marcha dos
módulos, uno de los cuales, tan solo uno, es el único que hace funcionar la
cadena por la cual se aplicarán las tres inyecciones letales sobre John
Fatner. Es una forma más de cubrirse las espaldas, de evitar la carga moral
que supondría la muerte de un reo en sus conciencias, pues de esa manera
se desconoce quién lo activa. Nadie sabrá nunca, si fue él o su compañero,
el que dio la orden, evitando, aunque sólo sea a medias, la culpabilidad por
la muerte del condenado.

El Hombre del Gualicho. 363


Hay una primera inyección que tiene por objeto anestesiar a Fatner
con el fin de dejarle inconsciente y que no sufra dolor, una inyección
cuestionada por muchos de los testigos allí presentes, pues desean con toda
su alma que Fatner sufra, tanto o más a como lo hicieron sus víctimas. Esta
inyección es una mezcla de suero salino con tiopentato de sodio, un
anestésico de acción rápida que funciona en muy pocos segundos.

En la segunda se usa bromuro de pancuronio, que detiene la


respiración al relajar los músculos, impidiendo los movimientos
respiratorios. Finalmente, y para detener el corazón, se aplica cloruro
potásico. Estas dos últimas drogas podrían causar la muerte por sí solas,
pero combinadas, aceleran y aseguran el proceso.

Para evitar errores, se ha utilizado una cantidad que triplica la dosis


necesaria para matar a un hombre. Además, Fatner tiene conectado un
monitor cardiaco que controla en todo momento la señal de su corazón y
que indica en qué instante éste ha dejado de latir.

Unos minutos después abren la puerta de su cámara y el propio


alcaide comprueba la muerte del condenado y elabora el certificado de
defunción. Ningún médico ha participado en el proceso, pues no lo
consideran ético debido al juramento hipocrático que realizaron tras finalizar
sus estudios.

Una vez constatada la muerte de Fatner, dos trabajadores de una


funeraria se han llevados sus restos para incinerarlos. No hay lágrimas,
lutos ni duelos. Nadie llora por su muerte.

A partir de ese día, muchos podrán descansar tranquilos.

El Hombre del Gualicho. 364


36 CAPÍTULO

Cualquier parte del mundo, momento actual

En la oscura sala de la Organización, otra luz verde se encendió


encima de uno de los ventanales.
- ¿Cuál es esa solución que nos propones, oh, Gran Maestre?

Como respuesta, un foco en el centro de la habitación se iluminó,


mostrando la figura de un hombre maniatado a una silla, que cerraba los
ojos e inclinaba la cabeza, deslumbrado por la luz. Aún vestía el mono rojo
propio de los presos que iban al corredor de la muerte.

- Os presento a John Fatner, uno de los asesinos en serie más famosos


del estado de Texas. Acabamos de resucitarle ahora mismo.
Fatner, sorprendido por los acontecimientos, se debatía y revolvía en
su silla, tratándose de deshacer de las fuertes bridas que unían sus manos y
ataban los pies a las patas de la silla.
- ¿Quiénes sois, malditos hijos de puta? – Vocingleó John Fatner
removiéndose en un último intento de zafarse de sus ligaduras.
De repente los chillidos de Fatner se tornaron en silencio cuando una
voz retumbó por toda la sala.
- ¿Es esta la manera en que te presentas a nosotros? – Tronó la voz
del Gran Maestre por los altavoces dispuestos en el techo -. ¿La
manera de agradecernos el que te hayamos devuelto a la vida?

Esta sería la primera vez en la historia de la Organización que se oiría


aquella voz, aunque era obvio que había pasado por un modulador a fin de
distorsionarla y hacerla irreconocible y mucho más terrible de lo que
realmente era.

- Respondedme primero – chilló Fatner escupiendo al suelo.


Unos segundos más tarde el rostro de Fatner se congestionó con un
rictus de dolor. Parecía ser que no eran sólo bridas de plástico las que
ligaban a Fatner a la silla, sino que también debía haber varios electrodos
que aplicaban descargas eléctricas cada vez que su respuesta no era la
correcta.
- Estás ante Nosotros y eso, para ti, ya es bastante – Retumbó la voz

El Hombre del Gualicho. 365


del Gran Maestre.
- ¿Qué coños me habéis hecho, cabrones? ¿Cómo habéis conseguido
traerme hasta aquí?
Una gran carcajada resonó por la sala.
- No hay puerta alguna que la Organización no pueda abrir, ni reo
ejecutado que no podamos renacer.
- ¿Decidme de una puta vez qué me habéis hecho?

El Gran Maestre tardó unos segundos en responder.

- No nos ha sido difícil fingir tu ejecución, Fatner. Sólo nos bastaba


contar con la complicidad del alcaide, y ésta se consigue con unos
cuantos miles de dólares. Tan solo te han inyectado un anestésico a
fin de detener tus movimientos y aparentar una muerte, pero tan solo
has tenido un profundo sueño.
Además – el Gran Maestre lanzó una profunda carcajada -, por suerte
para ti, el espíritu timorato de los médicos se ampara bajo su
juramento hipocrático, que les prohíbe administrar ningún tipo de
medicamento mortal o tomar iniciativa alguna en esa clase de actos.
Eso te benefició, ya que ningún médico estuvo presente en tu
ejecución, de manera que sólo el alcaide certificó tu muerte, y “ese”,
como ya te hemos dicho, trabaja para nosotros.
De repente una espantosa carcajada retumbó por la sala, haciendo a
Fatner estremecerse hasta los tuétanos. El chillido de aquella risa sardónica
reverberó en los tímpanos de Fatner como un pitido intenso que le hubiera
gustado mitigar tapándose los oídos. Pero su situación, con los brazos
atados a la silla, no le permitió hacer ni un solo movimiento.
- Uno de nuestros miembros ya manifestó, más de una vez, lo "fácil
que sería matar a un Papa". Más se sorprendería de lo sencillo que es
salvar a un reo que está en el corredor de la muerte.
El Gran Maestre se estaba refiriendo a Licio Gelli, un rico e influyente
empresario italiano que, en los años sesenta, se sintió atraído por la
masonería, fundando la suya propia, la llamada Propaganda 2 (P-2). Gelli
siempre obligaba llevar a todos los miembros de su logia P-2 un veneno
llamado digital. A Gelli se le relacionaba con la muerte de Juan Pablo I. De

El Hombre del Gualicho. 366


hecho, había un suceso relacionado con ello, como era la muerte del el
Patriarca de Leningrado, Nikodim.

Entre las pocas actividades que aún tuvo tiempo de realizar Juan
Pablo I antes de su muerte estuvo el encuentro con Nikodim. Mientras
tomaban un café, el religioso ruso murió repentinamente de un infarto.
Unos pocos días después murió el Pontífice por lo que, quizá, la taza de café
que había tomado Nikodim aquel día iba en realidad dirigida a Luciani. Sólo
el Gran Maestre era conocedor del asunto.

- Entonces…, ¿yo no estoy muerto y esta no es la antesala del Infierno?


Ahora fueron todos los miembros de la Organización los que se
echaron a reír, pero Fatner sólo puedo escuchar la risa macabra del Gran
Maestre.
- Puede que sí, que para ti tu infierno comience en este momento. Mas
he de reconocerte que estás vivo…, y a mis órdenes.
- Lo del monitor, lo de los venenos, ¿todo ha sido una mentira?
- Una farsa, sí señor. Una hermosa obra de teatro bien representada
ante los familiares de tus víctimas, sólo para hacerles creer que
morías ante ellos.
- ¿Qué queréis de mí? – Preguntó un desconcertado Fatner levantando
la cabeza y mirando de un lado a otro para tratar de vez una luz, o
un ventanal en las paredes, o alguien a quien poder dirigir sus
preguntas.
- Tu ayuda más incondicional. Nos perteneces Fatner…
John Fatner estalló en carcajadas, trató de nuevo de evadirse o de
tirar la silla al suelo para poder rodar por él, pero las patas estaban
fuertemente clavadas a la superficie.
- No me hagáis reír – Gritó -. Yo nunca he pertenecido ni perteneceré a
nadie…
- ¡HASTA AHORA! – Bramó la voz del Gran Maestre -. Nos perteneces
Fatner. Nunca olvides que nosotros te hemos salvado la vida y que
todo tiene un justo precio.
- ¿Qué os induce a pensar que os ayudaré?
- ¿Y a ti a que no lo harás?

El Hombre del Gualicho. 367


Fatner volvió a reír. Contaría con unos cuarenta y cinco años, pero
mostraba una dentadura podrida y sin dientes propia de una persona
mucho más mayor. Recordaba que lo habían afeitado y lavado para la
ejecución, pero se notaba ahora con una incipiente barba y desaseado, por
lo que suponía que habrían pasado varios días desde aquello.
- En el momento en que me dejéis libre pondré pies en polvorosa y
nunca más me volveréis a ver.
- NO – se escuchó la voz del Gran Maestre, reverberando en cada
rincón de la sala -. No lo harás.
Ahora fue Fatner quien se estremeció hasta los tuétanos.
- ¿Por qué? ¿Qué me habéis hecho? ¿Me habéis modelado el cerebro?
¿Habéis cambiado mi quijotera? ¡Malditos hijos de puta!
La risa del Gran Maestre volvió a escucharse en la sala.
- Algo mucho peor Fatner. Te hemos implantado una pequeña bomba
en tus sienes, algo minúsculo e indetectable en los escáneres, pero
cuya explosión te producirá la muerte ipso facto. En cuanto te alejes
un ápice de nosotros, te lo haremos saber con tu muerte….
Fatner miraba de un lado para otro, histérico. Para él, se hallaba sólo
en una habitación oscura, sin puertas ni ventanas, en la que, lo único que
había, era una voz impersonal que tronaba desde todos los sitios y ninguno.
- Además, Fatner, te hemos inoculado un virus. Estás enfermo Fatner,
y las únicas medicinas te las podemos proporcionar nosotros. Te las
suministraremos regularmente, semana a semana, en lugares
distintos, acordes con tu misión, que te iremos informando con cada
dosis.
La voz procedente de los altavoces del techo volvió a resonar con las
palabras del Gran Maestre:
- Si huyes, no durarás ni un momento. Siempre habrá alguien de
nuestra Organización siguiéndote, siempre habrá alguien detrás de ti,
controlando tus huellas. No puedes evadirte del destino que te
tenemos reservado. Serás grande Fatner y, lo más curioso, es que
nadie relacionará nunca tu nombre con tus acciones.
- ¡Cabrones de mierda!
- Controla tus palabras, Fatner – replicó el Gran Maestre -. Y controla

El Hombre del Gualicho. 368


también tú castidad, pues, aunque ese virus que llevas en la sangre
no se transmite por el aire, sí que lo hace a través de los flujos
seminales. Esto supone que no debes mantener relaciones sexuales.
¿No querrás que la mujer con la que yaces acabe muriendo de la
manera más horrorosa que puedas imaginar?
Fatner dejó escapar un suspiro de resignación. Veía que los miembros
de la Organización no habían dejado ningún cabo sin atar. Con otro bufido,
planteó por fin su pregunta:
- ¿Decidme, qué queréis que haga?
La risotada del Gran Maestre volvió a escucharse.
- Necesitamos tu ayuda, Fatner, sólo tu ayuda… – hubo unos segundos
de pausa antes de que la voz del Gran Maestre volviera a oírse -. Y tu
vida, también queremos tu vida, porque, cómo mártir de esta causa,
esta finalizará cuando concluyas tu misión, ya que habrás de
entregarla en ella.
Fatner se estremeció al entender que su muerte, tan solo, se había
pospuesto un tiempo más. Un tiempo que unos hombres más locos que él,
pero evidentemente con más dinero, iban a controlarle.
- A partir de ahora utilizarás el nombre de Gualicho – resonó la voz -, y
te referirás a mí como el “Espíritu del Gualicho”, pues esa será tu
misión. Encarnarás al Gualicho en cuerpo y alma, y harás que tu ira
caiga sobre sus Salinas….
- ¿Gualicho, Salinas…? – Preguntó curioso Fatner -. ¿De qué coños me
hablas?
- Todo a su debido tiempo, Fatner. Todo a su debido tiempo.

El Hombre del Gualicho. 369


37 CAPÍTULO

Cualquier parte del mundo, momento actual

Han pasado dos meses desde que el Santo Padre hiciera sus
declaraciones. Sus palabras consiguieron, al menos, detener los conflictos y
enfrentamientos callejeros, y ahora los fieles parecían concentrarse más en
sus santos que en un Jesús crucificado.

Los devotos hacían sus peregrinaciones no sólo para cubrir sus


necesidades espirituales, sino para obtener curaciones milagrosas logradas
a través de la intercesión de un mártir. Así, las Basílicas que resguardaban
los restos de mártires o patronos de la Santa Iglesia atraían a miles de
seguidores, que se postraban delante de cualquier sepulcro pidiendo un
milagro. “Yo tengo fe en ti”, exclamaban, “porque gracias a ti sané a mi
hijo, curé a mi padre, o yo mismo pude restablecerme”.

Aquellas personas daban más crédito a aquellos santos de carne y


hueso, a aquellos mártires, grandes de la Iglesia, cuyos cuerpos incorruptos
descansaban en hornacinas a la vista de todos, o reposaban en suntuosas
tumbas de alabastro, congregando a peregrinos y romeros. Creían más en
ellos que en Aquel de cuya única referencia sólo tenían la palabra, el Verbo,
un dogma de fe. Aquel de cuyo testimonio, la historia había tenido a mal
trastocar sus hechos, revistiéndolos de un halo de divinidad que hoy, a la
vista de aquellos huesos, se cuestionaba.

Pero, ¿cómo comprender que detrás de cualquier mínimo milagro


realizado por el más mísero de aquellos santos, detrás de cualquiera de sus
palabras o sus textos, se hallaba la mano de Dios? Allí donde un paralítico
recuperaba sus fuerzas, allí donde un ciego podía ver y un mudo podía
hablar, allí estaba la intercesión de Cristo. Allí se podía ver el poder de
Jesús, Nuestro Señor.

¿Dónde se ha visto que un alumno enseñe a su maestro? Tan solo


Jesús, que es el Verdadero Maestro, fue tan humilde como para que su
misión fuese la de enseñar a otros, siempre con el máximo anhelo de
conseguir que sus alumnos le superasen. Era como aquel sembrador que
aspira a tener la mejor de las cosechas para que luego de sus frutos nazcan

El Hombre del Gualicho. 370


nuevos frutos, y de éstos, a su vez, surjan las mejores semillas.

Porque Jesús no quería para sí ni fama ni importancia. Acaso, cuando


aquel limosnero ciego acudió a Nuestro Señor, no le contestó: “¿Qué
quieres que yo te haga?”. Y no le respondió el ciego: “Maestro, que yo vea”.
Entonces, Jesús le dijo: “Puedes irte, ya que tu fe te ha salvado”.

No fue Jesús quien lo sanó, sino la fe del ciego quien realizó el


milagro ya que al instante éste vio, y se puso a caminar detrás de Nuestro
Señor.

Pero San Francisco de Asís sufrió en sus propias carnes los estigmas
de la Pasión de Cristo, unas marcas redondas, semejantes a clavos, que le
surgían de las palmas de sus manos y de los empeines de sus pies, y otras
protuberancias de carne, como puntas de clavos dobladas y aplastadas, le
asomaban por los dorsos. Entonces aquello, ¿no era síntoma manifiesto de
la Crucifixión de Cristo?

¿Fueron realmente los santos los que eligieron a Jesús, o fue Jesús
quien, en medio de las millones de flores que hay en su jardín, los eligió a
ellos?

Eran momentos de tribulación, de un caminar errático, sin saber si


creer o no creer. De lucha entre creyentes y ateos, de enfrentamientos
verbales entre los que proclamaban “la palabra de Cristo” y los que
proclamaban “la palabra de los Santos”.

Muchos fieles buscaron consuelo en la nueva cosecha de Dios,


postrándose ante la tumba de Teresa de Ávila, o ante la de Francisco de
Asís, o ante la del padre Pio de Pietrelcina, pero renunciando a un Cristo
crucificado, sin saber que “a Cristo se le adora como Hijo de Dios, mientras
que a los mártires se les tributa como discípulos e imitadores del Señor, por
el amor insuperable que mostraron a su Rey y Señor”.

Otros acudían a los cementerios, ante las tumbas de familiares,


padres, esposos, hijos, para rogarles a ellos un lugar en el cielo.

Y aún más allá. Cantantes, actores, toreros y otros iconos de nuestra


sociedad pasaron a convertirse también en santos. Incluso curanderos,

El Hombre del Gualicho. 371


sanadores y hasta políticos y dictadores se incluyeron en este esperpéntico
grupo de personajes producto de la mediática sociedad en la que se vive,
empezando a encontrar un lugar en los altares.

A sus lujosos panteones acudían los devotos para rendirles culto,


pedirles milagros y agradecerles los ya concedidos. Sus fieles peregrinaban
a ellas con el mismo fervor con el que antaño caminaban hacia los Santos
Lugares, así acudían a Graceland a venerar a Elvis Presley, o al cementerio
de Forest Lawn en Glendale, para pedir ayuda a Michael Jackson. El mismo
revolucionario “Che Guevara” empezó a ser venerado en Bolivia con el
nombre de San Ernesto de La Higuera, localidad en la que fue ejecutado.

Mientras tanto, en España se pedía la beatificación de Rocío Jurado,


en Argentina la de Carlos Gardel, en París la de Jim Morrison, y en Jamaica
la de Bob Marley. Y no era para menos, ya que el once de mayo de mil
novecientos ochenta y uno, día en que Marley murió, hasta el mismo cielo
isleño se desgarró en prodigios, con rayos y truenos tras un día calmo, para
despedirse del cantante de reggae.

Incluso en otros lugares varias maleantes cometían sus asesinatos


guiados por San La Muerte, Señor de la Buena Muerte o de La Buena
Paciencia; es decir, por todo un rosario de santos de carácter y origen
sospechoso, conocidos como “santos de palo”, ya que sus imágenes estaban
hechas en madera, y quienes las poseían obtenían una carga espiritual que
los hacía invulnerables, al menos entre aquellos que se dedicaban a
cometer actividades delictivas.

Y así, en este devenir sin sentido, todos olvidaron quién fue el que
plantó la primera semilla. Quién fue Jesús, Nuestro Señor.

En cuanto a la Basílica de Sal del Gualicho, rápidamente se iniciaron


peticiones ciudadanas para que se abriera al público, pero, desde la
administración argentina, se pensó en lo contrario.

Para los altos dignatarios de la nación les era muy obvio que el
distribuir las riquezas del Gualicho entre diversos lugares de Argentina les
supondría un mayor gasto de dinero y esfuerzo que si las concentraban en
un único lugar, al que garantizarían un mayor refuerzo y seguridad.

El Hombre del Gualicho. 372


Además, las condiciones de los códices, libros y pergaminos hallados en la
Salina eran tan pobres, que un mínimo movimiento podría suponer su
desintegración, por lo que se aconsejaba su estudio “in situ”.

De esta manera, habilitaron una inmensa nave sobre las Salinas del
Gualicho y la dotaron de un laboratorio para el análisis de los huesos allí
hallados, de los documentos, y de los tesoros y reliquias para su
catalogación.

Reforzaron el espacio aéreo mediante aviones militares que


sobrevolaban continuamente la Salina, aseguraron su perímetro y, tras el
incidente con el sacerdote de Las Grutas, afianzaron más las guardias.

El Hombre del Gualicho. 373


38 CAPÍTULO

Vaticano, momento actual

Aquella mañana de abril Erick Gansewein tardó en llegar a su oficina.


Acudía a ella cada vez con más miedo, con más resquemor en el cuerpo.
Sobre todo desde aquel día que descubrió, encima de unos papeles que
debía revisar, una única hoja con el gran sello del Priorato de Sión impreso
en ella.

Gansewein era el único que poseía la llave de la puerta, por lo que


tener que admitir que aquellos que se hacían llamar “Priorato de Sión”
estaban tan cerca como para permitirse el lujo de dejarle amenazas en
lugares tan inaccesibles como eran su oficina o su propia habitación, estaba
empezando a preocuparle, y ya había tomado el firme propósito, ante la
siguiente carta que recibiese, de acudir directamente a la Policía Vaticana a
denunciar los hechos. Además, desde hacía varias semanas, le había
parecido vislumbrar entre las sombras a un extraño sacerdote, al que no
conocía, que se distinguía del resto por llevar la barba arreglada al medio,
al estilo a cómo debería llevarla Jesús, y que portaba en la solapa de su
sotana una insignia con el sello del Priorato.

El motivo de llegar tarde aquella mañana se debía a que se había


pasado toda la noche yendo y viniendo de la cama al baño, del baño a la
cama, entre náuseas y vomitonas atribuibles a una mala digestión de la
cena de la noche anterior.

Todavía sintiendo el malestar en su estómago, trató de encender su


ordenador, esperando encontrar una información relevante, pues llevaba
varios meses carteándose con Luis Torres y Nuria Aranguez, vía e-mail,
interesándose por los resultados de sus investigaciones.

Parecía ser que las pruebas de C14 tardarían unos días más en llegar,
pero que lo que más quebraderos de cabeza les estaba trayendo era la
disposición de los huesos alrededor del espacio de Destot, sobre todo en
relación a la tensión que habrían tenido que soportar. Por ello, habían
tenido que realizar pruebas en los brazos de varios cadáveres y los

El Hombre del Gualicho. 374


resultados obtenidos parecían ser bastante sorprendentes.

Ese era el motivo por el que el cardenal Gansewein acudiese, en tal


mal estado, a su despacho. Iba allí con la única intención de encontrar el
correo de Torres que parecía iba a revelarle varios asuntos importes.
Después, su mayor ilusión era volver de nuevo a su cuarto y echarse a
descansar.

Sin embargo no pudo, ni tan siquiera, introducir la clave de acceso.


Notaba una resequedad en la boca que le impedía respirar e, incluso,
deglutir o hablar. También tenía visión doble, por lo que, aún a pesar de
que se frotara insistentemente los ojos, era incapaz de concentrase en las
palabras que aparecían en su ordenador.

Esperó sentado frente a la pantalla un par de minutos, a ver si se le


iban todos sus males. Pero, en vez de ir a mejor, su estado de salud fue
empeorando, más a más, hasta acabar desmayándose sobre el teclado
para, después, caer desmoronado al suelo, cómo si alguien le hubiera
golpeado por la espalda.

Cuando lo encontraron se hallaba flotando, boca abajo, en la piscina


que el Papa Juan Pablo II se hizo construir en el Vaticano halegando que la
salud de un Papa sería siempre mucho más barata que unos funerales
pontificios. Llevaba puesto su traje de baño, y todo parecía indicar que
había sufrido un infarto mientras practicaba su deporte favorito, la natación.

La autopsia reveló la presencia de toxina botulínica, un veneno


producido por la bacteria Clostridium botulinum propia de zonas
contaminadas, como suelos y aguas no tratadas. Esta bacteria produce
esporas termoresistentes que sobreviven en los alimentos contaminados
que no han sido sometidos a procesos de elaboración correctos o de
almacenamiento adecuado. Es allí donde se produce esta toxina que, al
ingresar en el cuerpo, incluso en mínimas cantidades, provoca una grave
intoxicación, considerándose la sustancia más tóxica que existe. Con tan
solo probar el alimento contaminado, basta para que una persona se
intoxique gravemente hasta morir.

Esta toxina actúa bloqueando la liberación de acetilcolina a nivel de la

El Hombre del Gualicho. 375


placa mioneural, impidiendo la transmisión del impulso nervioso. De esta
manera, causa una parálisis flácida de los músculos esqueléticos y un fallo
parasimpático. Sin embargo, a dosis pequeñas, es usada para tratar
afecciones como arrugas, sudor excesivo, tortícolis, fisura en el ano o dolor
de cabeza.

De hecho, donde más uso tiene este compuesto es en su forma


comercial, o botox, una forma diluida de la toxina botulínica tipo A que se
considera, hoy en día, como uno de los tratamientos con mejores resultados
para eliminar las arrugas en la piel. El botox, tras su infiltración con una
aguja extrafina en el músculo debajo de la piel de la zona que se desea
tratar, actúa inhibiendo por relajación el movimiento muscular. Con este
efecto, se pretende que desaparezcan las arrugas y, por tanto, proporcionar
un aspecto más juvenil en la piel.

Por este motivo, la muerte de Erick Gansewein se archivó sin más,


alegando un mal uso del botox como uno más de los tratamientos que el
propio cardenal se automedicaba, a fin de mantenerse más joven y
atractivo, al encontrarse varias ampollas con esta sustancia entre los
medicamentos de su botiquín, y algunas jeringuillas vacías. Curiosamente,
ninguna de las monjas que, día a día, atendían al arzobispo Gansewein, le
habían visto nunca administrarse ningún tipo de sustancia.

El Hombre del Gualicho. 376


39 CAPÍTULO

Vaticano, momento actual

John Fatner, alias “El Gualicho”, se estiró cual largo era. Se hallaba
en el aeropuerto de Roma-Ciampino, donde aguardaba el avión que habría
de llevarle a Argentina.

Para él, la muerte de Erick Gansewein no le había resultado nada


difícil. Después de haber permanecido más de un mes infiltrado dentro de la
comunidad de fatres del Vaticano, llegar al secretario del Papa fue sencillo.
Sobretodo, apoyado por los fuertes lazos de la Organización, que le abrían
las puertas, le dotaban de armas y dinero y, regularmente, semana tras
semana, le suministraban la dosis de medicina que necesitaba para paliar
su enfermedad, a la que ya empezaba a notar sus efectos a través de
forúnculos en la piel y expectoraciones rojas y sanguinolientas.

Sabía que esa enfermedad era real, pues, para ponerla a prueba, no
le había importado mantener relaciones sexuales siempre con la misma
prostituta.

Había visto languidecer a esa joven más rápido de lo que pensaba,


contemplando como ésta moría entre llagas malolientes y lágrimas de
sangre. Los humores se evadían por cualquier orificio que tuviera en el
cuerpo, entre vómitos sanguinolientos, sangrado por narices y orejas,
reglas abundantes, etc. Ningún médico supo nunca diagnosticar qué era lo
que le pasaba. Además, al cabo de unas pocas horas tras su muerte, hubo
necesidad de incinerarla lo más rápidamente posible, dada la velocidad a la
que se descomponía su carne.

Gualicho rió de satisfacción. Quizás, esa “mala puta” había yacido con
otros hombres, contagiándoles a estos la enfermedad y éstos, a su vez, a
sus mujeres, extendiendo la plaga por toda la ciudad de Roma.

¡Lástima no poder quedarse para contemplar sus efectos!

¡Además, qué forma más limpia y sencilla era esa de matar! Era,
incluso, mucho más fácil que descuartizar a sus victimas, y mucho más
espectacular, pues la visión de esos cuerpos retorciéndose por el dolor le
satisfacía aún más que cuando él se dedicaba a despedazarlos.

El Hombre del Gualicho. 377


Por otro lado, y lo que más le alegraba, era que dejaba en un brete a
la Organización, pues ésta ahora se enfrentaba a la labor de detener la
enfermedad que ella misma había creado. Aquella maldita gente se vería en
la obligación de hacerlo si no quería que su virus se expandise por toda la
Tierra, tal como lo habían hecho antes el SIDA o el ébola.

A no ser que….

La Organización ya había dado muestras de su poder y eficacia en la


Guerra Biológica, tal y como lo evidenciaba el virus que él llevaba en la
sangre y que se había dedicado a propagar entre otras personas.Ver a
aquella prostituta languideciando entre pústulas, diarreas y vómitos de
sangre así lo ponía de manifiesto.

¿Podía haber sido la Organización la responsable de epidemias que,


como el metapneumovirus o el bocavirus, asolaban ya a la humanidad, unas
plagas que, tras haberlas creado, se desentendiera por completo de ellas?
¿Podría estar la Organización conspirando en secreto con virus, bacterias,
protozoos, bacilos…, a fin de acabar con el ser humano?

A lo mejor ya lo venían haciendo desde hace años, incluso siglos,


como en la Edad Media, cuando la Peste Negra diezmó en más de un tercio
a la población de toda Europa, o la gripe española de mil novecientos
dieciocho que, en tan solo un año, mató entre cincuenta y cien millones de
personas.

¡Qué coños! Si esto era realmente así, la Organización debía de estar


ahora satisfecha de que él, John Fatner, contribuyera a propagar la
pandemia. Aquella plaga sería su regalo. Aquel sería el legado que John
“Gualicho” Fatner dejaría para todo el mundo.

¡Qué se pudran todos! ¡Qué sus cuerpos se desintegren cómo si


fueran diminutas motas de sal!

Miró a su alrededor, donde se hallaba un nutrido grupo de clérigos,


novicios y otros hermanos del Vaticano, seleccionados para estudiar “in
situ” los textos del Gualicho. No se relacionaba con ellos, en parte porque le
hablaban en un idioma que no entendía para nada, y que supuso que sería
latín o italiano, y en parte porque el resto de los curas, cansados de no
recibir respuesta, habían pensado que o bien guardaba voto de silencio, o

El Hombre del Gualicho. 378


que simplemente era mudo. Sin embargo, se extrañaban que una persona
como esa pudiera lucir un hábito. Sus ojos parecían los de un loco sin
escrúpulos, y su boca, sin casi dientes, dibujaba una sonrisa maliciosa
propia de un demente.

Poco conocía Fatner de lo que habría de hacer en Argentina, tan solo


que habría de llegar al aeropuerto de Saint-Exupery y acudir a la taquilla
ciento ocho, donde encontraría su jeringuilla con el medicamento, y un
sobre con toda la información.

Intuía, eso sí, que aquella sería su última misión, y que su vida
acabaría con ella. Bien porque iría de suicida, o bien porque, al finalizarla,
fuera o no con éxito, la pequeña capsula que alojaba su cerebro reventaría,
desparramando por el suelo todos sus sesos.

Se entretuvo unos segundos en mirar el equipaje que sus


compañeros llevaban consigo, varias maletas por cada uno de ellos, como si
hubieran de quedarse allí cientos de años.

Sabía que, entre el mucho bagaje que aquel grupo de clérigos


portaba a Argentina, se encontraba un nutrido laboratorio de estudio
bibliográfico con escánares, rayos X para permitir descubrir escrituras por
debajo de los textos, dada la costumbre de los escribientes de reaprovechar
las vitelas borrando lo que estaba anteriormente escrito, impresoras 3D con
la finalidad de escanear los huesos de Cristo y obtener copias en volumen
de ellos, cámaras de microfilmación, potentes lupas, microscopios y un
nutrido etcétera.

Y, lo más importante, lo que sólo Fatner conocía, las partes de una


potente bomba que, camufladas entre instrumentos y aparatajes, podían
pasar desapercibidas ante los atentos ojos de los guardias argentinos, ya
que se sabía que, pese a portar valija diplomática del Vaticano, todos esos
instrumentos habrían de pasar un estricto control antes de acceder a las
naves donde se guardaban todos los documentos templarios.

“El Gualicho” sonrió. Su avión estaba a punto de partir y aún no


habían radiado la trágica muerte de Erick Gansewein. Sabía que en esa
muerte él tan solo había sido una pieza más, únicamente el brazo ejecutor,
y que todo un entramado de miembros de la Organización, gente que él no

El Hombre del Gualicho. 379


conocía, pero que suponía que le estarían en ese momento espiando, le
habían ayudado abriéndole las puertas, dejando anónimos, o intimidando al
cura hasta hacerle vivir sus últimos días con el miedo supurando en el
cuerpo.

Una vez ocupó su asiento, reclinó el respaldo y se echó a dormir. Era


un viaje largo, de más de diez horas, por lo que prefirió fingir que dormía, o
que releía las Sagradas Escrituras, antes que escuchar la cháchara
incomprensible de aquellos frailes, o ver una película de tintes religiosos en
un idioma que ni siquiera entendía.

Al llegar a Argentina, fingiendo la necesidad de ir al lavabo, acudió a


la taquilla ciento ocho. Contaba con la llave, entregada en el paquete de la
semana anterior, por lo que la abrió rápidamente, se hizo con la moneda y
se guardó el sobre. Luego fue al servicio a inyectarse el medicamento en su
vientre.

Orinó, cagó, y tras abrir el sobre sentado aún en el váter, releyó las
primeras líneas y lo introdujo en su Biblia, en un compartimiento que había
abierto con un cúter, justo debajo de la pasta.

Al salir, ya le estaban avisando para tomar el siguiente vuelo que les


llevaría al aeropuerto de Saint-Exupéry y, desde allí, a las excavaciones de
las Salinas del Gualicho. ¡Gualicho! Era así como él se llamaba ahora. Y su
misión tenía por nombre: “el Espíritu del Gualicho”.

Una vez en las Salinas fue concienzudamente cacheado y revisado.


Sintió admiración por los miembros de la Organización, ya que sus trabajos
fueron tan finos que, ni aún a pesar de sufrir un escrutinio completo, no
detectaran ni la cápsula en su cerebro, y achacaran los forúnculos en la piel
a un proceso alérgico en vez de al virus que le estaba consumiendo.

En su habitación pudo leer el contenido del sobre. Básicamente era


un manual en el que le enseñaban en qué cajas se hallaban los distintos
componentes de diversas bombas y cómo habrían de montarse para su
correcto funcionamiento. Cómo bien supuso, estas cajas pasarían también
un estricto control, por lo que habría de aguardar un par de días fingiendo
para poder disponer de todo su equipo.

Una semana más tarde, mucho más tiempo de lo que él pensaba,

El Hombre del Gualicho. 380


hecho que le afectó físicamente, pues en el aquel bunker difícilmente podía
acceder a sus medicinas y ya empezaba a resentir el cansancio y el
malestar por el número de furúnculos que iban cubriendo día a día su piel,
los frailes, novicios y demás gente venida del Vaticano, investigadores y
científicos laicos, fueron avisados para disponer de sus materiales.

Por suerte para Fatner, junto con esa noticia llegó la de la trágica
muerte de Gansewein. John “Gualicho” supuso que mantenida en oculto
todos esos días para dar tiempo a que acabara la investigación, que atribuía
la defunción del arzobispo al mal uso de unos fármacos.

Todos los novicios y frailes allí presentes decidieron manifestar su


dolor mediante lutos y duelos, ya que conocían personalmente a
Gansewein. Sólo Fatner parecía hacer caso omiso de aquel llanto, del que
sacó el máximo provecho, pues le permitió hacerse con su material antes de
que cualquier otro fraile se hubiera interesado en preguntar qué hacía, tan
inmiscuidos estaban en rezos y misas por el alma de Erick Gansewein.

Aquella misma tarde, cuando regresó a sus habitaciones, se encontró


encima de la cama con un sobre marrón, símbolo de que la Organización
tenía metidos sus dedos en ese recóndito lugar. Dentro había una dosis de
medicina, una nota con las siguientes palabras: “lo que tengas que hacerlo,
hazlo ya”, y un pendrive con la información necesaria para imprimir, en la
impresora 3D, un arma con balas de plástico que, aunque no muy efectiva a
largas distancias, a escasos metros sí que era letal. Aquella arma era una
réplica muy parecida a la que, en el dos mil doce, Cody Wilson, un joven
estudiante norteamericano, subió a Internet para que, quien quisiera,
pudiera descargarse los archivos online.

Esa noche, mientras el resto de los frailes se recogían a sus


aposentos, el fingió demora en la investigación de uno de aquellos
pergaminos.

A esos de las tres de la madrugada ya había acabado de imprimir y


montar su arma, así como de construir las diversas bombas. Éstas tan solo
eran cilindros metálicos compartimentados que habían servido
anteriormente para transportar distintos instrumentos.

En uno de aquellos compartimentos introdujo un mechero de gasolina

El Hombre del Gualicho. 381


encendido, el segundo contenía chinchetas, el tercero portaba agua y el
cuarto contenía grava de carburo. A este cilindro le adosó un pequeño
detonador que, básicamente, era un reloj que abría una llave para que el
agua del tercer compartimento se vertiese en el carburo, provocando su
deflagración. La llama de gasolina contribuía a que se formase una bola de
fuego que ayudaría a inflamar los viejos papeles.

Tuvo que andar con sigilo para evitar los guardas de vigilancia y las
cámaras, pero los lugares donde debía de ubicar las bombas eran zonas,
todas ellas, a su alcance: en la propia biblioteca donde se estudiaban los
documentos, en paneles y torres eléctricas y en la basílica, a fin de que el
propio peso de la sal hiciera que ésta se derrumbara, arrastrando con ella
las diversas naves que estaban encima.

El único problema lo planteaba el polvorín donde el ejército guardaba


sus armas aunque, para aquello, la Organización también contaba con un
plan.

“El Gualicho” se hizo con la octava bomba y se la adosó al cuerpo.


Amparándose en las sombras pudo acercarse lo máximo posible hasta el
polvorín, dejando todo un reguero de muertos a su paso, soldados con los
que se iba topando y que ocultaba sus cadáveres escondiéndolos en las
esquinas o en los rincones.

Una vez en el polvorín se tapó su pecho y se acercó despacio hacia


los guardas de seguridad, con las manos en alto, en gesto de paz y
haciendo señales hacia atrás, como reclamando ayuda.

- Socorro – balbuceó malamente en español una frase que se había


aprendido a fuerza de repetirla -. Necesito ayuda para uno de mis
hermanos. Se ha puesto enfermo…
Uno de aquellos guardas bajó su arma y contuvo al perro. Se acercó
a un comunicador para transmitir una orden pero no pudo ni tan siquiera
pulsarlo. Tres detonaciones rápidas y seguidas acabaron con su vida, con la
de su compañero y con la del perro.
Fatner avanzó hasta la puerta del polvorín. Ahora no habría cuenta
atrás. En menos de cinco minutos las restantes bombas estallarían, pero la
suya lo haría en los cincuenta segundos siguientes.

El Hombre del Gualicho. 382


Al entrar, el resto de los soldados se quedaron mirándole unos
instantes, incapaces de entender su presencia allí. Aquel lapsus les costó la
vida, pues más de uno fue rápidamente abatido por “Gualicho” Fatner.
Sin embargo, el nutrido grupo de militares allí presentes hizo que el
cuerpo de Fatner se tambalease al recibir los impactos. Más pararon de
dispararle al ver, aturdidos, como se oía una débil deflagración y el cuerpo
de aquel fraile echaba arder, convertido en una bola ígnea, en un bonzo
alocado que corría gritando de dolor hacía donde se encontraban las
municiones con pólvora.
En un instante aquella habitación se convirtió en un infierno. No fue
de casualidad que los sistemas antiincendios fallaran esa noche, pero Fatner
no pudo ni siquiera intuir la mano de la Organización en esa avería, su
cuerpo era una gigantesca llama que prendía todo lo que se hallaba a su
paso.
Las bombas distribuidas por el resto de la instalación no hubieran
hecho falta. La potente deflagración causada por el polvorín provocó la
destrucción de aquel edificio y de los colindantes y, con ello, que la masa de
sal que protegía la basílica se resquebrajase y se viniese abajo.
Al detonar toda la pólvora allí contenida, la presión de gases produjo
una compresión rápida y casi instantánea de las masas del área
circundante, tomando la forma de un círculo blanco que se expandió
rápidamente. Una enorme nube de humo y sal se elevó varios cientos de
metros, pudiendo ser vista a varios kilómetros de distante, incluso en la
lejana “Las Grutas”.
El efecto del choque frontal fue rápidamente seguido por una onda de
presión que empujó cualquier objeto que se encontraba a su paso,
arrasando tiendas, caravanas y las naves donde se alojaban científicos,
militares y curiosos devotos que habían acudido a las Salinas a venerar el
cuerpo allí hallado.
Finalmente, en un último acto de destrucción, la onda de presión que
se movía hacia el exterior se equilibró con la presión atmosférica, perdiendo
fuerza rápidamente y dejando un vacío parcial que, como una burbuja
alrededor del punto de detonación, originó que las masas de aire se
desplazasen en sentido inverso, empujando con violencia hacia dentro todo

El Hombre del Gualicho. 383


lo que hallaban para ocupar el vacío existente.
Cuando los habitantes de Las Grutas y los trabajadores de las minas
de sal llegaron al lugar, el espectáculo que contemplaron no podía ser más
dantesco, más apocalíptico. De aquella gigantesca basílica de sal, ya no
quedaban ni siquiera sus restos.
Un amasijo de hierros retorcidos emergía aquí y allá entre montañas
de sal teñidas de negro. Cientos de fragmentos habían salido disparados a
varios kilómetros de distancia, encontrándose por los caminos y las salinas
como flores que hubieran germinado en el desierto.
La magnitud de la explosión fue tal, que varios fragmentos llegaron a
las minas más cercanas, distantes más de quince kilómetros del lugar e,
incluso, en la mina que meses antes había cedido una excavadora para
retirar la sal que ocultaba la Basílica, mató a una persona, al recibir un
fuerte impacto en la cabeza. Además, varios de los camiones que hacia ella
iban no pudieron resistir la onda expansiva de la explosión y volcaron,
derramando todo su contenido.
Entre aquella amalgama de desolación y derrumbe, de vez en cuando
podía apreciarse algún cadáver, tan calcinado y deforme que difícilmente
era reconocible, porque la mayoría de las personas que allí estuvieron se
volatilizaron en el acto, desintegradas por la magnitud de la explosión. Los
pocos cuerpos que hallaron parecían estatuas de sal, con su piel convertida
en escamas grisáceas que se desprendían al tocarlas.
Nadie salió ileso.
Entonces, con los ojos consternados y llorosos, aquellos indios
mapuches se miraron unos a otros diciendo:
- Tiene que ser “El Gualicho”, seguro.
Y cuanta verdad había en sus palabras.

Tenía que ser el Gualicho, decían.

El Hombre del Gualicho. 384


EPÍLOGO

Una semana después de que aquel horrible atentado destruyese la


Basílica de Sal y todos sus alrededores, apareció, en una reputada revista
científica, el siguiente artículo firmado por Luis Torres y Nuria Aranguez:

SOBRE LA PROCEDENCIA DE LOS HUESOS HALLADOS EN LA


SALINA DEL GUALICHO, ARGENTINA

Autores: Luis Torres, universidad de Buenos Aires, Argentina


Nuria Aranguez, universidad de Santiago de Compostela, España

INTRODUCCIÓN

Desconocemos cómo, o de qué manera, los Templarios pudieron


acceder a esos huesos, o porqué motivo los atribuyeron al cuerpo de
Cristo. Si bien, creemos que pudieron hacerse con ellos en los nueve
años que estuvieron en la mezquita de Al-Aqsa, excavando en los
subsuelos del Templo de Salomón, ajenos a las llamadas de los reyes
cristianos.

Los restos estudiados se limitan tan solo a los huesos, sin haber
rastros de piel, pelo o tejidos, lo cual se ajusta perfectamente a las
antiguas leyes judías, puesto que, en aquellos tiempos, los familiares
de un difunto solían ungir el cuerpo con perfumes, especies y aceites,
y luego envolverlo en un sudario blanco hasta la total descomposición
de la carne. Una vez que ésta desaparecía de los huesos, éstos eran
recogidos y depositados en una caja pequeña de piedra caliza, de
nombre osario.

La datación por C14 sitúa nuestros huesos en pleno siglo I antes de


Cristo, tras el reinado del emperador Seléucida Antioco IV Epífanes,
hijo de Antico III, el Grande (283 – 187 a.C) con un error de fechas
de muy pocos años.

El Hombre del Gualicho. 385


CONTEXTO HISTÓRICO

Antioco III reconstruyó Jerusalén tras las guerras que permitieron a


Palestina incorporarse al dominio de la monarquía de los seleúcidas,
en el año 198 a.C, después de la batalla de Paneas. Este rey
proporcionó todo lo necesario para el culto judío, reconstruyendo su
Santuario y permitiendo que éstos se rigieran por sus antiguas leyes
y costumbres, eximiendo, incluso, a los servidores del templo, la
obligación de pagar diezmos.

Pero Antioco IV Epífanes inició un proceso de helenización de


Jerusalén que poco convenció a sus habitantes y que consistió,
prácticamente, en la construcción de un gimnasio junto al templo,
para que los jóvenes judíos practicaran deporte, así como la
imposición del culto a Zeus. Creemos que los huesos procederían de
aquella época y, con mayor probabilidad, de los acontecimientos que
tuvieron lugar tras la muerte de Antioco IV Epífanes, protagonizados
por Matatías y su hijo, Juan Macabeo.

Matatías, hijo de Juan y nieto de Simeón, de la casta sacerdotal de


Joarib, encabezó, en el año 167 a.C. una insurrección con la idea de
restaurar el culto judío, pero murió en el año 166 a.C. y le sucedió
su hijo, Judas Macabeo, quien logró varias victorias.

Aprovechando que los sirios estaban ocupados en la lucha contra los


partos, en la frontera oriental del imperio, Judas Macabeo marchó
contra Jerusalén en el año 164 a.C. consiguiendo encerrar al ejército
sirio en la fortaleza de Acra. Fue Judas Macabeo quien consagró de
nuevo el templo y restableció el culto judío en él.

Judas cayó en la lucha contra el poder seleúcida, siendo sustituido


por su hermano Jonatán, quien, a su vez, fue sucedido por su
hermano Simón. Este alcanzó éxitos notables, ya que llegó a
conquistar Acra, en el año 141 a.C y fortificó el recinto del templo de
Jerusalén. Simón se hizo proclamar gran pontífice, general y príncipe
de los judíos, siendo asesinado, en compañía de sus dos hijos, por su
yerno Ptolomeo.

El Hombre del Gualicho. 386


LA CRUCIFIXIÓN

La crucifixión era un método de ejecución muy utilizado desde la


época de los persas del Imperio aqueménida, iniciado con el rey Ciro
II (559-530 a. C.) y finalizado en el año 330 a.C. cuando el último de
sus reyes, Darío III, fue vencido por Alejandro Magno. Los
aqueménidas consideraban sagrado tanto el fuego como la tierra, por
lo que, suspender al reo ejecutado desde postes, era la forma más
ignominiosa de disponer de sus restos.

La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y en otros


muchos lugares. Así, por ejemplo, Diodoro de Sicilia nos cuenta que
la reina Cratesípolis mandó crucificar a más de treinta agitadores, lo
que le permitió reinar sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición.
También, Demetrio mandó crucificar a veinticuatro personas ante las
puertas de Aegium.

La crucifixión fue muy utilizada en el siglo I a.C. Tomemos como


ejemplo el reinado de Alejandro Janeo, que recibió el título de rey e
incorporó a su reino la totalidad de Palestina. Su gobierno coincidió
con el momento culmen del conflicto con los fariseos. Estos,
apoyados en gran parte por un pueblo que odiaba a su rey, buscaron
el apoyo del monarca sirio, por lo que, como represalia, Alejandro
Janeo mandó crucificar a ochocientos de ellos, a los que se les obligó
a ver, antes de morir, como sus mujeres e hijos eran asesinados ante
sus ojos.

Igualmente, en los tiempos prerrepublicanos de Roma, los amos


castigaban a esclavos desobedientes atándolos a árboles baldíos y
azotándolos hasta su muerte. Pero en momentos posteriores, y más
próximos a los tiempos de Cristo, a los esclavos rebeldes y a los
traidores al Imperio se les crucificaba. De hecho, el emperador Marco
Licinio Craso erigió miles de cruces en la vía Apia, hasta las
mismísimas puertas de Roma, durante la tercera guerra servil, en los
años 73 al 71 a.C, y en las que crucificó a Espartaco y a sus
guerreros. Josefo, incluso, narra a romanos crucificando a los
criminales en las paredes de Jerusalén, colocándolos en distintas

El Hombre del Gualicho. 387


posiciones como forma de tortura, a fin de conseguir una muerte más
lenta, incrementando así el dolor y sufrimiento.

También Varro, en el año cuarto antes de Cristo crucificó a más de


dos mil personas. Floro, en el sesenta y seis, mató a cerca de cuatro
mil y Tiro, en el año setenta, ejecutó a cinco mil en un día. Sin
embargo, es curioso que, después de tantos muertos, sólo se hayan
hallado los restos de un único crucilficado.

Esto fue en el año mil novecientos sesenta y ocho, encontrándose


estos restos justo al norte de Jerusalén. Los huesos datan del siglo I
y pertenecen a un tal Yehochana, pues este es el nombre que viene
recogido en el osario. El cuerpo medía en torno al metro y sesenta y
siete y pertenecería a un joven de entre veinticuatro y veinticinco
años. Además, había sido atado a la cruz, no clavado, y no tenía rota
ninguna de sus piernas.

El motivo de que, de las decenas de miles de personas que fueron


crucificadas, sólo se hayan encontrado los restos de una se debe a
una sencilla razón.

En tiempos de Jesús, el entierro era considerado un honor, por lo que


no existía mayor horror que el que cuerpo fuera abandonado a los
animales. De hecho, todos los castigos supremos de Roma (ser
quemado vivo, arrojado a las bestias o ser crucificado) tenían en
común que no quedaba ningún cuerpo para enterrar. Las víctimas de
la crucifixión eran dejadas colgando para que las aves las picotearan
hasta limpiar sus huesos y luego, lo que quedaba, era arrojado a una
fosa común.

Hemos de señalar que este método de ejecución no estaba limitado


únicamente a hombres, sino que hubo tiempos en que también se
crucificaba a las mujeres. Así, por ejempló, Santa Maura tuvo de
sufrir todas las injurias de la crucifixión, totalmente desnuda, en el
anfiteatro romano, y Santa Benedicta prefirió la cruz a su boda con
un pagano.

El Hombre del Gualicho. 388


LA CRUCIFIXIÓN TRAS LA MUERTE DE CRISTO

La crucifixión con fines penales desapareció tras la caída del Imperio


romano, ya que la pretensión de aplicar a alguien el mismo suplicio
que siguió Cristo era considerado una blasfemia. Más tarde resurgiría
en España, en pleno siglo XIX, durante la guerra de la Independencia.

Las tropas hitlerianas también crucificaron a los judíos de la Unión


Soviética y, en la guerra de la Vendée, desarrollada entre los años
1793 y 1796, los chuanes se dedicaron a clavar a sus enemigos en
las puertas y en los árboles. Para ello, ataban a las mujeres y a los
hijos y las obligaban a asistir al suplicio de sus maridos y padres,
quienes eran enterrados vivos, dejando al descubierto sus brazos y
sus piernas. Después, las crucificaban en las puertas de sus casas y
las mataban, aguijoneándolas con sus bayonetas cientos de veces.

Actualmente, en Filipinas, se revive la Pasión de Jesucristo con una


crucifixión real que convoca a miles de turistas, los cuales recorren,
junto a los voluntarios del madero, los dos kilómetros que les separan
hasta el "calvario”. Estas crucifixiones del Viernes Santo forman parte
de las celebraciones de la Semana Santa filipina, a pesar del rechazo
de la Iglesia Católica, que no recomienda este tipo de rituales.
Aunque las crucifixiones más conocidas sean las de San Pedro Cutud,
también se vive la misma pasión y penitencia en otras ciudades de la
provincia de Pampanga, como en San Fernando o en Santa Lucía.

LA CRUCIFIXIÓN COMO FORMA DE DESHONRAR UN CUERPO

Se ha de remarcar que, en los primeros tiempos de la crucifixión, con


ella no se pretendía matar solamente al criminal. Con la crucifixión
también se pretendía mutilar y deshonrar el cuerpo del condenado.
De hecho, era costumbre apostar guardias en el lugar de ejecución
para que impidiesen que parientes o amigos se llevaran el cadáver.
Sencillamente se dejaba a la víctima en la cruz, a merced de los
elementos y de las aves carroñeras.

El control sobre el propio cuerpo era vital en aquellas culturas

El Hombre del Gualicho. 389


antiguas. Con este tipo de pena capital se quitaba ese “autocontrol”,
ya que suponía una pérdida de honor, puesto que toda muerte
honorable requería de entierro, y dejar el cuerpo en la cruz, así como
mutilar y evitar su sepelio, constituía una gran deshonra y un acto
obsceno, al exponer los cuerpos totalmente desnudos.

Por otro lado, y en contra de lo que sostienen diversos autores, como


Ernest Renam, la asfixia progresiva y el tétanos provocaban la
muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, ya que los
condenados sufrían una muerte rápida por sofocación. Esto se debía a
que, para poder respirar, el diafragma tenía que descender,
agrandando la cavidad torácica y permitiendo que el aire entrase en
los pulmones (inspiración) y, después elevarse para comprimir el
aire, permitiendo que éste saliera hacia afuera. Al estar un cuerpo
suspendido, el diafragma desciende por sí solo, pero, para exhalar,
hay que empujar hacia arriba, por lo que el condenado debía
apoyarse sobre los pies clavados, provocando una gran presión sobre
los nervios y huesos del tarso, y generando un intenso dolor. Las
víctimas sólo podían respirar si ejercían un movimiento de tracción
con los brazos, lo que provocaría, al cabo de unos diez minutos,
violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax
quedaba lleno de aire hasta la garganta, siendo incapaz de
expulsarlo.

Debido al enorme esfuerzo que supondría una nueva toma de aire,


cada respiración comenzaría a hacerse más y más superficial,
conllevando a una hipercapnia, o exceso de dióxido de carbono en la
sangre, y dando lugar a la aparición de calambres musculares y
tetania que, a su vez, dificultaría los movimientos respiratorios,
terminando con la asfixia del reo. A su vez, la hipoxemia, o descenso
de oxígeno en la sangre, aumentaría la permeabilidad de los vasos y
la salida de líquido a los tejidos, dando lugar a un derrame
pericárdico y pulmonar. Por ello, era habitual romper las piernas al
condenado, para acelerar su muerte, al serles casi imposible respirar.

El hecho de aplastar los huesos más bajos de la pierna, denominado

El Hombre del Gualicho. 390


en latín el “crurifragium”, causaba a la víctima una muerte más
rápida, ya que provocaba la pérdida de sangre debido al golpe, y por
otro, la incapacidad de la persona para respirar. La única manera que
tenía un crucificado para mantener sus pulmones llenos de aire era
levantándose, y eso suponía el tener que estirar las piernas para
aliviar la tensión de los músculos de los brazos y el pecho. Al
quebrarle las piernas, se evitaba que empujara hacia arriba contra el
clavo de los pies (un movimiento, ya de por sí, bastante doloroso), lo
cual supondría una muerte por falta de oxígeno.

LOS HUESOS HALLADOS EN LAS SALINAS DEL GUALICHO

Las investigaciones realizadas sobre la globalidad de los huesos


hallados en las Salinas del Gualicho revelan que éste no murió por
crucifixión o, al menos, que ésta se realizó “post mortem”.

Por un lado, no aparecen evidencias de que el condenado hubiera


cargado con un travesaño o patíbulo, de unos cincuenta kilos de
peso, tal y como era la costumbre de la época. Curiosamente, las
escoriaciones producidas por este patíbulo sí que aparecen en el
hombre representado en el sarcófago de plata, al verse su espalda
malherida por el roce con la tosca madera, lo que le provocaría un
continuo sangrado.

Igualmente, observando la dislocación de los huesos, podemos


comprobar cómo la tensión que se produjo en ellos fue hacia arriba,
algo anómalo en un proceso de crucifixión ya que, debido al peso del
propio reo, ésta debería ser hacia abajo. Todo esto nos hace pensar
en otro método de ejecución, y es que el clavo, en vez de hundirse en
el Patibulum de una cruz, debió de sustentar dos argollas ancladas a
largas cadenas. Éstas serían sujetadas a las sillas de un caballo con el
fin de arrastrar al reo por el suelo. Esto explicaría las contusiones
aparecidas en la parte anterior del cuerpo, como es el esternón y las
costillas, ya que, si fueran hechas por flagelación, al estar el torso
atado a una columna, ésta evitaría el golpe de un látigo en el pecho.

El Hombre del Gualicho. 391


Es de advertir que este flagelo era un instrumento de tortura hecho a
base de cuatro correas de piel de becerro, a las que se ataba a sus
extremos bolas de plomo o trozos de hueso. Puesto que la ley judía
prohibía expresamente propinar más de cuarenta azotes, era habitual
condenar al reo a tan solo treinta y nueve para que, si se perdía
alguno en el conteo, estuvieran seguros de hallarse dentro de lo
legal.

Estos azotes desagarrarían la piel superficial para luego ir penetrando


hacia el tejido celular subcutáneo y acabar en músculos, vasos
sanguíneos y huesos, produciendo una importante pérdida de sangre
y un intenso dolor que, en la mayoría de los condenados, sería causa
de shock. En este momento, era habitual detener la flagelación para
no perforar el pulmón, ya que esto supondría un colapso del mismo y
una muerte acelerada del reo, algo que no era deseable en esos
momentos.

Sin embargo, hemos de destacar que no se han hallado evidencias de


flagelación en los huesos encontrados en las Salinas del Gualicho,
pero sí en el hombre que aparece reflejado en el sarcófago de plata.

Igualmente, comentar que el arrastre del cuerpo a través de rocas y


abrojos nos justificaría la presencia de espinas no sólo en el cráneo,
sino también en otras partes del cuerpo, ya que han sido halladas en
el antebrazo, esternón, ambas clavículas y en el peroné derecho.
Estas espinas pertenecen a zarzas del genero Rubus y de poterio
(Poterium spinosum) y, suponemos, se incrustarían en los huesos al
atravesar el cuerpo estos zarzales.

Por lo que respecta a la herida en el costado, ésta tiene una


dimensión de 4,1 x 1,1 centímetros, idéntica a la que dejaría una
lanza o espada. La herida tiene una trayectoria prácticamente
horizontal, lo cual sugiere dos posibilidades: o bien el travesaño
vertical de la cruz – stipes - era corto; o bien, el soldado que la
produjo montaba a caballo. Si bien, cabe una tercera posibilidad, más
verosímil, y es que la espada se clavó con el cuerpo yaciendo en el
suelo, con un hombre puesto encima de él y atravesándolo de arriba

El Hombre del Gualicho. 392


a abajo, con el fin de rematarlo antes de llevarlo a la cruz.

Cómo ya hemos comentado anteriormente, la crucifixión vendría


después de la muerte del reo, a modo de escarnio, y con el fin de
exponer el cuerpo no solo a viandantes y transeúntes, sino también a
la rapiña de urracas y cuervos, así como a otras aves carroñeras,
hecho que nos justificaría el que no presentase las piernas
quebradas, puesto que el hombre estaba ya muerto.

Para mantenerlo sujeto a la cruz, se utilizaron tres clavos de


aproximadamente 15 centímetros de largo: dos para los miembros
superiores y uno para los miembros inferiores. Al tratarse de clavos
de punta roma, originarían lesiones contusas, poco limpias, que
provocarían el desgarre de arterias, músculos, tendones y nervios, así
como fuertes hemorragias y, si el hombre aún estuviera vivo, todo el
listado de los diferentes dolores que hayan podido ser descritos en la
literatura médica: constrictivos, fulgurantes, lancinantes, pulsátiles,
terebrantes, etc.

En un primer estudio, puede apreciarse como los clavos atraviesan la


muñeca a la altura del “espacio de Destot”, y no en la palma de la
mano, tal y como representan las imágenes de Cristo (ya que, si
hubiera sido realmente así, el propio cuerpo produciría rápidamente
el desgarro de las partes blandas y se hubiera desprendido hacia el
suelo), ni tampoco por el espacio formado por la articulación radio-
cubital distal, que bien hubiera podido aguantar todo el peso del
cuerpo sin desgarrarse.

En los huesos hallados en las Salinas del Gualicho, así como en el


sarcófago de plata, el clavo atraviesa la mano a través del carpo por
el espacio mesocarpiano de Destot, que se halla comprendido entre
los huesos semilunar, piramidal, hueso grande y el hueso ganchoso.
Este espacio de Destot no es constante y aparece sólo en un número
reducido de personas. Además, cuando existe, es pequeño y es muy
difícil poder clavar a su través. De hecho, para que el clavo se
canalice por el espacio de Destot, hace falta introducirlo con una
precisión exacta, además de inclinarlo de forma que la punta se dirija

El Hombre del Gualicho. 393


hacia el codo y la cabeza hacia los dedos y, en la mitad del recorrido,
imprimir una ligera variación para no encontrar resistencia.

Finalmente, parece ser que un único clavo atravesó ambos pies,


haciéndolo por el primer o segundo espacio intermetatarsiano, justo
delante de la articulación tarsometatarsal o articulación de Lisfranc.
Para ello, se debió oponer la planta de un pie sobre el dorso del otro,
flexionando las rodillas unos ciento veinte grados; es decir, el
condenado debió ser crucificado con los miembros inferiores
ligeramente doblados.

Todo parece indicar que el cuerpo permaneció crucificado un breve


periodo de tiempo y que sus seguidores, probablemente estamos
hablando del cabecilla de una revuelta liderada por Matatias, o por
su hijo, Judas Macabeo, le bajaron y enterraron en el lugar donde,
más tarde, lo hallarían los templarios. Tal y como hemos comentado
en párrafos anteriores, este lugar coincidiría, con toda seguridad, con
el templo de Salomón, en la mezquita de Al-Aqsa.

EL SACÓFAGO DE PLATA

En lo que respecta al sarcófago de plata, la imagen refleja a un


hombre de entre 1,70 y 1,80 metros de altura, totalmente desnudo y
con los genitales cubiertos por ambas manos, lo que ha supuesto
tener que alargar, desproporcionadamente, los antebrazos.

Mientras que en la imagen frontal aparece relajado, con ambas


piernas totalmente estiradas, su parte dorsal muestra la planta del
pie derecho, como si tuviera doblada la rodilla.

En el interior del sarcófago hemos podido leer una fecha,


concretamente “1300”, año en que debió crearse. También puede
leerse lo siguiente: “Hecho por el orfebre Pierre, por mandato de Dña.
Marguerite De Joinville”.

Desconocemos quién puede ser ese tal orfebre Pierre, porque en una
época tan gremial como aquella, donde los hijos recibían el mismo

El Hombre del Gualicho. 394


nombre de sus progenitores y heredaban la profesión de sus padres,
es difícil discernirlo. Aunque la delicadeza y exquisitez de la reliquia,
demuestra que debería ser un refinado artífice del oro y la plata.

De quien sí tenemos noticias es de Marguerite de Joinville, hija de


Jean de Joinville y madre de Geoffrey de Charnay. Fue precisamente
la mujer de este Geoffrey de Charnay, Jeanne de Vergy, quien, a la
muerte de su esposo en la batalla de Poitiers, en 1356, mandó
exponer la Sábana Santa que hoy se venera en Turín. La exposición
fue realizada en la pequeña capilla de Lirey, en Francia, siendo ésta la
primera ostentación pública de dicha reliquia.

En este punto, hay que recalcar la relación palpable que existe entre
la Sábana Santa de Turín y el sarcófago de plata, ya que ambos
reflejan a la misma figura, pero desconocemos qué fue primero. Es
decir, si el sarcófago se creó a partir del lienzo, o si el lienzo se creó,
por frottis, a partir del sarcófago.

CONCLUSIÓN

Con todos estos datos podemos concluir que, tras el estudio de los
huesos, éstos no proceden de la época en la que vivió Jesús ni
coinciden con la manera en que Éste fue ajusticiado, por lo que no
deben pertenecer a Él.

En cuanto a las pequeñas desavenencias entre los huesos


encontrados en el interior del sarcófago y este mismo (en los huesos,
por ejemplo, no se observan evidencias de flagelación mientras en el
sarcófago sí) aún no podemos aportar una conclusión clara. Si bien,
todo apunta a que, dado el hecho de que el hombre del sarcófago de
plata refleja, uno a uno, todos los tormentos de la Pasión de Cristo,
mientras que los huesos no, se debió hacer uso de algún tipo de
esclavo, o condenado a muerte, para reproducir en él todos los daños
infligidos a Cristo según las Escrituras, a fin de obtener un modelo fiel
en el que basarse.

El Hombre del Gualicho. 395


Para finalizar, queremos resaltar que el dogma de la Resurrección
permenece aún intacto, de manera que, hasta que no aparezcan los
verdaderos restos de Cristo, hemos de seguir creyendo que Jesús
resucitó de entre los muertos, en cuerpo y alma.

ADDENDUM A LOS AUTORES

Desde la redacción de esta revista queremos dar nuestro póstumo


agradecimiento a los dos autores, el Doctor Luis Torres y la Doctora
Nuria Aranguez, muertos en el accidente que acabó con la Basílica de
las Salinas del Gualicho y con otras ciento setenta y seis personas
más.

IN MEMORIAM A TODOS ELLOS…..

El Hombre del Gualicho. 396


FIN

Jesús Cabezas Flores

El Hombre del Gualicho. 397


¿Conoces nuestro catálogo de libros con letra grande?

Están editados con una letra superior a la habitual para


que todos podamos leer sin forzar ni cansar la vista.

Consulta AQUI todo el catálogo completo.

Puedes escribirnos a pedidos@edicionesletragrande.com

Powered by TCPDF (www.tcpdf.org)

También podría gustarte