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EL DOCUMENTO ENTRE LA PRIMERA Y LA TERCERA PERSONA, ENTRE LO REAL Y LA


FICCIÓN

En el plano detenido se percibe, en un interior de un departamento en el que


sobresalen unos cortinados floreados, un cuerpo de cuatro brazos. La voz del realizador
comenta: “Aquí yo aparezco al lado de Santiago. De todo el material es una de las dos
únicas imágenes en las que fui filmado a su lado. Fue hecha por azar”. El film se titula
Santiago de João Moreira Salles y quienes están en cuadro son el protagonista –el
mayordomo de la casa de los Moreira Salles– y el director que, en una toma “hecha por
azar”, lo cubre totalmente. Imagen tomada en 1992, retorna ahora en el 2007 y resuelve
la relación conflictiva y traumática que el director tenía con ese material que había
abandonado y al que vuelve quince años después. Con este resto, con esta toma que en
la versión de 1992 hubiera sido un descarte, Moreira Salles descubre que la película no
es solo sobre Santiago sino que “también es sobre mí”. “Comenzaba ahí –afirma la voz
en off del propio director– un nuevo tipo de relación”. También Andrés di Tella, en las
diferentes ocasiones en que volvió a mostrar al público Montoneros, una historia, de
1994, detuvo su film en el instante en el que su cuerpo se superponía, también
azarosamente, con el de Ana, la protagonista. La toma tiene un lugar totalmente
marginal en su documental porque el principio que lo rige es que el director-
entrevistador debe mantenerse fuera de campo. Retrospectivamente, de todos modos, di
Tella encontraba en ese plano lo que después sería su trabajo posterior, pertenenciente a
lo que se conoce como documental en primera persona.
Se podrá argumentar que ambos directores tienden a considerar su propia historia
y la de sus familias (Moreira Salles y di Tella son apellidos muy conocidos en sus
respectivos países) como un lugar privilegiado en el que se relacionan lo público y lo
privado, lo espectacular y lo íntimo, lo político y lo apolítico, lo trivial y lo significativo
y que esa creencia es la que los lleva a inscribir una primera persona tan poderosa. Sin
embargo, me interesa más que ese hecho, lo que ese encuentro (el “sobre mí” de
Moreira Salles) exhibe de un modo más general: ¿qué pasó entre 1992 y 2007 para que
el retorno del descarte, de “aquello que es resto”, se haya producido? ¿Por qué motivo la
primera persona necesita inscribirse retrospectivamente en la imagen y cómo es que se
da esta relación entre persona e imagen? En definitiva, ¿en qué consiste ese “nuevo tipo
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de relación” que no solo es del director con su personaje sino también de la mirada con
las imágenes?
Podría escribirse la historia del cine como una conquista paulatina de la tercera
persona o de la no persona. En sus orígenes, en la constitución de lo que Noël BURCH
llamó Modo Representativo Institucional, el lenguaje del cine que se construyó en
tiempos de Griffith se caracterizó porque la mirada del espectador es liberada de su
cuerpo y transportada al interior del espacio diegético visual (1991: 55). No ser visto –
ni cámara ni espectador– por los personajes preservaba la autonomía de la ficción y esa
es la regla que todavía hoy rige buena parte de la producción cinematográfica. Todo
sucede como si el ojo de la cámara no debiera anclarse en ninguna persona en particular.
En la gramática convencional del cine, la primera persona o es una aberración o sólo se
figura por una serie de procedimientos básicos como las subjetivas o la voz en off que
más que la irrupción de una primera persona en el film, son la muestra de su
subordinación a una tercera persona que le da forma. Sabemos que cualquier
experiencia cinematográfica –salvo los dibujos animados– está, de una manera u otra,
ligada al documento y que la gramática tradicional excluyó de entre esos documentos la
primera persona no tanto como cuerpo (Orson Welles o Woody Allen bien podían
aparecer en sus propios films pero a condición de asumir una tercera persona) sino
como inflexión discursiva de quien señala “aquí yo dejé mi huella” o, como dice Salles,
“aquí aparezco yo”. Por supuesto que una afirmación tan general sólo suscitará una
cantidad considerable de excepciones pero nunca con el número suficiente como para
no dejar de sorprenderse en cómo el cine excluyó a la primera persona como huella
documental.
En los últimos años la situación se modificó sensiblemente y el nuevo tipo de
relación no sólo se aplica al uso testimonial del documento (definición que, con todas
sus reservas, es la que desde mi punto de vista mejor se aplica al documental) sino
también a usos ficcionales.1 En Caro diario (1993) de Nanni Moretti, para dar un
ejemplo de “ficción” en primer persona, el propio cuerpo del director se transforma en
protagonista en la forma de una picazón y la inflexión discursiva del género “diario”
refuerza su presencia a través de un nombre propio que es también el del director, el

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El uso testimonial no es una afirmación de la verdad de las imágenes sino que instaura un lazo de
creencia en el que la veracidad a la vez que se exhibe puede ser puesta en duda. Es un régimen de lectura
con un pacto muy diferente al del film de ficción.
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único de todo el reparto o equipo técnico que parece autorizado a inscribir la primera
persona.
Esta situación desplazada de la primera persona en el cine tal vez se deba a la
exigencia teatral del drama o a que, en los orígenes del cine, el desarrollo de una
gramática visual anterior a la aparición del hablado y al hecho, señalado por Ludwig
Wittgenstein, de que “el espacio visual no tiene esencialmente dueño alguno y no
contiene el menor rastro de un sujeto” (BRAND 1981: 34). Entonces, si la historia del
cine se articula básicamente alrededor de la no-persona podría hacerse una genealogía
para observar los diferentes modos con los que la primera persona se fue inscribiendo en
la imagen. Uno de los modos privilegiados de esa inscripción es a través del cuerpo:
para volver al ejemplo de Santiago, la inscripción se produce en ese monstruo de dos
cabezas en la que una pertenece al director y la otra al personaje. Que la inscripción es
artificial y todavía incompleta lo muestra el hecho de que el director está de espaldas.
Sin su rostro, sólo podemos reconocer a Moreira Salles porque dice: “Aqui aparezco
yo”. Mediante los pronombres, categoría que Peirce incluyó entre los signos indiciales,
una voz pliega la imagen en el “sobre mí”. El pronombre personal “yo” sella la
inscripción con un pacto testimonial que no hace que todo lo dicho sea verdadero ni
siquiera confiable sino que nos hace leer esos indicios bajo la fuerza de un testimonio -
en este caso, el del propio director- quien se interpone entre el espectador y lo mostrado.
Esta relación de la que habla Salles ¿es el signo de una transformación más
general? Porque sin duda es válido para el documental y su giro hacia la primera
persona, lo autobiográfico, lo confesional y lo íntimo. Pero ¿puede afirmarse que ese
“relación” afecta también a los filmes de ficción?
El análisis de algunos filmes de la producción argentina más o menos reciente nos
inclina hacia una respuesta afirmativa. Así, por poner un ejemplo, utilizar los nombres
propios de los actores para los personajes es una característica del nuevo cine argentino.
En los nombres, se desestabiliza una ficción clausurada en sí misma y se reflexiona
sobre los materiales que la hacen posible en historias que, más allá de los nombres, son
inventadas. Este uso de los nombres –entre otros procedimientos– marca un cambio en
el régimen de la ficción que pasa de ser autónomo o realista –como es en el cine de la
no persona– a un uso de la ficción que se parece más a la fabulación o al modo en que
utilizó el término “ficción” Mallarmé: como construcciones hipotéticas enmarañadas
con lo social. El Rulo en Mundo grúa, Couguet en Caja negra, Gastón Pauls en Sábado,
Freddy en Bolivia, Vargas en Los muertos muestran que nuestra relación con la ficción
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se ha transformado. Ya no es entonces el ingreso en un mundo autónomo sino la


búsqueda de los lazos con lo real y de ahí también que los filmes en tercera persona
hayan hecho un uso cada vez más intenso del documento, de la imagen como
documento. Esto se ve particularmente en las películas de Lisandro Alonso en las que el
punto de partida siempre es el documento casi con un carácter etnográfico. Sus
personajes parten de su propia vida y hacen una interpretación signada por el
intercambio y la disolución: son ellos mismos sin dejar de ser otros. La mayor virtud del
cineasta consiste, justamente, en no inscribir su persona en la pantalla, en no interponer
nunca su cuerpo entre la mirada y la imagen. Alonso prefiere suprimirse a sí mismo en
función de la observación y del registro del otro. La persona no se inscribe no porque no
esté sino porque sostiene el diferendo como modo básico de la relación: frente al
monstruo de Salles en el que se fusionan autor y personaje, Alonso sostiene la distancia
como modo de iluminar una relación. El director es un forastero y un recolector de
huellas.
Pero pese a ser películas tan diferentes sin embargo ¿por qué la inscripción de la
persona, sea de un modo evidente o tenue, emerge como problema crítico? Mi hipótesis
es que la materia con la que trabajan todas estas tentativas es la misma: se trata de la
persona, “la parte más viva -en palabras de María Zambrano- de la vida humana, el
núcleo viviente capaz de atravesar la muerte biológica” (ESPÓSITO 2009: 9). Por
supuesto que esta relación se remonta a los orígenes del cine, de ese “arte extraño” que
según Serge DANEY “se hace con cuerpos verdaderos” (2004: 288). Pues bien, mi
hipótesis es de orden histórico y de orden crítico: históricamente, sostengo que se
produjo un cambio en nuestra relación con la imagen en la que el nexo con lo viviente
se produce según nuevas reglas. Más que un nexo, la vida es el fondo mismo de la
imagen sobre la que esas personas se modulan. Desde el punto de vista crítico,
considero que es necesario un nuevo arsenal conceptual porque diferencias binarias muy
establecidas como ficción / realidad, “the real” (lo real) y “the staged” (la puesta en
escena), “cineastas que creen en la imagen” y “cineastas que creen en la realidad” según
la distinción baziniana perdió todo sentido. Se trata de dirigir la mirada crítica hacia las
imágenes impuras, monstruosas, ad astra per monstrum, y tocar estas distinciones
binarias en el momento en que se fusionan, se hacen indiscernibles o se vuelven
dramáticas. Las imágenes, desde esta perspectiva, no serían medios para llegar a lo real
sino “organismos enigmáticos” (DIDI-HUBERMAN 2009: 430) que “lejos de ser la
representación o la copia de una realidad ontológica que les sería exterior, son imágenes
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entre otras sobre un solo y único plano de inmanencia” (MARRATI 2003: 47). Es que la
imagen, considerada en su impureza, no participa de los binarismos sino que los hace
colapsar. Lo que me propongo entonces es considerar la imagen bajo dos perspectivas:
como el ámbito en el que vivimos y en el que necesitamos inscribir una persona. Y
como un modo de conectarnos con la vida a partir de imágenes que ponen en cuestión el
binarismo entre lo real y la puesta en escena.
Si la inscripción de la persona entonces no tiene que ver principalmente con la
diferencia entre documental y ficción, si la persona no es sólo una cuestión de una
inflexión de la primera persona (el “también es sobre mí” de Moreira Salles) sino que
también aparece en la tercera o en aquellos films en los que la categoría misma de los
pronombres personales está puesta en cuestión, si el yo no es origen sino pliegue y
derivado2 (porque hay en la cámara algo que siempre se resiste a esta captura), ¿cuál es
esa materia que trae la imagen indicial? ¿Por qué esta preeminencia del índice, de la
huella, del punctum es tan fuerte en la actualidad? ¿Por qué la fuerza brutal con la que
se nos aparece o con la que deseamos las huellas ha quebrado la binariedad entre lo real
y la puesta en escena porque ya no se trata de encuadrar los indicios sino de dejarlos
manifestarse en todos los tramos del film, sea desde la realización o desde la recepción?
Por un lado por el eclipse de las creencias, que despojan a la imagen de su espiritualidad
o trascendencia y la presentan como pura materia (o, mejor, como materia impura). eso
sin duda moviliza nuestra mirada que recoge las imágenes como quien junta restos de
un naufragio al borde de una playa. Por otro por la misma dispersión y propagación de
las imágenes que desestabiliza nuestra idea de lo real y nos lleva a sostenernos en la
conexiones físicas, en lo viviente, en las más pequeñas certezas para producir realidad.
Necesitamos vincular a la imagen con lo real y lo viviente y esta segunda alternativa es
la que me interesa seguir ahora (la anterior la analicé en Otros mundos y es su punto de
partida).

La cantidad de películas que exhiben el nexo con lo viviente prolifera y se nos


impone. Aún dentro de la producción mainstream, es cada vez más frecuente la
aparición de los carteles que nos informan que los hechos narrados en el film sucedieron

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Deleuze: “El sujeto es siempre un derivado. Nace y desaparece en la densidad de lo que se dice, de lo
que se ve”, p.193.
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en la realidad o que nos informa sobre el destino de los personajes como si la historia
narrada justificara sus inverosimilitudes en la garantía biográfica. La existencia de los
biopics, la proliferación desesperada de los biopics (Leonardo de Caprio se está dejando
crecer la barba para su próximo papel de Lenin) es una respuesta traumática y desviada
a este deseo ambivalente de vincular a la imagen con lo real y con lo viviente. En
diferentes planos, además del auge de los biopics, los reality shows (en los que la vida
misma es capturada para hacer vivir a sus protagonistas en la imagen), el biodrama, el
auge del documental y los diversas home movies que circulan por internet –nuestra
convivencia con las imágenes de internet en cualquier lugar y en cualquier momento–
parecen indicar que las unidades del relato ya no son ficcionales sino vitales, sea lo vital
tanto una tajada de lo cotidiano como encadenamiento biológico de nacimiento y
muerte. Desde esta perspectiva, la inscripción de la primera persona y también de la
tercera persona en esta encrucijada es nada menos que la lucha de unos organismos
vivos que luchan por dejar su huella: la cámara misma se transforma en un organismo o
en una prótesis porque ya no vivimos afuera de la imagen.
Los documentales sobre desaparecidos o, más exactamente, realizados por hijos de
desaparecidos como Los rubios de Albertina Carri, M de Nicolás Prividera o Papá Iván
de María Inés Roqué, muestran a la vez que radicalizan la relación fantasmática entre la
imagen y la persona. Si bien en todos estos films las imágenes de los directores –de su
cuerpo y de su voz– es fundamental, la primera persona no es su punto de partida. Más
que documentales en primera persona, son documentales sobre las dificultades de llegar
a la enunciación personal sea ésta la primera, la segunda o la tercera. Por experiencia
propia, estos realizadores saben las dificultades que existen antes de poder decir yo
porque desde niños su identidad y la de quienes los rodeaban estaba en suspenso o en
cuestión. En Los rubios, de Albertina Carri, el yo se desdobla e investiga las relaciones
entre pasado y ficción. En Papa Iván asistimos a la lucha agónica entre un “yo” que
trabajosamente se inscribe en las imágenes y un “él” (el padre) que, desde la muerte,
trata de desarticular cualquier intento de cuestionamiento de sus elecciones de vida. En
M, el yo anuda lo social y lo personal, lo político y lo histórico, la presencia y la
ausencia. Resumiendo: la puesta en cuerpo de estos documentales genera un yo vicario
en el que se piensa la posibilidad de la memoria y de lo político. Prividera planteó esta
situación encabezando la película nada menos que con una frase de una novela:
Absalom! Absalom! de William Faulkner. La cita dice así: “Su niñez estaba poblada de
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nombres, su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos sonoros nombres
derrotados. No era un ser, una persona. Era una comunidad”.
Lo que está en cuestión es la persona misma –la persona en el imagen y en la
contemporaneidad– y eso vale también para el documental Santiago de João Moreira
Salles como para el film de ficción Liverpool de Lisandro Alonso.
Santiago tiene algo de máscara mortuoria de cera. Ya André Bazin cuando tuvo
que dar un ejemplo de la imagen indicial que para él diferenciaba al cine de cualquier
otro medio, puso como ejemplo el santo sudario en el que había quedado marcado el
cuerpo de Cristo (ejemplo que en la poética de Bazin, pensador católico, estaba preñado
de consecuencias). El protagonista, en la película, cuenta que cuando un vecino le
preguntó si estaban haciendo una película, él le respondió: “me están embalsamando”, o
sea que él sabe muy bien de qué se trata. Para el mayordomo, el film es un viaje al
mundo de los muertos: Santiago afirma que dialoga con ellos, que las campanadas del
reloj le dan vida a sus papeles y que “todo está muerto” pero que a la vez su intención es
tener un “túmulo alegre” refiriéndose de alguna manera al propio film.
El director lo acompaña en este rito fúnebre pero esto no es tan sencillo porque en
el proceso se encuentra con otros muertos a los que hay que embalsamar, entre los que
se encuentra su padre. La muerte del mayordomo es contigua a la de Moreira Salles para
quien la película también hace de sepultura. Es un momento bastante clave en la
película porque, al narrar la muerte del padre, el director se apropia de la figura del
retratado y afirma que “la memoria de Santiago y de la casa de Gavea es nuestra”. La
primera persona del singular y la tercera se resuelven en una primera del plural y el
pronombre personal se transforma en posesivo. La inscripción de la persona del director
en la película, que oscila entre la identificación con el padre o con el mayordomo,
termina encontrando en la muerte del padre su principio de composición. Después de la
danza de las manos que Santiago pide incluir en la película, el director recupera varios
planos de la pileta de la casa, el único lugar en el que anteriormente se había mostrado
una home movie en color de toda la familia bañándose. Ahora la pileta está sin bañistas
y la cámara se detiene melancólicamente en las hojas de los árboles que caen
azarosamente.9 En la trama, las hojas que caen azarosamente se oponen a las manos
estetizantes que se alzan y se hacen eco del árbol de Pau Brasil -nada menos- que en ese
mismo patio evoca la figura del padre, según la oración fúnebre de uno de los hermanos.
En el retorno anacrónico de las hojas que caen en el presente, la imagen es transformada
por el director en un rechazo del “cuadro perfecto y el habla perfecta” que había querido
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construir a partir de Santiago. La caída azarosa de la hoja, como la toma casual del
monstruo, remite ahora a la frase de Werner Herzog del valor de “aquello que es resto,
que sucede fortuitamente”. Moreira Salles los llama “los tiempos muertos en los que
casi nada sucede”: Santiago “es nuestro”, el director puede inscribir su “sobre mí” en la
historia que narra y la muerte inesperada del padre abre la grieta del afuera por la que
entra la fuerza azarosa que termina destrozando el guión y dándole una solución al
material que descansaba en su único film sin terminar. Para Moreira Salles, Santiago es
el retorno a la casa paterna.
Pero el embalsamado no se queda atrás: no va a dejar que se apropien de él tan
fácilmente. Él, que supo educar al niño João, viene desde la muerte, aunque vivo en la
imagen, a reclamar sus derechos. Los tiempos muertos no son sólo el descubrimiento de
la forma de este documental sino también el testimonio de una fuerza más allá o más
acá de la puesta en escena. Con una fidelidad y un afecto deslumbrante, João Moreira
Salles decide incluir ese momento muerto de Santiago en el film. Es “lo más íntimo” de
su personaje, según palabras del director, que no fue registrado con la cámara porque
estaba apagada y porque el director consideró “por ese lado no vamos a ir”. Lo que
Santiago quiere contarle a la cámara es un soneto que habla de su pertenencia al “núcleo
de seres malditos”. A su vez, la observación –que es casi una orden– del director indica
que hay toda una zona (la de las supersticiones demoníacas del ex-mayordomo) que él
prefiere no mostrar (porque él film es el monstruo híbrido “sobre él” y “sobre mí” y no
lo que ellos no comparten, no pueden compartir). Si vamos por este lado, habría que
recuperar también lo que en dos ocasiones Santiago dice de sus escritos: son “abortos de
barbarie”. Evitaré la archiconocida cita de Walter Benjamin (“todo documento de
civilización es también un documento de barbarie”) para concentrarme en un
protagonista que no dejó descendencia y que ha decidido vivir con los muertos. Y ese es
el nudo de la película, la verdadera razón del monstruo: anteponer un cuerpo sobre el
otro. Una lucha de box pero no estetizada como la que se imaginaba en la primera
versión del film, sino trágica porque Santiago (un extranjero, no lo olvidemos) viene a
disputarle el lugar al padre. 3
Lo demoníaco prolifera por todos lados y sobre todo en la escritura del mayordomo a
la Menard o a la Joe Gould de Joseph Mitchell (cuya edición en portugués fue acompañada

3
Habría que agregar que el director le prohíbe decir su nombre y que en ese momento actúa como el
patrón frente a su sirviente. La autocrítica del director hace al encanto del film: no es cinismo sino
reconocimiento.
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por un postfacio de Moreira Salles), una escritura maníaca, demente, serial pero a la vez
desplazada, subyugada por la historia universal y los grandes hombres (tema que no era
ajeno a Moreira Salles cuya película anterior, Entreactos, era sobre Lula). Una genealogía
de la moral pero escrita para sostener a los poderosos, a su servicio, con ese componente
demoníaco, de malditismo, que el director por momentos persigue y por otros conjura a
través de la estetización. No hay primera persona de los aristócratas sin la tercera de los
amanuenses. La imagen no es el producto de una puesta en escena que se dirige hacia lo
real sino un lugar de disputa entre el patrón y el sirviente en el que esa división se afirma a
la vez que se hace indiscernible porque nunca se estabiliza definitivamente. Es como un
monstruo.
Siendo tan diferentes y casi incomparables, Liverpool de Lisandro Alonso está tan
atada al organismo vivo como Santiago de Moreira Salles. La poética de Alonso sigue
fiel a sus anteriores películas. La exterioridad del protagonista, como en La libertad o
en Los muertos, se manifiesta aquí en los containers que son el mundo cuantitativo de la
mercancía que inevitablemente deben atravesar los personajes de Alonso. Como las
maderas que debe vender Misael en La libertad o la camisa que debe comprar Vargas,
el protagonista de Los muertos, o mucho más aún su encuentro con una prostituta, “la
apoteosis de la empatía con la mercancía” según palabras de Benjamin. Pero esa
exterioridad, ese mundo de las cantidades, del “tres y dos cinco” como dice el vendedor
de Los muertos, es algo que los personajes de Alonso atraviesan o abandonan para
internarse en otro tipo de relaciones inconmensurables, un campo de fuerzas que no se
pueden medir ni controlar.
La fidelidad a su obra anterior no impide que Liverpool introduzca alguna
novedades como sucede en la primera secuencia. En un plano fijo, dos jóvenes juegan
con sus joysticks mientras observan la pantalla que está fuera de cuadro. A sus espaldas,
Farrell, el protagonista, los mira desde una mesa. Inmersos en el videojuego, los dos
jugadores manipulan animadamente la imagen de la pantalla mientras la imagen que los
contiene a ellos, en cambio, se mantiene imperturbable: como si el ámbito de
acción/reacción en el que están los videojugadores fuera radicalmente diferente al que
se produce en la película. Y efectivamente lo es: la distancia es una de las características
del estilo de Alonso pero en este caso no para exhibir la lejanía de una mirada sino, muy
por el contrario, para narrar el drama del contacto humano y orgánico. La mirada nada
empática de la cámara es engañosa porque una de las cuestiones de la película es cómo
lograr con la imagen cinematográfica el calor de la mano: cómo dar lugar, en la
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investigación etnográfica, a la huella del otro o de la tercera persona. Las manos que
mueven la imagen desde su interior de los videojugadores se contraponen a las de
Farrell que interactúan con lo físico. Vemos a Farrell pintando, a Farrell cortando
chorizos, a Farrell arreglando unos auriculares, a Farrell comiendo, a Farrell bebiendo
de la botella. La habilidad manual proverbial de los protagonistas de Alonso también
está aquí y también está algo más: la mano que intenta tocar su fantasma. Farrell vuelve
a su pueblo para saber si su madre “está viva” pero cuando la encuentra no puede
establecer con ella ningún contacto. Sólo en un momento la madre suspende su delirio
para decirle a ese hombre -en el que no reconoce a su hijo- que tiene “las manos frías”.
¿De qué huye Farrell, que lo impulsa a abandonar hasta la misma película de la
que es protagonista? ¿Por qué, cuando la ‘ficción’ todavía no se cerró, cuando todavía
faltan veinte minutos, el protagonista se ausenta e impone su acto soberano en una
historia que está contando otro? ¿Por qué la cámara prefiere quedarse fija y ver cómo
Farrell se aleja hasta perderse definitivamente? Lo que ahoga al personaje es el lazo
biológico: primero con una madre que no lo reconoce cuando él le pregunta “¿Sabe
quién soy?”. Ni siquiera cuando él afirma, más de una vez, “Soy Farrell”. Tampoco lo
reconoce la que sería su supuesta hija, llamada Analía, quien tiene problemas mentales:
lo único que hace Analía es pedirle dinero, una y otra vez. Ante la condena de la
repetición, Farrell decide irse y le deja a Analía un llavero con la palabra Liverpool -el
nombre de la ciudad portuaria que marca la errancia del personaje- que ella después
apretará entre sus manos. Ambas mujeres, postradas en su enfermedad motora o mental,
son casi-personas, pura vida que no puede decir “yo”. Una “pesada herencia”, como
dice uno de los personajes. Farrell decide suprimir ese lazo o no lo soporta pero la
película, al quedarse en el pueblo, abandona al protagonista para quedarse con ellas.
Como si hubiera algo en esa vida biológica reducida que el protagonista se negó a
entender. Una vida puramente táctil, maternal y femenina, que surge con toda su
intensidad en uno de los pasajes más emotivos del film cuando la hija idiota apoya la cabeza
en un árbol, como si buscara un reposo que los hombres no le dan. Entre el estado
vegetativo y el estado mercancía, Analía toca lo más vivo: el corazón que dibuja en una
hoja (y que Farrell no sabe apreciar), el árbol sobre el que se recuesta, el llavero que aprieta
entre las manos.
El autismo de la chica trae aquello que escapa a la voluntad de la puesta en escena y
que son literalmente incontrolables: no pueden ser parte del programa de la ficción ni del
registro compaginado del documental. Como el protagonista que huye, como la autista que
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sigue su interioridad inaccesible, la entrada de la vida -como fuerza del afuera que no puede
ser dominada, como “tiempo muerto” que se abre al azar- compromete a la imagen, la
enunciación de las personas, los modos del documental y de la ficción.
La parte maldita del mayordomo y el autismo de la chica traen aquello que escapa a la
voluntad de la puesta en escena y que son literalmente incontrolables: no pueden ser parte
del programa de la ficción ni del registro compaginado del documental. Como la hoja que
cae, la entrada de la vida -como fuerza del afuera que no puede ser dominada, como
“tiempo muerto” que se abre al azar- compromete a la imagen, la enunciación de las
personas, los modos del documental y de la ficción.

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