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Benjamín Sarta

Retornando al fuego de un Prometeo moderno: el monstruo humano


“Entonces, al fulgor de la llama mortecina, observé cómo se entreabrían los ojos amarillentos
y desvaídos de la creatura. Respiró con aspereza y sus miembros se convulsionaron”
(Shelley, 2001, p. 63).
Todos hemos escuchado del monstruo hecho de retazos humanos, el no-muerto que nace de
los muertos, hecho a partir de cadáveres: el monstruo de Frankenstein. No tiene nombre,
nunca lo tuvo, paradójicamente, recibe el apellido de su creador. El infeliz es olvidado al
igual que los nombres de aquellos que yacen en las viejas tumbas de nuestros cementerios en
sus desgastadas lápidas. Es Adán como se llama a sí mismo, es un fuego nuevo entregado a
su suerte por un Prometeo moderno. Además, es un hombre como cualquiera de nosotros, y a
pesar de su repugnancia, de su soledad, su exilio de la sociedad y sus interminables
problemas y conflictos, no ha olvidado que está vivo.
Lo anterior caracteriza de sobremanera a este desafortunado, está vivo y sabe lo que esto
implica; es consciente de aquello que el filósofo alemán Heidegger llama das sein (la
existencia). Esta existencia no solo implica lo obvio, el saber que existimos en un tiempo y en
un espacio; das sein es saber que estamos rodeados por la muerte, la inexistencia, das nichts
(la nada). Es saber que nuestra existencia es finita, frágil, reducida y delicada. Es por eso que
el monstruo se aferra tanto a la vida, pues sabe que la muerte lo puede acabar todo.
Es difícil pensar que una creatura que ha sido rechazada por su creador y que ha perdido su
paraíso, sepa apreciar su propia vida más que aquellos que aún gozan de la tierra prometida:
La creatura aprecia su vida y así lo afirma: “la vida me es querida aunque sea sólo una
sucesión de penurias, y voy a defenderla” (117). Este nuevo Adán, hecho de fuego de dioses
paganos, es un ejemplo de perseverancia; es un héroe, es un romántico, tal vez no sea el tipo
de romántico del que estamos acostumbrados a escuchar en estos días. Este desgraciado es un
romántico de antaño, uno de verdad. Es una voz que grita y promulga un discurso distinto
desde el desierto de su soledad. El monstruo es un revolucionario al igual que su creador,
rechaza el orden, es profundamente sensible, sigue los impulsos de su corazón, es espontáneo
y honesto. Al igual que Chatterton, es rechazado por una sociedad vulgar, intolerante,
vanidosa y desagraciada.
La creatura no es tan monstruosa y devastadora como la cultura popular nos ha hecho creer,
no es buena ni mala, es solo un desafortunado que ha sido impugnado por su fealdad, desde el
momento que abrió los ojos a su vida como muerto viviente. Así habla este infeliz a su
creador: “Dios, con su misericordia, hizo al hombre hermoso y atractivo, a su imagen y
semejanza. Pero mi cuerpo es una abominable parodia al tuyo, más inmundo todavía debido a
su parecido con la forma humana. Satán al menos tiene compañeros, otros seres diabólicos
que lo admiran y ayudan. Pero mi soledad es absoluta y todos me desprecian” (159).
Al comenzar su travesía, arrojado al mundo al comienzo de su vida después de la muerte, se
enfrentó indefenso a muchas contrariedades. Tuvo que aprender a reconocer el mundo por sí
mismo. Totalmente abandonado hizo su propio camino, aprendió todo solo, nadie lo quiso.
Sin embargo, asimiló la importancia de das sein, supo que debía vivir y lo hizo; aprendió a
hablar y a leer, y este fue su primer encuentro con lo siniestro y lo bello. Aprendió a
comunicarse, allí deja a un lado las características de los muertos para ser parte de los vivos,
si es que se le puede considerar del todo vivo. Adán y este infeliz son muy parecidos, a
diferencia de que Adán pudo encontrar refugio en otros; mientras que la creatura fue
rechazada por su monstruosidad, el único refugio de este desgraciado fue la naturaleza, la
soledad, el claustro y el crimen.

Shelley, M. (2001). Frankenstein. Buenos Aires: Editorial Gradifico.


Benjamín Sarta

Así pues, el infeliz a diferencia de muchos de nosotros que como Víctor Frankenstein, su
creador, apenados y acobardados por nuestras creaciones buscamos refugio a nuestras penas
y dolores en la muerte, en la nada: “¡oh estrellas, nubes y vientos! ¿No se compadecen, acaso,
de mis sufrimientos? Si se apiadan de mí, libérenme, entonces, de mis recuerdos, de mis
sensaciones, dejando que me hunda en la nada” (184).
Por su parte, Víctor, al igual que el hombre moderno, es vanidoso, vicioso y se afana por
obtener conocimiento y jactarse de él; no mide las consecuencias que pueden surgir de este
conocimiento al combinarse con su prepotencia; consecuencias que pueden causar daños en
las personas menos esperadas. Frankenstein, a pesar de que conoce la naturaleza y los
secretos de la vida y la muerte, ha perdido su humanidad, ansía la muerte, sucumbe ante el
miedo y la soledad; es incapaz de atesorar la vida y refugiarse en aquellos pequeños
momentos que nos recuerdan que estamos vivos; ha perdido toda esperanza, el único fin que
espera y busca, incluso en el lecho de su muerte, es la venganza.
Sabemos que este alquimista ha “desaprovechado” su vida en busca de fama y
reconocimiento, y es esto lo que lo ha llevado a hundirse en la más amarga de las penas; al
darse cuenta que el fruto de su afán y su vanidad le ha hecho perderlo todo. La creatura ha
sido culpable de las penurias de su creador, el no-muerto es un criminal y él mismo acepta
sus crímenes; sin embargo, a diferencia de su creador, vivirá, sin importar las penas que lo
afligen: “[…] los zarpazos del remordimiento no dejarán de lastimarme y mis heridas
supurarán hasta que las cierre la muerte” (284). Así pues, señala que vivirá a pesar de todo lo
que ello implique; esto es lo que hace a la creatura un monstruo humano.
Si volvemos sobre los pasos de este monstruo infeliz, podemos sentir aquello que sintió él,
porque en los pequeños momentos de soledad y destierro de nuestros afanes diarios es cuando
somos capaces de entender, nuestra humanidad, el misterio de nuestra existencia. En el
aislamiento podemos descubrir este misterio y es allí donde el no-muerto descubrió que su
existencia, das sein, era demasiado importante. También, alcanzó la autenticidad, lo que
Heidegger llama eigentlichkeit. Se dio cuenta de que era diferente a los demás e hizo acopio
de esto, dejando atrás el parloteo, das gerede, las preocupaciones que alguna vez lo
agobiaron; sus deseos de complacer y ser deseado por otros. La creatura llegó a conocerse de
una forma cruel e inhumana, pero eso no quiere decir que debamos ignorar lo que un
desgraciado tiene para enseñarnos; no significa que debamos hacer caso omiso y olvidar
nuestra existencia e ignorar que en el algún momento seremos arrebatados por das nichts.
Entonces, ¿qué sentido tiene alcanzar la autenticidad y dejar atrás das gerede, si todos
quedaremos reducidos a polvo, cenizas y huesos? Es allí cuando debemos volver sobre los
pasos del nuevo fuego de dioses modernos y considerar lo que este desgraciado dejó a un
lado a pesar de su dolor y su angustia, retomar a aquellos valores románticos, indispensables
en estos días de inautenticidad, días de uneigentlichkeit. Hemos olvidado a das sein, vivimos
agobiados por el parloteo y el bullicio de nuestro día a día, y eso es lo que un desafortunado
puede ayudarnos a dilucidar, mostrarnos nuestra existencia y las implicaciones que tiene el
estar vivo, enseñarnos que debemos aferrarnos a la vida, que debemos alcanzar también
nosotros la autenticidad, y vivir de verdad. Pero, ¿hemos vivido alguna vez?

Shelley, M. (2001). Frankenstein. Buenos Aires: Editorial Gradifico.

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