Está en la página 1de 5

Cuando se rompe el collar

Ya perdió la cuenta del tiempo que lleva ahí. Golpea su cabeza suavemente contra el
volante, imaginando una versión en la que no tuviera que enfrentarse a esto. Aunque la
luna llena hace brillar sus canas, la claridad no llega dentro. ¿Hay algo peor que darle
muerte a alguien a quien acabas de darle vida? Mierda. ¿Cómo diablos aceptó algo así?
Los ricos solucionan todo tan fácil, sin ensuciarse las manos. Y aunque nadie la viera,
aunque nadie jamás lo supiera, si reuniera el valor para hacerlo, ¿podría de nuevo mirarse
al espejo? ¡Carajo! Ella es la musa de la Tierra, portal de Vida, ¿por qué manchar su linaje
actuando como delincuente? Si fuera por el dinero, podría devolverlo, aunque quizá la
desconozcan. Son capaces.

Sus dudas resuenan en los cristales casi tan fuerte como este llanto salvaje, un chirrido
constante que escapa a la naturaleza humana. ¡Dios! En casi tres décadas de labor jamás
había visto algo así. Cuando lo recibió en sus manos quiso limpiarlo de esos grumos
hediondos, pero el hallazgo la desarmó: eran parte de él. Su piel apenas se había
desarrollado. Pobre creatura envuelta casi por completo en carne viva. Hizo lo que pudo,
pero la madre no lo quiso siquiera cerca: se le revolvió el estómago ante su propio
engendro. Esa maldición debía desaparecer. Hacer como que nunca existió.

Como si fuera tan fácil.

No aguanta más. Sale del auto, la brisa del bosque la arropa, como consolando su
tormento. El aroma de los eucaliptos es un remanso fresco que no esperaba, la hace
retornar momentáneamente a su templo interno. Allí, la voz de Gaia es contundente:

Todos merecen el derecho a vivir.


Ella no es quién para interferir con eso. Abre la puerta trasera y se sienta junto a él,
tratando de resistir la repulsión. ¿Qué caso tiene abandonarlo a su suerte, si de todas
formas seguro no vivirá mucho? ¿Sería capaz de lo contrario? ¿De brindarle algo de afecto
antes de su partida natural? Después de todo él no es responsable de su monstruosidad.
Detrás de ese cuerpo atroz hay un ser que busca lo mismo que ella… y que todos.

Inspirada por ímpetus compasivos intenta cargarlo en sus brazos, cuidando especialmente
la masa deforme que parece ser su cabeza. Ignora a su ropa manchándose y a la peste de
su cercanía, sólo intenta construir algún tipo de puente que ayude a salvarle la vida.

Y entonces, sucede.

Los párpados se abren lentamente y dan paso a una perversión grotesca, inimaginable en
un niño. Esa mirada se vuelve un túnel, un abismo sin fondo en el que ella es absorbida.
Desaparecen el asiento trasero, la carretera solitaria, los dilemas, el crimen incipiente.
Esos ojos han abierto un portal, uno que va más allá de las vidas humanas que se suceden
unas tras otras como cuentas de un collar interminable. Esos ojos permanecen inmutables
a través de muertes y renacimientos. Ahí están. Esos ojos la han perseguido durante
milenios, atravesando batallas, traiciones, romances, naufragios, géneros, especies,
civilizaciones, derrotas, engaños. Se han asesinado mutuamente en tantas (incontables)
ocasiones que ya desconocen quién debiera vengarse de quién. Un rencor descarnado
golpea su memoria con la fuerza incontrolable de siglos y siglos de afrentas recíprocas.
Reconoce en esos ojos su propio espejo que la llama a darle muerte una vez más.

El chirrido agudo resuena de nuevo. Por la puerta del auto se escapa una nube de vaho,
que se pierde como niebla en la oscuridad. Ella tose recargada en un árbol, recuperando
su realidad presente. ¿Cómo es posible? Había borrado todo eso. Pensaba que jamás
volverían a verse. Y helos ahora, encarnados en los cuerpos de partera y recién nacido.
No está segura si maldecir el reencuentro o celebrar la ventaja de su condición. ¿Qué
desafío podría haber al enfrentarse a un bebé cuando ya ha vencido al centurión, al
vikingo, y a la reina sumeria? Y no sólo eso, ahora no necesitará estrategias con venenos,
señuelos o sicarios. Esta vez el karma la ha favorecido a tal grado, que sólo será cuestión
de fluir con la inercia natural de las circunstancias: el encargo tácito de dejarlo morir en el
monte. ¿Podría haber soñado con un escenario más óptimo?

Se dirige al auto, extiende las sábanas y envuelve a su enemigo por completo. Esos ojos,
los grumos, toda malformación han quedado ocultos ante la firmeza de su arrojo. Camina
de prisa entre los árboles, abriéndose paso a través de la extensa colina. Será tan sencillo,
comienza a sonreír saboreando su victoria. Quizá no sólo lo tire por ahí, será mejor
también buscar una piedra de buen tamaño para asegurarse.

Mientras avanza, la oscuridad se hace más densa y el bosque cada vez más espeso. El
frescor de las hojas ingresa en sus pulmones. El inquietante llanto comienza a erizarle la
piel. Resiste su instinto natural por tranquilizar al bulto que lleva consigo. ¿Quién lo diría?
Es tan similar a los otros cientos de niños que ha recibido. Y a la vez, tan diferente. Sin
darse cuenta, descubre el arma de su rival, una mucho más poderosa que una ballesta, un
hacha o un mosquete: la inocencia. Y la culpa que conlleva ante la superioridad desleal.

En ese momento, sus impulsos comienzan a desviarse, desbordándose en un llamado que


nunca antes había sentido. Quizá el susurro de la tierra es lo que la hace detenerse. Deja
al bulto en el suelo y se aparta un poco. Respira agitada. Allí, rinde su pequeñez ante las
inercias ocultas que parecieran tejer sus decisiones más allá de la conciencia. Por un
instante fantasea con poder escapar de ellas.

Su rápido palpitar le impide pensar con lucidez. Al voltear su rostro una gran piedra estalla
en su mirada. El estallido trae consigo el recuerdo de esos ojos que rugen, que huelen a
sangre vieja y que piden más. Será cosa de un momento, el triunfo más fácil que el destino
le ha obsequiado. ¿Cómo poder rechazarlo?

El arrebato no se limita por su avanzada edad, emerge desde las entrañas con un vigor
ancestral, cargando en sus manos ese gran peso. Camina con dificultad hacia el envoltorio,
cada paso consolida aun más su conquista. La oscuridad es su aliada, será mejor no ver el
resultado de su logro. Comienza a sudar cuando, con esfuerzos feroces, consigue levantar
la enorme roca sobre su adversario. Ya está. Se prepara para dejarla caer, cuando de
pronto, en medio del ardor añejo, surge un espacio: el viento irrumpe a través de los
árboles, revolviéndolo todo. Ocurre tan rápido. La luz de la luna se filtra entre las hojas,
derramándose como un bálsamo que refresca sus cuerpos. La sábana removida deja al
descubierto de nuevo esos ojos. Al ver esa misma mirada, ahora parpadeando ante la
claridad luminosa, algo se mueve dentro de ella. El paisaje forestal se funde como la cera
de una vela. Y entonces, descubre que todo ha desaparecido. Ya no existe nada, solo su
voluntad. La voluntad de soltar esa piedra, aplastar a su víctima y esperar al próximo
reencuentro en ese círculo infinito alimentando por el mutuo dolor. Sus músculos
sosteniendo el arma comienzan a temblar. Quizá es el hastío ante esa lucha interminable
lo que la lleva a reunir fuerzas y, con un clamor visceral, arrojar el arma lo más lejos que
puede.

Un hondo silencio envuelve el lugar.

Sin saber cómo, en un momento se ve en el cuerpo del esclavo hindú bajando su daga
ante el mercader, en el de la nodriza tirando el veneno al río, en el de la cortesana
cancelando la emboscada. Se percibe a sí misma, mismo, liberando al hereje de su
condena, guardando su espada en la habitación del rajá, dejando vivir al guerrero inca,
arrojando la escopeta, abriendo la jaula de la serpiente, rescatando al marinero de la
tempestad. Infinidad de situaciones similares continúan sucediendo simultáneamente,
atravesando centurias y latitudes en una travesía sin máquina, que ocurre toda al unísono,
como un chasquido, en el instante justo en el que esa roca golpea el suelo.

El aroma de los eucaliptos le acaricia el rostro, mientras resopla tumbada junto a él. El
bebé ya no llora, pareciera estar contemplando la vastedad de la noche. El llanto ahora es
suyo. Sus lágrimas sobre la tierra son una ofrenda muda, que invoca el poder de
transformar el pasado con cada una de nuestras elecciones presentes. Jamás imaginó el
profundo impacto que una sola acción podría tener en ese insondable tejido existencial,
más allá del tiempo y del espacio.

Al ponerse de pie, saborea el gozo de una victoria mucho más dulce:


la de su liberación.

También podría gustarte