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Gracias

a una extraordinaria fuerza de voluntad, Julia se las había ingeniado para


ponerse el vestido de bodas y ajustarse el velo en la cabeza. Estaba en medio de la
mugre, con el vestido sucio. Pero igual se la veía radiante; más hermosa, por cierto,
por el contraste con las ruinas que la rodeaban.
—Ayúdame —dijo, y recién entonces Kirsty se dio cuenta de que la voz que
había oído no provenía de debajo del profuso velo, sino del regazo de la novia.
Y ahora los copiosos pliegues del vestido se estaban apartando, y ahí estaba la
cabeza de Julia: descansando sobre un almohadón de seda teñido de escarlata y
enmarcada por una cascada de cabello castaño rojizo. Privada de pulmones, ¿Cómo
podía hablar? Y, sin embargo, hablaba…
—Kirsty —dijo, suplicó y suspiró, y luego se puso a rodar en el regazo de la
novia, como si quisiera desalojar a la razón.
Kirsty pudo haberla auxiliado, pudo haberse apoderado de la cabeza para
arrancarle los sesos, si no hubiese sido porque el velo de la novia comenzó a
convulsionarse y luego a levantarse, como tironeado por dedos invisibles. Debajo del
velo, una luz parpadeó y se hizo más brillante, y más brillante todavía, y con esa luz,
una voz:
—Soy el ingeniero —suspiró. Nada más.
Después, los rizados pliegues se elevaron más y la cabeza que estaba debajo del
velo adquirió el brillo de un pequeño sol.
Kirsty no esperó a que el resplandor la cegara, sino que retrocedió hasta el pasillo
—los pájaros ya eran casi sólidos, los lobos ya estaban casi dementes— y se arrojó
por la puerta delantera al mismo tiempo que el cielorraso del pasillo comenzaba a
ceder.
La noche vino a su encuentro… una oscuridad limpia. Respiró, tomando ávidas
bocanadas de aire, al tiempo que abandonaba la casa a la carrera. Era la segunda vez
que partía de esa manera. Que Dios la ayudara a conservar la cordura si alguna vez
existía una tercera.
En la esquina de la calle Ludovico, miró hacia atrás. La casa no había capitulado
ante las fuerzas desatadas en su interior. Ahora estaba silenciosa como una tumba.
No, más silenciosa.
Al darle la espalda, se chocó con alguien. Exhaló un grito de sorpresa, pero el
apresurado transeúnte ya estaba alejándose a paso vivo en la angustiosa media luz
que precedía a la mañana. Cuando la figura estaba por trascender las fronteras de la
solidez, miró hacia atrás y su cabeza fulguró en la penumbra: un cono de fuego
blanco. Era el Ingeniero. Kirsty no tuvo tiempo de apartar la vista: una vez más, la
figura desapareció instantáneamente, dejándole una imagen residual en los ojos.
Recién entonces, Kirsty se dio cuenta del propósito de la colisión. Le había vuelto
a entregar la caja de Lemarchand, que ahora descansaba en su mano.

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