Princes As

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Érase una vez una pequeña princesa que al cumplir los diez años tuvo una

fantástica fiesta. Había músicos, flores, helado de fresa y pasteles con glaseado
rosa. Los invitados trajeron los más maravillosos regalos.
El rey, su padre, le regaló un poni blanco con una cola larga y un arnés azul
plateado. La reina, su madre, la sorprendió con una vajilla de oro para sus
muñecas. Había muchos regalos hermosos: un anillo de piedras preciosas, una
docena de vestidos de seda, un ruiseñor en una jaula de oro; pero todos
esperaban saber cuál sería el regalo del hada madrina de la pequeña princesa.
Igualmente, especulaban cómo llegaría a la fiesta, pues el hada era impredecible.
Algunos decían que llegaría volando con sus alas doradas, otros, la imaginaban
sobre el palo de una escoba. Pero para la fiesta de la princesa, el hada llegó a pie,
con un vestido rojo y delantal blanco. Sus ojos brillaron cuando le entregó su
regalo a la princesa. El regalo era muy extraño: ¡solo una pequeña llave negra!
—Esta llave abrirá una pequeña casa al final del jardín, ese es mi regalo de
cumpleaños— dijo el hada madrina—. En la casita encontrarás un tesoro.
Entonces, tan repentinamente como había llegado, el hada madrina se había
marchado con una sonrisa entre los labios.
Los invitados se preguntaban acerca de la casita, algunos de ellos fueron al final
del jardín para verla. Sin embargo, lo que encontraron fue una pequeña cabaña
con techo de paja, limpia y ordenada, pero ordinaria. Así que alzaron la nariz y
regresaron al castillo.
—¡Qué regalo tan corriente y pobre! —dijeron.
La pequeña princesa puso la llave en su bolso de seda y se olvidó de ella por el
resto de la fiesta. Al final, decidió visitarla.
La casita despertaba su curiosidad, porque era muy diferente a su castillo. El
castillo tenía grandes ventanas de colores, pero la casita tenía geranios carmesíes
que colgaban de las ventanas y cortinas blancas.
Entonces, abrió la puerta y entró. El castillo tenía muchas habitaciones, grandes y
solitarias, pero la casita tenía una habitación, pequeña y muy acogedora. Allí
encontró una chimenea cuyo fuego parecía bailar al son del agua que burbujeaba
en un pequeño fogón.
La mesa estaba puesta para el té. Era un té común, acompañado de pan blanco,
mantequilla, miel y leche. La princesa se sentó a tomar el té.
—Qué agradable era la casita— pensó—. ¡Qué inusualmente hambrienta estaba!
Aunque podía degustar los más exquisitos manjares en su castillo; en su propia
casita descubrió que nada era tan delicioso como el pan con mantequilla, y que su
leche sabía tan dulce como la miel.
Después del té, la princesa notó en un rincón de la casita, una máquina de coser
con tela de lino y se puso a coser. El fuego de la chimenea bailó, el agua del fogón
cantó y la máquina de coser zumbó alegremente. Fue tan maravilloso ese
momento en la casita, que la princesa también comenzó a cantar. Ella cantaba
como un pajarito, sin embargo, nunca antes lo había intentado.
—Te escuché cantar y me detuve—dijo una voz muy suave.
La princesa vio a un niño de su misma edad. Su cara era muy agradable, pero
estaba vestido con ropa harapienta. Su camisa estaba tan llena de agujeros que
apenas cubría su espalda.
—¿Qué estás cosiendo? — le preguntó.
La princesa no sabía hasta ese momento qué estaba cosiendo, pero lo
comprendió de inmediato.
—Estoy cosiendo una camisa nueva para ti — respondió.
—¡Oh, gracias! — dijo el niño sonriendo.
Entonces, la pequeña princesa pensó en lo que había dicho su madrina:
—En la casita encontrarás un tesoro.
En la casita no había oro, ni nada de lo que ella consideraba un tesoro. Pero su
corazón también cantaba. Eso lo era todo; su hada madrina le había dado el
regalo de un corazón contento.

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