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Jesucristo y su Iglesia

Excelentísimo Señor: tengo la misión de ofreceros en este breve discurso un


resumen de los trabajos con que mis compañeros del curso de apologélica del 6º año
han deseado manifestaros su adhesión filial a vos y en vos al Sumo Pontífice y a la
Iglesia de Jesucristo.

Sois, Excelentísimo Señor, representante de ese soberano que gobierna a la


institución más sólida y grandiosa que ha desafiado las edades. Institución que aun
como obra de la política humana al decir del sabio protestante Macaulay “no hay ni ha
habido jamás alguna que nos conduzca como ella, hacia el pasado, hasta los tiempos
en que la humareda de los sacrificios se elevaba del Panteón y en que los leopardos y
tigres se lanzaban hambrientos sobre las víctimas humanas”.

Las monarquías y los cetros más ufanos y orgullosos parecen solo de ayer
cuando se les compara con la serie de pontífices, que en el siglo 19 coronaban a
Napoleón, y en el octavo a Pipino y mucho antes reinaban con sedes inconmovibles
venerados por los Carlo Magnos y acogidos como representantes de Dios por los
Teodosios y Constantinos.

Es que la misión que les confió su fundador, es misión fecunda en Verdad y


Bienandanza. Con el reino de Cristo y su Iglesia se impone el reino del verdadero culto
a Dios, cesan los sacrificios humanos, se ofrece la víctima pura en aras de Dios vivo en
quien tenemos no al airado Júpiter de los paganos sino al Padre celestial que vela con
paternal providencia sobre todas sus criaturas.

Y con el reino de Cristo y su Iglesia se abre una nueva era de Justicia y caridad
desconocida por el arbitrario y sensual egoísmo del paganismo; se reconoce la
verdadera dignidad del hombre, se ve en él la imagen y semejanza de la divinidad.

¡Qué nueva luz irradia sobre la humanidad! Luz que regó la austera senda del
orden y señaló meta ennoblecedora así al individuo como a la familia y a la sociedad.

¿No sabemos por ventura la triste barbarie do arrojan a los hombres las
pasiones desenfrenadas cuando carecen de esa antorcha que ilumina sus
conciencias?

¡Pobre inteligencia humana abandonada a sí misma errando hasta no acertar a


responder el grito de la conciencia que clame por conocer su origen, su misión sobre la
tierra, su destino final! Los errores se suceden destruyéndose y ya fatigada la orgullosa
mente humana, responde después de tan infructuosos esfuerzos con un
reconocimiento despechado de su ignorancia. Pero ahí está Cristo, ahí su Iglesia que
nos esclarece con su fe y nos señala el origen del género humano, su caída, su
restauración y la acción maravillosa de la Trinidad que sacrifica a su Hijo para
regenerarnos y encaminarnos a la posesión de nuestra felicidad que es el mismo Dios.

¿Hay algo más sublime?

¡Ay de los individuos y de las sociedades cuando pierden esa brújula, única
norma de moral eficaz!

¿Adónde lleva la moral independiente fundada en razones humanas, sin sanción


eterna?

A las apariencias engañosas, a la destrucción del hogar al relajamiento de las


muchedumbres, y a la anarquía de las naciones.

En vano el positivismo moderno quiere conservar las leyes morales del


cristianismo y hasta el nombre de las virtudes cristianas, si arranca de cuajo sus raíces,
si destruye sus fundamentos divinos, únicos que cimientan la justicia, únicos que
regulan la caridad, únicos que se imponen a las conciencias, y por lo tanto únicos que
pueden perfeccionar a los individuos introducir la paz en los hogares y el orden en la
sociedad.

Nos basta oír a Cristo, acatar las leyes de su Iglesia para hacer grande y
próspera nuestra patria.

Por eso ante vos, Excelentísimo Señor, protestamos que nuestro supremo
anhelo, son los de contribuir a que Cristo y su Iglesia reinen en nuestros corazones y
en el de todos nuestros compatriotas, para que nuestras leyes y gobiernos se inspiren
en las leyes y gobiernos de la Iglesia.

Anhelamos porque llegue ese momento predicho por los profetas en que Cristo
domine del oriente al poniente y hasta los últimos confines de la tierra en que se lleve
su nombre a los pueblos que jamás han oído hablar de El, en que vea ingresar todas
las naciones en su herencia y recibir las adoraciones de todos los reyes y aliste todos
los pueblos a su servicio, y en que extendiendo su imperio de la paz a todas las
criaturas, atraiga en fin, según sus palabras, a sí, a todas las cosas.

Queremos que Cristo reine y su Iglesia y por lo tanto que las inteligencias
acepten esta única verdad, que los poderes reconozcan su ley y que los corazones se
abran a su gracia.

Y queremos que reine porque Cristo es el dechado de perfección humana y


porque la virtud y el heroísmo y la nobleza hay que buscarla en la pléyade de grandes
almas, que fijos sus ojos en El, le han seguido e imitado.
Queremos que Cristo y su Iglesia reinen y sobretodo reine e impere en
nuestra patria, porque después de Dios y nuestros padres, es nuestro gran amor y
nosotros sabemos que nunca fue Chile más grande, más estimado del mundo
civilizado que cuando sus gobernantes reconocieron el imperio de Cristo y se
inspiraron en sus divinas enseñanzas y le tributaron pública adoración y porque
vemos que si decae es porque la impiedad lucha encarnizada para arrancar a Cristo
del pueblo y de las leyes.

Queremos contribuir a dar a nuestra nación el puesto que le corresponde en


el concierto de los grandes pueblos, y por eso cultivamos nuestras inteligencias,
formamos nuestras voluntades para luchar con nuestras fuerzas y nuestra vida
porque Cristo y su Iglesia triunfen en el corazón de los chilenos.

Dignaos vos, Excelentísimo Señor, en nombre del Vicario de Cristo y de su


Iglesia aceptar nuestro homenaje rendido y bendecir nuestros anhelos, nuestras
resoluciones y nuestros sinceros esfuerzos.

He dicho

Alberto Hurtado C.

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