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La guerra artificial

Todos los días, todos los periódicos de todo el mundo traen alguna información tremenda sobre
los horrores causados por las drogas prohibidas. El tráfico de opio financia la guerra civil en
Afganistán y en Birmania, el de heroína en la antigua Yugoslavia, el de cocaína en Colombia y
en Perú, el de hachís en Líbano y en Argelia. Los narcotraficantes compran políticos, sobornan
jueces, policías y militares en casi todos los países del mundo. Prácticamente todas las formas
de violencia -internacional o interpersonal, guerras o atracos de esquina, en los países pobres y
en los ricos-, y todas las modalidades de corrupción -institucional o privada: la de un Ejército
mexicano o birmano y la de un duque sevillano- están relacionadas con las drogas prohibidas.
Y antes no era así. La razón es que antes las drogas prohibidas no estaban prohibidas. Porque
tendría que ser evidente a estas alturas que las drogas prohibidas no son tan dañinas por ser
drogas, sino porque están prohibidas. Lo reconocen voces tan distintas como la revista
conservadora británica The Economist, el economista liberal norteamericano Milton Friedman,
la política radical italiana Emma Bonino, comisaria de la Unión Europea, y el jefe de la policía
de Ámsterdam. Y sólo siguen estando prohibidas porque así lo quiere el Gobierno de Estados
Unidos, primera potencia del mundo. Hace un par de años, cuando Jocelyn Elders, secretaria
de Salud de ese Gobierno, criticó el tabú de la legalización, el presidente Bill Clinton la
destituyó de inmediato. Con lo sagrado no se juega: y la prohibición es sagrada.

Pero no lo es, como podría pensarse, por motivos de moralismo puritano en la sociedad
norteamericana. Al contrario: ha sido esa sociedad la que primero volvió masivo y después
universal, con su ejemplo y su influencia cultural, el consumo de drogas. De todas, incluyendo
las que aún son legales, como el tabaco, para no hablar de los ansiolíticos, desde el válium hasta
el prozac. Así, el uso generalizado de la morfina no viene de Sherlock Holmes, sino de la Guerra
de Secesión norteamericana, cuando se le dio a la adicción el nombre de «soldier's disease» o
«mal del soldado». El de la heroína viene de la guerra del Pacífico. El de la marihuana y el
hachís, el LSD y otros alucinógenos, de la «contracultura» californiana y el hipismo de los años
sesenta. El de la cocaína, de la guerra de Vietnam, los rockeros de los setenta y los yuppies de
los ochenta. El consumo de drogas como fenómeno de masas es creación, de cabo a rabo, de los
norteamericanos.

Y la prohibición también universal de ese consumo es por su parte, de cabo a rabo, creación de
los Gobiernos de Estados Unidos. Del presidente Teodoro Roosevelt, que hace 90 años convocó
la Convención de Shanghái contra el opio. Del presidente Harry Truman, que hace 50 auspició
la Convención de Ginebra sobre control de drogas. Del presidente John Kennedy, que hospedó
hace 40 la Convención Anti-Narcóticos de Nueva York. Del presidente Richard Nixon, que hace
30 proclamó como cruzada mundial la «guerra frontal contra la droga». De los presidentes
Jimmy Carter y Ronald Reagan, que hace 20 organizaron la Convención de Viena y la hicieron
firmar por casi todos los Gobiernos del mundo.

El resultado final de ese proselitismo prohibicionista ha sido, como puede verse hoy,
totalmente contrario a los objetivos señalados. El aumento de la producción, el tráfico y el
consumo de drogas, la ampliación del abanico de las sustancias adictivas, y la agravación y
multiplicación de todos los problemas generados por ellas. Ha crecido el poder y la riqueza de
las mafias del narcotráfico, que son hoy capaces de imponer su ley a muchos Estados en todos
los continentes. Se ha ampliado el ámbito del problema: de la Patagonia a Alaska, de Estocolmo
a Ciudad del Cabo, de Lisboa a Vladivostok, en cualquier punto del globo en el que uno ponga
el dedo hay un problema de drogas. Se ha multiplicado vertiginosamente el número de
consumidores: para poner un solo ejemplo, cuando el Reino Unido firmó en 1965 la Convención
de Viena, el número de adictos en el país era de 1.300 (sí: mil trescientos); ahora es de 1.300.000.
Y esos adictos, cuando no están por añadidura presos (otro ejemplo: a causa de los delitos
relacionados con la droga, asesinato, venta o consumo, la población carcelaria de Estados
Unidos se ha multiplicado por ocho), han visto agravado y ampliado el espectro de sus
padecimientos: además de adictos son hoy criminales, perseguidos por la policía, marginados
por la sociedad y víctimas señaladas para el contagio de enfermedades como el sida o la
hepatitis, propaladas por la clandestinidad impuesta al vicio. Desde cualquier ángulo que se
mire el asunto -el social, el moral, el político, el policial-, la «guerra frontal contra la droga» ha
sido un absoluto fracaso.

¡Ah!, pero es que sólo la guerra, o sea, la prohibición, convierte el tráfico de drogas en un
negocio que mueve un billón de dólares al año. Si se legalizaran las drogas, el volumen del
negocio, y sobre todo el margen de las ganancias, se vendría abajo. Hay analistas que calculan
que la legalización tendría sobre la banca mundial, y sobre todo sobre la norteamericana, un
impacto peor que el del crash del año 29. Y, de contera, el Gobierno de Estados Unidos perdería
valiosísimos instrumentos de control social sobre su propia población y de control político
sobre Gobiernos indóciles a escala internacional. Un ejemplo de lo primero: la ya mencionada
explosión de la población carcelaria, que hace que hoy haya en la democracia más grande del
mundo tantos ciudadanos presos como en la Rusia soviética del Gulag. Y un par de ejemplos
de lo segundo: la llamada «certificación» a los Gobiernos extranjeros por su desempeño en la
cruzada, gracias a la cual Washington tiene de rodillas a medio mundo; y la permanencia sine
die de tropas norteamericanas en el Canal de Panamá, en violación de los tratados Torrijos-
Carter de hace veinte años, pero con el pretexto de montar un centro internacional contra la
droga que pasa por allí.

Eso es lo que es sagrado. Y ésa, y no el puritanismo ni lo que podría parecer también simple
imbecilidad contumaz, es la verdadera razón por la cual se mantiene una guerra artificial que
causa tantos daños de tantas clases y a tanta gente sin alcanzar ni uno solo de los objetivos que
dice buscar. La guerra la está perdiendo el mundo, pero la va ganando el Gobierno de Estados
Unidos.

Tomado de: https://elpais.com/diario/1998/05/06/opinion/894405602_850215.html

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