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A estas tierras llegaron una madre y su hija.

Venían siguiendo los pasos de un tal Richard Ford


y los de Washintong Irving, escritores románticos que venían a conocer nuestras tierras,
nuestras gentes y después escribían para contar al resto del mundo lo que habían encontrado
y vivido aquí en Andalucía. Aquella madre con aquella hija llegó a uno de los pueblos que
pertenecían a los llamados pueblos blancos de la sierra de Cádiz. Una vez allí, admirada por la
blancura y belleza de aquellas calles y casas, la madre pisó algo que no sabía identificar. Al final
de la calle alguien empezó a increparles:

-¡¿Qué hace?, ¿qué hace?, ¿qué hace?!

La mujer había pisado la tomiza que aquel personaje del pueblo, por todos conocidos y de
mente simple, se dedicaba a hacer durante todo el día con las palmas. Una tomiza que
después utilizaría Antonio el cestero para coser la empleita que trenzaba y así darle forma a
una cesta, un soplillo, una estera,…

Aquella mujer, después de pedir disculpas a aquel buen hombre, le preguntó qué era y cómo
se hacía. El lugareño le explicó todo, cómo se cogían dos palmas y se retorcían primero una y
luego otra sobre sí misma y sobre la segunda. De esta manera, metros y metros de tomiza que
este hombre iba esparciendo por todo el pueblo y que no permitía que nadie le pisase.

Aquella tomiza llevó a la niña y a su madre hasta la casa de Antonio. Allí estaba el cestero, con
sus palmas sacadas de los palmitos del monte.

La madre preguntó de nuevo qué era y cómo se hacía.

Antonio le explicó que se cogían cuatro palmas y se anudaban por la mitad con el extremo de
una quinta y a partir de ahí se trenzaban una por delante y una por detrás unas cuantas vueltas
hacia arriba para hacer el “revesino”, por dónde más tarde se empezaría a coser con la tomiza
y formaría el comienzo del culo de la cesta por ejemplo. Las siguientes vueltas hacia abajo
hasta hacer una larga empleita. Después, mientras se cose la empleita con la tomiza, se le da la
forma que se quiera.

-¿Y para qué sirve?- volvió a preguntar la madre forastera

-Para cargar las bestias, para la compra del mercado, para la aceituna,…- respondió Antonio.

-¿Y con qué ha dicho que la hace?- insistió la mujer.

-Con la palma del palmito, con los cogollos de nuevas palmas que le salen. Se arrancan, se
secan al sol y ¡a trabajar!- dijo animado el cestero.

-¿Y dónde se cogen?- se interesó la madre.

-Pues suelo ir al pinar de Algaidas con mi burro y me paso el día cogiendo cogollos- le contó
Antonio a sus dos visitantes.

A los pocos días se presentó aquella mujer y su hija en su todo terreno alquilado en la puerta
de la casa de Antonio. Lo traía cargado de grandes hojas de palmera que había cortado.
Antonio no podía creer lo que veía. –Pero no, mujer- dijo. –No puede meterse así en el campo
y arrasar con todo. Hay que saber coger lo que se necesita, nada más-.

-Perdone usted- dijo la buena señora, -mi hija y yo no sabíamos, disculpe-.

-Sí, sí, disculpo, pero el daño ya está hecho- respondió Antonio.

Pasó un tiempo hasta que aquella mujer y aquella niña volvieran a casa de Antonio. Entonces
lo encontraron limpiando unos níscalos.

-Qué es- preguntó la mujer mientras la chiquilla daba vueltas alrededor de Antonio y de su
cesta de setas.

-Níscalos, setas- contestó Antonio.

-¿Y para qué sirven?- preguntó esta vez la pequeña.

-para comerlos- dijo Antonio

-¿y dónde los ha cogido?- se interesó la mujer de nuevo.

Antonio les confesó que a veces cogía su bicicleta sin que nadie lo supiera y se iba al monte de
Vejer para cogerlos.

A los pocos días el todoterreno volvió a parar delante de la casa de Antonio con el maletero
lleno de níscalos y de todo tipo de setas que madre e hija habían encontrado.

Antonio, asombrado y dolorido imaginándose el monte después del paso del vehículo y de las
dos arrasando el monte les dijo que todas no se comían y que algunas eras incluso muy
venenosas. Que deberían haber ido acompañadas por alguien que supiera de setas y que hay
que coger sólo las que se necesitan pues las setas son importantes para el bosque.

De nuevo la mujer se disculpó y pidió perdón. La respuesta de Antonio fue la misma que en la
ocasión anterior: -Sí, ya, pero el daño está hecho-.

Antonio y las dos forasteras se hicieron buena amistad a pesar de las barbaridades. Un día el
buen hombre las invitó a comer. Preparó un arroz con los “burgaos” que había ido a recoger él
mismo a la Caleta.

-¿qué son?- se interesó la niña

-Son caracoles, del mar- dijo Antonio.

-¿de dónde los ha traído?- quiso saber también la madre.

-de Cádiz, de la playa de la Caleta- respondió risueño Antonio.

Allá que se fueron las dos y cuando regresaron, le contaron a Antonio que no había.

Antonio les contó que ya quedaban muy pocos, que la gente los había cogido los quisieran
para comerlos o no y eso había hecho que apenas quedaran. Pero que de todas formas había
que saber buscar. El daño ya se había hecho, y había sido grande.
¿Y porqué ya no son iguales las cosas?- quiso saber la pequeña.

Antonio les contó que todo había cambiado muchísimo. Que ya nadie iba una vez por semana
al pantano de Bornos para darse “el baño” como él hacía con sus cinco hermanos mientras su
madre lavaba la ropa en la orilla con jabón de ceniza y la extendía sobre la hierba para que se
secase mientras los chiquillos jugaban en el agua. También les contó que ya nadie buscaba
cristalitos de colores para jugar a los tesoros escondidos como él hacía de chiquillo.

-¿y a qué se debe?- quiso saber la mujer.

-Pues a que no hay de todo para todos- dijo sabiamente Antonio y continuó: -ya nadie vive con
la naturaleza. La gente la observa, la consume, la exprime pero nadie vive con la
responsabilidad de ser parte de ese medio ambiente-.

Madre e hija regresaron a su tierra y dicen que contaron, que escribieron pero sobre todo,
que vivieron con el recuerdo del viejo Antonio y con más responsabilidad.

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