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Juan Camilo Ciro Daza

Iván Darío Carmona

25/ 08/ 2021

Sociedad, he ahí a tu intelectual


“Cualquier cosa puede ser verdad, incluso la mentira, si ésta se repite. Mientras que lo
incierto es más peligroso: se convierte en verdad con más facilidad. Una mentira es obvia.
Lo incierto mancha más. Yo estoy comprometido contra lo que no es cierto”. (Cruz, 2017)

Los intelectuales constituyen una categoría social de difícil precisión. Se podría decir que la
actividad del intelectual se despliega dentro de un contexto histórico determinado del cual
forma parte y, a través de la articulación de su pensamiento y de su vida, intenta
comprenderlo y explicarlo a sus contemporáneos. Así pues, y con motivo de dejar en claro
que efectivamente el escritor sí tiene un compromiso, aunque sea en muchos casos tácito,
con esa sociedad que conforma y que lo conforma, se hace menester resaltar un momento
de la historia donde la relación entre el intelectual y la vida pública se efectúa.

Ese momento a fines del siglo XIX en que la controversia sobre una decisión del Estado y
más específicamente del poder judicial, provocó la acción colectiva de reputadísimas
figuras científicas, artísticas y literarias de Francia, encabezadas por Emilio Zola, seguido
de otros como Anatole France, Marcel Proust. El episodio es conocido simplemente como
el "Caso Dreyfus", y el pronunciamiento público como el Manifiesto de los Intelectuales
(1898). Los intelectuales habían puesto en aquellas circunstancias al servicio del interés
general de la sociedad lo que se ha considerado su privilegio, el ser depositarios de un
capital específico, el capital cultural, cuya característica esencial es que no se gasta tanto a
favor de sus propietarios sino de causas que comprometen la sociedad en un momento
determinado. Los signatarios, convencidos todos de la inocencia del oficial francés de
origen judío, Dreyfus, acusado de espionaje a favor de los alemanes, tomaron partido por
Dreyfus, es decir, le apostaron a la verdad y a la conciencia, frente a quienes invocando la
razón de Estado se negaban a reconocer el error judicial y sus consecuencias. Hombres de
letras y escritores desde luego que los hubo desde mucho antes, siglos antes, pero fue por
primera vez en aquella fecha, 1898, y a raíz de aquel episodio, que esos hombres de letras,
científicos e ideólogos, hablaron en representación de heterogéneas fuerzas sociales y de
valores históricos de la cultura occidental, como los derechos del hombre, la verdad y la
democracia, valores básicos de la sociedad que probablemente en una nación en crisis como
la nuestra no sean los dominantes.

Los cambios en la sociedad y las tribulaciones del hombre actual se explican en el terreno
de las ideas. No pocas veces, son los pensadores los que las generan pues en la búsqueda de
la verdad se instalan en “su verdad” dando noticia de su particular modo de entender los
problemas. Esos aportes no son originales, se alimentan de la realidad previa, precisamente
de aquella que intentan modificar, y de ideas que, parafraseando a Chesterton, no es que
sean nuevas sino que son fragmentos de viejas ideas, separadas de su contexto y valor
prístinos.

Comunicar la verdad no es tarea simple ni menos pretenciosa. Requiere de quien se


consagra a la vida intelectual, además de madurez personal, formalizar su pensar: reflexión,
rigor y creatividad. No menos importante, es perfilar su expresión: cuanto más amo y señor
sea de su propia lengua más podrá transformar sus divagaciones en ideas radicadas y
atractivas para la acción. Con la práctica de escribir no sólo se gana en claridad, precisión y
elegancia, también el propio pensamiento se beneficia: adquiere profundidad, rigor,
flexibilidad y creatividad. Una palabra puesta en un papel da pie a una idea. Y esa idea
termina fundamentándose en un compromiso del escritor con el lector, y ese lector, a buen
saber, dinamizará esa idea en el momento en que interactúe con su entorno social. “El
compromiso parece llevarnos inmediatamente al campo de la "acción": está comprometido
el que hace algo, el que se mueve. El compromiso, en definitiva, denota cierta promesa,
cierta identificación (de uno u otro signo) y cierta inquietud. El compromiso es
movimiento.” (Miguel 2009)

No obstante, también hay que tener en cuenta que en los escritores se pone de manifiesto la
contradicción que Sartre atribuye a los intelectuales, pues el escritor “quiere ser una
presencia invisible pero sentida en sus libros”, lo cual hace que en su obra se aúnen la
universalidad singular con la singularidad universalizante, esto es, la singularidad histórica
del autor con la universalidad de sus intenciones; determinación y libertad al unísono
coartan e incitan al escritor/intelectual. La obra que crea el escritor será, pues, ambigua, no
unívoca. Es cierto que, para Sartre, la obra del escritor/intelectual no debe ser popular, y
que cuanto más pretenda serlo explicitando su “mensaje”, menor será su valor literario. En
realidad, no afirma que el escritor sea el prototipo del intelectual, sino una de las formas
que éste puede adoptar. En la obra literaria no se da el encuentro del escritor con el pueblo,
sino con el lector. En la literatura van a confluir ambas libertades creadoras, confrontándose
el lector consigo mismo “como si estuviera en el mundo libremente encarnado”.

En conclusión, el intelectual encarna la realidad, la crisis y los advenimientos


fundamentales de su sociedad. Configura la síntesis social, las preguntas, las quejas, la voz
que puede, en algún punto, ser escuchada y difundida en el mejor de los casos. El
intelectual, y entendiendo por intelectual al que también se dedica al arte en cualquiera de
sus facetas, es esa ventana que permite a la lumbre del conocimiento ser, aunque sea un
poco, para mostrarnos una manera diferente de comprender las cosas. Es la pausa, o en
otros casos, la revolución que necesita el hombre adormitado por los tópicos, es ese hijo
que despierta en sus otros hermanos el aguijón del razonamiento.

Sociedad, he ahí a tu intelectual; intelectual, he ahí a tu sociedad.

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