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Los intelectuales constituyen una categoría social de difícil precisión. Se podría decir que la
actividad del intelectual se despliega dentro de un contexto histórico determinado del cual
forma parte y, a través de la articulación de su pensamiento y de su vida, intenta
comprenderlo y explicarlo a sus contemporáneos. Así pues, y con motivo de dejar en claro
que efectivamente el escritor sí tiene un compromiso, aunque sea en muchos casos tácito,
con esa sociedad que conforma y que lo conforma, se hace menester resaltar un momento
de la historia donde la relación entre el intelectual y la vida pública se efectúa.
Ese momento a fines del siglo XIX en que la controversia sobre una decisión del Estado y
más específicamente del poder judicial, provocó la acción colectiva de reputadísimas
figuras científicas, artísticas y literarias de Francia, encabezadas por Emilio Zola, seguido
de otros como Anatole France, Marcel Proust. El episodio es conocido simplemente como
el "Caso Dreyfus", y el pronunciamiento público como el Manifiesto de los Intelectuales
(1898). Los intelectuales habían puesto en aquellas circunstancias al servicio del interés
general de la sociedad lo que se ha considerado su privilegio, el ser depositarios de un
capital específico, el capital cultural, cuya característica esencial es que no se gasta tanto a
favor de sus propietarios sino de causas que comprometen la sociedad en un momento
determinado. Los signatarios, convencidos todos de la inocencia del oficial francés de
origen judío, Dreyfus, acusado de espionaje a favor de los alemanes, tomaron partido por
Dreyfus, es decir, le apostaron a la verdad y a la conciencia, frente a quienes invocando la
razón de Estado se negaban a reconocer el error judicial y sus consecuencias. Hombres de
letras y escritores desde luego que los hubo desde mucho antes, siglos antes, pero fue por
primera vez en aquella fecha, 1898, y a raíz de aquel episodio, que esos hombres de letras,
científicos e ideólogos, hablaron en representación de heterogéneas fuerzas sociales y de
valores históricos de la cultura occidental, como los derechos del hombre, la verdad y la
democracia, valores básicos de la sociedad que probablemente en una nación en crisis como
la nuestra no sean los dominantes.
Los cambios en la sociedad y las tribulaciones del hombre actual se explican en el terreno
de las ideas. No pocas veces, son los pensadores los que las generan pues en la búsqueda de
la verdad se instalan en “su verdad” dando noticia de su particular modo de entender los
problemas. Esos aportes no son originales, se alimentan de la realidad previa, precisamente
de aquella que intentan modificar, y de ideas que, parafraseando a Chesterton, no es que
sean nuevas sino que son fragmentos de viejas ideas, separadas de su contexto y valor
prístinos.
No obstante, también hay que tener en cuenta que en los escritores se pone de manifiesto la
contradicción que Sartre atribuye a los intelectuales, pues el escritor “quiere ser una
presencia invisible pero sentida en sus libros”, lo cual hace que en su obra se aúnen la
universalidad singular con la singularidad universalizante, esto es, la singularidad histórica
del autor con la universalidad de sus intenciones; determinación y libertad al unísono
coartan e incitan al escritor/intelectual. La obra que crea el escritor será, pues, ambigua, no
unívoca. Es cierto que, para Sartre, la obra del escritor/intelectual no debe ser popular, y
que cuanto más pretenda serlo explicitando su “mensaje”, menor será su valor literario. En
realidad, no afirma que el escritor sea el prototipo del intelectual, sino una de las formas
que éste puede adoptar. En la obra literaria no se da el encuentro del escritor con el pueblo,
sino con el lector. En la literatura van a confluir ambas libertades creadoras, confrontándose
el lector consigo mismo “como si estuviera en el mundo libremente encarnado”.