Está en la página 1de 13

Accelerat ing t he world's research.

Corrección de estilo y redacción


editorial
Moana Ayopechtli

Related papers Download a PDF Pack of t he best relat ed papers 

Mat erialidad del t ext o Chart ier


Raul Albert o Moreno Ospina

La punt uación en el Siglo de Oro: t eoría y práct ica (1)


Fidel Sebast ián Mediavilla

Bullet in hispanique It inerario de un sist ema de punt uación


Fidel Sebast ián Mediavilla
Corrección de estilo y redacción editorial: volver al humanismo

Mauricio López Valdés

“Los autores viven en las alturas, no malgastan su precioso saber en displicencias e


insignificancias”, le dice el corrector Raimundo Silva al historiador cuya obra revisa. 1
Insignificancias: la grafía correcta de un nombre, de una fecha, un dato; la cabal
correspondencia de un personaje con la época y corriente, o del resultado de una operación
aritmética en una tabla o cómputo de cifras; la uniformidad en el uso de guarismos y
palabras en la expresión de cantidades, o de vocablos que tienen más de una forma
ortográfica, o de aquellos considerados de género ambiguo. Displicencias: la observancia
de la gramática, el uso apropiado de las voces, subsanar la pobreza léxica, los yerros
conceptuales, las contradicciones agazapadas en dos puntos distantes del discurso... En
tales empeños biengasta su enciclopédico saber el corrector, personaje meticuloso y
obsesivo cuyo trabajo, “hora es ya decirlo, se encuentra entre los peor pagados del orbe”. 2
Esta última circunstancia --comentaba Ramos Martínez en 1963-- “aleja de la
profesión a muchos que podrían ejercerla dignamente; y cuando se acercan a ella, terminan
por limitarse a buscar erratas, ante la inutilidad de sus esfuerzos, y en vez de buenos
correctores terminan siendo medianías o nulidades completas”. 3 A la fecha, el panorama no
ha cambiado, y vale añadir que, con la composición electrónica, el corrector de originales
ha asumido una tarea más: incorporar tanto las correcciones como determinados atributos
tipográficos al archivo magnético, lo que en los anteriores procedimientos de composición
efectuaba el cajista o el tipógrafo.
Si bien en términos de producción resulta conveniente que sea el corrector quien
efectúe dicha labor, ésta, por lo común, no es considerada ni en el tiempo estipulado para la
fase de corrección de estilo ni en la retribución económica del que la realiza, lo que es más

1
José Saramago, Historia del cerco de Lisboa. Trad. de Basilio Losada. 1a. reimp. México, Seix Barral,
1990 (Biblioteca breve), p. 9.
2
Ibid., p. 23.
3
R. Ramos Martínez, Corrección de pruebas tipográficas. México, UTEHA, 1963 (Manuales UTEHA,
171-171a), p. 37.

1
grave en el caso de profesionales independientes, quienes además de su conocimiento
deben disponer de una buena biblioteca personal (infraestructura intelectual) y de un sitio
que opere como pequeña oficina (infraestructura material), esto es, un espacio suficiente
para tener la biblioteca y el escritorio, líneas telefónicas, fax, computadora (con los
programas adecuados para su trabajo), impresora y servicio de internet.
A lo anterior también contribuye el hecho de que, con frecuencia, en las casas editoras
se privilegia la rápida publicación y el bajo costo del libro, lo que va en demérito de la
calidad gráfica, textual y material del mismo. En tal proceder se olvida que el buen cuidado
editorial constituye un plus o valor agregado que buena parte de los lectores aprecia al
adquirir un libro, además de que también los autores lo considera al buscar y elegir --
cuando están en posición de hacerlo-- al editor de sus obras. Ya en el siglo I antes de Cristo,
Cicerón comentaba a su hermano Quinto en una carta: “Respecto de las obras latinas ya no
sé a quién acudir; tan defectuosamente se escriben y venden [las copias]”. 4 Por ello,
complacido por el buen trabajo editorial realizado en una de sus obras, el célebre autor de
Catilinae y De orator escribió al que a partir de entonces sería su editor, el prestigiado Tito
Pomponio Ático: “me gustaría que mis libros no fueran editados por nadie más que por ti”. 5
Por entonces, publicar una obra cuyo texto fuese correcto y fidedigno no era nada
sencillo, pues aún se empleaba el mismo método de reproducción utilizado cuatro siglos
antes en el mundo helénico: mediante la copia manuscrita de un original (que a su vez
podía ser un apógrafo), o bien, valiéndose de un lector que iba dictando la obra a uno o más
escribas. 6 Tal procedimiento conllevaba una alta posibilidad de cometer errores, más aún si
se considera, por un lado, que muchos de los escribas, diestros calígrafos, no poseían el
suficiente dominio de la lengua escrita y, por otro, que todos ellos trabajaban a destajo,

4
Apud Oscar Weise, La escritura y el libro. 2a. ed. Trad. de Luis Boya Saura. Barcelona, Labor, 1929
(Labor. Biblioteca de iniciación cultural. Ciencias históricas, 12), p. 114.
5
Apud Tönnes Kleberg, “Comercio librario y actividad editorial en el mundo antiguo”, en Guglielmo
Cavallo, dir., Libros, editores y público en el mundo antiguo. Vers. esp. de Juan Signes Codoñer. Madrid,
Alianza, 1995 (Alianza universidad, 815), p. 66.
6
Cf. Hipólito Escolar Sobrino, Manual de historia del libro. Madrid, Gredos, 2000, p. 60; Agustín
Millares Carlo, Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas. 1a. reimp. México, FCE, 1975 (Lengua
y estudios literarios), p. 54; José Martínez de Sousa, Pequeña historia del libro. Barcelona, Labor, 1992
(Labor. Nueva serie, 26), pp. 51-52.

2
según el número de líneas copiadas; la unidad de medida era el hexámetro, y se estableció
que en promedio estaba formado por quince sílabas y treinta y cinco letras. A esta manera
de cuantificar la extensión de un texto se le llama esticometría (del griego stijos, línea,
verso, y -metría, de metron, medida). 7
Entre los griegos, las copias así realizadas dieron origen a versiones que mutilaban y
deformaban las obras antiguas, lo que hizo necesario que los eruditos de la época se
afanaran en corregir los equívocos y supervisar la producción de manuscritos que restituían
--en lo posible-- el texto primigenio. Entre ellos destacan, en el siglo III antes de Cristo, los
gramáticos alejandrinos, quienes además desarrollaron un sistema de signos críticos y otro
de signos prosódicos, cuya finalidad era auxiliar al lector. 8 En el caso de obras de autores
contemporáneos, lo usual era que éstos revisaran las primeras copias, en especial las
destinadas al mecenas o a personajes distinguidos intelectual, social o políticamente; pero
resultaba imposible que lo hicieran en todos los ejemplares del tiraje. Surgió, así, el
diorthotés (corrector) o anagnostes (lector), 9 cuya labor y denominación --esta última--
pasaron del mundo helénico al latino.
Una vez que el escriba o scriptor librarius --también llamado sólo librarius, al igual
que el librero-- concluía la copia, el anagnostes la revisaba cuidadosamente, consultando el
original o un apógrafo ejemplar cada vez que lo estimaba necesario; incorporaba él mismo
las correcciones, a veces añadía notas críticas al margen (escolios) para auxiliar al lector en
la interpretación de un pasaje y, al final del libro, ponía una señal para indicar que el
manuscrito había sido examinado y corregido. Aunque no todos los libreros-editores de la
época empleaban anagnostae, el servicio de éstos era muy apreciado por los más
escrupulosos y conscientes librarii y también --es obvio-- por los autores. Tanto los
hermanos Sosio como Trifón y Ático alcanzaron la fama por sus cuidadas ediciones, en
especial este último, ampliamente conocido por el trabajo de sus “excelentes correctores”

7
T. Kleberg, op. cit., pp. 74-76.
8
Leighton D. Reynolds y Nigel G. Wilson, Copistas y filólogos. Las vías de transmisión de las
literaturas griega y latina. Vers. esp. de Manuel Sánchez Mariana. Madrid, Gredos, 1986 (Monografías
históricas), pp. 17-25.
9
Cf. Florencio I. Sebastián Yarza, dir., Diccionario griego-español. Barcelona, Sopena, 1999, vol. I, p.
366, s. v. ‘’; Sergio Pérez Cortés, Escribas. México, UAM, 2005, p. 79.

3
(anagnostae optimi). Gracias a ello, los libros realizados en el taller de Ático se tenían en
gran estima y alcanzaban precios superiores al común de los ejemplares. 10
La figura del corrector como colaborador específico del quehacer editorial se pierde en
casi toda la Edad Media, ya que al ser los monasterios cristianos los centros esenciales de la
producción de libros, dicha tarea recaía en el propio escriba, cuyo afán primordial era la
creación de apógrafos fieles al original autorizado. Para ello, los claustros disponían de una
habitación ex profeso (llamada scriptorium), la cual estaba a cargo del librarius. Éste, o un
copista culto, calculaba el número de hojas que requeriría la obra e indicaba al pergaminero
(quien preparaba las pieles para hacerlas aptas como material escriptóreo) la cantidad de
pieles necesarias, considerando el número de ejemplares que habían de hacerse. Luego, un
lector ubicado sobre un estrado en el centro del scriptorium dictaba la obra a los copistas o
amanuensis (servi ad manum), aunque en otras ocasiones se empleaba la copia directa del
manuscrito a reproducir, y en este caso era el copista quien corregía los errores evidentes
del modelo, mas si tenía alguna duda al respecto, consultaba al abad; una vez concluido el
ejemplar, se le revisaba con cuidado para identificar y corregir los errores de la
transcripción. 11 Este último procedimiento se convirtió en el más común a partir del siglo
XII, pues al prescindir de la oralización, efectuando su labor en silencio, el amanuense podía
“reproducir una página mecánicamente como un conjunto de imágenes visuales”, lo que
permitía la copia exacta de diversos signos auxiliares para el lector. 12
Tal era la responsabilidad del amanuense monástico que en el siglo VI Casiodoro
escribió la obra De ortographia para contribuir a la buena formación de aquél, pues
consideraba el beato que “la primera obligación del copista era la exacta reproducción del
original”, así como preservar “la corrección de los textos”. 13 Idealmente, además de ser
buenos calígrafos, debían conocer las “artes liberales”: gramática, dialéctica, retórica,
geometría, astronomía, aritmética y música. Sin embargo, pese a su notable conocimiento y

10
Cf. T. Kleberg, op. cit., pp. 66-67, 72-73, 90; Svend Dahl, Historia del libro. [2a. reimp.] Trad de
Alberto Adell. Adic. esp. de Fernando Huarte Morton. Madrid, Alianza, 1999 (Ensayo, 126), p. 27 [reimp. de
la 1a. ed.: México, CNCA / Alianza, 1991 (Los noventa, 55), p. 27].
11
Cf. H. Escolar Sobrino, op. cit., pp. 138-140.
12
Cf. Paul Saenger, “La lectura en los últimos siglos de la Edad Media”, en Guglielmo Cavallo y Roger
Chartier, dirs., Historia de la lectura en el mundo occidental. Madrid, Taurus, 1998, pp. 199-201.
13
H. Escolar Sobrino, op. cit., p. 135.

4
al intenso fervor con que realizaban su trabajo, los errores subsistían, originados a veces en
el manuscrito del autor, como es el caso de “los cuernos” de Moisés al bajar del Sinaí,
episodio referido en el Antiguo Testamento y en cuya versión latina, realizada por san
Jerónimo, aparece la voz cornuta (bestia con cuernos) en la descripción de su aspecto, lo
que --según los intérpretes modernos-- fue un error de traducción al interpretar la escritura
hebrea, debido quizá a que en ésta se prescindía entonces de las vocales. 14
Con el surgimiento de las universidades en Europa, en el siglo XIII, ocurrieron cambios
importantes en la presentación del libro, los cuales no sólo disminuyeron el riesgo de error
sino que facilitaron la lectura y consulta del mismo. Al establecerse talleres editoriales en
esos centros de estudio, los ejemplares ahí producidos muestran un mayor énfasis en la
foliación, en el empleo de epígrafes, índices y referencias, y se incluye a veces una lista de
abreviaturas. A partir de un solo original modelo (exemplar), cuidadosamente revisado y
aprobado por las autoridades académicas, los alumnos elaboraban --o mandaban hacerlo, si
eran adinerados-- su apógrafo. Los copistas que trabajaban en las universidades eran a
menudo estudiantes pobres, y no en pocos casos acabaron dedicándose de lleno a tal
actividad, ya sea como empleados universitarios o de algún librero independiente, o como
verdaderos “editores internacionales”. 15
La invención y expansión de la imprenta europea de tipos movibles, en el siglo XV,

conllevó una nueva estructura organizativa de los talleres, que ahora pertenecían a la
población laica. La planta laboral estaba conformada por el aprendiz, los oficiales, el
corrector y el regente. El primero de ellos ingresaba al obrador tipográfico entre los doce y
veinte años de edad, y debía saber leer y escribir; asumía las tareas de limpieza y
mensajería, fungiendo también como sirviente de los demás empleados, a la vez que se iba
capacitando en alguna de las tareas desempeñada por los oficiales. Luego de un lapso de
dos a cinco años, llegaba a ser prensista o, si sabía latín y podía leer el griego, cajista. Había
dos clases de oficiales: de esmero y a destajo. Los primeros --que percibían salario
mensual-- se encargaban de realizar los trabajos delicados, acomodar el material al término

14
Cf. Elsa Cecilia Frost, “Las condiciones del traductor”, en E. C. Frost, comp., El arte de la traición o
los problemas de la traducción. 2a. ed. México, UNAM, 2000 (Biblioteca del editor), p. 16.
15
Jacques Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media. 2a. ed., 1a. reimp. México, Gedisa, 1987
(Hombre y sociedad. Serie mediaciones, 18), pp. 88-89.

5
de la jornada y auxiliar al regente en diversas labores; los segundos se dividían en dos
categorías, representadas por el cajista y el prensista, respectivamente. El corrector
(castigator) era un estudiante universitario o una persona culta, incluso un escritor, o el
propio regente, quien debía tener buena ortografía y saber latín y un poco de griego. 16
Buena parte de los llamados editores humanistas de las centurias XV y XVI fueron
intelectuales que trabajaron como correctores en las editoriales de la época, y que luego,
asociados con capitalistas, fundaron su propio establecimiento para publicar obras de valía
cultural en versiones correctas, en ediciones muy cuidadas textual y materialmente. Tal es
el caso de Josse Bade, prestigiado erudito que en el taller de Johann Treschel desempeñó la
función de lo que hoy llamamos director editorial o literario, además de corrector; de Jean
Amerbach, maestro en Artes que colaboró en el taller de Anton Koberger; de Robert
Estienne, autor de ediciones textuales y traducciones de la Biblia, quien laboró en el
obrador de Simon de Colines; del notable helenista Mamert Patisson, corrector en el
establecimiento de Robert Estienne II y que a la muerte de éste se casó con su viuda; de
Geofroy Tory, escritor y diseñador que trabajó en la imprenta de Henri Estienne; y del
librepensador, traductor y ensayista Étienne Dolet, que colaboró en el taller de Sébastien
Gryphe. 17
Otros editores humanistas asumieron dicha labor en sus propias imprentas, y de todos
ellos es emblemático Aldo Manuzio, el Viejo. Ex profesor universitario, helenista y
filólogo, se convirtió en editor por el mero afán de realizar ediciones correctas y muy
cuidadas de obras clásicas de la Antigüedad, aunque también publicó esmeradas ediciones
príncipes de eminentes autores contemporáneos, como Petrarca, Dante, Boccaccio, Pietro
Bembo y Erasmo, de los cuales los dos últimos lo auxiliaron no pocas veces en calidad de
correctores; el célebre autor del Encomium moriae y de los Adagia también fungió como
director editorial en el establecimiento de Johannes Froben, en Basilea. Escritores como
François Rabelais y Clément Marot colaboraron eventualmente en calidad de correctores

16
Cf. Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, La aparición del libro. Apostillas de A. Millares Carlo.
México, Libraria / Ediciones del Castor / Universidad de Guadalajara-CIEPEL, 2000, pp. 171-174; S. Dahl, op.
cit., p. 116.
17
Cf. L. Febvre y H.-J. Martin, op. cit., pp. 193-195; J. Martínez de Sousa, op. cit., pp. 142-143; S.
Dahl, op. cit., p. 111.

6
para el taller lionés de Sébastien Gryphe, y de manera regular lo hicieron Beatus Rhenanus,
Melanchton y Trichet du Fresne en diversos obradores de Francia. 18 En general, un número
considerable de intelectuales europeos colaboraba en las empresas de los editores
humanistas haciéndose cargo de “la selección de los libros, la preparación de los originales
y la corrección de las pruebas”. 19
En la historia de las lenguas, específicamente en la realización grafémica de las
mismas, esta clase de colaboradores editoriales ocupa un lugar destacado debido a que son
ellos quienes van estableciendo buena parte de las convenciones ortográficas y a veces
también las ortotipográficas. 20 Aunque con frecuencia los cajistas decidían el uso de los
signos auxiliares y de puntuación, en los establecimientos más rigurosos esto era
competencia de los correctores, quienes “añaden mayúsculas, acentos y puntuación que
normalizan la ortografía, que fijan las convenciones gráficas. Si bien siguen siendo el
resultado de un trabajo ligado al taller tipográfico y al proceso de publicación, las
elecciones en cuanto a la puntuación ya no son asignadas a los obreros componedores, sino
a los letrados (clérigos, graduados universitarios, maestros de escuela, etcétera) que

18
Cf. L. Febvre y H.-J. Martin, op. cit., pp. 173-174, 197; Paul F. Grendler, “Aldo Manuzio, humanista,
maestro e impresor”, en Paul F. Grendler y Julia Cartwright, Aldo Manuzio, episodios para una biografía.
Trad. y pref. de Gabriel Bernal Granados. México, Aldus, 2000 (Festina lente), pp. 26-54; Enric Satué, El
diseño de libros del pasado, del presente, y tal vez del futuro. La huella de Aldo Manuzio. Pról. de Oriol
Bohigas. Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998 (Biblioteca del libro), pp. 79-81; J. Martínez de
Sousa, op. cit., p. 155.
19
H. Escolar Sobrino, op. cit., p. 216.
20
Aunque diversos autores, como el español José Martínez de Sousa, definen la ortotipografía como
“las reglas que se refieren a la ortografía aplicada a la tipografía” (Diccionario de tipografía y del libro. 3a.
ed. Madrid, Paraninfo, 1992, p. 207, s. v. ‘ortotipográfico’), es preferible considerar a ésta como el “conjunto
de normas que regulan la adecuada composición tipográfica”, pues si bien la voz ortografía alude a la
escritura, en ella se ha incluido implícitamente --desde hace mucho tiempo-- lo impreso, tanto en gramáticas
como en diversos estudios de lingüística. Por ello, más que proponer términos quizá más precisos pero que
resultarían ajenos a la mayoría de las comunidades lingüísticas, para incluir en ellos, de modo general, todas
las manifestaciones grafémicas de una lengua, basta considerar la ortografía como “el conjunto de normas que
regulan la realización gráfica de una lengua”.

7
emplean los libreros e impresores para asegurar la mayor corrección posible a sus
ediciones”. 21
Al igual que en la Roma ciceroniana, en la Italia del quattrocento y del cincuecento la
corrección de las ediciones fue crucial para el éxito de las mismas, sólo que en la imprenta
renacentista “el papel decisivo de los diversos correctores se despliega en varios momentos
del proceso de edición: la preparación del manuscrito que sirve de copia [modelo] para la
composición; las correcciones en prensa a partir de la revisión de los pliegos ya impresos
[...]; la corrección de pruebas; o el establecimiento de la errata según dos modalidades:
sean a tinta en los ejemplares ya impresos, sea la fe de erratas agregada al final del libro y
que permite al lector corregir su propio ejemplar”. 22
Ciertamente, en muchos talleres de la época y de los siglos siguientes --quizá hasta
mediados del XX-- se asignaba dicha labor al cajista, y en algunas editoriales incluso se
indicaba: “el cargo de corrector lo desempeñará el cajista que, sobre saber perfectamente
del arte en toda su extensión, tenga conocimientos generales suficientes á salvar algunas
faltas de expresión”. 23 No obstante la posibilidad de que hubiera cajistas notables que
desempeñaran adecuadamente dicha labor, no era esto lo común, y una muestra humorística
de ello la constituye un texto publicado sin firma de autor en una antología editada en
México en 1960: “la mayor parte de los cajistas (malos, por supuesto) están reñidos con el
arte de las comas y los puntos, y con poca diferencia siguen el método de aquel compositor
americano [estadounidense], el cual, habiéndole preguntado qué reglas seguía para la
puntuación, contestó: que iba leyendo y componiendo hasta donde le alcanzaba la
respiración, y entonces ponía una coma; cuando bostezaba ponía punto y coma; un
estornudo le exigía la colocación de dos puntos; y la necesidad de una nueva mascada de
tabaco era regla para poner punto y aparte”. 24

21
Roger Chartier, “La pluma, el taller y la voz”, en Pluma de ganso, libro de letras, ojo viajero. Trad.
de Alejandro Pescador. México, Universidad Iberoamericana, 1997, p. 33.
22
Ibid., p. 34.
23
Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana. Barcelona / Madrid, Espasa-Calpe, 1928, t. LXI,
p. 1567, s. v. ‘tipografía’.
24
Sin firma, “Los cajistas”, en Los escritores y los libros. Antología. México, Secretaría de Hacienda y
Crédito Público, 1960, p. 60.

8
Si bien en algunas casas editoras éste y otros aspectos siguieron siendo responsabilidad
del corrector, cuya figura como colaborador específico se mantuvo, la corrección empezó a
considerarse no sólo como una labor técnica, sino menor, consistente en el mero
conocimiento de determinadas reglas y en la facultad de tener “buen ojo” para identificar
erratas, tan es así que en 1611 Sebastián de Covarrubias señalaba en su Tesoro de la lengua
castellana: “corretor [sic] de libros, el que corrige las erratas en la impresión”. 25 En la
centuria subsecuente, el Diccionario de autoridades de la Real Academia Española,
publicado en 1726, indica que corrector “se llama también el que tiene cargo y empleo de
cotejar los libros que se imprimen, para ver si están conformes con su original”, 26
definición que se preserva en la duodécima edición del diccionario académico (1884), pero
ahora referida a un “encargado por el gobierno” para certificar la correspondencia entre la
publicación y el original autorizado, en tanto que precisa que en la imprenta es “el
encargado de corregir las pruebas”. 27
Hacia los años cuarentas del siglo XX ya es clara la distinción entre la corrección de
pruebas y la del original, llamada corrección de estilo, denominación en la que “estilo se
refiere a la forma en que las palabras están dispuestas y a la uniformidad de su empleo”, “a
la forma de componer las frases, a la mención de cantidades en guarismos o en palabras, al
empleo de letras cursivas y negrillas y también al de los signos ortográficos”. 28 En 1970
Euniciano Martín describía así tal actividad: “ha de ejecutarla persona competente”, pues
“su misión es dejar el original perfectamente a punto para que la composición se efectúe sin
dificultades y, por tanto, debe vigilar no sólo la puntuación y la ortografía, sino también los
posibles giros o frases incorrectas”. 29 Otro español especializado en el tema, José Martínez

25
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española. México, Turner, 1984, p. 363,
s. v. ‘corregir’.
26
Real Academia Española, Diccionario de autoridades. Ed. facs. [Madrid, Imprenta de Francisco del
Hierro, 1726] Madrid, Gredos, 1990 (Biblioteca románica hispánica. Diccionarios, 3), t. I, p. 607, s. v.
‘corrector’. (He modernizado la ortografía.)
27
Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana. 12a. ed. Madrid, Imprenta de Gregorio
Hernando, 1884, p. 296, s. v. ‘corrector’.
28
R. Randolph Karch, Manual de artes gráficas. 6a. reimp. México, Trillas, 1982, p. 216 [1a. ed. en
inglés: 1948; en español: 1966].
29
Euniciano Martín, La composición en las artes gráficas. Barcelona, Don Bosco, 1970, t. I, p. 200.

9
de Sousa, en un obra de 1999 indica que “la corrección de estilo consiste en la revisión
literaria del original, tanto desde el punto de vista lingüístico, gramatical y ortográfico
como desde el semántico y léxico”. 30
Salvo este último autor, quien detalla los aspectos y el procedimiento a seguir en dicha
actividad, en las otras definiciones se expresa que para desempeñarla es necesario tener un
buen conocimiento de la lengua y de las convenciones tipográficas, además de la habilidad
de identificar erratas, requisitos a mi parecer elementales pero que ni por ser tan básicos se
cumplen en buena parte de las editoriales, donde la corrección de estilo se ha convertido en
un conjunto de preceptos que se siguen inopinadamente, 31 lo cual explica la proliferación
de libros al estilo del Appendix Probi (siglo III de nuestra era): “no ha de escribirse así...,
sino de este modo...” Si acaso, el rechazo o aceptación de alguna norma depende del
prestigio que el autor tenga como “autoridad en la materia” y no, como es deseable, del
análisis de las estructuras de la lengua, de sus bases sistemáticas que permiten resolver
coherentemente las nuevas realidades lingüísticas. Para ello, claro, es menester el
conocimiento de la lingüística --general e hispanoamericana--, de la gramática histórica, del
origen y desarrollo de las convenciones grafémicas.
Tal clase de corrector es producto, en buena medida, de la baja estima en que se tiene
el trabajo que desempeña, a lo cual ha contribuido, en los últimos años, el incremento de
“cursos intensivos” que pretenden formar correctores en dos o tres semanas. Sus egresados,
en mi experiencia profesional, son cándidos legos a los que han convencido de que ya están
capacitados para ejercer tal actividad. Lo peor: ¡los contratan!, con un pago semisimbólico
de equis pesos por cuartilla, lo cual significa que “no pueden tardarse más de equis tiempo
en cada página” para que los honorarios resulten convenientes. Esta nueva versión de la
antigua esticometría forma parte de un círculo vicioso: las casas editoras no están

30
J. Martínez de Sousa, Manual de edición y autoedición. Madrid, Pirámide, 1999, p. 188.
31
La designación misma de “corrector de estilo” ilustra lo antedicho, pues durante décadas se ha
señalado que es impropia porque “el estilo es algo tan personal que es imposible corregirlo” (R. Ramos
Martínez, op. cit., p. 37), sentencia que a fuerza de repetirla --en libros y cursos-- ha llegado a considerarse
como certeza cabal sin pensar siquiera qué es el estilo. Al intervenir en la sintaxis, al elegir un sinónimo para
evitar la repetición de un mismo vocablo, al subsanar cacofonías, al intervenir en el uso de los signos
auxiliares y de puntuación ¿no se incide en la manera en que una idea es expresada? Considero que sí, y que
esa manera es parte sustancial del estilo.

10
dispuestas a pagar --y en esa medida, exigir-- un verdadero trabajo profesional, por lo que
acaban empleando a esas “medianías o nulidades completas” cuya labor deficiente se
corresponde con la precaria remuneración que perciben. El corrector, en este caso, es un
obrero a destajo (¡ni siquiera un oficial de esmero!).
Pero junto a ese nutrido grupo de correctores --muchas veces, corruptores-- que se
atiene sólo a aquello “que se persigue de oficio” (parafraseo a Roberto Zavala), hay otros
que constituyen escuelas vivas de la profesión. Además de poseer una vasta cultura
enciclopédica --equivalente al dominio de las “artes liberales”--, conocen el pasado y
presente de la lengua y del quehacer tipográfico, indagan, verifican las “insignificancias”
que el lector ha de tomar como dato confiable, ilustran usos lingüísticos a partir de una obra
literaria, corrigen la ortografía de vocablos pertenecientes a otras lenguas, conocen un poco
de las ciencias y un mucho de las artes: dominan las “displicencias” que ennoblecen una
obra y que contribuyen a la normatividad del uso de la lengua.
Buena parte de este tipo de correctores ha devenido en otra figura profesional que se
ha ido delineando en los últimos años: el editor especializado en redacción editorial, cuya
labor requiere no sólo mayores conocimientos sino también la continua perspectiva integral
de los procesos --técnicos e intelectuales-- por los que una obra específica se convierte en
un libro determinado. Al recibir el original de autor, lo revisa y, luego de identificar sus
características textuales, decide, por ejemplo, en qué colección conviene ubicarlo, qué tipo
de diseño es el más apropiado, si requiere o no ilustraciones, si el tipo de lenguaje es el
adecuado para el lector al que se dirige el libro, y posteriormente se encarga de preparar y
corregir el original, cuidar directamente la edición y coordinar a los demás profesionales
que en ella intervienen; en suma, complementa el quehacer del director editorial o literario,
y es el editor responsable del porvenir de una obra en su transformación en libro. En
muchas ocasiones, define la guía de contenido de una obra futura y, luego de establecer los
lineamientos de redacción y estilo, encarga a especialistas la elaboración de los textos y --
de ser el caso-- la investigación iconográfica o la realización de fotos. Con frecuencia, es él
quien verdaderamente lleva cabo la edición textual de una obra colectiva cuyos
compiladores, sin haber efectuado la tarea que exige aquélla, insisten por lo regular en
aparecer como “editores”. En las publicaciones académicas, subsana las carencias textuales
que pueda tener la obra, sea en el aparato crítico o en la articulación de las partes que la

11
constituyen, y no pocas veces realiza tareas de investigación para esclarecer o precisar lo
referido en un pasaje.
Su labor conlleva, además, una permanente atención a la obra y su creador, al
destinatario de la misma y a la instancia mediadora que hace posible el vínculo entre ellos:
la editorial. En él recae, pues, la delicada responsabilidad de conciliar los intereses del
autor, de la casa editora y del lector, esa triada a la que bien estimaron Manuzio y Bade,
Froben y Dolet, cuya idea de libro los movió a buscar entre los pensadores de la época a sus
colaboradores en el quehacer editorial. Ahora, a más de cinco siglos de distancia, es
impostergable que las ya referidas instancias mediadoras tomen muy en serio la
importancia del trabajo que realizan los correctores de estilo y los especialistas en
redacción editorial, y por supuesto, la formación académica que ambos profesionales han
de tener, pues en ellos habrá de reavivarse el legado de aquellos preclaros humanistas.

Ensayo publicado en Libros de México. México, Caniem,


julio-septiembre, 2001, núm. 62, pp. 5-12.

12

También podría gustarte