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LA FINAL BASTARDA

Pedro Fermanelli
Marcelo Benini
Benini, Marcelo
La final bastarda / Marcelo Benini ; Pedro Fermanelli. - 1a ed . -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Marcelo Benini, 2019.
320 p. ; 22 x 14 cm.

ISBN 978-987-86-0312-4

1. Fútbol. 2. Arbitraje. I. Fermanelli, Pedro. II. Título.


CDD 796.3343

Editor periodístico: Alejandro Marinelli


Diseño de cubierta: Walter Silva
Retoque digital: Sebastián Gringauz
Foto de tapa: Gustavo Garello / Archivo diario Clarín
Foto de Contratapa: Jorge Sánchez / Archivo diario Clarín
Diseño de interior: Eduardo Torramorell

1ª edición: Mayo de 2019

© Pedro Fermanelli y Marcelo Benini, 2019


Todos los derechos reservados
ISBN: 978-987-86-0312-4
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Impreso en mayo de 2019 en los Talleres Gráficos Elías Porter,


Plaza 1202, Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción,


distribución, comunicación pública o transformación total o parcial
de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos
de explotación.

www.lafinalbastarda.com.ar lafinalbastarda@gmail.com
Al amor y la paciencia de Sol y Matías.
A Maite, la que viene en camino.
A la memoria de Domingo Berardi,
el hincha número uno del fútbol.

Pedro Fermanelli

A Nacho, el hermoso regalo


de aquel 5 de julio de 2009,
este modesto aporte a la verdad.
Y a Rubén, donde quiera que estés.

Marcelo Benini
ÍNDICE

Prólogo ....................................................................................... 9

Presentación ............................................................................... 13

1. Gato encerrado ..................................................................... 19

2. Medio apto ............................................................................. 25

3. Teoría del Big Bang ............................................................. 31

4. Anatomía de un milagro .................................................... 43

5. ¡Auxilio! Nueva era .............................................................. 57

6. El pollo de Crespi ................................................................ 71

7. Por izquierda ........................................................................ 77

8. La sombra del dirigente ..................................................... 85

9. El escorpión y la rana ...................................................... 91

10. El camino es la felicidad .................................................. 101

11. Las batallas del campeón ................................................ 121

12. El hombre de cristal ......................................................... 137

5
13. Razimoff ............................................................................. 147

14. El tesoro de GEBA ............................................................. 159

15. Pinocho malherido ........................................................... 169

16. La final bastarda ............................................................... 181

17. Después .............................................................................. 203

18. No apto ............................................................................... 219

19. Mano a mano con el Zurdo ............................................. 229

20. El secreto de sus ojos ...................................................... 247

21. Dos tiempos con Brazenas ............................................. 255

22. Venganza se escribe con H ............................................ 265

23. Heridas de un choque ..................................................... 271

24. El mundo no es tan grande ............................................ 287

Anexo: Seis miradas en perspectiva ................................... 295

Agradecimientos ...................................................................... 317

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“Perdoname que te lo diga,
pero los periodistas son todos vagos.
Googlean mucho. No investigan”.

Gabriel Vito Brazenas

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PRÓLOGO

Anatomía de un instante es uno de mis títulos de libro favo-


ritos. Es una crónica formidable publicada en 2009 por el es-
critor Javier Cercas sobre el frustrado golpe de estado en Es-
paña del 23F, 23 de febrero de 1981. Treinta y cuatro minutos
y veinticuatro segundos dramáticos tomados por la Televi-
sión Española (TVE) que inician con el teniente coronel Anto-
nio Tejero entrando a golpe de pistola al Congreso de los Di-
putados en Madrid. Un instante diseccionado por Cercas para
contarnos de qué modo un hecho puede cambiar la historia
de un país. Pero esa “anatomía de un instante” también puede
existir en muchísimos otros escenarios. Por ejemplo, dentro
de una cancha de fútbol. Es el instante que decide cómo ter-
minará todo. El instante que definió La final bastarda.
Así llaman Pedro Fermanelli y Marcelo Benini al 5J. Es
un 5J para la historia del fútbol argentino. El 5 de julio de
2009 que condenó al Huracán de Ángel Cappa, uno de los
equipos más vistosos y efectivos, y no millonarios, que tuvo
el fútbol argentino de los últimos años. Y que, perjudicado
por un mal fallo del árbitro Gabriel Brazenas, terminó per-
diendo el título en la última fecha, polémica derrota 1 a 0
ante el Vélez Sarsfield de Ricardo Gareca, que se quedó con
el campeonato. Huracán perdió todo. Y perdió acaso más el
fútbol argentino.
Es cierto, Brazenas no volvió a dirigir jamás. Pero
nuestro fútbol nunca echó luz sobre lo que sucedió esa tarde
en la cancha de Vélez. Fermanelli y Benini abren ahora puer-
tas y ventanas. Encienden velas y apuntan con reflectores.
Usan el periodismo para combatir contra tanta oscuridad.

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Brazenas, arrogante y provocador en una primera
charla, insultado por un hincha de Huracán en un bar de
Moscú, en pleno Mundial de Rusia, es el villano favorito de la
historia. Porque su vulnerable foja de servicios (narcisista y
engreído, un primer informe lo declaró psicológicamente
“medio apto”) contrastó siempre con la elección de la AFA,
que lo designó para cinco finales de campeonatos. Vélez-Hu-
racán fue la última. Brazenas, fue dicho, no volvió a dirigir
más, aunque el oprobio terminó neutralizado por un piadoso
parte médico que informó lesiones graves que le impedían
seguir refereando.
Como no hay texto sin contexto, árboles sin bosques,
los autores nos cuentan por qué acaso “Kung Fu” Brazenas
gozó de tanto favoritismo en los círculos de poder. Eran
años de Julio Grondona en la AFA. Y de Javier Castrilli como
resistencia solitaria a las “sugerencias” de ese poder. A “con-
sejos” que indicaban ante todo tener en cuenta el color de
las camisetas antes de sancionar fallos de peso. Antes de un
penal. De una tarjeta roja. Antes de anular un gol.
Buenos periodistas, Fermanelli y Benini evitan las sim-
plificaciones. Intuyen que su anatomía del instante puede
deberse no sólo al Tejero-Brazenas de la historia. Saben que,
a veces, pueden unirse otras causales, otras pistas, otros
protagonistas. Allí aparece entonces Ricardo Casas, juez de
línea que debió haber visto como nadie la falta de Joaquín
Larrivey sobre el arquero Gastón Monzón en el gol decisivo
anotado por Maxi Moralez. Esa es nuestra anatomía del ins-
tante. Casas es el juez de línea que al año siguiente, a dife-
rencia del retirado Brazenas, representó a la AFA en el Mun-
dial de Sudáfrica. Toda una paradoja, Hernán Maidana, el
otro línea de La final bastarda, fue lineman en la final del úl-
timo Mundial de Rusia, como asistente de Néstor Pitana. Na-
die jamás sospechó de Maidana. Sí en cambio de Casas. Este
libro nos dice por qué.
El reparto, por supuesto, tiene también otros prota-
gonistas. Desde Cappa a Larrivey y Monzón, además de Gas-
tón Esmerado, a quien el lector tendrá como inesperado tes-
tigo de lujo del segundo decisivo. De la anatomía del instante.

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Porque la historia puede cocinarse desde mucho antes, pero
siempre habrá un segundo que fue el decisivo. Y, en ese se-
gundo decisivo, los ojos de Esmerado, seguramente más ap-
tos que los del línea Casas, terminarán siendo los ojos de to-
dos nosotros.
Fermanelli y Benini no son, por supuesto, jueces de
tribunales ni policías. Tampoco fingen un supuesto ideal de
neutralidad. Son periodistas que, como nos sucedió a miles,
sospechan y por eso investigan. Es una investigación que,
como corresponde, se mete además en la ruta del dinero.
Una ruta supuestamente nacida en uno de los clubes más
tradicionales de la historia del deporte argentino. Y terminada
vaya uno a saber dónde, aunque todos podamos sospecharlo.
Suelo desconfiar de los textos que imponen afirmaciones.
Elijo aquellos que me generan nuevas preguntas.
La final bastarda lo hace. Y las eventuales respuestas
a esas nuevas preguntas, hay que decirlo, me provocan nue-
vas incomodidades.

Ezequiel Fernández Moores

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PRESENTACIÓN

La primera acepción del término bastardo/a en el diccionario


de la Real Academia Española es “que degenera de su origen
o naturaleza”. Esa breve definición, que cabe en menos de
un renglón, dice mucho del Vélez-Huracán disputado el 5 de
julio de 2009. Aquel partido se vistió, por circunstancias for-
tuitas, con las ropas de una auténtica final. Y, a juzgar por
las alteraciones de su desarrollo, el adjetivo elegido es uno
que tiene varios sinónimos de idéntico significado: espuria,
ilegítima, infame, adulterada...
Quien recuerde aquellos días, de los que habrán pa-
sado diez años cuando se produzca la publicación de este li-
bro, sabrá que el último vagón del tren del Clausura 2009 se
despegó del anterior y que por eso este encuentro, jugado
en el estadio José Amalfitani del barrio porteño de Liniers,
se dirimió dos semanas después de la penúltima fecha. El
impasse lo marcaron unas elecciones legislativas de medio
término también alteradas en su naturaleza: pese a que el
Código Electoral Nacional exige su realización para “el cuarto
domingo de octubre inmediatamente anterior a la finalización
de los mandatos”, esta vez los comicios se adelantaron lar-
gamente para el 28 de junio en todo el territorio argentino.
La gripe A había generado -en su punto álgido, coin-
cidente con la fecha del partido- un estado de alerta perma-
nente próximo a la psicosis. Tiempo después se sabría que
las preocupaciones estaban bien fundadas: todos los infor-
mes médicos coincidieron en que la pandemia dejó, entre
mayo y noviembre de ese año, más de 600 muertos en el

13
país. Por eso en las tribunas del estadio de Vélez hubo aquel
domingo dos protagonistas inusuales: los barbijos y el alco-
hol en gel.
Y si de colados a la fiesta hablamos, ninguno fue tan
extraño como el granizo. ¿Cuántos partidos -cualquiera su
trascendencia- se han interrumpido alguna vez en el fútbol
argentino por una lluvia de piedras congeladas? Si nada de
lo que rodeó a esa final cumplía los caprichosos estándares
de la normalidad, lo que ocurrió dentro del campo de juego,
consecuencia de otro montón de alteraciones genéticas, fue
la excusa definitiva para la publicación de este libro.
El tiempo, siempre sabio, terminó demostrando que,
salvo excepciones, para muchos de sus participantes aquella
fue una final maldita, otro adjetivo que podría haber formado
parte del título de este libro. Es cierto: a Vélez le reabrió las
puertas del éxito y detrás del Clausura 2009 vendrían otros
cuatro títulos. Tan cierto como que la ignominia derramada
sobre la figura de Gabriel Vito Brazenas estropeó el logro
conseguido por un club modelo y un equipo sólido como el
conducido por Ricardo Gareca.
La inmensa mayoría de las fuentes consultadas para
esta investigación, entre futbolistas, miembros del cuerpo
técnico y directivos del club de Liniers, no pudo evitar la in-
comodidad generada a partir del manto de sospecha que cu-
brió a ese partido decisivo. Eso sin contar el esfuerzo por
encontrar en las desacertadas decisiones del árbitro principal
-y de su asistente Ricardo Casas- un sentido de equidad difícil
de sostener. El “se equivocó para los dos lados” fue la dis-
culpa predilecta hacia la negligencia.
Los hinchas son, claro, quienes habitualmente se ex-
presan con mayor verborragia. Las redes sociales, un campo
poco explorado en el tiempo del partido, se convirtieron en
una trinchera desde la cual, en adelante, arrojaron senti-
mientos más cercanos al odio que a la felicidad sobre quien
se haya animado a cuestionar la legitimidad de aquella defi-
nición y la reputación de los vencedores. En suma, no es di-
fícil advertir que al pueblo velezano, en general, lo aborda
una sensación de injusticia que la historia tuvo para con el

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merecido campeón, consagrado a expensas de una injusticia
acaso mayor.
Por supuesto Huracán, que llegaba a la gran cita un
punto por encima de su anfitrión, se llevó la peor parte. La
derrota corrió el velo encantado por el juego inolvidable del
equipo y mostró el verdadero rostro de una institución frágil
y gestionada con visos de informalidad. Pero a su vez arruinó
definitivamente la popularidad de algunas de sus figuras
principales: desde el joven arquero Gastón Monzón, para
quien en adelante fue todo barranca abajo, hasta el presidente
Carlos Babington, un ídolo desterrado para siempre del club
de sus amores. Tampoco fueron felices los últimos días de
Ángel Cappa como entrenador ni el resto de las carreras de
jugadores promisorios como Matías Defederico o Mario Bo-
latti.
La final bastarda enfrentó a las dos caras de esa mo-
neda que es el fútbol argentino. En condiciones normales,
que Vélez resultara el campeón no sorprendería a nadie. Hu-
racán fue un verdadero milagro que tuvo una existencia fu-
gaz. En menos de un semestre volvió a foja cero. El carruaje
se convirtió en calabaza después de la medianoche de aquel
5 de julio.
Este libro es el resultado de nuestro trabajo obsesivo
por desentrañar los motivos que llevaron una definición
mano a mano -la última de un torneo local hasta la publica-
ción de estas líneas- a un auténtico desastre. Es el viacrucis
de un árbitro que jamás debió estar en el lugar de los hechos.
En primer lugar, porque no estaba apto físicamente para di-
rigir un partido de tamaña trascendencia, y porque arrastraba
un historial inusual de pésimos desempeños. Más allá de
que explicara lo que explicó después, no sin contradicciones
e inconsistencias, aquella tarde dirigió su última función y
se retiró del arbitraje por un lugar mucho más humillante
que la puerta de atrás.
Brazenas, el que ingresó a la AFA estando “parcial-
mente apto”, el que dirigió ocho definiciones -cinco de ellas
de Primera División- pero ningún clásico en la máxima cate-
goría, el que fue parado una cantidad abrumadora de veces

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debido a malas actuaciones o por fallar en la prueba física,
el que estuvo casi tres años fuera del sistema por una deli-
cada operación, es también la contracara de Casas, el asis-
tente que cometió tantos errores como él y sin embargo fue
condecorado a corto, mediano y largo plazo por la corpora-
ción arbitral. Un personaje gris que se negó con diversas ex-
cusas a prestar su testimonio para este libro, aunque su am-
bigua posición quedó reflejada en una entrevista previa
realizada por uno de los autores.
La final bastarda aborda la descomposición general
del arbitraje en el último tercio de la era Grondona. Un sis-
tema corrompido que encontró a su arrepentido en la figura
de Javier Ruiz, un árbitro de tercer orden que se envileció a
los 40 años y más tarde sacrificó su carrera para denunciar
el entramado de sobornos que involucraban a sus colegas y
a directivos de clubes poderosos, en muchos casos con la
complicidad de la propia AFA. Un hombre al que hallamos
trabajando como encargado de una pizzería del barrio de
Once y le permitimos dar a conocer un crudo alegato en pri-
mera persona, refuerzo de sus olvidadas denuncias mediáti-
cas y de su paso por el mismísimo Congreso de la Nación.
En clave de non fiction, un género literario que conjuga
la investigación periodística con la novela, La final bastarda
cuenta la historia de personajes principales y también de ac-
tores menores, pero clave. Desde los que entraron a jugar y
a impartir justicia en la cancha hasta el misterioso empleado
de Vélez que, entre los socios de un club tradicional de la
Ciudad de Buenos Aires, se habría adjudicado un papel de-
terminante en la definición. Hay también un vengador no
tan anónimo que, desde su rol de funcionario público, ajus-
tició económicamente a árbitros y empresarios supuesta-
mente involucrados en distintos perjuicios a Huracán.
La final bastarda es también el descarte de las innu-
merables hipótesis que rodearon al partido y de las conspi-
raciones sin sustento que se perdieron por las hendijas de
una alcantarilla. Es el producto del chequeo de los detalles
mínimos, que nos llevaron a desechar, por ejemplo, el testi-
monio de un “garganta profunda” apócrifo que, durante dos

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de los tres años largos años abocados a esta investigación,
se arrogó una participación en la historia y unos conocimien-
tos de lo acontecido finalmente alejados de la realidad. Pero
también es el hallazgo de pistas, indicios y conclusiones su-
ficientes como para sospechar que, en la decantación de
aquel título, hubo algo más que una fatalidad humana.
La final bastarda es un libro escrito con rigor perio-
dístico y narrativo publicado en forma independiente, aun
cuando hubo tres editoriales -de distinto tamaño y condicio-
nes- a las que agradecemos sinceramente su interés. Como
también la predisposición de las más de ciento veinte perso-
nas que, con su nombre y apellido o bajo un estricto off the
record, prestaron su tiempo para ayudarnos a entender.
Agradecemos, asimismo, a los colegas que nos guiaron
en esta búsqueda interminable e incansable -un caluroso y
especial abrazo a Nicolás Rotnitzky, Juanky Jurado, Ezequiel
Fernández Moores y a nuestro editor, Alejandro Marinelli-, a
los reporteros gráficos que nos cedieron su material y a
todos los que aportaron su talento para que este proyecto
viera la luz con el profesionalismo que el tema merece.

Pedro Fermanelli y Marcelo Benini


Mayo de 2019

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GATO ENCERRADO

Faltan diez minutos para que Huracán despabile el sueño lí-


rico de millones y Gastón Esmerado tiene un plan. Como Án-
gel Cappa no lo ve ni mucho menos lo llama, él decide lanzar
un asalto subrepticio a la mente de su entrenador. Entonces
sale eyectado del banco de suplentes y comienza a correr en
línea recta. Es un arrojo solitario y desesperado por sentirse
útil. Va pegado a la raya de cal que prohíbe el ingreso al
campo de acción donde se decide cómo será, de ahora en
más, la vida de muchos de sus compañeros.
Repite el trayecto una cantidad de veces imposibles
de precisar, pero con la deliberada intención de entrar en el
campo visual del único hombre para quien no puede ser in-
visible. Ninguno de los 50 mil espectadores que asistieron al
estadio José Amalfitani el 5 de julio de 2009 le presta aten-
ción y las cámaras de televisión apuntan hacia el foco de
conflicto, donde una pelota es el botín de la guerra que se li-
bra en un enorme rectángulo verde.
Sabe que, apenas lo convoquen para la batalla, de una
patada alejará la pelota hacia la autopista Perito Moreno o,
en el peor de los casos, cometerá faltas tácticas contra sus
rivales para disimular las arrugas del partido. Ya no hay
tiempo para revalidar las credenciales de un equipo, su
equipo, que en esta final modificó su ADN bajo una capa de
aspereza que poco se le conocía. Hasta el más romántico de-
fenderá la idea de que el campeonato se ganó por lo demos-
trado en los 18 capítulos previos, que la memoria futbolera

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sabrá preservar. Ahora, ganar es ganarle la carrera al reloj,
una obsesión milenaria de la humanidad, y para que eso ocu-
rra no debe suceder nada, porque el empate alcanza: el mar-
cador del partido más importante del año sigue en blanco y
faltan menos de diez minutos para el final.
Esmerado trota, y cuando cambia su posición a pasos
laterales, como emulando con sus piernas los brazos de un
compás, lo hace de espaldas al público local y de frente al te-
rreno de juego. Sólo se detiene en alguna jugada puntual,
cuando huele peligro, porque sus compañeros hace rato re-
nunciaron al ataque, sobre todo desde que, veinte minutos
antes, Cappa cambió a Federico Nieto por César González.
Los centrales de Vélez ganan metros en el césped y uno de
ellos, Sebastián Domínguez, sin presión y desde la mitad de
la cancha lanza un pelotazo frontal que cae, al borde del
área rival, en la cabeza de Hernán Rodrigo López.
Con la distancia que ahora imponen los años, Cappa
asume que demoró el ingreso del Gato Esmerado porque no
decidía a quién sacar, aunque una verdad revelada a des-
tiempo le diría que ese hombre era Javier Pastore. Quizás
eso, el aferrarse un instante más a la osada idea –y a su
mejor intérprete- que lo había llevado a ese lugar, lo haya
traicionado.
En el preciso instante en que Rodrigo López peina ha-
cia el punto penal la pelota enviada por Sebastián Domínguez,
el relator Sebastián Vignolo anuncia por el micrófono: “Se
viene Nanni en Vélez”. Roberto Nanni, en efecto, iba a reem-
plazar a Maximiliano Moralez. Juan Pablo Pompei, el cuarto
árbitro de la final, tenía preparado el cartel electrónico con
el número 10 en rojo y el 19 en verde. El cambio no llegó a
realizarse y ese detalle minúsculo rompería la historia cinco
segundos después.
El capitán de Huracán, Paolo Goltz, ve llegar la pelota
que lanzó Sebastián Domínguez y no despega los pies del
suelo. Los resortes de sus piernas parecen vencidos y Hernán
Rodrigo López se impone con un modesto salto de espaldas.
La pelota se cuela entre Eduardo Domínguez y Carlos Arano,
a quien Joaquín Larrivey le gana una carrera fugaz que co-

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mienza en el vértice derecho de la medialuna. El último es-
collo para el delantero es el arquero Gastón Monzón. Si llega
antes, tiene buenas posibilidades de convertir. Su oponente
cuenta con una ventaja natural: puede usar sus manos.
No es un choque buscado. Monzón y Larrivey chocan
porque, a esa altura, es inevitable.
Como se crió en Huracán, el delantero de Vélez deberá
explicarlo mil veces para ser indultado. Está tan lejos de con-
seguirlo como su ubicación en el mapa: desde Chiba, Japón,
dirá que la cancha estaba rápida por el deshielo del granizo
y que eso le impidió frenar. Que intentó recoger el pie cuando
la presencia del arquero ya era una amenaza para los dos.
Que sintió un fuerte dolor, como si se hubiera roto. Que des-
pués no sintió más nada. Y que él hubiera cobrado falta.
Monzón se desentiende de la pelota apenas la punta
del botín de Larrivey le abolla el muslo derecho. Su cuerpo
entero da un giro de ciento ochenta grados y la pelota le
queda a Moralez, ese jugador que iba a dejar la cancha y que
ahora tiene la oportunidad de cambiar la historia. Una decena
de pasos cortos lo ayudan a llegar antes de que la desespe-
ración de Eduardo Domínguez le impida acertar en el blanco.
Su derechazo dibuja una parábola y se clava en la malla late-
ral del palo izquierdo. También en el corazón de los miles
de hinchas de Huracán y libera la garganta de los miles de
Vélez. Es el gol que decide el título.
El reverso de una camiseta de fútbol desnuda el perfil
más bruto de la industria textil. Una camiseta dada vuelta es
un lienzo sintético que no se diferencia de ningún otro. Cual-
quier jugador podría llevarla en ese estado sin prejuicios
simbólicos, sin pasiones, sin que signifique, literalmente,
nada. Moralez corre con la camiseta en la mano y el empeño
que pone por esquivar a sus compañeros lucha contra el es-
fuerzo de ellos por esconderlo del árbitro para que no lo
amonesten. Los jugadores de Vélez rodean al héroe momen-
táneo pero no logran evitar la segunda amarilla: Moralez de-
jará a su equipo con un hombre menos para defender, los
últimos siete minutos del campeonato, la ventaja que acaban
de conseguir.

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Cuando todo eso sucede, el hombre invisible sigue
ahí, aturdido centímetros más allá de la línea de cal, tan
ajeno al juego, en suma, como un espectador cualquiera,
aunque con ubicación preferencial. Esmerado está parado
más cerca del banco de suplentes local que del propio. Pero
sus ojos apuntan al frente. Y encuentran, tal vez sin buscar,
una mirada que no podrá olvidar jamás.
Gabriel Vito Brazenas, el árbitro principal, clava su
vista en el asistente Ricardo Casas y revolea cabeza y pupilas
de centro a derecha, una orden inequívoca de aquí no ha pa-
sado nada. El asistente mantiene el banderín apuntando hacia
abajo y corre hasta la mitad de la cancha. Casi desde la nuca
de Casas, Esmerado vio el planchazo y a su compañero re-
volcarse de dolor. Su perspectiva era la misma que la del ár-
bitro asistente. Ninguno de los dos estaba tapado al momento
del choque. La diferencia entre ellos es que Casas pudo haber
intervenido para que el árbitro principal corrigiera el error.
Mientras la atención se desvía hacia la montaña hu-
mana levantada por jugadores de Vélez que festejan, Esme-
rado no da crédito a lo que sucede. Su cuerpo entumecido
asume, sin embargo, que el partido y el título se les escapan
de las manos.

Esmerado no volvió a ver a Casas hasta dos años, dos


meses y quince días después de la final. Sucedió una noche
de 2011, cuando Arsenal, el equipo en el que continuó su ca-
rrera, recibió a All Boys en Sarandí. Casas era uno de los ár-
bitros asistentes esa noche. Esta vez se encontraron en el
pasillo de un estadio, con menos luces a su alrededor, pero
cara a cara y sin testigos.
—La verdad, yo con vos tengo que estar agradecido, porque
viste todo y nunca dijiste nada —le confesó el árbitro.
—Desde que juego a esto —replicó el futbolista—, nunca vi
que un fallo volviera para atrás.
Tal vez Casas pensó que esa sería la mejor oportuni-
dad que tendría para coquetear con la sinceridad.
—Porque si vos hablabas, yo por ahí no iba al Mundial —in-
sistió.

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—Ya está, la gloria me la sacaron de las manos.
Casas lo miró una última vez, sin decir nada. Esme-
rado dio media vuelta y se alejó.

—Quiere decir que algo malo había pasado, ¿no? —sugiere


Esmerado casi una década después.

Efectivamente, Casas, el partícipe necesario de aque-


llos fallos absurdos en Liniers, viajó en 2010 a Sudáfrica
para jugar -así se dice en la jerga arbitral- su Mundial. Años
después, lejos del ostracismo de Brazenas, la Asociación del
Fútbol Argentino lo premiaría con un cargo jerárquico en la
estructura del referato argentino.

23
24
2
MEDIO APTO

Traca, traca, traca, traca…


Los treinta telares de la Textil Brazenas funcionan sin parar
en Monte Chingolo, la segunda ciudad más poblada del par-
tido de Lanús. Es el único sonido que se escucha a la hora de
la siesta en los alrededores de la calle Tucumán, junto con el
ocasional ladrido de algún perro callejero.
El hijo mayor del dueño, un adolescente de 14 años,
los supervisa de ocho de la mañana a seis de la tarde. En me-
dio de ese ruido monótono y constante, logra concentrarse y
estudiar. La necesidad de su padre lo obligará a cursar la es-
cuela secundaria en horario nocturno y trabajar diez horas
diarias hasta los 18 años. El único tiempo del que dispone
para preparar sus exámenes es durante la atronadora jornada
laboral, en medio del incesante traqueteo. Es probable que
ese sonido lo escuche en sueños alguna que otra noche y lo
despierte sobresaltado.
Mientras lee los apuntes del colegio, piensa que nin-
guno de los telares debe estar ocioso. Su tarea es muy deli-
cada: “Si te descuidás, la fábrica no produce telas y no gana-
mos plata”, le explica con seriedad su padre, Vito Estanislao,
preocupado por la economía del país de principios de los
80. Cuando el hilo se corta, quizá por un exceso de tensión,
se produce la famosa falla de la tela y de ahí salen las prendas
de segunda selección, mucho más económicas que las de
primera calidad. Cada vez que la tela falla, el mundo parece
desmoronarse sobre ese taller de Monte Chingolo: hay que
descartar la partida y volver a urdir los hilos junto con los

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de la trama, formando una especie de cuadrícula. “Cuando
falla la tela, perdemos plata”, se recuerda a cada rato el
joven, que asimila obediente la precoz disciplina laboral.

Traca, traca, traca, traca…


El pensamiento de Gabriel Vito Brazenas se desdobla
en dos pantallas: en una visualiza la información escolar y
en la otra detecta las variaciones de las ondas sonoras que
producen al fallar los hilos en los telares, como sucede en
una guitarra al cortarse una cuerda. Cuando siente que ese
coro mecánico desafina, se incorpora de un salto y busca el
instrumento díscolo que arruinó la sinfonía industrial por
una hebra seccionada. Resuelto el desperfecto, retoma la lec-
tura en el párrafo exacto que había abandonado. Al cabo de
cinco años, el adolescente se recibe con un promedio de 8,93
en la Escuela Nacional de Comercio “General Martín Miguel
de Güemes”, de la que fue abanderado todos los años y
egresó como Perito Mercantil.
Gabriel Vito Brazenas había nacido el 29 de noviembre
de 1967, tras la mixtura de la sangre italiana de su madre,
Lucía Pastore, y la lituana heredada por su padre. El segundo
nombre se lo debe indirectamente a su abuelo, Stasys Braze-
nas. Fanático de Vito Dumas, “el navegante solitario”, le puso
ese nombre a su vástago en 1939 y éste prolongó el homenaje
cuando tuvo a su primer hijo, 28 años después. En un con-
ventillo de Necochea 816, a siete cuadras de la Bombonera,
Gabriel incorporó sus genes bosteros.
La historia de esa propiedad de La Boca es de cuento.
Un club del barrio, llamado El Trapito, organizó la compra
de un boleto entero del Gordo de Navidad. Varias familias,
entre ellas los Brazenas, se sacaron la grande y con la plata
que les tocaba en el reparto el abuelo adquirió la casa. Pero
el pequeño Brazenas vivió poco tiempo en esos márgenes ri-
bereños. A los dos años se mudó con sus padres a Monte
Chingolo, donde Vito Estanislao se convertiría en un pequeño
empresario textil. De chico Gabriel se hizo socio patrimonial
de Lanús, club al que iba a ver en los tiempos aciagos de la
Primera C.

26
Traca, traca, traca, traca…
La Textil Brazenas sufría con las políticas económicas
de José Alfredo Martínez de Hoz y el dinero en el hogar es-
caseaba. Alrededor de los 16 años, siendo estudiante y tra-
bajando como operario, el adolescente buscó un ingreso
extra los fines de semana. Surgió la inesperada posibilidad
de ser árbitro el día que faltó el réferi en un torneo que
jugaba un hermano menor, de 10 años, en el Club Monte
Chingolo de Lanús Este. Brazenas salió airoso de ese reem-
plazo y el presidente de una Liga de Fútbol Infantil le propuso
dirigir todos los fines de semana. El pibe aceptó: se sentía a
gusto ejerciendo la autoridad.
Dirigía una tira de 10 partidos por unos pocos pesos
argentinos de la época. Comenzaba a la una de la tarde y ter-
minaba a las diez de la noche. Esa experiencia, desarrollada
entre los 15 y los 20 años, lo llevó a ilusionarse con la posi-
bilidad de arbitrar alguna vez en la mismísima Bombonera.
Incluso estando afectado al servicio militar -14 meses en Ba-
hía Blanca- Brazenas regresaba como un soldado los fines de
semana para ganarse ese manguito extra. Pitaba en clubes
de la zona sur y también en la brava Villa El Ceibo, justo de-
trás del Cementerio de Lanús, donde muchos partidos ter-
minaban a las piñas. Su temperamental personalidad se fue
curtiendo un poco más luego de cada partido. Nada lo asus-
taba.
Pocos días antes de cumplir los 20 años, a mediados
de noviembre de 1987, Brazenas decidió que era la hora de
dar el salto a las grandes ligas. En esos momentos la Escuela
de Árbitros de la AFA reclutaba aspirantes publicando avisos
en los diarios y el empleado textil de Monte Chingolo se pre-
sentó en Viamonte 1366 para inscribirse en el curso que di-
rigía el exigente Claudio Busca. Le entregaron la fotocopia
de un viejo formulario, que completó con prolija caligrafía
en tinta azul documental, haciendo el punto de la letra “i” en
sus dos nombres de pila en forma redonda. Una señal ine-
quívoca de narcisismo para los grafólogos, quienes opinan
que se asemeja a un pequeño ombligo en el que su autor no
deja de mirarse.

27
En la entrevista preliminar, Brazenas se presentó como
operario de la fábrica de su padre, citó con orgullo sus pro-
metedores antecedentes en el arbitraje amateur y ofreció
una amplia disponibilidad horaria para asistir a la escuela:
lunes a viernes después de las seis de la tarde o sábados, do-
mingos y feriados en cualquier horario. Por último, afirmó
conocer el reglamento de fútbol “en general”, ser hincha de
Lanús y Boca y estar dispuesto a afrontar el referato en forma
profesional.
Ante Busca, Brazenas causó una excelente impresión
corporal y fue juzgado correctamente por su vestimenta,
dicción y conocimientos. Muy comunicativo, de respuestas
rápidas pero pensadas, tranquilo en el tono, seguro y cohe-
rente en la forma de contestar, el candidato aprobó dos de
las fases preselectivas: la entrevista personal y la condición
atlético-estética, de la que se destacó tanto su estado físico
como su juventud.

Traca, traca, traca, traca…


Pero hubo un ítem inquietante. La equis que calificó
su test psicológico no ocupó el casillero de la primera co-
lumna, que garantizaba una completa aptitud. Por algún mo-
tivo que no especificó -acaso por las revelaciones del dibujo
de una persona bajo la lluvia- el profesional que lo evaluó
prefirió marcar el trazo en la segunda columna, donde se
leía en mayúsculas MEDIO APTO, justo una cuadrícula antes
del excluyente NO APTO.
Quizá con algún reparo dejado de lado, el aspirante a
árbitro fue aceptado luego de haber completado los tres exá-
menes: personal, atlético y psicológico. Sin embargo, en la
cuadrícula de las conclusiones no se incluyó el trazo que es-
pecificara si se encontraba apto o no. Una luz testigo que in-
dicaba falla de motor y quedaría encendida de manera per-
petua en un imaginario tablero.
Con 1,87 metros y 97 kilos de peso, Brazenas inició
el curso de arbitraje en 1988 junto a Marcelo Azpiolea, Gus-
tavo Bassi, Gerardo Boquete, Raúl Bravo, Claudio Casares,
Walter Chavez, Daniel De Giorgi, Daniel Díaz Moreyra, Sergio

28
Di Paola, Ricardo González, Carlos Jese, Alberto Pafundi,
José Rabinovich, Juan Bautista Rapetti, Hugo René, Néstor
Rodríguez Battaglia, Daniel Rodríguez, Osvaldo Sanabria y
Jorge Scazziotta.
Si bien en las clases teóricas no manifestaba proble-
mas, al término del segundo año comenzaron sus padeci-
mientos por no cumplir con los estándares de las pruebas fí-
sicas. Sus dificultades en los entrenamientos contrastaban
en una camada de alto rendimiento atlético, de la que for-
maban parte los ex jugadores profesionales Casares, Pafundi,
Jese y Rodríguez Battaglia, promovidos como parte de una
prueba piloto impulsada por Ángel Coerezza para jerarquizar
al referato. En la práctica, este proyecto resultó un fracaso
ya que ninguno trascendería como juez.
Mientras veía cómo todos sus compañeros se diplo-
maban sin inconvenientes, Brazenas fue aplazado y se vio
obligado a repetir ese último año de la carrera en medio de
la fiebre mundialista de Italia 90. Se sumó a un grupo inte-
grado por Héctor Baldassi, Carlos Maglio y Alejandro Toia,
entre otros nombres que serían menos rutilantes en el refe-
rato del futuro. No le fue sencilla la inserción en el nuevo
curso, que naturalmente ya tenía varios clanes formados.
Pero como no le molestaba ser un lobo solitario, desde el
primer día eligió sentarse en uno de los pupitres de fórmica
de la primera fila de espaldas al resto de la clase.
Pese a ser un alumno repetidor, Brazenas se mostraba
pedante ante sus compañeros en las infrecuentes interven-
ciones. La descripción que se hace de él es la de un joven
muy pagado de sí mismo, que buscaba anteponer su figura
por sobre la del resto y que miraba a los demás levantando
el mentón aprovechándose de su longilínea figura, sólo su-
perada en altura por el Flaco Maglio. La postura corporal y el
tono de superación con el que hablaba, siendo además un
alumno reprobado, caía mal en el grupo.
—Yo sé que voy a llegar —le aseguraba a quien quisiera oírlo.
Lo cierto es que, más allá de sus dificultades para
empatizar, Brazenas esta vez sí pudo completar la prepara-
ción. Junto a otros 22 aspirantes, fue designado oficialmente

29
árbitro Categoría V en el marco de la sesión del Comité Eje-
cutivo de AFA del 19 de diciembre de 1990, que presidió Al-
fredo Davicce ante la ausencia de Julio Humberto Grondona.
A la edad de 23 años, Brazenas estaba parcialmente
apto para administrar justicia en el fútbol argentino.

30
3
TEORÍA DEL BIG BANG

La omisión de Gabriel Vito Brazenas a la falta de Joaquín La-


rrivey sobre Gastón Monzón fue inesperada, aunque de algún
modo estaba escrita. Fue la consecuencia de una primitiva
disputa del referato y el clímax de un período oscuro de la
justicia deportiva. La colisión entre el delantero de Vélez y el
arquero de Huracán tuvo millones de testigos, inclusive dos
integrantes de la terna arbitral que acaso fingieron no ver.
La onda expansiva de ese choque, amplificada por la inaudita
omisión reglamentaria, no sólo arrasó con Brazenas sino
también con un grupo de árbitros que se había adaptado a
una época salvaje. La atmósfera viciada del referato demoró
varios años en disiparse y todavía hoy persisten las secuelas.
Nadie lo sabía, pero la final del 5 de julio de 2009 comenzó
a gestarse más de una década atrás… y fue mal parida. La
chispa original, el Big Bang de este Universo paralelo, hay
que rastrearla en la primavera de 1998.
Una simple publicación periodística develó un meca-
nismo que regía el comportamiento de los réferis argentinos
y que se extendió hasta esa tarde de la final en Liniers. Quizá
porque sentía que había llegado al final de su carrera y no
tenía demasiado que arriesgar, en una entrevista concedida
al diario Clarín Javier Castrilli desafió al presidente del Cole-
gio de Árbitros, Jorge Romo. Lo acusaba de haber coaccio-
nado en una reunión a los árbitros más jóvenes para que di-
rigieran de una manera que les evitara “problemas” futuros.
La recomendación era fijarse, a la hora de sancionar, en las

31
camisetas de los clubes que estaban jugando y cuáles eran
sus dirigentes. No se refería tanto a los presidentes de Boca
o River como a quienes tenían línea directa con Julio Hum-
berto Grondona: Enrique Merelas, de El Porvenir; José Luis
Meiszner, de Quilmes; y Noray Nakis, de Deportivo Armenio,
por ejemplo.
Cada tanto se producía un conflicto de intereses. Uno
de los más recordados ocurrió el 26 de julio de 1998, por la
primera final del ascenso a la B Nacional. En Ingeniero Mas-
chwitz chocaron Deportivo Armenio y El Porvenir… o Nakis
y Merelas. Dos peso pesados. El primero había prometido 50
mil dólares a sus jugadores en caso de lograr el ascenso. El
otro triplicó la apuesta: 150 mil billetes verdes. “El árbitro,
Gabriel Brazenas, nos puso la cancha así -recordaba el ex ár-
bitro Ricardo Calabria, DT de El Porvenir, en Un Caño, ha-
ciendo el gesto de una mano inclinada-. Tal es así que Juan
(Biscay, su ayudante) se fue de boca y lo echó. Pero nosotros
cada vez que agarrábamos la pelota hacíamos un gol. Eso
fue el prolegómeno de lo que hizo con Vélez-Huracán”. A
pesar de las quejas de Calabria por el arbitraje, la superiori-
dad futbolística le permitió a El Porvenir llevarse el primer
chico por un inapelable 4 a 0. A la semana siguiente subiría
a la B Nacional, tras ganar 2 a 0 en Gerli.
Un año atrás, el mismo Brazenas había protagonizado
un conflicto con un colega. Un juez de línea internacional
sabía que formaría parte de la terna de un Boca-River y co-
metió el error de anticiparle a un periodista la noticia de su
designación. Furioso, Romo lo bajó del superclásico y en cas-
tigo lo envió a CADU-Tigre, por la B Metropolitana. En ese
partido de escasa trascendencia se produjo una falta en el
área de Defensores Unidos. Era una trompada que el lineman
había visto con claridad. Por eso lo llamó a Brazenas y le
dijo: “Mirá que hubo una piña del 5 al 9, es expulsión y
penal”. El árbitro resolvió el incidente con una amarilla al
agresor y reanudó el juego. Luego de este partido, el asistente
le pidió por nota a Romo no volver a ser designado con Bra-
zenas.
La osadía de afectar los intereses de ciertos equipos

32
-o incluso del negocio televisivo- podía culminar en la pérdida
de la categoría de los árbitros más rebeldes. Pocos se atrevían
a desafiar la autoridad de Romo y quienes lo hacían corrían
el riesgo de sacrificar sus propias carreras o de caer en el
oprobio. A pesar de algunos excesos en la interpretación del
reglamento, o tal vez gracias a ellos, Castrilli había logrado
escabullírsele al sistema para convertirse en el héroe sin
capa que el periodismo y la sociedad futbolera exigían.
Romo era uno de los hombres de mayor confianza de
Grondona, a quien consideraba su padre adoptivo. Lo conocía
desde 1976, cuando siendo vendedor de Acindar comenzó a
proveerle hierros al corralón de materiales que tenía en Sa-
randí. A pesar de la diferencia de edad, rápidamente trabaron
amistad. Entre remitos y órdenes de compra, junto con diri-
gentes de Arsenal más el infaltable Abel Gnecco, solían que-
darse largas horas charlando de fútbol. Romo se hizo habitué
del campo de Don Julio y hasta integró el equipo de Acindar
que enfrentó al de “Lombardi & Grondona”, la empresa del
ex jefe del fútbol argentino, en cancha de Arsenal.
En 1983 ingresó a la AFA y, sin antecedentes, edificó
una carrera meteórica: Relaciones Públicas, Relaciones Inter-
nacionales y Consejo Federal fueron los tres escalones que
trepó antes de llegar a la mesa chica del poder. A principios
de 1991 reemplazó al frente del Colegio de Árbitros a
Eduardo Furlani, quien dejó el cargo denunciando una cam-
paña de desgaste en su contra. Sin haber soplado jamás un
silbato, el vendedor de fierros de Lanús prometía hacer más
transparente el arbitraje. La aparición disruptiva de Castrilli
parecía alinearse a esas intenciones, aunque terminaría con-
virtiéndose para Romo en un Frankenstein desencadenado.
“Un árbitro no está para ser un arlequín o un monigote
al servicio de los intereses o del poder de turno, tampoco
para ser empleado de Torneos y Competencias”. El peso de
las declaraciones de Castrilli en esa entrevista provocarían,
en el final de 1998, una crisis de credibilidad en el referato,
que ocuparía buena parte de la agenda de los medios por el
resto del año y se resolvería con un par de ejecuciones su-
marias.

33
“Pitá tranquilo, pero antes pensá y mirá bien lo que
hacés y dónde estás”, era una de las recomendaciones elípti-
cas que recibían los árbitros en esa época. “Nada es impera-
tivo. La presión no es evidente y sí subliminal. Los árbitros
se dan cuenta de qué evaluación han hecho de ellos si, des-
pués de su actuación, no vuelven a ser designados; se los
baja de categoría, o, por el contrario, se los promueve a par-
tidos de mayor relevancia. Fuentes confiables aseguran que
los que no escuchan las sugerencias quedan expuestos a una
muerte arbitral. Entre fines de 1995 y principios de 1996 co-
menzó este ejercicio con una camada de entre 30 y 35 árbi-
tros. Hoy quedan cerca de 20 inteligentes. El resto está per-
dido por las últimas categorías del ascenso”, diagnosticaba
en ese entonces el periodista Cristian Grosso en el diario La
Nación.
“La semana próxima haremos la denuncia penal para
que se investiguen los patrimonios y las declaraciones jura-
das de nuestros afiliados. Como Castrilli no dio nombres,
nos vemos obligados a tomar esta determinación”, advirtió
con el tono grave que siempre lo caracterizó Guillermo Mar-
coni, el histórico secretario general del Sindicato de Árbitros
de la República Argentina (SADRA), también en La Nación.
Una oportuna movida que, para muchos, sólo buscó capitali-
zar políticamente la coyuntura.
Marconi había creado SADRA en 1987, tras perder el
año anterior las elecciones de la Asociación Argentina de Ár-
bitros (AAA). El nuevo gremio tuvo su debut en mayo de
1992, cuando -en repudio a las críticas que recibió Castrilli
tras dirigir un River-Newell’s, en el que le echó cuatro juga-
dores al equipo de Núñez- un grupo destacado de árbitros
de las tres A convocó a un paro. La huelga fue desactivada
gracias a que los afiliados del SADRA dirigieron los partidos
programados de esa fecha del Torneo Clausura. Ese gesto le
valió el eterno agradecimiento de Don Julio, que siempre se
jactó de haber apoyado la creación del nuevo sindicato.
Pero ahora estamos en 1998 y los cerca de 30 árbitros
que habían participado del famoso mitin con Romo, bien
perfilados para llegar a la cumbre del referato, empezaron a

34
sentir que tal vez no era una buena idea seguir a un mesías
cuyo consenso estaba perdido. El 28 de septiembre dieciocho
de ellos fueron citados en el primer piso de AFA y recibidos
por Juan Carlos Loustau, director de la Escuela de Árbitros;
Juan Carlos Crespi, asesor del Colegio; y Grondona, quien
con su asistencia ejercía una presión psicológica difícil de
sostener para la mayoría. Salvo Marcelo Azpiolea y Rafael
Furchi, que se opusieron, el resto firmó un comunicado de la
Escuela de Árbitros negando haber recibido las recomenda-
ciones de Romo. “Perdonanos, Javier, no nos quedó otra”, se
disculparon con Castrilli varios de sus colegas luego de salir
de la reunión.
“No compartimos lo expresado a la prensa por el se-
ñor Castrilli ni recibimos las instrucciones y/o consejos para
arbitrar partidos que él mismo menciona como recibidos”,
decía el párrafo principal del documento, suscripto por Gus-
tavo Bassi, Alejandro Castro, Pablo Lunati, Alejandro Sabino,
Miguel Jiménez, Javier Ruiz, Marcelo López, Carlos Maglio,
Federico Beligoy, Raúl Bertinotti, Gabriel Favale, Guillermo
Rietti, Ricardo Sugliani, Alejandro Toia, Baldassi y Brazenas.
Estos últimos, aún sin haber debutado en Primera, sonaban
en los pasillos para convertirse en internacionales antes de
fin de año. Una posibilidad inusual, ya que de concretarse
saltarían directamente de la clase 4 a la 1 del arbitraje nacio-
nal. Finalmente, esto no ocurriría: Baldassi debió esperar
hasta el 2000 y Brazenas hasta el año siguiente.
También por esos días se modificó el régimen laboral
de los árbitros. Hasta el torneo Clausura de 1998 trabajaban
en relación de dependencia, pero a partir del segundo se-
mestre de ese año comenzaron a suscribirse contratos de
dos años y medio de duración, lapso equivalente a cinco tor-
neos cortos. Con esta flexibilización la AFA buscaba discipli-
nar a los jueces que no cumplieran las funciones según el
sistema exigía. Brazenas, por ejemplo, acordó el pago in-
demnizatorio de $ 11.323 en cinco cuotas mensuales de
2.264,60.
Castrilli fue el último en aceptar las nuevas reglas,
pero de mala gana. Pretendía ganar el doble de dinero que se

35
ofrecía, aunque también es posible que necesitara un motivo
irrefutable para arremeter, fiel a su apodo de Sheriff, contra
la cúpula arbitral. En las últimas semanas de septiembre de
1998, su cabeza ya estaba lejos de los estadios. Ese fuera de
foco se tradujo en pésimas actuaciones en Vélez-Boca, por la
Copa Mercosur, e Independiente-River, por el Torneo Aper-
tura. El castigo a sus errores fue la designación para un par-
tido de menor trascendencia: Platense-Gimnasia y Esgrima
de Jujuy. La noche fría y lluviosa del 27 de septiembre, en
Vicente López, apuró su decisión.
Al día siguiente, las radios daban la primicia de que
Castrilli renunciaba al referato. Las versiones periodísticas
lo ubicaban en una sede del correo de Caballito, haciendo
cola para despachar el telegrama. El Colegio de Árbitros no
lo designó para los partidos del fin de semana.
Días más tarde Castrilli declararía en la Comisión de
Deportes de la Cámara de Diputados que el empresario Carlos
Avila, titular de Torneos y Competencias, le propuso a la
AFA hacerse cargo de parte de la deuda total de los clubes
de fútbol de Primera División -de aproximadamente 250 mi-
llones de dólares- a cambio de que perdieran la categoría
Huracán, Ferro, Argentinos y Platense, por tratarse de insti-
tuciones “económicamente inviables”. También involucró a
la empresa televisiva dueña de los derechos de televisión,
donde trabajaba uno de los hijos de Romo, en la designación
de los árbitros.
Cuando parecía que a Castrilli estaba solo en este en-
frentamiento dispar, Jorge Andrés Scazziotta, de 33 años,
árbitro de Categoría 5, la más baja del fútbol, atendió des-
prevenido a Diego Fuks, periodista de radio Continental.
Quizá porque en los momentos importantes de nuestras vi-
das recordamos hasta los detalles más ínfimos de las horas
previas, Scazziotta menciona hoy de aquella tarde fatídica
que cuando lo abordaron en la puerta de AFA tenía la cabeza
en cualquier otro lado, menos en el conflicto arbitral. Creía
que el resto de sus colegas ya había respaldado las denuncias
de Castrilli. Por eso respondió desprevenido a la consulta.
“Castrilli no mintió -dijo muy seguro-. Romo nos

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obliga a que no expulsemos a jugadores de ciertos equipos.
Él nos dice que nos cuidemos cuando dirigimos porque des-
pués van los dirigentes a su despacho y se quejan. Una vez
Romo lo agarró a Fabián Madorrán y le dijo: ‘Por tu culpa,
que echaste a cuatro brasileños, casi tenemos un problema
internacional’. Y después, mirándonos a nosotros, advirtió:
‘Ustedes no sean como este boludo y fíjense a quién echan o
a quién le cobran un penal’. Eso fue una apretada”, declaraba
Scazziotta.
Romo se refería al partido entre Uruguay y Brasil por
el Mundialito Sub 20. Se jugó el 8 de febrero de 1998 en Ri-
vera y Madorrán, en su debut internacional, expulsó a Ro-
naldo, Ferrugem, Fernando y Matusalén, de Brasil, y a Ma-
chado, de Uruguay. Además, cobró un penal a favor de cada
equipo.
Scazziotta también dijo en su momento que los árbi-
tros le aseguraron a Castrilli que iban a avalar todas sus de-
nuncias. Pero cuando fueron a la AFA, modificaron su pos-
tura. “Yo no sé si se sintieron presionados, porque no
participé de la reunión, pero sí me consta que varios de ellos,
como Sugliani o Maglio, le pidieron perdón por lo que hicie-
ron. Y Héctor Baldassi siempre dice orgulloso: ‘Yo volteé a
Castrilli’”, agregó el sorprendente Scazziotta.
Pocos días más tarde, luego del partido que dirigió
entre Central Ballester y Midland, de la Primera D, Scazziotta
hizo una advertencia que resultó una premonición: “Creo
que la honestidad de los árbitros no está en juego, pero sí lo
está el futuro de esa honestidad”.
—¿Hay corrupción en el Colegio de Árbitros? —le preguntó
un periodista.
—En la cabeza, sí. La cabeza del Colegio está podrida.
—¿Considerás que después de estas declaraciones tu carrera
en el arbitraje está terminada?
—Después de todo lo que dije, no tengo ninguna duda.
La presunción era cierta. Scazziotta no volvería a ser
designado para dirigir. No sólo eso: desaparecería de los lu-
gares que solía frecuentar y su apellido, como tantos otros
del referato, sería olvidado. Para este libro fue localizado

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veinte años más tarde en San Carlos de Bariloche, donde se
fue a vivir para alejarse de las presiones que denunció.
—Luego de las denuncias me echaron de la AFA. Me estaba
divorciando y encima tuve un par de llamados que no fueron
agradables. No sé si algún boludo me estaba jodiendo, pero
no era nada simpático que tu hijo levantara el teléfono y lo
amenazaran. Hubo un combo explosivo y me fui a la mierda.
Yo estaba trabajando en el Ejército como personal civil y ha-
blé para que me dieran un pase.
—¿Creés que las amenazas estaban vinculadas a la denuncia
contra Romo?
—Hablaban de eso puntualmente. Perro que ladra no muerde,
pero yo no me iba a quedar a ver si tenía lindos dientes.
Pero Scazziotta no fue el único Quijote en esta historia
de leales y apóstatas. Diego Michelini, también árbitro de
Categoría 5, vería truncada igual que él su carrera luego de
apuntarle a Alejandro Castro, uno de los jueces que firmó el
comunicado que desmintió los dichos de Castrilli.
“En un encuentro que se jugó el 17 de marzo entre
Excursionistas y Deportivo Merlo yo era el asistente número
uno de Castro. Un jugador de Excursionistas lo insultó gra-
vemente. Levanté la bandera para informarle y en vez de
acudir a mi llamado interceptó al jugador, me guiñó un ojo y
sólo lo amonestó”, explicó en su descargo Michelini, quien
en el vestuario le advirtió a Castro que lo iba a informar al
Tribunal de Disciplina de la AFA. El juez principal le contestó
que hiciera lo que quisiera, aunque luego, preocupado, le pi-
dió al otro juez de línea, Pablo Silva, que lo acompañara a
ver a Juan Carlos Crespi para ver qué hacían.
“Antes de denunciar a Castro yo era línea de la B Na-
cional. Ahora soy línea de Florencia Romano (la primera ár-
bitro mujer en dirigir partidos de AFA). No tengo miedo de
que se corte mi carrera. Tampoco de terminar como José
Luis Cabezas”, declaró Michelini, quien también había sufrido
amenazas de muerte. Así de pesada estaba la mano en el re-
ferato de aquellos días para quienes elegían pararse en la ve-
reda de enfrente.
En medio del desquicio, un hombre que llegó en una

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moto Enduro dejó en la recepción de Radio Mitre la grabación
pirata de una reunión de árbitros que, además de probar la
existencia de las presiones denunciadas por Castrilli, dejó al
desnudo una interna feroz. “Los jueces no se pueden dar la
espalda porque tienen miedo de que alguien los apuñale sin
pestañear”, describió Juan Zuanich en Olé. La voz cantante
de ese encuentro fue José Claudio Famiglietti, representante
gremial de las AAA y uno de los réferis que estaban en car-
peta para ser promovidos a Primera. Nada de ello ocurriría
una vez conocidas las escuchas, que confirmaban las presio-
nes del Colegio de Árbitros.
Famiglietti, que perdería en 2006 un juicio laboral
con la AFA por despido indirecto, revela en el audio las am-
biciones de Lunati cinco años antes de su debut: “Dijo que le
pisaría la cabeza a cualquiera con tal de llegar a Primera. En-
tonces ese tipo va a firmar cualquier papel que le pongan
adelante para lograr su objetivo”, sostenía sin saber que lo
estaban grabando.
La versión taquigráfica de las denuncias de Castrilli
en el Congreso llegaría a manos del juez penal Mauricio Za-
mudio. Éste evaluó caratular la causa como “coacción agra-
vada” y “violación a la Ley de Espectáculos Deportivos”, tras
descartarse el cargo de “estafa pública”. Finalmente, el ma-
gistrado entendió que no existían pruebas suficientes como
para iniciar un proceso y archivó el expediente.

—¿Quién es Castrilli? Un ex árbitro, un hombre que alguna


vez trabajó en el referato. Yo le recomendaría que compre
La Nación o Clarín y empiece a buscar trabajo. Es un gris, no
existe más y no me ocupo de los grises —sostuvo Carlos
Ávila en un tono desafiante días después de que la Justicia
se olvidara del fútbol.
Con la caída de Castrilli se produjo también la derrota
ideológica de la llamada “Banda del Norte”, llamada así por-
que sus integrantes residían en localidades de la zona norte
del conurbano bonaerense. Este grupo de árbitros, liderados
por Francisco Lamolina, Juan Carlos Biscay, Ricardo Calabria
y Juan Bava, había recibido las influencias éticas de Ángel

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Coerezza, director de la Escuela de Árbitros entre 1979 y
1991, pero tras la llegada de Romo al Colegio comenzó a
perder terreno a manos de la “Banda del Sur”, habitantes de
la región opuesta del Gran Buenos Aires, representada por
Crespi, Aníbal Hay, Gnecco y Ángel Sánchez. Mientras los
del norte defendían la aplicación del espíritu del reglamento
y eran poco dóciles a las presiones de Grondona, los del sur
se mostraban más permeables a las injerencias.

En medio de las amenazas a Michelini y Scazziotta -a


quien Grondona humilló diciendo creer que se trataba de un
payaso televisivo de los años 70 que decía “Salta Violeta”, en
referencia a un humorista de apellido homónimo- y las acu-
saciones telefónicas de traición a Baldassi y Maglio, Brazenas,
un sureño de Lanús, hacía su juego ajeno a esas disputas.
Designado cuarto árbitro en Boca-Platense, el 4 de octubre
de 1998 pasó a integrar la terna como juez de línea, ante
una contractura de Ángel Sánchez. Por ahora se mantenía en
el borde del campo de juego, pero estaba cada vez más cerca
de ser incorporado al selecto club de los confiables. Quizá la
prueba de fe que faltaba la realizó el 5 de diciembre de ese
año, cuando dirigió al puntero Arsenal en su visita a Almagro
en la B Nacional. El equipo de Julio Humberto Grondona em-
pató cerca del final “en una jugada en la que Cuartas había
cometido foul previo que el árbitro no sancionó”, publicó La
Nación.
Su admisión llegaría por fin el 17 de enero de 1999.
Muy temprano, ese día Brazenas se subió a un micro con
destino a Mar del Plata. Formaba parte de la delegación de
40 árbitros que, hasta el 30 de ese mes, se alojaría en el
Hotel 13 de Julio para efectuar la “primera pretemporada”
de su historia. Organizada por el Colegio (Romo) y la Escuela
de Árbitros (Loustau), esta estudiantina era una provocación
a Castrilli: la muestra de que el referato estaba más unido
que nunca. Brazenas no se destacaría tanto en las pruebas
físicas como en el ping pong, donde se mostraría imbatible.
Pero lo verdaderamente importante es que al regreso queda-
ría a disposición de la AFA para dirigir -con la novedad de

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que ahora sería por sorteo y no a dedo- en el inminente Tor-
neo Clausura.
“El objetivo primordial de la pretemporada es conse-
guir que la convivencia del grupo, que es excelente, nos per-
mita unir los criterios arbitrales. Con el tiempo se podrán
observar los resultados”, prometía Daniel El Sargento Gimé-
nez, uno de los seis internacionales que integró el plantel ar-
bitral. En ese referato se formaron y fueron encumbrados
Giménez y Brazenas.
Ninguno de los dos podía imaginar en ese momento
de exagerada camaradería que ocho y diez años más tarde,
respectivamente, serían despedidos sin honores. En ambos
casos el final llegaría luego de perjudicar a uno de los equipos
que Ávila supo señalar en su momento: Huracán.

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42
4
ANATOMÍA DE UN MILAGRO

—Tengo que darte una mala noticia, Carlos. No podés dirigir


más.
Al Rey de Parque Patricios nunca nadie le había dicho
lo que tenía que hacer. En definitiva, el talento por sí solo,
sin la cuota de tozudez que llevan los de su estirpe, no le
hubiera valido un cuadro en la pared del club de sus amores.
La noche del jueves 6 de marzo de 2003, Carlos Alberto Ba-
bington escucha la voz de su médico al otro lado del teléfono
y ya no tiene opción.
Nadie irá a su rescate, está solo y a la batalla del des-
censo que libra con su equipo pronto la aplastará la sombra
de la gran guerra de la vida. Es en esos momentos cuando el
hombre suele palparse los bolsillos del pantalón hasta en-
contrar un intimidante revólver sin balas. A pesar de todo,
Babington no quiere aún jubilar sus reflejos y propone un
cuarto intermedio:
—Tranquilo, tordo, lo pienso y mañana le contesto.
—Me parece que no entendés, Carlos: tengo que llevarte a
quirófano urgente. Tenés las arterias muy tapadas. Yo creo
que a vos la tensión nerviosa, el fútbol...
Babington lo interrumpe aferrándose a la posibilidad
de firmar un pacto de caballeros, lo máximo a lo que puede
aspirar en ese momento.
—Tordo, haga algo: drógueme, pero mañana jugamos contra
Colón y yo tengo que estar en la cancha. No me pregunte por
qué.

43
Babington colgó el aparato, reunió a sus colaboradores
y les adelantó el final: en menos de 24 horas, en la mismísima
conferencia de prensa posterior al partido, fuera cual fuera
el resultado renunciaría “por motivos personales”.
Esa noche le costó conciliar el sueño y al día siguiente,
bajo una dosis de fármacos cuya procedencia ignoraba, un
director técnico que apenas si distinguía a sus soldados, o
simplemente lo que quedaba de él, vio cómo un gol sobre la
hora de Gonzalo Belloso arruinaba, incluso, su última función.
A pocos sorprendió la decisión del entrenador, porque el 2-
3 calzó sin exigirse en la horma del final anunciado.
Ese mismo sábado, a las 9 de la mañana, con un temor
superior al de una debacle deportiva ingresó en la Fundación
Favaloro, de la que salió con tres stents y la angustia de re-
solver su futuro inmediato. ¿Qué sería de su vida sin el fút-
bol? Pensó en el periodismo y la sola idea lo impulsó a poner,
con celeridad, su cabeza en orden. Por lo pronto, dejó el ci-
garrillo, un vicio que lo atrapó a los 12 años y hasta atravesó
su carrera como futbolista.
Algo fuera de contexto ocurrió entonces: semanas
después de la operación, aceptó la propuesta de dirigir a
Chacarita. Otro club popular golpeado por problemas recu-
rrentes. Evidentemente quería decidir él la fecha de venci-
miento de su carrera de técnico y no que lo hiciera un diag-
nóstico clínico. El resultado estuvo a la altura de su
improvisado giro: duró en el cargo sólo cinco partidos, no
pudo ganar (2 empates y 3 derrotas) y se fue con el pretexto
de que el presidente del club, el líder gastronómico Luis Ba-
rrionuevo, pretendía imponerle jugadores.
Entonces, la misma pregunta: ¿y ahora, qué? Mientras
buscaba entibiarse con el ardor que sólo generan las pasiones,
comenzó su incursión en el mercado inmobiliario, con inver-
siones en la pujante Pinamar, pero enseguida supo que no
podría olvidarse del fútbol con tanta liviandad. Fue cuando
el futuro se le presentó de una forma que no imaginaba,
como arrastrado por una ola hasta sus pies que coqueteaban,
desde hacía tiempo, en arenas movedizas: apenas oyó la su-
gerencia de sus compinches Luis Seijo y Jorge Peña, comenzó

44
el operativo Babington Presidente.
Hasta el momento de su concreción, el 2 de julio de
2006, Huracán aplicó apósitos a las heridas que lo desangra-
ban a diario. El tercer descenso en la historia del club se con-
sumó esa misma temporada 2003, los telegramas aterrizaron
en la sede como aviones de papel, renunció un presidente -
Néstor Vicente-, el equipo perdió una escandalosa final (con-
tra San Martín de San Juan por el ascenso a Primera) que por
segunda y penúltima vez terminaría con la carrera de un ár-
bitro -antes Patricio Sinnott, ahora El Sargento Daniel Gimé-
nez- y seis entrenadores diferentes se sentaron en el banco
al que algunos acudían en calidad de bomberos y en el que
otros arriesgaban su prestigio: Jorge Célico, Carlos Roldán,
Fernando Quiroz (en dos oportunidades), Omar Labruna,
Néstor Apuzzo y Antonio Mohamed.
Babington, en representación de la Agrupación Dale
Globo, le ganó las elecciones al oficialista Oscar Padra con el
42% de los votos y se convirtió en el primer ex jugador deve-
nido presidente de la era Julio Humberto Grondona. Nadie
lo sospechó entonces; para muchos, mucho tiempo después,
ésa fue la semilla por la que cosecharía tempestades.

Acaso fue en septiembre de 2006 cuando el nombre


de un cordobesito de 17 años sonó por primera vez en algún
rincón de Buenos Aires. En concreto, el Hotel Presidente del
microcentro porteño fue donde ocurrió la conversación entre
Manolo Corrado, un ex futbolista convertido en agente; el
gerenciador de Talleres de Córdoba, Carlos Granero; y un
misterioso abogado fanático de Huracán que desde un grupo
inversor acercaba jugadores al club. El 50% de los derechos
económicos del pibe cotizaba en 400 mil dólares. Era una ci-
fra elevada, tal vez exagerada para un chico que jugaba en la
sexta división del atribulado gigante cordobés. Pero en el
mundo de los negocios que rodean a la pelota jamás un café
supone una pérdida de tiempo. Y más: diga lo que diga la
borra, puede resultar providencial.
Acaso fue enero de 2007 el momento en que comenzó
a estilizarse el destino del flaquito desgarbado cuyo talento

45
no podía esperar más para dejarse ver. El famoso represen-
tante de futbolistas Marcelo Simonian marcó el número de
su amigo el abogado, el que había participado de aquella pri-
mera cumbre, y le soltó:
—Me están ofreciendo a un chico cordobés, dicen que es
bueno.
—Si querés te digo quién es y cómo se llama la madre —fue
la inesperada, retadora e intrigante respuesta.
—...
—Javier Matías Pastore. Categoría ‘89. Me lo ofrecieron hace
cuatro meses, pero vale una fortuna. ¿A vos cuánto te pidie-
ron?
—250 mil dólares por el 50%. Hay 50 mil que pone Eduardo
Gamarnik.
Los detalles de la operación se pulieron a lija gruesa,
no tanto por la devaluación del pase sino por la estructura y
contención que podía aportar el protagonista que acababa
de entrar en escena. Ese mismo enero, el día 21, Pastore de-
butó en Primera con la camiseta de Talleres. Fue en el marco
de un triangular amistoso disputado en la cancha de Instituto.
Su equipo derrotó por 1 a 0 a Chacarita Juniors. El entrenador
que le hizo pegar un salto desde las categorías inferiores al
primer equipo fue Ricardo Gareca.
Su actuación, templada por la insolencia, monopolizó
los comentarios post partido. Una semana después, hizo su
presentación oficial frente a Defensa y Justicia. Jugó menos
de diez minutos del empate 2-2 correspondiente a la primera
fecha del Clausura 2007 de la Primera B Nacional. Javier Ma-
tías Pastore disputaría apenas cuatro encuentros más. En su
“falta de madurez” radicaba la excusa del entrenador para
relegarlo de nuevo a las categorías preliminares. En rigor, el
club cordobés, gerenciado y con una convocatoria de acree-
dores a cuestas, debía esconderlo para que nadie se robara
su única joya.
En marzo, las divisiones menores de Talleres visitaron
La Quemita. Quien ofició de anfitrión fue el secretario Nor-
berto Giuliano. Se presentó ante el coordinador del club visi-
tante e invitó el asado que se preparaba cada sábado que ju-

46
gaban los chicos.
—Ustedes tienen buen equipo —devolvió la cortesía el forá-
neo—. Pero, mirá, nosotros tenemos a uno que es distinto a
todos; bah, ya no lo tenemos tanto, lo compró un amigo de
Babington y nos queda la mitad del pase.
La charla siguió por el carril del intermediario y la
crisis de Talleres, hasta que, cinco minutos después, mientras
el viento de La Quemita apuraba las brasas, el hombre pre-
guntó si ya había descubierto al distinto.
—Sí, el 10... —dijo Giuliano casi sin escucharse, preso de la
obviedad.
El acto reflejo fue llamarlo a Babington para convo-
carlo al espectáculo bajo la promesa de que iba a disfrutarlo.
El presidente obedeció, y cuando arribó al predio saludó de
apuros y fijó la vista en la cancha.
—¿Quién es el 10? —fue todo lo que dijo pasados unos mi-
nutos.
—Lo compró un amigo suyo, Manolo Corrado —informó el
hombre de Talleres.
—No, imposible —desechó el presidente, sin filtro, y sacó el
teléfono para llamar al misterioso abogado fanático de Hu-
racán—. Escuchame, venite a La Quemita que quiero que
compres a un juvenil de Talleres.
—Es que ya lo compré… —respondió el hombre, que daba
un paseo junto a su esposa.
—¿Estás hablando de Pastore? Nos está haciendo un desastre
en la quinta. Tres de los cuatro goles metió.
—Sí, lo compramos con Simonian. Si Huracán asciende, te lo
llevo.

Mientras tanto, el primer equipo de Talleres naufra-


gaba sin brújula, acumularía un campeonato entero sin ganar
y Ricardo Gareca renunciaría en la fecha 11. Huracán, en
cambio, rumbeaba la nave hacia el regreso a Primera División
después de cuatro años, con Mohamed al timón y los goles
de un tal Joaquín Larrivey. En el mismísimo césped del esta-
dio Malvinas Argentinas de Mendoza donde el 24 de junio
de 2007 terminó el suplicio, Babington abrazó al misterioso

47
abogado fanático de Huracán y le recordó su promesa: “Me
tenés que traer al chico”. El abogado cambió las lágrimas de
emoción por un sudor nervioso, preámbulo de la disputa
que le esperaba en la oficina de su socio Marcelo Simonian.
Pocos días después, se dio el encuentro en Villa Urquiza.
—Me comprometí —espetó el abogado apenas cerró la puerta.
—Me chupa un huevo. Al pibe le echaron el ojo de River y
Boca, en ese orden —zanjó, racionalmente, su socio.
—Di mi palabra, soy hincha y sé que a Carlos lo querés —
rogó el abogado, con los dedos de sus manos entrelazados.
Sobre el cierre del libro de pases del fútbol argentino,
Pastore fue inscripto en Huracán con cierta desprolijidad
porque Granero no entregaba la documentación. La joya de-
sembarcaba a préstamo, con una opción de compra de 300
mil dólares por la mitad del pase. Cerrado el acuerdo, Pastore
se subió al avión para realizar en México la pretemporada
con Huracán. Con entusiasmo, pero también con mesura,
Mohamed lo consideraba un buen proyecto al que le faltaban
algunos kilos en el cuerpo. La ilusión que había despertado
en el microclima de la dirigencia de Huracán, en definitiva
los únicos que lo habían visto jugar, se desinfló a la vista de
la guerra que libraban Marcelo Simonian y Granero por los
papeles. Así se escurrió el 2007 y Pastore, inhabilitado para
competir, terminó entrenándose solo en un gimnasio, sin ju-
gar un mísero minuto.
La temporada 2008 comenzó con mal pie. La molestia
en el tobillo derecho con forma de renguera en realidad ocul-
taba una lesión ligamentaria que, tras la obligada intervención
quirúrgica, lo paró cuatro meses más. Se consumía el año
del préstamo y la joya, que a esa altura lucía como un dia-
mante corroído, seguía sin debutar. Conociendo la delicada
salud financiera del club, el grupo inversor que había apos-
tado por él comenzó a moverse para conseguir el despegue.
El interés de River le achicó el margen de maniobra a Huracán,
que aspiraba a renovar la cesión en idénticas condiciones.
Después de algunas negociaciones lo consiguió parcialmente:
en el camino -perjuran incluso allegados críticos de la ges-
tión- renunció a la opción de compra, un denominador común

48
y también uno de los mayores desaciertos de la presidencia
de Babington.
Una declaración del máximo responsable de la insti-
tución, realizada el 31 de julio de 2008, empeoraría su situa-
ción a futuro. Ese día, frente a los micrófonos del programa
partidario Semanario Quemero, dijo: “Sí, por supuesto, Pas-
tore es un chico que tiene opción de compra. De todas ma-
neras vamos a tratar primero de que explote; es un jugador
bárbaro, que tiene unas condiciones técnicas impresionantes.
Es de esos chicos que, o no valen nada, o valen 10 millones
de dólares. Nunca va a valer uno. Ojalá explote y nosotros
vamos a tener una remuneración importante”.
En diciembre de 2010, con Pastore en el Palermo de
Italia y Huracán en la ruina, Giuliano diría, en cambio, que
“Pastore nunca tuvo opción de compra”. La Asamblea General
Extraordinaria del club, celebrada el 10 de marzo de 2011,
publicaría lo siguiente: “En lo que respecta a los jugadores
Javier Pastore y Mario Bolatti, se informa que nunca hubo
opción de compra por ninguno de dichos jugadores. Los con-
tratos se encuentran a disposición de la Comisión Fiscaliza-
dora”. Como fuera, Babington pagó caro su error: tras sufrir
el destierro del club de sus amores, escucharía hablar muchas
veces de “Las Torres Pastore”, una frase utilizada en el mundo
Huracán para insinuar que el acusado se quedó con dinero
del pase del futbolista al Palermo y lo invirtió en el negocio
de la construcción.
Las contradicciones fueron una constante en su ges-
tión. Tiempo atrás, a poco de asumir el mandato que le había
concedido el socio, el nuevo presidente marcaba ante la re-
vista El Gráfico un descolorido estado de situación. Decía
que el club tenía un problema de 10 millones de dólares y él,
la fórmula para saldar ese pasivo: “Huracán tiene la necesidad
imperiosa de vender jugadores: es el único recurso para
pagar sus deudas. Siempre, desde Brindisi y Babington para
adelante, vivió de los jugadores del club. Esperemos que esta
corriente siga”.
El problema era que el camino elegido, es decir el
abuso de los préstamos sin cargo y sin opción de compra,

49
convirtieron a Huracán en una vidriera gratuita para exponer
joyas que se llevaría cualquiera dispuesto a pagar lo que exi-
gieran los intermediarios, sin dejarle un solo centavo al club.
Sin caja para conseguir refuerzos y activos genuinos, tampoco
se podía armar un equipo competitivo ni pensar seriamente
en un proyecto a largo plazo. Atrapado en ese laberinto,
hubo empresarios que se aprovecharon de la débil situación
del club para imponer condiciones.
Como si fuera poco, el incesante desgaste interno al
que se sometía Huracán resquebrajaba cualquier sueño de
grandeza institucional. Los ciclos de Mohamed y Osvaldo Ar-
diles al frente del equipo terminaron con chispazos: ambos
se marcharon enojados con la máxima autoridad del club,
quien en menos de dos años en el cargo salía a buscar a su
cuarto entrenador.
El apuntado fue Claudio Úbeda, el hombre que, final-
mente, le daría los primeros minutos a Pastore. El escenario
no podía ser mejor: el estadio Monumental de Núñez, en el
marco de la decimosexta fecha del Torneo Clausura 2008.
Aquel 25 de mayo, a los 25 minutos del segundo tiempo, el
chico maravilla al que todos esperaban ingresó al campo de
juego en lugar de Federico Poggi. Con River volcado en ata-
que, su participación durante los primeros minutos fue es-
casa, hasta que llegó el momento que definitivamente estro-
pearía su presentación frente a la alta sociedad: Ariel Ortega
tomó la pelota en tres cuartos de cancha, recostado sobre la
derecha, y con dos pasos largos se escapó de la marca de
Pastore, quien se limitó a mirar el número 10 en la espalda
de su rival. El ídolo de River torció su recorrido hacia adentro,
apiló a dos defensores de Huracán y descargó para Diego
Buonanotte, que con un zurdazo mordido -y ante la endeble
resistencia de Marcelo Barovero- selló el 1-0 definitivo a los
36 minutos del complemento.
Úbeda ingresó al vestuario convertido en un verdadero
demonio y le apuntó directamente al escaso compromiso del
cordobés:
—¡Perdimos el partido por tu culpa! —gritó.
Ninguno de sus compañeros pronunció una sola pa-

50
labra en su defensa. Pastore sólo atinó a clavar la vista en el
suelo.

Ya no volvería a jugar en la recta final del campeonato


y el último partido ni siquiera iría al banco de suplentes. No
obstante, el receso de media temporada sirvió para hacer
borrón de viejos rencores, o quizá el entrenador consideró
que el castigo había servido para que su pupilo aprendiera
la lección. Fue titular en el primer acto del Torneo Apertura,
pero el nuevo Huracán que muchos esperaban ver cayó en
Tucumán frente a San Martín por 2 a 0. Y, ahora sí, Pastore
quedaría marginado de la consideración del entrenador, aun-
que no por mucho tiempo: Úbeda hizo equilibrio hasta la
quinta fecha, cuando renunció tras una derrota frente a Gim-
nasia de Jujuy. Huracán bailaba al ritmo de un loop triste:
volver a empezar.
Bajo un clima espeso, y mientras Jesús Martínez, hom-
bre de la casa, se aferraba al objetivo de lograr una transición
amena, el presidente iniciaba una cruzada personal. Lo que
nunca imaginó Babington era que lo mejor estaba por venir.
Y que esa iba a ser, también, su cruz.

A la calma de su casa en Madrid la sacudió una lla-


mada de madrugada. Ángel Cappa entendió rápidamente que
se trataba de una oportunidad única para su regreso triunfal.
Babington sabía que no podía fallar esta vez y atrás había
dejado el puñado de designaciones consensuadas con sus
pares de comisión directiva. Desde Osvaldo Chiche Sosa hasta
Úbeda, pasando por Mohamed y Ardiles. Huracán estaba de
nuevo en Primera, siempre mirando de reojo la tabla del des-
censo, y su presidente decidió que ya era hora de cortar con
las decisiones políticamente correctas para construir, en cam-
bio, un proyecto que devolviera a Huracán el rótulo desteñido
de sexto grande. Para conseguirlo, iría con su idea y, si fuera
necesario, contra todos. ¿Acaso no había llegado a tener un
cuadro en la pared del club gracias a la irrenunciable fórmula
de hacer las cosas a su manera? ¿Quién sabía más que él
entre los que compartían su mesa extendida? A su manera

51
era hacerlo como había aprendido de Renato Cesarini pri-
mero, y en tantas sobremesas de La Raya después, escu-
chando a Pipo Rossi, Adolfo Pedernera, Alfredo Di Stéfano y
al Nene Rial. Mamando más tarde, hasta emborracharse, la
filosofía de César Luis Menotti. Todo adobado con un carácter
personal que traía desde antes del fútbol. El fútbol: quién sa-
bía más que él, se preguntaba. ¿Quién?

Si bien el interinato de Jesús Martínez marchaba dig-


namente -tomó el equipo en la última posición y la cuenta fi-
nal le daría 12 puntos sobre 24 posibles-, promediando el
Apertura 2008 urgía definir un técnico estable y a los miem-
bros de la comisión directiva les inquietaba la demora de las
negociaciones con el candidato unánime: Julio César Falcioni.
Las reuniones con él y con su representante existieron, aun-
que siempre formaron parte -y esto no todos los directivos
lo sabían- de un plan B. En uno de esos cónclaves, Babington
le planteó el escenario con crudeza:
—Pelusa, el técnico de Huracán va a ser Cappa. Estoy en ne-
gociaciones con él. Pero si no puede venir, yo quiero que
seas vos. Te lo quiero decir en persona porque somos amigos.
—Te lo agradezco. Lo único que te pido es que no se lo digas
a nadie y que no se filtre a la prensa —cerró Falcioni, con la
intención de evitar el manoseo y las especulaciones.
Cuando en la mesa quedaron los últimos dos nombres
-Enzo Trossero ya había sido rezagado por sus competido-
res- y la votación arrojó un contundente y esperado 17-3 a
favor del Emperador, contra todos los pronósticos y voluntad
de la mayoría, Babington les comunicó a los presentes que
se tomaría la atribución de elegir él al próximo entrenador
de Huracán.
Cappa trabajaba en una importante cadena de radio
deportiva de España y ya le parecía lejano su safari por el
Mamelodi Sundowns de Sudáfrica, donde había dirigido y
gritado campeón por última vez tres años atrás. La charla te-
lefónica duró horas. Él reconoció que vivía ajeno a la realidad
del fútbol argentino y hasta le preguntó al presidente si es-
taba seguro de que quisiera hacerlo, pero no dejó que la in-

52
mensidad del realismo avasallara su deseo de quitarse la
modorra con un shot de vértigo. La respuesta, pese a las du-
das, siempre fue sí. El primer paso: Francisco Fatiga Russo
dejaría Olavarría para asentarse en Buenos Aires al menos
un mes y medio antes con el objetivo de aclimatarse a ese
mundo quemero que todo lo incendiaba. Como fuera, la má-
xima autoridad del club se montaba a un capricho con la se-
guridad de que saldría ileso de su jugada más audaz.

Con excepción del último partido del Torneo Apertura,


Huracán deambuló por varios estadios de la Ciudad de Bue-
nos Aires para oficiar de local, porque la Dirección de Eventos
Masivos del GCBA había clausurado el estadio Tomás Adolfo
Ducó en octubre de 2007 por daños estructurales, deterioro
y peligro de derrumbe. Desde entonces el equipo utilizó, ma-
yoritariamente, las canchas de Argentinos Juniors y Boca.
Pero el día más especial del calendario 2008, cuando el club
celebraba el centenario de su fundación, recibió a Estudiantes
de La Plata en el José Amalfitani, de Vélez Sarsfield. Ese 1º
de noviembre la fiesta fue completa. Una multitudinaria ca-
ravana peregrinó hasta Liniers, el plantel salió a la cancha
con una camiseta que llevaba estampados los nombres de
los hinchas y una bandera que reclamaba: “La pasión no se
clausura”. El golazo de Gastón Esmerado, a tres minutos del
final y tras una asistencia de Pastore, regó de alegría aquel
barrio tanguero cubierto de angustia. Fatiga Russo ya se
hacía ver como asistente y su influencia sería fundamental
para que en el siguiente partido, nada menos que contra
River en el Monumental, Cappa tomara el mando del equipo
y pusiera al flaquito Pastore de titular.
Fue uno de sus mejores partidos con la camiseta de
Huracán, que llegó al descanso 3-0 arriba en el marcador. En
el vestuario de su último partido como técnico de River,
Diego Simeone les preguntó a sus jugadores si pensaban de-
jarse cargar mucho tiempo más por el pibito. A poco de ini-
ciado el complemento, Cristian Villagra resolvió el problema
con una patada por la que no pagó ni siquiera una amones-
tación. Pastore dejó la cancha dolorido y a partir de ese mo-

53
mento River sometió a su invitado hasta empatarle el partido
3 a 3.

Mirándolo con optimismo, el calendario acompañaba:


sin más, en esas fechas finales del Apertura 2008 el hombre
que personificaba una apuesta a ciegas en la ruleta podía ha-
cer lo que quisiera. Pero Cappa aceptó que no podía borrar
de un plumazo lo (poco) que había en pie y apostó a lo que
en la Izquierda -por la que siempre simpatizó- llaman en-
trismo: algo así como inocular nuevas ideas al interior de es-
tructuras viejas para acelerar el proceso revolucionario. Aun-
que gradualmente, excusado en magros resultados -sacaría
5 de 18 puntos en juego- empezó a generar espacio para
hombres nuevos.
Huracán no era precisamente un club adicto a las sa-
tisfacciones y la única sonrisa que tendría por delante en la
temporada llegaría sobre el epílogo. Después de ser aplastado
en el clásico ante San Lorenzo, de cambiar a Alejandro Limia
por el joven Gastón Monzón en el arco, de una nueva derrota
-frente a Arsenal, 1 a 0-, por fin de regreso a su estadio des-
pidió el campeonato con una goleada ante Vélez por 3 a 0.
Los tantos: Matías Defederico, César González y Pastore. Tres
de los pilares sobre los que se construiría el sueño más am-
bicioso de Huracán en sus últimas tres décadas de vida.
Cappa, el que nunca terminaba de regresar de su exilio, esta
vez volvía dispuesto a todo y lo demostraría sobre la arena
de su primera pretemporada.
—¿Qué tienen los jugadores en el pecho? —le preguntó, mien-
tras forzaba la vista, a uno de los miembros de la delegación
que seguía con atención el entrenamiento en Mar del Plata.
—Los chalecos de carga, Ángel —respondió el hombre con
naturalidad.
—¡Ah, no! —gritó el entrenador para que lo escucharan to-
dos—. Muchachos, por favor se sacan lo que tienen encima y
hacemos un círculo perfecto, así le brindamos un fuerte
aplauso de despedida porque esto no lo vamos a ver más.
Los jugadores se miraron, alguno se encogió de hom-
bros y nadie dijo nada.

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“No puedo hacer nada”, llegó a resignarse el prepara-
dor físico, Alejandro Frega, ante uno de sus compinches.
Pasaron los primeros entrenamientos y los primeros
amistosos. La pelota era la protagonista absoluta de las jor-
nadas: fútbol a dos toques, acción en espacios reducidos,
ejercicios de control y muchos partidos amistosos. El juego
fluía, pero los intérpretes lucían desgañitados cuando apenas
se estrenaba el almanaque 2009. No tenemos fuerza, decían;
perdemos todas las pelotas divididas, se quejaban a coro y
por lo bajo. Recordaban pesados veranos pasados. Compa-
raban su trabajo diario con el de otros colegas, que tiraban
de trineos y marcaban sus músculos en tiempo récord. Uno
de ellos, Alan Sánchez, lo resumió con cierta resignación
cuando lo encaró un socio curioso que frecuentaba los movi-
mientos del plantel:
—¿Y, qué pensás del método? —escuchó el mediocampista.
—O salimos campeones o nos vamos al descenso. No hay
término medio. Hacemos todo fútbol, no sabemos lo que es
la arena.
Los referentes del plantel, entre los que se contaban
el capitán Paolo Goltz, Carlos Araujo, Patricio Toranzo, Carlos
Arano y el recién llegado Eduardo Domínguez, pensaron en
una jugada peligrosa: hacer una interconsulta con Jorge Val-
decantos, el preparador físico con el que habían trabajado a
las órdenes de Úbeda. La preocupación finalmente fue tras-
ladada puertas adentro al PF en funciones y la misma no de-
moró en llegar a oídos de Cappa, quien salió al cruce de su
primer conflicto interno.
Sentado encima de una pelota, el entrenador prolongó
el silencio hasta volverlo incómodo mientras con sus ojos
buscaba los del resto. Dueño absoluto de la escena, lanzó el
contraataque con una pregunta retórica:
—¿Qué pasa, muchachos? ¿Están preocupados?
—Sí, Ángel, chocamos y nos sentimos sin fuerza, queremos
correr y no podemos pasar, no nos sentimos como en una
pretemporada —se animó Arano.
—¿Vos no tenés fuerza para chocar? Al fútbol no se juega
chocando. ¿Querés chocar? Andá a jugar al rugby. Acá se

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juega tocando. Tenés que estar livianito, tener mucha movi-
lidad —se ayudó Cappa con brazos y torso, para luego des-
cubrir un papel que llevaba oculto en una carpeta.
—Esto es para que vean que no lo digo yo, sino Paco Seirulo,
el preparador físico del Barcelona y uno de los profesionales
más reconocidos por sus colegas de todo el mundo —arre-
metió el orador, con un dejo de sabiduría.
Entonces leyó en voz alta la transcripción de una conversa-
ción que él mismo había tenido con Seirulo y que giraba
sobre una hipótesis desafiante: “la preparación física no
existe”. No existe, apuntó, tal cosa disociada de la pelota.
—Ángel, disculpe —intervino el defensor Gastón Beraldi—.
Henry, Drogba, el mismo Tevez, que se fue de acá flaquito...
Ellos están todos inflados. ¿Usted me dice que ellos no hacen
fierros?
—Sí, ellos van al gimnasio. ¿Pero sabés cuál es la diferencia?
Te voy contar —lo aleccionó Cappa—. El técnico, que es el
que les enseña a jugar a la pelota, los tiene dos horas por
día. Entonces, si yo los tengo ese tiempo, no puedo darles
una hora en el gimnasio. Las dos horas conmigo tienen que
hacer fútbol, táctica, movilidad, coordinación. Y a la tarde
váyanse al gimnasio. Pero la diferencia es que ellos se van a
la casa, almuerzan, descansan y a la tarde vuelven al club y
están cuatro horas en el gimnasio; mientras que ustedes se
van a su casa, agarran el teléfono y ven qué van a hacer a la
tarde. Esa es la diferencia entre un jugador de elite europeo
y uno de acá.
No hizo falta más. Ese mismo día, el plantel entero
asistió al gimnasio para trabajar junto al profe Frega. Y en el
camino de regreso al hotel, mientras los edificios de la ciudad
feliz tragaban el sol del atardecer, todos los pasajeros del
colectivo cantaron la más maravillosa música que los oídos
de Cappa podían escuchar: “¡Borom bom bom, borom bom
bom, para Seirulo, la Selección!”. El entrenador sonrió, con-
vencido de haber dado, ahora sí, la charla técnica fundacional
de su proyecto.

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5
¡AUXILIO! NUEVA ERA

“Si quiere auxilio, llame a Bassedas”. Estamos en 1994 y las


revistas deportivas realizan producciones donde visten a los
protagonistas con ropas especiales o los ubican dentro de
una escena que guarda una simpática literalidad.
Titulares como el de la entrevista que El Gráfico acaba
de realizarle a Christian Bassedas algún día pasarán de moda.
Pero ahora mismo el menemismo es una fiesta que no puede
terminar y es también una época repleta de fetiches: gusta
del éxito, las poses y los mensajes con doble sentido. El fut-
bolista se presta al juego y posa, claro, delante de una grúa
de auxilio. Viste la indumentaria oficial de su club y luce una
sonrisa que se debate entre la vergüenza y la obediencia al
fotógrafo.
La idea es graficar el carácter utilitario del mediocam-
pista mixto que ayuda en la recuperación y pasa al ataque
cuando su equipo lo necesita. Su equipo es un Vélez que re-
cién comienza a beber champagne caro y pasará los siguien-
tes años embriagado de felicidad.

Después de ganarlo todo con la camiseta del club


donde ingresó con 9 años y se graduó como futbolista pro-
fesional, de dar el salto a Europa para jugar en el Newcastle
inglés y en el Tenerife español, Bassedas volvió a la Argentina
con la necesidad de cerrar su carrera en Vélez. Le dijeron
que no. Sintió como si le hubieran cambiado la cerradura de
la puerta de su casa. Intentó fijar la vista al frente y disimuló

57
el dolor firmando para Newell’s, donde se entrenó durante
un mes. Pero en plena pretemporada, a mediados de 2003,
abandonó el fútbol intempestivamente, sin haber jugado un
solo minuto con la camiseta rojinegra. Alegó “falta de entu-
siasmo”. Tenía 30 años.
Un lustro más tarde, en plena campaña rumbo a la
presidencia de Vélez, Fernando Raffaini estaba convencido
de que ni él ni sus principales compañeros de la futura mesa
chica del club tenían los conocimientos necesarios para tomar
las decisiones del fútbol profesional. Necesitaban una rueda
de auxilio made in Vélez. Alguien confiable que no necesitara
adaptación. Aquella producción de la revista cobraba, ahora
sí, un sentido literal. Cuando lo llamaron, la condición de
Bassedas fue que no lo usaran políticamente. Por eso el de-
sembarco del manager se produjo con el resultado de las
elecciones puesto.
La otra condición fue más bien una promesa que Bas-
sedas se hizo a sí mismo: no especular con poner al oído de
los dirigentes el nombre que a ellos les gustaría escuchar.
Apenas estrenaba su traje de manager y ya lo embelesaba la
idea de cambiar las cosas a fuerza de convicción. Y eso sig-
nificaba dejar de lado las miserias de la conveniencia. La
charla con amigos en una mesa del “Vilas Racket Club”, el
coqueto club de tenis del barrio de Palermo que todavía lle-
vaba el apellido del mejor jugador argentino de la historia,
le sirvió para ejecutar una prueba piloto antes de enfrentar a
sus nuevos empleadores y mostrar su primera -y única- carta.
Al calor de una primavera agotada, 2008 no tenía
nada más para ofrecer en materia futbolística. Vélez había
cerrado el Apertura con tres derrotas consecutivas y ese di-
ciembre aspiraba sólo -y nada menos- a instituirse en la pie-
dra basal de la refundación, de la mano de las decisiones im-
portantes que se toman fuera de la cancha. Hugo Tocalli
había entendido que debía marcharse de inmediato apenas
Raffaini le anticipó que no le renovaría el contrato cuando
finalizara el campeonato. Por eso las últimas dos fechas las
dirigió Pedro Larraquy, uno de esos soldados rasos que todo
club sabe convertir en médico militar cada vez que urge el

58
rescate de un batallón herido.
El Asesor del Fútbol Profesional -tal el título oficial
que le cabía de ahora en más a Bassedas- levantó la cabeza
para captar la atención de sus amigos, recorrió con una toma
panorámica cada uno de los rostros que lo rodeaban y ex-
pulsó su apuesta, con seguridad pero atento a medir el nivel
de aprobación:
—Voy a traer a Ricardo Gareca.
—¿En serio, Gareca? —se animó a contradecirlo uno de ellos
con una pregunta retórica.
—Está en la edad justa, tiene hambre, le vino bien la expe-
riencia en el exterior y sabe manejar planteles.
—¿Estás seguro? —planteó un tercero.
Y, como si el manager pudiera gobernar los tiempos
del primero al último acto, satisfecho del papel secundario
que, encarnado por su amigo, le permitía lucirse, bajó el
telón con un final de obra ensayado frente al espejo.
—Lo tuve de compañero en el Vélez anterior a Bianchi. Yo
era pibe, recién empezaba y él fue un ejemplo para mí. Creo
que este grupo de chicos necesita un conductor al que res-
peten como entrenador y como persona.
¿Alguien se atrevería a cuestionar tal argumento am-
parado en un prejuicio?
El principal problema que Bassedas tenía por delante
era vencer el poder de los nombres que el periodismo y los
representantes habían instalado en la vidriera de Vélez con
artilugios conocidos y resumidos en una palabra prestada
de la lengua anglosajona: lobby. Pero, a su vez, contaba con
una ventaja natural: lo habían puesto en ese lugar para tomar
las decisiones más importantes y, si no lo acompañaban en
la primera apuesta, aun cuando sintieran que se tratara de
una corazonada y no de la resolución más lógica, abortarían
la legitimidad y la autoridad incipiente de Bassedas. Y a su
vez perderían la posibilidad de convertir en un caso de éxito
ese puesto deslucido que por años generara recelos en el
fútbol argentino.
En la segunda mitad de la primera década del siglo
XXI, Vélez naufragaba en las inquietantes aguas de la intras-

59
cendencia. Y a fines de ese 2008 se alistaba para entrar en la
cuarta temporada consecutiva sin títulos. Más: el festejo del
Clausura 2005 -de la mano de Miguel Ángel Russo- fue una
isla bañada por diez años de sequía desde aquel Clausura
‘98 que, con Marcelo Bielsa a la cabeza, había cerrado la
etapa más espectacular de la historia del club de Liniers. Y,
aunque no había perdido el merecido lauro de club modelo,
Vélez necesitaba aplicar uno de esos líquidos viscosos que
devuelven el brillo a las cosas.
Tenía la base y no era poco: un buen plantel, con in-
dividualidades en baja pero listas para recuperar su nivel de
un momento a otro; la Villa Olímpica de Ituzaingó, un predio
de 18 hectáreas parquizadas a 15 minutos del estadio José
Amalfitani; un trabajo en divisiones menores del que los de-
más clubes tomaban nota, que abastecía de talentos al primer
equipo y, cuando el círculo cerraba con una transferencia al
exterior, le daba aire fresco a las finanzas de una institución
que debía pagar los sueldos de casi 800 empleados.
Los directivos reaccionaron tan asombrados como los
amigos del club de tenis de Bassedas cuando escucharon el
nombre de Gareca, un entrenador de 50 años que en más de
13 sólo había conseguido un ascenso con Talleres de Cór-
doba, una Copa Conmebol con el mismo club y, en su última
excursión, un reciente campeonato local con Universitario
de Perú. Un entrenador que había pasado por nueve equipos
diferentes -en Talleres tuvo tres ciclos-, con una mala expe-
riencia en Independiente (1997) y una discreta efectividad
que no llegaba al 50% de los puntos obtenidos en toda su ca-
rrera.
El presidente Raffaini; el vice primero, Miguel Calello;
y el segundo, Julio Baldomar Dianti, tenían más que buenos
argumentos para dudar del experimento hacia el que los
conducía el inexperimentado manager, quien les presentó
su propuesta en una hoja de puño y letra con todas las ca-
racterísticas del postulado.
Pese a que Diego Simeone acababa de conseguir lo
que nadie antes en la historia de River -poner al equipo
último en la tabla de posiciones de un campeonato-, su nom-

60
bre era el que más seducía a los directivos de Vélez, cuyos
hinchas no dejaban de soñar con los regresos de Carlos Bian-
chi o Bielsa. Gareca, eso tampoco nadie lo ponía en duda, era
un hombre de Vélez, todo un capital inicial al momento de
asumir el riesgo, porque la paciencia del hincha siempre re-
presenta un activo en tiempos difíciles. Calello se lo dijo sin
rodeos al presidente:
—Christian se la está jugando tanto como nosotros. Y si dice
que es Gareca, es Gareca.
Raffaini escuchó una vez más la conclusión de Basse-
das:
—Es positivo, inteligente, pensante y serio.
Y se convenció. Al fin y al cabo, los directivos le habían
dado la potestad porque ellos no tenían vestuario. Y de nin-
gún modo dejarían que las fiestas de fin de año los apuraran
sin haber definido un entrenador. El 16 de diciembre, con
todo el plantel de vacaciones, Gareca fue presentado oficial-
mente como director técnico de Vélez. “Le agradezco a mi
viejo, que seguro desde arriba hizo mucho para que yo esté
acá”, dijo en la ceremonia inaugural, tres meses después de
la muerte de su padre. Recién el 5 de enero tendría el primer
contacto con los jugadores en Parque Leloir. Y ese mismo
día emprenderían, todos juntos, el viaje hacia la costa para
realizar la pretemporada.
Pero a esa extraña temporada, en la que el campeón
se había definido mediante un triangular -que Boca les ganó
a San Lorenzo y a Tigre por diferencia de gol- y en la que
River había finalizado último después de ganar el Clausura
ese mismo año, le faltaba más. Si Vélez tenía asumido que
sólo lograba despertar la curiosidad del periodismo en tiem-
pos de gloria, poco podía esperar de que un técnico y un ma-
nager de perfil bajo los devolviera a la primera plana. En
cambio, el 23 de diciembre el diario Clarín daba cuenta de lo
que días después provocaría un verdadero cimbronazo en el
fútbol argentino: Bianchi, el exitoso entrenador que disfru-
taba de una larga siesta, el que no se cansaba de aclarar que
sólo volvería a Vélez ante un caso de urgencia, se convertía
en el nuevo manager de Boca.

61
La cantera no sólo produce el oxígeno necesario para
que la institución funcione, sino que además infla el pecho
de sus hinchas. Ese sentido de pertenencia sobre el que Vélez
apiló una cantidad de títulos capaz de ubicarlo, en el último
cuarto de siglo, a la altura de River y Boca, se apoya en una
tercera pata: la escuela de dirigentes que orgullosamente
fundó y, si se quiere, el principio de continuidad que de ella
devino. Raffaini fue uno de sus ilustres egresados. Porque
atravesó cada categoría de las divisiones inferiores antes de
llegar a Primera. Porque mamó desde chico el legado de José
Amalfitani. En 1968, el nombre del ejemplar presidente se
había convertido también en el nombre del estadio. A pocas
cuadras de allí, en la escuela Félix de Olazábal, el pequeño
Fernando recibió la educación primaria. Los cumpleaños los
festejaba con sus amigos en el club, en la confitería ubicada
debajo de la Platea Sur, donde cada fin de semana experi-
mentaba el don de la felicidad. Iba a la colonia de Vélez y
practicaba distintos deportes: de básquet a judo, hasta que
a los 15 comenzó con levantamiento olímpico de pesas, dis-
ciplina en la que se federó y fue campeón.
Tercera generación de hinchas de Vélez, sus estudios
secundarios los cursó también en Liniers, el barrio donde
había nacido y cuyos límites constituían su universo. En la
Escuela Nacional de Comercio Nº 32 -“Dr. José León Suárez”-
se recibió de Perito Mercantil y Auxiliar Contable. A los 22
años recién cumplidos egresó de la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires con el tí-
tulo de abogado y procurador y un promedio de 6,68. Com-
pletó su formación con un Máster en Abogacía del Estado.
En 1991 se convirtió en ayudante de cátedra de Dere-
cho Comercial III, en la Universidad Nacional de Lomas de
Zamora. Al año siguiente ingresó en la Procuración del Tesoro
de la Nación -donde permanecía hasta la publicación de este
libro- y uno más tarde, en 1993, inició su carrera política en
Vélez como vocal suplente 9º. Tan rápido sucedían las cosas
que esa misma temporada celebró su primer título como
hincha de Vélez, el del Clausura 93; dos meses después, la
conquista de América en el Morumbí; y al año siguiente viajó

62
a Japón, donde vio a su equipo coronar -ante el poderoso Mi-
lan- una gesta irrepetible con el título de campeón del mundo.
Cuando muchos creían que las aspiraciones de Vélez
habían alcanzado un cielo imposible de perforar, para Raf-
faini el camino en la vida institucional recién comenzaba.
Iniciado en la subcomisión de levantamiento de pesas, con
los años estuvo a cargo del departamento de legales, fue
prosecretario y secretario. Entre sus logros se cuentan la
participación en transferencias emblemáticas de joyas de la
cantera: las de Bassedas y Mauro Zárate al Newcastle inglés
y Al-Sadd de Qatar en 6 y 16 millones de dólares, respectiva-
mente.
Todo principio de continuidad tiene sus saltos y uno
de ellos fue el que terminaría por posicionar a Raffaini como
un posible candidato a presidente en el futuro más próximo.
Vale un poco de contexto.
Con más de medio siglo de historia, el Círculo El Fortín
comenzó a formar parte de los gobiernos de Vélez en los al-
bores de la gloriosa década del 90. En 1991, las cuatro agru-
paciones que aspiraban a la presidencia firmaron un singular
acuerdo por el cual cada una de ellas cumpliría un mandato
de tres años por los siguientes doce de gestión. Primero sería
el turno de la Agrupación Amalfitani, luego el de Unidad Ve-
lezana, a continuación el de Círculo El Fortín y, finalmente,
el de Cruzada Renovadora. Pero el pacto se rompió apenas
dos años después y en noviembre de ese mismo 1993 se re-
alizaron las elecciones que pusieron al mando a una lista de
unidad denominada Integración Velezana, que representaba
la unión de Agrupación Amalfitani, Círculo El Fortín y Cru-
zada Renovadora. El presidente fue Héctor Gaudio.
A partir de la siguiente elección, la de 1996, Círculo
El Fortín ganaría todos los comicios hasta 2017. Raúl Gámez,
en dos oportunidades, Carlos Mousseaud y Álvaro Balestrini
completaron los primeros cuatro ciclos. El último se vio sa-
cudido por una serie de renuncias derivadas de la salida de
Ricardo La Volpe como entrenador -tras recibir un 5-0 en el
Monumental- y la contratación de Tocalli en su reemplazo.
Corría diciembre de 2007 y Roberto Jiménez, quien además

63
de vicepresidente primero estaba a cargo del fútbol profe-
sional, daba un paso al costado. Lo propio hizo el prosecre-
tario Horacio Acevey.
En ese río revuelto, Raffaini pescó un lugar en la vice-
presidencia. Y de ese salto forzado por una interna, el alumno
que había prestado 15 años de servicio a la causa consideró
que estaba preparado para dar el salto mayor. Menos de un
año después de aquella crisis, el 8 de noviembre de 2008,
acompañado en la fórmula por Calello, Raffaini se convirtió
en presidente de Vélez al cosechar 2.264 votos, algo más del
58% de la voluntad de los socios.
El triunfo también dejaría un estadístico llamado de
atención: el candidato opositor Gabriel Fernández, quien en
representación de Unidad Velezana y apoyado por el ídolo
José Luis Chilavert, había evolucionado considerablemente
respecto de la elección de 2005 al crecer más de 1.100 votos.
Como contrapartida, el oficialismo había perdido unos 200,
con el detalle de que en ese 2008 contó con el apoyo de
Agrupación Amalfitani y Cruzada Renovadora, los otros dos
espacios que formaban parte del mapa político del club.
Como fuera, a Raffaini le había llegado su momento y
en adelante sólo debía demostrar que realmente estaba a la
altura de un club ávido de sostener su prestigio.

El 5 de enero, como estaba previsto, Gareca recibió a


sus nuevos dirigidos en la Villa Olímpica. A las 8.30 de la
mañana, el predio de Parque Leloir se había convertido en
un desfile de jugadores, dirigentes y miembros del cuerpo
técnico. En el gimnasio de musculación, el entrenador saludó
uno por uno a los 33 integrantes del plantel profesional y a
las 9.30 dio su primera charla en el centro del campo de la
cancha número uno. Le tomó veinticinco minutos. El otro
que habló fue el preparador físico, Néstor Bonillo. El núcleo
duro de Gareca se completaba con sus ayudantes Sergio Bo-
cha Santín y José Turu Flores, y con el otro PF, Ernesto Col-
man. Pasados los primeros trabajos físicos y el almuerzo, el
grupo partió en micro rumbo al Hotel Perugia de Necochea.
En la arena, a lo largo de diez días, se llevaría a cabo la

64
puesta a punto.
Camino al centenario de su fundación, con técnico
nuevo, directivos nuevos y hasta la novedad del nexo que
entre ellos representaba Bassedas, Vélez respiraba un aire
definitivamente fresco. En cuanto al plantel, se tomaron de-
cisiones pensadas y consensuadas por todas las partes. El
teléfono del manager no dejó de sonar durante las vacaciones
que compartió en Mar de las Pampas junto a su familia y la
de Damián Manusovich, uno de los mejores amigos que le
había dado el fútbol. Bassedas entendió muy rápido que, en
adelante, el panadero le vendería las medialunas y también
le ofrecería una promesa de goleador imposible de rechazar,
y el dueño de la concesionaria le haría un excelente negocio
para cambiar el auto por un modelo cero kilómetro, aunque
en realidad lo mejor que se llevaría sería ese mediocampista
habilidoso del que todos hablaban.
Santiago Silva había sido el goleador del equipo en el
Clausura 2008, pero en el Apertura que le siguió su nivel fue
bajo, la relación con los hinchas y con sus propios compañe-
ros se desgastó y entonces todos entendieron que lo mejor
era que saliera a préstamo. Así pasó a Banfield. El lateral Pa-
blo Lima se fue cedido a Rosario Central. Emmanuel Fernan-
des Francou, máximo goleador en la historia de las divisiones
menores de Vélez, tampoco convenció al DT en la pretempo-
rada y entonces siguió su carrera en Talleres de Córdoba.
Allí terminaba la lista de bajas.
¿Por qué el continuismo no podía dar sus frutos aun
después de una mala cosecha? Eso se habrán preguntado los
dirigentes de Vélez al momento de tomar ciertas recomen-
daciones que había dejado Tocalli, un hombre respetado que
no cumplió las expectativas como entrenador. Así fue como
se gestaron las llegadas de dos refuerzos clave: Maximiliano
Moralez y Sebastián Domínguez.
“El tiempo de Racing terminó hoy”, advirtió ante la
prensa Moralez con la última esperanza de destrabar la si-
tuación económica que, contra su voluntad, lo alejaba cada
hora del club de Avellaneda. Hacia afuera, el jugador no mos-
traba una preferencia entre Vélez y Estudiantes, los intere-

65
sados en sus servicios. En privado, les comunicó a los diri-
gentes de Vélez su deseo de seguir en Racing, que peleaba
por mantener la categoría. IMG, el grupo inversor que le
había pagado al FC Moscú 4 millones de dólares por el pase,
finalmente arrancó de cuajo el romanticismo y colocó a Fras-
quito en Liniers.
Dos semanas después, los últimos días de enero, se
resolvió la llegada de Domínguez, recomendado especial-
mente por el preparador físico de Tocalli, Jorge Fleitas, quien
había conocido al defensor en su paso por Newell’s. Tan
cierto como que Fabricio Fuentes y Rolando Schiavi eran en
realidad las primeras opciones, descartadas por distintos
motivos. Con el pase en su poder tras desvincularse del Amé-
rica mexicano, Domínguez le vendió a Vélez el 60% de su
ficha en 900 mil dólares y se convirtió en el segundo refuerzo.
Antes de retirarse del mercado, Gareca pretendía que
se hiciera el esfuerzo por un delantero. Los nombres de Ro-
berto Ramírez y Mariano Pavone eran del gusto del entrena-
dor, pero la opción de Cristian Fabbiani se impuso a puro
ruido. Lo del Ogro se acordó de palabra y al día siguiente lo
esperaban para la revisión médica. Así se lo había hecho
saber Bassedas en un diálogo telefónico a las 23.30 del lunes.
Pero antes de la medianoche lo llamó su representante, Lu-
ciano Duthu.
—¿Qué pasó? —quiso saber el futbolista, sin dejar de mirar
el reloj.
—Me llamó Cuiña. River va a ir con todo por vos.
Fabbiani ya no dejó de pensar en la posibilidad de
deshacerse de su palabra. Los diálogos amanecidos con fa-
miliares y con su almohada tampoco lo ayudaron a poner la
cabeza en orden.
A las 9.30, hora en que lo esperaban para realizarse
los estudios, el jugador más buscado pasó por la puerta del
Hospital Italiano sin detenerse. Iba en el auto junto a su tío
Omar y su representante. El médico de Vélez advirtió la si-
tuación y marcó su número, acaso atribuyéndoselo todo a
un simple despiste.
—Dame dos minutos que me voy a tomar un café —contestó

66
Fabbiani al otro lado del teléfono.
—Dale, te acompaño —propuso el médico.
Se sentaron en mesas separadas. Los dos minutos,
cuenta el diario Olé, se hicieron media hora. Una media hora
en la que Fabbiani, con la mirada perdida, no emitió palabra.
—Cristian, vamos a hacernos la revisión —lo apuró final-
mente el médico.
Y entonces Fabbiani dijo lo que era cosa juzgada pero
nadie, salvo sus acompañantes, sabía:
—Perdoname, pero no voy a ir. No siento la camiseta. Anoche
se me vino a la cabeza mi imagen con la camiseta puesta y
no... No quiero jugar en Vélez.
Eran las 10.30 del martes 3 de febrero y algunos to-
davía se desayunaban con el titular que Fabbiani le había ob-
sequiado gentilmente a la prensa deportiva: “Vélez es tan
grande como River”.
A esa misma hora, el gerente de Vélez, Bernardo Bec-
ker, corría por el campo de entrenamiento para tomar del
hombro a Gareca y contarle la novedad.
El desplante mutó, ese mismo día, en el pase del año,
porque Fabbiani dio el volantazo y se marchó a River. Todo
Vélez volcó su furia contra el futbolista y su “falta de ética y
profesionalismo”. Pero los dirigentes debían resolver la ne-
cesidad de Gareca, y una semana después, con el torneo ya
empezado, el nuevo DT supo que contaría con los servicios
de Joaquín Larrivey.
También se sumó Franco Razzotti, quien volvió des-
pués de jugar un año y medio a préstamo en Sporting Cristal
de Perú, donde Gareca lo conoció de cerca como técnico de
Universitario, el clásico rival.
En rigor, Moralez, Domínguez y Larrivey fueron los
tres refuerzos de Vélez para el Clausura 2009. Curiosamente,
los tres tendrían una participación especial en la jugada que
definiría el campeonato.

Gareca recordó a su padre el día de la presentación,


aunque también zanjó: “Siempre he manifestado ser hincha
de Vélez, pero es la última vez que voy a hablar del tema. Lo

67
que quiero es que me juzguen como técnico y que el hincha
quede totalmente al margen”. No fue un detalle menor. A
partir de ese momento, se aferró a la máxima de que los
planteles exitosos se parecen mucho a sus entrenadores. “La
única realidad del fútbol son los jugadores”, diría muchas
veces. Consciente del momento delicado en el que asumía,
con algunos de sus futbolistas cuestionados (Hernán Rodrigo
López y Víctor Zapata a la cabeza), comenzó a moldear la
personalidad de un grupo al que, ya de por sí, le sentaba
bien la austeridad. La excepción la encarnaba uno de los má-
ximos referentes, Fabián Cubero, en pareja desde hacía más
de dos años con la modelo Nicole Neumann. Aunque eso
nunca había alterado la rutina del plantel.
Por el contrario, Cubero se movía como el miembro
de una dinastía con el código de conducta aprendido de me-
moria. Había conocido a Bassedas una docena de años atrás,
cuando el actual manager era uno de los que llevaba la voz
cantante del plantel. Y antes también había sido Bassedas el
juvenil que mirara en el vestuario, desde abajo, la imponente
figura de Gareca. Una tarde jujeña de fines de la década del
90, en pleno partido Patricio Camps retó a Cubero y éste re-
accionó mal. “¿Qué dijiste, nene? ¡Ahora vas a ver en el ves-
tuario!”, lo amenazó Bassedas. “Acá me matan”, pensó el
pibe. Lo que ocurrió en realidad fue algo bien diferente:
cuando finalizó el encuentro, Bassedas lo apartó y le explicó
la importancia de respetar a los mayores, acaso uno de los
mandamientos más ponderados del fútbol. Esa fue su pri-
mera lección de liderazgo.
Ahora Gareca, el conductor designado, estaba ahí para
marcarles el camino y cuidarlos de los atajos que él había to-
mado cuando vestía pantalones cortos. Por eso pretendía
que su equipo se pareciera a su yo del nuevo milenio y, por
lo tanto, que se alejara lo máximo posible del jugador irreve-
rente que él había sido. Porque muchos de los jóvenes que
veían a un sabio entrenador de hablar pausado desconocían
el origen de esa larga melena rubia que ahora lo distinguía
entre sus pares cincuentones. Gareca había sido un verdadero
rebelde muchas veces castigado por el azar y otras tantas

68
por su propia inmadurez. Fue un futbolista que insultaba a
los árbitros -lo suspendieron dos veces y llegó a estar casi
un año entero sin jugar- y que provocaba a las hinchadas ri-
vales. Fue un joven negado a dar el salto natural que pega
cualquier futbolista. Lo buscaron desde Atlético de Madrid,
Sevilla, Torino, América de México. Cuando llegó el emisario
del club italiano, lo ahuyentó con métodos poco ortodoxos:
se puso a atajar en el entrenamiento y hasta le fumó en la
cara. Boicoteó cada una de las ofertas y se fue cuando real-
mente lo sintió.
Más allá de su conducta, la carrera del Gareca futbo-
lista transcurrió más o menos así. Debutó en Boca en 1978.
A lo largo de los dos primeros años jugó unos pocos minutos.
Se mudó a Junín para jugar en el Sarmiento de Roberto Per-
fumo. Marcó 13 goles. Boca lo pidió de nuevo y volvió, pero
ya se había perdido el título del Metropolitano 81 con Diego
Maradona como bandera. Se quedó hasta 1984. Es decir que
vistió la camiseta de Boca durante casi seis años, con excep-
ción de un semestre en el que el club consiguió su único
campeonato nacional en toda la década (mucho más tarde le
sumaría la Supercopa 1989). Pasó inmediatamente a River.
Sí, a River, junto con su compañero y amigo Oscar Ruggeri.
No ganó nada, salvo el odio de la hinchada xeneize. “Gareca
tiene cáncer, se tiene que morir”, le cantaban. Duró apenas
seis meses. Al año siguiente, River se consagró campeón de
América y del mundo.
La Selección fue un trauma que en algún momento él
arrastró a la cotidianeidad de sus clubes. Debutó en 1981,
en un amistoso contra Polonia. Argentina perdió 2-1 en la
cancha de River. César Menotti lo sacó en el entretiempo y el
estadio entero lo silbó. Volvió recién con Carlos Bilardo. Fue
titular en el inicio del ciclo, pero suplente durante casi todas
las Eliminatorias. En el último partido, Argentina necesitaba
al menos un empate para meterse en México 86. El 30 de
junio de 1985, en el Monumental, la Selección local perdía 2-
1. Gareca entró faltando media hora para el final y, veinte
minutos después, empujó en la línea el gol de la clasificación.
Sin embargo, él no fue al Mundial. Se enteró por sus compa-

69
ñeros del América de Cali durante una concentración en
Chile. Y lloró solo en su habitación.
En el equipo colombiano ganó sus primeros títulos.
Recién ahí, también, se sintió realmente querido. Pasados
los 30 pudo darse el gusto de defender la camiseta que más
quería. Al cabo de tres temporadas, marcó 24 goles en Vélez.
Pero se marchó en 1992, un año antes del inicio de la era do-
rada.
En parte compensó esas desventuras en el capítulo
final de su carrera. En 1994, Independiente y Huracán defi-
nieron el campeonato en la última fecha. El partido se jugó
en Avellaneda y el visitante llegó un punto arriba en la tabla.
Resultó una paliza del equipo anfitrión. Gareca marcó el 4-0.
Semanas después, aquejado por la muerte de su amigo Jorge
Gallego Vázquez en un accidente de tránsito, se retiró del
fútbol. No eligió una fiesta en casa con todas las luces ni
aprovechó el fulgor de la Supercopa Sudamericana ganada
días antes. Lo hizo en la cancha de Platense, en un partido
como visitante. Acaso un anticipo del Gareca austero que
vendría después.
Ese único título ganado en el fútbol argentino signi-
ficó, a su vez, una especie de revancha de lo vivido más de
dos décadas atrás. Tenía 13 años el pequeño Ricardo cuando
su padre lo llevó a la cancha para ver campeón a Vélez. Era
una de sus primeras experiencias en la tribuna popular del
Amalfitani. El equipo conducido por el entrenador chileno
Andrés Prieto sólo necesitaba empatar frente a un Huracán
que no peleaba por nada. Comenzó ganando, pero dos ca-
chetazos de la visita arruinaron la fiesta y le sirvieron en
bandeja el título del Metropolitano 71 a Independiente. El
niño vio cómo muchos socios rompían sus carnets mientras
abandonaban la cancha. Jamás pudo olvidar esa imagen.
El día que firmó su contrato como DT de Vélez, Gareca
clavó la vista en una gigantografía que mostraba los títulos
del club. Pensó entonces que, para entrar en la historia grande
de la institución, debía ganar algo. Lo que jamás imaginó fue
que pelearía su primer campeonato, mano a mano y hasta la
última fecha, con el verdugo de su infancia.

70
6
EL POLLO DE CRESPI

—¿Quién es el próximo gran árbitro argentino?


—Puedo nombrar a dos: Baldassi y Brazenas.
En el ocaso de una carrera discreta, Aníbal Hay tuvo
una efectividad asombrosa en su pronóstico de largo plazo
ante una consulta periodística. El peor réferi argentino de la
época, según una encuesta que La Nación hizo entre 100 ju-
gadores, supo presagiar con once años de anticipación a un
colega mundialista y a otro que en menos de un lustro pitaría
cuatro definiciones de campeonato y tres por el ascenso a
Primera División. Más que pálpito, sus palabras escondían
una certeza. Sabía de lo que hablaba. Lo que no alcanzaría a
preanunciar el veterano árbitro, a una década de distancia,
serían su propia caída por denuncias de corrupción y la del
colegiado de Lanús por desmadrar una final.
Apenas 17 días antes de la premonición de Hay se
había producido el debut en Primera División de Gabriel Vito
Brazenas. Hubo diarios que pifiaron el nombre de pila del
juez principiante, al que rebautizaron Guillermo, y otros que
durante ese primer año lo llamarían Gustavo. Ese partido
inaugural en la máxima categoría se jugó el domingo 11 de
abril de 1999 en La Plata. Por la 7ª fecha del Torneo Clausura
Estudiantes y Rosario Central empataron 1 a 1, con goles de
Bruno Marioni y Cristian Colusso, respectivamente. De aquella
actuación sobreviven unos pocos registros estadísticos y nin-
guna incidencia grave.
Tan sólo dos semanas después, en su segundo partido

71
en la máxima categoría del fútbol argentino, Brazenas quedó
envuelto en la primera polémica de su carrera. Tras el empate
sin goles entre Vélez y Ferro, en Liniers, Eduardo Manera,
entrenador del equipo local, opinó piadosamente sobre un
gol anulado a Christian Bassedas cuando la pelota ya había
traspasado íntegra la línea del arco: “Es un árbitro joven y
hay que ayudarlo”. El 2 de mayo volvió a dirigir a Vélez, ante
Boca, y lo hizo correctamente. Fue 0-3 en el estadio José
Amalfitani y de las 34 infracciones cometidas por los prota-
gonistas cobró bien 28.
Brazenas fue calificado “regular” en el empate en cero
entre Independiente y Vélez, a fines de agosto. El 19 de sep-
tiembre jugaron Vélez-Boca, esta vez por el Apertura 1999, y
estuvo nuevamente en Liniers; era la cuarta ocasión en cinco
meses que dirigía al local, que ganó 3 a 1. Juan Carlos Biscay
le dedicó al joven árbitro una columna visionaria en el diario
Olé: “El desempeño de Brazenas no tuvo, como de costumbre,
compromiso. Tuvo fallas técnicas como no amonestar a Gui-
llermo por una patada de atrás a Cubero, no apreciar un
penal de Claudio Husain a Bermúdez. Tampoco asumió la
responsabilidad de tomar la última línea, desde donde podría
haber visto que Samuel no estaba en offside cuando quedó
cara a cara con Chilavert. Dejó hacer a los jugadores y miró
para otro lado (...) Pero no hay peor ciego que el que no
quiere ver… Estos partidos son duros. Si quiere crecer, Bra-
zenas debe cambiar su actitud y agregar compromiso con la
justicia y entrega física”.
Incapaz de desmentir a sus propios colegas, que lo
juzgaban con crudeza desde los medios y también puertas
adentro, Brazenas abrochó otra pésima noche una semana
después en Avellaneda, donde Independiente y Unión empa-
taron 0 a 0. “El árbitro Gabriel Brazenas no estaba en una de
sus mejores noches y el equipo local padeció sus graves erro-
res”, señaló Clarín. Para Olé fue “una pobre noche de Gabriel
Brazenas, el árbitro más joven que dirige en Primera División,
con más en el debe que en el haber”.
Un hecho insólito ocurrió en octubre de 1999, mien-
tras el réferi seguía acumulando dudosos desempeños en su

72
breve historial. La Escuela y el Colegio de Árbitros le enviaron
un comunicado conjunto a Julio Humberto Grondona, presi-
dente de la AFA, quejándose por la no inclusión de Brazenas
entre los postulantes a jueces internacionales. “La excelencia
en el arbitraje argentino fue avasallada posiblemente en un
escritorio. Otra vez, un árbitro de esta asociación ha sido
discriminado”, decía la extemporánea nota. Llama la atención
el tenor del reclamo, que incluso trascendió en los medios,
cuando Brazenas había debutado en Primera División apenas
seis meses antes y sus méritos eran objetados por el perio-
dismo y no pocos jugadores y directores técnicos. Evidente-
mente, su valoración era alta aunque en apariencia no la jus-
tificara.
La espigada figura de Brazenas no pasó inadvertida
en el 3-2 de Racing sobre Lanús, a fines de octubre en Ave-
llaneda, al cobrar un discutible penal a favor del equipo local.
El 28 de noviembre la controversia lo acompañó hasta Jujuy,
donde Gimnasia y Esgrima de esa provincia recibió a Chaca-
rita y lo derrotó 4 a 3, después de doce fechas sin triunfos.
Rubén Capria, jugador funebrero, acusó: “Los jugadores de
Gimnasia se cansaron de pegarnos patadas que el árbitro no
sancionó”.
A mediados de febrero de 2000, por la primera fecha
del Clausura, Brazenas volvió a repetir un mal arbitraje y no
cobró tres penales. Uno a favor de Estudiantes y dos para
Argentinos. “Dirigió de lejos y no pudo ocultar su lentitud
de desplazamientos”, dice una crónica del día siguiente. El
partido terminó 1 a 1, él fue parado una fecha y volvió en la
tercera para reemplazar a Daniel Giménez por una hernia de
disco en Colón-River. Primero vaciló si se jugaba el partido,
debido a la intensa lluvia caída. Tras resolver disputarlo, co-
metió un error clave. A los tres minutos del primer tiempo
omitió un penal por falta de Eduardo Berizzo sobre Claudio
Enría. Pudo haber sido el empate parcial de Colón, que perdía
uno a cero desde el primer minuto de juego y terminó ca-
yendo por goleada.
Pocas semanas más tarde Ferro Carril Oeste, que des-
cendería ese año, derrotó 2 a 0 a Racing en Avellaneda. “Un

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flojísimo Brazenas”, definió La Nación, no cobró para Ferro
un penal por mano de Leonardo Garaycochea y anuló inco-
rrectamente un tanto de Nicolás Sartori por inexistente posi-
ción adelantada. También perjudicó a Racing, ignorando una
falta sobre el Lobo Cordone cuando se iba al gol. El 24 de
septiembre, en Parque Patricios, Boca derrotó 1 a 0 a Huracán
con polémicas. Brazenas expulsó a Jorge Bermúdez en la vi-
sita, en tanto que al defensor uruguayo Sebastián Morquio le
anuló el empate luego de que la pelota rebotara en el palo y
le pegara en la mano.
Por esos meses Juan Carlos Loustau, director de la
Escuela de Árbitros, analizó con preocupación el rendimiento
de Brazenas y lo comparó con el de otros exponentes de
aquel momento: “No tenemos ocho réferis del mismo nivel.
A Baldassi, Brazenas y Pezzotta les cuesta más ambientarse
a Primera División, como ya lo están Elizondo, Giménez y
Sánchez. Hasta les cuesta más recibir las críticas. No tienen
la entereza y la fortaleza anímica que da la experiencia”.
Los reparos de Loustau respecto de Brazenas no fue-
ron un impedimento para que el 10 de octubre de 2000 Jorge
Romo, presidente del Colegio de Árbitros, le presentara a Ju-
lio Humberto Grondona la nómina de árbitros propuestos
para internacionales de la FIFA en 2001: Horacio Elizondo,
Daniel Giménez, Ángel Sánchez, Héctor Baldassi, Claudio
Martín, Oscar Sequeira, Sergio Pezzotta, Fabián Madorrán y,
esta vez sí, Brazenas. La nota, que recibió el sello de aprobado
del Comité Ejecutivo de la AFA ese mismo día, reiteraba en
los ocho primeros casos a los árbitros que habían sido favo-
recidos con la chapa internacional un año antes. El único ad-
venedizo era el noveno candidato, que debió esperar un año
más que Baldassi, el otro niño mimado de la casa, para recibir
esta distinción prematura.
Con el cordobés, Brazenas construyó una rivalidad
que carecía de equivalencias físicas y técnicas. Le envidiaba,
por ejemplo, que Nike lo hubiera elegido para vestir su indu-
mentaria y calzar sus zapatillas. Sin embargo, el de Monte
Chingolo compensaba esas carencias con su cintura política.
Cuenta la leyenda que en el primer piso de AFA Baldassi fue

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designado para viajar al Mundial Sub 17 de Finlandia, en
2003, pero que en el tercero, desde donde reinaba Grondona,
resultó elegido Brazenas.
Su condición de árbitro falible quedó confirmada en
el partido más importante de su -hasta entonces- breve tra-
yectoria. El 10 de diciembre de 2000 Boca, presidido por
Mauricio Macri, visitó a Chacarita en el Amalfitani por la 18ª
fecha del Apertura. A falta de una jornada, el equipo dirigido
por Carlos Bianchi le llevaba dos puntos a River, que jugaba
más tarde con Huracán en Núñez y podía coronarse campeón
en caso de ganar. El Xeneize perdía 2 a 0 y alcanzó el des-
cuento, con un cabezazo de Jorge Bermúdez, tras uno de los
tantos centros “propiciados por faltas inexistentes que san-
cionó Brazenas”, de acuerdo con el cronista de La Nación. Fi-
nalmente River empataría con Huracán y Boca debería esperar
hasta la última fecha para consagrarse en la Bombonera.
Como consecuencia de su pobre desempeño, Brazenas
no fue incluido en el sorteo de la última fecha del Apertura.

Para entender la lógica que rodeó a Brazenas desde


los mismos inicios de su carrera, repleta de claroscuros e in-
trigas, debemos abandonar momentáneamente la línea de
tiempo y conectar brevemente con el presente.
—Les voy a contar una historia —anticipa, a través de un vi-
deochat, el ex réferi Jorge Scazziotta—. En un momento hubo
un árbitro de Primera División que no estaba calificado. Tuvo
muchos partidos importantes y fue internacional, pero no
descollaba. Cuando se retiró, siguió teniendo poder. Era un
árbitro rubio, bastante alto. Ahora les voy a decir quién es.
Brazenas estaba muy pegado a ese árbitro, que fue quien lo
promocionó. Tenía una injerencia muy grande con Jorge
Romo, que aceptaba todas las recomendaciones que le hacía.
Ese árbitro se llama Juan Carlos Crespi.
La misma conclusión hace un asistente retirado pre-
maturamente, tras quedar involucrado en sospechas de dolo:
—Brazenas era íntimo amigo de Crespi, el ex árbitro interna-
cional.
También tiene su versión de los hechos Diego Miche-

75
lini. El árbitro que defendió a Castrilli en 1998 y sobrevivió
dos años en el ambiente “esperando la nada”, como él mismo
define, es elocuente:
—Era vox populi en toda nuestra camada que Brazenas era
el pollo de Crespi.
—¿Qué significa eso en los hechos?
—¡Que te podés equivocar mil veces! Era lo que pasaba. Nos
preguntábamos cómo podía ser que Brazenas ascendiera tan
vertiginosamente. Pifiaba mucho y por ahí la nota en los in-
formes tenía que ser un 5, pero le ponían 6,5.

Este vínculo estrecho con el influyente Crespi, vecino


también de Lanús, explica por qué, a pesar de sus frecuentes
errores y de haber sido parado dos veces en el último año,
Brazenas tuvo una inolvidable Navidad de 2000. Habían trans-
currido apenas 20 meses desde su incorporación a la élite
arbitral, cuando desde Zurich llegó la confirmación oficial
de que la FIFA lo había aceptado como juez internacional. La
carta estaba firmada por el Secretario General Michel Zen-
Ruffinen, quien en 2002 renunciaría tras denunciar la co-
rrupción existente en el seno de la entidad. Junto con la no-
tificación, Brazenas recibió el distintivo que usaría a partir
del 1 de enero de 2001 en su uniforme, un equipo completo
de indumentaria Adidas y una tarjeta de identidad. El kit
completo que garantizaba la membresía a un club exclusivo.
A la edad de Cristo, pero a resguardo de cualquier
cruz, Brazenas había llegado a la cumbre guiado por atajos
que no todos conocían.

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7
POR IZQUIERDA

A Néstor Rodríguez Battaglia los 34 años le pesaban en el


cuerpo, y si algo tenía claro a esa altura del camino era que
al futbolista que había soñado ser lo veía cada vez más dimi-
nuto por el espejo retrovisor de su vida. Si en sus mejores
sueños le había dicho que no a la tentación de dar el salto a
Europa, si la posibilidad de River se había truncado tal vez
por coincidir con los inicios de Enzo Francescoli, quien se
convertiría en uno de los máximos ídolos del club, ahora
que militaba en una liga regional de Paraná ya no iba a torcer
su destino pateando una pelota.
Como vivía en Parque Chacabuco, trabajaba en la fe-
rretería de su padre y cada fin de semana viajaba más de
400 kilómetros para jugar, se entrenaba periódicamente en
Parque Sarmiento junto a otros colegas que andaban en la
misma. Cierta mañana uno de ellos, Claudio Darío Casares,
robó su atención con un anuncio:
—Zurdo, mirá lo que dice el diario.
—“Curso de árbitro para ex futbolistas” —leyó en voz alta
Rodríguez Battaglia.
Sí: el anuncio especificaba, puntualmente, que la ca-
pacitación estaba dirigida a hombres del fútbol que siempre
lo habían visto desde otra perspectiva y ahora podían cruzar
un umbral impensado. El mensaje, que llevaba la firma del
Director de la Escuela de Árbitros de la AFA, Ángel Norberto
Coerezza, decía algo más sin decirlo. Una máxima no fijada
con tinta negra sobre el papel grisáceo: es para ustedes por-

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que hablamos el mismo idioma, sólo para entendidos; una
caricia del corporativismo sobre el final de la vida útil del
deportista o, por qué no, una extensión de su etapa produc-
tiva cuando encontrar jóvenes con ganas de arbitrar y sufrir
puteadas era una empresa difícil. Lo cierto es que Casares
era el único convencido, pero, como sea, el cebo arrojado
para atrapar a su amigo había cumplido el efímero cometido.
El paso inicial, y el más importante, era encontrar un cóm-
plice; el siguiente, convencerlo de que su propuesta era una
oportunidad ante la crisis que la vida plantea para todos en
algún momento de la vida. Aunque estaba claro quién llevaba
el estandarte y quién acompañaba en la partida, ambos estu-
vieron de acuerdo en que debían entrevistarse con el tutor
del proyecto para conocer los detalles.
Coerezza los recibió y les explicó una teoría sin ante-
cedentes, al menos en el país: que los futbolistas tienen ten-
dencia a ser buenos árbitros por la ventaja de sus “conoci-
mientos adquiridos”. “Una oferta imperdible”, hubiera
cerrado, sin sonrojarse, un vendedor callejero de 1988,
cuando el marketing desgranaba cierta rusticidad y ahorraba
mensajes subliminales.
Esas dos temporadas le revelaron a Rodríguez Batta-
glia algunas aptitudes de sí mismo que desconocía por com-
pleto. No tardó en percibir que tenía buen manejo de situa-
ciones enrevesadas, que el diálogo con los protagonistas era
entre pares, que su percepción era especial porque, por ejem-
plo, había incorporado fácilmente la habilidad de estar siem-
pre cerca del futbolista que jugaba bien, a sabiendas de que
la pelota le llegaría con mayor frecuencia.
Había ingresado al sistema como aspirante a comien-
zos de 1988, apenas un mes después que Gabriel Brazenas,
Alejandro Toia y Alejandro Sabino, entre otros. Y se recibió
en septiembre de 1989 junto a su compinche del Parque Sar-
miento y otros hombres que quedaron en la historia como
los primeros futbolistas que se habían quitado las canilleras
de las medias para colgarse el silbato al cuello: Carlos Do-
mingo Jese, Gerardo Boquete, Alberto Pafundi.
Una cosa supo entonces Rodríguez Battaglia, aprisa y

78
para evitar futuras decepciones: con el arbitraje no haría una
diferencia económica. Por lo demás, le costaba convencerse
de que debía prepararse especialmente para enfrentar, con
todas las cosas que pone en juego el fútbol de verdad, a sus
viejos compañeros de profesión. Sencillamente porque aque-
lla formación en la que había ocupado sus últimos dos años
había sido la confirmación de algo que llevaba desde siempre
adosado a sus entrañas.
Ni siquiera él advirtió el momento en que las cargadas
iniciales -“che, Zurdo, mirá lo que cobrás, dejate de joder...”-
mutaron a un respeto absoluto por su investidura. Eso le dio
una confianza que los celos de algunos nuevos colegas se
encargaron de templar: a los nuevos hombres mimados del
referato argentino, en una primera etapa, las autoridades les
daban prioridad para dirigir. Sin embargo, para Rodríguez
Battaglia todo aquello duró muy poco. Pronto vio cómo él
empezaba a quedarse afuera. Y la generosa impresión inau-
gural se desvaneció definitivamente al comprobar que colegas
mucho más jóvenes saltaban de categoría y jugaban sus pri-
meros partidos en el fútbol grande. Él apenas pudo trepar
de la V a la IV -consiguió esa promoción junto a Gabriel Fa-
vale, Rafael Furchi y Claudio Rossi, entre otros- y a ese ritmo
le parecía más viable infiltrarse en el Cartel de Medellín co-
mandado por Pablo Escobar Gaviria que en la élite del arbi-
traje nacional.
Un día de 1992 se dirigió a través de una misiva al
presidente del Colegio de Árbitros, Jorge Romo, para pedirle
que lo tuvieran en cuenta, poniéndolo en aviso de que sólo
había dirigido un partido de Reserva y ni siquiera había sido
evaluado. Incluso condicionaba su continuidad en el oficio a
una respuesta positiva a su solicitud. Mucho más importante
que cualquier palabra resultaría para él ver que su nombre
empezara a aparecer en las designaciones luminosas. Y eso
no ocurrió tal como esperaba, porque al cabo de un año, el
90% de los poco más de 30 partidos dirigidos correspondie-
ron a divisiones menores.
Pero cuando por fin había adquirido cierta regularidad
como juez de línea en categorías del Ascenso, llegó lo que

79
más anhelaba: el debut como árbitro principal se produjo el
domingo 19 de octubre de 1993, eso sí, producto de una fa-
talidad. Humberto Dellacasa, el réferi del partido que esa
tarde disputaban Deportivo Morón y Sarmiento de Junín, se
lesionó a los 38 minutos del primer tiempo.
Sin cuarto árbitro, a Rodríguez Battaglia lo invitaron
a tomar la posta y él no tenía ningún motivo -y mucho menos
la posibilidad- de negarse. Dirigir con tarjetas y silbato pres-
tados y con un solo juez de línea eran apenas obstáculos
que el destino le había preparado para su prueba de fuego.
El guiño definitivo lo aportaba hacerlo en una cancha en la
que tantas veces había servido de anfitrión como futbolista
del Deportivo Morón, allá por 1977. Cuando lo reconocieron,
los hinchas del equipo local se lo recordaron con las humo-
radas que las tribunas del fútbol argentino regalan desde
tiempos inmemoriales: “¡Battaglia, como jugador fuiste un
desastre, pero como árbitro sos peor!”.
El dueño de casa se impuso por 3 a 0, él sancionó con
buen criterio un penal y esa misma tarde los relatores elo-
giaron su actuación, sin dejar de destacar las condiciones en
las que había capeado al toro. Al día siguiente, el diario Cró-
nica lo calificó con un “bien”. A partir de ese momento, más
allá de lo que pudiera venir y de lo que en efecto vendría, su
sentimiento hacia el arbitraje tendría mucho que ver con un
amor platónico.

El fútbol le hizo conocer el desencanto a los 13 años,


cuando Huracán lo rechazó en una prueba y se fue a probar
suerte a Vélez, el primer lugar donde se sintió cobijado.
Desde 1967 y al cabo de dos décadas la lista se completó
con clubes de todas las categorías y variada geografía: San
Lorenzo (fue en esa etapa cuando se recibió de Maestro Mayor
de Obras en la Escuela Técnica Otto Krause), Deportivo Ar-
menio, Excursionistas, Atlético Tucumán, Deportivo Morón,
Central Norte, Santamarina de Tandil, El Porvenir, San Telmo,
Huracán de Mendoza. En el ocaso de su carrera jugó para
equipos de las ligas regionales de San Pedro, Trenque Lau-
quen y Paraná.

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Cuando ya había alcanzado su madurez futbolística,
un emisario del Atlético de Madrid que vivía en la Argentina
la resaca del Mundial 78 le propuso dar el salto al fútbol es-
pañol porque allá necesitaban un wing izquierdo. “Déjemelo
pensar”, le contestó, y cuando su esposa lo instó a que hiciera
lo que quisiera, llegó a la conclusión de que extrañaría a los
suyos, a su tierra, a su todo lo que era. Y dejó partir el avión.
Cerca de los 30, según su propio relato, Luis Cubilla
le habría dado la improbable oportunidad de jugar en River:
cuenta que en una práctica lo probó de mediocampista por
la derecha, el puesto en el que -por esos días- el DT hacía ju-
gar a Enzo Francescoli. Tuvo un buen desempeño en el en-
sayo, aunque quedar atado a la suerte de un uruguayo que
no tardaría en hacer historia con la camiseta millonaria
abortó de un latigazo el sueño del que ya empezaba a des-
pertar (y eso que cada tanto despierta en el momento en que
ingresa a la cancha de River con la “10” del Beto Alonso, su
máximo ídolo). Esos son los mejores recuerdos de Rodríguez
Battaglia como futbolista, un trabajo que jamás lo salvaría
económicamente pero al que deberá agradecer cada día de
su vida. Primero, por abrirle las puertas de un mundo gober-
nado por el vértigo, y finalmente por mantenerlo, desde hace
ya más de 50 años, vigorosamente activo.

Rodríguez Battaglia, El Zurdo, completó su tridente


futbolero cuando se recibió de director técnico mientras pro-
mediaba la carrera arbitral, que extendió hasta 1995. En ade-
lante el futbolista volvería sólo para jugar los torneos ama-
teurs -pero no menos competitivos, y de tradición centenaria-
del club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, donde supo
ostentar el cargo de Director del Departamento de Fútbol.
Dos años antes de presentar su renuncia a la AFA ya
había sentido que “la cosa no iba”. Sobre todo porque en los
partidos más importantes le daban responsabilidades jurídi-
cas más allá de la línea de cal, como lineman. Y él, que creía
en sus capacidades como árbitro principal, se consideraba
en cambio un mediocre juez de línea. Su mayor pecado era
el de la distracción: exactamente todo lo que no puede hacer

81
un hombre que fiscaliza el juego bandera en mano.
La tarde del 7 de marzo de 1993, ante un estadio col-
mado y frente a miles de espectadores que seguían las accio-
nes por televisión, casi lo echó todo a perder. La historia co-
menzó torcida, cuando a Rodríguez Battaglia le pareció
divertido recurrir a las influencias de su padre, amigo de un
directivo de Boca, para que lo designaran en un partido de
uno de los dos clubes más grandes del país al que nunca ha-
bía dirigido. Abracadabra, días después de su pícara plegaria
había sido seleccionado para integrar la terna liderada por
Francisco Lamolina en un Vélez-Boca que se disputaría en
Liniers.
Apenas comenzado el segundo tiempo, Walter Pico
inició una jugada que, tras empastarse en una madeja de pa-
tadas, erigió como fugaz protagonista a Omar Asad: El Turco
punteó entonces una pelota con la que habilitó nuevamente
a Pico, ubicado en clara posición adelantada. Rodríguez Bat-
taglia advirtió la ubicación ilegal del mediocampista y levantó
la bandera pero, al descubrir que Lamolina hacía caso omiso,
la volvió a bajar. Una fracción de segundo después, con el
jugador de Vélez siempre en offside, la máxima autoridad
del partido sancionó una falta dentro del área que se convirtió
en penal para el equipo local. Los jugadores visitantes, con
Alejandro Giuntini a la cabeza, se abalanzaron sobre el réferi,
acusándolo de ignorar la advertencia del línea, que había
transformado un acierto en una grosería de la que ya no
había vuelta atrás. Roberto Trotta marcó desde los doce pa-
sos, Alberto Federico Acosta empató a siete minutos del
final, pero Giuntini llegó tarde al control antidoping y el Tri-
bunal de Disciplina sancionó al defensor con cuatro meses
de suspensión y le dio el partido ganado al dueño de casa.
En la zona de vestuarios, Rodríguez Battaglia vio una
vía de escape para su protagonismo indeseado y distrajo las
miradas del periodismo en una conversación casual con el
vicepresidente de Vélez, Raúl Gámez.
—¿Sabés una cosa? Yo hice el curso de técnico y estoy pen-
sando en dejar el arbitraje —se presentó.
—Mirá, está Bianchi de técnico en la Primera, pero te podría-

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mos incluir para que les des a los jugadores charlas sobre el
fuera de juego —se lo sacó de encima el directivo.
Lo que Gámez no sospechaba en ese momento era
que nacía una relación que trascendería sus propias idas y
vueltas en la política del club, incluidas las desavenencias y
los logros de sus tres presidencias. Rodríguez Battaglia, por
su parte, comenzaría una relación laboral con la institución
que se renovaría año tras año y cumpliría nada menos que
un cuarto de siglo.
Sólo quedaba pendiente la desvinculación de AFA,
ante la amenaza de que alguien denunciara una incompati-
bilidad de funciones que manchara su nombre o el del club.
Se reunió con Julio Grondona y le planteó la situación. El
dueño del fútbol argentino le otorgó la bendición con la pro-
mesa de que le devolvería el trabajo si el plan “V” fallaba.
Rodríguez Battaglia no tardaría en comenzar a dirigir
los partidos amistosos del primer equipo de Vélez mientras
ganaba lugar como entrenador en las divisiones menores del
mismo club. Nuevamente había nadado hasta Liniers en busca
de su salvavidas.

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84
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LA SOMBRA DEL DIRIGENTE

Raúl Gámez es el dirigente más influyente de la historia mo-


derna de Vélez. Por resultados y por legado. A diferencia de
otros, obtuvo una gran exposición cuando desde la plata-
forma del club inició una cruzada quijotesca contra Julio
Grondona. De esa exposición y de ese enfrentamiento nació
la alegoría del campeón indeseable. Algo así como un club
odiado por un sistema perverso que, no obstante, le permitía
vivir una vida feliz.
Gámez había salido de la tribuna. Lideró la hinchada
-siempre negó el rótulo de barrabrava- durante casi dos dé-
cadas. Lo apodaron Pistola no por su actitud temeraria, sino
porque así les decían en la esquina a los piolas. “No te hagas
el Pistola”. Armas, jamás. Lo suyo eran las piñas. Las peleas
por banderas y discusiones que pasaban a mayores. “Nunca
gané una”, dijo cada vez que le preguntaron. Desde el para-
valanchas vio el campeonato del 68. Siguió a la Selección en
México 86, donde cosechó una célebre batalla con los hooli-
gans ingleses. La foto de su rostro golpeado salió en los dia-
rios.
A principios de esa década había ocupado un cargo
en la CD de Vélez, al que renunció por desacuerdos políticos.
Volvió en el 91 como vicepresidente de la lista de unidad
conformada entre las principales cuatro agrupaciones políti-
cas del club. En rigor, era el encargado del fútbol profesional.
El propio presidente, Ricardo Petracca, lo había empoderado.
Fue el artífice de la llegada de Eduardo Luján Manera, el DT

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que pudo haber puesto fin a casi un cuarto de siglo de sequía
de no ser por la existencia del Newell’s de Marcelo Bielsa. El
mérito se lo llevó una temporada después Carlos Bianchi,
otra medalla colgada en el cuello de Gámez.
Por aquellos años ya dejaba ver su militancia a favor
del rol social de los clubes y contra la intervención de los
privados. Furioso radical, meses antes de que Carlos Menem
fuera reelecto presidente de la Nación lo acusó públicamente
de demagogo, de utilizar al fútbol para sacar ventaja y de
pergeñar una campaña contra Vélez por su posición contra
las sociedades anónimas.
En 1995 renunció al cargo de vice tercero porque atra-
vesaba una crítica situación financiera. Sin embargo, al año
siguiente presentó su candidatura y se convirtió en presi-
dente. Siguió eligiendo bien a los entrenadores. Exitoso co-
merciante mediano, aplicó una equilibrada política de com-
pra-venta. Mantuvo a los jugadores que constituían un
verdadero patrimonio del club, como José Luis Chilavert. Li-
mitó la ascendencia de algunos representantes y a algunos
de esos peces gordos directamente los expulsó.
Si bien fue un gestor eficiente de los recursos de
Vélez, políticamente careció de toda la coherencia que mos-
traba detrás del escritorio. Su relación con Grondona fue
una verdadera montaña rusa. Comenzó siendo su niño mi-
mado y, nombrado secretario de selecciones nacionales, viajó
a los mundiales de Estados Unidos 94 y Francia 98. Cuenta
la leyenda que un oneroso resumen de la tarjeta de crédito
corporativa de la AFA al regreso de Francia detonó la relación.
Grondona lo había llevado con él por el mundo, presentado
a las grandes figuras del fútbol internacional y seducido con
su arma más efectiva: el poder. Pero apenas advirtió que su
delfín abusó de su generosidad, le bajó el pulgar.
Con todo, hacia 1999 Gámez todavía elogiaba públi-
camente a Grondona. “Le hace muy bien al fútbol y es muy
necesario que se quede”, decía, y agregaba que a él le quedaría
grande el sillón de Viamonte. Un concepto que repetiría en
muchas entrevistas a lo largo del tiempo.
En julio de ese mismo año, se celebró una gran cumbre

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de clubes en Ezeiza. Estaba en discusión un proyecto impul-
sado por Mauricio Macri para introducir las sociedades anó-
nimas en el fútbol. Grondona le había prometido su apoyo al
presidente de Boca, quien reparó en el engaño recién con el
resultado de la votación puesto: 24 a 1. “Perdimos, Mauricio”,
lo consoló Don Julio.
Más allá de la votación, el corto plazo expuso el fra-
caso de Ezeiza y apenas asomaron los primeros gerencia-
mientos, Gámez comenzó a deslizar algunas críticas. Corría
el año 2000 cuando disparó una frase eslogan: “O Grondona
cambia o hay que cambiarlo a él”. Denunció la grondonade-
pendencia de los clubes y exigió un reparto más bondadoso
del dinero de la TV. En diciembre de 2002, ya iniciado su se-
gundo ciclo como presidente de Vélez hizo un llamado a la
unidad de los clubes para ayudar a Grondona. ¿De qué forma?
“Tenemos que dejarlo a un costado para trabajar todos juntos
y así defender los contratos de los clubes”.
En 2003 contestó las clásicas 100 preguntas de El
Gráfico: “Yo dije: ‘Si Grondona no cambia, hay que cambiarlo
a Grondona’. Pero cuando volví me di cuenta de que Gron-
dona quiere cambiar muchas cosas y nosotros, los dirigentes,
lo ayudamos muy poco, no le respondemos, no nos juntamos.
Grondona abre puertas que no abrimos nosotros, pero no
las aprovechamos”.
—¿Cuál sería la frase hoy? —quiso saber el periodista Diego
Borinsky.
—Tenemos que cambiar los que vamos seguido a AFA —re-
conoció Gámez.
—¿Cómo es su relación actual?
—Buena. Tiene un estilo y una forma que yo criticaba de
afuera porque me parecía que aumentaba su poder. Ahora
pienso que tiene poder por capacidad. Es una figura muy
grande, que te va dominando.
—Entonces su ciclo no está terminado…
—No, para nada.
—¿Usted es el único que no dice todo el tiempo “sí, Julio”?
—No, yo también digo “sí, Julio”. Estoy dentro del sistema y
a veces es para decirle “sí, Julio”. El otro día, cuando lo escu-

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ché hablar en la conmemoración de los 25 años del Mundial
78, me sentí incómodo por haberlo criticado tanto. Me di
cuenta de que no tengo ni la mitad de su trayectoria. Y eso
hay que respetarlo.
El 1 de julio de 2004, día de su cumpleaños número
60, Gámez se tomó licencia por seis meses. Porque una vez
más había ayudado a sanear las finanzas de Vélez, pero des-
cuidado la economía familiar.
Inquieto, volvió a endurecer su discurso en 2005
cuando dejó oficialmente la presidencia (tras las elecciones,
quedó como vice tercero de Álvaro Balestrini) y lanzó, ahora
sí, su candidatura para suceder a Grondona. “Hay que renovar
la AFA. Grondona tiene tantos años y tanta experiencia que
el resto de los dirigentes casi no participa. Cuando vamos al
Comité Ejecutivo, vamos para decir sí o no a algo que ya está
decidido”, le dijo al diario Clarín.
A través de la revista Un Caño, el mismo año disparó
desde otro flanco: “Yo creo que los árbitros no tienen nada
que ver, aunque el presidente quiere cada vez dominarlos
más. Sé que hay jueces que odian dirigir Arsenal porque, si
se equivocan, quedan condenados”.
Siguieron los dardos en la carrera hacia las elecciones
en la casa madre del fútbol. Por momentos aumentó el nivel
de agresión. “Es un inescrupuloso Grondona. Es alguien que
está enfermo de poder y de la plata”, dijo en mayo de 2007.
Sin embargo, en esa misma entrevista con radio La Redonda
confirmó que no se presentaría a las elecciones de octubre.
Cuando llegó el día, una vez más Grondona no tenía
oponentes: 44 asambleístas lo votaron a favor. Vélez e Inde-
pendiente lo hicieron en blanco.
Un año más tarde, durante la presidencia de Fernando
Raffaini, Gámez era el modesto representante de socios. A
algunos de sus miembros los había llevado él mismo de la
mano hasta la puerta del club, pero ya no formaba parte de
la comisión directiva. Más allá del “maneja Gámez desde
afuera”, que tanto se hacía oír en Liniers, la estela del rival
más obstinado de Grondona siempre estaba presente.
La ambivalencia de Gámez, un viaje permanente entre

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la autocrítica y la verborragia, marcó la relación Vélez-AFA
durante largos años -incluso después de su segunda presi-
dencia- sin que ello perjudicara deportivamente al club dís-
colo.
Algunos testimonios recogidos durante el proceso de
investigación sirven para ilustrar hasta dónde la pelea con
Grondona (en rigor, éste rara vez se hizo eco públicamente
de las balas de Pistola) creó una nube ficticia sobre el cielo
de Liniers.
Además de integrar durante más de 20 años el Tribu-
nal de Disciplina de la AFA, Luis Parietti es un viejo conocido
de Gámez. Jura haber sido testigo de una escena que, de tan
recurrente, el propio protagonista reveló en distintas entre-
vistas periodísticas:
—¿Por qué no te callás la boca, que gracias a Julio conocimos
el mundo? —le reclamó su esposa, Alicia Beatriz, al escu-
charlo criticar al mandamás de la AFA.
—Tenés razón —concedió Gámez.
Parietti cierra con una frase contundente: “A Vélez,
Julio le armó todo para que la AFIP le condonara una deuda
de 500 mil dólares. La dirigencia de Vélez respondía a Gron-
dona”.
Andrés Ducatenzeiler, quien como presidente de In-
dependiente entre 2003 y 2005 convivió con Gámez en las
reuniones de Comité Ejecutivo, confirma: “Puteaba afuera y
adentro firmaba todo lo que decía Grondona”.
Como si el palmarés no bastara, Julio Baldomar Dianti,
vicepresidente segundo de Vélez entre 2008 y 2011, ahuyenta
el fantasma de la conspiración: “Yo creo que a Grondona no-
sotros le servíamos para demostrar que, aunque le pegára-
mos, igual salíamos campeones”.

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9
EL ESCORPIÓN Y LA RANA

Se termina el verano de 2001 y Gabriel Vito Brazenas se en-


cuentra en el mejor momento de su carrera, acaso de su
vida. Encabeza el ranking de árbitros del Torneo Clausura,
según los puntajes de La Nación, con un promedio de 6,40
en cinco fechas. Con esa excusa Carlos Beer, periodista del
diario, se cita con el vecino de Palermo en un bar cercano al
Rosedal. Brazenas habla con serenidad de sus orígenes hu-
mildes en Monte Chingolo, de las internas arbitrales y termina
explicando por qué en el contestador de su teléfono celular
suena la música de Titanes en el ring, el legendario programa
de catch liderado por Martín Karadagian.
—¿Mirabas al árbitro William Boo? —lo chicanea Beer, ha-
ciendo alusión al personaje del juez corrupto que favorecía
a los luchadores malos.
—¡Sí! Yo sabía que era una cosa armada. Ese es un referente:
William Boo —responde Brazenas, haciendo una mueca que
remeda una sonrisa.

En medio de una huelga por el atraso en el pago de


salarios de los jugadores, a comienzos de mayo Brazenas
vuelve a atender a la prensa y reconoce que “es raro un do-
mingo sin insultos”. Aprovecha el día otoñal para ir a comer
un asado junto a su esposa, María Irene Balbi, y sus hijos Ju-
lieta (6) y Gabriel (2), en el complejo deportivo de la Asocia-
ción Argentina de Árbitros, en el Bajo Flores. Los hijos de
Brazenas corretean esa tarde en el predio, ubicado a pocos

91
metros de distancia del estadio Pedro Bidegain. El árbitro no
lo sabe aún, pero allí lo espera, en pocas semanas, el primer
partido definitorio de un título de Primera División.
Los colegas que recuerdan esos encuentros sociales
sostienen que era muy difícil entrar en charlas íntimas. “Para
él era todo muy sencillo, tomaba con liviandad cualquier co-
mentario o situación. A pesar de que muchos hemos com-
partido almuerzos con nuestras familias, me cuesta encontrar
compinches de Brazenas. No era un tipo al que se viera con-
tinuamente en grupos. En ese sentido, se manejaba muy
solo”, cuenta el ex árbitro Jorge Ferro.

El 10 de junio San Lorenzo recibe a Unión, por la 19ª


fecha del Torneo Clausura. Con un empate el dueño de casa
es campeón, ya que aventaja por tres puntos a River, anfitrión
de Lanús en el Monumental. “Los nervios matan. Por eso
cuando Romeo se zambulle en el área y Brazenas compra,
llega el alivio”, dice Página 12. Penal y gol para el 1 a 0, con-
vertido por el propio delantero, ventaja que se amplía con el
gol de Walter Erviti. Pero entonces Unión descuenta y el em-
pate se vuelve una amenaza cierta, aunque las noticias que
llegan desde Núñez son tranquilizadoras. River cae por 2 a 1
y las remotas chances que tenía de antemano se esfuman.
En el minuto 86, con el resultado 2 a 1 a favor, los
hinchas de San Lorenzo rompen el alambrado e ingresan a la
cancha para anticipar un festejo irreversible. “Así, con miles
de particulares a los costados del campo y con los bomberos
tirando agua hacia las tribunas, Brazenas se vio obligado a
suspender el encuentro”, agrega la crónica. El partido no se
reanudó y San Lorenzo salió campeón, aunque el árbitro de-
bió declarar en la Fiscalía Nº 8 en la causa caratulada “Inci-
dente de Prevención General”.
Sorprendió que apenas tres días después del título
de San Lorenzo, casi sin descanso, Brazenas haya sido asig-
nado al partido de ida de la Promoción que definiría una
plaza en Primera División para la próxima temporada. En el
estadio Centenario, Quilmes derrotó 1 a 0 a Belgrano con gol
de Agustín Alayes a los 15 minutos del segundo tiempo. El

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local pudo haber abierto el marcador en la etapa inicial, por
un penal que Fabio Schiavi pateó por arriba del travesaño. La
posibilidad malograda llegó por una falta inexistente de Mar-
celo Goux a Alejandro Domínguez, según coincidieron la ma-
yoría de los medios. La revancha sería uno de los siete inten-
tos fallidos del club presidido por José Luis Meiszner antes
de volver a Primera en 2003, ya que Belgrano ganó sobre la
hora y por tener ventaja deportiva conservó la categoría.
Brazenas tendría un semestre para el olvido que no
lo privaría, sin embargo, de jugar el partido más trascendente
de su carrera a fin de año. En ese Torneo Apertura dirigiría
en 14 de las 19 fechas. No estuvo en la primera ni en la 18ª
(lo asignaron a un partido clave por el ascenso a la Primera
División, Olimpo-Gimnasia de Concepción del Uruguay) y en
tres jornadas fue parado por mal desempeño: la 7ª, por acu-
mulación de errores en la 5ª y 6ª fechas (Boca 3 - Chacarita 1
y Racing 0 - Belgrano 0), la 12ª (Belgrano 0 - River 2) y la 15ª
(Racing 1 - Chacarita 0). Dos partidos favorables a Racing -el
futuro campeón, a quien también beneficiaría en la defini-
ción- y otros dos perjudiciales a Belgrano, equipo que des-
cendería al final de la temporada.
A principios de diciembre viajó a Córdoba y dejó su
marca en la derrota 3 a 1 de Talleres ante San Lorenzo. La
crónica de Clarín fue impiadosa: “Talleres tuvo que jugar
contra viento, marea y Brazenas. El árbitro se equivocó
cuando el partido aún no había cruzado la frontera del cuarto
de hora. El juvenil Leonardo Baroni apenas rozó a Cornejo,
quien se tiró sin descaro, y Brazenas compró penal. Hace
dos fechas, cuando Racing enfrentó a Chacarita, el mismo
juez cobró una infracción inexistente de Javier Pinola a José
Manuel Chatruc y el puntero ganó gracias a ese error. Gui-
llermo Rivarola aprovechó una nueva equivocación y 1 a 0”.

Gustavo Campagnuolo fue el primero en enterarse, al


atardecer del jueves 27 de diciembre de 2001, que Racing
era campeón de la liga argentina luego de 35 años de esteri-
lidad futbolística. Acababa de descolgar un cabezazo llovido
de Darío Husain sobre la misma línea del arco y de caer abra-

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zado a la pelota, tras exagerar un roce de Federico Domín-
guez, para enfriar los cada vez más furiosos embates de Vé-
lez. El árbitro no tuvo dudas y marcó foul, por una carga ilí-
cita que no se llegó a observar. Gerardo Bedoya, por las
dudas, le sacó el balón de las manos al arquero y se lo llevó
bien lejos. Tal vez para hacer tiempo o porque le asustaba
verlo tan cerca de la meta.
Unos pocos segundos antes, Gastón Sessa había aban-
donado su propia área en busca de ese gol agónico que, sin
nada aparente en juego, le permitiría al anfitrión dar vuelta
el partido y pasar a ganarlo sobre la hora.
—¿Qué hacés, Gato? ¡Ya termina! ¡La concha de tu madre,
hijo de puta! —le gritó desencajado el recién ingresado Chiche
Arano a su ex compañero, que en estado de trance fue a bus-
car el cabezazo heroico sobre el final del partido.
Con un jugador menos, por expulsión de Jonás Gutié-
rrez, Vélez estaba poniendo de rodillas a Racing. La sensación
en Liniers era que le bastaban un par de centros más para
provocar una fatalidad deportiva, en el marco de un clima
de conmoción social todavía agitado por las aspas del heli-
cóptero presidencial. Quedaban treinta segundos más el des-
cuento, una eternidad. La noche se iba cerrando sobre Liniers,
aunque era pleno día.
Una vez que se disipó el tumulto y se incorporó del
césped, el arquero de Racing le imploró al árbitro.
—Decime por favor cuánto falta, mirá cómo está esta gente,
¡se van a morir!
Brazenas le echó una mirada inexpresiva a las 14.000
personas que desbordaban la popular visitante y, luego de
sopesar mentalmente los costos y beneficios de recuperar
los cinco minutos perdidos, lo tranquilizó.
—Poné la pelota en el piso, sacá y lo termino.
Igual que Walter White mutó definitivamente a Hei-
senberg en Breaking Bad al calzarse el sombrero, al pronun-
ciar esa frase cómplice Brazenas dejó de ser un simple árbitro
de fútbol. Decidió que no iba a poner en riesgo el desahogo
nacional por un apego estúpido al reglamento. Cuando el
zapatazo de Campagnuolo cruzó la mitad de la cancha, sin

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mirar el reloj pitó con toda su fuerza y señaló el círculo cen-
tral. Racing era otra vez el monarca del fútbol argentino y
Vito Estanislao Brazenas, el padre del árbitro, lo celebraba
como hincha.
El equipo de Reinaldo Merlo había alcanzado la meta
con los últimos vapores de gasolina en el tanque, tras empa-
tar 1 a 1 con Vélez. Bastaron un gol en offside (el línea
Alberto Barrientos se reconocería tiempo después fanático
del club) y la omisión del tiempo extra, a pesar de las inte-
rrupciones y los cinco cambios. Sin necesidad de explicárselo,
el sistema le había otorgado a la terna poderes plenipoten-
ciarios para mantener a raya a los eventuales aguafiestas
disfrazados de rivales.
Si el mundo del fútbol simpatizaba con el éxito racin-
guista, que servía además de ungüento casero para restañar
las heridas de la inminente crisis que azotaría a la Argentina,
Vélez no ocultaba su fastidio por el empate. Una reacción ló-
gica si, como sugieren no pocas fuentes y básicamente el
sentido común, sus jugadores estaban incentivados por River,
que había vencido 6 a 1 a Central y hubiera salido campeón
con la derrota de Racing. “Nunca me gusta hablar de los ár-
bitros, pero lo que hizo Brazenas fue muy permisivo. Cortó
demasiado el juego y no penó con severidad algunas faltas.
Además, éste debe haber sido el único partido en el mundo
en el que no hubo descuento”, se quejó Edgardo Bauza, en-
trenador de Vélez, mientras casi todo el país festejaba el tí-
tulo albiceleste.
En una nota enviada al día siguiente a Jorge Romo,
Brazenas justificó no haber adicionado el tiempo correspon-
diente “debido a la gran cantidad de efectivos policiales,
bomberos y fotógrafos ubicados casi al límite del campo de
juego, lo que impedía la normal continuidad del encuentro”.
El árbitro dijo haber agregado dos minutos, cuando en reali-
dad lo finalizó a los 90 clavados. Por ese motivo José Di Leo,
ayudante de campo de Bauza, le gritó “la concha de tu madre”
y fue informado.
En su libro Doce Noches, de 2015, Ceferino Reato plan-
tea que la definición del Torneo Apertura 2001 se convirtió

95
en un tema de Estado que llegó a ser discutido en la propia
Casa de Gobierno por las autoridades políticas interinas: Ra-
cing debía salir campeón como fuera. “En realidad, las sos-
pechas no se posaron tanto en Barrientos como en Brazenas,
un árbitro muy a gusto de Grondona y de Romo, tanto que
fue elegido para varios partidos definitorios en los torneos
de la década pasada. Brazenas era considerado una carta
que Grondona se reservaba para los partidos que le importa-
ban mucho, más allá de la formalidad de los sorteos”.
Como para ratificar la sospecha de que siempre era
designado para los partidos que realmente importaban, Bra-
zenas fue el elegido para dirigir la primera de las dos finales
de la Primera B Nacional en mayo de 2002. Por primera vez
en su historia, el equipo fundado en 1957 por Julio Humberto
Grondona tenía la oportunidad de llegar a la máxima catego-
ría del fútbol argentino. De visitante, Arsenal derrotó a Gim-
nasia de Concepción del Uruguay por 2 a 1. A pesar del penal
que concedió a los locales sobre el final del primer tiempo,
esa tarde los hinchas entrerrianos se sintieron ultrajados.
Afirman los testigos que “a Brazenas le dirigió el partido
desde adentro de la cancha el pelado Gustavo Grondona”,
hijo de Héctor y sobrino de Julio Humberto. El técnico, que
supo ser volante creativo en el equipo de la familia, había re-
gresado al club para ayudarlo a subir a la A.
El ascenso se consumaría una semana después, en
Sarandí, donde casi sucede una tragedia. Previo al comienzo
del juego se cayó una cabina de transmisión, lastimando al
periodista José Jozami. Por exceso de público, también cedió
una platea y se derrumbó un alambrado perimetral. Hubo en
total ocho heridos, pero cuando Héctor Baldassi estaba a
punto de decidir que el partido no se disputaría, debido a la
falta de garantías, el hijo de Grondona y presidente de Arse-
nal, Julito, le pasó su teléfono celular: “Tomá, explicale a mi
viejo por qué lo suspendés”. Finalmente, contra toda lógica,
la pelota se puso en juego y Arsenal llegó a Primera.
La siguiente misión de Brazenas, apenas quince días
más tarde, fue conducir la segunda final por la Promoción
entre Lanús y Huracán de Tres Arroyos, que salvó del des-

96
censo al equipo del sur. Y a fines de 2002 llegaría su segunda
definición de un torneo de Primera División. Boca necesitaba
una derrota del líder Independiente en la cancha de San Lo-
renzo para llegar a un desempate. Considerando el antece-
dente de Brazenas en Racing el año anterior, en Indepen-
diente recibieron su designación como un “mensaje mafioso”.
El relator Marcelo Araujo aseguró en los días previos que si
el equipo local ganaba iba a recibir del club presidido por
Mauricio Macri unos 200 mil pesos, más cinco mil para cada
jugador titular. Durante la transmisión, la cifra se duplicó:
500 mil pesos.
Al llegar al Nuevo Gasómetro, Andrés Ducatenzeiler
se acercó a saludar a Brazenas. Lo encontró reunido con un
alto dirigente de San Lorenzo y Aníbal Hay, veedor de AFA,
situación que le inspiró desconfianza. Sin embargo, con el
partido 0 a 0, antes de la media hora el árbitro omitió un pe-
nal cobrable de Juan José Serrizuela al Beto Acosta. “Cuando
le consulté a Brazenas por qué no lo había cobrado, sólo se
sonrió”, dijo el delantero.
Independiente abrió el marcador pocos minutos más
tarde, a través de Federico Insúa. A los 40 Brazenas sí cobró
penal para San Lorenzo, por una dudosa infracción sobre
Rodrigo Astudillo, pero el línea Juan Carlos Rebollo marcó
offside y entonces el árbitro se vio obligado a revertir el
fallo, aunque antes de hacerlo se acercó a consultarlo. En el
segundo tiempo, Independiente convirtió dos goles más y, a
pesar del triunfo de Boca sobre Rosario Central en la Bom-
bonera, se consagró campeón. Jorge Trasmonte, periodista
de Olé, señaló sobre la actuación de Brazenas: “No justifica
que lo designen para partidos de esta envergadura”.
Acerca de Rebollo, en 2007 el árbitro Juan Pablo Pom-
pei pidió por escrito que el asistente no volviera a integrar
sus ternas luego de convalidar dos goles de Arsenal en posi-
ción adelantada ante San Lorenzo. También lo denunció pú-
blicamente su colega Daniel Giménez, ya exonerado del arbi-
traje, por favorecer al club de Grondona y a River.
En tiempos mucho más calmos que entonces, un im-
portante dirigente de aquel Independiente comparte una ver-

97
sión de lo que pudo haber ocurrido.
—Yo creo que Brazenas lo traicionó a Grondona en ese par-
tido. A él lo pusieron para que Independiente no ganara,
pero no colaboró o alguien no lo dejó colaborar. O Brazenas
cobró el penal y un hijo de puta le levantó la bandera. ¿En-
tendés lo que te digo? Hay cosas más importantes que la
plata: por ejemplo, la pasión. Una vez uno de la barra me
dijo: “¿Ves esa bolsa de banderas?”. Yo le respondí: “Sí, ¿qué
pasa?”. “Vale más que tu vida”, me advirtió. Macri podía com-
prar voluntades con dinero, pero quizás a Brazenas alguien
le dijo: “Esas banderas valen más que tu vida”.
Años después de aquella controvertida definición en
el Bajo Flores, Ducatenzeiler protagonizaría un reencuentro
épico con Brazenas. En plena Panamericana, el ex presidente
de Independiente reconocería al árbitro a bordo de otro auto.
Tras hacer sonar la bocina en varias oportunidades para lla-
mar su atención, le hizo señas amistosas para que se detu-
viera en la banquina. Brazenas se bajó perplejo de su vehículo
y, sin que mediara palabra, recibió un abrazo de Ducatenzei-
ler. Si se trató del reconocimiento a un favor pasado o de
otra cosa, sólo ellos lo saben.

Hacia 2003, el referato era un desorden absoluto. En


un contexto de sospechas de favoritismo a ciertos clubes,
cuando no de corrupción, se produjo la caída de Fabián Ma-
dorrán por razones no del todo claras y hubo cambios en la
cúpula. Carlos Coradina fue designado director de la Escuela
de Árbitros de la AFA en lugar de Juan Carlos Loustau, aun-
que siguieron como profesores los influyentes Juan Carlos
Crespi y Abel Gnecco, laderos de Grondona y Romo. Es opor-
tuno, a esta altura del relato, hacer un repaso de los princi-
pales compromisos asignados a Brazenas: entre mediados
de 2001 y fines de 2002 fue el juez principal en dos defini-
ciones de campeonato y tres promociones que involucraron
a clubes de la zona sur, peso pesados en términos históricos
y políticos: Racing, Independiente, Quilmes, Arsenal y Lanús.
En todos los casos, los resultados les fueron favorables. Y en
casi todos la actuación del árbitro fue cuestionable.

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Brazenas siguió tomando decisiones desacertadas du-
rante varios partidos de ese año: en Chacarita-Boca le otorgó
un discutible penal al visitante, que ganaría 2 a 0 (“A Boca lo
ayudaron a sostenerse”, tituló Página 12). En el empate entre
Talleres y Boca, según Clarín, “los cordobeses cuestionaron
duro a Brazenas por la jugada en la que cobró el penal que
convirtió Schiavi”. José Pastoriza, entrenador del equipo cor-
dobés, aconsejó a la AFA “tener mucho cuidado al designar
este tipo de árbitros, quienes generan violencia cobrando fa-
llos que no existen”. Ese día Brazenas se vio obligado a aclarar
ante los medios “que dirigió con honestidad”. Entre conflicto
y conflicto, el 29 de junio lo designaron para jugar su cuarta
definición de un torneo de Primera División en menos de
dos años. River fue campeón tras derrotar 2 a 0 a Olimpo en
Bahía Blanca.
Por si no le bastaba con hacerse notar dentro de las
canchas, Brazenas se las ingenió para no pasar desapercibido
fuera de ellas. Quizá como una forma de indemnizarse de
las carencias de su infancia, se valía de los privilegios que
obtenía del sistema para estimular una personalidad jactan-
ciosa. La esposa de uno de sus mejores amigos del ambiente
arbitral, cada vez que lo atendía cuando llamaba al teléfono
fijo de su casa, le decía a su marido: “Es para vos, te llamó
yo-yo”.
En otra oportunidad estaba mirando un partido de
tenis en el country Los Horneros, en Ingeniero Maschwitz.
Allí Brazenas tiene desde 2001 una casa donde se instala to-
dos los fines de semana. Al terminar el juego abordó a uno
de los jugadores, vecino de él. Y tuvieron esta conversación:
—¿Quién es el tipo contra el que estabas jugando? Nunca lo
vi por acá.
—¿Qué, me vas a cobrar alquiler ahora?
—No, boludo, yo choreo bancos, no viejitas jubiladas. En se-
rio, ¿quién es éste?
—Un tipo con el que voy a hacer un negocito.
—Ah, entonces no lo hagas.
—¿Por qué?
—Mirá, una pelota de él picó afuera y te la cantó buena, una

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tuya pegó en la línea y te la cantó mala. Y la que no te pudo
chorear te dijo “vamos a jugarla de vuelta”.
—Vos sos un hijo de puta.
—No, yo vivo de esto. Se juega como se vive.
A los cinco meses, Brazenas se volvió a cruzar con su ve-
cino.
—Gabriel, ¿podés hablar? ¿Te acordás de aquel tipo? Me cagó.
—¿Viste? Tengo la universidad de la calle.
Esa arrogancia a veces asomaba en circunstancias
inesperadas. A cierto árbitro malogrado le tocó pitar, en
Gerli, a El Porvenir contra un equipo de mucha historia en
Primera, que circunstancialmente se encontraba en la B Na-
cional. Ganaba el local 1 a 0 y todo hacía presumir una nueva
victoria para el club de Enrique Merelas, uno de los hombres
poderosos de AFA e incondicional de Grondona. Pero, luego
de un partido casi perfecto, ese árbitro tuvo la ocurrencia de
adicionar cuatro minutos en vez de trapalonear, que significa
hacer lo que recomienda el sistema. Cuando faltaban treinta
segundos para que expirara el tiempo reglamentario, el con-
junto visitante consiguió el empate en una arremetida. Ese
descuido le costaría al réferi ser desterrado un año y medio
en la B Metropolitana.
A los pocos días de caer en desgracia, el árbitro aten-
dió un llamado solidario en su casa. Era Brazenas. El consejo
post mórtem que le dio fue inolvidable.
—Hablé con Enrique y le dije que era injusto lo que te habían
hecho. Pero él te pidió para que lo dirigieras. ¡Boludo, debiste
haber cobrado foul a Dios!
Un par de años antes de sorprender tiñéndose el pelo
de rubio platinado, Brazenas se apareció en un entrenamiento
con una EcoSport cero kilómetro color bordó. Lo que más
impactó a sus compañeros no fue tanto la versión full del
vehículo, recién lanzado por Ford, como el dibujo de un es-
corpión ploteado sobre el capot. Un escorpión igualito al que
picó a la rana de la fábula, tras convencerla de que lo ayudara
a cruzar el río porque no sabía nadar. Un escorpión que jus-
tificaría ese acto insensato, que culminaría con su propia
muerte, porque estaba en su naturaleza.

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10
EL CAMINO ES LA FELICIDAD

En los primeros días de 2009, lo único que necesitaba Mario


Bolatti era regresar a la Argentina. “Tengo que salir de acá”,
le dijo al diario portugués Récord. Próximo a cumplir 24
años, con poco rodaje en el Porto, el rubio mediocampista
cordobés se sentía atrapado en un saco de futbolista inútil.
El salto a Europa había cubierto las expectativas económicas,
pero allí terminaban las bondades del primer mundo. Ni si-
quiera había sido inscrito para jugar esa temporada la Cham-
pions League. Por eso, cuando lo llamaron de Independiente,
decidió que era el momento ideal para relanzar su carrera.
La prensa nacional anunció el traspaso, bajo el siempre pru-
dente “arreglo de palabra”. Pero una brisa de verano bastó
para llevarse la palabra y arrastró a Bolatti a un destino, a
priori, algo menos prometedor.
Menos prometedor y bastante insólito.

Un mediodía del mismo enero, en la casa de la madre


del presidente de Huracán sonó el teléfono. Lo atendió su
hermano Lucas. Era una llamada de larga distancia que tenía
un objetivo concreto: ofrecer a Bolatti a Huracán. “Preguntale
a tu hermano si lo quiere”, escuchó el hombre en la breve
conversación. Apenas Carlos Babington recibió la notificación,
le costó reconocer el apellido. Con la ayuda de Internet supo
que había saltado de su Córdoba natal a Portugal sin escalas,
después de ascender y descender con Belgrano, donde había
debutado en Primera. Cuando consultó por la actualidad del

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futbolista, le dijeron que en Europa no daba pie con bola y
que el Porto estaba dispuesto a cederlo sin cargo para que se
revalorizara.
—¿Qué me da Bolatti? —preguntó el presidente, seco, a uno
de sus habituales asesores.
—Hace seis meses que no lo veo pero, si es la mitad del úl-
timo, te va a dar un salto de calidad.
Entonces Babington tomó el teléfono y llamó a Ángel
Cappa.
—¿Bolatti? Pero yo pedí a Borzani —se plantó el entrenador,
como si todo se tratara de una confusión fonética.
—Ángel, el que vos decís juega en Rosario Central. Este juega
en el Porto…
—A mí me hablaron bien de Leonardo Borzani. Ese es el 5
que quiero —insistió Cappa.
—Mirá, Ángel, por Borzani nos piden 200 mil dólares y en
cambio Bolatti viene gratis, porque el sueldo lo paga el Porto.
—Bueno, traelo, traelo —cedió el DT.
A falta de tres días para el inicio del campeonato, Hu-
racán le ponía una pieza más a su rompecabezas. Bolatti se
sumaba a Eduardo Domínguez, Federico Nieto y el uruguayo
Leonardo Medina. En cambio, se habían ido Hernán Barcos,
Alejandro Limia, Carlos Casartelli, Matías Gigli, Germán Cas-
tillo y Diego Herner.
Bolatti saludó a sus compañeros y en su primer día
jugó para los titulares en la práctica de fútbol. Cappa se con-
venció rápidamente de que el nuevo saldría entre los once
en el partido frente a San Martín de Tucumán por la primera
fecha.
La noche previa al debut, el metro noventa de Bolatti
no entraba en la cama de la concentración. Los pies le que-
daban afuera y las maderas dejaban su marca a la altura de
los tobillos. La solución improvisada fue tirar el colchón en
el piso para descansar, como pudiera, antes de su primera
cita. Quizá no estaba en el lugar soñado, pero al menos
Bolatti recuperaba la sensación de sentirse valorado.
Huracán estaba listo para cerrar la primera velada del
Clausura 2009 en el Ducó. El partido estaba programado

102
para el viernes a las 21, después de Tigre-San Lorenzo. El
único detalle era que el transfer de Bolatti no llegaba. Los di-
rectivos se comunicaron con la AFA, donde un empleado ad-
ministrativo informó que hasta el lunes no habría noveda-
des.
Babington llamó entonces a Julio Grondona con la es-
peranza de encontrar un parche de apuros. El hombre que
tenía solución para todo le prometió zanjar la cuestión du-
rante esa misma jornada. Sin embargo, las horas pasaron sin
novedades y Cappa dio la charla técnica sin confirmar el
equipo.
Una vez finalizada, Bolatti se separó del grupo para
atender una urgencia en el baño. Diez minutos después, se
dio cuenta de que todos se habían marchado y él estaba en-
cerrado y solo en un lugar desconocido. Alguien había puesto
llave a la puerta y olvidado al nuevo adentro. El solo hecho
de pensar que se perdería el debut junto a sus compañeros
por un accidente ridículo a Bolatti le hizo sentir más ver-
güenza que desesperación. Tan distinto y acelerado era todo
en su nueva vida que ni siquiera había tenido tiempo de pe-
dirle el teléfono a uno de sus compañeros.
Cuando -ahora sí- el sudor comenzó a correrle por la
espalda, se le ocurrió llamar a su representante para que
éste diera aviso y alguien acudiera al rescate. Así ocurrió, y
cuando por fin Bolatti llegó al vestuario, todos los jugadores
estaban cambiados. Pese a todo, la certeza de que esa noche
no sería protagonista por culpa de unos papeles le dio tran-
quilidad. Se vistió sin prisa. “¿Estás para jugar 90 minutos?”,
le preguntó, por las dudas, Cappa. “No sé”, se limitó a res-
ponder, despreocupado, el mediocampista.
A falta de veinte minutos para el comienzo del par-
tido, Huracán realizaba los movimientos precompetitivos
con doce jugadores en el césped: los diez confirmados más
Gastón Esmerado y Bolatti. Sí, Bolatti, por las dudas.
En el palco, Babington todavía esperaba el llamado
milagroso. En la cancha, Osvaldo Gullini, el coordinador de
fútbol, era el enlace entre él y el cuerpo técnico.
Francisco Fatiga Russo encaró al árbitro Juan Pablo

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Pompei para advertirlo de la situación. “No hay problema, si
está por llegar la habilitación no estamos haciendo nada
malo”, le devolvió el juez.
Y entonces el teléfono del presidente sonó.
—Carlos, te voy a dar una buena noticia: puede jugar —dijo
Grondona.
Babington se comunicó con Gullini, que seguía en la
mitad de la cancha y se encargó de pasarle la posta a Cappa.
Ahora sí, Bolatti era titular.
Luego de 45 minutos sin acción, en el entretiempo el
entrenador volvió a hacerle la misma pregunta de la previa.
El futbolista le contestó que estaba para jugar un rato más.
Diez minutos después, lo interpeló por tercera vez y encontró
la misma respuesta. “Ya está, que juegue todo el partido”, le
dijo Cappa a Fatiga Russo.
A los 41 minutos del segundo tiempo de un partido
gris, César González movió rápido un tiro libre en el vértice
del área del equipo tucumano mientras el árbitro amonestaba
a Marcelo Quinteros. Patricio Toranzo recibió la pelota por
derecha, escapó sin marca y pateó al arco casi sin ángulo,
con tanta fortuna que le salió un centro cuyo destino fue la
cabeza de Bolatti. El 1-0 depositó tres puntos en la cuenta de
Huracán. Y aquella carambola fue, tal vez, la mejor ironía
para describir en qué condiciones afrontaría el club todo lo
que le esperaba.
Eso sí: días después, Bolatti empezó a dormir en un
sommier nuevo.

El segundo capítulo trasladó a Huracán al Cilindro de


Avellaneda. Como César González había regresado horas
atrás de un partido amistoso con la selección de Venezuela,
Cappa decidió reemplazarlo por Patricio Toranzo. Esa fue la
única variante respecto a la primera formación del campeo-
nato. Por lo demás, nadie ajeno al plantel podía ilusionarse
todavía con un juego fluido, vistoso y de un entendimiento
pleno entre las partes.
Del debut sólo había quedado en el haber la impor-
tancia del triunfo. Nadie sospechaba lo que ocurriría esa

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tarde en la casa de Racing. Menos cuando a los diez minutos
de juego Matías Martínez puso en ventaja al local. A partir
de ese momento, hasta el hincha más optimista tenía derecho
a resignarse y a pensar que la historia no sería tan distinta a
la mayoría de las vividas en un escenario donde Huracán no
ganaba desde hacía 17 años.
Todo lo que vendría después ocurrió con demasiada
celeridad. En diecisiete minutos, el equipo de Cappa marcó
cuatro goles: dos de Matías Defederico, uno de Federico Nieto
y el restante de Javier Pastore.
Como suelen decir en estos casos las crónicas de los
diarios el día después, el segundo tiempo estuvo de más. El
marcador ya no se movió, Huracán se relajó y Cappa aprove-
chó para ensayar algunas variantes. A los 24 minutos, sacó a
Nieto y puso a Esmerado con la intención, por un lado, de
soltarlos a Defederico y a Pastore; y por el otro, de reforzar
la zona de contención. El Gato cumplió al pie de la letra lo
que se le había pedido y el DT lo felicitó en el vestuario de-
lante del presidente. Mientras todos se preguntaban qué ha-
bía ocurrido aquella loca tarde en Avellaneda, Cappa ponía
el foco en un detalle de apariencia menor. Eso le permitió
ganarse la fidelidad y la predisposición de Esmerado para
realizar la tarea que se le encargara en el momento adecuado.
Y, a su vez, sirvió para que ese líder positivo tirara del carro
desde afuera más que nunca, con la satisfacción de saberse
útil para el grupo.
La parte más luminosa de aquel capítulo, en cambio,
puso en primer plano a Defederico. Aunque ya había mos-
trado retazos de su talento, la de Avellaneda fue su primera
actuación consagratoria. Tres años atrás, cuando jugaba en
la quinta división, había llamado la atención de Babington,
quien en aquel momento advirtió a Antonio Mohamed para
que lo promoviera al primer equipo. Si bien el DT le hizo
caso, el chico categoría 89 no tuvo demasiadas oportunidades
ni en la B Nacional ni luego en la máxima categoría. En el
Apertura 2008 había disputado un solo encuentro y, antes
de que se concretara la llegada de Cappa, quería marcharse
para jugar en el barrio donde había nacido: Mataderos. Pasar

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a Nueva Chicago significaba que estaba dispuesto a bajar de
división. Cappa lo convenció y lo puso de titular en la última
fecha de ese torneo. Defederico abrió el camino en la goleada
por 3 a 0 sobre Vélez. Meses después, su explosión en los úl-
timos metros lo ponía en el podio de un equipo que comen-
zaba a hacer barullo.

Sin embargo, el golpe de realidad no tardó en llegar.


El mismo tiempo que había invertido en aplastar a Racing
fue el que utilizó Gimnasia de La Plata para anotar el doblete
que bajó a Huracán de la punta. Empeoró las cosas la expul-
sión de Carlos Araujo, sobre todo por la dificultad para su-
plantarlo nada menos que ante Boca en la fecha siguiente.
Dicen que, cuando Javier Collado le mostró la segunda ama-
rilla al lateral derecho, desde la platea del Ducó a una sola
persona se le escapó una sonrisa: José Beraldi, un ex corredor
de autos, poderoso empresario del transporte, dirigente de
Boca en tiempos de Mauricio Macri y también padre de Gastón
Beraldi, el defensor que había realizado toda su carrera en el
ascenso y que el Clausura 2009 lo tuvo como un abonado
fijo en el banco de suplentes de Huracán.
—¿Y ahora? —quiso saber el padre después del partido, en-
tusiasmado con la posibilidad que se presentaba.
—¿Y ahora, qué? No sé, no depende de mí. Vamos a ver qué
dice Ángel.
La respuesta casetera del futbolista ante su propio
padre quizá era una forma de calmar la ansiedad. En su fuero
más íntimo sabía que, si el entrenador era consecuente con
la simpleza de la que presumía, él tendría su chance. “La
cama en la habitación, el inodoro en el baño”, repasó en su
mente Beraldi. Otro lateral derecho puro no había en el plan-
tel, así que sí: había llegado su hora. Y aunque no confirmaría
el equipo hasta el día del partido, Cappa lo paró en el equipo
titular en la primera práctica rumbo a su expedición a la
Bombonera. Para ese encuentro el entrenador también qui-
taría a Leandro Díaz -no podía jugar porque su pase perte-
necía al club rival- y a su 9 de área -Nieto-, y reforzaría el me-
diocampo con Toranzo y Esmerado.

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Las últimas palabras del DT antes del juego ratificaron
lo que Beraldi ya suponía. Cuando pisó el césped con su hija
a upa, saludó primero a la hinchada visitante y después a su
esposa, que ocupaba un palco VIP a la altura del mediocampo,
pegado al de Diego Maradona; y luego a sus padres, verdade-
ros anfitriones desde el palco presidencial. Las cámaras de
televisión lo pusieron en primer plano, no porque fuera la fi-
gura del equipo sino por todo lo que su apellido representaba
en ese lugar del mundo. Tampoco era su primera vez allí:
había jugado dos veces con la camiseta de Nueva Chicago.
Pero ésta, se convenció, sería diferente. Y no se equivocó.
Boca superó a Huracán no tanto en el juego como sí
en la jerarquía de sus individualidades y en la capacidad
para aprovechar los errores ajenos. Bajo una lluvia torrencial,
Pablo Mouche desparramó a Beraldi antes de servirle el pri-
mer gol a Martín Palermo. El segundo nació de otro error po-
sicional de la última línea, que permitió una contra fugaz y
dejó a Luciano Figueroa -por el andarivel del 2- mano a mano
con Gastón Monzón. El último, después del descuento de
Eduardo Domínguez que ilusionó a los visitantes en los mi-
nutos finales, también llegó tras un ataque al lateral defen-
dido por el debutante Beraldi. Fue el propio Figueroa quien
sentenció la historia con el 3-1.
Aunque todavía no lo sabía, Beraldi no volvería a tener
minutos como futbolista profesional.
Mientras una síntesis pragmática sugería barajar y
dar de nuevo, un episodio cotidiano le hizo creer a Cappa
que no había vuelta atrás en el camino elegido. Juan, un
señor mayor que abría las puertas de los coches en un centro
comercial del barrio de Retiro, vio al entrenador de Huracán
y lo encaró para felicitarlo pese a la derrota: “¡Qué grande,
Angelito! ¡Ni un centro tiramos!”.

Huracán se recuperó ante su gente, frente a Gimnasia


de Jujuy que, como Racing, sacó ventaja temprano con un
cabezazo a la salida de un córner. Sin brillar, el equipo en-
contró premio en la paciencia y el sentido de la oportunidad.
Los goles de Nieto y Paolo Goltz lo devolvieron al tren de

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pretendientes, aunque -por el momento- con un entusiasmo
mesurado.
Una semana más tarde, en Rosario, Huracán invirtió
los factores y se volvió a casa con un sabor amargo en la
boca. Dominó el juego pero sólo empató. Estuvo dos veces
arriba en el marcador, gracias a los goles de Nieto -la empujó
con el arco vacío tras una exquisita habilitación de Pastore-
y Carlos Araujo, quien se corrió del libreto para firmar una
obra de antología.
Tomó la pelota en la mitad de la cancha y, lanzado en
velocidad, recorrió unos veinte metros, apiló a tres futbolistas
de Newell’s, descargó en Defederico y picó al vacío. El delan-
tero devolvió la pared y el defensor quedó solo frente al ar-
quero Sebastián Peratta, le amagó para debilitar su resistencia
y finalmente remató al gol.
Pero el anfitrión tenía un arma inesperada para resol-
ver todos los problemas. El héroe de la tarde, Leonel Vangioni,
clavó dos bombazos, uno de izquierda y otro de derecha, la
pierna que no le servía ni para subirse al colectivo, de acuerdo
al chiste que por aquellos días se instaló en el vestuario ro-
sarino. Carlos Arano se fue expulsado a los veinte minutos
del complemento y Cappa un cuarto de hora más tarde, por
reclamarle al árbitro Diego Abal un penal no sancionado con-
tra Defederico.
En la fecha 7, Huracán afrontaba otra prueba de ca-
rácter. Recibía a Lanús, líder del campeonato y firme candi-
dato al título. La manta corta amenazaba la ilusión del pro-
yecto. Con dos titulares afuera -el capitán Goltz por lesión y
Arano por expulsión- y sin reemplazantes naturales, Cappa
debió improvisar con el bombero Esmerado como central y
con el juvenil Kevin Cura como lateral izquierdo. Estaba claro
que el equipo llegaba con los pies destapados, pero en pocos
minutos les mostró a todos que tenía la cabeza bien cubierta.
El propio Esmerado -y de cabeza, valga la redundancia- marcó
el primero. Los dos siguientes los firmó Pastore, pero la ela-
boración estuvo a cargo de su socio Defederico. Huracán le
dio un verdadero baile al puntero y la gente en la tribuna se
contagió, primero con el clásico “oooooole”, y después con

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un grito de guerra: “Que de la mano, de Ángel Cappa, todos
la vuelta vamos a dar”.
La idea estaba inoculada en el plantel y, sin embargo,
llegarían las dos derrotas más injustas de todo el torneo,
atravesadas ambas por la dolorosa ley del ex. Contra el Colón
dirigido por Antonio Mohamed, recibido con una ovación en
el Ducó, Huracán ejerció un control monopólico del juego,
pero se chocó contra el gol tempranero de Alfredo Ramírez,
contra el arquero Diego Pozo y hasta con el capricho que
suelen imponer los palos del arco rival. Visto desde el otro
lado, el visitante aprovechó la ventaja inicial para hacer gala
de su solidez defensiva, cuidar lo que había conseguido casi
de casualidad y subirse a la punta del Clausura.
Precisamente ese duelo de estilos quedó plasmado
en las declaraciones del final. Con las pulsaciones en alto,
todavía sobre el terreno de juego, Arano disparó: “Nos en-
contramos con un equipo defensivo que lamentablemente
no juega a nada a pesar de que tiene buenos jugadores. Hoy
se llevan tres puntos que no merecen”. Cappa lo resumió
con el mismo espíritu y mayor diplomacia: “Ellos se defen-
dieron con once y no pudimos tener situaciones de gol”.
Consultado al respecto, con un habano encendido en la
puerta del vestuario y el canto de agradecimiento todavía en
sus oídos, Mohamed prefirió evitar la polémica: “Esto es fút-
bol, qué va a ser. No opino”.
Aunque no incidió en el resultado, los relatores, y el
día después los diarios, coincidieron en la pobre actuación
de Gabriel Vito Brazenas. El árbitro que se cruzaba, por pri-
mera vez en el campeonato, en el camino de Huracán.
En Parque Patricios, Huracán hizo de visitante ante
Independiente, al que le prestó su cancha todo el campeo-
nato. Con el Libertadores de América en obras, Independiente
dejó de usar el estadio de Racing por los elevados costos de
alquiler y se mudó al Ducó. Allí, al equipo de Cappa le faltó
el peso para nivelar los errores propios y, también, algo de
fortuna. El partido, una vez más, se resolvió demasiado rá-
pido. A los nueve minutos, Defederico puso en ventaja a los
“visitantes”, que cuatro minutos más tarde ya estaban 2-1

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abajo. Una mala salida de Bolatti dejó a Federico Mancuello
solo frente a Gastón Monzón. El mediocampista lo fusiló con
un zurdazo inalcanzable. El segundo llegó tras un centro de
Gastón Machín que cabeceó al gol -al borde del área chica-
Daniel Montenegro, un ídolo de los quemeros.
En el entretiempo, Cappa le habló a Bolatti: “Los erro-
res forman parte de esto y grandes son los que los dejan
atrás. Vos lo vas a superar”. El futbolista nunca olvidaría
aquellas palabras. Con Monzón fue un poco más severo: lo
amenazó con quitarlo del arco si volvían a convertirle por no
salir de la línea de meta. Ese mensaje también dejaría huella
en el corto plazo.
El complemento siguió con el dominio absoluto de
Huracán, que se quedó con uno menos por la expulsión de
Eduardo Domínguez a los 26 minutos. La derrota lo alejó de
los primeros planos y arrojó un saldo ajeno a las ambiciones
que el equipo despertaba: sumaba sólo 13 puntos sobre 27
en juego.
Sin embargo, la polarización de la tabla le daba una
chance, porque promediando el certamen los pretendientes
todavía eran muchos y todos dejaban puntos en el camino.
Pese a quedar más lejos que nunca de la cima -seis unida-
des-, no era una ventaja imposible de descontar. Esa fecha,
por los empates de Lanús y de Colón, erigió a un nuevo líder:
Vélez.

El sprint de Huracán en adelante fue asombroso. Co-


menzó en casa, con un triunfo aplastante aunque trabajado
sobre Argentinos Juniors. Una vez más, tuvo que correr desde
atrás, en este caso por el gol de Gabriel Hauche. Arano de-
volvió la tranquilidad con un zurdazo cruzado desde afuera
del área que hizo estéril el esfuerzo de Sebastián Torrico. Lo
mismo hizo Bolatti después del descanso. Tras desperdiciar
varias situaciones claras, incluido el penal que Torrico le
atajó a César González, el local lo liquidó gracias a los goles
de Nieto y Toranzo.
En la semana, Huracán fue noticia por dos acciones
extrafutbolísticas. Invitados por la Secretaría de Derechos

110
Humanos, tres jugadores -Goltz, Bolatti y Arano-, gran parte
del cuerpo técnico encabezado por Cappa y el presidente Ba-
bington visitaron la ESMA, donde vieron un documental y re-
corrieron el centro clandestino de detención de la Armada
por el que pasaron unos cinco mil desaparecidos durante la
última dictadura cívico militar. “Es una manera de rendir ho-
menaje a todos esos chicos jóvenes que soñaban con una
Argentina más justa, más solidaria, más igualitaria y más
democrática y que pagaron con su vida ese sueño”, les dijo
Cappa a sus acompañantes antes de ingresar. El DT, allá a lo
lejos un modesto marcador de punta bahiense, llevaba orgu-
lloso una historia de militancia que en la década del 70 lo
había obligado a abandonar el país. El Archivo Nacional de la
Memoria constató que fue la primera visita al lugar de una
delegación deportiva.
Horas después Cappa visitó el barrio Zavaleta, una de
las zonas más olvidadas de la Ciudad. Les contó a los chicos
que él, como ellos y también como el fútbol, nació en un ba-
rrio. En Villa Mitre. “El fútbol es de los barrios. Tenemos que
dejar todo, adentro pero también afuera de la cancha. Hay
que saber que uno no es más que nadie, porque uno solo
nunca puede ser más que todos juntos”, les dijo. Y después
presenció un partido de fútbol popular.
El último sábado de abril, Huracán también salió de
excursión. Contra Tigre, Ezequiel Filippetto jugó por primera
vez en el campeonato. Ocupó el lugar, nada menos, que del
lesionado capitán Goltz. Con gol del Maestrico González a
los 35 minutos del primer tiempo, Huracán embolsó otros
tres puntos.
La racha continuó frente a Godoy Cruz. Otra vez el
equipo de Cappa remontó un resultado para imponerse fi-
nalmente por 3 a 2 con tantos de Goltz, Nieto y Defederico.
Entonado, con tres triunfos al hilo, al Globo lo esperaba en
La Plata una verdadera batalla de varios frentes ante Estu-
diantes: futbolística, por la madurez que mostraba el equipo
de Alejandro Sabella -un par de meses después se consagraría
campeón de América-; y dialéctica, por todo lo que represen-
taba un club identificado con la filosofía de Carlos Bilardo y

111
otro que, de la mano de Cappa, estaba atravesado por el
pensamiento de César Menotti.
Se jugó como un verdadero clásico y el local utilizó
todas las artimañas para que los visitantes, y en particular
su entrenador, sintieran que estaban en territorio hostil. An-
tes del comienzo del partido, un personaje de supuestos po-
deres mágicos se acercó a Cappa para saludarlo y “mufarlo”.
El hombre del bigote lo abrazó y le susurró al oído: “¿No te
da vergüenza ser tan pelotudo?”. Las dos hinchadas colmaron
las tribunas y las banderas colgadas en la popular local del
Estadio Único insultaban a Cappa: una de ellas corrió el límite
del folklore al emparentar su apellido a los de Menotti y Vi-
dela. El equipo liderado dentro de la cancha por Juan Sebas-
tián Verón dominó el primer tiempo y sacó la merecida ven-
taja gracias a un cabezazo de Christian Cellay, quien no
celebró la conquista por su pasado en Huracán y, en cambio,
se cubrió el rostro con ambas manos, como reprochándose
haber cometido una traición imperdonable.
En el entretiempo, Cappa no habló de fútbol. Simple-
mente dio un discurso destinado a tocar el corazón y el or-
gullo de sus dirigidos. “Parecen chicos de colegio asustados.
Prefiero perder con atrevimiento”, les dijo. Lo cierto es que
en el segundo tiempo el equipo mostró una actitud diferente
y llegó a la igualdad por vía aérea. Un simple córner que Hu-
racán intentó jugar en corto debió repetirse porque, en lugar
de esconder las pelotas, esta vez la picardía había mutado a
un mecanismo inverso: arrojar pelotas a la cancha para obli-
gar a sacarlas y demorar el juego o, en el peor de los casos,
para interrumpir una acción peligrosa del rival. Así fue que
el árbitro Javier Collado ordenó realizar el tiro de esquina
nuevamente y esta vez Defederico envió el centro al punto
penal, donde Bolatti ganó la pulseada del salto y colocó su
cabezazo cerca del palo izquierdo de Mariano Andújar. Pese
a que en las matemáticas le cortaba el envión, para Huracán
fue importante no perder ese partido. Ya habría tiempo, más
pronto de lo esperado, para volver a brillar.

—Voy a tirar tres caños —le dijo Pastore a Araujo mientras

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se acomodaba las medias en el vestuario.
—Dejate de joder, Flaco. Hoy jugamos contra River —le de-
volvió el defensor.
Es cierto que el River de Néstor Gorosito no era un
homenaje a la historia del club. Tras la afrenta de quedar úl-
timo en el torneo anterior, ahora venía de quedar eliminado
en la fase de grupos de la Copa Libertadores y, si bien man-
tenía una posición expectante en la tabla, tampoco era un
animador genuino del campeonato. Con el resultado puesto
y todo lo que sucedió ese sábado en Parque Patricios, pocos
recuerdan que a Huracán le costó entrar en ritmo y que el
equipo visitante tuvo las mejores oportunidades para abrir
el marcador.
Cuando el plan A no fluye, suelen ser los jugadores
más inteligentes los que ven la luz. Pastore no era un habitué
de los zapatazos de media distancia. Sin embargo, a los 39
minutos de juego, recibió de Toranzo, dio cuatro pasos cortos
y desde la derecha, a unos veinte metros del arco rival, con
un tiro violento dibujó una parábola cruzada que dejó sin
efecto el esfuerzo de Daniel Vega.
En la segunda mitad, Cristian Villagra facilitó la tarea
del dueño de casa cuando se tiró con los pies para adelante
en una disputa con Toranzo y se fue expulsado. Cuatro mi-
nutos después, Pastore recibió una vez más de Toranzo, pero
ahora dentro del área y sin oposición; extendió su carrera
hasta el límite de la cancha y sacó un centro que, tras una
carambola, encontró el pie de Leonardo Medina, el delantero
que reemplazaba al lesionado Nieto. Fue el primer tanto del
uruguayo con la camiseta de Huracán.
—No puedo creer lo bien que juegan. ¡Qué baile nos están
dando! —les comentó Cristian Fabbiani a los jugadores su-
plentes de Huracán que, como él, realizaban ejercicios de
precalentamiento para ingresar.
Gorosito metió tres cambios en simultáneo. Uno de
ellos fue Fabbiani, quien comenzó a correr detrás de una pe-
lota que parecía responder únicamente al mandato de las ca-
misetas azules. Huracán tocaba corto y erosionaba el espíritu
de un River desesperado. El “ooooole” de la tribuna era en-

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sordecedor. Cuando al partido le quedaba un cuarto de hora,
Defederico habilitó a un Pastore lanzado en velocidad que,
para quedar mano a mano con el arquero, superó con un
caño a Nicolás Sánchez -ya le había tirado uno a Oscar Ahu-
mada-; y ahora sí, frente a un Vega diminuto, amagó, abrió el
pie y selló el tercero. El 4-0 definitivo lo anotó Toranzo, cuya
presencia en la cancha había costado 100 mil pesos de cláu-
sula por ser jugador de River. El árbitro Sergio Pezzotta se
apiadó del gigante arrodillado y terminó el partido antes de
que se cumpliera el tiempo reglamentario.
Faltaba más: horas después, con el triunfo de Gimna-
sia (LP) sobre Vélez, todo Huracán supo que la cima, ahora
en manos de Lanús, estaba a sólo dos puntos de distancia.

Como si todavía debiera dar pruebas de carácter, el


fixture obligó a Huracán visitar el Gigante de Arroyito en la
fecha 15. “Ustedes juegan bien, pero les digo una cosa: los
cracks ganan estos partidos. Ahora los quiero ver”, los desafió
Cappa a Pastore y a Defederico. El DT sabía que necesitaba
de ellos para marcar una diferencia de calidad en un estadio
que sería un hervidero y frente a un rival que sacaba provecho
de esa condición. Los dos lo miraron, sin decir palabra.
Una bandera comenzaba a repetirse allí donde jugara
Huracán como visitante: “Gracias Cappa por el fútbol bien
jugado”. La cita era una invitación a demostrar en la cancha
lo que al fútbol le gusta llamar hombría. A los siete minutos
Defederico habilitó a Pastore con una de esas acciones sen-
cillas que burlan la inteligencia del rival. El Flaco definió cru-
zado frente a Jorge Broun. Dos minutos después, Guillermo
Burdisso apuntó la suela de su botín derecho contra la rodilla
de Pastore. Brazenas, el árbitro que se cruzaba por segunda
vez en el campeonato en el camino de Huracán, le mostró la
tarjeta roja.
El técnico local, Miguel Ángel Russo, invirtió dos cam-
bios en armar una línea de tres en el fondo conformada por
zagueros. Los de Cappa usufructuaron cada metro para im-
poner su ritmo sin dientes apretados. Cuando los equipos se
marchaban al vestuario en el entretiempo, un jugador de

114
Central se acercó a otro de Huracán:
—Che, decile al Flaco que no cancheree —le exigió.
—Quedate tranquilo, ahora le digo.
Por supuesto, el compañero de Pastore, uno de los
más experimentados del plantel, guardó silencio. Sabía per-
fectamente que no debía coartar la inspiración del mejor ju-
gador de la cancha y también sabía que el pibe no pondría
en riesgo al equipo en el afán de lucirse. Semanas atrás,
Cappa había detenido una práctica después de que Pastore
tirara un caño al borde del área propia: “Javier, ¿a vos te gus-
taría arriesgar un millón de pesos para ganar un peso? ¿No?
Bueno, entonces el caño tiralo en la mitad de la cancha”.
Promediando la etapa final, nuevamente asistido por
Defederico, Pastore empujó al gol el segundo. Sólo quedó
tiempo para que Brazenas le concediera al local un penal de
Eduardo Domínguez a Andrés Franzoia, que Iván Moreno y
Fabianesi se encargó de facturar. Al borde del epílogo, ahora
sí, Huracán forzó un poco la mandíbula para salvar la victo-
ria.
La misión se cumplió gracias a un gran trabajo colec-
tivo y dos figuras excluyentes: los cracks Defederico y Pas-
tore.

El plantel cumplió otra misión fuera de la cancha y en


plena recta final del campeonato. Pastore, Goltz, Arano,
Araujo, Esmerado, César González, Alan Sánchez, Federico
Ortiz y Filipetto, además de Babington, Cappa y compañía,
fueron al Hospital Garraham para entregar juguetes a unos
600 chicos. Una vez más, el DT los sacaba del microclima
del fútbol para darles un golpe de realidad. La gratitud los
envolvía. Los jugadores lo disfrutaban. Los medios, los hin-
chas y los beneficiarios directos de las acciones solidarias
los identificaban como el equipo del pueblo.
Por quinta vez en el torneo, siempre de local, Huracán
empezó abajo en el marcador y lo revirtió. Aunque llegaba
golpeado por la derrota en el clásico frente al puntero Lanús,
el Banfield de Julio Falcioni era cosa seria. Sólido en defensa,
con un mediocampo combativo pero provisto de talento y

115
una dupla de ataque importada desde el paisito: Santiago
Silva y Sebastián Fernández. El último fue quien marcó el
primero al aprovechar una torpeza del capitán Goltz, que
cometió dos bloopers en la misma jugada. El cerrojo plan-
teado por los visitantes obligó a Huracán a utilizar la llave
maestra: los tiros de media e incluso larga distancia. De he-
cho, la televisión mostró que el disparo de Bolatti que marcó
el empate sobre el final de la primera mitad fue realizado
desde 33,8 metros y a una velocidad de 79,6 kilómetros por
hora. Arano y Defederico, ya en el segundo tiempo, intentaron
por la misma vía. Y a los 31 minutos, cuando todos esperaban
un cabezazo salvador, Toranzo sacó el tiro de esquina para
César González, quien le devolvió la pared. El Pato amagó
frente a un rival, corrió la pelota hacia su perfil derecho para
sortear la marca y encontrar el mejor ángulo, y remató apenas
ingresó al área. La pelota besó el segundo palo y se disparó
hacia la red. Aunque venía sonando, ya nadie podía evitar
que Huracán le cantara al mundo su felicidad.

En lo inmediato, el foco se corrió hacia la doble fecha


de Eliminatorias rumbo a Sudáfrica 2010. Pero el domingo
siguiente, sin acción en el fútbol local, se llevarían a cabo las
elecciones en Huracán con cuatro listas en disputa. Una de-
claración de Cappa después de la victoria frente a Banfield
había sorprendido a propios y extraños: “Si Babington no
gana las elecciones, inmediatamente renunciaré a mi cargo”.
Es imposible determinar cuánto incidieron aquellas palabras
en el ánimo de los socios, pero lo cierto es que, horas des-
pués, el presidente fue ratificado en su cargo por el 62,5% de
los votos.
En medio de la euforia oficialista, un hombre cami-
naba preocupado por los pasillos de la sede.
—¿Me pueden dar los cómputos finales? -le preguntó el vice-
presidente segundo electo, Norberto Giuliano, a uno de los
representantes de la IGJ que había inspeccionado los comi-
cios.
—¿Me estás cargando? -le devolvió en confianza el inspec-
tor-. ¡Si ganaron en todas las mesas!

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Cuando entró a la sala de presidencia y vio a todos
sonrientes y relajados, incluida su propia familia, Giuliano
preguntó en un tono imperativo: “¿Qué carajo estamos fes-
tejando?”. Al silencio de cinco segundos que siguió lo rompió
él mismo: “Estamos a tres partidos de ser campeones, con
un equipo espectacular, y casi el 40% nos vota en contra. ¡Vá-
monos a la mierda, que perdemos un par de partidos y nos
sacan a patadas de acá!”.
Aunque en ese preciso instante parecía una locura, el
futuro inmediato le daría la razón.

Luego de 13 meses clausurado, el Tomás Adolfo Ducó


estaba listo para recibir el clásico frente a San Lorenzo por
el Apertura 2008. Pero un mes antes, el mismísimo día del
Centenario de Huracán, las barras de ambos clubes se habían
enfrentado a muerte en Cobo y Doblas. El periodista Gustavo
Grabia había denunciado oportunamente las alertas recibidas
por la Policía, que hizo la vista gorda. El saldo fue caótico:
Rodrigo Silvera, alias Cafú y perteneciente a la facción El
Pueblito de la barra de Huracán, resultó herido por un balazo
en el tórax que le atravesó un pulmón. Tras 23 días de agonía,
el lunes previo al clásico falleció en el Hospital Penna.
Por eso el organismo de seguridad decidió que el clá-
sico de barrio más grande del mundo se mudara a la Bombo-
nera, con una condición: el del año siguiente, correspondiente
al Clausura 2009, se jugaría en el mismo escenario. El de
2008 lo ganó San Lorenzo, después de empezar en desventaja
y de que el partido se suspendiera por la intensa lluvia. Al
día siguiente, cuando se reanudó, el aspirante al título lo dio
vuelta y se impuso por 4 a 1.
Siete meses después, los papeles se habían invertido.
Era Huracán el que peleaba el campeonato y el que haría de
visitante en la cancha de Boca. Aquella mañana el equipo de
Cappa no necesitó encender una hoguera bajo la lluvia. El
sol de junio era un buen presagio: Huracán estaba listo para
festejar en el clásico después de mucho tiempo.
Goltz remedió el error de la fecha anterior cuando, a
la salida de un córner, Germán Voboril lo soltó: el capitán

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apareció como un duende y, sin despegar los pies del suelo,
ubicó su cabezazo cerca del palo derecho de Hilario Nava-
rro.
El partido se picó, Huracán renunció a la pelota, San
Lorenzo creció y tuvo sus chances: en los pies de Gonzalo
Bergessio y en los de Néstor Silvera; en la cabeza de Jonathan
Bottinelli y en la del propio Silvera.
Cuando Saúl Laverni señaló la mitad de la cancha, las
dos tribunas ocupadas por los hinchas de Huracán liberaron
un grito contenido durante ocho años, en los que el equipo
alternó empates y derrotas a lo largo de seis partidos.
A la hora de las palabras, Santiago Solari se quejó de
la mezquindad del rival. Cappa asumió que las formas no
habían sido las mejores: “Hoy nos tocó jugar un mal partido
y tuvimos la suerte de los campeones, como dicen”.
Porque Arsenal aplastó a Lanús y Vélez venció a Ne-
well’s, ahora Huracán quedaba debajo de un solo equipo en
la tabla de posiciones: el Fortín de Liniers, al que visitaría en
la última fecha.

Antes debía sortear la escala final en casa, contra el


peligroso Arsenal. A la misma hora se enfrentaban Lanús y
Vélez, los otros dos equipos que peleaban el título. Aunque
colmado y preparado para otra fiesta, el aire estaba enrare-
cido en una parte del Ducó. Los movimientos en el centro de
la popular local eran inquietantes. Mientras en el césped al
equipo le ganaba la ansiedad en busca del gol, más allá del
alambrado se cocinaba un desastre. El gol de Bolatti a los 36
minutos trajo una tranquilidad que se rompió poco después,
durante el entretiempo.
Entre las cuatro facciones que se dividía la barra brava
de Huracán, tres convivían bajo códigos particulares, como
en todos los casos, fuera de la ley. Los de la Plaza José C.
Paz, encabezados por el Cone, lideraban el territorio. La
banda de El Pueblito acompañaba, mientras que el grupo de
Barracas -identificados como La Pagola- también tenía su
parte en el negocio. Los entuertos de la barra incluían la
venta de droga, el manejo de los estacionamientos en calles

118
aledañas y hasta la distribución de bebidas y comida dentro
del estadio. Y también trascendía los límites del Ducó y ponía
en disputa zonas para actividades delictivas de distinto cali-
bre.
La distancia en la tribuna representaba, a su vez, la
lejanía del poder. Y ese era el lugar que les tocaba a los de
Zavaleta. Fuera del reparto desde la temporada anterior, se
habían convertido en los disidentes. Y ese día fueron a recla-
mar su tajada por la fuerza. Pero, claro, se toparon con una
resistencia de acero.
Mientras los jugadores descansaban en el vestuario,
el público de las plateas Alcorta y Miravé advirtió la tensión
y cantó el clásico “que se vayan todos…”, sin tomar partido
por ninguna de los bandos en disputa. La voz del estadio pi-
dió entonces “disfrutar el segundo tiempo en paz”.
Huracán liquidó el juego gracias a los goles de To-
ranzo y Defederico en la recta final de una tarde ya oscure-
cida. Y apenas terminada su faena, con las noticias llegadas
desde Lanús, supo que se subía a la punta en soledad por
primera vez en el Clausura.
Al que le quedaban sólo 90 minutos de fútbol.
Finalizado el operativo policial, la interna de la tribuna
Ringo Bonavena no se dirimió precisamente a las piñas. Cerca
de las 20.40, un grupo reducido de Zavaleta fue a buscar a
Fernando Cristian De Respiris, hermano del Cone, a su casa
de Luna al 1500. Llevaron armas blancas y de fuego. El anfi-
trión recibió una herida en el corazón y llegó muerto al Hos-
pital Penna. Los barras de la José C. Paz se internaron en la
villa Zavaleta en busca de venganza y balearon a una mujer,
cuyo concuñado, Orlando Sosa, la trasladó de urgencia al
mismo hospital. Al llegar, lo recibió una lluvia de balas. Una
se alojó en su abdomen y otra en el tórax. Cuatro horas más
tarde, también estaba muerto.
Para alguien ajeno a la historia y costumbres del fútbol
argentino es difícil comprender cómo un club es capaz de
desangrarse en la tribuna mientras se prepara para dar su
primera vuelta olímpica en 35 años. Cappa y compañía tenían
por esos días un trabajo extra al de preparar una final y

119
lidiar con la ansiedad de un plantel joven. Por eso buscaban
aislarlo -mediante un retiro en algún lugar alejado de la Ciu-
dad- de aquello que pudiera echarlo todo a perder.
Como esos monstruos de los videojuegos que atra-
viesan miles de pantallas, más allá de lo futbolístico Huracán
luchaba al mismo tiempo contra el aplazo de la definición -
una semana más- por las elecciones legislativas de medio
término, contra la psicosis de la gripe A y contra su propia
realidad: en las arcas del club no había un peso y, en conse-
cuencia, los planes misántropos del entrenador sólo podían
limitarse a una escapada mental.
Aun así, esquivando balas y con la amenaza de un
Vélez temible, ¿quién podía robarle la ilusión?

120
11
LAS BATALLAS DEL CAMPEÓN

Los torneos del fútbol argentino de la actualidad amoldaron


sus calendarios a los de Europa y las temporadas son una
peregrinación que empiezan en pleno invierno y duran lo
que un embarazo. Pero en 2009 todavía permanecían los tor-
neos cortos, engendrados a comienzos de los 90 como Clau-
sura y Apertura.
Paradójicamente, el primero se iniciaba junto con el
año calendario y el segundo era el que lo despedía. En rigor,
el Clausura solía iniciarse en los primeros días de febrero,
con la arena de la pretemporada todavía en los botines y con
jugadores afinados físicamente, pero -en líneas generales-
desprovistos de rodaje futbolístico. Y ahí estaba la primera
fecha para desnudarlos a la vista de todos. Porque las tribu-
nas eran una muestra gráfica del renovado entusiasmo de
los hinchas, quienes al cabo de los primeros 90 minutos del
año se iban contentos o tristes, de acuerdo con el resultado
de su equipo, aunque invariablemente vacíos de buen fútbol.
Los entrenadores no tardaron en incorporar al manual de
excusas aquella irremediable realidad. En el peor de los casos,
conseguían una semana de gracia en el trabajo, que en el
fútbol moderno siempre se pagó muy bien.
Independiente fue local durante todo el campeonato
en la cancha de Huracán. Allí recibió a Vélez un soleado do-
mingo de febrero. El partido fue todo lo austero que podía
ser, y no sólo por el 0 a 0 final. Las áreas se pisaron poco y,
con engranajes oxidados, la lucidez quedó en los pies de los

121
jugadores llamados habitualmente a hacer algo diferente. En
su debut con la camiseta de Vélez, Maximiliano Moralez, con-
feso hincha de Racing, capitalizó la oportunidad amplificada
que siempre ofrece la primera impresión. Sin pedir permiso,
se presentó entrando al área por derecha después de despa-
rramar a Lucas Mareque y de saltear a Guillermo Rodríguez
como si fuera un cono olvidado en un entrenamiento. Su re-
mate lo despejó Fabián Assmann. Un puñado de minutos
después, imitó el gesto frente al grandote Eduardo Tuzzio:
giró, lo pasó en velocidad por afuera, pero se olvidó la pelota
y terminó en el suelo. En la jugada posterior, ante la marca
del mismo central, rotó hacia el lado opuesto, alejándonse
del arco, pero esta vez Tuzzio le enganchó el pie y el árbitro
Sergio Pezzotta señaló con su dedo índice el punto penal.
Hernán Rodrigo López tenía a once metros de distan-
cia la posibilidad de empezar a cambiar su historia. Vivía,
desde hacía varios meses, a la sombra de una montaña de
dudas. Había llegado en el Apertura anterior con muchas ex-
pectativas pero, lo sabría en poco tiempo, también con la
puntería estropeada. Convencido de que el problema radicaba
en las carencias físicas, el profe Jorge Fleitas, del cuerpo téc-
nico de Hugo Tocalli, le preparó un trabajo especial para afi-
narlo. Llegó al cierre de 2008 con el envión de los dos goles
convertidos allá a lo lejos, en la primera mitad del campeo-
nato. Ya en la pretemporada, a las órdenes de Ricardo Gareca,
su situación tomó otro color gracias a los nueve tantos con-
vertidos en cuatro amistosos. Y, si bien insistía en contratarle
un socio, al técnico empezaba a conformarlo esa nueva ver-
sión que veía del delantero.
Ahora el hombre estaba solo frente al arquero y, tam-
bién, frente a una multitud que esperaba que hiciera, de una
vez, lo que debía. Pero la carrera de los doce pasos culminó
con la pelota estrellada en el poste derecho de Assmann.
El punto en la tabla fue un discreto punto de partida.
Y, aunque no lo dijera, a Gareca le preocupaba especialmente
la falta de variantes en los metros finales. Como si fuera
poco, ese mismo domingo, el Cagliari le puso un freno im-
previsto a la salida de Joaquín Larrivey. El fantasma de Cris-

122
tian Fabbiani sobrevolaba y no llevaba precisamente el rostro
de un ogro simpático. Con un penal fallado e inhallable para
los lanzadores, Rodrigo López había completado otro partido
para el olvido. Sin embargo, no romperse por dentro fue lo
poco que necesitó para iniciar el camino de la redención.
Tras el susto, Larrivey por fin llegó en la semana, des-
pués de que las partes acordaran un préstamo por cinco me-
ses. Al partido contra Argentinos Juniors lo vio desde un
palco del Amalfitani. Ahí mismo escuchó los silbidos para
su futuro compañero de área cuando la voz del estadio anun-
ció las formaciones. Lo mismo ocurrió cuando ingresó Ro-
berto Nanni a los 30 minutos del segundo tiempo, con su
equipo abajo en el marcador gracias al penal bien cobrado
por Gabriel Vito Brazenas y convertido por Néstor Ortigoza
en la etapa inicial.
A diferencia de los técnicos y los jugadores, los hin-
chas nunca se equivocan. Al otro lado del alambrado, la masa
anónima goza de una impunidad por la que nadie pasará
factura jamás. Sin embargo, eso nunca hizo retroceder a Ga-
reca en sus convicciones. Cuando, en el cuarto minuto de
descuento, Moralez hizo llover un centro desesperado en el
área rival y Nanni le ganó en el salto a Ortigoza para cabecear
más allá del alcance del arquero Sebastián Torrico, todos se
fundieron en ese grito inequívoco capaz de barrer las peores
condenas surgidas desde el tablón. Gareca alzó sus brazos y
se sumó a la euforia. Esta vez se iría más preocupado que la
semana anterior, por el rendimiento y porque Moralez, su
generador de fútbol, había recibido la quinta amarilla que le
impediría jugar frente a Tigre. Por suerte para él, se acercaban
esos días hechos para confirmar lo mucho que se equivocan
los hinchas a costo cero.

La tercera semana oficial comenzó con otra mala no-


ticia: Waldo Ponce se fracturó un dedo de la mano izquierda
al chocar con un compañero. Los médicos lo descartaron au-
tomáticamente para el partido en Victoria. Pero esa desgracia
particular daría lugar a una aparición asombrosa: la de Nico-
lás Otamendi, listo para hacer su debut como titular después

123
de ganar metros en la competencia interna con Fernando
Tobio, relegado al regresar del desastroso papel de la Selec-
ción juvenil en el Sudamericano Sub 20 de Venezuela; y con
Marco Torsiglieri, quien se perdió las primeras fechas por la
suspensión sufrida en el cierre del Apertura 2008 ante Hura-
cán. El joven de El Talar de Pacheco esperaba ansioso por su
presentación cerca de casa. Había debutado la temporada
anterior, con Tocalli en el banco de suplentes, pero disputó
apenas 51 minutos en un año y a fines de 2008 casi quedó li-
bre por la superpoblación de defensores centrales que con-
vivía en el plantel. Al final, el club le hizo lugar y, cuando Ga-
reca lo vio, rápidamente lo anotó en su lista de alternativas.
Así de rápido había cambiado todo para el pibe: de quedar
libre a manejarse en el auto que le había conseguido su re-
presentante para bajarlo del colectivo y acondicionarlo al
mundo de la Primera División. Él sabía que debía subirse a la
gran oportunidad, quizá la única que tendría si a Ponce el
dedo le permitía volver pronto.
Larrivey también estaba listo: en su primera práctica
para los titulares marcó un gol y estrelló otro remate en el
travesaño desde treinta metros. El capitán Fabián Cubero lo
bautizó frente al grupo con palabras de reconocimiento. Y,
como era costumbre, Gareca no dudó.
En Victoria, no tardó en tener dos chances claras en
los primeros minutos. El arquero Daniel Islas consideró que
el recién llegado todavía podía esperar un poco más. El para-
guayo Néstor Ayala puso, de cabeza, arriba a Tigre. Diez mi-
nutos más tarde, Sebastián Domínguez se dejó caer en el
área y el árbitro cobró un penal ridículo. “Simula y compra
Maglio”, resumió el relator. Esta vez, Rodrigo López no falló.
Larrivey le dio la victoria a Vélez en el segundo tiempo, tras
pescar un rebote surgido de un buscapiés violento lanzado
por Nicolás Cabrera. Fue su primer gol en Primera, aunque
técnicamente había marcado uno con la camiseta de Huracán
frente a Godoy Cruz en la promoción por el ascenso 2007.
Cuando terminó el partido, Ayala disparó: “No tendría que
salir en el periódico Vélez 2 - Tigre 1, sino Maglio 2 - Tigre
1”. Sin excepciones, la prensa repudió la actuación del réferi.

124
En la fecha siguiente llegaría el primer triunfo con-
tundente del equipo de Gareca. Todo se resolvió en un ven-
daval de veinte minutos que sopló en el complemento. Los
hinchas no habían indultado a Rodrigo López a pesar del gol
de penal convertido días atrás y todavía lo silbaban. Algunos,
incluso, pedían que el DT lo cambiara en el entretiempo.
Nueve minutos después de reanudarse el juego, el uruguayo
cabeceó al gol un tiro de esquina. Moralez aumentó la dife-
rencia a dos y luego a tres, la última tras una asistencia per-
fecta de López. En el festejo, el autor señaló con insistencia
a su generoso compañero, con la intención de que recibiera
los primeros aplausos. El 4-0 lo anotó Larrivey. El festival fir-
mado por tres jugadores de ataque le permitió a Gareca rela-
jar los músculos de un rostro tallado por el rigor.
Estudiantes de La Plata hacía dos años -o 37 partidos-
que no perdía en el Estadio Único. Por torneos locales sólo
había caído ante Boca. Que las cosas comenzaran mal para
Vélez ya era moneda corriente. Cabrera chocó con Mauro
Boselli y se retiró en camilla. La rotura del ligamento de la
rodilla derecha no demoró en confirmarse. Con ella, la certeza
de que el mediocampista quedaba fuera de carrera por el
resto del semestre. Y de que el técnico no tenía un sustituto
natural para el carril derecho.
En lo inmediato lo reemplazó Darío Ocampo, el resis-
tido paraguayo que trece minutos después de pisar el terreno
de juego, a los 37, armó una buena jugada que cerró él mismo
con un derechazo desde media distancia imposible de dete-
ner para Mariano Andújar. Antes del descanso, Moralez tam-
bién se retiró entre gestos de dolor y la parte final del partido
fue un vía crucis hacia la conclusión. Los tres puntos lo vali-
daron no sólo como escolta de Lanús, sino también como un
equipo con pretensiones, capaz de atravesar los más diversos
estadíos y, en general, salir bien parado.

¿Cómo recibiría el público de Vélez a Cristian Fab-


biani? Hay preguntas formuladas con la deliberada intención
de encender la mecha. Las banderas colgadas en todos los
sectores del Amalfitani hacían alusión, en su mayoría, a los

125
kilos de más lucidos por el delantero que los había plantado
frente al altar. Quien lo apagó definitivamente fue Otamendi.
—Bajá los brazos, pibe -le ordenó Fabbiani en una de las tan-
tas jugadas que el defensor lo encimó para desviarle la mira
del arco.
—¡Qué bajá los brazos ni qué bajá los brazos! -se plantó el
central de 21.
Los diarios lo eligieron la figura de la cancha, porque
además de Fabbiani -luego Otamendi diría que prefería mar-
car a atacantes de buen porte-, también anuló al explosivo
Radamel Falcao García, en una muestra de gran versatilidad.
Más allá de las batallas personales, Vélez y River ju-
garon un partidazo y los hinchas vieron dos goles para guar-
dar en algún rincón especial de la memoria. El de la visita lo
hizo Cristian Villagra, el lateral que definió como un delantero
clase mundial, al cruzarle un remate ¡de emboquillada! a
Montoya. Lo empató Rodrigo López con otra genialidad: bajó
un centro de pecho y empalmó una chilena que se convirtió
en uno de los mejores goles del campeonato. Apenas se in-
corporó, el uruguayo inició una carrera alocada, se quitó la
camiseta y la tiró a la platea. Una descripción gráfica del de-
sahogo.
Y cuando parecía que el local podía ganarlo, Jonathan
Cristaldo lo echó todo a perder: vio la tarjeta roja por ases-
tarle un manotazo a Oscar Ahumada en el rostro, nada menos
que en un contraataque de su equipo, con Iván Bella lanzado
en velocidad y preparado para definir. La inferioridad numé-
rica forzó a Gareca a quitar a Larrivey y poner a Gastón Díaz,
el equipo retrocedió y el partido perdió intensidad en los úl-
timos minutos. “Cristaldo tiene que aprender. Después de la
expulsión no nos quedó otra que aguantar”, lo retó pública-
mente el DT.
Contra Central, en Rosario, Pablo Lunati ignoró lo que
Federico Beligoy había sancionado una semana atrás. Claro,
el juego presentaba algunas diferencias. En primer lugar, el
protagonista: el agresor no fue en este caso el pibe Cristaldo
sino el capitán Cubero. En segundo lugar, el contexto: sobre
el epílogo, con el marcador 1-1, el defensor le aplicó un co-

126
dazo a Iván Moreno y Fabianesi dentro del área que el árbitro
debió castigar con un penal. El rostro ensangrentado y la
furia del futbolista local no cambiaron la opinión de Lunati y
así Vélez rescató un punto en una noche que se dirigía al de-
sastre, sobre todo porque empezó ganando con el gol de La-
rrivey y, después de desperdiciar varias ocasiones para ase-
gurar el triunfo, Milton Caraglio equilibró el resultado.
Además de haber recuperado a Juan Manuel Martínez,
afectado por una pubialgia desde finales de noviembre, Vélez
conservaba su invicto -el único a esa altura del torneo- y su
posición de privilegio en el pelotón de candidatos, aunque
con un extraño registro de tres victorias y cuatro empates.

Con todo, el receso por las Eliminatorias no pudo ha-


ber sido más oportuno. Todavía sin solución a la baja de Ca-
brera, Gareca decidió cambiar el dibujo para el partido contra
Banfield. Eligió un 4-3-3, contando a Moralez entre los me-
diocampistas. Parado en posición de 8, fue el jugador más
determinante y, más allá de que el tridente no pesó como el
entrenador esperaba, Vélez ganó 2-1. Rodrigo López y el pro-
pio Moralez, a ocho minutos del epílogo, anotaron los goles.
El juez Diego Abal expulsó, exageradamente y sin mediar
amonestación, a Sebastián Fernández por una patada a la fi-
gura del partido.
El circuito no fluía para quien buscara belleza en el
juego, pero Vélez era un equipo deliberadamente pragmático.
En una entrevista con el diario Olé, Gareca hizo una defensa
de esa simpleza, la misma que transmitía a sus jugadores,
con un lenguaje llano y ni una palabra de más. “Vélez sabe a
lo que juega. Sin tener aún su estilo definitivamente mol-
deado, el equipo sabe qué quiere dentro del campo. Y lo que
quiere es ser lo más ordenado posible siempre yendo a buscar
el partido a través de una elaboración (...), no a ver lo que
pasa”, dijo.
Claro, las lesiones también lo obligaban a reinventarse
permanentemente. Cuando su regreso al mediocampo era
un hecho, en el partido de Reserva frente a Banfield Leandro
Somoza se resintió de la fractura en la tibia derecha y quedó

127
descartado para el resto del campeonato. Su lugar lo seguiría
ocupando Franco Razzotti, alguien que jamás descollaba
pero formaba una dupla de contención fundamental junto a
Zapata.
Razzotti era la personificación de la voluntad. Nadie
le había contado lo que era el sacrificio. Hijo de una madre
ama de casa y un padre empleado de sastrerías, en edad de
inferiores debió mudarse de su casa en Artigas y Juan B.
Justo a una de Ciudadela simplemente porque era más barata.
Las cosas se pusieron difíciles cuando los resabios de la
crisis del 2001 barrieron con el sostén familiar. Con su padre
sin trabajo, la familia se fue a vivir a un club de barrio, el
Scholem, en pleno corazón de la Ciudad. Su madre comenzó
a trabajar allí mismo de casera y su hermana a jugar al vóley.
A cambio, tenían techo y comida frente a una cancha de fút-
bol donde Franco complementaba el entrenamiento que ya
tenía por pertenecer a la quinta división de Vélez. Firmó su
primer contrato a los 18 y con ese dinero ayudaba a pagar el
alquiler del departamento al que se habían mudado después
de la muerte de su padre. En 2005 debutó en Primera. Y a
partir de ese momento, siempre sintió que debía rendir un
plus para ganarse un lugar entre los titulares del club que lo
contratara.

Toda la simpleza de la que presumía, Vélez la aplicó


frente a San Lorenzo, en el Bajo Flores, en un choque marcado
por la furia de los hinchas locales contra sus propios juga-
dores, a quienes acusaban de haber ido “para atrás” en el
partido contra San Luis, de México, que lo sacó de la Copa Li-
bertadores en primera ronda. Algunos hinchas ya los habían
ido a buscar al aeropuerto para gritarles su bronca. En la cita
inmediata, contra Vélez por la novena fecha, las banderas se
hicieron ver en todo el estadio. “Ahí están los mercenarios
que jugaron para atrás”, “1968 Matadores, 1988 Camboyanos,
2008/09 Mercenario$”, “Jugadores: no merecen ni el insulto”,
decían sólo algunas de ellas. La previa ya había sido un caos,
con agresiones de la Infantería a los simpatizantes de Vélez,
quienes también debieron escuchar la ofensa de sus pares

128
de San Lorenzo. “Tienen uno menos, les falta uno”, les grita-
ron, en alusión al asesinato de Emmanuel Álvarez perpetrado
el año anterior. En el césped, las pulsaciones no menguaron.
Y las cámaras de televisión se encargaron de registrarlo todo.
El pico de rating lo dio la pelea entre Alberto Fanesi, el DT
interino de San Lorenzo que tomó el lugar del renunciante
Miguel Ángel Russo, y el futbolista Alejandro Papu Gómez.
—Dale, dale… —le ordenó insistentemente el técnico.
—…
—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
—¡Callate la boca y dejá de vender humo, la concha de tu
madre! —le contestó desde la cancha el jugador.
Vélez capitalizó todo ese nerviosismo y llevó el par-
tido adonde quiso. Antes del entretiempo, Rodrigo López se
preparaba para recibir dentro del área cuando el defensor
Sebastián Méndez se lo llevó puesto y Héctor Baldassi cobró
penal. “Uruguayo, uruguayo”, escuchó el goleador después
de estampar el 1-0. En ese foco de incendio que era el Pedro
Bidegain, el mundo estaba patas para arriba. Hasta Vélez
quebraba una racha de seis años sin ganar allí.

Con el partido igualado en cero, ya sin el lesionado


Moralez en la cancha, Javier Collado ignoró un penal de Ota-
mendi a Luciano Leguizamón que podría haber llevado las
cosas a otro puerto en el choque con Arsenal. Fue un empe-
llón desde atrás en un salto, esas faltas que no permiten dis-
cusiones. Minutos después, Gastón Díaz, reemplazante del
expulsado Cubero, envió un centro al borde del área chica
que Rodrigo López bajó y facturó, todo en un tiempo. El
equipo volvía a sacar provecho de su planteo audaz y lo ex-
ponía en un detalle: al momento de la asistencia había cuatro
jugadores en el área rival. Y, entre todos ellos, el uruguayo
demostraba una vez más que su olfato para la resolución es-
taba definitivamente recuperado. Por fin relajado, incluso le
cedió a su compañero Larrivey el penal celoso que, en el se-
gundo tiempo, el árbitro sí le otorgó a su equipo, después de
un forcejeo entre Aníbal Matellán y el propio Larrivey. “Yo
no veo penal”, sentenció el relator de la televisión oficial. El

129
arquero Cristian Campestrini detuvo el remate y el partido
siguió abierto, hasta que Leandro Coronel lo cerró con el 2-0
en el primer minuto de descuento.
Nadie en Arsenal levantó la voz. El entrenador Daniel
Garnero, quien en el entretiempo había dispersado la ira del
capitán Carlos Casteglione contra el réferi, evadió la polémica:
“Me voy triste porque jugamos mal. Nos ganó un gran
equipo”. Más allá de la calificación negativa de la prensa a
Collado, nadie reparó en el detalle de que el intocable Arsenal
había sido perjudicado por un juez en beneficio del club re-
belde.

Si, como escribió el nobel británico Bertrand Russell,


“la historia del mundo es la suma de aquello que hubiera
sido evitable”, este libro carecería de sentido de no haber
existido la batalla de Santa Fe tal como sucedió. La tarde del
domingo 26 de abril de 2009 tuvo todos los ingredientes
para que, desde la épica y la valentía, naciera un campeón. El
escenario: el cementerio donde, según cuenta la leyenda,
mueren los grandes. Allí Colón, un punto debajo de su invi-
tado, buscaba dar el salto a la cima. Y las cosas no podrían
haber empezado mejor para el equipo de Antonio Mohamed:
en 27 minutos de juego ya estaba 2-0 arriba. Sebastián Pre-
diger abrió el marcador de cabeza luego de que Vélez marcara
mal un tiro libre frontal; el segundo, también de pelota pa-
rada, lo firmó Sebastián Sciorilli. Bajo un dominio absoluto,
el anfitrión pudo anotar uno más frente a un rival irrecono-
cible en el desorden y la desesperación.
“Yo no tenía que estar acá”, pensó el vicepresidente
Miguel Calello desde Mallorca, adonde había viajado junto al
vice segundo, Julio Baldomar Dianti, y el ex presidente Raúl
Gámez, para solucionar un conflicto legal surgido de la trans-
ferencia de Jonás Gutiérrez al Newcastle. Cuando se resigna-
ron ante los problemas de conectividad planteados por las
páginas piratas que retransmitían los partidos, se fueron to-
dos juntos a cenar a un restaurante. Desde Buenos Aires,
cada tanto, el hijo de Calello pasaba el parte.
—Flaco, tranquilo que ahora entro yo y lo ganamos -le dijo

130
Juan Manuel Martínez a Nanni camino al vestuario.
—¿Qué partido estás viendo, Burro? Si nos están dando un
paseo bárbaro -le contestó entre risas su compinche.
—Tranquilo, tranquilo. Vas a ver que lo damos vuelta.
En la zona de descanso, los jugadores de Vélez discu-
tían acaloradamente y se reprochaban los errores que los
habían conducido al naufragio. Gareca ingresó, los escuchó
unos pocos segundos y tomó la palabra sin levantar la voz:
—Ahora quiero que salgan y jueguen tranquilos, como si el
partido estuviera 0 a 0.
Al minuto inicial del complemento, cuando entre Cris-
taldo y el arquero Diego Pozo (en contra) marcaron el des-
cuento, todos comprobaron que, una vez más, las sencillas
palabras mágicas del entrenador habían surtido efecto. Gas-
tón Díaz ingresó para ocupar el lugar de Leandro Velázquez.
El pibe de Pilar, que a los 11 había rebotado en la prueba de
Vélez, que un año más tarde ingresó y que poco después se
salvó de quedar libre, pasaba a jugar de 8, el puesto que más
había sentido de chico, aunque luego hiciera carrera como
central y finalmente como lateral derecho. A él le hicieron el
penal por el que Vélez llegó al empate. Nicolás Torres lo
tomó de la camiseta y Gustavo Bassi no dudó. Rodrigo López
convirtió. Colón podría haber recuperado la ventaja, pero
otra acción discutida se lo impidió: Otamendi bloqueó la tra-
yectoria de la pelota con su brazo y, en la misma jugada, su-
jetó a Daley Mena hasta reducirlo con una toma de judo. En
la jugada posterior, el ingresado Martínez lo dio vuelta tras
una gran jugada individual y López -asistido de pecho por
Nanni- sentenció la historia con el 4-2.
En un restaurante de Mallorca, el trío de argentinos
ya escuchaba los minutos finales por radio, vía Buenos Aires
y con el teléfono celular en altavoz. A puro grito, se habían
convertido en los juglares del lugar. Poco importaba, porque
aquella noche había mucho para festejar.
Todo Colón se volcó contra el árbitro, quien no tuvo
una buena actuación aunque acertó en el penal que niveló el
marcador, la jugada más polémica del partido. Ese capítulo
apartó de la pelea al conjunto santafesino y ratificó a Vélez

131
en la punta. Gareca, que celebró arrodillado el tercero, supo
que tenía entre manos al mejor equipo de su carrera como
entrenador.

A Vélez lo esperaba otra parada brava como visitante.


En Tucumán, enfrentaba a un San Martín que luchaba por no
descender. El dueño de casa fue más durante la mayor parte
del encuentro. Y el arbitraje de Sergio Pezzotta tomó un pro-
tagonismo inusitado. Porque ignoró un penal para San Martín
(Gustavo Ibáñez quiso meter un centro al área desde la iz-
quierda que la mano semi extendida de Domínguez le impi-
dió) y otro para Vélez por una falta de Facundo Pérez Castro
a Cristaldo, cuando el delantero ingresaba a zona de riesgo a
toda velocidad. Y porque detuvo el juego al advertir la pre-
sencia de una bandera que decía: “Pe$$ota, el Santo es grande
y se queda en Primera”. Fueron los propios jugadores quienes
se encargaron de quitarla para reanudar el juego. “Es bizarro
lo que estamos viviendo”, resumió el relator. En el tiro del fi-
nal, Otamendi estrelló un cabezazo en el travesaño. Fue 0 a
0.
La fecha siguiente, de local contra Racing, también
fue empate aunque con sabor a victoria. Los dirigidos por
Ricardo Caruso Lombardi comenzaron ganando gracias a los
tantos de Claudio Yacob y de Rubén Ramírez, a partir de un
penal bien sancionado por Brazenas, acaso lo único que hizo
bien el árbitro aquella tarde (también ignoró una clara mano
de Cubero dentro del área y, permisivo, dejó que el juego
brusco impusiera el tono). Domínguez, de cabeza a la salida
de un córner, y Víctor Zapata, con un tiro libre perfecto que
se clavó en la pared lateral del palo izquierdo de Pablo Mi-
gliore, pusieron el 2-2 en el último cuarto de hora.
El invicto salvado con garra y no menos sufrimiento
se cortó una semana más tarde, en La Plata. A pesar de que
comenzó en ventaja por el gol de Cristaldo a los 19 minutos
de juego, Gimnasia se lo llevó puesto a puro empuje y gracias
a los goles de Mariano Messera, Sebastián Romero y Juan
Cuevas. Vélez perdió la punta a manos de Lanús y le permitió
a Huracán recortarle la distancia a una unidad. Los tres can-

132
didatos al título compartirían una singular estadística: todos
cayeron ante Gimnasia, un equipo decidido a conservar, como
fuera, su lugar en la máxima categoría.
Con una cosecha de dos puntos sobre los últimos
nueve, Boca se presentaba como la gran oportunidad para
mostrar la verdadera estirpe de un equipo que pretendía
mucho más que pelear hasta el final. Y una vez más Vélez
sacó provecho de las heridas ajenas. Carlos Ischia tambaleaba
en el cargo después de la eliminación de su equipo en los oc-
tavos de final de la Copa Libertadores. De hecho, muchos
creían que el de Liniers sería su último partido. Todo empezó
mal para los visitantes, con dos cambios por lesiones en los
primeros 22 minutos de juego y ocasiones desperdiciadas
en los pies de Martín Palermo, Pablo Mouche y Rodrigo Pala-
cio.
El otro Rodrigo, el uruguayo López, abrió el marcador.
Con un cabezazo, Cubero metió la pelota en el área, el delan-
tero picó al vacío, a espaldas de los centrales, y definió mano
a mano ante Roberto Abbondanzieri. El 2-0 nació un minuto
después de una gran habilitación de Martínez para Cristaldo,
que también le ganó la carrera a una zaga estática para re-
matar solo frente al arquero. Vélez no necesitó más que una
actuación discreta para sumar y seguir. Del otro lado, Ischia
demoraría una quincena su renuncia.
Las flojas actuaciones y los ocho partidos sin goles
expulsaron a Larrivey del equipo titular. Lo reemplazó Cris-
taldo, que venía dulce y además aportaba más peso en la ela-
boración. En Jujuy, contra un Gimnasia casi descendido,
Vélez necesitaba asegurarse el control del juego. No lo con-
siguió. La prueba: Montoya y Otamendi fueron las figuras.
Pero Emiliano Papa, el máximo asistidor del campeonato, lo
hizo de nuevo, esta vez con un centro frontal que Cristaldo,
a la carrera y de cabeza, conectó con la red. El dolor que le
había generado sacar a Larrivey, un jugador al que Gareca
veía en el espejo de su vida, tuvo su recompensa en un gol
clave que significó un triunfo ídem. Ese día Gimnasia des-
cendió después de cuatro años.
La noche anterior, el líder Lanús le había ganado 2-1

133
a San Lorenzo con un polémico penal cobrado por Bassi a
los 30 minutos del segundo tiempo cuando el partido estaba
igualado a uno: en un córner se produjeron los forcejeos tí-
picos y, después de que la pelota traspasara el límite del
campo de juego, el árbitro pitó el penal que convirtió José
Sand. El eco recorrió mil quinientos kilómetros de distancia
y llegó hasta la mitad de la cancha de Jujuy, donde apenas
finalizado el encuentro Moralez declaró: “Nosotros estábamos
viendo el partido y no vimos penal. Nos da vergüenza, pero
bueno (...) esperemos que sin ayuda de nadie podamos salir
campeones”.
Tras lo ocurrido en la última jornada, en la fecha 17
los partidos de Vélez (ante Newell’s) y Lanús (contra Arsenal)
se disputaron a la misma hora. Eso permitió que, muy tem-
prano, en Liniers se gritaran los goles convertidos en Sarandí:
en apenas 25 minutos, Lanús caía por 3 a 0. A los 40, el
Amalfitani explotó con el propio, anotado por Rodrigo López.
El segundo fue de Moralez. Vélez, de nuevo puntero, no podía
llegar en mejores condiciones para afrontar su siguiente
compromiso, nada menos que en Lanús.
El juego de las especulaciones estuvo presente toda
la semana. Porque del choque entre dos verdaderos anima-
dores de la temporada uno quedaría fuera de combate o, al
menos, gravemente herido. Sobre todo porque el Huracán de
Ángel Cappa no detenía su marcha y, si le ganaba al temible
Arsenal, llegaría a la última fecha mano a mano con Vélez.
Pero había más: si el tercero en discordia no sumaba de a
tres y sí lo hacía Vélez, daría la vuelta olímpica con una fecha
de anticipación.
El equipo de Luis Zubeldía le había ganado en la pre-
temporada al de Gareca, pero en esta cita por los puntos, el
juego de ajedrez no tardó en demostrar quiénes tenían aspi-
raciones de reyes y quiénes se comportaban como peones.
Fue el visitante el que tomó la lanza y, con mayor agresividad,
soltó a sus laterales y buscó asociarlos con los mediocam-
pistas; con Moralez más retrasado para oficiar de enganche
y, cuando el partido se puso cuesta arriba, con el propio Mo-
ralez plantado sobre la banda derecha para detener las subi-

134
das de Maximiliano Velázquez y Diego Valeri. Pero, claro, no
hay cómo sostener tal actitud sin riesgos. Aun frente a un ri-
val estático, pasivo y por momentos insulso como Lanús.
Quedó en evidencia cuando Moralez devolvió mal una pared
en tres cuartos de campo rival e inició la contra de Lanús,
que con tres pases largos llegó al área, donde Sand, mano a
mano ante un Montoya casi vencido, definió al gol.
Más: al minuto del complemento, Cubero le aplicó un
manotazo en el rostro a Velázquez a centímetros del línea
Ariel Bustos, quien informó al árbitro Saúl Laverni y éste le
mostró la roja al capitán de Vélez.
De repente, la tribuna local gritó un gol de Arsenal
que nunca existió, pero por un momento eso supuso que La-
nús llegaría como líder a la última fecha, dependiendo de sí
mismo en su visita a San Martín de Tucumán.
Todo se derrumbó a los 24 minutos de la parte final,
cuando Emir Faccioli le cometió una falta infantil a Martínez,
que estaba encerrado dentro del área, sin posibilidad de per-
filarse frente al arco. Rodrigo López, una vez más, tomó la
pelota y zanjó la cuestión. Gareca volvía a encontrar en el
banco la llave maestra, porque Martínez había ingresado en
lugar del lesionado Cristaldo apenas catorce minutos antes
de la jugada que cambió el partido.
De haber perdido, Vélez hubiese seguido con chances.
Pero, además de ganarle a Huracán en la última fecha, hubiera
tenido que esperar un tropiezo de Lanús en Tucumán. En
cambio ahora dependía de sí mismo en el partido que el fix-
ture había puesto ahí fortuitamente y se convertía en una
verdadera final. Por eso el empate en Lanús se festejó como
un triunfo. Por eso el de López fue, también, el gol del cam-
peonato.

135
136
12
EL HOMBRE DE CRISTAL

Gabriel Vito Brazenas trota preocupado sobre la pista de tie-


rra sin demarcaciones del CeNARD, en el barrio de Núñez,
donde los estudiantes del profesorado de Educación Física
“Romero Brest” suelen realizar sus ejercicios. Ya terminada
la práctica, mientras el resto de sus compañeros se relaja ju-
gando un partido de fútbol, él busca una puesta a punto que
nunca alcanzará. Por más que lo intenta, no logra acercarse
a los tiempos que le permitirían superar las pruebas. Siempre
ocupa los últimos lugares de las planillas, una condición de-
ficiente que es desmentida por la predilección que la Escuela
y el Colegio de Árbitros siguen teniendo por su figura.
A Brazenas, que tuvo un pésimo fin de semana, se lo
nota tenso: además de sus problemas físicos crónicos, sabe
que volvió a fallar gravemente en el empate sin goles entre
el líder Boca e Independiente por la 13ª jornada del Torneo
Apertura, en la Bombonera. Su mayor error fue no sacar si-
quiera una tarjeta amarilla luego de una fuerte falta de Félix
Benito sobre Carlos Tevez, que le provocó un esguince en la
rodilla izquierda. El 9 de Boca no salió a jugar el segundo
tiempo y el parte médico descartó la posibilidad de que pu-
diera llegar al Superclásico en la fecha siguiente. La hinchada
de Boca coreó con fuerza el impiadoso “Brazenas, hijo de
puta...”.
Esa mañana de noviembre de 2003 un grupo de alum-
nos de escuelas secundarias identifica al réferi. Aguardan
con paciencia su paso y cuando llega a su encuentro se escu-

137
cha clara la voz de uno de los chicos.
—Hay que cuidar un poco más a los jugadores habilidosos.
Brazenas, que nunca se especializó en el abordaje de
los conflictos humanos, detiene bruscamente su marcha y
se aproxima a los pibes elevando la posición natural del men-
tón. Hay abucheos y algún empujón, que provocan la inter-
vención de los profesores. Con el paso de las horas, más se-
reno, el árbitro reflexionará en un tono conciliador: “Son los
riesgos de esta profesión. Uno tiene que saber, a medida que
avanza en la carrera, que se encontrará con cosas desagra-
dables”.

El Test de Cooper exigía dar siete vueltas, es decir


2.800 metros, en 12 minutos. Los árbitros más resistentes,
como Horacio Elizondo, Oscar Sequeira o Héctor Baldassi,
superaban a veces los 3.000 metros. A Brazenas le costaba
alcanzar la marca y se rezagaba más de media vuelta con
respecto a quienes encabezaban el pelotón. En pruebas cor-
tas, de 50 metros, no lograba bajar de los 7.4 segundos y
perdía por siete décimas con muchos de sus compañeros. En
200 metros excedía el medio minuto y podía quedar a tres
segundos de Madorrán, uno de los más veloces. Brazenas
sufría el entrenamiento y solía reprobar los distintos exáme-
nes, que luego debía recuperar.
“Era un árbitro grandote, al que le costaba mucho el
arranque. Tenía intensidad, pero le faltaba trabajar los cam-
bios de ritmo”, recuerda Cristian Rosen, coordinador del
Área Física de la AFA y responsable del entrenamiento de
los árbitros desde 2003.
“Cuando alguno de nosotros no daba una prueba, en-
seguida lo paraban. No sucedía lo mismo con Brazenas. Mu-
chas veces nos preguntábamos cuándo había dado el recu-
peratorio”, dice el ex árbitro Jorge Ferro.
Chistes frecuentes de aquellos años eran que a Bra-
zenas le iban a tomar las pruebas físicas a domicilio y que
los 12 minutos del Test de Cooper se cumplían cuando Ángel
Sánchez cruzaba la meta, independientemente del tiempo
que le insumiera.

138
“Hace 15 años dábamos el Test de Cooper, aburridí-
simo. Siete vueltas a la pista de atletismo, 2.800 metros, que
debías hacer en 12 minutos. Una pelotudez que Brazenas no
podía hacer. Le decíamos subite al pasto, cortá camino por el
costado, no sabés las cosas que le decíamos”, evoca Pablo
Lunati, uno de los árbitros moralmente más cuestionados
por sus propios colegas pero físicamente mejor preparados
para la alta competencia.
Las pruebas físicas, que se tomaban unas cuatro veces
al año, se rendían en alguno de los cinco centros habilitados:
el predio de AFA en Ezeiza, el campo de deportes de la Aso-
ciación Argentina de Árbitros, el CeNARD, el Estadio Único
de La Plata y en Quilmes. No fueron pocas las veces en que
Brazenas se excusó de participar. A fines de 2002 adujo una
operación de osteotomía calcárea realizada en agosto. Si bien
reconoció haber evolucionado favorablemente y estar apto
para realizar actividad física, advirtió que por consejo del
Dr. Ernesto Ugalde no era conveniente para él hacer esfuerzos
máximos y carreras de gran exigencia, ya que podría ser con-
traproducente para su recuperación posoperatoria. Lo sor-
prendente es que, a pesar de este incumplimiento, era desig-
nado sin inconvenientes todos los fines de semana.
Con el tiempo, el Test de Cooper fue reemplazado
por las pruebas de intervalos. Había que correr 150 metros y
caminar 50: diez vueltas en una pista de 400 metros, 20 pa-
sadas en total. También 40 sprints de 75 metros por 25 de
recuperación. Estos exámenes, mucho más exigentes, eran
imposibles de cumplir para un árbitro con las dificultades
físicas de Brazenas. “Para mí tenía un bloqueo psicológico,
decía que le agarraban ataques de pánico. En las pruebas in-
tervaladas había que correr 150 metros en 30 segundos y a
los 25 segundos sonaba una alarma que te advertía que fal-
taban cinco para llegar al objetivo. Si pasabas tarde, la pri-
mera vez era una advertencia, la segunda una amonestación
y la tercera quedabas afuera”, aporta Gabriel Favale, un ex
árbitro internacional que conoció bien a Brazenas.
Daniel Mazzitelli, gerente de Recursos Humanos de
la AFA entre 2003 y 2016, y acaso el superior más odiado

139
por los réferis, sospechaba que Brazenas no cumplía con las
exigencias y comenzó a supervisarlo personalmente. Por esa
razón, el árbitro era un abonado a su despacho.
—Gabriel, probá laburando de otra cosa. Esto te está liqui-
dando. ¿Por qué no pintás un departamento en la semana?
—le recomendó en una oportunidad.
Brazenas se ofendió por el consejo y, enfurecido, se
le fue encima a Mazzitelli. La discusión casi termina a los
golpes y tuvo que intervenir un empleado para separar.
Como no confiaba en el grupo de profesores que to-
maba los tiempos, Mazzitelli solía aparecerse de sorpresa en
los distintos centros de entrenamiento. Es por eso que mu-
chas de las planillas tienen su firma. En una oportunidad
Ángel Sánchez, a quien le decían “la babosa” por ser uno de
los árbitros más lentos del plantel, tropezó exhausto y rodó
aparatosamente a la vista del Gerente de Recursos Humanos,
quien parado al borde de la pista controlaba los tiempos
reloj en mano.
—Vos me pedís las mismas pruebas físicas que a los chicos
de 25 años —se quejó el árbitro mundialista de 2002, ya
próximo a la edad del retiro.
—Pero Ángel, sos vos el que quiere dirigir los mismos parti-
dos que los chicos de 25 teniendo casi 50 años —le respondió
irónicamente Mazzitelli.
Las deficiencias físicas de Brazenas eran acompañadas
regularmente por desempeños lamentables. En marzo de
2004 redondeó otra pésima actuación en Newell’s-Arsenal,
que empataron en Rosario. Tras favorecer abiertamente al
equipo de Sarandí, la AFA le comunicó por medio de una
carta documento la suspensión del contrato de servicios ar-
bitrales por una semana. La medida, que implicaba la impo-
sibilidad de ser designado, no lo liberaba de asistir a los en-
trenamientos físicos. El telegrama, toda una provocación,
escondía la intención de predisponer un conflicto laboral.
En los hechos, a la siguiente fecha fue parado.
Por esos días, el arbitraje argentino sufría una impac-
tante noticia. El 30 de julio a las 10.30 Fabián Madorrán se
sentó en un banco del Parque Sarmiento, en Córdoba, sacó

140
una pistola 9 milímetros de entre su ropa, se la colocó en la
boca y disparó con eficacia, acabando a los 40 años con una
vida atormentada por las deudas de juego. Su despido de
AFA había socavado sus escasas reservas anímicas y econó-
micas, dinamitando cualquier puente que lo conectara con
el mundo real. Había pasado días enteros llorando descon-
solado su abrupto final en el referato, consecuencia -para la
mayoría de sus colegas- de una conducta venal. No era, por
supuesto, el único miembro de la familia arbitral sospechado.
“Hay una industria del soborno”, había afirmado un año atrás
Guillermo Marconi, secretario general del SADRA.
Mientras tanto, la pelota seguía rodando y las ergo-
metrías de Brazenas indicaban una capacidad aeróbica “me-
jorable con el entrenamiento adecuado”. Lo que no mejoraba
era su rendimiento: en agosto tuvo problemas en Alta Gracia
por la derrota de Instituto a manos de River. Diego Bobatto,
el presidente del club cordobés, lo increpó en el entretiempo
al grito de “¡nos estás choreando!”. A fines de septiembre
sumó otra actuación conflictiva en Bahía Blanca. Olimpo per-
dió ante Huracán de Tres Arroyos y el presidente del club
aurinegro, Jorge Ledo, afirmó de Brazenas que no iba “a des-
cubrir nada diciendo que es un desastre” y que era “un mila-
gro que dirigiera bien o se fuera de una cancha sin ser insul-
tado”. Por este partido el árbitro volvió a ser parado por mal
desempeño, la octava ocasión en una carrera de cinco años.
Cada vez más limitado desde el punto de vista físico,
Brazenas ingresó a fines de 2004 a la Clínica y Maternidad
Suizo Argentina para hacerse una resonancia magnética nu-
clear de la columna cervical. Del estudio surgió una severa
espondiloartrosis, con fusión de los cuerpos vertebrales C4
y C5. Básicamente, se trataba de una artrosis vertebral. Junto
con la debacle de su salud corporal, en 2005 Brazenas seguía
pateando para adelante las pruebas físicas. En febrero envió
un fax a Jorge Romo pidiendo posponer un examen en el Ce-
NARD, por haber terminado en fecha reciente su participación
en el Sudamericano Sub 20 de Colombia. Debido “a las cos-
tumbres alimentarias”, afirmó haber perdido alrededor de
tres kilos y no encontrarse en las mejores condiciones.

141
En abril, Carlos Coradina, director de la Escuela de
Árbitros, recibió una carta furiosa de Brazenas. Acusaba al
veedor del partido entre Arsenal y Banfield de haber incluido
términos injuriosos en el informe. En ese encuentro, corres-
pondiente a la 4ª fecha del Torneo Clausura, Brazenas había
validado el empate parcial de Banfield luego de que Daniel
Bilos primero y Javier Sanguinetti a continuación tocaran -sí,
ambos- la pelota con la mano en la jugada del gol. Arsenal fi-
nalmente vencería 2 a 1. Casi un mes después del partido, ya
disputada la 8ª fecha, Brazenas recibió un llamado telefónico
de la AFA. Juan Carlos Crespi le comunicaba que sería parado,
por novena vez en su carrera, debido a sus errores en el Via-
ducto y también por una patada de Mauro Laspada a Rodrigo
Palacios que no había sancionado en el mes de febrero en
Boca 3 - Olimpo 1.
Indignado, Brazenas reclamaba una ratificación o rec-
tificación de los términos usados por el inspector, que calificó
al árbitro de “indeciso” y “parcial, sin proponérselo”. Sentía
que, en caso de no recibir una disculpa de la casa, estarían
convalidando los dichos del informe. “Puede decirse que soy
parcial por naturaleza, ya que no me lo propuse. Mi incons-
ciente ya juzga con parcialidad, que no es más que decir que
siempre estoy de una parte. Si tales interpretaciones son
puestas en un informe, estamos en presencia de una persona
que no puede ser árbitro de fútbol. Lo que el señor inspector
lució en su informe conllevarían consecuencias difíciles de
presagiar, a tal punto que podría verme en la obligación de
aplicar la Cláusula 15ª incorporada en el contrato de Servicios
Arbitrales”, fue el visceral alegato de Brazenas.
Abrumado por las sospechas que había acerca de su
“hombría de bien”, Brazenas estaba amenazando con iniciar
acciones legales. Sus descargos, nunca inferiores a dos pági-
nas, estaban insuflados de una prosa arrebatada, a menudo
divagante. “Si bien decimos que nuestro problema es la des-
confianza en nuestro rubro, el de impartir justicia, el hecho
de desconfiar de todos llevaría a una situación de soledad,
aun con nuestros pares (...) ¿Son los jugadores nuestros ene-
migos o acaso cumplen con diferentes roles dentro del campo

142
de juego?”. Como nunca antes, Brazenas comenzó a desmo-
ronarse física y emocionalmente, como si fuera un hombre
de cristal. Quizá por pudor, las autoridades de Viamonte ja-
más respondían sus notas. Tampoco se atrevían a tomar otra
clase de medidas.
En mayo Brazenas viajó a Curitiba, Brasil, para dirigir
Atlético Paranaense-Cerro Porteño por los octavos de final
de la Copa Libertadores. Compartió la habitación del hotel
con Gabriel Favale, uno de los árbitros más sanos del am-
biente, que actuaría como asistente. Favale tiene un aire ino-
cente que remite a Ned Flanders, el vecino de Homero Simp-
son, uno de los más compasivos habitantes de Springfield.
Afecto a las bromas inofensivas, descubrió que desde el te-
léfono de la mesa de luz podía manejar las luces de la habi-
tación y del baño. Como tenía el sueño liviano, esperaba a
que Brazenas se levantara a la madrugada para ir al baño y
cuando entraba a orinar le apagaba la luz.
—La puta que te parió, Favale. ¡Dejá de apagar la luz!
—¿Cómo querés que apague la luz desde acá? Se habrá que-
mado la lamparita.
“Cuando descubrió que era yo, se me vino encima y
me pegó dos piñas, pero despacio. Gabriel era serio y no se
abría a todos, pero a mí me toleraba estas cosas. Me miraba
con expresión de ¿cómo podés estar todo el día jodiendo?. A
mí me hubiera encantado dirigir ese partido que él iba a di-
rigir, pero disfrutaba mi lugar como asistente. No sé si Bra-
zenas tenía otro reparo con el resto de mis compañeros.
Creo que en mí leyó que no era una amenaza”, reflexiona Fa-
vale en tiempo presente.
La irritabilidad de Brazenas iba en aumento ante la
indiferencia de la AFA a sus encendidos reclamos. A media-
dos de año envió a Jorge Romo una interminable carta con
algunos párrafos escritos en mayúsculas y negritas. Expre-
saba angustiado su profunda preocupación por los resultados
de un examen, sin dudas reprobado, y citó una serie de soli-
citudes previas, nunca respondidas, para que le otorgaran
un plan de trabajos físicos personalizado que le permitiera
mejorar su deteriorada condición. Brazenas se quejaba con

143
amargura de que nadie atendía sus llamados de atención.
“¿Quién sería el responsable, en el caso de ocurrir (y
ocurrió), de no alcanzar los parámetros físicos exigidos opor-
tunamente habiendo hecho el suscripto todo lo posible por
aumentar el rendimiento atlético actual sin obtener respuesta
de parte de las autoridades actuales a su petición de intentar
con un entrenamiento personalizado?”, es la larga pregunta
que le hace Brazenas a Romo. Admitía, al borde de la deses-
peración, que no podía cumplir con las evaluaciones físicas
a las cuales era sometido. Para corregir ese déficit propuso
concurrir dos veces a la semana a un centro de entrenamiento
de la calle Billinghurst 2242 durante ocho semanas, asu-
miendo el costo, y un tercer día asistir al complejo de Ezeiza.
Sentía que someterse a las prácticas grupales con el resto de
sus compañeros no le mejoraba las condiciones físicas, plan-
teo que los profesores de AFA rechazaban sosteniendo que
la planificación se basaba en trabajos grupales.
Mientras en la Escuela de Árbitros Abel Gnecco reem-
plazaba a Coradina, en medio de una crisis que no descartaba
la posibilidad de nuevas bajas en el plantel de Primera, en
agosto de 2005 el doctor Rafael Reboredo, director del De-
partamento Médico de AFA, formuló un dictamen categórico
sobre Brazenas. Debido a su discopatía cervical crónica irri-
tante, el paciente debía ser sometido a una artrodesis a la
brevedad. “Tenía un problema cervical de base, debido en
parte a su cuello largo”, recuerda Reboredo.
La intervención quirúrgica consistía en el reemplazo
vertebral y fijación de dos niveles con placa de titanio. La
AFA buscó evitar el gasto de la costosa operación apelando
al seguro de accidentes personales suscripto ante la compañía
Boston, pero ésta desestimó el siniestro por encontrarse
fuera de la cobertura de la póliza: concluyó que el origen de
la patología no había sido generado por una causa externa.
La cirugía se realizó el 30 de agosto en el Hospital Alemán,
con anestesia general, y Brazenas permaneció tres días in-
ternado. Se le fijó una prótesis cervical, que tres meses más
tarde no le impedía retomar los entrenamientos habituales,
y el 18 de noviembre de 2005 recibió el alta neuroquirúrgica.

144
Once días después cumpliría 38 años, pero pasaría muchí-
simo tiempo antes de volver a dirigir. Demasiado. En la AFA
se consideró la posibilidad de despedirlo, ya que era mucho
más barato indemnizarlo y poner un reemplazante en las
condiciones físicas y temperamentales necesarias para cum-
plir con un contrato de 5.000 pesos mensuales y 500 por
partido jugado.
Pero, a contramano de esa lógica, Julio Humberto
Grondona respaldó su continuidad en el plantel arbitral. Si
para muchos de sus colegas estaba acabado, Brazenas creía
que tenía algunos años más de carrera por delante y pensaba
resistir atrincherado a los traidores que vinieran por su ca-
beza. Iba a defender esa posición, cada vez más amenazada,
hasta el final. No pensaba rendirse, a pesar de las graves he-
ridas. A este lobo solitario le quedaba una bala más en la re-
cámara.

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13
RAZIMOFF
(Javier Ruiz, ex árbitro arrepentido, en primera persona)

Soy en realidad hijo de un capitán del ejército ucraniano; mi


verdadero apellido es Razimoff. Y hasta los 14 años no supe
la verdad. Mi padre era un novio de mi mamá, pero nunca
quise conocerlo. Mi vieja me tuvo sola y ahí conoció a Ruiz,
mi padrastro. Tuve una linda infancia, soy de Hurlingham.
Fui gordito, pero el deporte me fue afinando. A los 18
años, más o menos, me di cuenta de que era fachero. De un
colegio me echaron porque siempre tuve un dejo de violencia,
era muy impulsivo. Me costó controlarme, por todos los pro-
blemas que acarreaba. Nunca le levanté la mano a una mujer,
pero a los 50 años me sigo cagando a piñas.
Me eligieron como mejor compañero en el rugby, pero
en el fútbol me detestaban. Estudié cuatro años para contador
público y abandoné porque era medio piratón; vivía de joda
en joda y ya tenía una hija. Años después hice una tecnicatura
en gestión gastronómica: soy especialista en costos de hoteles
y restaurantes.
Siempre fui muy ordenado en mi vida, un granadero,
entonces rápidamente me generaba posibilidades. Me veían
condiciones y era muy honesto. Siendo muy pendejo trabajé
como gerente en Lever, con un grupo a cargo. Entre ellos
había un hombre grande, árbitro de liga. Le pregunté por
qué no estaba en AFA y me dijo que era muy difícil. Le aposté
un asado para todos a que yo entraba.
Fui un día de mucho calor y me recibió Carlos Cora-

147
dina. Hice el último curso que dictó AFA y fui el mejor de esa
camada.
En menos de dos años estaba dirigiendo la B Nacional.
Hasta que tuve una discusión con Juan Carlos Crespi. Un día
me quiso verduguear adelante de todos: quería determinarme
con quién estar y yo siempre fui una persona libre. Así como
soy educado, puedo mandarte a la concha de tu madre en un
segundo.
Me di cuenta de que era bueno en la profesión. Me fue
bien, pero el ambiente me superó un poquito. La Biblia dice
que el más pequeño es el más grande, pero en el fútbol es dis-
tinto. Se presentó una dicotomía para mí, que contradecía mi
forma de ser. Pero económicamente me fui beneficiando y
entonces decidí quedarme.
Debuté en Primera División con Gimnasia de Jujuy-In-
dependiente, en 2007. Empecé a vivir bien del arbitraje, me
ofrecieron buenos contratos y la actividad me fue chupando.
Quise largar en varias ocasiones, pero los que estaban al lado
mío eran más cholulos que yo y me decían “¿cómo vas a dejar
esto?”. Yo sentía que estaba con Dios, prefería cagarme de
hambre.
¿Sabés por qué me separé de mi primera mujer? Que-
ría ser pastor y había una iglesia en Jorge Newbery, partido
de Hurlingham. Mi mujer me dijo: “¿No puedo con mis pro-
blemas y me voy a meter con los problemas de otros?”. Le
dije que si no podía con los problemas de los demás no podía
estar al lado mío.
El medio también te condiciona, por ósmosis. Si vos te-
nés gente buena al lado, vas a ser bueno. Si vos estás rodeado
de gente mala... Como soy hincha de Morón, recuerdo que en
1982 Aníbal Hay cobró un penal contra San Lorenzo y había
sido afuera. Treinta años después confirmé que era un ton-
guero.
Lunati fue un tipo despiadado que sabía a quién chu-
pársela. Lo he visto irse de AFA con un gordo barbudo a
bordo de una Harley Davidson, sentado de espalda al moto-
quero. Lunati prostituyó al arbitraje en Argentina junto a
Madorrán, cuando se pasaron al SADRA.

148
Lunati jugaba para Eduardo López, ex presidente de
Newell’s. San Lorenzo enfrentaba a Newell’s en 2008 y debía
ganar para llegar al triangular, que lo tongueó Boca. “¿Qué
hacés Lopecito? -le dijo Lunati-. Te aviso que no juego para
nadie este fin de semana, no me rompan las bolas que de por
medio está Marcelo (por Tinelli) que es un amigo”.
El ladero de Lunati era Daniel Raffa, un muchacho
que dirigió unos cuantos partidos en primera, muy buen ár-
bitro. Él me inició en el tongo cuando fui a la prueba física en
el Estadio Único de La Plata. Llegué y vi que todos tenían
autos 0KM, mientras que yo tardé tres días para llegar en mi
128. “Loco, yo tengo un mejor laburo que vos y en AFA co-
bramos todos lo mismo. ¿Cómo es que tenés un 0KM?”, le pre-
gunté. “Porque no estás en el sistema”, me respondió.
Yo me había separado recién de mi primer matrimonio
y no podía pagar el alquiler. A los 40 años parecía un pibe de
20: lo que me hizo mierda a mí fue la falopa. Los cinco años
de falopero me deterioraron por dentro y por fuera; hoy tengo
problemas de presión. Antes era un deportista, me cuidaba
mucho.
El primer partido que arreglé fue Defensa y Justicia-
Aldosivi, pero ahí yo dije que iba a hacer algo y no cumplí. Yo
era jefe, el cerebro; no ejecutaba dentro de la cancha. Le
daba la estrategia a Raffa. “Tenemos uno que le pega bien en
San Martín de Tucumán, metele dos o tres tiros libres”. A
veces, en los partidos que yo dirigía, los jugadores me decían:
“¡Che, Javier, no nos matés!”. Yo lo que hacía era arreglar
otros partidos, no el mío. Como soy hijo de laburantes, no me
atrevía a levantar la mano en contra de otros laburantes. Me
brotaba por momentos el altruismo, dentro de la mierda que
hacía. No me sentía tan culpable siendo intermediario.
Metiste dos pitazos a favor y son un palo verde que
gana el club. Te beneficia en recaudación, en contratos. ¿Te
cuento algunos personajes de este ambiente? Scime es un trai-
dor y oportunista. Toia sabe mucho y habla poco. Es como la
mujer perfecta: ríe y calla. Casi lo mato la última vez. Yo lo
quería, era mi amigo, pero él no me quería a mí. A Bassi no le
sacás nada. Pasó de que yo lo denunciara de arreglar partidos

149
a ser el Nº 1 del arbitraje en el interior del país.
Casas era muy arrogante. Empleado bancario del Cre-
dicoop, le manejaba la cuenta a Romo. “¿Cómo puedo hacer
para ser árbitro?”, preguntó. “Y, pero vos sos muy grande. A
ver, dejame ver”. Y al año siguiente era internacional. A él y
a Scime les hizo sacar la guita del banco cuando fue el corra-
lito.
Faraoni te regalaba las tarjetas antes del partido, esa
era la contraseña de que estaba entongado: “Tome, maestro,
esto es para usted”. Nosotros comprábamos 100 tarjetas por
mes. Yo no entendía por qué, cada vez que iba a Estudiantes
de Buenos Aires, Toia me decía que le pidiera una camiseta al
utilero, que se la debía del otro partido. Yo como un boludo
iba y se la pedía. No sabía que esa era la contraseña y si ga-
naba Estudiantes Toia se llevaba guita gracias a mí.
Me avivé cuando me convertí en intermediario, cuando
empecé a entongar. Yo no toqué un mango en mi vida hasta
los 40 años y 10 meses. Estuve ocho meses haciendo esta
mierda, de la cual me arrepiento. Fue una experiencia de
vida, Dios permitió que me pase todo esto. Como toda mi vida
fui un tipo muy correcto, para mí esto era un juego. Tenía
una mujer al lado que estimulaba todo ese tipo de cosas, pa-
recíamos Bonnie and Clyde, hacíamos cada boludez... Hoy se
me pone la piel de gallina de sólo pensarlo. Me volví adicto al
vértigo. Me cogí a una vedette famosa quince kilos atrás.
Cosas impensadas para un muchacho de barrio.
En este ambiente son todos unos despiadados. Abal es
un demonio. El flaco Maglio es muy buen pibe, un campeón,
pero le gustaba la plata. El 50 por ciento de los clubes de
fútbol participa de este negocio y el otro 50 por ciento quiere
entrar, pero no lo dejan. El que es muy hábil para manejar
esto es Miadosqui, presidente de San Martín de San Juan: lo
íbamos a ver con Raffa para arreglar los partidos.
El Viejo Grondona sabía del arreglo de los partidos. A
Lunati le dijeron: “Éste es tu último campeonato. Hay una
foto donde se te ve recibiendo guita, te hicieron una cama,
cagaste”. ¿Y él qué les respondió? “Le vendí el alma al diablo”.
Aparentemente habló con el Viejo y le dijo que jugaría para

150
él. Llegó a decir: “Yo mato a mi vieja por ser internacional”.
Detestable. Me chocaba escucharlo.
Daniel Raffa me contaba que se empezó a meter en el
tongo, gracias a Lunati, en un Argentinos 1 Unión 1, donde
arregló por 60 u 80 mil pesos. Se compró un triplex en Devoto
siendo cobrador de una empresa.
Laverni tenía bronca con Tinelli porque no le pagó un
partido arreglado. Tinelli lo verdugueó por ShowMatch, con
indirectas, y Laverni le respondió que arreglara sus problemas
con los mapuches. Tinelli al principio era inocente, ingenuo,
lo sorprendía la maldad de los árbitros. Fijate el enrosque de
víbora que tiene esta historia…
A Tinelli le dije: “Te soluciono el quilombo con los ár-
bitros, pero empezá a pagar”. Tinelli me respondió: “A mí,
Aníbal Hay me maneja una parte de los árbitros, pero la otra
me la vas a manejar vos”. ¿Si era riesgoso que Tinelli mane-
jara directamente estos asuntos? Lo quiso así, él admiraba a
Macri porque Macri lo manejaba de esa manera. “Quiero ha-
cer lo que hizo Mauricio. Quiero asalariar a cinco árbitros”,
repetía.
La primera charla la tuvimos en una sala muy grande
de Ideas del Sur, apenas entrás a la derecha, bajando las es-
caleras. La mesa sola medía cien metros. La segunda, en la
Torre Le Parc, donde pedí que no me registraran o no subía.
Fui con Bassi, que tenía un Bora, en ese entonces un auto de
alta gama, que se lo había regalado el presidente de Olimpo
porque le había dado una manito para que ascendiera. Subi-
mos al piso 27 o 42, no recuerdo. Se veía la costa uruguaya.
Me senté en un sillón y quedé en el piso de tan bajo
que era. Me llamó la atención el equipo de música viejo que
tenía. Nos atendió una mucama de rasgos autóctonos, pe-
ruana o boliviana. En un momento entró Paula Robles, que
tenía una luz en la cara, era divina. Nos saludó y se fue.
Tinelli se estaba haciendo los primeros tatuajes en ese mo-
mento y tenía un cabestrillo porque se se había operado en
Estados Unidos la rotura de un ligamento en el hombro. Nos
atendió en cuero.
El primer partido que quiso arreglar fue Banfield-San

151
Lorenzo, pero Bassi se negó aduciendo que no se quería meter
con Portell, el presidente de Banfield, porque lo había cagado
varias veces: “Me va a hacer mierda en AFA”, se atajó. Tenés
que andar sacando cuentas todo el tiempo; una para acá,
una para allá. Como decía mi hija: “Una para mamá y una
para papá”.
Tinelli conmigo era un fenómeno, me cumplió en todo,
pero era tan garca como yo. Me pedía una “muestra abe-
rrante” de que el árbitro estaba jugando para él. Yo le decía:
“¿Quién sos? ¿Vos pensás que se van a quemar por vos?”. Yo
era inteligente para hacer todas las negociaciones, pero mi
debilidad era mi carácter; encima yo estaba tenso. Un día le
dije a Tinelli que lo iba a cagar a trompadas, delante de Fa-
bián Scoltore.
Los árbitros me querían porque cumplía con todos.
Bassi los cagaba, les pagaba dos partidos y uno no. Yo te pro-
metía diez, eran diez. Habré arreglado veinte partidos. Casi
un Boca-River, que Bassi no quiso: no sé si era un tipo miedoso
o astuto.
Las pruebas físicas eran piques. Había que hacer como
40. Seríamos 15 o 20 los de Primera. Todos las daban, menos
Bassi y Brazenas, que jugó su último partido sin haberla dado.
Muchas veces lo citaban a él solo en el CeNARD. Se hacían
entre tres y cuatro por año. Brazenas y Bassi quedaban siem-
pre muy rezagados; la mayoría teníamos buen estado físico,
éramos deportistas. Brazenas tenía un buen porte, pero era
un Mercedes Benz con motor de Citroën CV.
¿Por qué las últimas definiciones de campeonato las
dirigió todas él? ¡Porque tenía violín, papá! En una final con
San Lorenzo no cobró un penal evidente. En la final entre
Vélez y Huracán se le escapó la tortuga, yo lo vi por primera
vez superado. ¿Por qué le permitían obviar las pruebas físicas?
Porque jugaba para el Viejo y para Romo. Era del sistema.
Don Julio te rompía el orto y vos le decías: “Perdón, ¿le lastimé
la verga?”. Uno llegaba a ser el preferido de Grondona por
arrastrado, por hijo de puta. Yo nunca se la chupé a nadie,
loco; las que me mandé, me las mandé solo y las reconocí.
Brazenas me apreciaba. Era un tipo introvertido, cal-

152
culador, despiadado. Tenía el perfil de un psicópata, no le im-
portaba nada. No ayudaba a nadie. “Arreglate solo”, te decía.
Pero te lo decía, no te lo escondía. No era sociable, era agra-
dable. Si te hablaba era porque le importaba algo de vos. Es
un tipo difícil de describir; era él solo. Al único que lo cazó del
cogote una vez fue a Derevnin, un árbitro de la B, en una pre-
temporada. Después huía, era muy hábil. Tenía un carácter
fuerte. Yo, en cambio, no controlaba mis impulsos. Una vez lo
agarré a Baldassi del cuello y mandé a la concha de su madre
a Elizondo. Si a Brazenas le afecta algo, no te ibas a enterar.
Era inconmovible, como Charles Manson. Pero a mí me respe-
taba, más allá de mi porte, porque era calentón y me agarraba
a trompadas. Una vez me vino a verduguear Picón, un asis-
tente, porque yo era pendejo, y lo cagué a piñas en la calle.
Brazenas era muy amigo de Néstor Rodríguez Batta-
glia, el ex árbitro y empleado de Vélez. Había temor, porque
a Huracán ya lo había cocinado el Sargento Giménez. Hasta
la jugada del gol Brazenas venía dirigiendo bien, haciéndose
el pelotudo, fiel a su estilo, una para acá y una para allá. Yo
entiendo lo que le pasó: le corrían los minutos y se le escapaba
la guita. A esa altura estaba muy nervioso. Siempre hay una
cometa grande al intermediario para que el árbitro no ponga
la cara. Después de eso, Brazenas simuló una lesión y no apa-
reció seis meses en los entrenamientos. De la única persona
que hablaba bien era de su esposa, una mina inteligente y
linda. Ese pibe tiene un odio contenido, está en su mirada.
Mi último partido en Primera, el 20 de marzo de 2009,
fue Banfield-Arsenal y cobré dos penales a favor de Banfield.
Vino el hijo de Grondona y me dijo: “Mirate en Fútbol de Pri-
mera porque va a ser el último partido que dirigís en la A”.
Yo denuncié todo en AFA. Me junté con el Viejo Grondona y le
dije que si en seis meses no echaba a los dirigentes corruptos,
yo salía a hablar.
Me fui en junio de 2010. Ya ni me acuerdo de que fui
árbitro. Me sacaron de todos lados. Tenía un libro por publicar,
que se titularía El silbato no se mancha, y lo frenaron. Tam-
bién bajaron una nota que me hicieron en National Geograp-
hic sobre la corrupción en el fútbol. Sospecho que entre Tinelli

153
y Vila pararon todo. Estaba casi impreso, se perdió mucha
guita. Sabía que era una bomba.
Con Grondona primero me reuní en AFA y después
tuve como siete reuniones en la estación de servicio que tenía
en Sarandí. La primera, en 2009. La última en mayo de 2010.
Después no quiso atenderme más. Tenés que dar dos mil vuel-
tas para llegar a un cuartito de mierda. El primer día fui de
saco y camisa y me hizo esperar dos horas y media. Antes
pasó el hijo de puta de Meiszner, al que odiaba un poco menos
que a Lunati. Me tenía agarrado de las pelotas porque sabía
que manejaba el tongo. “Ojo con las boludeces que hablás”,
me advirtió. Pasé a la oficina de Grondona, muy chiquita, an-
tigua.
—Qué hacés, Ruiz —me saludó.
—Tengo que contarle algo: yo soy el que maneja el tongo en
el fútbol argentino —le tiré.
—Cerrá la puerta —me ordenó—. Me encanta que hayas ve-
nido sin corbata. Mi papá decía que los que usan corbata son
garcas.
—Pero Don Julio, usted tiene corbata —le remarqué. ¡Qué
bueno que estuvo eso!
Me cambió de conversación. Hablamos cuatro o cinco
horas. Me fui a la una de la mañana. Él fingía que iba a cum-
plir conmigo; le dije que, si no lo hacía, yo salía a hablar a los
medios. Le di una lista de todos los dirigentes y árbitros ton-
gueros.
—Cuidá a tu familia, pibe. No por mí, pero éstos no son buenos
—me aconsejó.
Le dije que me quería ir y me pidió que arreglara la
indemnización. Me dieron toda la guita, me llevé 511.000 pe-
sos en cinco cheques. ¿Que me perdí hacer una carrera? ¿Sa-
bés lo que es estar rodeado de gente detestable, que murmura
todo el tiempo?
Yo estaba mal internamente por lo que hice, me había
llamado a silencio y estaba recluido en el country donde vivía.
Personalmente, lo que más me afectó fue el despido de Raffa
a fines de 2010. Yo lo quería mucho y lo veía muy triste. No
se bancó las consecuencias de lo que hizo.

154
—Dejá de llorar, pelotudo, ¿sos puto? —lo reté a Raffa—. Nos
merecemos esto que nos esté pasando. La que hiciste, la hiciste,
ahora empezá a reconocerlo y listo.
A Grondona le dije “máteme a mí, pero sálvelo a
Raffa”. Finalmente Daniel se murió de un ACV por la tristeza
de haber sido echado de AFA.
Grondona era un jetón que ostentaba su poder, un es-
tratega. “¿Sabés a quién le estás hablando? Al segundo de la
FIFA. Presidentes me han querido echar y no pudieron. Tengo
mil peleadas y mil ganadas”. Así le hablaba a la gente.
Mi tongo duró entre ocho y diez meses, entre 2008 y
2009, el campeonato que pierde Huracán. El arbitraje era un
quilombo en ese tiempo. Yo me divertía. Me garchaba a alguna
que otra minita de la televisión. Todo era sorpresivo para mí,
estaba obnubilado por el dinero. El dinero es el principio de
todo mal. Estos tipos aman el dinero, se mataron entre ellos
por dinero. Yo era un tipo humilde, nunca me gustó la osten-
tación. Pero de pronto me vestía en Armani, manejaba un
auto importado, mi mujer usaba una campera de diez mil
dólares. Mi vida era un terremoto.
Me fue bien económicamente y me fui a vivir al country
Los Rosales, en Canning, que alquilaba a nombre de otro.
¿Sabés que vidurria? Pero te quita sensibilidad. Allí Tinelli me
llevó la guita de un tongo: 60.000 pesos, por el partido San
Lorenzo 3 - Chacarita 1. El juez de línea era el Bocha Ábalo.
En el barrio de al lado viven todos los periodistas y tenía que
visitar a alguien, le quedaba de paso. No me dio la plata en la
mano, se la dejó en una caja a alguien de seguridad. Otra
vez me dio la guita una tal María, en Ideas del Sur, en una
bolsa de Tommy Hilfiger. “Esto es para usted, señor Ruiz, ¿me
firma acá?”, me dijo. Fue la plata del partido San Lorenzo-At-
lético Tucumán, que no le pagaron a Faraoni, y ahí se pudrió
todo. ¿Sabés cómo te mejicaneaban? Bassi te fumaba en pipa.
No era un consumidor diario, pero una vez por semana
descargaba toda mi bronca con la cocaína. Un día casi me ex-
cedo. Había tomado como 16 gramos. En ese momento sentí
que me moría, el corazón empezó a acelerarse. Salí a dar
una vuelta, no me bajaba el ritmo. Eran las tres de la mañana,

155
hacía muchísimo frío y me acosté en el pasto, para entregarme
a morir. Ahí se me pasó el efecto, Dios me dijo: “Todavía no:
tengo un propósito para vos, lo que te está pasando ahora no
tiene que ver con tu futuro”. Dios me sanó, tengo una familia
hermosa. Lo malo fue haberme alejado de Dios. Ahora estoy
construyendo una iglesia en mi casa, tratando de servir a
Dios. Uno se puede reivindicar. Fui a predicar el Evangelio a
la cárcel.
Me llamaron de la Cámara de Diputados. Parecía que
iba a explotar todo, pero no pasó nada. Un fiscal me dijo que
no podía autoincriminarme. Yo me había estudiado las leyes
y sabía que no iba a ir en cana. La coima en el deporte no
está tipificada. Yo acusé a un gobernador, a Tinelli y a Daniel
Vila y tardaron ocho meses en citarme a declarar. Pezzotta
no cobró un penal para River y a las seis horas estaba decla-
rando con un fiscal.
No me quedó nada de lo que gané. Le compraba cosas
a la gente. Yo gastaba en jodas 60.000 pesos por mes de hace
10 años. Después perdí todo, pero adrede. Y decidí arrancar
de nuevo. Cuando se me acabó el dinero sentí un gran alivio.
Cambió mucho mi vida: hoy mis hijas sirven a Dios. Lo único
que me quedó es esta cadena italiana que llevo puesta. Yo me
fui del arbitraje como tonguero, merecidamente. Todos tene-
mos que pagar. Si van todos en cana y me llevan también a
mí, voy sin problemas.
No podés tapar el sol con la mano. El Loco Lunati tiene
una destreza maléfica para responder: te puede mentir a vos
en la cara, pero a Dios, no. Dios dice que “no hay nada oculto
que no haya de ser manifiesto”. Yo creo que lo de Lunati va a
saltar. Y digo Lunati porque prostituyó al arbitraje argentino.
Esto no va a quedar así, alguno va a hablar.
Después de mi denuncia, me desconecté de todo. La
pasé mal, estuve dos años sin laburo, deprimido, encerrado
en mi rancho, con medio paquete de fideos. No quise saber
nada más con el mundo del fútbol. Cuando querés largar la
droga, la largás. Cuando querés ser bueno, te sacás a los
malos de encima. Ellos fueron muy despiadados conmigo, me
cargaban por ser creyente. Un día exploté. Abal me preguntó,

156
después del escándalo: “¿Pero vos no eras creyente?” Lo miré
y le dije:
—¿Viste? Ahora soy tan hijo de puta como vos.

***

El testimonio de Javier Ruiz, que refleja el contexto


irregular del referato argentino durante la década del 2000,
fue aportado en tono confesional el 27 de noviembre de
2017. Fue un encuentro de tres horas en una pizzería cercana
a Plaza Miserere, donde se desempeñaba como encargado,
luego de un año de búsqueda.
A fines de 2010 fue dado de baja de la AFA, en el
marco de una “depuración” que incluyó a otros 14 árbitros
que no tenían edad de retiro, como Gabriel Vito Brazenas.
Un mes más tarde dio detalles en los medios de los arreglos
en el fútbol. Contó que los ascensos de San Martín de Tucu-
mán (2008) y Chacarita Juniors (2009), desde la B Nacional a
Primera, estuvieron arreglados y afirmó que se pueden arre-
glar campeonatos enteros, como el del Boca de Carlos Ischia
en 2008. No hubo cartas documentos por sus dichos, sino
amenazas de muerte.
Las declaraciones de Ruiz llamaron la atención de la
Comisión de Deportes de la Cámara de Diputados de la Na-
ción. El 31 de mayo de 2011 fue citado a “que exponga y am-
plíe las graves denuncias de corrupción en el fútbol que hizo
públicas a través de los medios de comunicación”. Ante la
presidenta, Ivana Bianchi, y otros diputados, Ruiz reiteró du-
rante una hora sus acusaciones y se autoincriminó, como el
arrepentido Mario Pontaquarto lo había hecho una década
atrás para revelar la trama de los sobornos de la Alianza en
la sanción de la Reforma Laboral.
Ruiz responsabilizó al Colegio de Árbitros por su
complicidad y pidió a los diputados “respaldo heurístico”
para buscar las pruebas necesarias. Dijo que antes de de-
nunciar esperó a cobrar los cinco cheques que le pagó la
AFA de su indemnización. Y sostuvo que el principal respaldo
para justificar sus dichos era el Excalibur, el sistema infor-

157
mático que entrecruza llamadas telefónicas. “Marcelo Tinelli
dice no conocerme. Que presente el resumen de cuenta de
su teléfono de diciembre del anteaño pasado a ver si el 3547
o el 3546 no aparecen. Es una persona que no quería que-
darse afuera de todo lo que hacían los demás”, fue una de
sus acusaciones más fuertes. Sobre el final de la audiencia,
dijo que buscaba resarcirse de todo lo malo que pudiera ha-
ber hecho.
Los diputados de la Comisión de Deportes se com-
prometieron a llevar a la Justicia la copia de la versión taqui-
gráfica de la reunión. Sin embargo, a comienzos de 2018 los
autores de este libro descubrieron que la denuncia había
sido desestimada luego de hablar con Carlos Comi, diputado
entre 2009 y 2013 e integrante de aquella Comisión de De-
portes que citó a Ruiz.
—El fútbol es una corporación y las corporaciones tienden a
defenderse a sí mismas. Era la Justicia la que tenía que avan-
zar. Nosotros hicimos la presentación y a mí nunca me cita-
ron a ratificar o rectificar la declaración en los Tribunales.
Yo le creí a Ruiz. Pero al que denuncia ese tipo de situaciones
lo hacen quedar como un loco.
—¿Sintió que fue inútil todo el esfuerzo realizado desde la
Comisión de Deportes?
—Hice lo que creí que tenía que hacer, pero me sentí frus-
trado cuando me fui de la Cámara porque nadie más siguió
hablando del tema. Ni siquiera el periodismo.

158
14
EL TESORO DE GEBA

Hay tradiciones que se respetan sin cuestionamientos en el


club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, aun cuando su re-
alidad de la última década poco tenga que ver con la prima-
vera de su primera juventud y el apogeo de la mitad del
siglo XX.
La Historia siempre ayuda a entender por qué.
La institución erigida a fines de 1880 sobre el entu-
siasmo de un grupo de jóvenes notables, reunidos alrededor
de una mesa de la Confitería del Águila, muy pronto vio en
el ensamble entre la burguesía nacional y los mejores expo-
nentes de la inmigración británica -que trajo en los barcos el
reglamento de los primeros deportes al aire libre- el gran
impulso para uno de los clubes pioneros del país. Un hombre,
Ricardo Camilo Aldao, presidente durante 40 años ininte-
rrumpidos, fue el máximo responsable de ese crecimiento y
del acondicionamiento de las tres sedes que -todavía- el club
conserva: la que lleva su nombre y fue la piedra basal de
GEBA, en el microcentro porteño; y las dos de Palermo, Jorge
Newbery y San Martín. Un total de 240 mil metros cuadrados
en la ciudad más pujante del país (y federalizada desde aquel
mismo 1880), con el deporte todavía en pañales, significaba
en los inicios del siglo XX mucho más que un campo abierto
para las prácticas recreativas y la competencia. Era, también,
el punto de encuentro de la elite nacional, expresada en los
máximos referentes de la política, las ciencias y las artes; y
reducida en un eslogan que tomó prestado del autor romano

159
Décimo Junio Juvenal e hizo bandera: Mens sana in corpore
sano.
El club que llegó a tener 55 mil socios transcurrida la
mitad del siglo pasado, y que entre sus ilustres contó nom-
bres como Marcelo Torcuato de Alvear, Juan Domingo Perón,
Otto Krause, Antonio Dellepiane, Arturo Goyeneche, Antonio
Argerich, Manuel Gálvez, José Ingenieros y Raúl Scalabrini
Ortiz, entre otros, en la década del 80 comenzaría un declive
sin freno, acelerado bien entrado el siglo XXI con el cambio
de ciertos hábitos y consumos culturales de la sociedad.
A comienzos de 2019, con una comisión directiva es-
trenando funciones, el pasivo del club ascendía a 260 millo-
nes de pesos (unos 7 millones de dólares), y las deudas men-
suales con el fisco, la manutención de sus 320 empleados y
el déficit que generan todos los deportes, con excepción del
fútbol y el tenis, desangraban la institución. Y, acaso lo más
desolador, el número de socios que pagaba su cuota apenas
alcanzaba los 10 mil, una cifra inferior a la de afiliados boni-
ficados por diferentes motivos; todo esto sin contar la per-
manencia de derechos adquiridos de ciertos deportes por
las prebendas que, en épocas más auspiciosas, los candidatos
a dirigir los destinos de la institución ofrecían para recaudar
votos.
El fútbol en el club nació en los albores del siglo XX.
En 1905 comenzó a competir dentro de la Asociación Ama-
teur de Football y en 1910 llegó a la Primera División, donde
jugó, por citar a algunos, con River, Quilmes, Estudiantes de
Buenos Aires y el campeón de esa temporada, el poderoso
Alumni. Permaneció en la máxima categoría hasta 1917, año
en el que descendió y rechazó un ascenso por escritorio que
otras entidades alentaban.
En 1920 el club decidió desafiliarse, por conflictos de
intereses intestinos en todas las asociaciones de fútbol exis-
tentes, y en el transcurso de esa década ratificaría su postura
cuando surgieron los primeros planes de profesionalizar el
deporte. Ese 1920 marcaría un punto de inflexión, porque -
más allá de los principios sobre los que elegía crecer el gran
club social- se crearía el campeonato interno de fútbol, que

160
es todavía el más importante de Sudamérica a nivel amateur.
Si se lo observa con cierto capricho, actualmente el fútbol
representa todo un dilema histórico: por un lado, es el de-
porte que mayores ingresos aporta a la economía interna -
con un superávit anual de 1.800.000 pesos-; por el otro, al
ser la única actividad no federada carece de poder de fuego
para convertirse en el salvataje de la institución, tal como
sucede con otros grandes clubes metropolitanos que basan
su economía en la pelota más popular del mundo.
Aun con el problema doméstico de gastar más de lo
que ingresa, de desconocer su futuro a mediano plazo, hay
privilegios, y también tradiciones, que se respetan. En el fút-
bol y en sus socios que lo practican esa norma no escrita pa-
rece inquebrantable. Al GEBA de raíces patricias hoy lo nutre
una clase media golpeada que -cuentan quienes más conocen
y practican la vida social allí- tampoco hará demasiado por
poner en peligro su status.
Porque muchos de los que decidieron quedarse en el
club, de quienes todavía se preocupan por transmitir en sus
familias el legado de pertenencia, por nada del mundo harían
algo que motivara la desaprobación de sus pares. Al menos
no lo harían empuñando sus nombres. Hay equipos que en-
vejecen junto a sus miembros, hay miembros que se mueven
como fantasmas y hay secretos guardados como tesoros. Al-
gunos, incluso, desearían perder el mapa de esos tesoros.
¡Cuántos quisieran olvidar la confesión más oprobiosa de un
pirata que defiende la misma camiseta en el picado de los
jueves!
Bajo la selva virgen desmontada y la tierra ganada al
río para levantar la sede San Martín subyacen algunas de
estas historias cuyo punto de contacto, o al menos de inicio,
es la relación entre ciertos personajes y un territorio concreto.
GEBA supo abrirle las puertas al Instituto Superior de Arbi-
traje, que funcionó durante una docena de años, a partir de
2005, y donde los aspirantes realizaron prácticas de pasantías
dirigiendo partidos del campeonato interno del club. Tam-
bién, los principales representantes del referato argentino
utilizaron las instalaciones de la sede más grande del gigante

161
mens sana para entrenarse e incluso rendir las pruebas físi-
cas. Por allí pasaron los últimos árbitros mundialistas y tam-
bién los que dirigieron los clásicos más importantes o los
partidos decisivos de la Primera División. Algunos nombres:
Héctor Baldassi, Horacio Elizondo, Néstor Pitana, Ángel Sán-
chez, Pablo Lunati y Gabriel Vito Brazenas.
Entre algunos socios futboleros de GEBA hay un se-
creto a voces mucho menos valioso, pero también mucho
más peligroso, que un tesoro: uno de esos miembros tuvo
un rol tan clave como silencioso para que sucediera lo que
sucedió el 5 de julio de 2009 en el estadio José Amalfitani de
Liniers.
El silencio lo rompió el mismísimo protagonista, en
una confesión quizá más atribuible a la jactancia del poder
que a la liberación de una carga. El protagonista es reconoci-
ble por deambular como un fantasma, por su carácter som-
brío y por su apego a la trampa -incluso- en el picado con
amigos. Pero nadie que haya escuchado la confesión se anima
a empuñar su nombre para confirmarla abiertamente y otros,
con menor vergüenza, optan incluso por desconocer a su
autor. Porque en el club hay tradiciones que se respetan, aun
cuando se trate de esconder un crimen.

Y, también, hay una leyenda que dice así:


El sábado 27 de junio de 2009, mientras al interior
del gobierno nacional se discutía la conveniencia de declarar
la emergencia sanitaria por la gripe A -que ya sumaba un
total de 1.587 contagios y 26 muertes en todo el país-, el
Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires vivía su microclima
con las prioridades que suelen ocupar las agendas más disí-
miles de sus socios. Dos de ellos conversaban amistosamente
de cara al sol, que hacía mucho más de lo que se le pedía en
pleno invierno y aseguraba unos doce amistosos grados en
la Ciudad de Buenos Aires. Los socios son futboleros y cer-
canos a clubes tradicionales de la Argentina. Alejado ese año
de cualquier aspiración futbolística, Alberto -hincha de Boca-
quiere saber lo que siente uno de Huracán a las puertas de
una consagración histórica.

162
—¿Cómo te preparás para la final?
—Estoy confiado —replicó Gonzalo—. El Globo viene bien,
tiene carácter. Tenemos con qué, nunca en la historia llega-
mos tan bien a una definición.
—Eso seguro, pero, por las dudas, te doy un consejo: que no
los dirija Brazenas —lo previno Alberto.
—No me digas eso, ¿qué sabés?
—Se ve siempre con una persona que fue árbitro de AFA y
que trabaja en Vélez. Lo tienen puesto.
A Gonzalo, el socio quemero, le corrió un escalofrío
por la espalda y tuvo que sentarse en uno de los bancos
cerca del Castillo, todo un emblema arquitectónico de la sede
San Martín. Por un momento le costó entender dónde estaba,
con quién hablaba y de qué.
—Eso no es todo. El nexo es socio de acá, de GEBA.
Aunque no mencionó su nombre en aquella conver-
sación, el socio de Boca hablaba de un ocasional rival o com-
pañero en los torneos internos de fútbol.
—Te reitero, Gonzalo —dijo una vez más antes de despe-
dirse—. Guarda con Brazenas.

El martes 30 de junio, Gonzalo fue al Ducó a presen-


ciar el entrenamiento de Huracán con una preocupación que
le molestaba en la piel. Enfiló directo hacia el palco, donde
se encontraba Carlos Alberto Babington junto a otro socio.
El césped estaba quemado por el frío y a la espera del inmi-
nente resembrado, porque el equipo ya no volvería a jugar
de local hasta agosto. Pero la temporada no había terminado:
el último partido, el decisivo, sería dentro de cinco días en el
estadio José Amalfitani.
Babington miraba la práctica con suma concentración.
Hasta que Gonzalo llamó su atención con una palabra ine-
quívoca.
—Carlos, tengo una fulería.
El término aludía, en código lunfardo, al descubri-
miento de un hecho tramposo.
—¿Qué pasa, Gonzalo?
Entonces el hombre relató la advertencia que había

163
escuchado del socio de Boca tres días atrás.
—Quedate tranquilo, no le des bola. Son cosas que se hablan
en situaciones como ésta, pero el Viejo está con nosotros —
replicó, despreocupado, Babington.
—Yo te digo porque hoy es el sorteo, Carlos. Si podés objetar
a Brazenas, fijate. Estoy asustado.
Para Babington, el dato tuvo la misma trascendencia
que un papel sin barrer en las escalinatas del estadio. Por el
contrario, mientras se alejaba Gonzalo marcó el número de
teléfono de Claudio Morresi, amigo personal y Secretario de
Deportes de la Nación del gobierno de Cristina Fernández de
Kirchner, para ponerlo sobre aviso. Luego intentó retomar
con normalidad su actividad comercial y en parte agradeció
que esa fuera por aquellas horas su distracción más que su
obligación habitual.
Cuando, cerrada la tarde, encendió el teléfono celular
que había apagado durante una entrevista, le llamaron la
atención las cinco llamadas perdidas que tenía del socio que,
por la mañana, acompañara a Babington como espectadores
del entrenamiento del equipo de Ángel Cappa.
—¡Gonzalo, Gonzalo, estoy desesperado! ¿Viste a quién pu-
sieron? —fue lo primero que escuchó al devolver la llamada.
Como ni siquiera había encendido la radio del auto,
por puro reflejo recordó el sorteo de los árbitros. El corazón
bombeó fuerte la sangre necesaria para despabilarlo y el
vello de la nuca se erizó en señal de peligro. No atinó a pre-
guntar: ya conocía la respuesta.
—¿Qué querés que te diga? ¿Qué querés que te diga? —repi-
tió— ¿Hablaste con Carlos?
—Sí, recién. Estaba en AFA, me dijo que iba a hablar con el
Viejo.
—Por favor, mirá que somos cochería...

Al día siguiente, Gonzalo volvió al Ducó con la idea


ingenua de evitar lo que ya era oficial en los medios deporti-
vos. Ingresó por la Platea Alcorta y se acercó hasta el alam-
brado perimetral. Babington estaba dentro del campo de
juego. Cuando lo vio a Gonzalo se acercó con una pregunta

164
en los labios, lista para ser expulsada.
—Gonzalo, ¿sabés por qué me llamó Claudio?
Hablaba de Claudio Morresi. Gonzalo le contó que lo
había puesto al tanto de la sospechosa designación de Gabriel
Vito Brazenas.
—Te dije que está todo bien. ¡No rompas los huevos, no to-
ques más pito! Y algo más: no le digas nada a Ángel. Mirá
que va a agarrar el fierrito, va a hacer quilombo y nos va a
poner a toda la gente en contra…
Gonzalo conocía como pocos el carácter irascible, con-
testatario e impulsivo de Cappa y, pese a la diferencia con la
que digería la noticia de la designación, la del presidente le
pareció una recomendación razonable. Para convencerse se
preguntó incluso si la alarma que había disparado el socio
de Boca no era una exageración. Volvió entonces a hablar
con Claudio Morresi, esta vez para pedirle que dejara sin
efecto su predisposición a intervenir desde un lugar privile-
giado como el que ostentaba.
—Carlos me cagó a pedos, me pidió que no dijera nada —le
explicó Gonzalo y zanjó la cuestión.
El domingo condujo hasta Liniers con la misma ilusión
que cargaba cada hincha de Huracán en sus espaldas, pero
fue en ese momento en el que maldijo manejar cierta infor-
mación clasificada, porque a diferencia del resto él llegó al
estadio sin poder despejar el nubarrón que ocupaba su mente
desde hacía una semana.
Antes de que Eduardo Domínguez cabeceara a la red
la primera llegada franca de Huracán, sus amigos habían co-
menzado a informarle a distancia, vía celular, lo que mostraba
la televisión. Cuando leyó que el gol anulado había sido legí-
timo, se derrumbó en uno de los escalones del codo. Perma-
neció con la cabeza gacha durante al menos cinco minutos:
en su visión periférica sólo contemplaba las piernas abrigadas
de los hinchas visitantes. De alguna manera se sentía culpable
por saber la verdad y no haber evitado lo que ahora esperaba
con un pecho vencido por la certidumbre.
—Ángel, tengo que contarle algo que me pesa —lo encaró al
entrenador de Huracán el martes posterior a la final, en una

165
cafetería de un centro comercial del barrio de Retiro.
Cappa sentía cómo cada palabra de la confesión de
Gonzalo era un puñal extra a todos los que había recibido
desde que comenzara la pesadilla, 48 horas atrás. De haber
sido advertido, le reprochó el entrenador, hubiera expuesto
el tema públicamente en la conferencia de prensa previa al
partido, una especie de denuncia con cláusula gatillo que ja-
más pasa de moda en el fútbol argentino y tiene como obje-
tivo condicionar al árbitro. O, como reza el refrán criollo,
“embarrar la cancha”.
Lo último que recuerda Gonzalo es que una noche, en
el fútbol habitual de los jueves en GEBA, pidió el cambio
apenas advirtió que aquel hombre sospechoso, al que ya le
había retirado el saludo, ingresaría a la cancha para jugar en
el mismo equipo.
Lo que recuerda Alberto, el socio de Boca, de aquella
premonición que firmara cinco días antes del partido, es lo
siguiente: “Cualquiera de los que estuvo sentado en esa mesa
de GEBA puede dar fe de lo que digo. Yo les anticipé a mis
amigos ‘el referí va a ser éste’ y pasó así, mucho antes de
que trascendiera en los medios. Tengo muchos amigos de
Vélez, socios particulares y algún dirigente que me reconoció:
‘Vamos a hacer fuerza para que dirija éste’. Y bueno, salió
ese”.
Pese a que son socios del mismo club, donde desa-
rrollan la misma actividad, y que coincidieron infinidad de
veranos en el Balneario 12 de Mar del Plata, extrañamente
Alberto dice no conocer a aquel hombre sospechoso.

Lo que recuerda un hombre que vistió de negro y


hace su entrada al final de la obra echa luz entre tanta oscu-
ridad. Un hombre que vistió de negro, que en su juventud
abrazó el socialismo y que se jacta de haber luchado contra
la obsecuencia dentro del sistema, habla.
Hablar es adosarles nombres a los hechos, enten-
diendo por hecho, en este caso, la acción de reproducir un
secreto convertido en un tesoro malquerido. Ponerle su nom-
bre a la afrenta que carga un personaje y que también arrastra

166
la conciencia de sus correligionarios.
Juan Carlos Demaro habla. Demaro dirigió durante
catorce años en Primera, entre las décadas del 80 y 90. Y es
un gran conocedor de la rosca arbitral, aunque, como buen
abogado, evita darles una entidad superior a los rumores so-
bre sobornos. En 1986 acompañó a Jorge Vigliano en la fór-
mula para liderar la Asociación Argentina de Arbitros (AAA).
Le ganaron las elecciones a Guillermo Marconi, quien enton-
ces acudió a Julio Grondona para crear el Sindicato de Arbi-
tros Deportivos de la República Argentina (SADRA). Una vic-
toria pírrica para los defensores del viejo gremio.
Demaro es socio de GEBA desde 1971 y hoy ostenta
el carnet de vitalicio. Jugó los campeonatos de fútbol internos
mientras impartía justicia de manera profesional.
Demaro habla.

—¿La final del 2009? Primero, Brazenas nunca fue un buen


árbitro; pero, por esas cosas raras de la vida, llegó. Segundo,
era un tipo que estaba muy mal atléticamente. Tercero, le
dan un partido que sobrepasa su capacidad. Y lo otro, viste,
es lo que es difícil. Hay una versión que escuché en GEBA,
entre los socios, e involucra a un tipo que yo conocí.

—¿Estamos hablando de Néstor Rodríguez Battaglia?


—Es de mi barrio, San Cristóbal, y no me extraña. Que haya
llegado a eso, no me extraña. Es lo que se llama un chanta. El
típico chanta argentino.

—¿Es una persona que está mal vista en el club?


—No, mal visto no, porque es entrador. Es un tipo pintoncito,
un zurdo muy buen jugador de fútbol. Cuando uno está en
el ambiente del fútbol, el que juega bien ya es un tipo muy
bien tomado. En GEBA era uno de los mejores, era vistoso. A
raíz de eso, pienso que va entrando en la gente. Y después,
él sabe que tiene ingreso en Vélez, entonces debe haberse
mandado la parte de que en el club hacía y deshacía.

—Claro. ¿Quién pudo haber revelado esto, sino él mismo?

167
—Exactamente. La asociación que se hace es él, siendo árbitro,
y no sé qué enganche tenía.

—Es empleado de Vélez hace mucho tiempo.


—Sí, a él lo agarró Gámez. Todo GEBA sabía que él trabajaba
en Vélez. Creo que por ahí viene la mano. Como es medio
fanfarroncito, se lo debe haber comentado a alguno. Pienso,
porque corrió como reguero de pólvora.

—Se viralizó.
—Yo pienso que lo hace en su ánimo de tipo muy limitado,
de querer mostrar que él estaba metido en todo. Pienso que
se le escapó en ese sentido. Si me decís que tengo que arries-
garme por su honestidad, no arriesgaría ni la uña porque me
voy a cortar. Aparte no es un laburante: hace pintita. Una
vez hablé con un tipo de las inferiores de Vélez que me dijo:
“Mirá, lo vemos pero no sabemos de qué labura”.

168
15
PINOCHO MALHERIDO

A 12.000 metros de altura, en el vuelo de regreso de un par-


tido cualquiera por la Copa Libertadores, Sergio Pezzotta
miró de soslayo a su vecino de butaca y lo despabiló con una
comparación inesperada.
—Vos no tenés corazón. Parecés Pinocho.
Pezzotta no sabe bien por qué le dedicó esa humorada
a Gabriel Vito Brazenas, aunque sospecha que se debió a al-
guna actitud indolente durante la excursión sudamericana.
Tampoco recuerda cuál fue la reacción del árbitro, al que
muchos colegas empezaron a llamar a sus espaldas por ese
sobrenombre o por el de su creador en la ficción infantil de
Carlo Collodi: Geppetto.

La cirugía quedó atrás, aunque en su interior algo se


rompió para siempre. Tal vez las vértebras sanen algún día,
pero sospecha que las cosas ya no serán como antes. Luego
de abandonar el quirófano, el pesimismo natural parece ha-
berse amplificado y se manifiesta en una visión agravada de
cualquier asunto, por insignificante que sea. Según los testi-
gos de aquel período oscuro, Brazenas está a la espera de
que algo salga mal y no logra enfrentar con equilibrio los al-
tibajos emocionales. Más que árbitro, es un paciente crónico
definido como racional, desapasionado y objetivo, con una
tendencia a la agresión y al mal humor. Insatisfecho con la
vida que lleva, su estado de ánimo y su conducta podían va-
riar de manera drástica. Esa inestabilidad lo presenta a veces

169
como un ser amistoso y sociable, pero en otras ocasiones su
temperamento se revela irritable y hostil. Casi siempre se
siente incomprendido por los demás.
Sin una ocupación laboral que lo distraiga, la angustia
de Brazenas va en aumento ante la falta de certezas acerca
del futuro próximo. El árbitro, que se enfrenta a un pronós-
tico profesional reservado, carece de las reservas anímicas
suficientes como para enfrentar la adversidad, aunque intente
mostrarse curtido. Su natural tendencia a competir con los
demás se incrementa en ese largo posoperatorio y lo lleva a
estar pendiente, en exceso, del progreso en las carreras de
sus compañeros. Son los meses previos al Mundial 2006 y
siente celos por la proyección de Horacio Elizondo. El argen-
tino elegido por la FIFA quedó preseleccionado entre 44 ár-
bitros de todo el mundo y dentro de pocas semanas viajará
a Alemania para participar de un seminario en Neu-Isenburg,
cerca de Frankfurt. El hastío invade cada rincón de su depar-
tamento y ocupa hasta las cavidades vacías de los blisters de
diclofenac.
Carente de la estabilidad emocional necesaria, en oca-
siones Brazenas se manifiesta colérico ante los interlocutores
que, de acuerdo con su interpretación, no comprenden su
mirada de la vida. Cree que, si no fuera por esta maldita ope-
ración, él debería viajar a la Copa del Mundo de Alemania.
“¿Cuántas finales dirigió Elizondo?”, le pregunta a quien
quiera escucharlo. “Yo tengo cuatro”, responde orgulloso,
antes siquiera de que el otro pestañee.
La convalecencia con cinco tornillos y una placa de ti-
tanio a la altura del cuello puede ser insoportable para un
hombre ambicioso. El árbitro herido encuentra en la violencia
verbal, alguna que otra vez física, su necesario cable a tierra,
la terapia que la medicina no logra ofrecerle. El gerente de
Recursos Humanos de la AFA, Daniel Mazzitelli; el responsa-
ble de la Oficina de Árbitros, Sergio García; y el coordinador
del Área Física, Cristian Rosen, eran a menudo los receptores
de sus agresiones.
La tensión contenida de Brazenas, por carecer de una
rutina donde liberarla, se vuelve ingobernable. La incerti-

170
dumbre lo corroe por dentro, en forma de reflujo gastroeso-
fágico. Sumido en una atmósfera irrespirable, experimenta
pensamientos destructivos para sí mismo y su entorno.
¿Cuánto más podrá resistir en el viejo hospital de los muñe-
cos? Los profesionales que lo tratan atribuyen esta actitud a
una deficiente adaptación a las lesiones recurrentes que pa-
dece. Por ello, le recomiendan bibliografía específica para
acompañar el proceso de rehabilitación y bajar su nivel de
ansiedad.
La llegada del verano de 2006, con promesa de pre-
temporada, apaciguó parcialmente a ese espíritu atormen-
tado, aunque no por mucho tiempo. Brazenas era un náufrago
y sospechaba que la costa salvadora sigue estando lejana. Ya
recuperado de su artrodesis cervical, empezó a sufrir lesiones
musculares producto de su prolongada inactividad. Tras acu-
sar un dolor en el isquiotibial izquierdo, se le detectó un
desgarro fibrilar grado uno que motivó un nuevo reposo de-
portivo. Un mes después, aunque ya tenía el alta médica,
presentaba una tendinitis en la misma zona que aconsejaba
un entrenamiento progresivo. La lesión en ese músculo no
terminó de curarse tras 70 días de rehabilitación y le indica-
ron una resonancia magnética que justificara la persistencia
del síntoma, que le producía “molestias en los piques”.
“Yo creo que el tema de la lesión le afectó psicológi-
camente, porque él entrenaba pero le costaba mucho dar las
pruebas. Cuando sentía molestias decía ‘no puedo seguir’.
En algún momento estuvimos distanciados: se sentía fasti-
dioso porque no podía aprobar”, revela Cristian Rosen, el
preparador físico de los árbitros.

Con Brazenas afuera de las canchas, el arbitraje seguía


siendo un nido de víboras. En febrero de 2006 Ángel Sánchez
acusó a Abel Gnecco, director de la Escuela de Árbitros, de
cambiar informes y poner calificaciones notables a fin de
elevar el puesto de algunos compañeros en el ranking, habi-
litándolos así a dirigir los partidos más importantes. Como
hiciera Javier Castrilli en 1998, aunque en este caso por ra-
zones de edad, Sánchez renunció al referato un mes después

171
de arrojar la piedra. Ese mismo año la Asociación Argentina
de Árbitros, a través de su Secretario General Jorge Ferro,
cuestionó la designación directa de los árbitros en lugar de
definirlos por sorteo. El propio Ferro había sido víctima, ape-
nas un año antes, de un intento de soborno en Córdoba. Su
denuncia se sumó a las declaraciones del ex presidente de
Independiente, Andrés Ducatenzeiler, quien atribuyó a Julio
Humberto Grondona un influyente rol en las designaciones
de jueces para los partidos decisivos.
En abril el traumatólogo Juan Manuel Olivera le diag-
nosticó a Brazenas una isquialgia izquierda clínica y radioló-
gica, más conocida como ciática, y le recomendó reposo de-
portivo de alta competencia, tratamiento con fisioterapia,
elongación y musculación activa y pasiva. Pasarían tres meses
antes de que la Escuela de Árbitros le diera el alta física para
volver a reinsertarse en la actividad. Sin embargo, su regreso
al fútbol se frustraría ante la aparición de nuevas dolencias,
de las que muchos sospechaban no eran reales. A fines de
2006 Brazenas le exigió al Departamento Médico de la AFA
la constatación de sus lesiones, ya que entendía que la Oficina
de Árbitros no quería recibirle los certificados médicos. Mien-
tras tanto, suscribió el penúltimo contrato de servicios arbi-
trales de su carrera.
Brazenas volvió a estar en condiciones de realizar ac-
tividades deportivas de alta competencia en 2007. Siendo en
los hechos un ex árbitro, las pruebas físicas no podían mejo-
rar con respecto a las de casi dos años atrás y buscaba evi-
tarlas por todos los medios posibles. Ante la inminencia de
un examen recuperatorio, entregó un certificado del Hospital
Argerich que describía la aparición de una batería de tras-
tornos digestivos: reflujo gastroesofágico, acidez y dispepsia,
que lo llevaron a consultar a un especialista. La recomenda-
ción del médico fue evitar “la evaluación de alto rendimiento
hasta la solución o tratamiento de la afección actual”.
Aunque era él quien presentaba afecciones y no asistía
a las pruebas físicas, necesarias para poder dirigir, en abril
de 2007 Brazenas se quejó públicamente de que la AFA hacía
un año y medio que no le daba un partido. No sólo eso: afirmó

172
que las revisiones médicas a los demás árbitros no eran tan
exhaustivas y rigurosas como las que se le practicaban a él.
“Oficialmente no estoy dado de baja, pero no apruebo la re-
visión médica. Reconozco que tengo un problema en la es-
palda, pero eso no me impide dirigir. El 8 de mayo tengo una
junta médica y ahí espero que me den el permiso para volver.
Tengo 39 años y creo que todavía estoy en un buen nivel
para dirigir unos años más”, declaró en una entrevista con la
agencia Noticias Argentinas.
El que no volvería a pisar una cancha de fútbol sería
Daniel Giménez, tras pitar en junio de 2007 el partido de
vuelta de la final por el segundo ascenso a la B Nacional. En
San Juan jugaban San Martín y Huracán y, hasta los 90 minu-
tos, el resultado era 1 a 1. El visitante, que había ganado en
la ida 1 a 0, concretaba así un cómodo regreso a Primera.
Pero Giménez comenzó a sancionar todas las pelotas dividi-
das a favor del local y, sobre la hora, cobró un tiro libre ante
una falta inexistente que le permitió a San Martín ponerse 2
a 1. Luego adicionó insólitos ocho minutos, tiempo suficiente
para que los sanjuaninos lograran el tercer y decisivo gol.
Las sospechas y acusaciones que rodearon aquella
definición hicieron insostenible la continuidad del árbitro
dentro de la AFA. Despechado, el chaqueño no se iría del re-
ferato en silencio: afirmó a los medios que Jorge Romo estaba
rodeado “de alcahuetes” y que Juan Carlos Crespi le practi-
caba “sexo oral al presidente del Colegio de Árbitros”. Edgar
Otero, el delegado de la Asociación Argentina de Arbitros
(AAA), había definido tiempo atrás a la oficina de Romo
como “un delivery arbitral”.
Ajeno a estos conflictos, en la primavera de 2007 Bra-
zenas se mostró expectante con su inminente regreso al ar-
bitraje. Le contó a Noticias Argentinas que lo habían operado
de la cuarta, quinta y sexta vértebra cervical, le habían colo-
cado un clavo y estaba “hecho a nuevo”. También reconoció
haber estado enojado con los médicos que lo revisaban.
Aceptó el hecho de haber perdido mucho tiempo y aseguró
tener el apoyo del mismísimo presidente de la AFA. Volvió
recién el 9 de noviembre en Rafaela, luego de 859 días de au-

173
sencia, para dirigir Ben Hur 0 Chacarita 0, por la B Nacional.
En una noche regular, omitió un penal para el local.
Pero no todas serían buenas noticias para el árbitro
de 40 años recién cumplidos. El 2008 empezó con Horacio
Elizondo como titular de la flamante Dirección de Formación
Arbitral (DFA), un nuevo organismo dentro de la AFA que
reemplazó a la vieja Escuela de Árbitros, dirigida hasta en-
tonces por Abel Gnecco. La supuesta renovación del referato
argentino, que atravesaba su décimo año consecutivo de
crisis tras el big bang de 1998, empezaría -entre otras medi-
das- con la pérdida de la condición internacional de Brazenas.
La DFA prometió también la confección de un ranking sema-
nal con los 10 mejores réferis del plantel.

Mientras estaba fuera del arbitraje, Brazenas volvió a


trabajar en el ámbito político. Entre septiembre y noviembre
de 2007 tuvo un breve paso por la Auditoría General de la
Ciudad de Buenos Aires, presidida por el Dr. Vicente Mario
Brusca. Uno de los auditores generales recuerda que el árbitro
fue acercado por APOC, el gremio del personal de los orga-
nismos de control, aunque nunca lo vio ni sabe cuál era su
puesto de trabajo.
En febrero de 2008 Brazenas asumió, por acta Nº
2318/07, el cargo de gerente coordinador de la Unidad de
Administración de Beneficiarios del Instituto de Vivienda de
la Ciudad (IVC), un ente autárquico del Gobierno de la Ciudad.
Algunas de las funciones que tenía a su cargo eran adjudicar
viviendas a los ciudadanos de menores recursos y regularizar
la situación de quienes estaban pagando sus créditos. Perfil
tituló, sin rodeos, “Brazenas, el incompatible: árbitro y fun-
cionario de Macri”.
—¿Puede dirigir a Boca, teniendo en cuenta que su jefe polí-
tico es Macri? —le preguntó el periodista del diario dirigido
por Jorge Fontevecchia.
—¿Por qué no? Puedo dirigir a Boca, River, Independiente,
Argentinos Juniors… Mi hermano trabaja en el sector de Se-
guridad de River y sin embargo el domingo, cuando tuve que
cobrar un penal a favor de San Martín de San Juan, lo hice.

174
Yo cumplo mi función los domingos y puedo apoyar una
gestión, desde lo administrativo, los días de semana. No veo
el inconveniente.
—¿Pero no es incompatible o poco ético? —insistió el perio-
dista.
—Si la AFA considera que soy un inconveniente, ellos pueden
evitar designarme y no puedo negarme a su decisión. Tengo
un contrato y debo aceptar los partidos que me toquen. Pero
si no puedo dirigir a Boca, tampoco puedo dirigir a River.
Cada quien puede pensar lo que quiera, yo sé que tengo que
cumplir mi labor con profesionalismo.
Según el diario Crítica de la Argentina, Brazenas llegó
al IVC de la mano de uno de los directores del organismo,
Eduardo Petrini, un empresario deportivo vinculado a Mauri-
cio Macri en sus primeros tiempos en Boca pero hincha faná-
tico de Vélez. “Nos parece un tipo idóneo. El área que ocupa
tiene muchos quilombos, necesitamos que haya un tipo sano.
No tiene nada que ver que sea árbitro; es más, cada vez que
nos dirigió nos fue para el culo”, justificó Petrini -en referen-
cia a los partidos donde jugaba Boca y que fueron pitados
por él- cuando le preguntaron por su nombramiento, con un
lenguaje más cercano al hincha que al funcionario público.
Petrini defendía las capacidades profesionales de Bra-
zenas, a la vez que asumía un déficit en las suyas: falta de
preparación técnica y profesional en materia de infraestruc-
tura y déficit habitacional. Desde el área de comunicación
del macrismo dijeron haber elegido a Petrini como funciona-
rio “porque es una persona de confianza”, argumento refu-
tado por Laura Alonso, directora de Poder Ciudadano: “La
confianza, como atributo, tiene que ver con la cercanía polí-
tica, pero no es una característica de idoneidad. Los estudios
y la trayectoria profesional sí lo son. Evidentemente Macri
tiene un concepto de la idoneidad muy elástico”.
Los modales del director del IVC eran motivo de fas-
tidio en la mesa chica del PRO. Cuenta el diario Crítica de la
Argentina que, tras un acto de adjudicación de viviendas a
sectores humildes, Petrini no tuvo la prudencia de constatar
que el micrófono estaba cerrado.

175
—¿Ya está? ¿Terminamos con esta farsa? Bueno, entonces
rajemos —propuso el desprolijo funcionario, dejando atóni-
tas a las 200 familias beneficiadas que se encontraban pre-
sentes.
Brazenas permanecería en el IVC hasta octubre de
2009 y coincidiría también con la breve gestión del radical
macrista Claudio Niño, director del organismo durante menos
de un año y, a diferencia de Petrini, fanático de Huracán. Se-
gún el ex árbitro Carlos Maglio, lo ocurrido en la definición
con Vélez enemistaría a Niño con Brazenas, al punto de que
el funcionario político le retiraría el saludo al árbitro hasta
el día de su prematura muerte, ocurrida en 2017.
Volviendo a Petrini, considerado inhábil para el cargo,
renunciaría al IVC en marzo de 2010 en medio de denuncias
de corrupción. Una de ellas involucró al masajista Mariano
Orlando, monotributista, sin domicilio conocido para la Poli-
cía Federal, que contratado por Petrini en el IVC adquirió,
apenas cinco meses después de ingresar y teniendo un sueldo
que no superaba los 6.000 pesos, un Mercedes Benz clase C
350 Avantgarde que se lo cedió en forma exclusiva a Petrini
mediante una cédula azul. Durante un allanamiento al orga-
nismo se encontraron facturas truchas, lo que dejó en evi-
dencia la posibilidad del delito por malversación de fondos
públicos.
Días antes de la salida de Petrini, una tragedia involu-
cró al IVC. Patricio Ezequiel Moreno, un nene de cinco años,
murió luego de caer del balcón del segundo piso de un edifi-
cio en construcción de Monte Carballo 1674, Parque Avella-
neda, que carecía de barandas de protección. El inmueble
pertenecía a la Cooperativa La Lechería y la obra era finan-
ciada por el IVC. En 2012, los nombres de Petrini y Brazenas
aparecerían mencionados junto con los de otros empleados
de la entidad en un sumario administrativo iniciado por la
Procuración General de la Ciudad tendiente a investigar las
“supuestas omisiones y/o tardías acciones de seguimiento,
control y supervisión por parte del IVC”. Cinco años más
tarde, esas actuaciones fueron archivadas sin que se hubiera
indagado a agente alguno del Gobierno porteño.

176
En la actualidad Petrini administra un proyecto eno-
turístico que integra bodega, alojamiento, restaurant y spa.
Casa Petrini está ubicada en el Valle de Uco, Tupungato, a
tan sólo 90 minutos de la ciudad de Mendoza. Su hijo, tam-
bién llamado Eduardo, es legislador porteño y en 2018 pro-
movió la Declaración de Interés Deportivo, Turístico y Cultu-
ral de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires al Estadio José
Amalfitani, perteneciente al Club Atlético Vélez Sarsfield.

El IVC no fue el único vínculo de Brazenas con la fun-


ción pública. Dos décadas antes de esta experiencia, en 1988,
ingresó al Tribunal de Cuentas de la Nación, que luego se
convertiría en Auditoría General de la Nación (AGN). “Era un
tipo completamente oscuro. Lo buscabas cuando necesitabas
desarchivar algo. Había pica entre los contratados, la mayoría
de ellos profesionales, y el personal de planta. Brazenas no
me caía bien, había desconfianza mutua, pero no lo culpo
porque muchos de mis colegas deben haberlo destratado
por razones de clase”, recuerda un ex empleado del orga-
nismo, que lo conoció poco antes de que se fuera con el
retiro voluntario para dedicarse de lleno al arbitraje.
Durante su último año en la AGN, Brazenas conoció a
los recién arribados Julio Baldomar Dianti y Gustavo Lucente,
de larga tradición política en Vélez; llegarían a ser Vicepresi-
dente 2º y Prosecretario, respectivamente, durante la gestión
iniciada por Fernando Raffaini a fines de 2008. En aquel mo-
mento el Auditor General era César Arias, secretario de Jus-
ticia durante el menemismo, otro hincha de Vélez a quien le
otorgan un rol de operador en las sombras del club. En di-
ciembre de 2011 asumió como miembro titular del Órgano
de Fiscalización del club de Liniers. Tres años más tarde,
ocupó el cargo de vocal titular 8 bajo la presidencia de Raúl
Gámez.
“Brazenas se siguió viendo regularmente con Arias y
Baldomar, por lo general los días viernes. El lugar de encuen-
tro era una covacha en lo alto de la Auditoría, Hipólito Yri-
goyen entre Salta y Santiago del Estero, donde se cocinaban
los entuertos. Yo los he visto reunidos a los tres en vísperas

177
de partidos comunes y, al cabo, que haya ganado Vélez. De
hecho, estuvieron encerrados el viernes 3 de julio. El de Bra-
zenas no debe haber sido un arreglo barato: el tipo se estrelló
contra un portaaviones”, aporta el testigo.
Baldomar desmiente esos encuentros una mañana de
febrero de 2019, mientras toma un café en el “Bar 36 Billa-
res”.
—Esos son inventos. Es más, estoy seguro de que César Arias
no conocía a Brazenas.

La primera gran polémica de Brazenas tras su vuelta


al arbitraje se produjo en marzo de 2008, en el estadio Diego
Armando Maradona, donde Argentinos y Huracán empataron
1 a 1. La crítica de los diarios fue lapidaria. Todos los medios
coincidieron en que anuló un gol de Andrés Franzoia por un
offside que no había sido, que expulsó equivocadamente a
Álvaro Pereira y que no le mostró ni amarilla a Pablo Barzola
luego de una falta durísima sobre Alan Sánchez. Para el pe-
riodista y escritor Gabriel Russo, fanático de Racing, el de
Brazenas fue “el retorno de William Boo”. Se refería a su de-
sempeño en los partidos en los que su equipo, que en ese
primer semestre de 2008 estuvo a punto de descender, en-
frentó a Banfield y Lanús, sufriendo fallos controversiales.
Junto con la preocupación por el nivel arbitral, Eli-
zondo insinuó que Brazenas sería bajado a la B Nacional.
“No tengo problema en dirigir donde me manden. La B Na-
cional es una categoría importante y para mí es un orgullo”,
respondió irónicamente el árbitro ante la consulta de La Na-
ción. El director de la DFA había dispuesto que, en el día pre-
vio a los partidos, los réferis que dirigían en Buenos Aires se
concentraran en el predio de Ezeiza. Brazenas no consideró
beneficiosa esta idea porque lo alejaba de la familia. Al fin
de semana siguiente fue parado por décima vez en su carrera
y, como castigo, volvió a dirigir en la segunda categoría del
fútbol argentino.
Si previo a la cirugía Brazenas despertaba recelos en
una parte de la conducción arbitral y en la mayoría de sus
pares, su regreso a la actividad era la versión aumentada del

178
árbitro incompetente que gozaba de desproporcionados pri-
vilegios. En mayo sería parado por undécima vez, esta vez
por no dar la prueba física junto con Gustavo Bassi. Durante
ese primer año, Brazenas dirigiría apenas 18 de los 38 parti-
dos que sumaron los torneos Clausura y Apertura.
Su situación cambiaría drásticamente en 2009. Estaría
presente en 16 de las 19 jornadas del Clausura, aunque casi
siempre enredado en polémicas. En ese torneo la AFA volvía
al sistema del sorteo de árbitros para los partidos de Primera
División, metodología abandonada en 2007. A diferencia de
la etapa anterior, la ceremonia de extracción de las bolillas
se realizaría en el Comité Ejecutivo y sin la presencia de la
prensa acreditada. Según el nuevo criterio, siete jueces par-
ticiparían del sorteo para los cinco partidos más importantes:
Héctor Baldassi, Sergio Pezzotta, Saúl Laverni, Gabriel Braze-
nas, Pablo Lunati, Javier Collado y uno más a designar, mien-
tras el resto quedaría a disposición para los cinco encuentros
de menor trascendencia. En la práctica, nadie creía que esos
procedimientos fueran verdaderos.
El 9 de mayo, por la 13ª fecha, Vélez consiguió un mi-
lagroso empate en Liniers ante Racing, con Brazenas como
juez. El visitante ganaba 2 a 0 y, cuando estaba para el tercero,
permitió que el equipo de Gareca reaccionara y llegara a la
igualdad a pocos minutos del final. Hubo jugadas polémicas
y quejas por el desempeño del árbitro, especialmente de Ri-
cardo Caruso Lombardi, el entrenador de Racing. Como con-
secuencia de aquella actuación, Brazenas sería parado por
duodécima y penúltima vez en su carrera. Para justificar su
posterior inasistencia a la prueba física obligatoria, días más
tarde presentaría un certificado médico por gastritis erosiva.
A tono con las desprolijidades, y en pleno desarrollo
del torneo, el Comité Ejecutivo de la AFA designó al ex árbitro
Miguel Scime como máxima autoridad de la DFA en reem-
plazo de Elizondo. Al poco tiempo, en medio de las sospechas
sobre la honorabilidad de muchos árbitros, Scime dispararía
munición gruesa contra Jorge Romo: “El Colegio de Árbitros
está presidido por una persona que la única vez que tocó un
silbato fue en carnaval”.

179
Brazenas volvió a dirigir en la fecha 15, en Arroyito,
donde Central recibió al sorpresivo y firme candidato al título
Huracán. El equipo de Cappa dominó durante buena parte
de la noche a su rival, beneficiado por la temprana expulsión
de Guillermo Burdisso luego de una patada a Javier Pastore,
y alcanzó el 2 a 0 con facilidad. Cerca del final, un penal con-
cedido al local comprometió aquel triunfo. Era la primera
victoria de Huracán con Brazenas, después de siete derrotas
y un empate.
El 27 de mayo de 2009, poco más de un mes antes
del partido definitorio del Torneo Clausura, Héctor Baldassi,
elegido por AFA para representar al referato argentino en el
Mundial Sudáfrica 2010, junto a los asistentes Hernán Mai-
dana y Ricardo Casas, sufrió un desgarro en uno de los mús-
culos isquiotibiales. Esa lesión, de acuerdo con la palabra
del propio árbitro, lo dejó afuera de la posibilidad de dirigir
la final el domingo 5 de julio, cuando era el candidato natural
para completar la terna mundialista.
Lo que nadie sabe es que Brazenas también debió ser
descartado -dejando de lado el debate de si reunía las condi-
ciones técnicas para un compromiso de esa importancia- por
no haber asistido a una nueva prueba física un mes antes
del partido. A través de una nota enviada el 2 de junio a
Romo, se excusó de rendir el examen con un vago argumento.
“Debido a inconvenientes de índole familiar, no me fue posi-
ble contar con las horas de descanso necesarias que me per-
mitan desempeñar con normalidad la prueba física pautada
para ese día a las 9.30 en la Ciudad de La Plata”, explicó el
árbitro, sin brindar otros detalles ni solicitar una fecha alter-
nativa para el recuperatorio.
Los candidatos ingresados al bolillero el martes 30
de junio fueron Saúl Laverni, con el número 6; Pablo Lunati,
con el 7; Sergio Pezzotta, con el 8; Gabriel Brazenas, con el
12; y Javier Collado, con el 13. En ese sorteo que nadie vio -y
cuya existencia la mayoría de los consultados desmiente- la
bolilla afortunada fue la 12.

180
16
LA FINAL BASTARDA

Faltan 12 días para el partido. Como todos los martes, Carlos


Alberto Babington asiste a la reunión del Comité Ejecutivo
de la AFA. Después de tratar los temas habituales, Julio Hum-
berto Grondona le hace una seña para que lo acompañe a su
despacho. Quiere hablar en privado.
—Carlitos, te felicito. ¡Qué gran campeonato hicieron! Espero
que lo coronen de la mejor manera.
—Gracias, Julio, pero hay un tema que me tiene desvelado.
—¿Qué pasa, Carlitos?
—Me preocupa la designación del árbitro...
—Quedate tranquilo que al árbitro lo pongo yo —lo relaja
Grondona, sin dar lugar a que el presidente de Huracán se
atreva a pedir mayores precisiones. Babington prefiere no
arrebatar lo que, a priori, luce como un guiño personal.

Transcurre una semana interminable, tras la poster-


gación de la fecha por las elecciones legislativas, y se repite
la reunión en Viamonte. Babington llega temprano, consu-
mido por la ansiedad, junto con otro dirigente del club. Gron-
dona los recibe en su oficina del tercer piso, esta vez con
más precisiones.
—Los va a dirigir Brazenas. Es de mi confianza, el mejor
réferi que te puedo poner. No te va a ayudar, Carlitos, pero
tampoco te va a cagar. Lo único que te pido es que les rompas
el orto a esos hijos de puta de Vélez, porque ya me tienen
cansado haciéndome maldades acá adentro.

181
Babington se retiró de la reunión satisfecho, conven-
cido de que contaba con el apoyo explícito del presidente de
la AFA. Quizá si se hubiera cruzado en algún pasillo con
Luis Parietti, histórico integrante del Tribunal de Disciplina,
habría podido comprender el sentido correcto de las palma-
das de Grondona. Don Julio era un consumado ejecutor del
“abrazo del oso”, maniobra consistente en una fingida de-
mostración de afecto que a menudo escondía una trampa
para su destinatario.

“Julio te hacía sentir amigo y después te mataba. Para


ser la víctima, primero no tenés que existir adentro de AFA”,
ilustrará Parietti ocho años después, dando una larga pitada
a su cigarrillo y sonriendo con picardía. Hoy está afuera del
sistema, pero sabe de lo que habla porque fue testigo de mu-
chas de estas prácticas durante los 31 años que trabajó para
Grondona: “Julio no soportaba jugadores devenidos directi-
vos. A River, por ejemplo, la presencia de Passarella le costó
el descenso. El directivo es directivo y el jugador es juga-
dor”.

—¿Entonces Huracán pierde el campeonato por el desprecio


de Grondona a Babington?
—Esto es un negocio y tenés que respetar las reglas de la
corporación. Todos conocíamos el manejo de Babington. Esos
tipos lo podían exponer a Julio. ¿Por qué nunca lo quiso a
Bianchi? ¿Por qué no hablamos de sus negocios con los juga-
dores? Cuando Passarella se le plantó a Julio yo estaba ahí y
pensé “chau, nos fuimos al descenso”. La vi venir. En Inde-
pendiente el problema fue Cantero. “¡Quiero limpiar a la
barra brava!”, le decía a Grondona. Julio se daba vuelta y
decía “éste es un pelotudo”. Pero en Huracán el problema no
era sólo Babington: Julio odiaba a Menotti, a Cappa, a Signo-
rini...

—Concretamente, ¿la suerte de Huracán estaba echada?


—Un club presidido por un ex jugador de fútbol no puede
salir campeón. Los árbitros sabían qué quería la casa. El pito

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te dice siga-siga y el línea levanta la bandera. Te cagó. No es
necesario que haya dinero de por medio. Un equipo campeón
con todos esos ingredientes es un peligro. En AFA se decía
que a Huracán lo cagaron de manera intencional. Te pongo a
un árbitro que sabe lo que quiero. No hacía falta que el Viejo
te dijera puntualmente lo que tenías que hacer. Tenías que
saber.

Miércoles 1 de julio de 2009, La Quemita


En el entrenamiento matutino en La Quemita, el
campo de deportes de Huracán, Babington contempla pen-
sativo la práctica. Está inquieto y se acerca a uno de sus
hombres de mayor confianza en la comisión.
—Hay un jugador que quiere hablar conmigo. Me pidió que
la reunión sea a solas, pero vas a venir vos. Quiero que haya
un testigo, por las dudas.
—Carlos, si nos pide dos millones de dólares en premios,
hay que dárselos —le responde el otro directivo, enfático.
Acuerdan el encuentro, que tiene lugar a las pocas
horas en la sede social de la avenida Caseros. El referente
del plantel mira con recelo al colaborador.
—Hablá sin problemas —lo tranquiliza Babington—. Es de
confianza.
El jugador deja de lado los preámbulos, sabiendo que
no hay tiempo que perder.
—Comprá a Brazenas, ofrecele lo que puedas.
—Dejate de romper las pelotas, ¿estás loco? Hay equipo para
ganar en la cancha. Aparte no tengo plata —responde un
sorprendido Babington.
—¿Vos me escuchás lo que te estoy diciendo? Me consta de
muy buena fuente que Racing lo arregló en 2001. Nos va a
cagar.
Con Babington rígido en su postura, convencido erró-
neamente de que el respaldo de Grondona era auténtico, el
jugador abandona el encuentro con expresión preocupada.
Sabe que este partido se está jugando desde hace días y
fuera de la cancha. Insiste con sus compañeros y organiza
una segunda reunión con Babington el día previo al partido,

183
de la que participan varios integrantes del plantel. En ese
cónclave secreto todos le reiteran al presidente la convenien-
cia de comprar al árbitro.
—No puedo competir con Vélez, puso más guita de la que yo
ofrecí —dice esta vez, en un tono más parecido a la resigna-
ción, quien hasta ese momento se consideraba el “Rey de
Parque Patricios”.

Todavía no amaneció en la city porteña, pero en el


kiosco de 25 de Mayo y Bartolomé Mitre, a una cuadra de la
Casa de Gobierno, Rubén Antón lleva varias horas trabajando.
El canillita, fanático de Huracán, ordena los diarios y las re-
vistas que le dejó el camión del reparto. Antes de acomodarla
en los exhibidores del escaparate verde, un templo dedicado
al culto de la religión quemera, coteja la mercadería con el
remito que la acompaña, fechado el viernes 3 de julio de
2009. Un apartado de la planilla llama su atención: el anuncio,
para la semana próxima, de la salida de una conocida publi-
cación deportiva dedicada a “Vélez Campeón”, con su co-
rrespondiente CD. Piensa que alguien de la Distribuidora le
está jugando una broma y llama para quejarse. Días más
tarde, cuando reciba esa edición especial, esconderá los ejem-
plares y les responderá a los clientes que le pregunten por
su falta con un escueto “se agotaron”. Finalmente, todos irán
a devolución.

La del árbitro es la coincidencia más obvia, pero el


partido decisivo del Clausura 2009 guarda varias similitudes
con el que en 2001 le posibilitó a Racing salir campeón. Am-
bas definiciones resultaron afectadas por la agenda política
y sufrieron postergaciones forzadas: la primera por el esta-
llido social de los días 20 y 21 de diciembre, que obligó a la
suspensión de la fecha del día 23, y la segunda por el adelanto
de las elecciones legislativas de octubre para el domingo 28
de junio.
La final entre Vélez y Huracán también fue atravesada
por la psicosis de la pandemia mundial de gripe A, que en
nuestro país alcanzó su pico máximo durante la semana pre-

184
via al partido: ante la amenaza de declarar la emergencia sa-
nitaria por la proliferación de víctimas mortales de este virus,
trascendió la posibilidad de jugarlo sin espectadores. Las
posturas de los dirigentes marcaban las urgencias de ambos
clubes. Mientras Vélez quería disputarlo con público y acep-
taba diferir aún más la fecha, Huracán quería jugarlo a como
diera lugar porque el 5 de julio se vencía la extensión del
contrato de varios jugadores que estaban a préstamo.
Fernando Raffaini, presidente de Vélez, se comunicó
con el Ministerio de Salud de la Nación. Cree haber hablado
directamente con Julio Manzur, su máxima autoridad. “Acá
no hay mucho secreto. Nada de barbijos, porque en ambientes
abiertos no hay inconvenientes”, recuerda que le aconsejó el
funcionario público.
La cantidad de entradas disponibles para el visitante
fue también motivo de discusión. Huracán pretendía 8.000
generales y 1.500 ubicaciones en la Platea Sur, aunque sólo
recibió 3.500 populares y 1.000 plateas. Las escasas locali-
dades se pusieron a la venta el viernes 3 de julio, en cinco
boleterías del Tomás Adolfo Ducó, y se agotaron en apenas
dos horas. Para compensar a los hinchas que no pudieron
conseguir su ticket, se decidió alquilar una pantalla gigante
y colocarla en el estadio.
Vélez ofreció a sus socios con cuota al día la posibili-
dad de ingresar gratis a la popular Este y a las plateas Sur
Baja, Sur Alta o Norte Alta. “Quedan 90 minutos finales,
Vélez te necesita y vos no podés faltar”, arengaba la página
web oficial, que en la promoción del partido personalizó el
nombre del club visitante llamándolo “Huracán de Ángel
Cappa”. Quedaba claro que el entrenador visitante, que había
atraído las preferencias de los hinchas neutrales, era también
el rival a vencer.

Domingo 5 de julio de 2009, 15 PM, barrio de Liniers.


Visto en perspectiva aérea, el Estadio José Amalfitani
es una olla en ebullición, de formato rectangular, de la que
emanan vapores blancos y azules. La temperatura ambiente
es de poco más de 15 grados, pero la cancha es un hervidero

185
que la inminente lluvia no alcanzará a enfriar. Este partido
se está cocinando a fuego lento desde hace semanas, adobado
con mucho picante. Tres tribunas comparten una simetría
cromática y musical. La restante desentona no sólo en el re-
pertorio, sino también en los colores. Allí predomina el rojo,
estampado en muchas banderas en forma de globo. Hay
clima de final en Liniers, aunque técnicamente no lo sea.
Es la segunda vez, en la historia de los torneos cortos,
que dos equipos definen mano a mano el título en la última
fecha. Huracán estuvo presente en ambas ocasiones, siempre
en casa ajena. Igual que en 1994, tiene dos resultados posi-
bles para consagrarse campeón. Quince años atrás cayó ante
Independiente por 4 a 0, el día de la inédita colocación de
una reja en la cabecera visitante para restringir el acceso a la
hinchada quemera. El primer cepo a la pasión del que se
tenga memoria.
Según una leyenda que circula en AFA, la final del
Clausura 2009 nació mal parida por culpa de un médico del
control antidoping con fama de piedra. Un rato antes de que
empezara el partido, mientras acompañaba a los cuatro ár-
bitros en el reconocimiento del campo de juego, el profesio-
nal tildado de mufa habría pronunciado una frase que sigue
comentándose con malicia: “Hoy va a ser una fiesta del fútbol
argentino”. Los supersticiosos atribuyen a esta fallida sen-
tencia la fatalidad que sobrevendría.
Horacio Pagani, acaso el más entusiasta defensor del
fútbol champagne de Huracán, pasa un momento tenso
cuando llega a la cancha. Al bajar del auto es reconocido por
varios fanáticos de Vélez, que lo rodean en actitud amena-
zante. “Vamos a meterles el tiki-tiki en el culo, la concha de
su madre”, le prometen sin eufemismos al periodista de Cla-
rín y TyC Sports, como si se tratara del embajador del equipo
de Ángel Cappa. Interviene la seguridad del club para evitar
que la situación llegue a mayores.
Juan Pablo Pompei, el cuarto árbitro, arriba al estadio
acompañado por un hincha de Huracán, un músico oriundo
de Olavarría que no había conseguido entrada, y lo hace in-
gresar de contrabando al campo de juego. Al jefe de seguri-

186
dad le dice que, salvo este amigo personal y el hijo de Fran-
cisco Fatiga Russo, el ayudante de campo de Cappa, nadie
más tiene permiso para estar dentro del terreno de juego.
Pompei controla los vestuarios, las camisetas y las planillas.
Juzga la organización como perfecta. Revisa las puertas y
están todas cerradas. El número de alcanzapelotas excede al
normal. “Desde la administración y la seguridad está todo
previsto”, piensa.
En el interior del vestuario visitante, el equipo ya está
cambiado y camina con ansiedad por el reducido espacio.
Mario Bolatti se abraza con Gastón Monzón y Patricio To-
ranzo. Paolo Goltz se muestra pensativo. Javier Pastore bro-
mea con Matías Defederico. “Las divididas son todas nuestras,
carajo”. “No nos confiemos, ¡dale eh!”. Los gritos buscan des-
cargar las últimas tensiones antes de encarar el túnel. Los
jugadores hacen una ronda pasando los brazos por encima
de los hombros de sus compañeros. “¿Estamos todos?”.
Cappa se acerca al grupo con su habitual calma, es-
pera que espontáneamente se acallen las voces y entonces
toma la palabra. Aunque siempre había soñado con ese mo-
mento, no necesita una arenga para reafirmar conceptos.
Está relajado, convencido de haber inoculado mucho antes
su idea en los jugadores. No hace recomendaciones. Utiliza
apenas 40 segundos de su tiempo para una reflexión colo-
quial. Las palabras brotan naturales.
—Bueno, gente, este es el último partido. Lo único que me
sale a mí es agradecerles. La pasamos muy bien todas las se-
manas, todo el campeonato, conviviendo y jugando. Les tengo
que agradecer porque llenaron de orgullo a todo el fútbol ar-
gentino, a sus familias, y le dieron felicidad a la gente. Rei-
vindicaron el estilo nuestro, el fútbol que tanto queremos.
Además, y por último, gracias, porque me hicieron a mí un
mejor entrenador.
En el camarín local, Ricardo Gareca también transmite
serenidad al plantel. Curtido por mil batallas como jugador,
siente que no hay demasiado para decir en los segundos pre-
vios a una final. Sus conceptos sobre este partido ya habían
sido expresados en la concentración de la Villa Olímpica, en

187
Parque Leloir. La táctica se delineaba en la sala de videos,
justo enfrente del consultorio médico. Allí el entrenador con-
vocaba a sus jugadores para reproducir primero sus acciones
individuales y luego analizar el funcionamiento integral del
equipo. Después de revisar el rendimiento personal y colec-
tivo, era el turno de estudiar las fortalezas y debilidades del
rival. Como sea, ninguno de sus jugadores recordará aquellas
palabras, porque el entrenador siempre fue más amigo de
los detalles puntuales que del romanticismo extemporáneo.
No hay tiempo para más. A las 15.29 Huracán ingresa
a la cancha, vestido de blanco, y enfila directo hacia la tribuna
popular oeste. Hay una comunión pocas veces vista entre
ese equipo y su hinchada. Un minuto después entra en escena
Vélez, de azul, en medio de una lluvia de cintas de máquinas
registradoras y la explosión de pirotecnia, que genera una
bruma azulada.
Sin emoción, mascando chicle, Gabriel Vito Brazenas
estrecha la mano de los protagonistas. Víctor Zapata y Paolo
Goltz, los capitanes, van al sorteo. El árbitro arroja la moneda
y la deja caer sobre el césped. Moverá Huracán. A las 15.39
Brazenas sopla uno de los dos silbatos que lleva colgados de
su muñeca derecha, de color rosa, y da inicio al partido. Ya
rueda la pelota Adidas Terrapass, un modelo estrenado en
el Torneo de Verano de ese 2009. En sus catorce gajos ter-
mosellados lleva el sol de la bandera nacional y alrededor un
fileteado que, según informa la marca de las tres tiras, “ho-
menajea a la AFA y la pasión por el fútbol”.
“En el arranque, las cosas más claras las tiene Hura-
cán”, dice Enrique Macaya Márquez, el comentarista de Canal
13. Pocos lo sabían entonces, pero ese sería el último partido
de la televisión codificada antes del desembarco de las trans-
misiones gratuitas del Fútbol Para Todos. A los siete minutos,
para ratificar la impresión de que el predominio inicial favo-
rece al visitante, Carlos Arano corta un avance de Fabián Cu-
bero y le entrega la pelota a Toranzo, que de primera se la
cede a Bolatti. Hay una sucesión de toques, acompañados
por el “ole” de sus hinchas, entre Matías Defederico, Bolatti,
Leandro Díaz, Carlos Araujo, Toranzo y Arano. El último

188
pase llega a Federico Nieto, el jugador menos dúctil del
equipo. Antes de hacer contacto con la pelota, en el sector
izquierdo de la cancha, recibe un leve empujón de Sebastián
Domínguez que lo desestabiliza. Brazenas cobra la falta y
Defederico se para de zurda frente a la pelota, mientras
desde la tribuna baja el “y dale glo’ y dale glo’”.
La lluvia siempre barniza de drama las acciones de-
portivas y esta no es la excepción. “Por arriba se viene el
Globo, que está buscando el primer gol de la tarde”, anticipa
Sebastián Vignolo, el relator de la transmisión oficial, intu-
yendo el peligro. Vélez da el paso hacia adelante, pero los
jugadores de Huracán están advertidos y varios logran rom-
per ese achique viniendo desde atrás. Uno de ellos es Eduardo
Domínguez, quien tras librarse de una sujeción de Zapata
mete un frentazo inapelable que vence a Germán Montoya.
Huracán se pone en ventaja rápidamente, pero Ricardo Casas,
el asistente Nº 1, levanta la bandera y anula el gol. “Hay un
hombre de Huracán adelantado, pero no es quien cabecea.
Quien cabecea está habilitado”, dictamina Macaya Márquez.
Del otro lado de la cancha, Hernán Maidana -el asis-
tente Nº 2- se muestra desconcertado. Supone que la sanción
es correcta, porque Casas no erraba nunca esos tiros, aunque
le llama la atención el levantamiento de la bandera casi al
mismo tiempo en que se produjo el cabezazo, cuando la re-
comendación de FIFA es esperar unos segundos antes de
marcar el fuera de juego. A la altura del banco de Vélez,
desde unos 30 metros de distancia y sin la perspectiva del
juez de línea, Pompei tiene la sensación de que no fue offside.
Confirma ese pálpito al cruzar una mirada con el cronista de
la televisión, Marcelo Benedetto, quien ya recibió el dato y
cierra los ojos en señal de error.
Huracán sigue presionando, mientras Vignolo reco-
noce la primera polémica del partido. En la reiteración de la
televisión se advierte que ningún jugador de Huracán estaba
adelantado al momento de partir el centro. Vélez juega mejor
después de los diez minutos, pero a los 15 Huracán se acerca
con peligro. Sebastián Domínguez va con plancha sobre Pas-
tore y no recibe amonestación. Caen objetos desde la Platea

189
Norte baja y la voz del estadio solicita que cesen las agresio-
nes. Huracán sufre por el costado derecho de su defensa y
en dos oportunidades los locales se dejan caer dentro del
área ante el mínimo roce, invitando al árbitro a cobrar.
A los 19 minutos se produce un hecho inesperado.
Empieza a caer granizo de gran tamaño y Brazenas, esta vez
haciendo sonar un silbato amarillo, detiene el juego. Su inex-
presividad deja paso a una interjección de susto, cuando
una piedra de gran tamaño impacta cerca de su posición. La
cancha se tapiza de hielo y el partido se demora “por proble-
mas meteorológicos”. Se encienden las luces del Amalfitani.
Marcelo Benedetto se acerca a un sorprendido Brazenas y lo
entrevista al aire.
—Antes de suspender el partido vamos a esperar un tiempo
prudencial —dice el árbitro, tropezando con las palabras—.
Mirá si un jugador de fútbol levanta la cabeza y se rompe un
ojo. Un partido de fútbol no vale un ojo, no vale nada (sic).
Esperaré el tiempo necesario para reanudar el partido. Tene-
mos que esperar a ver si las piedras se derriten o no porque
constituyen un problema para el juego.
—¿Va a convocar a los capitanes para consultarles?
—No, Marcelo, es una decisión pura y exclusivamente mía.
No tengo que consultar a los demás. Si está para jugar, se
juega. Y si no haremos lo que la situación amerite. El primero
que quiere que esto empiece soy yo.
—¿Le pasó alguna vez algo así?
—La verdad, es la primera vez.
Minutos más tarde, tras dialogar con los técnicos en
el vestuario, Brazenas informa que seguirá esperando a que
se derrita el granizo.
—Es anormal jugar un partido con piedras. Este es un partido
trascendental, como cualquier otro partido (sic). Los técnicos
han estado de acuerdo conmigo, les expliqué mi problemá-
tica. Son piedras de hielo, qué vamos a hacer.
El partido se reanuda y Pompei levanta la pizarra de
led, que en rojo intenso marca 26 minutos de tiempo adicio-
nado. Mientras Monzón, desesperado, intenta avisarle a Bra-
zenas que está cayendo toda clase de proyectiles sobre el

190
área, Huracán ataca por el sector izquierdo con Defederico,
quien tira su endiablada diagonal y abre hacia la derecha
para Leandro Díaz. El 8, de buen partido, envía un centro ra-
sante que por poco no conecta el propio delantero; Casas
marca una fina posición adelantada.
La velocidad del juego empieza a exceder las posibili-
dades de Brazenas, que queda fuera de foco en la mayoría
de los contraataques, aunque su arbitraje es por el momento
correcto. Huracán se muestra más peligroso en este tramo y
llega con facilidad al área de Vélez, pero falla en los últimos
metros. A Pastore le pesa el partido.
Un pelotazo de Nicolás Otamendi deriva, tras un ca-
bezazo de Hernán Rodrigo López, en Juan Manuel Martínez,
quien se filtra en el área. Superado en velocidad, Araujo co-
mete el error de intentar barrer la pelota en una cancha mo-
jada y lo derriba. Es un penal tan absurdo como claro. Varios
jugadores de Huracán se acercan más por inercia que por
convicción a Brazenas, que les da la espalda y levanta su
mano izquierda en señal de cosa juzgada. Luego advierte a
Monzón que no se adelante, mientras Ricardo Gareca se in-
corpora por primera vez del banco de suplentes y camina in-
quieto dentro del corralito de cal.
“Puede llegar a ser el penal más importante en la ca-
rrera del Ro-Ro López”, especula Vignolo en el relato. La eje-
cución es fuerte, pero no lo suficientemente esquinada. Mon-
zón da un paso hacia adelante, estira todo su cuerpo hacia
su derecha y rechaza la pelota al córner con sus dos brazos
extendidos. Explota la cabecera visitante, donde muchos hin-
chas descargan su bronca haciendo gestos obscenos hacia la
Platea Norte. El penal pasa a ser el más importante en la ca-
rrera del arquero. López tiene la revancha tras el centro,
pero su cabezazo es rechazado en la línea por Chiche Arano.
En la jugada siguiente, Moralez es amonestado por bajar a
Araujo desde atrás.
Vélez asume un mayor protagonismo y lastima con
Moralez y López. Pastore nunca termina de soltar a tiempo
la pelota y Bolatti carece de la influencia que tuvo en las 18
fechas anteriores. Ahora Brazenas revisa el área de Monzón

191
con sus brazos en jarra, mientras varios empleados del club
retiran las serpentinas que le arrojaron al arquero. El partido
continúa con un dominio casi total de Vélez. Desesperado,
Cappa reclama a su equipo que tenga la pelota.
Otamendi, un caudillo de 21 años, es amonestado por
una fuerte entrada contra Araujo. El tiro libre ejecutado por
Toranzo encuentra a Domínguez, quien gana otra vez de ca-
beza. La pelota impacta de lleno en el travesaño y Nieto cap-
tura con torpeza el rebote y remata defectuoso al cuerpo de
Montoya. En la réplica, Cubero cabecea por arriba del arco y,
casi sobre la hora del primer tiempo, Huracán hilvana su
mejor jugada del partido. Pastore se asocia con Díaz y éste
con Defederico, quien toma la pelota en posición de número
7 y realiza un sprint paralelo al área antes de patear cruzado.
Fue una decisión apurada, que podía haber tenido otro de-
senlace si daba dos pasos más hacia la izquierda para en-
contrar un mejor ángulo de tiro. La pelota se va pegada al
palo izquierdo del arquero, con el arquero de Vélez comple-
tamente vencido.
Al rato Maidana marca correctamente posición ade-
lantada en un ataque del equipo local que culmina con la pe-
lota adentro del arco. Un rechazo defectuoso de la defensa
de Huracán rebota en un jugador de Vélez y asiste inespera-
damente a Rodrigo López, quien recibe la pelota sin oposición
a la vista y convierte tras eludir a Monzón. Fue la última ac-
ción relevante del primer tiempo. Enseguida Brazenas pita el
final. Se lo observa relajado, hasta sonriente. En el camarín
de los árbitros, Casas le comenta a Maidana que recibió una
advertencia de su error. Su compañero busca tranquilizarlo
diciéndole que él nunca se equivocaba, que se lucía, que era
un árbitro asistente top, que no le venda gato por liebre.
Maidana buscaba quitarle presión por si de verdad había fa-
llado.
Durante el entretiempo, bajan los decibeles en el
Amalfitani. Apenas se escuchan los avisos comerciales que
lee la voz del estadio, los murmullos de las conversaciones y
el celofán de las garrapiñadas. Macaya Márquez juzga que
Vélez lució más compacto que Huracán, aunque dejando de

192
lado el penal, las acciones ofensivas más peligrosas las había
generado el visitante.
Reingresan los equipos, sin cambios. “Se nos vienen
los segundos 45 minutos que definen quién se queda con el
título en la República Argentina”, dice Vignolo. Desde el de-
sempate de 2006 entre Boca y Estudiantes no se vive una
instancia así en Argentina. Algunos particulares empiezan a
acumularse en los bordes del campo y Brazenas luce prema-
turamente inquieto. Ajusta su cronómetro y sopla con fuerza
el silbato rosado a las 17.01.
Huracán no está cómodo en la cancha. Pastore se res-
bala más de lo que juega. El equipo que hizo un culto del do-
minio de la pelota no hace pie y las salidas del fondo son a
puro bochazo. Vélez, en cambio, controla las acciones y se
muestra más dinámico. Zapata, Razzotti y Cubero son los
dueños del mediocampo.
Los hinchas locales perciben que, cuando acelera, su
equipo lastima a Huracán. Brazenas suelta una carcajada
cuando Razzotti le reclama una amarilla para Pastore, que
correspondía, y le acaricia la cabeza. Cappa resopla en el
banco, disconforme con la producción de su equipo. Cerca
de los diez minutos Pastore habilita con clase a Nieto, que
en la misma secuencia controla la pelota y define de derecha
a un ángulo. Golazo. Interviene Maidana para marcar un off-
side de cincuenta centímetros.
Vélez empieza a desesperarse y apura con pelotazos
de Otamendi. Tras un error de Goltz en la salida, López en-
cuentra a Martínez. Cara a cara con Monzón, el Burrito tira
la pelota afuera tras un dominio imperfecto. Las llegadas,
aunque no demasiado peligrosas, se van acumulando en el
área de Huracán. Emiliano Papa y Gastón Díaz se suman a
los ataques. Los visitantes, que nunca terminan de asentarse
sobre el terreno resbaladizo, parecen conformarse demasiado
pronto con el empate.
Ingresa Larrivey por Gastón Díaz a los 59 minutos.
“Larrivey se inició futbolísticamente en Huracán”, acota Vig-
nolo. En la cancha, Arano busca intimidarlo de entrada.
—Bati, tranquilo, eh.

193
—No me jodas, Chiche.
—Tranquilo, creciste acá, no te olvides de Parrotta, de Gullini,
de toda la gente que labura en el club desde hace 40 años y
te conoce desde chiquito. Jugá tranquilo, la concha de tu
hermana. Andate para allá, bien lejos.
—Dale, Chiche, no me rompás las bolas que ahora juego para
Vélez.
—No, te lo digo en serio, jugá tranquilo que necesitamos ser
campeones.
Huracán coloca el partido en el freezer. Monzón de-
mora cada saque de arco y, muy temprano en el partido,
Cappa comete un error: mete a César González por Nieto.
Será el único cambio que haga. Resigna así su única referencia
de área y al jugador más alto del equipo que, aunque limitado,
podría además colaborar en defensa, con media hora por ju-
garse.
Brazenas no sanciona una falta a Toranzo cerca de
los bancos de suplentes y Cappa, tenso por la falta de solu-
ciones, sale a reclamarle airadamente.
—¡Andá a la concha de tu madre! —grita de espaldas al árbi-
tro y se vuelve a sentar en el banco.

Traca, traca, traca, traca…


Dirigir un partido de fútbol no debería ser tan dife-
rente a controlar los 30 telares de una fábrica textil. En cierto
modo, hay que saber detectar las variaciones de las ondas
sonoras que producen los hilos al cortarse y reparar el des-
perfecto. En otras palabras, un árbitro debe corregir con sus
fallos aquellas situaciones que se salgan de su cauce.
Huracán juega los últimos 25 minutos en su campo y
apuesta por el contraataque. Es uno de sus peores partidos
del campeonato, como suele suceder en muchas finales, pero
igual genera peligro. Llega con una pelota bombeada de
Araujo, que Otamendi baja con la mano casi sobre la línea
del área grande. Brazenas, muy cerca de la jugada, acierta al
cobrar tiro libre pero omite la segunda tarjeta amarilla. La
ejecución de Domínguez rebota en la barrera.
Enseguida Toranzo mete un pase preciso a Pastore,

194
quien ingresa al área y, tras dejar en el piso a Otamendi con
un enganche, pierde la pelota con Cubero. Más tarde recibe -
del mismo rival- una falta que Brazenas no cobra. Crece algo
Bolatti y ahora Vélez no llega con peligro al territorio de
Monzón. Sale el Burrito Martínez en el local y entra Leandro
Velázquez. Leandro Díaz es amonestado en Huracán. Un ata-
que pleno del equipo visitante encuentra a Defederico frente
al arco, pero cuando patea siente la interferencia de Razzotti
desde atrás y el tiro se va muy desviado.
Otra vez Defederico, a los 75 minutos, no logra domi-
nar un pase frontal de Bolatti, cuando sólo tenía a Montoya
como oposición. Cappa golpea varias veces con furia una bo-
tella vacía de agua contra el banco de suplentes. Sabe que
esta final se está jugando sobre una delgada cornisa y parece
tener un mal pálpito.

Babington, el presidente de Huracán, no está viendo


el partido. Es paciente cardíaco, tiene tres stents y por pres-
cripción médica debe evitar las tensiones. Ese día acompaña
al plantel hasta el Amalfitani, pero luego se va a caminar por
la colectora de la avenida General Paz con el reloj en la mano.
Sale desde la cancha para el lado del Río de la Plata, en medio
de la lluvia, con una capucha negra y lentes oscuros. Habrá
caminado unos ocho kilómetros, porque ya aparece en el ho-
rizonte el gasómetro de Avenida de los Constituyentes. En
sus cálculos, no tiene en cuenta que el partido había sido
suspendido casi media hora por la caída de granizo. Faltando,
según sus registros caseros, quince minutos para el final, e
imaginando que habrá terminado para su regreso, pega la
vuelta. Al ingresar por Juan B. Justo reconoce a Carlos Fren,
ex jugador de Vélez y amigo personal, en una parada de co-
lectivos. Le toca el hombro desde atrás.
—Carlitos, no te des vuelta, soy Babington.
—¿Qué hacés acá, Inglés? Andá a festejar, porque Vélez puede
jugar dos días que no hace un gol.

Traca, traca, traca, traca…


El trote de Brazenas se empieza a hacer más pesado,

195
más lento. El ida y vuelta del partido le ha quitado piernas.
Las marchas y contramarchas, más las tensiones propias del
juego, consumen sus últimas energías. Parpadea una luz tes-
tigo que indica falla de motor, la misma que trajo encendida
de fábrica y muchos naturalizaron. El árbitro deja de aparecer
en los planos televisivos cada vez que un equipo pierde la
pelota y el rival inicia un contragolpe. Las jugadas empiezan
a quedarle muy lejanas. Cada tanto reaparece en escena,
luego de un pique que lo deja hecho un trapo. No hay nada
peor que una cancha blanda para un árbitro grandote y físi-
camente diezmado como él.
Las réplicas de Huracán son peligrosas. Se pierde el
gol Defederico primero y Bolatti después. Aparece un poco
más decidido Pastore. Brazenas se estaciona en el círculo
central y apenas sale de él. Amonesta a Monzón por demorar
un saque de arco y, con un grito, le indica “jugá”. Cappa no
reacciona: faltan doce minutos y acaso descubre que el banco
no aportará soluciones significativas. A los 34 minutos Mon-
zón descuelga un centro llovido y resiste el impacto de La-
rrivey, que salta a buscar de cabeza. Y a los 35 se produce
una jugada polémica que nadie advierte en primera instancia,
ni siquiera el público local, porque se produce de espaldas a
las cámaras y a los árbitros.
Con Brazenas a unos 40 metros de distancia, en dia-
gonal a la acción, Cubero combina con Moralez e ingresa al
área por el sector derecho del ataque. Arano se arroja a la
pelota con imprudencia y en la barrida golpea al 5 de Vélez,
con los dos pies en plancha. Desde el piso, Cubero le arroja
un manotazo en la cara y Arano le pide al asistente que in-
forme al árbitro de la agresión. Cuando la televisión reitera
la jugada, con una toma frontal, se advierte que había sido
penal y correspondía expulsar a Arano. Brazenas no vio la
infracción, que se produjo en un lado ciego de la cancha, y
Casas tampoco lo asistió.
Huracán se desdibuja, es una caricatura del equipo
que hasta hace dos semanas carecía de rivales. Resiste el
partido más que jugarlo. Cappa sufre en el banco, incapaz
de modificar el trámite incómodo. Vélez apela ahora al pelo-

196
tazo como único recurso. Huracán se acorrala a sí mismo
por apurar rechazos a ninguna parte. Quizá por haber alcan-
zado esta instancia definitoria sorpresivamente, sin expe-
riencia, el equipo esté sintiendo por primera vez en el torneo
el peso de la responsabilidad y encuentre atractivo el empate
como recurso para ser campeón. Tan cierto como que, de
haber logrado abrir el partido con el legítimo gol anulado a
Domínguez, otro pudo haber sido el desarrollo posterior.
Cappa y Russo conversan preocupados, porque saben que
es suicida renunciar al protagonismo.
Faltan siete minutos más el descuento, un torneo en-
tero. Desde el banco de Vélez le informan a Pompei una mo-
dificación: el 19 por el 10. Roberto Nanni por Moralez, un
lungo por un enano. El cuarto árbitro marca los dígitos en el
cartel electrónico en el instante mismo que Araujo saca un
lateral, por lo que el cambio deberá esperar a la próxima in-
terrupción del juego. Pastore recibe la pelota de espaldas al
campo de Vélez, presionado por un rival, y tras hacer jueguito
se la saca de encima con una volea hacia el otro lado de la lí-
nea media. De haberse escapado la pelota nuevamente afuera,
quizá la historia hubiera sido otra. Pero queda viva y la recibe
sin presión alta Sebastián Domínguez, con todo Huracán aga-
zapado en su terreno. El 6 de Vélez avanza unos metros, sin
oposición, y saca un pelotazo largo y llovido como la tarde.

Traca, traca, traca, trac…


La pelota es peinada hacia atrás por López, cerca de
la medialuna, y llega hasta Larrivey, que le gana las espaldas
a Arano. Pero le queda larga e instintivamente se arroja con
sus piernas hacia adelante, más como un acto reflejo que
como una solución, porque Monzón llega antes y atrapa el
balón. Entonces sucede algo que ni el libretista más morboso
se hubiera atrevido a escribir para decantar un campeonato
en una historia novelada: el botín diestro del delantero im-
pacta el muslo derecho del arquero, quien, dolorido, suelta
la pelota.
Es una falta evidente, que se cobra sin excepción en
cualquier partido y más en una final. Monzón da una vuelta

197
sobre sí mismo y queda tendido boca abajo, inmóvil. No es
capaz de imaginar que Brazenas, a más de 30 metros de dis-
tancia, dejará continuar las acciones. La pelota le queda ser-
vida a Moralez, que llega solo. El 10 cruza el disparo con su
pie derecho, elevando la pelota para superar la marca deses-
perada de Domínguez y Arano. Es gol.
En una cabina de prensa, Fernando Niembro se para y
se lo grita en la cara a Diego Latorre. En esta final, queda
claro, se enfrentan algo más que dos equipos de fútbol. El
juego de Huracán reinstaló una grieta. Hinchas de la Platea
Norte se dan vuelta y golpean los acrílicos, dedicándoles el
furioso festejo a los periodistas que ocupan el sector de
prensa.
Víctor Hugo Morales, enfrentado públicamente a César
Luis Menotti, relata la definición omitiendo cualquier refe-
rencia a la infracción: “Gooooooool, gooooool, de Vélez, de
Vélez, de Vélez, de Moralito, de Maxi Moralez, que remató a
media altura al cabo de un ataque épico de Vélez, que merecía
la victoria, que ha sido mucho más que Huracán. Moralez
consigue el gol a los 38 minutos del segundo tiempo. Vélez
1, Huracán 0”.
Desde el otro sector de la cancha, parado en la mitad
del campo y desde un ángulo parecido al del árbitro, el asis-
tente Maidana observa un foul claro. Sospecha que Brazenas
cobrará la infracción, pero al ver que la jugada sigue y finaliza
en gol piensa que vio mal. Sabe que un árbitro experimentado
tiene un feeling, un presentimiento de lo que sucede. Es una
mezcla de visión y olfato. Nota al mismo tiempo que Brazenas
“está ido, como ausente”. Lejos y mal ubicado.
Desde uno de los palcos oficiales de Vélez, el veedor
Carlos Coradina completa cada uno de los ítems de la planilla:
control del juego, aspectos disciplinarios, parte física... En
todos los rubros, Brazenas apenas supera los cinco puntos
en la escala arbitral, muy lejos del siete requerido para apro-
bar. Una nota considerada pésima.
Babington ingresa al playón del club convencido de
que el partido ya finalizó. Toma conciencia del error de la
peor manera posible: en ese mismo instante se produce el

198
gol de Vélez. Además del rugido de las tribunas, recordará
para siempre la imagen de un hincha excedido en peso que
lo grita con toda su alma. Como en un juego de opuestos,
Raffaini decide en ese mismo momento salir del estadio tras
la conquista de Moralez. Acaso se haya visto con Babington
en ese enroque fatal. Apaga el teléfono y cruza al Carrefour
de Álvarez Jonte. Ingresa al supermercado y se pone a dar
vueltas sin otro sentido que matar el tiempo. Hace como en
el cuento La observación de los pájaros, de Roberto Fontana-
rrosa: busca interpretar en los sonidos de la calle lo que ocu-
rre puertas adentro del Amalfitani.
Dentro del estadio, Cappa mira la nada misma. Pasan
los segundos y no hay señales oficiales de que el gol será
anulado. Desde las tribunas se grita fuerte, quizá con la in-
tención de blindar la validez de la conquista de cualquier re-
visión. Brazenas hace ademanes incomprensibles, abriendo
sus dos brazos, mientras es rodeado por Eduardo Domín-
guez, Defederico y Díaz. “Hubo contacto físico con el arquero,
en la pierna, ahí lo vamos a ver. Es falta contra el arquero, no
cabe ninguna duda”, sentencia Macaya Márquez. La única
sanción tras esta jugada es la amarilla y expulsión de Moralez,
por quitarse la camiseta.
Huracán luce resignado. Hay presencia de particulares
que interrumpen el juego. Los ánimos se alteran y Cappa
está fuera de sí. Se pelea con los alcanzapelotas, al grito de
“hijos de mil putas, las pelotas quieren esconder ahora, ca-
gones de mierda”. Al gerente de Fútbol de Vélez, Bernardo
Beker, que se acerca hasta el banco de suplentes de Huracán
con actitud desafiante, lo trata de “viejo puto”. Brazenas
pierde también el control, no sabe cómo retomar un partido
desnaturalizado. En reiteradas ocasiones se seca la saliva de
la boca con la muñequera. La situación lo supera. Pompei no
quiere ser menos y se muestra desbordado por la invasión
de allegados.
Pasaron diez minutos desde el gol y la pelota todavía
no se puso en juego. Al borde de la cancha una abuela rubia,
de rulos y anteojos, canta: “Vélez de mi vida, gracias por
esta alegría, muchas gracias, jugadores, gracias por salir cam-

199
peones”. Es Beba de San Félix, integrante de la Comisión de
Relaciones Públicas del club.
—A partir de ahora, ocho minutos más —dice Brazenas, en
un cálculo deficiente del tiempo a recuperar. El gol fue a los
39 minutos, por lo que apenas adiciona dos. Se repite el
mismo fenómeno que el mismo árbitro protagonizó en 2001,
cuando las definiciones de los campeonatos que ganaron
San Lorenzo, en el Clausura, y Racing, en el Apertura, care-
cieron de tiempo agregado. El primer partido, de hecho, se
suspendió antes de los 90 minutos por invasión del campo
de juego.
Apretado por el reloj, Huracán equivoca el camino y
se muestra incapaz de aprovechar el hombre de más. Toranzo
y el Maestrico González, los jugadores de mejor pegada, tiran
centros desesperados que Nieto observa con impotencia
desde el banco. Hace rato que no se juega por abajo. La esen-
cia del tiki-tiki está definitivamente perdida.
Huracán llega con una pelota sucia que cae llovida
sobre el arco de Montoya y, luego de varios rebotes, el ar-
quero recupera casi sobre la misma línea. Larrivey tiene un
mano a mano que Monzón tapa y se produce un tumulto,
que se convierte en un intento de caza del delantero. Hay
impotencia y frustración en el equipo de Cappa, que se sabe
derrotado. “Vélez se está quedando con el campeonato en
una jugada de la que se hablará mucho tiempo”, anticipa
Vignolo y no se equivoca.
Sebastián Domínguez tiene un corte en la cara, cau-
sado por un proyectil arrojado desde la tribuna de Huracán,
y sangra como un boxeador. El partido, que se hizo añicos a
partir del gol, ya no se reanudará. A Raffaini, todavía fuera
del estadio, le preocupa el silencio prolongado, anormal.
Teme lo peor e ingresa desesperado. Su retorno coincide con
la explosión catártica de los hinchas. No hay manera errónea
de interpretar ese sonido: Vélez es campeón por decimose-
gunda vez en su historia.
Con la derrota consumada, Cappa y los jugadores de
Huracán, devastados, se acercan hasta la tribuna y aplauden
a la hinchada. Arano está desconsolado. La terna arbitral, en

200
tanto, se reúne en el círculo central. Brazenas, quien no suele
pedir opiniones a sus compañeros, le consulta a Maidana:
—¿Cómo viste la jugada?
—¿Qué jugada?
—La del gol. ¿Te pareció foul, qué viste?
—No, no me pareció foul.
Brazenas le devuelve una expresión relajada, pero
Maidana interviene nuevamente y deja ahora sin palabras al
árbitro.
—No me pareció foul: me pareció un foulazo.
En el banco de Huracán, Osvaldo Gullini, el coordina-
dor de fútbol, permanece tirado en el último asiento del
banco de suplentes. Llora como una criatura. No tiene fuerzas
para levantarse. Emiliano Papa se acerca y se arrodilla, para
ponerse a su altura y fundirse con él en un abrazo. Gullini
todavía recuerda las cálidas palabras del defensor de Vélez:
—Gordo, ya está. Soy rosarino, pero mi viejo es de Huracán.
La llegada de los jugadores de Huracán al vestuario
es desoladora. Derrumbados en el piso, ninguno quiere ba-
ñarse ni cambiarse. “Vamos, que tenemos que irnos”, debe
insistir un dirigente para hacerlos abandonar el estadio y su-
birse al Chevallier. El club había hecho estampar los laterales
de un micro descapotable de la empresa, con el globo y la le-
yenda “Campeón Clausura 2009”, que esperaba al plantel en
su ruta a Parque Patricios. La idea era ir por la autopista,
bajar por Catamarca, cambiar allí de ómnibus y seguir hacia
la sede, donde aguardaban los hinchas. Se habían invertido
unos veinte mil dólares en fuegos artificiales, preparados en
la terraza para detonarse en una fiesta que nunca se produjo.
En Liniers sí hubo micro ploteado, fiesta y pirotecnia.
Desde el vestuario local surge un canto hiriente que
acompaña la despedida de la delegación de Huracán del es-
tadio: “Borom bom bom, borom bom bom, el tiki-tiki, no les
sirvió”.

201
202
17
DESPUÉS

Al tercer piso del edificio más concurrido de la calle Via-


monte, altura 1366, se ingresaba con permiso y, en general,
por algún motivo que no escapara a pedir dinero o denunciar
el fallo de un árbitro. Carlos Alberto Babington había abusado
de lo primero (y sido correspondido) y ahora, acompañado
por su partenaire y vice segundo, Norberto Giuliano, acudía
con el alma quebrada en busca de consuelo, porque él como
nadie sabía que lo demás ya no tenía sentido ni, mucho me-
nos, solución.
El presidente de Huracán también pensó que pocas
cosas habían cambiado en la mayor parte de los años que
llevaba en el fútbol: siempre el mismo anfitrión, un cristo de
madera custodiándolo desde la pared, la luz tenue, el escri-
torio tan grande como para marcar una distancia justa con
el visitante, los cuadros del dueño de casa junto a distintas
personalidades: el Papa Juan Pablo II, Joao Havelange, su fa-
milia. El retrato del hombre solo. El retrato del hombre solo
con su poderoso anillo. La risible frase del anillo enchapada
sobre un cristal.
Julio Humberto Grondona ahogó desde el interruptor
la mísera luz derramada sobre su oficina, corrió suavemente
la cortina de la ventana que daba a la calle y tiró con cuidado
de la cuerda para levantar la persiana.
—Mirá. ¿A vos te parece que yo me merezco esto? —le pre-
guntó a su invitado.
—Pero Julio, yo no traje a toda esta gente. La gente se auto-

203
convocó, si nos robaron el domingo —contestó Babington,
casi disculpándose.
—Yo ya estoy cansado, vos sabés que los últimos que quiero
que salgan campeones son estos hijos de puta y ahora me
tengo que comer esto. Pero te quiero decir algo: este terrible
hijo de puta no dirige nunca más.
El 8 de julio de 2009 no fue un día como cualquier
otro en la casa madre del fútbol. Todo Huracán ardía y quería
ver el mundo arder. Y esa tarde noche unos 700 hinchas se
congregaron en la esquina de Viamonte y Uruguay -porque
las vallas les impidieron acercarse hasta la puerta misma de
la AFA- para gritar su ira al oído de Julio Humberto Grondona.
Sin incidentes mayores, el máximo pico de tensión se produjo
cuando algunas de las bombas de estruendo que llevaban
los manifestantes explotaron a pocos metros de la Policía,
que había montado un operativo especial en el lugar alertada
por la convocatoria de los hinchas a través de sitios partida-
rios.
“Tiki Tiki / Taka Taka, Brazenas y Casas buscados
por corruptos”, decía uno de los carteles. Otros simpatizantes
mostraban un escrito esperanzador, que rescataba el ante-
cedente de un hecho ocurrido en 1996, en un Deportivo Man-
diyú-River disputado en Corrientes. Ese día, el arquero Ro-
berto Bonano no pudo evitar el gol del equipo local por una
agresión que partió desde la tribuna. Tiempo después, el
partido se reanudaría sin esa ventaja para Mandiyú.
¿Podrían ellos conseguir lo mismo? Por esas horas,
más cerca de los medios de comunicación que de la marcha
de la bronca, los abogados Silvano Lanzieri, Pedro Kesselman
y Néstor Vicente estudiaban presentar una denuncia por
“mala praxis” contra la terna arbitral del partido, a quienes
acusaban de “civilmente responsables de los daños y perjui-
cios morales y económicos” sufridos por el club derrotado.
“Si se sanciona a un médico o un abogado por mala praxis,
¿por qué no debe responder ante esa acción un árbitro de
fútbol?”, se preguntaban, con la intención de instalar el tema
en la agenda mediática. La denuncia no prosperaría por lo
que procesalmente se considera “falta de legitimación para

204
obrar” (Lanzieri acusaría tiempo después a la dirigencia de
Huracán de “hacer de un silencio bochornoso una complici-
dad tácita”, remarcando que con su apoyo hubieran podido
encauzar la acción contra los responsables; aunque años más
tarde, convocado para esta investigación, el letrado no mos-
traría el mismo interés en el tema).
Mientras el plantel, con Ángel Cappa a la cabeza, se
sumaba a mantener vivo el asunto en la discusión popular,
los directivos de Huracán, acaso empujados a ignorar por un
rato las buenas migas con Grondona, presentarían -recién
diez días después de la final- una nota de protesta ante el
Tribunal de Disciplina para pedir la anulación del partido
por tres motivos: la ignorada infracción de Joaquín Larrivey
contra Gastón Monzón, que derivó en el gol de Vélez; la su-
puesta mala inclusión del sancionado Fabián Cubero, por
quien Vélez había pedido la aplicación del artículo 225 para
que reemplazara en la última fecha del campeonato al lesio-
nado Waldo Ponce; y la designación irregular de Gabriel Vito
Brazenas, el árbitro que no había rendido la prueba física
obligatoria para dirigir.
El impacto de aquella presentación tendría el mismo
efecto que un chasquido de los dedos bajo el mar. Y el viento
en Huracán parecía cambiar de dirección, porque muchos
socios que habían respaldado en las urnas la presidencia de
Babington apenas cuarenta días atrás no veían ahora que su
bronca por lo ocurrido en Liniers estuviera bien representada
por la dirigencia. En algo sí coincidía todo el mundo Huracán:
ninguno de ellos había visto, jamás en sus vidas, una imagen
tan fiel del principio del fin.

Cappa quería marcharse. Enceguecido por el dolor,


no veía más allá de lo ocurrido en la cancha de Vélez. Como
si fuera poco, cada hora el futuro atropellaba cada símbolo
del presente que se había preocupado en construir. Ningún
jugador era el mismo que había conocido menos de un año
atrás. Absolutamente todos se habían potenciado con su lle-
gada y convertido en piezas clave de un engranaje al que
unos mínimos ajustes transformarían en una máquina per-

205
fecta de fútbol. Pero él no tenía el control sobre las decisiones
de sus dirigidos, ni siquiera después de que el miércoles
posterior a la final muchos de ellos realizaran un juramento
en un restaurante de Las Cañitas donde, pese a todo, futbo-
listas y cuerpo técnico se reunieron para celebrar la milagrosa
campaña.
Esa noche, al entrenador lo desbordó de pasión el
compromiso que leyó en los ojos de sus ángeles al momento
en que cada uno, la mayoría de ellos, prometía quedarse en
el club para buscar revancha. Esa noche, también, hubo show
musical. Kevin Cura en la batería, Gastón Esmerado en la
guitarra y Leandro Díaz al micrófono agitaron a todos los
presentes al ritmo de Uno, Dos, Ultraviolento, de Los Viola-
dores. Con el detalle de que, en el estribillo, modificaron la
letra por “Vélez, Brazenas, la concha de tu madre”. El video
puede verse en YouTube y grafica los ánimos del plantel por
esas horas. En un plano menos eufórico, el otro sostén de
Cappa lo personificaba, a pura obstinación, su mano derecha,
Francisco Fatiga Russo, convencido con muy poco de que la
leyenda continuaría.
Para todos, menos para un hombre, el fulgor de esas
miradas y la pasión se consumió, como el fuego de un fós-
foro, entre las ofertas que flecharon a los pilares del equipo
y la propia debacle que atravesaba de punta a punta al club.
Si la derrota muestra el verdadero rostro de los hombres y
de las cosas, aquellos eran días ofrendados a un amargo sin-
ceramiento. Salvo para ese hombre. Como un general terco
que abdica a la razón mientras avista el campo de batalla re-
pleto de soldados caídos y barricadas humeantes, Cappa se
convenció de que al método no podía derrotarlo ni siquiera
todo el peso de la realidad, que todavía existía una guerra
por ganar y que para eso debía reagrupar a su tropa herida y
empezar de nuevo. Muy pronto sabría que en ese momento
había comenzado a timbear su reputación, el destino de los
colimbas desarmados que le quedaban y el futuro mismo de
Huracán.

Setenta y dos horas después de escuchar a Cappa

206
aconsejarle que Javier Matías Pastore debía quedarse seis
meses más para adquirir la experiencia necesaria antes de
dar el salto a Europa, Marcelo Simonián y el Palermo de Italia
llegaban a un acuerdo formal por la contratación del joven
maravilla. Tan desesperado como enojado, el entrenador sen-
tía que a esas traiciones debía responder con la misma mo-
neda y por eso intervino para que Huracán hiciera uso de la
opción de compra de 500 mil dólares -que abonaría el pode-
roso representante- por Patricio Toranzo, un futbolista que,
pese a haber tenido una buena cuota de protagonismo en
aquel Clausura 2009, no era de su total agrado.
Las lágrimas con las que Matías Defederico había ju-
rado fidelidad al proyecto se habían secado en la arena de
Brasil. Desde el país vecino, el delantero al que llamaban “El
Nuevo Messi” se comunicó con el club exigiendo que acepta-
ran la oferta del Corinthians bajo amenaza de recurrir a la
FIFA para liberarse de Huracán. Su actitud motivó un con-
traataque impulsivo, casi infantil, del club argentino.
Y comenzó una novela de invierno clase B.
Cappa lo graficó con despecho: “Me dijo llorando que
si yo me quedaba, él también. Antes de que nosotros llegára-
mos era suplente y, ante la primera oferta, abandona las
prácticas”. “A Brasil se irá de vacaciones, porque no le vamos
a mandar el transfer”, se sumó Babington. Pero, cuando el
presidente fue a pedirle a Grondona que mediara en el
asunto, el dueño de la pelota le aconsejó que hiciera caso al
deseo del jugador porque, de lo contrario, no vería un peso
de recompensa. Y así Huracán perdió a otra de sus principales
cartas de ataque.
Los laterales, Carlos Arano y Carlos Araujo, se mar-
charon al fútbol de Grecia, que por aquellas horas, con más
de 40 casos, absorbía tanta materia prima argentina como la
liga italiana, un destino tradicional para los futbolistas de
nuestro país. El marcador de punta izquierdo firmó por el
Aris Salónica; el derecho, por el AEK Atenas. César González,
El Maestrico, siguió su carrera en San Luis, de México; y Fe-
derico Nieto, el discreto “9” que poco participaba del juego y
al que tanto le costaba convertir, se fue a Colón, donde ten-

207
dría un auspicioso Torneo Apertura con 12 tantos, tres de
ellos a Huracán.
La decisión más fatalista la había tomado un extra de
aquella película romántica que preparaba su segunda parte
en versión terror.
Cuando Gastón Beraldi llegó a su casa después de la
final, supo que cruzaba el umbral hacia la intimidad por pri-
mera vez como ex futbolista profesional. Lo había decidido
en el trayecto que separa al estadio José Amalfitani del barrio
de Barracas. Dejó el bolso a un costado, vio a su suegro y ex-
pulsó su deseo maniatado por la injusticia. Enero, soportando
el calor de las pretemporadas durante veinte días, lejos de
su familia; lo mismo en junio, dejarlo todo para que, sobre
el final de la obra, alguien ajeno le arroje un balde de pintura
encima. Enumeró sus razones con la convicción de que no
podría, ni quería, soportarlo. Así se retiraba el defensor que
había tenido una participación silenciosa en medio de todo
aquel ruido generado por Huracán, con excepción del único
-y flojísimo- partido que jugó en el campeonato, el de la de-
rrota contra Boca por 3 a 1.
Claro que, como todos los de su especie, el entrenador
tenía sus fetiches y sus caprichos. Detrás del talante reflexivo,
a veces contestatario, en ocasiones Cappa descansaba en sa-
lidas picarescas, aunque no dejaba de ser un volcán en cons-
tante peligro de erupción. “La novedad es que no se fue nin-
gún jugador en los últimos 10 minutos”, ironizaba el hombre
que, más que nunca, se erigía en el dueño absoluto de la es-
cena mientras la mayoría partía en busca de nuevos desafíos.
Y sin hacer ruido al cerrar la puerta.
Por si faltara más, en aquella inconducente cruzada
de sostener la esperanza con cualquier intérprete que se pu-
siera la camiseta de Huracán, Babington, el ministro de gue-
rra, había comenzado a flaquear frente a su desfachatado
general. A Cappa sólo le faltó tatuarse en la frente la frase
“Bolatti y diez más” para que todos supieran -y lo aceptaran
sin preguntar- cuáles eran sus planes y pasos inmediatos.
Mario Ariel Bolatti, el que había llegado de carambola,
ahora era el único estribo que sostenía la ilusión del entre-

208
nador. Tan literal parecía el slogan del hombre del bigote
que el exquisito mediocampista conservó su privilegiado con-
trato para quedarse, eso sí, rodeado de una gran mayoría de
futbolistas semi profesionales.
En los primeros días de la pretemporada, un aspirante
de 24 años se presentó voluntariamente en La Quemita para
una prueba. Pasados unos minutos, Cappa advirtió la pre-
sencia del presidente del club y apuró el paso para asegurarse
cuanto antes al talentoso mediocampista zurdo que lo había
sorprendido.
—A este me lo contratás ya —le ordenó mientras señalaba a
su nueva joya.
—¿Y dónde juega? —quiso saber Babington.
—No me importa, a este me lo contratás ya —repitió el DT.
Una vez finalizado el entrenamiento, el presidente
supo que Rodrigo Malbernat militaba en Acassuso y, horas
más tarde, después de hablar con su par del club del ascenso,
que podía llevárselo sin cargo porque el futbolista descu-
bierto era suplente y no estaba en los planes de su director
técnico.
Cappa tampoco se sonrojaba ante quien quisiera es-
cuchar algunas de sus máximas, tales como “el Rengo Díaz
va a jugar mejor que Pastore” o “Filipetto es más que Goltz”
(ante una posible salida del capitán del equipo, que final-
mente no ocurrió).
¿Los refuerzos? La lista era asombrosa: Nicolás De
Bruno (proveniente de José Gálvez, de Perú), Pablo Jerez (Ti-
gre), Gonzalo García (Racing), el uruguayo Diego Rodríguez
da Luz (Bologna), Lucas Trecarichi (Sevilla, de la segunda di-
visión de España), Federico Laurito (Venezia, tercera de Italia),
Leandro Benegas (Independiente Rivadavia de Mendoza, B
Nacional), Juan Carlos Carrizo (Argentinos Juniors), el juvenil
paraguayo Robert Sales Benítez, Cristian Ortiz (Real Arroyo
Seco, Torneo Argentino B), Nicolás Trecco y el arquero César
Vallejos (El Linqueño, Torneo Argentino B), los mencionados
Rodrigo Malbernat y Rodrigo Díaz (Atlético Paranaense) y
los promovidos juveniles Cristian Fernández, Muriel Orlando,
Guillermo Roffes y Alejandro Quintana.

209
La inmensa mayoría llegó a préstamo. La inmensa ma-
yoría tuvo un olvidable paso por Huracán.

Con los sobrevivientes Monzón, Paolo Goltz, Eduardo


Domínguez, Leandro Díaz, Bolatti y Toranzo, el equipo co-
menzó el Apertura 2009 con una derrota de local frente a
Lanús (1-2). Los delanteros titulares en ese partido fueron
Nicolás Trecco, el juvenil que saltó tres categorías de un
tirón para debutar en Primera División; y Federico Laurito,
quien en menos de un año había pasado por tres clubes de
Italia: Udinese, Livorno y Venezia. “Mi confianza está gas-
tada”, reconoció ese mismo día Cappa, ahora sí, apabullado
por el poder de la evidencia. Sin embargo, el entrenador re-
sistiría en el cargo un tiempo más, hasta la derrota en el clá-
sico frente a San Lorenzo en la fecha 15.
El equipo, que necesitaba la modesta suma de 14 pun-
tos para ingresar a la siguiente edición de la Copa Libertado-
res de América, apenas cosechó 11 sobre 57 (menos de un
20 por ciento de efectividad) y esa paupérrima campaña sería
una cruz de hierro que Huracán cargaría hasta junio de 2011,
cuando descendió por cuarta vez en su historia.
Sentado a una mesa del Patio Bullrich junto a su amigo
Fernando Signorini y los autores de este libro, César Luis
Menotti analiza el amargo final de los días más felices de
Cappa como entrenador: “Se equivocó cuando decidió que-
darse en Huracán. Yo le había recomendado que renunciara
después de la final. ‘Te van a mentir, no te van a pagar y te
van a cagar’, le dije. Yo ya veía cómo operaban”. El discípulo
había desobedecido al maestro, a quien conoció en 1980, el
día que Diego Armando Maradona falló contra Inglaterra, en
Wembley, el gol que lo inmortalizaría seis años más tarde en
México.
Tiempo después de ese amistoso, Menotti se hizo
cargo del Barcelona y contrató a Cappa para que analizara
los partidos. Trabajaron juntos en diferentes etapas y el ba-
hiense no tardó en convertirse en uno de los principales vo-
ceros del fútbol espectáculo. Pero en el invierno de 2009 de-
soyó la palabra superior y lo pagó meses más tarde con un

210
adiós teñido por la decepción. Algo que, pese a todo, no le
impediría darse el gusto de dirigir a River y luego a Gimnasia
de La Plata, en sus últimas -y pobres- incursiones como DT.
“A Babington no lo vi nunca más desde que Huracán
perdió la final. Le quedó grande: él no estaba preparado para
ser presidente”, agrega Menotti sobre otro de sus alumnos
predilectos, aquel que condujera desde el césped el mayor
orgullo del menottismo: el campeonato de Huracán en 1973.
En efecto, la debacle futbolística y financiera arrastró
a una dirigencia entera hacia el destierro, y a ese hombre en
particular hacia una deshonra difícil de igualar, como si un
perverso alquimista hubiera convertido el oro en plomo: obli-
gado a adelantar las elecciones para julio de 2011, Babington
no sólo dejaría la presidencia antes de tiempo; también pre-
sentaría su renuncia indeclinable a la categoría de ídolo in-
discutido del Club Atlético Huracán.

Si bien hay resultados que marcan los destinos de


ciertos hombres -y esta historia da sobradas muestras-, el
subcampeonato no habría precipitado la salida -ni condicio-
nado el futuro inmediato- de Ricardo Gareca. ¿Pero qué habría
ocurrido si la puerta que abrió ese título a una nueva época
dorada de Vélez se mantenía cerrada una temporada más?
La pregunta es válida porque hay triunfos que sirven para
descomprimir tensiones y planificar el porvenir con menos
urgencias. Eso lo sabía el propio entrenador y lo dejaría asen-
tado sobre el final de ese 2009 consagratorio en el título de
una extensa entrevista con el periodista Diego Borinsky para
la revista El Gráfico: “Soy campeón y no sé si llego a fin de
año”.
Lo justificaba en algunas experiencias que nadie le
había contado: pese a ser un semidios en Talleres de Córdoba,
al que devolvió a Primera División y con el que fue campeón
de la Copa Conmebol, en su último ciclo en el club duró ape-
nas 45 días. Algo similar le ocurrió en el América de Cali,
donde había sido ídolo como jugador y en 2005 renunció
como DT al cabo de cuatro meses (y pese a cosechar ocho
triunfos en diez partidos). Pero Vélez era diferente. Y si algo

211
estaba claro en Liniers desde antes de que se consumiera el
calendario 2008 era que la apuesta se hacía sobre un pro-
yecto, al que sólo un resultado catastrófico podría interrum-
pir. Eso siempre estuvo -y estaría en adelante- lejos de suce-
der.
Porque el equilibrio se mide en diferentes planos tem-
porales es que, polémicas arbitrales al margen, Vélez fue un
lógico campeón. Aunque al principio debió resolver de apuro
algunos imponderables, la sobriedad con la que se había re-
forzado, el orden con el que jugó a lo largo del torneo y los
movimientos cuidados -como los de un ajedrecista sobre un
tablero de cristal- que haría antes de reanudar el trabajo de
cara a la segunda mitad de 2009 le devolvieron rápidamente
el rótulo de club ejemplar que se inventara orgullosamente
casi dos décadas atrás.
Un colega se lo había graficado al propio Fernando
Raffaini el martes previo a la final, en la reunión de Comité
Ejecutivo que se celebró en la AFA como todas las semanas.
—¿Quién querés que salga campeón? —le preguntó el presi-
dente de Vélez, tal vez para medir la sinceridad de su par en
un momento en que el mundo neutral se inclinaba decidida-
mente por Huracán.
—Vélez —lo sorprendió el hombre.
—No te creo...
—Sí, porque si gana Vélez, sale campeón un proyecto. En
cambio si gana Huracán, sale campeón un milagro.

La inclusión de Cubero objetada por Huracán después


de la final había sido en la previa una discusión de nicho
que, en realidad, generó un sismo más grande en el propio
Vélez que en la vereda de enfrente. Como fuera, se trató de
una circunstancia de la que el futuro campeón, como antes y
después tantos otros equipos, sacó provecho empuñando el
reglamento.
“Qué feo: a Waldo Ponce le hicieron la cama en Ar-
gentina”, titulaba el viernes previo al partido el diario chileno
Las Últimas Noticias. La sospecha seguía una línea argumen-
tativa con nombres y apellidos: los comentarios de los perio-

212
distas partidarios Darío Tonón y Hernán Poggi en el programa
Vélez y su mundo el mismo día que Cubero fuera expulsado,
en la penúltima fecha del campeonato contra Lanús, por un
codazo a Maximiliano Velázquez a centímetros del asistente.
Pese al incidente, a estar en desventaja en el marcador, de
visitante y frente a un rival directo por el título, Vélez conse-
guiría la igualdad y eso le permitiría llegar a la última fecha
dependiendo de sí mismo para ser campeón. Lo que se dijo
en esa transmisión no fue más que un anticipo de lo que fi-
nalmente ocurriría: que Vélez iba a pedir el artículo 225 para
que uno de los emblemas del equipo pudiera estar en la
final, no sin deslizar cierta picardía para llevar tranquilidad
a los hinchas.
El martes, tres días antes de esa publicación, los di-
rectivos de Vélez hicieron la presentación formal en AFA,
acompañada de un informe médico según el cual el defensor
presentaba un edema óseo en la rodilla derecha, lesión que
había sufrido en un partido que la selección de su país había
jugado ante Bolivia tres semanas atrás. Huracán no protestó.
A pura suspicacia, al otro lado de la cordillera el periódico
sensacionalista planteó la particularidad de que en Vélez se
había comenzado a hablar de la aplicación del 225 dos se-
manas antes del partido -el mismo 21 de junio en la cancha
de Lanús- sin saber cómo evolucionaría Ponce de su lesión.
Cubero, el niño que empezara a jugar en el baby de Mar del
Plata porque su tío Raúl le hacía un lugar en el equipo, ahora
se convertía en una pieza imprescindible para Gareca en la
búsqueda de la consagración en el fútbol grande.
Por el motivo que fuera, entre lo que dijeron los pro-
tagonistas en aquel momento y lo que dicen una década des-
pués hay, en algunos casos más que en otros, sutiles dife-
rencias.
Dijo Ponce en 2009: “Mira, no estoy en un ciento por
ciento, pero estoy para jugar. Capaz que si el suspendido no
hubiese sido Cubero, al menos habría ido a la banca. Uno
siempre quiere jugar estos partidos, pero bueno, ya está.
Ojalá seamos campeones”.
Dice Ponce una década después: “Hubo mucho revuelo

213
pero la lesión realmente la tuve. Imaginate, ¿quién no quiere
jugar una instancia decisiva? ¿Quién no quiere estar dentro
de la cancha peleando un campeonato en la última fecha?
Estaba lesionado, no hay otra cosa”.
Dijo Raffaini en 2009: “Lo importante es que Waldo
está al tanto de todo. Él es una buena persona y sabe que acá
lo hemos tratado de maravillas”.
Dice Raffaini una década después: “No recuerdo. ¿El
que entró fue Cubero? Tampoco es que era una diferencia
abismal con Ponce. Gareca no recurría a esas cosas. Eso fue
falso, estoy seguro. Esa revista chilena era todo invento. In-
cluso sacaron dos comentarios de periodistas partidarios
que eran falsos”.
Dijo Tonón en 2009: “Que la gente de Vélez se quede
tranquila que Cubero va a jugar la final contra Huracán”.
Dice Tonón una década después: “Lo que nosotros
comentamos al aire fue lo que pasó: Cubero jugó la final. En
realidad Ponce no estaba lesionado, lo hicieron pasar por le-
sionado como hacían todos los equipos. ¿Si teníamos la cer-
teza de que iba a pasar? Sabíamos... estaba Grondona. Sabía-
mos que Waldo Ponce se iba a lesionar y, si no, le iban a
pegar un palazo en la rodilla”.
Dijo Poggi en 2009: “Quedate tranquilo que lo lesionan
a Ponce y juega la final Cubero”.
Dice Poggi una década después: “Cubero tenía que ju-
gar la final y Ponce vivía lesionado, esa es la realidad. La re-
percusión fue una guachada de Beto Maceira, el jefe de prensa
de Vélez, que tomó lo que dijimos en la transmisión, lo
mandó a Chile y allá armaron una historia. Hicimos un qui-
lombo muy grande y a partir de eso nos mandaron a relatar
a la Platea Sur por cinco años”.
Carlos Beto Maceira es un hombre acusado de ardides
como el descrito y maltratos varios: en 2014, a partir de un
incidente con periodistas paraguayos en un partido de Copa
Libertadores, el diario ABC del país vecino le dedicó un artí-
culo en el que relataba el prontuario del jefe de comunicación
del club de Liniers, con agresiones de todo tipo a trabajadores
de prensa partidarios y ajenos a Vélez. Nunca atendió los

214
llamados ni devolvió los mensajes enviados por los autores
de este libro.

A Gareca le quedó clavado el disgusto de no haber


sido reconocido como un justo campeón. Mientras en la ve-
reda de enfrente llovían acusaciones dirigidas, principal-
mente, contra el árbitro Brazenas, el entrenador de Vélez lu-
chaba desde los medios de comunicación para que las
virtudes de su equipo no quedaran sin ser vistas entre tanta
oscuridad. Tanto más le molestaba que la marcada línea
ideológica que representaba su colega de Huracán lo dejara
de un lado de la grieta donde no se sentía cómodo. Los pri-
meros días posteriores a la final evitó las provocaciones, ex-
plicó que el éxito radicaba en lo que todo el mundo había
podido ver a lo largo de 19 fechas y no en lo que sucediera
en una fracción de segundo. Pero, de a poco, se dejó arrastrar
por la típica ola mediática que crece cuando todo termina y
la pelota se detiene.
En su intento genuino por lograr la reivindicación de
los suyos, no hizo más que ayudar a alimentar una polémica
con destino a ninguna parte. Incluso se animó a defender
aquello sobre lo que el mundo neutral había dado su vere-
dicto amparado en las evidencias: dijo a quien quisiera escu-
charlo que no vio falta en la jugada del gol, que Joaquín La-
rrivey había retraído su pierna para evitar el choque, que los
protagonistas del choque quedaron, los dos, heridos en el
suelo. Y dijo que en la jugada del gol mal anulado a Huracán,
antes de cabecear a la red Eduardo Domínguez había aga-
rrado a Víctor Zapata, y que, aunque no en los hechos, en la
perspectiva del asistente sí estaba bien cobrado el offside.
Un mes después de la final, cansado del pantano re-
tórico en el que batallaba, cuestionó las constantes quejas
de Cappa y sentenció: “No me importa más nada. Vélez es
un justo campeón. Lo demostró en la cancha. En el desarrollo
del juego, Vélez fue superior a Lanús y a Huracán. No necesitó
ayuda de nada, en nada. Si no era en ese gol lo ganaba de
cualquier otra manera, pero lo ganaba Vélez. Estaba conven-
cido”. Después se recluyó en el futuro, una fórmula probada

215
que le permitiría seguir sumando logros a su currículum.
Si el calor de la gloria que todavía palpaba en sus ma-
nos le permitía al entrenador relanzar su carrera a los 51,
para un jovencito 30 años menor el título conseguido signi-
ficaba el comienzo de una carrera premium, acaso la más
destacada de todos los protagonistas del 5J hasta estos días.
A ningún otro como a Nicolás Otamendi la vida le cambió
tanto esa campaña. Se afianzó en Primera cuando el ciclo de
Gareca ya había echado a andar. Un puñado de presencias le
habían bastado para entrar en el radar de Maradona, quien
lo convocó a la Selección Argentina. Primero para un amistoso
contra Panamá y después para una doble fecha de eliminato-
rias frente a Colombia y Ecuador (en Quito finalmente haría
su debut oficial, con derrota por 2 a 0). Otamendi tenía 21
años y varios clubes de Europa ya estaban interesados en
contar con sus servicios. Rápido de reflejos, el presidente
Raffaini lo blindó mediáticamente, al considerarlo uno de
los principales activos del club, y logró retenerlo un año más,
hasta agosto de 2010, cuando el fruto de la Villa Olímpica
saltó al Porto a cambio de 4 millones de dólares por el 50%
del pase. Ese fue, por qué no, otro de los retornos indirectos
del título del Clausura 2009.
Por lo demás, fiel a su estilo, Vélez completó un mer-
cado equilibrado entre altas y bajas. Llegó Rolando Zárate li-
bre de Barcelona de Ecuador y volvieron Pablo Lima y Fa-
cundo Coria de sus préstamos de Rosario Central y Emelec.
Se fueron Roberto Nanni (a Cerro Porteño, de Paraguay), Car-
los Soto (All Boys), Patricio Pérez (rescindió su contrato) y
Larrivey debió cumplir con su regreso forzado al Cagliari.
La campaña sería aceptable: quinto puesto en el Aper-
tura 2009 (en rigor, terminó debajo del campeón Banfield y
del escolta Newell’s; Colón e Independiente sólo lo superaron
por diferencia de gol) y cuartos de final de la Copa Sudame-
ricana (cayó ante Liga Deportiva Universitaria de Quito). Y
sobre una base que iría depurando con el correr de los años,
en menos de un lustro cosecharía otros cuatro títulos: Clau-
sura 2011, Torneo Inicial 2012, Superfinal 2013 y Supercopa
Argentina 2014, esta última ya sin Gareca pero con su ayu-

216
dante de campo, José Turu Flores, en el banco para dirigir la
final contra Arsenal. A esa altura ya se veía un Vélez renovado
respecto de aquel campeón del Clausura 2009, salvo por un
detalle: los cuatro hombres de la defensa -Cubero, Sebastián
Domínguez, Fernando Tobio y Emiliano Papa- formaban parte
del plantel con el que se encontró Gareca apenas asumió en
diciembre de 2008. Cinco años después, la víspera de la Na-
vidad de 2013, Gareca tenía una cita con el hombre que había
apostado por él para negociar la extensión de su contrato
por una temporada más. Christian Bassedas le explicó la ne-
cesidad que tenía el club de reducir el plantel. El entrenador
le comunicó su decisión de ponerle fin a un ciclo inolvidable.
Frente a los micrófonos de la prensa echó mano a su habitual
discreción: “Sentía que cada año había más presión o que la
gente no estaba contenta si no se lograba algo. Por eso preferí
retirarme”.
Tanto pagaría Vélez su salida que, más allá de la men-
cionada Supercopa Argentina 2014, ganada con el envión del
último equipo diseñado por Gareca, el club no volvería a fes-
tejar un título hasta la publicación de estas líneas.

217
218
18
NO APTO

—La verdad es que no sé por qué los hinchas de Vélez no pa-


raban de decirme “muchas gracias”. No me doy por aludido.
Cuando el cotillón de la fiesta empieza a ponerse ran-
cio en el José Amalfitani, Gabriel Vito Brazenas responde
con perplejidad al periodista de la agencia de noticias Télam
que lo aborda a la salida del estadio. No comprende, o finge
no hacerlo, las consecuencias que tuvo su arbitraje. Tras
años de ignorar los indicadores de fallas de su propio cuerpo,
el árbitro preferido del sistema se termina de romper esa
tarde. Quizá haya sido el estrés postraumático, pero tras
abandonar la cancha sigue tan ausente como en los quince
minutos finales del partido. Fue en ese lapso de pesadilla
donde, por razones que pueden sospecharse aunque no de-
mostrarse, Brazenas dejó que el partido se desarrollara en
piloto automático. Él ya estaba quemado, sin capacidad para
encauzar las acciones de un modo más decoroso.
Las crónicas periodísticas del día después serán im-
piadosas con su desempeño. Todos los medios lo responsa-
bilizan de haber desnaturalizado por completo una final de
campeonato y un par de diarios no puede evitar la tentación,
un clisé a esta altura, de compararlo con William Boo, el
réferi villano de Titanes en el Ring.
“No estaba operativamente en condiciones. En la falta
de Larrivey a Monzón, cuando parte el pelotazo hacia el área,
Brazenas está detrás del balón. En ese momento pensó que
parándose iba a poder tener una mejor visualización de la

219
acción. Cuando se detuvo, estaba a más de 30 metros del lu-
gar donde cayó la pelota, en un momento en el que venía
con toda la fatiga muscular y la falta de oxigenación de la
sangre en el cerebro”, analiza Javier Castrilli, que prefiere
poner el foco no tanto en el árbitro como en el responsable
de su designación. Once años después de que los propios
colegas lo abandonaran, el Sheriff tendrá su revancha: sabe
que Jorge Romo no saldrá ileso de esta colisión frontal. El
Frankenstein creado por la AFA, libre de cualquier atadura,
acabará con sus creadores.
Al día siguiente del partido, Brazenas reconoce ante
La Nación que, viendo la jugada por televisión, nota que el
delantero de Vélez va con imprudencia contra el arquero de
Huracán. También acepta que el gol de Domínguez anulado
por offside era válido, aunque aclara que se apoyó en el línea
Ricardo Casas. “Por la trascendencia del partido son los erro-
res más importantes de mi carrera”, amplía Brazenas. “Pasa
una vez y es mala suerte, la segunda es casualidad, la ter-
cera... Los mismos árbitros tenemos antivirus. Cuando nos
damos cuenta de que alguien metió la pata y nos ensucia a
todos, lo vamos aislando”, analiza un veterano dirigente ar-
bitral.
“Las estadísticas son contundentes. Antes de ese par-
tido, Brazenas había dirigido cuatro definiciones de torneo,
aún con las dificultades físicas que eran impedimentos sine
qua non para otro árbitro. Debería ser mucho lo que el sis-
tema apreciaba de él para que lo pusieran en esos partidos”,
razona el ex árbitro Jorge Ferro, quien sufrió las consecuen-
cias de enfrentarse al Colegio de Árbitros.
“Grondona estimaba mucho a Brazenas. Algunos ha-
blan de 100.000 dólares, pero el sentido común es funda-
mental. Estaba casado con una esposa millonaria, ¿qué nece-
sidad tenía?”, especula uno de los ex árbitros con mayor
influencia y más cuestionados dentro de AFA.
Los tres veedores despedazaron en sus informes a
Brazenas. Tanto Carlos Coradina, quien estuvo en la cancha,
como Abel Gnecco y Miguel Scime, que lo vieron por televi-
sión, coincidieron en calificar de “malo” el arbitraje. “Se equi-

220
vocó en jugadas determinantes para el desarrollo y el resul-
tado del partido. El principal error fue estar lejos de las ju-
gadas, en parte por su condición física”, concluyeron los ana-
listas de aquella definición, que conocían el historial clínico
de Brazenas pero nunca objetaron sus designaciones. Sabían
y aceptaban que esa atribución era exclusiva competencia
de Grondona y Romo.
“Me dio vergüenza como árbitro la falta de compro-
miso con la justicia. Brazenas es un mal árbitro; uno más de
los tantos que hay hoy en la AFA. No sabe lo que duele una
plancha o un codazo porque de pibe jugó al tatetí, no al fút-
bol”, juzgó con crudeza Juan Carlos Biscay. “No era el más
capacitado para esta final. Perdió el control del partido por-
que le faltó conducción, aplomo, confianza y estado físico.
Para correr lo que corrió Brazenas hubiesen puesto a Baldassi
lesionado. Esto pasó con equipos dirigidos por dos señores
que pregonan el fútbol limpio. Si jugaban Boca y River, este
partido no terminaba”, arriesgó Ángel Coerezza.
Desde AFA trascendió que la última prueba física del
árbitro había sido en febrero de 2009. Luego faltó, aduciendo
razones familiares, a la cita que le fijaron un mes antes del
partido, lo que significa que jugó la final sin el apto corres-
pondiente: una grave irregularidad. “Todos sabíamos que
Brazenas hacía dos años que no superaba las pruebas y diri-
gía sin estar habilitado”, reveló a un diario tandilense el ex
árbitro Ricardo Calabria, fallecido en 2017 luego de perma-
necer dos años en coma por un accidente de moto en Turquía.
Desde el Colegio de Árbitros se echó un manto de piedad
acerca del final de los días como réferi de Brazenas. Recono-
cieron que no estaba disponible para el nuevo torneo porque
había reprobado la última prueba física obligatoria. “Tiene
el alta médica, pero no el apto físico”, aclararon. “Está bajo
tierra”, describió sin eufemismos otro colega.

Pocos días después del partido Brazenas recibe ame-


nazas de muerte, pero no tiene miedo. Incluso cada tanto se
permite pensamientos morbosos; especula con la posibilidad
de que un día vengan por él y, pum, se acabe todo. “No se si

221
me voy a morir mañana, dentro de una semana o en veinte
años, así que mientras haya vida habrá esperanza”, declara a
la agencia DyN. Se siente cómodo en el rol de víctima, al
punto de sospechar que todo lo malo que le ocurre es culpa
de haber vuelto al arbitraje después de estar dos años y me-
dio parado. Piensa que el ambiente siente envidia por él, el
árbitro que dirigió cinco finales de campeonato. Está orgu-
lloso de sí mismo, porque se sabe un luchador. “¿Quién diri-
gió en la villa a los 15 años?”, le pregunta en modo desafiante
a cualquiera que esté dispuesto a escucharlo. Sabe que pue-
den dejarlo cesante de un momento a otro y se imagina a sí
mismo vendiendo flores en la puerta de un cementerio o en
una plaza. “Nadie paga favores pasados”, reflexiona.
Ya en la pretemporada, los martes, miércoles y jueves,
Brazenas se presenta en el complejo que la AFA tiene en
Ezeiza y es exigido en 20, 30, 40 y 50 metros. Hace repique-
teos y arranques en esas distancias, que al término de las
prácticas lo obligan a ponerse hielo en sus castigados is-
quiotibiales. Al poco tiempo presentará nuevas dolencias:
cervicobraquialgia izquierda y radiculopatía distal al sector
operado, por lo que además del reposo le aconsejan que con-
sidere un cambio de actividad.

Con Brazenas afuera de las canchas, el Apertura 2009


tuvo un comienzo igual de escandaloso que la definición del
Clausura. En una especie de déjà vu, San Lorenzo derrotó 3
a 1 a Atlético Tucumán, debutante en Primera División, en el
Pedro Bidegain. Los errores de Cristian Faraoni fueron aná-
logos a los de Brazenas en Liniers, aunque por tratarse de
una primera fecha de campeonato no tuvieron tanta reper-
cusión. El árbitro no cobró falta previa de Gonzalo Bergessio
sobre el arquero Lucas Ischuk, en el primer gol, y luego anuló
un tanto legítimo e ignoró un penal para el Decano. Las sos-
pechas sobre este partido culminaron en uno de los pocos
casos de corrupción arbitral que contó con una prueba. La
pista condujo hasta Aníbal Hay, veedor y relacionista público
de la AFA, acusado de haber presionado a Faraoni para favo-
recer a San Lorenzo. Una escucha telefónica y la posterior

222
denuncia interna resultaron fatales para Hay, que fue despe-
dido sin más trámite.
El presidente del Colegio de Árbitros de Mendoza, Pe-
dro Castellino, agregó que en esa maniobra estaba implicado
el “animador de un programa de televisión muy conocido” y
señaló que Pablo Lunati tenía un auto de 80.000 dólares,
cuando la actividad “no da para eso”. Guillermo Marconi, se-
cretario General del SADRA, dijo que “todo esto empieza
con la irregular designación de Brazenas en Vélez-Huracán”.
A sus afiliados les advirtió que, en caso de ocurrir algún he-
cho repudiable, tenían que llamarlo al instante. Como se su-
gería en el film policial norteamericano Los Ángeles al des-
nudo, en el fútbol argentino “todo es sospechoso, todos están
a la venta y nada es lo que parece”.
Por esos días comenzó a circular entre los árbitros
un mail firmado por el “Comando Bartolomé Macías” (home-
naje al primer árbitro argentino que dirigió un Mundial, el
de Uruguay 1930), que ofrecía detalles pormenorizados de
las supuestas prácticas espurias de numerosos árbitros de
todas las categorías. El documento, que aportaba pelos y se-
ñales verosímiles, le dedicaba un pequeño párrafo a la defi-
nición del Clausura 2009: “Ni hablar del papelón mundial
que nos hizo pasar Gabriel Brazenas en la comentada final
Vélez-Huracán, todo por la módica suma de U$S 80.000. Ah,
Rodríguez Battaglia se llevó U$S 10.000 de comisión. Ahora
digo, ¿valió la pena? Qué se yo...”. Lo único que se sabe ofi-
cialmente de ese partido es que Brazenas percibió $ 1.456,
además del sueldo mensual de $ 6.880.
Brazenas fue una ficha de dominó, la primera de toda
una fila, que se mantuvo en delicado equilibrio durante diez
años. Era cuestión de tiempo que, ante el mínimo temblor,
terminara haciendo caer a las demás. La onda expansiva de
aquella detonación de 1998 viajó en el tiempo y finalmente
impactó de manera intensa. Luego de acabar con el oriundo
de Monte Chingolo, provocó fuertes sacudones en la calle
Viamonte. En combinación con el Efecto Brazenas, la caída
de Hay arrastró al intocable Jorge Romo, presidente a perpe-
tuidad del Colegio de Árbitros, en el verano de 2010.

223
“Romo cometió pasos en falso, que esta vez no le fue-
ron inmunes, en uno de los peores años del referato. Gabriel
Brazenas, designado para el partido decisivo del Clausura
entre Vélez-Huracán, maculó su carrera por la sucesión de
errores que pudieron haber cambiado el destino del título”,
analizó La Voz del Interior.
Sin embargo, en una entrevista con Diario Popular Ju-
lio Humberto Grondona minimizó los hechos con una res-
puesta imposible:

—¿Y lo que pasó en Vélez-Huracán, en la final del torneo


Clausura del año pasado, no le dejó heridas?
—Para mí, no pasó nada. Digo, nada raro que no tenga que
ver con un partido de fútbol, en el que existe un árbitro que
debe tomar decisiones, con aciertos y errores.
—Pero el gol de Moralez fue muy extraño...
—Ahí hubo un tema clave: el fervor de los hinchas de Hura-
cán, que sentían que tenían el campeonato en el bolsillo con
el empate. El arquero no se levantó rápido, luego del choque,
para hacer figurar como que había sido falta. Todo el mundo
lo ve tirado en el piso y cree que se murió. Pero lo cierto es
que después, en los minutos finales del encuentro, pateaba
hasta los tiros de esquina... El que había hecho la cagada fue
el arquero. Y el otro, pobre Cristo (por Brazenas), que está
parado ahí, atrás, qué va a hacer...

Así como en el pasado la prueba física no era para él


una condición necesaria que le permitiera dirigir, Brazenas
comprende que esta vez ese recurso reglamentario será la
coartada perfecta de la AFA para deshacerse de él. Sabe que,
si no logra sortear los exámenes, esta vez tendrá que irse.
Tiene un extraño pensamiento para aceptar su pena. Siempre
que haya vida hay esperanza y si la gente no tiene conflictos
entonces está muerta, porque los muertos son los únicos
que tienen problemas de verdad.
Brazenas volvió a dar mal la prueba física a mediados
de julio y esa falta le impidió dirigir en el Torneo Apertura
2010. El examen, realizado en La Plata, consistía en una tirada

224
de seis piques de 40 metros, que el referí debía recorrer en
seis segundos. Luego otra más exigente de 20 repeticiones
de 150 metros en 30 segundos (con un tiempo de recupera-
ción de 40 segundos), prueba que no pudo superar.
El tiro de gracia lo recibió a fines de 2010 con la de-
puración realizada por Francisco Lamolina, nuevo presidente
del Colegio de Árbitros de la AFA. Brazenas apareció en una
lista negra junto a otros 14 colegas dados de baja: Javier Co-
llado, Mauro Giannini y Ariel González (SADRA); Rafael Fur-
chi, Cristian Faraoni, Daniel Raffa, Guillermo Rietti, Alejandro
Castro, Javier Ruiz, Fernando Velarde, Alejandro Derevnin,
Julio Barraza, Gabriel Guillaume y Mario Prieto (AAA). Unos
pocos serían indultados.
Era marzo de 2011 cuando se acreditó el último de
los valores en su cuenta. Ahora sí, el árbitro que Brazenas al-
guna vez supo ser dejó de existir.

225
226
“¿Sabés cuándo me vino la mala espina?
Cuando me encontré con Rodríguez Battaglia
en la puerta del vestuario. Me llamó la atención,
pero mal. ‘¿Qué hacés vos acá?’, le dije.
Para colmo ese día no había Reserva.
‘Tengo que darle una mano a este gente,
es un partido bravo’, me dijo.
Ese partido lo arreglaron los dirigentes
de Vélez y a este idiota lo metieron
de pingüino ahí adentro”.

Osvaldo Gullini, coordinador de fútbol


profesional de Huracán.

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19
MANO A MANO CON EL ZURDO

¿Cuánto tardará el cielo porteño en romperse el mediodía


del 29 de noviembre de 2018?
El metro setenta de Néstor Rodríguez Battaglia se ir-
gue prolijamente en la silla de un bar de Parque Chacabuco,
donde no es difícil adivinar que durante muchos años de su
vida ha jugado de local. Pide lo de siempre a uno de los mo-
zos, pero podría haberle dicho exactamente lo mismo a cual-
quiera de sus compañeros arracimados detrás de la barra y
tampoco hubiera sido necesaria una pregunta más. La es-
puma vencida por la intensidad del café es la que parece ha-
ber desteñido el marfil de sus dientes.
Y, si se lo mira bien, su cabeza entera es una compo-
sición cromática de caprichos armónicos: el cabello encanado
que cae despreocupado más allá de la primera vértebra y,
más acá, se detiene a dos centímetros de las cejas castañas;
la piel sugiere un bronceado sin forzar que palidece frente a
los accesorios más brillantes de su rostro: es tan celeste el
celeste de sus ojos que da impresión fijar la vista en ellos
mucho tiempo sin interrumpir el acto con un parpadeo cons-
ciente.

—¿Cómo es el amor al arbitraje? Es el amor a que te pu-


teen…
—Sí, te putean. Estás expuesto porque los jugadores te pro-
testan. Yo, cuando juego, lo vuelvo loco al árbitro, lo enfermo.
Y siempre digo que al árbitro le tenés que hablar. Bien, pero

229
le tenés que hablar. El árbitro se condiciona porque es hu-
mano. Eso les transmito a los jugadores: “Háblenle al árbitro”.

—Al árbitro se lo condiciona adentro de la cancha. ¿Y afuera?


—En mi generación, si vos dirigías bien a ciertos clubes que
tenían peso en AFA, te iban a designar siempre en partidos
importantes.

—Eso te condiciona.
—Claro. Yo creo que hoy sigue igual.

—¿Y cuáles eran esos clubes?


—No sé... Si Grondona estaba en Arsenal, era Arsenal. Si
Humbertito dirigía a Racing...

—¿Puede pasar hoy?


—Yo ya no estoy. Lo veo como ustedes, desde afuera. Escucho
comentarios, pero hay cosas que son muy difíciles de probar.
Se habla más de lo que... de lo que se… ve, ¿viste?

—¿Qué escuchaste?
—No sé, que tal árbitro, cuando era chico, era hincha de Ra-
cing y lo pusieron en Racing. Te doy un ejemplo: Roberto
Ruscio, que es una persona por quien pongo las manos en el
fuego, es hincha de Racing y cada vez que dirige a Racing
(sic) perdía. Y Racing no lo pidió más. Maglio es de San Lo-
renzo, ¿viste?

—¿Y en aquel momento ser árbitro implicaba tanto como


ahora esconder de qué club eras hincha?
—Sí, porque siempre había suspicacias. Decían: “Lo designan
para San Lorenzo y vive en Boedo”. Mirá, yo hoy sigo diri-
giendo a Vélez en los amistosos. Este año, con Heinze, de los
doce amistosos, ganó uno conmigo y los demás los perdió
todos.

—¿Nunca te dijo nada?


—No, no, yo le dije al Gringo: “si querés, no dirijo más”. Y él

230
me dijo: “No, no, hacé tu trabajo”. Yo acá adentro me trans-
formo. No tengo amigos, no tengo nada. Trato de dirigir el
partido lo mejor posible, porque así me siento bien. ¿De qué
me sirve cobrarle tres penales a Vélez? Igualmente, los juga-
dores rivales me dicen: “Eh, vos sos de Vélez, cobrás todo
para ellos”, ¿viste?

—Es lógico: trabajás en Vélez y lo dirigís.


—Sí, es normal. Pero ya me conocen tanto... Hace 20 años
que dirijo los amistosos. Y, te digo la verdad, nunca cobré
un horror. En algún momento, un técnico que no te voy a de-
cir quién es, me dijo: “Vos trabajás en Vélez, cuando nos di-
rigís, tratá de favorecernos”. Y yo le dije: “No te enojes, es
mi trabajo”. El tipo lo entendió para bien.

—Volviendo: hacés tu carrera con el arbitraje y le tomaste el


gusto.
—Ahí empecé a apurar a los directivos del Colegio de Árbitros
porque me sentía capacitado. Cuando empecé a ascender, la
FIFA sacó un decreto que bajó las edades de los árbitros. La-
mentablemente, no podía hacer nada. Hablé con Grondona,
le dije que quería dirigir en Primera División y me dijo que
FIFA no lo dejaba, que solamente me podía ofrecer ser juez
de línea internacional. Y yo de juez de línea debo ser el peor
de la historia.

—¿Por qué?
—Miro el partido con la banderita y pierdo la línea. Para ár-
bitro, dame lo que quieras.

—Hay un mito que dice que si querés arreglar un partido,


mejor el juez de línea que el árbitro.
—Eso lo decía Julio Grondona. Yo creo que si querés arreglar,
arreglás al árbitro y ya está. Con pequeños fouls te va… por-
que, ¿cuántas jugadas tiene un línea? Dos o tres offsides. El
árbitro tiene 34 faltas en el primer tiempo y 34 en el segundo.

—Y te va a acorralando.

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—¡Claro! Te va cobrando un foulcito y, cuando te querés
acordar, te cobró un penal y andá a discutirle. Un juez de lí-
nea puede tener dos o tres jugadas, algún offside finito. Es
más difícil. Pero bueno, sí.

—En aquel momento estaban menos expuestos.


—En esa época se decía que si vos favorecías a los equipos
de peso en AFA ibas a estar mejor posicionado para el as-
censo. Pero, ¿qué pasa? Yo soy de la idea de que al arbitraje
hay que sacarlo de la calle Viamonte, que es lo que pensaba
Raúl Gámez, para no tener presión. El arbitraje tiene que ser
un ente autárquico, un ente que le digan: “Bueno, estos son
los partidos y que el que te toca, te toca”. Que ningún diri-
gente pueda preguntar quién lo dirige.

—¿Los dirigentes preguntan mucho?


—No, pero por ahí piden que no les pongan a algunos árbi-
tros.

—¿Y eso se respeta?


—Se respeta porque, de cierta forma, los dirigentes son tus
empleadores, ¿me entendés? El Comité Ejecutivo es tu em-
pleador, y el Comité Ejecutivo está integrado por los presi-
dentes de los clubes, y es tu empleador el que termina pre-
sionándote. No hay una independencia del arbitraje. Pero
esto es a nivel mundial. Hoy en día es muy difícil ser árbitro.

—¿Por qué?
—Por las presiones que hay de todos lados. Yo nunca dirigí
un Mundial, me imagino lo que debe ser. Por comentarios,
una vez un árbitro internacional, en un Argentina-Brasil...
No, un Brasil no sé contra quién, iba perdiendo Brasil y en
ese momento Joao Havelange fue a pedirle al árbitro que
haga algo para que gane Brasil, ¿me entendés? Debe haber
presiones. Pero ahí están los que toman las decisiones, los
árbitros, que dicen: “Bueno, hago la mía o me someto”.

—En tu tiempo el árbitro ganaba poco.

232
—Sí, en ese momento sí.

—¿Y ahora?
—Hoy ganan muy bien los árbitros. No tienen presión, entre-
nan todos los días. En mi época tenías que tener otro trabajo.
Hoy es al revés. No podés trabajar, tenés que vivir del arbi-
traje. En la época mía, dirigías Copa Libertadores y te daban
un viático. Hoy tenés un sueldo.

—¿Eso cuándo cambió?


—Cuando aparecen la televisión y los sponsors. Así como
cambió el fútbol, cambió el arbitraje también. Los árbitros
empezaron a usar publicidad, como las AAA, que usan La
Nueva. En mi época usabas Adidas y tenías que ir a manguear
ropa, no usábamos publicidad. Cambió para mejor.

—Más allá de todo, también está cómo maneja su rol de auto-


ridad el árbitro, ¿no?
—Yo de todos los roles que tuve, contando también los de
técnico y futbolista, donde más seguro me siento es como
árbitro. Dame lo que quieras, pero yo de árbitro te saco el
partido. Me han mandado al interior, a partidos donde han
querido agredir a los árbitros, y yo, no sé por qué, pero ter-
miné el partido y los dos líneas decían “así se dirige un par-
tido”.

—¿Y a qué le atribuís eso?


—A la seguridad y lo que le transmitís al jugador. Por ahí yo
alcanzaba pelotas de rabona. “Claro, éste sabe, éste sabe”,
decían los futbolistas. O venía una pelota y la bajaba con el
pie. Por ahí caigo simpático como árbitro...

—O el jugador percibe que vos fuiste uno de ellos.


—¡Claro! Yo, a veces, le digo al jugador: “Escuchame, no te ti-
rés; yo la hacía también, no me compliques, negro”. No sé si
hoy en día, por todo lo que se ve desde afuera, se puede ha-
blar. A mí me gustaba hablar mucho. Soy muy baldassista.
Me encantaba Baldassi.

233
—Y de tu camada, ¿quiénes te gustaban?
—Y... en general, tenían algunos vicios, ¿viste?

—¿Por ejemplo?
—Y... algunos no corrían. El árbitro que no jugó al fútbol, no
corre. Lo importante es estar ubicado, pero a mí me decían
que parecía un futbolista dirigiendo por cómo corría. Me
gustaba estar cerca de la jugada, como que... y tener percep-
ción, si va a haber un cambio de frente, salir antes. Si no, lle-
gás tarde y no ves la jugada. Por eso un futbolista se maneja
mejor como árbitro.

—No está bien visto que un árbitro sea empleado de un club.


¿Qué reacción hubo en el ambiente cuando pasaste a trabajar
en Vélez?
—Creo que fui el primero que lo hizo. La verdad, no había
comentarios raros. Por ahí el comentario de Gámez era que
si los árbitros me veían en el banco, les iba a resultar simpá-
tico. Es raro, es su comentario. Y nada, ahora casi todos los
clubes tienen un ex árbitro.

—¿Tu rol era inculcarles reglas de juego a los jugadores?


—Claro, me decían “che, Zurdo, ¿los laterales son así?”. O les
explicaba que en los córners no hay offside, que en los saques
de arco tampoco. Si vos sabés las reglas, sacás ventaja.

—¿Y cómo fue tu recorrido dentro de Vélez?


—Empecé en novena división, en el 94. Después pasé a octava,
a séptima y cuando asumió Falcioni le dijeron: “No hay mucho
dinero, arreglate con un cuerpo técnico de inferiores”. Y yo
fui de ayudante de campo. Ahí empecé a manejarme con ju-
gadores de Primera División, que es distinto que darles char-
las técnicas a los chicos de cuarta. Yo no tenía chapa. Después
volví a Inferiores.

—¿Y en el 2009 qué hacías?


—Siempre estuve en inferiores. Siempre, siempre en Inferio-
res.

234
—¿Qué tenía ese equipo del 2009? Estaba el debate público
de que Huracán...
—Mirá... —interrumpe—. Si vos ves el partido, el árbitro Bra-
zenas, siempre se los digo a los hinchas de Huracán, ayudó
más a Huracán que a Vélez.

—¿Cómo es eso?
—Si lo analizás, hay un penal que le hace Arano a Cubero…
Un penalazo, un penal más grande que una casa, y Brazenas,
sin embargo, dijo “siga, siga”.

—¿Y la jugada del gol?


—Mirá, si vos la analizás, hay infracción. Pero lo agarra a
Brazenas a 200 metros, que yo le critico eso, que estaba lejos
de la jugada. Su estilo era dirigir lejos, no correr tanto...

—Pero el juez de línea estaba cerca…


—Pero los lineman en esa época no influían. No había trans-
misor. Si el árbitro decía así, se hacía así.

—Teniendo en cuenta que lo conocías, ¿alguna vez pudiste


hablar con Brazenas sobre ese partido?
—No, no. Él me parece que se descolocó... Claro, el partido
se suspende por el granizo. Eso lo descolocó. Yo, viste, lo
veía como que lo sacó de contexto esa suspensión. Ya cuando
entró, no era el mismo.

—¿Y por qué pensás que no era el mismo?


—No sé, viste, quizás esa situación de “lo sigo, no lo sigo...”.
Para mí, por ahí... lo descolocó. Y empezó a hacer cagadas. A
mí me ha tocado. Hay días en que no te sale una y hacés
cada cagada... El tema es que una cosa es hacer una cagada
en Inferiores o en Reserva y, otra cosa, en un partido tan
trascendental como ese, en una final. Eso repercute distinto.
No era un River-Boca, pero era una final. Pero para mí hasta
antes de la suspensión estaba perjudicando más a Vélez que
a Huracán. Es más, según dicen, al árbitro lo había puesto
Huracán, teóricamente, por consejo (sic) de Babington a Gron-

235
dona. Que decían “bueno, a ver éste; éste no, pongan a Bra-
zenas”. Porque Brazenas era un árbitro de finales. Ya había
dirigido un Racing no me acuerdo con quién (NdeR: vs Vélez,
en 2001), era un árbitro que manejaba bien las finales. Era
tranquilo, te sacaba amarillas. Era un árbitro para la final.
Pero, para mí, el tema ese del granizo lo descolocó.

—¿Y qué pensás cuando escuchás las versiones de que pasó


algo raro?
—No sé, va a haber, va a haber... No sé, lo tomo como lo que
se habla de todos los árbitros, como una cuestión más. Pobre
Ricardo Calabria, que descanse en paz, se decía siempre que
favorecía a San Lorenzo. Y era enfermo de San Lorenzo, pero
era un árbitro normal. Yo no digo que no haya brujas...

—Pero conociéndolo a Brazenas, ¿lo imaginás con ese perfil?


—No sé, no creo. Hay ciertas cosas que para creerlas las
tenés que probar. Si no, puedo hablar un montón.

—Pero una cosa es lo que hay que probar, y otra lo que se ha-
bla. En tu caso particular, que estabas en el club y además co-
nocías al árbitro, por ahí...
—Yo conocía a todos. Lunati, Maglio, Bassi, Brazenas. Todos
compañeros míos. Si es por eso, Vélez tenía que ganar todos
los partidos. ¡Baldassi! Es más, Baldassi fue juez de línea
mío. O sea, si es por eso, Vélez tenía que ganar todos los
partidos. Y perdió partidos en los que decías “el árbitro nos
bombeó”. ¿Qué les podía decir? “Che, fíjate si podemos ga-
nar”, nada más. A mí nunca se me ocurrió ir a los vestuarios
de los árbitros para que el rival diga “no, este muchacho fue
árbitro, lo conocen”, para evitar una suspicacia.

—¿Tratabas de cuidarte de eso, de no mostrarte?


—Siempre. Por eso siempre evité las notas, soy bajo perfil,
para evitar las suspicacias. Yo no digo que haya fantasmas,
pero es un mundo (sic), y más hoy con las redes sociales...
¡Olvidate! Antes no había redes sociales y podías entrar al
vestuario a charlar con el árbitro. Hoy, yo que dirijo y necesito

236
aerosoles para dirigir, le pido a alguien que me los vaya a
buscar al vestuario. Yo no voy para evitar malos entendidos.

—Y ese día en particular, ¿estabas en la cancha?


—Sí, abajo, pero a un costado, por la lluvia. No, no, eso no…
nunca… mismo la gente de Vélez no quería que yo estuviera
ahí. La comisión directiva y todo. Era un partido muy caliente
y daba mucha suspicacia. Para evitar todo eso...

—¿Pensás que tu presencia generaba sospechas?


—Claro, porque sabían que Brazenas había sido compañero
mío. Si hubiese estado Baldassi, también sabían que Baldassi
había sido compañero mío. Toda esa generación, sacando
los del SADRA, fueron compañeros míos.

—¿En algún momento alguien, un dirigente por ejemplo, te


pidió que hables?
—No, no, no, no... Porque... para mí, no necesitás.

—¿En qué sentido?


—Con buen equipo y buenos jugadores, no lo necesitás.

—Pero a veces es ganarle de mano a otro equipo, y evitar que


lo haga el rival...
—Sí, pero si a la larga el equipo anda bien, yo digo que no lo
necesitás. Yo lo digo, eh. Los demás, no sé. Por ahí, cuando
dirigía y era línea, venía algún muchacho, en Nacional B o
Primera B, y me decía “che, Zurdo, fijate si me lo podés amo-
nestar a fulano que tiene dos amarillas”.

—Eso sigue pasando.


—Una vez, tengo una anécdota de un jugador que me pidió
que lo amoneste. Y yo le dije “agarrá la pelota y tirala afuera”.
Pero la tiró afuera de la cancha. Y lo tuve que echar porque
era jugada de expulsión. Sus compañeros me querían matar.

—Pero eso está dentro de lo normal. De lo que se habla de


aquel partido de Vélez y Huracán...

237
—Se habló mucho, se sigue hablando y se va a seguir ha-
blando. Eso es imborrable.

—¿Vos ponés las manos en el fuego...?


—Para mí —interrumpe—, a Brazenas se le desconcentró (sic)
el partido. Volvió a la cancha y había piedritas. No sabía si
quería jugarlo porque la pelota saltaba, picaba más... Y los
dirigentes le decían “lo tenés que jugar, lo tenés que jugar”.
La Policía le dijo que estaba la gente. Para mí, quedó desco-
locado.

—¿Quién le decía eso?


—Los dirigentes. Los de Huracán y los de Vélez. Yo veía que
había un tumulto y que le decían “no, no, es un peligro, hay
que terminarlo”. Y yo vi que ya... ¿viste que no corría bien,
que erraba? ¿Viste cuando...? Venía bien, lo venía llevando
impecable, salvo la jugada de Arano. Creo que hay un offside
que le anula a Huracán. Pero eso es del juez de línea.

—El línea era Ricardo Casas.


—Yo por Casitas, por Casas, pongo las manos en el fuego y
no me quemo.

—¿Sí? ¿Por qué?


—Porque sí, porque lo veía un tipo… ¡No! Hoy en día pongo
las manos en el fuego por él.

—Pero por Brazenas, no.


—Y... es muy difícil. Yo te digo: por algunos pongo las manos
en el fuego y por otros, no.

—¿Pero por qué no?


—Y, porque, quizás, uno desconfía...

—Dijiste que por Casas sí, pero por Brazenas no.


—Por Casitas... pero de Brazenas no sé, viste, se decía que
Huracán lo había pedido. Si Huracán lo pidió es como cuando
me pusieron a mí con Boca. Fue al revés. Y no tuve intención.

238
¿Entendés?

—¿En ese campeonato nunca escuchaste nada raro de diri-


gentes pidiendo árbitros?
—No, yo no, no me metía ni me quise meter. Igual y todo, al-
guno habrá hablado de mí. O no.

—¿Qué pensás que pueden haber hablado?


—Y... pueden haber hablado de que como el Zurdo trabajaba
en Vélez y fue árbitro, conoce a los árbitros y arregla los par-
tidos con los árbitros. Se puede hablar.

—¿Y qué pensás respecto a eso?


—Y, si vos pensás eso, probalo. Si realmente es así, venime
con nombres, datos, y te la peleo mano a mano.

—Hubo varias personas diferentes que dicen “Rodríguez Bat-


taglia fue la persona que habló con Brazenas”.
—Te lo desmiento así (niega con la cabeza y ladea un brazo
de centro a derecha). Si realmente tienen algo, que vengan y
lo prueben. Yo lo peleo a muerte, a muerte. Con eso, viste...
Por eso sigo laburando, sigo en Vélez, tengo las puertas abier-
tas en todos lados. Cuando ensuciás o sos ensuciador (sic),
te van cerrando las puertas.

—Una de esas personas es el ex árbitro Javier Ruiz. ¿Qué pen-


sás?
—Todas las denuncias que hizo terminaron en la nada por-
que, de todo lo que tiró, no se pudo probar nada. Si a vos te
pusieron plata, probalo.

—Vos estuviste adentro y sabés que hay muchas cosas que


son imposibles de probar. Nunca se probó el arreglo de un
partido. Y, sin embargo, sabés que existen.
—Sí, sí, tienen que existir. Más que el arreglo, el condiciona-
miento. Lo que decía antes: vos por ahí si dirigías mal a Boca
o a River, es difícil que te pongan de vuelta a dirigirlos. Y to-
dos quieren ese partido, no Rosario-Aldosivi. Salís en River y

239
Boca y querés quedar bien con ellos. Y en su momento querías
quedar bien con Arsenal porque estaba el jefe, que era Gron-
dona. No sé hasta qué punto, pero debía haber un condicio-
namiento. Yo escuché un día en una charla de café a dos ár-
bitros. Uno dirigía a Arsenal y el otro a Racing. Y les pregunté
cómo andaban los dos. Y uno me dice: “Yo bien, pero éste
anda preocupado porque dirige a Arsenal”. Como diciéndome
“está condicionado”. Julio no era ningún nene. Para estar
ahí, tenés que ser así. Tenés que ser un tipo... no por algo
Julio fue lo que fue. No lo defiendo ni lo ataco. En muchas
cosas, Grondona era necesario. Y en otras, no.

—¿Grondona estaba en todos los detalles?


—Sabía todo.

—¿Qué sabía?
—Quiénes eran los árbitros, los jugadores, los técnicos, todo.
No sé cómo hacía. Era un animal.

—Se dice que Grondona era el verdadero director del Colegio


de Árbitros.
—Yo, cada vez que tenía un problema, lo veía a él, no a mi
director.

—A Jorge Romo…
—Yo por ahí lo cuestionaba, pero hoy con Romo las designa-
ciones hubiesen sido buenas. Era un mediador. Si dirigías a
un equipo y te iba dos o tres veces mal, no te mandaba al
muere. Y eso que el tipo nunca fue árbitro.

—¿Pero la última palabra quién la tenía, él o Grondona?


—En las cosas importantes, Julio. Yo digo, es intuición. Por
ahí Romo le consultaba…

—¿Grondona era de puertas abiertas?


—Sí, sí, yo lamento que se haya peleado con Gámez, pero él
tenía razón. Raúl le cuestionaba el dinero de la televisión.
Era el único que iba al punto.

240
—¿Y ahí nunca te pidió que trates de recomponer la relación?
—No, una vez sola me crucé con Julio y me dijo: “Decile a tu
presidente que no se enoje conmigo”. Y se lo comenté a Raúl,
que me dijo: “No, no, vamos a terminar condicionándonos”.
Yo, con Raúl... es mi papá, mi hermano; a muerte con Gámez.
Todavía hoy.

—¿Por qué?
—Porque demostró ser honesto en todo. En todos sus nego-
cios le fue mal por culpa de Vélez. Se fundió por Vélez (...)
Una vez vendió a (Cristian) Bardaro y le dije “sacá plata para
cambiar el auto”. Y me dijo “no, si saco plata de ahí, le saco
plata a Vélez”. Y ahí dije: “Éste es un marciano”.

—Me quedé pensando en las versiones que dicen que intervi-


niste…
—Sí, sí, ¡yo las escuché!

—¿De dónde pensás que salen y qué te pasa cuando las escu-
chás?
—Sí, pasa que yo con Brazenas entrenaba martes y jueves en
el campo de deportes, en 2009.

—¿En ese año?


—Sí, entrenábamos en el campo de deportes. Como tenía
que dirigir para las AAA, me obligaban a venir a entrenar.
Tenía un trato como con todos los árbitros. Por eso te digo,
si es por eso, Vélez tendría que haber ganado todos los par-
tidos.

—¿Pero por qué pensás que no hablan de Gámez, o de un di-


rigente con un perfil más alto, y en cambio te señalan a vos?
—Por mi relación con Brazenas, que es muy directa, como
tengo con otros árbitros. Y como trabajaba en Vélez... Si no,
decían que era amigo de Brazenas y ya. Pero sigo trabajando
en Vélez.

—¿Vos escuchaste ese rumor, te llegó?

241
—Sí, sí. Seeee, se. Pero nadie… nadie me vino a decir algo,
nada. Escuché el rumor un montón de veces. Y hoy se debe
seguir hablando.

—¿Y qué te genera?


—No, nada, porque estoy tranquilo. Es más: esa semana, des-
pués del partido, Cappa era el técnico todavía y mi hijo quedó
libre no me acuerdo de dónde. Y me fui a verlo para ver si
podía ficharlo en Huracán.

—Querés decir que si fuera verdad lo que se dice, no hubieras


hecho nunca eso.
—¡Claro! Y salió Cappa y el gerente, que no me acuerdo cómo
se llamaba, y me dijo “esperá, esperá que lo vamos a hablar”.
Después salió el gerente y me dijo: “Zurdo, hablé con Cappa
y no sabe si va a seguir”. Mi hijo creo que había quedado
libre de Chacarita, no me acuerdo (NdeR: en 2009, Lucas Ro-
dríguez Pagano pasó de Tiro Federal a Olimpo de Bahía
Blanca).

—¿Hablaste con Cappa?


—Sí, sí, le dije: “Mire, Ángel, tengo a mi hijo libre”. Y me res-
pondió: “Dejámelo ver”. Si hubiese habido algo, ¿te pensás
que iba a ir a La Quemita? Recién había pasado una semana
del partido, ¿viste? Lo hice con total inocencia y tranquili-
dad.

—Pero eras de perfil bajo, no te conocían.


—¡No te creas! Te conocen, ¿eh? No los hinchas. Pero sí los
allegados, la gente. En el fútbol nos conocemos todos.

—Un empleado de Huracán, el coordinador del plantel, Os-


valdo Gullini, dice que te vio en la puerta del vestuario de
Vélez ese día.
—Sí, cuando terminó el partido. Vélez tiene el pasillo y sí, en
el pasillo estaba, olvidate. Y eso, ¿cómo hacés? En todos los
partidos estoy ahí abajo. Entonces eso... yo, cuando vienen
los árbitros, que dejan el coche en el estacionamiento de Vé-

242
lez, hablo con los de seguridad y les pido que cuiden a los
árbitros. Ahora ya no tanto.

—Por ahí perdiste distancia, son más jóvenes.


—No, no, son más jóvenes y ya está. Reconozco que me gusta
estar con los árbitros, sí, sí. Les mangueo aerosoles. Siento
mucho el arbitraje. Pero volviendo a eso, estoy realmente
tranquilo. Para mí Brazenas se condicionó. Yo le hubiese cri-
ticado que no cobraron el penal de Arano a Cubero. ¿Yo
sabés cómo lo cobro?

—¿Nunca escuchaste otra versión de qué pasó ese día?


—No, que Brazenas... Yo les dije a los dirigentes: “Ojo que
creo que a Brazenas lo puso a Huracán”.

—¿Ah, sí? ¿Con quién lo hablaste?


—Y, con algún dirigente, no me acuerdo con quién. Me pre-
guntaron: “Zurdo, ¿cómo lo ves al arbitraje?”. Y yo les dije:
“Y, no sé, me parece que a Brazenas lo puso Huracán”.

—¿Vos estabas seguro? ¿Tenías alguna versión?


—Estaba seguro, sí. Había versiones, como siempre, como lo
que se dice de mí. ¿Pero cómo lo probás? Que porque el Sar-
gento Giménez había perjudicado a Huracán con San Martín
de San Juan los dirigentes fueron a ver a Grondona y por eso
pusieron a Brazenas... Si vamos a tirar, arranquemos por ahí
también. ¿Entendés?

—¿Qué te acordás de la previa del partido?


—No, tranquilo. Ni fui al festejo. No quería. Nunca me gusta-
ron los festejos. No soy de salir en fotos, nada. Y eso que Vé-
lez fue campeón con Bielsa, Russo, Gareca. Y no, no. Yo lo
viví como uno más, en Vélez había euforia. Y en Huracán ha-
bía bronca. Eso también se habla del Boca-Central de Ceballos
(NdeR: se refiere a la final de la Copa Argentina 2015, que
Boca le ganó a Central con un arbitraje escandaloso). Y yo,
qué sé yo. Tenés que ser muy pelotudo para dirigir tan ale-
voso. Porque si vos la querés hacer, la hacés bien.

243
—¿Y cómo sería hacerla bien?
—Y, no sé. Buscar alguna jugada medio dudosa y cobrar un
penal, no un offside de tres metros. Eso no es un error, es un
horror. Para mí, entonces, se equivocó. Porque si la hago, la
hago bien, con alguna jugada puntual. No quiero hacer qui-
lombo ni quedar expuesto. Por eso, cuando el árbitro cobra
muy grosero, es un error. Si el árbitro te quiere acomodar,
entra con un perfil bajo para no trascender.

—¿Nunca más hablaste con Brazenas? Para él fue fuerte no


volver a dirigir.
—Yo lo vi alguna vez. Él no dirigió más… El tema es así: tuvo
un problema muy grave en la columna y no pudo dirigir más.
Y coincidió con eso. Quedó como que lo corrieron. ¡Encima
eso! Sólo dirigía a Scioli en La Ñata, nada más.

—Decías que te encontraste…


—Sí, a los dos meses. Tampoco quería encontrarme con él
por todo lo que se hablaba.

—¿En ese momento ya se hablaba?


—Y sí, después del partido se hablaba. Entonces, nada, si lo
llegaban a ver, lo comprometía. No quería comprometerlo
en ningún sentido.

—Graficame el “se hablaba”: ¿dónde se escuchaba eso?


—No, no, yo la verdad, por ahí algún hincha de Huracán que
no sabía que era yo me decía “eh, Vélez compró el partido”.
No decían “fue el Zurdo”. Eso es lo que yo escuchaba. Y que
Vélez arregló con Brazenas o que Brazenas favoreció a Vélez.
Eso siempre lo escuché. Con nombre propio no lo escuché
nunca.

—¿Nunca te dijeron “Néstor, vos...?


—No, no, la verdad que no. Por ahí en una charla de amigos.

—¿Tenés amigos hinchas de Huracán?


—Sí. Me decían “che, hijo de puta, ¡cómo nos cagó Vélez!”. Y

244
yo, en el fondo, ¿de quién soy hincha?

Se hace uno de esos silencios que duran dos parpa-


deos pero parecen una siesta.
—De Huracán. ¡Yo soy hincha de Huracán!

Rodríguez Battaglia contará entonces que coincidió


con Carlos Alberto Babington en el colegio industrial, el Ma-
nuel Belgrano de la calle Cochabamba, y que si bien no eran
compañeros -él dice que el ex presidente de Huracán es un
año más grande, aunque en realidad le lleva casi cuatro-, ju-
gaban juntos en la secundaria y que incluso fue su ídolo en
algún momento de su vida. De chico, dirá, iba a ver a Huracán,
porque le gustaban el estadio, el barrio, el tango, aunque
dejó de frecuentar el Ducó cuando empezó a trabajar en Vé-
lez y la música que en realidad hoy disfruta es la electrónica.
Rodríguez Battaglia se pone de pie, anuncia que debe
buscar a su nieto y se despide por la puerta secundaria del
bar. El cielo porteño ya se rompió hace rato y la lluvia no
deja ver el celeste de su plenitud.

245
246
20
EL SECRETO DE SUS OJOS

Una leyenda no del todo confirmada, pero que se repite como


un rosario en los pasillos de la AFA, cuenta que, en los días
previos a la restricción impuesta por Domingo Cavallo para
la libre disposición de los depósitos en dólares, a fines de
2001, un cajero del Banco Credicoop llamó a Jorge Romo
para advertirle del peligro inminente. El dirigente logró sacar
a tiempo los ahorros de su cuenta y tomó a cambio una
deuda perpetua con el empleado bancario. Ricardo Alberto
Casas, que había llegado tardíamente al referato después de
los 30 años, aprovechando su amistad con el presidente del
Colegio de Árbitros de la AFA capitalizó ese crédito de ma-
nera formidable.
Finalizaba la década del 90 cuando Romo le pidió a
Humberto Orestes Dellacasa -ex réferi de la línea dura de los
años 60 y 70, luego director de la Escuela de Árbitros- que
evaluara las condiciones del empleado del Credicoop, a quien
conocía por ser quien habitualmente lo atendía en el banco.
“El problema de Ricardo eran sus ojos. No veía bien, por eso
usaba lentes de contacto. Dellacasa concluyó que con esa li-
mitación no podía ser árbitro. Y entonces tuvo que desarrollar
su carrera como asistente”, admitirá muchos años después
Romo, en un bar de Caballito, acompañado por Carlos Cora-
dina.

La frase quedará suspendida en el aire durante toda


la conversación: “El problema de Ricardo eran sus ojos”.

247
—Él trabajaba en el Banco Credicoop. Usted lo conoció ahí.
—Claro. Yo me juntaba con Carlos Heller y había dos o tres
más, entre ellos Ricardo. Es un tipo muy derecho al que apre-
cio mucho. ¿Vélez-Huracán? Lo que hizo Brazenas, lo hizo él
solo.

No es mucho lo que se sabe de Casas. Nació el 17 de


abril de 1967 en Temperley, con la paradójica casualidad de
que tiene domicilio fiscal sobre la calle Vélez Sársfield. Tra-
bajó en el Banco Credicoop entre 1989 y 2004, cuando decidió
renunciar para dedicarse de lleno al arbitraje. Cuentan quie-
nes lo trataron que sólo le daba confianza “a la gente del
sur”: Romo, José Luis Meiszner, Nicolás Russo, Fabián Mado-
rrán y Diego Abal, entre otros.
“Fue el único árbitro surgido del SADRA que llegó a
la Primera División en tres años, cuando a otros les lleva
siete u ocho. Luego viajó al Mundial de Sudáfrica 2010 gracias
a Romo, que siempre lo consideró su protegido”, cuenta un
veterano dirigente de AFA, que ocupó lugares clave en el re-
ferato y declinó de trabajar con Casas cuando el propio Romo
se lo pidió. “Casas tuvo un pronto ascenso. Su crecimiento
fue vertiginoso e injusto, porque encima no era de los jueces
de línea más destacados”, señala uno de los tantos árbitros
que sufrió las injusticias de un sistema que favorecía a los
amigos del poder.
“El primero que se equivoca en Vélez-Huracán, el que
lo degenera, es Casas y no Brazenas. La primera jugada es
clave, igual que cuando un arquero reemplaza a otro y atrapa
la primera pelota. Me cuesta pensar que un tipo con la expe-
riencia de él se equivoque anulando el gol de Domínguez,
una pelota parada. Hago mucho hincapié en la diferencia
con la pelota en movimiento. Es una de las jugadas más ton-
tas que puede tener un juez de línea”, afirma Pablo Lunati.
Un ex asistente de la misma generación de Casas sus-
cribe y amplía el concepto, aportando un dato clave para en-
tender cómo actúa un juez de línea: “No importa que seas
internacional, lo importante es que tenés que saber escuchar
el bochazo. Cuando ves que el ejecutante dio dos pasos para

248
patear, ya estás mirando la línea del último defensor. Podés
errar, pero no en esa jugada. Mirala de vuelta: ¡no podés
errar esa jugada! Tenés que ser un ciego”.
Para Javier Castrilli, la falta de intervención de Casas
en la final bastarda fue “una burrada”. “Si sos juez de línea y
ves esa falta, estás facultado y obligado por reglamento a
ayudar al árbitro. Si vio que Brazenas estaba a 50 metros de
la acción, revoleando la cola, y que Larrivey le pegó un plan-
chazo al arquero, tendría que haber levantado la bandera. Si
vos sos un burro, andá a dirigir un partido amistoso, un sol-
tero contra casados o ponete un kiosco de choripanes. Pero
dedicate a otra cosa, porque el arbitraje no es lo tuyo. Vas a
afectar intereses y la pucha que Casas lo hizo, a pesar de ha-
ber ido a un Mundial”.

Un ex jugador, integrante de aquel malogrado plantel


de Huracán, recuerda un tenso episodio con Casas posterior
a 2009: “En una pretemporada en Ezeiza vino con Federico
Beligoy a dar una charla sobre reglamento. Yo estuve serio la
hora y media, con la mirada clavada en él, sin bajarla. Nece-
sitaba que me mirara. Y no me pudo mirar”.
Osvaldo Gullini, coordinador de fútbol de aquel Hu-
racán, tiene una anécdota con Casas: “Hasta antes del partido,
si lo veía en la calle lo saludaba, le daba un abrazo. Pero des-
pués de eso, cuando me veía parecía que yo era el diablo. Un
día me lo crucé en Directorio y José María Moreno y desvió
la mirada. ‘Ey, Casas, ¿cómo te va?’, le dije. ‘Hola, qué hacés.
No te vi’, me respondió. ‘Qué mal que te portaste’, le dije.
‘No, yo no tengo nada que ver’, contestó. ‘Yo te estoy ha-
blando de otra cosa. Que no me das bola, de eso te iba a ha-
blar. Si hablás del partido, eso ya lo tenemos asumido. Vos
quedate tranquilo’, le expliqué”.
“Ricardo era un tipo introvertido, con muchas inse-
guridades que no le permitían el roce social. En el Mundial
2010 estábamos en un complejo muy grande, en Pretoria.
Casas no estaba muy integrado. Se quedaba mirando películas
encerrado en su habitación”, revela un miembro del equipo
arbitral. En su debut mundialista en Sudáfrica, durante el

249
encuentro en el que Ghana derrotó a Serbia 1 a 0, Casas tuvo
la iniciativa de la que careció un año antes en Liniers: advirtió
a Héctor Baldassi de que el serbio Zdravko Kuzmanovi había
tocado la pelota con el brazo izquierdo dentro del área y co-
rrespondía cobrar penal. Esa jugada fue la que definió el
partido a favor de los africanos.
Inadvertidamente, casi sin sufrir el descrédito que al
día de hoy acompaña a Brazenas, Casas se retiró de la activi-
dad profesional en 2013. Desde entonces se desempeña como
instructor de asistentes de la AFA y de Conmebol, además
de designar a los jueces de línea en los partidos de Primera
División.
En 2012 fue empleado por la Municipalidad de Lomas
de Zamora para crear una Escuela de Árbitros reconocida
por AFA, junto con Abel Gnecco y Juan Carlos Crespi. El es-
tablecimiento es análogo al que, bajo la órbita de la Munici-
palidad de Lanús, dirige Ángel Sánchez. No quedan dudas
de que vivir en el sur, al menos para el referato argentino,
tiene sus privilegios.

Un mediodía de abril de 2016 nos encontramos con


Ricardo Casas en el entrepiso de Forum, un bar de Viamonte
y Uruguay. La entrevista, publicada en el periódico zonal El
Barrio, está disponible en YouTube y es interesante para ana-
lizar la reacción gestual del ex asistente ante la pregunta in-
cómoda del final.

—¿Hay árbitros corruptos?


—Como en todo trabajo, hay tipos buenos y malos. En el pe-
riodismo, en la policía, en el gobierno…

—Tu partido más polémico fue el Vélez-Huracán del Clausura


2009, que le costó la carrera al ex árbitro Gabriel Brazenas.
¿Qué recordás de aquella tarde?
—El recuerdo que tengo es horrible. Uno nunca se quiere
equivocar. Con respecto al partido, siempre dije que fue un
error arbitral y no otra cosa. En mi caso, tuve el error del
fuera de juego. Nadie quiere castigar a ningún equipo por un

250
fallo erróneo.

—En la jugada del gol de Vélez, ¿no podías haberle indicado


a Brazenas si hubo infracción de Larrivey a Monzón, el ar-
quero de Huracán?
—No, no podía intervenir en un fallo que era del árbitro. Y
no fue por una cuestión de lavarme las manos. Yo respeté la
decisión de Brazenas.

—¿En ese momento no consideraste que fue infracción?


—Eso es algo personal mío (sic).

—Brazenas deslinda parte de la responsabilidad en vos…


—Mi función era asistir al árbitro en lo que necesitara. Si me
hubiese buscado, yo le podría haber dado la misma informa-
ción que tenía o le podría haber dicho que era foul. Pero eso
es un supuesto, porque no me necesitó.

—¿Entonces no es tan determinante el rol de un juez de lí-


nea?
—Su función es colaborar con lo que el árbitro no ve, pero el
asistente no manda. Si el árbitro marca penal, ¿yo le voy a
decir que no fue? Puedo estar convencido, pero él también
lo puede estar. Distinto es que el árbitro tenga una duda y se
apoye en el línea. Una vez que dictaminó y confirmó la ju-
gada, listo.

Es al menos llamativa la explicación de Casas sobre


una relativa facultad de intervenir en la famosa jugada que
definió el Torneo Clausura 2009 a favor de Vélez. La Regla 6,
que se refiere a los deberes y responsabilidades de los jueces
de línea, lo explica claramente en el apartado dedicado a las
faltas: “El árbitro asistente deberá levantar su banderín
cuando se cometa una falta o una incorrección en sus inme-
diaciones o fuera del campo visual del árbitro”.
Más adelante, el texto indica que, en caso de que fuera
necesaria una consulta directa, “el árbitro asistente podrá
ingresar dos o tres metros en el terreno de juego” a conversar

251
con el árbitro. También dice el reglamento que, para consultas
sobre decisiones disciplinarias, “el contacto visual y una
señal discreta con la mano entre el árbitro asistente y el ár-
bitro serán suficientes en algunos casos”. Por disposiciones
expresas de FIFA, entonces, Casas tenía la obligación de in-
tervenir en la jugada, como al año siguiente sí lo hizo en Su-
dáfrica.

—¿Te trajo problemas ese partido?


—Sí, por supuesto. Sufrí amenazas en mi casa, a mi familia,
tuve que hacer un montón de modificaciones en mi vida.
Con el tiempo pude hablar con hinchas de Huracán y, en el
mano a mano, entendieron mi trabajo. Es parte del juego.
También me acuerdo de haber convalidado alguna vez un
gol que lo favoreció a Huracán y no por eso pasé a ser un la-
drón. No es que me equivoqué sólo una vez en mi carrera;
me equivoqué un montón de veces. Lo que pasas es que esa
fue más trascendente porque era una final. Ahora, ¿alguien
decía algo si ganaba Huracán?

—¿Cómo describirías a Julio Humberto Grondona?


—Como dirigente, fue el más grande. Y eso lo presencié
cuando fuimos a los Juegos Olímpicos de Beijing, en 2008.
Estaba todo el comité de dirigentes de la FIFA en nuestro
mismo hotel. Joseph Blatter vio que nosotros éramos argen-
tinos y se nos acercó a hablar. Nos miró y nos dijo sobre
Grondona: “Este hombre que está acá me enseñó todo y me
hizo ganar las elecciones”. La gente se sacaba más fotos con
Grondona que con Blatter, porque lo conocía todo el mundo.
Los dirigentes aprendían el castellano para poder hablar con
Grondona, porque él no sabía hablar en inglés. Argentina le
debe mucho a Julio. La gente, para hablar mal, siempre en-
cuentra algo. Argentina es lo que es gracias a Grondona. Hay
que sacarse el sombrero por lo que nos dio como dirigente,
por lo que fuimos y por lo que somos. Si no hubiese estado
él, no sé si Argentina sería la potencia futbolística que es.

—¿Tuviste relación con Grondona?

252
—No era de sentarme a charlar con él. Decirte que conmigo
hablaba todos los días sería mentira. En Beijing tuvimos una
linda charla, estaba su mujer también. Era un tipo de barrio.
Yo lo veía desde un costado paternal, era como mi viejo. Era
un tipo que si te podía ayudar, te daba una mano. Tenía va-
lores.

—¿Considerás que quedó un vacío en la AFA luego de su fa-


llecimiento?
—Sí, y muy grande. Yo estaba en el predio de AFA cuando fa-
lleció y dije: “Esto es algo que no vamos a poder recuperar
nunca más”.

—¿La crisis que hoy vive la AFA es producto de su muerte?


—Sí, estando Julio esto no pasaba. Él tenía la capacidad de
solucionar los problemas.

—¿No creés que era necesaria una apertura democrática en


la AFA?
—Siempre son buenos los cambios. Era evidente que sin Julio
iba a pasar esto. Él decidía sólo y en función de lo que nece-
sitabas. La gente que le pedía algo, se iba con una respuesta.
Eso es muy valorable. ¿Se necesita democracia? Sí. Ahora, las
veces que se han presentado candidatos en contra de Julio
no figuraban. Ni listas se armaban. Lo pudieron haber sacado,
pero evidentemente él hacía algo que a la gente la confor-
maba.

—¿Cómo es la relación de los árbitros con los dirigentes?


—Si su club gana está todo bien y si pierde, todo mal. Es
difícil conformarlos, pero es parte del juego. Estamos en una
Argentina en la que se desconfía de todo y eso es muy com-
plicado porque, en definitiva, el fútbol es por plata. Esto es
un juego, sí, pero no termina siéndolo porque hay plata en el
medio.

—¿Alguna vez intentaron sobornarte?


—No, nunca.

253
En un acto reflejo, Casas contesta apurado. Cuando
escucha su propia voz, los ojos dejan de mirar a su interlo-
cutor y se desvían hacia la derecha del bar, por encima de
una baranda. Se hace un breve silencio y, en ese instante
denso e interminable, el ex asistente internacional vacila
como nunca antes lo había hecho en la entrevista. Busca la
calle con la mirada, luego baja la vista y descubre que su ric-
tus nervioso hace necesaria una ampliación de la respuesta.

—No sé si habrá sido por mi carácter o por mi forma de ser,


pero nunca nadie se me acercó a ofrecerme nada. No es que
vino y lo eché.

254
21
DOS TIEMPOS CON BRAZENAS

Durante los tres años que llevó producir y escribir este libro
hubo dos extensas entrevistas presenciales con Gabriel Vito
Brazenas, que se reproducen en forma resumida en este ca-
pítulo.
La primera de ellas fue en marzo de 2016, en un bar
de Fitz Roy y Cabrera, a pocos metros del departamento que,
al menos en ese entonces, alquilaba a turistas en forma tem-
poraria. El rubro no le resulta desconocido: hoy Brazenas
trabaja en el negocio de los bienes raíces junto al ex juez de
línea Mario Korn, dueño de la inmobiliaria de Palermo que
lleva su nombre. El encuentro, que duró casi tres horas, se
publicó en el periódico zonal El Barrio. Acudió a la cita en
pantalones cortos, remera verde y una gorrita de visera, que
dificultó reconocerlo. Seguro de sí mismo, a la vez que con-
tradictorio, de entrada nomás, ante una pregunta sobre su
presente, marcó la cancha con la rudeza de un zaguero.

—Googlean mucho ustedes. Nadie se encarga de investigar.


Yo trabajé entre 1989 y 2001 haciendo auditoría guberna-
mental. Mirá si conozco de investigaciones. Son todos vagos
ustedes, nadie labura. No investigan nada.

—¿Te retiraste del arbitraje por problemas físicos?


—Sí. Yo tengo cinco tornillos y una placa de titanio. Tengo
un corte acá (se señala el cuello). En el año 2005 me quedé
sin fuerza en una prueba física. Era raro. El médico de AFA

255
me decía que era un problema psicológico. Hasta que después
me agarró un neurocirujano de primer nivel y me hice una
resonancia. Tenía la médula estrangulada con las vértebras.
Todas las terminaciones nerviosas que pasan por ahí se com-
plican y te repercuten en los brazos y en las piernas. Yo
tenía todo eso así (contrae el puño), no tenía forma de que
se libere. El médico me dijo que había que operar. Yo le pre-
gunté cuándo iba a poder volver a dirigir y me dijo: “Rezá
para que no quedes en silla de ruedas”. Y después de dos
años volví, cuando nadie pensaba que yo iba a volver. Enton-
ces ese fue mi primer error.

—¿Admitís que fue un error que te designaran en 2009?


—No, si yo era el mejor. Se lesionaban todos los réferis
cuando llegaban a la final.

—Pero vos venías de mucho tiempo sin dirigir.


—Mirá, yo vuelvo a dirigir después de dos años y medio pa-
rado. Nadie pensaba que yo iba a dar la prueba física, pero
me preparé y la di. Quedé muerto.

—En junio del año pasado se difundieron escuchas telefónicas


de Julio Humberto Grondona que demuestran que elegía a
dedo a los réferis de la fecha.
—Que los árbitros sean puestos a dedo es un secreto a voces.
Si vos sos periodista de verdad, ¿te tomás el trabajo de ver a
los líneas todos los fines de semana? Yo sí.

—Muchas veces los líneas son más decisivos que los árbitros.
—Yo no estoy hablando de la mala fe. Yo estoy hablando
siempre de la buena fe. Porque si vamos a hablar de mala fe,
yo debería estar en cana. Hace diez años estoy esperando ir
preso porque todos dijeron que había arreglado un partido.

—Hay muchas sospechas...


—Entonces tendría que ir en cana. No tengo causas. La única
vez que fui a un juzgado fue para llevar a un periodista y le
saqué plata. No te puedo decir a quién, porque tengo firmado

256
un contrato de confidencialidad. Fue un periodista de primera
línea. Porque yo, la verdad, soy como Maradona, que se pelea
con el Papa, con Beckenbauer, con Pelé... ¿Me entendés?

—De haber existido el VAR, ¿te hubieras apoyado en la tecno-


logía?
—¿Por qué?

—Para revisar la falta de Larrivey a Monzón, previa al gol de


Vélez, por ejemplo.
—¿Vos pensás que fue foul?

—Sí, es plancha.
—Para mí, no. Yo sigo insistiendo, en la cancha no es plancha.
Porque anteriormente hubo una jugada similar que le hizo
Arano a Cubero, que fue planchazo y expulsión y yo no la
cobré.

—Correcto. Y también un gol mal anulado a Domínguez. Fue-


ron culposas tus declaraciones después del partido.
—Por televisión es una cosa y en la cancha es otra.

—A Daniel Giménez lo echaron en 2007 después de un arbi-


traje similar al tuyo en perjuicio de Huracán.
—No lo echaron, no señor. Dejó de dirigir. Le dijeron que ha-
bía terminado su tiempo. Le pagaron su contrato y se fue.

—¿Y eso no es un despido encubierto?


—Llamalo como quieras. Pero que yo sepa Giménez no tiene
ninguna causa. Lo que hizo fue un arreglo con la AFA, una
forma que tiene la ley para que no haya más juicios. Fue un
despido indirecto, que es lo mismo que hice yo con Grondona.
Yo fui a decirle a Grondona cara a cara al tercer piso de AFA
que no iba a dirigir más. Y Grondona me preguntó tres veces
si me iba. No quería que me vaya.

—¿Qué te dijo Grondona sobre tu actuación en el partido Vé-


lez-Huracán?

257
—Nada. ¿Qué me va a decir?

—¿Algún reproche?
—Nada, si nunca tuve una reunión con él después de ese
partido (NdeR: Acababa de decir que se había reunido con
Grondona con posterioridad al partido). Los árbitros no tie-
nen relación con el presidente de AFA. Tienen una reunión
cuando realmente lo necesitan.

—¿Estabas apto físicamente para dirigir esa final?


—Pero, ¿cómo no? Cuando después me citan para hacer la
prueba física, no la puedo dar. ¿Sabes cuántas veces me
pasó? Un montón. ¿Sabes cuántas veces te enteraste? Nunca.
No sólo yo, a un montón les pasó.

—¿Necesitaste la ayuda de un psicólogo?


—Yo fui durante 20 años psicólogo de 22 tipos a 190 pulsa-
ciones. ¿Qué psicólogo querés que necesite? Yo viví en la
villa, viejo. ¿Sabés los golpes que me pegaron en la vida? De
todos los costados. Por donde vos vengas, tengo golpes. A
mí no me mueve nada. Por ahí a otro lo hubiese matado.
Estoy golpeado desde los siete años. La gente no sabe por
qué se llega a determinada profesión. Te estoy hablando de
que yo tenía nueve de promedio general.

—¿Y entonces cómo llegás al arbitraje?


—Eso es lo quiero saber. ¿Viste lo que es la vida? En la vida
nunca le podés echar la culpa nadie.

—¿Podrías haber dirigido algunos años más?


—Físicamente no podía más. ¿Querés que dirija en una silla
de ruedas? No puedo por los dolores, estoy jodido. Tengo
firmados los papeles por un médico neurocirujano, por un
traumatólogo, está todo documentado. Si no la AFA no me
hubiese garpado lo que me correspondía. ¿Vos me entendés
lo que te digo? Nadie investiga nada.

—La mayoría en el ambiente cree que usaste el problema

258
físico como una coartada para camuflar tu salida del arbi-
traje.
—Pero ese es un problema tuyo. Es muy subjetivo. ¿Sabés lo
que yo pienso de un montón de cosas? ¿Cuándo piensa bien
la gente? Nunca. Cuando vos te comprás algo es porque ca-
gaste a alguno. Nunca te lo ganaste con el laburo propio. La
gente está en todo su derecho de pensar lo que quiera. ¿Qué
es lo malo que yo hice? Ahora, la verdad, estoy muy bien de
la cabeza porque fui un ideólogo espectacular si usé el pro-
blema físico para retirarme. Tendría que haber sido jugador
de ajedrez y no réferi

—¿No estabas al borde de tu estado físico para ese partido?


—Claro que sí, siempre estuve al borde. Toda mi vida estuve
al borde.

—¿No fue un error entonces haber aceptado dirigir un partido


tan importante?
—¿Cómo no iba a aceptar, si yo era empleado de la AFA?

—¿No había mejor opción que vos para dirigir esa final?
—Si me la dieron a mí, seguramente yo era la mejor opción.
De lo contrario no me hubieran designado.

—¿Pero estabas al ciento por ciento de tu estado físico?


—Yo di la prueba física (NdeR: No existe registro de que la
haya dado y sí lo hay de que pidió específicamente no ren-
dirla). Hay tipos que físicamente pueden estar mejor, pero
por ahí no rinden de la misma forma. Si el línea me levanta
mal la bandera, ¿querés que lo mate? Era un línea mundialista
que me puso la AFA.

—En la definición de 2001, donde también estuviste, el asis-


tente Alberto Barrientos no marcó offside de Loeschbor. ¿Nadie
sabía en AFA que era hincha de Racing?
—¿Vos me hablás en serio o me estás cargando? No me jodas
a mí. Si vos me decís así, tengo que pensar que te estás ha-
ciendo el logi. ¿De qué estamos hablando? Me condenan a mí

259
y no a un tipo que admitió lo que hizo. Digo condena en ge-
neral, tampoco hagamos de esto una tragedia.

—¿Cosechaste amistades en el mundo del fútbol?


—Eh… (silencio).

—Alguien con quien te juntes un domingo a comer un asado,


por ejemplo.
—No, no. Eso no, jamás. No te olvides de que en el arbitraje
el fracaso de uno es el éxito del otro. Están todos esperando
el error tuyo para que te suspendan y quedes afuera. ¿Sabés
con quien no hay problemas? Con el que está abajo, que no
es par tuyo. Con el que no pelea. Al principio son todos bra-
zenistas y cuando van ascendiendo sos un hijo de puta.

—¿Qué significa la frase “Nadie paga favores pasados”, que


aparece en el estado de tu teléfono?
—Que te dejan solo. Vos hacés una cosa por un tipo, pasa el
tiempo y no se acuerda.

—¿Te referís a alguna traición?


—Lo digo en general, no sólo en el fútbol. El fútbol es algo
más. Mi vida no es el fútbol, ¿entendés? Tuve diez trabajos
anteriores, fui funcionario de gobierno... La frase no tiene
nada que ver con el fútbol, es con la vida. Tengo una lista de
gente que ayudé y ni las gracias me dio.

—Varias fuentes te acusan de haber recibido dinero por ese


partido. Hay quien dice 80 mil dólares, otros 250 mil...
—Alguno está equivocado. ¿Cobré 80 o 250 mil dólares? Hay
una gran diferencia. ¿Cuánto me dieron al final? Estoy espe-
rando. ¿Quién la tiene? Capaz alguno se la llevó. Tantas cosas
se dicen…

—En el perfil de tu WhatsApp pusiste la foto de Kwai Chang


Caine, el protagonista de la serie Kung Fu, un fugitivo de la
justicia. ¿Te identificás con él?
—Totalmente, totalmente. Por eso lo puse.

260
—¿Te gusta compararte con el personaje de Kung Fu o prefe-
rirías ser otro?
—Es lo que me tocó en la vida y no reniego, porque cuanto
más conozco a las personas, más voy a llorar a mi gatito que
en dos meses se va a morir. Por él se me cae una lágrima,
por los demás no.

La segunda cita con Brazenas se produjo en septiem-


bre de 2017. Vestía ropas oscuras y lentes de sol, que se
puso apenas pisó la vereda. Llevaba una cadenita de oro,
que en un acto reflejo se quitó camino hacia una cafetería de
Coronel Díaz y Juncal. En ese breve trayecto contó que perdió
a su esposa a fines de 2016, después de siete años de lucha
contra el cáncer, y que su padre falleció casi al mismo tiempo.
Dijo que no tiene que darle explicaciones a nadie y que la
gente habla boludeces. Menciona una faceta de “investigador
privado” y sugiere que puede saber todo de quien sea, pero
enseguida aclara que no ejerce. “¿Para qué?”, se pregunta.
“¿Para ver si la mujer está engañando al tipo que te contrata?
No, yo estoy para otras cosas”, dice, enigmático.

—¿De dónde salió de que habías trabajado de albañil?


—De mi hermano. Se lo dijo a un pelotudo periodista, que
no chequea nada, que googlea. Me llama mi hermano y me
dice “Gabriel, si llega a salir publicado lo que yo dije, me
corto la pija”. A los dos días, sale en Muy. Me entristece creer
que el periodismo es así. Pero me divierto yo, me les cago de
risa.

—¿De qué equipo sos hincha?


—Yo era hincha de Lanús, pero tenía más problemas con La-
nús que con Banfield. Aunque, de la Promoción que jugó con
Huracán de Tres Arroyos, a Lanús lo salvamos nosotros.

—¿Cómo fue eso?


—Y, nos mandaron a dirigir a Ruscio primero y después a mí
la vuelta. Fue a propósito, porque éramos del sur. Eso, in-
conscientemente, te genera presión. Empató Lanús 1-1.

261
—¿Qué pasó en ese partido?
—Miralo.

—¿Algo raro?
—Un penal que no le di a Huracán de Tres Arroyos. Dicen
que fue penal, para mí no fue, pero bueh (se encoge de hom-
bros). Vos tenés que estar seguro. Ante la duda, no cobrás
un penal en una final. No podían mandarme a mí a ese par-
tido. Ni una Coca Cola me dieron. Por el amor de mi señora
(mira hacia arriba, buscando el cielo). Eso se lo digo a Nicolás
Russo. Cuánto me debés vos, ¿eh?

—¿Y qué te dice él?


—¿Qué me va a decir? Si le digo la verdad. ¿Viste cómo es la
vida? Escucho hablar tantas boludeces...

—Pero siempre te elegían a vos para las definiciones de cam-


peonatos.
—Dirigí cinco finales. La última fue una pelotudez. Se jugó
con la gripe A, nadie lo sabe, yo lo sé. Se taparon un montón
de muertos en la Argentina. Investigá, te doy la punta.

—¿Decís que no tendría que haberse jugado ese partido?


—Había un contexto político, estaba el equipo del pueblo…
¿Qué querían, que hiciera yo el gol? Capaz les salió mal… Se
dicen tantas boludeces de ese partido.

—¿Qué boludeces se dicen?


—Qué sé yo, lo único que digo es que la que se llevaron que
me la traigan porque me sirve. ¿Vos qué opinás?

—¿Nadie te llamó para ofrecerte algo?


—(Lo niega con un gesto rotundo de la cabeza) ¿A mí, con el
carácter que tengo? Lo mando a la concha de su hermana.

—¿Y a Casas?
—Yo tengo una relación distante con él, no tengo amistad.
Pero fijate: no pueden engancharme a mí, entonces van a en-

262
gancharlo al otro. Y yo sería un hijo de puta si dijera que lo
llamaron a él. Conociéndolo, sé que los saca a patadas en el
orto. Lo conozco, sé dónde laburaba. Casas fue a un Mundial.
El tipo se jugaba un Mundial: ¿en qué cabeza cabe que lo lla-
men y le digan che, dale una manito a éste?

—Pero Barrientos admitió habérsela dado a Racing en 2001…


—Barrientos no fue a ningún Mundial y fue en el final de su
carrera. Creyó ser simpático diciendo lo que dijo. De saberlo,
yo no hubiese estado con él en ese partido.

Luego de estas dos extensas conversaciones, buscando


generar nuevos encuentros, los autores del libro mantuvieron
un contacto frecuente con Brazenas por chat. Al principio
fueron charlas amigables, pero cuando uno de los autores lo
comparó en un tweet con el árbitro colombiano José Argote
-que perjudicó a Huracán en Medellín, en el partido ante At-
lético Nacional por la Copa Libertadores de 2016- lo invitó a
pelear.

—Face to face. Sabés dónde estoy.

Estando al tanto de que había un libro en curso sobre


el último partido de su carrera, mientras aceptaba entrevistas
radiales y asistía a canales de televisión, Brazenas alegó múl-
tiples excusas para evitar a sus autores. Igual que sucedió
con Ricardo Casas, ya no hubo nuevos encuentros.

263
264
22
VENGANZA SE ESCRIBE CON H

Huracán tuvo un vengador tan pero tan despiadado que, al


momento de echar mano a sus poderes, jamás reparó en dis-
criminar si los haría caer sobre el propio presidente del club
de sus amores, sobre el árbitro que lo perjudicó en un partido
por el descenso o sobre el empresario sospechado de sobor-
nar al árbitro de la final bastarda.

Carlos Alberto Babington ya había leído su nombre


pintado en la pared del club por la furia anónima del hincha
y podía imaginar que en sus días finales escucharía, todas
las noches de esos días finales, insultos de fanáticos que se
congregarían en la puerta de la sede hasta volver insoportable
la normalidad de una institución determinada a perder por
completo el sentido de la normalidad. Lo que no esperaba el
presidente era que unos poderes teledirigidos desde las pro-
pias oficinas de la Administración Federal de Ingresos Públi-
cos (AFIP) le harían pagar de su bolsillo las desavenencias
cometidas en su rol como administrador de los recursos del
Club Atlético Huracán.
Un día, en el edificio de su propiedad ubicado en el
cruce de las avenidas Directorio y del Barco Centenera, se
presentó un inspector del ente recaudador. Cuando el hombre
anunció -y se encargó de enfatizarlo- que lo hacía en nombre
de Andrés Vázquez, jefe de la Metropolitana Sur de la AFIP,
Babington ya no tuvo que adivinar nada más.
Vázquez había formado parte de la lista Círculo Arriba

265
Huracán que, liderada por Oscar Padra, perdió las elecciones
de 2006 contra Dale Globo, que instituyó a Carlos Alberto
Babington como presidente. Tales eran el odio y la asimetría
de fuerzas que el acusado pagó sin chistar una deuda con el
fisco de seis cifras en dólares que, según un mito, misterio-
samente sería devuelta días después mediante una donación
anónima enviada a las cuentas del club de Parque Patricios.
Fiel a la investidura que le confería su traje predilecto,
el justiciero eligió con esmero y sin piedad a cada una de sus
víctimas. La siguiente nació del episodio más decepcionante
que pudo haber vivido como hincha de Huracán.
En su libro autobiográfico Este soy yo, el empresario
Hugo Basilotta -dueño de la fábrica de alfajores Guaymallén
y del restaurante de Puerto Madero Estilo Campo- cuenta su
pasión por Vélez y la enemistad política con la dirigencia
que gobernaba el club en 2009 y, sin mencionar a nadie, le
atribuye a una persona de la comisión directiva la responsa-
bilidad de señalarlo como el autor del supuesto soborno pa-
gado al árbitro Gabriel Vito Brazenas en la final Vélez-Hura-
cán. El acusado desembolsó en la AFIP una suma cercana a
los 100 mil dólares bajo amenaza de cierre de su famoso
restaurante, frecuentado por varios de los dirigentes más
importantes del fútbol argentino.
—Al tipo de la AFIP, que era un loco fanático de Huracán —
responde por teléfono Hugo Basilotta—, le dijeron que yo
había comprado a Brazenas. Aparentemente fue una cobardía
de un dirigente de Vélez. Me hice mucha mala sangre y me
costó mucha plata. El de la DGI (sic) no está más, fue de la
época del kirchnerismo y era de la SIDE también. Esto ocurrió
en 2011, dos años después. Una locura.

—¿Usted puso plata en la AFIP a título de qué?


—Fue una apretada de la que yo no podía salir y tuve que
agachar la cabeza. Eran épocas bravas. Esta gente, este hom-
bre, tenía un puesto muy importante, respaldado por el Go-
bierno. Yo no podía poner en juego todo lo que tenía.

Años después, Basilotta, el hombre que produce dos

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millones de alfajores por día, se convertiría en el autor del
PNT más ingenioso -y también probablemente el más caro-
de la historia del boxeo, cuando en el mismísimo MGM Grand
de Las Vegas sacó del bolsillo de su saco un alfajor de dulce
de leche que había resistido los doce rounds del primer com-
bate entre Marcos Maidana y Floyd Mayweather, la leyenda
récord del pugilismo, en mayo de 2014. El empresario le
pasó el tesoro envuelto en papel metalizado al Chino, que
escuchó el fallo de la pelea mientras deglutía con orgullo el
producto genuinamente argentino.
Frente a cincuenta millones de espectadores.
Sin pagar un centavo en publicidad.
El boxeador y el empresario le habían mojado la oreja
a los dueños del circo más grande del mundo y, si bien el
primero había puesto la cara, para el negocio todavía era -y
vaya si lo era- un producto útil como para sufrir represalia
alguna. En cambio el segundo sí corría el riesgo de salir eyec-
tado del gran hotel-casino con la seguridad de no volver a
ver en su vida, más que por televisión, un cuadrilátero. No
sólo que nada de eso ocurrió: a partir de aquella audaz jugada
de marketing su marca se potenció y sus ingresos se multi-
plicaron a niveles en los que el castigo pagado a la AFIP tres
años atrás significaría tanto como un vuelto en caramelos.
Con todo, y hasta con su silencioso enemigo caído en
desgracia, Hugo Basilotta no se anima a mencionarlo con
nombre y apellido ni en la entrevista para este libro ni en su
propia autobiografía.

La tercera víctima de esta saga dice así: “Estoy espe-


rando que se termine el asunto de la AFIP, lo único que me
falta es ver preso a (Ricardo) Echegaray. Lo que me pasó a mí
les pasó a Magdalena Ruiz Guiñazú, a Ricardo Fort, a Valeria
Mazza, a Susana Giménez. Les pasó a todos, nada más que
yo no soy millonario. Yo laburo como un perro hace 27 años,
tengo un lavadero de autos en Caseros desde hace 26. Me
chupa todo un huevo, soy un busca. Tuve verdulería, paña-
lera, kiosco, cyber, cambié cheques y dólares. Todo esto salió
de un partido de fútbol: el descenso de Huracán en cancha

267
de Boca, en 2011. El que me voltea a mí es Andrés Vázquez.
Uno de los corruptos más grandes que tuvo el kirchnerismo.
Me vendieron. En ese partido ‘me vendieron’, es decir que al-
guien cobró una plata que a mí nunca me llegó”.
Esta tercera víctima también es un hombre conocido,
aunque la diferencia es que se trata del único que se anima a
identificar al vengador. Pablo Lunati fue el árbitro del partido
que Gimnasia y Esgrima La Plata y Huracán disputaron en
junio de 2011, en la Bombonera, para definir quién descendía
a la B Nacional y quién tenía una chance más de quedarse en
Primera. Ganó 2-0 Gimnasia (que después perdería la cate-
goría de todos modos al caer en la promoción frente a San
Martín de San Juan) y Huracán jugó con dos hombres menos
la mayor parte del encuentro por las expulsiones de Darío
Soplán y Javier Cámpora, a los 20 y 29 minutos de la etapa
inicial, respectivamente.
Lo que dice Lunati es que, en represalia por su actua-
ción en ese partido, Vázquez utilizó su poder de fuego desde
el ente recaudador para que, en marzo de 2013, cayera en
sus propiedades una inspección masiva y de amplia cobertura
mediática, sobre todo a partir del “santuario” de River des-
cubierto en uno de los allanamientos. Aunque la AFA adujera
entonces “razones físicas y mentales”, aquella causa por eva-
sión impositiva lo alejó temporalmente del arbitraje, del que
se retiró definitivamente en 2016.
Quienes lo conocieron cuentan que Vázquez es un
rabioso hincha de Huracán al que solía verse en su palco del
Tomás Adolfo Ducó con una camiseta negra del equipo que-
mero, que tuvo incursiones superficiales en la política del
club y que siempre fue una persona divertida, de una apa-
riencia ajena a las denuncias que pesan en su contra. Algunas
de ellas las sacó a relucir el periodista Hugo Alconada Mon.
En octubre de 2010, publicó en el diario La Nación el hallazgo
de medio millón de dólares en dos cuentas bancarias secretas
en el Caribe y en Europa, burlando los controles del propio
fisco para el que trabajaba. Un año antes, el mismo de la
final bastarda, Vázquez había ordenado un megaoperativo
contra el Grupo Clarín que tuvo repercusión internacional y

268
motivó un sumario interno en su contra. Finalmente, en abril
de 2015 -“sin respaldo ya de la ex Secretaría de Inteligencia
(ex SIDE)”, aclara Alconada Mon-, fue desplazado por el pro-
pio Echegaray, su jefe, con el que ya estaba enfrentado.
Vaya paradoja, el despiadado justiciero cayó en des-
gracia en el momento en que su Huracán resurgía de la última
pesadilla, tras penar cuatro años en la segunda división del
fútbol argentino. Tal como ocurriera con tantos otros prota-
gonistas del 5J, cuando los autores de este libro se comuni-
caron con él para concertar una entrevista, colgó el teléfono
apenas iniciada la presentación. La amabilidad que alguien
le elogiara desapareció tan rápido como el hombre escondido
detrás de un traje que, ahora sí, había perdido todos sus po-
deres.

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270
23
HERIDAS DE UN CHOQUE

Una parte de Gastón Monzón quedó atrapada en un instante


del domingo 5 de julio de 2009. Es tan fatídico el instante
que, apenas sucede, su vida oscurece para siempre. Peor: ni
siquiera el unánime grito de injusticia, ni el lugar de víctima
que le toca en la historia, terminarán de absolverlo. Sólo al-
guien nublado de parcialidad discutirá la infracción que co-
metió Joaquín Larrivey con la venia del árbitro Gabriel Vito
Brazenas. Y sin embargo muchos -propios, rivales y neutra-
les- lo condenarán por haberse desentendido de la jugada y
permitir así que Maximiliano Moralez definiera el partido
frente a un arco vacío.
“Si en su lugar hubiera estado (inserte aquí el nombre
de un arquero reconocido por su personalidad), jamás hu-
biese soltado la pelota ni pasado lo que pasó”, escucharía
muchas veces. Eso alimentaría, en lo más profundo de su
alma, un sentimiento muy parecido al rencor.
¿Cómo es posible que el espacio temporal donde no
caben muchas más cosas que una respiración defina el futuro
de un hombre? ¿Qué pasaría con la carrera del muchachito
de 22 años si un hacker eliminara del código de la Historia
esa partícula insertada a las 17.39 del domingo 5 de julio de
2009? ¿Cuántos de los errores que lo acompañaron hasta las
puertas de la intrascendencia futbolística, que malograron
su privilegiada posición económica y pulverizaron algunas
de sus relaciones humanas, hubiese evitado? ¿Pudo Monzón,
en suma, haber salvado del patíbulo a todos los que, como

271
él, cayeron en desgracia aquella mismísima tarde en Liniers?
Monzón, El Torta, tiene una idea cercana de lo que
pudo haber sido, o al menos un pronóstico idealizado, pero
dice que hace mucho tiempo, en algún momento que no
puede precisar, dejó de luchar contra todo aquello que jamás
podrá cambiar. Las ucronías, tan simpáticas para alterar lú-
dicamente el curso de los acontecimientos e imaginar sucesos
contrafácticos, sólo sirven a quienes las protagonizan para
mortificarse un poco más. Y en definitiva, a partir de ese
instante aciago, Monzón también eligió su propia aventura.
Y, en general, eligió mal.

Larrivey repetirá como un mantra, cada vez que al-


guien lo remonte al instante en que se convierte en villano,
que saber dar vuelta la página es tan importante en la victoria
como en la derrota. Como los directivos del Cagliari le pusie-
ron un intempestivo punto final al préstamo con Vélez y lo
obligaron a volver de inmediato a Italia, su nombre perdió
una intensidad que sólo recuperaría parcialmente cuando
regresó al país para vestir la camiseta de Colón de Santa Fe
en 2010. Para los hinchas de Huracán entró en la lista prohi-
bida y él debió adquirir una tolerancia granítica para evitar
cualquier reacción que empeorara las cosas. Su nombre había
quedado asociado, irremediablemente, a esa maldita jugada:
“¿Larrivey? Ah, sí, el del planchazo al arquero de Huracán”.
¿Cómo es posible que el espacio temporal donde no
caben muchas más cosas que una respiración defina el sen-
timiento hacia un hombre? ¿Qué pasaría con la carrera del
querido delantero de 24 años si un hacker eliminara del có-
digo de la Historia esa partícula insertada a las 17.39 del do-
mingo 5 de julio de 2009? ¿Cuánto de todo lo que vino des-
pués en su carrera, retórica al margen, tuvo que ver con
aquel párrafo del gran libro de su vida? ¿Pudo Larrivey, en
suma, haber acelerado accidentalmente el inminente regreso
a los primeros planos de Vélez, un club modelo que venía en
baja y que después de ese título ganaría otros cuatro en
igual cantidad de años?
Larrivey, El Bati, no comprende qué le reclaman toda-

272
vía los hinchas de Huracán, el club donde dio sus primeros
pasos, al que seguía desde la tribuna antes de debutar en
Primera, donde logró un ascenso y alguna vez fue reconocido
entre los mejores 50 futbolistas de la institución en toda su
historia. Y sí entiende, en cambio, que seguir adelante sin
mirar atrás y pensar en los goles por venir era lo mejor, y
también todo, lo que podía hacer. Como el acto mecánico,
inconsciente, de pasar la página.

—Gastón, ahora que terminaste el colegio, vas a tener que


salir a trabajar.
El padre de Monzón dijo lo que muchos otros dicen a
sus hijos bajo el techo de una casa humilde.
—Andá a laburar vos. Yo voy a jugar al fútbol y voy a ser el
único conocido de esta familia.
La estepa de González Catán suponía, precisamente,
un techo bajo para él. Estaba convencido de que ya había he-
cho los esfuerzos de cualquier chico de su edad que veía en
el progreso personal la única posibilidad de evitar las tenta-
ciones de la calle. Y para ello no tenía muchas más herra-
mientas -ni más vía de escape- que creer en sí mismo. Lo
otro, lo que quedaba si se resignaba, eran largas jornadas de
trabajo por monedas y todas las condenas sin juicio previo a
las que somete la mismísima procedencia: lo que toca habi-
tualmente a quien nace del lado menos promisorio de la ori-
lla. Ya había ayudado en el corralón de su padre; a los 11
viajaba solo en colectivo, vestido de guardapolvo blanco,
para pagar veinte centavos el boleto en lugar de un peso
veinte; ya había jugado los picados en el barrio por plata,
cerveza y orgullo.
A los 12, con edad de prenovena, llegó a Huracán de
la mano del padre de un amigo. Jorge Célico le dio luz verde
tras la prueba y esa fue su primera huella en Parque Patricios.
Porque tenía condiciones y porque se esmeraba, comenzó a
dar pasos más rápidos que la mayoría de sus compañeros.
Llegaron las giras por todo el mundo con las selecciones ju-
veniles (sub 17, 18 y 20), los elogios al niño prodigio, los pri-
meros privilegios y contratos. A los 19, en diciembre de 2006,

273
debutó en Primera División con Antonio Mohamed sentado
en el banco de Huracán.
Una lesión en los meniscos lo marginó en pleno as-
censo y, cuando se recuperó, el arco que más añoraba defen-
der ya tenía un guardián indiscutible: Marcelo Barovero.
Cuando se fue el arquero mayor, llegó Alejandro Limia, el úl-
timo dueño del arco en el ciclo de Claudio Úbeda. Una pobrí-
sima actuación de su compañero en el clásico del Apertura
2008 (Huracán 1-4 San Lorenzo) le devolvió a Monzón la po-
sibilidad de mostrarse.
Fue el presidente del club quien le marcó el camino al
recién llegado Ángel Cappa, cuando le habló de las virtudes
del pibe formado en La Quemita. Así volvió al arco grande,
dos años después, con una derrota por 1 a 0 frente a Arsenal.
Era el final del torneo que todos deseaban terminase rápido.
A partir de ese momento tuvo dos buenas temporadas: la
primera a la par del equipo, la segunda a pesar del equipo.
Monzón sobresalió en algunos partidos del Clausura
2009 y no es poco, teniendo en cuenta que defendía el arco
de un equipo que se defendía con la pelota; un equipo que
jugaba como ninguno pero quedaba expuesto cuando no
controlaba el juego. Hubo un partido bisagra en ese torneo:
frente a Independiente, en Avellaneda, por la novena fecha.
—La próxima vez que te hagan un gol por no salir del arco,
te saco —lo amenazó ese día Cappa.
Daniel Rolfi Montenegro había cabeceado al gol, prác-
ticamente en el área chica, un centro de Gastón Machín para
marcar el 2-1 que determinaría la derrota más increíble de
las cinco que sufriría el equipo en el campeonato. Su padre
le agregó más sal a la herida: inventó una crítica despiadada
en la radio -“dijeron que sos un cagón”, le hizo saber- para
tocar el orgullo del hijo.
Dos semanas después, otra vez de visitante, tuvo re-
vancha. Esa noche de abril, en Victoria, Monzón descolgó to-
dos los centros que Tigre hizo llover sobre el área rival, como
lo hacía habitualmente hasta encontrar la cabeza de alguna
de sus torres (Norberto Paparatto, Diego Castaño, Leandro
Lázzaro).

274
Cuando terminó el partido, el arquero escupió todo
el veneno que había tragado. Entró exaltado al vestuario,
donde se encontraban los directivos del club.
—¿¡Y ahora qué dicen!? ¿¡Salgo o no salgo!? —gritó con más
bronca que orgullo, ante la atónita mirada de los testigos.
El operativo provocación había funcionado y el arco
de Huracán era definitivamente suyo.
—Por favor. Es una final del mundo y juega un equipo argen-
tino —suplicó el muchachito de 10 años.
—Está bien, pero que quede claro: es la última vez que faltás
al colegio por el fútbol —juró mamá Cuqui.
Larrivey era hincha de Boca, pero si un equipo argen-
tino jugaba, como aquella vez Vélez, la final de una Copa In-
tercontinental (¡y contra el Milan!), él no podía perdérselo.
Gritó los goles de Roberto Trotta y Omar Asad, como más
adelante gritaría los de sus compañeros de Huracán cuando,
en su efímera etapa de inferiores, comenzó a frecuentar el
Ducó, olvidó a Boca y se convirtió a la religión quemera.
Larrivey también representa algo así como una por-
ción marginal en su especie. Hijo de una familia de clase me-
dia de El Palomar, se tomó el tiempo necesario para terminar
el colegio y, recién ahí, probar suerte con el fútbol grande.
Llegó a los 17 años a Huracán, una edad a la que muchos
chicos, tras pasar largas temporadas en las categorías meno-
res, deciden desertar ante la falta de perspectivas para al-
canzar la Primera División. Más curioso todavía resulta lo si-
guiente: los goles que le abrieron las puertas de una
institución tan tradicional de la ciudad capital del país no
habían estado precisamente iluminados por un faro, sino
que los había convertido en el club de su barrio, la Sociedad
Italiana De Tiro al Segno -más conocido por sus siglas
S.I.T.A.S.-, donde a menudo sufría el rigor y el poderío de los
equipos de AFA a fuerza de derrotas abultadas.
La posibilidad de convertirse en futbolista profesional
era algo igual de improbable que soñar con un gol en el
Camp Nou. Y, sin embargo, en sus primeros entrenamientos
llamó la atención de Roque Avallay -quien de goles algo sa-
bía- y a los 19, en 2004, ya había debutado en Primera. Po-

275
nerse objetivos a corto plazo lo ayudó a sentir el olor de la
tierra en cada paso que daba. A disfrutarlo más. Adquirió
una conciencia plena de sus progresos y simplemente tomó
con fuerza y con naturalidad la oportunidad tardía que había
llamado a su puerta.
Para no soltarla jamás.
Mohamed lo convenció de que podía ser goleador y el
pibe no se animó a contradecirlo. Menos aún, a flaquear
frente al murmullo que tantas veces partió desde las tribunas.
Formó una temible dupla de ataque con Mauro Milano y fue
compañero de algunos jóvenes a los que pronto saludaría
desde la vereda opuesta: Paolo Goltz, Matías Defederico y el
tercer arquero, Monzón. Damián, el mayor de los cuatro her-
manos Larrivey, le contó a La Voz de Galicia lo que sintió
aquella vez en que Joaquín se convirtió en capitán del equipo:
“Cuando lo vi salir por el túnel del estadio sentí la piel de ga-
llina y las lágrimas me brotaron solas. Se me hinchó el pecho,
respiré hondo y pensé que William Wallace al lado de mi her-
mano era una monja”.
Apenas consumada la escandalosa derrota frente a
San Martín de San Juan en la primera chance por el ascenso,
el Cagliari de Italia anunció su contratación por cuatro años.
Huracán finalmente ascendió en Mendoza, ante Godoy Cruz,
con 19 goles suyos en 40 partidos. Semanas después, Larrivey
debutaba en el Calcio contra la Juventus de Gianluigi Buffon,
Alessandro Del Piero, David Trezeguet y compañía.
A semejante vértigo lo frenó en seco el peso de una
liga de primer nivel mundial. Había dado un salto demasiado
grande y lo pagaría con una sequía inquietante: marcó sólo 2
goles en 42 partidos y al cabo de una temporada y media el
presidente del club italiano decidió que lo mejor era darle
salida a préstamo.
Su llegada a Vélez se forjó a partir de un papelón de
verano que derivó en una necesidad. El papelón fue el que
protagonizó Cristian Fabbiani. Larrivey pasó de alternativa a
realidad en cuestión de horas, pero a esa altura era inevitable
que llegara con el torneo empezado. Claro, el debut no fue
inmediato. La segunda fecha, contra Argentinos Juniors, la

276
vio desde el palco del José Amalfitani. La tercera, contra
Tigre, jugó de entrada y marcó el gol del triunfo. No inme-
diato, pero sí soñado.
Haría otro en la fecha siguiente, ante Godoy Cruz, y
uno más en la séptima fecha, frente a Rosario Central. Des-
pués, una racha adversa le costaría la titularidad: salió del
equipo en la fecha 16 y desde entonces siempre sumó minu-
tos desde el banco. Incluidos los 30 que disputaría en la final
contra su amor de la adolescencia.

Al día siguiente de la final, Monzón posa para la foto


del diario Olé: está sentado en un sillón de su casa de Gon-
zález Catán, con una bolsa de hielo en el muslo derecho.
“Me dieron ganas de ir a agarrarlo a trompadas”, dice el
título de la nota, una respuesta al apático y pretenciosamente
ecuánime descargo de Gabriel Vito Brazenas: “Mi autocrítica
me dice que fallé en dos jugadas puntuales. Sería un necio si
niego la realidad. Y las jugadas de Arano y Larrivey fueron
infracciones”.
Monzón reclamaba unas disculpas -que nunca llega-
rían- del hombre al que un mes y medio antes, en el Gigante
de Arroyito, le había correspondido el pedido de los panta-
lones usados en el partido que Huracán le ganó a Rosario
Central por 2 a 1, acaso la mayor muestra de carácter que le
permitiría al equipo de Cappa pelear el campeonato hasta el
final. Para la desazón que sentía ahora, por más que quisiera
engañarse con una demanda pública, no existía cura. Tam-
poco imaginaba en ese momento que el hombre que había
impartido justicia en su regreso al arco, aquella noche de fi-
nes de 2008 en el estadio Julio Humberto Grondona, de Ar-
senal, un semestre más tarde le daría un empujón hacia el
despeñadero de su carrera.
Casi una década después de la final, tras haber des-
cendido con Huracán y pasado por San Marcos de Arica
(Chile), Tristán Suárez, Deportivo Armenio, Excursionistas y
General Lamadrid, Monzón está sentado en una estación de
servicio del barrio de Caballito adonde llegó con una camio-
neta prestada.

277
Su postura es desafiante, luce algunos kilos de más y
un sinfín de tatuajes: están presentes su padre, su madre,
sus mellizos, una corona en el cuello, una manga en el brazo
izquierdo, la Virgen María, “todo religioso”. No se arrepiente,
pero no se los volvería a hacer.

—¿Hacés o hiciste terapia?


—No. El fútbol es un juego, para mí las cosas son simples.
Llega el que es más duro de mente. Nunca lo trabajé, pero lo
mejoré por todas las cosas que me pasaron. Me gustaría
tener 20 años con la experiencia que tengo hoy. Pero ya está,
los años ya pasaron. Trataré de transmitirles lo que me pasó
a mis hijos y compañeros.

—Más allá de la tristeza del momento, ¿qué significó perder


ese torneo?
—Fue un golpe duro. Después, encima, vino el descenso. Pa-
recía que eran todas malas. Yo tuve una carrera muy ingrata:
golpe y golpe y golpe... Es lo que me tocó. Ojalá cambie en
los últimos años.

—¿Tenés esperanza de volver a jugar en Primera División?


—Hoy no estoy ni físicamente ni entrenado para atajar en
Primera, pero haciendo una buena pretemporada puedo ata-
jar en cualquier lado. Hoy el fútbol es mucho negocio, están
los representantes... No creo que haya arqueros mejores que
yo, salvo (Sergio) Romero que es un animal. Pero bueno, si
yo estoy así es también por decisiones malas que tomé.

—¿Qué malas decisiones tomaste?


—Muchas. Tuve una hija con una mujer que en aquel mo-
mento ni siquiera era mi esposa. Ella acá, yo en Chile. Me las-
timó la situación. No lo pude sostener, no lo podía creer. Eso
hizo que me volviera, porque yo no quería que mis hijos pa-
saran lo que pasé yo. Las decisiones se pagan y yo lo estoy
pagando.

—¿Volverías a hacerlo hoy?

278
—No, porque me perjudiqué a mí y a mis hijos. Perdí presti-
gio. Gasté 500 lucas en cuatro meses, me encajeté con una
mina. En un momento tuve que pedirle plata a un compañero
de Armenio. Yo sé cuando hago las cosas mal, no soy un ne-
cio.

—¿Hoy estás bien?


—Saliendo. No me falta, pero podría haber tenido mucha
guita.

—¿Cómo se tira mucha guita?


—Con malas decisiones. En Tristán Suárez jugué dos parti-
dos, el técnico me sacó y estuve un mes sin ir a entrenar.
Perdí prácticamente un año ahí, después me quedé seis meses
parado, no conseguía club y me fui a Armenio. Hoy no salgo,
pero le pago lo mejor a mis hijos: obra social, los pañales...
Armé todo alrededor de ellos. Hoy sí estamos juntos, pero
en aquel momento no. Yo quiero lo mejor para mis hijos
porque vivir en González Catán no es vida. Vida es esto. Es
otra cosa, cambia todo. Otra clase de gente, otras oportuni-
dades. El barrio te lleva a la joda.

—¿Tuviste problemas con las drogas?


—Jamás en mi vida. Como mucho, habré fumado un faso.
Tengo amigos en cana, pero yo no porque tenía mi objetivo,
porque sabía que si no jugaba al fútbol terminaba delin-
cuente, en cana, o vagueando. La calle, la junta, te come. La-
burás para pagarte el celular, comer y comprar falopa. No te
cogés a las mejores minas. Con el fútbol te cogés a las mejo-
res minas. Yo andaba en un Audi TT, Mini Cooper, Ranger, y
ahora con esa camioneta que es de mi suegro. El otro día fui
al predio de la AFA, hablé con Romero. Salí y me quería
matar. Pensar que yo podría haber estado ahí. Eso me pesa
por mis hijos, todo lo que me pasó fue por mi culpa; cuando
tenía que ser fuerte de mente, no lo fui. Fui débil. Mi papá
estuvo siempre a mi lado pero a su forma, es un tipo jodido.
Ya estoy maduro, pasé los 30, más cagadas de las que hice
no puedo hacer. Ahora tengo que empezar de cero.

279
—Hablanos de la jugada de la final. Venías teniendo un par-
tidazo...
—Una estatua frente a la sede. Eso es lo que tendría hoy: una
estatua.

—¿Qué pasó?
—Esa jugada... Pica la pelota, yo voy a buscarla y siento que
me rompió todo. Nunca especulé con que iba a cobrar nada
porque no pude. Es como que vos estés por patear la pelota
y no puedas porque te agarro así de la camiseta —imita el
gesto—. Esto es lo mismo. Me pegó, giré, di una vuelta, quedó
la pelota ahí, y gol.

—¿Qué fue lo primero que pensaste cuando el árbitro cobró


el gol?
—Vi la gente gritando, no lo podía creer. En ese momento
era chico, no tenía la experiencia que tengo ahora. Hoy capaz
que por más que me choque voy a tratar de ir a buscar la pe-
lota, porque ya me pasó. O capaz que no.

—Muchos plantearon por qué...


—Por qué no me levanté y la agarré —interrumpe—. Me
quedo tranquilo porque me golpeó. Hoy capaz que, por más
que me empujes, voy a agarrar la pelota como sea.

—¿Y por qué creés que Brazenas no cobró el foul?


—Es... —respira profundamente— es el país en el que vivimos.
De fútbol, loquero, el argentino ventajero, las mafias que
hay. Pensé que se iba a limpiar y no se limpia, hay mucha
plata en el medio.

—¿Creés que hubo dinero en el medio?


—Yo te puedo decir que sí, pero no lo puedo comprobar y a
mí no me gusta hablar cuando es así. De (Pablo) Lunati te
das cuenta. Anda en un auto alta gama, tiene un Havanna.
¿Cómo hacés para tener eso siendo árbitro? Es como si yo
jugando en la C tuviera un BMW. Este país es así, no va a
cambiar nunca. Yo me siento campeón porque no me ganaron

280
bien y siempre hablan de nosotros, pero bueno, la estrellita
no la tenemos.

—¿Qué pensás de Carlos Babington?


—Un soberbio, se cree más que todos. Así terminó. Es la
vida. Dijo que me tendría que haber levantado en el gol, eso
no se dice. Es como si yo saliera a decir que es un chorro. Lo
dije en una radio y, cuando me lo cruce, se lo voy a decir. Se
lo voy a hacer sentir y si me tengo que agarrar a las piñas, lo
haré. Eso no se dice.

—¿Y de Joaquín Larrivey?


—A Larri lo conozco, en Huracán habíamos ascendido.... Está
todo bien, ya fue. ¿Qué tiene que ver él? Nunca me lo crucé.
Cuando él estaba en Colón discutimos en una jugada, pero
nada más. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Acá esta-
mos enfermos.

—¿Soñaste con esa jugada?


—Al principio sí, ahora ya no. Me imaginaba estando arriba
del travesaño, como cuando uno festeja. Estar tan cerca, ha-
ber atajado un penal, a mí me cambiaba la vida...

—De hecho, estuviste cerca de River.


—Sí, pero no me dejaron ir. Pedía 3 millones Huracán, River
ofrecía uno más (Daniel) Vega. Fue en 2010. Venía de Gonzá-
lez Catán, era un negrito que de ganar 13 lucas pasé a ganar
80. Al Pity Martínez en 2012 le dije: “Vos vas a ser crack.
Apenas te surja una oportunidad, no te quedes, andate. Te
lo digo por experiencia”. Es así, esto es por plata, son mo-
mentos; capaz Pity se quedaba seis meses en Huracán, era
un desastre y hoy estaba jugando conmigo en la C. Yo era
pibe, no entendía nada. Después me tocaron todas malas en
Huracán.

—¿Qué pasó?
—La cabeza pesaba mucho. Se armó cualquier cosa. Fijate
que fue uno de mis mejores torneos y Huracán sacó 11 pun-

281
tos. Sacando 14 entrábamos a la Copa Libertadores. Todo
mal armado, jugaba cualquiera. Ahí está Babington, no puede
ni pisar la cancha. Por ladrón. Yo voy a la cancha y me respe-
tan todos. Voy a veces. A la Miravé, me gusta el perfil bajo,
no me gusta el cholulaje.

—¿Hasta qué edad pensás jugar?


—Si no me hubiese mandado las cagadas que hice y estuviera
mejor económicamente, jugaría un poco más, y más tran-
quilo, porque a mí me desespera el lugar donde estoy y sentir
que puedo dar mucho más. Tranquilamente podría estar en
otro lado y ganando diez veces más.

—Y después del fútbol, ¿qué?


—Voy a ser técnico. Con tantos técnicos malos que hay en el
ascenso, voy a ser uno de los mejores. Siempre me rodeé de
los mejores. Veo cosas que otros no. Aparte tengo barrio,
tuve muchas charlas con (Juan Román) Riquelme, que es el
mejor para mí. Con los mejores te mejorás, en cambio si ha-
blo con un gordo fracasado que no llegó a Primera porque se
rompió los cruzados en el barrio...

El día previo a la final, Larrivey es el hombre más


buscado por el periodismo, adicto al morbo por naturaleza.
Posa en su restaurante para el fotógrafo de Olé. La nota gira
en torno a su pasado en Huracán. “No la voy a tocar para
atrás como Mohamed”, se titula, alimentando aquel mito de
que alguna vez El Turco, cuando enfrentó a su querido Hura-
cán con la camiseta de Boca, erró un gol a propósito.
Terminada la final, también van a buscarlo a él, esta
vez por la jugada que cambió todo. “No fue foul, me tiré a
barrer y no fui con plancha. Chocamos y a mí me dolió mucho
la rodilla. Ni siquiera vi el gol porque me lastimé feo”, se ex-
cusa (con los años cambiaría progresivamente su discurso,
reconocería que él hubiera cobrado la falta y hasta manifes-
taría su deseo de volver a -e incluso retirarse en- Huracán).
Horas después parte de vacaciones junto a su familia y, con-
tra su voluntad, vuelve a Cagliari. A los 20 días ya está ju-

282
gando de nuevo en Italia.
Regresar a Europa y desaparecer tal vez ayudó mucho
en eso de dar vuelta la página, aunque cada noticia suya vol-
vería a encender la bronca del barrio que lo vio convertirse
en jugador profesional. La segunda parte en Italia fue igual
de mala que la primera y, avanzado el 2010, convenció al
club dueño de su pase para volver a salir, volver a volver,
porque a su madre la operaban del corazón y él quería estar
cerca.
Firmó para Colón y el fixture quiso que en la 14ª
fecha su nuevo equipo visitara Parque Patricios. Aquel día,
la hinchada local lo recibió con un canto lacerante -“el que
no salta es un traidor”-, él se desquitó con un gol -que no
gritó-, protagonizó un choque con Monzón -que le costó la
expulsión al arquero- y finalmente abandonó el estadio es-
condido en el baúl del auto de sus padres.
Los hinchas de Huracán ya habían dejado amenazas
en el restaurante de Villa Devoto de sus hermanos, él les
puso candado a sus redes sociales para dejar de leer insultos
y de a poco se resignó a convivir con el rechazo de quienes
formaban parte de su pasado.
Volvió a Italia para cerrar su trilogía con el Cagliari,
se mudó a México -donde el Atlante le pagó sólo tres meses
de sueldo- y, cuando menos lo esperaba, volvió a Europa
para jugar en la Primera de España, primero en el Rayo Va-
llecano y luego en el Celta, donde se dio un gusto tan impo-
sible como darle la victoria a su equipo en el Camp Nou.
Tras dos años satisfactorios en Vigo, a mediados de 2015
viajó a Inglaterra para sumarse al Norwich: conoció las ins-
talaciones del club y a sus directivos, pasó el reconocimiento
médico y, cuando iba a estampar la firma por las siguientes
tres temporadas, el club británico frenó la operación. “No
era para nosotros. Él vino, lo conocí y decidí que no era para
nosotros. Tan sencillo como eso”, explicaría el DT del equipo,
Alex Neil. El cambio fue brusco: siguió su carrera en los Emi-
ratos Árabes, luego en la segunda división de Japón y vuelta
al mundo occidental para jugar en Cerro Porteño.
Casi una década después de la final, mientras defiende

283
la camiseta de JEF United, desde la ciudad nipona de Chiba
contesta una llamada vía Skype y brinda respuestas pausadas
en un tono amablemente monocorde. No se lo ve, pero se
sabe: aún debe el tatuaje de la estrella que prometió si salía
campeón con Vélez.

—¿Vélez fue un merecido campeón?


—Sí. Más allá de todo lo que pasó, a grandes rasgos fuimos
bastante justos vencedores. Me parece que fuimos el mejor
equipo del torneo. De alguna manera era un choque de esti-
los. Por ahí no éramos el equipo que más le gustaba a la ma-
yoría, ellos eran más vistosos, pero también es cierto que
habían perdido cuatro partidos y nosotros uno solo.

—¿Por qué perdiste la titularidad tan cerca del final?


—Creo que hoy no me pasaría, son todos supuestos. Arran-
qué bárbaro y después creo que de todas maneras aporté
algo al equipo; si no, el técnico me hubiera sacado antes. Ha-
bía delanteros muy buenos. El Burrito prácticamente no jugó,
estaban Cristaldo, Nanni… Por suerte Hernán (Rodrigo López)
acaparó toda la parte goleadora y no se sintió mi falta de
gol. Ricardo confiaba mucho en mí, me sacó pero me siguió
dando minutos.

—¿Te sentís parte importante de aquel logro?


—Siempre me sentí parte importante. A nadie le gusta salir,
pero no lo tomé a mal porque yo sabía que a Ricardo le dolía
sacarme. Cuando volví a Colón, Vélez me había ido a buscar.
Me acuerdo que cuando nos enfrentamos en Buenos Aires
fue un momento espectacular, pese a que perdimos 6-0.
Cuando lo fui a saludar a Ricardo, me abrazó y me dijo al
oído: “¿Tan difícil era que te dejaran venir acá?”. En muchas
entrevistas dijo que yo le hacía acordar a su manera de jugar.
Tenía un cariño especial para conmigo.

—Faltaba media hora y Gareca te manda a la cancha. ¿Qué


pensabas en ese momento?
—Cada vez que entro, y encima siendo delantero, imagino

284
que voy a tener una chance. Sabía que era un partido muy
particular para mí: estaban mi familia, mis amigos, tenía
como 20 personas de mi entorno en la tribuna. Hablaba con
Nanni en el transcurso del partido. Siempre te imaginás que
vas a hacer el gol de la victoria, sobre todo cuando el partido
está 0-0. Y entré con esa esperanza.

—Y fuiste protagonista por esa jugada...


—La vi muchas veces. Sebastián Domínguez tira el pelotazo,
estábamos desesperados. Confié en que Rodrigo la ganaba,
la cancha estaba muy rápida, y yo le gané la espalda al de-
fensor y me tiré buscando la pelota. Creía que llegaba, pero
al hacer el pique tan rápido, la pelota se me fue y, cuando
miré, lo tenía a Monzón a nada. En cámara lenta percibo que
intento sacar el pie. Eso mismo pensé en el momento. Y ahí
dejé de pensar: tuve un dolor fuertísimo. Toco madera, mirá,
porque nunca tuve lesión de rodilla, pero en ese momento
creí que algo me había pasado; sentí un dolor tremendo, in-
cluso Maxi hizo el gol y yo me quedé tirado. Después, repa-
sando la jugada, vi que Monzón soltó la pelota, que todos
festejan, hasta yo que estaba tirado en el suelo. Viéndola
muchísimas veces siempre digo lo mismo: en la primera im-
presión, si me hubiera tocado ser árbitro, hubiese cobrado
falta. Pero cuando la veo en cámara lenta, veo un choque
propio de un deporte de contacto como es el fútbol. Después
viene todo el análisis. Viste cómo es el fútbol argentino...

—¿Seguís pensando que Chiche Arano es un vendehumo?


—No me gustó en ese momento. Entiendo por el lado de que
los jugadores de Huracán veían que se les iba la posibilidad
de salir campeones y trataban de calmar su frustración por
ese lado. Después Chiche vino a pedirme disculpas, obvia-
mente las acepté; me pareció que se equivocó, como nos
equivocamos todos. Me sorprendió que alguien me dijera
“vos eras de Huracán, tenés que tirarla afuera, o algo así” —
se ríe—. En ese momento me calenté, pero hoy en día ya
está, es hasta un poco gracioso viniendo de jugadores profe-
sionales.

285
—¿Y Gastón Monzón?
—Me da la sensación de que nunca pudo dar vuelta la página.
También por el periodismo, que te pregunta por esa jugada...
Pero yo no es que viví pendiente de esa jugada el resto de mi
carrera. Di vuelta la página y me da la sensación de que Mon-
zón no. Quedó muy resentido. Más allá de lo que puedan
decir de Brazenas, él se quedó enredado en eso. Cuando
volví y nos enfrentamos de nuevo, yo jugando en Colón...
Realmente a mí Monzón no me va ni me viene: yo me caí al
suelo y me tiró una patada. Me pareció que no tenía nada
que ver. No es que no lo entienda. Se siguió hablando de eso,
él se quedó en Huracán... es comprensible. Otros compañeros
hicieron un carrerón y siguieron con su vida.

—¿Qué pasaba en la calle?


—Bien, la gente espectacular... El que estaba dolido lógica-
mente era el hincha de Huracán. Creo que canalizaron su do-
lor e ira en Brazenas, que era el número uno, y el número
dos era yo. No pensaron “che, ¿y el partido? ¿Merecimos ga-
nar?”. Siempre se buscan responsables afuera.

—¿Te siguen llegando mensajes?


—Sí, puteadas de Huracán me llegan. No me afecta pero tam-
poco me gusta que alguien me putee gratuitamente, por eso
cerré los comentarios en mi cuenta de Instagram. También
hay gente de Huracán que me pide que vuelva. Pero, sin
duda, la mayoría sigue con ese resentimiento y culpándome
de aquel campeonato.

—Dijiste que te gustaría volver a Huracán, pero, realmente,


si pudieras elegir: ¿volverías a Vélez o a Huracán?
—Y… —piensa dos segundos—. A Vélez, la verdad. Porque
sé que me voy a sentir más querido. Y uno rinde mejor donde
se siente cómodo. En Huracán, hoy día, no me sentiría así.

286
24
EL MUNDO NO ES TAN GRANDE

La Novy Arbat es un desfile incesante de hinchas que van y


vienen sin un rumbo concreto. No hay destinos puntuales y
todos a su vez lo son. Bullicio cosmopolita, camisetas de las
selecciones mundialistas y algunos charcos de cerveza deco-
ran el paseo, que tiene un aire a la calle Florida pero en pro-
porciones épicas.
Hace un siglo era el camino obligado hacia la casa de
descanso de Stalin, pero en los años 60 fue convertido en
una peatonal que por las noches brinda un espectáculo hip-
nótico de luces y colores. Hoy es un destino turístico inevita-
ble por su cercanía con la Plaza Roja, el complejo arquitectó-
nico del Kremlin, el Teatro Bolshói, la Catedral de Kazán y el
río Moscova, entre otros puntos no tan importantes en este
tiempo y espacio. Son las 6.30 PM del miércoles 13 de junio
de 2018 y Moscú ha dejado de ser la capital de Rusia para
convertirse en el centro mismo del universo por exclusiva
culpa del fútbol.
Faltan pocas horas para que comience a rodar la pe-
lota, pero el Mundial ya se juega sobre esta vía pintoresca de
un kilómetro de extensión. Los bares y las tiendas de chu-
cherías lucen colmadas de forasteros, millennials en su ma-
yoría, que no ocultan su excitación por la intransferible ex-
periencia que se avecina. En la previa del fútbol, se cantan
canciones de cancha y se bebe al paso en grandes vasos de
plástico. Como si se tratara de adolescentes que cursan el
último año del colegio secundario, los protagonistas de la

287
fiesta tienen una conducta desinhibida. Este es su verdadero
viaje de egresados.
Un argentino se mantiene ajeno al jolgorio, cruzado
de piernas y con expresión parca. Desde una de las mesas
exteriores de Surf, una de las cafeterías más populares de
Moscú, observa con escaso interés la marea humana que se
desplaza en ambas direcciones.
Su mirada está perdida en ese vaivén, que le inspira
piedad antes que empatía. Nunca fue un ser emocional, ni si-
quiera durante los años que estuvo adentro de una cancha.
Suele jactarse de que nada lo mueve.
Su vestimenta es tan discreta como su presencia: un
conjunto deportivo azul, chaleco al tono y zapatillas negras.
El movimiento de gente y la diversidad idiomática, que pro-
ducen un coro de dialectos difícil de entender, lo abstraen
unos segundos. Tal vez su mente esté siendo atravesada por
varios pensamientos simultáneos, que procesa mientras bebe
una lata de Coca Cola dietética.
Perceptivo y desconfiado, quizá presienta el momento
incómodo que vivirá dentro de pocos minutos y se pregunte
entonces qué está haciendo a más de 13.000 kilómetros de
Palermo. Lleva largo tiempo con los síntomas de un fugitivo
sin que medie una persecución. Pero el desprecio social es
un castigo mucho más brutal que una condena firme. Debido
a la naturaleza pasional del daño cometido, el delito del que
se lo acusa es imprescriptible.
¿Estará pensando que a pocas cuadras de distancia,
en el Luzhniki Stadium, mañana habrá una terna argentina
que debutará en su segunda Copa del Mundo consecutiva?
Uno de los asistentes será Hernán Maidana, el único juez
que salió ileso de aquel catastrófico 5 de julio de 2009. El
único de la terna que no era del sur del conurbano y sobre el
que nadie levantó una sospecha.
No volvió a verlo desde el día en que sus fallos y los
de Ricardo Casas decantaron la definición del Torneo Clau-
sura de aquel año en favor de Vélez. El día en que su carrera
profesional y su honor quedaron enterrados para siempre
bajo el césped del José Amalfitani.

288
Hoy Gabriel Vito Brazenas tiene 50 años y acaso es-
pecule que podría haberse mantenido activo hasta el mes
pasado si no fuese por las lesiones y aquel desastre. “Era un
línea mundialista y no me levantó la bandera”, será su coar-
tada. No hay autocrítica en esa reflexión silenciosa, que siem-
pre utiliza como salvoconducto cuando apremian los repro-
ches.
¿Fantaseará con su presencia en el partido inaugural
del Mundial de Rusia, borrando a Néstor Pitana de la película?
¿Imaginará su reivindicación ingresando al campo de juego,
junto a los planteles de Rusia y Arabia Saudita?
Esa alucinación cesaría de pronto como ocurría en al-
gunos cines de barrio cuando se cortaba la cinta o en ciertos
sueños extraordinarios, que ven interrumpidos su clímax
por una súbita vigilia. Su hija Julieta, que lo acompaña en el
viaje, le avisa que deja el bolso sobre la mesa para ir al baño.
Brazenas le responde con una mueca, que no alcanza la ca-
tegoría de sonrisa, y vuelve a concentrarse en el sonido am-
biente de la peatonal, cada vez más alborotada. Él es uno
más en esa masa inmensa. Como definió Carl Sagan acerca
de la Tierra y su lugar en el Universo, Brazenas es apenas un
punto azul pálido en Moscú.
Una voz sobresale del resto y lo saca de su ensimis-
mamiento. Durante veinte segundos, sin nombrarlo, le re-
cordará ese pasado ominoso que quiere dejar atrás. La fatal
fracción de tiempo de un partido de fútbol que regresa una
y otra vez al presente en forma de efemérides periodísticas
o escraches públicos, como el que sufrió en 2014 en Mar del
Plata. Aquella vez lo descubrieron en la sala Roberto Payró,
ubicada en el Centro de Educación Física Nº 1, donde dirigió
un encuentro amistoso de futsal entre un equipo local y otro
de Talleres de Córdoba. La crónica relata que hubo gritos,
insultos, empujones, escupidas y hasta un botellazo.
“No pasó nada, debe ser alguno al que le debo plata”,
aclaró con ironía el ex árbitro en aquella ocasión. Al menos
públicamente, Brazenas siempre adoptó la estrategia de mi-
nimizar los problemas. Claro que su campo de la distorsión
de la realidad no era impenetrable. Cada tanto algún hincha

289
le recordaba su último show.

—¡Acá está presente el que nos robó la ilusión! —grita de


pronto alguien surgido de la muchedumbre, provocando el
desconcierto y la alarma de algunos turistas.

La primera reacción es de incredulidad. Brazenas no


está sentado de frente al autor de la frase incriminante, pro-
nunciada en un español bien porteño, pero se asume como
el inequívoco receptor. ¿Quién otro podría ser? Ha pasado
por estas experiencias muchas veces y, a pesar de la costum-
bre, son navajazos que incluso a un hombre curtido como él
le hacen mella. Sabe que pasará un momento acalorado, por
eso apura un último trago de Coca y se pone en guardia.
Gira su cabeza hacia la izquierda y ve a dos jóvenes
parados a sólo diez metros de distancia. Uno de ellos lleva
una camiseta roja, marca Adidas, que Huracán usó en 1981.
Brazenas advierte un detalle que lo inquieta: el muchacho
no sólo lo está humillando verbalmente, sino que además lo
está apuntando.

—Acá está el hijo de puta que nos robó la ilusión —insiste el


hincha, que en una de sus manos sostiene un teléfono celular.
Brazenas está en la mira.

El joven, que tiene peinado rasta, se enfrenta a quien


considera su verdugo. Como en un flashback cinematográfico,
la visión del ex árbitro libera en su mente, cronológica, la se-
cuencia completa de la tarde desgraciada: la noche a la in-
temperie que pasó con su hermano y un primo para conseguir
la entrada en el Ducó, el viaje en el colectivo 99 rumbo a la
cancha tomando una gaseosa sabor a pomelo, el granizo ino-
portuno, el choque de Larrivey a Monzón, el gol visto detrás
del alambrado de la cabecera visitante, la impotencia ante
los fallos ilógicos, los fuegos artificiales en el Amalfitani, el
taxi silencioso del regreso, la visión deprimente de su viejo
derrumbado en la cama…
A Brazenas lo desconcierta la vehemencia del ataque.

290
Atina a balbucear algunas frases que, sabe, no tendrán el
efecto apaciguador que busca. Ensaya un movimiento con su
mano izquierda para disuadir al hincha de que se vaya, como
quien intenta espantar a una mosca molesta. Luego se cruza
de brazos, mirando hacia el costado.

—¡Vos sabés que nos choreaste, sos un mala leche hijo de


puta! —le grita más fuerte el hincha, que ahora tiembla.

Varios mexicanos observan consternados la escena,


incapaces de entender el origen del conflicto. Marroquíes e
iraníes interrumpen la música para presenciar el inminente
enfrentamiento. Sólo los argentinos allí presentes, hinchas
de otros clubes, entienden lo que ocurre. El resto desconoce
quién es la víctima y quién el victimario.

—Forro, cagón. ¡Acercate que te cago a trompadas! —res-


ponde ahora Brazenas, que se revuelve inquieto en la silla. Si
tiene que pelear se sabe ganador, porque no dudará en gol-
pear primero. Ya no le importan el escándalo ni que su hija
sea testigo de una golpiza. Amaga con incorporarse y antici-
parse al agresor.

El cruce dura veinte segundos interminables, hasta


que el hincha decide alejarse. Teme una intervención de la
policía y que su estadía en Rusia acabe a poco de comenzar,
arruinando el esfuerzo económico. Opta por alejarse del lu-
gar, para quebrarse en desconsolado llanto ante la vista de
todos. El primero que se acerca a tranquilizarlo es un hincha
de San Lorenzo. A veces el fútbol regala estas paradojas ines-
peradas, aunque sólo posibles bajo un cielo neutral como el
moscovita.
Cuando su hija vuelve a la mesa, Brazenas ya recuperó
la calma y le pide regresar al hotel. Si no le contó lo ocurrido,
Julieta lo descubrirá horas más tarde. El video fue viralizado
en las redes sociales y algunos sitios periodísticos lo publi-
caron como una de las primeras curiosidades que dejó el
Mundial de Rusia.

291
Pasaron diez años de la final bastarda y el ex árbitro
no pudo conjurar la maldición que lo persigue desde enton-
ces. ¿Tendrá algún día la necesidad de expiar sus culpas, re-
velando acaso una verdad -por ahora inconfesable- que lo li-
bere por fin de la condena a repudio perpetuo que le impuso
el hincha de Huracán y la mayor parte de la sociedad futbo-
lera?
Si para las personas de fe no es posible la redención
sin arrepentimiento ni penitencia, Gabriel Vito Brazenas pre-
fiere desafiar su destino callando. Como castigo, permanece
encerrado en una enorme cárcel sin rejas: el mundo no es lo
suficientemente grande como para vivir en paz después del
5 de julio de 2009.

292
293
294
ANEXO
(Seis miradas en perspectiva)

De todas las entrevistas realizadas a directivos de Vélez y


Huracán, en este apartado se exponen extractos de seis tes-
timonios -tres por cada club- con el objetivo de aportar dife-
rentes miradas sobre lo ocurrido en la final que nos ocupa y
sus consecuencias, pero también sobre el contraste de reali-
dades de las dos instituciones y su relación con la AFA del
último Grondona. En todos los casos se trata de la reproduc-
ción fiel de las conversaciones mantenidas entre los prota-
gonistas y uno o ambos autores de este libro durante el largo
proceso de investigación.

FERNANDO RAFFAINI
Presidente de Vélez 2008-11

—¿Cómo viviste los días previos al partido con Huracán?


—El empate en Lanús fue fundamental, porque si nos gana-
ban teníamos que esperar el resultado de ellos en la última
fecha. Mirábamos de reojo a Huracán que no paraba de ganar.
Cuando le gana a Arsenal, Cappa pregunta en la conferencia
de prensa: “Ah, ¿Lanús ya no tiene posibilidades?”. Como
que el periodismo se lo comunica. No sé si fue algo espontá-
neo o un acting. Me quedó grabado eso. Bueno, empatamos
y para nosotros fue un triunfo, porque quedó afuera Lanús
que, para mí, era el rival más complicado.

—¿Qué pasó en la final?

295
—Se habló mucho, era un Huracán muy querido. El perio-
dismo no estaba en contra de Vélez, pero prefería al más dé-
bil. A mí no me jodía. Pero, por ejemplo, la Platea Norte es
complicada, venía con esta carga emotiva... Imaginate si hu-
biera sido al revés: capaz la gente terminaba pegándole al
periodismo. Es como si jugaran, no sé, Boca con Talleres. La
gente iría toda con Talleres. Encima nosotros no representá-
bamos al bilardismo, pero este hombre (Cappa) representaba
al menottismo... Eso estaba sobredimensionado. Vélez jugaba
muy bien también. Y fue un equipo que perduró en el tiempo
y siguió ganando.

—¿Hablaste con Brazenas antes o después del partido?


—No, no. No lo conocía realmente. Solamente lo vi cuando
suspendió el partido por la lluvia, al bajar para organizar
que entraran esas máquinas que soplan el granizo. Cero diá-
logo antes y después.

—¿Sentís que muchos desacreditan el título de Vélez por los


errores del árbitro?
—Si vos analizás el partido, hay un video que hace un hincha
de Vélez y muestra que el penal a Cubero es impresionante.
Para mí fue un error, pero he visto otros muchos más gran-
des, por ejemplo Boca-Central. Este hombre (por Brazenas)
quedó muy estigmatizado, lamentablemente.

—¿Volviste a ver el partido?


—No, sólo jugadas. En la del offside, fijate que Brazenas
marca gol; el que marca el offside es el línea. En el foul, no
veo nada desde la cancha, creo que el arquero tiene que le-
vantarse y seguir atajando. Después en ese video del hincha
de Vélez se ve que Larrivey le pega en una pierna y (Monzón)
se agarra la otra. Son jugadas de interpretación. En el área
chica hubiese sido otra cosa...

—Analizá este planteo: sos el máximo responsable de un club


odiado por el presidente que maneja hace 30 años el fútbol
argentino y tiene poder mundial. Si no hacés algo vos para

296
evitarlo, y sin necesidad de que lo haga tu rival, es muy posible
que te arruinen.
—No, tampoco creo que Grondona pensara así. Discutíamos
mucho, sí, pero siempre con respeto. Es una locura. Los árbi-
tros se pueden equivocar como cualquiera. O tener errores
de interpretación. Pero, la verdad, no, no, no... yo no lo veo.
Una final tan observada...

—Todas no pueden ser verdad, pero hay muchas teorías.


—Para mí es todo fantasía. No sólo este caso. El fútbol se de-
fine en la cancha, me parece que Vélez fue superior, lo de-
mostró en los años subsiguientes. Volvió a enfrentar a Hura-
cán con Cappa como técnico y le ganó. Si hubo un error, fue
involuntario. Es un segundo. Huracán no se quejó sino hasta
el otro día. En el momento Cappa no dijo nada y fue el que
más empezó a quejarse después. El propio presidente de
Huracán tampoco dijo nada. Creo que se le dio más entidad
por el tipo de partido que era. Si Huracán hacía dos goles,
¿se los iban a anular? En el fútbol se tejen mil historias.

—Bueno, pero los arreglos de árbitros existen.


—Yo, la verdad...

—Nunca nadie propuso en una reunión de comisión directiva...


—No, sí es cierto que prefiero un árbitro que permite jugar
más, que corta menos, que convenga por un estilo. Aparte
los árbitros se sorteaban, no es que se puso a dedo. ¿Sabías
eso?

—Eso siempre estuvo bajo sospecha. Y en el caso de Brazenas,


se sabe que no daba o le costaba demasiado dar el apto físico.
—El sorteo fue público. Se sorteaban tres. Yo fui porque se
hizo en el Comité Ejecutivo. Estuvo el presidente de Huracán.
Fue normal.

—Sorprende que digas que la relación con Grondona no era


tan mala. Con los años quedó muy instalada esa idea.
—Lo que pasa es que por ahí nosotros éramos más críticos.

297
Por supuesto los planteos de Vélez quedaban siempre rele-
gados. Todos. Cuando vendieron los derechos de la camiseta
de la Selección hasta el Mundial de Qatar, planteé por qué
era necesario hacer eso. Cuando lo designan a (Sergio) Batista
para la Selección, yo no estaba de acuerdo. “¿Alguien de us-
tedes lo llevaría a su equipo?”, pregunté. Ninguno de los pre-
sentes dijo que sí. Entonces Grondona me preguntó quién
podría ser. Sugerí el nombre de Bianchi. “Y si a vos una mina
te dijera tres veces que no, ¿qué hacés?”, me contestó. A los
cinco minutos entró Batista a la conferencia de prensa. Ni si-
quiera esa delicadeza tuvo. Y cuando se firmó el contrato
con Fútbol para Todos preguntamos si los clubes íbamos a
quedar indemnes de cualquier reclamo. Le planteé al abogado
de AFA si podía firmar un dictamen. “No, bueno, eso no”, me
respondió. Entonces era complicado. Por supuesto votamos
a favor del FPT.

CARLOS BABINGTON
Presidente de Huracán 2006-11

—¿Qué pasó en la final?


—Lo saben Brazenas y el que lo hizo, si es que lo hizo. Hay
muchas contradicciones en esto. Por ejemplo: si había un
equipo que Grondona no quería que saliera campeón, ese
era Vélez. Y yo lo veía porque estaba en el Comité Ejecutivo.
Se peleaban todos los días. Si fue algo particular, personal,
nunca se va a saber. Tres meses después del partido, hicimos
una reunión de Comité Ejecutivo en el predio de AFA, donde
estaban los árbitros, y vino (Alejandro) Toia, que en ese mo-
mento era el secretario general de la AAA, para decirme “Bra-
zenas quiere hablar con vos”. Le respondí: “Mirá, no te enojes,
pero no quiero hablar una palabra más con él; si él no hizo
nada, que se quede tranquilo. A mí me arruinó”.

—¿Eso es todo?
—Trato de ser, aunque es muy difícil, lo más objetivo posible.
Huracán jugó muy mal, no fue el de siempre y no mereció
ganar, pero ellos tampoco hicieron nada. Vos decís: “Si este

298
tipo nos quiere cagar, cobra el penal de Arano, que fue penal”.
El primero que cobró fue penal. Si vos te metés en la cabeza
de un tipo que está comprado, que no sé cómo lo hace, qué
le pasa... A ver: en el fútbol pasan el 10% de las cosas que se
dicen, porque acá ensucian a todos, ¿viste? Y yo desde que
estoy en el fútbol, hace casi 50 años, conozco tres tipos que
fehacientemente iban al arreglo (NdeR: se niega a mencio-
narlos incluso en off the record). El línea del gol anulado,
que vos decís, después fue al Mundial (se refiere a Ricardo
Casas). Hay un montón de circunstancias más: Pastore jugó
muy mal, hasta cayó piedra...

—¿Se sentían campeones?


—El equipo venía con una onda positiva increíble. Ese do-
mingo habíamos puesto la pantalla en el estadio y habremos
salido tres horas antes para la cancha de Vélez. Era un mundo
de gente; los jugadores no podían entrar al micro. El equipo
había demostrado que era el mejor de todos, nunca vi un
subcampeón con tanta trascendencia. Se acuerdan más de
Huracán que de Vélez. ¿Quién salió subcampeón en el último
torneo? Huracán representaba al gusto popular. No es ca-
sualidad que el del 73 haya sido uno de los equipos más
nombrados del siglo pasado. En una encuesta salió tercero
detrás de La Máquina de River y el Racing de José. Yo sé que
a la gente le gusta ese fútbol, no defenestro a nadie, pero es
así. Por ahí los jugadores del 2009 no llegaban a la dimensión
de Houseman o Brindisi, pero tenían mucho de aquel equipo.
Encima goleamos a River, a Racing. Yo no creo mucho en
Dios, pero alguien nos tocó y dijo: “Esto no es para ustedes”.

—¿Es cierto que en la semana del partido le preguntaste a


Grondona si Brazenas estaba tocado?
—No, es mentira. Se inventan cosas...

—Que te dijo que no y hasta brindaron por eso.


—Nooo. Mentira. Mentira. Yo estoy seguro de que el Viejo no
hizo nada para que nosotros no ganemos. Me puedo equivo-
car, pero nunca desconfié de él. Aparte hay cosas que vos

299
las palpás. Estaba Pistola Gámez, eran el agua y el aceite. Vé-
lez era el único club que estaba al día y no necesitaba nada.
Ahora si lo arreglaron a este muchacho... Siguiendo con las
cosas ambivalentes, este tipo no dirigió nunca más.

—Él dice que nunca dio la prueba física.


—La única verdad es que no dirigió nunca más y que Huracán
tiene un karma con eso. En tres instancias decisivas pasó lo
mismo. No volvieron a dirigir ni Sinnott, ni Giménez ni éste.
Ahora yo digo: ¿A este muchacho quién lo limpió? Nunca
más se explicó nada. Eso de la prueba física no se la come
nadie...

—Vos tampoco saliste ileso.


—Todos terminamos heridos con esto. A Monzón me lo ha-
bían pedido de River, había atajado un penal, hubiera termi-
nado como el héroe de ese partido. ¿Viste dónde está ata-
jando ahora? ¿Sabés lo que pasa? Si está Puentedura ahí, por
nombrar a un arquero que yo conozco, no larga ni loco esa
pelota. Pecó de inexperiencia. No le echo la culpa, pero no
podés largarla. Mirá cómo terminó, pobre pibe, me dio una
pena bárbara porque lo quiero mucho.

—¿Y en tu caso?
—Al final perdí la brújula porque había cosas que no me
aguantaba más. Te vienen a putear, te espera la barra en la
puerta. Yo había hecho una trampita al decir “a fin de año
nos vamos”, pero si nos quedábamos en Primera no nos íba-
mos nada. Ahí se tranquilizó un poquito la cosa. Después
pasó lo que pasó, jugamos el partido con Gimnasia, perdimos
y nos fuimos al descenso. Pero no se podía gobernar, era un
golpe de estado: venían 40 pibes a putearte todas las noches
a la sede. No se puede laburar así. Yo gobernaba, no me inte-
resaba otra cosa, lo que sé es que nos rompimos el culo
cinco años, todos los días con juicios, pedidos de quiebra…

—¿Era un final anunciado?


—No había sustento de nada, casi como el Huracán del 73. A

300
los tres años estábamos peleando el descenso. Nos podríamos
haber quedado diez años. Hoy no podés retener a un jugador,
¿qué les vas a decir? Defederico se portó muy mal, me llamó
desde Brasil para avisarme que se quedaba allá. Un pibe del
club, al que yo hice subir a Primera. Un pibe dificilito. Siempre
fui muy amplio, nunca tomé determinaciones solo. Una de
las primeras que debo haber tomado solo fue traer a Cappa.
Fuimos tres nada más los que votamos a favor. Pero al final,
estoy orgulloso de que en dos mandatos no nos peleamos
con nadie y ninguno de los nuestros nos defraudó. Hasta en
la malaria, que es cuando te dejan solo. Nadie se fue a una
lista de la oposición.

—¿Cómo ves las cosas en perspectiva?


—Noto que mucha gente me aprecia y otra que no. Si yo me
hubiera retirado como jugador, sería ídolo, o muy respetado.
Con todo lo que pasó, hasta me sacaron la foto de la cancha.

—¿Nunca dijiste “para que me metí”?


—No, no. Siempre digo: “me equivoqué muchas veces, pero
no me arrepiento”. No sé si me equivoqué, yo creo que le di
muchas cosas a Huracán. Y tiempo, todo. Desde las 10 de la
mañana hasta las 10 de la noche.

—¿Leés redes sociales o te llegan comentarios? Ahí te casti-


gan.
—Nada. Sí todavía tengo encontronazos por la calle. Me ha
pasado de pelearme, tipos que me han puteado o rayado el
auto. La peor fue la vez que me puteó un tipo cuando yo iba
con mi nieto. No pude reaccionar. Soy muy calentón. Lo
quería matar y no podía. Era un papelón, había gente.

—Le prometiste a tu nieto que ibas a volver con él a la cancha.


¿Lo vas a cumplir?
—¿Sabés por qué no voy? Por mi nieto, no por mí. Me va a
pasar lo mismo que me pasó esa vez, tiene 6 años... Algún
día lo voy a hacer, quizá cuando él sea más grande. Te cuento
otra. Mi yerno es de Huracán y va a la cancha con mi nieto.

301
Entonces un día viene y me dice: “Abuelo, ayer te putearon”.
Mi yerno me contó que un tipo le dijo a otro: “Ahora tenemos
que ir a jugar a Vélez con ese Brazenas hijo de mil putas y
ese Babington que vendió el partido”. Esto lo escuchó mi
nieto. “Joaquín, no hagas caso, ¿viste cómo putean a todos?”,
le dije. ¿Qué le vas a explicar a un pibe de 6 años? Lo que me
da mucha bronca es que tengo más afecto fuera que dentro
de Huracán.

—¿Cómo son tus días hoy?


—Vivo solo, separado hace veintipico de años, tengo dos hi-
jos, los domingos voy a comer a lo de mi vieja, que por
suerte la tengo viva. Vivo entre mis amigos los tangueros y
este club (NdeR: el San Juan Tennis Club). Vivo acá adentro.
Juego al tenis, al padel, al fulbito. Estoy cómodo, tranquilo.
Hay cosas que me gustaría recomponer, pero no tengo forma,
¿viste? Creo que hice las cosas lo mejor que pude. Nunca
traicioné a nadie ni robé.

—¿De qué vivís?


—De lo que hice durante muchos años. Antes de agarrar Hu-
racán, edificábamos con mi hijo en Pinamar. Hicimos un par
de edificios que los vendimos. En los últimos años trabajé
en radio y ahora tengo mi jubilación. Estoy bien, no tiro man-
teca al techo. Llevo una vida muy simple.

—En el mundo Huracán se sospecha que usaste recursos del


club para enriquecerte. ¿Qué te pasa cuando escuchás hablar
de “Las torres Pastore”?
—Nada, no hay nada más sano que la tranquilidad de con-
ciencia de saber que uno no hizo nada. Te da bronca, pero
no puedo hacer nada. Una vez Pastore, a quien veo cada vez
que viene al país, me preguntó si quería que él hablara para
aclarar las cosas. “Ni se te ocurra, Javier, ¿qué tenés que ver
vos con esto?”, le dije. Me hicieron juicios además. Por cosas
que no tienen ni pies ni cabeza. Hay cuatro causas todavía.

302
MIGUEL CALELLO
Vicepresidente de Vélez 2008-11
(luego presidente 2011-14)

—¿Qué significó ese Vélez?


—Da bronca que a veces, en discusiones que se arman, no
nos demos cuenta de lo que fue ese equipo de 2009. Para el
periodismo quedó el tiki-tiki de Huracán, pero Vélez respetó
su estilo de la primera a la última fecha; siempre salimos a
ganar en todas las canchas. A lo mejor hubo otros equipos
que cambiaron la postura y por eso no fueron campeones y
no por una jugada puntual de la que se sigue hablando. A mí
me gustaría que el periodismo pudiera ver de nuevo ese par-
tido y analicemos jugada por jugada.

—¿Qué ves de ese partido?


—Un penal grande como una casa en el minuto 35 del se-
gundo tiempo a Fabián Cubero del que nadie habla.

—¿Te parece que no se habló de esa jugada?


—No como se debería, porque si estamos dudando de la ho-
nestidad de un árbitro, que yo no dudo de ninguno, pregunto:
¿y ese penal?

—¿Y de las otras jugadas qué pensás? Hay tres polémicas,


una que perjudica a Vélez y dos a Huracán.
—¿Cuáles son las dos que perjudican a Huracán?

—El gol de Domínguez...


—(Interrumpe) ¿Vos viste esa jugada en cámara lenta?

—Es raro que falle un juez de línea en una jugada como esa.
—¿Vos viste lo que estaba haciendo Domínguez con el Chapa
Zapata? Vélez tira la ley del offside y Domínguez lo tiene
presionado al Chapa para que no salga. Si querés, podemos
opinar de otros partidos que jugaron los equipos involucra-
dos en el campeonato y parece que no se acuerdan de alguna
jugada favorable...

303
—¿Por ejemplo?
—Hay un montón. El partido anterior, Huracán jugó con Ar-
senal. Fíjense de qué jugada proviene el gol de Huracán. Lo
que yo digo, y acá pongo también a los hinchas de Vélez, es
que los hinchas en el fútbol argentino se acuerdan siempre
de cuando a su equipo lo perjudican. Esto es un mal de la
Argentina. Hay que ver todo lo que pasó en un campeonato,
desmerecer a un Vélez como el del 2009...

—De acuerdo, pero hay cosas que generaron dudas.


—En la fecha anterior fuimos a la cancha de Lanús: si ganaban
ellos, llegaban con chances a la última fecha. Nos echaron a
Cubero y no salimos a gritar...

—Hay cosas elocuentes: Brazenas no vuelve a dirigir. Él dice


que fue porque no pasó las pruebas físicas. En AFA dicen que
Grondona lo baja por ese partido.
—Reitero: no dudo de ningún árbitro.

—¿Esto lo estás diciendo con el casete puesto o lo pensás de


verdad?
—No, parece que es el único partido del fútbol argentino...
Acá hubo un árbitro que modificó un área para darle un
penal a Boca, contra Rosario Central. ¿Por qué no hablamos
de eso?

—Se habló un montón, de hecho. Es uno de los partidos más


escandalosos de la historia del fútbol argentino.
—¿Por qué no hablamos del Racing-Vélez del 2001? Loes-
chbor estaba adelantado o habilitado?

—Justamente ese partido tiene un protagonista en común con


este: Brazenas.
—Pero es una jugada del lineman.

—Y además el árbitro termina el partido antes...


—Yo te hablo de la otra jugada. El lineman estaba muy bien
posicionado, no te podés equivocar.

304
—Sí, y no levanta la bandera y después dice que era hincha
de Racing.
—Ah, bueno, eso yo no sé... Lo que yo te quiero decir es:
¿cuántos partidos hubo con problemas? Acá parece que el
único fue Vélez-Huracán del 2009.

—No, de hecho hay muchos. Algunos los nombramos.


—Puedo escribir un libro con partidos que vi desde que tengo
uso de razón, del 74 para acá. En el Nacional del 81 definimos
por penales en cancha de River. ¿Sabés por qué? Vélez había
ganado de local, vamos a River y en el minuto 40 Passarella
le arranca la nariz al Negro Jorge González. Fractura de tabi-
que. Cambio en Vélez: el gol que hace River para llegar a la
definición viene por el lado por donde jugaba Jorge González.
Es un ejemplo, ¿sabés cuántos más podemos poner los hin-
chas de Vélez?

—Como todos los equipos. Ahora, dejame dudar de la parte


en que decís que no creés que haya deshonestidad de algunos
árbitros.
—Si no creyera en la honestidad de los árbitros, no voy más
a la cancha.

—¿Creés que nunca en la historia del fútbol argentino se com-


pró un partido?
—No… no.

—¿No tenés conocimiento de que Vélez lo haya hecho?


—¡Para nada! Si no, no voy más a la cancha.

—...
—Te lo digo con total honestidad. Me quedo en mi casa. Si
hay alguien que sepa realmente, tiene que ir a la Justicia.

—Lo hizo el árbitro Javier Ruiz. Expuso en el Congreso de la


Nación. Y después no pasó nada. Y toda la gente del arbitraje
con la que hablás, en on o en off the record, te dice que está
loco pero que dice la verdad.

305
—Habría que ver por qué no se llegó a nada.

—¿Porque hay una corporación? ¿Vos creés que pudo haber


alguien que hiciera algo sin que se enteraran ustedes? Está el
caso Basilotta: dijeron que él había comprado a Brazenas y
por eso tuvo lío con la AFIP.
—¿Pero ves? Mezclamos cosas...

—No... porque se dice que lo marcaron en AFA como respon-


sable de comprar...
—(Interrumpe) Mirá... Cuando fue el sorteo de árbitros de
ese partido, los más preocupados éramos los de Vélez. No
porque estuviéramos preocupados, sino porque veíamos que
había otros que estaban contentos con la designación.

—Bueno, pero después se convirtió en un partido con un mon-


tón de polémicas y en el balance final el más perjudicado fue
Huracán.
—Vuelvo a lo mismo: la gente de Huracán, cuando terminó
el partido, ¿rompió algo? ¿El señor Cappa dijo algo? Lo único
que dijo fue “entreguen las pelotas”, cuando se peleaba con
el banco de suplentes. Al día siguiente fue...

—¿A qué se lo atribuís?


—Si vos te das cuenta de que te están perjudicando, saltás
en ese momento, no esperás al día siguiente. ¿Entendés? Hay
cosas que no cierran, pero ya está, yo vuelvo a decir que
Vélez fue un justo campeón, porque de la fecha 1 a la 19 res-
petó su forma de jugar. Habría que preguntarse por qué un
equipo que demostró tanto futbolísticamente, en la última
fecha vino a jugar con un solo delantero...

—Jugaba siempre así, la formación era casi siempre la misma.


—A uno le da bronca el no reconocimiento del campeón...

—No creemos que pase eso.


—Pasaron más de 9 años y cada vez que pasa algo, ¡pum! Vé-
lez - Huracán. “¡Llamemos a Cappa!”.

306
NORBERTO GIULIANO
Secretario de Huracán 2006-09,
vicepresidente segundo 2009-11

—¿Qué te pasa cuando escuchás gente decir que ustedes mis-


mos entregaron el campeonato?
—Me dan ganas de morirme. Si yo hubiese sido campeón,
¡bingo! Estuve en el 73 (NdR: Con 19 años, fue a la pretempo-
rada del equipo que ese año ganó el Metropolitano), debuté
con Menotti (al año siguiente, en 1974), hoy estaría sentado
tomando café en el club. Yo desde ese día no fui más a la
cancha. Es un karma que tengo que la gente piense que no-
sotros vendimos el campeonato. Ese rumor salió de la política
barata que tiene Huracán.

—¿La política es lo peor que tiene Huracán?


—Sí. En 2009, cuando Carlos (Babington) me llamó para de-
cirme que íbamos por la reelección, le dije: “Vos estás en
pedo, vamos a casa. ¿No te das cuenta de que no nos quiere
la gente?”. Ascendimos, después se fue Mohamed porque
quiso y vinieron a hacernos una marcha en el club. Peña ya
había renunciado, yo le decía “no firmo más nada”. “Te voy
a llevar de vice”, me dijo Carlos. Cuando terminó la elección
y vi que el 38% nos había votado en contra, quería irme por-
que ya sabía lo que iba a pasar. Ojo, hicimos un montón de
cagadas el último año, ¿eh? Las cosas como son. Pero había
gente que iba a la cancha a esperar que Huracán perdiera
para que echaran a Babington.

—¿Esas cosas suceden de verdad?


—Todo era un lío. Yo vi a gente de la oposición no gritar los
goles de Huracán porque pensaban que si salíamos campeo-
nes no nos íbamos más.

—Más allá de todo, ¿por qué ese equipo no fue campeón?


—Por culpa de Brazenas, no tengo ninguna duda. Perdimos
cuatro o cinco partidos, sí, pero ninguno hizo más que Hura-
cán.

307
—¿Qué creés que ocurrió con Brazenas?
—Todos coinciden en que hubo algo raro. No tengo pruebas
pero dicen que una persona de las inferiores de Vélez fue la
que hizo el contacto. Ruego encontrármelo a Brazenas algún
día por la calle.

—¿Qué harías?
—Primero me voy a presentar. Le diría: “Yo era secretario de
Huracán cuando usted me robó el campeonato”. Si me tengo
que agarrar a piñas... Le voy a decir de todo.

—¿Por qué no cobró el penal de Arano a Cubero?


—Para mí el penal de Arano no lo vio porque estaba en una
posición incómoda y decidió no cobrar otro penal, porque
ya había cobrado uno. Pero me parece que quedó como cul-
pable con eso y después hizo la cagada que hizo.

—¿Y Grondona?
—Grondona siempre se portó bárbaro con nosotros. Nos ade-
lantaba guita. Soy un agradecido a Grondona y creo que ese
hijo de puta (por Brazenas) también lo cagó a él. Ahora
cuando Grondona te dice lo mismo que te había dicho des-
pués de lo del Sargento Giménez (NdeR: En la promoción
2007 vs. San Martín de San Juan), cuando puso a Maglio, que
era hincha de San Lorenzo... (se refiere a la final contra Godoy
Cruz de ese mismo año, en el que finalmente Huracán logró
el ascenso a Primera)...

—Dos personas diferentes nos dijeron: si Jorge Peña no hubiese


renunciado a la comisión directiva, Huracán era campeón.
—...

—¿Qué?
—Sacá tus propias conclusiones. Pero Peña fumaba bajo el
agua.

—¿Y vos te hubieras manchado las manos para ser campeón?


—Sí.

308
—¿Y por qué no lo hicieron?
—Porque teníamos el aval de Grondona de que nadie nos iba
a cagar. No queda bien decirlo, pero con el diario del lunes,
si alguien pregunta si hubiera hecho lo que supuestamente
hizo Vélez, ¡claro que sí! Lo que pasa es que éramos dirigentes
nuevos, nunca fuimos de hacer esas cosas. Fuimos muy leales,
muy transparentes y... muy boludos.

—Cuando hacés una autocrítica, ¿cuáles son los principales


errores que reconocés?
—Haber negociado con Simonián a Pastore sin opción, que
lo digo con el diario del lunes, y que cuando se fue Miguel
(Brindisi) trajimos a Pompei. Creo que con otro técnico no
nos hubiéramos ido al descenso. Y hay una frase que Carlos
siempre decía: “Los enemigos, en la vereda de enfrente”. Yo
no estaba de acuerdo, para mí había que negociar, pero él
decía que no era político. De cualquier manera, me parece
que no fue tan desastre la gestión. Más bien diría que fue de
regular para buena y excelente sólo en 2009.

JULIO BALDOMAR DIANTI


Vicepresidente segundo de Vélez 2008-11

—¿Qué pasó en la final?


—Hay mucha imaginación. Decir que arreglamos el partido
queda bien entre la gente. Si hubo algo, a lo mejor lo podés
buscar por el lado de la AFA. Algún interés que tenía la AFA.
Mirá, lo podés hablar con Carlitos Babington.

—Él tiene la creencia, para nosotros equivocada, de que Gron-


dona lo apoyaba.
—Hay una cosa que se les escapa. Si Carlos se acuerda,
cuando nosotros salimos campeones, Grondona nos dijo en
una reunión de Comité Ejecutivo: “Bueno, muchachos, esto
es para todos ustedes. ¿Quiénes son los que más me pegan?
¿Quiénes son los que salen campeones todo el tiempo?”. Yo
creo que a Grondona nosotros le servíamos para demostrar
que, aunque le pegáramos, igual salíamos campeones.

309
—Y que él no era rencoroso ni vengativo...
—Yo con Grondona tenía una relación de amor-odio porque,
más allá de que para mí era un monstruo, reconozco que era
un dirigente del que aprendías todo el tiempo. Gámez y los
demás, que siempre lo puteaban, aprendieron de él.

—Y más allá de eso, ¿cómo era la relación con él?


—En los cinco años que salimos campeones, Grondona no
nos cagó nunca. Nos cumplió siempre, pero era evidente que
Vélez era el que se enfrentaba. De hecho Raffaini se iba a
presentar a competir contra él en la AFA. Habíamos juntado
14 avales, pero Grondona empezó a agarrar uno por uno a
todos los clubes. Newell’s, por ejemplo, nos dijo que los iban
a mandar al descenso y que no podía colaborar.

—¿Qué sería “nos cumplió siempre”?


—Nunca nos bombearon. Vélez tenía mucho equipo, por lo
tanto lo más fácil era que no lo jodieran.

—¿Y Brazenas?
—Por empezar, es un muy mal árbitro. En realidad, no le
daba el físico. Yo vi varias veces ese partido y creo que, des-
pués de no haber cobrado el penal de Arano a Cubero, se
quedó enganchado con esa jugada.

—Antes no había cobrado un gol lícito de Huracán.


—Pero lo marcó el lineman. El penal fue clarísimo y se aca-
baba el partido, porque Huracán no pasó la mitad de la can-
cha en todo el partido. Fue vergonzoso el planteo que hicie-
ron. Hasta a mí me sorprendió que Huracán no saliera a
buscar el partido. Si estaba arreglado, ¿por qué no cobró el
penal y lo expulsó (a Arano)? En la última jugada le hicieron
un foul al arquero de Vélez, Montoya, y el tipo ya estaba pa-
sado.

—Quienes lo conocen dicen que, después de los 80 minutos,


Brazenas ya no estaba en condiciones físicas ni psíquicas para
seguir dirigiendo.

310
—Yo creo que Brazenas dudó en la jugada. Salen todos a gri-
tar el gol y, si leés la actitud del tipo, no estaba convencido.
Además, estaba influenciado desde adentro, porque le gente
de Vélez lo venía matando por el penal que no había co-
brado.

—Brazenas también dirigió el partido Vélez-Racing en 2001,


cuando Racing fue campeón. ¿Llegó a tener una relación con
él?
—Sí, lo conozco del sindicato porque en una época trabajaba
en la Auditoría General de la Nación (AGN). Después se fue
cuando empezó como réferi. Yo empecé ahí en el 2000. Pero
estábamos en sectores diferentes. Fue un año en el que no
nos cruzamos, porque aparte él no venía. Después de ese
partido me lo encontraba en reuniones de fin de año del sin-
dicato. Antes no tuve ninguna relación. Y es más: por las du-
das, trataba de no tenerla. Empecé a tener trato una vez que
lo empecé a conocer como árbitro; antes no lo conocía.

—¿Es decir que Brazenas, ya fuera de la AGN, seguía yendo a


las fiestas de fin de año del sindicato?
—Claro, porque era amigo de la gente del sindicato. Él es un
tipo sociable. Lo habré visto dos veces, porque yo no iba a
todas las fiestas.

—Hay una versión que habla de encuentros que tuviste con


Brazenas y César Arias (NdeR: ver capítulo 15) dentro de la
AGN.
—Esos son inventos. Es más, estoy seguro de que César Arias
no conocía a Brazenas.

—¿Arias no tenía un rol preponderante en la política de Vélez


por aquellos años?
—No, no. Arias entró en la política de Vélez en nuestro último
período, del 2011 al 2014. Pero no tenía una participación
activa en la política de Vélez. Arias estaba lejísimo de una si-
tuación como ésta. No lo conocía a Brazenas, te lo puedo
asegurar.

311
—La mayoría dice que Brazenas no era confiable.
—A mí me llama la atención que a Brazenas te lo pongan...
Lo pusieron en el partido con Racing y no por plata. Y me
tienen que explicar por qué Brazenas no cobra un penal fal-
tando diez minutos, que hubiera dejado a Huracán con un
jugador menos. Nosotros no pedimos réferis. De haberlo he-
cho, hubiéramos pedido a otro, no a Brazenas. Cuando lo
nombraron, con Miguel (Calello) dijimos: “La puta madre,
nos cagaron”.

—Varias personas, todas en off the record y de distintos orí-


genes, apuntan también contra Néstor Rodríguez Battaglia,
empleado de Vélez.
—El Zurdo, si participó en eso, ¿lo va a decir?

—Hay quienes hablan de una confesión frente a su círculo ín-


timo.
—Nosotros a Rodríguez Battaglia después le dimos salida.

—Pero si sigue trabajando en Vélez...


—Pero lo sacamos del centro en donde estaba con los juve-
niles.

—¿Por qué motivo?


—Porque no cumplía una función con los juveniles. Después
lo pusimos en otro lado. Es una persona media... Son esos ti-
pos que no sabés qué carajo terminan haciendo. Empezó te-
niendo una actividad en el fútbol amateur.

—No es una persona de fiar...


—No era un tipo de confianza, por lo menos de la mía. No
creo que Raffaini haya tenido trato con él.

—¿Cabe la posibilidad de que, pese a que vos formabas parte


de la mesa chica, haya sucedido algo y vos no te enteraras?
—Si fue así, no me enteré. Conozco a Calello, a Raffaini, a los
tesoreros, a todos, y no me los imagino en esa situación. Es
muy raro que no haya habido un comentario como “quedate

312
tranquilo”. En realidad, no puedo poner las manos en el
fuego por nadie pero, conociendo a los personajes... Miguel
es un tipo de primera y Fernando es un bon vivant, un fenó-
meno. La mejor presidencia, después de Gaudio, la hizo él
en 2008-11.

LUIS GONZÁLEZ
Prensa y relaciones públicas de Huracán 2006-09
Fútbol profesional 2009-11

—¿Qué le faltó a Huracán para ser campeón?


—Mirá, depende cómo lo veas, porque yo creo que llegamos
muy lejos. Cuando asumimos, agarramos un club devastado,
en mitad de tabla de la B Nacional, y lo ascendimos en 11
meses. Teníamos 171 juicios, todos los días pedidos de quie-
bra, y el oficial de Justicia vivía en la cancha. Había solamente
dos mil y pico de socios que pagaban su cuota, la infraes-
tructura estaba destruida, la cancha clausurada y la sede ve-
nida abajo. La Quemita era tierra de la barra...

—Y así y todo, se formó un equipo que contagió a la gente y


estuvo muy cerca.
—Sí, fue una barbaridad la campaña. Gran mérito de Ángel.
Cuando llegó, cambió a un arquero experimentado (Limia)
por un chico, Monzón. Nosotros pensábamos que estaba
loco. A los dos marcadores de punta los puteaban todos y
después fueron Cafú y Roberto Carlos. A Pastore lo puso él
y a Defederico lo convenció para que se quedara.

—¿Y en qué se equivocó?


—Tuvo muchos errores después de ese torneo, cuando trajo
a jugadores desconocidos que no rindieron. Pero concreta-
mente en ese campeonato, por ejemplo a (Hernán) Barcos no
lo quiso Cappa. Con Barcos, Huracán era campeón. Pero claro,
no era el jugador que él quería. No había mucho tampoco.
Nos pidió al uruguayo Medina, que antes de llegar tenía más
goles que Batistuta y en ese torneo hizo uno solo... El plantel,
eso sí, era bárbaro. Lo manejaban Goltz, Esmerado y Domín-

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guez. Y Chiche (Arano) era joda permanente, alegraba a to-
dos.

—En la final, el árbitro tuvo un protagonismo decisivo.


—De Brazenas, la AFA dijo: “Estoy poniendo al mejor réferi
que puedo poner, no van a tener problemas”. Después de
todo lo que vimos, a Grondona no le creo nada. Él odiaba a
Vélez, a la dirigencia...

—Pero...
—Pero... es pactar con el Diablo y él era capaz de eso. Él
nunca quiso a Cappa.

—¿Era una cuestión ideológica?


—Yo participé de la conversación en la que Babington le dijo
a Grondona que íbamos a traerlo. “Ni se te ocurra, es un fa-
bulador, un mentiroso”, decía. Eran cuestiones ideológicas,
pero desde lo futbolístico.

—¿Qué viste en la cancha?


—Lo que vieron todos. Mirá: (Eduardo) Domínguez arranca
veinte metros afuera del área en el gol anulado. Es más grave
que la otra jugada (se refiere al foul de Larrivey a Monzón),
porque si cobraba ese gol, el partido terminaba 5-0 para Hu-
racán.

—¿Y el penal de Arano a Cubero?


—No lo cobra porque había anulado el gol que había anu-
lado...

—¿Qué pasó después del partido?


—Yo casi me llevo tres coches por delante, me puteé con Ni-
cole Neumann en el estacionamiento, estaba loco. Si podía
matar a alguien, lo mataba. Habíamos reservado un boliche
para esa noche en Las Cañitas. Y después nosotros paramos
muchos de los quilombos de los hinchas, porque el día de la
marcha iban a prender fuego la AFA. Y yo no sé hasta dónde
Grondona estaba disconforme con que Vélez fuera campeón.

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AGRADECIMIENTOS

Pasaron más de 300 largas páginas -casi 600.000 caracteres-


y sentimos la necesidad de comenzar nuevamente por ellos
estas últimas líneas destinadas al acto de gratitud: Ezequiel
Fernández Moores, por la generosidad habitual para prestar
su pluma a las presentaciones, a sabiendas de que todo lo
que toca lo enaltece; Nicolás Rotnitzky, por aportar de forma
desinteresada su fresco y admirable talento en la producción
periodística; Juanky Jurado, por el impulso inicial que abrió
puertas e ideas; y especialmente Alejandro Marinelli, un pe-
riodista de ojo refinado que se embarcó en esta locura y
pasó largas jornadas a nuestro lado para editarnos y endere-
zar los caminos.
Gracias también a Tomás Labrit, joven colega de pro-
misorio futuro que en marzo de 2016 gestionó la primera
entrevista con Gabriel Vito Brazenas y en ese mismo mo-
mento imaginó este libro, al que luego le dedicó muchas ho-
ras de su tiempo ayudándonos con las desgrabaciones; a
Alejandro Duchini, por la lectura paciente y las palabras jus-
tas; a Walter Silva, por materializar la idea que teníamos res-
pecto de la tapa y la contratapa; y a Santiago Pollini, por co-
laborar en la transcripción de algunos audios y, sobre todo,
por su pregunta constante sobre los avances de la investiga-
ción.
Gracias a todos los amigos que convirtieron esa misma
pregunta en energía cinética; a los encargados del archivo
Roberto Santoro de la escuela TEA y Deportea, por su afa-
mada predisposición; a los responsables del archivo foto-

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gráfico de Clarín, por colaborar en la búsqueda y finalmente
ceder el material de los reporteros gráficos Gustavo Garello
y Jorge Sánchez, a quienes extendemos el agradecimiento; y
a todos los dirigentes, futbolistas, referentes del arbitraje y
empleados de AFA que, en on y en off, prestaron su testimo-
nio para este libro.
Por último, gracias también a los protagonistas de
aquel tiempo que nos dieron la espalda. Sus evasivas y silen-
cios nos hicieron más fuertes para encarar una tarea a la que
un periodista jamás debe renunciar: seguir buscando un poco
más.

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