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"No puedo escribir sin un lector. Es exactamente como un beso: no se puede hacer solo",
creía John Cheever. Fechado en 1942, este cuento del Premio Pulitzer estadounidense y
maestro de la narrativa breve es una de sus piezas tempranas, reunidas en Fall river. Trece
cuentos no reunidos (Godot).
Fue el primero en llegar, algo que era de esperarse. Las multitudes de fin de semana ya
se habían ido y aún no comenzaban a llegar otra vez, había solo unos pocos soldados en la
parte de la estación de ferrocarril que se parece a los Baños de Caracalla. Estuvo ahí
temprano. Pero ella llegó puntual, a la una menos cuarto la vio bajar las escaleras mecánicas.
“Nunca antes la he visto”, pensó, “soy un extraño, un viajante de comercio esperando el tren
de Baltimore, ¿pero ella merece ser mirada o no?”. No se habían visto el uno al otro desde
hacía un mes, pero su encuentro no era ningún encuentro. Más bien parecía la reanudación
de una querella que hubieran dejado inconclusa algunos minutos atrás.
—Es la última vez —dijo él.
—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Es solo que si lo averigua, eso la matará, Frank, caerá
muerta ahí mismo. Los dos se caerían muertos.
—Tienes que decírselo.
—Lo haré. Solamente dame tiempo para enderezar las cosas antes, ¿lo harás?
—¿Dónde estás viviendo?
—En la calle Sesenta y siete Este —dijo ella—. Y tú, ¿dónde vives?
—En el club —dijo él.
Bajaron hasta el nivel inferior y bordearon el tren. No volvieron a hablar hasta que el tren
comenzó a atravesar la zona despoblada en las afueras de Newark. Entonces él le tomó la
mano y se puso a examinar un brazalete que ella llevaba puesto.
—No deberías usar alhajas tan vistosas —dijo—; te hacen parecer una gitana.
—No deberías vestirte de gris —dijo ella—, parece que tienes un ataque al hígado.
Y se puso a reír.
—Nunca olvidaré la vez que intentaste suicidarte —dijo—. Cada vez que te veo pienso en
eso.
Apoyó su frente en una mano, riendo.
—Nunca lo voy a olvidar, aunque viva hasta los cien años. Todavía te veo tendido en la…
Él se levantó y fue a la plataforma a fumar un cigarrillo. Se quedó ahí hasta que el tren
ingresó en Montclair.
Ella no les había dicho cuándo llegaría, así que no había nadie esperando el tren.
Morrisey, el viejo conductor de taxi, se les acercó.
—Qué tal, señora Minot. Señor Minot. ¿De visita en casa, para variar? Qué bien, es
bueno verlos. A su padre lo veo casi todas las mañanas, señora Minot. —Les abrió la puerta
del taxi.
Se detuvieron ante la casa y Frances esperó mientras Frank pagaba el viaje.
—Quiero regresar en el de las seis y media —susurró mientras el taxi se alejaba, y luego
tomó su brazo para adentrarse por el sendero. El señor Godfrey les abrió la puerta antes de
que pudiesen tocar el timbre. Abrazó a su hija con profundo cariño y estrechó cordialmente
la mano de su yerno.
El señor Godfrey era un hombre apuesto y erguido de algo más de sesenta años.
Tratándose de una cena de domingo, estaba vestido con demasiada pulcritud, con ropas que
parecían demasiado bien planchadas.
—Bueno, ¿cómo van las cosas en New Yack? —preguntó. Hacía ya muchos años que
había dejado Massachusetts, pero seguía hablando con un fuerte acento de la costa. Cuando
Frank se estaba quitando su abrigo, Jeannette, la sobrina de Frances, llegó corriendo al
recibidor y besó a su tía. Le estrechó la mano a Frank, hizo una reverencia y volvió al living
como una tromba.
Entonces la señora Godfrey vino desde la cocina y los abrazó a los dos. Era una mujer
agradable y de buen corazón, que trataba de refrenar su emotividad demasiado fácil, pero
que tan pronto como echó los brazos alrededor de Frances se puso inmediatamente a llorar.
Forzó una sonrisa en su cara húmeda y dio un paso atrás para admirar el vestido que su hija
llevaba puesto, y aunque no necesitaba ningún ajuste le dio unos toques al escote, como si
Frances fuese todavía una niña. Abrazándolos a los dos por el talle los llevó hasta el living,
donde su hermana, la sencilla Priscilla, y su esposo Ralph estaban bebiendo jerez dulce.
—Ahora tengo a todos mis hijos —dijo la señora Godfrey—. Nada me hace más feliz que
esto. Es para lo que vivo.
Les sirvió a Frank y Frances una copita de jerez y los obligó a comer unas galletitas.
Ralph recibió a Frank efusivamente y se puso a hablarle de sus negocios.
—No nos pusimos en movimiento hasta después de las doce, porque esta mañana
dormimos hasta tarde —dijo—. Mi socio me llamó anoche desde Houston, Texas. Por
teléfono. Su voz sonaba diáfana como una campana —agregó—. Nos reuniremos con él en
Miami, en febrero próximo. Iremos los dos, con Priscilla. Vamos a dejar a Jeannette con su
abuela.
—Yo quiero ir a Florida —dijo Jeannette.
—Puedes ir, mi dulce —dijo Ralph, revolviéndole el cabello amarillo con una mano—. Tal
vez el próximo año.
—Creo que todo está en la mesa —dijo la señora Godfrey—. Iré a fijarme.
Desde el comedor los llamó a todos y le pidió a Ralph que trajera la silla y los
almohadones del sofá para que Jeannette se sentara. Frank cargó la silla y Ralph llevó los
almohadones y pusieron a la niña cómoda entre su madre y Frank. Con un fósforo, la señora
Godfrey encendió cuatro velas sobre la mesa. El señor Godfrey trinchó unas rebanadas de
carne asada y las puso sobre una bandeja con algunas verduras. La empleada se la llevó a la
cocina para su cena. Entonces Priscilla notó el brazalete que Frances llevaba puesto.
—Frank me lo regaló para mi cumpleaños —explicó Frances. Desabrochó el brazalete y se
lo pasó a su hermana, del otro lado de la mesa.
—Ay, me parece hermoso —dijo Priscilla—. ¿Te molesta si me lo pruebo? Si alguna vez
consideras la posibilidad de volver a casarte, Frank, me gustaría que me pusieras en tu lista.
Ralph nunca me obsequia alhajas.
—No se puede tener todo, querida —dijo Ralph.
—Es lo más hermoso que jamás he visto —dijo la señora Godfrey con suavidad; le
pasaron el brazalete y ella lo volvió a abrochar en la muñeca de Frances.
—¿Viste alguna de las obras nuevas? —le preguntó Priscilla a su hermana.
—Este año no fuimos mucho al teatro —dijo Frances—. Hace dos noches fuimos al Stork
Club. Estábamos sentados al lado de Luise Rainer.
—¿Cómo es, en persona? —le preguntó Priscilla a Frank.
—Yo no la vi —dijo él. Para entonces ya estaban servidos los platos de todos. Los Godfrey
comían industriosamente y sin mucha charla. El silencio, solo interrumpido por los ruidos de
la loza y la plata, se prolongó hasta que el señor Godfrey volvió a pararse ante el asado,
blandiendo los instrumentos para trinchar.
—¿Vas a comer un poco más de carne, Frances?
—Ay, no, papi, gracias. No puedo comer nada más.
—¿Comerán un poco más de carne? ¿Frank? ¿Madre?...
No se demoraron demasiado con los postres, y tan pronto como apagaron los cigarrillos
en sus pocillos de café se encaminaron otra vez al living. Ralph devolvió los almohadones del
sofá sobre los que se había sentado su hija, y el señor Godfrey repuso la silla en su sitio. La
señora Godfrey tomó el brazo de Frank, cuando este estaba saliendo del comedor, y lo
retuvo un momento.
—¿Cómo estás, querido? —preguntó.
—Bien.
—Tienes un aire de preocupación.
—No puedo imaginar por qué.
—A Frances se la ve terriblemente bien. Cuidas tan bien de ella, Frank.
Mientras entraba en el living, dijo:
—Priscilla, es hora de un poco de música.
Como resultado de esa clase de tardes, Frank asociaría a Chopin con la indigestión por el
resto de su vida; pero en aquel momento la música le resultó agradable, un alivio
inesperado. La señora Godfrey observaba a Priscilla con una media sonrisa en la cara. El
señor Godfrey sonreía, también, ante la evidencia de las ventajas que había estado en
condiciones de ofrecer a sus hijas. Ralph escuchaba atentamente, mirando de cuando en
cuando en dirección a Jeannette para asegurarse de que estuviese tranquila. Frances miraba
la alfombra y el reloj.
Excedidos de comida, de trabajo, del peso de sus vidas, se sentaban rígidamente en sus
sillas incómodas como si la música fuese alguna especie de prisión. En la pesadez de la
atmósfera, el calor y los olores de la cocina, los arpegios parecían increíblemente ligeros y
ascendentes, y dado que Frank suponía que Chopin era francés, en ese momento se acordó
de una mañana al comienzo del verano, cinco años atrás, cuando él y Frances paseaban por
Avignon en bicicleta y unos soldados le gritaron: “Hé, la blonde, hé la blonde…”.
Collier’s,
25 de julio de 1942