Está en la página 1de 13

CIORAN Y CAMUS: PASIÓN ESCÉPTICA Y LUCIDEZ REBELDE

Jorge A. RAMÍREZ
Centro de Investigación en Ciencias, Artes y Humanidades de Monterrey

Cuando uno emprende un ensayo de cuarenta páginas sobre lo


que sea, comienza por ciertas afirmaciones previas y queda
prisionero de ellas. Cierta idea de honradez le obliga a continuar
respetándolas hasta el final, a no contradecirse (…) Si esto pasa
en un ensayo de cuarenta páginas, ¡qué no ocurrirá en un sistema!
Este es el drama de todo pensamiento estructurado, el no permitir
la contradicción. Así se cae en lo falso, se miente para resguardar
la coherencia.
E. M. Cioran

Si pensar, como lo señala Borges en su relato de Funes el memorioso, consiste en olvidar el


detalle, es por el carácter acomodaticio de los conceptos; sin embargo, esta tendencia a la
generalización, y a la adopción de cualquier sistema que nos de cuenta del mundo, que lo
explique, y por ende, lo vuelva familiar y amable, puede dejar de lado la vitalidad que la
naturaleza ofrece a los sentidos. Y es que si pensar es estar enfermo de los ojos, como dice
Pessoa con su heterónimo Caeiro, tal pensamiento en su afán de absoluto, le prescribe a la
pasión anestésicos y a la lucidez somníferos para no ser entorpecido o contradicho. Es en
esta paradoja, en la que tanto Cioran como Camus, se adentraran guiados por una lucidez
insomne e incansable: uno de forma aforística y lapidaria expresará la contradicción, y el
otro, de forma ensayística nos hará pasar del absurdo a la rebelión por la unidad.

Cioran: insomnio en el tonel


Schopenhauer consideraba que el sueño y la muerte se relacionaban por ser ambos agentes
de restablecimiento: el primero equilibraría al individuo y el segundo a la especie. Su
privación nos arrojaría de nueva cuenta, nada menos que a la perenne sujeción del yugo del
deseo, y al principio de razón suficiente que condiciona nuestra existencia. Ni que decir
entonces de la hipótesis de la inmortalidad, que conllevaría a términos infinitamente
exponenciales, al error que se pretendía combatir.

Como es sabido, El insomnio que padeció Cioran por varios meses en su juventud, y que
por tanto, no le permitió gozar de esa discontinuidad necesaria para la vida, fue un factor
determinante para el inicio de su escritura; probablemente la lucidez de la que él habla,
comenzó en esas noches en que lamía sus heridas metafísicas y medía con el tedio la
distancia de la caída. Tal vez, mientras que Diógenes salía de su tonel y deambulaba por las
calles en busca del “hombre”, Cioran recorría los terrores nocturnos y encrucijadas que la
bombilla de luz de su conciencia, no lograba arrojar a las sombras por haber extraviado el
interruptor.

La escritura se convierte para él, en ejercicio de liberación y en acto de exorcismo;


incluso, le abstiene del suicidio. A partir de aquí, comienza la contradicción que el propio
Cioran asume. “La paradoja de mi naturaleza es la de que siento pasión por la existencia,
pero al mismo tiempo todos mis pensamientos son hostiles a la vida” (El ocaso del
pensamiento, 28). Lo anterior no quiere decir que su estilo sea solemne o serio, porque la
seriedad pone distancia ante las cosas, sopesa los hechos sin participar en ellos; en cambio,
al tomarlos de forma trágica (tristeza en acción) se involucra plenamente en su suerte y con
acento afectivo. Por otro lado, aunque a veces por no desvanecerse en cada palabra escrita,
por el peligro de ya no tener más que experiencias formales con su yo, por volverlo
fantasma y alma-anuncio, la realidad, es que dimitirá del silencio y expulsará sus sinsabores
en capsulas altamente condensadas y esparcidas en sus aforismos.
Como es de esperarse, pondrá en ellos toda la subjetividad que rehúye al mal de la
imparcialidad y a la objetivación fría; y por otro lado, sin la cortapisa del pensamiento
estructurado que tiende a expandirse y a traicionar la paradoja. “Un pensamiento
fragmentario refleja todos los aspectos de nuestra experiencia: un pensamiento sistemático
refleja sólo un aspecto, el aspecto controlado, luego empobrecido” (Conversaciones, 21).

El suicidio: hipótesis revitalizante

Es muy común que Cioran sea considerado como un apologista del suicidio, y es que
muchas veces no hace falta adentrarse en su obra sino simplemente repasar los títulos de
sus libros para inmediatamente llegar a tal conclusión. Si seguimos con este argumento, lo
siguiente que puede asombrarnos es que haya llegado a viejo y que ni siquiera haya
intentado quitarse la vida. No obstante, testimonios de gente que le conoció, ya sea artistas,
escritores, personas comunes y corrientes, o incluso un joven que le llamaba por teléfono y
le avisaba de su decisión de suicidarse, como quien busca de un sacerdote su consejo, nos
dan cuenta de su carácter afable y de sus dotes de conversador. Con lo anterior, si no lo
vemos como un caso al estilo Dr. Jekyll, por lo menos le tachamos de incongruente.
Tenemos entonces que recordar que su lucidez consiste precisamente en no renunciar a la
paradoja.

“Sólo es subversivo el espíritu que pone en tela de juicio la obligación de existir; todos
los otros, empezando por el anarquista, pactan con el orden establecido” (Adiós a la
filosofía y otros textos, 162). La muerte, o en este caso, el pensamiento de su inminencia,
nos da un punto de inflexión para salir de la temporalidad y observar la cotidianidad desde
fuera, las posibles concesiones que damos con tal de continuar con el curso de los hechos,
engranados y enajenados en una supuesta felicidad que podría no ser más que dispersión
ontológica.
“El abismo de dos mundo incomunicables se abre entre el hombre que tiene el sentimiento
de la muerte y el que no lo tiene; sin embargo, los dos mueren; pero uno ignora su muerte,
el otro la sabe; el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir (…) El uno
vive como si fuera eterno, el otro piensa continuamente su eternidad y la niega en cada
pensamiento” (Adiós a la filosofía y otros textos, 18). El ser-para-la-muerte de Heidegger
y su concepto de vida auténtica, nos dan también idea de semejante situación. Si el miedo
define nuestra ubicación espacial, la muerte nos da la dimensión temporal; sin la cual, este
paréntesis entre la nada que es la vida, carecería de significado o nos daría la inconsciencia
de la eternidad. La soledad, la enfermedad, la tristeza y el tedio, tienen para Cioran el
mismo cometido: aislarnos para devolvernos nuestra unicidad.

Por lo tanto, para Cioran, el suicidio es también un cubetazo de agua fría que reanuda la
circulación de nuestro torrente sanguíneo y que elimina las células muertas que anquilosan
nuestro ser. Si opta por revolcarse en su propia angustia y bebe del veneno de la posible
extinción, es para vencer su obsesión hacia la muerte y evitar el tormento posterior que
conllevaría la resistencia. “Quien, experto en una disciplina de horror, y meditando en su
podredumbre, se ha reducido deliberadamente a cenizas, ése mirará hacia el pasado de la
muerte y él mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir. Su método le habrá
curado de la vida y de la muerte” ((Adiós a la filosofía y otros textos, 20).

Si el suicidio representa la ruta de evacuación, la puerta trasera por donde podemos


abandonar el mundo cuando éste nos ha sobre abrumado, Cioran propone, impregnado del
pensamiento oriental, que si bien es fácil de entender que alguien tome tal solución, no es
natural poner el punto final cuando no se ha llegado al clímax de la existencia o al punto
culminante de su desarrollo. Hace falta a los modernos, neófitos en el suicidio, una estética
del fin porque nadie muere como debería y todos terminan entregados al azar.
La puja de certezas y paraísos

Al igual que Nietzsche, y particularmente en este aspecto de desenmascarar ídolos y


derribar falsas certezas (que no en el de profeta), es que Cioran se acerca y asimila el
pensamiento del filósofo alemán y de la vena romántica. A la espera de embaucarnos en sus
dogmas, desfilan ante nuestro yo innumerables sucedáneos de algún dios que nos pide
pagar tributo e hincarnos a sus pies; es mediante el artilugio y la seducción de un guiñe de
ojo ubicado en la inmortalidad, el progreso o la claridad de una razón sistemática, con la
que prometen socorrer la ofuscación de nuestras mentes y sosegar la agitación de nuestras
almas. Arrullados por el infinito y lo absoluto, las religiones, o la diosa Razón encarnada en
la Historia y el Progreso, ofrecen sus brazos para que cerremos nuestros ojos y nos dejemos
caer.

Ante la oferta de trascendencia en el más allá o en el más acá, pero siempre postergada,
no se logra escapar más que por el escepticismo, el esteticismo o la inutilidad. Tales
posturas abogan más por el presente, la pasión del instante y la dislocación del sentido de
eficacia.

En la raíz de cada dogma que tiende al absoluto, se esconde la certeza de la apropiación


de verdad; y si no es el caso de ser revelada, será entonces el de una verdad conquistada por
el progreso de la razón. “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de
metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones
humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que,
después de un prolongado uso, un pueblo considera canónicas y vinculantes; las verdades
son mentiras de las que se ha olvidado que los son” (Nietzsche, 25). Para Cioran, todo error
es también una verdad antigua, de tal manera que el error es una verdad desgastada en
espera de ser revitalizada.
“Nuestras verdades no valen más que las de nuestros antepasados. Tras haber
sustituido sus mitos y sus símbolos por conceptos, nos creemos más avanzados;
pero esos mitos y esos símbolos no expresan menos que nuestros conceptos (…)
El saber -en lo que tiene de profundo- no cambia nunca: sólo su decorado varía.
Prosigue el amor sin Venus, la guerra sin Marte, y si los dioses no intervienen ya
en los acontecimientos, no por ello tales acontecimientos son más explicables ni
menos desconcertantes” (Adiós a la filosofía y otros textos, 166).

La consecuencia para Nietzsche, en este aspecto, implicará admitir nuestra imposibilidad


de asir a la “cosa en sí”, porque desde el primer impulso nervioso que recibimos
comenzamos a extrapolar y hacer saltos hasta llegar a la metáfora más remota que es el
concepto. Por lo tanto, toda filosofía e incluso la ciencia es de alguna manera poesía, la
diferencia estriba en que podemos hacer buena o mala poesía. La estética se vuelve nuestro
único criterio. De forma similar, Cioran verá con ojos de sospecha a la filosofía por
arroparse y vivir a expensas de nuestras pasiones, que una vez puestas en segundo orden y
tomadas de forma satelital, se verán debilitadas y carecerán de la profundidad y el vínculo
afectivo que merecen. Más que discutirse, el universo se expresa, y las vías podrán ser las
de la poesía o las del misticismo.

Aquí, de nueva cuenta con encontramos a una dualidad en la que Cioran le gusta ir dando
bandazos. Ambas son formas sensuales exasperadas; la diferencia es que mientras la poesía
goza del roce con las apariencias y lo efímero, el misticismo, mediante el éxtasis busca el
contacto con lo indestructible: una saborea a las palabras y la otra pretende la voluptuosidad
del silencio. Los místicos, de alguna manera son los superhombres que desprecian los
bienes con los que nosotros nos contentamos, y además, desprecian la mediación religiosa
que les impide contactar directamente con lo absoluto.
El propio Cioran, en un lapso de su vida, se paseaba ufano con la etiqueta de budista, y
aunque coincidía con las preocupaciones de Buda acerca de la muerte, la enfermedad y la
vejez, como principios de lucidez, terminó por aceptar que era una falsa pretensión abdicar
de su propio yo, sin el cual, no podría consagrarse a su escritura, sino simplemente, guardar
silencio. “He querido liberarme. Y todas las creencias de los mortales me exigieron que
abjurara de mí. Desde los Vedas, pasando por Buda y Cristo, no he descubierto más que
enemigos de mi necesidad. Me ofrecieron la salvación en mi ausencia (…) ser anónimo en
la nada, cuando mi orgullo reclamaba mi nombre incluso en la nada” (Breviario de los
vencidos, 30).

Por último, mientras que el escéptico entrecomilla a las verdades y discierne la calidad
metafórica pero más que nada debilitada de ellas en el plano objetivo; y por otro lado, el
esteta se aboca al carácter expresivo de la realidad que metralla contra los sentidos; el
inútil, encarnado en los vagabundos y extraviados del sistema (de los que Cioran anhelaba
ser su hagiógrafo) deserta de la Historia porque no busca ni lo sublime ni le interesan más
carnicerías; sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, y paraliza a un
progreso que genera metas y necesidades por cumplir.

“No hay desdicha que no podamos referir, según gustemos, sea a una distracción
de la providencia, sea la indiferencia del azar, sea finalmente a la inflexibilidad
del destino. Esta trinidad, de uso tan cómodo para cualquiera, sobre todo para el
espíritu desengañado, es lo más consolador que nos propone la filosofía pagana.
Los modernos sienten repugnancia en recurrir a ella, como les repugna no menos
esa idea, específicamente antigua, según la cual los bienes y los males representan
una suma invariable, que no puede sufrir modificación alguna” (Adiós a la
filosofía y otros textos, 151).

Este especie de amor fati de la que nos habla Cioran, tiene el doble filo que ya hemos
venido observando: si se cree en el progreso, es muy probable que se abandone el presente
en aras de la esperanza utópica en un futuro que nunca llega; si se rechaza, se puede llegar a
la no acción.

Cioran ejemplifica clara mente esta metamorfosis: el intelectual fatigado, que no actúa sino
que padece, harto de extraviarse entre verdades, se vuelve un iconoclasta despechado que
la paradoja le destruye por último a él, ya único ídolo por derribar; entonces, termina por
ser un fanático sin convicciones, un simple ideólogo. Si el político olvida la conciencia, el
solitario olvida la acción.

La presencia de la paradoja a lo largo de la vida y obra de Cioran será permanente.


“Donde aparece la paradoja, muere el sistema y triunfa la vida. Por medio de ella la razón
salva su honor frente a lo irracional (…) La paradoja, sonrisa formal de lo irracional” (El
ocaso del pensamiento, 19).

Camus: el absurdo y la lucidez

A lo largo de la historia del pensamiento, es común que surjan a la par de los grandes
sistemas o summae filosóficos, pensadores que partan de lo concreto y lo individual para
establecer un rango posible de acción, esbozar una pauta ante la vida, o por lo menos,
esparcir el bálsamo de sus respuestas sobre las marcas de batalla. Cuando se es herido de
flecha, no se busca al arquero, sino se atiende a la herida. Los períodos de transición son
grandes caldos de cultivo parar propiciar estas posturas, en las que más que una mera
curiosidad intelectual, es el desgarramiento de todo su ser, lo que les exige plantarse con
una postura ante la vida misma y la humanidad. El período de la filosofía helénica nos
muestra un abanico de las distintas posibilidades en que podemos dirigirnos o responder
ante el medio circundante: de forma escéptica, cínica, estoica o ataráxica. Ya sea charlando
en el Jardín ante una camaradería y con un goce estético e intelectual equilibrados, o
causando disturbios en la plaza pública al lanzar dicterios a la moral y las buenas
costumbres, el individuo, se erige y se atiende antes que a una metafísica que devenga en
una directriz que no se ha experimentado..

En Camus, encontramos también una preocupación que parte de lo que primeramente nos
aqueja: el absurdo. Este sentimiento comparable al del aterramiento de los espacios
infinitos de Pascal, a la angustia ante la caída de Kierkegaard, o a la nausea sartreana, nos
despierta a la extrañeza del mundo. “Lo absurdo nace de esta confrontación entre el
llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo” (El mito de Sísifo, 42).

Vivimos los días de forma automática o por mera costumbre, siguiendo una línea
previamente trazada de actos sin sentido, como galgos corriendo tras la liebre que porta una
felicidad de oropel e inconsistente. Apegados al postulado de que eso significa la libertad,
desgastamos nuestras vanas fuerzas en una gesticulación de existencia que se vuelve
esclava de tal principio. El esclavo conoce únicamente la libertad de no sentirse
responsable; el místico se entrega al absoluto y se libera, aunque cabría decir, que lo hace
de sí mismo, liberado más que libre; por último, la muerte es otra forma, aunque aplastante,
de liberarse.

Precisamente, Camus comienza de forma dramática su estudio, con lo que para él es la


cuestión fundamental de la filosofía y el único problema serio al que cabe responder: El
suicidio; el resto, vendrá por añadidura. Sin embargo, si el absurdo surge del divorcio que
se establece entre mi razón que busca claridad y el mundo indiferente y silencioso que no
regresa ni siquiera el eco de mi voz; para Camus, el absurdo existe en la medida en que se
mantienen ambos elementos y no se niega o se cede ante alguno de ellos. De lo contrario, si
por un lado se trata de esclarecer lo irracional, se reducirá el mundo a lo humano con el
afán de volverlo familiar y habitable a costa de la conciencia; por otro lado, si lo irracional
permea y nuestra razón cede, nos entregamos entonces a un absoluto trascendente o a la
nada. En cualquiera de los casos, realizamos un salto y evadimos la rebelión. “Si yo fuese
un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría un sentido o más
bien este problema no tendría sentido, pues yo formaría parte de este mundo al que me
opongo ahora con toda mi conciencia y con toda mi exigencia defamiliaridad” (El mito de
Sísifo, 70).

La conciencia tendrá que ser permanente para no tratar de solucionar el conflicto del
absurdo y realizar el salto, ya sea mediante el suicidio físico, o el filosófico. Como
funambulitas angustiados, el salto no representará un acto congruente como lo fue por
ejemplo para Kierkegaard; lo verdaderamente difícil y que requiere de nuestra lucidez, es
mantener la tensión para no sucumbir. “llevada al extremo esta lógica absurda, debo
reconocer que esa lucha supone la ausencia total de esperanza (que nada tiene que ver con
la desesperación), el rechazo continuo (que no se debe confundir con la renuncia) y la
insatisfacción consciente (que no cabría asimilar con la inquietud juvenil)” (El mito de
Sísifo, 46).

Del absurdo puedo desprender finalmente tres consecuencias: 1) mi rebelón; que no se


entrega ni omite ninguno de los término del desgarramiento. 2) mi libertad; que ya no
puede regresar ni refugiarse en la vida maquinal donde se encontraba esclava y 3) mi
pasión; con la conciencia de finitud y un destino limitado, más que cualidad, lo que
importará será la cantidad. De esta última consecuencia, Don Juan, el actor y el
conquistador, serán los claros ejemplos.

“El último esfuerzo para estos espíritus emparentados, creador o conquistador, consisten en
saber liberarse también de sus empresas: llegar a admitir que la obra, sea conquista, amor o
creación, puede no ser; consumar así la inutilidad profunda de toda vida individual, (…)
percibir la absurdidad de la vida los autoriza a hundirse en ella con todos los excesos” (El
mito de Sísifo, 151) Es así como Camus llega a proponer a Sísifo como el héroe absurdo; su
conciencia le hace apreciar su tragedia, pero a la vez, le encumbra en la victoria.. Mediante
su pasión y su desprecio, se vuelve más fuerte que su roca y superior a su destino. “No hay
espectáculo más hermoso (…) que el de la inteligencia enfrentada a una realidad que lo
supera. El espectáculo del orgullo humano es inigualable” (El mito de Sísifo).

El yo y el otro: de lo absurdo a la rebeldía

Camus comienza su tratado en El mito de Sísifo, a partir del sentimiento del absurdo y de la
pregunta por la validez del suicidio; una vez sacadas las consecuencias que ya vimos,
extenderá su análisis en El hombre rebelde, con la fundamentación de dicha rebelión y, las
diferentes formas en que ésta se traiciona a sí misma y desaparece. Si se le niega una
coherencia al suicido, lo mismo ocurrirá con respecto al crimen. “En la experiencia del
absurdo el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de rebeldía, cobra conciencia
de ser colectivo, es la aventura de todos” (El hombre rebelde, 31). A semejanza del cogito
cartesiano, Camus establece el me rebelo, luego existimos, que sacude de su soledad al
individuo y le muestra al otro con el que comparte este valor al que se dice sí, para después,
en un segundo movimiento, decir no a todo aquello que busque destruir ese primer
fundamento. Esta idea es la que termina por romper sus relaciones con los existencialistas,
específicamente con Sartre y Beauvoir, con quienes mantenía una amistad y colaboración
en la revista Les Temps Modernes.
Existir equivale a un acto de fe, a una protesta contra la verdad, a una plegaria
interminable… Desde el punto en que se accede a vivir, el incrédulo y el devoto se parecen
en profundidad” ( Adiós a la filosofía y otros textos, 125).

Es así, que la enfermedad, la tristeza, el pensamiento de la muerte, nos darán puntos de


inflexión para tener lucidez, nos arrojarán fuera de la temporalidad y del curso cotidiano de
los hechos, así como de una supuesta felicidad que no es más que dispersión ontológica.
Similar a la vida auténtica de la que hablaba Heidegger, en la que no nos evadimos o somos
partícipes de la enajenación.

También podría gustarte