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Tellado Corin - No Me Culpes A Mi
Tellado Corin - No Me Culpes A Mi
Corin Tellado
No me culpes a mi (1993)
Título Original: No me culpes a mi (1993)
Editorial: Edimundo
Género: Contemporánea
Protagonistas: Rex Walters y Lucia Walters
Argumento:
Lucia vive atormentada por su propio pasado y por el pensamiento de su
marido en brazos de otra mujer.
Unas horas después, cuando los primeros rayos del sol empezaban a entrar
por los ventanales, seguían entrelazados entre las sábanas, perdidos en sus
miradas, amándose, viviendo intensamente lo que tuvieron en un principio,
y que estuvieron a punto de perder...
Corin Tellado – No me culpes a mi
Capítulo 1
Lucía, que se encontraba perezosamente tumbada sobre el sofá, se incorporó
rápidamente al escuchar el agudo timbre de la puerta principal. Se ajustó a la cintura
la bata larga de seda de brillantes colores que constituía su única vestimenta y,
calzándose las zapatillas, se dirigió hacia el vestíbulo. Al abrir la puerta se encontró
con su amiga Irma, sonriente, que le abría los brazos.
—¡Bienvenida a casa, señora Walters! —dijo Irma acercándose para abrazarla—.
¿Ya te has acostumbrado a tu nuevo apellido? Lucía Walters… Suena bien, ¿no crees?
Lucía esbozó una sonrisa al oír las palabras de su amiga y correspondió a su
abrazo.
—Vamos al salón, Irma —dijo Lucía tomándola del brazo—. ¿Cómo te has
enterado de mi llegada?
—Puedes estar segura de que no ha sido por tus llamadas. ¡Qué vergüenza,
Lucía! —continuó diciendo Irma, burlona—. Llegas de tu luna de miel y no se te
ocurre avisar a tu mejor amiga…
—Por favor, Irma, deja de regañarme y cuéntame cómo te has enterado.
Las dos mujeres se sentaron cómodamente en el sofá en el que había estado
tumbada Lucía, situado al fondo del salón del moderno apartamento. La luz del sol,
que entraba tamizada a través de las cortinas de color marfil que cubrían las grandes
ventanas, daba a la estancia un ambiente acogedor y luminoso que invitaba a las
confidencias.
—Robert se ha encontrado con Rex esta mañana en el gimnasio. Le dijo que
habíais llegado ayer por la tarde. Así que ya ve, señora Walters, mis fuentes de
información no son tan misteriosas.
—Se me había olvidado que Rex iba esta mañana al gimnasio…
Al pronunciar el nombre de su marido la sonrisa desapareció de los labios de
Lucía. Su mirada se perdió en el vacío, como si algún recuerdo desagradable la
hubiese asaltado. Tras un breve silencio recordó que Irma estaba junto a ella y que la
conocía lo suficiente como para comprender que algo le ocurría, así que sonrió de
nuevo y la miró como si su súbito cambio de expresión no tuviese la más mínima
importancia.
—¡No sé de dónde saca fuerzas! No sabes lo cansado que resultó el viaje, Irma.
Fueron horas interminables. Perdimos el vuelo que debíamos tomar en Miami,
tuvimos que pasar la noche allí después de intentar que nos confirmasen dos plazas
para el siguiente vuelo… En fin, todo lo que te cuente es poco —Lucía hablaba
animadamente mientras Irma la escuchaba interesada—. Ayer por la tarde llegué
rendida y esta mañana me he levantado igual. Sin embargo, Rex hoy ya estaba
perfectamente dispuesto a iniciar su vida normal: a primera hora gimnasio, luego a la
oficina. Creo que incluso tenía una comida de trabajo…
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Lucía se volvió, colocando sobre la encimera una bandeja con dos tazas y el
azucarero. Después alargó la mano para acariciar al gato que su amiga sostenía entre
los brazos y que ronroneaba mimoso.
—En cuanto llegamos a casa, Rex llamó a su padre para avisarle de que
habíamos llegado. ¡Ya sabes cómo es Jim! A los veinte minutos estaba en la puerta
con Freddy en una mano y un ramo de flores para mí en la otra —Lucía sonrió
tiernamente al recordar la expresión risueña de su suegro.
—Es un hombre encantador.
—Sí que lo es. Si de algo puedo estar segura es de su cariño incondicional… ¡Es
tan distinto a Rex!
Irma levantó la mirada al oír el comentario de su amiga. Cada vez le quedaba
más claro que algo no marchaba bien y suponía que tarde o temprano se lo contaría.
Siempre habían confiado la una en la otra, desde que se conocieron en la escuela de
relaciones públicas donde ambas impartían clases a jóvenes estudiantes. Irma sabía
perfectamente lo difícil que le había resultado a su amiga salir adelante, superar
todas las dificultades que habían aparecido en su camino desde que salió de México,
tras decidirse a probar suerte en Estados Unidos.
El fuerte borboteo y el aroma a café que se extendió por la cocina facilitaron a
Lucía la posibilidad de escapar de la mirada interrogante de Irma. Retiró lentamente
la cafetera del fuego y sacó la lechera del microondas, sirviendo a continuación con
parsimonia ambas tazas.
—¿Quieres que nos sentemos en el salón, Irma?
—Vamos a donde quieras pero, por favor, cuéntame qué te pasa de una vez —
contestó Irma con un tono de voz casi autoritario—. Estás empezando a
preocuparme.
Lucía tomó la bandeja y se dirigió de nuevo hacia el salón. Irma se levantó de
inmediato y la siguió, sentándose en el sofá con gesto impaciente. En cuanto Lucía se
sentó a su lado, tras depositar la bandeja en la mesa del centro, el gato se subió a su
regazo pidiéndole caricias.
—No me ocurre nada en concreto, Irma —comenzó a decir Lucía en voz baja y
entrecortada—. Nada va mal, pero todo es difícil… Sé que parece absurdo, pero no
encuentro otra manera de explicarte lo que siento.
—Son sensaciones normales del inicio del matrimonio, Lucía. No le des tanta
importancia. No es lo mismo la relación del noviazgo que la convivencia. El cambio
nos resulta extraño a todos.
—No se trata de eso —musitó Lucía—. Durante estas semanas me han asaltado
muchas dudas y preocupaciones que no sé cómo afrontar —contestó Lucía sin
levantar la mirada, acariciando el suave pelo blanco de Freddy.
—De eso te hablo precisamente. De situaciones nuevas, de ciertas reacciones de
tu pareja que hasta ahora no conocías en un cien por cien y que ahora te despistan.
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Lucía dejó de acariciar a su gato y tomó entre las manos la humeante taza de
café. Miró a Irma directamente a los ojos. Desde pocos días después de su boda
aquellas terribles dudas la asaltaban sin cesar. Había pensado en ellas miles de veces,
lo había intentado mirar desde diferentes puntos de vista, pero siempre llegaba a la
misma conclusión: no confiaba en su marido. Pese a desear con todas sus fuerzas
poder hablar con alguien, abrir su corazón a la amiga que tenía delante, ahora le
resultaba muy difícil expresar en voz alta sus verdaderos sentimientos. Sin embargo,
al encontrarse con los ojos azules de Irma, con aquella expresión dulce que la
caracterizaba, las dudas se convirtieron en palabras que acudieron por sí solas a sus
labios.
—No, Irma —negó Lucía suavemente—. No se trata de las dudas normales de
cualquier pareja recién casada. Se trata de algo que va más allá de lo tolerable —su
voz, al principio temblorosa, se hacía más fuerte y segura a medida que hablaba—.
Creo que Rex no me es fiel.
—¡Lucía! ¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca? —los ojos de Irma se habían
abierto desmesuradamente y comenzó a hablar con firmeza, casi regañando a su
amiga—. Sé con seguridad que Rex está perdidamente enamorado de ti, de no ser así
nunca se habría casado, le conozco bien. Sólo lleváis casados un mes y me dices que
no te es fiel, no te comprendo.
Al oír las palabras de Irma, Lucía se derrumbó. Dejó la taza sobre la mesa
intentando disimular las lágrimas que, pese a sus esfuerzos, inundaban sus ojos.
—Sé que parece una locura, incluso yo he rechazado esa idea millones de veces
pero… Él siempre fue un donjuán incorregible, incluso su padre me lo ha dicho…
—¡Hasta que te conoció a ti! —interrumpió Irma, secando las lágrimas de las
mejillas de Lucía—. Claro que era un donjuán, precisamente por eso estoy tan segura
de que te quiere. Es un hombre de treinta y cinco años. Ha tenido tiempo de sobra
para casarse y, sin embargo, sólo se ha decidido a dar ese paso contigo. Recuerda que
su padre también te dijo que nunca le había visto enamorado. ¿Por qué crees que Jim
te aprecia tanto? Has hecho un milagro con su hijo.
—¡Milagros!… Durante el tiempo que fuimos novios siempre confié en que yo
lograría hacerle cambiar con mi amor, pero es absurdo pensar en que se puede
cambiar la auténtica naturaleza de alguien —sollozó Lucía.
—¿Por qué dices todo eso? ¿Qué ha ocurrido para que pienses así?
—Han sido varias cosas las que me han hecho llegar a esa conclusión —dijo
Lucía, buscando un pañuelo en el bolsillo de su bata con el que se secó las lágrimas—
. Han sido detalles a los que separadamente no se les da importancia y que unidos te
hacen llegar a una conclusión.
Lucía hizo una pausa que Irma no interrumpió. Arrugaba el pañuelo
intentando calmarse, con los ojos fijos en un punto de la alfombra que había bajo sus
pies. Después de algunos segundos levantó de nuevo la cara y volvió a mirar a su
amiga.
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—Irma, creo que estoy en lo cierto y eso no me deja vivir… Unos días antes de
la boda me di cuenta de que algo le ocurría. Se volvió más cerrado, es algo difícil de
explicar. Lo achaqué a los nervios, a la tensión del trabajo, la ceremonia, el viaje…
Después, durante el crucero, nos encontramos con una mujer que al parecer trabaja
en una agencia de publicidad. Tuvimos que cenar con ella varias noches… tendrías
que haber visto su manera de comportarse con él, sus gestos, sus insinuaciones. Tuve
que soportar las sonrisas irónicas que me dirigía.
Irma observaba atentamente a Lucía, escuchaba sus palabras intentando ser lo
más objetiva posible. Sus movimientos nerviosos y rápidos le indicaban que estaba
realmente preocupada y afectada, casi obsesionada por lo que ella consideraba una
vuelta de su marido a un tumultuoso pasado sentimental.
—¿Qué te dijo él sobre eso, Lucía? Si la situación fue tan insoportable como me
dices imagino que le harías alguna pregunta.
—No le comenté nada al respecto —contestó Lucía bajando la cabeza—. Desde
que nos conocimos decidimos aceptarnos tal como íbamos a ser a partir de aquel
momento… sin preguntas, confianza total. Pese a no preguntarle nada, el primer día
me dijo que era una de sus clientes más importantes y que íbamos a tener que estar
con ella. Lo que te puedo asegurar es que el trato entre ellos no era el de una relación
meramente comercial.
—Lucía, no seas injusta —interrumpió Irma, vehemente—. Te explicó que se
trataba de una de sus clientes. Él no es responsable de cómo se comporte esa mujer.
Por otra parte, sabes que Rex ha pasado momentos duros en la productora y no
puede permitirse el lujo de crear una situación embarazosa con alguien que le está
proporcionando una importante facturación.
—Yo pensé lo mismo en un principio —contestó Lucía, sonriendo de un modo
triste—. Soporté aquella situación porque sabía que era importante para él.
—¿Lo ves? No tiene tanta importancia. Lo que te pasa es que estás enamorada,
has empezado una nueva vida y tienes miedo.
—En eso tienes razón, Irma. Quiero a Rex de todo corazón y tengo miedo. He
pasado momentos muy duros en mi vida y muchas veces siento pánico ante la
posibilidad de que esta felicidad se destruya de repente.
—No le des más vueltas —la tranquilizó Irma—. Eso es lo único que ocurre.
Relájate, y empieza a disfrutar de tu nueva vida.
—Eso es difícil, Irma —dijo Lucía poniéndose en pie—. Eso no es lo único que
ha ocurrido. Ese Cambio de carácter del que te he hablado antes se mantiene
invariable. Le noto distante, diferente.
—Tal vez sea el trabajo —aventuró su amiga.
—Probablemente —interrumpió Lucia mientras comenzaba a pasear por el
salón—, pero estoy segura de que hay algo más. El último día de nuestra luna de
miel, mientras estaba haciendo las maletas, cayó del bolsillo de una de sus
americanas un papel doblado. Al desdoblarlo, antes de tirarlo a la papelera me di
cuenta de que tenía apuntado el nombre de una mujer y su número de teléfono.
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—¡Por favor, Lucía! Creo que estas sacando de quicio las cosas.
—Déjame terminar, Irma. Rex estaba en la terraza, salí y le pregunté con toda
naturalidad si necesitaba aquel papel. Fue su reacción lo que me sorprendió. Me lo
arrebató de las manos de inmediato, la expresión de su cara cambió sin darme
ningún tipo de explicación…
Los labios de Lucía temblaban perceptiblemente al hablar. Al sentir que se
estaba derrumbando de nuevo se sentó en el brazo de una de las butacas que estaban
frente al sofá. Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos y carraspeó en un
esfuerzo por mantener la voz clara antes de continuar hablando.
—Cuando llegamos ayer por la tarde, —dijo reiniciando su relato—, después de
llamar a su padre, yo entré en el cuarto de baño para darme una ducha. Antes de
meterme en la bañera me di cuenta de que había dejado el albornoz sobre la cama, así
que salí a recogerlo. Rex tenía el teléfono en la mano y oí que preguntaba por Rose…
El mismo nombre que estaba escrito en aquel misterioso papel. Cuando se dio cuenta
de que yo estaba en la habitación, colgó precipitadamente.
Cuando Lucía dejó de hablar. Irma se puso de pie situándose frente a ella. Lo
que había escuchado hasta el momento distaba mucho de la idílica descripción de
una romántica luna de miel, que era lo que ella esperaba oír aquella mañana. Estaba
absolutamente segura de que se trataba de absurdas coincidencias que Lucía se había
empeñado en hilar, tejiendo un extraño entramado de celos que no eran propios de
ella. El miedo a perder la felicidad que tanto había perseguido le impedía disfrutar
de ella.
—Lucía, escúchame —dijo con voz persuasiva—. ¿Te das cuenta de que estás
exagerando las cosas? Según lo veo yo, y creo que soy bastante objetiva, se trata de
simples coincidencias, de detalles que en sí mismos no tienen ninguna consistencia.
Creo que Rex te ha demostrado en innumerables ocasiones que te quiere y su amor
merece un margen de confianza más amplio del que le estás otorgando.
—Tal vez tengas razón —contestó Lucía, con voz temblorosa.
—Estoy segura de que tengo razón. Llevo cuatro años casada y sé a ciencia
cierta que entre dos personas que se aman a veces ocurren estas cosas, precisamente
por el amor que se tienen. No puedes permitir que tus propios fantasmas anulen tu
felicidad.
Lucía esbozó una sonrisa al escuchar las palabras de su amiga. Siempre
conseguía calmarla en los malos momentos. La conocía bien y sabía perfectamente
cuáles eran sus puntos débiles. Pese a la imagen de seguridad y fuerza que transmitía
habitualmente y que sus rasgos decididos le ayudaban a lograr, en el fondo era una
persona insegura. Dudaba de sí misma, de su capacidad y, sobre todo, de su suerte.
Durante los últimos años ésta parecía sonreírle, pero siempre temía que se le
escapase de entre las manos, que sus ilusiones se hiciesen añico a sus pies. Tenía
miedo a las sombras, a esos requiebros inexplicables y repentinos de la vida que
desde su adolescencia había sufrido.
—Tienes razón, Irma. Probablemente son imaginaciones mías —dijo Lucía, más
tranquila—. He estado muy nerviosa y eso ha debido afectarme.
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—Me alegro de que te des cuenta. Eres bonita, dulce e inteligente. Estoy segura
de que Rex nunca tendrá necesidad de buscar nada fuera de su propia casa.
—Gracias por tu apoyo, Irma. Siempre estás a mi lado cuando te necesito.
—Soy estupenda, ¿verdad? —bromeó Irma—. Hoy he venido incluso sin que
tuvieras el detalle de llamarme, estoy segura de que soy la orgullosa portadora de
una increíble capacidad telepática.
—¡Eres incorregible! —exclamó Lucía riendo, poniéndose en pie igual que su
amiga—. Consigues hacerme reír incluso en los peores momentos.
—Para eso estamos las amigas, ¿no? —respondió Irma guiñándola un ojo—. Por
cierto, me comentaste antes de la boda que habías recibido algunas llamadas de
aquel tipo de Texas por el que tuviste que marcharte de allí. ¿Estás segura de que tu
estado de nervios no tiene nada que ver con eso?
La sonrisa se borró de inmediato de los labios de Lucía. Su duro pasado que
nadie, ni tan siquiera Irma o su marido, conocían, regresaba a ella y le helaba la
sangre. Pese a que había conseguido salir adelante de una forma digna, la dureza de
aquellos tiempos, la gente con la que había tenido que tratar había calado muy hondo
en ella. Era precisamente eso lo que hacía que temiese continuamente que una mala
racha volviese a hacer aparición en su vida. Se había prometido a sí misma, hacía ya
muchos años, que, desde el mismo momento que saliese de Texas, comenzaría una
nueva vida intentando olvidar el pasado.
Irma tenía razón. No sabía cómo lo había conseguido, pero Larry Thomson
tenía la dirección y el número de teléfono de su casa, tres años después de haberse
instalado en Nueva York. Cuando oyó su voz al otro lado del teléfono un mes antes
de la boda creyó que el mundo se hundía bajo sus pies. Le explicó que iba a casarse,
que hiciera el favor de olvidarse de ella, pero él parecía no resignarse. Ahora que la
había encontrado no cejaría en su empeño. Con la excusa de los nervios de la boda se
mudó a casa de Irma y dejó su apartamento antes de lo previsto y con ello se olvidó
de las llamadas de Larry, pero tuvo que inventar una historia sobre aquel hombre de
Texas para satisfacer la curiosidad de su amiga.
—Irma, no te niego que en un principio aquello me afectó —respondió con un
hilo de voz—, pero por suerte creo que se ha olvidado de mí. Tienes razón, debo
relajarme y comenzar mi vida de casada con buen pie —dijo intentando parecer más
animada.
—Me alegro mucho de haberte servido de ayuda —dijo Irma, asiendo el bolso
que había dejado sobre el sofá—. Me gusta verte animada. Ahora tengo que
marcharme.
—¿Tan pronto?
—No me queda más remedio. Aún tengo que hacer algunas compras e ir a
buscar a los niños al jardín de infancia—. Irma tomó del brazo a Lucía y se dirigió
hacia la puerta—. Llámame si necesitas cualquier cosa y recuerda que tenemos una
cena pendiente para esta semana.
—De acuerdo, Irma. Muchas gracias por todo.
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—Ante todo recuerda que Rex te ama. Creo de todo corazón que podéis ser
muy felices juntos, pero para eso tienes que poner confianza de tu parte.
—Lo recordaré —contestó Lucía, acompañándola hasta el ascensor—. Sabes que
es lo que más deseo en el mundo.
—¡Acuérdate de llamarme para que salgamos todos a cenar! —gritó Irma desde
el interior del ascensor, pulsando el botón de bajada.
Lucía entró de nuevo en casa, más relajada y sonriente. Decidió darse una
ducha y vestirse. Tal vez Rex no tuviese finalmente aquella comida y podrían comer
juntos en casa. Aprovecharía el resto de la mañana para terminar de deshacer el
equipaje y hacer la lista de la compra. Su nueva vida de ama de casa había
comenzado y esperaba ser capaz de hacerlo lo mejor posible.
Mientras llevaba a la cocina la bandeja del café oyó el timbre del teléfono. La
dejó apresuradamente sobre la barra y levantó el auricular del aparato que tenía
sobre ésta. Seguramente se trataría de Rex.
—Dígame —su voz reflejaba de nuevo confianza, seguridad.
La voz de Lucía era increíblemente serena y melodiosa.
—Te he vuelto a encontrar, Lucía.
Cuando oyó aquella voz se quedó paralizada. Nunca podría deshacerse de
aquella pesadilla. Se sentó en una de las banquetas, las piernas le temblaban y el
corazón latía con tal fuerza en su pecho que la sangre le zumbaba en los oídos.
—¿Cómo me has encontrado, Larry? —preguntó con voz temblorosa.
—He de reconocer que eres una muchacha muy escurridiza… pero ya sabes que
yo soy muy listo…
La voz ronca y pastosa de aquel hombre le hacía sentir asco, miedo, angustia…
Intentó sobreponerse y plantarle cara.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó secamente.
—Ya me he enterado de que finalmente te has casado, incluso sé quién es tu
afortunado marido.
Durante unos segundos, que a Lucía le parecieron interminables, los dos se
quedaron en silencio. Ella podía sentir perfectamente la respiración pesada de Larry,
le parecía estar viéndole en aquel momento.
—¿Y qué? —dijo Lucía, rompiendo el silencio—. ¿Es que eso debe
preocuparme?
—Júzgalo tú misma —respondió Larry con una sarcástica sonrisa—. Has
conseguido un marido que no es millonario pero que es bastante respetable. Has
tenido suerte… Una muchacha que comenzó como inmigrante ilegal, que trabajó en
moteles de carretera que tienen una más que dudosa reputación —Larry chasqueó la
lengua en gesto de desaprobación—… Que incluso fue la protegida de una de las
más conocidas dueñas de locales de mala fama…
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Capítulo 2
Después de permanecer tumbada sobre la cama durante algún tiempo logró
incorporarse con dificultad. La cabeza le daba vueltas a toda velocidad. ¿A qué se
referiría Larry al decir que se aprovecharía de su desahogada situación económica? Si
le estaba hablando de un chantaje, ¿de dónde sacaría ella el dinero?
Mientras intentaba buscar una solución que la liberase de Larry Thomson, el
teléfono sonó de nuevo sacándola de su abstraimiento. Pensó que era él de nuevo.
No podría soportar oír otra vez aquella voz que se burlaba de ella, que la amenazaba.
Dejó que sonase una y otra vez pero, al ver que no desistía, alargó su brazo
tembloroso hacia el aparato que tenía sobre la mesilla.
—Dígame —contestó con voz apagada.
—¡Hola, cariño! ¿Te ocurre algo?
—No, no —respondió aliviada al escuchar la voz de Rex—. Me duele un poco la
cabeza, eso es todo.
—Te llamo para darte una sorpresa, sólo tengo dos minutos —la voz de Rex
sonaba alegre—. He logrado cancelar la comida que tenía hoy, así que dentro de una
hora estaré allí para llevarte a algún restaurante agradable y romántico. ¿Te apetece?
—¡Claro, Rex! —dijo Lucía, intentando animar la voz—. Estaré preparada para
cuando llegues.
—Estupendo. Hasta luego… y recuerda que te quiero.
—Yo también a ti, Rex —musitó Lucía.
Al colgar se dio cuenta de lo absurdas que le parecían ahora todas sus
sospechas con respecto a Rex. Las palabras de Irma acudían a su memoria. Rex la
amaba de verdad y ella veía fantasmas por todas partes cuando temía que su
felicidad se rompiese. Después de oír la voz de Larry había comprendido cuál era el
verdadero problema que amenazaba su matrimonio: su vida anterior. Fueron las
primeras llamadas de ese hombre las que la sacaron de sus casillas, haciendo que
viera comportamientos extraños en Rex cuando en realidad era ella la única alterada.
Ahora lo veía claro.
Se dirigió descalza hasta el cuarto de baño. Una ducha larga y templada era lo
que le hacía falta para recuperar la calma.
Larry sabía que no tenía nada de qué avergonzarse, su único error había sido no
confiar en nadie, sobre todo en Rex. Aquellos años volvían a ella irremediablemente.
Lucía era la hija única de una familia de clase media mexicana, su vida había
sido absolutamente normal hasta que cumplió los dieciocho años. Fue entonces
cuando sus padres murieron en un extraño accidente y un hombre, al que nunca
había visto, la llevó hasta una zona próxima a la frontera con Estados Unidos, le
entregó una pequeña suma de dinero, una carta de sus padres y una caja con algunas
joyas, poniéndola en contacto con un grupo de personas que la ayudarían a pasar la
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frontera. Nunca volvió a verle. No le dio ninguna explicación, sólo le dijo que leyera
la carta.
Lucía se encontró escondida en mitad de la nada, rodeada de extraños de
aspecto miserable que la miraban de arriba abajo. La muerte de sus padres había sido
un duro golpe para ella, pero el contenido de la carta lo fue más aún. Estaba escrita
hacía algunos meses, cuando su padre se dio cuenta de que los turbios negocios en
los que se había metido por sacar a su familia adelante se le habían escapado de las
manos. Le decía a su hija que comenzase una nueva vida en otro lugar, que huyese
de todo aquello que les había separado y que aprendiese de sus errores.
Todo le parecía tan increíble y confuso que llegó a perder la noción del tiempo,
de lo que realmente le estaba ocurriendo. Había pasado de ser una joven estudiante
cuyos problemas no iban más allá de sacar buenas notas, a encontrarse sola teniendo
que enfrentarse a una vida dura entre desconocidos. Apenas podía recordar cómo
pasó la frontera y los avatares que la llevaron hasta la puerta de un motel de
carretera en Texas donde se necesitaba una camarera. El dinero que le habían
entregado alcanzó para pagar a los que la ayudaron a cruzar la frontera; del colgante
y el anillo de su madre no quería deshacerse, por tanto tenía que trabajar, de
inmediato. En aquel motel conoció a la persona que la ayudó a superar aquel revés
de la vida: Molly.
Recordando a la mujer que la apoyó sin pedir nada a cambio salió de la ducha,
se puso el albornoz y se dirigió al armario para elegir la ropa que se pondría.
Rebuscó durante algunos minutos hasta decidirse por un sobrio vestido negro cuyos
bordes estaban ribeteados en fucsia. En la parte derecha del pecho se dibujaba un
bolsillo pequeño, por el que asomaba un pañuelo de seda del mismo color. Los tonos
alegres y vivos hacían que el color moreno de su piel resultase más intenso, sus
facciones cobraban aún más fuerza. Molly siempre se lo decía: «El corte de tus
vestidos ha de ser siempre sobrio y elegante, es la mejor manera de que a una mujer
la respeten desde un principio, pero siempre has de utilizar algún color atrevido, es
la mejor manera de que no te consideren aburrida». Ese recuerdo la hizo sonreír. Fue
esa mujer la que la había apoyado, la que la había protegido de una vida que nunca
hubiese imaginado le correspondería vivir.
Lucía tuvo que trabajar duro en aquel motel, pero Molly nunca le pidió que su
trabajo no fuera honrado, precisamente porque ella sabía lo que era perder la
dignidad y el orgullo. Vivió allí durante cuatro años, estudió y trabajó para conseguir
superarse. Fue testigo de muchas situaciones desagradables que siempre la habían
perseguido desde entonces, entre ellas el conocer a Larry Thomson. Cuando se
marchó de Texas, Molly le hizo prometer que nunca le diría a nadie dónde había
vivido aquellos años. Quería para ella una vida honrada, distinta a la suya y para eso
tenía que borrar aquella parte de su existencia. La separación fue dura, pero Lucía se
había convertido en el principal objetivo de un desalmado como Larry y hubo de
huir precipitadamente. Se marchó a Los Angeles, donde comenzó a trabajar como
azafata de congresos y fue allí donde se enteró de la muerte de Molly. Tuvo que
trasladarse de nuevo ya que Larry averiguó su paradero, pero desde que llegó a
Nueva York había empezado una vida nueva y maravillosa para ella…, hasta aquel
día en que al levantar el teléfono volvió a oír su voz.
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Cuando estaba maquillándose, frente al espejo del cuarto de baño, oyó el ruido
de una llave en la puerta del apartamento, después reconoció los pasos firmes de su
marido que cruzaban el salón.
—¡Lucía! Ya he llegado.
Al oír la voz profunda de Rex, Lucía sintió que su corazón volvía a acelerarse.
Deseaba verle con todas sus fuerzas y por otra parte tenía miedo. Miedo a que
pudiese descubrir sus pensamientos, su angustia…, miedo a que él no la amase.
—¡Estoy en la habitación!
Rex llegó a su lado a los pocos segundos envolviéndola con sus fuertes brazos
que cruzó por el pecho de su esposa, inmovilizándola frente al espejo para mirarla. Él
vestía un traje verde botella del mismo color de sus ojos. Sus facciones, algo duras,
quedaban suavizadas por el castaño claro de su abundante cabello. Era un hombre
alto, deportista y fuerte del que Lucía se había enamorado la primera vez que le vio.
Fue una atracción mutua e irreprimible, un amor loco y apasionado que sólo se
encuentra una vez en la vida.
—Estás preciosa, Lucía. Siempre lo estás. ¿Cómo te encuentras?
—Ya no me duele tanto la cabeza —contestó Lucía, intentando hablar con
normalidad—. Parece que tú también estás algo más animado.
Rex sonrió de medio lado e hizo girar a su mujer entre los brazos hasta tenerla
frente a él. Aquella sonrisa, su proximidad hacían que sintiese aún más
profundamente el amor que le tenía. Al notar su respiración la suya se aceleraba,
deseaba permanecer siempre junto a él, sentir sus caricias, abandonarse a esa
sensación.
—Tienes razón, Lucía —dijo Rex, hablando casi sobre sus labios—. Disculpa mi
estado de ánimo de los últimos días, creo que el viaje de regreso y los problemas que
surgieron en la productora justo antes de irnos me afectaron. ¿Me perdonas?
—No hay nada que perdonar —sonrió ella.
Aunque la voz de Rex no le sonaba absolutamente sincera, como le ocurría
desde antes de la boda, Lucía intentó no pensar en ello. Se sintió aliviada al ver que él
mismo intentaba darle una explicación sobre su comportamiento, una explicación
que coincidía en parte con lo que Irma había intentado hacerle ver esa misma
mañana. Mirándole a los ojos creía poder ver que había algo que era diferente, pero
tal vez el problema estuviese en ella misma, en el miedo que tenía de perderle, en
que no se atrevía a mirarle directamente, como siempre había hecho.
Rex la besó largamente y la estrechó entre sus brazos. Acarició su cabello, besó
su barbilla… Lucía le apartó de sí con suavidad.
—Si no nos vamos ya no encontraremos ningún restaurante donde nos den de
comer, Rex.
—¿De verdad quieres que nos vayamos? —preguntó él, volviendo a atraerla
hacia sí y susurrándole al oído.
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Una vez se hubo marchado Jim, Rex se sentó de nuevo detrás de su mesa. En
unos minutos tenía una reunión con uno de sus clientes más importantes. El spot que
le habían encargado supondría un balón de oxígeno para la falta de liquidez de su
empresa. Por suerte parecía que había logrado llegar a un acuerdo con la oficina de
impuestos para retrasar los pagos hasta cobrar ese trabajo. ¡Y lo que era más
importante! Ni su padre ni Lucía se habían enterado de los difíciles momentos por
los que había pasado, pese a haber tenido que realizar gestiones incluso durante la
luna de miel… gestiones que no siempre eran de su agrado.
Realmente su padre tenía razón, todas las mujeres, excepto Lucía, le habían
causado problemas. Precisamente por eso la amaba a ella; por su inocencia y su
dulzura, por el amor que le daba. Desde el día que la vio en aquel festival de cine
publicitario, cuando le indicó en qué butaca debía sentarse con una expresiva sonrisa
y su uniforme rojo de azafata, supo que aquella mujer llegaría a ser algo diferente,
sólo para él.
Cuando encendía un cigarrillo distraídamente, navegando en sus recuerdos,
sonó el timbre del teléfono interior.
—Dígame.
—Los señores de la agencia DBB han llegado —anunció una impersonal voz
femenina.
—Gracia, Shelly. Hágales pasar.
Lucía estaba paseando nerviosamente por el salón. La tarde anterior había sido
una verdadera tortura, no había podido relajarse en ningún momento, ni siquiera en
los brazos de Rex. Tenía la sensación de que en cualquier momento iba a sonar el
teléfono e iba a escuchar la voz de Larry. Durante todo el tiempo que le era posible
permanecía cerca del aparato. ¿Y si respondía Rex y Larry empezaba a hablar? Estaba
loco, era un lunático y de él cabía esperar cualquier cosa. La única vez que sonó el
teléfono durante toda la tarde, pensó que el corazón le iba a escapar del pecho.
Intentó responder con toda la tranquilidad de la que pudo hacer acopio y cuando
oyó la voz de Irma creyó que iba a desmayarse. ¡No se sentía capaz de soportar esa
tensión durante mucho tiempo!
Ya había hecho todo lo posible por distraerse y Freddy estaba desconcertado
observando su ir y venir cuando sonó aquel timbre que tanto temía y tanto había
deseado escuchar aquella mañana. Estaba segura de que Larry la volvería a llamar,
así que prefería que ocurriera mientras estaba sola. Descolgó el auricular y antes de
que le diera tiempo a responder oyó la voz pastosa que tanto odiaba:
—¡Hola, preciosa! ¿Estabas esperando mi llamada?
—Dime qué quieres y terminemos de una vez —la voz de Lucía sonó cortante y
fría.
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Capítulo 3
Rex había llegado a media tarde de la oficina, así que cenaron temprano; la
charla era animada y alegre. Jim contó algunas anécdotas de su juventud que
hicieron reír a Lucía. Ambos hombres estaban atentos a sus reacciones. A medida que
transcurría la velada y Lucía se daba cuenta de que lograba engañarles con su
aparente tranquilidad, se sintió más segura de sí misma, más capaz de superar esa
situación. Se repitió una y otra vez que mantenerse fría era la única posibilidad que
tenía de salir adelante.
—Tengo una sorpresa para ti, cariño —dijo Rex, casi al final de la velada.
—Hoy es el día de las sorpresas —palmoteo Lucía, alegremente—. ¿De qué se
trata?
—Pasado mañana salimos de viaje —al ver la cara de sorpresa de su mujer,
siguió hablando—: pero no te asustes, será un viaje corto, sólo dos o tres días.
Lo primero en lo que pensó Lucía fue en Larry. Tenía un solo día para encontrar
el dinero pero… no dijo cuándo la llamaría. ¿Y si no la encontraba en casa? Eso sería
casi peor, se volvería loca durante el viaje pensando en la reacción de aquel
estafador.
—¿Adónde vamos? —se decidió a preguntar, intentando hacer que su voz
sonase alegre.
—Aún no lo sé exactamente. Será a una playa. He de ir a buscar exteriores para
un nuevo anuncio y he pensado que podríamos aprovechar y pasar un agradable fin
de semana. ¿Qué te parece?
—Estupendo, Rex… estupendo.
A la mañana siguiente esperó a que Rex se marchase a trabajar y salió
inmediatamente después. Tenía cinco mil dólares en su cuenta bancaria e iría a
retirarlos de inmediato. Era lo único que le quedaba de sus ahorros después de
comprarse el traje de novia y algunos detalles que le habían sido necesarios para la
boda. El resto del dinero lo había guardado para una ocasión especial, pero nunca
pensó que se trataría de un chantaje. Aun así, sólo era la mitad de lo que le había
pedido Larry y no sabía cómo podría conseguir el resto.
Se dirigió directamente al banco y anuló su cuenta, ante el asombro del director,
que la conocía desde hacía varios años. Sin embargo, el aspecto tranquilo de ella le
hizo suponer que se trataba de algún gasto que le quedaba pendiente de su reciente
boda. Lucía regresó directamente al apartamento para esperar la llamada de Larry.
Presentía que la llamaría ese mismo día; le gustaba torturarla, así que pensó que era
la reacción más lógica.
Cuando llegó a casa se quitó los zapatos de tacón de ante negro que calzaba,
reiniciando sus interminables paseos por la alfombra del salón, como había sido
costumbre los dos últimos días. Después de unos largos minutos de espera, decidió
hacer algo útil para distraer su atención. Encendió el equipo de música y sintonizó
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una emisora dedicada a las listas de grandes éxitos. Se quitó el traje de chaqueta gris
que vestía y se puso cómoda.
Tras darle de comer a los gatos y regar las plantas, pensó en comenzar a hacer
la maleta para el día siguiente. Al fin y al cabo no sabía a qué hora se marcharían. Al
empezar a guardar la ropa planchada en el armario, para apartar la que se iban a
llevar, se dio cuenta de que Rex se había dejado la cartera en la americana que se
había puesto el día anterior. Se sentó sobre la cama para llamarle por teléfono por si
la necesitaba.
Tenía el auricular sujeto con una mano y, después de marcar, tomó la cartera
con la otra. Cuando empezaba a sonar la señal, la cartera se le cayó al suelo,
quedando abierta por la mitad. Sobre su foto vio de nuevo aquel misterioso papel,
con el nombre de Rose y un número de teléfono. Colgó de inmediato. Tal vez no
fueran todo imaginaciones suyas…
Volvió a recordar el día que lo había visto por vez primera, la extraña reacción
que había tenido Rex cuando la vio sostener el papel en la mano. ¿Por qué? ¿Qué
tenía que ocultar? Volvió a sentir los celos con dolorosa intensidad. Levantó de
nuevo el auricular y marcó el número que había apuntado en el papel. El corazón le
latía desbocado, en realidad no sabía para qué llamaba, pero necesitaba oír la voz de
aquella mujer. Tal vez eso le diera una pista. Después de varias llamadas saltó un
contestador automático… Lo escuchó con detenimiento. ¡Era la voz de la mujer del
barco! Colgó de inmediato sin saber qué pensar o hacer. Estaba confundida,
extrañada… Antes de que le diera tiempo de reponerse de su estupefacción, sonó el
teléfono. Cuando levantó el auricular, antes de decir nada, supo que se trataba de
Larry.
—Dígame.
—Soy yo, querida Lucía. ¿Tienes alguna noticia para mí?
—Sí —respondió Lucía de inmediato—. Sólo te puedo dar cinco mil dólares. Es
todo lo que tengo.
—¿Es que no he sido bastante claro? —preguntó Larry con dureza—. Quiero
diez mil dólares, ni un centavo menos. De no ser así, al menos me concederé el placer
de destrozar tu vida.
—Mañana tengo que salir de viaje con mi marido —contestó Lucía con
frialdad—. Estaré fuera tres días.
—Muy bien, te daré de plazo una semana para conseguir el dinero. Te llamaré
de nuevo dentro de cuatro días.
Los pensamientos de Lucía se agitaban como un torbellino dentro de su cabeza.
Por una parte Larry, por otra Rex. Parecía que todo se había unido para hundir su
vida, esa vida por la que tanto había luchado, en un solo momento. Intentaría que
Larry no hablase por todos los medios que estuviesen a su alcance. Era absurdo tener
que pagar por callar algo que nunca había sucedido, pero eran las reglas del juego.
De lo que no estaba segura era de que eso sirviese para salvar su matrimonio. Ella
amaba a Rex con toda su alma, no tenía nada concreto por lo que dudar de él y, a la
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—Te han llamado del banco. Pero primero recupérate y luego me lo explicas.
Lucía sintió por una parte un tremendo alivio, por otra la angustia de inventar
una excusa por la que hubiera decidido sacar el dinero del banco. Intentó alargar los
supuestos segundos de recuperación hasta que se le ocurriera algo. Cuando el color
había vuelto a sus mejillas, Rex comenzó a hablar de nuevo:
—Cuando llamaron del banco y les dije que era tu marido me dijeron que esta
misma mañana habías ido a anular tu cuenta, retirando los cinco mil dólares que
tenías allí. Dejaste algunos papeles sin firmar, por eso te llamaban —Rex tomó la
mano de Lucía y la besó, ya estaba mucho más calmado—. No me quiero entrometer,
es tu dinero, pero somos marido y mujer y se supone que tenemos que confiar el uno
en el otro. La cantidad es lo suficientemente importante como para que me cuentes
para qué lo necesitas con tanta urgencia.
Lucía se quedó callada durante unos instantes, aguantando la mirada
expectante de los verdes y profundos ojos de Rex. Tenía que decirle algo convincente
pero no sabía el qué.
—Es… es una sorpresa —acertó a decir finalmente.
Al ver cómo se fruncía el ceño de Rex con gesto de extrañeza, supo que tenía
que añadir algo más.
—Pero no es algo inmediato, ya lo sabrás a su debido tiempo. Estoy segura de
que te va a gustar.
—De acuerdo —contestó Rex, que parecía haberse quedado conforme—.
Viniendo de ti, estoy seguro de que será una sorpresa estupenda.
Rex la estrechó entre sus brazos con ternura. Lucía suspiró profundamente y se
entregó a su abrazo sintiéndose mucho más ligera. Aquello le daba un margen de
tiempo. En cuanto solucionara el tema de Larry buscaría más dinero y pensaría en
algo que pudiese ser una sorpresa para Rex. De momento había salido del apuro.
—¿Te encuentras mejor, Lucía? —le preguntó Rex, susurrándole al oído.
—Mucho mejor —contestó ella sonriendo.
Las manos de Rex comenzaron a acariciar todo su cuerpo por encima de la ropa
para meterse después por debajo de su vestido. Sus respiraciones se aceleraban y el
deseo se fue apoderando de ellos. Era la primera vez, desde que habían regresado,
que Lucía se sentía así, dispuesta a demostrar su amor, dispuesta a dejarse amar.
Olvidó sus celos, su angustia y se entregó a él.
—Cuando llamó Irma —dijo Rex, con su boca sobre la de Lucía y la voz
entrecortada—, le dije que la llamarías para ir esta noche a su casa.
—Estoy segura de que lo comprenderá —contestó Lucía, con un gesto de
complicidad—. ¿No crees? —terminó de decir, mientras dejaba caer al suelo el
auricular del teléfono.
—Irma es muy comprensiva…
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Irma esperaba con el auto en marcha frente al portal del apartamento de los
Walters. Pese a ser de noche ya, aún había bastante gente caminando
desordenadamente por la calle. Cuando hacía mal tiempo la ciudad parecía
desbordarse, volverse loca. Unos iban corriendo, llevando el paraguas como podían,
otros más lentamente incluso con bolsas de basura a modo de impermeable, todos
pasaban por delante de su ranchera, haciendo los más diversos gestos ante su mirada
divertida. Esa calle era más bien estrecha y tranquila, pese que a lo lejos se podía oír
el claxon de los autos que no lograban avanzar en el enloquecido tráfico de Nueva
York. Irma estaba escuchando la emisora de grandes éxitos que siempre solía
sintonizar, mientras esperaba a que bajase Lucía para irse a cenar juntas. Siempre la
tenía que esperar.
Irma tenía treinta años pero su mirada azul seguía siendo la de una niña dulce y
divertida. Sus dos hijos de tres y dos años, respectivamente, la adoraban, al igual que
el resto de las personas que la conocían. Robert, su marido, un serio inspector de
policía que tenía que tratar con la escoria de aquella jungla, se sentía revivir al estar a
su lado. Le contaba algunos casos, ella lo escuchaba atentamente y después le daba
su opinión…, incluso a veces le había ayudado con sus creativas deducciones. Era
una mujer alta y delgada que en ocasiones podía resultar incluso desgarbada, pero el
brillo de sus ojos y el aspecto travieso que le proporcionaba el flequillo de su melena
corta y rubia, la hacían seductora sin reservas.
Aquella noche Robert, Rex y otros amigos del gimnasio se habían ido a cenar
juntos para celebrar el matrimonio de Rex a su manera. Irma se había encargado de
despistar a las mujeres de los demás para poder salir sola con Lucía. No la veía desde
el regreso de su luna de miel y la había encontrado nerviosa y triste, así que pensó
que sería mejor que tuvieran la oportunidad de charlar con calma. La consideraba
como una hermana, durante tres años habían trabajado juntas, compartiendo los
buenos y malos momentos… Aunque conocía a Rex desde hacía sólo un año, estaba
segura de que él amaba a Lucía. Lo consideraba un hombre que había vivido mucho
y muy rápido, pero precisamente esa experiencia, el haber conocido a toda clase de
mujeres, era lo que le había hecho enamorarse de Lucía desde el primer momento
que la vio.
Después de unos minutos de esperar a Lucía dentro del auto la vio salir del
portal y saludarla con la mano, mientras intentaba abrir el paraguas. Estaba tan
bonita como siempre. Llevaba un vestido rojo de punto de algodón y seda que a Irma
siempre le había gustado. Marcaba sus formas sin llegar a ser ajustado y la chaqueta
de anchos hombros a juego le daba un toque muy personal. Ese vestido en otra
persona hubiese parecido llamativo, sin embargo parecía hecho para Lucía. Cuando
Irma se inclinó hacia la portezuela por la que entraría su amiga, con el fin de quitar el
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seguro, vio cómo un hombre alto y fuerte, de aspecto desagradable se acercaba a ella.
Se quedó pegada a la ventanilla, pensando que le iría a preguntar alguna dirección.
Llevaba una camisa de cuadros desabotonada hasta el estómago, que dejaba entrever
lo que, desde la distancia, le pareció un pecho peludo y tatuado. El resto no lo podía
ver muy bien, pero desde luego no parecía un tipo recomendable. Le estaba diciendo
algo a lo que Lucía respondió y justo después la agarró por el brazo tirando de ella
hacia un lado del portal. Al ver la reacción nerviosa de su amiga, Irma se despegó de
la ventanilla y salió de inmediato sin ocuparse de cerrar su puerta ¿Quién sería aquel
hombre?
—¡Lucía! —gritó desde el otro lado de la calle, esperando a poder cruzar—.
¡Lucía!
Después de llamarla por segunda vez, Lucía apareció, le hizo una señal
tranquilizadora con la mano y cruzó la calle. Ambas entraron de inmediato en el
auto.
—¿Quién era ese individuo? ¡Menudo susto me he llevado! —dijo Irma,
buscando la mirada de Lucía, que estaba terminando de cerrar el paraguas.
—Era sólo un loco —contestó Lucía, con la respiración algo agitada.
—Bueno, ¿qué te decía?
—En esta ciudad hay gente de todo tipo —respondió Lucía, intentando
recuperar la sangre fría-^. Incluso para decirte un piropo, por cierto bastante grosero,
mira el numerito que hacen.
Al ver que Lucía recuperaba la calma y le hablaba con naturalidad, Irma le
quitó importancia al incidente, pensando que era eso, sólo un loco.
—Pues qué gracioso —dijo Irma divertida, mirándose en el espejo retrovisor—.
Para una vez que voy a la peluquería… Por intentar salvarte de un idiota mira cómo
me he quedado.
Pese al mal trago que había pasado Lucía minutos antes, no pudo evitar reírse
con ganas al ver el pelo de su amiga totalmente empapado por la lluvia. Después de
arrancar el auto y de cruzar algunos comentarios intrascendentes, ambas quedaron
en silencio, escuchando música hasta llegar al restaurante.
Lucía agradeció aquel silencio, podría reponerse de la impresión de ver a Larry
en la puerta de su casa. Había logrado salir airosa de la situación frente a Irma pero…
Ese hombre la estaba volviendo loca. Aún le resonaban sus palabras en los oídos:
«No te habrás olvidado de mí, ¿verdad? Descolgar el teléfono de tu casa no te servirá
de nada… como ves sé dónde vives y también tengo el número de teléfono de la
oficina de tu marido». Intentó deshacerse de él, explicarle que no tenía más dinero…
que una amiga suya les estaba viendo. Fue entonces cuando la arrastró por el brazo
hasta el otro lado del portal. La empujó contra la pared e intentó besarla, poniendo
una de las manos en su pecho. Aquel hombre le daba asco, su aliento a whisky, la
cara surcada por una profunda cicatriz en el lado izquierdo, que apenas podía
ocultar con una barba mal cuidada, le resultaba repugnante. Pero lo que más odiaba
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era su mirada punzante, esa mirada con la que parecía que iba a matarla y a
desnudarla a un tiempo, su voz… La voz que la perseguía, que no podía olvidar.
Cuando logró darle un golpe con el paraguas para deshacerse de él, tiró de su
pelo suelto por la espalda, obligándola a echar la cabeza hacia atrás. Le habló muy
cerca de la cara: «Siempre has sido una zorrita orgullosa, siempre fui poco para ti
¿verdad?, pero ahora no tienes a Molly para que te defienda». Cuando oyó el primer
grito de Irma llamándola, dijo más apresuradamente: «Necesito diez mil dólares o al
menos algo que lo valga, seguro que tu maridito te ha regalado alguna joya; sin esa
cantidad no puedo salir del Estado y, en ese caso, te hundiré conmigo». Entonces la
soltó. Cuando el auto arrancó, pudo verle, inmóvil bajo la lluvia, observándola. Al
recordarlo un escalofrío la hizo estremecer. Aún no sabía cómo había sido capaz de
contarle a Irma aquella historia de una manera convincente. Una mentira la estaba
llevando a otra, cada vez a mayor velocidad, pero eso le daba esperanzas… Tal vez
conseguiría no verle más.
La voz de Irma la sacó de su abstraimiento cuando llegaron a la puerta del
restaurante:
—¡Ya estamos aquí! Espero que te guste el sitio, Lucía —dijo, maniobrando para
estacionar—. Vine a cenar hace un par de semanas con Robert. Hay actuaciones en
directo mientras cenas… Es divertido.
—Seguro que me encanta —contestó Lucía, abriendo la portezuela. Además,
nosotras siempre lo pasamos bien.
—En eso tienes razón.
Cuando ya se encontraban sentadas a la mesa y habían pedido la cena, Lucía se
sintió mucho más tranquila. No era posible que después de haber logrado una vida
estable y feliz, un indeseable viniera a arrancársela de las manos. Tenía unos días
para solucionarlo y se había hecho el firme propósito de conseguirlo. Había
eliminado la posibilidad de contárselo a nadie, lo conseguiría por sí misma. La
angustia en la que estaba viviendo la había hecho fuerte.
—¿Cómo está Robert? —preguntó Lucía, alargando su cóctel margarita para
brindar con Irma.
—Brindemos por los hombres —dijo Irma, chocando las copas—. Robert está
como siempre, encantador y trabajando sin parar. Hoy ha hecho una excepción para
salir con Rex y los muchachos.
—¿Tiene algún caso interesante que resolver?
—Creo que desde hace algunas semanas están intentando encontrar a un tipo
peligroso que tiene que salir del Estado. Al parecer lleva un par de meses en Nueva
York y, según me ha contado Robert —dijo Irma acercándose a Lucía— tiene orden
de busca y captura al menos en Texas y California. Debe ser un tipo de cuidado.
—¿Cómo se llama? —se atrevió a preguntar Lucía, intentando que pareciera
pura curiosidad.
—Larry.… no sé que más, no me acuerdo ahora. ¿No era ése el nombre del tipo
que te llamó antes de la boda?
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mías. Si realmente es una clienta importante, será normal que tenga su número de
teléfono.
—De eso estoy segura.
Pasaron el resto de la noche recordando, hablando de las últimas travesuras de
los hijos de Irma y disfrutando de la cena y la música. Cuando Lucía descendió del
automóvil de su amiga, pasada la medianoche, frente al portal de su casa temió por
un momento que Larry estuviese allí. Respiró profundamente al comprobar que sus
temores eran infundados y se despidió de Irma moviendo la mano una vez hubo
abierto la puerta. Sólo un par de días más y aquella pesadilla habría terminado.
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Capítulo 4
Cuando Lucía entró en la habitación, vio que Rex había llegado y la estaba
esperando leyendo en la cama. No se veían desde que él había salido de casa por la
mañana. La joven se sentó a su lado y le besó tiernamente, no sin sentir cierto miedo
hacia su reacción. No podía evitar que el corazón le latiese más deprisa cada vez que
le veía después de varias horas; tenía la sensación de que en cualquier momento
podría haberse enterado de todo, que al mirarla a los ojos descubriría lo que le
pasaba. Al ver que soltaba el libro y recibía su beso abrazándola, se desvanecieron
sus temores.
—Has regresado temprano, Rex. ¿No os habéis divertido? —preguntó Lucía
mimosa.
—Sí, lo estábamos pasando estupendamente —le dijo Rex, tumbándola sobre la
cama y sujetándola entre sus brazos—. Pero Robert ha recibido un aviso de la
comisaría. Al parecer habían visto esta misma noche a un tipo que buscan en varios
estados y que lleva persiguiendo desde hace días. ¡Imagínate! Al parecer estaba
merodeando por esta zona… No sé si habrán conseguido atraparle. El caso es que
como se han tenido que marchar Robert, Fred y Alex justo después de cenar, los
demás hemos decidido volver a casa.
Lucía se incorporó bruscamente. Intentó mantener la calma pero aquello era
demasiado. ¡No era posible que le estuviese ocurriendo a ella! Cada vez que se sentía
más tranquila sucedía algo que la volvía a poner alerta. Si la policía llegaba a
relacionarle con ella, todo habría acabado… ¿Cómo iba a explicarle a Rex todo
aquello?
—¿Te ocurre algo, Lucía? —preguntó Rex, al advertir su reacción.
—No, no me pasa nada —contestó, mirándole de nuevo—. Se me estaba
clavando la cremallera del vestido, eso es todo.
—Eso lo soluciono yo de inmediato.
Rex le quitó la chaqueta despacio y bajó con cuidado la cremallera que llevaba
el vestido de Lucía en la espalda, besándola lentamente, a medida que su piel
quedaba al descubierto. La piel tostada de su mujer le volvía loco, la había deseado
siempre y cada día la deseaba más. Esa sensación le gustaba. La tomó entre sus
brazos y volvió a tumbarla sobre la cama, quitándole el vestido, bajando los tirantes
de la combinación de seda hasta sentir su piel desnuda por completo bajo su cuerpo.
Sus manos moldeaban las formas de Lucía que temblaba al sentir sus caricias, que se
estremecía cada vez que se perdía en la profundidad de sus ojos oscuros… Adoraba
su inocencia, su forma de amarle. ¡Era tan diferente a todas las mujeres que él había
conocido! Le amaba de una forma limpia y tierna, como ama una mujer que no ha
tenido muchas experiencias, que vive su primer amor.
Lucía no era capaz de pensar, todos sus pensamientos, todo lo que había
ocurrido aquella noche, esos interminables días, se agolpaba en su cabeza. Hubiese
deseado gritar, contarle a Rex la verdad, arrancarse del pecho esa desesperación que
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la estaba ahogando… Pero no podía hacerlo. «Tengo que mantener la calma…, tengo
que mantener la calma», era lo único que se decía una y otra vez, se lo repetía hasta
la saciedad. Poco a poco se fue abandonando a las caricias de Rex, a sus besos, a la
sensación de sentirse amada, al deseo. Aquel deseo que hacía que la sangre galopase
a toda velocidad por sus venas, que la hacía estremecerse a cada roce de sus
cuerpos…, que aquella noche se convertía en una tortura porque temía que fuese la
última vez, que aquella fuese la última oportunidad de sentir que el hombre al que
tanto amaba la hacía suya de aquel modo. Sobre ella, la mirada penetrante de Rex
observaba sus gestos y sus labios finos y bien dibujados repetían una y otra vez: «Te
quiero». No quería dejar de oír nunca aquellas palabras, no quería que la felicidad se
le escurriese de las manos como el agua… Dos lágrimas silenciosas rodaron por sus
mejillas mientras abrazaba fuertemente a su marido.
—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Estás llorando? —preguntó Rex, con suavidad, aún
con la respiración agitada.
—Soy muy feliz, Rex. Por eso lloro.
Después de algunos minutos Lucía se levantó y se dirigió al cuarto de baño.
Cuando se estaba metiendo en la bañera Rex le comenzó a hablar en voz alta, desde
la cama:
—Por cierto, Lucía. Tengo una nueva sorpresa para ti.
—¿Qué sorpresa? —preguntó Lucía, jugando con la espuma.
—Nos volvemos a ir de viaje. Podremos disfrutar de nuevo del sol, de una
buena habitación…
—¿Cuándo? —interrumpió Lucía.
—Mañana por la tarde. Al cliente no le terminaron de convencer los exteriores
que vimos el fin de semana, quiere que busquemos otros, así que aprovecharemos la
ocasión.
—Pero… —comenzó a hablar Lucía, reuniendo fuerzas para que no le temblase
la voz—, tal vez sería mejor que fueses solo, al señor Kauffman le parecerá mal que
me lleves de nuevo.
—No te preocupes por eso —dijo Rex, bostezando—. Él ha sido el que me ha
sugerido que te lleve, le resultaste muy simpática. Al fin y al cabo él paga, así que
mejor para nosotros.
—¡Qué amable! —acertó a contestar, haciendo un esfuerzo.
Rex dejó de hablar y Lucía se quedó quieta, en silencio, dentro de la bañera. Sus
ojos estaban fijos en los azulejos de las paredes hasta que los dibujos de flores que
había en ellas comenzaron a parecerle formas monstruosas. Ya no podía llorar, no
tenía fuerzas. Estaba metida en una bola de nieve que cada vez se hacía más grande,
en un laberinto cuya salida estaba cada vez más lejana. Durante breves momentos le
parecía ver la solución, ver la luz que la llevaría fuera y, sólo unos minutos después,
volvía a encontrarse con un muro frente a ella. De nuevo resonaron dentro de ella sus
propias palabras: «Tengo que mantener la calma» y justo después las de Larry: «Te
hundiré conmigo».
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Mientras Rex estaba en la cocina, Lucía vio en esa nueva mentira la escapatoria
para el viaje. Le diría que se encontraba mal, que no tenía fuerzas para nada. No sería
una buena compañera de viaje así, sobre todo si tenían que ir a trabajar, hablar con
los clientes… En cuanto se fuese a la oficina ella iría a buscar una casa de empeño,
cuando él volviese ella ya habría regresado, estaría en camisón, sin maquillar,
demacrada y sin ánimos para viajar, lo cual no era muy difícil después de haber
pasado la noche en vela. Le prepararía la maleta y Rex se marcharía tres días, lo
necesario para que todo hubiese terminado. Para lo demás tendría tiempo. Con un
poco de suerte todo saldría bien.
Rex regresó de la cocina con una taza humeante en las manos y una caja de
aspirinas en la otra. Le hizo un guiño a su mujer y lo dejó todo sobre la mesa.
—Vamos, cariño. Tómate esto, te sentirás mucho mejor. ¿Sabes lo que estoy
pensando?
—¿El qué? —preguntó Lucía, con voz suave mientras Rex la ayudaba a
levantarse.
—Que no iré a la oficina hoy por la mañana. Me quedaré aquí para cuidarte. No
hay nada urgente y, en caso de que lo hubiera, me pueden llamar aquí. Todo el
trabajo está en marcha por el momento y haré lo posible porque te vengas conmigo
esta tarde.
—No hace falta, Rex. Tú tienes cosas que hacer —intentó convencerle Lucía con
un nudo en la garganta—. Tendrás que arreglar cosas antes del viaje.
—¡No hay más que hablar! —contestó Rex, con acento decidido—. Me quedo
contigo.
¿Cómo era posible que todo se complicase tanto? Eso significaba que perdería
otra mañana… Que tendría que parecer realmente enferma para que Rex no la
llevara con él. Realmente se sentía mal, se había vuelto a levantar otro muro ante ella.
Su estado de nervios era tal que no sabía si reírse como una histérica o llorar. Lo
único que le servía de consuelo era que Rex le estaba demostrando todo su amor y
eso era lo que hacía que sus temores de perderle se redoblasen. De pronto volvieron
a asaltarla nuevas preguntas, ¿y si Larry llamaba esa mañana? Tal vez se viera
atrapado y le contase algo a Rex… Lucía sabía que le esperaba la peor y más larga
mañana de su vida.
Rex la llevó con mimo a la cama, la tapó, puso una cinta de música suave para
que se durmiese y desconectó el teléfono de la habitación. La dejó allí en penumbra,
pese a sus esfuerzos por convencerle de que prefería estar con él en el salón. Le
parecía que la habitación se le iba a caer encima, que de un momento a otro no iba a
poder respirar más… Luego empezaron las llamadas de teléfono. Cada vez que oía
ese odioso timbre le dolía todo el cuerpo, el pecho se le contraía. Podía oír cómo Rex
levantaba el auricular y colgaba casi de inmediato. Aquella situación era
desesperante.
—¿Quién llama? —se atrevió a preguntarle, elevando un poco la voz.
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—No lo sé. Llaman y cuando contesto cuelgan. Me imagino que será algún
bromista que no tiene nada mejor que hacer. Ahora duerme y no te preocupes por
nada.
¡No preocuparse! ¿Cómo podía no preocuparse? Estaba segura de que el que
estaba llamando era Larry, tenía que ser él… Al menos parecía que no tenía intención
de hablar con Rex. Eso le daba una última posibilidad, por la tarde podría hablar con
él, solucionarlo todo.
Cuando Rex entró de nuevo en la habitación, acababa de despertarse de otra
horrible pesadilla igual a la que había tenido por la noche, su angustia no la dejaba
descansar. Se acercó hasta la cama y se agachó para conectar el teléfono de la mesilla
sin encender la luz.
—¿Estás despierta? —le susurró.
—Sí —contestó Lucía, en el mismo tono.
—Te llaman —y le alargó el teléfono.
Aquellos segundos le parecieron horas ¿habría hablado con Larry? ¿Estaría él al
otro lado del teléfono? No podía ver la expresión de Rex, todo estaba demasiado
oscuro… Tomó el auricular con mano temblorosa y, casi sin que le saliera la voz,
contestó.
—Dígame.
—¿Cómo estás, Lucía? Seguro que te enfriaste anoche. Íbamos las dos
demasiado desabrigadas —dijo preocupada la voz de Irma.
—¡Irma! —exclamó, sin poder reprimir su alegría.
En el momento en que se dio cuenta que era ella, Rex logró encontrar el
interruptor de la lámpara de la mesilla, encendió la luz y Lucía pudo verle sonriente
frente a ella. Todo seguía igual, Larry no había llamado. Respiró profundamente y
siguió hablando con Irma.
Aún brillaba en la piel de Lucía el sudor con el que se había despertado de la
pesadilla. Mientras hablaba por teléfono, Rex volvió a pasarle la mano por la frente.
¡Estaba helada y absolutamente empapada! Unas oscuras ojeras habían aparecido
bajo sus ojos. Estaba claro que no iba a poder viajar así y él no podía retrasar el viaje.
Tenían que empezar a rodar inmediatamente y aún no sabían dónde. No le gustaba
la idea de dejarla sola en aquellas circunstancias… No se trataba sólo de su salud, no
sabría explicarlo, pero había algo que no iba bien. Notaba extraña a Lucía, sus
reacciones no eran las de siempre, había un brillo en su mirada que no lograba
descifrar, que no terminaba de comprender. El que hubiese retirado el dinero del
banco tampoco era algo habitual en ella… No había querido presionarla, pero no
terminaba de ver clara su explicación.
—Voy a llamar al médico, Lucía —dijo en cuanto terminó de hablar por
teléfono—. Estás helada y empapada en sudor.
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—Rex, no le llames, por favor —respondió algo alterada—. Estoy bien, con otro
vaso de leche y un par de aspirinas más estaré como nueva. Sabes que no me gustan
los médicos.
—Lo sé, pero tienes mala cara.
—Por favor… —insistió más calmada, acariciándole la mejilla.
—De acuerdo, como quieras —transigió Rex—. Voy a calentar la leche y
después prepararé la maleta. Llamaré a papá para que se quede contigo mientras
estoy fuera.
—No hace falta, Rex. Estaré bien, no preocupes a tu padre por una tontería.
—Sabes que mi padre te adora. Nunca me perdonaría que no le hubiera
avisado. Además, así estará más entretenido.
Rex le tiró un beso desde la puerta y la dejó sola de nuevo. Con Jim allí, iba a ser
todavía más difícil. No podría salir de casa y si Larry la llamaba y ella no acudía era
capaz de presentarse sin más. No le habían detenido, pero al parecer estaban detrás
de su pista y se debía sentir acosado. Larry siempre había sido capaz de hacer
cualquier cosa, pero si estaba al límite aún había más de qué preocuparse. Necesitaba
que ocurriese algo que le diera un poco de tiempo… Si Jim no estuviese en la
ciudad… Pero eso era imposible, les habría avisado antes de marcharse. Rezó con
todas sus fuerzas sosteniendo entre las manos la medalla que siempre llevaba al
cuello.
—Ya he hablado con papá —dijo Rex, al entrar de nuevo en la habitación con
una bandeja.
—¿Qué te ha dicho?
—Que estará encantado de pasar unos días contigo —contestó Rex,
alegremente—. Te ha comprado varias revistas de animales que tenía pensado traerte
de todas maneras. Al parecer hay varios artículos sobre la cría del gato de angora que
quiere que leas.
Lucía bajó la mirada. No tendría otra opción que salir por las buenas, sin darle
ninguna explicación a Jim, aunque eso le molestase.
—El único problema —continuó diciendo Rex, acercándole la taza—, es que
esta tarde se ha comprometido a ir a una reunión de antiguos alumnos de su
instituto. Me ha dicho que, si no te importa, vendrá por la noche. No quiere
perdérsela —rió con ganas—, porque dice que a sus edades, si espera al año que
viene, tal vez no vea a la mitad de sus compañeros.
—¡No me importa! —contestó Lucía, con una sonrisa—. Él tiene la llave de casa,
así que puede entrar cuando quiera.
Mientras se tomaba la leche a pequeños sorbos, bajo la atenta mirada de su
marido, pensó que por fin le ocurría algo bueno. Aprovecharía las horas que iba a
estar sola para solucionarlo todo. No sabía cómo, pero cuando Jim volviese a casa
ella tenía que estar metida en la cama, esperándole impaciente.
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Lucía se levantó de la cama en cuanto oyó que Rex cerraba la puerta. Se dio una
ducha y se vistió. Desde hacía más de tres horas estaba esperando a que sonase el
teléfono. Su vida había dependido de aquel aparato durante demasiado tiempo;
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cuando terminase todo aquello le iba a resultar difícil no tirarlo por la ventana. Se
recorrió toda la casa cientos de veces seguida por los gatos, que terminaron
tumbándose en una butaca cansados de tantos paseos. El maldito timbre no había
sonado en toda la tarde. No se había atrevido a salir para buscar la casa de empeño
por si llamaba en ese intervalo, miraba el reloj cada diez segundos aproximadamente
y descolgaba el teléfono para comprobar si funcionaba. ¡Si no llamaba de una vez Jim
llegaría a casa! Si eso ocurría, estaba perdida. Tendría que inventar nuevas mentiras
y ya no se sentía capaz. Lo de empeñar las joyas lo tenía que olvidar, no había
tiempo, se las tendría que dar aunque eso supusiese perderlas para siempre.
Cuando ya estaba anocheciendo, después de haber destrozado el esmalte de sus
uñas por los nervios, el teléfono sonó… Después de haberlo esperado tanto no se
atrevía a contestar. Finalmente lo hizo.
—Dígame.
—Soy Larry.
—Lo sé.
Lucía anotó nerviosamente, en la libreta que había junto al teléfono, todo lo que
le estaba diciendo aquella voz que tantas pesadillas le había causado, aunque conocía
perfectamente el sitio en que la había citado. La esperaba en una hora, pero no podría
soportar estar más tiempo encerrada. Fue a su habitación, metió el dinero y las joyas
en su bolso y asiéndolo con fuerza se dirigió a la puerta. Todo acabaría en una hora;
con un poco de suerte, Jim tardaría más en llegar.
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Capítulo 5
Rex estaba en el aeropuerto de Pittsburgh. El señor Kauffman había cambiado
de opinión a última hora y había decidido que rodasen su anuncio en un bosque en
lugar de en la playa. Los bosques de aquella zona eran perfectos, sobre todo en
aquella época del año. En otoño las hojas adquirían diversos tonos rojizos que la luz
del sol hacía brillar con intensidad. No había que hacer nada excepto poner la
cámara. Rex había viajado con su ayudante y esperaban en la cafetería a que llegase
alguien para llevarles al hotel. Al cabo de media hora llegó el señor Kauffman en
persona.
—¡Buenas tardes, señores! ¿Y su esposa, Rex? —preguntó, tendiéndole la mano.
—Estaba enferma, por eso no ha podido venir —respondió, poniéndose en pie y
correspondiendo a su saludo.
—¡Es una verdadera lástima! Había reservado para ustedes una habitación
preciosa en un albergue. Llegué esta mañana a primera hora y he recorrido los
alrededores. Ya he elegido el sitio. No le dije nada porque pensé que les gustaría
disfrutar de un par de días aquí.
—Muchas gracias de todas formas. Entonces, ¿no me necesita?
—En realidad ya no hay mucho que hacer, únicamente que vean el sitio y
comprueben el material que les hará falta —dijo Kauffman, amablemente.
—Eso lo puede hacer Lewis —comentó Rex señalando a su ayudante—. Si usted
no tiene inconveniente, claro.
—Por supuesto que no, Rex. Vuelva con su mujer, no me extraña que no quiera
estar lejos de ella. Es realmente encantadora. Me gustaría que me la prestase para
nuestro próximo anuncio.
—Ya veremos, señor Kauffman —contesto Rex, sonriente—. Si me disculpan un
momento, voy al mostrador para reservar plaza en el primer vuelo.
Rex consultó su reloj mientras se dirigía al mostrador más próximo. Con un
poco de suerte, el próximo avión a Nueva York no tardaría mucho en salir y podría
pasar la noche con Lucía. No podía evitar tener la sensación de que algo no iba bien y
se sentía intranquilo estando lejos de ella. ¡Era tan frágil!
Al cabo de unos minutos regresó a la mesa de la cafetería donde estaban
sentados el señor Kauffman y Lewis.
—¡Ha habido suerte! —dijo Rex al llegar, sentándose con ellos—. El próximo
avión sale dentro de una hora y media. No había problemas de plazas, así que pasaré
la noche en Nueva York.
—¿Ya la has llamado? —preguntó interesado el señor Kauffman.
—No, he pensado darle una sorpresa.
Lucía salió a la calle y respiró profundamente el fresco aire de la noche. La
temperatura era más agradable que la de la noche anterior y el paseo hasta el muelle
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del ferry la ayudaría a despejarse. Cuando había caminado algunas manzanas oyó
una voz a su espalda que la llamaba.
—¡Robert! —exclamó nerviosa—: ¿Qué haces por aquí?
—Estamos intentando atrapar a un tipo peligroso que creemos está por esta
zona, ¿y tú?
—He salido a dar un paseo —contestó intentando sonreír—. Rex está de viaje y
estaba un poco aburrida de estar en casa.
En aquel momento avisaron por radio a Robert de que acudiera a uno de los
autos que estaba de vigilancia.
—Me tengo que ir, Lucía —dijo besándola para despedirse—. No estés mucho
tiempo fuera, podrías encontrarte con ese hombre y creo que no es muy
recomendable su compañía.
—De acuerdo, Robert. No te preocupes.
Lucía siguió andando, intentando no tambalearse. ¿Qué más le podía ocurrir
ya? Podía habérselo contado todo a Robert, que fuera con ella al muelle para
atraparle, hubiese sido lo más lógico. Pero tenía miedo… un miedo atroz que la
atenazaba por dentro haciendo que le doliese cada célula de su cuerpo y que casi no
la dejaba respirar. Ya no podía pensar con lógica, sólo deseaba darle el dinero, las
joyas, volver a casa y olvidarse de él para siempre. Casi arrastrando los pies, cansada
y con la mente en blanco, siguió caminando hacia el muelle.
Jim había pasado una tarde muy agradable con sus antiguos compañeros.
Parecía imposible que, después de tantos años, siguieran recordando sus aventuras
del instituto. Algunos de sus amigos habían muerto ya, con otros había perdido el
contacto, pero cada vez que se reunían los que aún quedaban sentían una alegría casi
infantil al verse. Casi a la hora de cenar se dio cuenta de que era tarde y se despidió
de todos ellos, comentándoles que su nuera estaba enferma y debía ir a hacerle
compañía.
Tomó un taxi en la puerta del antiguo café donde se veían habitualmente,
dando al conductor la dirección de la casa de su hijo. Ya era demasiado tarde para ir
a su casa a buscar ropa, así que dormiría con un pijama de Rex y volvería a buscar
sus cosas al día siguiente. El tráfico estaba imposible, como sucedía siempre a la hora
de cierre de los comercios: tardó más de cuarenta y cinco minutos en llegar.
Abrió la puerta del apartamento con sus llaves para no hacer que Lucía se
levantase de la cama. Le sorprendió ver a los dos gatos esperando tras la puerta,
como hacían siempre que no había nadie en casa. Entró despacio hasta llegar a la
puerta de su habitación que estaba entornada.
—¡Lucía! —susurró Jim—. ¡Lucía!
Al comprobar que no contestaba, decidió entrar sigilosamente. La habitación
estaba a oscuras así que, sólo cuando ya estaba cerca de la cama, se dio cuenta de que
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Lucía no estaba allí. La llamó en voz alta mientras entraba en todas las habitaciones,
hasta convencerse de que no estaba en casa. Jim se quedó bastante sorprendido ya
que, según le había dicho Rex, necesitaba mucho reposo. Cuando estaba a punto de
sentarse a esperarla en el salón, oyó que una llave giraba en la cerradura de la puerta
de entrada. Dirigió su mirada hacia ella, pensando que era Lucía la que llegaba.
—¡Rex! —exclamó Jim, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
—Al final no ha sido necesario que me quedase en Pittsburgh, papá. Incluso me
podría haber ahorrado el viaje —dijo Rex, mientras le abrazaba—. ¿Y Lucía? ¿Está en
la cama? ¿Cómo la has visto?
—No la he visto —contestó Jim, un tanto desconcertado.
—¿Acabas de llegar? Esas reuniones vuestras son siempre interminables.
Recuerdo que mamá…
—Lucía no está en casa —interrumpió Jim a su hijo.
—¿Qué? —preguntó Rex extrañado.
—He llegado hace sólo unos minutos y he ido a verla a vuestra habitación, pero
no está.
—Estará en el baño, papá. Siempre has sido un despistado sin remedio —
contestó Rex, dirigiéndose a la habitación.
—La he buscado por toda la casa, hijo. Te aseguro que no está.
Aun así, Rex recorrió todas las habitaciones en busca de Lucía, ante la mirada
paciente de su padre. Sabía que algo extraño estaba ocurriendo. Su mujer estaba
diferente, preocupada. Tal vez se tratase de otro hombre… Pero Lucía no era de ésas,
estaba seguro. ¿Qué estaba ocurriendo? Al encender la luz de la habitación comprobó
que la cama estaba sin hacer y la ropa revuelta sobre ella. Todo indicaba que había
salido apresuradamente aprovechando que estaba sola. Los maullidos de los gatos
dejaban claro que no habían comido y eso sí que era raro en ella. Después de dar
varias vueltas, Rex se sentó en el sofá sin saber qué hacer.
—Tal vez se sintió mejor y decidió salir a dar un paseo, no me parece tan
extraño, Rex —dijo Jim, conciliador, al ver el gesto duro de su hijo.
—No es normal, papá.
Al girar la cabeza para hablarle a su padre, que se aproximaba a él por detrás,
reparó en la libreta que había junto al teléfono. En la primera página había unas
líneas que, indudablemente, habían sido escritas por Lucía, aunque debió hacerlo a
toda prisa porque no se entendía bien lo que ponía. La levantó de la mesa y observó
con detenimiento aquellas letras, hasta que logró descifrarlas: «Muelle del ferry.
18,30».
—¿Has visto esto, papá? —dijo Rex, alargándole la libreta a su padre con pulso
tembloroso.
—No lo había visto, hijo. Pero no te preocupes, esto no quiere decir nada.
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—Un viejo amigo de esta bella joven, ¿verdad Lucía? Díselo a tu marido,
cuéntale por qué estás aquí —la voz de Larry, sonaba hiriente, despiadada.
—Rex… yo… —intentó hablar Lucía.
—¿Qué es eso del dinero y las joyas? ¿Qué es? —gritó, desesperado.
Rex se lanzó hacia Larry con todas sus fuerzas, agarrándole por el cuello.
Después de darle dos puñetazos, éste logró rehacerse y pegarle a Rex ante la mirada
asustada de Lucía. Cayó al suelo, sangrando por la nariz, Lucía corrió hacia él para
ayudarle, pero Larry tuvo el tiempo suficiente de empezar a alejarse.
—Me ha pagado para que no le diga la verdad, Rex. Pero le aprecio —gritó,
mientras se marchaba—. Se ha casado usted con una cualquiera. Su lindo y dulce
acento mexicano y su figurita menuda la conocen todos los hombres de Texas,
incluido yo, por supuesto. Es mimosa como una gatita, ¿verdad?
—Cállate, Larry —gritó Lucía, llorando—. Cállate o dile la verdad.
—Se la estoy diciendo, nena. ¿Qué más quieres? Entérese Rex, su mujercita no
es lo que parece. Pero tal vez no le importe, eso puede resultar más divertido. Vivió
durante cuatro años en El Motel de Molly, el antro más conocido de Texas. ¿Puede
usted creer que una mujer decente conocería a un tipo como yo?
Larry se alejó riendo a grandes carcajadas. Lucía no sabía qué hacer o decir, sólo
podía llorar. Acababa de perderlo todo. Larry Thomson se había salido con la suya,
se había llevado consigo su dinero, los únicos recuerdos de su madre y seguramente
el amor de su marido.
Rex no dijo nada. Se separó de ella bruscamente y, al intentar ponerse en pie,
vio en el suelo una foto. La tomó con su mano y la guardó en uno de los bolsillos de
su chaqueta, después de haberla mirado y ver unas grandes letras de neón en las que
se leía El Motel de Molly.
¿Qué había sucedido? Se había marchado hacía unas cuantas horas creyendo
ser el hombre más afortunado del mundo, preocupado por la salud de su dulce
esposa y ahora descubría que en realidad no la conocía; que le había engañado, que
no era más que… Le dolía en lo más hondo el solo pensamiento. La mujer que estaba
frente a él, pendiente de sus gestos, era la única a la que había amado realmente, la
única con la que decidió formar una familia… y probablemente la única que no
merecía todo aquello.
—¡Rex!… Por favor Rex, escúchame —imploró Lucía.
—No quiero escuchar nada más —contestó él con desprecio, visiblemente
herido y despechado.
Le había perdido para siempre, Lucía estaba segura de ello cada segundo que
pasaba. Lo podía leer en sus ojos, en su cara: ¡la odiaba! Debía habérselo contado
todo, debía haber pensado que algo así podía ocurrir, que todo aquello era una
locura. El destino se lo intentó mostrar varias veces poniendo impedimentos en su
camino…, pero ella no quiso verlos. Incluso al salir de casa se había encontrado con
Robert. ¿Por qué no se lo había dicho a él? O a Irma. Tenía que habérselo confiado a
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madre… Pero espera, ¿por qué he de creer que fueron regalos de tu madre? —siguió
hablando, en el mismo tono, intentando que cada una de sus palabras fuese
alcanzando cada punto débil de la mujer a la que amó—. Quién sabe quién fue tu
madre, y mucho menos tu padre, claro. Seguramente se trataba de regalos de tus
amigos de ese motel tan familiar.
Lucía le escuchaba, sintiendo que se le desgarraba el corazón, que cada fibra de
su cuerpo se contraía a medida que él hablaba. No le daba siquiera el beneficio de la
duda, la posibilidad de defenderse, de contarle su versión. Se había convencido de
que todo lo que había oído esa noche era cierto. Las manos de Rex aferraban el
volante con toda la fuerza que le conferían su ira y su amargura; las venas de sus
sienes palpitaban, amenazando estallarle; el pelo le caía desordenado por la frente,
parecía que iba a perder absolutamente el control de un momento a otro. Sin
embargo, le estaba hablando fríamente, despacio, sabiendo el dolor que le causarían
a ella sus palabras, sabiendo el que le estaban causando a él mismo. No intentó
hablar, sabía que cualquier cosa que dijera le daría pie para un nuevo ataque, aún
más cruel que el anterior.
—Al parecer tu amigo Larry lo pasaba muy bien contigo en casa de Molly —
siguió diciendo Rex, sin darse una tregua—. ¡Qué tiempos aquéllos! ¿Verdad? Es una
lástima que yo me los haya perdido. Pero ahora tendré tiempo para vivirlos junto a
ti, igual que Larry, sus amigos y todos los hombres de Texas. No será en el motel, por
supuesto, pero…, al fin y al cabo lo que importa no es el lugar, es la compañía.
De pronto, Rex dio un fuerte golpe en el volante con ambas manos. El gesto de
su cara cambió como si el dolor hubiese hecho mella también en él.
—¡No sé de qué me sorprendo! ¿Verdad, Lucía? Después de todo únicamente
he sabido de ti lo que tú has querido contarme, ni más ni menos. No tienes familia, ni
amigos más antiguos que Irma o Robert…, y ellos saben de ti lo mismo que yo —la
rabia volvió a asomar a sus ojos con más intensidad que antes, haciendo que hasta su
voz sonase diferente—. «¡Pobre muchacha!», decíamos todos; ¡qué vida tan difícil y
pese a todo lo buena que es…! Primero sus padres, luego su querida y anciana tía
Molly… Era una santa aquella buena mujer. Y todos creímos en ti, en tu dulce acento
mexicano, como lo llama el bueno de Larry.
—¡Basta ya! —gritó Lucía—. ¡Basta, Rex! No sigas hablando así…
—¿Que no siga hablando así? —preguntó él, sonriendo sin ganas, vencido por
el dolor—, ¿Qué derecho tienes tú a decirme cómo debo hablar? —terminó gritando,
mirándola de reojo.
—Si quieres me bajo aquí mismo. No me verás nunca más. Pero no sigas
hablando así.
—Te equivocas, Lucía. Sigues siendo mi mujer…, aunque no sea algo de lo que
pueda sentirme orgulloso. Voy a hablar como quiera y a decir lo que quiera y tú…, tú
estarás siempre cerca para escucharme —Rex masticaba cada palabra al hablar, al
terminar de pronunciar cada una de ellas; parecía que las escupía a la cara de Lucía—
. Tenías razón, ha sido una sorpresa muy bonita, no sabía lo que tenía en casa. Pero
no te preocupes, ahora voy a disfrutar de ello. ¿Quién se negaría a tener en su casa,
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en su cama, a una mujer tan solicitada como tú? Nos vamos a divertir mucho, ¡ya
verás! Tú serás buena y obediente, pero ante todo complaciente, como con los
muchachos de Texas. Estarás a mi lado hasta que me canse. ¡Será maravilloso!
—Si tanto me desprecias, Rex —dijo Lucía, sollozando—, deja que me vaya.
¿Por qué quieres que suframos, que hagamos sufrir a los demás?
—Lo que más me gusta de ti, cariño —respondió él volviendo a adoptar un
tono irónico—, es tu dulzura. Yo no voy a sufrir, todo lo contrario, creo que lo voy a
pasar estupendamente. Tú tampoco sufrirás, no temas, ya sabes que soy un buen
amante… Lo de esposo solícito quedará en un discreto segundo plano en la
intimidad, pero nadie notará esa pequeña diferencia.
—¿Qué quieres hacer conmigo? —preguntó Lucía, desesperada.
—Nada que tú no hayas experimentado ya. A partir de ahora vivirás como lo
que eras, mejor dicho, como lo que siempre has sido, aunque yo no lo supiera.
El resto del camino lo recorrieron en el más absoluto de los silencios. Ninguno
de los dos volvió a pronunciar una sola palabra. Lucía ya no podía llorar, sus
lágrimas se habían secado dejándole un enorme vacío en el alma, una sensación de
vértigo que la dejaba inmóvil, inerte. Le dolía la cabeza increíblemente, podía sentir
los latidos en sus sienes, el sudor frío que resbalaba por su frente.
Al llegar a la puerta del moderno edificio de apartamentos, antes de abrir la
portezuela del auto, Rex se giró en su asiento y buscó la mirada de Lucía. Al verla
allí, con aspecto de estar enferma, tiritando, hubiese dado todo lo que tenía, todo lo
que la vida le tuviese destinado, para que nada de aquello hubiese sucedido, para
que la mujer que estaba sentada a su lado fuese la misma que había dejado
acurrucada en la cama antes de irse a Pittsburgh. Haciendo acopio de todas sus
fuerzas, logró que sus verdaderos sentimientos no se reflejasen en su expresión, que
todo lo que pudiese ver ella en los ojos de él fuese odio.
—Papá está arriba, esperándonos. Estabas dando un paseo y llegaste hasta el
muelle sin darte cuenta. Te he encontrado allí y hemos vuelto. Lo único que ha
ocurrido es que fuiste una inconsciente, pensabas que estabas mejor y decidiste salir
a pasear… Pedirás disculpas y te irás a la cama… ¿Entendido?
Lucía asintió con la cabeza y abrió la portezuela del auto en silencio, casi no
tenía fuerzas para salir. Al caminar hacia el portal las piernas le temblaban, igual que
las manos. Entraron en el ascensor sin hablar, sin dirigirse una mirada, hasta que Rex
se acercó a ella para colocarle el pelo.
—Será mejor que no te detengas a hablar mucho con mi padre, tienes mala cara
—aconsejó Rex con innecesaria brusquedad.
Lucía no contestó. Cuando llegaron a la puerta de su apartamento y Rex la
abrió, ella lo vio todo diferente. Aquella casa que hacía tan sólo unos días le inspiraba
amor, ahora le provocaba tristeza… Esa tristeza enorme que se siente cuando se ven
las cosas en las que se han puesto todas las ilusiones, convertidas en las lápidas del
futuro. Cada minuto que pasara en esa casa, cada instante que viviera allí le haría
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pensar en toda la felicidad que hubieran sido capaces de contener sus paredes y que
nunca, jamás llegaría a conocer.
—¡Chicos! —exclamó Jim, desde el salón—. Estaba empezando a preocuparme.
—Tenías razón, papá —contestó Rex, desenvuelto—. No le había ocurrido nada.
Es sólo una chiquilla inconsciente y se le ocurrió salir a pasear. Nada más.
¡Imagínate! —dijo, atrayéndola hacia sí por la cintura—. Con el frío de la noche…
—Buenas noches, Jim —le saludó Lucía, intentando mantener la compostura,
pero visiblemente indispuesta.
—Buenas noches, hija. Ya le he dado de comer a Freddy y a Kitty. Si quieres
acostarte, te llevaré a la cama un poco de caldo que he preparado mientras os
esperaba.
—Gracias, Jim. No es necesario —rechazó dulcemente Lucía—. Si me disculpas,
me encuentro algo cansada.
—Por supuesto, hija. Si no os importa, yo me quedaré a dormir aquí esta noche
de todos modos; ya es tarde y…
—Por supuesto, papá —interrumpió Rex—. En cuanto se acueste Lucía
cenaremos tú y yo. Sabes que tu cama siempre está preparada.
Jim intuía que algo había ocurrido, pese a la aparente normalidad de los dos.
Lucía tenía mala cara y en la voz de su hijo había algo…, algo diferente. Cuando Rex
salió de la habitación y se dirigió a la cocina, aprovechó la ocasión para entrar a ver a
Lucía. Se acercó a la cama despacio y vio sus ojos hinchados por haber llorado.
—No le hagas mucho caso, Lucía —dijo Jim, con su habitual acento amable—.
Tiene mucho carácter y no soporta que le contradigan, pero en el fondo es un buen
chico y te quiere.
—Lo sé, Jim —consiguió decir ella.
Jim le pasó la mano por la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo.
—Lucía, tienes mucha fiebre, deberíamos llamar a un médico.
—No hace falta, Jim. Prefiero que no me moleste nadie y descansar. Mañana
estaré mejor.
—Como quieras, pero ahora mismo voy a traerte un caldo, te entonará. Te daré
una de las pastillas que me manda mi médico para la fiebre. Así pasarás mejor la
noche.
—Gracias, Jim. Siempre serás un padre para mí —y aquellas palabras dejaron a
Lucía un sabor infinitamente amargo en los labios.
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Capítulo 6
Jim permaneció sentado junto a Lucía hasta que comprobó que la joven se había
dormido. Quería a aquella muchacha como si fuera su propia hija. Era cariñosa,
dulce e inteligente. Era la única mujer que había conseguido cambiar a Rex,
renunciando incluso a su trabajo por él. Su hijo era así. El mismo día que conoció a
Lucía dio un giro completo a su vida, decidió que se casaría con ella, que tendrían
hijos lo más rápidamente posible. Ella sería ama de casa hasta que los niños se
desenvolviesen por sí mismos… Planeó la vida de ambos y Lucía estuvo de acuerdo
en todo con él. Le amaba… Eso era más que suficiente para que Jim quisiera lo mejor
para ella.
Sabía que Rex tenía un carácter muy especial. Pensaba que debía ser fuerte en
todas las circunstancias, nunca reconocía su debilidad. Incluso cuando, siendo un
adolescente, murió su madre, se mantuvo firme como una roca. A Jim le constaba
que la quería con todo el corazón, pero no derramó ni una sola lágrima, al menos
delante de nadie. Por su comportamiento en los últimos meses estaba casi seguro de
que había tenido problemas importantes en la empresa. En algún momento llegó a
pensar que se trataba de algún lío de faldas, pero cada vez que miraba a Lucía
desechaba la idea. Ella era todo lo que un hombre podía desear. Pero Rex… Rex no
confiaba en nadie, no compartía sus preocupaciones y casi nunca reconocía un error.
Salió de la habitación, apagó la luz y entornó la puerta con cuidado. Rex estaba
sentado a la mesa, había servido dos tazas de caldo y un poco de fiambre para
preparar unos sandwiches.
Jim se sentó junto a él y empezó a cenar, observando atentamente a su hijo.
—¿Qué te ocurre, Rex? —le preguntó, al ver su semblante preocupado.
—Nada, papá. ¿Qué había de ocurrirme? —respondió Rex aparentando
indiferencia.
—Te conozco y sé que algo no va bien.
—Lucía ya está en casa, tú y yo estamos cenando, podré pasar la noche en casa.
¡Qué más podría pedir!
—¡No me hables de ese modo, Rex! —exclamó Jim, dejando la taza en la mesa,
al oír las palabras de su hijo.
—Es la segunda vez que oigo unas palabras parecidas esta noche. Parece que
nadie quiere que hable hoy —contestó Rex, con gesto de sorpresa fingida.
—Si lo que hicieras fuera hablar, nadie tendría inconveniente en escucharte…,
pero nunca lo haces. ¿Qué ha ocurrido con Lucía?
—No ha ocurrido nada —dijo Rex escuetamente, apartando la taza de caldo.
—Eres demasiado duro, Rex. Lo único que ha hecho ha sido salir a dar un paseo
sin tu regio permiso. Estamos de acuerdo en que no se encontraba muy bien y no
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debía de haber salido, pero eso no significa que haya cometido ningún delito. ¿Por
qué tienes que ser tan exigente, hablar de ese modo…?
—Papá, por favor —comenzó a decir Rex, impaciente—. Esto es un problema
entre Lucía y yo.
—De acuerdo, tienes razón…, pero no seas…
—No te preocupes, papá. Es sólo una riña de recién casados, no pasa nada más.
Pese a todo lo que Rex sentía en aquellos momentos, fue capaz de mantener la
sangre fría y tranquilizar a su padre. Lo último que deseaba era herirle, que se
enterase de que la dulce joven que dormía en la habitación no era lo que parecía, que
les había engañado a todos. Además del dolor que eso le causaría al hombre que
tenía sentado enfrente, sería como reconocer que había caído en una estúpida
trampa. Precisamente él…, un hombre de experiencia. Necesitaba tiempo para
pensar, para asimilar todo lo que había ocurrido, para saber lo que iba a hacer. En ese
instante sólo tenía deseos de vengarse. La retendría a su lado, la obligaría a vivir con
él hasta que él dijera basta, hasta que se hastiase de esa situación, por más que eso le
hiciera sufrir…, por más que le doliera verla a diario, recordándole a cada minuto la
mayor decepción de su vida.
Cuando Lucía abrió los ojos la luz ya entraba a raudales por la ventana que
había frente a la cama. Jim estaba sentado a su lado, leyendo el periódico, y por su
aspecto podía suponer que no había dormido en exceso. A los pocos segundos de
haberse despertado, todo lo ocurrido la noche anterior volvió a ella intensamente…,
golpeándola como un mazo, oprimiendo cada uno de sus nervios. No había sido una
pesadilla, le estaba sucediendo a ella. Una dura realidad que la horadaba el corazón.
—¡Buenos días, Lucía!
La voz suave de Jim la sacó de sus pensamientos, de aquella angustia que no
había dejado de sentir desde hacía días y que se había hecho aún más intensa.
—Buenos días, Jim —contestó, esbozando una triste sonrisa.
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy mejor, ¿y tú? Parece que no has descansado mucho —se preocupó ella.
—Yo estoy bien —contestó pasándole la mano por la frente—. Has pasado una
mala noche, incluso has delirado. ¡Déjame llamar a un médico, por favor!
—No hace falta, Jim. No te preocupes. Hoy me siento más fuerte.
—Muy bien, pero no me moveré de tu lado hasta que esté seguro de que estás
bien. Lo siento, tú eliges —dijo Jim, haciéndole un guiño—. O cinco minutos de
médico o un montón de horas de Jim. ¡No tienes otra opción!
—Te elijo a ti —contestó Lucía, sonriendo.
—Me alegro, porque no me pensaba ir de todos modos.
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puerta de la habitación. Rex la abrió sin hacer ruido, pudo ver su silueta recortada
contra la luz que provenía del salón, aquella silueta que lo llenaba todo y que hasta la
noche anterior le pertenecía. Cerró los ojos simulando estar dormida, no se sentía
capaz de resistir el sonido de su voz. Rex volvió a entornar la puerta y se dirigió de
nuevo al salón. Jim debía haberse acostado ya, porque no oía el murmullo de
ninguna conversación. Al cabo de unos minutos, Rex marcó un número de teléfono,
Lucía miró extrañada la hora en el despertador eléctrico de su mesilla de noche. Eran
las once y cuarto de la noche, ¿a quién podría llamar a esas horas? Desde luego era
poco probable que se tratara de algún tema de trabajo. Luego oyó la voz de Rex en
un murmullo, Lucía no podía alcanzar a oír las palabras pero sin duda estaba
hablando con alguien. La comunicación no debía ser muy buena ya que, después de
algunos segundos, pudo oír cómo decía en voz más alta: «Rose, no te oigo bien. Te
llamaré mañana para cenar». Rose, Rose… Ese nombre aparecía y desaparecía, la
volvía loca. ¿Quién sería en realidad aquella mujer?
Rex entró en la habitación y encendió la luz. Lucía fingió despertarse y que las
luces la deslumbraban. Rex se acercó a ella y, sin inclinarse, comenzó a hablar.
—Esta noche dormiré aquí —le dijo secamente, sin preguntar nada más—. No
quiero que mi padre sospeche que ocurre algo raro. No te molestaré, todavía…
Mañana tendrás un día tranquilo, tengo varias reuniones y una cena de negocios…
Lucía había abierto ya completamente los ojos. Rex estaba en pie, imponente
frente a la cama. Sus ojos verdes estaban clavados en ella, duros, fríos, inclementes…
Aquella mirada le dolía, podía sentirla físicamente. Le estaba hablando de una cena
de negocios… cuando ella había oído el nombre de Rose, ese nombre que se repetía
en su cabeza una y otra vez. Hubiese querido llorar, gritar, pero no dijo nada. Se
limitó a mirarle y callar.
—Espero que estos dos días sean tiempo suficiente para tu completa
recuperación —continuó hablando Rex, mientras se quitaba la chaqueta del traje
cruzado gris que vestía—, ya que nuestra nueva vida de matrimonio feliz va a dar
comienzo próximamente.
Después terminó de desvestirse en silencio, se metió en la cama y apagó la luz.
—Buenas noches, Rex —susurró Lucía en el silencio de la habitación.
No obtuvo ninguna respuesta.
Jim se había marchado a su casa a buscar ropa limpia y Lucía había decidido
darse un baño. Se encontraba mucho mejor aquella mañana, le había costado
dormirse, hubiese deseado abrazar a Rex y pedirle que la amara, que la hiciese suya
como antes con toda su ternura.
Cuando Jim regresó, la encontró sentada en el suelo jugando con los gatos. Se
había puesto un alegre vestido estampado en amarillos y naranjas sin un dibujo
determinado. Llevaba el pelo sujeto con un lazo en los mismos tonos e incluso se
había maquillado.
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hacerle daño a su amiga. Tenía que haber una explicación para aquel lío, estaba tan
segura de Lucía como de ella misma. La llamaría por teléfono, iría a verla y ella se lo
contaría todo, sólo la podría ayudar si lo hacía. Pero, ¿qué ocurriría si la encontraba
antes la policía? Robert no sabría qué hacer, sería una situación terrible. Y Rex,
¿sabría algo?
—Tal vez no viva en el edificio —dijo Irma, fingiendo desinterés—. ¿Dónde la
buscaréis entonces?
—¡No seas pesimista, cariño! Estoy casi seguro de que vive allí, mejor dicho,
deseo con todas mis fuerzas que viva ahí. Recuerda que cuanto antes resuelva esto,
antes me tendrás en casa.
—Lo sé —contestó Irma, con una sonrisa forzada.
—Todo estaba muy bueno. Estos días he comido fatal, no hay nada como estar
en casa y ya me queda poco, lo presiento —dijo gesticulando al hablar—. Me voy a
buscar a la dama de rojo. Hasta luego, preciosa.
Irma se quedó en la cocina apoyada junto al fregadero. ¿Qué podía hacer? No
quería delatar a Lucía, pero si no lo hacía la sorprenderían esa misma tarde sin que
ella, su mejor amiga, hubiese hecho algo por ayudarla. Tenía que intentar evitarlo,
aun sin saber por qué estaba metida en aquel asunto. Levantó un poco el volante de
la cortina floreada que cubría la ventana, Robert estaba a punto de llegar al
automóvil, tenía que decidirse…
—¡Robert! —gritó, abriendo la puerta a toda prisa—. ¡Robert!
—¿Qué? —contestó su marido, mirando hacia ella.
—Vuelve a casa, no te vayas. He de decirte algo.
—Luego, cariño. Tengo prisa.
—Ven, por favor. Sé algo que puede ayudarte.
Al advertir la expresión crispada del rostro de su mujer y al oír su tono de voz,
Robert giró en redondo y entró de nuevo en la casa. Irma se había sentado a la mesa
y estaba sirviendo dos tazas de café.
—¿Qué ocurre? —preguntó asustado ante su palidez y el temblor de su mano.
Irma no sabía cómo empezar, no podía evitar estar nerviosa, angustiada y
preocupada por todo aquello.
—Llama a la comisaría y di que detengan la investigación por ahora —fue lo
primero que se le ocurrió decir.
—¡Estás loca! ¿Ahora que estamos a punto de descubrir algo, me dices que…?
—Robert dejó de hablar y se sentó a la mesa—. ¿Qué pasa, Irma? Dime qué sabes.
—Sé quién es esa mujer —contestó clavando su mirada en los ojos de Robert,
expectante ante su reacción.
—¿Qué estás diciendo, Irma? No me hagas perder el tiempo. ¿Cómo ibas a
saber quién es?
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—Es Lucia —le interrumpió—. Estoy segura, sabes que nunca diría algo así si
no lo estuviese.
Robert palideció tanto como su mujer. Tomó varios sorbos de la taza de café,
como si así fuese a recuperarse del golpe.
—Necesito tiempo para hablar con ella, para averiguar qué tiene que ver ella
con ese hombre, para prepararía…
—Pero, Irma yo… —dijo Robert, con la voz temblorosa.
—Es lo mínimo que podemos hacer por ella, por Rex —insistió Irma, con voz
firme—. Sé que era ella esa mujer de rojo que abría un paraguas, yo lo vi todo. Había
ido a buscarla para ir a cenar, ¿recuerdas?
Robert asintió con la cabeza.
—Lo que no sé —continuó diciendo Irma— es si Rex sabe algo de todo esto,
hasta qué punto le conoce ella… No puede seguir todo un cauce oficial sin que
sepamos cómo ayudarla, si es que podemos.
—Llámala ahora mismo. Yo iré a la comisaría y paralizaré las investigaciones
por el momento. Ya se me ocurrirá algo por el camino para justificarlo. Te llamaré
después.
Robert besó a su mujer y salió con la cabeza baja, impresionado por lo que
acababa de oír, pensando en Lucía y en Rex, en cómo afectaría eso a sus vidas. En ese
momento hubiese deseado no ser policía.
Cuando sonó el teléfono habían terminado de comer. Veían una película
antigua sentados cómodamente frente al televisor. La compañía de Jim le resultaba
agradable, incluso se sentía más alegre y apoyada dentro de su tristeza.
—Dígame —contestó Jim, distraído—… Enseguida te la paso.
Jim le pasó el auricular a Lucía con gesto preocupado.
—Es Irma, Lucía. Creo que es urgente.
—¿Irma? —preguntó Lucía, extrañada.
—Soy yo, Lucía. Tengo que verte urgentemente.
—¿Qué te pasa? ¿Te ha ocurrido algo?
—Sé lo de Larry, Lucía. Robert también —la voz de Irma sonaba lejana y
temblorosa—. Tienes que contarnos todo lo que ha pasado, qué relación tienes con él.
¡Oh, Lucía! Luego te contaré, pero antes tú tienes que decírmelo todo.
Lucía intentó mantenerse serena, Jim la miraba atentamente y no quería que
supiese nada. Si Rex no se lo había contado, ella tampoco lo haría. ¿Cómo se habrían
enterado?
—No te preocupes, Irma —contestó suavemente—. Seguro que no será nada.
Luego te llamaré para ver qué tal está el niño.
—Jim no sabe nada, ¿verdad?
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Capítulo 7
Las oficinas de la Walter's Advertising Productions Ltd. estaban situadas en
una zona céntrica de la ciudad, en una vieja nave que Rex había restaurado poco a
poco, a medida que su pequeña empresa iba adquiriendo cierto nombre en el mundo
publicitario. Empezó a trabajar solo, contratando los servicios de una secretaria
eventual y alquilando equipos y operadores cuando los necesitaba. Fueron años
difíciles pero llenos de satisfacciones para él. Obtuvo sus primeros premios en
diversos festivales lo cual, unido a una floreciente economía nacional, le permitió
hacer las primeras ampliaciones de la productora: compró la vieja nave, nuevos y
modernos equipos y contrató personal. Se cargó con unos gastos fijos que al principio
no le costó mantener, por el contrario, consiguió con ello una importante cartera de
clientes que sólo trabajaban con él. Fue entonces cuando conoció a Lucía.
De pronto los gastos empezaron a engullir todos sus beneficios, los anunciantes
recortaron sus campañas y Rex se encontró en una situación difícil aunque no
extrema. Tenía que aguantar unos meses y luego todo volvería a la normalidad. Con
la ayuda de ciertas personas bien relacionadas consiguió renegociar parte de su
deuda, hasta que cobrase algunos trabajos importantes que tenía pendientes, entre
ellos el del señor Kauffman.
Rex trabajaba en su despacho que estaba situado, al igual que el resto de las
oficinas, en la planta superior de la nave, justo encima del plato. Todo parecía
volverse contra él. Acababan de llamarle para comunicarle un nuevo retraso en el
rodaje del anuncio… Al parecer, Kauffman no encontraba una modelo que le
convenciese. Había exteriores, pero no modelo. Eso suponía que tendría que volver a
pedir un aplazamiento… Después de esa llamada le había pedido a su secretaria que
no le pasase ninguna más. Necesitaba estar solo, intentar distraer su atención con el
trabajo, pero no lo lograba. Revivía constantemente lo sucedido en el muelle.
Se había propuesto no sentir dolor, no humillarse ni preguntar, no contarle a
nadie por lo que estaba pasando. Lo solucionaría por sí mismo, como había hecho
siempre, demostraría su fuerza y su orgullo. Ahogando ese sufrimiento lo convirtió
en rabia y en odio, en sed de venganza. La utilizaría, la mantendría a su lado
tratándola como se merecía, como le debió gustar siempre que la tratasen…
Jim se había marchado. Habían puesto la mesa con todo detalle, corrieron las
cortinas y un disco de baladas de amor sonaba en el equipo de música. «Todo
preparado para una noche inolvidable», había dicho Jim justo antes de irse. Lucía le
despidió cariñosa, sintiendo que se le encogía el corazón por tener que mentir una
vez más, por la pena que le supondría a ese buen hombre conocer la verdad que
vivían en esos momentos, una verdad que les estaba destruyendo. Justo después de
cerrar la puerta corrió hacia el teléfono y llamó a Irma, que esperaba impaciente sin
moverse de casa. Robert había llegado ya, la canguro estaba con los niños. En veinte
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—Era un cliente habitual del motel. Yo no le conocía bien, sólo le había visto un
par de veces, ya que solía venir bastante tarde. A esas horas yo me marchaba a mi
habitación y otras chicas se encargaban de mi trabajo de camarera y recepcionista —
Lucía hizo una breve pausa para beber de su copa. Los recuerdos la abrumaban—.
Pese a mis esfuerzos y a la ayuda de Molly, me encontré con muchos problemas para
conseguir el permiso de residencia y de trabajo. Tenía detrás a los de Inmigración.
Fue entonces cuando Molly me presentó a Larry muy a su pesar. Siempre fue un mal
tipo, pero entonces tenía algunos contactos que me ayudaron a solucionar mi
problema. Él se obsesionó conmigo, quería que le diese algo más que el dinero que le
sacó a Molly por aquella gestión. Seguramente se debía —sonrió Lucía tristemente—
a que era la única mujer de los alrededores a la que no podía comprar. Desde
entonces siempre ha reaparecido en mi vida cuando ésta parecía al fin encauzarse.
Lucía continuó contándoles su huida de Texas, la muerte de Molly y las
diversas reapariciones de Larry hasta su vuelta de la luna de miel. La manera en que
todo se había ido complicando poco a poco hasta la noche del muelle, la noche que se
había encontrado con Robert en la calle y en la que sus planes de deshacerse de Larry
se habían visto truncados con la aparición repentina de Rex. Al recordarlo, al contar
todo aquello en voz alta, se dio cuenta de que todo había ocurrido por su culpa. Sin
saberlo, la pobre Molly le había hecho mucho daño al convencerla de que nunca
debía compartir con nadie, ni con su marido o la mejor de sus amigas, las
experiencias que había vivido durante esos años. Todo hubiese sido más fácil de otra
manera, nadie hubiese podido chantajearla… pero no había sido así.
—Así que… Rex lo sabe —dijo Irma con gesto de preocupación.
—En realidad no sabe nada —contestó Lucía, sollozando, desesperada de
tristeza—. Sabe que he pagado por ocultar lo que él está convencido que fue un
pasado deshonroso, depravado y digno de vergüenza. No me ha dejado hablar, no
me ha preguntado nada. Me ha juzgado y ha dictado sentencia de culpabilidad sin
más. Por una parte le comprendo pero, si realmente me quisiera, al menos me daría
una oportunidad. Aún no sé qué quiere hacer conmigo, pero creo que me odia, que
nunca me perdonará los pecados inconfesables que cree que he cometido…
Vosotros… ¿Creéis en mí? —se atrevió a preguntar Lucía con la mirada baja—.
Porque si no es así ya no me queda nada, ni siquiera un poco de respeto por mí
misma.
—Claro que sí, Lucía —contestó Irma, dándole la mano—. ¿De verdad temías
que no creyésemos en ti?
Lucía asintió con la cabeza, secando las lágrimas que, de nuevo, habían
empezado a rodar por sus mejillas. Se sentía más tranquila, el peso que le oprimía el
alma se había aliviado un tanto.
—Lo único que siento, Lucía —añadió su amiga—, es el no haber podido
ayudarte, apoyarte en los difíciles momentos por los que has pasado. Recuerda
siempre —dijo Irma, levantándole la barbilla— que las penas compartidas son más
llevaderas y que nos tendrás siempre a tu lado.
—Gracias, de verdad —contestó Lucía, agradeciendo la mirada cálida de su
amiga.
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—Vas a ser la mujer más famosa de la policía de Nueva York —dijo Irma,
divertida—. Menos mal que estás favorecida. Probablemente incluso te nombren la
chica de los sabuesos de la ciudad.
—Me voy a la comisaría —dijo Robert, levantándose y dando un último sorbo a
su copa de vino—. Ten mucho cuidado, Lucía. No salgas sola a la calle y menos de
noche. No creo que se atreva a volver, pero hay que estar prevenido.
—Yo me quedaré un rato más —dijo Irma, besando a su marido—.
Aprovecharé el tiempo que le hemos pagado a la canguro. Luego llamaré a un taxi.
—De acuerdo —contestó Robert, dirigiéndose a la puerta.
Lucía se levantó también y ambas le acompañaron a la salida.
—Robert —dijo Lucía, mirándole con gesto agradecido—, sólo una cosa más. Te
ruego…, os ruego a los dos, que no le contéis nada de esto a Rex. No va a creerme de
todos modos y no quiero que piense mal de vosotros. Es difícil que algún día vuelva
a amarme, pero si sabe que aquel hombre era un delincuente perseguido me costará
aún más convencerle.
—¿Más mentiras, Lucía? —preguntó Robert, mirándola fija mente sin ocultar su
reproche.
—Sólo una oportunidad más. Si se dignase a escucharme se lo contaría todo.
Pero si llega esa ocasión prefiero ser yo quien aclare toda esta historia.
—De acuerdo, Lucía. Lo intentaré por todos los medios. Con un poco de suerte
lograremos evitar, por el momento, tener que interrogaros a los dos. Si esta nueva
pista nos conduce a alguna parte, será más fácil conseguirlo.
—¡Gracias, Robert! —dijo Lucía, abrazándole con lágrimas en los ojos.
Una vez Robert se hubo marchado, ambas mujeres se sentaron de nuevo a la
mesa, mirando pensativas aquellos inútiles preparativos. Irma había empezado a
comprender lo que hacía sólo unas horas le parecía un misterio inexplicable. La
relación de Lucía con un hombre como aquél. Le parecía que, en solo una hora, había
descubierto a una nueva mujer en aquella que se sentaba frente a ella y a la que creía
conocer en profundidad. Ahora entendía el porqué de su miedo a la felicidad, el
porqué de sus siempre breves referencias al pasado. Era increíble que, después de
todo lo que le había tocado vivir, siguiera siendo una persona esperanzada, limpia e
inocente. Sólo dos veces le había mencionado a Larry en el pasado: al poco tiempo de
conocerse y unos días antes de la boda. Siempre habían sido referencias escuetas
hechas en situaciones de máxima tensión para Lucía, pero ella las recordaba
perfectamente, dada la poca frecuencia con la que solía referirse a su vida anterior.
Desde luego eran curiosas las coincidencias de la vida… Incluso insólitas, en
ocasiones.
Lucía estaba allí, sentada frente a ella, con un bonito vestido de colores alegres,
una cinta en el pelo y los ojos hinchados y llorosos. ¿Qué más le podía ocurrir? Un
fantasma del pasado aparece en su vida cuando parecía que ésta había tomado un
nuevo rumbo. Un marido, al que cree infiel, se convence de que tuvo una vida
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—Me ha sido imposible, cariño. He tenido que cenar con un grupo de aburridos
ejecutivos —repuso él con absoluta normalidad.
Irma asistía en silencio a la batalla que tenía lugar entre aquellos a los que, hasta
entonces, había considerado una pareja perfecta. El ambiente se podía cortar de tanta
tensión como se respiraba y la actitud de Rex le resultaba irónica e hiriente, aunque
intentara simular normalidad frente a ella. Lucía tenía razón, la cena con aburridos
ejecutivos no encajaba con lo que ella había oído la noche anterior.
—Bueno, Irma —dijo Rex, sentándose a su lado—. Dime, ¿me ha criticado
mucho mi preciosa mujercita?
—No… —contestó Irma, incómoda—. Ya sabes que sólo habla bien de ti.
Irma sintió que había llegado el momento de marcharse. Lamentaba dejar sola a
Lucía en esas circunstancias, pero ella no podía hacer nada.
—Me marcho —dijo, levantándose decidida—. Es tardísimo y la canguro debe
de estar esperándome.
—De acuerdo —contestó Lucía, levantándose con ella.
Ambos la acompañaron a la puerta, cuando el taxi que habían llamado les avisó
de su llegada. Irma abrazó a Lucía con fuerza y se metió en el ascensor. Al cerrar la
puerta los dos se quedaron solos, en una casa que parecía caer sobre ellos como un
mausoleo, aislados por un muro que parecía infranqueable.
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Capítulo 8
Así al amanecer, Lucía abrió los ojos lentamente, encontrándose con la mirada
penetrante de Rex fija en ella. En un principio le pareció ver que asomaban ternura y
tristeza a su expresión pero, al darse cuenta de que ella despertaba, sólo pudo
advertir dureza y rechazo. Estaba preparado para irse, vestido más deportivamente
que de costumbre. El jersey de cuello alto azul marino y los téjanos de color claro le
hacían parecer más joven.
—Buenos días —dijo Rex, secamente—. Me voy, tengo muchas cosas que hacer.
—Rex, no te vayas, no aguanto esta situación —suplicó Lucía, implorante.
Cediendo a un impulso incontenible—: ¡Habla conmigo!
—Creo que tenemos poco de qué hablar, ¿no crees?
—Yo pienso lo contrario —musitó ella—. Tenemos mucho que decirnos…
—¿Decirnos? —preguntó Rex, soltando una carcajada—. Yo no tengo nada que
decirte, nada que explicarte y tú a mí tampoco. Si no recuerdo mal, eres de esa clase
de mujeres que no está hecha para pensar o para hablar sino para algo mucho más…,
más primario, casi de instinto animal.
—¡Rex! —exclamó Lucía, elevando la voz, sin ocultar su dolor.
—No te has ofendido, ¿verdad? —preguntó, despreciativo—. Debes de estar
acostumbrada a maneras mucho más vulgares de llamarte. Puedes dar gracias, a
partir de ahora tu único cliente seré yo. ¿No es estupendo? Así, juntitos durante
mucho tiempo…
—¿Es eso lo que quieres, Rex? —preguntó Lucía con voz calmada conteniendo
sus ganas de llorar—. ¿Vivir a mi lado odiándome cada día más?
—¡Exactamente! Has acertado —contestó él sin conmoverse—. Ya te lo expliqué
el otro día. Permanecerás a mi lado hasta que yo quiera, ahora disfrutaré yo de ti, sin
tapujos, sin tabúes… Espero que me trates bien. No querrás que a estas alturas te deje
marchar, cuando hace tan poco que nos hemos casado —chasqueó la lengua varias
veces—. Le tendría que decir a todo el mundo, con una sonrisa orgullosa: «Lucía se
ha ido, descubrí que era una mujerzuela. ¡Imaginad qué alegría! La intenté convencer
de que se quedase, pero tenía otros asuntos que atender».
Lucía sintió sus palabras atravesándole el corazón, hiriéndola justo como él
pretendía hacer, pisoteando su orgullo y su dignidad. Se levantó de la cama,
destapándose furiosa y se dirigió al cuarto de baño sin contestar.
—Por cierto, querida —dijo él siguiéndola con la mirada—. Me alegro de que
aún seas lo suficientemente discreta como para no haberle contado nada a Irma. Se
llevarían un disgusto. ¡La madrina de su segundo hijo, un ejemplo a seguir por las
nuevas generaciones!
Lucía cerró de un portazo y se quedó encogida, llorando en un rincón. Rex se
dirigía a ella con las palabras más hirientes que podía encontrar. Continuamente le
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clavaba un puñal y lo retorcía para que doliera más y más, hasta llevarla a la
desesperación. Al cabo de unos minutos, se levantó trabajosamente y se comenzó a
cepillar los dientes como una autómata.
Rex estaba a punto de marcharse, cuando oyó que se abrían los grifos del baño,
recordó a Lucía dentro de aquel suave camisón de seda blanca que resbalaba por su
piel morena, marcando sus formas, acariciando su pecho. Se volvía loco al pensar
que aquel cuerpo que él había explorado con suavidad y amor, besándolo palmo a
palmo, sintiéndolo vibrar junto al suyo, había sido antes de otros hombres. De
hombres que habían pagado por poseer lo que era suyo, lo que pese a todo seguía
perteneciéndole. Se la imaginó en aquel motel, tumbada sobre la cama, cubierta sólo
a medias por una desgastada sábana mugrienta, esperando al que la hubiese
comprado en esa ocasión. Poco a poco estaba perdiendo el control de sí mismo, creía
oírla gemir, suspirar, reírse de él.
Un deseo devastador se apoderó de Rex. Necesitaba sentirla, poseerla, hacerla
suya. Sentir el calor de su cuerpo, demostrarle su virilidad, volverla loca de placer
como si de una competición entre aquellos hombres y él se tratase. Se acercó de
nuevo a la habitación, ya no era capaz de pensar en nada más. El ruido del agua
aumentó su pasión desenfrenada, la imaginó desnuda al otro lado de la puerta,
tocando su propio cuerpo con la espuma, acariciándose lentamente la piel,
recorriendo con sus manos sus muslos, sus pechos… Desnudándose se acercó hasta
la puerta del baño, su propia respiración le impedía oír nada más. Abrió la puerta
bruscamente y se quedó en pie, observando a través de la mampara la silueta que
veía tan claramente en su fantasía.
Lucía le oyó entrar y golpear la puerta contra la pared. Luego sintió cómo la
observaba desde fuera. Se quedó inmóvil, sin atreverse a decir o hacer nada, vio
cómo se aproximaba y corría la puerta de la mampara con fuerza. Estaba frente a ella,
recorriendo su cuerpo con una mirada extraviada, furiosa y brillante. Después de
unos segundos entró en la bañera. Sin mediar palabra la forzó a echar la cabeza hacia
atrás, acercando su cara, su boca a los labios de Lucía sin llegar a tocarlos.
—Rex… no —logró articular Lucía.
—No me irás a negar a mí lo que me corresponde por derecho, ¿verdad? —dijo
antes de cubrir con su boca la de ella.
Rex la besaba con desesperación. Aquellos labios carnosos no podían haber
besado a nadie que no fuera él, no volverían a besar a nadie. Los apretaba con los
suyos como si quisiera hacerlos desaparecer, hacer que quedaran dentro de él para
siempre.
Lucía sintió su fuerza, su poder sobre ella. Se encontró acorralada, pegada a la
pared sin poder moverse, mientras el agua caliente de la ducha caía sobre ellos
aumentando su propia temperatura. El agua resbalaba por ella al igual que la lengua
de Rex, que no cesaba de encontrar rincones nuevos, de hacerla estremecerse a su
pesar. Intentó resistirse, pero los musculosos brazos de él la mantenían sujeta e
inmóvil, impotente ante la avalancha de su pasión, de su masculinidad. Todo su
cuerpo vibraba bajo las expertas caricias de Rex, hasta rendirse a la evidencia de su
deseo de sentirle, de que la hiciera suya, de que dejara de torturarla el placer que le
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hacía sentir. Cuando dejó de oponerse a él, sus manos siguieron el recorrido de su
boca, parando entre sus muslos, subiendo a sus pechos erguidos, volviendo a sus
labios. Lucía notaba la tensión de su cuerpo cerca de ella mientras se pegaba a su
cuerpo, estrechándola cada vez más.
El vapor se hacía cada vez más espeso en el reducido recinto, el ruido del agua
al estrellarse contra el suelo acallaba los gemidos de Lucía, que se abría al ritmo de
sus besos y la respiración entrecortada de Rex, que no podía dejar de acariciarla, de
besarla… Un choque eléctrico se producía entre ambos, expresando así sus
sentimientos…: ternura y pasión, suavidad y fuerza, placer y dolor…, todo ello en
aquel encuentro sin palabras.
Rex levantó a Lucía con facilidad, y apoyándola de nuevo contra la pared, la
acopló a su cuerpo mientras ella le rodeaba con sus piernas, las apretaba a su cintura
y cruzaba los brazos por detrás de su cuello. Una intensa oleada de placer les invadió
a ambos. Cuando casi no podían respirar, Rex volvió a poner a Lucía en el suelo para
luego tomarla entre sus brazos y sacarla de la bañera huyendo así del intenso vapor.
Su fuerza y estatura la hacían parecer más pequeña, más frágil: eso le hacía desearla
aún más. Llegaron unidos a la cama, enloquecidos por una fiebre intensa que se
había adueñado de ellos. Entre las sábanas, aún mojados, el volcán de sus pasiones
hizo explosión.
Rex la sentía bajo su cuerpo, con la respiración agitada, temblando de placer,
mientras sus manos se clavaban en su espalda. Hubiese deseado gritar, decirle que la
amaba, que no podía vivir sin ella…, pero no logró articular las palabras. Los latidos
de su propio corazón le impidieron oír las palabras que Lucía le susurró.
Se quedaron inmóviles, recuperándose de aquel terremoto de fuerza
incalculable durante unos minutos, sin decir nada, sin poder evitar las palpitaciones
de sus cuerpos y el desmayo del amor. Después Rex se levantó y volvió a entrar en el
cuarto de baño, cerró los grifos y se quedó allí durante algún tiempo.
Lucía se quedó en la cama, escondida entre las sábanas intentando ordenar sus
sentimientos e ideas. La desbordante virilidad de Rex la había dejado agotada, sin
saber qué pensar. No le había dicho ninguna palabra de amor, pero sus gestos y sus
caricias se lo habían transmitido. Tal vez el amor lograse derrumbar los muros que
les separaban.
Transcurridos quince minutos Rex salió del baño, con la misma mirada dura en
sus ojos. Se vistió sin decir nada y antes de abrir la puerta de la habitación, sacó su
cartera del bolsillo del pantalón, la abrió y tomando algunos billetes los lanzó a la
cama.
—Cómprate algo bonito —dijo, volviéndose y saliendo de allí.
El apartamento quedó en silencio. Lucía sólo oía los gritos de su cerebro ante la
patente demostración que Rex había hecho de sus sentimientos. La desolación ocupó
el lugar que el deseo había llenado antes. Nada ni nadie, sólo el tiempo, podría curar
las heridas que se estaban abriendo en su alma.
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***
Jim fue a visitarla aquella mañana. Al poco tiempo llegó Irma, que intentaba
averiguar en cada gesto cómo se sentía. Arreglaron la casa entre los tres, tomaron un
café, jugaron con los gatos y charlaron del tiempo, como si nada ocurriese, como si
Lucía fuese tan feliz como el día de su boda. Antes de que Irma se fuese a buscar a
los niños, sonó el teléfono.
—Soy yo —dijo Rex antes de que Lucía hablase.
—Me lo imaginaba.
—Prepara las maletas. Esta tarde nos vamos de viaje —dijo Rex, sin dar más
explicaciones.
—¿Es necesario que vaya? —preguntó Lucía, con voz firme.
—Evidentemente. Si no lo fuera no te llamaría, ¿no crees?
Lleva algo de abrigo, vamos a Pittsburgh.
—De acuerdo.
Colgaron sin decirse nada más.
—¿Vais a alguna parte? —preguntó Jim, que estaba a su lado.
—Sí —respondió Lucía—. Nos vamos esta tarde a Pittsburgh. Rex tiene que
hacer un trabajo allí y quiere que le acompañe.
—Me tengo que marchar, Lucía —dijo Irma, apenada—. Te podría haber
ayudado con el equipaje.
—No te preocupes, lo comprendo. Dile a Robert —recalcó Lucía—, que nos
vamos a Pittsburgh, no creo que tardemos en volver. Te lo digo por si echa de menos
a Rex en el gimnasio.
—Se lo diré —contestó Irma, saliendo del apartamento y asintiendo con
expresión de complicidad.
Durante el tiempo que duró el vuelo, Rex y Lucía no cruzaron una sola palabra.
El equipo y personal que tomarían parte en el rodaje habían salido por carretera esa
misma mañana. Habían estado solos desde que Rex la había ido a buscar a casa. Se
comportaron como si no ocurriese nada, manteniéndose fríos y distantes. Al llegar a
la terminal del aeropuerto, después de localizar su equipaje, se encontraron con el
señor Kauffman que les esperaba sonriente.
—¡Señora Walters! Me alegro mucho de que haya venido.
¿Se encuentra mejor?
—Mucho mejor, señor Kauffman. Gracias —contestó amablemente Lucía.
—Rex —dijo ofreciéndole la mano—. Me alegro de que la haya traído. El auto
nos espera fuera, les llevaremos al albergue del que le hablé la otra vez. Todos nos
hospedaremos allí. ¡Espero que les guste!
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los presentes con su sentido del humor y su amena charla. Cuando estaban a punto
de tomar los postres, el señor Kauffman pidió silencio para hablar.
—Disculpadme, necesito un poco de silencio. Quiero pedirle un favor muy
especial a Rex Walters y quiero que todos lo escuchéis.
—Usted dirá —dijo Rex, sorprendido por sus palabras—. Si depende de mí…
—No sólo de usted —dijo, mirando a Lucía—. También de su esposa. Quiero
que ella sea la modelo de nuestro anuncio.
—¿Que sea qué? —preguntó Rex extrañado.
—Lo que ha oído, la modelo del anuncio del que estamos cansados de hablar
usted y yo…, y todos los presentes —dijo bromeando—. ¿Qué dice, Lucía?
—Por mí, encantada, señor Kauffman. Será un honor. Si con ello puedo
ayudarles…
Rex la miró, incrédulo. No se conformaba con todo lo que le había hecho, sino
que también quería exhibirse ante todo el país. Todos los hombres de aquella mesa la
felicitaban sonrientes por sus palabras y nadie contaba con su opinión.
—¿Usted qué dice, Rex? —dijo Kauffman, adivinando sus pensamientos.
—Me temo que no va a ser posible —dijo Rex ásperamente—. No quiero ver a
mi esposa en ningún anuncio.
Todos los comensales se quedaron en silencio. Aquella respuesta les había
dejado sorprendidos a todos.
—Sé que le he sorprendido —dijo Kauffman, aclarándose la voz—. Pero como
sabe, no hemos encontrado ninguna modelo que nos guste. He de reconocer que eso
en parte es culpa mía, porque desde que conocí a su esposa la imaginé en él.
—Sí —intervino el creativo de la agencia de publicidad—. Yo no la conocía,
pero al verla me di cuenta de que tenía razón. Sus rasgos tienen la fuerza y el carácter
que queremos imprimirle a la publicidad. Creo que es perfecta.
—No dudo de que tengan razón —contestó Rex, intentando suavizar el tono de
voz—. A mí también me gusta, pero no quiero que… Ha estado enferma y un rodaje
es muy cansado y ella no tiene experiencia —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Seguiremos el ritmo que usted mismo nos marque —contestó Kauffman, algo
más calmado al ver que la resistencia de Rex se aplacaba—. Además, si no es ella, el
rodaje habrá de retrasarse o suspenderse.
Lucía asistía en silencio a la última parte de la conversación. Estaba realmente
sorprendida y halagada a un tiempo por la propuesta que le habían hecho. Ella no
era consciente de su atractivo y eso era lo que la hacía más interesante. Después de la
primera respuesta de Rex, sabía que le molestaba sobremanera aquel asunto. Ella
aceptó desde un principio porque pensó que así le ayudaría, que la vería dispuesta a
colaborar con él. Sin embargo, parecía que se había equivocado.
—De acuerdo —dijo Rex, con aire de resignación—. No podemos seguir
retrasando esto.
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Lucía caminó junto a Kauffman hacia un rincón en el que estaba Rex hablando
con un hombre que estaba de espaldas.
—Richard —dijo Kauffman tocándole en el hombro—. Quiero presentarte…
—¡Lucía! —exclamó el joven con alegría.
—¡Richard! ¡Qué alegría! —dijo Lucía abrazándole cariñosamente—. ¿Cuántos
años hacía que no nos veíamos?
—Al menos cinco —contestó él, contando con los dedos.
—Vaya, veo que ya os conocéis —dijo Kauffman alegremente—. ¡Qué
casualidad!
Fue entonces cuando Lucía se dio cuenta de que Rex presenciaba el encuentro.
Miraba la escena con el rostro impasible, con una expresión impenetrable en los ojos.
Parecía esperar que ella le explicase algo.
—Rex, éste es Richard Elliot, un… —comenzó a decir Lucía, mirándole a los
ojos.
—Un amigo de Texas —completó la frase Rex, en un tono irónico que sólo ella
captó.
—¡Sí! —contestó Richard impresionado—. ¿Cómo lo has sabido?
—Si os visteis por última vez hace cinco años, era evidente. Lucía no me había
hablado de ti en concreto, pero me ha dicho que dejó grandes amigos allí.
—¡Por supuesto! —dijo Richard, sonriendo a Lucía—. ¿Quién puede conocerla y
no quedarse cautivado por ella en el acto?
—¡Nadie! —contestó Rex, burlón—. Disculpadme, tengo algunos asuntos que
solucionar.
Rex se dirigió a una de las mesas, habló con su ayudante y salieron de
inmediato del salón. Creía que la cabeza iba a estallarle. ¡No lo podía creer! Uno de
los amantes de su mujer allí, expresando en su presencia su admiración por Lucía,
sus años de «amistad». Se conformaba con que pudiese terminar aquel maldito
trabajo sin haberle partido la cara a ese hombre al que tanto apreciaban Kauffman y
su linda mujer.
Richard era un hombre de unos treinta años, alto y de facciones angulosas pero
de dulce expresión. Miraba con alegría a la mujer que tenía enfrente y que le
recordaba los años vividos en la cálida Texas. Siempre había sido un artista, un loco
bohemio y desde hacía algunos años trabajaba como estilista para distintas agencias
de publicidad del país. Su nombre era bien conocido en el sector. Richard y Lucía,
acompañados por Kauffman, tomaron un café antes de que comenzasen a
maquillarla.
Rex observaba a distancia la actitud alegre y distendida de su mujer con aquel
hombre, incluso durante la sesión de maquillaje. Cuando entraron en el baño que
habían habilitado en la planta baja como camerino, creyó que no iba a poder dominar
el impulso que sentía de entrar y sacar a Lucía de allí. Pero su malestar creció
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considerablemente cuando la vio salir de allí radiante, más bella que nunca. Llevaba
un ceñido vestido de charol negro que se ajustaba su cuerpo como una segunda piel
desde la cintura hasta la mitad del muslo. La parte del pecho sólo quedaba cubierta
por una serie de tiras entrecruzadas del mismo material que se unían en el cuello y
que tapaban lo justo, dejando intuir la redondez del nacimiento de sus senos.
Calzaba unas botas de tacón alto que llegaban hasta más arriba de la rodilla,
completando la uniformidad del traje. Llevaba el cabello suelto, muy voluminoso y
un maquillaje en tonos fuertes que hacía resaltar la oscura intensidad de sus ojos y el
trazo sensual de sus labios. Cuando hizo su aparición de la mano de Richard,
sonriendo tímidamente, se oyó un murmullo de admiración entre todos los allí
reunidos.
Lucía buscó con la mirada a su marido, intentando adivinar sus pensamientos,
pero cuando le logró ver ya estaba dando órdenes para que todos comenzasen a
trabajar de inmediato. Le pareció que la ignoraba por completo. «¡La luz!», no cesaba
de exclamar en voz alta: «¡Se nos acaba la luz!». La mañana fue agotadora, pero por
lo que comentaba la gente del equipo habían conseguido tomas muy buenas, casi
todas las que necesitaban para el montaje final. Comieron algunos bocadillos y
continuaron por la tarde, como estaba previsto. Dieron por finalizado el trabajo antes
de lo que creían.
Rex se sentía enfermo cada vez que veía a Lucía, más y más hermosa a través
del objetivo de la cámara. Y la sonrisa estúpida de aquel hombre, que no se despegó
de ella en todo el día… Él mismo se encargó de agilizar el trabajo para no sufrir aquel
martirio durante más tiempo. Ella terminó antes que él, ya que Rex aún debía
ordenar el material, para la reunión del día siguiente. Cuando Rex subió a la
habitación, el aspecto de su mujer había vuelto a la normalidad, mucho más suave y
discreto. No le dijo nada. No era capaz de hablar. Sólo deseaba tomarla entre sus
brazos y amarla durante toda la noche. Pero les esperaban para dar comienzo a una
cena de celebración.
Ya en el comedor sentados en torno a la mesa y dispuestos a cenar, Richard se
puso en pie para brindar.
—Levanto mi copa —dijo, fingiendo solemnidad—, por la mujer que ha hecho
más agradable nuestro trabajo y que nos ha impresionado a todos con su
desenvoltura.
Todos brindaron alegremente, excepto Rex. Para él todo aquello era una afrenta
personal. No supo ver el rubor de Lucía, su timidez ante aquella situación. No se
daba cuenta de que su mirada intentaba buscarle. Sólo la veía como el centro de
atención de todos aquellos hombres, uno de los cuales parecía conocerla muy bien…
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Capítulo 9
Todo el equipo de producción, los empleados de la agencia y el señor
Kauffman, estaban reunidos en el salón, revisando las tomas hechas el día anterior.
El material era realmente excelente. Los primeros planos de Lucía al volante del
automóvil tenían la fuerza y sensualidad que habían intentado imprimir. Al terminar
la sesión todos se felicitaron, se dirigieron a él haciéndole comentarios sobre lo
orgulloso que estaría de tener una mujer así… No tenían ni idea del infierno por el
que estaba pasando.
Cuando Richard Elliot se acercó a él, deseó pegarle con todas sus fuerzas.
—¿Dónde está Lucía? —preguntó, despreocupado.
—Ha aprovechado para visitar los alrededores. Quería respirar aire fresco —
contestó Rex, dominando sus impulsos.
—Me alegro, quería hablar contigo.
—¿Conmigo? —preguntó Rex, irónico.
—Sí, Rex. A ti acabo de conocerte, pero a Lucía la conozco bien…
—¡Ya me imagino! —interrumpió Rex, para defenderse de lo que consideraba
un inminente ataque.
—¿Ves? —comentó Richard, con gesto incrédulo—. No comprendo tu actitud.
Lucía es una mujer discreta y no ha querido contarme nada, pero se nota que estás
incómodo con esta situación. Quiero hablar contigo y dejar bien claro cuál fue la
relación entre Lucía y yo.
—De acuerdo —dijo Rex, señalando una de las mesas del salón—. ¿Nos
sentamos?
Richard asintió y ambos hombres se sentaron frente a frente.
—¡Adelante! —le animó Rex—. Di lo que quieras.
—Ante todo quiero felicitarte. Te has casado con la mejor mujer que conozco.
Nos conocimos hace muchos años en Texas, ella acababa de llegar de México y
empezó a trabajar como camarera en un motel cercano a mi casa, donde yo vivía con
mis padres. Fue una gran amiga durante varios años. No he conocido a nadie como
ella… Estando rodeada de lo peor bastante tiempo, logró mantenerse tan limpia y
dulce como al principio. Trabajó duramente para poder estudiar y superarse, yo fui
testigo de ello —Richard sonrió al recordar esos años—. Admiraba su fuerza y tesón,
su capacidad para mantenerse aislada de aquella despreciable basura y aceptar sólo
lo bueno de cada persona. Te debo confesar —dijo acercándose más a Rex—, que le
pedí que se casara conmigo…
—¿Qué ocurrió? —preguntó Rex, sorprendido por lo que aquel hombre le
estaba contando.
—Por desgracia para mí me rechazó. Yo ya tenía un buen empleo entonces y
mis padres eran gente acomodada… Se lo ofrecí todo, pero me dijo que no me
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Lucía era la responsable de todo. Ya en la puerta, cuando Robert intentó decirle algo
más al despedirse, la respuesta de Rex fue contundente:
—Gracias por todo de nuevo, Robert. Hasta mañana.
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***
Rex llegó al restaurante unos minutos antes de las nueve. Cuando Robert se
acercó a la barra, él ya había pedido un Martini seco. Se saludaron efusivamente
mientras el camarero le servía otro a Robert. Entrechocaron sus copas como si
tuviesen algo que celebrar y bebieron de ellas antes de atreverse a abordar el tema
que les había reunido allí.
—Rex —comenzó a decir Robert, pausadamente—, como te he adelantado
antes, he estado investigando el caso de Larry Thomson. Su historial se remonta a
hace varios años, por eso he tenido que viajar a Texas…, para saber lo que había
ocurrido allí.
—¿Y bien? —preguntó Rex, con frialdad, como si sus emociones estuviesen a
salvo tras una dura coraza.
—¡Escúchame, Rex! Le prometí a Lucía que no te hablaría sobre este tema, que
no intentaría convencerte de nada… Le prometí a mi mujer que no te diría nada
sobre el estado de ánimo de Lucía, sobre la verdad que tú no quieres ver…
—Te aconsejo —dijo Rex, irguiéndose sobre el taburete en el que estaba
sentado— que si has hecho tantas promesas las cumplas. Creo que sé lo que debo
saber, ni más ni menos.
—¡Te equivocas! —exclamó Robert enfadado—. Tienes razón, cumpliré mis
promesas. Sólo te pido que leas los informes de la policía. No sabes ni la mitad de lo
que deberías saber… ¡No sabes nada! Y no porque te lo haya ocultado nadie, sino
porque tú te niegas a saberlo.
—¿Qué es lo que quieres que lea en esos informes, Robert? ¿Los amantes que
tuvo mi mujer, la tarifa de una noche…?
—¡Eres injusto, Rex Walters! Eres injusto y estás ciego —dijo Robert poniéndose
en pie y apurando la copa—. Lucía tenía razón al decir que nunca la escucharías. Tú
has fabricado tu propia verdad y te regodeas enfangándote en ella, utilizándola como
arma arrojadiza. No te mereces a Lucía y vas a perderla. ¿Cuánto tiempo crees que va
a aguantar tus desprecios?
—Hasta que yo quiera —dijo Rex, con expresión autosuficiente.
—Tú ganas, Rex. Me rindo. He hecho lo que consideraba mi obligación y me
reitero en mi ofrecimiento de facilitarte esos informes… Hasta mañana a mediodía.
Después he de entregárselos al fiscal del distrito. Espero que reconsideres tu postura
—dijo Robert dirigiéndose a la puerta.
—No lo haré —contestó Rex en voz baja, obstinado—. No lo haré.
Perdió la noción del tiempo que estuvo en aquel restaurante. Las palabras de
Robert se unían a las de Richard. Tal vez estuviera equivocado…, tal vez. Pero su
mente rechazaba esa idea de inmediato. No podía estar equivocado, todo era tan
claro. En una cosa tenía razón el amigo que había intentado abrirle los ojos: no le
había dado ni una sola oportunidad a Lucía. Desde un principio había desechado la
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posibilidad de que le pudiera decir algo que borrase las palabras y risas de aquel
hombre en el muelle. Cada vez que cerraba los ojos veía de nuevo su cara, oía de
nuevo su voz y sentía cómo su alma se retorcía de dolor.
Regresó tarde a casa y, como siempre, el resplandor que salía a través de la
puerta entornada de la habitación le indicó que Lucía le esperaba despierta, leyendo
en la cama. Se dirigió directamente al salón, sin siquiera saludarla. Necesitaba
reflexionar en soledad, tenía que pensar en la posibilidad de leer esos informes y a su
lado no podría hacerlo. Su respiración, el calor de su cuerpo, se extendía por toda la
cama. Por más que se alejase de ella le parecía tocar su piel, oler su perfume, sentir
sus brazos rodeándole. Incluso a veces creía oír un murmullo que decía: «Te quiero,
Rex».
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Capítulo 10
Ya era de día cuando Lucía se despertó, aún con la luz de su mesilla encendida,
dándose cuenta de que Rex no había dormido junto a ella. Le había oído entrar la
noche anterior…, supuso que habría preferido dormir en el salón o en la habitación
de Jim.
Cuando se levantó oyó sus pasos en la cocina y decidió ir a verle. Estaba de
espaldas a ella sirviéndose un café y hablando por teléfono a un tiempo; cuando
estaba a punto de pasarle la mano por la espalda para avisarle de su presencia un
deseo irrefrenable de saber con quién hablaba se apoderó de ella. Se quedó en
silencio esperando a que se despidiera…
—Muy bien —dijo Rex, con una sonrisa en los labios—. Hasta mañana
entonces, Rose… Sí, yo también siento que no sea hoy. Adiós…
Lucía se quedó inmóvil, intentando dominar su respiración agitada. No dijo
nada, sólo esperó a que Rex la viera.
—¡Ah! Estás ahí —se dirigió a ella Rex, sin dar importancia a su presencia—.
¿Me has echado de menos esta noche? —preguntó con su sorna habitual.
—¿Tú qué crees? —contestó Lucía, con indignación mal reprimida—. Pronto
empezarás a arrepentirte de todo esto, muy pronto —le amenazó sin poder
contenerse.
Lucía se dirigió a la habitación de Jim y se encerró en ella para evitar volver a
cruzarse con Rex. No saldría de allí hasta que no le oyese marcharse de casa.
Finalmente, había tomado una resolución.
Rex se quedó pensativo, con la taza de café en la mano. Las últimas palabras de
Lucía le habían hecho decidirse. Iría esa misma mañana a leer los informes de Robert.
Terminaría de aclarar todo aquello. Así estaría seguro de que no se equivocaba.
Robert trabajaba en su despacho, poniendo en orden un sinfín de documentos
que estaban esparcidos sobre su mesa. Levantó la vista de ellos al oír que alguien
entraba sin anunciarse y no pronunciaba una sola palabra.
—¡Rex! —exclamó, contento al ver al visitante—. Me alegro de que te hayas
decidido a venir. Siéntate en esa silla.
—Gracias, Robert. ¿Qué es eso tan importante que debo leer? —preguntó
aparentando indiferencia.
Robert le alargó sin hablar una carpeta gruesa, llena de papeles. Al abrirla, Rex
se dio cuenta de que contenía declaraciones de testigos que hacían referencias a El
Motel de Molly y a otros nombres que le resultaban familiares.
—Revisa todo esto con detenimiento y si aparece la más mínima sombra de
duda en tu convicción de que Lucía no merece tu cariño, dímelo. Si no, márchate.
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aún no había llegado. A medida que se aproximaba al porche oía más claramente la
voz de ambas mujeres, que hablaban sin parar. Contuvo su primer impulso de entrar
y decidió quedarse a escuchar la conversación desde allí, dejando que su presencia
pasase desapercibida. No le parecía muy noble, pero necesitaba conocer los
sentimientos de Lucía para saber qué decirle, para saber cuál era la mejor manera de
implorarle perdón por su desconfianza.
—Estoy decidida, Irma —decía la voz ahogada de Lucía—. Sabes mejor que
nadie que lo he intentado hasta el final, pero ya es demasiado…
—Lo sé, Lucía, pero haz un último esfuerzo… Tal vez Rex se dé cuenta…
—No se dará cuenta de nada —interrumpió Lucía a su amiga—. Nunca creerá
en mí. No confiará nunca en mi palabra. Sé que, si me quedo más tiempo,
terminará… Bueno, es igual, creo que lo único que ocurrirá es que le dejaré el camino
libre.
Rex contenía la respiración, sentado en un escalón del porche, escuchando la
dolida voz de su esposa. Robert tenía razón. Había llegado demasiado tarde.
—Pero, Lucía —insistió Irma intentando convencerla—. Después de lo que has
pasado… Háblale, cuéntaselo todo, oblígale a escucharte.
—¡No me escucha, Irma! ¿No lo entiendes? Lo he intentado un millar de veces,
he intentado demostrárselo sin palabras y lo único que recibo de él son desprecios y
humillaciones.
—Pues grítaselo. Persíguele hasta que te oiga…
—Ya es demasiado tarde. No me tengo que preocupar sólo por mí, sino por la
vida de otra persona.
Rex se sorprendió al oír aquello. ¿A quién se refería?… Tal vez a su padre, pero
resultaba extraño.
—¿Te refieres a Jim? —preguntó Irma, como si leyera el pensamiento de Rex.
—No, Irma —contestó Lucía, mientras se dibujaba en sus labios una triste
sonrisa—. Estoy esperando un hijo, es de él de quien he de preocuparme.
—¡Lucía! ¡Eso es maravilloso! —exclamó Irma regocijada.
—Sí, lo es. Lo hubiese sido más en otras circunstancias, pero…, la vida es así. Ya
fue concebido con furia, sé perfectamente qué día ocurrió y no quiero que eso sea
una constante en su vida.
Rex sintió ganas de entrar y abrazarla. Decirle lo feliz que era, explicarle que
aquella furia era amor contenido, miedo a perderla. Pero no era el momento. Si lo
hacía podía huir de él. Tenía que esperar el momento adecuado, ese momento en el
que pudiesen hablar sin prisas, sin testigos, a solas.
—Si se lo dices a Rex, tal vez quiera escucharte —habló de nuevo Irma,
intentando buscar soluciones.
—Nunca utilizaré a mi hijo como un arma de presión. Tú tampoco lo harías. Si
me quiere a su lado a de ser porque me ame, porque quiera compartir su vida
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conmigo. No porque vaya a tener un hijo suyo. Por más que me duela, está decidido.
He venido a decírtelo. Imagino que necesitaré tu ayuda, como siempre.
—Cuenta con ella, pero…
—No insistas, Irma. Sería muy difícil que cambiase de opinión a estas alturas.
Sabes que no soy una mujer rencorosa, pero también tengo mi orgullo. He quedado
con Jim en casa, también se lo diré. Estoy dispuesta a contarle a él toda la verdad. Me
duele tenerle engañado y que no llegue a comprender por qué dejo a su hijo… Es
como un padre para mí.
Rex tuvo suficiente con lo que oyó. Con el corazón en un puño volvió al
apartamento triste y desolado. Iba a ser padre, se había convencido de que tenía a la
mejor mujer que pudiera desear a su lado y estaba a punto de perderlo todo a la vez.
Iba a perderlo por su orgullo indomable, por su estúpida obstinación. Jim le miraba
de reojo hasta que, finalmente, su hijo se sentó a su lado.
—Cuéntamelo, Rex —dijo, mirándole paciente.
—¿El qué? —preguntó Rex, huidizo.
—Soy tu padre y te conozco. No intentes decirme que no pasa nada. Sé que
Lucía me lo contará, pero me gustaría escucharlo de tus labios. Ante todo quiero que
quede clara una cosa: soy viejo pero no tonto; discreto, pero muy observador. Desde
el principio sé que tenéis problemas, sé que se refieren a Lucía y que tienen que ver
con el tipo que entró aquí… Así que no omitas ningún detalle.
Rex sonrió ante la perspicacia de su padre y comenzó a relatarle lo sucedido,
hasta llegar a ese mismo día, hasta la noticia de que iba a ser abuelo y que Lucía
pretendía dejarle.
—¿Y te extraña? —intervino Jim, con gesto de reproche—. Eso demuestra que
es una chica inteligente. ¿Quién quiere estar con un marido que no habla de sus
preocupaciones, que no quiere aceptar que ha cometido un error? Yo en su lugar me
hubiese marchado antes. Será un milagro si logras convencerla.
Rex bajó la mirada al escuchar las palabras de su padre. Tenía razón al hablarle
así. No merecía el perdón de ninguno.
—Pese a que no te lo merezcas —continuó diciendo Jim, animado—, te ayudaré
a convencerla. Tengo ganas de disfrutar de mis nietos, de su madre y de nuestros
gatos, aunque tú seas insoportable.
—¡Gracias, papá! —contestó Rex, conmovido.
—Prepararemos un buen recibimiento para ella —dijo Jim, levantándose—. Ve
a buscar flores, siempre ablandan un poco los corazones endurecidos. Unas velas,
música suave, un plato apetecible y un buen vino influirán. Tú tendrás que hacer un
gran discurso y decirle todo lo que merece escuchar, todo lo que no le has dicho
nunca.
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Lucía regresó a las dos horas. Había vuelto dando un paseo. Necesitaba
respirar, sentir el aire fresco en la cara, terminar de convencerse de que no le quedaba
otra opción. Tenía el corazón destrozado. Siempre confió en que el amor y la verdad
triunfarían sobre el odio y la mentira, sobre la maldad… Pero se había equivocado.
Su vida volvía a un tenebroso comienzo, a un triste principio que sólo alegraba la
venida de su hijo, aunque eso supusiera una preocupación todavía mayor. A partir
de ese día tendría que respirar, comer, tomar decisiones por los dos. Sabía que
siempre contaría con Irma y Robert, con Jim… Pero aun así se sentía enormemente
sola e inmensamente dolida.
Subió al apartamento sin prisa, imaginando que podría hacer su equipaje en
soledad antes de hablar con Jim. Cuando abrió la puerta se sorprendió al ver algo
parecido a lo que había preparado ella la noche que habló con sus amigos. Detrás de
la pared del vestíbulo estaba Rex, con un inmenso ramo de rosas, esperándola
impaciente.
—Perdóname, Lucía —fue lo primero que dijo al verla entrar—. Perdóname por
todo lo que te he hecho.
Era lo último que se esperaba. Parecía que el destino había decidido llenarle el
camino de sorpresas, de escollos que la hicieran dudar constantemente.
—Ya es tarde para esto, Rex —dijo Lucía, conteniendo su emoción.
—Tienes razón, es tarde. Pero tengo que hablarte, he de intentar convencerte
para que permanezcas a mi lado. Si después decides marcharte, respetaré tu decisión.
—Te escucho —dijo Lucía, acomodándose en una silla.
—Creí ciegamente en las palabras de aquel hombre, ese fue mi gran error. Pero
el pensar en la posibilidad de que tú, mi sueño hecho realidad, lo que siempre había
deseado, te presentases ante mí como algo distinto a lo que yo creía me enloqueció.
He estado ciego todo este tiempo. Te miraba sin verte. No creí que la vida me
concediera un don tan hermoso como tú…
—¡Rex! —dijo Lucía suavemente.
—No me interrumpas, cariño. He de intentar transmitirte con palabras todo lo
que siento para que al menos puedas considerar mis disculpas. No debiste ocultarme
tu pasado, te quiero tal como eres. Tú misma hiciste que pareciera…
—No me culpes a mí —dijo Lucía, quedamente, intentando contener las
lágrimas.
—No te culpo de nada, Lucía. Me culpo a mí mismo, a esta estúpida sociedad
que prejuzga a las personas por sus circunstancias. Yo caí en esa trampa. He de
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confesarte una cosa, quiero que todo quede claro hoy, he sido incrédulo hasta el final.
Hasta esta misma mañana. Hoy he llegado a conocerte mejor, a conocer a Molly…
—¿Cómo? —preguntó Lucía, extrañada.
—Leyendo los informes de la policía sobre su muerte. En ellos os mencionan
infinidad de veces. Ninguna de esas personas dudó nunca de ti, ni del cariño que
Molly te profesaba. Entiendo que intentases ocultar dónde habías vivido, yo mismo,
al ver la foto que te lanzó ese individuo, ni siquiera te miré. Sólo leí el rótulo y me
conformé con eso. Con las simples apariencias.
—Me repetí mil veces que debía contártelo, confiártelo a ti… pero temía
perderte. Temí que creyeses que yo…
—Nos ha pasado algo parecido, cariño. ¡Lo siento! No tendré suficiente tiempo
a lo largo de mi vida para pedirte perdón por no haberte escuchado, por no ser capaz
de pensar, de hablar antes de juzgarte. ¡Nunca volverá a ocurrir! Ésta ha sido la peor
temporada de mi vida. Los celos me han destrozado una y otra vez, casi podía
imaginarte con otros hombres…
—No hubo nadie más, Rex. Nadie más como tú. Larry era un odioso fantasma
del pasado —dijo Lucía con la voz entrecortada—. Intentaba deshacerme de él por
cualquier medio y siempre volvía a aparecer. Richard fue un buen amigo durante
años. Le consideraba como a un hermano…
—Lo sé —dijo Rex, evitándole una más larga explicación—. Habló conmigo, me
contó lo que había habido entre vosotros. Me intentó hacer ver que era el hombre
más afortunado del mundo por tenerte a mi lado… Pero no quise escucharle…
Richard Elliot…, sí, es un buen hombre. Debía de ser muy evidente mi enfado en el
albergue de Pittsburgh.
—¿Sólo evidente? Fue algo más que eso, Rex.
—Lo siento, Lucía. Te veía tan lejana que se me helaba el corazón. Por más que
alargaba la mano no podía alcanzarte, mejor dicho, no quería alcanzarte. Aquella
mañana, cuando saliste ya preparada del camerino… Nunca te había visto tan
hermosa, agresiva y diferente.
—Pero me ignoraste —contestó Lucía—. Actuaste como si yo no estuviera allí,
como si no me vieras.
—Cada vez que miraba por un objetivo, que intentaba organizar alguna escena,
hubiese deseado acercarme a ti, besarte, destrozar tu maquillaje, tu vestido y amarte,
delante de todos. Pero antes de hacer todo eso, hubiese matado a Richard —dijo,
sonriendo al recordar sus sentimientos.
—Acepto tus disculpas, Rex. Las agradezco de corazón. Reconozco mi parte de
culpa y me arrepiento de ello… Para mí también ha sido doloroso, me he sentido sola
y abandonada al verte tan lejano, tan duro… Te quiero tanto, Rex… Pero pese a todo
he de irme.
—¿Por qué? —preguntó Rex, angustiado.
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—Tú tampoco has sido sincero. No sé hasta qué punto, pero sé que no lo eres.
He intentado borrarlo mil veces de mi cabeza, pero el nombre de esa mujer me
golpea una y otra vez.
—¿Qué mujer? —dijo Rex, desconcertado.
—Vamos, Rex. Estamos jugando a ser sinceros. Sé que se trata de la mujer que
nos encontramos en el barco. Estábamos de luna de miel y ella estaba allí, volvemos
y…
—¡Rose! —exclamó Rex, al darse cuenta de que Lucía había hilado los detalles
de sus encuentros.
La cara sorprendida de Rex al pronunciar aquel nombre la había desconcertado
y, a la vez, le dejaba claro que no se trataba de una serie de circunstancias casuales.
Se alegraba de que hubiese comprendido finalmente que ella no tenía nada en común
con Larry Thomson, pero nunca podría compartir su vida con alguien que la
engañara de aquel modo.
—Lucía, no es lo que te imaginas.
—Ah, ¿no? —contestó, sin perder la calma—. Y el teléfono en tu cartera, las
llamadas nocturnas, las citas para cenar…
—Otro de mis errores —contestó Rex, bajando la cabeza—. Siempre quiero
solucionarlo todo sin compartir los problemas con nadie. No he querido preocuparos
ni a papá ni a ti, por eso no os conté los problemas que tenía en la empresa…
—¿Problemas de empresa? —pregunto Lucía, sin salir de su asombro.
—Sí. Empezaron unos meses antes de casarnos. Al principio salía del paso, pero
terminé con graves problemas de liquidez. No podía pagar ciertas deudas y…
—¿Qué tiene que ver Rose con esto? —preguntó Lucía, con los ojos muy
abiertos.
—Es una mujer influyente que tiene un gabinete de asesoramiento para las
empresas que tienen problemas. Consigue renegociar las deudas, sobre todo con
Hacienda o la Seguridad Social. La conocí en el crucero, mientras te esperaba en la
piscina. Luego te la presenté como cliente para no preocuparte con mis problemas
financieros. No trabaja con un horario fijo. Suele solucionar todos estos temas en
cenas y cócteles… Me ha ayudado mucho, pero sólo a nivel de trabajo, Lucía. ¿No lo
ves? Desde que te conocí no hay otra mujer para mí, realmente has sido la única de
mi vida.
Lucía se echó a reír. Aquello que tanto le había preocupado, que le había hecho
pensar que su marido no la amaba, que la engañaba con otra, se traducía en un
problema de «liquidez de la empresa». Parecía increíble. Se puso en pie y se lanzó a
sus brazos, riendo y llorando, la vida volvía a sonreírle y la alegría y alivio que sentía
casi no la dejaban respirar.
Permanecieron así, abrazados, durante largo tiempo. Lucía le susurró al oído:
«Vamos a tener un hijo».
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Corin Tellado – No me culpes a mi
Rex se dio cuenta de que el nudo que apresaba su garganta se rompía, dando
paso a todas las lágrimas que había contenido durante mucho tiempo. Lloró
abrazado a Lucía, refugiado en su cuello, sintiendo su olor, su piel y su pelo. Podía
compartirlo todo con ella, debía hacerlo. Sus primeros meses de matrimonio habían
sido duros para ambos, pero eso les haría más fuertes, casi indestructibles…
Jim estaba sentado junto a un ruidoso cesto, del que sobresalían las cabezas de
Freddy y Kitty, que maullaban mimosos.
—¿Os dais cuenta? —les decía a los gatos, que le miraban curiosos—. Me
encargo de reconciliarles, les preparo la cena, les espío hasta que estoy seguro de que
todo va bien —recordó con una sonrisa picara—… Incluso me enfrenté a un
peligroso delincuente y ahora —metió la mano en el cesto sacando a dos de los
pequeños gatitos—, me dejan aquí con mis nietos gatunos y se van a pasar unos días
a no sé qué bosque… Es injusto, ¿no os parece? Ya lo averiguaréis en cuanto éstos
crezcan. Los hijos son así…
Fin
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