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LAS SIETE PALABRAS

Presentación…

Siete palabras de nuestro Señor Jesucristo; sus últimas invocaciones estando ya crucificado. Jesús dice estas
palabras con un esfuerzo sobrehumano; tengamos presente que venía de pasar muchas horas sin comer,
golpeado, herido y desangrado por las flagelaciones y la corona de espinas en su cabeza. Solamente, si
intentamos imaginar estar en su lugar, llegaremos a considerar que tuvo que haber sido muy elevado el sacrificio
que tuvo que hacer para decir esas palabras.

En las siete palabras encontramos dos partes; una primera con tres tesoros del amor de Cristo para nosotros los
pecadores; y, la otra, con cuatro plegarias dirigidas al Padre para concluir triunfalmente su misión: sacrificarse
para cancelar el precio de todas nuestras culpas.

En la tres primeras Cristo derramará sobre nosotros el infinito torrente de la Redención. Le oiremos suplicar al
Padre que nos perdone nuestras ofensas. En la persona del buen ladrón nos anuncia la promesa de que las
puertas del Paraíso ya estarán abiertas para siempre. El tercer gesto de amor hacia nosotros lo veremos cuando
nos entregue a su madre Santísima como madre nuestra para que nos eduque como educó a su Hijo y nos ayude,
con su pureza y santidad, a derrotar al demonio y el pecado.

En la segunda parte, de cuatro plegarias, tendremos dos que nos hablan de la plenitud de su condición humana,
de su paso por el sufrimiento y el dolor para redimirlo; y dos plegarias que revelan la conciencia de su plena
condición divina, al proclamar que ha coronado a la perfección la obra de la salvación y su obediencia al Padre,
por amor, hasta el extremo. Las dos primeras súplicas son desgarradoras. En ellas se desahoga ante el tormento
del sufrimiento que soporta, y por eso clama al Padre diciendo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado” (Mt 27, 46). Ya con su cuerpo desecho y deshidratado, todavía saca fuerzas para decir “Tengo sed ”
(Jn 19, 28).

Cierra su Testamento espiritual con dos plegarias para confirmar ante el Padre que ha consumado fielmente su
bautismo y que ahora se entrega en sus brazos; y por eso dirá: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30); “Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Anunciando que ha bebido, en plenitud, el cáliz amargo de su sacrificio
salvífico, y que ha cumplido aquellas duras palabras que le hacían temblar: “tengo que recibir un bautismo, y que
angustiado estoy hasta que no se haya cumplido.” (Lc 12, 50).

A todo el que le quiera seguir le pide cargar su cruz. Por eso, para llevar a término su obra de salvación, nos deja
el mismo reto que le dejó a sus discípulos Santiago y Juan: _“¿estás dispuesto a beber del cáliz que yo voy a beber
y a ser bautizado con el mismo bautismo con el que yo me bautizar?” en Mc 10, 35-40

Oremos para ponernos todos en la presencia de Dios y pedir la intercesión de la santísima virgen María.

Oración:
¡Virgen de dolores y Madre mía! Que, como Tú, acompañe yo siempre a tu Hijo en vida, redención y muerte. Y
después de glorificado en la tierra, le glorifique por toda la eternidad, junto a Él y junto a Ti. Te lo pido por tu
aflicción y martirio, al pie de la Cruz. Asísteme siempre especialmente en este último momento del combate
cristiano que abrirá la eternidad feliz, en compañía de tu Hijo. Así sea.
¡Virgen de dolores y Madre mía! Que, como Tú, acompañe yo siempre a tu Hijo en vida, redención y muerte. Y
después de glorificado en la tierra, le glorifique por toda la eternidad, junto a Él y junto a Ti. Te lo pido por tu
aflicción y martirio, al pie de la Cruz. Asísteme siempre especialmente en este último momento del combate
cristiano que abrirá la eternidad feliz, en compañía de tu Hijo. Así sea.

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Primera Palabra
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34)
Jesús nos dice como protegernos de la enfermedad del odio, con la sed de salvación de las almas. Antes que sufrir
por lo que le hacen a él, sufre por la tragedia de aquellos que condenan a una eternidad sin Dios, y por eso
suplica: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Acostumbramos casi siempre a victimizarnos, a
mirar sólo cuanto nos hacen, y no miramos en absoluto lo que sufre el alma de aquel que nos ha robado,
engañado, traicionado, calumniado, mentido, etc.
Se hace cotidiano y de todo el día vivir cargados de rabia, no toleramos ni los miembros de nuestra propia familia.
El resentimiento, el rencor y el odio abunda en Venezuela tanto como los basureros en las vías públicas. Esto del
odio y del resentimiento, es una basura más dañina, y a manera de cayapa, Venezuela necesita que entre todos la
limpiemos. La recuperación del país pasa por la reconciliación de los venezolanos; es necesario que a la manera
de un padre de familia que reúne a dos hijos que se han peleado para que se perdonen y se abracen, los
venezolanos nos encontremos para mirarnos como hermanos, y eso será posible cuando al cielo elevemos la
mirada para darnos cuenta que somos hijos de Dios, y al suelo doblemos la rodilla para darnos cuenta que Dios
hemos ofendido y de él nos hemos apartado cuando nos hemos convertido en Caín asesinando a Abel, Esaú
odiando a Jacob, Israel enemistado con Isaac. Ya antes, en el desierto del antiguo Israel Moisés bombardeaba el
cielo con sus oraciones pidiendo a Dios perdonara las abominaciones y pecados del Israel postrado ante dioses
paganos, hoy es necesario que los venezolanos abundemos el cielo con nuestras oraciones pidiendo perdón a
Dios porque nos hemos postrado ante la espíritus de orishas, porque el país ha sido plagado de brujería por las
mismas autoridades políticas y militares, hemos profanado el lecho matrimonial con el adulterio, la lujuria, el
desenfreno sexual, hemos destruido las instituciones con el hurto, la corrupción, ideologías políticas. El amor de
Moisés por su pueblo lo llevó a suplicar a Dios que lo perdonara, y nuestro amor por Venezuela nos ha de mover a
implorar a DIOS también, y como Jesús en la cruz, decir: “Padre, Perdónales porque no saben lo que hacen”. Así
oraba el Señor mientras contemplaba con intenso dolor los errores y equivocaciones que cometían quienes le
crucificaban, como diciendo: si supieran a quién le hacen todo esto.

ORACIÓN.

 Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis pecados, y
abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres
que están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre
derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu
infinita misericordia.

SEGUNDA PALABRA
“TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO” (Luc.23, 43)

Le promete el Paraíso para aquel mismo día. ¿Cómo es posible que haya hoy quien ande diciendo que no hay que
pedirle nada a la virgen María y a los Santos porque ellos están muertos y ya nada pueden hacer? ¿Cómo se
explican que el buen ladrón ese mismo día haya sido recibido por Jesucristo en el Paraíso y que a su mismísima
Madre y a todos los Santos, Él no la haya querido recibir aún?

Al buen ladrón la oscuridad de sus pecados no le fue superior al poder de su fe que le llevó a confiar en Jesucristo
pedirle una oportunidad de entrar a su Reino. Tampoco nos dejemos nosotros vencer por las insidias del enemigo
y como él buen ladrón nunca dudemos de la misericordia divina.

Hay escépticos que dudan de lo dicho por Jesús, Dicen: ¿Cómo va a decirle al ladrón que ese mismo día iba a estar
con el en el Paraíso si aquel día era viernes por la tarde, y Jesús estuvo en la tumba lo que restó del viernes y todo
el día sábado? Quien así se exprese es que aun no entienden las enseñanzas bíblicas acerca del más allá.
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Jesús pudo decir que Él y el ladrón penitente podían estar juntos en el paraíso el mismo día que morían (incluso
cuando sus cuerpos estaban todavía en la Tierra) porque Él estaba haciendo referencia a la cohabitación de sus
almas en el paraíso, no a la de sus cuerpos físicos. La Biblia enseña claramente que cuando la gente muere sus
almas se separan de sus cuerpos (cf. Génesis 35:18) y moran en el hades—el “receptáculo de los espíritus
incorpóreos” (Thayer, 1962, p. 11) donde toda la gente que muere espera el regreso del Señor y el juicio
subsiguiente.

La palabra “hades” aparece diez veces en el Nuevo Testamento, y siempre hace referencia al reino invisible de los
muertos. Una de las partes del hades se conoce como el paraíso [o “el seno de Abraham” (Lucas 16:22)], mientras
que la otra parte se conoce como el “tormento” (Lucas 16:23). Los espíritus de los justos moran en el paraíso,
mientras que los malos, como el hombre rico de Lucas 16, se encuentran “en tormentos” en el hades (vs. 23).
En el Día de Pentecostés, Pedro citó una parte del Salmo 16 [“No dejarás mi alma en el Hades” (Hechos 2:27)], y
aplicó este pasaje a Cristo, diciendo, “Su [de Cristo] alma no fue dejada en el Hades” (Hechos 2:31). ¿Cuándo
estuvo el alma de Jesús en el hades? Después de Su muerte y antes de Su resurrección. ¿Quién estuvo con Él en la
parte del hades conocida como el paraíso? El ladrón en la cruz. ¿Mintió Jesús cuando dijo al ladrón, “Hoy estarás
conmigo en el paraíso”? ¡Absolutamente no!

ORACIÓN:
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta generosidad correspondiste a la fe del buen
ladrón, cuando en medio de tu humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, hasta llegar a asegurarle que
aquel mismo día estaría contigo en el Paraíso: ten piedad de todos los hombres que están para morir, y de mí
cuando me encuentre en el mismo trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de
fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo, me entregue a tu empresa redentora
del mundo y pueda alcanzar lleno de méritos el premio de tu eterna compañía.

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TERCERA PALABRA
“MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO”. “AHÍ TIENES A TU MADRE”, (Jn I9, 26)

Aquel día Juan, el discípulo amado, salió de su casa hacia el calvario, acompañado de su madre Salomé, y ambos
estaban juntos al pie de la cruz cuando Jesús, al ver a su madre María que iba a quedar sola luego de crucifixión,
le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.” Y a Juan le dijo: “Ahí tienes a tu madre”. De modo que, teniendo allí a su
madre carnal, Juan recibe de Jesús el regalo de una nueva madre; Salomé, la que le parió, y María, la madre de
Cristo, la que, de ahora en adelante, por ser discípulo y hermano en Cristo, sería su madre espiritual. Juan salió de
su casa con una sola madre, y regresó, aquel día, con dos. Nosotros, estamos allí representados en aquella escena
del evangelio, por el discípulo Juan. Como él, salimos del vientre, con una madre carnal y, al conocer y recibir a
Cristo en nuestras vidas, recibimos la segunda madre. Porque como dice en Hb 2, 11, Jesucristo no se avergüenza
de llamar hermanos a sus discípulos, de ahí que su madre sea también la madre de todo cristiano. Así es un hijo
natural, es completo, tiene padre y tiene madre; dígase igual, en la carne o en el espíritu

Este episodio nos lleva a descubrir a los que son verdaderos cristianos. Hoy pululan por todas partes grupos y
personas que se autoproclaman cristianos y evangélicos mientras que sistemáticamente rechazan aceptar y
reconocer a la madre de Cristo como madre de ellos. Eligen ser como Esaú, que fue rebelde a su madre Rebeca y
rencoroso y distante hacia su hermano Isaac. Ellos cristianos de hoy, se niegan a aceptar a su madre espiritual y a
pedirle favores.

Nuestra madre que nos parió en la carne, la que Dios nos concedió para acompañarnos por un tiempo
determinado, hasta el día de la muerte; y la madre espiritual, la de la cruz, la que nos acompaña desde el día que
nacimos para Dios en el bautismo, hasta la eternidad.

Y es que Dios, que es comunión de personas y de amor, no quiere que ninguno de sus hijos quede sólo y huérfano
en este mundo. Es doloroso perder una madre, ser hijo único o que un día trágico nos arrebate a padres y
hermanos y quedemos solos en el mundo. Para ellos y para todos es el regalo de la otra familia que Dios nos
regaló, y nos entregó, por medio de su Hijo amado, cuando reunido con sus discípulos y refiriéndose también a su
madre María, dijo: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Mi madre y mis hermanos son todos los que
escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.” Esta es la otra familia que Dios tiene preparada para todos,
para ti, para mí, para cada uno, para durante y para después de tener a nuestro lado a nuestros seres queridos; o
para quienes, teniéndolos, igualmente se sienten solos e ignorados, por la división, la discordia, el odio, la ruptura
y el egoísmo en el que muchas familias se encuentran. A cada uno de estos hermanos Jesús los mira desde la cruz
fijamente a sus ojos y le da a su propia madre y les dice: “Ahí tienes a tu madre”. Hagamos como Juan. Si el la
llevó a su casa, llevemos también nosotros a la casa de nuestro corazón a la madre de Dios.

ORACIÓN:

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y , olvidándome de tus tormentos, me dejaste con amor
y comprensión a tu Madre dolorosa, para que en su compañía acudiera yo siempre a Ti con mayor confianza: ten
misericordia de todos los hombres que luchan con las agonías y congojas de la muerte, y de mí cuando me vea en
igual momento; y por el eterno martirio de tu madre amantísima, aviva en mi corazón una firme esperanza en los
méritos infinitos de tu preciosísima sangre, hasta superar así los riesgos de la eterna condenación, tantas veces
merecida por mis pecados.

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CUARTA PALABRA
“DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO” (Mt 27,46)

Tal habrá sido la agonía de Cristo en la cruz que, aún cuando con plena confianza se sentía amado y acompañado
por su padre Dios, en la hora de asumir y aceptar la muerte de cruz, sin embargo, grita angustiado y clama al
Padre diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” Pero, ¿por qué lo dice? ¿Acaso se habrá
pensado realmente que Dios se había olvidado de él? ¿Cómo decir aquello cuando en la Sagrada Escritura, Dios
mismo le dice a cada uno de sus hijos: “Aunque una madre se olvidara de sus hijos, yo nunca me olvidaré de ti”?
¿Que trance estaba padeciendo Cristo?
Entre muchas razones, podría ser, que en ese momento estaba experimentando en carne viva, la consecuencia que
en todo pecador ocasiona el pecado: la muerte. Su grito evoca la desesperación de un pecador. Sin embargo, allí
vemos al que se hizo maldito siendo el Santo de los Santos, al que, siendo Dios, asumió en plenitud la encarnación
en la humanidad. Su grito y súplica hablan de que, en las punzadas de los clavos enterrados en sus manos y pies,
en la corona de espinas, en las heridas de su espalda ocasionadas por los latigazos, en los salivazos y las
traiciones, el estaba cargando sobre sí los pecados de todos y de todos los tiempos, para darles muerte con su
muerte, y devolver a la vida al hombre con su resurrección.
Jamás nunca se vio ni se verá algo semejante, que Dios descienda de los cielos para asumir hasta sus ultimas
consecuencias, la encarnación en la condición humana. Era el precio necesario para rescatar al hombre de la
muerte, y devolverle de nuevo la realeza y dignidad de hijo de Dios que había perdido. Nunca hizo ni hará algo así
cualquiera de los que muchas religiones tienen por dioses y soberanos; ni Buda, ni Mahoma, ningún espíritu de
orisha o de alguna corte espiritual de algún brujo ha demostrando tanto amor hacia el hombre.
Jesucristo dice “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado,” no porque él esté allí negando que sea Dios,
sino porque, no hizo alarde de su condición divina y descendió hasta asumir en su plenitud y hasta el extremo, la
condición humana. A la vez que es Maestro de gloria, poder, verdad, y santidad, es también Maestro en el
sufrimiento, en el dolor, en las tribulaciones, en las horas de la soledad. El cristianismo es la religión donde Dios se
hace maestro de sus discípulos en todos los caminos, situaciones y pruebas de la vida, y es por eso que Jesús
anunció y declaró: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)
Como evitar pensar en este momento en tantos hermanos venezolanos y de otras naciones que al verse lejos de
sus familias e inmersos en la hiel y el trago amargo de la xenofobia, la soledad en la enfermedad, el hambre, el
sacrificio, la explotación, gritan, oran y lloran desesperados mirando al cielo y dicen también: “Dios mío, Dios mío,
porque me has abandonado”. También pudiéramos comparar a Cristo con Venezuela, y comparar a Venezuela
con una madre, que al ver a sus hijos morir en las calles de manos de la delincuencia uniformada, o en los
hospitales por falta de medicamentos o de personal médico, al ver que sus hijos no encuentran los alimentos, los
servicios básicos, y que de desangra el suelo venezolano por el robo del oro, de los diamantes, del hierro y el
aluminio, también llora y clama a Dios diciendo: “Dios mío, Dios mío, Por qué me has abandonado!

ORACIÓN:
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y, tormento tras tormento, además de tantos dolores en
el cuerpo, sufriste con invencible paciencia la mas profunda aflicción interior, el abandono de tu eterno Padre; ten
piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle también en la agonía; y por los
méritos de tu preciosísima sangre, concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y
contradicciones de una vida en tu servicio, entre mis hermanos de todo el mundo, para que siempre unido a Ti en
mi combate hasta el fin, comparta contigo lo mas cerca de Ti tu triunfo eterno.

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QUINTA PALABRA
“TENGO SED” (Jn.19,28)
Uno de los más terribles tormentos de los crucificados era la sed.
La deshidratación que sufrían, debida a la pérdida de sangre, era un tormento durísimo. Y Jesús, por lo que
sabemos, no había bebido desde la tarde anterior.
No es extraño que tuviera sed; lo extraño es que lo dijera.
2.- La sed que experimentó Jesús en la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado de
algo tan elemental como es el agua. Y pidió, “por favor”, un poco de agua, como hace cualquier enfermo o
moribundo.
Jesús se hacía así solidario con todos, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de
agua. Y es hermoso pensar que cualquier ayuda prestada a un moribundo, nos hace recordar que Jesús también
pidió un poco de agua antes de morir.
También tenía sed espiritual, y esta sed la llevaba consigo ya desde su encarnación y nacimiento. Es la sed de
salvación de almas, sed que lo llevó, incluso, al extremo de ofrecerse a sí mismo para cargar con su misma muerte
en la cruz, el precio del pecado de todos los hombres y rescatar del peligro de la muerte a todas las almas.
Hoy esa sed la siente en la persona de muchos hombres y mujeres que gimen de angustia a causa de que le han
sido negados los servicios y derechos más básicos para existir, como el de la luz, el agua potable, el aseo urbano,
la salud, el combustible y el transporte público, la libre expresión, el poder elegir las autoridades que le van a
regir, el derecho a ser juzgados por tribunales y jueces íntegros
No podemos olvidar el detalle que señala el Evangelista San Juan: Jesús dijo: “Tengo sed”. “Para que se cumpliera
la Escritura” (Jn.19,28).
Jesús habló en esta quinta Palabra de “su sed”. Aquella sed que vivía como Redentor.
Jesús, en aquel momento de la Cruz, cuando está realizando la Redención de los hombres, pedía otra bebida
distinta del agua o del vinagre que le dieron.
Pide a sus propios católicos, a su propia Iglesia, que le calmen la sed la rectitud y honradez en la administración
pública, y lo que la mayoría de los católicos llevamos para darle es el VINAGRE del desfalco de los dineros
públicos.
Jesucristo tiene sed de que vuelvan a su redil quienes renegaron de su bautismo y se separaron de su cuerpo, la
Iglesia, pero ellos le llevan el vinagre de las ofensas, difamaciones, ataques y golpes.
Tiene sed de que los católicos abramos la Biblia y le conozcamos; pero le damos el vinagre de preferir la
ignorancia y consumir libros, publicaciones y doctrinas altamente peligrosas para la fe y el progreso de una
nación. Antes que participar en cursos, talleres y actividades formativas en la fe, prefieren más bien leer cualquier
otra clase de productos tóxicos para la vida espiritual: Código da Vinci, Harry Potter, Crepúsculo, Horóscopos,
brujería, etc.
Jesucristo tiene sed de que sus propios discípulos los católicos, nos confesemos de nuestros pecados. Pero a
cambio le damos el vinagre de ir a contarle lo que hacemos solamente a psicólogos, siquiatras. Peor todavía,
cuando alardeamos de ser cristianos y católicos y corremos a decirle hasta lo último de lo que hacemos a brujos,
hechiceros, espiritistas, y cuando se echan los tragos.
Jesucristo tiene sed de que sus propios discípulos, los católicos, coman su cuerpo en la Eucaristía, pero la mayoría
va y le da el amargo vinagre del aburrimiento, la flojera, la apatía, el mascar chicle en la misa, el simplemente
nunca confesarse y nunca comulgar.
Jesucristo tiene sed de que sus propios discípulos, los católicos, nos preocupemos por aquellos hermanos
postrados en la indigencia, el descarte social, nuestros que abandonan su Iglesia, pero le respondemos con el
amargo vinagre de la indiferencia diciendo: allá el, que cada uno vaya a donde le guste ir.
Que contrariedad… Jesucristo con tanta sed por cada uno de nosotros, y nosotros que lo evadimos a Él
diciéndole: tranquilo yo estoy bien así, yo soy un buen cristiano.

ORACIÓN.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y no contento con tantos oprobios y tormentos,
deseaste padecer más para que todos los hombres se salven, ya que sólo así quedará saciada en tu divino
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Corazón la sed de almas; ten piedad de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando llegue a esa
misma hora; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme tal fuego de caridad para contigo y para con
tu obra redentora universal, que sólo llegue a desfallecer con el deseo de unirme a Ti por toda la eternidad.
SEXTA PALABRA
“TODO ESTÁ CUMPLIDO” (Jn 19, 30)

Estas fueron las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la Cruz.


Estas palabras no son las de un hombre acabado. No son las palabras de quien tenía ganas de llegar al final. Son el
grito triunfante del vencedor.
Estas palabras manifiestan la conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al
mundo: dar la vida por la salvación de todos los hombres.
Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer.
Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta el fondo.
Le habían dicho lo que tenía que hacer. Y lo hizo. Le dijo su Padre que anunciara a los hombres la pobreza, y nació
en Belén, pobre. Le dijo que anunciara el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret.
Le dijo que anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a descubrirnos el milagro de ese
Reino, que es el corazón de Dios.
La muerte de Jesús fue una muerte joven; pero no fue una muerte, ni una vida malograda. Sólo tiene una muerte
malograda, quien muere inmaduro. Aquel a quien la muerte le sorprende con la vida vacía. Porque en la vida sólo
vale, sólo queda aquello que se ha construido sobre Dios.
Y ahora Jesús se abandona en las manos de su Padre. “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu”.
Las manos de Dios son manos paternales. Las manos de Dios son manos de salvación y no de condenación.
Dios es un Padre. Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y
todopoderoso, pero no sabíamos hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es PADRE. El Padre más
Padre que existe. Y Jesús sabe que va a descansar al corazón de ese Padre.
 
ORACIÓN.
 Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y desde su altura de amor y de verdad proclamaste que
ya estaba concluida la obra de la redención, para que el hombre, hijo de ira y perdición, venga a ser hijo y
heredero de Dios; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle en esos
instantes; y por los méritos de tu preciosísima sangre, haz que en mi entrega a la obra salvadora de Dios en el
mundo, cumpla mi misión sobre la tierra, y al final de mi vida, pueda hacer realidad en mí el diálogo de esta
correspondencia amorosa: Tú no pudiste haber hecho más por mí; yo, aunque a distancia infinita, tampoco puede
haber hecho más por Ti.

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SÉPTIMA PALABRA
“PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI ESPÍRITU (Luc. 23,46)

Y el que había temido al pecado, y había gritado: “¿Por qué me has abandonado?”, no tiene miedo en absoluto a
la muerte, porque sabe que le espera el amor infinito de Su Padre.

Durante tres años se lanzó por los caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las montañas, para gritar y
proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel se le llamaba “El”, “Elohim”, “El Eterno”, “El sin nombre”, sin
dejar de ser aquello, era Su Padre. Y también, nuestro Padre.

Y el hecho de que tenga seis mil millones de hijos en el mundo, eso no impide que a cada uno de nosotros nos
mime y nos cuide como a un hijo único.

Y, salvadas todas las distancias, también nosotros podemos decir, lo mismo que Jesús: “Dios es mi Padre”, “los
designios de mi Padre”, “la voluntad de mi Padre”.

Y si es cierto que es un Padre Todopoderoso, también es cierto que lo es todo cariñoso. Y en las mismas manos
que sostiene el mundo, en esas mismas manos lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.

Y, a veces, cuando la gente dice: “Yo estoy solo en el mundo”, “a mí nadie me quiere”, El, el padre del Cielo,
responde: “No. Eso no es cierto. Yo siempre estoy contigo”.

Hay que vivir con la alegre noticia de que Dios es el Padre que cuida de nosotros. Y, aunque a veces sus caminos
sean incomprensibles, tener la seguridad de que Él sabe mejor que nosotros lo que hace. Hay que amar a Dios, sí.
Pero también hay que dejarse amar y querer por Dios.

En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan entrañablemente, es donde Él puso su espíritu.
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)

ORACION:
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y aceptaste la voluntad de tu eterno Padre, resignando
en sus manos tu espíritu, para inclinar después la cabeza y morir ; ten piedad de todos los hombres que sufren los
dolores de la agonía, y de mí cuando llegue esa tu llamada; y por los méritos de tu preciosísima sangre
concédeme que te ofrezca con amor el sacrificio de mi vida en reparación de mis pecados y faltas y una perfecta
conformidad con tu divina voluntad para vivir y morir como mejor te agrade, siempre mi alma en tus manos.

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