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Por: Gustavo Gómez A.

Historiador, escritor y poeta, miembro de la Academia de Historia de Norte de Santander.

Jueves, 14 Mayo 2020 - 1:02am

Elogio de la pizarra
Tal vez las nuevas generaciones, como ahora se les dice a los muchachos, ni
siquiera conocen lo que es, lo que fue una pizarra.

Estoy seguro que algunos de los que me están leyendo, usaron como yo
la pizarra en la escuela, para aprender las primeras letras, los primeros
números y las primeras frases y operaciones.

Tal vez las nuevas generaciones, como ahora se les dice a los
muchachos, ni siquiera conocen lo que es, lo que fue una pizarra, y lo
que significó para nosotros, quienes tuvimos la fortuna de tenerla en
nuestra mochila de dril (que las mamás nos hacían con retazos de
pantalones usados que iban dejando el papá y los tíos.)

Para los que no la conocieron y por lo tanto no se imaginan sus virtudes,


les doy una idea: Tener nosotros una pizarra es como ustedes tener hoy
una Tablet. Del mismo tamaño. La pantalla era una especie de piedra
plana negra, con un marco de madera, donde escribíamos con un lápiz
también de piedra blanca. Sacábamos nuestra tablet del estuche (la
mochila); la prendíamos, es decir, la poníamos sobre el pupitre. Le
echábamos una limpiada a la pantalla, o sea, donde íbamos a escribir.
Teníamos nuestro propio mouse o ratón, el lápiz de piedra.

Escriban “mamá”, decía la maestra. Activábamos el teclado, o sea la


memoria, y aquí sí empiezan las diferencias. Nuestros archivos
debíamos guardarlos en nuestra nube mental, porque la pizarra carecía
de disco duro, donde quedaran archivados nuestros trabajos. Como el
cielo era espléndidamente azul, no había una nube disponible para
archivar lo que escribíamos. Acudíamos, pues, a la mente y
revolcábamos lo que habíamos aprendido el día anterior hasta encontrar
la bendita “eme” y la bendita “a”. Ustedes ahora no tienen que
memorizar nada. Basta con buscar los archivos y ahí está todo.

Si nos equivocábamos al escribir, íbamos a la tecla “suprimir”, que era


una almohadillita que mojábamos con agua y borrábamos la letra
equivocada. Olvidaba decir que junto a la tablet debíamos llevar la tecla
de borrar: un frasquito con agua y la almohadillita de trapo. Si después
de darle enter, la pantalla quedaba mojada, uno tomaba la tablet y la
llevaba a la barriga para secarla con la camisa. Los niños no usábamos
pañuelo. (Aquí entre nos: La nariz también nos la limpiábamos -iba a
decir “los mocos”, pero suena feo- con la camisa, en la parte del
hombro).

Si el archivo mental no nos funcionaba, sobre todo en aritmética (“2 + 3


= , sin contar con los dedos”) de inmediato nos desconectaban de la
Tablet, con un coscorrón, un tirón de orejas o un golpe de férula. (Algún
día hablaré de la férula).

Pero así y todo, nuestra tablet nos funcionó a la perfección, hasta que
llegaron los cuadernos, o sea cuando entramos a la era del progreso.
Después llegaron las cartillas y ya fue mamey aprender a leer y escribir.

Mañana, 15 de mayo, se celebra el Día de los maestros. Mis respetos


para ellos, pero mi recuerdo cariñoso y nostálgico es para la pizarra, ese
elemento hecho de piedra que tanto nos sirvió a los que nos educamos
en la escuelita rural del campo y la vereda, y para los maestros de
aquellos tiempos, que iban de pizarra en pizarra, de pupitre en pupitre,
verificando si ya sabíamos que la m con la, ma.

Hoy, en tiempos de cuarentena, pienso cómo harían los maestros de


entonces para enseñar a sus alumnos si hubiera habido una pandemia
como la de ahora, y el gobierno los hubiera obligado a dictar clases a
distancia, como lo están haciendo en estos tiempos.

Una ñapa: Los papás de ahora tienen la oportunidad de repasar o de


aprender lo que alguna vez les enseñaron en el colegio o en la escuela,
porque es a ellos a quienes les toca estar con sus hijos recibiendo las
clases virtuales, como ordenó el ministerio. Otra cosa buena de la
cuarentena.

gusgomar@hotmail.com

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