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Extracto del newsletter de Santiago Calori «Míralos morir»


Autor: Santiago Calori.

Cuando vamos (¿O íbamos? Está todo tan peludo que al momento


de escribir esto había salas abiertas, pero hasta que te llegue andá
a saber) al cine, lo hacemos para vivir peligros en un ambiente
controlado. Y si no es para vivir peligros, es para ver cómo alguien
"la pasa mal" de alguna forma.
Y no es solo para los que vamos a ver películas de terror o lxs que
van a ver películas de acción o aventuras, que nos identificamos
con el héroe (o con el villano, si estás pasando por una
adolescencia tardía o si la película está mal escrita) y queremos
que gane o salga lo más ileso posible, sino algo mucho más de
base.
Cuando nos sentamos en una butaca de cine, aceptamos que el
ámbito en el que estamos es lo suficientemente seguro como para
estar con un montón de extraños en un lugar oscuro y
automáticamente bajamos varias barreras de protección que
tenemos cuando estamos fuera de él.

Si lo querés ver de una manera más poética o new age, volvemos


a ser niñxs o y nos dejamos engañar con facilidad por el tiempo
que dura el truco de magia que resulta la película.
(No tanto como para aceptar cualquier porquería que nos pongan
adelante de los ojos, claro. Con mesura.)
Y ese "volver a ser niñxs", en realidad, es algo que hacemos
automáticamente. Nadie se sienta en el cine y se da una charlita
técnica diciéndose: "Bueno, ahora van a aparecer unos zombies, te
los vas a tener que creer."
Lo hacemos automáticamente porque existe una cosa que se llama
la suspensión de la incredulidad: todos la tenemos, aunque no lo
sepamos. No hay que hacer ningún esfuerzo especial, no hay que
ver un barco en una fila de puntos ni nada.
La suspensión de la incredulidad es un concepto bastante más
viejo que el cine: viene de la literatura y del teatro.
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El primero en hablar de ella fue Samuel Taylor Coleridge, un


escritor y crítico literario británico del 1700 en su libro Biographia
Literaria.
El la llamó, en un principio "suspensión de la incredulidad
complaciente", o willing suspension of disbelief, pero con el paso
del tiempo la complacencia se fue perdiendo, teniendo en cuenta
que, como dije hace dos minutos, nadie se da una charla pre
partido antes de sentarse a ver una película.
A la suspensión de la incredulidad le debemos que no nos
preguntemos por qué Superman vuela, por qué baja un OVNI, por
qué hay fantasmas, ni por qué Francella está casado con Carla
Peterson en Animal (2018) como si los dos tuvieran la misma
edad.
Como espectadores, estamos dispuestos a aceptar un hecho
mágico por película.

Y ahí es donde las cosas empiezan a ser menos inocentes y este


tímido concepto nos puede servir para entender por qué algunas
cosas son como son. Pero no nos adelantemos y expliquemos un
poco más para terminar de entenderlo.
La teoría de Coleridge, que al igual que La poética de Aristóteles o
cualquier libro de guión con el que te cruces estaba escrita "con el
diario del lunes", sostenía que existía en el espectador un
deseo genuino de creer y que ese deseo, poniéndolo en términos
muy terrenales no debía ser "traicionado."
Habla también de que lo que el espectador traba con el
espectáculo es una suerte de "licencia" donde a) entiende que le
están mintiendo y b) perdona las limitaciones de cada género
narrativo.
De esta forma, en el teatro aceptamos que sobre el escenario hay
un living, un bar o un dormitorio, cuando nuestra mente racional
solo ve una escenografía.
Los espectadores también, y sobre todo en el caso del cine, deben
aceptar determinados hechos mágicos o de superpoder,
especialmente en las películas de acción o aventuras.
Pero, quizás la mejor forma de entender eso que ya tenés adentro
y a lo que hoy le estamos poniendo nombre, sea con una serie de
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ejemplos que cualquiera que haya estado un tiempo razonable en


esta Tierra debería conocer.
Para poder disfrutar de leer o ver en los múltiples formatos a los
que fue adaptada Romeo y Julieta de Shakespeare, tenemos que
aceptar que: la historia sucedió, que efectivamente los Montescos y
Capuletos se odiaban más que los hinchas de River y Boca y, lo
más importante: que no hablan en Italiano a menos que justo
veamos una puesta de ese origen.

Todo muy lindo y culto, pero: quizás el mejor ejemplo de


suspensión de incredulidad sea una historieta que se adaptó a
cuanto formato existió: sí, claro que hablo de Superman.
Para poder disfrutar (de niños o de grandes, eso ya después va en
gustos) de Superman en cualquiera de sus formatos, tenemos que
aceptar que, con solo ponerse los anteojos y vestirse con los
calzoncillos del lado de adentro (?), nadie nunca se da cuenta de
que Clark Kent y Superman son la misma persona.
(Seguramente alguien que leyó más que yo sus aventuras me
venga a decir "Pero en el número tal en realidad se dice que..."
Perfecto, el ejemplo sirve igual.)
La suspensión de la incredulidad está presente en casi cualquier
formato que tenga relación directa o semi directa con la narrativa:
la literatura, el teatro, el cine, la televisión, los videojuegos y, si me
apretás un poco, la lucha libre.
Decía bastante más atrás que el lxs espectadores están dispuestos
a aceptar solo un hecho mágico por película y que eso nos puede
ayudar a identificar algo mal escrito.
Y eso es porque hay una regla dorada a todo esto que debe
romperse incluso menos que la de mojar a Gizmo o darle de comer
después de la medianoche: hay una cantidad limitada de cosas que
un espectador está dispuesto a aceptar.
En general, el espectador acepta el seteo de la historia que va a
ver sin mucho conflicto: ocurre en el espacio, en un universo
paralelo, etcétera. Aún en esos contextos, las reglas por las que se
rigen no deben romperse nunca.
Si baja un extraterrestre, no es un vampiro zombie. Es un
extraterrestre. ya suficiente cosa mágica pasa que el espectador
debe procesar como para seguir agregándole ítems.

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