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PROBLEMAS EDUCATIVOS ACTUALES

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MEMORIA Y CRÍTICA DE LA EDUCACIÓN
Colección dirigida por
Agustín Escolano Benito

SERIE CLÁSICOS DE LA EDUCACIÓN


Consejo asesor
Secretaria
Gabriela Ossenbach Sauter (UNED)
Miguel Beas Miranda (Universidad de Granada)
Carmen Colmenar Orzaes (Universidad Complutense de Madrid)
Narciso de Gabriel Fernández (Universidad de A Coruña)
Josep González-Agàpito (Universidad de Barcelona)
Alejandro Mayordomo Pérez (Universidad de Valencia)
Antonio Viñao Frago (Universidad de Murcia)
María Esther Aguirre Lora (UNAM, México)
Jesús Alberto Echeverri (Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia)
Antonio Nóvoa (Universidad de Lisboa)
Gregorio Weinberg (Buenos Aires) †
Entidad colaboradora: Sociedad Española de Historia de la Educación (SEDHE)

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Emilia Elías de Ballesteros

PROBLEMAS EDUCATIVOS ACTUALES

Edición e Introducción de
Alicia Civera y José Ignacio Cruz

BIBLIOTECA NUEVA

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© Del estudio introductorio y de la bibliografía Alicia Civera y José Ignacio Cruz, 2017
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2017
Evaristo San Miguel, 20, bajo izq.
28008 Madrid (España)
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

ISBN: 978-84-16938-77-3

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pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
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sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados
derechos.

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Índice

Introducción
1. BIOGRAFÍA
2. EMILIA ELÍAS Y LA REALIDAD MEXICANA
3. EL MOMENTO HISTÓRICO
4. ESTRUCTURA DEL LIBRO

Bibliografía
OBRAS DE EMILIA ELÍAS
Traductora
Autora
En colaboración con Antonio Ballesteros Usano
REFERENCIAS CITADAS EN LA INTRODUCCIÓN

PROBLEMAS EDUCATIVOS ACTUALES

Introducción de la autora

CAPÍTULO I.—La preocupación de nuestra época por la educación y razones que la han promovido

CAPÍTULO II.—Qué es la educación

CAPÍTULO III.—¿Hay una educación específica de nuestra época?

CAPÍTULO IV.—La educación familiar y la educación de los padres para esa alta función

CAPÍTULO V.—La educación del niño en la familia

CAPÍTULO VI.—La educación cívica y político-social de la juventud

CAPÍTULO VII.—La educación de la mujer

Bibliografía

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A mis hijos Emilia, Encarnación y Antonio

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Introducción

Alicia Civera y José Ignacio Cruz

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1. BIOGRAFÍA

Emilia Elías Herrando nació el 2 de octubre de 1898 en Madrid y falleció en México D.


F. en octubre de 1976. Estudió Magisterio en la Normal de su ciudad natal y posteriormente
se especializó en la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio, donde se tituló en el año
1914 (Molero, Pozo, 1989). Amplió estudios en La Sorbona y en la Universidad de Bruselas,
siendo alumna de destacados promotores del movimiento de la Escuela Nueva como
Simon, Demoor y Decroly.
En el curso siguiente a la titulación inició su carrera como profesora en la Escuela
Normal de Maestras de Girona, de la que fue directora. Posteriormente trabajó en la
Normal de Segovia y fue directora de la Normal número dos de Madrid1. Esta última sería,
junto con la otra Normal madrileña, un centro clave durante la Segunda República para el
desarrollo de la reforma educativa en el ámbito concreto de la formación de profesores, que
incluyó, entre otros elementos, el impulso de la coeducación. La orientación pedagógica de
Emilia Elías estuvo vinculada por completo a la renovación que planteaba el movimiento de
la Escuela Nueva, cuyos principios ayudó a difundir intensamente a través de sus clases y de
su pluma, ya que fue una de las traductoras y, por tanto, introductora en España de
Deschamps, Carrier y de la metodología de los Centros de Interés de Decroly. Debe
destacarse al respecto que para 1936 había publicado algunos artículos en la Revista de
Pedagogía, el portavoz español de ese movimiento (Viñao 1994 y Pozo, 2007).
Se casó con su compañero de estudios Antonio Ballesteros Usano y tuvieron tres hijos,
Emilia, Encarnación y Antonio. La pareja estuvo especialmente unida, tanto en lo familiar
como en lo profesional. Juntos tradujeron la obra de educadores europeos, escribieron
conferencias y libros, emprendieron proyectos editoriales y colaboraron muchas veces
formando parte del claustro de las mismas instituciones educativas.
Con un serio interés social, Emilia Elías ocupó diversos puestos en organizaciones
profesionales, siendo vocal de la Junta Directiva de la Asociación Nacional de Profesores
Numerarios de Escuelas Normales en 1935. También militó en organizaciones políticas. En
1933, y como resultado de un proceso de intensificación de su compromiso político, en
paralelo con la crispación del ambiente político español, pasó a formar parte del Comité
Central del Partido Comunista de España (PCE), estando especialmente vinculada a su
Comisión de Mujeres (Nash, 1990, 114). Debe tenerse en cuenta que el PCE aún era en
aquellos momentos un grupo bastante reducido, con escaso apoyo electoral, lejos del
importante papel que desempeñó posteriormente durante la Guerra Civil. Pero ya en esas
fechas comenzaba a ampliar su militancia entre obreros y, sobre todo, profesionales, a los
que su programa de actuación y su ideología resultaban de interés ante la radicalización del
clima político español.

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Cartel de actividades de la AMA. 8 de noviembre, ¿1931? Fuente: Biblioteca Nacional de España.

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Emilia Elías en el Socorro Rojo, s/f, Fuente: Reuter. Comité Nacional de Mujeres contra el Fascismo, Biblioteca
Nacional de España.

Emilia Elías también ocupó puestos de responsabilidad en la Agrupación de Mujeres


Antifascistas (AMA), una potente asociación femenina impulsada en 1933 por el Partido
Comunista dentro de su política unitaria y que estuvo presidida por Dolores Ibárruri. La
Agrupación integró a un buen número de mujeres militantes de partidos de izquierda.
Igualmente, a partir de 1937 fue Secretaria General del Comité Nacional de Mujeres
Antifascistas y de la Comisión de Auxilio Femenino, entidad esta última adscrita al
Ministerio de la Guerra. Tras la guerra, continuó vinculada a la AMA, que se reconstruyó en
el exilio bajo el nombre de Unión de Mujeres Democráticas (UME) (Domínguez, 1994, 243-
248, 2009 a y b).
En plena Guerra Civil, en junio de 1937, se incorporó a la Comisión Ejecutiva Nacional
de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza (FETE) de la UGT, aunque su
intervención en la dirección no fue demasiado intensa, posiblemente por encontrarse
centrada en su trabajo en la Normal de Madrid. Aun así, participó en algunas actividades
internacionales de solidaridad con la República, como la Conferencia Internacional de
Mujeres celebrada en Marsella en mayo de 1938 (s/a, 1938).
Su compromiso con la causa republicana fue especialmente intenso, lo que tuvo
importantes consecuencias para ella en el momento de la derrota, viéndose obligada a
abandonar España con la caída de Cataluña en febrero de 1939, preludio del triunfo de las

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fuerzas mandadas por el general Franco dos meses después. Cruzó la frontera con Francia
junto a su marido, comenzando una etapa de exilio que finalizaría con su muerte 37 años
después. En un principio pudieron eludir los campos de refugiados y residieron durante
unas semanas en París. Abandonaron definitivamente suelo francés en mayo de 1939,
formando parte del pasaje del Sinaia, el primero de los fletes colectivos, y quizá por ello el
más simbólico, de los organizados por los organismos de ayuda de los republicanos
españoles. La travesía tenía como destino el mexicano puerto de Veracruz, adonde llegaría el
12 de junio de 1939.
Ante los exiliados que eran maestros y profesores en el momento de su llegada a México
se abrieron varias posibilidades profesionales. Una consistió en vincularse a los centros
docentes que los organismos del exilio fueron creando, ya fuera en la propia capital
mexicana —el Instituto Luis Vives, el Colegio Ruiz de Alarcón, la Academia Hispano-
Mexicana, el Colegio Madrid— o en los Colegios Cervantes ubicados en diversas ciudades
de provincias como Veracruz, Torreón, Tampico y Córdoba (Cruz, 2005). Otra solución
pasaba por abrirse camino creando su propia escuela o buscar fortuna en otros sectores
laborales. Y, finalmente, la menos transitada, intentar trabajar en instituciones docentes
mexicanas y editar libros de texto y manuales para la formación de profesores (Cruz, 2011).

Emilia Elías y Antonio Ballesteros a bordo del Sinaia, durante la travesía que les llevó a México en junio de 1939.
Fuente: Cantón, 1999.

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Esta última fue la que siguieron Emilia Elías y su marido Antonio Ballesteros, al igual
que otros profesores normalistas e inspectores. Contaban a su favor con una sólida
formación, brillantes hojas de servicio e inmejorable metodología de trabajo, a lo que se
sumaban contactos previamente establecidos por su labor profesional, sindical y política con
destacados profesores mexicanos. El resultado de todo ello fue lo que les permitió continuar
su trayectoria profesional con la misma actividad que realizaban en España: la formación de
maestros. Emilia Elías fue profesora a partir de 1939, a las pocas semanas de llegar, en la
Escuela Normal Superior, y a partir de 1940 en la Escuela Nacional de Maestros, ambas
sitas en la ciudad de México. Además, completó su actividad laboral dando clases en la
Escuela Normal de Pachuca, capital del estado de Hidalgo (Civera, 2011a).
Emilia Elías fue una profesora especialmente apreciada por alumnos y profesores,
gracias a sus amplios conocimientos y a la seriedad en su labor profesional (Pérez, 1997). A
finales de los 60 ya fue objeto de un homenaje organizado por antiguos alumnos. Después,
su actividad docente ha sido reconocida con diversas iniciativas y su memoria continúa
presente en algunos círculos de maestros. Buena prueba de ello fue el recuerdo a su figura
en el acto y exposición que se realizó en la Escuela Nacional de Maestros en 2009 como
homenaje a los profesores españoles que trabajaron en dicha institución, así como en el
sentido acto que en octubre de 2015 organizaron sus antiguos alumnos de la Normal de
Pachuca (Serna y Salazar, 2013; «75 años», 2016).
Emilia Elías siguió afiliada a la FETE y militando en la UME, sin vincularse a las
feministas mexicanas, dictando conferencias y escribiendo artículos en contra del fascismo y
apoyando a las presas políticas en España. Su ideología, siempre netamente republicana, fue
moderándose y a finales de la década de los 50 se alejó del comunismo, acercándose al
sector socialista afín a Indalecio Prieto (Domínguez, 1994). Si su militancia política estuvo
centrada en España y el antifascismo, el eje profesional en torno al cual giraron sus años de
exilio fue la formación de profesores, tanto por sus clases como por los textos que escribió.
Además de llevar a cabo diversas investigaciones y estudios de campo sobre la problemática
de los estudiantes mexicanos, escribió varios ensayos pedagógicos y manuales con mucho
éxito. Así que, si bien mantuvo lazos muy importantes con los exiliados, toda su actividad
profesional se realizó, a diferencia de muchos de sus coterráneos, entre mexicanos y en el
sistema de educación pública de su país de adopción. Al respecto cabe señalar que, como
muestra de esa profunda y sincera inmersión, fue de los republicanos que optó por la
nacionalidad mexicana.
Se jubiló de la Escuela Nacional de Maestros en septiembre de 1967, aunque continuó
colaborando en la implantación de un Doctorado en Educación Preescolar y Primaria en la
Escuela Normal Superior. Murió en 1976, unos meses después del fallecimiento de su
marido, Antonio Ballesteros.

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Emilia Elías y Antonio Ballesteros con profesores y alumnos de la Escuela Normal de Pachuca y alumnos de primaria
tras una práctica escolar, 1940. Fuente: Serna y Salazar, 2013.

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2. EMILIA ELÍAS Y LA REALIDAD MEXICANA

En el momento de la redacción del libro Problemas educativos actuales, que comentamos, la


autora llevaba casi década y media asentada en tierras mexicanas. Como sucedería a otros
profesores, especialmente para aquellos que buscaron integrarse en la red de educación
pública, continuar la trayectoria docente en el exilio le llevó a toparse con diferentes
obstáculos. Por un lado, entre algunos mexicanos había actitudes xenófobas que marcaron
límites a las posibilidades, incluso legales, de incorporación a puestos de decisión en el
sector educativo público. Por otro, se produjeron cambios en la política educativa,
impulsando la moderación de la orientación socialista que promoviera el presidente Lázaro
Cárdenas en las fechas en que se acogió a los republicanos que tuvieron que salir de España.
Los profesores exiliados llegaron a México apoyados por un gobierno que llevaba a su
punto máximo las reformas populares de la Revolución de 1910. Pero su llegada e inserción
laboral se produjeron en un momento en que, después de la crisis generada por la
expropiación petrolera en 1938 y con la Segunda Guerra Mundial, se estableció un régimen
gubernamental que apostó por la modernización e industrialización, reduciendo el tono
radical cardenista (Civera, 2011a).
Este cambio afectó profundamente al sistema educativo, que en los años 40 adoptó una
orientación hacia la unidad nacional, la democracia y la concordia mundial, echando atrás el
enfoque socialista y coeducativo que se había sostenido en los años 30, emprendiendo una
férrea persecución de maestros comunistas (Civera, 2008). En este entorno tan conflictivo,
la recepción y la inserción laboral de profesores extranjeros y exiliados políticos no fueron
sencillas.
A su llegada a México, Emilia Elías, Antonio Ballesteros y Juan Comas, entre otros,
recibieron el apoyo de Ismael Rodríguez, director de la Escuela Normal Superior de la
Ciudad de México, así como de Luis Hidalgo Monroy, funcionario del subsistema federal de
formación de maestros, para incorporarse como profesores y editores al mundo educativo
mexicano. Ellos estaban ligados a los programas educativos de la Revolución, incluida la
interpretación denominada «educación socialista» a la que se pondría punto final con los
cambios en la Ley de Educación en 1941 y el artículo tercero constitucional de 1945. La
primera actividad que realizaron juntos fue la edición de la revista Educación y Cultura, al
estilo de la Revista de Pedagogía,que había sido dirigida por Lorenzo Luzuriaga (Educación y
Cultura, 1940, año 1, números 1-12). La nueva revista buscó ser una fuente de información,
intercambio y reflexión sobre los problemas e ideas educativas de varios países. Era un
proyecto distinto a las publicaciones pedagógicas que hubo en México durante aquellos
años. Desde el siglo XIX la circulación de revistas y boletines pedagógicos había sido muy
importante pero fue cambiando de signo en los años 20 y 30 del siglo XX. Muchas escuelas

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normales editaban revistas de circulación limitada, mientras que a nivel nacional se difundían
ampliamente las publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, buscando
proporcionar una formación práctica a los maestros, sobre todo rurales, que atendían las
escuelas sin contar con formación normalista e incluso ni siquiera la primaria concluida.
Libros como Simiente guiaban a los profesores siguiendo las orientaciones y planes de
estudio de la Secretaría, ofreciendo una gama de actividades y de materiales de lectura para
utilizar en las escuelas, sin entrar en una formación pedagógica explícita.
Educación y Cultura quedaba como algo intermedio entre las revistas prácticas y los libros
más académicos, con una orientación más internacional y discusiones pedagógicas más
explícitas. Ante los otros proyectos y pese a los excelentes contactos y la calidad de los
artículos, la revista no tuvo éxito y el último número vio la luz en diciembre de 1940. De
todos modos, la experiencia, pese a resultar fallida, marcaría el inicio de una destacada
trayectoria de este grupo de maestros exiliados en las instituciones formadoras de maestros y
en la edición de obras pedagógicas.
Como ya se indicó, Emilia Elías fue profesora en la Escuela Normal Superior, donde se
formaban profesores de Educación Secundaria, y en la Escuela Nacional de Maestros,
ambas ubicadas en la capital. Desde el siglo XIX se habían abierto escuelas normales en las
principales ciudades del país. La de la ciudad de México tendría un peso singular, sobre todo
ante la intención de marcar derroteros de alcance nacional en las orientaciones y la
administración de las escuelas. La escuela primaria, en un país con altos índices de
analfabetismo, estaba lejos ser universal, y la escuela secundaria, establecida como un ciclo
escolar independiente en los años 20, estaba presente solo en las ciudades (Civera, 2008), así
que las escuelas normales en las que trabajó Emilia Elías eran centros neurálgicos en la
profesionalización de maestros.
Debe señalarse que la autora no estuvo sola en esas instituciones de la capital. Allí se
encontraban también los profesores exiliados Luis Castillo Iglesias, Laureano Poza Juncal,
Ana María Palazón, Jesús Bernárdez Gómez y Carlos Sáenz de la Calzada, entre otros.
Especialmente relevante es el hecho de que siempre tuvo como compañero de trabajo a su
marido. En la ciudad de Pachuca, Emilia Elías y Antonio Ballesteros contaron con el apoyo
y la compañía de la también psicóloga exiliada Regina Lagos, a la que les unió una
entrañable amistad, así como la militancia política y feminista desde España.
A Pachuca, capital del estado de Hidalgo ubicada a unos 80 kilómetros de la Ciudad de
México, el matrimonio viajó en autobús una o dos veces por semana durante más de veinte
años. Al igual que en las Normales de la ciudad de México, Emilia Elías tuvo que vencer
potentes obstáculos en los primeros momentos. Llegó a esa entidad junto con su marido,
atendiendo a una llamada del subdirector Roberto García Moreno, a quien habían conocido
durante la celebración de un congreso en París (Pérez, 1997). Se trata de una escuela que
hasta hoy día lleva la hoz y el martillo en su escudo. Como muchas otras, se llamó socialista

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en aquellos momentos, pero por contextos regionales particulares tuvo especial empeño en
su vocación de servicio a la comunidad (Serna y Salazar, 2013)2. En aquellos días, como
veremos más adelante, las instituciones normalistas en México pasaban por un amplio y
profundo debate, y la llegada de profesores de otro país despertó bastantes suspicacias.
Emilia Elías y Antonio Ballesteros —en ese caso concreto de Pachuca, y el resto de los
profesores exiliados cuando se tuvieron que enfrentar a problemas similares— pudieron
superarlos y salir airosos gracias a su buen hacer, aportando a las entidades en las que
trabajaban una intervención profesional muy competente, moderna y actualizada, a la que se
unieron la seriedad y la puntual realización de sus tareas.

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Emilia Elías. Fuente: Archivo de la Benemérita Escuela Normal de Maestros, México: Expediente personal de Emilia

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Elías Herrando, 1940-1967.

Pese al reconocimiento de su excelente trabajo, Emilia Elías se mantuvo —desde 1940


hasta retirarse en los años 70— trabajando con contratos por horas, lo que le obligó a viajar
de una institución a otra y de una ciudad a otra durante años, así como a respaldar la
economía familiar con la escritura de libros. Comenzó dando 3 horas de clase a la semana
en las dos escuelas de la capital, que llegarían a ser 24 en 1965, con un salario mucho más
bajo que el que recibía en España, en un magisterio que no poseía el alto prestigio que
otrora contara en su país natal y sin ninguna posibilidad de participar en puestos de
dirección en la Secretaría de Educación Pública, que estaba vetada para extranjeros (Civera,
2011b)3.
Lo que interesa destacar por su singularidad es que durante todos los años de exilio llevó
a cabo su actividad laboral en entidades mexicanas, con alumnado mexicano y rodeada de
colegas mexicanos. Aunque mantuvo contactos con las asociaciones, centros y espacios de
socialización creados por los republicanos españoles, su universo laboral fue en todo
momento netamente mexicano. Por ello conocía bien, y de primera mano, muchos de los
rasgos de esa sociedad y los problemas y debates de su política educativa. A diferencia de
bastantes compañeros de exilio, inmersos sobre todo en el universo y las redes de
socialización generadas por los republicanos españoles en la capital mexicana, se encontraba
bastante integrada en la sociedad de acogida.

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Fiesta de graduación de la Escuela Normal de Pachuca, 19 de diciembre de 1944. Fuente: Serna y Salazar, 2013.

La experiencia del exilio, la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial y el contacto con
una realidad social y educativa diferente a la española, con colegas y estudiantes mexicanos,
gestó cambios en sus ideas pedagógicas y marcó un sello distintivo en su obra escrita. Como
ya comentamos, Emilia había escrito algunos artículos en la Revista de Pedagogía en España
antes del exilio, y en Educación y Cultura recién llegada a México. Pero fue en el exilio cuando
incrementó sustancialmente su producción. En 1941 publicó La concentración de la enseñanza en
la Escuela Primaria y un año después La lengua nacional en los textos literarios. En estas
publicaciones se muestra una fuerte influencia de la Escuela Nueva, inscritas aún dentro de
los debates pedagógicos del contexto español. Por otro lado, Emilia Elías también había
escrito, y seguiría haciéndolo, algunos artículos acerca de la mujer, en la revista Mujeres
Antifascistas Españolas (Yusta, 2005).
Escribir textos pedagógicos había formado parte de su vida como docente en una
España marcada por el Regeneracionismo de principios de siglo, la creciente comunicación
con los educadores europeos más renovadores o promotores principales del movimiento de
la Escuela Nueva, y el entusiasmo colocado en la reforma educativa de la Segunda República
española. Pero a mitad del siglo XX la situación, los debates, los interlocutores y el
entusiasmo eran otros.
En México, la pedagogía que se cultivaba en las Escuelas Normales desde el siglo XIX
estaba fuertemente vinculada a la Filosofía. Hasta la década de los 40, dicha tradición se fue
combinando con la búsqueda del proyecto educativo de la Revolución de 1910, que
pretendía extender la escuela por todos los rincones del país, para lo cual se recurrió a la
contratación de profesores que no tenían una formación inicial normalista. Estos, como
comentábamos antes, se fueron profesionalizando sobre la marcha a través de cursos y
materiales de la Secretaría de Educación Pública, muy marcados por la influencia del
pragmatismo norteamericano de John Dewey, el programa educativo de la Revolución rusa,
Kerschensteiner y otras pedagogías que se apartaban del positivismo decimonónico.
Se trataba, en realidad, de un proyecto educativo muy ecléctico y que conformó una
propuesta muy particular, la llamada «escuela rural mexicana», cuyo eje sería el vínculo entre
la escuela y la comunidad. Entre los años 40 y 70 persistió la necesidad de formar a los
maestros ya en servicio, a la vez que se extendió la red de Escuelas Normales. En
consecuencia, el debate pedagógico tuvo otro signo. A la par que se daba marcha atrás en
los aspectos ideológicos más radicales y en el ruralismo de este proyecto, la Pedagogía fue
abriendo camino a las Ciencias de la Educación (Civera, 2011a).
En este contexto, la edición de obras pedagógicas pensadas para el magisterio en
servicio o para los estudiantes normalistas tuvo auge junto con el de las empresaseditoriales.
En este universo tuvieron cabida destacada algunos exiliados españoles como Domingo
Tirado Benedí, Santiago Hernández Ruiz, y con otro estilo, Antonio Ballesteros y Emilia

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Elías. El tipo de textos que escribieron se relacionó con las materias que enseñaron en las
Normales, lo cual fue favorecido por el escaso cambio que presentaron los planes de estudio
durante estos años, así como el tipo de orientaciones generales de la política educativa y las
búsquedas intelectuales del momento.

Fiesta de los estudiantes de la Escuela Normal de Pachuca. Fuente: Serna y Salazar, 2013.

Por todo ello, la edición de textos educativos estuvo muy ligada a los planes y programas
de estudio de la formación de maestros. Junto con los cambios en la legislación educativa,
en 1945 se implementó un plan de estudios de educación normal que se mantuvo vigente
hasta 1959. En él se dio más espacio a la formación humanista, a la educación como ciencia
y a un área expresiva que incluía Literatura, Dibujo, Artes plásticas, Danza y Teatro,
mientras se reducían contenidos y prácticas relacionados con el cooperativismo y las
actividades agrícolas. Se trataba de un programa menos pragmático, socialista y ruralista que
su antecesor de 1935, cercano al implantado durante la Segunda República en varios
aspectos: orientación laica, énfasis en una formación amplia que integraba tanto en la
preparación de las disciplinas o contenidos que enseñar como en la forma de transmitirlos
(la transposición pedagógica, diríamos ahora) como la cultura general. El plan de 1945 tenía
como base la unidad nacional y la concordia internacional, postulados centrales que

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impulsaría Jaime Torres Bodet, quien fue Secretario de Educación entre 1943 y 1945 y 1958
y 1964, y Director General de la Unesco entre 1948 y 1952.
La labor docente y editorial de los profesores españoles fue armónica con los objetivos
de Francisco Larroyo, ideólogo de la pedagogía mexicana durante este periodo, que había
colocado la Filosofía y la Historia de la Pedagogía como dos ejes importantes en los planes
de estudio de la formación de profesores primarios y superiores en las Escuelas Normales y
en la Universidad. Larroyo, los españoles y en especial Emilia Elías, desempeñaron un papel
fundamental en el tránsito de la pedagogía normalista, basada en la didáctica y la
organización escolar, a la pedagogía universitaria, orientada hacia las Ciencias de la
Educación. De hecho Emilia Elías, ya retirada, apoyaría la apertura del Doctorado en
Educación Primaria y Preescolar en la Escuela Normal Superior y escribió en la revista de
esa institución.

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Anuario de la Escuela Normal de Pachuca, 1950. Fuente: Serna y Salazar, 2013.

La participación de los españoles en la edición de manuales llegó a ser muy importante y


fue cuestionada por dos procesos distintos pero relacionados entre sí. Desde los años de la
Revolución, la Secretaría de Educación Pública buscaba controlar la orientación educativa
de la Educación Primaria a nivel nacional, así que concentró la elaboración de los planes de
estudio y fue controlando las formas de aprobación de los libros que los profesores podían
utilizar en las escuelas, lo que culminaría con la edición de los libros de texto gratuitos para
la Educación Primaria a partir de 1959: todos los niños del país estudiarían con los mismos
libros y sus familias contarían con al menos esos libros en sus casas de forma gratuita. Ante
la existencia de los libros de texto gratuitos, los escritores de manuales tuvieron que orientar
su labor hacia la Educación Secundaria y Normal. Asimismo, diversas asociaciones
clamaron contra del poder de los españoles en la industria editorial, y en la escritura y
producción de manuales pedagógicos en particular (Ixba, 2014; Civera, 2011a).
En los años 70 una nueva reforma cambiaría los objetivos en la educación y en la
formación de maestros, sobre todo después del movimiento estudiantil de 1968. Entre 1960
y 1975 se establecieron cinco planes de estudio distintos, lo que da cuenta de la dificultad
para afianzar nuevas propuestas (Civera, 2011a). En este periodo de búsqueda de cambio, la
obra de Emilia Elías se mantuvo vigente y funcionó como bisagra en la reflexión pedagógica
que en ese momento se centraba en México en el paso a procesos educativos mucho más
participativos, orientaciones democráticas y el reto de un sistema educativo que pese a su
crecimiento acelerado no alcanzaba a cubrir las necesidades de la explosión demográfica,
trabajando en escuelas con grupos escolares muy numerosos.
La lista de libros escritos por Emilia Elías quizá no sea muy amplia pero resulta
importante y, sobre todo, exitosa, ya que casi todos los títulos fueron reeditados varias
veces: Problemas educativos actuales, aparecido en 1954, tuvo una segunda tirada en 1967;
Civismo (junto con A. Ballesteros en 1955), en 1969; La educación de los adolescentes (también en
coautoría con su marido en 1969) sería reeditado varias veces entre los años 70 y 80.
La ciencia de la educación salió de la imprenta por primera vez en 1958, llegando a su
décimo primera edición en 1979 (con 3.000 ejemplares). Se trata de los textos de Ciencias de
la Educación editados en México en esa época que más se citan en tesis, artículos y libros.
Aún hoy día sus frases aparecen mencionadas en los trabajos de estudiantes normalistas que
encuentran ejemplares en las bibliotecas (Rojas, 2004 y 2006). Precisamente, La ciencia de la
educación es el único texto, entre los 34 más citados, que está escrito por una mujer, una
mujer española.
La globalización de la enseñanza: un instrumento educador de la escuela nueva, fue editado en
1959, reeditado en 1965 y ha salido reproducido en antologías de textos a finales del siglo
XX. El método globalizador fue retomado en la reforma educativa de los años 70, por lo que

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el texto resultaba de utilidad tanto para la formación de nuevos maestros, como para los
maestros en servicio que no poseían títulos normalistas (aún en esas fechas el sistema
educativo en plena expansión era atendido en un gran porcentaje por profesores no
titulados) o que habían realizado sus estudios bajo orientaciones pedagógicas distintas. En
1973, ya en una etapa de despedida de su labor docente, Emilia Elías publicó Educación
comparada (véase Bibliografía).
La obra de Elías supo mantenerse al día de los debates pedagógicos tanto en México
como en otras partes del mundo. Probablemente, parte de su éxito consistió en utilizar en
sus textos un tipo de discurso accesible, que si bien se basaba en el conocimiento profundo
de la teoría pedagógica, la Historia de la Educación y los postulados más modernos de la
Ciencia de la Educación, recurría a los problemas concretos de los maestros o los padres de
familia en la vida diaria para explicar y fundamentar sus ideas educativas y utilizaba un tipo
de terminología que permitía establecer diálogos con los debates educativos sostenidos en
México y en el ámbito internacional.
Elías no buscaba la elaboración de textos con un registro de elevada erudición
académica (en una misma página de Ciencia de la educación, uno puede encontrar alusiones a
John Dewey, Comenio, Rousseau, Francisco Giner de los Ríos o Engels), sino de libros que,
bien fundamentados pero apegados a la realidad, resultaran útiles en la construcción de una
mejor educación. A diferencia de otros manuales de la época, incluso los editados por sus
coterráneos, que eran muy extensos y teóricos (Civera, 2011a), los libros de Emilia Elías se
fincaban en la práctica de los profesores en el aula y manejan un lenguaje culto pero muy
sencillo, accesible y de fácil lectura. Interpelar desde ese lugar, la práctica diaria era un
acierto. Se entrecruzaba con las tradiciones pragmáticas del magisterio mexicano.
Otro aspecto que podría explicar el éxito de las obras de Emilia Elías se relaciona con su
armonía en el discurso político y educativo prevaleciente en México. Sabía colocar los
quehaceres ético, pedagógico y social de los maestros y de la escuela por los que abogara
desde los inicios de su carrera en España bajo la influencia de la Escuela Nueva, en términos
compatibles con el modelo urbano y modernizador prevaleciente entre 1940 y 1968, de lo
que se le llamó «el milagro mexicano», y con su ideario a la vez nacionalista y universalista.
En los títulos de las obras pueden apreciarse las principales preocupaciones de la autora,
la Ciencia de la Educación y su relación con los problemas histórico-sociales, dentro de los
cuales daba una importancia especial a la formación de maestros, el papel de la juventud en
la construcción de la vida en común, las problemáticas de la mujer, el quehacer de la familia
y la escuela en la formación cívica hacia una convivencia armoniosa, justa y en paz.
Problemas educativos actuales anunciaría, ya en 1954, todas esas preocupaciones desde su
misma organización temática. Si bien casi toda la obra educativa de Emilia Elías se dirigió a
maestros o estudiantes normalistas, como es el caso de la mayor parte de los manuales
escritos por los exiliados españoles en México, este primer libro de los años 50 es

25
excepcional en cuanto expande sus preocupaciones fuera de las paredes escolares para
abrirse al mundo educativo de la familia, de manera que sus destinatarios, además de los
maestros, sean los padres y las madres, en particular los mexicanos, pero no solamente ellos.
En todo el texto de Problemas educativos actuales solo se han localizado un par de
referencias a España. En el capítulo dedicado a la educación de la mujer (pág. 170-171)
señala que el contenido de ese capítulo está dedicado «especialmente a las mujeres españolas
y mexicanas… que lucharon al lado de los hombres… en la obra interna de
engrandecimiento que realiza México y de la liberación que realiza España». Unas páginas
después, en la 186, cuando vuelve a insistir en la «gran obra de educación de la mujer
española realizada por la República». Resulta evidente que, pese a la distancia y el tiempo
transcurrido, Emilia Elías continuaba teniendo muy presente las experiencias de la Segunda
República y la Guerra Civil, pero no permanecía anclada en el pasado. Conocía y sabía
moverse perfectamente el terreno en el que se desenvolvía cotidianamente. En obras
posteriores, como en Ciencias de la educación, se encuentran muchas más referencias explícitas
a la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista. No así en el que fuera su
primer libro editado en México en los 50, en el cual procura situarse en un punto más
próximo a la realidad cotidiana lo que le permite acercarse a sus lectores.
Quizá una de las peculiaridades más significativas de Problemas educativos actuales es que
desborda por completo los ámbitos propios del exilio republicano y efectúa unas propuestas
pedagógicas por y para la sociedad mexicana. Sus destinatarios no son los círculos de
exiliados, no nos encontramos ante una obra revisando acontecimientos y experiencias del
pasado, ni envuelto en el hálito de la añoranza. El texto de Emilia Elías está pensado para
lectores básicamente mexicanos, en maestros, padres y madres mexicanos. Problemas
educativos actuales es uno de los escasos textos educativos redactados por profesores exiliados
españoles en México que busca ese tipo de lectores. Si apenas existen referencias españolas,
en cambio se localizan en el texto muchas explícitas y otras más encubiertas a la realidad del
país de acogida. Como, por ejemplo, la preocupación por la nula o escasa escolarización de
sectores significativos de la niñez y la juventud, las graves desigualdades sociales y
económicas, el trabajo infantil y juvenil, la crítica a algunos libros de texto y la
despreocupación y el abandono de los hijos por parte de algunos padres.
Pese a armarse desde la realidad mexicana y con la intención de ser útil para esa realidad
concreta, el texto resulta de interés más allá de sus fronteras. La autora recoge el ideario de
la Escuela Nueva y los debates pedagógicos internacionales para repensar precisamente sus
presupuestos, desde la experienciamexicana, pero de una manera central, desde la vivencia
de la Guerra Civil en España, el exilio, el espanto ante las magnitudes de la Segunda Guerra
Mundial y la incertidumbre del panorama internacional. Así, elabora propuestas educativas
que puedan dar respuesta a las nuevas circunstancias históricas del mundo, que contribuyan
a construir una mejor convivencia entre los hombres y las naciones, debatiendo con otras

26
propuestas educativas importantes en el momento, como la de la Unesco.

27
3. EL MOMENTO HISTÓRICO

Problemas educativos actuales se encuentra plenamente enmarcado en el momento histórico


en que se escribió, la década de los 50 del siglo pasado. El fascismo y la Segunda Guerra
Mundial estaban en el centro de las preocupaciones de Emilia Elías. Su experiencia y
militancia en España, en especial durante la Guerra Civil, había marcado un claro rasgo
antifascista en su ideología que le acompañaría toda la vida. Una buena muestra la
encontramos en 1945, cuando ella y Antonio Ballesteros participaron en el Segundo
Congreso Nacional de Educación Normal como representantes de la Escuela Normal de
Pachuca —lo cual era un reconocimiento a su labor— con una ponencia en la que
argumentaban que los maestros debían realizar una fuerte lucha contra el fascismo,
favoreciendo en todas las actividades escolares la cooperación y el respeto por los demás y
alertaban del peligro de abusar de la técnica en lugar de propiciar una amplia formación
humanista del profesorado (Segundo Congreso,1945). Esa pequeña ponencia es quizás el
texto con mayor tono político de los que escribieron ambos en México.
Por otra parte, hacía algo menos de una década que había finalizado la Segunda Guerra
Mundial con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki. Emilia Elías tenía muy clara la significación de esos hechos y la capacidad de
destrucción que había alcanzado el ser humano (pp. 49-50 y 52). Además, en esas fechas, y
aunque la arquitectura de la posguerra había dado algunos pasos importantes en dirección
de la convivencia pacífica, las relaciones internacionales estaban polarizadas por la Guerra
Fría. Precisamente, cuando se redacta Problemas educativos actuales, el mundo estaba asistiendo
con temor a la Guerra de Corea, un enfrentamiento entre los dos bloques con toda su
crudeza y en el que incluso planeó el empleo de las armas nucleares. La autora, lógicamente,
tras las vivencias de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, no puede
menos que expresar en diversos momentos su preocupación por el clima de confrontación y
por un futuro en el que adivina serias incertidumbres (pp. 53, 117 y 159-160 ).
Dentro de ese preciso contexto histórico, su libro intenta ser una respuesta ante los
nuevos retos que en la posguerra mundial debe afrontar la educación en las sociedades de
los países desarrollados y en vías de desarrollo, desde una perspectiva que desborda la
realidad de las aulas y los centros educativos. Se trata de una obra de divulgación orientada a
un público amplio, pensada especialmente para las familias preocupadas e interesadas en la
educación de sus hijos. Se inserta, por tanto, en una visión muy social de la pedagogía y en el
compromiso que la educación y la política educativa de un país debe tener con su sociedad.

28
Portada de la primera edición de Problemas Educativos Actuales (México, 1954)

Desde las perspectivas ideológica y cultural, el texto es anterior a la conceptualización de


la realidad posmoderna, pero su autora ya comienza a atisbar algunas de sus complejidades y
contradicciones, así como las dificultades que ello plantea a los saberes pedagógicos. Emilia
Elías aún confía en las posibilidades de la educación como herramienta de mejora y de
promoción social. El enfoque del texto es claramente reformista dentro del discurso de la
Escuela Nueva. Pero en sus páginas se comienza a atisbar la perplejidad ante pautas y
normas de actuación que no responden a los rumbos ya conocidos. Hasta cierto punto, el
ensayo es un intento de respuesta —en parte intuitiva y en parte fundamentada en la
tradición de la Escuela Nueva— ante esa nueva realidad que tiene mucho de
desconcertante. Un buen ejemplo son las consideraciones y reflexiones que realiza sobre
otros potentes agentes formativos que influyen en los jóvenes escolares y estudiantes, como
el grupo de iguales, que pueden competir seriamente con el tradicional papel del magisterio.
Desde la pedagogía se planteaban alternativas ante una cultura juvenil y una brecha
generacional (que sería antesala del movimiento estudiantil de 1968), la cual iba creciendo
con el afianzamiento del mundo urbano, la expansión del sistema educativo y la influencia
de los medios de comunicación como la radio y la industria editorial comercial orientada a la
cultura popular (Rubenstein, 2014).

29
4. ESTRUCTURA DEL LIBRO

En la Introducción de Problemas educativos actuales, Emilia Elías inicia por agradecer la


inclusión del texto en la colección «Cultura para todos» de Editorial Patria, y explicar lo que
constituye el sello distintivo de esta obra entre todas sus publicaciones: dirigirse a público en
general. Como militante le preocupa que la cultura alcance a toda la población sin
distinciones. Pero como persona dedicada a la educación durante décadas y atenta a los
problemas mundiales y a las políticas educativas que se seguían en el momento, el interés
por escribir para todos se enmarca también en una revisión de los postulados sobre la
Escuela Nueva en debate con otras posturas como las de la Unesco, con sus planteamientos
sobre la educación básica o fundamental (Civera, 2015). Esta defendía una educación para
todos los sectores de la población (no solo para los niños) con pretensiones de
transformación social. Emilia Elías critica que, en manos de personas no expertas, podía
parecer loable por sus objetivos, pero también ingenua si no perjudicial, al tratarse de una
institución que se depende de la ONU, en franca crisis por sus «caracteres políticos, sociales,
económicos y bélicos» (p. 53).
El texto presenta una estructura bastante lineal, razonada y sencilla, que facilita la
lectura. El capítulo I es una introducción y justificación de la obra, con interesantes
reflexiones sobre la importancia y el rol que desempeña la educación en la sociedad del
momento, los desafíos a los que debe enfrentarse y los retos a los cuales tiene que dar
respuesta, etc. En el capítulo II desarrolla esas ideas, contextualizando la importancia de la
educación. En ambos, el objetivo es muy claro, ante la crisis del momento existen dos
elecciones: vivir en la guerra o afianzar como sea posible los lazos de convivencia humana
(p. 49). La educación, debe contribuir a aflorar en la juventud sentimientos de amistad,
amor, comprensión y solidaridad entre todos los hombres. Una tarea que no es exclusiva de
la escuela, sino de los poderes públicos, los padres, los mismos jóvenes y toda comunidad
social. De ahí que el creciente interés en la educación de diferentes actores sea muy
importante, pero advierte dos peligros: en primer lugar, olvidar que la educación no es
omnipotente y no puede por sí misma conducir a bases justas y humanas de convivencia.
En segundo lugar, que el interés en la educación ha crecido tanto que la toma de decisiones
queda en manos de personas que no son expertas en ella. Durante la segunda mitad del siglo
XX el debate sobre la educación se hizo cada vez más importante en la esfera pública,
involucrando a más actores. Emilia Elías prevé que esto puede llegar a ser un problema,
especialmente en la definición de políticas internacionales en que pueden predominar la
toma de decisiones de diplomáticos y otros profesionistas, con base en intereses políticos
más que pedagógicos.
La autora se explaya acerca de lo que es la educación espontánea e informal en debate

30
con Jonas Cohn y la Pedagogía fundamental: la educación no es solo una acción intencionada y
consciente, se da en todo el «paisaje en torno a la vida», afirma apoyándose en José Ortega y
Gasset. Para la autora, la escuela no solo no puede ser la causa de la transformación del
régimen social, sino al contrario, suele recortar «toda la fronda del deseo» del ser humano,
que es su motor creador (p. 70). El proceso de adquirir cultura, convertirse en una persona
que se autodirige y que sea capaz de actuar, suele darse en ambientes hostiles. Por ello, y por
el principio de coacción al que tiene toda obra educativa, es muy importante recuperar y
repensar la obra de los educadores, lo cual realiza a continuación.
En el capítulo III describe los condicionantes y las exigencias que plantea la sociedad de
la posguerra a la educación y cuál debe ser la respuesta. Es también una sincera glosa a las
virtudes del movimiento de la Escuela Nueva, reiteradamente citado, ya que, sin ningún
género de dudas, se trata de la orientación pedagógica que define a la autora.
A partir de ese momento, el texto de Emilia Elías, que ha seguido un planteamiento
propio de manual para estudiantes de magisterio, busca ampliar su perspectiva, salir del
ámbito de la educación formal, de los papeles que hasta ese momento había asumido como
formadora del magisterio y avanzar por otros cauces contrastando los nuevos retos que la
sociedad planteaba a la política educativa. Se percibe con claridad que cambia de registro.
Abandona el más académico que ha seguido hasta ese punto, síntesis de su amplia
experiencia como profesora y autora de manuales para maestros normalistas. A partir de ese
momento intenta adaptar su discurso reformista a los nuevos retos sociales y educativos de
la sociedad en la que se desenvuelve.
Con tal fin, efectúa un recorrido y recupera postulados para construir un sentido distinto
de lo que debe entenderse por Nueva escuela: la que hay que construir cada vez que las
condiciones sociales se modifican, con un profundo sentido ético. El pensamiento
pedagógico quizá se había concentrado en las características de la niñez, y la autora insiste
en plantear un enfoque más amplio. Para ella, la educación nunca termina, así que resulta
necesario ampliarla a las diferentes etapas de la vida: a la niñez, la juventud, la adultez, la
vejez. En todas ellas se aprende, pero de distintas maneras.
A partir del capítulo IV la autora se centra en la realidad de la familia corriente, y su
problemática diaria con ejemplos cotidianos, sin la concatenación de conceptos y
razonamientos propios del manual. Estas páginas, a modo de parte aguas, nos introducen en
la segunda parte del texto ya netamente centrada en la educación fuera de las aulas. En el
capítulo V insiste en la amplia y central función educadora de la familia, destacando dos
cuestiones que considera claves: la influencia que reciben los hijos de los padres y la
preparación de estos para esa misión. Al abordar el tema desde ese enfoque, Emilia Elías se
unía tempranamente a la creciente intervención de los expertos y del Estado en la vida
familiar, como parte del creciente proceso de «pedagogización» de la sociedad (Depaepe,
2008).

31
Ambos capítulos están dedicados a la importancia y la orientación que debe tener la
educación de los hijos por parte de los padres. La función social de la familia, dice la autora,
cambia a lo largo de la historia. En ella todos aprenden de todos y sin planteárselo, con una
gran carga de afectividad y de una manera activa, se quiere o se odia, se acepta o se rechaza.
La educación de los hijos es vista desde un punto de vista histórico y social, considerando
los cambios en los actores y el tipo de relaciones que establecen entre sí: los jóvenes con sus
vivencias fuera del hogar y su capacidad para razonar por sí mismos (no hay jóvenes
problemáticos, sino ambientes familiares problemáticos); las mujeres y el ejercicio reflexivo
(no instintivo) de la maternidad, que dejan de ser reinas del hogar para convertirse en dueñas de
su hogar y contribuir a la humanidad; los padres que dejan de ser figuras de autoridad
lejanas para sus hijos, el matrimonio como lazo sentimental y sexual de apoyo mutuo.
En los dos capítulos siguientes, el VI y el VII, aborda dos cuestiones especialmente
novedosas y que serían centrales en el pensamiento de Elías a lo largo de su vida: la
educación cívica de la juventud y la educación de la mujer. Temas que si aún hoy día nos
resultan actuales, por ello nos señalan con intensidad la claridad de visión que tuvo la autora
abordándolos a principios de la década de los 50, hace más de sesenta años.
La política, en su opinión, ha entrado en todos los espacios sociales. Los jóvenes
participan en la vida pública y no ofrecerles una educación cívica y político-socialsignifica
convertirlos en carne de cañón (p. 156). «Ser ciudadano es saber dar y saber exigir en una
justa y recíproca correspondencia, con espíritu crítico, que nos haga luchar contra las
injusticias» (pp. 156-157). Es necesario que los jóvenes conozcan y aprendan a formarse un
criterio propio sobre las leyes, los derechos, las obligaciones, los valores que coordinan la
vida nacional y la relación entre las naciones, como elementos construidos a lo largo de la
historia, y que cuestionen los orígenes de la desigualdad y la discriminación, considerando
los significados de las distintas luchas político-sociales.
Emilia Elías apela directamente a los maestros para que contribuyan a una educación
para la paz, a una educación democrática, al propiciar el respeto mutuo, la capacidad crítica,
el deber de contribuir a lo social y lo colectivo antes que a lo individual, preparando para el
trabajo y a partir de conocimientos científicos libres de prejuicios.
En el último capítulo, la autora se dirige a las mujeres mexicanas y españolas. Como lo
hizo durante toda su vida, realiza un llamamiento a aceptar que la mujer tiene un papel
importante en la sociedad y apela a Nietzche para afirmar: «una cultura sin el ímpetu de la
feminidad es una cultura truncada» (pág. 189). Propone que la educación de la mujer incluya
una formación para el amor, la sexualidad, la maternidad, el hogar, la dirección de los hijos y
«para lo externo, para la sociedad, para la profesión, etc.» (p. 190), para que las mujeres sean
compañeras del hombre en sus hogares y en la vida entera.
Problemas educativos actuales es una obra pensada desde la sociedad mexicana de los años
50; un texto acuñado desde la experiencia de la Guerra Civil española, la Segunda Guerra

32
Mundial y la gran incertidumbre acerca de la capacidad de los hombres y de las mujeres para
construir bases justas de convivencia. Es un libro que desde la Nueva Escuela y la posición
crítica frente a los problemas sociales en el contexto de la Guerra Fría, se cuestiona sobre
los riesgos de las políticas unificadoras de educación básica o fundamental, así como de los
límites y posibilidades de la escuela frente a los poderes político-sociales imperantes, por un
lado, y de la educación espontánea que va más allá de lo escolar, por el otro. Un texto que
reafirma el papel social y político de la educación, y del deber de todos, hombres, mujeres,
jóvenes, de construir una convivencia en paz y contribuir a una vida colectiva basada en la
justicia y la libertad. Para ello, Emilia Elías rinde culto a sus raíces: gran parte de las citas y
de la bibliografía final son de filósofos y pedagogos españoles, en especial de aquellos con
los que compartió exilio en tierras mexicanas.
Se trata, entonces, de una obra con la que podemos ver cómo tradiciones pedagógicas
forjadas en un país en un momento determinado se modifican al entrar en contacto con
realidades muy distintas y evolucionan al intentar lidiar con los cambios históricos. Lejos de
la nostalgia, es un texto que denota el afán de renovarse y buscar alternativas a los
problemas sociales desde la Pedagogía, la Ciencia y la Ética. De ahí que sea de interés tanto
su contenido como sus formas de expresión. Pero además, leer a Emilia Elías desde las
incertidumbres del siglo XXI —en España, en México o cualquier otro lugar— enriquece y
enseña, también, por la vigencia de muchas de sus preocupaciones: el carácter ético y
político de lo educativo; la necesidad de una educación para la ciudadanía, la convivencia
pacífica y contra la violencia; la educación como herramienta imprescindible que ayude a
romper con la persistente discriminación de la mujer; los riesgos de la estandarización de lo
escolar; el papel de los maestros, los padres y toda colectividad en la formación de personas
capaces de actuar y de crear la historia. Unas ideas pedagógicas y unos valores educativos
que fueron proclamados por Emilia Elías en la España republicana y en el México de la
década de los 50 y que aún continúan interpelándonos en pleno siglo XXI.

1 Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia, México (AHINAH), Fondo: CTARE
(Comité Técnico de Ayuda a Refugiados Españoles). Sección: Estadística, Serie: Expedientes personales, Expediente:
882 hojas: 51. (Emilia Elías Herrando); Archivo General de la Administración. España. Expediente personal 2363.
2 Entrevista a Carolina Bocardo y Amalia González, ex alumnas de la Escuela Normal de Pachuca, Hidalgo.
Realizada por Javier Monzón el 22 de septiembre de 2014 en el Centro Regional de Educación Normal Bénito Juárez
(CREN). Pachuca, Hidalgo, México; y entrevista colectiva a ex alumnos de la escuela Normal de Pachuca, Hidalgo
(Bonfilio Salazar, Carolina Bocardo, Marisol Bocardo, Jaime Flores, Amalia González, Ana María Araujo, Noemi de
Salazar y Adalberto Chávez), realizada por Alicia Civera y Verónica Arellano. Filmada por Javier Monzón el 24 de
marzo de 2015 en la ciudad de Pachuca, Hidalgo, México.
3 Archivo de la Benemérita Escuela Normal de Maestros, México (AHBENM): Expediente personal de Emilia
Elías Herrando, 1940-1967.

33
Bibliografía

OBRAS DE EMILIA ELÍAS

Traductora

DESCHAMPS, ALEXANDER J., La auto-educación en el método Decroly, Madrid, Juan Ortiz , 1932.
CHARRIER, CH., La pedagogía vivida en las escuelas maternales y párvulos: curso completo y práctico,
Madrid, Juan Ortiz, 1933.

Autora

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— (s.a., s.e.) La Enseñanza de la previsión en las Escuelas Normales, Madrid.
— Didáctica del lenguaje desarrollada en lecciones, Madrid, Revista de Pedagogía, 1936.
— Por qué luchamos las mujeres antifascistas, Valencia, Agrupación de Mujeres Antifascistas,
1937.
ELÍAS DE BALLESTEROS, E., La concentración de la enseñanza en la Escuela Primaria, México,
Ediapsa, 1941.
— La lengua nacional en los textos literarios, México, Atlante, 1942 (Edición de 1952 en Editorial
Patria).
— Problemas educativos actuales, México, Patria, 1954 (2.ª edición aumentada en 1967).
— Ciencia de la educación, México, Patria, 1958. (Hay sucesivas reediciones, 1965, 1970, 1972,
1974, 1979, 1983).
— Mariana Pineda (Una vida ejemplar), México, Imprenta Juan Pablos, 1958 (edición de la
autora). Hay una edición en Madrid en 2003 del Movimiento Cultural Cristiano.
— La globalización de la enseñanza: instrumento educador de la escuela nueva, México, Patria, 1959
(2.ª Edición en 1965).
— Educación comparada, México, Patria, 1973.

En colaboración con Antonio Ballesteros Usano

34
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Congreso Nacional de Educación Normal, Monterrey, Gobierno del estado de Nuevo León,
1945, pp. 224-233.
— Civismo para primer año de secundaria, México, Patria, 1955 (Reedición de 1969).
— La educación de los adolescentes, México, Patria, 1969 (Hay ediciones de 1974, 1976, 1979,
1980, 1983).

35
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38
PROBLEMAS EDUCATIVOS ACTUALES

39
Introducción de la autora

Una de las grandes preocupaciones del movimiento cultural de nuestro tiempo es, sin
duda alguna, la de atraer la curiosidad de las masas, llevándola hacia el conocimiento y la
reflexión, y mejor aún, la preocupación por temas muy diversos en relación con los
problemas más palpitantes que plantea la vida moderna en sus diferentes aspectos: social,
político, artístico, económico y, en general, hacia los temas humanos que constituyen la
esencia misma de la vida. Esta preocupación ha hecho posible que grandes núcleos de
gentes que permanecían al margen de las cuestiones que constituyen la base, no solo de la
más estricta creación cultural, sino también, y muy especialmente, de las realizaciones
prácticas de la compleja estructura actual, se incorporen con su esfuerzo ideológico, creador,
a la fecunda tarea de llevar inquietudes, curiosidades, ansias nuevas a los varios problemas
que palpitan aceleradamente en el vasto y, por muchos conceptos, dramático campo de la
vida moderna.
Por eso estimamos que todo esfuerzo que contribuya a divulgar las grandes
preocupaciones de nuestro tiempo y a facilitar los caminos para darles una solución
acertada, deben ser acogidos no solo con simpatía sino también con fervor, colaborando
con lo mejor de nuestra voluntad para aumentar y mejorar las posibilidades que pueden
salvar las diferencias, y las enormes dificultades que obstruyen el camino de los hombres
hacia panoramas de estabilización y bienestar.
Por eso también, creemos un acierto —uno más— de la Editorial Patria, el haber dado
vida a su colección “Cultura para todos”, en cuyos volúmenes se llevan al gran público, a la
gran mayoría, interrogaciones y respuestas que puedan saciar su curiosidad, creando el
panorama intelectual a los muchos que tienen hambre y sed de saber.
De acuerdo con este criterio, y recogiendo una gran inquietud de nuestra época, un gran
anhelo que se plasma en ensayos y en experimentos cada día más numerosos, queremos
ofrecer, modestamente, en las páginas de este volumen, algunas ideas en relación con el gran
problema de la educación de nuestro tiempo, y de las posibilidades, que a través de ella y
mediante ella, se ofrecen a los hombres para mejorar su condición, de acuerdo con las
exigencias de la vida actual, y de regular, sobre bases humanas de convivencia cordial, las
relaciones entre los hombres.
Dos observaciones previas queremos hacer al lector que tenga la curiosidad de asomarse

40
a estas páginas. Una de ellas, la más breve y concisa, es que las ideas que van a ser expuestas
a continuación son producto de un trabajo y una inquietud personales a través de la
actividad diaria en el campo docente, y en contacto con jóvenes y adultos a los cuales las
condiciones y características de la vida de hoy colocan con mucha frecuencia en situaciones
desfavorables para triunfar en la batalla de cada hora, por una preparación insuficiente y por
una incapacidad para luchar y para adaptarse, que, en la mayoría de los casos, les hace
desgraciados por la seguridad de su fracaso.
Ante estos casos vivos, sangrantes, a veces, que nos ofrece la vida de muchos jóvenes y
de muchos adultos, nuestra conciencia de maestros, nuestras profundas y cada día más vivas
inquietudes por la educación de niños, de adolescentes, de jóvenes y adultos, nos hacen
renovar constantemente nuestras aspiraciones y nuestra fe, en una acción educativa,
directiva, formadora del hombre, que le ponga en sus propias manos, como su más preciado
don, el valor de sí mismo, sus personales fuerzas, sus valiosos recursos, sus estímulos y sus
impulsos, todo en fin, lo que constituye el fondo y la raíz de su personalidad. En estas
líneas, repetimos, aspiramos a dar fe de estas personales ambiciones que, como maestros,
llenan, colmándola, nuestra conciencia, en el deseo de colaborar en la búsqueda
ininterrumpida de una solución apremiante a los problemas educativos de nuestro tiempo.
La segunda observación que ofrecemos a nuestros lectores es la siguiente: No queremos,
al menos eso nos proponemos, hacer un libro docto y exclusivamente para especialistas. No
queremos, tampoco vulgarizar el tema de la educación hasta el extremo de restar calidad
científica a este proceso universal y humano. Queremos, simplemente, redactar unas líneas,
armonizar unas ideas a través de estas páginas que puedan ser leídas igualmente por los
profesionales de la educación y por aquellos que se sientan atraídos por el tema, sin más
preparación que el buen sentido y el deseo ferviente de enterarse de lo que se esconde tras el
problema tan elástico y tan desvirtuado por algunos, de la educación.
Quisiéramos, sobre todo, que este libro fuera grato a los padres. Que fuera (y en esto
volvemos a sentirnos ambiciosos) como un modesto breviario que llevara a sus inquietudes
paternales una menuda chispa que llegara a resolverse en un rayo de luz: el rayo que aclarase
su conducta en relación con sus hijos y que diera a sus actos ese sentido realmente
comprensivo y humano que debe regular la vida de los padres y los hijos en el seno de toda
sociedad familiar.
La máxima aspiración de estas páginas sería, por último, llegar a todas aquellas personas
de buena fe, captando todas las interrogantes que surgen en el campo de la educación y
ayudarles a darse una respuesta adecuada.
Si logramos resolver algunas dudas de las muchas que agravan el desarrollo educativo,
en un tiempo tan en crisis como el que nos ha tocado vivir; si logramos acercarnos a los
padres para ayudarlos y acompañarlos en el largo y doloroso camino de educar a sus hijos; si
logramos, por último, que las ideas que aquí van a exponerse sean aceptadas o rechazadas,

41
pero siempre discutidas, por maestros y alumnos por jóvenes y adultos, por profesionales o
no profesionales, tendremos la satisfacción de haber realizado un esfuerzo en beneficio de la
educación y de haber cultivado la curiosidad, la preocupación y el deseo de dar soluciones
en un problema tan denso, tan humano y tan vivo como es el de la educación de los
hombres.

42
CAPÍTULO I

La preocupación de nuestra época por la educación y razones que la han


promovido

Es un hecho innegable que los problemas relativos a la educación, la educación misma,


interesan hoy más que nunca a un número mayor de gentes. No solamente los
profesionales, los técnicos, los especialistas en cualquier rama o aspecto de la educación, se
sienten atraídos por experiencias y realizaciones concretas en el campo de la dirección y
conducción de niños y de jóvenes, buscando con afán soluciones y caminos que aseguren un
desenvolvimiento eficaz de aquellos en relación con las exigencias del vivir moderno, sino
también, y muy especialmente, hacen sus incursiones en el campo de la educación, profanos
de este conocimiento cuyo anhelo de mejoramiento para las masas juveniles y para ellos
mismos, les ha aproximado, venturosamente, a este campo de la actividad humana. Es
evidente que este deseo de intervención en la educación, de participación, muy activa, a
veces, en los problemas educativos, se ha gestado y se está gestando, en la crisis que
caracteriza nuestra época. La lucha desatada en el campo de las ideas, que culmina en una
lucha a muerte entre dos tipos de vida en descarnada oposición; la guerra que batió y sigue
batiendo como un negro y devastador huracán los confines del mundo; la miseria y la
desolación; el hambre y la ignorancia; el dolor y la muerte, igual que el desprecio y el olvido
de los más generosos sentimientos humanos, han hecho y harán aún por mucho tiempo,
que las gentes, sedientas de bienestar y de seguridad, doloridas y maltrechas por la ruptura
de las relaciones cordiales entre hombres y pueblos, busquen afanosamente algo que pueda
servir para afianzar de la manera más firme posible los lazos de convivencia humana. Esta es
una de las razones por las cuales las gentes vuelven su mirada a la educación. Una mirada
angustiada, apremiante, creyendo encontrar en la formación educativa, sobre todo de los
jóvenes, una solución para que vuelvan a florecer en el panorama íntimo de la juventud los
sentimientos de amistad, de amor, de comprensión, de solidaridad, entre todos los hombres
del mundo.
Por eso, en nuestro tiempo, se habla de la educación de las masas; se intercalan en los
discursos y documentos de organizaciones diversas, ideas relativas a la educación de los
distintos sectores sociales y se hacen llamamientos por gentes no interesadas nunca en este
tipo de problemas para que los poderes públicos intensifiquen sus esfuerzos en el campo de

43
la educación; para que los padres no permanezcan al margen de la dirección de sus hijos, y
para que, por último, todos, en cada comunidad social, aporten su esfuerzo y su decisión
para que la educación, en su forma organizada, sobre el volumen, la significación, y sobre
todo la eficacia que las circunstancias apremiantes de la vida moderna reclaman con
urgencia.
Este hecho que puede referirse a todos los países que más o menos intensamente
resienten los resultados de la guerra, tiene sus lados positivo y negativo. El primero, ya lo
hemos dicho, es el de incorporar a la preocupación educativa el esfuerzo y la inquietud de
millares de gentes. El segundo reviste una gravedad que, de ningún modo queremos soslayar
aquí: el peligro de suponer que la educación es omnipotente y que con ella y a través de ella
pueden lograrse resultados decisivos, no solo en la formación humana, sino inclusive en la
organización social. Como es este una de los problemas más graves que se plantean hoy en
el terreno de la consideración científica de la educación, será estudiado en el lugar apropiado
de este volumen. Por ahora solo nos limitamos a señalarlo.
Otra de las razones por las cuales nuestro tiempo ha incorporado a la preocupación
educativa grandes núcleos de opinión, hasta aquí muy alejados de ella, es la evidencia
adquirida por enormes cantidades de gentes de que la educación no es solamente una tarea
de la escuela o de las instituciones educativas en general sino que, por el contrario, educan
también otras instituciones, otras personas, además de los maestros, lo mismo que esa gran
«circunstancia», a la cual hace ya muchos años José Ortega y Gasset llamó «el paisaje en
torno a la vida» y que es el medio ambiente, en cualquiera de sus formas. Esa evidencia,
adquirida por las gentes —hombres y mujeres, padres y políticos, magnates y asalariados—
nos ha hecho tener la convicción, muy arraigada ya, de que «todos somos, bajo cualquier
título, educadores por la influencia que podemos ejercer sobre los seres con los que vivimos
o trabajamos» y que «no hay actividad profesional, social, política, o moral que no suponga,
en un grado determinado, una acción educativa»1.
Pero además, hoy estamos convencidos también de que la educación no puede
restringirse a una edad determinada ni a una única y exclusiva institución.
Esto supone restar valor e influencia a todo el proceso de la educación que actúa sobre
el hombre, desde antes de nacer hasta que su vida se extingue, renovándose en otras vidas
que también recibirán el impacto de esta acción que, según la expresión de uno de los
grandes investigadores de la moderna Ciencia de la Educación, «no es otra cosa que una de
las manifestaciones necesarias de la vida, una función básica de la comunidad». Por eso, hoy
ha llegado a ser una verdad del dominio de muchos que esa función «básica de la
comunidad» se amplía, se extiende, mucho más allá del vasto y todavía bastante misterioso
campo de la infancia, de la adolescencia y de la juventud, para adentrarse en el ámbito, lleno
también de interrogaciones y de sorpresas de la vida adulta. Nuestra época, inquieta e
inquietante, que ha planteado en el terreno de la ciencia el problema de las edades y de su

44
valor, ha traído a la plataforma educativa, la educación de los adultos. He ahí para maestros
y padres, para políticos y dirigentes sociales, una gran llamada, un poderoso toque de
atención que debe traerlos, si no lo están ya, a esa plataforma que hará posible —pecamos
de ambiciosos nuevamente— que ninguna voluntad, ningún destello de inteligencia, ningún
esfuerzo afectivo de los hombres, quede fuera de la obra creadora que hará a la humanidad
mejor y más feliz. La gran tarea de dar a los adultos una preparación, un dominio y
conocimiento de sí mismos, que permita aprovechar al máximo sus posibilidades en su
propio beneficio y en el de los demás, ha incorporado a nuestro campo de maestras y a
nuestros problemas educativos y docentes, masas cuyo empuje va a sernos valiosísimo.
Porque en este capítulo decisivo de la educación en nuestra época se incluyen problemas de
tanta trascendencia y de tanta fuerza de atracción como algunos de los que vamos a
enumerar, entre muchos de los que podrían destacarse: la educación de los padres o
educación para la familia; la educación para la profesión; la educación para el sentimiento
del arte; la educación sexual; la educación para el aprovechamiento del ocio, etc. He ahí unas
cuantas flechas disparadas hacia la indiferencia, el desconcierto o la ignorancia de millones
de adultos de los que nadie se ocupa y que entregados a su propia falta de preparación, de
curiosidad e inquietud, son arrastrados indudablemente al fracaso que, a veces más aparente
que real, destruye inexorablemente tantas posibilidades.
El carácter eminentemente dinámico de nuestra época; los principios básicos para el
mantenimiento del orden social, en crisis; las luchas entre los sectores que forman la raíz de
la comunidad social; las ambiciones; el afán de poderío y de mando; el ansia de dominio y de
opresión, que hizo desencadenar la guerra más cruel, más descarnada, por los sectores de la
humanidad que aspiraban al dominio del mundo y que sacrificaron a los mejores hombres
en aras de un concepto trágico del poder, han traído, entre otras muchas consecuencias
dolorosas, la de que en esta época nuestra, una posguerra prolongada, luchen y se debatan
frente a frente dos conceptos del mundo para resolver problemas sociales que son vitales
para la vida de la comunidad humana, si esta ha de supervivir al tremendo drama de su
descomposición.
Pues bien, todos los movimientos políticos y sociales que aceleran el ritmo de la vida en
la comunidad, tienen sus evidentes consecuencias en la educación. John Dewey, filósofo y
educador norteamericano recientemente fallecido, dice en su obra Experiencia y Educación, lo
siguiente: «Todos los movimientos sociales suponen conflictos que se reflejan
intelectualmente en controversias. No sería una señal de buena salud si un interés social tan
importante como la educación no fuera también un campo de lucha, práctica y
teóricamente»2.
En efecto, una razón más para que hayan llegado al campo de la educación gentes no
especialistas, pero que buscan en ella una posible solución a los problemas de la niñez, de la
adolescencia, de la juventud, es esta de que el proceso educativo está recibiendo el impacto

45
firme y contundente de la lucha social en general. Ahí está, si no para comprobarlo, si fuera
necesario, el hecho de que una organización internacional para la educación, la ciencia y la
cultura haya nacido del seno de un organismo internacional también, pero con caracteres
políticos, sociales, económicos, bélicos: la Organización de las Naciones Unidas, con el
ambicioso fin de unificar la educación de acuerdo con los caracteres de esta época que aún
vive en la guerra, y con la aspiración de que todos los hombres se beneficien de los
resultados de una educación que la Unesco llama básica o fundamental. Queremos destacar
el hecho de que esta Organización —que justamente en los momentos en que se escriben
estas líneas atraviesa por una honda crisis que debilita aún más su acción y su influencia
educativas—, esta Organización, repetimos, cuenta entre los elementos que la “constituyen
desde su creación, el 16 de noviembre de 1905, con un gran número de gentes no
especializadas en las diferentes ramas en que puede considerarse dividida la educación y que
sin embargo laboraron con afán y aun con cierto éxito en el planteamiento de problemas
educativos. La Unesco, planteando en el plano internacional el problema de la educación
como una actividad de la que deben beneficiarse todos los hombres sin distinción, es, como
dijimos anteriormente, un ejemplo de las consecuencias que para la acción educativa tienen
los problemas político-sociales, económicos, etc., arrastrando por esa misma razón a su
consideración y a su estudio a personas que quizá, sin esa violencia de las situaciones
creadas en la comunidad social, hubieran permanecido indiferentes ante el hecho de la
acción educadora.
No podríamos terminar este capítulo sin hacer referencia a otras razones que han
incorporado a nuestro campo a gentes muy diversas. Y razones de fondo para nosotros los
maestros. Porque en este momento de la vida, un momento torturado y dramático,
precisamente porque la vida es dura y los hombres sufren y sienten no solo en su carne y su
sangre, sino en la carne y en la sangre de sus hijos, los zarpazos del dolor y de la miseria, los
hombres, decimos, han fijado su mirada, una mirada profunda y dolorida en la infancia, en
los niños, en los adolescentes, en los jóvenes que, al iniciar su vida, se han visto arrollados
por el huracán de la desolación y de la ruina. Y ha surgido la imagen de los niños sin hogar,
de los jóvenes desplazados de sus rincones familiares, de los adolescentes vagabundos,
caminantes sin ruta, de todos los amargos caminos del mundo. A pesar de todo, la
humanidad vive, siente y llora por la tragedia de estos niños, de estos jóvenes víctimas del
torbellino implacable de la guerra y lucha por su liberación, adaptándolos a un tipo de vida
que permita liberarlos de la ignorancia y de sus consecuencias inmediatas. Hay pues, una
preocupación salvadora que, junto a otros aspectos de la vida, proporcione a esos seres que
empiezan a vivir, una educación que les dé el valor de sí mismos y el dominio de sus
reacciones en su propio beneficio y en el de los demás.
No es necesario insistir mucho en el hecho de que esta preocupación de los adultos por
los niños y jóvenes, por su educación, por su formación humana y universal, supone que los

46
adultos han sufrido, por muy varias razones que no podemos examinar aquí, una verdadera
y profunda transformación. Ya no se trata (hablamos naturalmente en general) del adulto
frente al niño, del padre frente al hijo, del mayor frente al pequeño. Se trata del adulto
intentando comprender al niño; tratando de acercarse al joven; intentando ayudarle y
colaborar en su bienestar. No todos los adultos, no todos los padres, desgraciadamente,
están en esta actitud, pero el hecho existe y para nosotros los maestros es muy grato poderlo
registrar.
Consecuencia de esta posición del adulto, con respecto al menor, se perfilan en el
panorama de las relaciones entre padres e hijos algunos hechos que son de gran valor y que
están incorporando a la labor docente una valiosísima actividad de los padres, que es la
mejor ayuda que los maestros pueden encontrar.
No negamos que hay padres, y los habrá durante mucho tiempo todavía, que creen
cumplir con su deber, enviando a sus hijos a la escuela, cualquiera que sea el grado o la
especialidad de ella, Se sienten liberados además, cuando lo hacen, como aquel que tiene la
seguridad de que hace una cosa, sin obligación de hacer más. Pero junto a eso, que es
solamente una parte, una pequeñísima parte de lo que los padres deben hacer en materia
educativa, hay padres que han abierto los ojos ante uno de los muchos deberes de la
paternidad, y quieren y aun piden que su colaboración sea aceptada. Incluimos a
continuación algunos de los problemas que los padres, en estas incursiones en el campo de
la educación, plantean a los maestros con más frecuencia:
¿Por qué la Escuela y la familia están en desacuerdo tan reiteradamente en problemas
primordiales de la educación de niños y jóvenes?
¿Qué debo hacer con mi hijo o hija, que no aceptan la autoridad familiar y rompen con
la unidad que debe haber en el hogar?
¿Por qué los hijos se rebelan con bastante frecuencia contra la escuela?
¿Por qué los hijos se rebelan contra los padres?
¿Qué debemos hacer en casos de oposición y lucha entre los hermanos?
¿Por qué los hijos no están a gusto en la casa?
¿Por qué les cuesta trabajo estudiar y llevar sus tareas al corriente?
Basta una breve revisión de estas preguntas, que son tomadas de la vida real, para que
aun los más profanos adviertan, entre otras cosas, las siguientes: el enorme deseo de los
padres de participar en la educación de los hijos; su deseo ferviente de penetrar en lo más
profundo de la conciencia de aquellos y su aspiración, por último, de que las relaciones entre
unos y otros sean claras y normales.
Citamos estas preguntas solamente a título de información (en otro lugar de este
volumen trataremos en especial de algunas de ellas), y para utilizar argumentos en pro de la
tesis que estamos defendiendo: y que es la de que con más intensidad cada día y con más
amplitud, los problemas educativos atraen a un mayor número de gentes, para su estudio y

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aprovechamiento en beneficio de la humanidad. Padres, maestros, políticos, sociólogos,
economistas y gentes diversas, de condición muy variada, forman hoy en las filas, ya muy
compactas, de los que tenemos la convicción de que la educación no será, en efecto, la
palanca que moverá al mundo hasta su organización definitiva sobre bases justas y humanas,
pero sí puede ser el instrumento que ha de preparar las conciencias de los hombres,
liberando el pensamiento y la voluntad de prejuicios y errores; descubriendo y consolidando
la personalidad soberana que hará posible aquella transformación.
Para terminar estas ideas, añadiremos que es preciso y necesario que se aproveche,
canalizándola y encauzándola, esta general preocupación que nuestro tiempo ha traído al
campo de la educación. Es necesario que aquellos que puedan hacerlo, por su mejor
preparación, como los maestros; por poseer elementos de atracción y de captación de
voluntades, como los directores de la vida pública o por otras razones, se llegue a un
máximo aprovechamiento de esas inquietudes que parten de un campo no especializado en
temas educativos, y que pueden y deben servir a la causa de la educación que tantos
beneficios proporciona a todos los hombres y mujeres del mundo.
Por esa razón este volumen quiere ser un modesto intento de llegar a las personas
interesadas en la gran cuestión educativa, principalmente a aquellas que, como los padres,
rara vez están en posesión de las ideas necesarias para encararse con la dirección de sus
hijos, sin perjudicarles en su desarrollo y sin romper la unidad y la armonía que en beneficio
de aquellos debe existir entre la escuela y la familia.

1 Gal, Roger: Histoire de l’Education, Presses Universitaires, Colección: «Que sais je?».
2 Dewey, John: Experiencia y educación, Buenos Aires, Editorial Losada (tercera edición).

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CAPÍTULO II

Qué es la educación

Todas las ideas que desarrollamos en las siguientes páginas; todas las cuestiones que
abordemos en relación con la educación de niños, adolescentes y jóvenes; todas las
conclusiones a que podemos llegar, tienen que encontrar su base, su fundamento y su raíz
en el concepto que tengamos de lo que es la educación. No es tarea fácil, ya que no solo en
la definición, sino principalmente en su concepto, hay grandes divergencias, profundos
abismos que hacen muy complicada y ardua la tarea de enunciar una idea concreta e
indiscutible de la educación.
Sin embargo, lo vamos a intentar, haciendo la afirmación de que lo que aquí se consigne
será un criterio más o menos original, pero siempre un criterio sincero y sostenido sobre
bases que responden a una posición personal.
Lo primero que salta a la vista cuando desplegamos el haz de nuestra reflexión sobre el
término y el concepto educación es que hay un gran número de gentes que usan aquella
palabra en un sentido equivocado y confuso, aplicándola a hechos y procesos que no se
refieren concretamente al hecho o al proceso general de la educación. Se habla, en efecto,
por muchas personas, de educación, de cultura, de instrucción, de normas o buenas maneras de
actuar en la comunidad social, confundiendo términos y actividades que, si bien es cierto
que tienen un determinado número de caracteres comunes, difieren en lo singular y
específico, de manera profunda. No es lo mismo referirse a una persona aplicándole el
calificativo de culta, que afirmar que es una persona educada; ni la condición de instruida
expresa lo mismo que cuando queremos calificar a una persona de correcta, culta o educada.
Es claro que estamos haciendo referencia a esos conceptos dentro de un terreno
exclusivamente científico y no vulgar. Porque en el uso corriente y popular de esos tres
términos: educación, cultura e instrucción, las gentes los usan indistintamente y sin valorar
su estricta significación. Pero aquí se trata de que sepamos a qué atenernos respecto de lo
que entendemos por educación, cuando hablamos científicamente del hecho y del proceso
educativo.
En primer lugar, es una afirmación indiscutible que la educación es una función
realizada por la humanidad, voluntaria o involuntariamente (hoy decimos formal y
sistemáticamente o informal y espontáneamente), que es inherente a ella, es decir, que van

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de tal manera unidas que no se conciben la una sin la otra: educación para la humanidad y
humanidad para la educación.
Alguien ha dicho, muy acertadamente en nuestra época, lo siguiente: «Por esto
consideramos a la educación una función vital necesaria que se ejerce en todas partes y en
todos los tiempos en que los hombres conviven de un modo duradero».
Esta forma de la educación, que teóricos de nuestro estudio llaman inconsciente y que la
terminología moderna califica de espontánea o informal, es en efecto una función universal,
realizada no solo por los individuos que constituyen una comunidad, desde la familia hasta
las más amplias agrupaciones humanas, sino por todos aquellos elementos que constituyen
el medio ambiente, en el cual se desenvuelve la vida comunal. Podríamos, pues, para adoptar
una forma sistemática de exposición, afirmar, como primer eslabón de esta cadena de ideas
que definan lo que es la educación, que esta es una función de carácter humano, realizada bajo la
influencia indiscutible de todo lo que constituye el medio ambiente y que gravita sobre el individuo desde antes
de su nacimiento, hasta el fin de la vida, sin que sea posible liberarse de esa influencia que pesa sobre
hombres y grupos de manera permanente.
Esta forma de educación espontánea convierte al hombre y a sus obras en educador, lo
mismo que al ambiente. Ya al comenzar estas páginas nos referimos al hecho de que poco a
poco las gentes van dándose cuenta de que es difícil no sentirse educador, consciente o
inconscientemente, de las personas con las cuales convivimos: familiares, amigos,
compañeros de trabajo.
Esta afirmación de que el ambiente es un factor determinante en la formación humana
ha abierto ya nuevas perspectivas al proceso de la acción educativa. Perspectivas positivas y
negativas también, puesto que el medio ambiente que actúa sobre niños, adolescentes y
jóvenes, sobre los hombres en general, no es siempre el factor que pueda desarrollar en ellos
lo mejor de su personalidad ni estimular y consolidar hábitos y actitudes de conducta que
mejoren su condición humana. El estudio de la acción del medio ambiente como agente
decisivo de la dirección del desarrollo de los hombres puede ser indudablemente una alerta
para padres y maestros, pero también, y en gran medida, para los dirigentes de la educación
pública y en general para los dirigentes de la vida nacional.
En efecto, nuestra época concede al «ambiente» una importancia de primer orden como
elemento formador de la personalidad y por esa razón, dentro de la rama de las ciencias que
desde uno u otro punto de vista estudian la educación, se estudian las características del
medio y sus variaciones en relación con el individuo, y a este como inmerso en ese medio
del cual él mismo forma parte. En su significación más elemental, el ambiente es la realidad
inmediata que rodea al hombre, que le envuelve y que es la base de su existencia. El aire que
respira, las formas de alimentación, la vivienda, el campo, la ciudad y toda especie de
factores físicos entre los que el hombre ha de desenvolverse, crecer y reproducirse,
comunicándole una condición, un carácter vital. No es ese, sin embargo, todo el ambiente

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que influye sobre el individuo, ya que este no vive solitario en su medio físico, por que el
hombre no es solo ni exclusivamente un ser biológico. Por el contrario, el hombre se
caracteriza por sus tendencias de carácter social. «El hombre individual —ha dicho Pablo
Natorp— es una abstracción, como lo es el átomo en la Física». El individuo, es pues, un
ser esencialmente social, con tendencias gregarias y sociales que le empujaron, desde su
aparición en el mundo, a convivir con sus semejantes, formando sociedades en las cuales los
hombres viven en mutua y variada dependencia. El ambiente, pues, se extiende y se
complica, ampliándose en primer lugar a la familia, que es el medio más directo y
permanente en que se desenvuelve la vida humana y después a la sociedad que rodea al
hombre y de la que forma parte, y a través de las instituciones públicas de toda clase; de los
inventos; de los instrumentos de la cultura; de las ideas; de la prensa; del cine, radio,
televisión, etc., creando en el individuo formas peculiares de reacción, dejando en sus
actividades psicobiológicas un sello indeleble.
Por último, el ambiente lo constituye también la época histórica, «la circunstancia
histórica», que dijo un gran filósofo español, a que el hombre pertenece y en la que este —el
hombre— construye su repertorio vital con el que ha de desarrollar el drama de su vida.
Concretando, podríamos decir que el ambiente, el medio, es el primer contacto que el
hombre tiene con el mundo y que le acompaña inexorablemente durante toda su vida. De
ahí su influencia decisiva en la educación, no solo como formador sino al mismo tiempo, y
muy principalmente, como agente que condiciona y limita en gran manera las posibilidades
formadoras de la educación escolar o educación formal y sistemática.
En ese gran escenario en el que se desenvuelve la vida del hombre tiene lugar también
esa acción humana que es la educación y que se inicia para el individuo, no en la escuela,
sino en la naturaleza, en los campos, en las ciudades, en las llanuras y en las montañas, entre
las nieves de las altas cumbres o en el abrasador sol de los trópicos. En la atracción
avasalladora de la cultura o en los páramos desolados de la ignorancia y la miseria, pero
siempre entre los hombres, como un lazo intangible pero poderoso y fuerte que proclama la
unidad de la vida y la unidad de la especie.
El medio natural, geográfico o cósmico; el medio ambiente familiar; el medio histórico;
el medio económico en general y el medio social en sus dos aspectos fundamentales: rural y
urbano, son las principales facetas de ese ambiente, que graba en los hombres su impacto de
tan profunda manera que a veces ni la escuela ni ninguna otra institución sistemática pueden
vencer.
Algunos aspectos principales nos interesa destacar ahora, en este problema general de la
educación espontánea o indiferenciada, para su mayor claridad y más completa estimación.
Es el primero que este tipo de educación es propio y peculiar de toda la especie humana:
ni un solo hombre ocupe el lugar que ocupe en el vasto marco de la tierra habitada,
cualesquiera que sean sus modos de vida y las relaciones que guarde con los demás

51
hombres, deja de recibir, como ya hemos afirmado reiteradamente, la acción y la influencia
del medio externo.
De ahí la significación y el valor de esta forma de educación. Cuando el niño o el joven
acuden a la escuela por primera vez, llevan ya un bagaje de ideas; de modos y formas de
obrar y reaccionar, una actitud, en suma, que la escuela recibe y utiliza o recibe y rechaza, en
una lucha que casi siempre dificulta y limita la obra educativa formal. ¡Cuántas veces la
escuela y, en general, las instituciones educativas, ven limitada su acción por un medio hostil
que actúa sobre los escolares con una fuerza y una decisión inapelables! Por eso queremos
repetir una y mil veces: la educación espontánea tiene un valor mucho más grande y decisivo
de lo que padres y maestros creen y por eso también son urgentes dos cosas: que las
instituciones de educación sistemática se inspiren, mejoren y utilicen, superándolos los
instrumentos del propio ambiente en que se mueven los escolares y que el estudio científico,
reflexivo, racional de las condiciones del medio donde la obra escolar sistematizada se
desenvuelve, preceda, en cualquier caso, a la organización de la escuela; a la redacción de
programas y horarios; a la adopción de un sistema disciplinario; al establecimiento y
regulación de las relaciones entre padres y maestros; entre estos y las autoridades educativas
y, en fin, al criterio que debe ser adoptado en cuanto a las direcciones y finalidades,
generales de la obra educativa.
Otro de los aspectos importantes que nos interesa destacar en este problema concreto
de la educación espontánea es el siguiente: ¿cuál es la razón de esta influencia tan firme, tan
duradera, tan permanente del medio ambiente sobre el hombre? En realidad no puede
esgrimirse una sola razón sino muchas, de las que vamos a destacar algunas de las que
consideramos más decisivas.
La acción del medio; es la acción espontánea, liberada de toda imposición que suponga
una limitación a la tendencia natural del hombre a manifestarse tal y como es. El hombre
recibe esa acción sin solicitarla, sin desearla, y reacciona ante ella de manera espontánea
también. Esto podrá ser bueno o malo para el hombre, pero así es. Y ahí están sus
consecuencias para comprobarlo: el individuo reacciona espontáneamente de una manera
adecuada en relación con el medio que le proporciona los estímulos para actuar. Esta
espontaneidad o naturalidad de la acción del ambiente sobre el hombre es una de las
razones de su fuerza.
Otra razón podríamos encontrarla en la duración de esa acción: toda la vida humana, toda la
vida de la especie, el hombre se halla bajo el influjo de un medio determinado. No hay
ninguna institución educativa, ningún sistema de acción sobre el desarrollo psicobiológico
del hombre que se prolongue desde antes de nacer hasta la muerte. Solo el ambiente nos
envuelve y no nos abandona mientras el aliento vital nos acompaña.
En la multiplicidad de los excitantes que solicitan nuestra atención y reclaman todo nuestro
interés, podemos hallar una nueva razón de la fuerza directora del ambiente. En efecto: ¿qué

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atracción pueden ofrecer la Escuela, la Universidad, las instituciones profesionales, a los
jóvenes escolares, que sea superior en fantasía, en interés científico, social, filosófico o
técnico, que las realidades que les ofrece el mundo de hoy? Los descubrimientos atómicos;
los progresos de la aviación; las audacias del arte; las tragedias de una humanidad dolorida y
atemorizada por las perspectivas dolorosas de la guerra. Todo lo que la vida tiene de
fluyente, de vario, de atractivo, rodea al hombre de hoy, sumergido en un ambiente de
poderosas incitaciones. El placer y el dolor; la austeridad y el vicio; el egoísmo y la
generosidad; lo nuevo y lo caduco, están ahí, junto a nosotros, promoviendo el maravilloso
mecanismo de nuestras inquietudes. Y si esto se encierra en el mundo de los hombres y de
sus creaciones, ¿qué decir del mundo de la naturaleza? En ella ha encontrado siempre el
hombre motivos poderosos de atracción y de inspiración, así como un magnífico semillero
para el desarrollo de sus más nobles actividades. El paisaje, la contemplación de los
panoramas inigualables; la observación de los astros; el descubrimiento de tierras y de mares,
han dado siempre a la humanidad motivos de elevación y de ejemplo para adoptar normas
de vida.
Espontaneidad, duración, multiplicidad de las excitantes, pueden considerarse entre otros
muchos, los elementos fundamentales de la influencia decisiva del medio ambiente,
considerado en su aspecto más general. Porque además, dentro de cada una de las facetas
que hemos especificado, del medio ambiente, cada una de ellas ofrece características
peculiares que no pueden ser estudiadas aquí por los imperativos del espacio de que
disponemos.
Un nuevo aspecto que brevemente vamos a destacar, en relación con la acción educativa
espontánea del medio, se refiere a la clase y formas de influencias que aquel ejerce sobre los
hombres, En primer lugar, vamos a hacer dos afirmaciones previas. El niño, el adolescente y
el joven son más tributarios del medio que el adulto, es decir, este puede luchar y a veces
liberarse de la acción del ambiente mediante una acción inteligente y reflexiva (el defenderse
contra el medio es o debe ser uno de los objetivos de la educación sistemática). El niño lo es
aún más que el adolescente y este más que el joven. En términos generales, a medida que el
individuo va dominando los resortes de su conducta y siendo más dueño de sí mismo,
puede —lo cual no quiere decir que lo alcance— luchar contra el medio si este le es hostil o
ingrato, para vencerle y dominarle.
La segunda afirmación es la siguiente: el hombre puede condicionar la acción del medio
ambiente mediante su actividad creadora: la técnica, la transformación de las
comunicaciones entre las diferentes regiones de la tierra; el intercambio de carácter
económico; la comunicación entre los diferentes pueblos; las relaciones de solidaridad y
convivencia, etc., pueden variar, mejorándola, esa acción de que nos venimos ocupando.
Ahora bien, en términos generales y como una somera enumeración de cuáles son las
principales influencias del medio y sobre qué aspectos de la vida del individuo se ejercen con

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más intensidad, citaremos los siguientes: sobre los caracteres psicobiológicos; sobre la
patología; sobre la estructura general; sobre el carácter; sobre las profesiones; sobre la
cultura; sobre la conducta; sobre la vida afectiva en general; sobre el desgaste de energías y
sobre la fatiga.
Llegamos ahora al momento en que algunos de nuestros lectores se habrán hecho
algunas preguntas semejantes a las siguientes: ¿qué valor tiene esta influencia del medio
ambiente sobre la formación humana? ¿Sirve o no sirve esa acción para la mejor preparación
del individuo? Contestar a estas preguntas equivale a manifestarse en pro o en contra de la
educación espontánea o informal y, por tanto, a decidir sobre su valor, su significación y su
validez en todo proceso de formación humana.
En primer lugar, por nuestra propia cuenta, asentamos la afirmación rotunda de que la
educación espontánea es una parte de la educación en general, sin la cual la formación y
desarrollo del individuo carecerían de elementos, sin los cuales su dirección sistemática sería
dura, penosa e incompleta. Nada hay que pueda sustituir a lo que el hombre adquiere
espontáneamente en su contacto con el mundo, con la vida, con la naturaleza, con los
hombres. La ciencia de la educación sostiene categóricamente que la educación no es
solamente «la acción intencionada y consciente que se realiza por los adultos sobre los
jóvenes con el propósito de formarlos», como afirma Jonas Cohn en su Pedagogía fundamental,
sino que abarca un horizonte más amplio en el cual la educación es «un acto inseparable de
la existencia humana, como el conocimiento, como el arte, como la religión. La educación es
un carácter de la existencia…». Del mismo modo que en todos los actos originarios de la
vida no hay propósito ni intención consciente, así también la educación no es ningún acto
planeado», según afirma J. Roura Perella en su obra Educación y Ciencia. No es, pues, la
educación espontánea realizada inintencionalmente por el medio, un hecho o una serie de
hechos de los cuales podamos prescindir al estudiar o al indagar las raíces del fenómeno
humano y social de la educación.
Ahora trataremos de responder a las preguntas planteadas. Tres son a nuestro juicio los
puntos de apoyo que valorizan la educación informal.
A través de ella, el individuo, o mejor, los individuos sumergidos en el medio ambiente,
adquieren una estructura general de carácter vital, es decir, en relación con la unidad de la vida que
va a caracterizar esta a todo lo largo de su curso. Decimos una estructura general de carácter
vital para emplear una frase que responda con la mayor exactitud a lo que queremos decir: el
hombre, en su contacto con el medio ambiente, adquiere caracteres de muy distinta índole
en relación con su vida. Sus primeros contactos con la naturaleza; sus iniciales e incipientes
interpretaciones de las cosas y de los hechos; sus relaciones inseguras en la infancia que
comparten su vida y su medio; las crisis de la adolescencia y de la juventud y otros
fenómenos van creando a modo de dibujos imprecisos, primero, más diáfanos después,
todo género de representaciones que van, en su momento, a cuajar definitivamente, dando

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un sello al curso de su vida, apareciendo esta como un proceso en el cual la personalidad va
unida indisolublemente a lo que el ambiente que nos envuelve, apenas somos concebidos,
nos va suministrando día tras día.
Cuando Alfredo Adler, en su obra El sentido de la vida, señala en el capítulo «Sobre la vida
y la conciencia» los tres problemas que se plantean a todo ser humano: la actitud frente al
prójimo, la profesión y el amor, dice estas palabras: «Son consecuencia (esos tres problemas)
de la correlación del individuo con la sociedad humana, con los factores cósmicos y con el
sexo opuesto». Es decir, Adler, tan buen conocedor de la estructura de la vida, del hombre,
de la conciencia y de los problemas que cada uno de esos temas lleva aparejados, reconoce
la influencia de los hombres entre sí en la vida social; la influencia tan desdeñada por tantas
gentes, de lo cósmico y, por último, la influencia sexual, cuyo sentido se aclara, hoy a la luz
de la ciencia.
Es realmente un tesoro de muchos quilates el que nos proporciona el medio ambiente:
¿cómo no aceptarlo así y reconocerlo, y sobre todo utilizarlo en bien de la educación del
hombre?
En segundo lugar, la educación espontánea proporciona al individuo lo que muchas
veces, por causas muy complejas y variadas, no proporcionan las instituciones educativas en
general: un aprendizaje para vivir; un aprendizaje para resolver situaciones, cuya solución solo
encuentran los que poseen los medios y los motivos para ajustarse a situaciones
determinadas. Gracias a este aprendizaje que proporciona al niño, al joven, al hombre,
experiencias, habilidades, destrezas, ideas, reacciones, etc., viven y vivirán miles y miles de
gentes que en el amplio perímetro del mundo no han pisado jamás un salón de clase. ¿Quién
enseñó al papelerito niño a sortear los peligros de una circulación ciudadana que amaga la
vida de millares de gentes y que diariamente abate la vida de niños y de jóvenes que quizá,
por ironía de la suerte participaron en semanas educativas de tránsito? ¿Quién enseñó al
vendedor infantil la contabilidad que exigen sus transacciones mercantiles? ¿Quién ha
enseñado al hombre o a la mujer analfabetos, incultos, sin las primarias y elementales
nociones que la más rudimentaria instrucción proporciona, a resolver el problema
angustioso, duro y a veces cruel, de la vida diaria? Es indudable que si solamente las gentes
que han adquirido las nociones indispensables de la instrucción y que han pasado por un
proceso de dirección a través de la escuela, pudieran vivir y resolver los problemas
inmediatos del transcurrir diario, el mundo se desplomaría, porque desgraciadamente aún
hay, orientados hacia Ios cuatro puntos cardinales del mundo, millares de niños y de
jóvenes, de adultos y de viejos, que no disfrutaron del privilegio de asistir a una escuela.
La vida y la tierra; el sol y los hombres; los inventos y la prensa; el dolor y la angustia; el
saber y la ignorancia, fueron maestros del hombre antes, mucho antes de que este se diera
cuenta de que había que guiar a la humanidad en una dirección determinada.
Por último, la educación que el mundo, las cosas y los hombres, nos proporcionan, sin

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premeditación, espontáneamente, tiene sobre la educación sistemática una enorme ventaja:
la de su espontaneidad, precisamente, frente al principio de coacción que rige siempre las formas superiores de
la educación.
Y conste que cuando decimos coacción no queremos decir que se apliquen criterios
dogmáticos, imposicionistas, dictatoriales, sino simplemente que toda acción educativa
sistemática supone siempre (creemos que equivocadamente) una serie de prejuicios respecto
al alumno y al maestro a los programas y a los libros, a las tareas, etc., que dan por resultado
una acción coactiva o coercitiva con respecto a la autonomía del escolar. Hace unos cuantos
años, el filósofo Ortega y Gasset decía en el tomo 3.º de El Espectador, en su página 102, lo
siguiente: «La educación tiende siempre a actuar contra la niñez del pequeño, a reducir
cuanto puede su puerilidad, introduciendo en él la mayor cantidad posible de hombre». Eso
es también una coacción: la de suponer que los niños viven sumergidos en el mismo mundo
que el adulto.
Pues bien, frente a eso, cada individuo, niño o joven, hombre o mujer, encuentran en el
medio los estímulos para su desarrollo tan solo viviendo la vida espontánea que exige su
personal estructura. Libre de ligaduras, a salvo de mandatos improcedentes, aligerado de la
carga mortal de una obediencia sin razonamiento, el individuo pide y recibe de la vida, del
mundo, de los hombres, de las cosas, lo que ansía y lo que necesita. En este mecanismo,
deseo y necesidad no son nunca antagónicos. Por eso la acción del medio sobre el hombre,
la educación que nace sin buscarla en los albores de la comunidad humana, esa necesidad
vital de sumergirse en el mundo, de convivir con los demás, de bastarse a sí mismo, de crear
y de recibir; esa acción que camina con la humanidad y acabará con ella, es el medio más
seguro y más firme de la continuidad de la especie; de la continuidad de la cultura; de la
supervivencia de la sociedad, como también de la creación y transmisión de lo que los
hombres en su permanente convivencia vienen creando desde que existen. He aquí por qué,
para esgrimir un argumento más, cuando se trata de entender una vida, y más aún, cuando
se aspira a dirigirla, hay «que hacer antes el inventario de los objetos que integran su medio
propio, como yo prefiero decir, su “paisaje”»1.
Deliberadamente hemos dejado para tratarlo en último lugar el problema relativo al
papel que desempeña la acción del medio ambiente sobre los individuos, en relación con el
mecanismo de la sociedad. Nos hemos referido a su influencia sobre la estructura general
del hombre; a su acción sobre el aprendizaje general; a su influjo a través de la
espontaneidad de sus excitantes, y queremos ahora decir unas cuantas palabras respecto de
cómo el medio actúa para convertir a los hombres en elementos activos de las
transformaciones sociales. Es evidente, y creemos que esto no ofrece duda para nadie, que
la educación organizada, la que se desarrolla de acuerdo con criterios pedagógicos y
filosóficos previamente acordados no es nunca por sí misma, como acción prefijada, un
instrumento de transformación social. Es mucho menos que eso: es un poder en manos del

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Estado que acuerda cuáles deben ser sus líneas generales y sus directrices para mantener el
statuo quo de aquel. Si el Estado es un Estado democrático, es decir, que de acuerdo con los
principios más severos de la ciencia política, expresa el sentir de la mayoría de los
ciudadanos y recoge las exigencias, aspiraciones y anhelos del pueblo, el Estado desarrollará
un sistema educativo de acuerdo con lo que la gran masa ciudadana necesita y exige. Pero
aun en este caso, la educación sistemática organizada por el Estado se propone transmitir las
formas habituales de organización social, política, cultural, técnica, etc., ya creadas para
lograr su mantenimiento. En este estricto sentido ninguna educación sistemática es nunca
funcional: no impulsa, sino que conserva; no trata de despertar la chispa que crea, sino la
adaptación que achica y envejece, cerrando el camino de las mejores iniciativas.
Por el contrario, la acción espontánea del medio social sobre los individuos abre a las
aspiraciones de estos un campo vasto y ancho de sugestiones y de acción que va modelando
en la voluntad creadora del hombre el deseo y la necesidad de aspirar a formas más elevadas
y más justas de organización social. Un educador contemporáneo ha dicho en relación con
este problema: «En las ordenaciones vitales cerradas como el estado espartano o el primitivo
romano no hay ningún derecho a la singularidad individual. Los hombres son más bien
conformados, según un tipo enteramente uniforme y homogéneo por una rigurosa educación
normativa en los aspectos de su proceder religioso, de su conciencia, de su espíritu y su
conducta vital».
En la sociedad, en contacto con los hombres, avizorando sin trabas y sin limitaciones el
flujo y reflujo de los movimientos sociales, los individuos ganan, en una proporción muy
elevada, conciencia de su papel en el todo social y libertad para lograr sus aspiraciones. Es
así como gracias a este mecanismo las sociedades no se anquilosan, como ocurriría si
solamente la acción conservadora y adaptadora de las instituciones educativas, ejerciera su
acción sobre las generaciones en estado de evolución, porque estas, y en general los grupos
todos que integran el conglomerado social, sufren el empuje, la atracción de los grandes
hechos que conmueven al mundo y que en un momento dado de su transcurrir, lo
transformarán.
Es difícil que la Escuela, en cualquiera de sus grados: la Universidad, la Escuela
profesional, etc., dé a niños y jóvenes una visión que responda a la realidad del azaroso
mundo de hoy. Es difícil por muchas razones, y entre ellas, y sobresaliendo de ellas está la
de que esa información que haría de las escuelas y de las instituciones educativas en general
un mundo, exige no solo preparación adecuada sobre la que hoy reciben los maestros, sino
un material que nunca podría suplir a la realidad. Sin embargo, y a pesar de esas limitaciones,
de la educación sistematizada, los jóvenes y los niños, los adolescentes y los adultos, viven
las características de nuestro mundo. No nos referimos solamente a aquellos que sufren sus
consecuencias, sino a los que alejados por circunstancias especiales, del terror y de la
angustia del momento, parecen más liberados del palpitar acelerado del momento en el que

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nos ha tocado vivir. Todos, sin excepción, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, somos
espectadores, es cierto, pero sobre todo y a veces contra nuestra voluntad, sin poder
impedirlo, actores, protagonistas, impulsores, de la marcha acelerada del mundo hacia metas
para cuya conquista los hombres reciben el impulso y la audacia de los excitantes que el
medio social le proporciona. Todo ello a pesar del carácter de adaptación y de preparación
para la vida del presente, que tiene en general la educación sistemática.
Hemos tratado de exponer muy brevemente un panorama de la educación en su forma
espontánea, considerándola como una función humana, inherente a la humanidad. Nos es
obligado ahora destacar algunas consecuencias que hagan de la educación asistemática un
elemento tan valioso como lo es en realidad, pero aprovechando hasta lo último sus grandes
posibilidades. Nos interesa destacar que hay que aprovechar y utilizar en toda educación
dirigida, no solo los elementos y factores del medio, sino sus extraordinarias enseñanzas.
Queremos decir con esto que, siendo el medio en su amplitud ilimitada, el único y poderoso
agente de la educación, hay que cuidar del medio en que viven nuestros jóvenes porque es
ahí donde van a modelarse en todos los aspectos de su estructura vital. ¿Cómo?, se
preguntarán sin duda, algunos de los que hayan tenido la curiosidad de leernos. Es grave y
difícil la contestación. Pero los padres deben saber que el medio familiar deja para siempre
en el hijo sus huellas buenas o malas. La escuela, cualquiera que sea su rango, no debe
olvidar que hay que crear en ella y en torno a ella un ambiente educador. Y por último, los
dirigentes de la vida pública han de recordar que el abandono, el olvido, la indiferencia, el
reformatorio, el asilo, el hogar sustituto, que no es hogar ni sustituye a nadie las más de las
veces; los antros policíacos y todo aquello que deforma y deprime, que modela y deja huellas
profundas, ha de ser celosamente salvaguardado si se quiere que las generaciones jóvenes,
que los adultos que necesitan apoyo y protección, no se pierdan para el bien de la Patria y
para la causa universal y humana del bienestar y el progreso de todos los hombres. Una
educación que se preocupe por conocer el «paisaje» en el que nacen, viven y se desarrollan
los escolares será una educación en marcha hacia la fecunda y laboriosa tarea de la
formación humana.
La educación cobra su sentido más profundo de acción humana (que es el primer
calificativo y la primera característica que hemos señalado a la educación), cuando se
convierte en acción consciente y dirigida. No se crea que por habernos extendido un poco
más de lo preciso en caracterizar la educación espontánea, no creemos en la eficacia de la
educación sistemática. Sería esa una posición anticientífica y hasta pueril, sobre todo en
estos momentos en que nos sobrecoge y nos angustia el enorme problema que supone para
el mundo la existencia de millones de niños y jóvenes sin escuela. Ni se crea tampoco que
uno y otro tipo de educación, la espontánea y la sistemática, son opuestos y antagónicos.
Uno y otro se completan y lo que precisamente defendemos aquí es que se aprovechen, en
beneficio del educando, los elementos básicos que nos proporciona el medio ambiente para

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que este no sea olvidado, despreciado y mal interpretado en las formas superiores de la
educación.
En un momento determinado de la evolución de la humanidad, cuando el hombre ha
creado formas superiores de cultura y de vida, la «necesidad vital» que es la educación tiende
por voluntad expresa del hombre a convertirse en una acción dirigida, consciente, con
propósitos deliberados y fines previamente fijados.
Surgen entonces los instrumentos fundamentales de esta acción educativa consciente y
que a nuestro juicio son tres: la escuela, desde la institución inicial, hasta las instituciones
superiores; el maestro en todo el amplio sentido educativo que damos a la palabra y los
métodos y técnicas necesarios para desarrollar este proceso. Antes de seguir adelante en la
exposición de nuevas ideas, dejamos sentada aquí esta afirmación: la educación escolar, con
sus elementos y sus medios, es una parte —«un pequeño capítulo», que dice un filósofo de
la educación contemporánea— de la educación universal, de la función básica de desarrollo
y formación que realizan la vida, el mundo, las cosas y los hombres, en el amplio marco del
medio ambiente en que aquellos viven y del cual el medio escolares solo un aspecto.
No podemos —sería completamente ajeno a los fines de este volumen— ocuparnos en
toda su extensión de los caracteres, direcciones, técnicas, métodos, elementos, etc., de la
educación escolar. Ese estudio forma parte de otra disciplina nueva, la Organización escolar,
que está muy distante en aspiraciones de lo que nos proponemos hacer en estas páginas.
Pero sin llegar a ese estudio detallado y conciso, queremos exponer algunas ideas sobre
el particular.
La escuela, en cualquiera de sus grados y formas, es una parte integrante del medio
social general, en cada época y en cada pueblo. El sistema educativo responde a un
repertorio de ideas, de formas de conducta, de métodos de trabajo, que tienen su inspiración
en las relaciones entre los hombres y en las formas específicas de producción y de actividad.
La escuela, ya lo hemos dicho, no es ni ha sido nunca una causa de transformación radical y
profunda del régimen social, sino al contrario: es el resultado de las transformaciones que la
sociedad sufre. Cada régimen y cada pueblo crean su sistema educativo que, aunque
obedezca en sus lineamientos generales a principios universales y humanos, responde
principalmente a características peculiares de la vida y las necesidades de cada pueblo, desde
los puntos de vista cultural, económico, social, político, etc. Así lo prueban la Historia de la
escuela y de la educación y la organización escolar actual de los diferentes pueblos.
La acción educativa sistematizada, dirigida, obedece en todos los países a principios
deliberadamente elaborados que se apoyan principalmente sobre la filosofía que sustenta el
Estado en su fundamentación básica y en las exigencias nacionales. Estos principios pasan a
la colectividad social a través de la escuela, de los programas escolares, de los libros de texto
y principalmente a través de la formación profesional del cuerpo de maestros que sirven así
las necesidades de la población escolar y de la comunidad social.

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La escuela, ya en sus formas primarias o superiores, tiene que realizar por encima de
todo una función elevadísima: descubrir, dirigir, desarrollar y consolidar la personalidad de
los alumnos mediante la organización y la utilización de actividades que favorezcan sus
intereses, sus tendencias, sus iniciativas, que canalicen y sublimen su vitalidad espontánea.
Nada de simples procesos de adaptación a lo ya logrado por las generaciones maduras y
aún decadentes: Que el escolar, cualquiera que sean su edad y sus estudios, encuentre en la
escuela el ambiente, no donde se recorte «toda la fronda del deseo», sino donde halle ancho
campo a sus aspiraciones y a sus capacidades para conocer y para crear.
Esta función que señalamos a la escuela y a la educación sistemáticas, no quiere decir
que las instituciones de educación sean lugares de solaz y de recreo. Pasaron ya los tiempos
del artificialismo educativo, del perjudicial «instruir deleitando». Solo lo que se adquiere con
esfuerzo, perdura, y la escuela debe dar al escolar muchas cosas que perduren y que «calen»
muy hondo en toda su estructura y a lo largo de su vida. La escuela debe aspirar a descubrir
y a dirigir la personalidad, pero siendo el escolar el principal artífice de esta tarea. La escuela
debe proporcionar igualmente los instrumentos básicos de la cultura mínima que todo
hombre, por el hecho de serlo, debe poseer. Y esa adquisición cultural forma parte de la
estructuración personal del alumno. Además hay que tener en cuenta que por lo que se
refiere a la escuela primaria concretamente, que muchos de sus alumnos, la mayoría quizá,
cuando abandonen sus aulas no volverán a pisar un salón de clase.
Para realizar esta obra educativa plena, que es dirección, formación y adquisición de
cultura, la escuela tiene que luchar con más frecuencia de la deseable con un medio
perturbador y hostil: desde la familia a la sociedad en general. Pues bien, esa es otra misión
de las organizaciones educativas: apretar los lazos de unidad y de comprensión con la familia
y el ambiente social en general. Los resultados de esta comprensión, favorables a la tarea
educativa, recaerán sobre los propios escolares, que han de ser el eje y el centro de atracción
de todos los afanes de la escuela y de los maestros.
Para terminar, diremos que la acción que la escuela ejerce, a través de todos los
elementos que forman el ambiente escolar, imprime su impronta en la personalidad del
alumno, cooperando a que esta se descubra y desarrolle más ampliamente cada día, a través
de la convivencia de unos alumnos con otros dentro del aula escolar, del grado o de la clase
que sean.
***
Dijimos al empezar, para entendernos en los temas que sucesivamente vamos a plantear,
que la educación es una acción humana, realizada por el medio, por los hombres, por las cosas.
Dijimos después que esa acción, sin dejar de ser espontánea, inherente y básica de la
humanidad, se convierte en una acción dirigida para alcanzar metas determinadas. Ahora
vamos a añadir, o mejor a concretar estas ideas, diciendo que la educación es un proceso de
carácter humano y social. Que la educación es un proceso nadie puede discutirlo: se realiza

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ininterrumpidamente, por etapas, nunca se puede considerar terminada. Es realmente un
fenómeno dialéctico en cuyo seno se fraguan afirmaciones y contradicciones que la hacen
cambiar y transformarse de manera continua.
Que la educación es un proceso humano y social, hemos tratado de ponerlo en
evidencia en líneas anteriores: se hace por los hombres, para los hombres y no para uno ni
para un grupo, sino para todos y en el seno de la comunidad social, Podríamos concluir esta
idea diciendo que la educación se hace en la sociedad, por y para ella.
Parecería obligado que termináramos este capítulo ofreciendo a nuestros lectores una
definición de educación. Pero, ¿se puede definir la educación? ¿Encontraríamos una
definición que abarcara la enorme complejidad del fenómeno educativo? En general, una
definición no es más que una síntesis, un esquema de un concepto en cuyo interior se quiere
penetrar. Antes de definir se debe llegar al sentido más hondo de ese concepto y alcanzar la
definición como una consecuencia de ese profundizar en aquel, y no utilizar la definición
como un antecedente. Algo de eso hemos hecho nosotros aquí, pero aún vamos a tratar de
aclarar más el concepto que nos interesa: la educación. Y utilizamos ahora su significación
etimológica.
«La palabra “educar”, deriva del latín educare, compuesto de ex, afuera y ducere, llevar,
conducir»2.
Según la definición etimológica, de nuestra palabra, podríamos definir la educación de
esta manera: La educación es una conducción hacia el exterior, hacia fuera
¿Hay alguna paridad entre este significado etimológico y lo que venimos diciendo de la
educación? Creemos que sí, y no solo eso: sino que pensando en la educación como una
conducción, nos trae a la consideración científica de este hecho, temas y preguntas de una
gran trascendencia. Veamos, en efecto, estas cuestiones: una conducción es un hecho real,
una acción concreta: se conducen objetos, cosas, seres, etc. Y en nuestro caso surgen estas
preguntas:

• En la educación, ¿quién es el conducido?


• En la educación, ¿quién es el que conduce?
• En la educación, ¿para qué, hacia dónde, se realiza esa conducción?
• En la educación, ¿cómo conducimos, de qué modo, qué medios utilizamos?

Respondiendo a estas interrogaciones, podemos obtener las siguientes respuestas,

1. El conducido es el hombre o sujeto eterno de la educación.


2. Quien conduce es el medio ambiente, desde el medio físico, hasta el escolar, o sean
los agentes de la educación, que son los que realizan la acción educadora.
3. Se conduce hacia una meta: fines e ideales educativos.
4. Conducimos, por último, utilizando unos instrumentos, unos medios, unos vehículos,

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que no son otra cosa que los métodos, las formas, las técnicas adecuadas para realizar la
acción educativa.

He ahí, pues, derivados de su etimología, los elementos de todo proceso de educación:


sujeto, agentes, fines y métodos.
Esto nos permite perfilar aún más un concepto de educación con arreglo a su
etimología: La educación es una conducción hacia afuera del hombre, a través de unos agentes, para
alcanzar unos fines utilizando métodos apropiados. Esto es, en suma, lo que sabemos de la
educación a la luz de la etimología de la palabra y que, a nuestro juicio, no puede ser
olvidado ni en el concepto ni en la definición que puedan ser elaborados por la Ciencia de la
Educación.
¿Qué es lo que realmente necesita aclaración en esa definición etimológica? ¿Hacia
dónde hay que proyectar la luz de nuestra reflexión para aclarar el término y valorar su
significación? Estimamos que lo primario será referirnos, para aclararlo, al término conducción
y a su complemento hacia afuera.
¿Es realmente la educación una conducción? ¿Hay algo que en el hombre sujeto
indiscutible de la educación haya que conducir, dirigir hacia el exterior? Quizá lo que para
muchos no dejará de ser un simbolismo más o menos válido, sea a la luz del concepto más
moderno de educación, una gran verdad. En efecto, el nuevo concepto del niño y de la
infancia, en general; el nuevo concepto del hombre y de la vida; los descubrimientos hechos
en el estudio de las edades del hombre y, más aún, las investigaciones llevadas a cabo en el
campo de la Psicología del niño, del adolescente, del joven y el adulto, que han permitido
aclarar problemas no solo de la actividad de la conciencia, sino del subconsciente y del
inconsciente del hombre, nos autorizan hoy a sostener que la vida del individuo es una
fuerza potencial, cuyos recursos, cuyos elementos y valores están a veces tan ocultos a la
observación directa y son con frecuencia tan remisos a darse a conocer que solo una acción
inteligente, una dirección adecuada, pueden descubrirlos y hacer de ellos los elementos
activos, vigorosos, creadores de la personalidad.
Por eso la educación es una conducción; pero una conducción de lo que existe
originalmente en el hombre y que puede dormir un sueño letárgico que haga de la misma
vida un letargo. A base del conocimiento del escolar; a base del estudio y análisis de las
experiencias que en el terreno psicobiológico se han hecho, proporcionando a la Ciencia de
la Educación datos valiosísimos, el maestro y el ambiente, utilizando instrumentos técnicos
y pedagógicos adecuados, conducen el desarrollo natural hacia finalidades ya señaladas por
las características y necesidades humanas y por las exigencias de la vida, en cualquier
momento de ella.
Podríamos completar este concepto de conducción con el de dirección. La educación es
en último término una conducción dirigida. Conducción dirigida del desarrollo psico-biológico;
conducción dirigida para la creación, utilización y continuidad de la cultura; conducción

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dirigida para la renovación de la sociedad; conducción dirigida, en fin, para el
descubrimiento y formación de la personalidad, última y más elevada meta de todo proceso
educacional.
Pero, bien entendido, conducción y dirección, no coacción; conducción y dirección, no
imposición. Conocimiento del hombre en todas las etapas de su vida, dirigiéndole y
conduciéndole de acuerdo con lo que es; con lo que debe llegar a ser; con lo que necesita;
con lo que reclama y, por qué no decirlo, con lo que exige su doble y personal naturaleza.
Solo así el niño será niño todo el tiempo que deba serlo; el adolescente y el joven lo serán
plenamente y el hombre alcanzará su cabal hombría, que será la culminación de la vida
creadora. Un gran escritor moderno, Anatole France, cuenta en su autobiografía La vie en
fleur, un rasgo de rebeldía cuando él era niño. Un día en que la luz del sol, la tibieza del
ambiente y la alegría desbordante de su infantil corazón, le alejaron de la escuela para «hacer
novillos» y disfrutar de plena libertad, sale de la ciudad, corretea por el campo; se confunde
con los hombres que trabajan la tierra; entra en la fragua, ve trabajar al herrero; se confunde,
en fin, con los mil atractivos de la vida natural, y cuando escribe en las páginas de su diario,
muchos años después, nos dice: «La contemplación de estas escenas y de estos artesanos me
procuró entonces una suma de conocimientos mayor que los logrados en tres meses de
Colegio…» Y más adelante se refiere: «la odiosa disciplina que al ejercitarse sobre todos los
pensamientos y todos los conocimientos de los alumnos, desde la infancia hasta la juventud,
los hace incapaces para gozar de la libertad y vivir en el mundo».
Sería inútil hacer comentarios a esas líneas que encierran la más dura y amarga crítica a
todo un concepto y un sistema de educación, basado no en la conducción dirigida, de
acuerdo con el natural desarrollo, sino en la imposición que siega, en efecto, la fronda del
deseo y cercena el ansia salvadora de creación.
Dirigir hacia fuera la vida que se esconde o se tuerce, malográndose; volcar en el mundo
la riqueza maravillosa de las actividades más nobles y de las más ricas capacidades; sumergir
en el torrente inagotable de un ambiente lleno de excitaciones y estímulos todo lo que el
hombre puede ser y que con frecuencia no es por una torpe e ignorante dirección. Eso es lo
que queremos decir cuando afirmamos que la educación es una conducción dirigida de lo
que es originariamente el hombre, para descubrir su personalidad, llevarla a su máxima
potencialidad, vinculándola a la comunidad de que el individuo forma parte y realizar en ella
las actividades fundamentales que el ser hombre lleva consigo: vivir con plenitud; contribuir
a la obra creadora de la sociedad y participar activamente en el movimiento social que
asegure la supervivencia de la cultura y de la propia sociedad hacia formas más elevadas y
más justas.
Esta conducción dirigida que es la educación tiene una culminación que no queremos
dejar de destacar aquí: la autoconducción y autodirección que supone la conducción y
dirección de sí mismo. La conquista de esta forma personal de dirección propia es, como

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decimos anteriormente, la culminación de todo proceso educativo. Hay que dotar al
hombre, al niño, al joven, de todos los instrumentos necesarios para conocerse a sí mismo y
dirigirse. Ese es el proceso cumbre de la autoeducación, que solo los hombres que han sido
niños con plenitud; que han sido jóvenes sin restricciones a la energía y capacidades
juveniles, pueden llegar a alcanzar. Autoeducarse es continuar por sí mismo la conducción
dirigida que se inicia con la vida escolar y que, ya lo hemos dicho antes, alcanza su plenitud
en la edad adulta, cuando somos dueños de nuestras específicas capacidades y sabemos
dirigirlas y utilizarlas.
¡Cuántos hombres y mujeres encontramos en el peregrinar diario por la vida, cuya
conducta, cuyas acciones titubeantes, cuyas decisiones improcedentes o tardías, han
comprometido el éxito de su vida, sumiéndolos en el trágico dolor de su fracaso, por una
falta absoluta del sentido de sí mismo y de su propio conocimiento! Son los hombres, y las
mujeres también, que llevan, como dijo un ensayista contemporáneo, «un plomo en el
ala…» El plomo de su fracaso, faltos del timón que pone en nuestras propias manos el
íntimo saber de nosotros mismos.

1 Ortega y Gasset, José: El Espectador, tomo III, p. 102.


2 Larroyo, Francisco: La Ciencia de la Educación, Editorial Porrúa, México 1909. p. 3.

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CAPÍTULO III

¿Hay una educación específica de nuestra época?

En páginas anteriores hemos dicho ya que el sistema escolar y educativo de un país es


siempre una consecuencia de las características del régimen social y político del mismo.
De acuerdo con esta afirmación, es evidente que a cada época histórica corresponden un
concepto y un tipo de educación y, más restringidamente, cada pueblo, cada nación, tienen
un sistema educacional de acuerdo también con su fisonomía propia en un momento
determinado de la historia.
Por esa razón, también podríamos contestar afirmativamente a la pregunta que encabeza
este capítulo, expresando que hay una educación que responde a las necesidades y
características de nuestra época. Pero no es tan fácil la respuesta, como parecen asentarlo las
premisas anteriores.
Y la dificultad radica en dos problemas fundamentales: el de la dificultad que
encontramos para caracterizar nuestra época, y de distinguir una dirección educativa que
responda a la dramática complejidad de este momento que estamos viviendo.
Sin embargo, amparados en la benevolencia del lector, vamos a tratar de aclarar y de
concretar algunas ideas en torno a esos dos problemas que acabamos de destacar.
Nuestra época es un ciclo en la vida de la humanidad que pasará a la estimación y
consideración de la historia como una época de grandes convulsiones, de grandes
distorsiones y de trastornos hondos y profundos por el choque de factores absolutamente
irreconciliables cuya pugna entraña ya, no una solución provisional y dilatoria, sino solución
definitiva que dé a la humanidad la seguridad de un bienestar y de una paz cuyos
fundamentos sean universales y humanos. Con dolor y con amargura por los sufrimientos
que entraña, pero con ilusión y con fe por lo que puede prometer, asistimos, no como
espectadores nuestra sensibilidad no nos lo permitiría, sino como protagonistas, a una lucha
que, como en un alumbramiento gigantesco, sostiene la humanidad para asegurar, como en
todo parto, una vida nueva, vigorosa y fecunda. Todas estas ideas nos llevan a afirmar que
nuestra época es, lo mismo que el Renacimiento, para utilizar un ejemplo que destaque bien
claro lo que queremos decir, una época de crisis profunda, casi patológica, que se refiere a
todas las manifestaciones de la vida humana. Crisis económica, crisis político-social, crisis de
la cultura y, como consecuencia, crisis de la educación.

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Toda época de crisis es también, históricamente, una época de transición: valores que se
desmoronan; fórmulas que pierden validez; factores nuevos que irrumpen con el vigor y la
audacia de la juventud y, en fin, ideas que luchan por salvar su ya decrépita existencia, frente
a otras que ofrecen su frescura y su novedad. La crisis de nuestro tiempo es, como ya hemos
dicho, una crisis que abarca todos los campos de la actividad del hombre. Desde principios
del XVIII al iniciarse la Edad Moderna, hasta fines del XIX en que empieza propiamente lo
que llamamos «nuestra época», han sido jornadas de gran desarrollo del régimen capitalista,
hasta iniciarse el período complejo que nace bajo el signo de la lucha político-económico-
social que desemboca en los conflictos armados que caracterizan los años del siglo XX que
estamos viviendo, y cuyas causas principales se encuentran en la lucha por poseer las
materias primas indispensables para la industria; en el combate ininterrumpido por dominar
los grandes mercados, las zonas de influencia, mantener el coloniaje, etc., que desembocan
inevitablemente, como hemos visto y estamos viendo en estos momentos, en la guerra. Este
estado interno de los pueblos y, en general, del mundo entero, tiene consecuencias
inevitables también en la cultura y en la educación. Ni una ni otra son dos islotes aislados en
medio del mundo, sino que ambas son siempre obra de la sociedad, se desarrollan en ella y
por ella misma, y son los hombres, en convivencia a lo largo de la vida de la humanidad,
quienes realizan y crean las formas de la cultura y de la educación. Ni el Emilio de Rousseau
ni Robinson Crusoe son otra cosa que mitos inventados como expresión de una concepción
individualista del hombre. Emilio, en el supuesto rusoniano, va acompañado en su
pretendida soledad, no solo por su maestro y su aya, sino que a través de ellos, sobre todo
del primero, recibe los efectos de la cultura de su época y de las direcciones que en cualquier
aspecto de aquella, son privativos del momento. Y Emilio, aunque Rousseau aparente no
percibirlo ni reconocerlo en las páginas de su más célebre obra pedagógica, influye en su
maestro, obligándole a rectificaciones y cambios muy notables, que se advierten a lo largo de
su exposición educativa. Robinson moriría en su isla, incapaz de resolver los más
elementales problemas si no poseyera ya al desembarcar en ella los resultados de muchos
siglos de esfuerzos y de descubrimientos de sus antepasados que le dan armas para luchar y
vencer en la soledad en que se halla. Generaciones interminables de hombres están
presentes en lo que se estima el individualismo de Emilio y la soledad autoformadora de
Robinson.
Consecuentemente, la educación, que es un aspecto de la cultura, acusa como esta las
influencias sociales, políticas y económicas y atraviesa, por tanto, por las crisis que
caracterizan el momento presente.
Hay autores y teóricos de la educación que han adoptado diferentes términos para
designar a la educación contemporánea, El concepto de educación nueva es el más amplio y el
que con más persistencia emplean los especialistas en esta rama de la cultura. Pero lo nuevo
es siempre un valor relativo respecto no solamente al tiempo, lo nuevo frente a lo viejo sino

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principalmente respecto a conceptos y cualidades.
Ateniéndonos a esto, podríamos decir que la educación nueva es aquella que rompe con los
conceptos, métodos y organizaciones tradicionales, creando una organización educativa
distinta a la tradicional y vigente, en un momento histórico determinado. Nos parece, sin
embargo, muy vaga e indefinida la calificación de nueva, para nuestro concepto de la
educación, por dos razones principales: porque cada época y cada país han aspirado siempre
a tener su educación, su nueva educación, de acuerdo, repetimos, con las características y
exigencias del momento y porque en determinados y particularísimos momentos de la
Historia nos hallamos con ese mismo movimiento renovador, llamado nueva educación.
Recordemos, por ejemplo, cuando en el panorama de la cultura griega aparecen los sofistas,
con sus (en apariencia) conceptos y técnicas innovadoras, cómo se habla de una nueva
dirección educativa. Cuando en Roma las escuelas creadas y dirigidas por los «retores»
cambian el panorama de la educación juvenil, también se habla de nueva educación. Y por
último, cuando en Italia, y en pleno Humanismo, Victorino da Peltre crea su Casa gioccosa,
dedicada exclusivamente a la educación de los hijos de losnobles y de la alta burguesía
renacentista, las innovaciones introducidas en aquella (y que no eran otra cosa sino las
adaptaciones a la época y a sus necesidades, de la educación griega) merecieron la curiosidad
y el interés de los hombres más ilustres, calificando el intento de «una educación nueva y
distinta de la dogmática y tradicional educación medieval».
El movimiento renovador de la educación y de la escuela en nuestro tiempo tiene
antecedentes no tan próximos como algunos suponen. Y como en todo intento de sacudir
lo viejo, no por viejo, sino por inservible e inadecuado, ha habido «pioneros» que rompieron
las primeras armas para desterrar del horizonte de la educación, lo caduco y lo tradicional.
Es en el año de l889 cuando aparece la primera escuela nueva de nuestra época en
Abbotsholme (Inglaterra), fundada por Cecil Reddi, que se propuso tres objetivos
principales: aumento y racionalización del trabajo intelectual, es decir, ampliación y
utilización de la instrucción; el empleo de actividades manuales y, el más importante de
todos, lograr en los alumnos el gobierno de sí mismos, su autonomía (self-government). La
escuela de Cecil Reddi es un ensayo interesante que marca el nacimiento de otras escuelas de
igual o parecido tipo, pero que limitaban su acción a grupos selectos juveniles que
pertenecían a la clase más elevada de Inglaterra. Es decir, como realización práctica, sus
resultados son muy limitados, pero su mérito está en haber abierto el camino a la
investigación y la experiencia educativas, que culminan en dos hechos importantes: la
creación de la «oficina internacional de Escuelas nuevas» creada en l897, y la aparición y
organización de las llamadas «escuelas de ensayo y de reforma» que habían de llevar la
inquietud por la renovación educadora que plasmara más adelante en teorías y realizaciones
técnicas más interesantes y valiosas como las de María Montessori, Ovidio Decroly,
Parkhurst, etc.

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Pero nuestro momento es demasiado crítico y dramático para aceptar lo que procede de
antes de 1914 y lo que, en materia educativa, se elaboró después de 1918. Dos guerras
totalitarias en un plazo de tiempo tan reducido en relación con la vida de la humanidad, son
motivos más que suficientes para trastornar el panorama del mundo en cualquiera de sus
formas de actividad. Y la educación es un aspecto que interesa profundamente a la
humanidad de hoy, por las consecuencias que entraña para la formación del hombre.
Si queremos enumerar y sistematizar las causas principales que producen hoy, en el
mundo entero, una aspiración crítica a renovar la educación y a hacerla conforme a lo que
exige nuestro tiempo, tendremos que partir en primer lugar de lo que nuestra época estima
que debe ser la educación. Nos remitimos, pues, al capítulo anterior donde quedó
brevemente expuesto un concepto del hecho educativo. Solo citaremos, como añadidura, las
palabras de una gran educadora francesa: «Es preciso dar al niño una educación, conforme a
las aspiraciones del mundo en el cual debe vivir»1.
En segundo lugar, hemos de referirnos al gran fermento que inquieta al hombre de hoy
y que ha sido de tan decisivo empuje para la renovación educativa: el conocimiento del niño,
del adolescente, del joven, del adulto. Y aquí en este aspecto determinante de la cultura de
nuestro tiempo es donde más se agudiza la crisis, la desorientación y el desconcierto. Porque
conocer al hombre desde la infancia a la adultez es problema que, en su enorme magnitud,
marca poderosas divergencias y a veces traumatiza la inteligencia humana, haciéndola
marchar por derroteros sinuosos y falsos. ¿Qué otra cosa son si no las cegueras
existencialistas que quieren hacernos ver un hombre sumido en la angustia de la nada y del
fracaso? Y, sin embargo, para ser educador, para ejercer la alta, casi sagrada, misión de
educador, hay que conocer al hombre en toda la breve pero complicada trayectoria de su
vida. Y ese conocimiento marca uno de los eslabones más fuertes en esta aguda pero
renovadora crisis de nuestra educación.
¿Qué es el niño? ¿Qué es el adolescente? ¿Qué es el joven? ¿Qué es el hombre? He ahí
las agudas interrogaciones de una educación que quiere dar al hombre lo que exigen su
desarrollo y sus características y que no quiere segregarle, sino a la inversa, volcarle en un
cosmos en el cual están muchas determinantes de su vida.
Por eso nuestra época ha fincado en el conocimiento del niño y del hombre, los
fundamentos de la educación y por eso también han nacido ciencias nuevas, como ramas
independientes y vivas del gran tronco general de la Ciencia.
La Psicología, independizada de la Filosofía y de la Metafísica; la Psicología experimental
y del niño; la Paidología, ciencia específica de aquel, han traído a la educación, los
fundamentos de un nuevo concepto del niño y del hombre en general.
La cultura educativa actual no concibe ni considera al niño como un hombre en
pequeño; no lo considera tampoco diametralmente distinto a aquel. Estos son los dos
errores fundamentales de la educación tradicional. Por el contrario, desde las aportaciones

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de Rousseau, que considera al niño como un ser en transformación, en evolución, en
perpetuo trance de cambio, se inicia una nueva consideración de la infancia, base de la actual
posición en el campo educativo. La pregunta de Cláparede y su respuesta: «¿Para qué sirve la
infancia? Para jugar y para imitar», son la expresión más cumplida de lo que constituye hoy
la base de un conocimiento científico del niño, que no hace, que no puede hacer, que no
debe hacer, lo mismo que hacen los adultos. El niño es sobre todo un ser en evolución, en
cambio, en desarrollo, un ser que lucha, en fin, consigo mismo para alcanzar una meta que
en este caso es la culminación de su vida psicobiológica.
Un segundo carácter tiene el estudio y la valoración actual de la infancia: admitir el
hecho de que el mundo del niño es distinto al mundo del adulto. También aquí se advierte la
controversia crucial, la divergencia crítica de opiniones. Para muchos, aun para aquellos que
se dicen maestros, el mundo de los niños es como el mundo de los adultos. Para otros, ese
mundo infantil está a tantas leguas de distancia del de los adultos como está nuestra fantasía
de la realidad. Y para los más cuerdos, los más enterados y por tanto debe ser así para todos
los maestros, el mundo es igual para chicos y grandes, pero lo que difiere es, lógicamente, su
estimación y su interpretación. No puede el niño pensar de las personas y de las cosas lo que
pensamos los adultos, no puede tampoco reaccionar igual que los mayores, no puede
razonar ni fantasear ni actuar como los hombres, sencillamente por que faltan en él
elementos que solo se adquieren a través de la experiencia y porque sus intereses, sus
tendencias, sus estímulos y ambiciones están hechos, tienen una mecánica apropiada a las
exigencias de una edad inicial que se caracteriza por su egocentrismo. Partir del supuesto
falso y peligroso, tanto en la familia como en la escuela, de que el niño vive sumergido en el
mismo mundo que el adulto, es la causa de la mayor parte de los errores educativos y de sus
funestas consecuencias para la educación de la infancia y por tanto para su vida posterior.
Una educación que parta del principio de no juzgar a los escolares por el mismo rasero de
los adultos será una educación que tendrá el mejor punto de partida. Numerosas
experiencias realizadas en los últimos años para conocer cómo piensan los niños acerca de
determinados temas o aspectos de la vida, han suministrado datos muy valiosos para
conocer el mundo de los niños. Recordamos dos experiencias de esta clase, muy recientes.
Una, cómo ven los niños la guerra. Otra, cómo ven los niños la Paz. No es el objeto de este
libro estudiar el resultado de las investigaciones, pero sí queremos adelantar a los lectores
que millares de gentes se admiran y se llenarían de estupor ante las observaciones gráficas y
escritas por los niños a través del dibujo y de los trabajos de composición.
En tercer lugar, la caracterización de la infancia supone la estimación de una condición
de suma trascendencia: lo que se llama puerilidad o infantilidad. Son muy raros los adultos no
preparados que conocen esta característica infantil o que, aun conociéndola, la aprecian en
su justo valor. Cuando hablamos de puerilidad nos referimos a un valor específico de la
niñez, como tal niñez. Es decir, esta no vale porque sea el escalón obligado para alcanzar

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otras edades —lo cual es cierto y más aún, que sea una etapa preparatoria de las demás de la
vida— sino precisamente porque la infancia tiene sus valores propios, por sí misma,
independientemente de su proyección durante todo el curso de la vida, «valores que es
preciso realizar para que la vida se realice con plenitud»2.
Hace algunos años, un gran poeta francés, abrumado por el dolor que le produjo la
muerte de una niña confiada a sus cuidados por una prematura y desolada orfandad, escribió
un célebre poema que titulaba así: «¡Si yo hubiera sabido!» Y en él se arrepentía de haber
convertido los siete años luminosos de la niña en un peregrinaje dulce y maravilloso a través
de la naturaleza; contemplando paisajes; mirando las estrellas, sorprendiendo el rocío sobre
las plantas; descubriendo los generosos secretos de la vida y la multiplicación de los
animales, grandes y pequeños. De todo, en fin, lo que despierta la atención, suspendiéndola
de «conocer la maravilla de todo lo creado». Cuando conocimos el poema y ahora, pasados
muchos años de aquel en el cual lo leímos, pensamos de la misma manera. Si el poeta
hubiera sabido que la niña había de morir, habría hecho lo mismo. Dejarla en su puerilidad
encantadora, cultivando su ingenua infantilidad, porque aunque la muerte aceche y quizá por
eso, vale más morir niño que desaparecer siendo prematuramente un hombre. Hay que
educar al niño para ser niño, sin preocuparnos de lo que pueda llegar a ser. Hay que
descubrir sus valores de niño sin falsearle ni perjudicarle con conquistas de adulto. Hay por
último que hacer comprender a padres y maestros que cultivar y prolongar la infancia es
tener la seguridad de lograr más tarde hombres completos. El grande y venerado don
Miguel de Unamuno ha escrito lo siguiente en el prólogo de su libro De mi país: «Cada vez
que me encuentro en Bilbao, a pesar de lo mucho que este ha cambiado, desde que dejé de
ser niño, si es que he dejado de serlo, su ambiente hace que me suba a flor de alma mi niñez». He
ahí una confirmación de lo que decíamos anteriormente: el hombre mejor es el que ha sido
más plenamente niño. El hombre más grande es el que fue más y más íntegramente pueril, y
cuya puerilidad, cuya infantilidad, sale a flor de tierra como una luminosa proyección, a lo
largo de su, vida de adulto.
Resumiendo, para no hacer demasiado larga esta enumeración diremos que en líneas
generales el panorama de la vida infantil es el siguiente:

1. Crisis de crecimiento de acuerdo con las leyes de alternancia de Godin.


2. Asexualidad, esto es, incapacidad para la actividad sexual, por el predominio del timo
que frena el desarrollo de las glándulas sexuales.
3. Etapa esencialmente nutritiva y de asimilación.
4. Egocentrismo, como fenómeno de relación con los demás y como necesidad
biopsíquica.
5. Interpretación del mundo de acuerdo con sus características especiales de percepción
esencialmente sincrética o globalizadora.
6. Puerilidad o infantilidad, valor propio de la infancia como etapa de la vida,

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7. Juego e imitación, como actividades espontáneas dominantes, con valor decisivo para
adquirir experiencia y aprovechar la experiencia de los demás.

La preocupación fundamental de nuestra época relativa a las edades (que se explica por
muchas razones, entre ellas la conservación de la vida, la lucha contra la muerte,
conservación de la especie, etc.) se pone más de manifiesto en el afán cada vez más fuerte y
decisivo de descubrir y conocer los misterios de la adolescencia. Edad crítica, misteriosa,
dolorosa quizá, que constituye hoy uno de los graves problemas del mundo en crisis que
vive la humanidad… Esta preocupación ha entrado de lleno, felizmente, en el terreno de la
educación, lo ha sobrepasado, y hoy son muchas las gentes que con angustia se preguntan:
¿qué hacer con nuestros adolescentes? Pero para contestar a esta pregunta hay que contestar
primeramente a esta otra: ¿qué es la adolescencia? No es nuestro propósito ni el objeto de
este libro estudiar esta edad de la vida ni ninguna otra en particular y con carácter de
especialización psicobiológica. Estamos tratando de llevar al ánimo de nuestros lectores dos
cosas: que para ser maestro hay que conocer al hombre y que la educación crítica de esta
crítica época en que vivimos exige saber algo, poseer, por lo menos, la inquietud de saber lo
que sea posible del hombre. Hemos dicho unas generalidades de la infancia, y vamos a decir
otras tantas de la adolescencia y del resto de las edades de la vida del hombre. Con el
peligro, para nosotros, de que la complejidad de esta edad y la necesidad de resumir, nos va
a obligar a prescindir de gran cantidad de ideas necesarias e interesantes que se relacionen
con el adolescente.
«A nuestro juicio, apoyado por muy poderosas opiniones de autoridad indiscutible, el
fenómeno que mejor caracteriza a la edad que estudiamos es la sexualidad»3.
He ahí la razón fundamental de la importancia de esta edad de la vida y la gravedad que
encierra su conocimiento y sobre todo su educación. Por esa razón es por la que Rousseau,
adolescente atormentado, hombre que vive, quizá por eso mismo, una vida de perenne
tragedia, ha podido decir: «Como antecede de lejos a la tormenta el bramido del mar, así
anuncia esta tempestuosa revolución el murmurio de las nacientes pasiones y una sorda
fermentación avisa de que se acerca el peligro. Mudanza en el genio, frecuentes enfados,
agitación continua de ánimo, tornan casi indisciplinable al niño; sordo entonces a la voz que
oía con docilidad, es el león con la calentura, desconoce a quien le guía y no quiere ser ya
gobernado»4.
Otros caracteres, además del de la sexualidad, distinguen también al adolescente pero
aquella, «la tempestuosa revolución» rusoniana, es indudablemente lo que lleva a la
personalidad del hombre en esta edad, su sello más definido, su marca imborrable. La
corriente impetuosa de una vida sexual, que irrumpe con la fuerza y también con la limpia
acometividad de lo nuevo no encuentra siempre en el medio donde el adolescente se
desarrolla los cauces adecuados de dirección, explicación y comprensión que requiere.
Unas veces son los padres, que con un desconocimiento, un temor o un prejuicio ya

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tradicional, huyen de enfrentarse al problema del hijo que sufre por lo que siente y no se
puede explicar; otras veces los maestros, que deliberadamente soslayan este aspecto de su
misión educativa y, casi siempre, el medio hostil, inmoral, bárbaro, que empuja al
adolescente a la caída y al asco, son las causas de esa angustia del muchacho o de la
muchacha, que tienen que enfrentarse solos a veces contra el mundo, a desvelar el más
grande y creador misterio de la vida.
Sin embargo, hoy sabemos de la adolescencia muchas cosas valiosas. Los avances de la
Biología; de la Endocrinología; de la Tipología humana, junto a disciplinas que se ocupan
expresamente de la adolescencia como la Psicología de esta edad; la Sexología, como la
denominan los americanos, y otras, nos dan noticias que facilitan el conocimiento de este
momento de la vida y bases magníficas para tratar de estructurar una educación de la
adolescencia.
Resumiendo, vamos a enumerar los caracteres que estimamos principales de esta edad:

1. Dominio de un sistema endocrino regido por las glándulas sexuales.


2. Persisten las crisis de crecimiento (adolescencia significa crecer, etimológicamente).
3. Aparición y desarrollo de los caracteres sexuales secundarios y diferenciación sexual.
4. Desarrollo del apetito sexual y de los fenómenos con él concomitantes.
5. Aparente alejamiento de los dos sexos y alejamiento real de la infancia.
6. Introspección en busca del «Yo».
7. Maduración de la inteligencia general.
8. Crisis de la personalidad con muy varias alternativas.
9. Afán de independencia que se expresa en la fórmula «vivir mi vida».
10. Crisis familiar producida por la crítica de la autoridad paterna.
11. Crisis religiosa, al vivir la crisis dominante de las ideas.
12. Intentos de participación en la vida social.
13. Formación de «pandillas», «palomillas», como instrumentos de adquisición de
experiencia.
14. Preferencias hacia direcciones peculiares de la cultura o de la profesión.
15. La rebeldía como deber y como característica.

Estudiadas esas quince características como esenciales, entre otras muchas, es fácil
comprobar que en esta edad hacen su aparición factores importantísimos desde el punto de
vista biopsíquico y desde el punto de vista social. Estos últimos que surgen en la
adolescencia también con un vigor y una intensidad arrolladores, nos indican el derrotero
que hacia los intereses de la comunidad debe llevar la educación en este momento de la vida.
La juventud, período de la vida que abarca aproximadamente de los 15 o 18 años hasta
los 20 o 25, representa el período feliz de la completa maduración sexual, terminando
igualmente el proceso de la diferenciación sexual.

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Desde el punto de vista psicológico (aunque no se pueden deslindar los campos
biológico y psicológico de manera absoluta), la juventud afirma la diferenciación de los
intereses vocacionales, señalándose ya de una manera firme una dirección especializada
hacia la cultura, oficio o profesión, siendo en este momento de la vida del hombre cuando
se alcanza la última y superior etapa de adquisición y el desarrollo de las actividades
creadoras. En lo social, la juventud presenta un panorama interesante. Con la plenitud de los
derechos políticos y sociales se inicia la tendencia a la actividad igualmente político-social y
algo muy decisivo en la vida del joven, el espíritu crítico ante el pasado. Esto se completa
con la conquista de la independencia de la vida familiar y el logro de satisfacer las
aspiraciones a vivir una vida propia.
Es la juventud, por tanto, una edad que prepara el pase a la virilidad, una edad que inicia
el equilibrio de la vida hacia la madurez y la fecundidad. Ojalá la educación juvenil se
apoyara sobre estas premisas básicas para asegurar al joven una vida plena.
Y llegamos a la edad adulta. Conocer al hombre, descubrirle, llegar a lo último de su
profundidad y poder decir: «He aquí al hombre». Quizá nunca podamos hacer esa jubilosa
afirmación, que supondría abrir de par en par la puerta que aclarase el misterio de aquel.
Pero quizá sea mejor también dejar en la penumbra parte de ese misterio para asegurar la
curiosidad y la permanencia de ese estudio sobre este tema eterno y universal.
No intentamos aquí, ni mucho menos, hacer un estudio, ni siquiera una referencia, del
hombre desde otro punto de vista que no sea el que tenga relación con nuestro objeto.
Quédese para otro lugar (tal vez nuestra obra: Ensayo de una ciencia de la Educación, en
preparación) plantear el problema del hombre desde el punto de vista filosófico.
Lo importante para nosotros es saber que la vida humana representa una unidad que se
desarrolla en un proceso de diversas fases, etapas o edades, cada una de ellas con caracteres
propios, y además que toda edad deja huella e influencia en las demás, que se viven con
tanta mayor plenitud cuanto mayor ha sido la plenitud de las edades precedentes. Por eso la
adultez adquiere su máximo valor cuando el niño, el adolescente y el joven vivieron más
plena y completamente, con mayor regularidad sus respectivas edades. Nuestra época está,
cada día con mayor eficacia, avanzando profundamente en el estudio científico del hombre,
sobre la base de ciencias como la Biología (ya hicimos referencia a ello al hablar de la
adolescencia), la Endocrinología y la Biotipología, por un lado, y la Psicología, Sociología y
Antropología, por otro, permitiéndonos hoy hacer algunas afirmaciones sobre los valores y
características de la edad adulta, que tienen una gran importancia para la educación.
Sentamos en primer lugar la afirmación de que es difícil señalar los límites de la adultez.
No hay, como ocurre con la infancia y la adolescencia, un criterio más o menos definido que
señale con la relatividad con que estos extremos pueden ser tratados unos limites a esos
períodos de la vida humana.
Lo cierto es que la edad adulta puede considerarse dividida en tres grandes ciclos que

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son los siguientes:

La primera, que es una de las grandes fases generales de la vida, abarca también la
infancia y la adolescencia, y solamente su tercer período, la juventud, puede considerarse
como la primera etapa de la edad adulta, abarcando aproximadamente desde los 18 o 20
años hasta los 30 o 35, y de ella hemos hablado en páginas anteriores.
La segunda etapa que se califica de afirmativa, se prolonga hasta los 45 o 50 años
(virilidad) y de estos a los 55 o 60 (madurez) y se considera como su época ascendente. Se
terminan definitivamente los procesos del crecimiento, alcanzando su plenitud la función
reproductora, con su consecuencia inmediata, de plenitud también, de la capacidad de
procreación. La actividad mental alcanza su apogeo, afirmándose el temperamento y el
carácter que culminan en la consolidación de la personalidad. Se inicia también el dominio
de las actividades creadoras y productivas en relación con la diferenciación profesional. Es el
momento de la constitución de la familia, la formación del hogar, y de la crianza y educación
de los hijos como motivos de actividad en el seno de la sociedad familiar, distintas a las de
tipo profesional, En el aspecto social, el adulto, en esta etapa afirma, desarrolla y amplía los
motivos de actividad que se inician en la juventud. En este momento, el hombre está en
posesión de todos sus derechos políticos y sociales; está en condiciones de conocer y
cumplir sus, deberes y por tanto, esta edad de la vida debe ser aquella que el hombre utilice
plenamente para rendir su esfuerzo dentro de la comunidad social.
El adulto, alcanzada esta edad, está en la cumbre de su vida. Está por ello mismo en
condiciones de crear y de producir. Y sus obligaciones ciudadanas y para consigo mismo le
obligan a realizar su función con toda plenitud, pero también con toda austeridad. Este es el
gran deber de la etapa afirmativa del hombre.
En la etapa de la involución, que abarca de los 55 o 60 años, a los 75, en su período de
vejez y de los 75 en adelante, en la que se llama senectud, se inicia en lo biológico la

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involución en la talla y en el peso, así como la dificultad y la lentitud de reacción, que pone
trabas muy visibles a la capacidad de actuación en la vida.
Igualmente se inicia la involución de la sexualidad, que culmina en el cese de toda
actividad sexual.
Desde el punto de vista psicológico, la etapa involutiva marca en el hombre un descenso
muy sensible y creciente en la capacidad para el aprendizaje, dándose el fenómeno
psicológico que tanto llama la atención de las gentes, de que el viejo recuerde
preferentemente el pasado, lo que está en la lejanía de sus recuerdos y olvide o muestre falta
de interés por el presente, Hay que señalar también el hecho de que disminuyen en la vejez
la potencia y el ritmo de las capacidades creadoras.
Respecto al punto de vista de lo social, se señalan como características de la vejez tres
hechos fundamentales: el término casi total de la actividad social productiva; la adopción de
una posición conservadora que toma como punto de referencia y como casi único valor, la
experiencia y el ejemplo del pasado y, por último, la adaptación como necesidad y como
deber.
Todos estos caracteres que acabamos de señalar como específicos de la etapa involutiva
de la vida se aceptan comúnmente, pero queremos hacer aquí una personal observación en
el sentido de que nuestra época parece contradecir esas afirmaciones. En todo el mundo, en
la mayor parte de los países, están en el primer plano de la vida nacional hombres no ya
maduros sino viejos, y en ellos no parece que hayan disminuido ni sus capacidades creadoras
ni sus actividades sociales. Por el contrario, parece como si su vejez estuviera supliendo la
falta de vigor y de entusiasmo de los jóvenes y de los hombres en plena etapa de su virilidad
¿Podremos llegar en páginas posteriores a considerar este hecho, un poco desconcertante de
nuestra época, y a valorarlo y tratar de explicarlo?
Siguiendo en la enumeración de hechos o ideas que puedan caracterizar la educación de
nuestro tiempo, vamos a añadir a los ya expuestos (¿qué es la educación? ¿qué es el
hombre?) el siguiente: para nosotros, maestros de este momento histórico, se señala una
radical diferencia en el problema del sujeto, en educación.
Cuando la Pedagogía y la Ciencia de la Educación de hace unos años se planteaban el
problema del sujeto, hablaban del niño, pensaban en el niño, ideaban instrumentos,
artificios y técnicas, para educar al niño. Eso suponía un criterio restrictivo en la educación,
realmente inexplicable, limitándola a una edad y a una institución, como si la educación
fuese una actividad que pudiera darse y recibirse, administrarse y suspenderse, cuando a los
maestros, erigidos en árbitros de tan hondo problema, les pareciera adecuado y oportuno.
Este aspecto es uno de los que más específicamente distinguen a la educación de hoy:
haber dicho categóricamente y de una vez para siempre que el hombre, a todo lo largo de su
vida, es el actor y protagonista, agente y receptor de todo cuanto de grande y creador tiene
el proceso educativo. No hay limitaciones no ya en el proceso espontáneo de la educación,

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como ya dijimos, sino muy especialmente en la acción consciente y deliberada de dirección y
de formación. Por eso, es hoy un proceso candente de nuestra cultura la educación de los
adultos; por eso el mundo entero encara a este problema tan decisivo para la incorporación
total de las masas a la obra de creación y de producción; por eso, en fin, buscamos los
maestros, y deben buscar cada vez con mayor ahínco los dirigentes de la educación nacional,
la solución que sirva para encauzar y aprovechar, no solo el esfuerzo, sino también el ocio,
de millares y millares de adultos. Estos deben ser en el concepto de una nueva sociedad, de
un nuevo orden que garantice la paz, la justicia y el bienestar para todos, el fundamento de
esa transformación.
Quisiéramos dar un buen número de razones para explicar y justificar el hecho de que
no solo el niño, sino el hombre reciban los beneficios de la educación organizada. Pero el
espacio nos impone limitaciones y solo vamos a decir lo siguiente. En páginas anteriores
dijimos que la vida del hombre es una fuerza potencial cuyos recursos necesitan un
estímulo, una dirección. Pues bien, creemos que muchos adultos, más de los que
desearíamos, guardan muy escondida, muy oculta, esa fuerza y esa capacidad potencial, que
solo espera que el estímulo llegue —ya que no llegó antes— para florecer en actividades
creadoras. Esto además de los problemas específicos que en la vida adulta se plantean, hoy
como nunca a los hombres, y que son una rémora no solo para el individuo, sino para la
comunidad. Recordemos solamente algunos: educación para el matrimonio y la paternidad;
educación para la profesión; educación para el aprovechamiento de los beneficios de la
cultura, del ocio, etc.
Un nuevo rasgo de la educación moderna es el de estar influida y decidida toda ella por
el factor social. Anteriormente habíamos dicho que la educación es un proceso de carácter
humano y social que se desarrolla dentro de la sociedad, por ella y para ella. Pero sobre esta
afirmación podemos ahora concretar más profundamente en qué consiste y cuál es el
alcance de este carácter social de la educación,
Desde las aportaciones de Pablo Natorp5, verdadero creador de la corriente social en
educación, hasta las más modernas de Kerschensteiner y Dewey, relativas a la necesidad de
que la Escuela sea una institución en la cual los jóvenes puedan adquirir un completo
desarrollo biopsíquico, en un marco en el cual los intereses y necesidades se vinculen
directamente a las exigencias de la vida social, el concepto de la educación como conducción
dirigida hacia la plenitud de la vida que solo se alcanza en la comunidad, en la convivencia
social, ha ido ampliándose y mejorándose, impulsado no solo por la convicción de que el
hombre es un ser profundamente social, sino por las exigencias que la propia vida plantea a
la escuela y a los maestros en relación con la formación de las generaciones jóvenes. No
puede concebirse hoy un tipo de educación que esté en contradicción con la vida social tal
como se desarrolla en todos los pueblos del mundo, aislando a los escolares de los
problemas que en ella se plantean, entre ellos la lucha que en todos los terrenos sostienen

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los pueblos por lograr una vida mejor. Las bases sobre las cuales se apoya esta dirección
social de la educación de nuestro tiempo son muy amplias y muy claras para que
necesitáramos destacarlas. Pero vamos a hacerlo para dar mayor seguridad a nuestra
exposición. Cada día es más urgente la preparación de las masas para su participación en la
vida pública. La concepción democrática del mundo se basa no en la actuación de minorías
dirigentes, bien preparadas, que respalden su actividad en la falsa afirmación de que
representan y encarnan el pensamiento de los más numerosos y densos grupos sociales. La
verdadera democracia se apoya en el pueblo y es él quien debe decidir con su actuación las
direcciones de la vida pública. Por eso es urgente y característica de nuestro momento la
educación integral de los grandes núcleos populares. Es decir, que estos deben recibir una
educación que se ajuste, y aun, si es posible, sobrepase las exigencias actuales.
Esto supone, en primer lugar, que la escuela y la educación nuevas intensifiquen su
carácter social, preparando a los niños, a los jóvenes, a los adultos, de acuerdo con las
características de la cultura moderna. Las masas populares deben saber, y las escuelas deben
ser los instrumentos y los medios de adquisición de la cultura que, ya lo hemos dicho en
otro lugar, todo hombre por el hecho de serlo debe poseer.
La participación, cada vez más directa y activa, de las masas en la vida ciudadana es otra
de las razones que exigen su preparación, así como la necesidad de que todos los hombres,
cualquiera que sea su condición y su clase; cualesquiera que sean sus ideas, deben estar
preparados para el ejercicio de sus deberes y la exigencia de sus derechos, teniendo de unos
y de otros plena conciencia.
El desarrollo creciente de la técnica, las exigencias de la especialización profesional y la
necesidad, también, de la incorporación a la producción de grandes masas obreras, son otros
tantos motivos para que la escuela y, en general, las instituciones educativas, se abran de par
en par a las amplias y modernas corrientes sociales.
Pero refiriéndonos no solo a causas o motivos muy generales, sino a otros más
especializados, podemos decir que una sociedad, una colectividad social, sería más fuerte
cuanto mayor número de individuos haya en ella que tengan una conciencia de sus
posibilidades y del valor de sus aportaciones a la comunidad de todos los hombres. Y al
contrario, una personalidad será tanto más rica cuanto más sentido humano, general,
colectivo, haya recogido a lo largo de toda su formación educativa. Por eso es necesario
también decir que individuo y sociedad no solo no son elementos irreconciliables sino que
se necesitan y se complementan.
La educación alcanza también su carácter social porque el hecho educativo no se aplica
solamente a los individuos, sino también a los pueblos. Así vemos cómo cada país, cada
época de la Historia, obedecen a características peculiares: ideas, valores, cultura en general,
manifestaciones de toda índole. Tales caracteres comunes son debidos a la acción
unificadora que la educación ejerce, por la cual el individuo recibe la acción del medio y este

77
actúa sobre aquel. Por eso la sociedad es un poderoso agente educativo, y la escuela, en
cualquiera de sus modalidades, tiene no solo que aceptar ese hecho, sino utilizarlo en
beneficio de los escolares.
Desde el punto de vista del hombre, la educación tiene que ser forzosamente social,
porque el hombre por sus destacadas características es fundamentalmente un ser social. Ya
nos referimos en otro lugar a la falsa concepción individualista del Emilio de Rousseau. Y
ahora añadimos que todos los casos o ejemplos de hombres solitarios, ascetas, místicos o,
simplemente, fracasados o enfermos que buscan en la soledad el remedio a su extraña
conducta, son falsos. Siempre, junto al solitario hay alguien que llena sus horas de algún
interés y que cumple las funciones de protección alimenticia o defensiva. En las historias de
místicos y solitarios hay generalmente animales que acuden a acompañarlos y a subvenir a
las necesidades más apremiantes. Interpretamos esa compañía como un símbolo bajo el cual
se esconden elementos más de acuerdo con las satisfacciones que exigen la tristeza de un
solitario y su soledad aparente.
El hombre acusa en el cuadro de su actividad psicológica tendencias e intereses de
carácter gregario y social que lo llevan a vincularse desde que nace con el mundo de los
hombres. Entre esas tendencias e intereses solo citaremos dos muy expresivas del sentido
social del hombre: las necesidades y el trabajo, como indispensables para satisfacer aquellas.
Solo en la comunidad social el hombre puede satisfacer sus necesidades y solo el trabajo
que es la más alta necesidad social permite al hombre dar satisfacción a cuanto la vida le impone
como necesidad.
Por eso son objetivos fundamentales de la educación nueva, estos: crear necesidades en
los jóvenes, hacerles ver que solo en la convivencia social podrán satisfacerlas y utilizar el
trabajo, no como una maldición, sino como una actividad imprescindible para que el
hombre sepa y pueda satisfacer sus necesidades.
De ahí que haya entre otras, dos grandes direcciones educativas en nuestra época: la
escuela del trabajo y la escuela activa.
La renovación de las ideas en educación, tanto relativas al sujeto en general, del proceso
educativo, como al nuevo concepto científico del niño, del adolescente, del joven y del
adulto, igualmente que la significación social de la escuela, han traído consigo grandes
transformaciones e innovaciones en tres órdenes fundamentales: en las técnicas de trabajo
escolar; en el concepto de escuela y en el concepto de maestro. Es decir, en los tres aspectos que tienen
que hacer realidad el más moderno concepto de educación.
En efecto, las nuevas técnicas de enseñanza y de educación, se apartan de los viejos
modelos que convertían al escolar en un elemento pasivo del trabajo y de su propia
formación. El intelectualismo característico de la vieja escuela, con sus consecuencias y
resultados inmediatos: la memorización irracional; el aprendizaje sobre la base de lo hecho
por los demás y no por sí mismo, etc., han sido eliminados —al menos teóricamente— de la

78
nueva escuela. Es cierto que al entrar en crisis los métodos tradicionales, la educación recibe
una influencia pragmática y vitalista (que son desde el punto de vista de la Filosofía, las dos
direcciones que más han influido en la Escuela Nueva), creando los movimientos educativos
que destacan en el terreno de la educación en la primera parte de nuestro siglo, con perfiles
más claros: la escuela, por la vida y para la vida, personificada en el doctor Ovidio Decroly, en
Bélgica, y la escuela de la utilidad práctica para vivir individual y socialmente, desarrollada por John
Dewey en Norteamérica.
Por eso, las técnicas escolares nuevas se caracterizan principalmente por la actividad, la
objetividad, y la globalización. Otras notas distintivas de la nueva técnica podríamos citar, pero
todas ellas nos parecen incluidas en esas tres. En general, lo que se aspira a lograr con ellas
es que el escolar actúe libremente, por sí mismo, siendo el ejecutor de las aspiraciones que
nacen de sus intereses y tendencias creando —a través de la técnica de trabajo— hábitos de
actuación personal que conviertan al alumno en protagonista de su propia formación. Estas
técnicas docentes, cuando son dominadas por los maestros y se aplican bien, dan a la
escuela un nuevo valor y hasta un nuevo aspecto exterior. Son escuelas para trabajar y no
para escuchar; para respetar las iniciativas personales y no para imponer criterios e ideas del
maestro o de los libros; son escuelas, en fin, donde el alumno encuentra un ambiente
propicio para desarrollar su personalidad de acuerdo con lo que él mismo y el mundo
necesitan. El método Decroly; el método de proyectos; el método Montessori; los métodos
de centros de interés y unidades de trabajo, así como el método de complejos, el plan de
laboratorio; el sistema Winetka, Mackinder; «las comunidades escolares libres» y las
«repúblicas juveniles», son además de otros muchos, los ejemplos más interesantes de un
nuevo concepto del trabajo escolar. No es el objeto de este volumen estudiar cada uno de
estos sistemas de actividad docente. Remitimos al lector curioso de estas cuestiones a la
Bibliografía que incluimos en las páginas finales.
No podemos dejar de referirnos sin embargo, a un aspecto del trabajo escolar que hoy
tiene una importancia considerable: el de la investigación de las aptitudes, de la orientación
profesional y la vocación, que se consideran como aspectos en la formación humana.
La especialización cada vez más determinante; la racionalización del trabajo y el empleo
de técnicas como el taylorismo, la estandarización y el stajanovismo, han hecho nacer una
preocupación nueva y muy de acuerdo con las características culturales de nuestro tiempo
en relación con la formación humana: la de no torcer las aptitudes individuales, ni violentar
las capacidades que pueden descubrir vocaciones que son necesarias en la actividad
especializada de hoy. Por esta razón se aplican técnicas adecuadas a la orientación
vocacional y profesional para formar hombres que satisfagan las nuevas exigencias de la
producción en cualquiera de sus formas,
Sintetizando, y para dar fin a este capítulo ya demasiado largo, podemos decir que,
siguiendo la enumeración que hemos adoptado, la educación de nuestro tiempo se apoya

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sobre características de tipo general y científico, a nuestro juicio indiscutibles y que son,
entre otras, las siguientes,

1. Un nuevo concepto del sujeto de la educación, tomando al hombre desde que se


pone en contacto con la vida hasta que esta se extingue como el protagonista de este
hecho universal, humano y social que es la educación.
2. Un concepto científico, biopsíquico del niño, del adolescente, del joven, del adulto.
3. Un nuevo concepto de la educación en general, de acuerdo con esas premisas.
4. Un sentido social de la escuela y del hecho educativo en general.
5. Una transformación de las técnicas de trabajo.
6. Un nuevo concepto de la escuela.
7. Un nuevo concepto del maestro.

Pero hemos dicho que estos son caracteres generales, o mejor dicho, fundamentos que
imprimen carácter a la educación moderna, pero no hemos hablado nada de corrientes o
direcciones de aquella. ¿Es que podemos destacar alguna? ¿Podemos fijar una dirección
determinada y única que marque los caminos por donde discurre la educación de nuestro
tiempo?
Creemos que no, precisamente porque hemos precisado ya anteriormente que lo que
rescata a nuestra época es su carácter crítico y que como tal la crisis es el signo bajo el cual
se desenvuelven todos los aspectos de la actividad humana. Por eso hay crisis en el más
profundo sentido de la educación, y no una sino muchas direcciones se pueden señalar,
siendo esta multiplicidad de direcciones educativas el verdadero símbolo de la educación
moderna.
Dentro de esa multiplicidad, podemos reducir a cuatro grupos estas corrientes
educativas de nuestra época.
En primer lugar, vamos a destacar la corriente llamada pragmática, que identifica todo el
proceso de la educación con la técnica educativa. Lo esencial, por tanto, para esta escuela, es
la práctica, la aplicación de las doctrinas a la realidad de la educación, Los ideales, el fin
tienen aquí una lejana importancia. Lo esencial está en los medios de realización, que
permitan obtener de la educación lo que sea útil y beneficioso para el educando.
Esta corriente educativa, inspirada en la filosofía pragmática de Stanley Hall, William
James y John Dewey, ha tenido un éxito enorme en nuestro tiempo, y las técnicas
montessoriana, decrolyana, así como las de Mrs, Parkhurst, Mackinder, Coussinet y toda la
teoría de los proyectos, responden a esas características.
En segundo lugar, colocamos la dirección llamada genética o biopsicológica, que subordina el
hecho educativo, su concepto, su naturaleza, sus fines y sus medios al sujeto de la
educación. Lo esencial aquí es determinar las condiciones, necesidades, características de
vida y de reacción del sujeto y acomodar a esas necesidades peculiares toda la acción

80
educativa. Es la teoría del desarrollo frente a la de la simple transmisión del saber; es la
doctrina experimental frente a la doctrina empírica; es la doctrina fundada en la libertad
frente al dogmatismo. Todas las escuelas experimentales, psicológicas, genéticas de la
infancia y del hombre en general se encuentran comprendidas en esta gran posición
científica, que en realidad ha dado carácter de disciplina sistematizada, independiente a la
Ciencia de la Educación.
Como hemos dicho, todas las escuelas experimentales de la infancia, de la adolescencia,
de la juventud, así como las escuelas psicoanalíticas, caben dentro de este gran movimiento
reformador que se apoya sobre principios tan firmes como la autonomía, libertad e
individualización de la educación y sobre la responsabilidad de los escolares.
Al frente de esta dirección queremos colocar el nombre ilustre del gran educador suizo
Edmundo Claparède con sus también ilustres colaboradores: Bovet, Piaget y Ferrière, entre
otros muchos; a los grandes psicólogos de la infancia y de la juventud: Carlos y Carlota
Bühler, en Austria; Neumann y Lay, en Alemania; Thorndicke y Kilpatrick, en
Norteamérica; Binet y Simon en Francia. Y no podemos dejar de mencionar los nombres de
Freud, que tanto ha contribuido a desvelar los misterios de la conciencia y del
subconsciente, así como a Adler, al cual el conocimiento del niño y del hombre deben tanto.
La dirección filosófica, en educación, es la tercera corriente que se destaca en el panorama
de la cultura educativa del momento. Aquí la crisis se agudiza porque el pensamiento
filosófico contemporáneo se debate en una honda y profunda discusión interna. Sin
embargo, la corriente filosófica educativa sostiene en líneas generales que lo esencial en
educación es el fin que se persigue en la formación consciente del individuo. De la finalidad
depende todo lo demás: los métodos, las técnicas, los procedimientos que deben ser
aplicados para alcanzar el fin propuesto. La educación deberá, por tanto, basarse en la Ética
para determinar los fines y en la Lógica para determinar sus métodos. Dentro de esta
corriente hay una gran diversidad de matices, desde la dirección axiológica hasta la dirección
vitalista y cultural, sin olvidar la dirección existencialista que citamos solamente por el auge
que ha pretendido tomar en algunos países, ya que la educación tiene forzosamente que
adoptar ante el existencialismo una posición de absoluto rechazo, puesto que la educación
aspira a la formación íntegra de la personalidad, lo cual no sería posible si partiéramos de un
concepto del hombre que teme a la nada y que cree que la angustia es la única forma de la
existencia auténtica. Entre los nombres más preclaros de la corriente filosófica incluimos a
Jonas Cohn, Max Scheler, Bergson, Spranger, etc.
En cuarto lugar situamos la dirección político-social, que en este momento representa un
movimiento de vanguardia, al menos en teoría, dadas las circunstancias en que vive hoy la
humanidad. Como este carácter político-social de la educación constituye uno de los
grandes problemas de la educación moderna, va a merecer capítulo aparte, y por ello no nos
ocupamos de él con mayor extensión. Solo agregamos que dentro de esta corriente se

81
incluyen matices muy diversos, desde la educación democrática, defendida por Dewey,
Kandel, Buisson y Herriot, hasta la corriente socialista y comunista representadas por
Paulssen y Tawney en relación con la primera y por Pinkevich y María Kruskaya en la
segunda.
Se apunta en estos momentos un tipo internacional de educación propugnada por la
Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, como un
instrumento de mejoramiento de los tipos de vida y para estrechar la relación entre los
pueblos. A pesar de nuestro escepticismo —en este caso, profesional— respecto a este tipo
educativo que la Unesco defiende, consignamos el intento como una de las aspiraciones
actuales en el campo de la educación.
Ante este problema educativo que acabamos de presentar, creemos obligado hacer ante
los lectores una declaración: aspiramos los maestros —sin otro mérito que nuestra
apasionada devoción a la profesión que nos acerca a los hombres— a que la educación de
nuestra época sea el arma poderosa que en nuestras manos contribuya al despertar de las
conciencias juveniles y aduItas para que el hombre no se retrase en la cita que tiene con la
humanidad —de la que él mismo forma parte— para remover con entereza y con decisión
la vieja máquina que ensombrece actualmente la vida de los hombres. Una educación para
vivir, para trabajar, para producir; una educación que encierre obligaciones y derechos; una
educación que sirva para dar y para exigir. Una educación, en fin, que haga realidad aquella
frase genial: «La vida es una aspiración a no renunciar a nada».

1 Mme. F. Seclet-Rion, A la recherche d’une Pedagogie nouvelle. p. 11 y siguientes, París, F. Nathan, Editeur.
2 Ballesteros, A.: La adolescencia. Ensayo de una caracterización de esa edad, México, Publicaciones de la F.E.T.E.
3 Ballesteros, A.: La adolescencia, Ensayo de una caracterización de esa edad, p. 25. México, Publicaciones de la
F.E.T.E.
4 Rousseau, J. J.: Emilio o la Educación, tomo II, p. 150, traducción de Rodríguez Burón. París. En Casa de
Tournachon-Molin. Calle Savoie, núm. 5. París, l820.
5 Natorp, Pablo: Pedagogía social, Madrid, Ediciones La Lectura.

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CAPÍTULO IV

La educación familiar y la educación de los padres para esa alta función

Muchos son los problemas que se plantean en el seno de la educación de nuestra época.
Podríamos decir, sin pecar de exagerados y sin temor a equivocarnos que en la educación de
hoy todo se presenta y se plantea como un problema, desde el propio concepto del
fenómeno social que estudiamos hasta sus finalidades y sus técnicas. De acuerdo con las
características generales de nuestro tiempo, se puede considerar como una situación normal,
completamente justificada, que la educación, como otros fenómenos que se desarrollan en la
sociedad y la sociedad misma, presenten este panorama problemático que llega en ocasiones
a caracterizarse como una encrucijada.
Pero dentro de toda la estructura general de la educación, como fenómeno humano,
como hecho social, queremos destacar, para responder a las características y exigencias de
este volumen, un número pequeño de cuestiones concretas que sean otros tantos motivos
de mayor preocupación para los educadores y que recojan realmente anhelos y aspiraciones
educativas del momento presente. Hacia tres preocupaciones fundamentales se enfoca hoy
principalmente la atención de profesionales, padres, y, en general, de gentes curiosas y que
anhelan con fe y con entusiasmo colaborar en la resolución de los graves problemas de la
educación humana: la educación familiar con su proyección en la formación de los padres, para cumplir
aquella; la educación juvenil para su incorporación positiva a la sociedad, o sea, la educación politico-social
de la juventud y, por último, la educación de la mujer, tema olvidado y sin embargo, apasionante.
De esos tres problemas vamos a ocuparnos, empezando por el grande y discutido
aspecto de la educación familiar.
Hace algunos años, muchos, un niño que luego había de llegar a ser un hombre, genial,
gloria de la Ciencia y orgullo de su Patria, tuvo un gesto de rebeldía —presagio indudable de
su gran personalidad— y huyó de la casa paterna. Cuando este niño llegó a viejo y su
gloriosa ancianidad aureolaba de grandeza su vida, escribió estas palabras: «En el fondo era
yo un infeliz, un alma cándida, aunque víctima de tendencias intelectuales y sensitivas
irrefrenables. Tanto mi padre como mis profesores hubieran sacado mejor partido de mí
usando los métodos del trabajo y de la bondad, en lugar de infligirme correcciones acaso
excesivas y siempre exasperantes»1.
Este niño era el grande y venerado Ramón y Cajal, que sufrió en su infancia y su

83
juventud la amargura y el inmenso dolor de pertenecer a una familia cuyo padre, hombre
honesto y cabal, no supo nunca que la vida de un niño tiene sus propios motivos de
actividad y de reacción, y que un adolescente y un joven no son nunca —sería monstruoso
concebirlo así— patrimonio absoluto de los padres, como una propiedad cualquiera. El
sabio histólogo tenía una personalidad privilegiada y a pesar de su padre, se salvó y fue un
hombre en toda la plenitud del concepto. Pero, ¿cuántos niños, cuántos adolescentes,
cuántos jóvenes se pierden para sí mismos, para la sociedad, para la ciencia o para el arte
porque el recinto familiar es un reducto en el que se marchitan las ilusiones, se pierden las
esperanzas y se agostan las posibilidades? He aquí la grave, atormentadora, pregunta que nos
lleva a trasladar al papel el resultado de nuestras inquietudes por lo que es casi siempre la
educación familiar y por lo que creemos que debe ser, para que cumpla con respecto a los
hijos, su alta e insustituible misión. Pero para exponer nuestro criterio y nuestras razones
sobre las características de la educación familiar, queremos partir de un concepto de la
familia, institución social, base indispensable de toda discusión en este terreno.
Para muchas gentes, ignorantes o de poca o nula fe, la familia es una institución
inquebrantable que obedece en su formación, cualquiera que sean el momento y las
circunstancias históricas, a leyes y principios inmutables. Se considera, pues, desde este
punto de vista a la familia como una institución básica que da origen a la formación de la
sociedad. No andan muy distantes de este concepto de la institución familiar, los puntos de
vista religiosos —muy respetables, pero anticientíficos— que consideran la familia como de
origen divino, cimentada sobre la primera pareja de la que el hombre recibe la marca maldita
del trabajo y la mujer la de la procreación, ensombrecida por el dolor.
Junto a esta actitud estática y errónea del origen de la sociedad familiar, no faltan hoy los
corifeos de la pretendida destrucción familiar y las plañideras por la muerte consumada por
el vicio y el desenfreno que invade —y corroe— la sacrosanta comunidad de la familia.
Estos errores de estimación —honestos unos, falsos e interesados otros— conducen a
muy graves consecuencias, principalmente en la consideración y en el lugar que deben
ocupar los hijos en la intimidad de la familia. Por eso desearíamos acertar, esclareciendo
esos errores y estimando en lo justo lo que es y significa la familia en la formación de
nuestros hijos,
La comunidad familiar no es una institución permanente y estable. No podemos
afirmar, sin caer en la vulgaridad o en el engaño, que conociendo los caracteres sobre los
que se asienta la familia romana o la cristiana o la familia de la burguesía renacentista,
conocemos lo que necesitamos conocer respecto a esta institución. Por el contrario, la
familia sigue en su evolución a la propia sociedad de la que forma parte. En el comunismo
primitivo, la comunidad familiar es una sociedad con propiedad comunal y vida colectiva; en
la sociedad establecida a base de la propiedad privada la familia se hace monógama y el eje
de ella es el varón. La primera forma es matriarcal, es decir, es la mujer alrededor de quien

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giran todas las actividades de la comunidad, y la segunda es patriarcal, por lo cual ya hemos
dicho que el eje de la sociedad familiar es el varón. La familia matriarcal en la cual durante
mucho tiempo la mujer no estableció relación alguna entre el nacimiento del hijo y sus
relaciones con el varón, establece la herencia para el grupo entero, en tanto que la patriarcal
establece el régimen hereditario individual.
Así podríamos llegar, destacando diversas etapas históricas que alargarían demasiado
estas breves noticias, hasta el momento presente para demostrar lo que ya hemos afirmado
antes: la familia es, igual que la sociedad, una institución que cambia, que evoluciona y que
responde en sus características a las mismas de la evolución social en general.
Hoy, el carácter de crisis de nuestra época, en el que ya hemos insistido tanto, da a la
familia este mismo carácter de crisis. Es decir, y vaya esta afirmación para los que lloran por
la relajación de nuestra familia contemporánea, que esta institución vive el mismo momento
y la misma sacudida crítica que están viviendo el Estado, la sociedad y todas las
manifestaciones y actividades de ambos.
La existencia y la evolución de la familia se explican por razones muy hondas y muy
complejas. No es solamente el instinto sexual —como se afirma por algunos— lo que
empuja al hombre y a la mujer a formar la familia; no es solamente la necesidad de criar a los
hijos, el mantenimiento de la especie, lo que hace unirse a los dos sexos; no es tampoco y
exclusivamente el amor —tan maltratado, tan tergiversado— sino algo que es tan profundo,
de tal calidad universal y humana, que satisface ampliamente todas esas características que
acabamos de enumerar: sexualidad, prole y amor.
Las relaciones de producción; el trabajo; la satisfacción de las necesidades elementales de
la vida, la defensa de la vida misma, son base de la propia existencia social, son su
justificación. Por eso han de serlo también de la familia, que es una agrupación que no da
origen sino que es un resultado de la sociedad. Por esta razón, cada época, cada pueblo,
crean una forma de familia en relación con las características esenciales del régimen, de la
producción y de las relaciones entre los hombres. Se trata pues, de un vínculo permanente
de todos los tiempos y de todos los pueblos, en el cual sobre las más firmes estructuras
sociales se gestan y se consolidan la atracción sexual, el amor y la crianza de los hijos.
Es cierto que la familia de este momento que vivimos difiere profundamente de la
familia de épocas pretéritas. Pero no hay que exagerar ni llevar la comparación a extremos
absurdos. Ni hay que lamentarse por el olvido de un pasado queriéndolo hacer presente de
nuevo, lo cual sobre ser anacrónico y excesivamente conservador, es antihistórico porque se
opone a las leyes más fundamentales de la Historia: dinamismo, continuidad y progreso.
Las diferencias, que a primera vista podríamos destacar entre la familia moderna y la del
siglo XIX, por ejemplo, son diferencias que arrancan precisamente y en particular de motivos
económicos. La crisis general de la economía moderna ha obligado a trabajar no solo a la
mujer además del padre naturalmente, sino también en gran número de hogares a los hijos,

85
y esta razón basta para que los exégetas de la vieja y tradicional sociedad familiar piensen
con dolor más o menos sincero que la familia se hunde, y basta también para que más
cuerdamente pensemos que la familia sigue en su desenvolvimiento el ritmo del
desenvolvimiento social en su totalidad.
Pero queremos anticipar a nuestros impugnadores —que de seguro los vamos a tener—
que es evidente, desde cualquier punto de vista que encaremos el problema, que se anuncia
muy seriamente y sin pretender ser profetas o agoreros, un momento histórico en el cual el
régimen familiar, hasta ahora imperante, va a evolucionar profundamente y quizá con mayor
rapidez de la que sospechamos. Una evolución que se va a referir a las relaciones
conyugales, al papel y misión de la mujer en el seno de la familia (¡ojalá dejara de ser pronto
la «reina del hogar», como la entienden los que conciben la familia como un recinto cerrado
y sin proyecciones a la vida que que fluye!), al papel de los hijos, a las relaciones de estos con
sus padres y en general a la transformación profunda que haga de la sociedad familiar un
lugar de trabajo, de bienestar y de felicidad y no una cárcel como en gran número de casos
lo es hoy, y en la cual sueñan sus miembros con la evasión liberadora.
La familia es una institución educadora. Esta es una afirmación cuya veracidad nadie
puede negar. En el seno de la sociedad familiar, todos sus miembros ejercen mutua y
recíprocamente una acción educativa cuya huella persiste y nos acompaña toda la vida.
«Como la sombra al cuerpo —dice un escritor del siglo XIX— me ha acompañado a lo
largo de mi vida, a través del mundo, la huella que en mi espíritu infantil dejó mi hogar. Y el
recuerdo de las horas familiares me salvó muchas veces».
Todos, jóvenes y viejos, en la alegría y en el dolor; en la cumbre de la vida y en los
umbrales de la muerte, llevamos en el corazón y en el recuerdo las señales que en todo
nuestro ser dejó la vida familiar.
Queda sentada aquí, por tanto, una primera afirmación: no solo los hijos reciben en las
horas de convivencia familiar una huella, un recuerdo, una influencia educativa. Olviden ese
error los que así piensen porque si el hijo recibe de los padres impresiones que valorizan o
desvalorizan su vida, también los padres, sin quererlo, casi siempre negándoselo a sí mismos
cuando lo perciben, sufren la huella, dulce y acariciadora a veces, dolorosa y amarga otras,
de sus propios hijos, cuya conducta en ocasiones y cuyas reacciones y actitudes hacen con
frecuencia rectificar a los padres honestos y discretos sus propias normas de actuación
dentro y fuera del hogar. Este cobija en su seno a los miembros de la familia y ninguno de
ellos escapa a la influencia de los demás ni a la del ambiente que envuelve la casa familiar.
Dos aspectos fundamentales presenta este fundamental problema de la familia como
institución educativa: uno, el de la educación de los hijos dentro de la comunidad familiar;
otro, la preparación de los padres para cumplir esa misión. Vamos en primer lugar a
ocuparnos de la educación de los hijos dentro de la familia.
¿A qué razones se deben las huellas educativas tan profundas que marcan la acción de la

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familia sobre los hijos? ¿Cuál es el secreto del poder educativo de la sociedad familiar?
Destacaremos como más decisivos los siguientes factores, entresacándolos de otros
muchos, cuya enumeración y explicación nos sería imposible, por razones de espacio.
En primer lugar, señalaremos la duración de esa acción familiar.
La mayor parte del tiempo de la infancia, de la adolescencia y de la juventud lo pasa el
hombre en el medio familiar. Aunque concurra a la escuela, sobre todo durante la infancia,
el niño permanece dentro del recinto familiar un mayor número de horas que en otra
institución cualquiera. Hace años, una investigación realizada en Bélgica sobre esta cuestión
arrojó los siguientes datos: se calcula que hasta los 14 años, la familia influye en la formación
de los hijos, en un 97 por 100, la escuela en un 2 por 100 y la Iglesia en un l por 100. Es
claro que estos datos no se pueden tomar al pie de la letra, porque no son iguales para todos
los países ni para todos los momentos ni para todas las familias ni para todas las escuelas.
Citamos el dato, sin embargo, para que se tome desde un punto de vista relativo y expresivo
de esa gran acción que el hogar ejerce. Pero lo que no puede negarse es que la persistencia, a
través del tiempo, de una acción determinada sobre el o los individuos, es siempre un
motivo de influencia sobre las reacciones personales. Esto que decimos nos servirá después
como argumento para demostrar que la familia actual ejerce una menor influencia sobre los
niños y los jóvenes, porque por causa de estos o por la de los padres, o por otras diversas, la
convivencia familiar es mucho menor. La duración y persistencia de la acción familiar hace
posible la realización de un aprendizaje espontáneo que facilita y mejora las adquisiciones
del aprendizaje sistemático que es obra de las instituciones educativas. Las adquisiciones de
hábitos diversos de limpieza, de orden, de cortesía, así como la conquista de destrezas varias
y de formas de conducta, se propician y se consolidan en el seno de la familia.
Junto al factor duración, hemos de señalar el factor libertad y espontaneidad, que en el seno
de la vida en común es una de las características más destacadas. Normalmente los hijos
deben actuar, y actúan en muchos casos, no tantos sin embargo como deseáramos, dentro
del hogar con toda naturalidad. Eso es lo que queremos decir cuando hablamos de libertad y
espontaneidad como características de la vida familiar, que hacen que se facilite no solo el
conocimiento, sino el trato entre padres e hijos. Alguien ha dicho que el sentido de libertad
y de responsabilidad, que es complemento del primero, se adquieren en el hogar. Y que los
hombres que han sido guías ejemplares en la defensa de ese atributo sagrado de los hombres
—la libertad— vivieron en hogares en los cuales la triste y mortal coacción paterna no
cercenó la aspiración de vivir libres.
Un tercer factor de gran significación es el de la multiplicidad de excitantes que el hijo
encuentra en el hogar cuando el hogar es un mundo para el hijo. No solo las personas:
madre, padre, hermanos, abuelos, tíos, sino también los amigos y los problemas que cada
uno lleva consigo. Problemas de trabajo, de opiniones, de luchas sindicales o económicas,
así como las discusiones deportivas, políticas, económicas, etc. Todo ello tratado o discutido

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tranquila o violentamente delante de los hijos que, pareciendo ausentes de la discusión,
recogen impresiones y noticias imborrables. Únase a todo esto la influencia de los hermanos
mayores sobre los más pequeños, la atracción de los instrumentos que deben ser
instrumentos de la cultura y que muchas veces no Io son, como la radio, la televisión, la
prensa, las revistas infantiles o juveniles, y tendremos muy sucintamente una visión del
panorama familiar, del hervidero que es, con frecuencia, un hogar, en cuyo crisol se forjan la
conciencia y la personalidad de las generaciones que comienzan a vivir. El hombre, en
medio de este mundo que es su casa, aprende a vivir y, algo que estimamos de mucho más
valor, aprende cosas sin proponérselo, quizá las mejores de su vida. Aquellas cosas que
llegaron a nosotros por invisibles caminos y que son tantas veces nuestra salvación.
«Aborrezco —decía Goethe— aquellas cosas que se aprenden solo por aprender y me
seducen las que aprendo sin saber cómo, pero que se hacen mías y me sirven». Ese es
precisamente el saber que nos da la familia y sus múltiples y variados excitantes.
Deliberadamente hemos dejado como cuarto y último argumento de la grande y
poderosa influencia familiar lo que queremos llamar base sentimental o afectiva de las relaciones
familiares. Todos los miembros de la familia están normalmente unidos por los estrechos e
invisibles pero fuertes lazos del afecto. Es como una envoltura irrompible, en la cual se
desarrollan todas las actividades familiares. Desde que el hombre nace y es estrechado
apasionadamente por la madre y sobre ambos pesa dulcemente la preocupación del padre
por la vida nueva y por la que se duplicó trayendo al mundo un nuevo ser, desde entonces,
desde ese momento, ha surgido en la comunidad del hogar un lazo poderoso de unión y de
atracción. Y, hay que decirlo, no sin emoción: es cuando nace el hijo cuando el hombre y la
mujer sienten que en realidad entonces ha nacido el hogar y se ha creado una familia. Y es
así como cada nuevo hijo, viene, en consecuencia, a consolidar el hogar y a aumentar la zona
afectiva de la familia.
Una mujer extraordinaria, Teresa de Jesús, que no fue ni esposa ni madre pero que fue,
como afirmó uno de sus mejores críticos, «una mística y humana feminidad», dijo en una
ocasión: «Solo el amor hace del hombre un objeto estimable y por él el hombre puede
alcanzar a Dios». Por la afectividad que invade todas las zonas de la actividad del individuo
se alcanza, con aspiraciones más limitadas que las de Teresa de Jesús, dentro de la familia, la
serenidad y el bienestar que son siempre inseparables compañeros de la felicidad.
Nadie medianamente informado ignora la influencia positiva que en todo el ámbito de la
conciencia ejerce lo que se llama el tono afectivo, que no es otra cosa que la actuación de
nuestros sentimientos, de nuestros afectos en todas las actividades vitales.
En efecto, los hombres viven en el mundo no solo como espectadores. Por el contrario,
su actitud ante las cosas, los fenómenos, las acciones humanas, no es de pasiva
contemplación o de absoluta indiferencia, sino de atracción o de repulsión ante lo que ven,
ante lo que contemplan. No somos indiferentes jamás ante las cosas. Tomamos partido y

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seleccionamos según nuestra afectividad nos obliga. Queremos u odiamos. Aceptamos una
teoría científica o filosófica o la rechazamos. Nos atrae una persona o huimos de ella. Rara
vez es la indiferencia la brújula de nuestras acciones. Pues bien, en el seno de la familia se
dan entre sus miembros y más especialmente en los más pequeños —los hijos— esas
mismas preferencias que vienen determinadas por el afecto. Por eso es tan persistente y
fecunda —cuando es buena y es normal— la acción de los padres sobre los hijos, porque
pensando en la familia bien constituida, las relaciones del afecto, las influencias del
sentimiento, logran lo que no es posible lograr con el terror y el miedo. ¡Qué afirmación tan
cruda para los padres que sacrifican el amor hacia sus hijos por correr tras otras realidades
que les apartan de sus verdaderos deberes paternales!
Fomentemos dulcemente, con serenidad, sin sacarla de sus verdaderos límites, la
sensibilidad afectiva entre nosotros y nuestros hijos, y serán irrompibles los lazos entre ellos
y nosotros, base de todas las influencias bienhechoras de la familia.
Estos cuatro factores que acabamos de destacar: la duración y persistencia de la acción
familiar sobre otras instituciones; la libertad, espontaneidad y naturalidad de la vida en
familia; la multiplicidad de los excitantes que ofrece la sociedad familiar, así como las fuertes
impresiones que graban en la vida del hijo, los afectos, los sentimientos propios y normales
entre los miembros de la familia, son suficientes como una pequeña muestra para explicar la
poderosa e indiscutible acción educativa familiar. Veamos ahora las principales formas de la
acción familiar sobre el individuo.
Tres medios principales a nuestro juicio (para no citar más que los indiscutibles) utiliza
esa acción de la familia sobre el hijo: la herencia, la crianza y la educación.
Respecto del primero, nos parece que no es necesario insistir mucho (sobre todo
teniendo en cuenta que este no es un libro de genética, sino de educación) en cuanto al
hecho fundamental de la influencia del proceso hereditario, no solo sobre los caracteres
físicos, sino sobre los psicológicos y morales de los hijos.La herencia es un modo de actuar
permanente, constante, de la familia sobre la descendencia, que a veces constituye en sí
misma y en sus consecuencias una limitación dentro de las posibilidades de la educación, en
cualquiera de sus formas. Y no se crea que la preocupación profunda de la cultura
contemporánea por descubrir los misterios de la herencia es exclusiva de nuestro tiempo.
Disponemos del testimonio de san Agustín, que en su Ciudad de Dios dice sobre este tema lo
siguiente: «En virtud de la maravillosa fuerza de la semilla incorporada en los cuerpos, se
propaga en la serie de las humanas generaciones la herencia de lo malo y de lo bueno».
La herencia se nos ofrece en términos generales como un lazo estrecho e irrompible que
mantiene unidos de por vida a los hijos con los padres. A veces, y este es un hecho que
registran incluso las gentes de la calle, ignorantes e ingenuas, «cualquier particularidad más o
menos destacada puede repetirse a través de varias generaciones, tales como la mandíbula
inferior prominente y el grueso labio inferior que, a partir de Maximiliano de Austria y de

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Carlos V, se ha repetido en una larga serie de Habsburgos»2. De la misma manera pueden
repetirse caracteres psicobiológicos que sea necesario cuidar y cultivar para que lleguen a su
máxima intensidad, mejorando la condición individual. Por el contrario, todos los maestros
saben cuán difícil es, y casi siempre estéril, entablar una lucha contra la herencia. Por eso
deben preverse, en todos los casos de unión de los dos sexos, las consecuencias que puedan
tener para los seres producto de esa unión aquellas transmisiones que marcan un déficit
vital, a lo largo de todo el ciclo de la vida humana.
La crianza es el segundo factor que hemos señalado como uno de los medios más fuertes
de acción sobre los hijos. Todos los animales jóvenes desde que llegan al mundo necesitan
una crianza apropiada y más o menos larga. Y el hombre, etapa superior de la vida, exige
entre todos los demás seres vivos una crianza más delicada y más larga. En términos
generales puede decirse que la crianza se prolonga hasta que el hijo está en condiciones de
cuidarse a sí mismo y de atender sus propias exigencias. Es un hecho sobre el que los padres
deberían recapacitar más de lo que ordinariamente lo hacen, el referente a la prolongación
de la crianza del niño, con respecto a la que exigen los animales, aun los más complicados,
desde el punto de vista biológico. Crianza e infancia son dos conceptos que se completan, y
la infancia del hombre, la más larga de cuantas se conocen, responde a exigencias de su
propia y complicada vida. La infancia, que ya dijimos en las primeras páginas, sirve para
jugar y para imitar, es precisamente por eso la edad del aprendizaje. Del amplio, profundo y
difícil aprendizaje que el hombre necesita hacer para llegar al momento cumbre de la vida y
estar en condiciones de afrontarla. Pues bien, la familia utiliza la crianza —que es tarea
exclusivamente familiar— para colaborar en el aprendizaje y para poner al niño, al
adolescente y al joven en situación favorable para llegar a ser hombre.
No se crea que la crianza se refiere exclusivamente a la alimentación. Así lo interpretan
muchas madres. Pero si así fuera, la crianza solo serviría las exigencias del desarrollo
biológico y su influencia sería muy limitada.
La crianza, por el contrario, abarca todos los aspectos de la vida del niño desde el
alimento, el sueño, la vivienda, la higiene, las normas de su vida, las costumbres, los hábitos.
Criar un hijo es más, mucho más que alimentarle; es hacer que crezca y se desarrolle en un
ambiente en el cual todo lo que él es y puede llegar a ser florezca sin violencias, pero
también sin excesivos y torpes sentimentalismos. La influencia educativa de la crianza reside
principalmente en la fuerza de lo cotidiano como formador de hábitos y normas de vida.
La acción sobre la educación es sin lugar a duda el aspecto decisivo entre todo lo que la
familia puede y debe hacer por los hijos. Hay en el medio ambiente en general una influencia
espontánea que se ejerce sobre el lenguaje, el carácter, los modales, las costumbres, etc. En
esta forma espontánea de educación familiar juegan un papel muy importante tres factores:
el juego, la imitación y el sentimiento de amor, y sobre todo de fe ciega que los hijos
depositan en sus padres. Por eso es tan terrible que los hijos vivan en un ambiente familiar

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en el que solo puedan recoger un lenguaje inadecuado; adquirir un carácter a veces en pugna
con su propia personalidad, por hipocresía o fingimiento; unos modales vulgares y
antisociales y unas costumbres inmorales y hasta depravadas. Piensen en esto los padres:
quiéranlo o no, los propios hijos adquirirán espontáneamente lo que sus padres y el
ambiente familiar les ofrezcan, dejándoles un sedimento de adquisiciones.
La familia ejerce también una acción deliberada e intencional en la educación de los hijos.
Estos reciben de sus padres, impuestos casi siempre, ideas, creencias, normas, hábitos, etc.
Podemos señalar tres criterios distintos en este aspecto intencionado de la educación
familiar.
La llamada educación positiva o de la coacción, la educación negativa o de la libertad y la educación
mixta o de la previsión.
Las dos primeras son, desgraciadamente, las que tienen mayor número de partidarios
porque son en primer lugar, las más cómodas y las que exigen por parte de los padres una
preparación menor. La primera se asienta generalmente sobre una monstruosidad ideológica
y moral que muchos padres cometen: la de creer que los hijos son una propiedad, y que como tales
deben pensar, sentir y actuar como los padres lo deseen. Incluso se llega a la aplicación de
castigos corporales, con la terrible excusa de «para eso es mi hijo y hago de él lo que quiero».
Con harta frecuencia leemos en. las columnas de los periódicos, recogidas como un «suceso»
más, las noticias de niños castigados cruelmente por sus padres, los cuales, obligados a
declarar, se consideran sin culpa por tratarse de sus hijos «cuya propiedad les pertenece». El
mismo trauma físico que reciben los niños y los jóvenes, con más frecuencia de lo que
generalmente se cree, en el caso de castigos corporales, reciben en su conciencia y en su
personalidad en desarrollo cuando, por un derecho mal entendido por los padres, falso
derecho, diríamos mejor, se imponen a los hijos, obligándoles a aceptar ideas, costumbres o
decisiones solo porque ese es el sentir de los mayores, ignorando que la autoridad no
supone imposición o coacción sino discusión serena, razonada, base de la aceptación y el
cumplimiento. Incluso y muy principalmente entre padres e hijos.
La posición negativa o de la libertad supone el mismo error a la inversa: los hijos, aun siendo
niños, tienen su vida propia y hay que dejarles en absoluta libertad para actuar a su gusto y
sin limitaciones. Son muchas las familias que proceden así, por ignorancia en algunos casos
y por comodidad, casi siempre. El hijo así tratado no molesta y permite a los padres una
triste conducta de «manos limpias» para no sentirse oprimido y mediatizado a causa de la
tierna y cordial vigilancia del hijo.
Pero esta actitud paternal tiene unas desastrosas consecuencias. El hijo no recibe la
influencia bienhechora del hogar y cuando este, encarnado en las figuras de los padres,
quiere hacer sentir a los jóvenes su acción directora o, más sencillamente, de ayuda, de
consejo, aquel ha recibido impactos más fuertes que le llegaron de otras influencias peores o
mejores, pero con frecuencia ajenas a las que debió haber recibido de los suyos, en el seno

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de la institución familiar. Cuando esto ocurre, los padres, si llegan a darse cuenta de su
abandono y de su error, elevan la voz destemplada del fracaso y de la decepción, queriendo
someter al hijo que quedó fuera de sus paternales preocupaciones para traerle por la
violencia al terreno de sus decisiones. Y ya es tarde. El hijo nunca será suyo y el desamor, y
quizá la amargura y la desilusión, si no es la rebeldía, serán el balance doloroso de una
conducta equivocada.
No hay otra solución, no lo olviden los padres, más que la educación de la previsión, que es
vigilancia y preocupación. Un hijo no debe sentirse en el hogar como si estuviera maniatado
física y moralmente, pero tampoco debe sentirse libre, con la absoluta libertad que le
permite ser dueño y señor de sus movimientos. Entre ambas situaciones deben
aparecérsenos las figuras señeras del padre y de la madre, y la sombra vigilante y dulce del
hogar.
Recordamos en estos momentos —y perdónesenos el empleo que hacemos de nuestros
recuerdos— una escena familiar que presenciamos hace ya muchos años: dos hermanos
discuten si realizar o no una acción por el temor de que, al hacerlo, los padres se disgusten.
Los niños —10 o 12 años espléndidos— no hablan de castigos ni piensan en sanciones,
cualquiera que sea su clase, porque su hogar es delicado, acogedor, y sus padres, amigos y
consejeros de sus hijos. De pronto uno de ellos, el mayor, pregunta al más pequeño: ¿«Pero
a ti no te gustaría hacerlo?» El niño no responde con palabras, se limita a mover
afirmativamente la cabeza y a mirar a su hermano con ojos dulces y profundos. Hay un
silencio expresivo del combate —un valioso combate— que libran en su interior los dos
niños, hasta que el mayor afirma: «Tienes razón, es mejor consultarlo con nuestros padres,
que siempre nos aconsejarán lo mejor». Pero el pequeño, remiso aún, no muy seguro de su
débil resistencia, pregunta al otro: «Y si nos dicen que no, ¿qué haremos entonces». El
mayor se yergue orgulloso de su decisión y agrega: «Lo cumpliremos y ni siquiera nos
parecerá mal». Esta conversación tiene el valor no solo de la actitud de los niños ante sus
padres, sino la de expresar ingenuamente cómo pesa en el ánimo infantil la decisión de los
padres cuando estos son amigos de sus hijos, además de padres. Prevenir es sin duda un
signo eficaz y creador en la acción educativa familiar. Prevenir y no imponer ni tampoco
abstención peligrosa que, sobre todos los demás peligros, aleja a los hijos de los padres.
Y, quizá alguien sonría con escepticismo cuando digamos lo que vamos a decir a
continuación: el éxito o el fracaso de la educación familiar está en el hecho, al parecer tan
fútil, de no permitir que los hijos se alejen de los padres. Aunque rompan las ligaduras que
les atan al nido común, aunque formen su familia y Ios avatares de la vida se los lleven lejos,
materialmente, del hogar; aunque vuelen en aras de sus aspiraciones y de sus ambiciones.
Aunque todo eso ocurra que es ciertamente lo normal y corriente en la vida, los hijos deben
sentirse unidos a los padres; estos deben sentir a aquellos junto a sí. Como en los días felices
del hogar en que padres e hijos vivían envueltos en los pliegues delicados y tenues, por

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invisibles, del ambiente familiar. ¿No será posible que en nuestra sociedad, tan trágicamente
batida por el huracán de las más sordas pasiones; abrumada por el dolor; acongojada por los
clarines bélicos, no será posible, repetimos, que los padres sean la vanguardia en la defensa
de los niños, de los jóvenes, a través de la sombra apacible del hogar y por su obra paternal,
acuciosa e inteligente en la preparación de los hijos para una vida mejor?

1 Santiago Ramón y Cajal: Mi infancia y juventud.


2 Caullery, Maurice: Genética y Herencia. pp. 1 y 2, Colección «Surco». Salvat Editores. Véase también: Galippe.
L’hereditè des stigmates de generescence dans les familles souveraines. París, 1905.

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CAPÍTULO V

La educación del niño en la familia

Más pronto o más tarde los hijos juzgan a los padres


MME. SELECT-RION

Hemos querido dejar bien sentada la enorme influencia ejercida por los padres sobre los
hijos, influencia que se traduce en una forma de educación que acompaña al hombre
durante todo el proceso de su vida.
Ahí ha quedado expuesto también nuestro juicio sobre lo que es la familia y nuestra
opinión inquebrantable, relativa al poder educativo de la sociedad familiar. Creemos que
nadie discutirá el principio, aunque se discutan, ¡ojalá sea así!, los detalles y las direcciones.
Nos corresponde ahora, para completar nuestras ideas, exponer algunos problemas
concretos que caen dentro del círculo de la educación familiar, aunque desgraciadamente
tengamos que limitarnos en número y en extensión por exigencias de espacio.
Es muy frecuente escuchar de padres y maestros afirmaciones como las siguientes: «los
niños de hoy son cien veces peores que los niños de nuestro tiempo», «los niños de hoy no
actúan ni reaccionan como actuábamos y reaccionábamos nosotros». Y cuando oímos estas
exclamaciones, no podemos evitar estas preguntas, que surgen, como al desgaire de nuestra
preocupación de educadores: ¿Hay ignorancia o indiferencia en esas exclamaciones? ¿Se
encubre en ellas el deseo de soslayar lo que es verdaderamente un niño, lo que se supone
que es un adolescente? ¿Hay una inhibición de padres y maestros ante el problema nuevo
que, según ellos, plantean los niños de hoy? Quizá hay de todo, como en botica, usando la
frase, muy castiza y expresiva de un personaje del teatro español del siglo XIX. De todo,
porque con referencia a la familia, hay en muchos casos, ignorancia, inhibición y deseo de
no complicarse la vida con problemas de infancia, pero como una noticia preliminar a lo que
vamos a decir de problemas concretos de educación familiar, hacemos saber a los padres, a
los abuelos, a los tíos, a todos los que por una u otra razón tienen que convivir con los
niños, que ni estos ni los adolescentes ni los jóvenes de hoy son específicamente diferentes a
los de otros tiempos, ya sean los tiempos de los padres o los de los abuelos.
Específicamente decimos, para que se entienda que la especial condición infantil,
adolescente o juvenil es en sus raíces la misma. Lo que ocurre es que la vida, las

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circunstancias y el medio ambiente en general, sí son distintos y, actuando como hemos
tratado de demostrar anteriormente, el medio sobre todas las actividades del hombre, este
en cualquier edad, en nuestra época tiene que aparecer distinto ante los ojos de los que no
quieren ver y ante los oídos de los que no quieren oír.
¿Puede un niño de hoy que prende su curiosidad en los adelantos televisores, reaccionar
igual que un niño que solo por excepción veía una representación del teatro «guiñol»?
¿Puede un adolescente de esta época de luchas libres y de deporte y excursionismo, actuar
en la vida diaria igual que el adolescente que vivía en el hogar y, solo en compañía de sus
padres, acudía al cine, a paseos campestres y a románticas reuniones amistosas? ¿Puede, en
fin, un joven de nuestro tiempo que vive las dificultades económicas del hogar, que trabaja y
estudia al mismo tiempo, que vio en el «cine» los desembarcos de miles de hombres con
destino a los campos de batalla; que oyó hablar de la destrucción de ciudades; que sabe que
en el camino destructor del belicismo asesino le tocará alistarse y quizá morir, puede este
joven reaccionar igual que el joven que vivió días felices pensando en sus problemas y en
hacerse un porvenir dichoso? Creemos que las respuestas no son difíciles de hallar y que son
los padres, la familia entera (igual que las instituciones educativas) quienes tienen que
ponerse al corriente, al día de lo que la nueva situación exige.
Hoy hay niños nuevos. Hay vida nueva, nuevos estímulos, nuevos excitantes, nuevas y
dolorosas experiencias, y en la familia como en el resto de la sociedad, han entrado esos
vientos ante los cuales el hogar ha de tomar posiciones para no ser arrollado en unos casos,
y para no faltar a sus deberes, en otros.
¿Cuáles son los problemas que con respecto a los hijos plantean o soslayan con más
frecuencia los padres? Aclaremos que: hay problemas de hijos y problemas de padres pero
que estos, cuando se quejan y se duelen de la dureza de su función con respecto a aquellos,
silencian los segundos y plantean solamente los primeros. Olvidan u ocultan sus flaquezas y
solo plantean los que estiman como defectos de sus hijos.
El profesor Luis A. Santullano, en su obra, tan amena, La educación fácil del muchacho difícil,
hace una enumeración de «casos de muchachos que son la desesperación y el agobio de los
padres» y que vamos a transcribir: «El niño mal educado, el hijo único, el desobediente, el
obstinado, el alborotador, el soñador, el mentiroso, el demasiado curioso, el ladronzuelo, el
inadaptado, el niño prodigio». Quizá alguien abra los ojos de asombro ante esta lista
desmesurada de «casos» infantiles. ¿Tantos, dirá el profano, tantos niños que tienen algo que
corregir y que cuidar? Pues abra aún más los ojos de admiración nuestro supuesto lector;
faltan algunos casos en esa enumeración y sobre todo uno en el que ya se ha pensado, sin
duda: el niño normal, el que vive y se desarrolla sin que se alteren ni se cambien las leyes de
su desarrollo biopsíquico y no produce ni en el hogar ni en la escuela problema alguno. Aún
tendrá motivos de asombrarse nuestro incógnito lector y quizá nos pregunte: ¿pero es que
existen los niños normales absolutos. ¿Se registra ese «caso» en la escuela y en la institución

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familiar, donde el niño vive y se desenvuelve la parte más amplia de su vida? Para
contestarle acudimos al testimonio de Gilbert Robin, antiguo jefe de Clínica de la Facultad
de Medicina de París, que en su obra La educación de los «niños difíciles» dice lo siguiente:
«Antes que la educación de los niños difíciles se impone, me atreveré a sostenerlo, la
educación de sus padres». Con lo cual quiere significar que un gran número de niños
considerados difíciles no lo son sino por sus padres y por su actitud equivocada ante los
hijos. Esto es una verdad amarga, muy amarga, pero lo es y seguirá siendo mientras la
educación de los adultos no acometa la gran tarea de la educación de los padres.
Aceptamos, en principio, la clasificación de los «casos» de niños, ofrecida por el
profesor Santullano, pero solo nos vamos a ocupar de dos o tres de ellos porque no hay
tiempo ni espacio para más. Y empezamos precisamente por el niño normal, para seguir por el
desobediente y terminar con el mal educado. Tres casos, tres problemas, tres actitudes de los
padres y si fuera posible, tres soluciones.
Todos los padres sienten el orgullo de comprobar y de afirmar ante las gentes que sus
hijos son, felizmente y por completo, normales. Y a la inversa, se resisten no ya a afirmarlo,
sino a reconocer males.
Pero lo curioso del caso es que con frecuencia los padres se equivocan, lo mismo
cuando hacen una u otra afirmación. Es muy difícil, incluso para los especialistas, señalar las
fronteras de lo normal y determinar, por tanto, el límite justo donde se inicia lo anormal.
Lo evidente es, sin embargo, que hay niños normales y que esos niños tienen derecho en
la familia y en la escuela a que su normalidad sea atendida y cuidada con el más escrupuloso
y tierno afán, para que no se pierda. Es una dolorosa experiencia comprobar que muchos
hijos en el hogar familiar transforman su vida, que discurre normalmente en un proceso
turbio y desolado a causa de la conducta de sus padres. «El genial psiquiatra Freud descubre
la génesis de muchas enfermedades mentales y de ciertas formas de histerismo en la
explosión anómala que hace dentro del hombre adulto su niñez maltratada. Fue acaso una
escena violenta, presenciada en los primeros años; una cruda negativa de los padres a
satisfacer un enérgico deseo del niño. El choque afectivo experimentado entonces forma a
modo de un quiste o tumor psíquico que acompaña al alma en su crecimiento,
deformándola hasta el día en que explota como una carga de espiritual dinamita»1. Pregúntense los
padres cuántas veces expusieron al hijo al terror de una discusión violenta y cuántas veces
también no negaron caprichosa y duramente a los jóvenes la satisfacción de un deseo que
era para los muchachos, grandes o chicos, tan necesario como el alimento. He ahí un
motivo que rompe la normalidad de la vida infantil y aún hemos de señalar otros varios.
Pero, a todo esto, ¿hemos dicho qué es un niño normal? Es necesario hacerlo, pero
sencillamente porque estas páginas son páginas modestas que quieren llegar hasta los padres
sin abrumarlos de oscuros conceptos.
Dice el doctor Gonzalo R. Lafora en su obra tan conocida: Los niños mentalmente

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anormales, en su primer capítulo que titula «El desarrollo físico del “niño normal”», lo
siguiente: «Desde que el niño nace hasta la edad adulta, su organismo está en perfecto
crecimiento… A la vez que tiene lugar el desarrollo físico, se produce el desenvolvimiento
funcional del cual forma parte el desarrollo intelectual. Las perturbaciones aisladas de uno cualquiera
de estos desarrollos dan lugar a anomalías diferentes». Es decir, que tomando estas ideas de un
especialista de tanta solvencia científica como base para caracterizar a un niño normal,
diríamos que este es aquel sujeto cuyo desarrollo físico y cuyo desenvolvimiento funcional, incluyendo el
desarrollo intelectual, no ofrece perturbaciones que den lugar a anomalías diferentes.
El niño normal pues, y lo mismo podemos decir del adolescente y del joven, es un
sujeto que reacciona normalmente sin dificultades, sin problemas, sin alteraciones de su
conducta, en un medio normalmente adecuado a sus características y a su desarrollo general.
Este niño normal, por tanto, está aquí entre nosotros, en su casa, en la calle, en el
campo, en la escuela. Viaja en el camión; mira los escaparates; mastica chicle; lee historias de
Walt Disney; hace excursiones, dibuja, escribe, juega, chilla, se enfada, se pelea con otros
chicos. Vive, en una palabra; y vive para crecer, para jugar, para imitar. Y así viven también
los adolescentes y los jóvenes, atravesando los primeros su crisis característica y los
segundos preparándose para llegar a su madurez.
Entonces, dirán algunos padres, ¿por qué hablar del niño normal, si no hay con él
ninguna clase de problemas? Así debía ser, en efecto, pero tenemos que hablar de él mucho
porque nos llegan al alma y amarga nuestra euforia de educadores saber que muchos niños
normales son asiduos clientes de las clínicas de conducta y de los consultorios psiquiátricos y neurológicos
porque perdieron su normalidad y se alteró el ritmo de su vida, principalmente por la huella morbosa de un
hogar difícil
¿Qué causas desvían, principalmente, la vida del niño de su cauce normal? ¿Cómo y por
qué la familia destruye el tesoro inapreciable, maravilloso de la vida juvenil, con sus errores y
sus deficiencias, y sus fallas de conducta y de amor hacia el hijo?
Citaremos algunos motivos —los fundamentales a nuestro juicio, por más frecuentes,
advirtiendo que dejaremos fuera de esta enumeración los que sean real y profundamente
morbosos— con cuadros clínicos muy definidos y con tratamientos especializados.
Repetimos que hablamos, sobre todo, a los padres para ayudarles en la tarea —nada fácil, es
cierto— de tratar a sus hijos.
En primer lugar, entre los motivos que causan lesiones profundas en la conciencia del
hijo, niño o joven, hemos de destacar la violencia de los padres, no solo en el trato con los hijos,
sino en el trato entre ellos mismos. La violencia, repetimos, esa terrible e inferior manera de
actuar de la que dijo un criminal moderno, Adolfo Hitler, que «era la única manera de tratar
a los inferiores y a los débiles». ¿No será, según nuestro concepto, a la inversa? ¿No serán
los inferiores, ruinas miserables y débiles, los que necesitan encubrir su propia miseria, con
la violencia externa? ¿No será una falsa autoridad la que se ostenta bajo las diversas formas

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de la violencia? De una manera o de otra, la violencia en el trato de padres a hijos y entre los
miembros que constituyen la sociedad familiar es siempre una causa determinante en las
alteraciones de diversas clases que sufre el hijo, cualquiera que sea su edad, en su
desenvolvimiento. Y no se crea que exageramos al hacer esta afirmación o que la hacemos
basados exclusivamente en experiencias y hechos de la vida diaria en el seno de diversos
tipos de familia. Bastarían en muchos casos esas experiencias, pero los resultados que vamos
a ofrecer se apoyan en investigaciones realizadas con seriedad y probidad científicas.
Es un caso frecuente entre padres e hijos que los primeros desconozcan, por falta de
preparación, cuáles son las reacciones y respuestas normales de niños y de jóvenes, ante
diversas situaciones o estímulos. Y cuando el padre y la madre, por esa característica
ignorancia de sus funciones, interpretan el mundo de sus hijos al estilo y al modo del suyo
propio, y esperan por eso que los muchachos respondan con palabras y acciones que ellos
quieren que sean de un modo y que lógicamente son de otro, surge el conflicto que los
padres, en la mayor parte de los casos, tratan de solucionar con la violencia. Surgen entonces
los gritos, los epítetos, las palabras duras y agresivas y a veces hasta los golpes. La situación,
respecto del hijo, tiene solo dos soluciones: la de que aquel responda de la misma manera
que actuaron sus padres: violentamente (el respondón, como suelen calificarle sus
familiares), con la consiguiente excitación biopsíquica tan perjudicial para niños y jóvenes, o
el silencio y la aparente sumisión que lleva consigo el resentimiento, la desilusión y el
desengaño que muchas veces supone la caída del ídolo que el niño lleva dentro,
personificando al padre o a la madre. Aquí también, el hijo silencioso, demudado, pálido,
que escucha el aluvión de calificativos deprimentes y la amenaza de sanciones, o sufre la
aplicación de golpes, guarda en el oscuro y silencioso rincón del subconsciente un motivo de
alteración vital cuyas repercusiones no pueden calcularse.
Los padres que amenazan de continuo a sus hijos con las frases tantas veces escuchadas:
«¡Te voy a pegar! ¡Te voy a dar de cachetadas!», o simplemente la amenaza misma que
expresa el acto de pegar, son responsables en un 400 por 100 de las anormalidades que los
jóvenes normales acusan, por maltrato en las relaciones paternofiliales. Es decir, cuarenta hijos
de familia que no tienen problemas económicos muchas veces; que siguen con regularidad
sus estudios; que son normales en una palabra, son, entre ciento, desviados de su vida
normal por un trato inadecuado, violento. Dentro de este aspecto general de la violencia se
observan tipos diversos, entre ellos, este otro: el de los padres que, incapaces de utilizar
medios delicados y cordiales ya que no especialmente adecuados, quieren someter al hijo
produciendo en él el estupor que causa el insulto. ¡Eres idiota! ¡Eres un estúpido!, se oye con
demasiada frecuencia apostrofar a los padres. Y cuando eso ocurre y el hijo no es ni idiota ni
estúpido, pueden ocurrir también dos cosas: o el hijo se siente seguro de lo que es y de lo
que sabe y devuelve el insulto a sus progenitores, o también se calla, triste y reservado,
meditando, si en efecto es idiota y es estúpido. También aquí podemos ofrecer este dato: de

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los casos estudiados minuciosamente de niños disminuidos en su índice vital con profundos
complejos de inferioridad, sesenta declararon recibir en su familia calificativos deprimentes
que rebajaron la fe en sí mismos y el concepto de su propia estimación. ¡Sesenta hijos, entre
ciento, que tuvieron que lamentar la falta de celo paternal y que cayeron, como aves heridas,
en el desconsuelo más amargo!
También causa estragos profundos en el niño normal —precisamente en él— la
desigualdad de trato que reciben del padre y de la madre. A veces, en un hogar, el padre hace
esfuerzos por comprender a los hijos y atenderlos con ternura y devoción que suplen la
ignorancia y la falta de preparación. El padre es entonces un elemento de concordia y de
atracción para los hijos. Pero un día, muchos días, muchas horas, la madre sorprende a la
familia entera con la violencia de su actitud frente a los hijos. Grita, golpea, apostrofa, nunca
está satisfecha y reniega de su sagrada función en el hogar. Es lógico el resultado: los hijos
temen a la madre, le huyen y, lo que es peor, la engañan, porque así creen escapar del furor
que acompaña a su persona y a sus actos y se refugian en el padre, con lo cual el hogar
queda dividido, y frustrada la acción conjunta del padre y de la madre, que es, no lo olviden
los padres, absolutamente necesaria a los hijos. Puede ocurrir, ocurre muchas veces, que el caso es
a la inversa: es la madre el fundamento del hogar y el padre quien asusta y destroza la vida
de los hijos. En cualquier caso, como en todas las anomalías familiares, el hijo es la víctima;
es él quien paga los errores paternos y quien sufre el dolor de la infancia amargada y de una
crisis más aguda aún en la adolescencia y en la juventud. Son curiosos y graves los resultados
de las divergencias en el trato paterno y maternal. Los niños y los jóvenes que temieron al
padre y buscaron el cálido regazo de la madre son generalmente muchachos que viven en
una constante inquietud, temerosos de la violencia paterna; lo cual puede degenerar, y
degenera con demasiada frecuencia, en un sentimiento íntimo de temor y de duda de su
propia fuerza para defenderse cuando llegue el ataque, y para defender y escudar a la madre,
en el momento que ellos estiman de peligro. Un niño, mejor pudiéramos decir un
adolescente, pues tenía ya catorce años, nos decía una vez: «¡Hasta en sueños veo a mi padre
gritándonos a mi madre y a mí, amenazadoramente, y tengo miedo, porque él es más fuerte
que yo!» El chico se asustó de pronto de sus propias afirmaciones y añadió: «Y mi padre es
bueno, si no fuera porque es violento a veces». Y lo malo del caso es que era verdad. Era
bueno este padre, pero no supo jamás el daño que hacía a sus hijos con la violencia de su
conducta.
Los chicos que se amparan en el padre porque es él quien con dulzura y comprensión
los sujeta al hogar, tienen una caracterización diferente. Se sienten fuertes, defendidos,
porque tienen fe en la fortaleza de su padre y no hay en ellos síntomas aparentes de timidez.
Pero se observan, por el contrario, generalmente dos características muy graves para la
persistencia de su normalidad: aparentan una superioridad sobre la madre, que en el fondo
encierra una timidez encubierta y, lo que es peor todavía, en su interior, casi sin

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confesárselo, no quieren a la madre y la desprecian. Quisiéramos brindar con cordialidad
amistosa y con ternuras de madre y de maestra estas preguntas, en especial, dirigidas a
aquellas: ¿No vale el cariño de un hijo tratar de hacer el sacrificio de nuestras violencias, casi
siempre irrazonadas? ¿No valdrán las caricias de un hijo, su mirada dulce y anhelosa de
cariño, más que todos nuestros desahogos y nuestros a veces inexplicables malos tratos?
También pensamos en estos momentos en las madres y en los padres que sienten
endurecerse su carácter y transformar su «genio» porque la vida es dura para ellos: hogares
sin pan, sin calor; hogares de trabajo ininterrumpido; enfermedades, miseria, en fin. Pero los
hijos no pidieron permiso para venir al mundo y, hasta en el dolor, es un amanecer y una
esperanza, saber que los hijos pueden sentir la alegría de su juventud si les acompaña el
amor de los padres. Hay un problema familiar muy hondo que daña la normalidad de estos
niños que, por su vida regular, merecen un trato de serenidad y de equilibrio. Nos referimos
al trato desigual entre los diferentes hermanos que, con demasiada frecuencia, aplican los padres
dentro del hogar a los distintos hijos. Sin que nadie nos trate de exagerados, queremos
afirmar que un 70 por 100 de los niños normales (repetimos, sin deficiencias de ninguna
clase) ven alterada la normalidad de su desenvolvimiento ante un triste y desigual panorama
de los afectos y del trato con respecto a los diferentes hijos. Unas veces, en la casa, es el hijo
mayor quien recibe los halagos, las alabanzas, incluso los permisos para determinadas cosas,
en detrimento del resto de los hermanos. Otras veces, a la inversa, es el más pequeño quien
es el preferido; y a veces es la hija, «la única hija de la familia», quien se impone al resto de
sus hermanos y llega a convertirse en dictadora del hogar. ¡Qué errónea conducta la de los
padres en cualquiera de estos casos! ¡Qué consecuencias tan graves van a tocar los
progenitores cuando los hijos reaccionen ante comportamiento tan cruel y tan duro! El
«preferido» es siempre un hijo que rompe la norma de su vida y se aprovecha de su situación
privilegiada. ¿Para qué? Pues es bien claro: para sacar partido de su supremacía en contra de
sus hermanos y para valerse del mal entendido afecto de los padres a la hora de conseguir
una situación de privilegio dentro del hogar.
Una buena norma de conducta, por tanto, para los educadores naturales de los hijos,
que son los padres, es equiparar en el trato a todos los hermanos por igual, que es
equipararlos en el afecto y en las posibilidades que la familia puede ofrecer. Igualdad ante la
autoridad y el afecto familiares para todos los hijos es una norma y una regla que nunca
debe vulnerarse, de toda la educación familiar. Para cumplirla solo se necesitan dos cosas
principales: sentir a los hijos fundidos en un solo amor y preocupación, para que su
formación se desenvuelva dentro de los límites del mayor bienestar.
Ocuparíamos muchas páginas si siguiéramos enumerando causas por las cuales el hijo
normal deja de serlo, con motivaciones que se producen en el seno del hogar. Y como ello
no nos es posible, citaremos solamente otras alteraciones que acarrean trastornos graves en
la vida juvenil.

100
Una de ellas es la violencia en el trato entre los padres; otra es el trato desigual que se aplica a los
hijos: unas veces se les mima excesivamente y otras se les maltrata de palabra y de obra,
creando en el niño o en el joven una situación de desequilibrio afectivo y moral que daña
enormemente su actitud ante la vida. Y por último queremos citar dos problemas muy
graves que alcanzan en nuestros dias proporciones desmesuradas: la influencia perniciosa que
generalmente ejercen los abuelos en los nietos y la facilidad con que los padres ponen en manos de los
hijos, y los abuelos en manos de los nietos, cantidades de dinero más o menos grandes que
permiten al niño y al joven disponer la compra de revistas, libros, juegos, comidas, etc., casi
siempre perniciosos para su salud biopsíquica.
Respecto de la participación de los abuelos en la vida y educación de los hijos, no
podríamos decir aquí cuanto se nos ocurre y cuanto sería justo decir. Pero como síntesis
afirmamos que el papel de los abuelos, respecto de los nietos, consiste siempre en no
desautorizar la acción de los padres y en no demostrar ni burla ni sarcasmo ni menosprecio
por lo que los padres hagan con sus hijos. Ambas cosas son fatales para los jóvenes y sus
resultados suelen recaer sobre los propios abuelos que ven, con frecuencia, desmoronarse el
castillo de autoridad y suficiencia que quisieron levantar ante los nietos en medio de la
indiferencia y el desamor de estos.
Respecto al afán desmedido de dinero que muestran los jóvenes de hoy y que tiene su
origen en muy censurables costumbres familiares, entre ellas la de entregar dinero a los hijos
incluso para que estos accedan a algunos deseos paternos, desde la infancia, no podemos
menos de exteriorizar aquí nuestra opinión en sentido de que esa malísima costumbre llega a
crear en los hijos la idea, muy perjudicial para su vida presente y futura, de que el dinero es
la única palanca que puede abrir todas las puertas. Es posible que esto sea una realidad para
los hombres de hoy y para la vida actual, pero eso no es nunca una razón para que la vida de
los niños, de los adolescentes y jóvenes se abra desde el hogar a perspectivas tan poco
prometedoras. El hijo, en el seno de la familia precisamente, debe aprender con toda
sencillez que en la vida hay cosas más valiosas que el dinero y que este es un instrumento
necesario pero cuya adquisición ha de estar sometida a normas morales que descansan sobre
la honestidad del trabajo, necesidad social de todas las comunidades humanas.
Resumiendo ahora, vamos a invitar a las personas que hayan tenido la humorada de
leernos, a responderse a esta pregunta: ¿Es que en un hogar, en el seno de una familia, en
donde se empleen como medios para llegar a los hijos y de conseguir algo de ellos la
violencia, las amenazas, los castigos, los insultos, los epítetos deprimentes, el trato desigual
entre los diferentes hermanos, las violencias entre los padres, la intervención indiscreta de
los abuelos y el libre manejo del dinero por los hijos, se puede pensar que en ese hogar,
aquellos desenvuelvan su vida normalmente y conserven su normalidad, es decir, puedan
desarrollarse sin perturbaciones que den lugar a anomalías diferentes? Pueden los padres
darse las respuestas que les dicte su experiencia; pueden los aficionados a temas educativos

101
hallar también las suyas; pueden los ignorantes y los indiferentes sonreír incrédulamente
ante ese panorama que encierra nuestra interrogación, pero nosotros, maestros y teóricos de
una ciencia tan llena de sugestiones como es la ciencia de la educación, contestamos
categóricamente, ¡no! No pueden los hijos, niños o jóvenes, conservar la normalidad de su
desarrollo, que debe ser cultivada como una flor rara y valiosísima, si su vida familiar
presenta esos caracteres o solamente algunos de entre ellos.
¿Qué ocurre entonces? Varias cosas a cual más graves pueden suceder. Y todas ellas,
créanlo así quienes nos lean, están comprobadas por una larga, laboriosa y honesta
experiencia educativa.
Cada día aumentan en niños y jóvenes las alteraciones del comportamiento; cada día
aumenta el porcentaje de neurosis infantiles y juveniles, cada día aumentan también otras
formas de alteración neuropsíquica en las jóvenes generaciones. No es naturalmente que
achaquemos sola y exclusivamente a la familia esos trastornos; hay muchos motivos que
alteran hoy la vida y la conducta de los niños y en general de los jóvenes. Pero la familia
tiene una participación muy grande en esos trastornos juveniles que tienen su origen, muy
especialmente en el hogar.
Todos esos motivos de desajuste, como hoy se dice, en la conducta juvenil y que
culminan en muchos casos en ese sentimiento de falsa y vacía superioridad que sienten
muchos padres respecto de los hijos, se traducen en cualquiera de estos fenómenos que,
maestros, psicólogos, psiquiatras y neurólogos, han registrado muy frecuentemente: odio
hacia los padres, a los dos o a uno; resentimiento profundo por la desigualdad y la injusticia
en el trato; sentimiento de sumisión que mata la personalidad, o de rebeldía que puede
exaltarla o desfigurarla; deseo de evasión, de la tutela familiar y por último para no citar más,
la terrible crisis que produce el deseo de la huida del hogar, la huida y a veces, la huida
definitiva, sin remedio, que es el suicidio. Y «el suicidio de los jóvenes en México representa
como en otros países, un fenómeno social de máxima gravedad por el número de jóvenes de
uno y otro sexo que se quitan la vida por las causas de índole social, familiar y escolar que les
impulsa a adoptar esa extrema resolución»2.
Es hora de que los padres, no todos naturalmente, sino aquellos que por indiferencia,
por ignorancia, por egoísmo o por otras causas, hayan olvidado sus obligaciones de
educadores naturales de sus hijos vuelvan por sus fueros, en esta obra decisiva. Hoy más
que nunca necesitan los jóvenes y los niños el baluarte del hogar en el que se forjan las
primeras impresiones y las normas más profundas y vitales de la conducta, y esta depende
de dos factores cuya convergencia da por resultado la personalidad. Uno de esos factores es
la herencia y la constitución orgánica, que tiene como expresión el temperamento. El otro
factor es la acción del medio: natural, social, familiar y pedagógico. De la influencia,
equilibrada o no, de esos factores depende la normalidad de la persona. El desequilibrio de
ambos o de uno de ellos produce las perturbaciones de la personalidad que serán más o

102
menos graves según la intensidad de aquel desequilibrio.
¡Que nuestros hijos no tengan nunca que entristecerse al recordar sus años de vida
familiar; que añoren siempre el hogar como la base de su formación y que siempre se
sientan atados a la casa y a la familia en que nacieron, por los lazos poderosos e irrompibles
del cariño y de la comprensión!
***
Hoy y siempre los padres han librado la batalla contra un caso de perturbación infantil
del que vamos a ocuparnos ahora: el hijo desobediente. Ya está aquí ante nosotros este niño que
no es malo —expresión común de los padres—, que es estudioso; que saca buenas
calificaciones y que pasa sus años de escolaridad (primaria, secundaria, preparatoria) pero —
siempre el pero— «ha de hacer siempre su santísima voluntad». Es decir, es desobediente.
¿Qué quiere decir esto en términos vulgares y corrientes? Pues quiere decir lo que todos los
padres saben; las órdenes que se le dan, no las cumple; los mandatos más simples quedan sin
ser ejecutados. Por el contrario, frente a las invitaciones, mandatos, órdenes, etc., de los
padres, el muchacho reacciona «haciendo siempre lo contrario», o realizando aquello que él
se propuso realizar sin tomar para nada en cuenta las decisiones paternas. Y los padres
suelen añadir a sus explicaciones y a sus razonamientos: «Lo mismo da que se le mande con
cariño que se le hable con dulzura. Si se sigue este procedimiento, malo. Y si se emplea la
violencia, peor».
Procede pues que hagamos algunas aclaraciones sobre lo que es realmente un niño
desobediente, no con el propósito de dejar sentadas afirmaciones definitivas que los padres
puedan emplear, como recetas infalibles, sino como una manera, repetimos, de ayudar a los
padres en la tarea difícil de educar a sus hijos.
A pesar de tanto como creemos saber del niño y del adolescente, sobre todo, nos
encontramos a veces como en una oscura encrucijada cuando queremos comprender lo que
hay en el modo de actuar de un muchacho. Así en el caso de los «desobedientes». Tantas
formas de desobediencia, podríamos decir, como formas diversas de ver el mundo, de
considerar las cosas, de reacciones temperamentales, etc. Porque lo grave del asunto está en
la mayor parte de los casos de desobediencia en que el niño o el joven son obligados a hacer
lo que está en contra de sí mismo y en que los mandatos de los padres no recogen ni los
deseos ni el afán ni el sentir de los hijos. Gurlitt ha dicho con mucho acierto: «Cuando
leemos la biografía de algunos hombres notables y vemos que en su niñez no se oyeron sus
quejas y aspiraciones, se les impuso una actividad que les repugnaba y se les empujó a la
fuerza por caminos contrarios a su naturaleza, nos indignamos ante la estupidez y brutalidad
de sus educadores». El claro sentido educativo de Gurlitt ha puesto el dedo en la llaga de la
desobediencia: forzar a un joven a que haga lo que nosotros queremos, cuando queremos y
como queremos es muy frecuentemente causa general de esa enfermedad que los padres
creen que padecen los hijos y que nos atrevemos a decir que es enfermedad de aquellos que

103
provocan un trauma más o menos grave, en estos, y causa la desobediencia.
Dos aspectos principales creemos nosotros que pueden señalarse en la denominación
común de desobediencia: una, la forma que se da en el niño de una manera involuntaria, sin
una decisión previa de desobedecer. Responde a motivos que generalmente hay que buscar
en la necesidad consciente o no de afianzar y robustecer la propia personalidad y buscar el
camino adecuado a la conducta y a la actividad general. Es decir, podríamos afirmar que este
tipo de desobediencia encuadra perfectamente en una tipología normal. La segunda forma
de desobediencia es más grave porque es desobediencia voluntaria, anormal, que gira en
torno a motivos egoístas o de inadaptación e incluso de falsedad e hipocresía.
¿Qué camino seguir en el hogar (en absoluto nos queremos referirnos a las instituciones
de educación, que son problema aparte), ante estos dos modos de reacción de los hijos?
Creemos obligada una primaria aclaración. El tratamiento aplicado en los casos de
desobediencia filial está estrechamente ligado al concepto que los padres tengan de la
disciplina doméstica. Hay a quienes el solo nombre de disciplina les sugiere la idea del
castigo; otros, seguramente los menos, piensan que la disciplina es una norma de conducta
que surge y se acepta como un resultado de la vida activa y productora en cualquier
comunidad social.
Lo evidente es que ante un niño que no obedece, ante un joven reacio a cumplir
mandatos paternos, y ante un adolescente que desdeña someterse a las indicaciones de sus
padres, cualquiera que sea el tipo de desobediencia, lo primero que los padres deben hacer
es averiguar las causas de esa actitud de protesta que puede romper la armonía del hogar.
¿Por qué es desobediente el hijo? ¿Por qué este, antes de realizar las indicaciones
paternas discute y protesta por tener que hacer lo que le mandan? ¿Por qué los hijos jóvenes
o niños tienen caprichos? ¿Por qué en su obstinada desobediencia llegan los hijos casi a la
rebeldía? He ahí preguntas que exigen una meditación serena por parte de los padres, para
saber qué le pasa a su hijo y cuál puede ser la solución a actitudes tan violentas.
Si en el fondo de la desobediencia hay alguna clase de anormalidad por pequeña que sea,
el tratamiento del muchacho debe correr a cargo del especialista. Pero si no, y esto es
ordinariamente lo más frecuente, los padres pueden y deben adoptar una posición
consciente y evitar errores funestos.
Veamos algunos. En primer lugar hay que huir de la imposición y de la coacción. Un niño o
un joven al que se le quiere hacer sentir el poder y la autoridad paternas para obedecer es un
niño que no obedecerá jamás. Igualmente, un niño golpeado, vituperado, insultado o
deprimido por cualquiera de esas formas de trato nunca será obediente. Hay poderosas
razones psicológicas que así lo garantizan. La obediencia ciega es solo patrimonio de los
muchachos débiles y sin iniciativas. Nunca de los que tienen recursos propios y buenos y
poderosos motivos para decidirse.
También hay que huir de la comparación con otros hermanos, primos, amigos o compañeros.

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Las comparaciones son odiosas, dice el vulgo, que casi siempre acierta. Un muchacho
que se ve constantemente puesto en relación de inferioridad con otro, no solo no mejorará
su obediencia por eso, sino que además sentirá nacer en su fondo más íntimo sentimientos
mezquinos y odiará a aquel con el que se le compara; tendrá resentimientos contra sus
padres y quizá llegue a odiarse a sí mismo, por ser, no como es, sino como sus padres le han
hecho creer que es.
Es necesario evitar en el trato con los hijos la serie interminable de restricciones que con
mucha frecuencia constituye todo el acervo de la Pedagogía familiar. Se prohíbe al
muchacho que hable, que juegue, que corra, que salte; que esté de pie; que coma mucho; que
coma poco; que escriba; que juegue con la arena; que dé salida, en fin, a la corriente
impetuosa de su vida en evolución.
No hay con ese sistema obediencia posible; al contrario, la reacción normal es hacer
todo lo que le prohíben y rebelarse, como una forma de demostrar quién es y lo que puede
hacer.
Otra manera de exigir obediencia en el hogar consiste en una forma de humillación, que
llega hasta a lesionar seriamente los mecanismos afectivos del niño o del joven. No les basta
a los padres con imponerse y lograr su objeto. Han de lograr además, que el hijo se humille
«pidiendo perdón». ¿Hay cosa más horrible que un niño que pide perdón a su padre o a su
madre? ¿Hay algo más dramático que un adolescente o un joven tragándose su específica y
necesaria rebeldía pidiendo perdón por algo que seguramente no hizo? ¡Cuántas rebeldías se
han formado en las humillaciones juveniles! Ahí está para confirmarlo el ejemplo de
Rousseau, dotado de un espíritu delicado, ansioso de justicia y de amor, lanzado a la
dramática paradoja de su vida por la primera injusticia cometida con él, cuando apenas tenía
seis años3.
Huyan también los padres del peligroso y dañino porque sí. Cuando un niño, un
muchacho en el seno del hogar, es reprendido por su desobediencia y el hijo pide a los
padres la explicación de por qué no puede hacer lo que desea y sí, en cambio, lo que quieren
sus padres y estos solo dan como explicación: «porque sí», pueden estar seguros de haber
cometido un gran error en la educación de aquel muchacho. Este, como el niño, necesita
saber, saciar su afán de explicación ante un hecho que de otro modo abrirá una
interrogación cuyo final nadie sabe dónde puede llevarle.
En este caso también, una táctica familiar inadecuada puede hacer que los hijos lleguen a
adoptar como norma de conducta la simulación, la hipocresía ¿Hay que obedecer
ciegamente a los padres, sin discusión y sin explicación alguna? Pues el chico puede hacer
una simulación de obediencia y después campar por sus respetos.
¿Hay que satisfacer las exigencias del padre o de la madre en cualquier aspecto de la
actividad familiar? Pues se responde lo que los padres exigen, con hipocresía y engaño, y al
volver de la esquina se hace lo que se quiere con más saña y más violencia de la que se

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hubiera usado en el caso de una discusión entre padres e hijos, por si procedía o no realizar
una acción cualquiera.
No parecerá necesario a muchas gentes señalar entre estos motivos (que no evitan la
desobediencia y, por el contrario, la exacerban), los golpes y los castigos corporales en general, como
privación de salir; privación del postre; rectificacion o negación de algo que se prometió al hijo, etc. Pero
nosotros sabemos que por desgracia hay todavía muchos padres que emplean este sistema
como el correctivo más eficaz. Independientemente de lo que el castigo corporal significa, y
de lo que tiene de humillante, más para quien lo aplica que para quien lo recibe, y de la crisis
afectiva y moral que supone cuando es aplicado por un padre contra su hijo, el golpe o la
sanción humillante no son jamás un remedio contra la desobediencia ni contra ninguna otra
actividad juvenil que rompa con lo que la educación, en cualquiera de sus formas, establezca
o signifique. Pasaron los tiempos del ominoso aforismo de «la letra con sangre entra», que
pudo usar el dómine medieval en una sociedad sometida a un tipo de educación impuesta y
mediatizada por la iglesia. Pero los jóvenes de hoy viven en un mundo distinto y, sobre
todo, sabemos que científicamente, desde el punto de vista de la Psicología de la edad
juvenil, como la llama Spranger, las reacciones del individuo ante los procedimientos de
violencia son diferentes y aun opuestas a las que se trata de conseguir. El niño o el joven
que, dentro de su hogar no encuentra la cordial y tierna comprensión de los padres y sí solo
el castigo que hace temer a aquellos, será no solamente desobediente por una reacción
natural y explicable, sino que burlará cuantas veces les sea posible la autoridad paterna y
hará escarnio de ella.
No busquen, pues, los padres la solución al problema de la desobediencia filial,
cualquiera que sea su origen, en la coacción, en la imposición indiscutible, en la torpe
comparación del supuesto desobediente con otros chicos de la familia o de fuera de ella, en
el mortificante «porque sí», o en los golpes y sanciones de cualquier otra clase. No está ahí,
en esa triste y negativa enumeración, el remedio del mal, si es que la desobediencia es un
mal.
¿Qué hacer entonces?, dirán los padres.
¿Cómo corregir esa anomalía que, según los progenitores, mina los cimientos del hogar
y socava la autoridad paterna?
En primer lugar, queremos repetir lo que afirmamos en líneas anteriores: si la
desobediencia es pertinaz y proviene, o se tiene la sospecha de que proviene, de alguna
anomalía psíquica, el cuidado del niño o del joven debe ser confiado a un especialista. Es un
consejo que es lo único que en este caso concreto podemos dar en estas líneas.
Pero cuando la desobediencia procede de motivos diversos, que no son en modo alguno
anormales, la solución es muy sencilla y está al alcance de todos los padres: fundamentar las
relaciones familiares sobre el afecto, el amor, mejor dicho, que liga naturalmente con lazos
irrompibles a los padres con los hijos; hacer del ejemplo un arma poderosa de influencia en

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los muchachos sobre la base de la conducta intachable, sobria y limpia de los padres;
desarrollar el sentimiento de la propia estimación que impida a algún miembro de la familia
humillar a los demás y no olvidar que el respeto a los padres, necesario e indispensable para la obra
educativa, debe nacer de la verdadera autoridad paterna que es un atributo que no se distingue
al exterior, como un vestido o un adorno cualquiera, sino que se ejercita de dentro a fuera,
sobre la base de la justicia, de la serenidad, de la ecuanimidad, de la discreción en el trato, en
el lenguaje, en las costumbres. En una palabra, la autoridad y el respeto que deben
acompañar a toda la obra formadora de la familia, son antagónicos de la violencia, de la
humillación, de la injusticia. Y estas a su vez son posiblemente la génesis de la desobediencia
filial.
No se nos oponga el criterio de que «hacer eso», lo que acabamos de señalar en
evitación de la desobediencia, es difícil y que solo algunos padres estarían en condiciones de
hacerlo. Si tal objeción se nos hiciera, aquí ofrecemos dos respuestas. La primera nos hace
afirmar muy confiados en nuestra propia experiencia que todo lo que hemos propuesto: el
ejemplo, la conducta intachable, la discreción, la justicia, la propia estimación, tienen su
origen en el cariño del padre y de la madre por los hijos; en el cariño reflexivo y consciente
(no solamente el cariño instintivo que compartimos los humanos, con los irracionales) que
nos lleva a querer para nuestros hijos lo mejor.
La segunda respuesta la tomamos de un hecho real tomado de la vida misma. Y si algún
padre ha tenido la curiosidad de asomarse a estas páginas, que saque de ese hecho las
consecuencias que su actitud paternal le dicte. En una calle y en un barrio de gente
acomodada, de esta ciudad de México, una señora joven desciende de su coche y en su
actitud se advierten un nerviosismo y un gesto airado que endurece su rostro, que son los
signos que acompañan a una actitud violenta. Espera unos momentos ante la puerta del
vehículo, y perdida la poca calma que parecía tener minutos antes, grita con voz
descompuesta por la ira: «¡Baja ya de una vez!» Y quien baja ante el imperativo violento e
iracundo de la mujer es un niño bien vestido y con un aspecto general en toda su persona
que atrae y que conquista. Tendrá este niño nueve o diez años y su cara delicada, atractiva,
está toda ella alterada por un gesto de susto o temor. Pero lo que más nos atrae de todo él
son sus ojos, «Ojos de cándido mirar», como dijo el poeta, que están en los momentos del
suceso, no solo nublados por un llanto silencioso, sino también por un triste y dolorido
gesto. Cuando el niño ha llegado hasta donde su madre le espera (no dijimos que eran
madre e hijo, pero así lo comprendió el lector), la mujer vuelve a encararse con el chico,
gritándole violenta: ¡Y ahora vas a subir tú solo, ¿entiendes?, tú solito a casa del maestro, y
vas a pedirle perdón, por tu falta de ayer!
El chico ha perdido completamente el poco color rosado que tenían sus mejillas y,
temblando, muy próximo a una crisis nerviosa, dice a su madre: ¡No, mamá, yo no hice nada
malo y no tengo que pedirle a nadie que me perdone! ¡Por favor, mamá, no me obligues a

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hacerlo! Entonces, la señora olvida completamente que es madre, y que tiene con su hijo,
que está junto a ella en actitud dolorida, obligaciones sagradas que cumplir, y le aplica el
humillante castigo de cruzarle, materialmente, la cara con dos bofetadas que hacen temblar
el cuerpo del chiquillo. Pero entonces ocurrió algo que sorprendió a la madre, que la dejó
desarmada, expectante, y que causó emoción a las personas que, como nosotros,
presenciaron la escena. Una mujer, una insignificante mujer por su aspecto exterior, pero
muy grande por lo que hizo y dijo, dio a todas una soberana lección de educación, que quizá
alguien califique de callejera, porque en la calle sucedió, pero que descubrió a unos y
confirmó en otros la idea de que basta tener sensibilidad y sentido de la vida y amor por los
niños para aplicar aquellos conceptos que expresamos en líneas anteriores, como base de
una buena conducta. Aquella mujer menudita, vestida modestísimamente, se atrevió a
acercarse a la madre enfurecida y encarándose con ella —qué gesto de grandeza vimos en
sus ojos— le reclamó: «¿Por qué pega a este chico, señora?».
La madre contestó enseguida: «¡Es mi hijo!» Y la otra responde sin esperar a más: «¡Su
hijo…! ¿Y por eso cree que puede pegarle? ¡No lo haga más, señora! Los hijos necesitan
nuestro cariño y nuestro ejemplo, pero los golpes… ni para los animales son buenos!…»
La madre del chiquillo está muda de asombro. Quizá nadie antes de ahora se ha
encarado con ella para llevarle la contraria, y en su actitud se advierte que no sabe qué hacer.
Quiere despedir a la mujer con cajas destempladas; quizá quiera humillarla también, pero no
puede. ¡Hay mucho empuje en esta modesta mujercita del pueblo que tiene un corazón que
desborda de su pecho! Y el niño se ha vuelto hacia su defensora y parece como si esa
modesta protección que le brinda le haya dado nuevos vuelos. Ya no hay temor en su
mirada ni angustia en su gesto. Es solamente un niño que en este día ha llegado a saber que
él puede hacer las cosas con cariño, por complacer a quien le guíe con afecto, pero no por la
violencia. Porque el final es inesperado. La anónima mujer, golpeando cariñosamente el
hombro del muchacho, le pregunta: «¿Por qué no haces lo que tu mamá quiere?» «¿Es tan
difícil?». Y el chico, alargando su mano a la mujer y estrechándosela cordialmente, echa a
andar sin mirar a su madre y entra en la casa contigua al lugar donde tuvo lugar el incidente,
que es, sin duda, la casa de su maestro. La madre, continúa asombrada, estupefacta, no sabe
si de su propia debilidad, sí de la actitud de su hijo o de la intervención de esta mujer
desconocida que le ha dado la más amarga y quizá la más útil lección de su vida. Cuando la
viejecita —no dijimos que era vieja, pero lo es, con una vejez que irradia todavía promesas
de vivir, quién sabe cuánto tiempo— ha visto desaparecer al muchacho en el interior de la
casa, se vuelve a la señora y le dice, sencilla, ingenuamente: «¡Adiós, señora!… Y no pegue a
su hijo, no le pegue… porque los hijos deben vernos y recordarnos siempre con cariño!». Y
con una voz fuerte, como no hubiéramos sospechado que tendría, y ya en franca partida,
agrega: «¡Y además no se consigue nada, ¿sabe?… Así que… Háblele y replíquele, pero,
créame, no le pegue más!».

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Allí quedó la madre trastornada ante este hecho insólito de que una mujer del pueblo,
sin nada de lo que sin duda ella considera que hace buena la vida, le diera una lección sobre
lo que es útil para educar a un hijo…
***
Hace unos cuantos años, en el desarrollo de un proceso célebre en el cual se enjuiciaba a
un hombre, acusado de un gravísimo delito, el abogado defensor, en un intento desesperado
de salvar la vida del supuesto delincuente, exhibió un gran número de datos y detalles
relativos a la vida infantil del acusado.
Habló del respeto profundo hacia sus padres, del cariño demostrado a su madre cuando
esta quedó viuda y con él como único y exclusivo apoyo; de su generosidad para con sus
amigos; de su compostura y urbanidad en el trato con los demás. Terminó su alegato el
defensor resumiendo con estas palabras, dirigidas especialmente al Jurado: «Pensad bien la
decisión que vais a tomar; reflexionad profundamente sobre el castigo que creáis que se
debe aplicar a este hombre, que es, por encima de todo un hombre bien educado. En ese mismo
proceso, el fiscal o el acusador, no recordamos exactamente cuál de los dos, dijo lo
contrario: «Estamos en presencia de un caso típico de delincuencia por mala educación,
porque el acusado es fundamentalmente eso: un hombre mal educado. Cuando se registraron
esos hechos, ya tenía la suficiente preparación y un profundo caudal de experiencia para
saber que acusador y defensor emplearon mal, inadecuadamente, los conceptos bien o mal
educado. Y como no solo las gentes de leyes tergiversan las ideas en punto a educación, sino
que también lo hacen los padres y un gran número de gentes más, vamos a tratar como
último «caso», que puede presentarse entre los hijos de una familia el del hijo mal educado.
Cuando se habla así de un niño o de un joven, o sea, cuando la gente de escasa preparación
y de menor buen sentido dicen que tal o cual muchacho está mal educado, se refieren casi
sin excepción al chico o a la chica que no sabe actuar en sociedad. Es decir, que no saludan;
que gritan; que no ceden los asientos en privado o en público a los mayores; que comen sin
saber utilizar los instrumentos auxiliares de este acto primario; que visten inadecuadamente;
en una palabra, que son groseros e ignorantes de las más rudimentarias reglas de cortesía y
urbanidad que son obligadas en la convivencia social. Y así es, en efecto, son cuando
proceden así descorteses y poco sociables, lo que supone una falla, una laguna muy
considerable en la formación general educativa. Pero la descortesía, la falta de urbanidad y
de buenas maneras —tan abundantes hoy— no son toda la educación, sino una parte de ella: y
por eso no se puede afirmar categóricamente que un hombre descortés es un hombre mal
educado, o a la inversa: que un hombre sumamente fino y cortés es un hombre bien
educado. Es cierto que pensando en un proceso completo de educación lo cual, a pesar de
nuestro optimismo, es difícil de lograr, el hombre educado es, además de otras cosas, un
hombre correcto y al revés: el hombre ineducado es además de otras muchas cosas, un
hombre incorrecto, descortés.

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Por eso queremos deshacer aquí el equívoco, tan frecuente, de considerar educado a un
niño o a un joven que se levanta cuando entran los mayores; que conserva sus manos
limpias; que come correctamente; que no tolera que se empañe el brillo de sus zapatos y que
en una ceremonia solemne es seleccionado por sus familiares en general para abrir una
comitiva; para sujetar la cola de un traje de novia; para recitar en una fiesta; para repetir
irreflexivamente un discurso alusivo. Es este niño que también está aquí, entre nosotros, en
la calle y en el camión; en el cine y en el mercado; ese niño arregladito, peinadito,
compuesto, que muy serio está renegando de su infantilidad o de su juventud y que,
después, no aguanta un empujón de los compañeros en el patio de su escuela, porque se
tambalea o encuentra desagradable y pecaminoso estudiar Biología o Zoología o Botánica,
porque ahí se le descubren los profundos y maravillosos secretos de la vida. Esa
caracterización, común y corriente que acabamos de hacer del niño bien educado, es falsa
también. Hay que saber vivir antes que ser cortés; hay que saber actuar de acuerdo con las
exigencias vitales antes que saber lucir un traje impecablemente y saludar a tiempo. «Vale
más una rosa que una lección de Historia Natural», dice Casona, en su obra juvenil Nuestra
Natacha. Y así es, en verdad: es mejor cultivar la rosa que es la vida en evolución, que
ponerle a esa rosa pétalos artificiales.
Con estas ideas a modo de preludio que amenice un poco lo que puede parecer árido, en
este tema árido también, vamos a exponer lo que pensamos sobre el hijo, niño o joven, mal
educado.
Generalmente, lo que la gente, incluyendo a los padres, considera como faltas de
educación en los jóvenes, proceden de una diferencia en la conducta que la familia señala,
según las circunstancias, y que los hijos tienen que acatar. Aclaremos estas afirmaciones con
algunos ejemplos. En un hogar sus miembros son descuidados en el vestir; en el cuidado
personal; en la limpieza; en el lenguaje. Es un hogar sin normas y sin principios morales;
higiénicos, corteses, etc. En ese ambiente, el hijo puede comer a la hora que guste; bañarse o
no; tener o no limpias sus ropas. Todo eso se puede hacer porque dentro de casa y en
familia no importa qué es lo que se haga ni cómo se haga. Es decir, se practican costumbres
y modales para «andar por casa». Pero a ese hogar un día llega un familiar ausente por largo
tiempo; anuncian su visita unos amigos o es preciso asistir a un acto o ceremonia que exigen
normas y presentación distintas. Entonces aprende el niño que cuando otras gentes vengan
a la casa para salir de esta y convivir con otras personas, hay que actuar de manera diferente
a la normal: hay que lavarse bien, peinarse, arreglarse y, sobre todo, comportarse de un
modo muy diferente al usual en el hogar y entre los allegados más íntimos.
No es necesario destacar con palabras enérgicas lo que esta conducta desigual supone
para la formación total del joven: hipocresía, disimulo, sentido de acomodación egoísta a las
circunstancias, desprecio por las gentes que así fingen, etc., son alteraciones casi siempre
muy graves, en el contenido total de la personalidad de los jóvenes. Ahí está pues, una

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poderosa e indiscutible razón de la mala educación de muchos hijos Pero pensemos en las
consecuencias de esa conducta ficticia a que se somete la vida juvenil.
En la convivencia con otras gentes dentro o fuera del hogar, el muchacho no puede
comportarse como desean sus padres y como ha sido aleccionado por la buena y simple
razón de que lo que hace ordinariamente con esos modales «para andar por casa» es distinto
a lo que se le exige en situaciones extraordinarias y que está fuera de lo que constituye el
fondo de su contenido vital.
Un cronista social contó en una ocasión en una revista madrileña un suceso que burla
burlando, destacaba un aspecto del grave defecto educativo que estamos señalando. Ante
una bien servida mesa se sentaron una docena de comensales. Entre ellos y como invitados,
una madre y un hijo. Este, jovenzuelo cursi y atildado, prototipo del «niño bien educado», al
tomar la sopa que iniciaba la comida, cometió la terrible incorrección de «sorber» el líquido,
produciendo un ruido muy semejante al de un fuelle. La madre le miró aterrada, como si el
mundo hubiera sufrido en ese momento una terrible conmoción, y el muchacho
ingenuamente como quien expulsa un «enemigo malo», dijo casi tartamudeando:
«¡Perdóname mamá, se me olvidó que eso no puede hacerse más que en casa!».
Y así es. Hay cosas que los hijos no pueden hacer más que en casa, porque fuera de ella
es grosería e incorrección. Imaginen nuestros lectores que no se trata solamente de «sorber
la sopa». Se trata, además, de normas de conducta que constituyen o deben constituir el
fondo más inmediato de la moral o del afecto. Pensemos, por ejemplo, en estos dos casos:
Un niño debe manifestar gran simpatía y devoción por su padrino (es un caso real). El
padrino es un hombre bueno y generoso que, teniendo grandes posibilidades económicas,
ayuda a su ahijado en sus estudios, y en general le proporciona todo lo que estima que no
pueden proporcionarle sus padres. Pero en su casa el padre o la madre, o los dos, no tienen
simpatía por el padrino. Le toleran por su dinero y por lo que el hijo puede sacar de él, pero
en el fondo piensan que es grosero, que no tiene más fuerza que la de su dinero y, por
último, que los hace sentirse inferiores y humillados ante el hijo porque no pueden darle lo
que le da el padrino. Y el chico oye en casa a todas horas, todos los días, invectivas
crudísinas contra el padrino, pero advirtiendo a aquel que ante este último debe siempre
«mostrarse cariñoso, amable aunque no lo sienta, porque el padrino significa mucho para su
porvenir». Y un buen día, de visita el padrino, en el hogar de su ahijado, cuando aquel va a
hacer un regalo generoso al muchacho, este le dice, probablemente sin malicia, que «recibe
el regalo porque quiere comprarse una bicicleta, pues si no fuera así lo rechazaría porque,
como dicen sus padres, siempre viene a la casa a deslumbrarlos con su dinero». Rehagan los
que sigan estas líneas la escena siguiente, y no creemos que exageren sus suposiciones. El
chico fue castigado, maltratado, sufrió las consecuencias del engaño y además ofreció a
nuestra experiencia un modelo acabado de «joven mal educado». Pero ¿de quién fue la
culpa? La «doble vida» que se obliga a llevar a los muchachos, una para la casa y otra para

111
fuera de ella, es causa de tanto niño mal educado como nos encontramos por ahí.
El otro caso, también real, nos ofrece el ejemplo de un chico que tomó de la bolsa de su
madre una moneda, no importa cuál fuera su valor. Al descubrir la madre la falta cometida
por el hijo, le dice estas palabras: «no lo vuelvas a hacer porque si lo repites, te castigaré.
Pero sobre todo no lo hagas con tu padre ni fuera de la casa, porque tu padre te dará una
paliza y los extraños te considerarán ladrón». Y aún añadió como para darse tranquilidad a sí
misma: «Menos mal que fue aquí, que si hubiera sido en casa de cualquiera de tus amigos,
¡qué vergüenza!».Y se quedó tranquilamente segura de haber cumplido con su deber. Años
más tarde supimos que el muchacho fue llevado a una institución tutelar por cometer
diversos robos. Y, respondiendo a las preguntas de los especialistas, entre otras cosas
declaró «que su madre, enterada de sus pequeñas sustracciones en el hogar, no le hizo ver lo
grave de sus actos, siendo la causante de su caída».
Además del desequilibrio producido en las ideas y en la conducta de los hijos, por esa
doble vida a que nos venimos refiriendo, hay otros muchos motivos que desplazan a los
muchachos a una actitud marcadamente de mala educación, en el sentido de reaccionar
contrariamente a lo que debe ser y a lo que se espera del joven, que convive con otras
personas fuera de la familia, Entre esos motivos están, el abandono y la indiferencia de los
padres, dejando a los hijos que por sí mismos decidan del empleo de su tiempo; de sus
diversiones; de la selección de sus amistades, de todo aquello, en fin, que constituye el
empleo de la actividad, el gasto de energías; la administración de sus esfuerzos; el empleo de
su ocio, etc, Así los hijos solos, en la amarga soledad de un hogar que no lo es más que por
ser la habitación común de los miembros de la familia, llevarán a la escuela y a la calle el
sello de su mala educación. Hay muchos casos de niños y de jóvenes que, asistiendo a
colegios de diversas categorías económicas, admiran a maestros y alumnos por su falta
absoluta de formas correctas de actuar. Y no bastará la acción de la escuela para
contrarrestar aquellas deficiencias si en la casa, al calor del afecto familiar, no se grava como
en una materia plástica esas imágenes de vida que, ya lo hemos dicho, son un complemento
del hombre educado,
La debilidad paterna ante las actitudes y los caprichos de los hijos es otra de las causas que
perturban el ritmo educativo de los jóvenes. Ya hemos expuesto en otro lugar nuestro
concepto sobre la autoridad paterna. Pues bien, esa autoridad que emana del respeto, de la
confianza y de la fe que los hijos tienen en los padres, nunca debe dejar de ser ejercida por
aquellos.
El niño mimado, que es una de las facetas del niño mal educado, pondrá en evidencia a
sus padres, injustamente, dentro y fuera del hogar. Un jovenzuelo de atractivo aspecto, de
arrolladora simpatía, llegó un día a su escuela y dibujó un grotesco monigote en el pizarrón.
Sus compañeros le preguntaron quién era y entre risas y gestos de burla contestó que era su
padre. Y añadió: «Así se pone de raro y de chocante cuando yo hago una barbaridad». El

112
chico era hijo único —otra faceta del hijo mal educado— y hacía, según su propia
expresión, lo que quería de su padre.
El mimo excesivo; la complacencia a veces morbosa de los padres ante las gracias del
hijo; la exposición delante del muchacho de sus aciertos, de sus éxitos, de su ingenio, son
poderosas causas de mala educación. «Este chico me tiene inquieta cuando está delante de
alguien extraño a la familia», oímos decir con frecuencia a las madres, refiriéndose a que los
hijos materialmente pierden el tino y el control cuando están fuera del círculo del hogar. Ahí
tienen los padres de familia algunas sugestiones en evitación de ese ridículo que tanto
temen, y que sirve para que tachen a sus hijos de mal educados: la doble vida que con
frecuencia imponen a aquellos; la indiferencia y el abandono de los jóvenes en el hogar; la
debilidad paterna ante los caprichos o arbitrariedades de los muchachos; el mimo; la
complacencia; la exaltación de los méritos de los hijos en su presencia; en una palabra, la
dejación de la justa pero siempre presente autoridad paterna, son motivos profundos de
mala educación.
Acabar con esos vicios de la educación familiar es acabar con una gran deficiencia de la
educación en general. En una palabra, colaborar con inteligencia y con amor en la gran tarea
de la educación juvenil que debe desterrar para siempre el caso del hijo desvergonzado y
desobediente, del que ya hablaba Aristófanes, señalándole como el prototipo del hijo mal
educado.
***
Y ahora hablemos de los padres. No solo son los hijos, nuestros hijos, que vienen a
ocupar su lugar en la vida, trayendo el mensaje tierno y delicado del amor más puro y que
merecen el presente magnífico de una paternidad inteligente, los que nos deben hacer
pensar. Porque no todos los hombres y mujeres que deben realizar la gran tarea de traer
hijos al mundo saben y merecen serlo. Unos por ignorancia, otros por indiferencia y aun
algunos por maldad, no ejercitan su función paternal como esta debe ser ejercida.
Y aprovechamos precisamente este momento para hacer una aclaración y una
advertencia que es en lo personal una declaración. Hasta aquí, hemos estado hablando de
casos y cosas diversas referidas no a un grupo social determinado ni a una clase especial de
familia, sino que nos hemos referido a hechos y casos que se dan indistintamente en todas
las clases sociales. Pero, y aquí empieza la advertencia y la declaración, estamos seguros, por
nuestra experiencia ya muy larga, de que la situación económica de la familia influye
poderosa y decisivamente en la acción sobre los hijos. Los padres que trabajan todo el día; el
abandono consiguiente en el hogar; el analfabetismo; la ignorancia; la sumisión consiguiente
a los prejuicios de todas clases, hacen que la acción paternal sea nula y hasta perjudicial. El
trabajo prematuro de los hijos, niños o jóvenes, pone a estos en contacto con otros aspectos
del medio ambiente que sustituyen, casi siempre con desventaja, a la acción familiar. Por eso
en las clases modestas que sufren en su vida y en la de sus hijos los rigores y los efectos de

113
una organización social injusta e inhumana se acentúan todos los peligros de una acción
familiar inadecuada o nula. En las gentes que sufren el hambre, la miseria, el error, porque el
régimen imperante los segregó de la impetuosa corriente de la vida normal, es donde se
concentran «los olvidados», que sufren hambre y sed de justicia y de pan.
También hay otros hijos abandonados a sus propios recursos y reacciones: los hijos de
las clases sociales más altas, en las cuales los padres creen cumplir con su deber, enviando a
aquellos a las escuelas caras, a los colegios donde la dura disciplina y la coacción tratan en
vano de suplir lo que la familia debe dar.
Decíamos que no todos los hombres y mujeres están en condiciones de ser padres, lo
cual quiere decir que hay muchos hogares en el mundo cuyas cabezas de familia, padre o
madre, no deberían serlo. Como si un Banco estuviera dirigido por esquizofrénicos o un
sanatorio manejado por una persona con monomanía persecutoria. No se crea que hay
exageración en estas afirmaciones; los estragos que una mala educación familiar puede
producir en los hijos son tan graves o quizá más, que los que se producirían en una
institución cualquiera, regida por gentes incapaces o anormales.
Decía un ilustre maestro recientemente fallecido: «si hay niños difíciles, también hay
hogares difíciles», y es en ellos precisamente donde los hijos reciben los dolorosos impactos
de una vida familiar irregular.
¿Cuáles son las causas principales de esas anomalías en el hogar que tanto daño hacen a
la vida de los hijos?
En primer lugar, las desavenencias conyugales. Pocos padres saben que las diferencias entre
los cónyuges afectan tan profundamente a los hijos. Un hogar en el que los padres no se
entienden, y riñen y disputan por causas distintas, desde las más fútiles hasta las más graves,
es un hogar en el que los hijos reciben un influjo pernicioso para su desarrollo biopsíquico.
Es el hogar de la violencia; del maltrato; de la injuria; del disimulo y la hipocresía. Es el
hogar donde se quiebra el recurso afectivo y donde la moral deja de ser un arma poderosa
de conducta. Aquí los niños pierden la fe y la confianza en los padres; los adolescentes, en
plena crisis sexual, ética y social, abren los ojos a la nueva edad, entre dolor y confusión que
se suma a la ya muy profunda de su evolución crítica y el joven ve quebrarse la ilusión de su
vida, cuando comprueba en su más inmediata realidad que el amor, la convivencia y la
comprensión son palabras vacías que sus propios padres se han encargado de desacreditar
ante sus ojos. Muchos casos de suicidio juvenil y de adolescentes se deben «al asco de la
vida» que llegó a las suyas, incipientes, a través de una obsesión que forjó el ambiente
familiar, con las desavenencias entre los padres.
Otra causa muy grave que deshace el bienhechor influjo del hogar es la ausencia de él,
del padre o de la madre. El alejamiento de cualquiera de ellos ya sea forzoso o voluntario,
periódico o permanente, pero en cualquier caso, siempre es perjudicial para la educación de
los hijos. Si es el padre el que falta, la familia entera resiente la lejanía del varón, y son

114
muchas las consecuencias, tanto morales como prácticas que eso acarrea. Menéndez Pidal
dice en una de sus obras: «Alcadir, príncipe moro criado en el regazo de su madre, y crecido
entre mujeres y eunucos, estuvo siempre dominado por ellas». He ahí una consecuencia
entre muchas de las que se derivan del cuidado de los hijos exclusivamente por la madre. En
las hijas los afectos son muy diversos. En una casa con el padre ausente, las muchachas,
sobre todo si estudian o trabajan, sienten reforzado su papel familiar porque la ayuda que
prestan a la madre, económica o de otra clase, en la administración y dirección del hogar, les
da un dominio de sí mismas y un sentido de superioridad que, con frecuencia llegan a anular
a la madre.
Lo evidente es, y lo que aconsejan la experiencia y el canocimiento del niño y del joven,
que para la formación de los hijos, es absolutamente necesaria la acción e influencia
conjunta del padre y de la madre. Piénsenlo así los padres y eviten este motivo profundo de
desajuste familiar, causa no muy pequeña del correspondiente desajuste social, porque eso
nos lleva como de la mano a una grave situación de muchos hogares de hoy: las ausencias de
los padres dejando confiados los hijos a los criados, cuando los hay, o a sí mismos, en la
terrible soledad de los niños y de los jóvenes que no saben a quién acudir. Repetimos aquí
que esa soledad se agudiza en las familias proletarias, y en todas aquellas donde los padres
han de ganar el pan, dejando sin querer, sin que le quepa culpa y responsabilidad,
abandonados a sus hijos. A veces, en un mísero tabanco, quedan cuatro o cinco pequeños,
confiados a la hermana mayor, que puede ser una respetable mujercita de siete u ocho años.
Para esos expresamos aquí nuestro respeto y comprensión, aunque también un sentimiento
de rebeldía ante el hecho de que esas cosas no puedan evitarse en un mundo como el de
hoy, en el que se gastan millones y millones preparando otra guerra. Pero para los otros,
para los que abandonan a sus hijos y los condenan a la dura soledad, para entregarse al vicio
o a la diversión, expresamos también aquí nuestro sentir que es de severa crítica.
Por último, citaremos entre las causas que hacen difícil el hogar, las siguientes: la incultura
de los padres, la indiferencia hacia la vida y la dirección de los hijos y ciertos defectos de la actuación familiar
que no siempre ocurren, pero que cuando se presentan en el seno del hogar producen
estragos gravísimos y de consecuencias desastrosas. Nos referimos como más graves a los
celos del padre o de la madre con respecto a los hijos, tanto en el terreno del afecto (celos
del hijo, a quien el padre o la madre quieren más, celos entre los cónyuges por el cariño de
los hijos) como en el terreno de la competencia que pudiéramos llamar sexual: la madre que
mira con recelo a la hija que crece y se hermosea; el padre que se coloca en igual situación
respecto del hijo, que comienza a actuar en sociedad y que puede desplazarle, con su
juventud y su apostura. Problemas estos, como verá el lector, que tienen raíz muy profunda
y que llevan a veces a los padres a traspasar las fronteras de la discreción para caer en los
abismos del ridículo.
¿No hay hogares normales? ¿No hay familias que saben y desean acertar en la educación

115
que el hogar debe proporcionar? Sí los hay, y por ello deberían resonar las alegres campanas
de la felicidad porque en el mundo, entre el drama que vive la humanidad, hay padres que
saben serlo; padres cultos y padres ignorantes, pero con un sentido humano y paternal que
suple a veces la cultura y la preparación. Pero aunque solo hubiera un hogar, una docena de
hogares irregulares en el mundo, diríamos lo mismo que estamos diciendo y pediríamos lo
mismo que estamos pidiendo. Porque un niño desgraciado, un adolescente incomprendido y
un joven torturado, por las múltiples causas que en la vida le producen tortura y desencanto,
son motivos suficientes para exigir la acción más enérgica y decidida que cabe con la
desgracia, la incomprensión y la tortura de aquellos, porque son vidas que comienzan y
porque tienen derecho a la felicidad. Todos estamos de acuerdo en eso y mientras padres,
maestros y gobernantes piensen así, creemos que existe la esperanza de alcanzar una meta
tan sagrada como esta.
¿Qué hacer entonces? Buscar una solución al problema de los padres que no puede ser
otra que educarlos para saber serlo. Es decir, educación de los padres, educación para la
paternidad es lo que estamos reclamando aquí. En el siglo XVIII Juan Jacobo Rousseau ya
nos dijo que se olvida de enseñar a los hombres a ser padres, aunque al agricultor, al
ganadero, se les enseña lo que deben hacer para obtener especies mejoradas y conservarlas
bien. Solo los hombres han olvidado que tienen que ser padres. Y en nuestro siglo, un
sainetero español pone en boca de uno de los personajes juveniles de un célebre sainete esta
oportuna frase: «¿Por qué no habrá reformatorios para padres?» Nosotros también nos lo
hemos preguntado muchas veces, ante la indiferencia paternal de los familiares de nuestros
alumnos. Pero hoy, al menos, en el terreno de las ideas, las cosas han cambiado y ese gran
capítulo de la educación de nuestro tiempo, que es la «educación de los adultos», incluye en
primer lugar la educación de los padres, la educación para la familia. Creemos pues, que
nadie se asusta porque pidamos enérgicamente desde aquí que se eduque a los jóvenes para
ejercer la alta función de la paternidad, y que cuando las muchachas y muchachos no han
recibido esa parte de su educación y llegan, que es el caso de nuestras sociedades, al
matrimonio y a la paternidad sin ninguna preparación para ello, se les eduque y se les dirija,
cuando ya son padres y tienen a su cargo la responsabilidad de su propia familia. La base
para la existencia de la sociedad familiar y de las relaciones entre sus distintos miembros es
el matrimonio. Este, pues, debe ser el punto de partida de la educación familiar: educación
para el matrimonio. Asusta y preocupa verdaderamente la ligereza y frivolidad con que las
gentes llegan a ese momento de la vida, que debe ser decisivo para todo hombre o mujer y,
lo que es peor, la falta de austeridad y elevación que muestran los padres ante la unión
matrimonial de sus hijos. A veces parece inconsciencia e insensatez, y a veces prisa por
lograr acomodo, sobre todo, cuando se trata de las hijas.
Los problemas que surgen en todo matrimonio, no al día siguiente de realizado, sino en
el momento en el cual la pareja levanta el vuelo y abandona su viejo nido, son de tal

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gravedad que asombra también que, mujeres y hombres jóvenes sin la más pequeña idea de
lo que el matrimonio representa resuelvan muchas veces su vida sin alteraciones profundas y
con una normalidad que se consolida al correr de los días y de la nueva vida del matrimonio.
Cuando esto ocurre, es sin duda alguna por la fuerza del ejemplo paternal, por una mutua y
grande comprensión y por un buen sentido que va supliendo lo que falta de consciente
preparación. Pero no ocurre siempre así. En muchos casos a los ocho días de vida en
común surgen los conflictos y el desastre amenaza con derrumbar el nuevo hogar. Por eso
yerran quienes piensan que hay que ayudar a los casados jóvenes en el momento en que
surjan las dificultades y no antes, porque a veces cuando se pretende hacer eso con los hijos
es demasiado tarde y no puede evitarse la catástrofe.
El punto básico de esta preparación para el matrimonio está en la educación de la
sexualidad. Es inútil que la gente se mantenga aún en una situación de sabotaje y boicot
contra el tema de la sexualidad; es insensato también que hombres y mujeres bajo el
pretexto de una falsa honestidad cierren los ojos a las consecuencias trágicas, para la vida
general, de una sexualidad mal dirigida. Y es, por último, monstruoso y criminal que los
padres, por un falso concepto del pudor, empujen a los hijos con su indiferencia a los
efectos de una sexualidad prematura y pervertida cuyo conocimiento y cuyas prácticas llegan
al conocimiento de los jóvenes por amigos y «reveladores» o «reveladoras» profesionales que
llevan a la vida juvenil el virus trágico del asco y de la decepción. Es cierto que la educación
sexual es una tarea que no todo el mundo puede realizar ni siquiera todos los padres; ni
siquiera todos los maestros. Porque para hablar a un joven o a una muchacha de los grandes
y maravillosos mecanismos en los que la vida se inicia hay que ser limpio de intención y de
conciencia, y hay que sentir palpitar muy profundamente el tierno y emocionado proceso de
la generación. Para un padre y una madre honestos y amorosos, que sienten el amor del hijo
como una prolongación de su propio amor, no puede haber ni temor ni vergüenza ni pudor
que permita que alguien les arrebate esa preparación. «El desarrollo de la sexualidad, dice
Stekel, sigue su propio camino. Las leyes de la moral establecidas por la sociedad nos
imponen sacrificios innumerables. La ocultación que de un fenómeno natural ha hecho un
pecado, lleva al pecado contra la naturaleza»4.
El matrimonio es, o al menos debe ser, la estabilización de la vida para el hombre y para
la mujer, y esa estabilización en la mayor parte de los casos nace o muere antes de nacer, en
la iniciación matrimonial. De ahí que propugnemos con vehemencia la necesidad de una
educación sexual prematrimonial como base sólida de afianzamiento de la vida familiar.
Alguien ha dicho con muy certera visión: «el matrimonio es un asunto demasiado grave para
hacer de él una estación de tránsito para los jóvenes».
La educación sexual debe ser realizada exclusivamente por padres y maestros, siempre
que estén preparados para ello, o por personas cercanas a los jóvenes que conocen sus crisis,
las variaciones de su carácter y en general la evolución de sus características más específicas.

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No concebimos tampoco la educación sexual como un aspecto separado y ajeno a la
totalidad del proceso educativo. Por eso creemos que, aspirando la educación como fin más
universal, a la formación de la personalidad, este es el punto de arranque apropiado para
iniciar la educación sexual, pues una personalidad fuerte, vigorosa, sin desviaciones, verá el
problema sexual en toda su altura y en toda su limpieza.
La convivencia de los sexos es otro camino hacia la normalidad en la vida. Por eso
somos partidarios de la coeducación que facilita el trato, la comprensión y el conocimiento
entre los sexos, derribando las barreras que colocan a los jóvenes de cada sexo, como
enemigos y como mutua encarnación del pecado. Nada hay que despierte tanta limpieza y
tanta cordialidad entre los jóvenes como el trato en común, cuando los mayores no
intervienen para oscurecer esas relaciones. No insistiremos bastante en la afirmación de que
el ejemplo es un medio poderoso, de educación en general y de educación sexual en
particular. El padre, la madre, el maestro, han de ser inmaculados para el hijo o para el
alumno. Ni actitudes equívocas ni frases de doble sentido ni mucho menos conductas y
actitudes obscenas. Todo cuanto se exija en este aspecto nos parecerá poco. Una estadística
hecha en algún país de Europa, entre las dos grandes guerras, demostró que un 40 por 100
de las muchachas entre 16 y 20 años habían sido lanzadas a la prostitución por malos
ejemplos en el seno de la familia y un 30 por 100 de matrimonios deshechos en los seis
primeros meses de vida conyugal lo habían sido por influencias inmorales del padre o de la
madre.
Para terminar, añadiremos que la instrucción sexual, en íntima relación con la educación
sexual, es otro aspecto imprescindible de la preparación prematrimonial. Hay que huir del
hecho peligrosísimo y falso de llevar al sentimiento de los jóvenes la creencia de que todo lo
que se relaciona con el sexo es un pecado. Ovidio Decroly, el gran educador belga, decía
que eso, sobre ser cruel, era entorpecer la educación. ¿Cómo puede ser pecado y merecer las
penas del infierno, el hecho grande, claro y limpio del cual fluye la vida? No debe serlo para
nadie, y menos para aquellos que creen en el humano «creced y multiplicaos» del texto
bíblico.
Claridad y altura de expresión y de concepto, cuando se responda a las preguntas de
niños y de jóvenes sobre estos profundos problemas que dan origen a la vida; huir del velo
de misterio con que se les rodea; apoyarse en la naturaleza y en sus funciones para hallar su
correspondencia en la vida humana. No dislocar, en fin, lo que es tan sagrado y tan puro
como el acto grandioso de la maternidad. Hay un aspecto —este precisamente de la
maternidad— en el cual queremos insistir para afirmar que ninguna mujer debe llegar a ese
momento sin saber lo que representa para ella y para el nuevo ser. Es hermoso ser madre; es
el raro y grandioso privilegio que tenemos las mujeres por obra y gracia de nuestra
feminidad. Pero lo es mucho más cuando llegamos a él a sabiendas de que ya nuestras vidas,
ocurra lo que ocurra, se verán prolongadas, repetidas en ese ser que, cuando llega, llena

118
nuestra conciencia del santo y generoso estupor de la maternidad.
***
La educación posmatrimonial se refiere fundamentalmente, dice el profesor Antonio
Ballesteros en su obra Organización de la escuela primaria, a la natalidad, a la crianza, y a la
educación de la prole». Es decir, son aspectos que nosotros hemos tratado ya, con
excepción de la natalidad. Tener hijos, sentirse prolongado y renacido en la prole, es la
aspiración de todo hombre y de toda mujer normales que constituyen una familia. Pero la
aspiración a tener hijos plantea problemas muy agudos que los padres no deben desconocer.
En primer lugar, el de la edad, en que el matrimonio debe realizarse para que los hijos
vengan al mundo con las mejores posibilidades de vida sana; en segundo lugar, la propia
salud de los padres que garantice no solo la de los hijos, sino el mantenimiento del hogar en
condiciones normales; en tercer lugar, la economía familiar, que permita atender debidamente a
las necesidades de los hijos, y como una consecuencia, el problema de la limitación de la
natalidad o natalidad consciente, por razones económicas, de salud de la madre, de peligro de su
vida, de la de los hijos, etc. Todos estos aspectos deben ser conocidos por los futuros
padres, para que su atención hacia la descendencia no sea un asunto confiado al azar, sino
un tema de meditación reflexiva que garantice la normalidad de la vida en el seno del hogar.
Otros temas, al parecer menos importantes, pero de una gran influencia en la vida de la
familia, se plantean también en la educación posmatrimonial: la preparación de la mujer
como ama de casa; para el problema de la alimentación; para el de la limpieza en general y el
de la estética y buena presentación de la casa y de los miembros de la familia, así como el
problema del trabajo dentro y fuera del hogar, etc.
Y no queremos terminar esta breve excitativa a una educación planeada, consciente de
los futuros padres, y de los que ya lo son, sin referirnos a dos cuestiones, cuyo
planteamiento quizá hagamos en otro capítulo de este libro. Es una la del papel de la mujer
en el hogar de hoy, y en la sociedad contemporánea. Rechazamos el calificativo de reina del
hogar, cuando a la mayor parte de las mujeres del mundo se les adjudica un reino miserable,
sin alegría, sin pan, y con el dolor de ver desarrollarse a los hijos en la ignorancia y en la
miseria. Ese reinado pudo ser deseable para las mujeres de otras épocas, que solo supieron
del bíblico mandato de «parir con dolor». Pero la mujer de hoy quiere ser madre consciente,
y por eso desea prepararse y saber, para colaborar en la gran tarea de salvar al mundo de la
ruina. Porque somos mujeres y no máquinas, y porque nuestro concepto de la maternidad
no es solamente instintivo como el de los animales, sino consciente y reflexivo, queremos
saber de todo, pero principalmente de lo que atañe a nuestros hijos para criarlos sanos,
vigorosos, fuertes y cultos. Queremos también saber lo que pasa en el mundo para
contribuir a la gran obra del bienestar de la humanidad. Queremos ser no reinas, sino
dueñas de nuestros hogares, del corazón de nuestros maridos y disfrutar de la felicidad que
da el ser útiles a los suyos y a los demás seres que con nosotras forman la gran familia

119
humana.
La segunda cuestión con que vamos a cerrar este capítulo se refiere a la seguridad que
tenemos de que estas exigencias educativas, respecto a la familia, no serán posibles mientras
la organización social del momento y las exigencias y ambiciones que están empujando al
mundo a un nuevo conflicto armado no cambien, permitiendo la libre realización de la
educación integral y a los hombres y pueblos, el libre y completo ejercicio de sus derechos y
deberes ciudadanos. Pero aunque una reforma educativa total no sea posible en el mundo en
estos momentos, es inaplazable acometer con empuje y con brío, la educación de los adultos
y, en ella, la de los padres. Mientras no alcancemos esa realidad, veremos con dolor
agostarse muchas mieses y morir en flor muchas esperanzas. Los padres pueden ayudar
intensamente en este empeño, en la seguridad de que los hijos recibirán el beneficio que les
debe ser dado no como un regalo, sino como una restitución.

1 Ortega y Gasset, José: El Espectador, tomo III, p. 105.


2 «El suicidio en los adolescentes», Ponencia presentada al Primer Congreso de Ciencias, con motivo del IV
Centenario de la Universidad Nacional Autónoma de México, por los profesores Antonio Ballesteros Usano y Emilia
Elías de Ballesteros.
3 J. J. Rousseau: Confesiones, Espasa Calpe, Madrid,
4 Stekel, Wilhelm: Cartas a una madre, p. 41, Buenos Aires, Ediciones Yman.

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CAPÍTULO VI

La educación cívica y político-social de la juventud

Contamos de antemano con el gesto de disgusto y la actitud de repudio que muchas


gentes mostrarán a la sola lectura del título de este capítulo. Y decimos que contamos
porque ya es conocida la cómoda postura de los que creen —maestros o no— que una cosa
es la escuela y la educación y otra la política, y que esta debe quedar al margen de toda
actividad educativa para no envenenar la conciencia de los jóvenes. Sobre que tal criterio es
falso y oculta en la mayoría de los casos más «política» de la que desearíamos, y de peor
calidad de la que vamos a defender aquí, afirmamos rotundamente que es una equivocación
que el mundo está pagando cara, la de segregar del proceso general de la educación juvenil,
el aspecto que asegura la formación cívica, política y social de los jóvenes. Lo que ocurre en
este caso, como en el de la educación sexual, que comentábamos en otro lugar, es que las
gentes se asustan y encubren bajo disfraces peligrosos la participación de los jóvenes en la
vida pública, que es precisamente lo que queremos decir cuando hablamos de la educación
política y la pedimos como una parte esencial de la educación juvenil: educación para
participar en la cosa pública, conociendo sus problemas y participando en su solución sin
mediatizaciones, con honestidad y con limpieza.
¿Por qué consideramos que la educación política de la juventud es uno de los grandes
problemas de la educación de nuestro tiempo?
Bastaría para responder a esta pregunta un hecho indudable que llama la atención de las
gentes preocupadas por estos problemas y que se produce en todos los países, aunque en
unos en mayor proporción que en otros: el gran número de jóvenes, muchachos y
muchachas, que viven en un completo alejamiento de los problemas que se plantean en
estos momentos dentro de sus respectivos países y en el mundo en general, y sin actuar de
ninguna manera, con ninguna actividad, en el esfuerzo que gran número de gentes realizan
para alcanzar una vida mejor. Esta abstención juvenil, esta despreocupación política, social y
ciudadana de los jóvenes, supone en el mundo de hoy una gran laguna. Ningún pueblo,
ningún país, ninguna persona, hombre o mujer, pueden emprender la gran tarea de su
liberación, de la defensa de sus prerrogativas más esenciales y específicas, sabiendo y
sintiendo sobre todo que arrastran el peso muerto de sectores sociales que simplemente se
dejan llevar o se acomodan a lo que hagan las mayorías. Precisamente el valor de estas

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estriba en que se nutren y se completan con la aportación de todos los sectores que están en
condiciones de colaborar y que incorporan a la gran tarea creadora, defensiva u ofensiva, su
esfuerzo, su pasión y su acometividad. Por eso hoy, que los pueblos realizan los mayores
esfuerzos para defender su soberanía y para asegurar un bienestar que creían asegurado al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, la participación de los jóvenes y su incorporación lo
más completa posible a la gran tarea de consolidar en unos casos, de conquistar en otros, y
de defender siempre la libertad y la seguridad de un porvenir de trabajo y de confianza, es
absolutamente necesaria.
Esto que acabamos de decir puede considerarse como una razon de carácter general en
pro de una educación cívica, político-social de la juventud, pero vamos a exponer otras que
concreten más nuestro criterio en este aspecto de la educación que tanto nos interesa y
apasiona.
En primer lugar, ya lo dijimos en otro lugar de este libro al caracterizar las edades en la
adolescencia y la juventud aparecen y se asientan los intereses superiores de tipo social y
ético, así como los intereses del amor y de la sexualidad, es decir, el joven se prepara para
entrar en la vida plena con lo mejor y más grande de la intimidad de su propio ser; con lo
que más tarde, en la etapa de la virilidad, va a constituir lo específicamente humano, lo que
llena, en una palabra, la vida de contenido y de pasión. Parece normal y justo que estando el
panorama de la vida juvenil tan lleno de fenómenos e intereses que van a volcar la vida del
joven en la comunidad, que sea entonar el momento cumbre de su formación para vivir en
ella para sentir el vínculo estrecho que le liga a los hombres, y para llegar a la convicción de
que su actividad y sus deseos deben llevar a aquella lo mejor de su esfuerzo.
Otra poderosa razón que confirma nuestro aserto es la evidencia de la característica
eminentemente social de la naturaleza del hombre. Todo en él clama por un tipo de vida en
común que le lleva no solo a constituir las sociedades o grupos de hombres de cualquier
clase o extensión, sino a participar activamente en la vida de ellas en todos sus aspectos. El
hombre necesita comer, vestirse, defenderse, luchar, reproducirse, adquirir cultura, hablar;
actividades todas que solamente tienen su realización en la comunidad social. Ninguna
necesidad del hombre, de las que constituyen el eje de su vida, puede realizarse con plenitud
si no es en la comunidad. Y cabe preguntar, ¿qué hacemos en la casa, en la escuela, en la
sociedad misma, para colocar al hombre en condiciones de que cumpla con su deber social y
sea un miembro útil a la comunidad? Creemos que muy poco, y aquí vamos a intentar decir
algo de lo que opinamos a este respecto.
Nuestra época es esencialmente política y no sirve que los exégetas del pacifismo asentado
sobre bayonetas nos digan que la política es cosa de políticos, y que eleven sus ojos con
gesto de dolor, clamando por el desarme de las conciencias juveniles. Repetimos, nuestra
época es esencialmente política, porque el fenómeno político ha sido llevado como en una
gigantesca rosa de los vientos a todos los ámbitos del mundo, y ha penetrado en el hogar, en

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la oficina, en el taller, en la fábrica, y también en la escuela, pero tan viciado, tan falseado,
sin dirección consciente y reflexiva que los jóvenes, sin idea siquiera de lo que su condición
juvenil exige y dando oídos a los filisteos, fariseos y plañideras de la política, se pierden por
los derroteros de una falsa interpretación de los hechos a los que asistimos las gentes de hoy
dentro y fuera de nuestros países. Por eso es necesaria la educación política del joven; por
eso pedimos y seguiremos pidiendo que no se seccione, que no se yugule el proceso general
de la educación, arrancándole ese aspecto tan fundamental que tiene su raíz en la propia
naturaleza del joven. Cuando iniciemos a este en la formación del hombre de la polis y abramos
las ventanas de la vida juvenil a todos los intereses y preocupaciones de la comunidad, quién
sabe si dejaran de ser los jóvenes el bocado apetecido por los que aún creen que la juventud,
ciega y sorda a los llamados de su especie por una ignorancia impuesta, ha de ser
eternamente la clásica carne de cañón. ¡Y quién sabe también si los que a sabiendas cierran a
los jóvenes el camino del conocimiento de las características de nuestro mundo y de sus
ansias y anhelos de paz, lo hacen con la intención deliberada de que los jóvenes acepten
fatalmente un destino de dolor y de lágrimas!

***

Consideramos como el primer capítulo de la formación política social de los jóvenes, la


educación para la ciudadanía, o lo que es igual, educación para la formación del ciudadano.
Sentimos mucho tener que dejar aquí constancia de nuestro profundo disentimiento de
lo que generalmente se cree por algunos que es la educación cívica o ciudadana. Conocemos
muy diversos libros de civismo que nos parecen magníficos estudios de las luchas sociales y
de la evolución de los sistemas económicos y otros, los peores, que son incluso buenos
tratados de urbanidad. A nuestras manos llegó, no hace mucho, un libro de un país
extranjero que, con el marchamo de civismo, era ni más ni menos que el manual del
perfecto peatón y del cortés y sufrido vecino de una casa de departamentos. Nada de eso,
por supuesto, podemos considerarlo como preparación para la ciudadanía, que es una cosa
mucho más elevada y más compleja, y que perfila hacia rumbos de mayor superación la
personalidad humana.
Ser ciudadano de una comunidad es actuar en ella de acuerdo con sus exigencias y sus
necesidades. Es laborar activamente para el beneficio y el bienestar colectivos. Es conocer
sus necesidades y trabajar para satisfacerlas. Es conocer sus problemas y servirlos, y
resolverlos de acuerdo con el bien común. Es conocer sus leyes y cumplirlas. Es, en fin,
cumplir con la misma fe y el mismo interés apasionado, los deberes y los derechos que nos
acompañan y nos asisten en nuestro papel de ciudadanos. En una palabra: ser ciudadano es
saber dar y saber exigir en una justa y recíproca correspondencia, con espíritu crítico, que los
haga luchar contra las injusticias. Para alcanzar ese grado de formación humana, la
educación espontánea proporciona al joven elementos diversos y valiosos, con solo la

123
contemplación, observación y experiencia de la vida en torno. Pero es a la educación
sistemática, formal a la que corresponde la mayor responsabilidad en la tarea. El
conocimiento razonado, interpretativo, de las leyes del país, empezando naturalmente por la
Constitución o ley fundamental del Estado, sin cuyo estudio no solo no hay educación
ciudadana posible, sino tampoco una dirección ética y humana para comprender los
problemas políticos del país; el estudio razonado también de los deberes y derechos del
ciudadano, que emanan de la propia Constitución; el conocimiento, lo más profundo
posible, de los documentos de valor universal que coordinan la vida nacional, con la de
otros pueblos, son, entre otros muchos, elementos imprescindibles para la formación de la
conciencia ciudadana juvenil. ¿Cuántos de nuestros jóvenes conocen la Constitución
mexicana? ¿Cuántos de nuestros estudiantes, que a veces reclaman concesiones, justas o
injustas, serían capaces de encuadrar en nuestra Constitución sus peticiones, seguros de que
en su articulado se guarda el más valioso tesoro de libertad y de democracia?
Aspectos indispensables de la educación ciudadana se consideran la educación para el
sentimiento nacional y para el sentimiento de la Patria. Sería difícil tarea enumerar aquí las
muy diversas y equivocadas acepciones que, incluso en textos prestigiados, se tienen del
concepto de Nación. Pues bien, uno de los objetivos de la educación para la ciudadanía es
aclarar ante los jóvenes que una Nación no es un término abstracto, sino un concepto
histórico y que toda nación se forma históricamente sobre la base de una unidad de
territorio, de economía, de lenguaje y de cultura. Así comprendida la Nación, se sienten y se
viven con ella los esfuerzos para su constitución y su consolidación, y se advierte cuán
doloroso es el alumbramiento de una Nación, cuya vida ha sido conquistada, reforzada y
defendida por sus hijos. La Historia nacional es un arma poderosa de educación para el
conocimiento y el amor nacionales. Pero una Historia científicamente elaborada y estudiada.
Por eso nos permitimos apuntar aquí la necesidad de la revisión de los libros de texto de
historia, de civismo, de economía, de sociología. No es posible formar en la juventud un
sentido de ciudadanía y aun de universalidad, si ponemos en sus manos un libro que «narra»
la historia pero que no la explica; un libro que expone los hechos a gusto del historiador, del
sociólogo o del economista, sin buscar las causas de esos hechos y explicar sus
consecuencias. Los libros, todos los libros que pongamos en manos de nuestros jóvenes y,
en este caso, de la formación de la conciencia ciudadana, con mayor motivo, deben ser
libros para pensar, para juzgar, para discutir, no para anquilosar el pensamiento ni para
cerrar el camino a la verdad.
La educación para el sentimiento de la Patria es la culminación ética y efectiva de la
formación del ciudadano. Pero hablamos de un sentimiento patriótico sincero que colme los
anchos y profundos surcos del amor a la tierra, que nos sirvió de cuna y que recogerá con
tibia y dulce solicitud nuestros cuerpos. Hay que amar a la Patria, sintiéndola. Hay que
sentirla engrandeciéndola. Y hay que engrandecerla con nuestras obras. Es cómodo, pero

124
muy mezquino, alabar las virtudes patrióticas y después empequeñecer nuestro solar con
una conducta innoble. Por eso hay que llevar a nuestros jóvenes la idea y la visión clara y
limpia de una Patria que esta hecha de hombres, de paisajes, de sentimientos comunes, de
anhelos de bienestar y de engrandecimiento noble y austero. El conocimiento de la tierra; la
interpretación de los paisajes y su contemplacion apasionada; el estudio de los sentimientos
colectivos; de los valores de todas clases, que surgen de la tierra querida como sus flores
más lozanas; el sentir dolorido de sus angustias y sus tristezas; sus luchas y sus triunfos, todo
en fin, lo que arde en nuestras venas, junto a nuestra propia sangre, constituyen los medios
principales de educación patriótica. Pero, repetimos, de una auténtica y reverenciada Patria,
que está muy lejos de ser la de quienes la ensalzan pero no hacen nada por engrandecerla.
Una experiencia personal queremos ofrecer a nuestros lectores sobre este tema. A fines del
año académico de 1952 asistimos como invitados a una ceremonia escolar. Mis jóvenes
alumnos de una escuela secundaria habían organizado, bajo su propia responsabilidad, un
acto que estuvo lleno de sorpresas para quienes no creen en la seriedad de los jóvenes
cuando se confía en ellos. Uno de los números del lúcido y bien pensado programa consistía
en una recitación de Suave Patria, del grande y profundo poeta mexicano López Velarde. La
recitación se hacía por un grupo integrado por muchachos y muchachas de las clases de
Literatura. Cada uno de ellos, sucesivamente, recitaba el fragmento de la composición que le
había correspondido, y en todos había emoción y sentimiento que transmitían al auditorio.
Pero al terminar el número, que había puesto lágrimas de emoción en muchos ojos y ternura
contenida en muchos corazones, una alumna, no de las lectoras, sino de las que escuchaban,
comenzó a llorar silenciosamente. Sin dolor, sin amargura, pero con sentimiento. Su
proximidad a nosotros nos permitió preguntarle la razón de su llanto —aunque la
sospechamos— y nos contestó sencillamente, sin gestos y con naturalidad: «¡Es que ahora,
por primera vez, he sentido de verdad lo que es México!» ¡Es una hermosa lección que ojalá
supiéramos hacer todos los maestros!…

***

La educación política social de los jóvenes reclama una proyección de su personalidad


hacia el mundo donde viven los hombres y al que vive vinculada y sujeta su propia
comunidad. No es posible reducir el mundo de las jóvenes generaciones a su propio mundo
nacional. Esto es, como acabamos de señalar, indiscutiblemente, lo primero. Pero una vez
logrado esto, su propia preparación y la visión de los problemas de su país en relación con
los de otros pueblos, les lleva inevitablemente a considerar sus relaciones con los demás.
Los jóvenes viven hoy en un mundo que aumenta la crisis aguda de su edad. Y aunque una
falta de preparación político-social adecuada a sus intereses y necesidades les aleje de las
tragedias que forman la base de la vida actual y de las preocupaciones, que entristecen el
horizonte de los pueblos, muchos de nuestros jóvenes observan los hechos dolorosos de la

125
vida actual, que les presentan una realidad de injusticia, de desigualdades, de
discriminaciones, que llevan a su ánimo la confusión y el desconcierto. Ante esta situación,
las instituciones educativas tienen una gran misión que cumplir: «plantear ante los jóvenes
escolares las cuestiones, sin falsearlas; estudiar los orígenes de la desigualdad entre los
hombres en sus propias fuentes; ofrecer a la consideración de los alumnos hechos históricos
y actuales en los que se adviertan las razones por las cuales los hombres olvidan su
condición humana y aplican un trato de humillación a sus semejantes: darles a conocer las
características de la organización social, política y económica de los pueblos, y buscar en ella
las causas de las injusticias y desigualdades, y tratar, en fin, de que nuestros alumnos no solo
entrevean en estas enseñanzas, sino que lleguen a fijar con claridad la idea de que a lo largo
del desarrollo histórico de la humanidad y a través de las luchas político-sociales
ininterrumpidas, los hombres van gestando un tipo de sociedad en la cual las injusticias y las
desigualdades no serán posibles»1.
Esta posición nuestra ante este problema responde a las altas experiencias de una severa
ética profesional cuyo primer imperativo es el de no engañar jamás a nuestros alumnos. Por
eso también volvemos a referirnos aquí a la urgente revisión de los libros de texto que se
refieren a la preparación político-social de los jóvenes. Nos referimos antes a la Historia, al
Civismo, a la Sociología, a la Economía y ahora nos referimos también a la Geografía. Bien
recientes están (nos entristece saber que aún persisten) los estragos que produjo en las
conciencias juveniles la ciencia geográfica del nacional-socialismo alemán. Las teorías del
espacio vital; del espacio necesario; de los espacios crecientes. Fueron armas poderosas en
las manos de los que explicaron y aún quieren explicar los ataques armados como una
necesidad expansionista de los pueblos fuertes para acabar con los llamados débiles que no
tienen derecho a vivir. Esta monstruosidad, que se apoya sobre la afirmación de que «el
espacio es poder», llevó al mundo a una destrucción y a una miseria colectivas que aún
arrastran los hombres a pesar de la terminación del conflicto armado. Hemos citado estos
datos que surgieron de la ciencia alemana al servicio del fascismo alemán con el nombre de
Geopolítica, para destacar lo que queremos decir cuando pedimos con angustia la revisión
de los textos escolares. Cuando hayamos logrado esto, se pondrán en manos de los jóvenes
documentos vivos, humanos, discutibles, pero en los que aliente el afán de bienestar y de
paz que vibra en la vida de la humanidad.
¿Cuántos jóvenes escolares de nuestras clases de Sociología, de Historia, de Derecho, de
Civismo, conocen la Declaración universal de los derechos del hombre? Y he ahí un documento de
valor y alcances universales que podría ser un guía de estudio para determinar en realidad
cuáles son las prerrogativas naturales del hombre.
No se crea que nuestra actitud personal es de absoluto acatamiento a la citada
declaración. Por el contrario, estimamos que tiene muchos puntos vulnerables,
principalmente su vaguedad y su pasividad en el capítulo de sanciones para los transgresores

126
y su carácter abstracto, que impide realmente su aplicación total. Pero su alcance está
precisamente en su discusión y, sobre todo, en su divulgación racional y reflexiva, porque
solo conociendo el documento se puede discutir, se puede atacar en sus puntos débiles y
aun se puede exigir su total cumplimiento por parte de los países firmantes.
Todo lo que en el mundo provoca inquietudes, interrogantes dramáticas; todo lo que
vive y palpa el hombre de hoy, sumergido en el mar tempestuoso de pasiones, ambiciones y
odios, todo debe ser examinado por los jóvenes con la serena y sincera ayuda de sus
maestros sin temor a alterar sus conciencias. Más nos asusta y nos intimida pensar en las
masas juveniles desarmadas e indefensas, ignorantes y ausentes de los problemas del mundo,
conducidas ciegamente por los que medran y triunfan sobre un pedestal de dólar y sobre
una plataforma de injusticias. Hagamos a nuestros jóvenes ciudadanos conscientes y activos
de su propio país; hagámoslos también ciudadanos del mundo en el que viven y padecen —
más que gozan— los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos, y habremos cumplido
una parte esencial de la educación que nuestro tiempo exige. Y después ellos, nuestros
alumnos, iluminados por la luz de la sinceridad y del deber, elegirán el camino que quieran,
en el panorama político de su mundo y de su momento. Y nosotros tenemos la seguridad de
que si hemos cumplido con nuestro deber y ha habido altura y emoción en nuestra labor,
elegirán el buen camino, el único que seguir, que es el de la libertad, el de la defensa de sus
derechos, el del cumplimiento de sus deberes, el de cerrar el paso a la opresión y al dolo. El
fuerte y sereno caminar de quien por sus propios motivos ha sabido elegir su camino.

***

Deliberadamente hemos dejado para tratar en último lugar lo que estimamos que es hoy
un deber imperativo en la dirección política de las generaciones jóvenes: educación para la paz.
Y lo hemos hecho así por varias razones. Una de ellas, porque suponíamos que al plantearlo
en el primer lugar de este capítulo quizá algunas personas de las que curiosas se asomaran a
estas páginas, cerrarían el libro con un gesto de disgusto y no llegarían ni a leernos en las
primeras líneas. Y machacones como somos en cosas que nos interesan, queríamos que no
se alejaran de nosotros quienes a nosotros se acercaron. Otra razón más estriba en el hecho
de servir en último lugar el plato fuerte de este capítulo. Porque estamos seguros de que a
pocos va a gustar y a muchos va a disgustar que hablemos aquí de educar para la paz los
jóvenes que pueblan o no nuestras instituciones educativas. Y, ¿de qué habríamos de hablar
entonces, de educación para la guerra? Desgraciadamente ya hay quien lo hace por el
mundo. Pero nosotros somos maestros, y la educación es una obra de paz, que necesita un
ambiente de paz y para ella queremos formar a nuestros alumnos. Hablamos, pues, aquí con
sinceridad, con emoción, con ternura, pensando en nuestros jóvenes y en otros que son
dolorosamente víctimas de la guerra y más aún, en los que murieron en aras de algo grande
que esperaban lograr con su sacrificio y que no llegó. Si este libro cae en manos de padres o

127
maestros y quieren comentar estas líneas referentes a la paz, con sus hijos o con sus
alumnos, será la mayor satisfacción que estas páginas puedan producirnos.
Partimos del hecho —del que nadie duda y en el que todos creen—, de que la paz es
necesaria para vivir, para trabajar, para crear, para casarse, para tener hijos y para criarlos. Sin paz no
hay nada de eso, porque la vida se retuerce como un sarmiento y los sarmientos son
infecundos.
Un hombre muy cristiano, muy español, muy sabio y muy humano dijo allá por el siglo
XVI lo que vamos a transcribir: «Es necesaria la paz y la concordia, y la quietud de ánimo,
para que las inteligencias se desarrollen y para que florezcan las artes... Sea cualquiera la
discordia de que se trate, guerra exterior o civil o disensión privada, es lo cierto, que ni deja
al maestro enseñar ni al discípulo aprender ni a los padres preocuparse de la educación de
sus hijos». Estas palabras están tomadas de un libro ejemplar, cuyo título es De concordia y
discordia del género humano, cuyo autor es el humanista español Luis Vives, de Valencia. Y fue
escrito, como dijimos anteriormente, en el siglo XVI, con una visión tan clara de lo que es y
representa la paz para la vida humana, que parecen escritas sus páginas para este momento
en el que nos amagan con su siniestro tableteo los clarines de una nueva guerra.
Pero Luis Vives, cuya arrolladora personalidad hacía enmudecer de admiración
respetuosa a Erasmo de Rotterdam, añade más adelante, en la misma obra: «A causa de las
continuas guerras, que con increíble fecundidad han ido naciendo unas de otras, ha sufrido
Europa tantas catástrofes, que en casi todos los aspectos necesita de una grande y casi total
reparación. Pero ninguna cosa le es tan necesaria como una paz y concordia que se extiendan a todo el
linaje humano..».
Como se ve por este texto que citamos (De concordia y discordia del género humano,
traducción del latín al español del Profesor Laureano Garcia Gallegos, impreso y publicado
en México en 1940), la preocupación por la conquista de la paz es muy antigua para los
espíritus selectos, preocupados por el bienestar social y por lograr la quietud necesaria para
trabajar, para crear y, sobre todo, para la educación de niños y de jóvenes.
Lo primero que necesitamos asentar es que los maestros, y en general, todos los que nos
hallamos en contacto con los qrupos juveniles, tenemos una doble misión que realizar.
Nuestra obra de educadores no es nunca, no puede serlo, exclusivamente instructiva, sino
muy principalmente educativa, formadora. Tenemos, es verdad, el imperativo de los
programas, pero en su desarrollo y orientación estamos obligados a demostrar nuestra noble
condición de educadores, que exige de nosotros un gran sentido de responsabilidad y una
exquisita e íntima delicadeza, porque supone la dirección integral, humana, de nuestros
alumnos. Desde este punto de vista, es lícito afirmar que toda materia de estudio, cualquiera
que sea su carácter, es y debe ser en nuestras manos un poderoso instrumento de educación.
Y sobre todo debe serlo nuestra personalidad, nuestra conducta de hombres y de maestros
para que nuestros alumnos puedan sentir nuestra influencia no como un peso, sino como

128
una inspiración.
Comprendida así la misión del educador, toda escuela, cualquiera que sea su grado y su
clase, debe crear un ambiente que sature la conciencia de los escolares hacia una
comprensión mutua, que cristalice en la necesidad absoluta de combatir por la paz —
necesaria más que a nadie a la juventud— único modo de dar a los hombres lo que su
naturaleza y su afán creador exigen. Por eso, no solo no compartimos, sino que rechazamos
con toda energía todos los intentos —algunos muy logrados ya— de complicar, de mezclar
la vida de las instituciones educativas, como en los mejores años del fascismo italiano y del
nacional-socialismo alemán, con la preparación bélica, que es la preocupacion máxima de
muchos dirigentes políticos. Veamos si no lo que dijo uno de ellos con ocasión de un acto
de propaganda electoral y dirigiéndose principalmente a los maestros: «Siendo la guerra
virtualmente inevitable, exige una nueva orientación psicológica fundamental de la masa y
de la juventud de nuestro pueblo». Esa orientacion psicológica nueva no puede ser otra
cuando se considera la guerra inevitable, que la preparación para la guerra, y eso supone, por
tanto, que hay que deformar la conciencia de los jóvenes, oscurecer su horizonte en el que
debemos los maestros hacer brillar las esperanzas y la fe, volcando todas sus preocupaciones
y embargando su atención con el fantasma de la guerra.
Igualmente combatimos el hecho tan frecuente hoy, en la mayor parte de los países, de
que la vida y la organización de las escuelas, así como la preparación de los maestros y en
general toda la política y la economía educativas, se supediten al aumento considerable de
los gastos enormes que supone la preparación fría y meditada de la guerra.
De una estadística francesa hecha en 1949 (hoy las cosas han variado, empeorándose),
sacamos la siguiente información. «El aumento de los gastos militares ha traído consigo una
enorme reducción de los créditos de la Educación Nacional. El equipo escolar, el material,
ha sufrido una disminución de 1300 millones. La enseñanza técnica, la educación física, la
higiene escolar, han sido grandemente afectadas. Además, el hundimiento de la Escuela se
ha agravado por la destrución de la guerra y el aumento de la natalidad... Y el reclutamiento
de los maestros se ha reducido considerablemente a causa de la insuficiencia de los
sueldos…».
En pocas palabras, hallamos una descripción no efectista, sino real, de lo que supone la
actual situación de preparación de un nuevo conflicto armado, con la consiguiente caída de
lo contrario: la preparación de la juventud para la paz. Se hunde la escuela, se tuercen la
dirección y la educación juveniles, y el rostro ensangrentado de Moloch, sonríe con
malignidad ante el nuevo y grande festín que le preparan.
¿Qué hacer ante esta situación? ¿Cómo cerrar el paso a la amargura, a la angustia, a la
congoja que como educadores nos invade ante este panorama?
En primer lugar, hacemos una afirmación, a la que nos llevan muchos años de estudio
de los problemas juveniles y de contacto con grandes núcleos estudiantiles: el porvenir de

129
los pueblos depende en una gran proporción de la preparación y calidad psicológica,
ideológica, moral y política de sus generaciones jóvenes.
Esto quiere decir para nosotros que la lucha por una educación democrática de la
juventud, de la cual es una parte principal la educación para la paz, es una de las tareas más
urgentes que tenemos a la vista los maestros de los países democráticos. Y ¿qué entendemos
por educación democrática? Entre otras muchas, le asignamos los caracteres siguientes:

1. Todo niño, joven o adulto tiene derecho a la educación integral.


2. La educación democrática debe proporcionar al hombre conocimientos científicos
libres de prejuicios relativos a las leyes de desenvolvimiento de la naturaleza y de la
sociedad.
3. La educación democrática debe asegurar el desenvolvimiento de las capacidades y
aptitudes peculiares de los niños, jóvenes y adultos, para asegurar el despertar de su
vocación.
4. La educación democrática es un tipo de educación que asegura un espíritu social y
colectivo de modo que la defensa de los intereses individuales no comprometa los
intereses de la colectividad.
5. La educación democrática es una educación que asegura el sentimiento de amor
patrio, sin detrimento del respeto a todos los pueblos.
6. La educación democrática rechaza todos los intentos de destruir los derechos del
hombre y de los pueblos a su libertad, independencia y soberanía.
7. La educación democrática se inspira en un ideal de respeto mutuo y de comprensión
entre los hombres que haga difícil, si no imposibles, las guerras.
8. La educación democrática debe desarrollar las capacidades críticas de los alumnos,
haciéndolos aptos para contribuir a la transformación de la sociedad, considerando a
esta como una sociedad en desarrollo,
9. La educación democrática prepara para el trabajo y para el desarrollo de las
capacidades creadoras del hombre, de modo que incorpore a la sociedad su fuerza
de producción.

Veamos ahora algunas formas de realizar esa educación democrática que llevará la
educación juvenil por derroteros deseables hacia la formación de un núcleo de combatientes
de la paz, formado por esa legión de los jóvenes del mundo que un poeta llamó «el albo y
poderoso mensaje de la esperanza».
De nuevo nos referimos a los libros de texto que se usan como único material de
estudio. Estos libros deben responder científicamente a la verdad de los hechos. El estudio
de las leyes que rigen la vida en la naturaleza; las que rigen la vida social, el conocimiento de
la transformación de las sociedades; las normas de agrupación humana, de progreso, de
cambio, de constante «devenir» como afirma Hegel, son otros tantos instrumentos

130
científicos para la comprensión del mundo, de la vida y de los hombres, las conversaciones
con nuestros alumnos sobre temas vitales y que dolorosamente vive nuestro mundo, sin
miedo a tocar cuestiones que descargan la ira y el furor de las gentes; las lecturas
comentadas. La discusión y crítica de documentos nacionales o universales y de situaciones
que se plantean entre los pueblos; el estudio de los motivos de discordia humana, pueden
hacer comprender a nuestros alumnos que la guerra no es necesaria, como quieren
demostrar los belicistas y que, por el contrario, la paz sí lo es, sí queremos saber y crear, y
ser mejores y vivir, en una palabra.
Sinceramente creemos que nuestra labor, en este aspecto concreto de la educación,
puede ser muy fecunda si no nos cruzamos de brazos y si sentimos de verdad nuestra
misión y a nuestros alumnos muy cerca de nosotros. Es preciso aferrarnos a la idea de que
nuestra misión, en el fragor de la contienda, entre el estruendo de los cañones y el calor
hirviente de la sangre derramada, no tendría valor, si es que podía realizarse. Dijo así un
poeta: «Nuestros cantos entre los dardos de Marte no tienen más valor que el de las palomas
cuando llega el águila». Y no queremos ser palomas preparadas para el sacrificio ni tampoco
que se pierda nuestro esfuerzo, que tiene su lugar junto a los jóvenes, que deben verse libres
del fantasma cruel y sangriento de la guerra.
Como complemento de lo ya expuesto (sintéticamente, ya que este capítulo de la
educación para la paz es muy amplio y muy complicado), añadiremos dos ideas más que
pueden ser el colofón de esta especial función que como maestros hemos de realizar.
En primer lugar, debemos señalar a nuestros alumnos quiénes son y quiénes forman
parte del núcleo amplio de los que quieren y laboran por la paz. Caben aquí muchas y muy
diversas maneras de actuar, pero bastará que, con habilidosa delicadeza, llevemos a los
jóvenes a meditar sobre las propias condiciones de su vida y del medio en que desenvuelven
su actividad, para que ellos mismos adviertan que no quieren la guerra y sí desean la paz, sus
propias madres y las madres de otros hijos, que también tiemblan ante la sospecha de un
nuevo estallido bélico; los hombres que trabajan, que son el sostén y la esperanza familiar y
que se verían arrancados del hogar dejando a sus familias en el abandono; que junto a
hombres y mujeres de hogar, están con el mismo anhelo pacifista, los hombres y mujeres
que trabajan, que crean; los que no tienen ambiciones egoístas, los que no guardan odio para
nadie en el corazón: los que no aspiran a mandar, a dominar, a sojuzgar. Por el mismo
camino les llevaremos a adquirir la seguridad de que la paz es deseada y defendida por los
maestros que amamos a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes. Y que por último,
estamos en el gran frente de la paz los que deseamos un mundo en el que la discordia, como
dijo Luis Vives, no altere las relaciones entre los hombres y, por último, los que creemos
que la guerra es la ultima ratio, cuyo empleo sirve a las ambiciones de poder y destruye las
posibilidades de crear. Por este camino, a través de lecturas, discusiones, conversaciones,
etc., los propios jóvenes descubrirán quiénes son los que no están en esas filas y sí en las

131
opuestas. Los que, como dice el Evangelio, por no «estar con nosotros, están contra
nosotros». Y entonces sabrán, y nosotros tenemos la obligación de ayudarles y dirigirles en
esta tarea, qué es lo que deben hacer para no caer ciegamente en el lado en el cual les espera
el peligro.
Por último, dirigimos estas líneas a los jóvenes, si es que curiosamente alguno se asoma
a este rincón, para decirles que la educación política que propugnamos para ellos es la
educación que les hará vivir con plenitud su vida de hombres, de ciudadanos y de miembros
conscientes de «la gran familia que es la especie humana», como dijera el gran maestro suizo
Pestalozzi. No se trata de desarrollar en ellos el virus maligno de lo que se llama política con
frecuencia, y no lo es, sino el fermento vital de su participación limpia y honesta en la vida
pública, en la cosa pública, que mejora o empeora según lo que sus miembros activos lleven
a ella. Sugerimos aquí, con voz de maestra, de mujer y de madre —tres títulos que llenan de
majestad y de grandeza la vida— que los jóvenes deben saber qué hacer cuando el mundo se
debate en una crisis tan profunda como un abismo insondable, en el momento presente. Les
declaramos también nuestra fe, que es seguridad en el poder creador y en el ansia indomable
de libertad de la juventud. Y les aseguramos que su vida luminosa, esperanza de la
humanidad, debe ser defendida y lo será, por los que, como nosotros, creemos que la paz es
necesaria y puede ser lograda si laboramos por ella.
Y como pensamos con otro gran poeta, que la «juventud es divino tesoro», queremos
que no se malogre ni se pierda ni sea pasto de la voracidad de los que todavía confían para
su medro, en ver el horizonte en llamas.
Busquemos entre los nuestros, en los que hicieron a México libre y soberano, motivos
de trabajo y estímulos para actuar, llevando a nuestras generaciones juveniles la seguridad de
que un esfuerzo al servicio de una causa sagrada, como esta de salvaguardar la paz, no se
pierde nunca si se ponen en ella acción desinteresada y emocionada fe.
Y sería bueno recordar aquí, al final de este capítulo, destacando su figura señera, ante
los jóvenes, a Benito Juárez, inconmovible ante su misión histórica, dulce y sereno a la vez,
cuando nos enseñó que «el respeto al derecho ajeno es la paz».

1 De Ballesteros, Emilia Elías: La lengua nacional en los textos literarios, pp. 203 y 204, Editorial Patria, S. A.

132
CAPÍTULO VII

La educación de la mujer

No hemos resistido la tentación de ocuparnos de un problema que nos atañe muy


directamente y que, a pesar de que nuestra época ha modificado tantos puntos de vista
relativos a la educación, sigue colocado en primera línea entre las cuestiones apasionantes de
la cultura de nuestro tiempo, por las discusiones que suscita. Nos referimos a la educación
de la mujer y a su preparación total e íntegra para participar en la vida colectiva.
También en este caso sabemos que vamos a disentir profundamente del criterio de
muchas gentes que, alardeando de muy «siglo XX», todavía piensan que el «hogar del hombre
es el mundo y el mundo de la mujer es el hogar». De cualquier modo, el aforismo resulta
fuera de lugar en esta nuestra época, en la que la mujer, con preparación o sin ella, ha roto
las barreras del hogar, voluntaria o involuntariamente, para invadir los horizontes del
mundo.
Precisamente en estos momentos en que la vida nacional mexicana se ha visto
remozada, ampliada y quizá renovada por la conquista femenina del voto, consideramos
más necesario y más urgente puntualizar lo relativo a la formación de la mujer y a lo que
estimamos como imprescindible para prepararla para la nueva y completa aportación que de
ella exigen las complicadas sociedades modernas.
Siempre a lo largo del tiempo y a todo lo ancho del ecumene, ha sido discutida y
discutible la actividad de la mujer. Es cierto que cada época —encuadrada en su tipo de
cultura y en su interpretación de la moral— tiene un concepto de la mujer, de lo que debe
hacer y de lo que de ella se espera, pero es cierto también que en todos los momentos,
cualquiera que haya sido la idea que se tenga de la actividad, y misión femeninas, ha habido
mujeres que han roto las cadenas, han despreciado las normas establecidas en cuanto a la
estimación por los demás, y han sobresalido en el campo de la política, de la ciencia y del
arte. Y esa actividad la han desarrollado casi siempre, sin estímulo alguno, sin dirección
adecuada y reflexiva, y lo que es peor, luchando contra un medio hostil que se obstinaba y
aún se obstina en poner barreras a la libre determinación femenina. Pero ¿cómo ha de
extrañarnos que eso ocurriera anteriormente a nuestro tiempo si hoy, cuando las mujeres
han trabajado afanosamente y con éxito en campos tan diversos, aún hay quien se estremece
con horror ante lo que consideran la invasión de la mujer en actividades supuestamente

133
reservadas a los hombres? ¿Cómo extrañarnos de que nuestros antepasados remotos y
próximos rasgaran sus vestiduras cuando alguna mujer sobresalía de entre la medianía, si hay
aún hombres y mujeres que tuercen el gesto y suspiran con amargura cuando piensan que
1as mujeres han de ejercer el excelso derecho del sufragio?
Y no se crea —quede esto bien claro a todo lo largo de lo que vamos a decir aquí— que
somos feministas de las de cuello duro y pantalón; de las de la igualdad indiferenciada y
absoluta con el varón. No: somos mujeres exclusivamente, y mujeres que hace mucho
tiempo salimos a la palestra para la defensa de la comprensión de los problemas femeninos,
y que hemos luchado y seguiremos luchando para que la mujer alcance las metas que debe
alcanzar, y para que su misión en la sociedad moderna se comprenda y permita que millones
de mujeres en el mundo alcancen su condición humana, tanto en el orden material como en
el orden de su cultivo y desarrollo. Por eso estas líneas modestas, pero llenas de fe, van
dirigidas especialmente a las mujeres españolas y mexicanas que valerosamente, con
insistencia heroica muchas veces, lucharon al lado de los hombres en las grandes empresas
que ambos pueblos han realizado en tan diversos órdenes y que hoy luchan por conquistar
definitivamente un puesto en la obra interna de engrandecimiento que realiza México y de
liberación que realiza España, por vincularse al esfuerzo que desarrollan todas las mujeres
del mundo para hacer de este el escenario venturoso y pacífico donde la humanidad alcance
la seguridad y el bienestar que tanto necesita.
***
Consideramos que la educación de la mujer es uno de los problemas planteados en el
panorama educativo de nuestro tiempo, por dos razones fundamentales entre otras muchas.
En primer lugar, porque los estudios realizados en el terreno de la ciencia para aclarar el
conocimiento del hombre y el estudio de las edades, como procesos de la vida humana, han
puesto en evidencia el concepto, no de la superioridad o inferioridad de cada sexo, sino el
concepto de diferenciación sexual.
En segundo lugar, como inmediata e importante razón del problema de la educación de
la mujer, surge el hecho de que esta, incorporada ya efectivamente a muchas ramas de la
actividad, debe hacerlo plenamente, con preparación adecuada, sabiendo lo que quiere y como debe
realizarlo y no al azar, rompiendo con sus intereses y aficiones, y contrariando en muchos
casos las leyes de su propia naturaleza y de su excelsa y grandiosa misión específica, que es la
maternidad.
Refiriéndonos a la primera cuestión, o sea, al concepto de la diferenciación sexual,
afirmamos ante todo que el hombre y la mujer tienen —no hay necesidad de insistir mucho
en ello— un gran número de caracteres y rasgos comunes, en lo que es específicamente
humano, es decir, en lo que iguala a los dos sexos como individuos pertenecientes a una
misma especie. El hombre y la mujer nacen, crecen, se desarrollan, se reproducen y mueren.
Y en ese orto de la vida, la mujer como el hombre sufren, gozan, luchan, tienen aficiones

134
determinadas, eligen su camino, triunfan, se hunden en el fracaso o alcanzan las cimas del
vulgar y corriente existir, que es el patrimonio de la mayoría. Hay en los dos sexos una
comunidad de actividades biopsíquicas como corresponde a una unidad original de la vida.
Estas afirmaciones, como puede apreciarse, van en contra del doble fetichismo de la
igualdad o desigualdad absolutas entre los dos sexos, tan defendida por partidarios o
enemigos de la actividad femenina fuera de los límites del hogar. Ni una ni otra posición son
absolutamente ciertas ni científicas; ni la mujer es igual al hombre ni completamente
diferente a él. Ni superior ni inferior, sino simplemente distintos. He ahí el punto de partida
que enfoca debidamente el problema de la educación femenina. Pero advertimos también
que esa diferenciación no debe significar en ningún caso separación de los sexos,
alejamiento de ellos con fines premeditados y como norma y criterio moral tanto en la casa
como en las escuelas, espectáculos, etc., tan perjudicial para la comprension, entre el
hombre y la mujer y que desgraciadamente tanto se practica. Por el contrario —y esto es
una verdad con la que nunca se compenetrarán bastante padres, maestros, políticos, etc.— el
hombre y la mujer se complementan.
Tampoco se interprete esta afirmación como una perogrullada, tómese más bien como
una verdad de las de «a puño» como diría la honda sabiduría popular de Sancho Panza.
Carlota Bühler, la gran investigadora de la psicología juvenil e infantil, ha dicho que hay
entre los dos sexos «una necesidad de complemento» que aparece en hombres y mujeres en
plena adolescencia, es decir, cuando hacen su aparición también los intereses de tipo sexual.
Bastará reflexionar en este hecho psicológicamente comprobado para explicar por qué
los muchachos y las muchachas buscan la compañía del sexo contrario formando las
«palomillas», «las pandillas» que tanto asustan a los padres y a algunos maestros, causando
un grave daño a la educación del adolescente cuando, sobre todo con violencia e
imposición, se prohíbe a los jóvenes reunirse con otros de distinto sexo.
¿Dónde radican las diferencias esenciales entre aquellos? Evidentemente esa
diferenciación está como, es lógico pensar, en lo específicamente sexual. Y si se tiene en
cuenta las influencias que ese aspecto de la vida humana ejerce en todas las actividades y en
toda la tipología individual, hallaremos que desde la vida orgánica hasta la actividad
psicológica, el metabolismo y la tipología en general acusan la influencia, la variación y
diferenciación en la vida de los dos sexos.
También queremos advertir que, por lo que a nosotros se refiere, no estamos en este
aspecto defendiendo un pansexualismo de tipo freudiano ni mucho menos, pero sí
aceptamos el hecho indiscutible de que la vida y la actividad sexuales ejercen influencias
determinadas en la actitud general del hombre, en su conducta, sobre todo en algunas
edades.
Desde el punto de vista de los caracteres sexuales, tanto en los esenciales como en los
primarios y secundarios, la diferenciación entre el hombre y la mujer es absoluta. No solo

135
los órganos internos y externos de la sexualidad, sino algunos caracteres tan peculiares como
la aparición del bigote en los jóvenes, la longitud del cabello y la distribución de la grasa, que
establecen divergencias morfológicas entre el joven y la joven, ejercen su acción en el
metabolismo, cuyas diferencias entre los sexos son bien sabidas. La mujer tiene un tipo de
metabolismo anabólico, es decir, de asimilación, de conservación, como corresponde a su
función maternal, y el del hombre es especialmente catabólico o de desgaste, también de
acuerdo con sus funciones más determinantes.
Todas estas diferencias que a grandes rasgos señalamos, por no ser el tema esencial de
este volumen, tienen naturalmente repercusiones muy marcadas en el cuadro general de la
vida de los sexos. Sin llegar a los extremos de Bovin, que afirma que el hombre y la mujer
son «especies distintas», si creemos que la actividad vital del hombre y la mujer se ven
influidas, aunque no determinadas, por lo que nos atrevemos a llamar la estructura sexual.
Desde el punto de vista psicológico no hay, no pueden en realidad señalarse diferencias
fundamentales. Hasta el momento, nuestra experiencia docente, el contacto con grandes
grupos juveniles y de mujeres ávidas de saber y de actuar no nos permite afirmar que la
inteligencia femenina es inferior a la del hombre.
La mujer llega, en el ejercicio de la inteligencia, allá donde el hombre puede llegar. Un
recuerdo emocionado a María Curie, cuya vida apasionada fue un canto triunfal a la ciencia y
a la razón, nos parece necesario en este momento.
¡Y tantas otras, cuyos nombres se agolpan en nuestra memoria y que hemos de guardar
en el santuario de nuestra intimidad! Sin embargo, el ritmo de la vida sexual en la mujer; el
obligado gasto de energías de la procreación; los dolorosos pero dulces intervalos de la
crianza; la función creadora que pone en sus manos materialmente al hijo indefenso y débil
ante la vida, y otros hechos que en relación con la sexualidad femenina no pasan
inadvertidos a la sagacidad del lector, dan a la psicología de la mujer algunos rasgos que la
definen cumplidamente. En general, las mujeres tienen una mayor capacidad afectiva. A
veces, es cierto, y quizá no por su culpa, más instintiva que reflexiva. Pero su capacidad
maternal, sobre todo, pone en su actividad psicológica un tinte emocional que no es ni
mucho menos, como alguien quiere sostener, una desviación y una defensa de toda la vida
psíquica, en relación con las actividades intelectuales. Parece justo que siendo la mujer
quien, con dolor y con angustia, siente crecer en su propio cuerpo al hijo, y siendo ella quien
también con dolor dé la vida y después quien la nutre de sí misma, sienta invadido su ser
por ese grande y sereno sentimiento que, como una lluvia invisible y vivificante, da calor y
energía a toda su vida. Por eso, sin explicaciones morbosas, tan del agrado de los
antifeministas, ese tono afectivo de la mujer oscurece a veces cualquier otro aspecto de la
vida psicológica. Pero recordamos también, utilizando el mismo ejemplo de María Curie,
cuya figura tomamos como representativa de la mujer moderna, que comprendió y cumplió
todos sus deberes de esposa enamorada, de madre amantísima y de investigadora genial, y

136
que tuvo prendido su corazón en el amor del esposo y de las hijas, cuya crianza no le
impidió trabajar en la obra que la hizo universal.
Mucho se ha discutido sobre la capacidad creadora de la mujer. Mucho se ha repetido el
mito de la escasez de mujeres creadoras y descubridoras. Mucho se ha afirmado, en fin, que
la mujer no ha sido en modo alguno un elemento activo en la obra universal de la cultura. Y
sin embargo podríamos aportar aquí datos y ejemplos categóricos de que en la mujer se
perfilan de un modo muy notable sus capacidades de creación porque si no predominantes,
sí al menos de una manera muy concreta, hay en ella y en todas sus actividades gran influjo
de sus capacidades de imaginación y fantasía, lo cual no quiere decir, naturalmente, que toda
su vida y actividad psíquica estén oscurecidas por la imaginación.
Finalmente, y para acabar de perfilar nuestro concepto de diferenciación sexual,
añadiremos dos afirmaciones. La primera nos lleva a dejar bien sentado que las diferencias
entre los sexos se establecen casi exclusivamente en el terreno sexual, señalando a cada uno
de ellos una función común en la procreación, y una función específica para la mujer en la
concepción y crianza de los hijos, que es realmente lo que le da un carácter y un valor único
y distinto. Y la segunda afirmación nos lleva a declarar que estas diferencias no pueden
suponer en modo alguno superioridad o inferioridad para la mujer o para el hombre y, por
tanto, no pueden suponer tampoco un estancamiento, supeditación o limitación en el
desarrollo y cultivo de cualquiera de los dos, sino exclusivamente diferenciación de lo que
cada sexo puede hacer en la actividad general, dadas sus características esenciales y en lo
específico, teniendo en cuenta también lo que cada uno de ellos es en su misma
esencialidad.
Refiriéndonos a la segunda razón, por la cual consideramos la educación de la mujer
como una de las más importantes cuestiones de la educación general de nuestra época, ya
advertimos anteriormente que la mujer, de hecho, se ha incorporado activamente a las
diversas actividades que son propias de la vida moderna. Pero esta realidad que
confrontamos no quiere decir en modo alguno que la mujer esté preparada para realizar
determinadas actividades, y también que muchas de las que realiza estén en pugna con sus
características y con sus intereses. De ahí la necesidad de prepararla, de colaborar en su
desarrollo, en su formación, en su cultivo. Porque solo así su actividad rendirá la eficacia
que merece su esfuerzo, y el trabajo será para ella, no una tortura y una maldición, sino la
satisfacción de aspiraciones y gustos propios.
No somos partidarios del punto de vista que muchas gentes sostienen en el sentido de
que hay trabajos, en el orden intelectual sobre todo, que son apropiados para que las
mujeres los realicen sobre otro cualquier tipo de actividad. Queremos decirlo aquí con
absoluta sinceridad, pero también con toda energía; nos molestan profundamente las gentes
(por desgracia no solo hombres, sino mujeres también) que despectivamente exclaman: ¡Ese
no es trabajo para ser hecho por mujeres! Sin perjuicio, naturalmente, de que esas mismas

137
gentes exploten a las mujeres indefensas en trabajos agotadores, de que las mujeres ciegas y
sordas a las llamadas de su naturaleza y su humana condición, se dejen explotar.
Para nosotras como mujeres, como madres y como trabajadoras incansables en defensa
de la mujer, no hay más que dos limitaciones a la actividad de aquella: la que imponen sus
propias capacidades como en cualquier otro caso, su vocación, sus predisposiciones y la que
señala en momentos determinados de la vida femenina el glorioso período de la gestación y
de la crianza del hijo. En estos momentos sí, la mujer necesita todo el cuidado, toda la
atención tierna y delicada y —esto muy en primer lugar— todo el respeto casi casi panteísta
y original que merece quien va a darle nuevos brotes a la sociedad y a la especie. No
quisiéramos que olvidaran esto quienes sonríen despreciativos y escépticos cuando
hablamos de los derechos de la mujer y cuando ellos hablan de que hay trabajos que no son
propios para ser hechos por mujeres.
De lo que tratamos es de que la mujer se prepare para trabajar a gusto y bien; a lo que
aspiramos es a abrirle las puertas del mundo para que penetre en él por propio derecho y
por la puerta grande.
Lo que queremos, en suma, es que en este tiempo dolorido de hoy en el que las mujeres
luchan tanto o más denodadamente que los hombres, aquellas tengan la estimación que
deben tener; sepan por lo que luchan; busquen su camino sin trabas, sin humillaciones y
disfruten en una sociedad en la que conviven los dos sexos, de las mismas prerrogativas, de
las mismas ventajas y de los mismos derechos que sus naturales compañeros.
Todas estas afirmaciones que abarca el problema de la educación femenina deben pasar,
tienen que pasar en su integridad, al problema general de la educación moderna, porque la
educación, ya lo dijimos, es un hecho universal y humano que se refiere y abarca a toda la
humanidad. Y porque muchas de las limitaciones que se han supuesto y achacado a las
mujeres no son sino el resultado de una educación falsa y viciosa ya que, aunque nos duele
confesarlo, la educación y la cultura en general han sido hechas y pensadas por los hombres
y para ellos. Y la mujer ha quedado casi siempre al margen de lo que su esfuerzo significaba
para la sociedad y para ella misma. ¿Sabremos todos, en esta época de convulsiones de todas
clases, acabar con ese error tan profundo? Para animarnos a emprender la tarea, recordemos
que esa sociedad, que no fue demasiado generosa con nosotras, no sería posible sin
nosotras. Porque la obra de formación y consolidación de la comunidad es una tarea común
de hombres y mujeres, donde se hace visible y palpable con toda la fuerza de la realidad, esa
«necesidad de complemento entre los sexos» de que nos habla Carlota Bühler.
***
Podríamos iniciar la exposición de una serie de ideas concretas sobre la educación de la
mujer advirtiendo que consideramos la cuestión desde dos puntos de vista principales: uno
el de la educación general femenina y otro el de la educación especial para aquellas
funciones y actividades que son específicamente propias de la mujer.

138
En relación con el primer aspecto, queremos dejar bien sentado nuestro criterio,
afirmando que no se puede hablar de una educación general exclusivamente femenina, por
las razones que ya hemos expuesto en líneas anteriores (ni superioridad ni inferioridad, ni
igualdad ni desigualdad, simplemente diferenciación con escuelas distintas, maestros
distintos y direcciones distintas, si no es que opuestas). Por eso estamos en contra de todas
cuantas instituciones se organizan para preparación exclusiva de muchachas, por mucho que
sea su rango intelectual y social. La educación de hombres y mujeres es un proceso que debe
formar a ambos sexos para vivir en común, trabajar en común y realizar el esfuerzo
mancomunado de vivir, de crear y de consolidar la sociedad, de la cual ambos forman parte.
El concepto que de la educación básica expone la Unesco en la página 9, del folleto
publicado en París el 15 de enero de 1950, afirma lo siguiente: «Toda educación tiene por
objeto permitir a hombres y mujeres llevar una vida más plena y más feliz en armonía con la
evolución de su medio; desenvolver los mejores elementos de su cultura nacional y
facilitarles el acceso a un nivel económico y social superior que les permita cumplir su papel
en el mundo moderno y de mantener entre sí relaciones pacíficas».
Sin estar ni mucho menos de acuerdo con el concepto educativo mantenido por la
Unesco ni con sus técnicas y realizaciones muy discutibles, pero respetando y estimando su
esfuerzo en lo que significa, llamamos la atención de aquellos de nuestros lectores reacios a
comprender lo que una educación general supone para los individuos, sobre la afirmación
muy justa de que la educación debe permitir a hombres y mujeres llevar una vida más plena y
más feliz. Es decir, el reconocimiento, teórico al menos, de que la educación es patrimonio
universal de los dos sexos.
Más adelante, en el mismo folleto y en su página 22, agrega, «En numerosas regiones del
mundo las mujeres y las jóvenes ocupan en la sociedad un lugar inferior, porque la
educación se aplica sobre todo a los jóvenes y a los hombres. Y sin embargo son las mujeres
las que deben ocuparse generalmente de la organización del hogar, de la preparación de la
comida, de los cuidados de los hijos y de su primera educación. No solamente su ignorancia
se opone al mejoramiento del estado de salud y a la prosperidad del hogar, sino que impide
también que la mujer sea una verdadera compañera de su marido».
Hay en este párrafo que transcribimos algunas afirmaciones no del todo exactas según
nuestro criterio, pero el valor fundamental que encierran esas frases está en el hecho de
destacar la ignorancia de la mujer y su falta de preparación como una razón de su supuesta
inferioridad, de su escasa o nociva influencia sobre los hijos y del olvido de su papel para ser
una verdadera compañera del hombre. Para terminar con estas limitaciones respecto a la
actividad de la mujer ante la vida en general, hay que darle una formación también general
que le proporcione los elementos fundamentales de la cultura, que todo hombre o mujer,
por el hecho supremo de serlo, deben poseer. Y esto sin restricciones, sin limitaciones, sin
mojigaterías que impidan que se abran a la luz de la verdad y a las ventanas maravillosas del

139
saber su inteligencia y su sensibilidad.
Desde la escuela primaria a la Universidad, desde la enseñanza elemental y media hasta
la superior, las jóvenes y las mujeres en general, deben cubrir los ciclos completos para llegar
a saber pensar y a poseer la cultura indispensable para su propia satisfacción y para el
ejercicio de una profesión. No ignoramos, y ello nos duele en lo más íntimo de nuestra
conciencia de maestras y de mujeres, que hay una enorme cantidad de estas en todo el
mundo cuyas aptitudes se pierden y cuyas calidades se desvían y disminuyen por falta de
educación adecuada, porque la organización social imperante no permite el acceso a las
escuelas de cualquier grado de todas las mujeres que desearían ser más de lo que son. Pero
no solo hay que aspirar, sino que hay que luchar sin descanso para que todas las mujeres
alcancen el beneficio de la educación desde la infancia. Hay que luchar por un mundo en el
que la mujer no lleve también, y en mayor número que los hombres, su «plomo en el ala» o
en sus pupilas el brillo sombrío de su capacidad fracasada. Pedimos desde la escuela una
educación general para la mujer que le dé lo que como ser humano necesita: la capacidad de
pensar y de transmitir su pensamiento a través del lenguaje hablado o escrito; la posibilidad
de utilizar los instrumentos de la cultura para su mejoramiento y el de los demás; el
conocimiento del mundo, de la sociedad y de las leyes por las que uno y otra se rigen; el
desarrollo y sublimación de sus capacidades morales para aceptar una norma de conducta
basada en el cumplimiento del deber; el desarrollo de sus capacidades emocionales que le
permitan el acceso a las esferas de la emoción estética. Y también el cuidado y el desarrollo
físicos para lograr una unidad orgánica, biopsíquica que la convierta en un elemento sano y
fuerte para el mejoramiento de los hijos, con los que va a aumentar el acervo humano de la
sociedad.
Inútil parece tener que declarar aquí que esta educación general de la mujer, que
pedimos sin ninguna restricción, debe ser lograda en la práctica a través de la convivencia de
los sexos. De otra manera seguiremos arrastrando la carga pesada e inútil de muchos años
de ignorancia, de prejuicios, de falsedades que hacen de la hipocresía un instrumento de
educación y del engaño y la superchería, una forma de vida que va contra todo lo que
sabemos, creemos y esperamos del hombre y la mujer, cuando hay pureza en la intención,
limpieza en la conducta y deseos de que hombres y mujeres se conozcan, se compenetren y
se entiendan, para la gran tarea que tienen que realizar juntos. Hay razones de tipo
psicológico, biológico y social, aparte de otras de carácter pedagógico, que aconsejan la
aplicación del sistema coeducativo. Es un hecho probado que el desarrollo psicológico de
niños y niñas de edades semejantes ofrecen en muchos casos más analogías que las que
presentan los niños del mismo sexo, pero además hoy se defiende la conveniencia de que se
compensen, mediante una mutua influencia, los caracteres diferentes de los escolares en
beneficio de su formación general. Biológicamente, la aparición y desarrollo del instinto
sexual es más normal en un ambiente natural de convivencia que en otro artificial en el cual

140
se destaca la hermética separación de los jóvenes, con el consiguiente peligro de la malicia y
la picardía que acompaña siempre a las cosas veladas. Socialmente, ya lo hemos dicho varias
veces, el hombre y la mujer tienen misiones sociales idénticas que realizar. Y el aprendizaje
que se realiza en la escuela es la mejor preparación para la vida social en común. Por último,
nos atrevemos a señalar aquí que las inversiones, perversiones y aberraciones sexuales se
producen con una gran frecuencia, y con más dolorosas consecuencias para la juventud en
los internados unisexuales y que las nuevas doctrinas heterosexuales, vienen a fortalecer el
criterio coeducativo mantenido por los educadores y psicólogos de más alta autoridad
científica.
Ahora bien, rotundamente afirmamos que la coeducación no puede ser aplicada sin
algunas fundamentales restricciones y condiciones imprescindibles. En primer lugar, la
preparación de los maestros porque sin que ellos sientan esta gran necesidad de la educación
y pongan en su realización lo mejor de sí mismos, la coeducación no significará el poderoso
instrumento educativo que nosotros estamos defendiendo aquí. Y además, otras previsiones
mejor que limitaciones, que se refieren a diversos aspectos de la vida peculiar de cada sexo y
que suponen en los educadores, no solamente un concepto del hombre y de la educación
sino también y muy principalmente un concepto estricto de las normas morales, sin las
cuales, la función docente no se concibe.
***
Dentro del aspecto que acabamos de tratar y que hemos considerado como educación
general de la mujer, está naturalmente incluida su formación cívica o ciudadana, así como su
preparación política y social. Y parece que no sería necesario hacer mención especial de ese
aspecto de su educación general, habiendo dicho ya que la educación de hombres y mujeres
es un proceso que debe formar a los dos sexos para vivir en común y que la educación
general debe abarcar los mismos aspectos básicos de la cultura y de la formación humana
para el hombre y la mujer. Pero precisamente en el aspecto de la formación política y cívica
de las mujeres es donde surgen las incomprensiones con mayor intensidad y donde se
ahondan las diferencias respecto a la actividad femenina. Por eso queremos decir unas
palabras sobre este tema que ahora cobra una mayor actualidad por las circunstancias que se
dan en el mundo en la hora presente.
Para nosotras, mujeres, madres, maestras y, por tanto, con un conocimiento de lo que
las mujeres pueden hacer en muy diversos campos de la actividad, nuestra posición es bien
clara, concreta y si se quiere contundente: la mujer debe entrar en la vida pública, debe
participar en la actividad política y social con los mismos derechos, deberes y prerrogativas
del hombre, sin más limitaciones que sus capacidades y su libre determinación para actuar.
Sabemos —y no nos asusta nuestra responsabilidad— lo que representa esa afirmación que
acabamos de hacer. Y porque lo sabemos, pedimos que esa misión cívico-político-social que
la mujer tiene que realizar, la realice con una preparación profunda, con una dirección

141
educativa que debe naturalmente empezar desde la escuela. En otro capítulo de este libro
nos hemos ocupado de la educación ciudadana y política de los jóvenes, y a él nos
remitimos en lo que se refiere al aspecto tan importante de la dirección juvenil. Ni una
palabra ni una idea modificamos de cuantas expusimos en el capítulo VI en relación con la
formación de las muchachas.
Pero como se da el caso, no solo en México sino en la mayoría de los países del mundo,
de que las mujeres llegan a adquirir la plenitud de sus derechos ciudadanos sin que la escuela
en cualquiera de sus formas o grados se haya preocupado de instruirlas y prepararlas para
esa gran función o, en el peor de los casos, ni siquiera hayan tenido la oportunidad de
frecuentar las aulas escolares, algo debemos decir respecto a la educación de las mujeres
para estos menesteres.
En primer lugar, asentamos que la educación de la mujer no de la adolescente o de la
joven, se sitúa dentro del problema general de la educación de los adultos, tema apasionante
de la cultura educativa moderna. Y es ahí en las instituciones adecuadas, con maestros
especializados, donde este renglón educativo debe plantearse. Pero claro está, desde ángulos
más intensos y hasta más atractivos porque mal o bien, perdónnenos los hombres, estos
hacen política desde que aparecieron sobre la tierra. Y si no hay escuelas para adultos, y si
no hay maestros especializados, de todas maneras hay que preparar a la mujer para esta alta
función en el ágora, en la casa, en la oficina, en la fábrica, en el taller. Es increíble pero
cierto que en el ya citado folleto de la Unesco sobre la educación básica en el apartado que
titula «Educación de las mujeres y jóvenes» (página 22 y siguientes) no se mencione en
absoluto la preparación política y ciudadana de ellas. Se habla de preparación para el hogar,
para la educación de los hijos, de la higiene, de pequeños oficios domésticos, de formación
profesional, etc., pero de lo que la mujer puede y debe hacer en el ejercicio de sus
actividades públicas en beneficio de la colectividad, además de lo que haga como madre,
esposa, enfermera, comadrona, etc., ni una sola palabra ni una sola alusión.
Y eso nos hace pensar en un aspecto de la actividad de los hombres que ha dificultado el
desarrollo no solo político, sino intelectual y profesional de las mujeres: la indiferencia y la
hostilidad masculinas a todo lo que rompa con la tradicional actuación de la mujer. Y he ahí
la primera dificultad de nuestra formación que nos interesa vencer; hay que convencer a los
hombres de que servimos para mucho más que para la administración del hogar y atraerlos a
la consideración de nuestros problemas. No nos estamos refiriendo naturalmente a los
necios y frívolos que solo ven en la mujer un adorno o algo peor; que hacen chistes en torno
a la actividad femenina y que sonríen con lástima burlona cuando las mujeres luchan y
alcanzan sus objetivos. Para esos solo guardamos un silencioso desprecio. Pero queremos
que nos ayuden y compartan nuestra responsabilidad los hombres serios, austeros, honestos,
que por un tradicional concepto de lo que debe hacer la mujer no se deciden a aceptar la
cooperación de aquella. ¿Cómo lograremos esa atención respetuosa, ese acercamiento a

142
nuestras preocupaciones por parte de los hombres? Solo tenemos una contestación:
seriedad, austeridad, honestidad, reflexión en el ejercicio de nuestros derechos y en el
cumplimiento de nuestros deberes.
Muchos temas podríamos enumerar aquí, y desarrollarlos, relativos al que ahora nos
ocupa. Pero sería imposible hacerlo, y por ello solo enumeraremos algunos. En primer lugar,
y por ser el de más palpitante actualidad, incluimos el de la preparación para el ejercicio del
sufragio. En segundo lugar, la preparación para la lucha en las campañas de tipo económico y social
como la carestía, los monopolios, las desigualdades de trato, la discriminación, etc. En tercer
lugar, la preparación para el desempeño de cargos de responsabilidad tanto técnicos como
profesionales, pedagógicos, etc. y, por último, una preparación general que con el nombre
de moral o ética político-cívico-social dé a la mujer la altura y elevación suficientes para hacer de su
actuación política no un modo de vivir que encumbre y enriquezca, sino un modo de vivir
colaborando con generosidad, actuando con desprendimiento y abriendo en las gentes el
surco vivificado por el ejemplo y en el cual la semilla de su trabajo y de su obra se desarrolle
y florezca.
Las formas prácticas o realizaciones que deben plasmar en la figura señera, llena de
austeridad y de jovial actividad de la mujer actuando en la vida pública, son muy diversas y
varían de acuerdo con las circunstancias del ambiente y las características de los grupos de
mujeres con las que se trabaje. Pero en general hay que partir, por parte de los educadores,
del concepto de ciudadanía y de los deberes que impone ser miembro de una comunidad
así, como de los derechos que se adquieren al pertenecer a ella. Hace poco tiempo, en
conversación con unas mujeres humildes que se lamentaban del abandono y soledad en que
viven en su comunidad rural, una de ellas, de mucha edad, respetable por muchos
conceptos, venerable por el influjo que entre los suyos ejerció siempre, nos decía con una
voz cuyas resonancias se perdían en la vejez milenaria de su raza: «¡Nosotras nunca tuvimos
derechos y nuestras necesidades y amarguras nunca preocuparon a nadie porque somos
pobres y vivimos pegadas a esta tierra que nos vio nacer!» No exageramos si decimos que
nos sobrecogieron las palabras, el acento, la voz… El concepto de ciudadanía que eleve la
personalidad de la mujer, aunque no actúe públicamente, que le dé la seguridad en su propia
existencia, con deberes y derechos en el seno de la sociedad de que forma parte, es el punto
de partida de toda iniciación política de la mujer. Después será necesario, y ello vendrá
como de la mano, el conocimiento de las leyes, en las cuales se plasma esa ciudadanía.
Ninguna mujer debe entrar en el campo de la actividad pública sin haber sido dotada del
caudal teórico que proporciona el estudio de la Constitución y de las leyes que la
reglamentan y la explican, así como todo aquello que en el terreno de la legislación nacional
puede darle los necesarios fundamentos para elegir, ser elegida, participar en campañas de
tipo electoral, económico, social, sindical, etc. Concretamente, refiriéndonos a países que
como México han abierto recientemente de par en par las puertas de la actuación política a

143
la mujer, podrían utilizarse medidas de emergencia para realizar esa labor lo más
rápidamente posible: cursos rápidos sobre la ciudadanía, sobre el estudio de la Constitución;
sobre la legislación en general; sobre lo que es la política considerada como ciencia del
Estado; sobre la ética ciudadana y política, etc. Y utilizando los medios de difusión más
rápidos y apropiados como los folletos escritos con claridad y sin tecnicismos excesivos que
podrían no llegar a interesar a grupos de mujeres menos preparadas; charlas muy meditadas,
por radio y televisión; cortos y documentales cinematográficos; biografías de mujeres
nacionales, y de todo el mundo, destacando su papel en el campo de las diversas actividades
políticas, sociales, en el campo, en la fábrica, en el taller, en la educación, etc.
Quisiéramos referirnos especialmente a la preparación de la mujer para el derecho del
sufragio. Creemos que ese es el punto de partida de toda su educación política, y el que
reviste mayor gravedad. Pero necesitaríamos páginas y páginas para decir todo lo que
quisiéramos decir. Por eso sintetizamos en unas frases nuestra opinión: Primera, la
educación para esa altísima función que eleva al individuo, hombre o mujer, a la categoría de
ciudadano consciente, debe partir del hecho de que en una sociedad democrática todos sus
miembros tienen los mismos derechos, que deben ser rigurosamente respetados y
asegurados. Segunda, todo aquel que aspira a la representación de sus ciudadanos en las
Cámaras debe saber a lo que se obliga respecto de ellos, que lo eligieron como su
representante, y cumplir celosa y honestamente sus deberes para con aquellos y para consigo
mismo. Tercera, todo aquel ciudadano que a través del voto realiza la alta función de elegir a
sus representantes, tiene la obligación de ejercitar su voluntad de elector con entera
honradez, sin doblegarse ante ninguna coacción, para elegir a aquellos ciudadanos que
aseguren el bienestar de la comunidad, laborando para su beneficio.
La educación femenina para el sufragio, utilizando medios como los que anteriormente
citábamos, tiene ahí sus tres puntales indiscutibles que deben formar parte de la visión que
la mujer adquiera de la vida político-social. Ellas tienen que llevar altura al sufragio, ellas
deben cerrar el camino al dolo y a la falsedad, ellas deben, en fin, ofrecer el ejemplo de
grandeza y elevación que el sufragio para serlo en verdad, debe ostentar como su sello
imborrable.
La educación política de la mujer debe tener como señalábamos al hablar de la misma
formación para los jóvenes, un sello universal. No nos alarman las actitudes de los
ignorantes o timoratos que gimen hipócritamente cuando hablamos de la universalidad de la
educación. Ni ese carácter rompe el ritmo nacional y patriótico del proceso educativo, ni la
Nación y la Patria son tan poca cosa para que su noción se borre de la conciencia cuando
tratamos de vincular al hombre y a la mujer al mundo del cual forma parte su íntimo y
bienamado rincón.
«Aquí está mi tierra y junto a ella, el mundo, ¿qué más puedo pedir?», decía un escritor
español del siglo XIX.

144
Y la mujer debe saber que en el mundo se sufre y se lucha, y también las causas de ese
sufrimiento y de esa lucha. Y volvemos a decir —que nos perdonen los que se enfadan con
el tema— la mujer ha sido siempre, lo es y lo será, una gran combatiente en el ejército de la
paz. Son los hijos, son los esposos, son los novios y es el hogar, y el sagrado recinto familiar,
los que la guerra destruye. Por eso las mujeres, con mansedumbre si se quiere, con ternura,
con dolorida emoción, odiamos la guerra. Hay que educar a la mujer para la paz. Pero educarla
de modo que sepa cuáles son las causas de la guerra; quiénes la quieren; por qué la quieren y
por qué en la Historia las guerras son el relato nunca desmentido de la ambición y de la
injusticia. Este aspecto de la educación femenina requiere un gran tacto y una gran
preparación en quien deba hacerlo: conocimiento de la realidad actual en todo el mundo y
ejemplos, muchos y vivos ejemplos de cómo la guerra no es fatalmente necesaria, a pesar de
que hay quien se encarga de afirmarlo, y por qué al contrario la humanidad necesita paz para
desarrollarse y vivir.
Aquí recomendamos con gran interés el empleo de documentales que aún se conservan,
de los desastres causados en el mundo por la guerra; la utilización de estadísticas relativas a
datos demográficos e industriales. Y las lecturas de páginas escritas por gentes que vivieron
la guerra y que resentirán toda la vida sus consecuencias. Es duro y amargo, pero hay que
grabar en la conciencia de la mujer este dolor que no se mide, de la guerra sangrienta, para
hacer de ella un buen soldado de la paz. ¡Que las madres de todo el mundo sientan las
heridas mutuas y así es posible que puedan y sepan salvar a sus hijos!
Cerramos este aspecto de la educación femenina con algunas advertencias muy concisas
pero muy categóricas, que sintetizan nuestra posición en este aspecto. Es la primera que las
mujeres no deben esperar para actuar libremente y con decisión en cualquier tipo de
actividad que no sea la del hogar y aun en esta, a que le lleguen ayudas y refuerzos ajenos a
ella misma. Es bueno confiar en los demás y prepararse; es bueno también que nos ayuden y
nos guíen, pero es mejor que sea nuestro propio deseo, nuestro impulso, nuestra fe, quien
nos arrastre a las mejores empresas. Las mujeres necesitan confiar en sí mismas, creer en sí mismas,
tener fe en sí mismas. Y ese es también un objetivo de la educación femenina: dar a las mujeres la fe y la
confianza que a muchas les falta, que es esa falta el pesado lastre de su incapacidad
La segunda advertencia es que en la educación de la mujer hay que huir del error funesto
de apoyarse en los grupos selectos de mujeres, en los grupos minoritarios de las que saben,
de las que poseen los elementos de la cultura y están en condiciones de actuar. Ese es el
camino seguido generalmente en la política, y no podemos decir que haya dado resultados
envidiables. Hay que tratar de llegar a las mujeres de los sectores más olvidados, donde la
incultura y los prejuicios hacen su obra. Hay que llevar la cultura y el afán de saber y de
participar activamente en la vida de la comunidad social a los sectores obreros, campesinos,
a las mujeres de hogar, a las asalariadas, a todas las que han sufrido y sufren privaciones y
dolores, y tienen o deben tener hambre y sed de justicia. Por eso las misiones culturales, las

145
milicias de la cultura, los equipos de salubridad y de higiene, y todo cuanto puede abrir los
ojos a la mujer, debe llegar a donde ellas estén, así sea la simbólica calle de la amargura.
Permítasenos recordar aquí la gran obra de educación de la mujer española realizada por la
República, que permitió durante la gloriosa guerra de liberación que las mujeres se
incorporaran con ímpetu y decisión, pero también con acierto y con fe, a la tarea conjunta
de luchar por el sagrado solar hispano, preso en las garras del enemigo.
En tercer lugar, queremos advertir que si es cierto que es muy necesaria la preparación
de las mujeres para el ejercicio de la ciudadanía y de las actividades sociales mediante una
educación que proclamamos indispensable, no es menos cierto que, cuando llega el
momento de actuar, la mujer actúa siempre y con gran sentido. Si no sabe, la guían sus finas
intuiciones, sus previsiones características, quizá su instinto de mujer y de madre, pero actúa
y vierte en su actuación su decisión apasionada. No tuerzan el gesto quienes dudan, por
ejemplo, de que en México las mujeres utilizarán su derecho de veto, quién sabe de qué
modo y con qué fines. Solamente queremos dejar aquí, a modo de una flecha lanzada a la
reflexión de ciertas anacrónicas gentes, la siguiente interrogación: ¿Es que los olvidados
campesinos de muchas comunidades rurales, no solo en México sino en el mundo entero,
saben más, tienen más motivos de saber a quién eligen y a quién votan que tienen las
mujeres del campo, del taller, de la fábrica, de la ciudad o de la aldea?
Por último, queremos recordar que, mientras en el mundo prevalezcan las condiciones
de desigualdad, de injusticia, de olvido de los humildes, de encumbramientos fáciles a través
de un régimen que permite dolores y amarguras a los más en beneficio de los menos, en este
ambiente, repetimos, será duro y difícil lograr lo que proponemos aquí para las mujeres, lo
que supondría su liberación y su pleno desarrollo.
Ni en el oficio ni en la profesión, ni en la vida pública ni siquiera en el hogar, serán
posibles las reivindicaciones que anhelamos —en este caso, la educación de la mujer—
porque todo el mecanismo de la sociedad se apoya sobre bases de desigualdad y de
injusticia.
Pero eso no debe ser un obstáculo a nuestros afanes, queremos ser algo y llegaremos y,
mientras tanto, ayudemos a las mujeres a que eleven su preparación para una educación que
las convierta no en siervas de nada ni de nadie sino en compañeras de afanes del hombre, en
todos los aspectos de la vida.
***
La educación específicamente femenina podría ser objeto de un volumen
exclusivamente dedicado a ese tema, pero como hemos de limitarnos a estas páginas, vamos
a señalar los puntos a los que debe referirse la educación de la mujer. Nada más, pero
tampoco nada menos.
Todavía hay en el mundo, a pesar de las circunstancias especiales de nuestra época,
personas que piensan que la educación de la mujer se refiere exclusivamente a la enseñanza

146
de la economía doméstica; del corte y hechura de prendas de vestir; de labores de aguja, de
flores artificiales y hasta del alado y casi romántico frivolité, que hizo las delicias de nuestras
ingenuas antepasadas. No estamos ni mucho menos en contra de que las mujeres sepan
todo eso. Lejos de nosotras semejante herejía. Una mujer que sabe coser y guisar,
administrar el patrimonio familiar y tener su hogar en orden y agradablemente presentado,
tiene un gran sentido de su misión de mujer y de madre, y tiene también mucho camino
adelantado para llenar su función femenina con toda plenitud. Pero eso no basta, no ya a las
mujeres de hoy, sino que creemos que ni siquiera fue suficiente para nuestras delicadas
abuelas que, en su romántica ingenuidad, creyeron que lo tenían todo cuando se casaban,
tenían hijos, un hogar más o menos atractivo y muchas horas para aburrirse y para
murmurar. ¡Cuántos valores malogrados! En la mujer, como mujer, independientemente de
lo que hace como ser humano, al lado del hombre e igual que él, hay que cultivar su
feminidad, hay que exaltar, dirigir y educar lo que la distingue del hombre y hace de ella la
madre de los hijos, la natural guía y timón del hogar, y la compañera del hombre.
Cuando nos referimos a la feminidad estamos hablando de algo muy serio y muy
profundo; de algo que merece respeto, atención cuidadosa y dirección reflexiva. ¿Qué es la
feminidad? A lo largo de la Historia y de las creaciones literarias de todas las épocas,
encontraríamos concepciones muy diversas y actitudes varias y contradictorias respecto a
ese término. Pero casi todas, o al menos la mayoría, coincidirían en un detalle: la feminidad
está en el atractivo que irradia la mujer, y que es el incentivo sobre el cual descansa el secreto
de la continuidad de la especie humana. No rechazamos abiertamente ese criterio, pero
quisiéramos aclararlo y explicarlo.
La feminidad es en efecto algo que irradia de la mujer; es como su existencia misma;
como su razón de ser; como su fondo y su raíz. Por eso la feminidad es una característica
muy compleja cuyos ingredientes son muy variados. Feminidad, es decir, capacidad para la
atracción sexual; sentido originario, innato e involuntario a veces, de procreación; aspiración
a repetirse, mejorándose en los hijos; deseo consciente de agradar y de saberse admirada;
necesidad de convivir con los seres amados y que se sienten fuertemente ligados por el amor
y por otros lazos; aspiración al hogar y, por último, para no alargar demasiado esta
enumeración, necesidad de servir con agrado y con plenitud las llamadas de la especie, que
es precisamente lo que hacen las mujeres cuando ejercitan esa característica exclusiva que es
la coquetería, ingrediente muy principal de la feminidad. He aquí, por qué la coquetería no
es el vano e inútil esfuerzo de la mujer para agradar o aparecer joven y que hace sonreír con
indulgencia a veces, a veces con burla, a los mal enterados. Ser coqueta en la mujer,
podríamos decir en la hembra, porque también ejercitan la coquetería los animales, es la
actitud subconsciente, si se quiere, que adopta la mujer en servicio de su propia especie y de
su determinación como tal mujer. No vaya sin embargo a sospecharse que limitamos el
concepto de lo femenino a lo que queda expuesto. Por el contrario, nos resta perfilar el

147
concepto de feminidad, con lo que creemos que eleva y sublimiza la significación de estas
características esenciales de la mujer.
En efecto, nuestro concepto de la feminidad está muy lejos de ser lo que Gregorio
Marañón define como «la idea semítica de la inferioridad de la mujer». Y más lejos aún de la
idea cristiana sostenida por san Ambrosio, que afirma así: «Puesto que la mujer condujo al
hombre al pecado, es justo que reciba al hombre como la esclava al soberano». No
queremos ni referirnos a una de las «genialidades» de Bernard Shaw, cuando trata de definir
a la mujer, por respeto a su recuerdo y a su noble figura. Estamos firmemente situadas en el
terreno de la diferenciación, como ya lo dijimos, y no en el de la inferioridad o en el de la
superioridad de cada sexo. Por eso estamos tratando de aclarar el concepto de feminidad,
que es lo que marca la línea divisoria entre aquellos. La feminidad, tal y como hasta ahora la
hemos definido, impulsa a la mujer a la realización de las más nobles tareas. Por el hombre,
por el hijo, por el hogar, la mujer es capaz de superar los límites de la familia, de la vida
diaria, de la monotonía y persistencia de lo vulgar y de lo frívolo, para volcarse de lleno en lo
colectivo, mejorándolo, renovándolo e impregnándolo de ternura y de dulce y profunda
sensibilidad. Es un error creer que lo femenino debe relegarse a «los primores de lo vulgar»,
aunque algunos superhombres crean que junto al fogón, así sea el vital y creador fogón del
hogar o del laboratorio, está el sitio de la mujer. No, esta se encuentra en condiciones,
impulsada por su feminidad precisamente, de crear, de luchar, de incorporar a la cultura y a
la sociedad su «eterno femenino», que no se sacia con lo diario y superficial, sino con lo que
hace vibrar la sensibilidad, impregnando la vida social de un ímpetu y de un hálito que es
afán de superación, de renovación y de sentimiento.
El desconocer esto ha sido un profundo error de la cultura y de las sociedades a través
de los tiempos. Una cultura sin el ímpetu de la feminidad es una cultura truncada, y una
sociedad sin la intervención de lo específicamente femenino es una sociedad a la que se le
restan enormes posibilidades. Nietzsche, en su obra, Humano, demasiado humano, ha dicho lo
siguiente, refiriéndose a la cultura griega: «Una cultura de hombres. La cultura en la Grecia
de la época clásica es una cultura de hombres. Por lo que respecta a las mujeres, Pericles se
expresó de un modo terminante: lo más conveniente es que entre hombres se hable de ellas
lo menos posible». Y este ejemplo podría multiplicarse, referido a pueblos y a culturas
diversas. Sin embargo, la feminidad, ese afán por el hijo; ese deseo de ser siempre mujer; ese
deseo milenario de dar el tono afectivo, delicado, sensible, puede hacer y lo hace en silencio,
en lucha con las trabas sociales y domésticas, que el mundo de los hombres sufra una
transformación que puede hacer que el panorama de la tierra cambie de faz. La feminidad,
no lo olviden quienes aún aspiran a limitar la intervención de la mujer, en la vida del mundo,
tiene —quizá no siempre descubierta y realizada— una proyección positiva en la vida
colectiva. ¿No bastan los ejemplos gloriosos de las mujeres que a lo largo de la Historia
lucharon por defender la libertad de su país y del mundo? ¿No basta recordar los ejemplos

148
más recientes de las mujeres que en el mundo entero lucharon en el campo de la industria
sustituyendo a los hombres; en el de la cultura, salvando los tesoros artísticos del afán
destructor del fascismo; en las tierras, salvando las cosechas, y en el frente, arrancando a
millares de heridos de la muerte? Y es que la feminidad, hecha de ansias y de anhelos
fecundos, es el dios agitado de Ovidio, que pone en la mujer la llama siempre encendida de
la actitud creadora. ¿Por qué perder esa ambición femenina, que construye y que da
sentimiento y delicadeza a la vida toda? ¿Por qué despreciar esa necesidad que alienta en la
naturaleza de la mujer y que es, como su ansia de maternidad, un impulso creador?
Si se repasan cuidadosamente los aspectos varios que hemos incluido en la feminidad,
veremos que en ellos están señaladas gran número de aptitudes propiamente femeninas,
cuyo conocimiento debe constituir la base de la educación específica de la mujer, para ser
plenamente mujer.
En efecto, podríamos destacar los siguientes temas como indispensables para esa
formación:

1. Educar para el amor.


2. Educar para la sexualidad.
3. Educar para la maternidad.
4. Educar para el hogar.
5. Educar para la dirección de los hijos.
6. Educar para lo externo, para la sociedad, para la profesión, etc.

Sabemos cuántos y, lo que es peor, cuántas disconformes tendremos con este nuestro
criterio honrado y sinceramente expuesto aquí. Pero no nos asustan ni los gestos ni las
palabras ni las actitudes cuando creemos con honestidad en una causa. Y la educación de la
mujer es la causa a la que hemos dedicado lo mejor de nuestra vida y mientras alentemos y
sea necesario nuestro esfuerzo, estaremos en la primera línea.
¿Qué pretendemos con esa educación femenina, que es «tabú» para tantas gentes
todavía? En primer lugar, evitar que un ser humano lleno de posibilidades y de valores de
todas clases se estanque, se atrofie o se pierda. En segundo lugar, proporcionar a la mujer el
sentido de sí misma, que sepa lo que es, lo que vale, para lo que sirve. En tercer lugar, exaltar su
fe hasta lo infinito si fuera posible, pero la fe en sí misma para que pueda ser y sobrevivir, y evitar
que, según expresión de Hegel, «lo que puede deprimirnos es que la más rica figura, la vida
más bella, encuentre su ocaso en la Historia». Y por último, evitar que sea la rémora del
hombre, de la vida, del mundo; que sea la «dulce y deliciosa esclava» del hogar y del hombre y darle su
razón de vivir por sí misma y para sí, aunque después encuentre el soberano placer de ligarse
a los suyos y a los que la hacen sentirse feliz con su liberación.
Quisiéramos que las mujeres dieran vida a la frase de Ovidio: «Un dios habita en
nosotros; cuando él se agita, llénase de ardor nuestro espíritu. Este impulso es el que hace

149
germinar las semillas de la celeste inspiración».
Un dios agitado e impulsivo y una celeste inspiración queremos llevar al íntimo y
dolorido mundo de las mujeres, para que sean ellas mismas las que alegren su fecunda vida y
su valiosa feminidad.
No se asusten, repetimos una vez más, los exégetas de la mujer dominada y esclava del
prejuicio, de la ignorancia y del error porque esa lista que incluimos anteriormente con los
temas que consideramos indispensables para la educación de la feminidad no significa que
queremos educarla para la «picaresca». Muy al contrario, queremos educarla para que se
respete a sí misma, y para que sepa cuáles son las poderosas razones por las cuales debe
exigir el respeto de los demás, con el derecho consiguiente a una respetuosidad inalterable
de sus sentimientos, de sus decisiones y de sus intereses.
En el capítulo relativo a la educación familiar, ya indicamos someramente la dirección
que hombres y mujeres deben recibir para saber ser padres, para estar en condiciones de
educar a sus hijos, así como para tener la adecuada preparación para el matrimonio y para la
vida del hogar.
Nos resta por tanto, para no repetir conceptos, decir algunas palabras sobre lo que
hemos llamado educación para el amor, para la sexualidad y para la coquetería. Parecerá
banal y hasta pueril para mucha gente el hablar de una educación para el amor, ya que se
supone que este no es sino un sentimiento, entre otros muchos, de los que aparecen en la
gama afectiva de los individuos. Aunque fuera absolutamente cierto —que no lo es— que el
amor es un sentimiento más entre otros varios, no sería razón suficiente para no pensar en
su educación, ya que hoy estamos convencidos de que la educación de la afectividad
constituye uno de los objetos más importantes de la educación general, porque el
sentimiento tiñe de emoción y de delicadeza nuestra vida entera; porque él nos abre las
puertas del mundo valioso de la emoción estética y porque el sentimiento, en fin, se
desborda en la pasión, cuyo control y dominio es tan necesario a la integridad y ecuanimidad
de nuestra vida. Pero —aquí está la gravedad— el amor no es nunca un sentimiento simple,
ingenuo, que surge por el trato entre los sexos y como una simple necesidad de compañía,
de contemplación, de devoción. Así es el amor, en algunos momentos de la vida del
hombre, pero no en los decisivos y en los que aparecen en él o en ella otros motivos, otros
afanes que se mezclan a aquellos y, que hacen del amor un mecanismo muy complicado.
Recordemos, para corroborar esta afirmación, la clasificación tan conocida de los diferentes
grados y formas del amor: amor físico, amor gusto o galantería, amor vanidad, amor pasión,
amor amistad, amor hábito y, por último, amor intelectual. Citamos esta clasificación no
solo como hemos dicho, para confirmar los grados, clases e ingredientes del amor, sino
también para destacar el hecho, ya hoy indiscutible por científico, de que el amor no es la
simple afición a una persona del sexo contrario ni la simpatía por el «otro» o la «otra», sino
algo de mayor profundidad. «El amor —dice Aníbal Ponce— solo merece ese nombre

150
cuando la más noble intención de la ternura adquiere una resonancia en la intimidad más
profunda del instinto»1.
He aquí un concepto claro y elevado del amor que nosotros quisiéramos sintetizar de
esta manera. En el amor se confunden dos factores imprescindibles y a cual más valiosos: el
afecto, la coincidencia de gustos, de aficiones, la mutua simpatía, y la atracción sexual. La ternura que
dice Aníbal Ponce y la intimidad más profunda del instinto. Bien entendido que para que el
amor sea amor, exige la presencia y la convivencia de los dos factores. Piensen ahora los que
se admiran y claman por «el desastre del amor», si no hay razón para tantas uniones
fracasadas. Matrimonios de simpatía y de amor amistad en los que falta, y a veces nunca
llega, el atractivo sexual, y otros, por el contrario, en los que sobra hasta desbordar este
último ingrediente sin la compañía y la colaboración del otro. Es en estos casos en los que
falta la infinita ternura, impregnando noblemente el instinto, cuando el fracaso y el
derrumbe no se hacen esperar.
Por eso nos declaramos aquí partidarios de una educación para el amor, que puede y
debe referirse a los dos sexos, pero que nosotras reclamamos principalmente para la
educación de la feminidad. Hace algunos años, un filósofo español escribió un valioso y
muy interesante ensayo que tituló de esta manera: «Para la cultura del amor», y en él afirma
que nuestra época es una de las que menos han pensado en el amor, de las menos cultas en
cuestiones de amor y que «el amor es una magnífica potencia pedagógica que debíamos más
ampliamente cultivar».
La primera cuestión que se plantea en una educación para el amor creemos que es la de
acabar para siempre con la terrible y equivocada atmósfera de secreto con que se rodean
siempre los temas amorosos. La mujer, la joven, deben saber que en el amor no hay nada
pavoroso ni sucio ni inmoral. Y esto han de lograrlo las madres, las maestras, con absoluta
elevación de concepto y de espíritu. Hay que denunciar mediante una educación apropiada,
las mixtificaciones del amor, y lograr que la mujer tenga sus sentimientos y sus instintos
liberados de toda ingenuidad y de toda concepción ruin que la arrastren prematura o
equivocadamente a la consumación de una ficción amorosa. Hay que despertar la confianza
cordial en las mujeres, sobre todo en las jóvenes, para que se acerquen confiadas a quienes
puedan ayudarlas en esta cuestión. Porque un gran número de mujeres jóvenes, desviadas
sexualmente, o que han perdido lo que ellas mismas suelen llamar «la fe en el amor», han
llegado a situaciones de ese tipo por una ignorancia absoluta en el terreno del mecanismo
amoroso y muchas vidas deshechas, sin fe, sin ilusión y sin confianza, se dan principalmente
en la mujer por un torpe y falso caminar por los senderos del falso amor. No asuste a nadie
hablar a las mujeres de estos temas. Hurgando con delicadeza en la intimidad de la
conciencia femenina hallamos con frecuencia que la mujer tiene una muy errónea idea del
amor, y que se debate en la amargura y en la desconfianza porque nadie ha llevado a ella, en
primer lugar, la idea de lo que el amor es y significa en la vida de toda mujer y, en segundo

151
lugar, porque la educación y el medio en que vive le han enseñado a deformar cuanto a las
cuestiones sexuales se refiere y, por eso mismo, ella oculta o disfraza su actitud personal
ante el problema del amor. Todos estos vicios y defectos de una educación que deforma y
puede llegar a pervertir la conciencia deben ser exterminados a través de la educación.
¿Quién podría hacer esto mejor que las madres, en el trato diario con sus hijas? ¿Quién
puede colaborar en esta tarea, que desbroza y limpia el camino de la vida amorosa, mejor
que las maestras, que las mujeres que sienten en sí mismas problemas que ven repetidos en
sus alumnas? Y cuando esta tarea se realiza con grandeza, con ilusión, con desprendimiento,
altura y fe, llegamos a convencernos de que estamos poniendo los cimientos más firmes en
la liberación de la mujer.
Por desgracia, y con dolor lo afirmamos, el falso concepto del amor ha hecho y hace
mayor número de mujeres sometidas, esclavizadas, que cualquier otro de los motivos de la
opresión femenina. Porque en amor todavía hoy, no solo los hombres, sino también muchas
mujeres, creen aún que lo único que vale es «la apasionada entrega» que hace a la mujer, aun
en casos de mujeres liberadas económica, social e intelectualmente, verdaderas esclavas del
hombre. ¿Quién no recuerda la muy divulgada frase de Magdalena Marx que afirma: «para el
alma femenina, el amor es un deseo de derrota»? Solo la educación y la experiencia de la
vida, y el conocimiento de las propias capacidades, liberarán a la mujer en este terreno dulce
y apasionado, pero también dramático, que es la satisfacción del infinito afán de ternura, y la
de verse prolongada y repetida en la prometedora vida de los hijos.
Cuando se ha podido llegar en este terreno a que las mujeres vean claro, con limpieza y
con ilusión, la doble perspectiva del amor, la educación para la elección del compañero de la
vida no será difícil. El ancho mundo de la convivencia entre los sexos se verá aclarado por la
comprensión de lo que se quiere pedir y lo que se puede dar en el amor. Y no habría
matrimonios cuya vida se apaga cuando se apaga la llama de la pasión sin ternura y tampoco
los habría fracasados por el hecho exclusivo de un espejismo ilusionado que muere casi
siempre de un asco dolorido al faltar «la intimidad más profunda del instinto».
Dijimos anteriormente que la coquetería es un ingrediente muy principal de la
feminidad, y por esa misma razón la consideramos de gran valor en la estructura y actuación
de la mujer, así como de gran significación en toda la actitud femenina ante la vida. La
educación de la coquetería es una parte, no es necesario insistir mucho en ello, de la
educación para el amor porque la coquetería es esencialmente una actitud adoptada por la
mujer ante situaciones principalmente amorosas. Por eso no es fácil, pero sí posible, hacer
un retrato biopsíquico, incluso tipológico de las mujeres, observando sus formas especiales
de coquetería en momentos y situaciones diversas. Pero la coquetería, como toda actividad,
aptitud, predisposición o capacidad, ha de ser dirigida y más en este caso en el cual la
actividad de que hablamos, tiene tal resonancia y proyección en la perpetuación de la
especie. Hay formas morbosas de la coquetería como hay formas morbosas del amor. Y no

152
es igual la morbosa de Mesalina, cuya vida es una torpe desviación amorosa sin emoción y
sin ternura, que la dulce y sutil coquetería impregnada de emoción de la mujer normal, que
prende su aspiración en el hombre que va a dar o ha dado ya plenitud a su vida de mujer.
No sería necesario repetir aquí que la educación de este aspecto de la vida femenina
parece obvio que corra a cargo de la madre porque es precisamente en la casa, en el
transcurrir diario de la vida familiar, donde la adolescente y la joven se inician en esa serie de
actos que tienen por finalidad el resultar atractiva. Y precisamente es ahí donde está el
peligro de una mixtificación de la personalidad de las muchachas, que acarrea
frecuentemente graves trastornos en la vida sexual de la mujer. Con frecuencia vemos en
escuelas, espectáculos, etc., jóvenes que aparecen prematuramente coquetas, que es igual
que decir prematuramente aptas para la iniciación amorosa. En el medio ambiente escolar,
deportivo, artístico, etc., y en contacto con otras jóvenes, esa actitud se intensifica y es causa
más frecuentemente de lo que se cree, de situaciones graves en relación con el hombre,
incluso la que parecerá menos mala —pero que es muy peligrosa—, la del matrimonio
prematuro.
En este, como en otros aspectos de la vida de los jóvenes, es una buena norma de
educación, prolongar la infancia el mayor tiempo posible, evitando el espectáculo
dolorosamente cruel de las jovencitas lanzadas antes de tiempo a los peligros de una
madurez prematura, y que aparecen mixtificadas por el arreglo exterior para aparentar que
son más mujeres de lo que son en realidad.
Una atinada y discreta dirección en el terreno del arreglo personal; un ejemplo materno
que dé motivos nobles de imitación a las muchachas y unas conversaciones delicadas, plenas
de la emoción que nos da a las madres ver crecer a los hijos, serían otros tantos medios de
educación para este aspecto de la sexualidad, del que hemos hablado en otro lugar de este
libro. Es necesario que madres y maestras, dirigentes de la educación en general, padres y
hermanos, abuelos y tíos, y en general todos los que conviven en una sociedad, recuerden la
frase de un ilustre maestro que afirmó: «El sexo solo es animal y vergonzoso cuando no se
le empapa de ternura».

***

Muchos y muy variados aspectos en la educación de la mujer podríamos y deberíamos


tratar. Pero el espacio nos impide hacerlo y por ello solo señalamos que es interesante
plantearse los siguientes problemas: la educación femenina y el deporte; la educación de la
mujer y la formación profesional; la selección de oficios y actividades diversas en la
dirección femenina, y, en fin, tantos y tantos aspectos en relación con aquella que se
plantean hoy más intensamente que nunca porque la vida ha puesto al descubierto la
necesidad urgente de que la mujer se incorpore plenamente a la vida colectiva. Quizá en otra
oportunidad nos ocuparemos de algún tema en particular de los que acabamos de señalar

153
porque, repetimos, nos apasiona hoy como ayer la educación y preparación de la mujer para
vivir en toda su plenitud, con todos sus derechos y con todo el respeto y las garantías que su
categoría humana exigen.
Deliberadamente no nos hemos referido al aspecto religioso de la educación en la mujer.
Creemos con honesta sinceridad que ese aspecto es un problema que se refiere —como
todo problema religioso— al más hondo y limpio rincón de la conciencia, en el cual
solamente se puede y se debe penetrar cuando hay razones que son imperativas.
Respetuosas de la actitud individual ante los problemas de la conciencia en el terreno de la
religión, afirmamos que nuestra posición en este caso no significa que olvidemos la
formación moral, la norma de conducta severa y estricta que se apoya sobre el concepto del
deber y que está naturalmente incluida en la educación general que hemos pedido y
deseamos para la mujer igual que para el hombre. Estamos convencidas de que nuestra
época es la época de la liberación total y absoluta de la mujer y por eso no queremos ser
simples espectadoras, sino actoras y protagonistas de esa liberación. Queremos que todas las
mujeres lo crean también y que elevando su fe en sí mismas, en sus capacidades, en sus
energías, en su grande y majestuoso papel de madres, sean las primeras en romper las
cadenas y vivir con esperanza, pero también con seguridad.
No queremos que, como Mallarmé, resumiendo y definiendo a Hamlet, «como el señor
latente que no pudo llegar a ser», alguien tuviera que decir de las mujeres que fueron
solamente una fuerza latente que no pudo llegar a ser.
Un deseo nos impulsa: ser las compañeras del hombre en el hogar y en la vida entera.
Un ansia nos empuja: actuar en el mundo con responsabilidad y con acierto. Una fuerza nos
arrastra: engendrar a los hijos, hacerlos buenos, fuertes, creadores. Y todo ello en un mundo
pacífico, en cuyo bienestar nosotras incorporemos nuestra actividad de buenas, dulces y
enérgicas trabajadoras.

1 Ponce, Aníbal: Ambición y angustia de los adolescentes. Ed. El Ateneo. Buenos Aires, 1940. p. 221.

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WALLQN, Henry, La conciencia y la vida subconsciente, Editorial Kápelusz, Buenos Aires.

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Índice
Introducción 8
1. BIOGRAFÍA 9
2. EMILIA ELÍAS Y LA REALIDAD MEXICANA 15
3. EL MOMENTO HISTÓRICO 28
4. ESTRUCTURA DEL LIBRO 30
Bibliografía 34
OBRAS DE EMILIA ELÍAS 34
Traductora 34
Autora 34
En colaboración con Antonio Ballesteros Usano 34
REFERENCIAS CITADAS EN LA INTRODUCCIÓN 36
PROBLEMAS EDUCATIVOS ACTUALES 39
Introducción de la autora 40
CAPÍTULO I.—La preocupación de nuestra época por la educación
43
y razones que la han promovido
CAPÍTULO II.—Qué es la educación 49
CAPÍTULO III.—¿Hay una educación específica de nuestra época? 65
CAPÍTULO IV.—La educación familiar y la educación de los
83
padres para esa alta función
CAPÍTULO V.—La educación del niño en la familia 94
CAPÍTULO VI.—La educación cívica y político-social de la
121
juventud
CAPÍTULO VII.—La educación de la mujer 133
Bibliografía 155

157

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