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Autorregulación como necesidad democrática

En la película “Goodbye Baby, goodbye”, uno de los protagonista se aventura


con la frase: “Siempre he creído que todo aquello que no eliges es lo que te
define: tu ciudad, tu barrio, tu familia...”. Analicemos la materia en la que nos
embarcamos con la certeza de que la digitalización se ha convertido en un
elemento clave para conocer la identidad de las nuevas generaciones, con una
transformación profunda tanto de la individualidad (cada vez más acechada)
como de las relaciones sociales. Se habla de una socialización dualizada, con
una construcción de prácticamente dos personas en una: aquella física que
afronta algo parecido a lo que se vivía hace unas décadas durante la
adolescencia y otra digital, en la que los asideros educativos podríamos decir
que son inexistentes sobre personas que, a menudo, acceden a las innovadoras
tecnologías de la comunicación y la información de forma prematura. Construyen
el 50 % de su ser sin referentes. Además, la mitad que más les motiva en muchos
casos. La mayoría. Y lo hacen en un mundo, el digital, auténticamente salvaje,
atroz, caótico, sin regulación. Es allí donde edifican sus grupos de relaciones,
sus redes de confianza y protección, sus canales de intereses comunes. En un
mundo en el que la responsabilidad social queda diluida, como mínimo, por la
falta de tacto, en el sentido literal de la palabra. Las campañas que implican
compromiso social a menudo abusan de la banalización, cuando no de la más
profunda de las simplificaciones. El mundo digital está desmembrado y complica
la cobertura social real. Sin que se favorezca la capacidad crítica, la significación
última de la madurez y la independencia humana. La analfabetización digital
conduce a la analfabetización mediática y, con ello, a la incapacidad de
diferenciar entre falso y real, verídico y manipulado. En un momento
posmoderno, además, que deslegitima la certeza y dinamita la verdad.
Desgraciadamente, en este sistema acelerado las soluciones siempre
llegan tarde. Excesivamente tarde. La educación digital y mediática se aporta (o
se intenta aportar) cuando los estragos de la ignorancia son devastadores, con
la proliferación casi imparable de ideas de odio y la incapacidad de los viejos
“intelectuales colectivos” de hacerles frentes por su deslegitimación estructural.
Es por ello que el trabajo lento y pausado que se exige debe ir acompañado de
una deconstrucción. Debemos enseñar a analizar lo avanzado, distinguir lo útil y
producir lo adecuado. Con la mirada puesta en la democracia y la necesidad de
estamentos fiscalizadores respetables y respetados para someterla a exámenes
diarios y nunca permitirle acomodarse. La democracia es una pregunta diaria.
La alfabetización mediática, según la Directiva Europea 2007/65, “abarca
las habilidades, los conocimientos y las capacidades de comprensión que
permiten a los consumidores utilizar con eficacia y seguridad los medios. Las
personas competentes en el uso de los medios podrán elegir con conocimiento
de causa, entender la naturaleza de los contenidos y los servicios, aprovechar
toda la gama de oportunidades ofrecidas por las nuevas tecnologías de la
información y comunicación y proteger mejor a sus familias y a sí mismas frente
a los contenidos dañinos u ofensivos”. Estamos muy lejos de haberlo
conseguido. La educación mediática pasa no sólo por la comprensión de la
construcción de la información (tal como hacen los medios de comunicación)
sino también por el uso que, en la Era de la Información, se realiza de ella. Es
decir, las indicaciones no se deben limitar a un primer nivel de conocimiento (no
es este únicamente un curso sobre periodismo, que también) sino abrazar
también una mirada ética y, bajo la premisa de que la información es poder,
transmitir qué se debe hacer con la información y los peligros que entraña un
mal uso. Sí, es materia de este curso (aunque no explícita) combatir el bullying
digital. Autorregulación. La necesitamos nosotros y la necesita nuestro
alumnado.

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