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Mundo digital y cotidianidad*

Mabel Tassara

Esta presentación se origina en el encuentro, más o menos casual, con una serie de
trabajos de investigadores ingleses que giran en torno del consumo de imágenes digitales (Lister
1997). Siempre es gratificante descubrir que no somos los únicos que pensamos algunas cosas,
y los trabajos en cuestión tienen el atractivo, desde mi punto de vista, de la coincidencia en
una focalización del uso de sistemas digitales no habitual cuando se tratan estos temas, y en una
crítica más o menos manifiesta justamente del modo en que ellos suelen tratarse.
La expansión que ha tenido lugar en el acceso a los sistemas digitales en el mundo en la
última década ha dado lugar a una tupida bibliografía sobre el tema, pero en los enfoques más
difundidos parece predominar la oposición entre una cultura del pasado, donde esos sistemas no
existían, y una cultura posmoderna en la cual su uso es determinante -o lo será en breve
término- en la configuración de modos de existencia y comportamientos de la vida cotidiana;
(oposición cultura del pasado-posmoderna) en sus exponentes más futuristas se conforma,
incluso, el perfil de un nuevo tipo de hombre, definido en gran medida por la relación
establecida con dichos sistemas. En estas visiones se tiende un tanto monolíticamente a
polarizar dos modos de vida a partir de la posesión o no de una tecnología y suele imperar una
suerte de fantaciencia que, dando la espalda al pasado, construye un posible de consumo de lo
digital, tanto en términos de modalidades de apropiación como de masividad, que suele
desdeñar la observación de su uso efectivo en las sociedades.
La mitificación del consumo de este tipo de tecnología puede encontrarse, incluso
cotidianamente, en los comentarios que escuchamos a nuestro alrededor; por ejemplo, son
muchos los padres que piensan que sus hijos se mueven en un mundo de esoterismo cuyo
acceso, a medida que continúa el avance tecnológico, les está cada día más vedado. Al parecer,
resulta difícil encarar esta actividad de los hijos como un consumo particular de época, que
impulsa la adquisición de ciertas prácticas, tal como otras épocas impulsaron la adquisición de
otras, y que, claro, como toda práctica es necesario aprender a realizarla. Más bien esos
consumos se perciben integrando un espacio desconocido que es patrimonio de la nueva
generación, en el que ella se mueve con toda fluidez y que nunca podrá pertenecer a los
mayores. En esta mirada sobre los más jóvenes puede advertirse que ya se filtra el enfoque
fantástico que comienza a verlos como exponentes del hombre del futuro del que hablan
muchos ensayos sobre el tema.

*
Ponencia presentada en el Congreso de la Federación Latinoamericana de Semiótica: Semióticas de la
Vida Cotidiana, Buenos Aires, Agosto de 2002.
Ese lugar de pertenencia es asumido por los jóvenes, pero también de una manera
mítica. Una aproximación al consumo efectivo de este segmento etario muestra que muchos de
ellos se sienten también abrumados frente al uso de cierta tecnología, por ejemplo, ante la
amplitud de la oferta de internet y ante las dificultades para manejarse con ella. Por supuesto,
como sucede con todo ámbito de prácticas sociales, tiene lugar una segmentación de perfiles
usuarios, donde se encuentra una minoría de expertos junto a una mayoría que, según mi
observación, está todavía lejos de serlo, y que busca integrar esta oferta en sus hábitos
cotidianos, y en una interrelación con el consumo de otros medios más o menos tradicionales.
No deja de resultar gracioso que el mito de la omnisciencia de los más jóvenes siga operando a
edades más bajas. En investigaciones realizadas suele aparecer de manera recurrente que los
jóvenes de alrededor de 20 años se ven a sí mismos como veteranos, y de la generación pasada,
respecto a quienes tienen 15, y a su vez éstos sienten lo mismo respecto de los niños. Los
jóvenes que han accedido a consumos digitales después de haber conocido otras vías a algunos
estímulos que en ellos se ofrecen -de información, entretenimiento, etc.- ven a sus hermanos
más pequeños como aquellos que verdaderamente están insertos en esas tecnologías desde
siempre. Claro que la asunción de este lugar de madurez y la sorpresa frente a la mayor
inteligencia, imaginación y creatividad de las nuevas generaciones surge respecto de muchos
otros temas, pero en relación con el consumo de sistemas digitales parece entroncar con el lugar
de fantaciencia al que antes me refería.
En verdad estos niños que deslumbran a sus hermanos mayores están la mayoría de las
veces chateando con sus amiguitos, enviándose cartitas, o haciendo uso de juegos, todas
actividades muy propias desde siempre del mundo de la infancia. Los adolescentes y los jóvenes
hacen cosas parecidas, o buscan una información para el estudio que les resulta de más fácil
acceso que si lo hicieran en una biblioteca, bajan temas musicales, o películas, buscan
información para salidas, etc. También todas actividades muy habituales, aunque encaradas
antes a través de medios diferentes. Y en lugar de disolver su fisicidad en la proyección de sus
mentes en el ciberespacio para conectarse con los mundos impensados de la red, o al menos
con latitudes exóticas difíciles para la mayoría de alcanzar con la corpórea humanidad, suelen
reunirse modestamente con sus amigos y una pizza alrededor de la PC para escuchar música o
ver una película y seguir practicando milenarios mitos gregarios.
No sería difícil que un comentario como el presente reciba como respuesta que nuestra
sociedad no está suficientemente desarrollada como para que un consumo más sofisticado del
mundo digital se difunda; por eso me resultó grato encontrarme con ese conjunto de trabajos
provenientes de una sociedad como la inglesa que no parece tener en este sentido demasiados
puntos de contacto con la argentina.
En ellos se propone, justamente, que la mayoría de las veces la discusión dominante
sobre las nuevas tecnologías ha evitado incursionar en cuestiones relativas a los usos específicos
de esas tecnologías y que ella se ha planteado a distancia de las diferencias históricas, sociales
y políticas que subsisten en los mercados de consumo de la imagen. En oposición, todos los
trabajos del grupo se basan en la premisa de que no se conseguirá entender el significado de las
nuevas tecnologías de la imagen si no se relacionan con una cultura previa. Se analiza así una
serie de lugares sociales concretos en los que las nuevas tecnologías interaccionan con los
significados, usos y valores ya establecidos de las imágenes fotográficas.
Encontramos allí, por ejemplo, un estudio de Ruth Furlong (1997: 225-246), realizado
sobre adolescentes entre 12 y 15 años, cuyas conclusiones entran en cuestionamiento con la
hipótesis del abandono corporal que suele asociarse a la inmersión en los mundos digitales.
Por el contrario, Furlong encuentra que los jóvenes entrevistados se ven a sí mismos frente al
ordenador con una respuesta corporal muy fuerte y vital. El cuerpo y el hogar no aparecen a
través de sus conductas como entidades abstractas a partir de las que se realiza el viaje digital,
sino que por el contrario el primero es un lugar de manifiesta autoconciencia y el consumo
digital está asociado a actividades muy vinculadas a lo corporal, como comer, tener contacto
cercano con amigos de ambos sexos con los que se comparte el consumo, peleas, y conatos de
seducción sexual. Para Furlong , en las entrevistas - en oposición a la metáfora orgásmica, a la
que algunos autores, como Claudia Springer (1991:306), por ejemplo, hacen referencia cuando
hablan de la sustitución de lo propiamente físico por la sensación- estos jóvenes se mostraban
ambiguos frente al universo tecnológico y muy entusiastas con sus cuerpos. Respecto del hogar,
éste tampoco era el territorio aséptico, desmaterializado y confortable que se propone como
espacio para iniciar la aventura solitaria hacia otras realidades, sino un área a veces atractiva, a
veces amenazadora, pero siempre altamente conflictiva y peleada , en el que las relaciones de
territorialidad, actuación, control y dominio habituales en un hogar se veían enfrentadas a una
reestructuración frente a la entrada de las nuevas tecnologías, y ello implicaba también
reformulaciones de conceptos culturales como el de familia, o los de público y privado.
El análisis de Martín Barker (1997: 247-278) plantea que la incorporación de la cultura
digital en el cómic no es uniforme y no puede desprenderse de una relación fuerte con la historia
del mismo cómic. Cuestiona ensayos como los de Donna Harawey (1985:65-107) y, de nuevo,
Claudia Springer (1991:303-323) que encuentran en los cómics regularidades a favor de cierta
tesis de futuro corporal cyborg, que según Barker sólo aparecen en cómics marginales que
integran una agenda creada a priori por estos autores, la que orienta lecturas determinadas de
materiales, sin criterios históricos o genéricos. Barker plantea que la presentación de la
imaginería digital en los cómics no puede separarse de las circunstancias particulares de
producción, circulación y recepción de los mismos, y también de una historia de las imágenes
de ordenador.
Otra investigación, la de Beryl Graham(1997: 109-129), se dedica por su parte a poner
en paralelo la pornografía fotográfica y la pornografía informática, encontrando entre ambas
modalidades más coincidencias que diferencias.
El tiempo limitado de esta exposición no me permite, obviamente, citar más que
algunos de los estudios del grupo, pero, como vamos viendo, ellos insisten en destacar una
continuidad histórica en las culturas de producción y uso de las imágenes digitales, antes que
una oposición y una fractura.
Dedicaré sí un poco más de atención - la razón es que su temática me atrae
especialmente- a aquellos trabajos que se centran en el modo en que las imágenes tratadas
digitalmente se integran en los modos históricos de leer la imagen fotográfica.
Martín Lister, coordinador del conjunto y autor del estudio introductorio (1997 : 13-45),
plantea que hoy la imagen fotográfica, a partir de la digitalización de algunos de sus
exponentes, ha sido objeto de especulaciones un tanto alocadas.
Desde las posiciones criticadas por Lister -como ejemplos pueden citarse Mitchell 1992
y Plant 1993- la incidencia de la tecnología digital en la producción, la circulación y el consumo
de imágenes fotográficas se estaría tratando con poca seriedad, encarándose el tema únicamente
como impacto de una tecnología sobre otra. Así, el significado social y cultural del cambio
tecnológico se estaría deduciendo demasiado directamente de lo que se presume son rasgos
esenciales de cada tecnología
El debate sobre la fotografía hoy se expresaría para este autor en dos niveles: el primero
sería aquel en el que se suele hablar de la muerte de la fotografía y de que ya no se puede
confiar en lo que se ve. Desde esta óptica se percibiría con angustia cómo un conjunto de
procedimientos tecnológicos nuevos socavan una tradición de creencia en la representación
visual. El fotógrafo, moviéndose por el mundo con su cámara, considerada una extensión del
cuerpo observador, estaría en vías de desaparecer, y ya no sería posible mantener la creencia en
un vínculo significativo entre la apariencia del mundo y la configuración concreta de una
imagen fotográfica.
En el segundo nivel, la transición de la imagen fotomecánica a las construcciones
digitales se vería como elemento clave de la transformación radical de la cultura visual. En los
discursos emergentes de este segundo nivel se propondría un “cambio de era”, cuya
implicancia estaría en que las modificaciones en el modo de plasmar el mundo en imágenes
tenderían a considerarse modificaciones en el modo de ver el mundo. Como correlato, los
cambios se relacionarían también con transformaciones en las identidades de los que ven el
mundo y lo conocen. De este modo, según Lister, el debate más particular sobre
desplazamientos en la práctica fotográfica por el uso de la tecnología digital se ha incluido
dentro del discurso globalizante y especulativo sobre el cambio de era.
Para este autor las nuevas tecnologías de la imagen han penetrado en una cultura que se
encuentra impregnada por “los excesos visionarios del pensamiento posmoderno, la promesa
utópica y el pesimismo cultural”. En este contexto, el discurso sobre lo visual se congratularía
con la ruptura y la discontinuidad en la cultura visual, ofreciendo a cambio oposiciones rígidas
entre lo viejo y lo nuevo. Como contrapartida positiva de lo anterior, el enfoque encontraría
fotógrafos por fin liberados de su carácter de meros reproductores del mundo, por fin con
posibilidades de dejar en libertad su creatividad.
Coincido con Lister en que con esta tendencia actual de oponer la fotografía a la imagen
digital estamos asistiendo a la continuación de un viejo debate sobre la fotografía: el que tuvo
lugar entre quienes acentuaron la condición de la imagen fotográfica como analogía mecánica
de la realidad y quienes destacaron su carácter constructivo e ideológico. Los primeros
enfatizaron los medios automáticos a través de los que se obtiene una fotografía, los segundos
las operaciones y convenciones que juegan, a partir de una intertextualidad diversa, tanto en el
momento de la producción fotográfica como en el momento en que un observador le da sentido.
Lister opina que el viejo debate se ha actualizado, adquiriendo otras formas; los que
antes eran dos modos, a menudo contradictorios, de entender las fotografías en sí mismas se
habrían modificado: uno de los puntos de vista, el realista, se mantendría relacionado con la
fotografía tradicional; el otro, el constructivista, se habría trasladado a la interpretación del
modo de producción de la fotografía digital.
La perspectiva realista, como sabemos, ha dado prioridad a los orígenes mecánicos de
la imagen fotográfica, al hecho de que los objetos fotografiados impriman ellos mismos su
imagen a partir de procedimientos ópticos. En las vertientes más recalcitrantes de esta mirada la
diferencia tecnológica, como recuerda Lister, efectivamente se generalizó y naturalizó como
una explicación del significado específico de la imagen fotográfica. Lister dice que si en sus
formas más tempranas el enfoque actuó para distinguir negativamente la fotografía de la
pintura, asociando sólo a esta última al valor estético, ahora, en cambio, la imagen obtenida
fotomecánicamente vería exacerbado aun más su rol de bastión de un lugar de verdad, pero su
opositora en términos de creatividad sería la fotografía digital, destinada al lugar mentiroso
pero más imaginativo de construcción de realidades virtuales.
Si bien este autor acepta que en el transcurso del debate han llegado a
desarrollarse planteos en el sentido de que la fotografía es un medio y que como tal, al
igual que la escritura, puede utilizarse para realizar diferentes cosas, cree que
recientemente el punto de vista monolítico sobre la fotografía está resucitando, y que su
base tecnológica le otorgará de nuevo carácter definitorio. Lister insiste en que esto es
consecuencia de que la imagen digital sea vista como objeto tecnológico en lugar de
objeto cultural, y que asumirla en este último sentido obligaría a advertir que los
cambios esenciales que se pregonan no son tan claros y que, si bien aparecen, habría
que “buscar sus dimensiones en el desorden y la complejidad de lo vivido, más que en
esquemas de revolución tecnológicamente abstractos y medidos con excesiva rapidez”.
Aunque Lister no parece conocer a Jean -Marie Schaeffer (1985), su reflexión en
algún momento se toca con la de este autor, cuando plantea que leer una fotografía
como la expresión subjetiva de un artista depende de la idea que se tenga de que eso es
arte y lo que los artistas hacen, y que, en cambio, cuando una fotografía se convierte en
un símbolo de la vida pasada es porque existe una fuerte creencia en quien la mira en su
aserción científica, inmersa en una cultura de deseo por el pasado perdido. En
consecuencia, considerada de este modo la fotografía sería un conjunto de prácticas con
diferentes propósitos, aunque compartan una misma base tecnológica.
Schaeffer enfrenta este debate histórico desde una óptica que parte de una de las
tipologías síginicas desarrolladas por CH. S. Peirce (1893-1902), la que remite a la relación del
signo con su referente. Considerando esta perspectiva, el debate se entabla como una
controversia entre la fotografía analógica, la indicial y la simbólica. La que Lister considera
fotografía realista es aquella que ha sido entendida como signo indicial, lo que refiere a la
capacidad de la fotografía para dar cuenta del mundo fotografiado en tanto forma parte de ese
mundo. Paralelamente, se introduce aquí otro aspecto de la fotografía, el analógico, reforzado
por el indicial, que remite a la capacidad fotografica de obtener similaridad con aquello que
representa. En verdad, se destaca la capacidad analógica de la fotografía afirmada en su lugar
de verdad por su carácter indicial. De acuerdo con esta inscripción, la fotografía construída, la
fotografía de arte, configuraría un signo simbólico, en la medida que su relación con aquello a
lo que refiere es arbitraria. El análisis de Schaeffer deja sin sentido este antagonismo, al
desplazar el estatuto de la fotografía de su ser en sí (su arché) al lugar del interpretante
peirceano(signo que interpreta a otro signo, en este caso, al fotográfico). Así, una fotografía se
interpretará según el lugar de lectura. Podrá ser usada como testimonio de algo sucedido, si así
se la entiende, en una fotografía de prensa; será en cambio una representación que me permite
saber cómo es un lugar que no conozco si se encuentra colocada, por ejemplo, en un folleto
turístico. Y si se encuentra en una galería fotográfica no hay duda que impera su carácter de
signo simbólico y nadie buscará su parecido con aquello que le ha dado origen, salvo que la
muestra fotográfica se proponga no sólo como arte sino también como testimonio.
Si atendemos a la oposición planteada por Lister, el interpretante fotográfico se
encontraría frente a un nuevo dilema: “a qué imagen catalogarla de fotográfica y a cuál de
digital” y, coincidiendo con sus planteos globales, parece que la cuestión se sigue jugando
claramente, como ha sucedido históricamente, a partir del sustento que proveen los discursos
que orientan la lectura. Las imágenes mundialmente difundidas del ataque a las torres gemelas
no se diferenciaban demasiado, al menos para un no experto, de las imágenes digitalmente
trucadas vistas innumerables veces en películas catástrofe, sin embargo nadie dudó de que
fueran reales. Me pregunto cuál habría sido la reacción de un televidente que encendiera
desaprensivamente la tv, sin saber qué estaba pasando y en un fugaz momento en que no
aparecieran textos verbales orales u escritos, o elementos paratextuales, como signos del canal,
del programa, etc. Ian Walker (1997: 305-325), otro autor del grupo, presenta una fotografía de
la guerra del golfo publicada en el diario Observer, en 1991, que muestra a un soldado iraquí
muerto en un tanque, quemado y rodeado de una ceniza polvorienta. La fotografía no parece
totalmente real y muy bien podría afirmarse que ha habido trabajo sobre ella, sin embargo
desató un escándalo por su alto impacto verista. Es significativo el comentario, citado por el
mismo Walker, de un observador: “Encuentro que esa cara no parece real (parece un trozo de
paisaje del desierto). Pero me afecta porque sé que es real. Y me conmueve porque representa a
todos los demás iraquíes muertos de los que no tenemos imágenes”. Me parece que en esta
frase se conjugan los tres estatutos de la fotografía: el analógico resulta ambiguo, pero la
aseveración del indicial por los discursos que atestiguan que la foto ha sido tomada en el lugar
de los hechos disipa las dudas e impone la fuerza de haber estado allí ; por otro lado no deja de
aparecer el carácter ficcional y simbólico de la imagen: no importa que no deje registro de
todos los muertos, basta que, como todo arte, aluda a ellos a través de la representación.
En relación con el cine este debate podría también instaurarse, pero de un modo
diferente, porque aunque el cine pueda plantearse con un carácter documentalista, nunca lo ha
sido de manera tan fuerte como ha sucedido con la fotografía o la imagen de tv. (en tv esta
discusión se ha instalado tempranamente desde la oposición cámara directa/ tv grabada).
No deja de ser curioso que en un momento en que el uso de medios digitales es muy
alto en el cine de gran producción, lo cual podría, si se utilizaran en exclusividad, abaratar el
costo de estos filmes, siguen gastándose millones en reconstrucciones reales. De hecho, muchas
veces la construcción digital acompaña esos simulacros arquitectónicos para perfeccionarlos,
pero está lejos de haberlos desplazado totalmente de la producción. ¿Por qué? ¿Por qué la
reconstrucción en vivo aunque sea parcial puede proporcionar más realismo a la imagen? No lo
creo. Una vez acostumbrado el espectador, no hay porque suponer que tendría problemas en
aceptar una construcción por completo digital: ¿acaso las viejas películas de ciencia ficción no
utilizaban pequeños recursos caseros para construir mundos y seres maravillosos?, atraían del
mismo modo al público, en un momento en que ese era único modo que el cine tenía para
edificar universos imaginarios.¿Acaso la asunción completa de las imágenes digitales en el cine
no nos impulsaría de manera más intensa a ese futuro del que hablamos?.
Pero el hecho de que se sigan construyendo escenarios reales, edificando o
refaccionando edificios, puentes y ciudades parece relacionarse con el lugar que el cine ocupa
como mercancía. No por casualidad imperan de manera fuerte los backstage, las entrevistas a
actores y directores, las notas previas a la presentación de los filmes, donde no deja de narrarse
nunca cómo se realizó el filme y cuántos millones se invirtieron en él. Aquello que O. Traversa
(1984: 33-43) denominó hace unos años “la existencia no fílmica del filme”se impone cada vez
más. El filme es lo que es y lo que de él se dice o se sabe en su entorno. Indudablemente el
atractivo para comprar la entrada de la película parece crecer con esta obra humana que sigue
exigiendo.
Me recuerda, en otra escala lo sucedido hace ya muchos años, cuando trabajaba en la
producción de espectáculos de multivisión. Nunca logré entender porque el fotógrafo y yo
debíamos salir a hora temprana a excursiones por los alrededores de la capital para hacer
fotografíás en vivo que iban a ocupar ínfimos lugares en una gran pantalla, llena de imágenes de
todo tipo. Lo mismo hubiera sido haber utilizado fotografias tomadas de libros o revistas, de
dibujos, etc. cómodamente instalados en el estudio, y muy probablemente -dado los resultados
de las fotos documentales- con mejor resultado estético. Tal vez el valor estaba en la narración
de las excursiones o el precio aumentaba a partir del esfuerzo del equipo, no lo sé. El hecho es
que la fascinación por el haber estado allí no ha dejado nunca de presentarse, de una u otra
manera y no es distinto ahora con las imágenes digitales, y habría que pensar que la oposición
realismo/producción tradicional y fantasía/digitalización citada por Lister también opera,
aunque de una manera distinta, en el cine.
No obstante, Kevin Robins(1997: 49 -75), otro de los autores ingleses, piensa que el
carácter racionalista y realista de la fotografía no ha dejado de imperar con la digitalización,
sino que por el contrario se ha acentuado-de hecho la fotografía científica más sofisticada opera
actualmente a partir del simulacro, permitiendo conocer desde esta ficionalización realidades
incognocibles de otro modo, con lo que el proyecto racionalista positivista al cual ha estado
ligada desde siempre la fotografía no se habría interrumpido, sino que por el contrario habría
logrado en algunos ámbitos, como nunca antes, los objetivos iniciales planteados. Y en el cine
ficcional de gran espectáculo, lo digital aparece también para fortalecer el realismo de la
realización que se construye en los metadiscursos sobre la producción.
En el otro polo de la cuestión, la pregunta común de Lister y de Robins: en qué medida
la digitalización contribuye a desarrollar la creatividad tal como se plantea en algunos discursos
de la actualidad, es una buena pregunta. Y, nuevamente, parece que no es posible contestarla
monolíticamente. Un filme como el de Steven Spilberg: Minority report muestra un esfuerzo
por manejar creativamente la tecnología digital, para obtener realidades estéticas no posibles a
partir de otras técnicas; inversamente, la mayoría de los filmes de ciencia ficción sólo buscan
apuntalar su realismo, haciendo más creíbles los mundos de la imaginación articulados por el
guión pero no creando realidades imaginativas por ellas mismas.
Robins destaca el valor de la visión en la experiencia cultural y propone su reafirmación
confiriendo importancia antes que a la novedad tecnológica al uso que se le otorga. El cree que
avanzando contra la corriente de los modelos progresistas y evolucionistas podría hacerse un
uso creativo de la interacción de diferentes órdenes de imágenes, así “la coexistencia de
imágenes diferentes, modos diferentes de ver, imaginaciones visuales diferentes, podría devenir
en un recurso imaginativo en sí mismo”.
Y para los que pensamos que la fotografía siempre ha encubierto un sentido
inapresable, lo “obtuso” que atrapa la mirada” (Barthes 1970:49-67) e impulsa a un más allá de
la imagen, que no es de ningún modo el mundo del que la imagen ha sido extraída -un mundo
que deja de existir en cuanto la imagen alcanza la cámara oscura-, ese sentido sigue siendo
propio de la fotografía, la fotografía no lo ha perdido. Qué importa de que manera ha accedido a
ella. Para esta lectura, nada ha cambiado.
Podríamos concluir entonces en que la inserción de las técnicas digitales y los
discursos en las que ellas intervienen se integran en espacios donde las prácticas que se les
vinculan entran a formar parte de un continuo que las hace interrelacionar permanentemente
con otras prácticas históricamente asentadas –tales como rituales de consumo, modalidades de
lectura de textos u orientaciones productivas (en el sentido de técnicas pero también de géneros
y estilos). Más allá de la división entre países pobres y países ricos, el uso de las nuevas
tecnologías no es solamente un uso más o menos restringido, sino un uso modalizado que se
instaura sobre culturas diferentes, entendiendo culturas no solamente en sentido amplio,
considerando asentamientos en países o regiones, sino también de manera más circunscripta ,
refiriendo a los comportamientos históricos en los que cada tipo de experiencia digital se
inserta- hábitos culturales en el acceso a bibliotecas, consumo de imágenes fotográficas o
cinematográficas, consumo de géneros discursivos, tipos de implementación de la
comunicación interpersonal, etc.
Claro que un nuevo medio genera modificaciones en los contenidos y las formas del
pensamiento, en la asunción de identidades y hasta en las configuraciones corporales, pero
cuando Mac Luhan (1962) plantea estas cosas para la escritura, el período de transformación
termina conformándose en miles de años. Probablemente las tecnologías digitales den lugar a
una nueva cultura y a un hombre diferente, y en tiempos mucho más cortos, pero ¿ya? Si esto
no es tan inmediato, no parece resultar demasiado operativo insistir en los cambios a futuro, y
dejar de observar mientras tanto qué está pasando en la larga franja temporal que seguramente
tenemos por delante antes de que los cambios preanunciados se hagan evidentes. Si se hacen,
porque no es desestimable detenerse a pensar en qué sucederá en un eventual futuro con las
culturas desarrolladas por esa gran parte de la población mundial que está lejos de acceder a las
nuevas tecnologías en un futuro cercano, y que no necesariamente buscará un acercamiento
tardío a las mismas tecnologías, y del mismo modo.
En otra dimensión, algo en esto nos remite al lugar que jugaron en el pasado para
occidente las culturas no occidentales, cuyo avance hoy no se sabe muy bien todavía cómo
encarar. Lo que pasa con el uso de las tecnologías informáticas tal vez sea similar a lo
sucedido con nuestra visiones de un año 2000 con automóviles que circulaban por el espacio
aéreo, edificios sólo de acero y vidrio, vestimentas espaciales, comida en píldoras etc; hoy
encontramos, en 2002, que en estos aspectos no estamos tan alejados del momento en que esas
utopías se enunciaban, por lo menos la distancia que nos separa de él promete ser más pequeña
que la existente entre nuestra época y esas visiones.

BIBLIOGRAFÍA

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