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TEXTO I.

La Ilíada
Muerte de Héctor
Desenvainó la aguda espada, grande y poderosa, pendiente a su costado, y, recogiendo sus fuerzas se adelantó a
la manera del águila de alto vuelo que baja al llano por entre las nubes sombrías para alzarse con el corderillo o
la tímida liebre. Tal se encaminaba Héctor blandiendo la afilada espada. Se adelantó también Aquiles: había
henchido su corazón de salvaje rencor y se puso el bello y primoroso escudo por amparo del pecho, mientras su
figura toda tremolaba en el brillante casco de cuatro crestones, agitadas en torno las hermosas crines de oro que
Hefesto había puesto abundantes en derredor de la cimera.
Como en mitad de la noche camina la más hermosa estrella colocada en el cielo, así destellaba la aguda lanza que
Aquiles que agitaba en su mano derecha, meditando perdición para el divino Héctor. Contemplaba la hermosa
piel viendo por dónde sería más vulnerable. Ese lugar se mostraba en la garganta, en el punto en que las clavículas
separan el cuello de la región de los hombros, donde es más rápida que en ningún otro sitio la destrucción de la
vida. Todo lo demás de ella estaba cubierto por las bellas armas de bronce de que había despojado a Patroclo
después de matarle. Por allí, encontrándolo aún ganoso de lucha, se tiró con su lanza el divino Aquiles y la punta
atravesó de parte a parte la suave cerviz; pero no le cortó la tráquea el pesado bronce, ya que aún pudo hablar y
dar alguna respuesta. Cayó, derribado en el polvo y el divino Aquiles se ufanó así:
“Héctor, pensabas, mientras estabas despojando a Patroclo, que habías de quedar salvo. No te preocupabas de mí,
que estaba lejos de allá. ¡Insensato! Aún le quedaba reservado en las huecas naves un vengador más de pro, y era
yo, que acabo de postrar tus rodillas. A ti te descuartizarán con ignominia los perros y las aves rapaces, mientras
a él hacen exequias los aqueos”.
Héctor, el del casco reluciente, le contestó así, viendo que se le escapaba la vida: “Te pido por tu vida, por tus
rodillas, por tus padres, que no dejes que me devoren los perros junto a las naves de los aqueos; acepta a tu
satisfacción el bronce y el oro que te darán en don mi padre y su esposa, mi madre, y devuelve mi cadáver a los
míos para que los troyanos y sus mujeres me hagan partícipe del fuego”.
Mirándole torvamente, le increpó así el corredor Aquiles: “No me implores, perro, por mis rodillas, ni por mis
padres. Ojalá que la furia de mi ánimo me llevara a devorar, descuartizándolas, tus carnes crudas, según lo que
me has hecho. No habrá quien aparte de tu cabeza a los perros, aunque me traigan y me pongan delante diez y
veinte veces tu rescate y me ofrezcan otros encima; aunque el troyano rey Príamo mandara colocar aquí tu peso
en oro. Ni aun así su esposa, tu madre, la madre que te engendró, te llorará puesto en el lecho, sino que los perros
y las aves rapaces te devorarán por entero”.
Moribundo le apostrofó Héctor, el del casco reluciente: “Mirándote estoy y bien te reconozco: no había de
persuadirte, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Cuida ahora, no vaya yo a ser para ti motivo de la
venganza de los dioses aquel día en que, con todo tu valor, Paris y Febo Apolo acaben contigo en las puertas
Esceas”. Al hablar así le envolvió la muerte, que todo lo extingue. Su alma voló de sus miembros y marchó al
Hades llorando su destino, perdidos su vigor y juventud. Y después de muerto, le increpó así el divino Aquiles:
“Bien muerto estás; yo recibiré mi suerte cuando Zeus y los demás dioses inmortales quieran consumarla”.
Así dijo; quitó al cadáver la broncínea lanza y la puso a un lado; despojó después sus hombros de las armas
sangrantes; corrieron entonces a su alrededor los demás hijos de los aqueos y contemplaron a Héctor en su
contextura y admirable belleza. Ninguno se presentaba que no le hiriese; y cada cual se expresaba así, mirando al
que estaba a su lado:

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“¡Hola!, ¡cuánto más blando de palpar es Héctor ahora que cuando prendía fuego a las naves con encendida
llama!”.
Así decían unos y otros y, llegándose le herían. El divino corredor Aquiles, después que le despojó, se colocó en
medio de los aqueos y los arengó con estas aladas palabras: “¡Oh, amigos, caudillos y jefes de los argivos! Puesto
que los dioses nos han dado derribar a este hombre que nos ha causado tantos males cuantos no todos los demás
juntos, vayamos y tanteemos en torno la ciudad con las armas, para conocer cuál es la intención de los troyanos:
si abandonar la fortaleza, una vez caído éste, o se empeñan en resistir aun después de desaparecido Héctor.
Pero ¿a qué me habla mi corazón de estas cosas? Allá junto a las naves yace muerto Patroclo sin tributo de
lágrimas ni sepultura; no me olvidaré de él mientras esté entre los vivos, mientras se muevan mis rodillas; y
aunque en el Hades los hombres pierdan la memoria de sus muertos, allí también me acordaré yo de mi amigo.
Ahora, ¡oh, hijos de los aqueos!, volvamos a las curvas naves con el cadáver, entonando el canto en honor de
Apolo: hemos alcanzado una gran gloria; hemos dado muerte al divino Héctor, a quien los troyanos imploraban
en su ciudad como a un dios”.
Así dijo, y maquinó contra el divino Héctor indignos ultrajes: le taladró por detrás los tendones de uno y otro pie,
entre el talón y el tobillo, y los pasó con correas de piel de buey; lo ató del carro y dejó que arrastrara la cabeza
por el suelo. Subió al asiento y, recogiendo las egregias armas, fustigó a los caballos; volaron ellos bien ganosos
y se levantó una polvareda en torno del cadáver arrastrado; flotaban a los lados sus cabellos negros, y su cabeza,
antes llena de gracia, yacía toda en el polvo: Zeus la había entregado entonces a sus enemigos para que la
ultrajasen en la propia tierra de sus padres.
La Ilíada. Homero. Teide
TEXTO II. La Odisea
A lo largo de los diez años que dura el viaje de regreso a su patria tras la guerra de Troya, Ulises recorre el mar
Mediterráneo y sus innumerables islas, y tiene que afrontar multitud de peligros. Famosos son sus encuentros con
Circe, que, con sus mejunjes, convierte a los hombres en cerdos; con las sirenas, que atraen con su canto a los
marineros para hacerles naufragar; o con Escila, un monstruo de varias cabezas que devora a los marineros que
pasan cerca de su guarida. Ulises sale airoso de todos estos peligros gracias a su extraordinaria prudencia e
inteligencia.
Uno de los episodios más célebres de la Odisea es el enfrentamiento de Ulises con el cíclope Polifemo, un
gigante de un solo ojo, hijo del dios del mar. Ulises entra con sus compañeros en la cueva de Polifemo. Éste los
descubre y devora a varios de ellos. Ulises idea un plan y consigue clavar una enorme pica en el único ojo del
monstruo. Luego escapan todos escondiéndose entre las ovejas que el cíclope tenía en la cueva.
Al fin, Ulises llega a su patria, la bella isla de Ítaca. Haciéndose pasar por un mendigo, consigue enterarse de que
su esposa, la reina Penélope, se halla en una difícil situación. Durante su larga ausencia, una serie de ambiciosos
pretendientes acosaban a la reina, instándola a que volviera a casarse. Sin embargo, ella los burlaba mediante una
hábil estratagema: les decía que se casaría cuando terminara de tejer una túnica. Y la prudente Penélope deshacía
por la noche lo que había tejido de día. Los pretendientes, ansiosos de ocupar el trono de Ulises, se impacientan
por tanto retraso y al fin descubren el engaño. A partir de ese momento, la reina se ve obligada a concertar su
boda.
El ingenioso Ulises consigue que la reina organice un certamen para decidir su matrimonio. La prueba va a
consistir en disparar el arco del rey y el premio será la mano de la reina. Llegado el día de la prueba, es el propio

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Ulises, disfrazado de mendigo, el único que consigue tensar el arco. Al finalizar el certamen en el palacio real,
Ulises se da a conocer, se venga de los pretendientes y reinicia su vida pacífica en su patria.
TEXTO III. En el fragmento que vamos a leer y comentar, Ulises desafía el poder de las sirenas siguiendo
las instrucciones que Circe le da para resistir su embrujo. Circe era, dentro de la mitología griega, una
maga cuyos encantos transformaban a los hombres en animales. Dentro del libro de la Odisea, Ulises se
dejó amar por ella durante un año en el palacio donde ella habitaba.
Apenas el sol se puso y sobrevino la oscuridad, Circe me cogió de la mano, me hizo sentar separadamente de los
compañeros y, acomodándose cerca de mí me preguntó cuánto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden.
Entonces me dijo estas palabras:
—Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde: llegarás primero a las sirenas, que
encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya
no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a su hogar, las sirenas le
hechizan con el sonoro canto, sentadas en una pradera en el centro de un enorme montón de huesos de hombres
putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanca,
previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; más si tú deseas oírlas, haz que te aten de pies y manos a
la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen a él: así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y en caso
de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, atente con más lazos todavía.
Así dijo; y al punto apareció la Aurora, de áureo trono. La divina entre las diosas se internó en la isla, y yo,
encaminándome al bajel, ordené a mis compañeros que subieran a la nave y desataran las amarras. Embarcáronse
acto seguido y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Por
detrás de la nave de azulada proa soplaba próspero viento que henchía la vela; buen compañero que nos mandó
Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz.
Colocados los aparejos cada uno en su sitio, nos sentamos en la nave, que era conducida por el viento y el piloto.
Entonces alcé la voz a mis compañeros, con el corazón triste, y les hablé de este modo:
—¡Oh amigos! No conviene que sean únicamente uno o dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló Circe,
la divina entre las diosas; y os los voy a contar para que, sabedores de ellos, o muramos o nos salvemos,
librándonos de la Parca (una de las tres diosas que hilaban y cortaban el hilo de la vida humana). Nos ordena lo
primero rehuir la voz de las divinales sirenas y el florido prado en que éstas habitan. Sólo yo debo oírlas, pero
atadme con fuertes lazos, en pie y arrimado a la parte inferior del mástil para que me esté allí sin moverme. Y en
el caso de que os ruegue o mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía.
Mientras hablaba, la nave llegó muy presto a la isla de las sirenas, pues la empujaba un viento favorable. Desde
aquel instante echóse el viento y reinó sosegada calma, pues algún dios adormeció las olas. Levantáronse mis
compañeros, amainaron las velas y pusieron las en la nave; y, habiéndose sentado nuevamente en los bancos,
emblanquecían el agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante un gran pan de cera y
lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó
la cera, porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Sol, y fui tapando con ella los oídos de
todos los compañeros. Atáronme éstos en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del
mástil, ligaron las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.
Hicimos andar la nave muy rápidamente, y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá pudieran llegar nuestras
voces, no les pasó inadvertido a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un
sonoro canto: —Sea, célebre Odiseo, ¡gloria insigne de los griegos! Acércate y detén la nave para que oigas
nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se

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van todos, después de recrearse con ella, sabiendo más que antes, pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la
vasta Troya griegos y troyanos por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil
tierra.
Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oírlas, y moví las cejas, mandando a los
compañeros que me desatasen; pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes
y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las sirenas y ni
su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que había yo tapado sus oídos y me
soltaron las ligaduras.
Homero. Odisea
1. Cuenta cómo sigue Ulises el consejo de Circe.
TEXTO IV. Argumento de Edipo Rey de Sófocles
Edipo era hijo de Layo y Yocasta, reyes de Tebas. Al nacer el horóscopo vaticinó que daría muerte a su padre y
que se casaría con su madre. Ante tan horrible vaticinio, Layo entrega a un hombre al niño pequeño para que lo
abandone en el bosque y sea víctima de las fieras; sin embargo, este hombre siente lástima del bebé y se lo entrega
a un pastor que, a su vez, lo da en adopción a Pólibo, rey de Corinto. Edipo, príncipe de Corinto, lucha contra el
ejército de Tebas y da muerte a Layo. Entra vencedor en Tebas tras descubrir el enigma de la esfinge y se casa
con Yocasta. Cuando una epidemia de peste se declara en la ciudad, el pueblo le pide que encuentre al culpable
y, tras muchas averiguaciones y declaraciones de testigos, resulta que el culpable es el propio Edipo que, al
descubrir la verdad, se arranca los ojos.
Edipo descubre la verdad
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que este pide información.
SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.
SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?
SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?
EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.
SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.
SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué.
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?
SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.
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EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!
EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.
EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.
EDIPO.- Y yo de escuchar, pero, sin embargo, hay que oírlo.
SERVIDOR.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir cómo
fue.
EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.
EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos.
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR. - Se decía que él mataría a sus padres.
EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo salvó
para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he
resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes
no tenía que hacerlo!
1. Explica en qué consiste el denominado “complejo de Edipo” y su relación con esta historia.

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