“Que el pecado no reine más en vuestro cuerpo mortal y que no os obligue a
obedecer a vuestras bajas pasiones” Señor me estás hablando a través de Pablo de un reinado. ¿Qué es eso? El rey es el que manda, el que está por encima, al que se le rinde pleitesía, al que se le obedece. Tú sabes Señor que tendré que luchar con el pecado siempre, toda mi vida, porque es mi condición humana, pero acá me hablas de algo más profundo. Aquí me centras el problema del pecado en su reinado, esto es cuando el pecado me domina, cuando se me vuelve un estilo de vida -un pecado concreto-. Cuando me puede. ¿Cuáles son esos pecados en este Momento que se me vienen a la mente, que están reinando en mí? Quiero buscar Señor delante de Ti, cuáles son los que me dominan en este momento. Qué vicios, qué rasgos del carácter negativos me han ido cogiendo ventaja, qué tendencias me tienen a su disposición como un esclavo. A cuáles les obedezco a pesar de que me hagan infeliz, aunque me hagan pasar de pronto un buen rato. Y les obedezco a pesar de que hacen estragos en mi vida. Quiero ponerte esos reinados en tu presencia Señor y ponerlos a tus pies crucificados con toda la humildad, porque un corazón contrito Tú no lo rechazas. Pienso entonces en esos pecados que están reinando en mi vida, y quiero entregártelos Señor, a tus pies… Me siento Señor como los israelitas en el antiguo testamento, cuando estaban en Egipto dominados, esclavizados por los egipcios. Es que no te imaginas Señor, bueno, sí te lo imaginas porque Tú también viviste la tentación, pero quería decirte lo duro que es a veces vencer la tentación. ¿Qué solución puede tener esta esclavitud de mi vida? Y Tú me dices, me contestas, “Entregaos a Dios, entregad vuestros miembros a Dios como instrumentos de Justicia” Tal vez no pueda prometerte, jurarte nada en este momento, pero quiero entregarme a Ti como una ofrenda, una ofrenda que incluye cada uno de mis órganos y de mis sentidos. Quiero entregarte mis ojos, porque los quiero a tu servicio y no los quiero al servicio del pecado, quiero entregarte mis oídos. No quiero que sean un instrumento para ofenderte, mi lengua, y mi piel. Que también me hacen pecar, me seducen, me esclavizan. Hago un momento de silencio para entregar todos mis órganos físicos, de mis sentidos, para entregar al Señor como una ofrenda en este momento… Te entrego también Señor mis sentidos internos, mis pensamientos, mis emociones, mi imaginación tan loca, tan difícil de dominar, mi memoria, mi raciocinio, mi capacidad de odiar. Porque quiero entregarme a Ti, y que sea tu gracia y no la ley que no me da fuerza, sino tu gracia, la que me ayude a salir de esta esclavitud. ¿Y dónde consigo la gracia Señor? La gracia es gratis, es tenerte a Ti en mi corazón, muy vivo y presente. ¿Cómo puedo hacer eso? Tu palabra me da gracia, si la leo todos los días mucha más. La oración me da gracia, los sacramentos me dan gracia a chorros, y la gracia es fuerza, fortaleza. Es que, qué ingenuidad pensar que uno solo puede lograr vencer la tentación y no dejarse dominar por el pecado. Qué ingenuidad con esta debilidad tan humana. Pero me estás ofreciendo que puedo contar contigo. Quiero meterme contigo, quiero recibir la gracia en la confesión, en la comunión. Quiero dejar de andar por ahí, solo, cojeando, arrastrándome, en esta lucha tan desigual con el pecado. Señor quiero ser libre sirviéndote a Ti. Vamos a hacer un momento de silencio para escribir esto, para repetirlo, para decirlo con todo el corazón.