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LOCAS DE FELICIDAD
Crónicas travestis y otros relatos
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Mañana siempre es otro día, un vasto abismo donde nada motiva.

Pedro Lemebel
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AGRADECIMIENTOS

Este libro es un medusario espeso y me costó noches y días espantosos


en una diminuta habitación de una ciudad que pretendo olvidar. Lo dedico
a mi madre, aunque sea un motivo más de su vergüenza. A mi hermano
Cristian. Esa corta estirpe es mi única familia. A Martín Vermeersch (love
is love), a Pedro Lemebel por su brillante amargura, a Puig, Arenas,
Capote, Lorca, Tennesse Williams, Beto Ortiz, Alonso Sánchez Baute,
Jaime Manrique y al resto de las pájaras en el verde limón. A los amigos;
una larga lista de cabelleras y risas, bellos cuerpos: Linita y su big
samurai, Carlos Polo, Pacho y Andrés Manrique, Alex Ruiz, Efraím Medina,
Robi Quintero, a la Katho y Abril (¿otro dry?), Lili Villamizar, la Ani Polo,
Milena Tinkan, Natalia “Ono” Obando, Yesenia Pérez (¿aún me conoces?),
Lucia Etxabarria, Angélica y Jenys (las novias oscuras).
A mis amigas travestis que es lo mismo decir joyas: la Xiomara Rosa, la
Gata, la Tyson, la Cósmica, la Pantoja, la China, la Mafalda, la
Catastrófica, la Horripila, la Cascarita, la Fredalba, la Gloribon, la
Estrellita, la Britanny, la Brigitte, la Carlos Britt, la Loba, la Lucia Méndez,
la Modelo, la Pato, la Cero Cero, la Carlota Duzán, la Paloma; y por último,
a los que por una u otra razón olvidé mencionar, si me ven por ahí háganlo
saber con un escupitajo o una bofetada. Eso es todo, amigos, no hay más
por hoy.

John Better
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LA NOCHE DE BETTER

La noche gay deviene libro en el ansia plumosa que, a su pesar, la garra


escritural lo deshoja. La letra homosexuada en su delirio escarlata eterniza
el instante en la aspirada marmórea del baño disco, el manoseo muscular o
el simple guiño de la pestaña travestonga que le da rienda suelta al relato.
Todo es así, la mascarada barranquillera suda en el ojo flúor de la Better
cuando atrapa algún manotazo letrado. Sigue siendo así, cuando la vida es
el carnaval del importunio, la madrugada pálida que desgarra el escote y el
rimel corrido tatúa la decepción.
Pero aún no amanece, la letra marica pulsa el bailongo travestón y
zamarrea las vocales en el merecumbé de su muerte glamorosa. La muerte
acecha este libro desde su opaco concheperla y la luna le cierra un ojo a la
escritura del sodomal. Deriva frenética, fumona, andante, enculante, la
nausea del último trago vomita las letras en un relampagueo de alhajas
vinagres.
La calle brilla drapeada en su dorado estupor. La Better pide otra copa, y
luego de pintarse los labios con ese ardor, descubre los intersticios del
dancing fatal y lo escribe con el nácar saltado de sus uñas. Es un pasar
corpóreo, prestado, alquilado mientras la barra siga abierta. Mientras la
música nunca se acabe, nunca se termine ese fragor dulzón que moja la
entrepierna y el zumbar de las caderas viriles pueda atrapar a la cuentista,
cronista, guionista, narratriz de su propia fabla graffitera.

Pedro Lemebel
Santiago de Chile, marzo 2009
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PRIMERA PARTE (CRÓNICAS)

1) POR LA RUTA DEL ARCO IRIS


2) NUNCA LA VIDA FUE TAN COLOR DE ROSA
3) DESIERTAS ESTRELLAS
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Por las rutas del arco iris


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LA CASA DE LOS BELLOS DURMIENTES

Fue a principios de junio de 2004 que llegué a Bogotá. La mañana me


pilló muerto de frío y caminando sin rumbo por sus grandes avenidas,
tratando de echar al olvido esa noche de perros que me tocó pasar bajo el
alero de una tienda de ropa. Con un enorme morral militar a cuestas,
arrastré mi cansancio hasta una bomba de gasolina. No sabía dónde
estaba exactamente, pero supuse que estaba en el centro, por el
hormigueo de gentes y la torre Colpatria a lo lejos. Pedí prestado el baño
en la gasolinera, oriné largamente, me lavé la cara, cagué un poco, luego
me cepillé los dientes y me llevé sin permiso el rollo de papel higiénico que
estaba allí colocado.
Salí sin tener muy en claro hacia dónde me dirigía. A pocas cuadras me
detuve en una venta de periódicos y con lo último que me quedaba en los
bolsillos compré un ejemplar.
Una casa estilo inglés con un descuidado jardín de rosas me dio la
bienvenida:
–Vengo por el anuncio –dije a la mujer que salió a recibirme.
–Sígueme –repuso ella haciéndome pasar al interior.
–¡No, no, no! Ese nombre no es nada atractivo para este negocio, en
adelante te llamarás Adriano. Saluda por favor, él es Ángelo, él Javier, esta
preciosura es Sergio y el más antiguo de todos: Byron –dijo Ginet
señalándome al grupo de chicos que estaban sentados sobre un sofá negro
en una especie de antesala con un enorme cuadro a carboncillo de un
marinero desnudo.
–¡Hola, muchachos! –pero fue como si le hablara a un montón de
basura, porque ninguno de ellos contestó mi saludo, y siguieron en lo
suyo sin ni siquiera mirarme.
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–Estos son los cuartos donde atendemos a los invitados –indicó Ginet.
Tres habitaciones acondicionadas de la misma manera: una cama
grande, una mesa de noche con su lámpara, televisor a todo color, un
closet de madera rojiza, pisos alfombrados y gruesas cortinas por donde no
se filtraba ni un haz de luz.
–Aquí te instalarás tú, Adriano.
En la parte de atrás de la casa había otra casa más pequeña, provista de
seis mínimas habitaciones separadas por módulos de madera, donde
hospedaban a los chicos como yo, o sea, los que venían de ciudades
distintas a Bogotá. Éramos “los internos”, como decía la Medina, el
administrador del negocio, mano derecha de Ginet, que era por cierto la
dueña de esta casa de veraneo detracito de los cerros capitalinos.
¿Negocio? ¿Cuarto de invitados? ¿Internos? ¿De qué se trataba todo
esto? Bueno, mis lectores incautos, déjenme responderles a cada
interrogante. El negocio: un prostíbulo; los invitados: clientes potenciales
del lugar, y los internos: nosotros, las putillas que ponían el culo para lo
que se ofreciera, incluso para recibir fajonazos de algún loco de mierda
presentado como un invitado muy especial de la casa.

Con el transcurrir de los días fui rompiendo el hielo. Mi cuarto se volvió


el sitio de reunión de todos los bellos durmientes, como yo les decía.
Cuando teníamos algún rato libre, nos encerrábamos a fumar, jugar cartas
o beber aguardiente, hasta que la fea voz de la Medina gritaba desde la
sala de recibo: “¡Presentación!”. Ese toque de diana indicaba que alguien
había llegado. En fila india, uno a uno íbamos pasando a alguno de los
cuartos donde nos esperaba por lo general un sujeto de traje oscuro a
quien teníamos que convencer de que éramos los mejores putitos que
podía conseguir en una puta ciudad como aquella. Cada uno contaba con
sus quince segundos de fama para presentarse:
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–Yo soy Adriano, por cincuenta mil te la saco, por cien mil te la vuelvo a
meter, por doscientos te hago ver estrellas, por más te las bajo y las pongo
a latir en tus manos.
Aquel hombre no era el primero con en el que me fui a la cama desde
que pisé este sitio. Cuando se es novedad todo el mundo quiere tocarte,
olerte, usarte, meterte el dedo por todos los orificios, y digamos que yo aún
llevaba pegada la etiqueta que decía “lo más reciente” y que en este
negocio se traduce a dinero contante y sonante.
–¿Eres nuevo, cierto? No te había visto antes. Ni en este sitio ni en otros.
Eso me gusta, es triste cuando empiezo a ver a los mismos chicos rotando
de un lugar al otro, dime, ¿de qué ciudad vienes?
(¿Que de qué ciudad vengo?, pues te lo diré, gran hijueputa, de una
muy fea y sucia. Un nido de ratas que inmigraron hace años y convirtieron
este tierral a orillas del río en su madriguera, con sus hipermercados y
country clubes, boutiques y restaurantes fusión; pero también nosotros
hicimos una ciudad con piedras y palos, aunque ellos traten de ocultarla,
aunque no aparezca en las postales del directorio de teléfonos, de esa
ciudad vengo, mi querido amigo.)
–Vengo de Barranquilla, señor, le dicen la puerta de oro, es muy linda.
–Oh, sí, sí, estoy de acuerdo contigo, es una hermosa ciudad la tuya,
estuve hace años en esos carnavales que hacen ustedes, ¡vaya recuerdos!
¿Cuántos muchachitos me llevé al hotel en esos días? 4, 5, 50, no importa,
todos terminan por parecerse, así que a lo que “vinimos”.
Al mundo normalmente se “viene” por muchos asuntos, alguno de estos
asuntos resultan bien infames: presidentes, clérigos y policías pueden dar
fe de ello. Pero, ¿creen ustedes que no hay nada peor que los ejemplos
anteriores? Los invito a que estén alrededor de una hora a solas con un
malnacido al que nunca han visto en sus vidas, del que no sabemos si se
lava los dientes a diario, sólo para sacarle la leche agria que acumula
durante una semana de estrés laboral. Hagan la prueba y después
hablamos.
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–Veo que eres un chico de pocas palabras, Adriano. Deberías esforzarte


en ser un poco más amable.
¿Amable? ¿Qué podría decirle a un tipo de estos? Ah, sí, ya sé, le diría:
gracias, señor don hijueputa, por ofrecerme dinero a cambio de esta
nausea que me produce su perfume fino revuelto con su avinagrado
humor.
–Espero que vuelva por aquí nuevamente, estamos para servirle –fue lo
único que dije.

Agosto es un mes helado en Bogotá. El viento sopla más fuerte que de


costumbre y al despertar por las mañanas los duraznos maduros pueden
recogerse en el patio de la casa de los bellos durmientes. Es el mes de los
cartuchos, una bella flor que parece hecha de pastillaje nupcial. En contra
de las advertencias de la Medina, corté una del jardín de la entrada y la
llevé a mi cuarto, la puse en un jarrón con agua y me tiré a la cama con
una resaca del demonio. Apenas eran las seis de la mañana. Todo estaba
en silencio, todos dormían por la fiesta de anoche. Uno de los chicos
estuvo de cumpleaños y le dimos duro al aguardiente y la coca. Ahora
todos dormían, excepto yo que en estos casos no concilio el sueño por
mucho que intente. Le di una pitada al cigarrillo que tenía encendido y
seguí la ruta del bucle de humo alargándose en espirales que escapaban
por alguna rendija del techo. El sonido de un auto entrando al
parqueadero de la casa me incorporó al instante.
–Hay un cliente en la sala de recibo y tú eres el único despierto, así que
ve a darte una ducha fría y andando –dijo la Medina con su voz
amariconada.
Mastiqué algunas semillas de cardamomo para el tufo prehistórico que
traía y me coloqué un calzoncillo. Salí y atravesé el pequeño patio que me
separaba de la casa, la hierba erizada era como una finísima alfombra de
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agujas de hielo que se me enterraban en los pies. Entré y no había nadie


en la sala de recibo, así que supuse que ya el fulano debía estar en alguna
de las habitaciones. Al abrir una puerta al azar di con varios de los chicos
que trabajaban conmigo. Estaban desnudos, entrelazados, profundos en
un sueño deleitoso. Una imagen hermosa. Tomé una botella que estaba
tirada en la alfombra y jalé un trago largo que me humedeció los ojos. Salí
con mucho cuidado de no perturbarlos. Al abrir la puerta de la habitación
contigua, la Medina quedó horrorizada al verme en calzoncillos, con la
botella de aguardiente empinada en un trago más largo que el anterior.
–Ginet sabrá de esto –dijo la loca y salió del cuarto maldiciendo.
Cerré la puerta con seguro y le pasé la botella al recién llegado.
–Es muy temprano para mí, pero lo tomaré por ti, por este divertido
encuentro.
No todo fue malo en aquella casa, no todo olía mal, hubo cosas bellas y
fugaces como Esteban.
–Hemos estado culeando toda la mañana, me vas a salir caro,
muchacho.
–Creo que ya debes irte –le contesté.
–O podríamos…
Esteban se fue casi al medio día y yo volví a mi cuarto. La Medina no
dijo ni una palabra, me fui a dormir y sólo desperté hasta el día siguiente,
o más bien me despertó Ángelo que entró en compañía de Sergio. Habían
acabado de atender a uno de esos mal llamados “clientes especiales”.
–Estuvo de lujo –dijo Ángelo.
–Pues para ti que te gusta que te levanten a cuero, mira esto –dijo Sergio
enseñándome unos vivos moretones en sus nalgas.
–Un día viene uno de esos malparidos con ganas de meternos una
varilla encendida en el culo y con tal de no dejar escapar la plata, la
bastarda de la Medina nos pone un cañón en la cabeza para que nos
dejemos joder –les dije.
–Hablamos luego, nos vamos a dar un baño –dijo Ángelo.
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Y juntos se metieron a la ducha. Pude oírlos desde mi cuarto, primero


riendo, jugando con el agua como dos niños, luego susurrando y gimiendo,
¿te gusta? ¿Ah, te gusta? –escuchaba uno preguntarle al otro. Empecé a
pajearme pensando en Esteban, y en Sergio y Ángelo culeando en la
ducha. Me puse de pie y me empiné para acelerar la venida, que culminó
con el chorro de semen caliente estrellándose contra la pared. Me sentí
más relajado, saqué un CD pirata de Alaska y Dinarama que tenía en uno
de los cajones, prendí un cigarrillo y me puse a cantar: “con tu tacón de
aguja, los ojos pintados, dos kilos de rimmel…”

En la casa de los bellos durmientes había días calmados en los que


nadie venia a jodernos la vida o el culo, y nos sentábamos todos alrededor
de la chimenea a hablar sobre el mundo, sobre nuestras familias o los
amores imposibles. No es sólo cosa de niñas, los chicos también
sucumbimos a tales trivialidades. Yo había tenido noticias de Esteban por
una carta que me envió diciéndome que viajaba a Barcelona a no sé qué
asunto. Con la carta me dejó un dinero que ya había agotado en trago y
una pila de CDs piratas que ahora escuchábamos al fragor de un vino
barato. No teníamos madera, así que avivábamos la chimenea con hojas de
viejos directorios telefónicos.
Ya habían pasado seis meses desde mi llegada. Las cosas habían
cambiado notablemente; ya no era la novedad, ya no era lo más reciente de
la mercancía, ahora estaba Felipe, una belleza. Así que mis ingresos
mermaron considerablemente; debía un par de meses de alquiler, por no
mencionar mis encontrones con la Medina. Los pronósticos no eran los
mejores. Lo más prudente era huir de allí tan pronto como fuera posible.
Me fui de la casa de los bellos durmientes a principios de diciembre de
2004, muy de noche y sin hacer ruidos, con una cantidad de deudas
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encima, y con la plata de ganancias de un mes que le robé a la Medina de


su escondite secreto, o sea, debajo del colchón.
Ahora estoy aquí, en un hostal del centro de Bogotá. Ése que ronca
como un cerdo en la cama se llama Aníbal… Bueno, eso dicen sus papeles.
Lo conocí anoche en “La Oficina.Com”, un bar de chapinero al que me
gusta ir con frecuencia. Se puede ligar fácilmente y hay chicos que pagan
muy bien por una noche de sexo, otros como este tal Aníbal sólo te ofrecen
una miserableza que no te sirve ni para un día de alquiler en el más barato
hostal del centro, por eso toca dormirlos bien, vaciarles una pastillita en el
trago y que caigan como roble cortado con motosierra. Con la plata que le
saqué de la cartera pienso comprarme ese gato de cerámica que vi en una
tienda del norte, de seguro le dará un toque de distinción a la pocilga
inmunda donde ahora estoy viviendo. Sí, eso es lo que haré. Ah, una
última cosa, ahora me llamo Alejandro, los nombres de emperadores son
mis favoritos.
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BREVEDAD DE LOS CIGARRILLOS

Seré una oveja negra, pero mis pezuñas son de oro.


P.B. Jones (bajo los efectos de la gripe)

Dedicado a los de plan travesti

Sea un travesti pitando su húmedo Pielroja en alguna esquina del barrio


Santa Fe, un mediano ejecutivo pidiendo con fingida decencia “por favor,
un Marlboro” o una niña precoz fumando a escondidas las colillas de su
hermano el punk, los cigarrillos contienen la brevedad necesaria para
contar una historia, no al estilo de Jim Jarmusch donde éstos se
acompañan con café tinto, y el blanco y negro de la pantalla acentúa un
amargo encuentro entre Tom Waits e Iggy Pop. Más bien, ésta será una
historia rara e incluso breve, la historia de alguien que empieza diciendo:
“¿Fumas?” Y en esa pregunta está contenido un oscuro propósito.
Había una vez un hotel en pleno centro de Bogota, pero también una
biblioteca pública y un museo, lugares que solía frecuentar esos primeros
días en una ciudad que es como una maqueta de césped y vidrio por un
lado y, por el otro, una callejón infestado de orines y heces de una legión
que subsiste bajo los ductos y las piezas de mala muerte del centro y sur
de la urbe.
“¿Fumas?”, dice el sujeto que me ha venido siguiendo desde que salí del
museo de arte moderno, luego de haber visto una precaria exposición de
David Hockney. Basta con un leve movimiento de mi cabeza aceptando su
invitación y ya estoy sentado en una de estas cafeterías del centro con sus
inmensos vidrios panorámicos, a través de los cuales uno ve desfilar a ese
pastiche citadino, tan riguroso y afanado al mismo tiempo. ¿Hacia dónde
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se dirigirán?, me pregunto. Cuando se habla con un desconocido, al


menos en mi caso siempre empiezo mintiendo:
–Me llamo Alejandro… Sí, acabo de llegar a esta ciudad… No, no
conozco a nadie… ¿Casa?, no amigo, un hotel aquí a unas cuantas
cuadras… Uhmm, se llama La cuna de Venus… ¿Cuánto pago?, quince mil
pesos diarios.
El café La Normanda es uno de los lugares del centro donde se puede
hablar y sobre todo fumar con tranquilidad desde que se puso en marcha
aquella ley sobre fumar en recintos cerrados. Me siento cómodo realmente
y este tipo me resulta agradable, al menos lleva puesto un buen traje, sin
hilos sueltos ni remiendos, una bonita corbata de tono cobrizo y plateadas
mancornas en los puños. Su rostro es saludable, luce como si acabara de
tomar una ducha con agua caliente. Tiene unos cuarenta años
aproximadamente, me dice que trabaja para gente importante, que tiene
su auto aparcado aquí cerca, que le gusta el centro y su gente, bla bla bla,
que le gusta hacer amigos, bla bla bla, que desde hace años anda
buscando no sé qué cosa, bla, bla, bla.
–Bueno, mi amigo, aquí tienes lo que andabas buscando –le digo. El
comentario le arranca una corta sonrisa que me permite ver sus dientes,
largos y filosos, levemente manchados pero pulcros.
–¿Un trago? –pregunta.
El sabor del Vodka, en un clima como el de aquí, cae de maravillas a
cualquier hora, más cuando ya empieza a caer la tarde y los cerros se
cubren de una gasa espesa, una cortina helada que desciende hasta las
calles de Bogotá haciéndolas lucir más tristes que de costumbre.
Luego de beber un par de tragos, esta charla se va haciendo más
amena, al punto de tocar ciertas infidencias. W es un tipo realmente
fascinante, tiene un agudo sentido del humor. Del otro lado del vidrio,
vemos pasar fugazmente a un curioso personaje, una vieja gloria del boxeo
colombiano, un hombre negro vestido con una chaqueta de cuero que le
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llega un poco más abajo de la cintura, jeans desteñidos y un paraguas que


luce raro sobre él.
–Ese sujeto tuvo el mundo en sus manos –comenta W– y no hay nada
más peligroso que un boxeador con el mundo en sus manos. En cualquier
momento lo pueden coger a golpes hasta no dejar nada.
–A algo hay que golpear en esta vida –le dije.
–Y dime Alejandro, ¿cuándo llegaste a Bogotá?
–El 9 de junio de 2004 –contesto casi como un autómata, como
repitiendo una frase que ha sido grabada mil veces a lo largo de una cinta,
como si recitara mi nombre completo o el número de la cédula o la fecha
de mi nacimiento. Pienso que uno no debería guardar registros exactos de
nada, si acaso un agradable recuerdo de la infancia o la adolescencia. Pero
el hecho de rememorar una fecha equis, poder reproducirla con tal
exactitud hasta develar sus más íntimos detalles, la descripción metódica
de aquel día, el clima que hacía, las nomenclaturas de edificios vistos, frías
voces a través de citófonos diciendo “lo sentimos, no podemos ayudarlo”,
“váyase, por favor, o llamaremos a la policía”, “El señor Hat salió de viaje
esta misma tarde, deje su nombre y le daré su mensaje”, nos hace sentir
más seguros.
Todas esas voces e imágenes indican que algo sucedió, que la cinta aún
no se ha borrado, que algo muy dentro hizo ¡bang! y ese eco todavía
resuena. Que al igual que a una res, la vida te puso un atizador encendido
en el cuero para que no se te olvidara nunca, y mi marca decía: “9 de junio
de 2004”.
–¿Te pasa algo, otro cigarrillo Alejandro? –dice W.
Al escucharlo hablar, al oír ese tono de preocupación en su voz, la forma
en que me brinda fuego para encender mi cigarro, como diciéndome:
“caliéntate un poco”, me hace pensar que si tal vez lo hubiese encontrado
por accidente aquel día, si a lo mejor… ¡No! Bogotá ya me tenía preparada
una inolvidable bienvenida, pero aún no es tiempo de contar esa historia,
necesitaría una caja entera de largos y fuertes cigarrillos, e ir soltando
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muchas bocanadas de humo negro, igual que una chimenea en la cual


quemáramos cartas y fotografías de alguien a quien realmente odiemos, y
mi odio tiene nombre propio, el nombre de un respetable señor de la
literatura colombiana, un maldito hijo de puta que me dejó solo en las
fauces de una ciudad que no logró engullirme por completo, una ciudad
que me otorgó las oscuras credenciales para escribir un libro completo al
que llamaré: “EL SUCIO SEÑOR HAT”.
–Cariño, dijiste que me ibas a contar una historia y apenas si has
hablado desde que llegamos –dice W.
Los moteles bogotanos, al menos los del centro, son unas ratoneras
inmundas. A través de una diminuta ventana en esta habitación veo
claramente la Séptima atestada como siempre. Es curioso, pero entre la
multitud de gentes distingo un par de rostros conocidos. A diferencia de
otros sujetos con los que me he tropezado una tarde lluviosa, W es el único
a quien le he contado que escribo. Es un tipo sensible y al menos no huele
mal. No carga ese olor a trapos mojados que llevan encima esos señores
bogotanos, tacaños del diablo que se la pasan merodeando de un lado a
otro del centro viendo qué se pillan por unas cuantas monedas.
–¿Por qué preferiste venir a este lugar? Podríamos haber ido a otro más
limpio –dice W.
Con la misma frecuencia con que iba a museos, iglesias o parques, mi
curiosidad me condujo a todo tipo de antros: saunas, scorts, discotecas y
los famosos y no muy agradables video-bares del centro, salones
hediondos a desinfectantes, pequeños compartimentos de proyección de
pornografía en donde te la maman por veinte mil pesos. Húmedos
laberintos, tan oscuros como una boca de lobo, templos del sexo rápido en
una ciudad rápida y despiadada. Y en aquella felposa oscuridad, el
agazapado rumor de una presencia: algún marica que suelta su vaho de
animal sofocado y te dice “ven”; el video-bar es para eso, para “ir” cuando
alguien dice “ven”, sin cruzar una palabra, sin decir absolutamente nada,
porque en segundos tienes la boca atorada con el paquete dentro
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bombeando su rigurosa marcha. “Ay, amor, pero quisiera ver tu rostro”, y


para qué un rostro en un lugar como éste, en una ciudad como ésta, si
desde que llegaste a Bogota te has llamado Efraím, Alejandro, Fernando y
nunca te has molestado en dar las gracias cuando te extienden el billetito
azulado o haces de tripas corazón y te llevas hasta el último peso que
tienen en los bolsillos.
–Ven aquí conmigo, Alejandro –indica W acariciando la cama.
Quince minutos más tarde:
–No has dicho nada, ¿estuve así de mal?
–Lo hiciste bien, W, no te preocupes que tan solo pensaba –dije mientras
rozaba una húmeda mancha de semen sobre la sábana.
–¿En qué pensabas?
–En aquella vez que estuve preso, un galpón asqueroso al que llaman la
URI. Me pregunto si tú me hubieses ido a buscar, si me hubieses llevado
algo de comer, si de pronto…
En pocos minutos W se ha vestido y se despide algo nervioso
argumentando un asunto pendiente. Pude ver, por la pequeña ventana de
la pieza, cómo se alejaba calle arriba un poco más tranquilo. Creo que no
debí mencionar el asunto de la cárcel, pero ya era demasiado tarde, ¡y en
verdad que lo era!, así que bajé y toqué el timbre de salida. La encargada
del hostal, una mujer corpulenta con el rostro forrado en una gruesa
bufanda de lana, me dice en una voz amortiguada:
–Su amigo dejó la habitación paga hasta mañana al mediodía, pero sólo
hasta el medio día –siguió murmurando algo que no entendí, mientras
abría la reja.
–Está bien –dije–, sólo voy por cigarrillos, enseguida vuelvo. Pero no lo
hice.
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TRAVESTIADA

Para Liliana Villamizar

En busca de la montaña travesti, como quien escalara un altísimo


tocado al estilo Carmen Miranda, sostenido apenas por un arnés de chiffón
rosado y tacones puntilla hundiéndose en el terreno pedregoso, así trato
de irme a tientas sin levantar sospechas por esta desolada calle del centro
bogotano. Al atravesar la Caracas con calle 24, el barrio la nueva Santa Fe
aparece como una antesala de neones, una larga pasarela para mostrar el
juego de máscaras de un oficio tan lleno de virtuosismo como de
ingratitud.
Las travestis miran como extrañadas. “¿Y ésta de dónde salió?”, se
preguntan al verme aparecer patidifusa en medio de la noche capitalina.
Sólo conozco a algunas desde que vivo en este sector de la ciudad, pero
aún parecen no haberme reconocido. Cuando me identifico como “lluvia
ácida”, todas me acogen en su seno siliconado y me instruyen cómo debo
moverme en esta noche friolenta. Mientras voy calentándome con un
cigarrillo, la Marieta va ubicándome a la entrada de un hostal junto a una
loca de Cali a quien llaman “la Troconia”. Traigo puesto un abrigo de piel
sintético y unos tacones de quince centímetros que me hacen rebasar los
dos metros. Como no tengo tetas, sólo desabotono el abrigo a la altura de
los muslos. De mi pequeño bolso charolado, saco la polvera y aplico unos
toquecitos en las mejillas. Al primer frenazo que raspa el pavimento, salgo
de mi cabina y doy unos pasos seguros hasta el auto aparcado. La
ventanilla ahumada es un espejo nocturno donde veo mi rostro enmarcado
por el pelucón platinado y los pendientes de estrás que me obsequió la
Marieta para mi debut. Al bajar el vidrio, me doy de frente con un tipo
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joven con marcas de acné en el rostro. Luego de invitarme a subir, quedo


atrapado como un pájaro prehistórico dentro de la reducida estancia. Trato
de acomodarme y disimular mi novatada colocando la mano en su
entrepierna. “¿Y por qué te llamas lluvia acida?”, me pregunta. Le digo que
es un seudónimo, que no se lo tome tan en serio, que no le dé
importancia…
No había terminado de hablar cuando el auto había dado la vuelta y
estaba otra vez en el mismo sitio donde me había recogido. Con un
contundente “¡bájate ya!”, salí disparado viendo al muchacho con la
mirada fija en un punto al frente. Parecía estar bajo los efectos de algún
estimulante. “Ese tipo siempre hace lo mismo, niña, nunca te lleva”, dijo la
Troconia. Primera lección de la noche: no subirte con el primero que te lo
propone.
Opto por encender otro cigarrillo y darme un poco de ánimos. La noche
apenas empieza, me digo.
La Troconia lleva años en la calle. Tiene una cicatriz de cuchillo a la
altura del cuello, resultado de una pelea con otra travesti que no contó su
historia. Me ha enseñado sus tetas y las he tocado. El contacto plástico es
sobrecogedor. Me cuenta que un cirujano aquí en el centro las pone
baratas, aunque las que no tienen para pagarlas se están inyectando
aceite industrial. Luego saca de su cartera una bolsa plástica y prepara su
tóxica bala de oxigeno, que empieza bombear una y otra vez. Al rato el
cóctel de goma la tiene alucinando, corriendo de una esquina a la otra
diciendo que la persigue Lucas, el monstruo azul de Plaza Sésamo. Quedo
solo en mi cabina. A los pocos minutos le dan leche a la Troconia para que
se le pase todo el sacol que ingirió.
Un auto que ha pasado insistentemente se detiene ante el pestañeo rojo
del semáforo. Salgo de mi sitio desabotonando el último botón de mi
abrigo, ése que esconde el secreto, el último “si me quiere” de la margarita.
El hombre estira la mano y quita el seguro para que esta princesa suba.
Del otro lado de la calle me han hecho una seña, ya he sido advertido,
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miro la placa del carro y echo un vistazo a la que tengo anotada en la


palma de mi mano. Éste es el sujeto que las golpea y las deja tiradas en
cualquier potrero, así que voy directo con las otras. La Marieta me pasa un
spray con acido que oculto en uno de los bolsillos; espero no tener que
usarlo. Ya me estoy arrepintiendo de mi jueguito de agente encubierto. Al
cabo de un rato, les digo a mis anfitrionas que me voy a dormir, que esto
no es para mí. Algunas apenas vienen llegando. Les agradezco a todas y en
especial a la Troconia, a quien le envío un beso que sale volando de mi
mano y cae muerto de frío sobre el andén.
Atravieso la Caracas en busca de “La cuna de Venus”, el hostal donde
vivo hace dos meses. Mientras abren la puerta de entrada, retiro la peluca.
Tengo que inclinarme un poco para poder entrar. El portero me pregunta
qué tal estuvo la noche, pero no le contesto. Entro a mi cuarto y enciendo
el viejo televisor empotrado en una de las paredes, nada para ver, así que
lo apago. Al día siguiente me levanto sobre el mediodía. En el restaurante
al que acostumbro ir me encuentro con la Marieta y la Trinity, quienes me
miran graciosamente y me hacen espacio en su mesa. Mientras la Marieta
habla sobre lo fatal que estuvo el trabajo anoche, una lluviecita monótona
ha empezado a caer y se va acrecentando poco a poco. A través del
ventanal del sitio, Bogotá se me muestra como vista a través de una
cortina de lágrimas, haciendo que los desprevenidos transeúntes abran
sus paraguas negros y corran de un lado a otro buscando donde
guarecerse.
–No entiendo muy bien, ¿a qué es lo que te dedicas? –pregunta la
Marieta.
–Soy escritor
–Y ya escribiste algo sobre lo de anoche.
–Aun no. En eso ando.
22

BARROCO EROTISMO

–¿Cuál es tu nombre?
–Glup, glup, Marcelo, glup, glup.
–¿Y cuántos años me dijiste que tenías?
–Glup, 18, glup, glup, glup.
Aunque la oscuridad subterránea del video-bar no me permite ver bien
su rostro, algo en esa inexperta mamada, ese raspar de dientes
maltratándome la pinga, indicaba en efecto que el chiquillo no mentía. Que
tan solo era un mocoso perdido desde temprano en este anochecedero a
pleno día en el corazón de Bogotá. Sin embargo, bajo la luz del atardecer
ya no se veía tan pequeño, tan inocente. Su voz perdió ese afelpado tono
que me daba la bienvenida minutos atrás cuando lo tropecé en uno de los
corredores, porque ahora lo tenía en mis narices con toda su palidez de
vampiro adolescente diciéndome altanero: son diez mil pesos señor. Y yo,
como todo caballero, saldé mis cuentas: toma, aquí están tus diez mil
pesos. Pero aún era tan temprano y Bogotá tenía tanto que ofrecer, tanta
iglesia recamada de oro oliendo a indio evangelizado, tanto museo
congelando la historia, tanto ciclo Fellini empapelando las paredes del
centro… Y fue precisamente hasta allí donde mis pies cansados me
llevaron: a los salones de la cinemateca Distrital. Ni aun en un lugar como
ése, donde todo respira intelectualidad y recato, uno logra escapar a esa
mirada de lince que rasga la negrura del recinto erotizándonos. Y a mí qué
me importa si ofendo a Fellini con mi desacato homosexual cuando
desabrocho la bragueta del hippie alemán que está a mi lado. Qué le va a
molestar al señor Fellini mi escena porno, si de seguro él debe estar
cogiéndole las tetas a tanta mala actriz que debe cundir en los infiernos.
He visto esta película veinte mil veces y nunca me canso, me digo a mismo
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cuando sin aviso siento venir el pegajoso liquido que al instante se achicla
en mis dedos y, como si nada, me limpio en el forro de felpa que tienen las
sillas de la Cinemateca Distrital. Luego salgo disparado porque, aunque no
lo parezca, tengo muchas cosas que hacer, tengo mis negocios, ¿que
cuáles negocios? ¡Pues escribir! ¿O es que les parece poco? ¿Creen que
sólo en el bacín de la burocracia se hace empresa? Déjenme y les informo
mejor. Ésta es mi empresa: estos hoteles de paso, estos restaurantes
japoneses sin sol naciente, estos fugaces encuentros que avinagran mis
ropas, ¡oh, Dios, estas calles que voy marcando con migas del pan duro
que me dejaron los ratones, con letras en tinta roja escritas en libretas
deshojadas para regresar un día a llorar sobre las ingratas flores del
fracaso!
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Nunca la vida fue tan color de rosa

Yo soñé ser un cronista de los bajos mundos


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CRÓNICA DEPORTIVA

Como infantes enloquecidos por una vistosa piñata, los de la barra


brava local daban garrote limpio al esquelético cuerpo de la loca de
siempre, cuando ella apenas empezaba su ronda de cacería por ese sector
del estadio Metropolitano. La encontraron in fraganti dando un espectáculo
callejero. Luego de la derrota del equipo de sus entrañas, hirviendo en
cólera y licor colado con pastillas, desfogaron toda su frustración con la
pobre infeliz, quien no advirtió esa troupe que se acercaba a sus espaldas.
¿Y cómo podía sospecharlo si no se veía un alma a esa hora de la
noche? A lo mejor porque estaba tan prendida a la verga del chicuelo con
el que había tropezado hace unos minutos, tan absorta con el aroma de
ese ramajeado valle alcalino, que cuando sintió el primer golpe reventando
en su cabeza, fue ya inútil aferrarse a ese mástil erecto que no pudo
sujetarla en su caída.
Al sonido seco de un disparo, la manada de bastardos emprendió la
huida dejando a la loca de siempre revolcándose en el suelo, vomitando
sangre sobre aquel ruedo, aquella arena de la lujuria donde noche tras
noche llegaban en enjambres los maricas de toda la ciudad. Escondidos en
el follaje, mimetizados en la sombra, esperaban “el unicornio que se
esconde en la espesura”; esperaban al atleta que corría en pantaloncitos
apretados hasta que llegara el momento propicio para descorrer las
braguetas adolescentes y desenfundar los tibios nabos de la cosecha.
Ya en la distancia, los agresores reían alucinados coreando a todo
pulmón su himno homofóbico: “Amo a matón, matarile al maricón, ¿y qué
quiere este hijo de puta? ¡Quiere llorar, quiere llorar!” Reían como locos,
con la sangre de la loca salpicada en sus camisetas rojiblancas. A lo mejor
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a alguno de ellos se le puso dura mientras hundía su botín en el culo del


marica.
Las luces del estadio se van apagando. Los hinchas han vuelto a su
estado amorfo. Tendrán que acudir mañana a sus trabajos. Decepcionados
tendrán que beber con desgano sus cafés envenenados de papelería
contable, frías oficinas y bodegas repletas con cajas de conservas que se
alzan contra ellos como implacables muros del tedio. Y los que ni trabajo
tienen, se reunirán como siempre en las esquinas de las tiendas de
abarrotes donde hierve el desempleo con su discurso futbolístico, que
durará hasta el próximo juego y al que llegaran llenos de odio. Traspirados
del tedio laboral, volverán en hordas al sagrado templo, al poquito de opio
que les da la vida: esos once chicos corriendo como autómatas tras un
balón, un balón como una cabeza decapitada a la que patean duro, porque
el fútbol es de machos, de hombres duros, de auténticos varones. ¡Ja!,
debieron ver aquella vez a las travestis dándose rejo en un campito de
arena del barrio San Roque; hubieran presenciado las patadotas de la
Yorye, los vozarrones de trueno de la Tyson y la Tulipán gritando “pásala,
pásala”…
Por entonces éramos un club de mariquitas clandestinas que nos
reuníamos en los parqueaderos del estadio Metropolitano. Cualquier día
llegó la loca de siempre agitada en sus huesos, con la noticia de que en el
barrio San Roque estaban organizando un partido de fútbol que no
podíamos perdernos. En principio nos pareció algo extraño, y lo fue más
cuando nos enteramos que quienes jugaban eran las travestis fleteras del
centro contra un grupo de lesbianas estibadoras del mercado público.
Aquello fue un evento inolvidable, una extraña historia que aún se cuenta
con nostalgia en ciertos círculos negros de la ciudad. El lugar se hizo
pequeño para recibir a tantas personas que llegaban atraídas por la
retorcida naturaleza del evento. Apareció gente de todos lados, esa jauría
urbana que se esconde monte adentro, ciudad adentro, todas esas
mariposas nocturnas que se ocultan tras los lentes oscuros para disimular
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el mal sueño, el rictus de la peste que a la luz del sol es evidente. Pero
aquél fue un día para mezclarse todos con todos en un estadio
improvisado. No importaba que fueran jugadores de otra clase. Salieron al
campo enfundando una identidad confusa. Fueron el centro de miradas,
aplausos y rechiflas, pero era un día fuera de lo común y había que
celebrarlo, por eso corría el aguardiente por las gradas y flotaban nubes
alucinógenas y tronaban risotadas de los chicos negros que pedían por lo
menos un gol dedicado por parte de las travestis. Las travestis parecían
más bien vestidas para una noche de puteo, porque mientras las divas se
pasaban el labial de mano en mano, acicalaban sus peluquines o
cementaban sus pestañas, las del otro equipo, las nada femeninas “Chicas
de acero” (que de chicas solo tenían sus nombres impresos en las
camisetas, porque del resto lucían como camioneros de Oaxaca) se
entretenían haciendo malabares con la pelota como auténticos jugadores
profesionales.
Para cuando rodó el balón todo fue una fiesta, un estallido de locura
colectiva, un circo lleno de gritos y aplausos. Pero a medida que el disco
solar rayaba las caras y el primer gol de las travestis hizo hervir la sangre,
el ambiente se hizo tenso, al ave del mal augurio dejó caer su negra pluma,
y aquel espectáculo en principio festivo se convirtió de un momento a otro
en una furiosa división de barras corales que se acribillaban unas a otras
con obscenos himnos de combate.
El primer tiempo terminó con un empate. El tiempo de receso fue de
quince minutos. Lo que vino después fue una final de infarto, de balas y
cuchillos rasgando la tarde. El campo quedó vacío en segundos, las
campanas de la iglesia San Roque dieron sus tañidos trágicos. Nadie supo
cómo o por qué se desencadenó la guerra. Quienes estuvieron ahí sólo
recuerdan gritos, vidrio partido buscando donde incrustarse, niños que
lucían largas pelucas en la estampida. “¡Un muerto!”, decía alguien
aturdido señalando el campo desierto. El recuerdo se yergue como una
bandera de sangre que todavía se agita en mi memoria diez años después.
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Esta noche de octubre, con el corazón en la mano, llego hasta la romería


alrededor de la loca de siempre, que agoniza sin que nadie diga o haga
nada y que como una paloma convulsionada parece gritar: “No miren por
dónde se me escapa la vida”. Allí me quedo hasta el final del juego lúgubre,
solo en una tribuna de llanto, con el consuelo de las estrellas en la altura y
las luces del estadio apagándose lentamente una por una y algo como el
sonido de una sirena que empieza a acercarse hasta nosotras.
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LOS DIAS FELICES DE BRANDY

Encontrarse por alguna oscura casualidad con Charles Romero, alias


Brandy la cirujana, era como diría García Lorca: "Equivocar el camino".
Con todas sus características, este personaje hubiese podido figurar como
estrella central de un mórbido film de Darío Argento.
Muerto hace más de diez años, la sola mención de su nombre causa
espanto en el círculo travesti de la ciudad. Brandy o Charles fue el hijo de
una prostituta muerta a causa de la sífilis, cuando él tenía dos años de
edad. A partir de entonces fue criado por una loba, como él mismo decía
refiriéndose a Regina Daconte, un viejo travesti amigo de su madre a quien
fue encomendada la labor de nodriza. Regina se encargó de velar por el
niño que ya a los siete años era un experto con las cuchillas Minora, las
cuales metía en su boca rotándolas con la lengua como si se tratara de
una pastilla de menta.
En una pieza astrosa ubicada en el centro de Barranquilla, Brandy fue
espectadora de su propia película de horror. A los once años era un hábil
aprendiz en el arte del hurto callejero; su madre putativa le enseño los
trucos de la supervivencia travesti, como robar a sus clientes sin siquiera
pestañear, desmantelar el radio de un auto, jalonear relojes de pulsera,
entre otras artimañas del oficio.
La Regina ya pasaba los cincuenta años y su “hija” empezaba a cooperar
con los gastos de la casa. La vieja travesti se sentía orgullosa de su
siniestro capullo. Ya en sus ojos podía ver correr un furioso arroyo que
arrasaría con todo a su paso. Por aquel cuarto desfilaron las imágenes más
sórdidas en la vida de Brandy. Su borracha y adicta mentora empeoraba
con los años. El olor en el cuarto que compartían era pestilente. La
reducida estancia se limitaba a dos catres viejos y mugrosos, un radio
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transistor, un fogón a gas que cuando se usaba convertía el cuarto en un


tóxico sauna, algunos platos plásticos con sus respectivos cubiertos y un
cajón de mimbre para la ropa.
Había días en los que el hambre se pegaba al estomago y la párvula
ninfa se alimentaba de cualquier fruta podrida flotando en las aguas
negras del mercado. La Regina se hundía cada vez más en el fango. Su
clientela eran los vendedores de pescado del centro, negros repugnantes
que tomaban al niño a la fuerza mientras la nodriza se ahogaba en
píldoras y aguardiente sobre la cama. Brandy tenía que ducharse por largo
rato para quitarse de encima la pestilencia a sangre de pescado y escamas
que quedaban enredadas en su pelo y que aquellos tipos traían adheridas
a la ropa; con asco veía ir toda aquella porquería por las rejillas del
sumidero.
A los quince años Brandy era un personaje en aquella zona de ventas de
frutas y carnes del mercado de la ciudad. La Regina ya no salía. El sida y
las drogas habían quemado lo que en otros tiempos fue un rostro de
jazmín. Ahora era casi un cadáver que emanaba un aroma nauseabundo.
El cuarto estaba alumbrado débilmente con un bombillo de luz mortecina,
dándole a la estancia un ambiente de pesadilla donde la sombra
esquelética de la loca se cubría con unas sabanas blancas que la hija le
había regalado. Ya no vivían juntas, pero Brandy llegaba con frecuencia a
visitarla, le cambiaba las sabanas, la ayudaba a ir al baño y la limpiaba
con una esponja y aceite; la vestía con batas de tela fresca, peinaba los
pocos pelos que le quedaban, empolvaba con talco el pecho y enrojecía con
carmín las cadavéricas mejillas. “Estás como para una foto”, le decía
Brandy y ponía un beso sin asco en su frente alunarada por las manchas
de la peste. “No he sido una buena madre”, sonaba la voz de la Regina
como un quebradizo estrujar de hojas secas. Brandy le traía de comer y
ella misma le daba los alimentos.
A pesar de la mala vida en su niñez, Brandy había resistido la tentación
de las drogas, pero el primer paso hasta esa escalerilla que desciende al
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infierno lo dio la bella quinceañera en la navidad de 1990:


esa noche, a pesar de la muerte de su tutora, se sentía tranquila de saber
que había hecho todo cuanto pudo y de que había encontrado un hueco
donde enterrarla. "Regina Daconte, madre y abuela de toda una generación
de locas", escribiría Brandy en el cemento fresco, sobre la triste lápida.
Aquella noche del 24 de diciembre había perfumado su cuarto con
aromatizante de pino. El arbolito escueto brillaba en un rincón, con sus
bolas amarillas y azules. Brandy preparaba una improvisada cena. Se
había vestido con el mejor de sus trajes para esperar a su invitado: le
decían el Brando y había sido novio de su gran amiga la Camelia, pero
bastó verlo para echar a un lado la amistad y tambalear en sus tacones
ante esa belleza de ex presidiario. No lo sacó de su cabeza hasta que lo
tuvo metido en su cama, ambos ebrios y ella comiéndose a mordiscos esa
manzana de la discordia. Ese suceso inauguró una temida lista de
enemigas íntimas, que se fue acrecentada con los años.
Lo esperaba impaciente para sentarse junto a él y servirle el jamón
serrano que le costó un ojo de la cara, el arrocito de espinacas, la natilla y
los buñuelos, y finalizar la velada con broche de oro, sirviendo una fría
botella de vino, aunque barato.
Reloj no cuentes las horas, porque voy a enloquecer, canturreaba para sí
misma. Pero las horas pasaron: las diez, las once, las doce en punto. Los
gritos de parto de María la virgen cesaron, el llanto del niño llegaba con las
doce campanadas, despertando a los pastores drogadictos que se
agolpaban en las escalinatas de la iglesia San José y descorrían sus
cortinas lagañosas para ver el lucero de Belén en lo alto, tan distante pero
benévolo, porque hoy era Noche Buena y los corazones más tiranos
aflojaban sus cerrojos y ponían en sus manos indigentes el vasito con
chocolate tibio y crujiente croissant. La Brandy miró desde la ventana del
hotelucho el miserable pesebre, se bebió la botella de vino entera y salió a
trabajar. Al llegar a "la zona", el primer regalo que abrió con sorpresa fue el
de Brando con su jurada enemiga dando una vulgar escenita de amor. Ahí
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fue donde empezó el descenso. No se hizo notar. Loca de ira, prefirió irse,
meterse un par de botellas de aguardiente y aceptar la manzana
envenenada de manos de la vieja bruja: "prueba esto, verás que se te pasa,
niña" y se hizo la oscuridad. El camino espinoso y minado que evitó pisar
hasta entonces, hoy la recibía desnuda. Vio primero la sonrisa del oscuro
animal de la droga, una sonrisa amable que al completarse se volvió una
horrorosa mueca de colmillos babeantes que la atrapó sin remedio. La
bella flor púrpura del Cairo fue deshojándose lentamente hasta convertirse
en una reptante zarza que sólo podía herir a quien encontrara en su
camino. La Camelia fue la primera en probar su contacto espinoso. Esa
misma noche la Brandy regresó inyectada en tóxicos y con su alma
vendida y firmada con sangre sobre un oscuro documento. Como un
espectro que sale de la nada, tomó a la otra por sorpresa. El vientre de la
pobre infeliz recibió su filoso odio, que entró por el ombligo y subió
cortando la carne sin ninguna misericordia, como a un cerdo. Las vísceras
cayeron aún latentes y quedaron esparcidas en la arena. “Esto lo hago por
amor”, le miró a los ojos mientras su rival caía al suelo convulsionando.
Limpió el punzón con un pañuelo empapado en aguardiente y lo guardó en
su cartera.
Lo que vino en adelante sería una caída por los escalones infernales.
Brandy la cirujana, como fue conocida desde entonces, era temida por
todos. Cualquier motivo por insignificante que pareciera era suficiente
para que su bisturí diera su toque cirujano en el primero que atreviera a
retarla. Sólo salía de noche, dormía hasta el mediodía y se levantaba
dándose de frente con un espejo roto. Describir en lo que se había
convertido lo haría mejor un médico forense porque, a pesar de sostener
con sus tacones aquel encaje de huesos, Brandy era ya una sombra, una
muerta travestida, un Nosferatu salido de su cripta para beberse a chorros
las sangre de las doncellas.
Una bella y cálida mañana de septiembre del 93, una nube negra de
gallinazos se disolvió a causa de las piedras que lanzaron unos niños que
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pasaban por allí cerca. La leyenda de Brandy había empezado a ser escrita
sobre las aguas putrefactas del Caño de la Ahuyama. Su cuerpo era un
amasijo de piel y cuencas vacías. Parecía un cigarrillo desarmándose en el
agua sucia. La metieron en una bolsa negra y la tiraron al río. La noticia
de su muerte fue celebrada por varios meses.
Hoy en día, cuando en "la zona" alguien habla de Brandy la cirujana, las
travestis guardan un silencio casi sepulcral y miran al callejón del colegio
Lourdes como si alguien entre las sombras aún acechara.
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LOCAS DE FELICIDAD
(Y yo era la reina)

Y en plan travesti radical, le doy la espalda a cualquier muestra de


tristeza…

Fangoria

Y nada más era que llegara el carnaval para que todas las travestis de
Barranquilla se volvieran locas de felicidad, y en pocas horas agotaran las
existencias de lentejuelas, canutillos, estrás, pailletes y toda esa pedrería
fantástica que recama el engaño cosmético con que la comunidad gay, año
tras año, intenta cautivar a ese río de gentes que se arremolinan en las
calles del norte de la ciudad. El ciudadano promedio que le pone llave a su
casa y se va a satisfacer ese morbo heterosexual, esa malsana curiosidad
que intenta desenmarañar el truco, esa cirugía artesanal que las locas
exhiben orgullosas en sus ajustados diseñitos que les llevó todo un año
confeccionar. Porque hay que verse regia en estas ocasiones, dice la
Dayana que recién vino ese año de Italia operada y con unas tetas a lo
Dolly Parton, haciendo ver a las otras como meros esperpentos ante su
belleza de porcelana, de bisturí europeo que la dejó como para la portada
de la Playboy. Operadas o no, al final todas somos iguales, dice la Brigitte
que ya pisando su sexta década luce igual de elegante, igual de hermosa
que hace veinte años atrás.
Pero no todas son tan afortunadas como la Dayana o la Brigitte. No
todas tienen esa colección de pelucas Cleopatra o Cher en sus tocadores,
no todas poseen ese cutis de seda, ni esos costosos vestidos naftalinados
colgando al interior de un elegante closet. Mucho menos las zapatillas
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forradas en piel de cocodrilo o víbora que las más glamorosas traen de


Europa. Y ni hablar de “La Horripila”, y el apodo no era gratis, porque bien
feo sí era el marica y pobre para completar, pero tan amable, tan
hacendoso y querido por todas las vecinas del barrio las Américas. Que si
bordar un mantel, que si atender a una camada de niños mocosos y
cagones, que si cocinar para todo un regimiento, la Horripila siempre
estaba dispuesta para lo que se ofreciera sin pedir nada a cambio, que solo
con un plato de comida o una caja de cigarrillos Premier a ella le bastaba.
Pero eso sí, cuando llegaba enero, cuando la nieve artificial de la Navidad
se amontonaba en los basureros, la loca era muy clara: o me pagan o me
pagan, les daba por enterado a todo el barrio. Y así iba ahorrando. En una
oxidada lata de avena guardaba las monedas, los billetes de mil y dos mil
que pagaban por sus servicios. Y cuando la lata estaba llena y los días
caían uno tras de otro con el trino metálico de las monedas echadas al
pote, cuando esas pobres casas del barrio se adornaban de festivas
máscaras de marimondas, congos y tigrillos de icopor, cuando de algún
lado la brisa bajaba cascabeleando por esos acantilados en donde vivía,
trayendo el sonido de gaitas y tambores, la Horripila sabía que el carnaval
ya estaba cerca y que su proximidad encendía otra vez en su remendado
corazón la ilusión de una noche de fiesta donde una vez en la vida pudiera
ella brillar.
Entonces era descerrajar la lata e ir con el dinero acumulado hasta el
centro de la ciudad para comprar lo que necesitaba, internarse en esa
Calcuta del mercado de granos y rematar con las vendedoras los
accesorios para la decoración de su vestido de fiesta. Y allí estaba como
siempre su madre para ayudarlo, inmersa tras la vieja Singer. Ella era su
cómplice. Juntos desmadejaban las lentejuelas, las piedrillas diamante, los
escurridizos canutillos, luego envasaban la escarcha: “parecen estrellitas
molidas”, decía romántica la Horripila a su mamá. Hasta muy tarde se
quedaban trabajando, por largas noches, para después celebrar con un
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café negro, casi al amanecer, el haber terminado el vestido de manufactura


casera.
–Vas a ver que este año si te dejen participar –le dijo su madre al
despedirla en la puerta de la casa y luego la vio alejarse empinada,
teniendo cuidado de no tropezar y arruinar el traje en esas calles
pedregosas del barrio las Américas.
Al llegar al lugar del desfile junto a la Tyson y la Cósmica, se sintió algo
menos que invisible entre tanto lujo, tanta pluma de ave exótica y ella tan
solo con ese escobillón de plumas de gallina que tuvo que teñir con
anilinas. Y como fue de esperar, a la entrada del desfile una loca con cara
de asco la frenó diciéndole: ¡Tú no! que pasen las otras. Ahí fue donde no
aguantó más, recordó la cara demacrada de su madre pedaleando la
máquina de coser tantas noches, los días que le tocó a ella misma
destapar inodoros infectos, limpiando la mierda de chiquillos que la
volvían loca con sus lloriqueos, los callos que tenía en los pies de tanto
subir y bajar lomas acarreando bidones de agua y todo para reunir unos
cuantos pesos y poder vestirse para la ocasión. Entonces muy discreta
sacó la puñaleta de su escote y le dijo muy educada a la que vigilaba la
entrada: Niña, o me dejas entrar o te saco las tripas aquí mismo.
Esa fue la primera vez que la Horripila sintió formar parte de algo, la
primera vez que se sintió bella aunque también fue la última. Días
después la encontraron acuchillada en una trocha cerca de la Central de
Abastos. Llevaba el vestido de aquella noche. Doña Ruth, su madre, aún
sigue detrás de la Singer pedaleando, recorriendo metros y metros de
coloridas telas que le llevan sus clientas. De vez en cuando mira la foto de
su hijo que cuelga en la pared y un par de lágrimas resbalan por su rostro
cansado, llanto que se hace más frecuente por estos días en que las gaitas
suenan a lo lejos y un séquito de travestis alaracosos la consuelan y llenan
su casa de una alegría que hiere muy hondo.
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PANORAMA CRÍTICO DE LOS BARES

Entrar al baño de un bar gay a la una de la mañana es entrar a una


dimensión desconocida. Todo luce un poco transfigurado. El humo de
todos los cigarrillos encendidos le da un aspecto de sauna. El orinal es
una línea de reclutas meando y mirándose perturbados los unos a los
otros. Y el piso jabonoso es una trampa mortal.
En mitad de la pista de baile, una deidad pasea su exotismo travesti. Es
“Invierno en Okinawa”, un imponente drag queen de casi dos metros de
altura ataviado en un esplendido kimono de seda rosa. Lleva un curioso
tocado fucsia del que se desprenden ramas de cerezos en flor con canarios
de juguete que hacen equilibrio en las puntas. La señorita invierno baja
desde lo alto de su pedestal y, a través de una mascara de teatro kabuki
en la que oculta su rostro, con voz ahogada nos dice: "Deben andar con
cuidado". Al incorporarse nuevamente a su estatus de diosa oriental, una
de los canarios de su tocado cayó livianamente en el vaso con whisky que
sostengo en la mano. “Mira es un silbato", dije a Sandy mientras frías
gotas de licor volaron entre el ruido y las luces del sitio.
Sólo basta con echar un vistazo alrededor en esta noche de alcohol y
pastillas para darse cuenta del diverso insectario homosexual: moscas de
la carroña, cucarachas empolvadas, mariposas exóticas y otras raras
especies de alas quemadas. Porque aquí, aunque no lo parezca, el enemigo
está oculto en la mascarada. Tras el maquillaje cereza de las mejillas o en
las evidentes ojeras, vestido de luces, el camaleón del sida se mueve
cauteloso por la barra y en la bola de espejos, listo para enroscar en su
ahorquillada lengua a quien menos lo espera. La peste llega hasta los
bares vestida de botas y vaqueros hirviendo en una burbuja de soda, en
los rincones oscuros de la disco, sobre las húmedas paredes donde su
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hongo virulento florece y estalla. "Debes andar con cuidado", me dice la


cara enyesada de la señorita invierno quien abre su delicado sensi de
encaje imperial y empieza a abanicar el aire. La miro tratando de descifrar
el enigma de su disfraz, porque viéndolo bien, tras todo ese armazón de
cosmética, está alguien a quien a lo mejor conocemos. Basta tan solo con
interpretar un gesto, una pose o un quebradizo paso de baile, para
aborrecer a ese moderno ghetto homosexual. Con solo mirarse un segundo
en ese espejito-espejito de la frivolidad, es inevitable no sentir vértigo o
romper en llanto. Los bares en la actualidad carecen del encanto de otras
épocas. Ya no es el ambiente de ensueño y euforia colectiva. Hoy por hoy,
en un clausurado escaparate repleto de pelucas, tacones y vestidos de
noche, la mímica travesti dio su último show. Quizá la señorita Invierno en
Okinawa sea el último vestigio flotante que queda de aquel gran buque
fantasma con rumbo a la ciudad travestida, lo único que evita que este
crucero gay no se hunda del todo. Así que Sandy y yo continuamos en
cubierta navegando sobre las aguas de neón, mirando con desgano ese
conglomerado de locas actuales, esta mafia del terciopelo, salidas de sus
vanidosos armarios en los que sería casi improbable encontrar un chiffón
o un libro de Oscar Wilde. A lo mejor, porque la novísima academia gay
sólo está forjando un ballet tembloroso, tan afeminado y baladí, como una
manada de poodles que sólo saben acicalarse los unos a los otros. El bar
que un día fuese el patio de recreo del pasado, ahora es un territorio
minado de altanería, un animado museo de cera donde el cóctel VIH se
sirve y se bebe con gracia, donde el perfume Hugo Boss ambienta la
estúpida charla. Y ellas, arbitrarias en sus necedades, se creen princesas
altivas de un abominable reino, pálidas sobre el terciopelo de las píldoras,
van buscando realidades más complejas que la de ser una loca ordinaria
del tercer mundo. Bañadas en sudor al ritmo alucinante de la música
electro, en raras coreografías, son exorcizadas por el sacerdote DJ, quien
desde su cabina celestial las ve hervir sobre el disco infernal de la pista de
baile. La señorita Invierno en Okinawa parece flotar en medio de la orgía
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sonora, un espectro de la vieja escuela travesti que luego se desvanece


ante mis ojos para dar paso a una fea postal de hombres rodeando con
lascivia a un atlético nudista. Cansados de este absurdo y desagradable
paseo por la estéril ruta del arco iris, Sandy y yo optamos por beber un
último trago. Quizá ese letrero luminoso del fondo que dice "Salida de
emergencia" sea lo único sensato en un lugar como éste.
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DÍA DE BODAS

Esa fea várice de la iglesia católica que bien han sabido ocultar durante
siglos sus ministros eclesiásticos con esas largas enaguas sacerdotales que
todo lo tapan, parece querer reventar cada vez que las agencias de noticias
del mundo ponen en boca de la opinión pública el ya risible asunto del
matrimonio entre homosexuales. Y el primero en poner el grito en los
cielos y salir presuroso al balcón de la plaza de San Pedro vestido con sus
costosos trapos pontificales es Benedicto XVI, quien con un tufillo neonazi
flotando en su discurso condena de manera fulminante la sola idea de ver
a dos novios o dos novias alzándose níveos sobre la cúpula de ese barroco
pastel de bodas que es la iglesia católica.
El hecho de que la iglesia haya dado un rotundo espaldarazo a esta
causa poco ha importado para que algunos países como Gran Bretaña,
Canadá, España, Suiza o Argentina hayan celebrado muchas uniones de
carácter civil haciendo caso omiso a gente como el arzobispo italiano
Ángelo Amato, que no pierde oportunidad para aparecer en televisión
dando su flácida opinión sobre el tema, argumentando que tal aberración
solo podría estar en las mentes maléficas de los homosexuales. Agua sigue
corriendo bajo el puente y mientras el arzobispo Amato cerca de espinas la
entrada a la Santa Iglesia Madre para mantener a raya a las locas que
sueñan con una boda con todas las de la ley, en ciudades como
Barranquilla donde casi siempre todo es un carnaval, se han pasado la
reglas y las advertencias por el forro. Es así como desde finales de los años
setenta se vienen celebrando en la ciudad ceremonias clandestinas, falsos
matrimonios que hacen mofa a toda norma establecida. Ya sea en bares,
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playas cercanas o casas particulares, tales parodias han quedado inscritas


en la memoria de quienes hemos presenciado estos eventos.

Ocurrió un sábado de septiembre de 1998 cuando en una visita obligada


a la peluquería, la Priscila, un estilista del barrio Ciudadela 20 de julio,
detuvo por un instante sus manos de tijera para invitarme a su boda que
se celebraría al sábado siguiente, allí mismo en la sala de belleza con la
Marilyn Monroe y la Madonna como testigos internacionales enmarcadas
en los afiches de la decoración del local.
–Niña, espero que vengas, será una fiesta inolvidable –concluiría la loca
y vació una ráfaga de laca que fijó a mi cabellera de veinte años.
Por supuesto estuve ahí. Me presenté algo temprano. Apenas estaban
decorando el salón con globos blancos y perlados. El aire era dulce dentro
de la peluquería. Los aromas a laca, champú y pudín horneado flotaban en
el aire, como una señal de buen augurio para la pareja de enamorados.
Todo era divertido ese día: los globos que de pronto reventaban por el calor
infernal de Barranquilla y los maullidos de las locas que brincaban por el
impacto. Hasta me tocó unirme al séquito de asesoras que trataban de
embutir el mastodóntico cuerpo de la Priscila al vestidito de hechura
casera, que se rajó al instante como un guante de goma al querer
ultrajarlo con las medidas nada convencionales de la novia.
–¡Ay, que catástrofe! Justo me pasa esto el día de mi boda –gritaba la
novia con la cara derretida de maquillaje nupcial–. Vayan, vayan rápido:
tú, niña, que estás ahí mirando lejos, ve donde la Maruja que ella sabe de
estas cosas.
Finalmente el vestido fue reparado, pero sólo pudo cerrarse hasta la
mitad de la espalda y asegurarse con una gruesa nodriza para que no se
corriera. Todo estaba planeado para las tres de la tarde. Sólo había que
esperar que llegaran las damas de honor y el “cura”. Las damas serían la
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Catastrófica y la Rubí Ann, las íntimas de la Priscila, sus amigas del


colegio Inem, que llegaron puntuales y vestidas como para la boda de Lady
Diana. Había que verlas, ensombreradas y todo, con mitones en los brazos
a pesar de ese calor del diablo que hacía. Entraron a la peluquería
abanicándose los peluquines, mirando con desprecio al grupo de locas que
allí nos encontrábamos, quejándose de cómo la Priscila nunca quiso dejar
este huacal del sur pudiendo estar con ellas en su salón de belleza, la
peluquería Manhattan, la más in de toda la ciudad, a donde iban las
señoras más fifí de la élite barranquillera. “Está tan bella la decoración,
querida, sólo te faltaron los cisnes de icopor pegados en la pared”, dijo
sarcástica la Rubí Ann. “Te ves hermosa Priscila”, dijo sincera la
Catastrófica entregándole un paquete de regalo. Ahora sólo faltaba el cura
para que este circo estuviera completo.
“La Santa Paloma” debía su apodo a los pocos meses que pasó en un
seminario de Medellín y del que fue expulsada como perra tiñosa al ser
sorprendida por un acólito con tres seminaristas al tiempo, y no
precisamente narrándoles la vida de san Ramón nonato. Después de
aquello, a la Santa Paloma no le quedó otra que regresar derrotada a
Barranquilla cargando la cruz de la vergüenza y la frustración por haber
roto el sueño familiar de tener un sacerdote que bautizara a los nietos y
sobrinos, o casara a los amigos más cercanos. Cuando el chisme de su
expulsión se regó por toda la ciudad, no faltó la intrépida que rebautizara
a Benito Andrés Rodríguez con el apodo de la Santa Paloma. Desde
entonces se convertiría en la encargada de preceder las bodas ficticias de
tanta loca suelta con ganas de vestirse de novia una vez en la vida.
–¡Llegó la Santa Paloma! –el grito de la Rubi Ann fue un toque de
trompeta que daba inicio a la ceremonia con el “estamos aquí reunidos…”
Las damas de honor ocuparon su lugar, sosteniendo cada una la larga cola
del vestido. La Priscila lucía nerviosa, pues temía que la nodriza que
sujetaba la corredera del traje cediera a la presión. Sin embargo, todo salió
como se esperaba.
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Al caer la media noche la loca había hecho realidad su sueño blanco. El


novio era un chico con cara del Bronx. Lucía indiferente, como si nada de
eso tuviera que ver con él. Prefería estar todo el tiempo al lado de Lenny, la
chica del manicure, con la que parecía sentirse más cómodo.
No pasó ni un mes del sonado matrimonio cuando me enteré que el
novio y la nena que hacía uñas para sobrevivir escaparon juntos. De eso
ya han pasado quince años. Sólo he vuelto un par de veces a la peluquería
de la Priscila. Su propietaria ha envejecido notablemente. Se ve algo
demacrada. Ya casi no atiende a nadie, pero todavía en el tocador del local
hay un portarretratos con una fotografía que el tiempo no ha alterado. Los
que están en la imagen todavía son jóvenes y sonríen para siempre. La
pareja del centro se mira a los ojos, mientras sostienen dos copas de
champaña con las manos entrelazadas. Nadie puede negar que es la fiel
estampa de un matrimonio feliz.
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DESIERTAS ESTRELLAS
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ESTRELLAS FUGACES

Curiosa historia ésta de la Estrellita, el travesti más pobre del barrio 7


de abril. Para ella y sólo para ella estas fugaces palabras:
Según el periódico tan solo se escuchó un grito espantoso sin saber muy
bien de qué lugar de la noche provenía. Un grito Munch que se congeló en
el lienzo de la madrugada. Luego las cosas siguieron su rumbo: un cuerpo
desplomándose sobre el suelo, un cuello de cisne cortado y la sangre
fugándose como a través de una tubería rota. Minutos más tarde las
moscas y la policía tratando de esclarecer la identidad de esa extraña
mujer que tendida bocabajo daba tanta lástima y tristeza. “Debe ser una
puta”, diría uno de los agentes al mirarle por encima ese vestuario de
quinta categoría, esa mano aún tibia tratando de alcanzar un pequeño
bolso de cuero donde más tarde encontrarían unas cuchillas y algo de
marihuana. Pero al llegar los de medicina legal todo dio un giro. El
misterio fue revelado por los fotógrafos forenses para que las páginas
judiciales de la ciudad dieran la primicia: “Degollado encuentran a
travesti”.
A Josué Ritz Payares lo conocí trece años atrás en la peluquería
Cambios Visibles, propiedad de mi amiga travesti Xiomara Rosa. Para ese
entonces Josue aún no era el oscuro personaje al que le abrieron la
garganta en dos con el filo de una botella partida. En mi recuerdo preservo
a un muchachito afeminado al que el apodo de Estrellita le quedaba tan
bonito, tan luminoso, que a veces lo eclipsaba con ese brillo prestado que
nunca supo lucir muy bien porque era muy pobre, porque el único lugar
donde podía brillar era entre las sombras de algún callejón meado o en las
aceras de la calle Murillo donde noche a noche taconeaba su delirio
travesti con sus fleteadas promesas de felicidad. Y fue tan benévolo uno de
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los periódicos que publicaron su muerte al darle la categoría de estilista de


oficio, a él que nunca supo darle uso a unas tijeras a no ser para sacarle
las tripas a quien intentara retarlo, a él que ni maquillarse sabía, a él que
nunca supo de estilo y tomaba cualquier cosa prestada del cajón de ropa
de la hermana: un retazo de tela mugre que alguna vez fue blanco
anudado como falda, un par de tacones viejos o blusas tan ajustadas que
revelaban de inmediato su desnutrida figura o el defectuoso artesanal de
sus tetas de trapos.
La primera vez que hizo su debut en la cárcel Modelo, Estrellita tenía
tan sólo veinte años. Llegó modelando por los pasillos del penal su
escandaloso look de presidiaria travesti. Traía consigo cicatrices recientes,
como ésa que adornaba su boca desfigurada, aquel recuerdo explosivo de
una noche como cualquier otra en la que andaba de arriba abajo buscando
algún levante, algún taxista jubilado que la trepara por unas cuantas
monedas, y de repente en aquella afanosa búsqueda, sin saber cómo, por
qué o de dónde, vino hasta ella ese proyectil, ese trozo de meteoro
encendido que la tomó por sorpresa reventando en su cara como un
planeta eclosionado que le arrancó la mitad de los dientes. Aquella bomba
de hechura casera terminó de arruinar su rostro. Porque ya desde antes la
belleza la miraba con desgano, pero por lo menos tan joven y tenía unos
labios carnosos que pintaba y repintaba de rojo como una carnada que
lanzaba besos al visaje rápido de los autos que cruzaban su camino.
Después de aquello no le quedó nada. Vino el desbarrancadero. Su cara se
descompuso día tras día, a medida que pasaban por encima de ella los
años y las drogas y el licor barato…
La cárcel fue para Estrellita un lugar común, un hogar de paso con
cama caliente y sexo penitenciario, hasta el día en que fue nombrada reina
por los del patio quinto y armaron una fiesta en su honor. Nunca antes fue
tan feliz la loca que desde entonces no se quitaba la coronita hecha de
alambre y papel celofán y que sólo se la arrancaría para cedérsela a la
Jessica, su única amiga, su confidente. “Porque sé que hoy salgo, pero no
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sé cuándo vuelva”, le diría a la Jessica antes de que uno de los guardias la


custodiara hasta la puerta de salida.
Y efectivamente no volvió. En su caída estrepitosa, Estrellita se quebró
en mil pedazos dejando una oscura mancha de sangre en el pavimento
como único recuerdo de su vuelo fugaz por una ciudad sin gloria.
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POMPAS FUNEBRES

Aún en estos tiempos el hecho de velar a un muerto en su propia casa


no deja de ser un acontecimiento extraordinario, algo inusual y hasta
folclórico y conmovedor. Y lo es aun más cuando el que muere es un chico
de escasos veinte años cuya última voluntad ha sido ser enterrado con un
drapeado vestido de quinceañera. Era finales de 2006, en una humilde
casa incrustada en los zanjones fangosos del barrio 7 de abril. Un ataúd se
abre en mitad de la sala y ahí permanecerá hasta que lo saquen en
hombros con rumbo al cementerio central.
Sostenido de una base metálica provista de ruedas, el féretro puede
moverse de un lado a otro con toda facilidad. Es por ello que al menor
tropiezo con éste, da la impresión de que quien está dentro pestañeara o
reprodujera un gesto de incomodidad. Pero esta posibilidad resultaría algo
imposible a no ser que todo se tratara de una broma pesada o sucediera
algún milagro inesperado, pero en el caso de Eduardo no es así. Ambas
probabilidades son descartables, ya que Eduardo está muerto sin lugar a
dudas, aun cuando dos días antes de que todos estuviéramos aquí en su
funeral, él salía de la clínica algo mejorado y hasta se le antojara por
breves instantes vivir un par de meses más al ver a su madre inmersa tras
la vieja maquina de coser, hundida en un mar de brillantes telas y guantes
de burdo encaje. Pero esas efímeras ganas de llegar con vida a la navidad
se diluyeron al ver en una bolsa negra el verdor satinado de lo que ya
debería ser un armado vestido de quince años. Eduardo suspiró resignado.
Entonces la certeza de que moriría antes de lo pensado fue definitiva.
Servir café negro y otros aperitivos como licores es parte del rito
funerario. Algunos opinan que esto último resulta ofensivo para la familia
doliente, pero en ciertos barrios del sur se le considera como una muestra
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de inconmensurable afecto. Normalmente, y esto depende de la


popularidad del difunto, sale una larga fila desde el interior de la sala de
velación hasta la puerta de entrada de la casa, donde curiosos e invitados
aguardan su turno para echarle un último vistazo al homenajeado
póstumo y éste, a través de una pequeña ventana de vidrio, ve pasar los
rostros de amigos y desconocidos que le miran con asombro o indiferencia.
Hay hasta quienes le hablan al muerto ofreciéndoles unas últimas
palabras de despedida o insultos en voz baja reprochándole el haberse
muerto sin lograr cancelar esas deudas que no alcanzaron a saldar en
vida: el juego de muebles pagado a cuotas, el televisor de 14 pulgadas, ese
préstamo que se juró pagar a la semana siguiente, etc.
Su deuda con el mundo la empezó a pagar Eduardo desde aquel enero
de 2001, cuando en una de las oficinas de salud pública lo esperaba un
escueto número de médicos que le confirmarían lo que hace un tiempo
venía sospechando: el sida sería para él un acreedor imposible de evadir,
la cuenta de cobro más implacable.
–Se ve divina la loca –fue lo que pensé al mirarla en su ataúd con los
vuelos del vestido que se arremolinaban sobre sus hombros, riendo como
una muñeca a través de su cajita plástica. Ahí estaba, pues, la
quinceañera fantasma lista para bailar su último vals de la mano sidada
de la señora muerte.
–¡Está muy maquillada!, la dejaron prohibida –murmuró una travesti a
mis espaldas que esperaba su turno para echarle una última mirada a
Eduardo.
–¡Por aquí huele a mierda! –dijo la misma loca que se me adelantó al
paso con su comentario tratando quizá de iniciar una conversación. No
dije nada, pero era cierto: olía a mierda. Las calles del barrio eran un
hervidero de aguas negras que el sol del mediodía evaporaba, revelando en
el aire el aroma de una Venecia tugurial, una Calcuta de callejones
enlodados por la que transitaban caballos enfermos, niños famélicos
comiendo naranjas, nubes de moscas gordas y aturdidas que iban de las
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ancas llagadas de los caballos a los dedos endulzados de fruta de los


pequeños.
–¿Conocieron ustedes a mi hijo?
A personas como Eduardo nadie las alcanza a conocer bien. Supe de él
un día que en mi barrio preparaba a un grupo de chicos que debutarían en
las fiestas de carnavales. Lo vi de lejos, siempre a distancia. Un muchacho
flaco de piel oscura y gestos amariconados que bailaba el mambo No. 5,
interrumpido cada cinco segundos por la descoordinación de alguna pareja
en el baile, asunto que lo irritaba sobremanera haciéndolo agitar los
brazos de un lado a otro exigiéndole a gritos a los bailarines que quería ver
esa sangre latina derramada sobre el piso, como si sus montajes
carnavaleros o de fiestas de pobres quinceañeras fuesen a ser
presenciadas por el mismo Baryshnikov. “Profesor”, lo llamaban
cariñosamente por entonces los muchachos de la cuadra; maestro de baile
hubiese sido un término más considerado.
Le respondí a aquella mujer que sí, que había conocido a su hijo, que
me parecía un buen muchacho, así que tomé lo que quedaba de café negro
en mi pocillo y salí hacia la puerta. ¿Qué más podría haber dicho? ¿Que lo
lamentaba? No, no lo lamentaba en absoluto, sólo estaba ahí como un
curioso espectador, como un cronista anónimo y amarillista.
Llorar por el muerto en algunas ocasiones deja de ser algo espontáneo y
se convierte en un espectáculo dramático, casi una puesta en escena digna
de ser presenciada por un abarrotado auditorio. Hay gente a la que el
hecho de no tener ningún vínculo afectivo con el que muere no le es mayor
inconveniente para verter un mar de lágrimas a su memoria o reproducir
completos algunos capítulos de las lamentaciones. Algo como esto es
imposible digamos durante los servicios de una funeraria de clase alta,
donde los asistentes, hombres y mujeres, reprimen y ocultan su pesar con
nudos de corbatas bien apretados y lentillas oscuras recién sacadas de sus
estuches Gucci y reservadas para una ocasión especial.
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El súbito abandono de gentes del interior de la sala de velación indica


que es la hora para que el cortejo fúnebre inicie su lenta y angustiante
marcha. Una gran procesión que atravesará distintos barrios de esa otra
ciudad que se oculta tras las vallas de los grandes almacenes de cadena.
El final de esta historia es previsible. La luz del atardecer le da un color
anaranjado a la última escena en el cementerio. Aquí estoy otra vez más
despidiendo con todas sus pompas a Miss Sida, que hoy viene vestida de
chiffón y guantes de encaje. “Yo pasé toda la noche armando el vestido, era
su deseo, yo no entiendo mucho de eso, pero él quería ese vestido”, dijo la
madre de Eduardo a algo que nadie había preguntado.
Los sepultureros, dos hombres vestidos de gris, van pegando con total
indiferencia uno a uno los ladrillos en la bóveda, hasta que para Eduardo
todo se quede oscuro para siempre, sin saber nunca que lleva puesto el
vestido de sus galas.
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LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ

Hasta ese incierto país del nunca jamás, llegaron un día por primera vez
y para siempre un grupo de gays anónimos procedentes del San Francisco
de principios de los años ochenta, cuando aún se desconocía la causa de
esa rara enfermedad, cuando todos ignoraban la identidad secreta de ese
asesino serial que fue dejando la huella de su tacto enguantado en las
primeras víctimas de aquellos años.
El diablo estuvo suelto durante toda la década de los noventa y ni
siquiera las cruces de AZT o el agua bendita de la abstinencia pudieron
detenerlo. Los altos sacerdotes de la ciencia médica se trastocaron los
sesos tratando de encontrar una salida, una cura eficaz, la hostia
milagrosa que incinerara de una vez por todas al demonio de la carne.
Nada pudo evitar que la octava plaga de Egipto descendiera con toda su
furia sobre la humanidad entera. Los siete tazones de la cólera fueron
derramados por los ángeles apocalípticos: el SIDA había llegado para
quedarse.
Y quienes cargaron con toda la culpa, quienes recibieron con el pecho
abierto todos los embates de esta epidemia moderna fueron los maricas de
todo el mundo a los que la letal enfermedad parecía perseguirlos hasta los
bares, los saunas, los callejones de la prostitución y todos esos sitios de
mala fama en donde les sorprendía con las manos en alto y los pantalones
abajo, para luego fulminarlos con su rayo virulento. El trabajo sucio
correría a cargo de CNN o BBC, quienes los televisaban en sus camillas de
postración, carcomidos y cadavéricos ante el horror de una sociedad que
en adelante los vería como una pandemia ambulante que merecía ser
exterminada.
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“En la sala de un hospital y de una extraña enfermedad murió Simon”,


cantaba sospechosamente Willie Colón a mediados de los ochenta,
inolvidable cancioncita que se convirtió en el martirio de más de una loca
pública o privada. Todas sentían cierto escozor al escucharla en mitad de
alguna fiesta familiar temiendo repetir la fatídica historia del “Gran
Varón”. La novelesca canción del Boricua, que entre otras cosas narraba la
historia de un chico oprimido por su padre que un día decide huir lejos de
casa para convertirse en una gran y sofisticada mujer, sólo sirvió para
ridiculizar a la comunidad gay y acrecentar más ese aire de rechazo y asco
hacia los homosexuales de la época, que tenían que apretar bien el culo al
caminar por alguna calle congestionada de gente y en otras ocasiones
sacar de lo más recóndito ese macho molido a palos por las peleas
juveniles. Había que hacerlo si no se deseaba ser víctima una vez más de
los insultos y las rechiflas de los verdaderos y grandes varones que se
“parchaban” en las esquinas de las tiendas de abarrotes a rascarse las
pelotas en mitad del discurso futbolístico. Fueron días de pánico aquellos.
Apenas sería yo un niño de ocho primaveras inmaculadas que daba sus
primeros pasos de baile con la Pavlova de maestra en Televisora Educativa
Nacional y, aun así, mi inocencia no escapaba a la crueldad de los vecinos
que ya hacían mofa de mi quebradiza forma de caminar y mis maneras
algo delicadas… Me vieran ahora.
Recuerdo una tarde al regreso del colegio cuando de pronto un grupo de
muchachos de la cuadra gritaron a coro: John Better tiene sida. En ese
momento no supe qué decir. No entendía de qué hablaban. En realidad
nunca sabía qué responder ante insulto alguno. Cuando se lo conté a mi
madre, me tomó en sus brazos y dijo: “No prestes atención, tú no tienes
esa cosa”.
Cuando a los pocos años de aquel incidente un conocido peluquero
moría totalmente confinado en la pieza de una de esas viejas casas del
barrio las Nieves de Barranquilla, que a los pocos años fue clausurada, el
rumor de su muerte, o mejor, el rumor del sida quedó flotando en el aire
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como una nube contagiosa y amenazante. Esa fue la primera vez que
asocié la enfermedad con mi propia orientación sexual, entonces decidí
cerrarme por largo tiempo. Pero basta que uno vea algún chico
descamisado al sol del mediodía mientras juega fútbol con toda su troupe
para colgar los hábitos y tirarlo todo por la borda: los catálogos de
prevención, las advertencias de las campañas publicitarias, los consejos de
Monseñor Rubiano. Pero también ha bastado con haber visto caer como
moscas a tanto y tantos a través de los años: Freddy Mercury, Reynaldo
Arenas, Manuel Puig, Gustavo Turizo, Fernando Molano, Lorenzo
Jaramillo, Luis Caballero… la lista es infinita, para asustarse de nuevo. Lo
que el sida se llevó, sería el nombre perfecto de este triste film al que no se
le ve un happy end cercano. Buenas noches, Gustavo, buenas noches
Emilio, buenas noches Samir, buenas noches a todos mis muertos.
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FLORES EN AGUA

La entrada a la Clínica Santa Epifanía está antecedida por una fuente


de mármol en cuyo centro se levanta un ángel custodio en tamaño natural
portando en sus manos un arco y una flecha, que si decidiera lanzar, iría
directo contra los vidrios de la cafetería Roma, lugar en el que ahora me
encuentro. Han pasado diez minutos desde que llegué y todavía faltan
quince más (eso espero) para que Sandy llegue con las flores que le
encargué y que ojala haya comprado en el lugar que le pedí. Desde este
punto, miro el alto edificio donde funciona la Clínica, en una de esas
habitaciones está R, que ha recaído nuevamente por culpa de la “fiebre
rosa” (entiéndase esto: a causa del sida). Pido otro café Express y en eso
suena mi teléfono móvil.
–No, Sandy, ¡te dije flores amarillas!
El café Roma es un sitio perfecto para esperar, casi siempre está lleno,
la mayoría de gente que se reúne aquí lo hace para matar el tiempo
mientras llega la hora de visitas en la Clínica Santa Epifanía. En la mesa
del lado, estaban sentadas una mujer y una chica de unos diecisiete años
que jugaba indiferente con un par de dados, los cuales hacía rodar con
insistencia sobre la mesa. La que supuse era su madre, fumaba un
cigarrillo impacientemente. Estaba tan cerca de ellas, como para poder
escuchar lo que hablaban:
–¿Crees que él dirá a alguien lo que sucedió cuando despierte?
–No lo sé, Ángela.
–¿Crees que se muera?
–No sé.
–¿A lo mejor eso podría pasar hoy?
–¡Ángela, cállate!
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Una ambulancia salió de los parqueaderos de la Clínica y emprendió su


agónica carrera contra el tiempo. De seguro alguien en algún lugar de la
ciudad tuvo la mala suerte de confundir el veneno con el azúcar o se
tomaría adrede todas las pastillas de Nembutal que encontró en algún
rincón de la casa. Las alegres ambulancias llenando de algarabía las
calles, sobresaltando algún transeúnte desprevenido que se cruza con su
loco afán. Las dos mujeres salieron de la cafetería faltando cinco minutos
para la hora de visita. La más joven dejó olvidados sus dados en la mesa.
Me levanté y, antes de tomarlos y guardarlos en el bolsillo de mi camisa, vi
que habían marcado un estupendo doble seis, lo cual me llevó a pensar
que aquella chica llamada Ángela tenía la suerte de su lado.
–¡Hola, primor!
Era Sandy. Traía un corte de pelo reciente a lo Sinnead O Connor. Sus
bellos ojos grises estaban blindados por unos lentes negros. Traía puesto
un vestido azul pálido y zapatos blancos de goma. No llevaba nada de
maquillaje.
–Pareces una enfermera, Junkie –le dije.
Pero las flores en sus manos avivaban su indiscutible belleza. La chica
más guapa de esta ciudad estaba ahora en el café Roma, con todas las
miradas puestas sobre ella.
–Estoy seca.
–Ni lo pienses, querida, no hay tiempo de tomar nada, démonos prisa.
Entramos al edificio. Las baldosas brillaban como tallados espejos.
Tomamos el ascensor junto a un par de ancianas vestidas con trajes de
franela, la del pelo tinturado llevaba una caja de chocolates en las manos.
Marqué la tecla doce. Ese es el número del piso donde se encuentran
hospitalizados los enfermos terminales.
–Veo que vamos al mismo sitio –dijo la otra anciana que cargaba en
brazos un travieso persa de color cobrizo.
–Así es, vamos al mismo piso –dijo Sandy.
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–No sé por qué traje estos chocolates. Total, la pobre de Gertrude está
en coma hace tanto tiempo. Toma Wally, come uno tú, precioso minino.
–Virginia, es Virginia, Gertrude murió hace treinta años, ¿ya lo
olvidaste?
–¿Les provoca un chocolate? –pregunto la mujer ofreciéndonos el mismo
dulce que la mascota había rechazado con un desprecio casi humano.
No alcanzamos a contestar cuando el pling del ascensor nos sacó de la
extraña escena con aquellas mujeres. La habitación donde estaba R
quedaba al fondo del pasillo. Tenía un inmenso ventanal desde donde se
podía ver el río en toda su magnitud, pero R prefería no descorrer las
cortinas últimamente. En el estado que se encontraba hasta la luz hacia
daño. Al entrar a su cuarto, una enfermera iba saliendo:
–Acaba de reponerse de un desmayo. Por favor, traten de que no se
esfuerce demasiado.
–¡Hola, encanto!
La voz chillona de Sandy fue como un cascabel tratando de llamar la
atención de R, que empezó a abrir los ojos y a dibujar en su rostro lo que
con sus pocas fuerzas podría llegar a ser una sonrisa. Ver a R reducido a
esto no dejaba de ser doloroso porque no es solo el cuerpo lo que una
enfermedad como esa va mermando, son también otras cosas: el buen
humor, la genialidad, la potencia de una voz como la de R que era como un
trueno que hacía rodar las piedras de la montaña.
–Vinieron, hijos de puta –dijo R al vernos ya claramente.
–Y te trajimos esto –agregó Sandy extendiéndole las flores.
–La perra de la Sandy. Déjame verte, pareces una maldita lesbiana con
ese corte de cabello. Y tú, acércate un poco, estás algo ojeroso, ¿es que no
duermes bien o que?
–A veces me desvelo escribiendo –contesté a R.
–Espero que nunca cuentes esta fea historia, no te lo perdonaría.
–No lo haré, te lo prometo.
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Un rato después Sandy se había acomodado en un sofá a hojear una


revista médica. R se había quedado dormido. Fui hasta el ventanal y
descorrí las cortinas para que el sol entrara en la habitación. Ella se
acercó hasta mí y pasó su mano por mi cintura. Nos quedamos en silencio
mirando correr el Río a lo lejos.
–¿Estás pensando lo mismo que yo? –dijo Sandy.
–No lo creo.
–Hace rato que acabó la hora de visitas, es extraño que no nos hayan
venido a sacar.
–Muy extraño –dije.
–¿Crees que R despierte? No quiero irme sin despedirme de él.
–No lo sé, Sandy, no puedo saberlo todo.
–¿Piensas que pueda morirse, verdad?
(Silencio)
–Voy a poner esta pastilla en el agua del florero. La chica de la tienda de
flores me dijo que así durarían vivas más de una semana, aunque...
–Sandy.
–Dime.
–¿Tú qué crees?
–Tan solo una semana, eso es todo.
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UNA TARDE EN LA ISLA BONITA

Y si la memoria no me falla, tendría unos catorce o quince años aquella


tarde en que venía feliz, sentado en la última banca de un bus de Palmas
Magdalena, deseando que la destartalada chatarra volara por encima del
tráfico endemoniado y llegara por fin a mi casa para escuchar el casete de
Madonna que unas maricas amigas me habían dado como obsequio de
cumpleaños.
“La próxima parada, señor”, me animé a decir, algo asustado, temiendo
que mi vocecita de alondra se quebrara a mitad del pasillo donde iban
sentados un grupo de jóvenes y bellos soldados que canturreaban
animadamente la tonada de la cantimplora. “Anda, si a éste se le moja el
carbón”, me pareció oírle a uno de ellos, pero ya no estaba a su alcance,
como para que pudieran dejarme tatuada en el culo la huella barrosa de
sus botas militares. Además, lo único en que yo pensaba era en escuchar a
toda mierda el casete de Madonna.
Al girar la llave de la casa, todo estaba en silencio. Entré y me dirigí a la
cocina. “Mi madre debe estar comprándome la torta”, pensé mientras me
empinaba un cuartito de vino Cariñoso. Heladito, barato y horroroso vino
Cariñoso que amenizó tantas cariñosas fiestas, navidades y noches de año
nuevo en las que casi siempre yo terminaba en el callejón de alguna casa
vecina con los pantalones abajo mirando un cielo negro, donde de vez en
cuando una cereza pirotécnica chisporroteaba de luces y violentos
estallidos que encubrían nuestros gemidos adolescentes.
Y quizás fue esa complicidad de saberme solo aquel día, la que me llevo
a correr los muebles, la mesa, las sillas de comedor y dejar la sala
desmantelada, acondicionada como un pequeño salón de baile para
satisfacer mis delirios de “Fame”. Suspiré hondo y, con el mantel
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frutifloreado de la mesa, fui hasta el cuarto y me senté frente al pesado


tocador de caoba, herencia de las mujeres de mi familia, el cual me tocó
defender de más de una prima bruja que argumentaba siempre: “Tú no
necesitarás ese tocador, eres el hombre de la casa y creo que se vería
bellísimo en mi cuarto de paredes palo de rosa”. Para infortunio de ellas, el
tocador se quedó conmigo. “¡Claro que te necesito!”, dije en aquel instante
frente al espejo, al tiempo que enrollaba el mantel sobre mi cabeza al mejor
estilo Carmen Miranda. Abrí la paleta de maquillaje de mi madre y los
colores se derramaron como un arco iris en polvo que empecé a sombrear
sobre mi cara. Era tan joven entonces, y mi piel apenas era un retazo de
seda imperial, una azucena salpicada de rocío mañanero levemente tocada
por un jardinero negro. Entre algunos otros trapos, la sábana de pavos
reales, esa fea sabana reservada para los días especiales en que alguna
visita inoportuna echara ojo para alguno de los cuartos, me sirvió de
faldón, y los bellos tacones color carne de mamá me dieron el toque final
para mi performance privado.
“La última noche soñé con la isla de San Pedro”.
Play:
Un solo de congas aparece de pronto en medio del siseo de la cinta
magnetofónica. Entonces, la austera sala de mi casa se convierte en un
iluminado escenario decorado con frondosas palmeras de utilería y un
dibujado mar Caribe, como telón de fondo, rompe tempestuoso. De repente
todo se oscurece y una luz cenital se derrama sobre una roca de
esmeraldas sobre la que estoy sentado de espaldas al público. Con la
ayuda de un marinero de piel azabache me incorporo y llego hasta el
micrófono. El roto mantel de flores y frutas se ha transformado en un
vertiginoso tocado con piñas de vivas coronas, sandias, cabezas de
caimanes y sangrientas uvas. Un par de tetas como gigantescos cocos
jamaiquinos me han brotado de la nada amenazando con romperme el
escote. La sabana de pavos reales se ha encogido en un tutú de vivos
encajes color turquesa. Y así, frente a un imaginado auditorio de turistas
61

portugueses, italianos y franceses, empiezo mi canción: Last night I dreamt


of san Pedro, just like i’d never gone, i knew the song...
“El dijo que te ama”.
Pause:
La propensión al ridículo bajo el efecto de ciertas sustancias, es casi
siempre algo inevitable. Sólo se necesitan unos whiskys de más, unas
pitadas de más o unas sutiles aspiradas para desempolvar los más
patéticos recuerdos. Bueno, sobre esa delgada capa de hielo de la memoria
estaba yo, pobremente travestido, creyéndome la estrella de un mágico
film. Allí estaba taconeando mi delirio:
Play:
Te dijo te amo, la la la, él dijo que te ama, te ama, te ¡krac! ¡krac! ¡krac!
¡track! ¡track! Ahí quedé congelado, y como si un mal humorado director
de cine hubiese dicho “corten”, toda mi puesta en escena se hace añicos.
Las frutas y flores exóticas de mi tocado se marchitan de golpe y vuelven a
ser el cagado mantel de moscas de la mesa, el bello telón con el mar Caribe
a lo lejos se arruga en pleno crepúsculo y toma su forma original de
raquítico almanaque. Un público enfurecido me escupe a la cara con
insultos y rechiflas. Y es cuando caigo en cuenta de que la vieja casetera
ha masticado con sus dientes metálicos la cinta de audio. Con algo de
tristeza trato de reparar el casete. En ésas estaba cuando el toque de la
puerta me tomó por sorpresa. “¿Quién es?”, dije temiendo que fuera mi
madre y se diera de frente con este espantapájaros.
–Soy yo Jorge –respiré más tranquilo y entreabrí la puerta para hacerlo
pasar.
–¿Y tú por qué estas disfrazado?
–No estoy disfrazado, querido, es un performance –le contesté altanero.
Pero Jorge no entendía de esas cosas y hubiese sido inútil tratar de
explicárselo. Era un chico tan ordinario, casi analfabeta.
–Mira, te traje un regalo –dijo él llevándose la mano hasta la
entrepierna.
62

–Entonces vamos a abrirlo –respondí impaciente, y lo llevé al cuarto, le


bajé la cremallera como quien descubre cuidadosamente el más preciado
de los obsequios. Lo saque de su empaque, tenso, casi una faca amolada
en su erección, lo tomé con ternura y lo miré por un breve instante, antes
de ponerlo en mi boca y empezar a cantar de lo lindo la más vulgar de las
canciones.
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SI YO TUVIERA UN ENFERMERO

¡Si yo tuviera un enfermero! Eso era lo que acostumbraba a decir la loca


de siempre, después de haber recibido durante toda su vida tan solo
puñetazos y lances de cuchillos que su flaco esqueleto exhibía orgulloso.
Incontables marcas de puñaladas a las que ella se refería con ternura
cicatrizante como “esos filosos recuerdos”.
Y es que el marica era bien terco. No tomaba consejos de nadie. Mira
niña que si se mete la policía y encuentra toda esa yerba aquí, mínimo te
guardan en la Modelo un par de años, y eso por no contarte la paliza que
te enciman. Pero a ella que le entraba por un oído y le salía por el ojete del
culo.
–Lo hago por mis niños –reprochaba altanera. Si desde que se vio la
virgen de los sicarios decía ser otra más amable, más solidaria con los
necesitados. Por eso abrió de par en par las puertas de su palacete para
que entraran en hordas todos esos huérfanos viciosos que rondaban por
los alrededores del barrio. Entonces la casa se transformó en un comedor
comunitario donde, quisiéramos o no, todas terminábamos sirviendo como
geishas proletarias de los fugaces visitantes.
–¿Y es que dónde se van a echar un polvo gratis en esta época como lo
hacen aquí? –nos escupía venenosa a la Xiomara y a mí en la destartalada
cocina donde el humo del caldo de combate se mezclaba con el
insoportable vapor de la marihuana que sus “niños” fumaban en cualquier
rincón de la casa. Pero la loca tenía la razón: su casa fue siempre un
escondite, una trinchera en malos tiempos, un oasis del sexo clandestino
para nosotros que veníamos de los barrios de clase media barranquilleros.
Aquí arribábamos a quitarnos por un momento el hábito de chicos
educados en las aulas de las escuelas públicas, aquí echábamos a la
64

mierda tanta moralidad impuesta a cucharadas de catequesis. Siempre


aterrizamos en este lugar, importándonos poco el accidentado tramo que
teníamos que cruzar primero en autobús y luego a pie, haciendo
acrobacias entre tanta calle destapada, entre tanta piedra filosa que
Xiomara cascaba con sus tacones haciendo chispas. En esa casa siempre
fuimos bien recibidos. Nunca sentimos vergüenza al entrar a plena luz del
día, aun cuando las paredes de la fachada estaban plagadas de obscenas
consignas: “Todas las que vienen aquí son maricas”, “que vivan las locas,
pero bien lejos”, “soy la loca paraca de las AUC”. Éstas eran sólo una
muestra de la caligrafía popular que publicitaba los andares quebradizos
de quienes allí nos refugiábamos, esa casa de mala fama anidada en las
cunetas fangosas del barrio Santa María.

–Bueno niños, vengan todos y sentémonos a almorzar, todos juntos,


ordenaditos, como en el cuadro de la última cena –dijo la loca de siempre
con gracia divina.
Y tenía razón el marica. Los allí reunidos éramos como una fea
reproducción del sagrado ghetto: un séquito de apóstoles drogados por un
lado, y por el otro, nosotras, una triada de Magdalenas lujuriosas, de
Verónicas lascivas, dispuestas a socorrer los cuerpos santos que sudaban
a chorros el caldo redentor de la yerba, esos ríos de agua viva que bajaban
ingle abajo, pretina abajo, ahí donde las manos de las locas reptaban bajo
el mesón apolillado, para luego desabotonar e ir en búsqueda de los
pequeños saurios acurrucados entre los calzoncillos. Y no faltaba la que le
temblaba la cuchara en la boca, fingiendo que estaba caliente el calducho,
pero era la emoción ante alguna erección mayúscula, una verga que se
elevaba como asta queriendo levantar la tabla superpuesta del mesón.
–Ven conmigo –le dije al negro que estaba a mi lado.
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–Que lo que hay es cuarto y condones donde ya saben –nos dijo


protectora la loca de siempre.
Y cuartos sí que había. Habitaciones todas vacías con pilones de piedras
acunados en los rincones y maleza creciendo entre las hendijas del piso. Vi
traviesas lagartijas y chispeantes reptiles en miniatura que
relampagueaban de pronto y se escondían entre las grietas de las paredes
al sentir nuestras pisadas. Optamos por el último cuarto, el más alejado
del bullicio de los otros. De inmediato cerré la puerta, recogí unos
periódicos que tanteé en el suelo y sellé un par de huecos por donde se
filtraba la luz de la tarde ya cayendo.
–¿Y tú cómo es que te llamas? –me preguntó el negro. Le respondí que
eso no importaba, que podía llamarme como quisiera.
–¿Te puedo decir Mabel?
Me causó algo de incomodidad el asunto, pero le dije que estaba bien,
aunque creo que no lucía del tipo Mabel. “Llámame como se te venga en
gana”, agregué ante su insistencia.
Empecé por acariciar su cabeza, un contacto rasposo casi a ras de piel.
Mi caricia descendió hasta su rostro. Quise besarlo, pero su voz
adormilada de yerba retuvo mi impulso. “A mí no me gusta eso”, dijo.
–¿Quién es esa Mabel? –susurré a su oído.
–Mabel, je, es una puta más –le oí decir en el cuarto ennegrecido y vacío
que poco a poco se invadió de ruidos: el sonido de la chapa metálica de su
fajón golpeando insistente contra el piso; oí palabras obscenas que venían
del cuarto contiguo, el chasquear de alas que se batieron en la oscuridad y
buscaron salida por el tejado, el canto de algunos pájaros volviendo a sus
ramas, un trino metálico de monedas rodando, todo en ese instante era
música erotizada. “¡Mabel!”, gimió el muchacho negro ante la inminente
llegada, allí venia el victorioso, montado en lo más alto de esa ola seminal
que lo empujaba hacia mí.
–¿Tienes un pañuelo? –cortó seco y salió del cuarto. Envolví la tela
húmeda y la guardé en el bolsillo de la camisa.
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Era de noche cuando la loca de siempre nos despidió en la puerta de su


casa a la Xiomara y a mí obsequiándonos una bolsa repleta de naranjas
agrias. “Son de mi cosecha”, nos dijo, tan agria como sus naranjas. Al ir
subiendo aquellas calles empinadas buscando ya la autopista para tomar
el bus de regreso a casa, vi algo que no había visto antes. En una esquina,
una casita que no distaba en su miserable apariencia de las otras, estaba
escrito en una pared rústica un grafiti con un enorme corazón rojo
pintado, conteniendo la siguiente frase: “Te amo, Mabel, atte: el Willy”.
Seguido pude ver a una chica larguirucha, algo vulgar, que venía bailando
desde los amarillentos interiores de la casa, sonriendo, de seguro feliz, al
saber que en el corazón de un hombre ardía furiosamente su nombre.
–Que cosa más cursi, niña –dijo la Xiomara.
–Un tanto cursi –respondí y, sin saber porqué, recordé el nombre de
alguien a quien ya creía haber olvidado.
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SEGUNDA PARTE:
(NOUVELLES QUEER O LOS RELATOS DE LA NUEVA MARICONERÍA)

1) RARAS Y PRECIOSAS CRIATURAS


2) SEXO CASUAL
3) LOS HUERFANOS DE ORO
4) LOS ADEREZOS DEL DIABLO
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RARAS Y PRECIOSAS CRIATURAS


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NO ME LLAMES HIJA

Te han llevado primero a la dirección del plantel, donde el embutido


señor Mena te sometió a un riguroso indagatorio que le tomó más de dos
horas. La hermana Talullah ha leído en voz alta la primera de Corintios,
capítulo 6 versículos del 9 al 11, recordándote los tormentos del infierno.
Los de cuarto grado miraban curiosos a través de los calados de la
rectoría. El rumor se expandió por todo el colegio, como la estela de un
perfume vulgar que alguien va dejando a su paso sin reparos. Ahora,
mientras su padre levanta el brazo de la justicia con un fajón de gruesa
chapa metálica que su mano empuña, Martín recuerda por cada fajonazo
los besos de Leonardo, la cara de espanto de la profesora Linette al
encontrarlos pegados en el baño del colegio. ¿Es que el varón de la casa va
a ser una mariquita de tutú y zapatillas? La carne se abre al amor, a un
cuchillo, a los golpes de un padre que quiere corregir el asunto. Es tu
padre, no puedes odiarlo, dice una voz dulce que te asiste, al tiempo que
sus manos colocan pomadas con sal sobre tus heridas, son los cuidados
de una mujer que escupe casi sangre, la única persona que te entiende en
este mundo.

Gastaste un dineral en ese jardín que compraste en la puerta del


cementerio Universal. Claveles de todos los colores, dijiste al chico de las
flores que tanto te gusta. Hasta le diste una buena propina por llevarlas
hasta la tumba de tu madre. Es que anoche te fue tan bien con ese
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extranjero que te recogió en el Lourdes y te llevo a ese hotel con palmeras y


pisos de ajedrez, ese hotel del que tu madre te habló tantas veces con sus
bailes de carnaval tan famosos, a los que ella nunca tuvo acceso. Hoy eres
lo que siempre deseaste. La correa de tu padre ya no podrá herirte nunca
más. Ahora eres otra. Esa que ves en el espejo la has forjado tú mismo a
tu antojo: el cabello de ese color rubio (porque a las rubias les va mejor,
como tú dices) el rostro grácil (casi una porcelana de largas pestañas y
cejas arqueadas) y los labios rojos, “rojo como un corazón”, le dices a la
otra del espejo. Eres casi perfecta. Te acomodas las prótesis de goma en el
brassier, ya falta muy poco para que tengas unas reales y todo estará en
su sitio, ¡ahora sí, a la calle!

¿Qué pasará con el niño?


Una tarde llegan las tías y se acomodan en la atiborrada sala de tu casa.
Gloria prepara café tinto para servirles. Esa casa pobre es tu palacio y tú
eres la princesa confinada en lo alto de la torre. Tus gritos de auxilio son
escuchados por osados caballeritos que te raptan y te meten al callejón de
la casa para que los toques, para que tus delicadas manos desenfunden
los pequeños espadachines. ¡Primero yo! ¡No, yo primero! Se disputarán en
un duelo a ver quién deshojará el primer pétalo. Adentro, en la estancia,
las mujeres de la familia echaban la suerte: tienes la culpa, mujer, por no
haber tenido más hijos, muchas razones y una lágrima resbala oscura de
rimel por la mejilla de tu madre, mientras tú en el callejón juegas con el
sexo de Leonardo. En la punta de tus dedos queda una gota de seda, una
perla liquida que te ofrece él risueñamente y tú la aprietas en tu mano
como un regalo de amor, el mejor de todos. Leonardo es el nombre que
queda escrito en tu mano para siempre.
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Hoy te has arreglado como Dios manda. Metes en la cartera lo de


siempre: el labial cherry fire, un paquete de Pielrojas, encendedor,
condones, una puñaleta que mejor decides esconderte en las bragas,
porque uno nunca sabe los peligros de este negocio. Por último, te adornas
el cuello con un cordón tornasolado, algo de perfume y apurémonos que ya
son las once de la noche pasadas. Sales hasta la esquina del viejo edificio
del centro donde vives y algunos taxis se detienen sacándoles chispas al
pavimento. Escoges el que más te gusta, como cuando eras niño, subes al
carro y cruzas las piernas de inmediato, entregándote al cachondeo con el
taxidriver, quien se asombra con tu delicado tono de voz y te indaga una y
otra vez si esa dirección que le diste es la correcta. Es que allí lo que se
encuentra es puro maricón, señorita, ¿está segura de que es allí donde
vamos? Tan segura como que me llamo Martín, le dices al chico que
durante todo el trayecto sólo sabe mirarte por el retrovisor, echando ojo a
ese vestidito corto que llevas, y lo ves pasarse a cada rato la mano por el
paquete, lo oyes decir: una chupadita no me caería nada mal. Si tu
supieras lo que yo quiero, piensas, mientras sientes como algo se levanta
entre tus piernas queriendo romper la tela del vestido. Será otro día,
encanto. Pagas y te bajas dejando al chico perturbado. ¿Te paso a recoger
más tarde?, es lo último que le oyes decir antes de llegar al grupo de tus
leales amigas.

De regreso a tu torre nuevamente. El sol se ha hundido en su dorada


taza de té. Leonardo ha partido con el ocaso en su caballo de palo. Con la
oscuridad aparecerá ése al que temes, lo verás atravesar la sala con su
aliento de fuego, pateando todo lo que encuentre a su paso. Inmune a las
miradas de odio de las tías, seguirá su camino hasta una de las
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habitaciones desde donde empezara a dar órdenes con su voz gutural. Su


mal humor irá creciendo hasta hacer temblar los muros de la casa con lo
bramidos propios de una bestia que exige su cubeta con pollos
destripados. Tu madre nerviosa se sentará a su lado, porque el monstruo
no le gusta comer solo, le gusta que lo miren cómo despresa los jirones de
carne, cómo corre la sangre por las comisuras de sus labios. Tú
aprovecharás ese instante para vaciar en la jarra de jugo el brebaje que te
dio la vieja Morgana: serán unas cuantas gotas y caerá tieso como un
sapo, recuerdas sus tétricas palabras, ¿o fue en esa película de Disney que
viste la otra noche? Como sea, lo tienes claro. Tomas el frasco con el
veneno listo para vaciarlo, no hay nada que pueda detenerte, cuando de
repente una enorme rata pasa por tus pies haciendo que dejes caer el
frasquito que se hace humo al partirse en el suelo. ¡Rayos!, ya será en otra
ocasión, por lo pronto tu odio hacia él permanece intacto.
Las tías se han marchado, la casa se va quedando a oscuras. Desde tu
pieza oyes el traqueteo de la cama nupcial, sientes la respiración acelerada
de tu madre como si pidiera ayuda desde un fondo de agua, tratas de no
oír, de tapar tus oídos cuando un quejido de placer sale de la boca del
maldito ogro, quien al poco rato ya está dormido bufando sus ronquidos
que te desvelarán toda la noche.

Te han recibido todas tus amigas en mitad de un inmenso alboroto.


Sacas el Pielroja y lo enciendes, luego pasas el humo con un aguardiente
seco que de inmediato empieza a hervir en tu garganta. Éste es tu lugar,
aquí eres bienvenida siempre, éste es el mundo mágico, la fantasía
animada de la alegría y el placer, el sexo que como manzanas de oro se
ofrece a quien pueda pagarlas.
Aquí están todas tus amigas, tus camaradas en el combate. ¿Seguro que
están todas, compañera? Pues pasemos lista: la Malecha (aquí), la Brigitte
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(aquí), la Perra Juárez (guau, guau), la Raisa (no está), la Transatlántico


(se está fumando un bareto con la Raisa), ok; la Cero Cero (ahí viene
corriendo), la China (la mataron hace una semana), bueno sigamos… la
Terrorífica (buuu, aquí), la Horripila (se está maquillando), la Sordomuda
(…), la Padre Santo (el sida la tiene hace un mes en cama, pero se
levantará), la Bardot (ya está jubilada), la Juan Pablo Segundo (amén), la
Rosa Mosquita (se fue con el hombre de la Ford Explorer), la Ligia 40 (está
presa con la sexy Wendys), la Gringa (I´m here, baby), la Xiomara Rosa
(está en Caracas), la Paloma (la estaban buscando unos sijinosos y voló a
Riohacha), la Diabla (ya no es puta, ahora es evangélica), ok, la Pato (la
echaron al agua y le dieron una paliza ayer), la Rana (aquí llego brincando,
niña), la John Better (¿Quién es esa?, no la conocemos), la Poetisa (está en
las nubes metiendo basuco), la Mariluchi (aquí de paso), la Quitasueño
(mírala con los audífonos puestos), la Lambe (aquí, primor), la Casti (acá
pintándome las uñas), la Danitza (y que está en Brasil, pero embuste), la
Mafalda (¿por qué tanta bulla, niña?)
Bueno, están las que son, tus amigas del alma, la gran fraternidad
travesti con sus banderas escarlatas en alto haciendo su propia marcha
del orgullo madrugada tras madrugada, sin cámaras, ni fastuosas carrozas
mecánicas con full music, ni nada de esos aspavientos, porque esta arenga
no exige nada a este puto gobierno, sólo e pide amor y unos cuantos
billetes para celebrar luego ese amor y de paso tener un chocolate caliente
servido en la mañana.
Ahora, compañera, vamos a hacer lo que sabemos. Ahí se detuvo el
primer carro de la noche, ¡adelante y arriba! Tú no subes, tú trepas al auto
y te acomodas para ejercer tu oficio, ése en el que eres una experta, hábil
como ninguna vieja comadreja. Discreta vas cediendo a los torcidos
caprichos de tu acompañante, su mano no aguarda, porque el paga y va
en busca del oculto jazmín que aprisionas entre las piernas y tú, viciosa, te
entregas a la jodienda, bajándote los calzones hasta los tobillos, dándole
de mamar a ese cachorrito adinerado que goloso te saca un par de
74

gemidos, mientras tú, manita ladrona, le sacas la cartera, extraes los


billetes y luego, como si nada, la metes otra vez en su sitio. Así son estas
cosas, dices y reclinas la silla para estar más cómoda.

Hoy es tu cumpleaños. Tu madre ha preparado una gigantesca torta de


hermoso pastillaje anaranjado, la que ahora reposa en la mesa con sus
ocho velas encendidas. Las tías te rodean, lucen fantásticas con sus
vestidos de fiestas y pelucas enlacadas. Edith la más joven te ha traído de
regalo un penacho y una flecha india como complemento de tu ajuar, los
cuales has mirado con desgano. Más de treinta niños te rodean mientras
cantan tu feliz nacimiento. La mesa esta decorada exquisitamente, porque
lo exquisito a tu edad son esos muñequitos hechos con vasos plásticos y
tirillas de papel de colores. Los globos repartidos en el techo parecen
bombillos brillantes en un cielo lleno de telarañas y goteras parchadas con
brea. Edith te corona con el plumífero penacho y enseguida caen sobre tus
sienes dos largas trenzas que te hacen lucir como una frágil Pocahontas.
“Cumpleaños feliz te deseamos a ti, cumpleaños Martincito, cumpleaños
feliz”, el reventar de varios globos y los aplausos de tus amiguitos al
unísono anuncian que es el momento de pedir un deseo, sólo uno. Algo
tímido cierras los ojos apretando los labios para que no se escape el deseo
de tu boca, para que nadie pueda oír tus pensamientos de azucena, y que
sólo en tu cabeza resuene esa vocecita, ese gorjeo de cristal que revele el
deseo anhelado. Respiras profundo y vacías una suave brisa que apaga las
ocho velas de tus años, al irse disipando la delgada cortina de humo ves a
tu deseo hecho realidad en el umbral de la puerta, dirigiéndose hasta ti
con una caja de regalo entre sus manos, Leonardo, murmuras, y te vas
hacia él corriendo como en cámara lenta, como si atravesaras un jardín de
astromelias, dejando sueltas en el “loco afán” algunas plumas despegadas
de tu penacho, las que se quedan flotando por segundos en esa escena
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imposible que se desarma de golpe, cuando Leonardo en un tono seco y


cortante dice: ¡toma tu regalo! y te deja solo en mitad de la sala para irse a
jugar con otros niños, y te sientes aun peor cuando ves la piñata de
Batman que te mira burlonamente. Pero lo peor está por venir. Entre el
festivo carnaval de niños disfrazados corriendo de un lugar para el otro, tú
buscas a tu John Smith, a tu príncipe de mejillas rosadas, pero no lo
encuentras por ningún lado, así que atraviesas el corredor en su
búsqueda, llegas hasta el patio donde unas risitas entrecortadas
despiertan tus sospechas, entras al callejón por sorpresa y lo que allí ves
hace que las trenzas de niña nativa caigan al suelo al descubrir a
Leonardo con aquella nena vestida de mujer maravilla. Los has pescado in
franganti haciendo cochinadas en tu castillo, en tu tienda apache, en el
callejón de culear con él y sus amigos. Sales de allí gritando histérico
acusándoles con sus respectivos padres. Sonríes de satisfacción al ver
cómo la niña es arrastrada de los pelos por su madre y cómo Leonardo es
llevado colgando de una oreja. Al pasar por tu lado, te lanza una mirada de
odio resplandeciendo tras su antifaz de linterna verde.
Luego del fugaz escándalo, todo vuelve a la normalidad. La fiesta sigue
su curso. Se ha servido el helado de leche y el pudín. Tu madre y las tías
beben ponche y tú te la pasas de lo lindo en el callejón con un superman
de diez años y un doctorcito que te ausculta al tiempo que le dices: “así no
doctor, así duele mucho”.

La redada de la policía fue de película. Han cogido a más de veinte esta


noche, todas van aprisionadas dentro del furgón policial. Una esposada a
la otra. Tú vas esposada a la Perra Juárez, la Perra Juárez a la Raisa, la
Raisa a la Gringa, la Gringa a la Mafalda, así sucesivamente hasta cerrar
el circulo travesti que va en camino a la Florida, como llaman ustedes a la
comisaría central. La Cero Cero se viene quejando en un rincón. Hoy la
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molieron a palos cuando amenazó con cortarse los brazos y salpicar de


sangre al primero que osara acercarse. Bueno, en un paso en falso de sus
tacones le cayeron encima más de cinco policías y le dieron garrote hasta
que se cansaron. Niña, méteme la mano en la concha y saca la botella, le
dijo la Cero a la Trasatlántico que ocupaba casi medio furgón con sus
doscientas cincuenta libras. La botella pasó de mano en mano, y cuando
quiso llegar nuevamente a la Cero, ya no había ni gota. Maricones
borrachos, dijo la Cero, no me dejaron ni cero, locas malditas, y ahí en el
rincón siguió quejándose como parturienta durante todo el camino. Al
llegar a la estación de policía, no hubo edecanes que ayudaran a bajar a
las del vuelo real. Todas saltaban entaconadas del camión, y enfiladas
pasaron una a una hasta un pequeño habitáculo, antesala del Hilton
penitenciario que les esperaba con sus celdas todo confort, y un baño
desvencijado para unas cien que cabían en ese galpón putrefacto.
¡Avancen!, la voz amachada de una teniente las iba pasando a un
improvisado vestier para la exhaustiva requisa, el obligado numerito de
streap-tease revelaba desde cuerpos torneados con infladas tetas de
silicona, hasta vientres que exhibían corredizas cicatrices que hablaban de
riñas con cuchillos y punzones. Bajo la blanquecina luz de los tubos de
calcio, se ponían al descubierto todos esos trucos que en la oscuridad se
disipan: tacones desgastados, medias deshilachadas, ropa interior rota,
rostros empastelados de base cosmética, dientes que faltaban en su sitio,
grandes vergotas que colgaban como exóticas frutas del Caribe.
¡Ustedes son un fraude!, dijo la teniente. En eso entraba un joven oficial
con el culo apretado solicitando en una planilla la firma de la marimacho.
El arsenal que quedaba luego del regular procedimiento era increíble:
machetillas, navajas, ácidos en spray, papeletas de bazuco, marihuana,
pepas, vaselina, cuchillas, un gran decomiso digno de la Interpol. El
mismo oficial que había entrado hace unos momentos las condujo hasta la
suite presidencial, después de que todas habían firmado el libro de
ingreso. ¡Y ahora que empiece la fiesta! Por mucha requisa, a veces era
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imposible llegar hasta esos lugares escondidos donde no entra la “pulcra”


mano de la ley. Sentada en el tazón del baño pujas un par de veces y ahí
flotando está la bolsita de perico, la coges con la punta de las uñas, le das
un par de toquecitos con los dedos, la abres, te metes una aspirada fuerte
y a cagar relajadamente con un cigarrillo entre los labios.

Luego de la escuela te vas a jugar a casa de las gemelas Prada, tan


afortunadas ellas con esa mamá que tienen, la señora Prada, la más bella
del barrio, la que todos miran con cierta intriga cada vez que la doña sale
todas las noches tan bien vestida. Debe ganar un dineral, piensas al ver
las pulseras doradas que tintinean en su mano cuando cierra la puerta del
taxi que la recoge y al pasar por tu puerta siempre te lanza un beso
recubierto de labial carmesí.
El cuarto de las niñas es el sueño de Anita la huerfanita, una gran
habitación dotada de bellos estantes repletos con muñecas, juegos de té,
casitas de verano, y un completo zoológico de muñecos de felpa. Pero tus
ojos se quedan fijos en un solo lugar, sobre un juguete en especial, la reina
de las muñecas en todo Toyland: la Barbie hada, con sus alitas
tornasoladas y esa cascada rubia cayéndole hasta su cintura. Martincito,
te dejamos jugar con nuestra Barbie, pero te tienes que dejar hacer de
todo, dicen en un tono siniestro las gemelas, quienes te hacen sentar luego
en una butaca frente al combado espejo del tocador. Mientras juegas con
la muñequita, las gemelas aprovechan tu distracción para maquillarte con
labiales, polvos, lápices y sombras, hasta te han puesto encima una de las
tantas pelucas de la doña quien duerme profundamente porque llegó a la
casa amaneciendo, cuando ya las vecinas del barrio barrían las puertas de
sus casas y más de una le echaba una mirada de reproche.
Te ves precioso, Martincito, es hora de tomar el té, dijo una de las niñas.
Juntos se sentaron alrededor de una pequeña mesa de juguete, cada una
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de las gemelas con un muñeco bebe, de esos que lloran, mean y cagan, y
tú que no soltabas ni por equivocación la Barbie, entonces decides
integrarte al juego, sorbiendo el imaginario té en las mini tacitas plásticas.
“Mi marido está de viaje pero siempre me llama por teléfono”, el ring ring
mecánico del juguete se enciende y es contestado por Dina la mas perversa
de las clon, “si mi vida, me compras un anillo de brillantes, yo también te
amo, chau”. ¿Y tu marido donde está?, te preguntó Rina, la otra gemela.
Esa pregunta te deja un poco desconcertado, ¿qué podrías decir, a ver?,
¿la verdad? Entonces te arriesgas con un: “lo encontré con otra en una
fiesta y lo boté de mi vida”. Así se habla, Martincito, dicen a coro las dos
gotas de agua.
Te levantas montado sobre los enormes tacones de la señora Prada,
llevas puesto un largo batolón de seda china. Caminas de una esquina a la
otra del cuarto taconeando con cierta gracia de adelantada novata, te
detienes por un momento y colocas la Barbie frente a tus ojos. Te quedas
mirándole fijamente. Quieres descubrir que hay tras esos pequeños y
azulados ojitos de muñeca americana. Te sientes hipnotizado por las
chispeantes destellos de las alas tornasol, entonces adviertes como algo
empieza a burbujear dentro de ti, sientes como asciende hasta tu boca y
no puedes retenerlo mas: eres mi hija, le dices a la muñeca que no pudo
entender bien lo que tratabas de decirle, porque un grito a coro te dejó
paralizado: ¡no la llames hija!, ¡las Barbies no son hijas, son Barbies!, tus
anfitrionas volaron pérfidas y te arrebataron la muñeca, para luego
desmantelar tu travestida figura, quitándote los collares, la bata, las
pulseras, la peluca, hasta dejarte como un pequeño maniquí desnudo y
con la cara maquillada, a la que mirabas con asco frente al espejo. Fue
inevitable que tu llanto no despertara a la doña, quien te trató tan
compasivamente: ven conmigo bombón, dijo ella llevándote de la mano
hasta su cuarto. No serias el mismo luego de aquella experiencia, en esa
habitación el mundo se te reveló de una forma inimaginable, el mundo era
un carrusel de trajes de noche, el mundo se contenía en la belleza de una
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boa de plumas zafiro, el mundo girando al rededor de un broche de


madreperla, el mundo desde la altura de los más elegantes tacones de
aguja, el mundo-closet de la doña se abría de par en par a tu presencia,
como un paisaje de brillantes colores y texturas. La señora Prada tomó de
su repisa una pomposa bellota empapada de tónico, la pasó por tu cara
limpiando la catástrofe cosmética de la que fuiste victima por parte de sus
hijas, el suave olor del tónico era casi estimulante, pudiste ver a través de
la clara transparencia las puntas erizadas de las tetas de la doña, casi
rozándote la nariz. Un día de estos vienes y lo hacemos bien, dijo la señora
Prada guiñándote un ojo y te sentiste aun más cómplice cuando arranco
una pluma rojiza de aquella hermosa prenda y la paso por tu rostro
diciendo: “Guarda esta pluma, si averiguas el nombre del pájaro al que
pertenece, te obsequio lo que quieras de este cuarto”. Pero a los pocos días
un camión de mudanzas estaba aparcado en la puerta de la doña. Veías
cómo unos hombres vestidos de overol iban acomodando cajas tras cajas
al interior del vehiculo. Un viaje “intempestivo”, le oíste decir a la doña
cuando tu madre se asomó a la puerta, enseguida saliste corriendo hasta
donde tenías escondida aquella pluma y volviste afuera con ella en la
mano, corriste tras el camión de la mudanza que ya empezaba a ponerse
en marcha, corriste mas rápido al tiempo que el camión aceleraba, ibas
gritando el nombre del pájaro al que pertenecía la pluma, es un tzetle…
señora... Es un tzetle... Señora Prada, es un… pero fue inútil, el camión
aceleró y un fuerte viento te arrebató la pluma de la mano y la elevó tan
alto como un pequeño pájaro que ha escapado por fin de su jaula.

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Para evadir el tedio con que las horas pasan cuando se está encerrado,
se han inventado de improviso un concurso de belleza. Los preparativos se
han iniciado con un aseo general al gran salón carcelario. Las candidatas
se han escogido al azar y hasta el agente de guardia les ha conseguido
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hojas en blanco y lápices para el jurado encargado de elegir a la Miss


Universo Penitenciaria 1999.
Todas están inventándose algún vestido, algún accesorio con lo que
encuentren. La Xiomara Rosa ha elaborado una coronita con unos
alambres oxidados que sacó del baño y ha improvisado un palo de escoba
como cetro real. El ramillete ya está listo. Son sólo siete las concursantes,
el resto actuarán de espectadores. Serán las de las comitivas, las de los
urras y las rechiflas, las del ojo crítico al destape en vestido de baño. La
Camélica será la encargada de la presentación, será la Pilar Castaño de
antaño, toda una autoridad en la materia, ya que la Camélica ha
presentado los más famosos desfiles travestis de la ciudad. Su voz de
pajarraca da la bienvenida a la distinguida asistencia, agradece a los
patrocinadores, presenta al elegante jurado, para luego dar inicio a su
parodia con la aparición de:

Miss Perú: ella es Azucena Vargas Llosa. La cara aindiada de la niña del
Perú, muestra esos rasgos típicos de la belleza exótica en el país inca. Ella
tiene 23 años y una bella sonrisa; si la detallan bien, pueden ver algunas
piezas dentales faltantes, pero su esbelta figura está por encima de
cualquier defectillo. Azucena tiene como hobbies el atraco con arma blanca
y la marica se considera una experta en el arte de la escopolamina. Los
moretones en sus piernas no son marcas de la lipo, es un persistente
sarcoma por no tomarse los retrovirales que le entregan en salud pública,
ya que ella sale a revenderlos al mercado negro. Su personaje favorito es el
escritor y presentador de TV Jaime Bayly. Un aplauso por favor para la
niña del Perú.
A continuación con ustedes la embajadora de México, ni más ni menos
que Karla Fuentes Khalo. Es la más joven de nuestro séquito, apenas 18
años. La pobre quedó coja cuando un espantapájaros bandido le disparó
desde una camioneta blindada dejándola lisiada de por vida. La señorita
México afirma que sus pasatiempos preferidos son la pintura que le viene
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por la línea materna, y el baile de salón. Dice odiar la escritura y todo los
relacionado con libros, ya que el aburrido de su padre, Karlos, le obligaba
a leer a esos horribles escritores del boom latinoamericano. Karla declara
que ser travesti es la experiencia que más ha marcado su existencia.
Más risas.
Ahora sin más preámbulos la señorita USA: Linda Luther King Carter.
Aunque algo oscurita como su padre, es bien americana la condenada, por
algo le dicen la Gringa. Puteó aguerridamente por la calles de New York
city para poder pagarse ese costoso modelito de Lacroix que lleva puesto.
Los pendientes y la gargantilla de mugre son de Tiffany’s, ella siempre
cobra en dólares y tiene el record de haberse despachado a 5 clientes al
mismo tiempo. Su personaje favorito es la cantante Madonna con la que
asegura mantener una estrecha amistad, ¡marica embustera!
Los jurados tomaban nota y se reían a carcajadas de las ocurrencias de
la Camélica.

Luego del paso de otras tres de tus compañeras, llega tu turno. Te


sientes algo nerviosa, ¿pero por qué si todo esto es un simple juego, cuál
es el problema? Así que te unes al relajo y, con un imaginario redoblar de
tambor, la Camélica anuncia tu aparición:

Desde la tierra del café, las esmeraldas, los presidentes mas ineptos del
mundo, la tierra de las flores alucinantes, los jardines botánicos de
cocaína, la tierra de las guerrillas florecidas en la selva, los paramilitares
que dejaron latiendo el corazón delator del país en las fosas comunes, la
tierra de los reinados mas absurdos del planeta, ¡con ustedes la señorita
Colombia! Adriana Abdallah Uribe. La bella costeña nació en la ciudad
colombiana más polvorienta de todas: Barranquilla, ciudad de fútbol y
carnaval todo el año, de grandes híper mercados y enquistados tugurios
que pululan tras las vallas publicitarias de las grandes firmas
constructoras. Adriana luce un modelito de Limber Acero, porque nada
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como la costura local. El peinado a lo Farraw Fawcett es obra y gracia de


Lino Fernando, la mejor sala de belleza en el norte de la ciudad. Su atlética
figura es el resultado de interminables persecuciones policiales. Entre sus
pasatiempos está ir de compras, aunque casi siempre el dinero que gana
se lo gasta en hombres. Entre otras aficiones, también le fascina
coleccionar tapas de gaseosa. Ella es Adriana Abdallah Uribe. Entre
aplausos y gritos a todo pulmón que corean: “ella es, ella es”, te haces con
el resto de participantes, quienes se ven algo nerviosas igual que tú. Juego
o no, hay una corona, y quien ciñe una corona, no importa cuál sea, es
una reina.

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Hoy tu cuadra es una fiesta completa. La señora Takai, una anciana


inmigrante china que se dedicó desde que pisó estas tierras a la baja
costura, ha organizado el gran evento. Habrá lotería, carreras de saco,
atrape al cerdito engrasado, póngale la cola al burro, concursos de baile y
la elección de la Niña Bombón 1984. Tu madre está hace una semana en
cama, pero muy cariñosamente te ha dicho que vayas, que te diviertas un
rato con los otros niños, así que te cambias, te colocas los zapatos de
charol, te engominas el pelo con pomadita de la abuela y dejas un beso a
mamá en su frente. Tu tía Edith que aún sigue soltera se queda a su
cuidado.
Sales a la calle y toda la cuadra es un estridente bullicio: risas
reventando como globos, merecumbés a todo volumen, cadenetas de
brillantes colores colgando en los árboles de las terrazas, filas de mesas y
sillas de madera donde conversaban señoras bien arregladas y señores
recién afeitados oliendo a Old Spice. A cierta distancia ves a Leonardo
hablando con aquella niña con la que lo sorprendiste en el callejón el día
de tu cumpleaños. “Martica va a participar”, le oíste decir a la regordeta
mujer que pasa por un lado de la calle tomando a la nena de la mano, “ven
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bombón que hay que maquillarte, en breve empieza el concurso”. La muy


bruja Martica te sacó la lengua mientras era llevada por su madre.
Leonardo te hace señas pidiéndote que te acerques hasta donde él está. Tú
te haces como el que no lo ves, pero tu indiferencia lo tiene sin cuidado,
así que sin ningún remordimiento se aproxima a ti y te pide que vayan
juntos a buscar naranjada a casa de la señora Takai. En mitad de la sala
del caserón de la vieja modista te encuentras a un primoroso grupo de
niñas asistidas por sus madres, todas mofletudas cuarentonas queriendo
reflejarse en esos espejuelos de ochos y nueve años: es igualitica a mí
cuando tenía su edad, dice alguna señora con sombrero.
Te hacía ilusión ver a las nenas con sus frondosas polleras y esos
zapaticos de tacón. Pum pum, hacía tu corazón. Te frustraba tanto no
poder ser tú quien desfilaba por la tarima esa tarde de abril, en aquel
escenario al que decoraron con un bosque encantado, un bosque con
grandes hongos de colores, liebres asustadizas y pajarillos que se enredan
en el ruedo de la falda de esa Blancanieves en icopor que quedó algo bizca
por cierto. El alocado sastre del barrio, el señor Robin, se encargaría de
presentar a las niñas aspirantes al título de Niña Bombón. Casi al caer la
tarde se inició la velada, donde las nenas una por una iban mostrando al
público sus talentos para el baile, el canto y la declamación. Tus ojos
querían fugarse con esas pequeñas de rizos dorados haciendo el tap tap,
como en esa película de la Shirley temple. Tap tap tap, Martincito, tap tap
tap, tap tap tap en tu cabeza, tap tap, tap tap tap en tu corazón, tap tap
tap mírenme todos, tap tap tap ¡yo quiero participar! En ese lugar secreto
de tu mente, eras tú quien desanudaba la voz de ruiseñor, eras tú con el
trajecito de holán color vainilla, eras tú con los zapatos tap haciendo tap
tap sobre las tablas del escenario. En ese lugar de tus deseos eras
aplaudido por todos, eras tú desde el escenario cautivándolos a todos:
Buenas tardes a todo el vecindario, yo soy Martín y voy a cantarles una
canción del Mago de Oz… Hasta creíste ver a la señora Prada entre el
gentío guiñándote un ojo e interrumpiste tu número para decirle que ya
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sabías el nombre de ese pájaro, señora Prada, es un tzetle corazón de


fuego, señora Prada, ¡señora Prada! La voz afeminada del sastre te sacó de
tu delirio. Sobre la tarima sólo quedaban dos niñas esperando que
anunciaran el veredicto. Hubo un contenido silencio cuando el señor
Robin empezó a balbucear: y el nombre de la ganadora a Miss Niña
Bombón 1984 es… las dos niñas en la tarima se agarraron fuerte las
manos, la ganadora es…

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¡Miss Colombia! La Camélica dio el veredicto que fue aprobado por


todos, hasta el guardia soltó un aplauso eufórico. La Transatlántico, quien
fue nombrada como reina saliente, te coronó. En medio de la algarabía
total que te aclamaba, que exigía unas palabras de su nueva soberana, un
poco inseguros diste tus primeros pasos reales hasta el centro del
escenario, pero los flashes imaginarios no te dejaban ver bien a ese público
que te ovacionaba. Todo era en cámara lenta nuevamente, como ese
cumpleaños lejano en el que Leonardo venía vestido tan impecable a tu
encuentro. No puedo ver bien, ¿qué está pasando? Todo a tu alrededor se
va oscureciendo, como si apagaran las luces de un teatro luego de una
concurrida función, y te quedas ahí estática, con tu corona de reina de la
nada, mientras tus amigas se han ido quedando dormidas y una rata lleva
un trozo de pan, atravesando veloz el frío corredor del salón penitenciario.
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SALA DE BELLEZA TIFFANY’S

Para Marvel Moreno

La peluquería estaba situada al norte de la ciudad, en un sector


exclusivo rodeado de tiendas de decoración, anticuarios, restaurantes y
justo al frente de una librería muy conocida en Barranquilla, la librería
DIVA, punto de encuentro de viejos intelectuales que se reunían cada
semana para tertuliar y luego salir a degustar en una pequeña heladería
del sector, desabridos conos de nata con chantilli.
“El santuario”, como llamaba Leslie al negocio, era el esfuerzo de veinte
años sacándole chispas y contrastes a las tijeras, los secadores y las
paletas de maquillaje. Un florido local diseñado al gusto de su propietario,
dándole a cada espacio esa exquisitez envidiable que él decía poseer.
Sala de belleza Tiffany’s había cambiado notoriamente con el paso de los
años. Pasó de ser aquel amontonamiento de revistas, afiches, maniquíes,
burdos escaparates, cojines forrados de pieles sintéticas atigradas como
piezas disecadas de un antiguo safari, hasta convertirse hoy en día en la
sobria y acogedora Tiffany’s, el orgullo de Leslie, porque ahora con el
transcurrir del tiempo la peluquería era una reproducción exacta de su
recio carácter y sus gustos acentuados. Más de dos décadas puliendo los
rostros y las cabelleras de las mujeres más selectas de la sociedad
barranquillera, señoras que ostentaban heredados apellidos italianos y
turcos, mujeres de pieles parafinadas y dedos arqueados como de buitres,
mujeres que llegaban casi siempre afanadas con un eterno rictus de
nerviosismo, como si equilibraran entre sus manos un invaluable número
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de cerámicas japonesas; en ese estado entraban y pedían a Leslie un


cambio notorio en sus apariencias, un tono rubio, “así como ése”, decían
señalando una mohosa fotografía de la Monroe que Leslie conservaba
como recuerdo de aquel primer empleo por allá a finales de los setenta,
cuando por entonces era apenas un aprendiz en el negocio de la belleza
junto a la Londoño, uno de los primeros estilistas con renombre de la
ciudad. Para Leslie, el recuerdo de aquellos años era más bien amargo, los
aires de diva hollywoodense de su patrón lo relegaron al papel de extra, de
cinderella abusada por la más malvada de las madrastras. Pero, como en
toda historia, un día el libretista amanece de mal humor y da un giro de
tuerca. Leslie, que casi siempre se ceñía a las imposiciones de su patrón,
escondiendo su delicada figura en ropajes anchos o cubriéndose el cabello
en largos pañolones, un día, así sin más, apareció en la peluquería
totalmente vestido de mujer. La gente quedó en silencio al ver aquel
espectáculo, aquellos ojos lilas resplandeciendo de odio, ese pelambre
cobrizo que resaltaba el tono pálido de su piel. La Londoño casi sufre un
colapso cuando se dio de frente con esa estampa desafiante que la retaba
desde sus tacoagujas de veinte centímetros. “Veo que llevas muy buena
facha Leslie, como para ser alguien que ya no tiene trabajo luces muy
bien, así que lárgate ahora mismo y recuerda algo: ¡aquí la única estrella
soy yo!” Leslie se acercó indiferente hasta el tocador, tomó alguna de sus
cosas y sin permiso se llevó el retrato de la Monroe y lo guardó en su
carterón de falsa piel de víbora. La única estrella aquí eres tú, se dijo a sí
misma y salió sin despedirse en medio de una mañana luminosa de
noviembre del setenta y siete.

Dentro de la peluquería todo es una fiesta. Las carcajadas de la señorita


Finn (un curioso travesti cartagenero) revientan sin pudor, ridiculizando a
todo el que pasa por la calle. El gran ventanal del salón ofrecía una vista
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completa de lo que ocurría allá afuera, gentes que se paseaban de un lado


a otro. Una improvisada pasarela en la que hombres y mujeres enseñaban
los últimos alaridos de la moda. “Mira ésa, que horrible color de pelo, y ese
chico que va ahí parece que no ha tomado el sol en años, y vean a ésa,
¿quién le dijo que ese traje era a su medida?” Nadie escapaba del ojo
escrutador de la señorita Finn, que se divertía de este lado de la pantalla,
mientras afuera el sol del mediodía arruinaba el maquillaje de las chicas y
empapaba de sudor a los muchachos que a veces echaban una mirada de
curiosidad a la jaula de canarias que revoloteaba acá dentro. A Leslie todo
esto lo mantiene indiferente. Está demasiado concentrado en el cabello de
la señora Panzinni que parece no tomar forma por más cepillado que se le
dé. En el largo mueble de cuerina naranja, una fila de clientas esperan su
turno con ansias, ojeando la última Vanidades, inmersas en el Corín
Tellado repetido mil veces con otros nombres de dueñas de casa y niñas
pobres de provincia, que embrujan de amor a algún melancólico millonario
ejecutivo que hace hasta lo imposible por incorporar a su iletrada
prometida en un nido de víboras que toman té y juegan cricket en los
lujosos salones del club Gran Ducado. “Esto se parece a la realidad”, dice
la señora De Kruel y, en un gesto de incomodidad, le pide a Sandy, la niña
de la manicura, que tenga cuidado pues sus uñas son débiles y le puede
hacer daño con facilidad. A pesar de todo, de sus apellidos rimbombantes,
son mujeres frágiles, enfermizas y hasta infelices.
La señora Panzinni se acomoda el pelo con su flaca mano llena de
sortijas. “Me quedaría, niños, pero tengo un té canasta en el Country”,
comenta la doña y sale presurosa hasta la puerta donde su chofer negro la
espera. “Gracias Leslie, eres un sol”, concluye la dama rosada y sale
dejando en el aire su estela de Chanel N°5 revuelto con los olores a
shampoo, tónicos, pelo recalentado, suavizante de uñas y demás
fragancias que vagan en el aire viciado de la peluquería.
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El trono ahora es ocupado por doña Marcia De Kruel quien agita las
manos graciosamente por el esmalte de uñas aún fresco. En el puesto de
al lado la señorita Finn, entre comentario y comentario, da pinceladas de
rosa pálido en los parpados de la Rita Lepeda. “Esta sí es una mujer con
clase”, dejó escapar en voz alta la señorita Finn, mientras Leslie en un
altanero arqueo de ceja le pidió prudencia. La eterna viuda del célebre
grupo “Carrasquilla” es un soplo, una pajilla recubierta con un discreto
traje de flores. Su pelo es una rala madeja de fino hilo que la señorita Finn
peina con mucho cuidado.
Sandy se levanta de su sitio y va hasta al baño a vaciar el lavatorio de
manos, en el cual la señora De Kruel había dejado caer por accidente su
anillo de bodas. “Señora, dejó olvidado esto”, dijo la pequeña Sandy. “Oh,
gracias, encanto, esto es lo único que me recuerda la existencia del señor
Kruel, porque a veces pasan meses y no le veo su regordeta cara”, dijo la
dama y enroscó fuerte a su dedo la bendecida joya. “Si estás aburrido,
puedes salir un rato”, dijo Leslie sin siquiera mirarme, así que hice como si
no le oyera, ¿cómo podía aburrirme en un lugar como ése?, así que abrí el
libro que venía leyendo días atrás decidido a terminarlo, aunque una
peluquería no es el mejor lugar para decidirse a terminar de leer un libro.

Mientras Leslie remolinaba la hermosa cabellera de la señora De Kruel,


tan concentrado él como en un trance, la señorita Finn adornaba con
melosidades a la Rita Lepeda: “Mi señora, he leído. No me mire así porque,
aunque no lo parezca, yo leo cosas serias, no sólo esas revistas que usted
ve aquí amontonadas en la peluquería, no, no, no, mire que hasta
periódicos leo, y me he enterado que García Márquez estuvo hace poco en
ese evento tan importante que hacen en Cartagena, y debo confesarle que
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es el único escritor que respeto, él es un rey, se veía tan regio, tan joven,
con ese conjunto de chaqueta y blue jean, que ni parece que estuviera
muriéndose como dicen que está”. La señorita Finn hablaba al tiempo que
metía el peine en la cabeza de la viuda y ésta le sonreía a través del espejo.
“Porque es que Gabo es Gabo, que hay mucho por ahí hablando pestes de
él, esos nuevos escritorcillos que me caen como una patada en el hígado,
ese Efraím Medina que no pierde una para insultar a Gabito, es que de
sólo recordar su fea cara, ni hablemos mejor de él, como le iba diciendo,
señora Rita, todos quieren estar criticándolo, que si ya pasó de moda, que
si se reúne con Fidel, que si va a la Casa Blanca, que si Aracataca ahora
se llamará Macondo, que si tiene a ese pobre villorrio incluido en su
testamento, pero lo que sienten mi señora es pura y verde envidia”. En el
espejo, el rostro de la Rita parecía congelado en una sonrisa, la cual se
acabó cuando el peine se enredó en sus hilos de plata tinturados. “Qué
importa lo que digan, a él todo eso lo tiene sin cuidado”, dijo la viuda y
consultó su reloj de pulsera. “Sí, es verdad, ninguno de esos badulaques le
pone un pie encima a nuestro Nobel, que aún me parece verlo televisado
con ese liqui liqui por allá tan lejos, con esos suecos tan elegantes
aplaudiéndolo, que se me pone la carne de gallina. Yo me pregunto una
cosa: ¿dónde se irá a poner un verdadero monumento ese día, ojalá lejano,
en que él ya no esté con nosotros? Esta humilde servidora cree que lo más
justo es que coloquen una estatua a la entrada de cada ciudad y pueblito
del país que es lo que Gabo se merece. Puedo imaginar su funeral,
fantástico, con tantos presidentes amigos y ministros de todas las partes
del mundo, estrellas de cine con lentes oscuros, eso sí, ninguna actriz o
actor ganador de Oscar, porque en las películas que hicieron sobre sus
libros pasaron sin pena ni gloria por la academia, en fin, toda esa gente
glamorosa del jet set llorándolo. Imagino que de pronto el ataúd donde él
yace se abre como por encanto y al igual que Remedios la bella empieza
Gabito a ascender inmaculado ante el asombro de la gente que lo creía
muerto, todos histéricos tratando de alcanzarlo en su ascensión para que
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les dé un autógrafo de recuerdo, es que con Gabo nunca se sabe”. Tienes


una imaginación desbordante, concluyó la Rita ante el extenuante
monologo de la señorita Finn.

¿Imaginación? Si, las locas tienen imaginación para todo; se necesita


para llevar una vida algo digna. Para darle forma a un pelo hecho jirones,
para arreglar un rostro al que la belleza ha mirado con desgano, para
vestir a princesas, actrices, primeras damas, putas adineradas. Las locas
tienen imaginación para todo. Para escribir historias inolvidables como lo
hicieron Manuel Puig, Reinaldo Arenas o Truman Capote, se necesita
imaginación. Para poder llamarse García Lorca, Oscar Wilde o Versace.
Amigos, los días del renacimiento marica están por venir, prepárense todos
y abran paso a la caravana, porque el espíritu de la gran loca está ya por
despertar, todas sin excepción preparemos la bienvenida, iniciemos la
ceremonia. Todas a poner nuestras nobles ofrendas en el altar del
sacrificio. Ascendamos hasta la montaña sagrada con nuestros preciosos
regalos: una pluma de cisne plateado, un pañuelo con las iniciales de la
princesa travesti, enclaustrada por su padre hace siglos en una altísima
torre, una fotografía de ese chico imposible al que deseamos, pelucas de
todos los colores y estilos, más para el altar por favor, un par de tetas de
goma, cinta, mucha cinta adhesiva, esparadrapo, finos encajes y altísimos
tacones. Déjenlo todo, compañeras, pongan sus risas al servicio de la
causa, esas risas perfectas reflejadas en sus espejos dorados de mariquitas
finas, no importa que una trompada militar les haya arrebatado los
dientes, sonrían sin miedo en esta hora de sombras. Donemos toda la
rabia, todo el dolor de seres sumidos en el abandono, recluidos en la
oscuridad de horribles antros donde fuimos poseídos sin misericordia y sin
vaselina. ¡Vamos! que ya se acerca la hora en que invadamos al mundo, en
que salgamos de las cloacas con nuestras nuevas perlas, para ceñir el
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collar de la gran loca, quien ya casi despierta, vamos todas tomadas de la


mano para cantar “la balada de la loca alegría”, nuestros vasos llenos, ¡la
sangre de Anáhuac!, ¡todas más fuerte, a cantar! Las de voces aflautadas,
las de roncos matices tras un frío escritorio del estado, las de voces como
látigos que azotan el aire tras los púlpitos, todas de una vez por todas, así
es, compañeras, que ya se está levantando, ya nuestra diosa despierta de
su antiguo sueño provocado por una vieja maldición, vengan que ya falta
un poco, solo un poco…
Salí de mi encantamiento cuando Leslie en un llamado general anunció
que era la hora del almuerzo. Había finalizado esa novela de Pedro Lemebel
que me dejó sumergido en aquella loca arenga, “Tengo miedo torero”, era el
título. Tenía en la boca, fresco, el sabor a desdicha de su personaje
central, la loca del frente, sabor que sólo podría quitarse con un trago
fuerte. La peluquería se quedó vacía, la última en irse fue la viuda Lepeda,
quien salio acompañada hasta la puerta por la señorita Finn. A pesar de
su liviana apariencia, de hoja, de pluma, algo quedaba en el aire de
aquella mujer, algo quedaba vibrando. Dos soldados pasaron bajo el sol de
plomo de las dos de la tarde; algo les decía la señorita Finn allá afuera y
ellos rieron cómplices, en tanto el auto blanco se ponía en marcha con la
Rita Lepeda dentro. Dispuestos a salir todos ya, las campanillas de la
entrada anunciaron la llegada de alguien.

Quien quiera que fuese aquella mujer, lucía realmente mal,


desesperada, como si no hubiera dormido en noches. “Con permiso”, dijo y
fue directo hasta una repisa y tomó nerviosamente uno de los catálogos del
corte italiano tradicional. Sus manos temblaban al pasar las páginas. De
repente, miró a Leslie y le dijo: “Necesito algo como esto”. Su dedo
señalaba un corte muy antiguo, algo a la usanza de comienzo de los años
ochenta. “Es que vamos saliendo a almorzar”, se excusó Leslie. La
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señorita Finn, sin consultar, había traído a la extraña una taza caliente de
té. La mujer extendió la mano y empezó a sorber de la tasa humeante.
“Gracias, lo necesitaba”, dijo ella. “Estamos para ayudar”, le repuso la
señorita Finn.
“Por favor, necesito su ayuda”, dijo la mujer mirando a Leslie, casi
acorralándolo en esos acuosos ojos verdes. Al momento, Sandy perfumaba
con shampoo y bálsamos la gruesa madeja de cabello. Recostada, absorta,
aquella mujer parecía hundirse en un mar más calmado, lejos de los
motivos por los cuales se encontraba en aquel estado de nervios. El chorro
de agua de la regadera era como una fresca cascada que resbalaba desde
la raíz de su pelo, una sensación que parecía haberla relajado por
completo.
En cuestión de una hora, Leslie había hecho su trabajo. La mujer se
miraba incrédula en el espejo del tocador. Ya no era la misma que había
entrado hace un rato, como si el mismo demonio la viniera persiguiendo.
De la cartera extrajo un fajón de billetes y pagó a Leslie casi el triple de lo
acordado. No dijo más nada. Se levantó de la silla, besó a Leslie en la boca
y salió del lugar. Leslie la vio alejarse y se sintió orgulloso de hacer su
trabajo. De nuevo dispuestos a salir, otra visita inesperada llegaba. Era la
policía, un par de agentes que nos pasaron unas fotografías impresas en
papel: una mujer joven, de unos treinta años aproximadamente, ojos
verdes y cabello negro. Leslie no experimentó ninguna culpa al
responderles a aquellos hombres que jamás en su vida había visto aquella
chica. Ni siquiera flaqueó cuando uno de los agentes le dijo de forma
intimidante: “Haga memoria, es una persona muy peligrosa”. Le repito que
nunca he visto a esa mujer, agente Martínez. Y en parte era cierto. Leslie
decía la verdad: ésa que se había marchado minutos antes de la
peluquería con cabello platino y gafas color vainilla era otra mujer
totalmente diferente a la de la foto. La que salió de sala de belleza Tiffany’s
era una mujer completamente hermosa y de ese detalle Leslie era
realmente cómplice.
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SEXO CASUAL
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PORNOGRAFIA PARA INSECTOS

La eterna noche del teatro porno ofrece un hábitat idóneo para la cópula
de esta especie de siniestras mariposas de alas chasqueantes y vuelo
pérfido. Las vemos entrar veloces ante la mirada atónita de los transeúntes
que ven con enfado el cartel de exhibición a la entrada del cine: un
obsceno afiche que muestra a una voluptuosa y torsi desnuda Roxana
Doll, mientras es rodeada lascivamente por cuatro cortesanos vestidos a la
usanza renacentista. Por lo general, el camino a la sala de proyección está
antecedido por un corto pasillo y un diminuto baño donde un fuerte olor a
alcanfor y un hostigante aroma a pino silvestre ahoga toda la estancia.
Pasemos directo a las primeras filas, ocupadas en su mayoría por
cincuentones de barrigas adiposas y rostros porcinos, como salidos de un
cuadro de Georg Grostz, pajeando débilmente sus astrosos, penes como
envejecidos infantes atormentados. Imperturbables en su culto onanista,
pasan horas autoflagelándose hasta la última función.
De la quinta fila en adelante el séquito de mariposones vuela posándose
de butaca en butaca. A veces se quedan pegadas en las paredes del fondo,
donde se funden en una orgía desbordada de gemidos y precoces orgasmos
que las dejan sumidas en un éxtasis que invade el aire en olorosas ráfagas
de feromonas que enloquecen al resto de los allí presentes.
La película empieza en la habitación de una cortesana, asistida por tres
sirvientes que tocan el laúd para ella. Luego de un contundente “déjenme
sola”, la bella rubia aprovecha la intimidad para consolarse con un enorme
falo de cristal que pasa suave por su rosado y humedecido coño. De
pronto, un hermoso paje entra sin ser invitado. La mirada de la mujer
atraviesa al chico que se aproxima con el enorme bulto que se adivina a
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través del bombacho. La bella saca el erecto gladiolo y lo mete suave en su


boca succionando fuerte en busca del preciado néctar.
Entre las sombras del cine y los espasmos de los actores en la pantalla,
una horripilante oruga se desliza lentamente en busca de algunos tiernos
brotes donde hincar su infectado colmillo. El joven aroma de un soldado
imberbe con su camuflado reluciente hace que las oscuras novias
revoloteen enloquecidas por la presencia del níveo espécimen. La vieja
oruga sube tímida el camino que lleva directo al erecto pistilo. La mano
fuerte del muchacho detiene su longeva marcha y la manda de vuelta a su
bajo fondo. La loca vieja se levanta de su silla y se dirige derrotada en
busca de otros caminos más asequibles. El bello soldado mira extasiado
los movimientos de la actriz sodomizada sin piedad por el apetitoso
comensal que la atraviesa con su gran verga de actor porno.
La nueva presencia acomodada a su lado hace que el adolescente
militar encienda un cigarrillo para distinguir con mayor claridad el rostro
de la nueva compañía. La trémula luz del encendedor pone al descubierto
a un joven muchacho de unos 18 años con unos tiernos labios rosa que
hace que nuestro soldadito de plomo se muestre complacido, abriendo su
bragueta y sacando su sexo junto con sus perfumados efluvios. La joven
loquita con todos sus dientes y su piel de azucena está sumergida en este
lodazal de locas perversas. Quizá por accidente ha llegado a un sitio tan
lóbrego como éste, pero ya nadie podrá salvarla. Está condenada a la cruel
metamorfosis; pasará en algunos años de ser esta pequeña luciérnaga de
ojos brillantes a convertirse en un escupitajo de alas negras y patas
peludas que se mueven por los pasillos de las salas porno de la ciudad.
Por ahora se acomoda y lleva sus sedosos dedos hasta la verga del
soldado, que de un tirón la jala por el cabello y hunde lo suyo en la
boquita azucarada de la loca. La cara de tensión del actor en la pantalla
hace suponer un orgasmo inminente. La rubia pellizca fuerte sus tetas al
ritmo galopante del jinete. El soldado siente cómo algo viene subiendo
desde sus entrañas. Siente el torrente furioso que va arrasando todo a su
96

paso. Los gemidos de la pareja en la película son cada vez más agudos. En
otros asientos, cabezas bajan y suben al tiempo, ensalivando sexos de
todos los colores y tamaños. Son cinco en el fondo masturbándose en una
ronda lujuriosa. El soldado deja escapar un quejido de placer y siente
como revienta el agua de la fuente. Una lluvia de semen inunda todo el
sitio, corre caliente en la cara de la actriz que lo unta sobre su rostro,
espesos ríos corriendo por los pasillos y debajo de los asientos, un
nauseabundo olor se apodera del ambiente, las luces se encienden y
entonces…
97

SIEMPRE EN DOMINGO

A través de las ventanas de este décimo piso incrustado en un moderno


edificio del centro, se empiezan a revelar las primeras urgencias de una
ciudad que apenas despierta. Cortantes puñaladas de luz atraviesan los
cristales iluminando cada uno de los interiores del apartamento 10-04.
Entonces la claridad del día pone al descubierto una habitación
descompuesta con ropas de hombre tiradas sobre el alfombrado, donde un
juego de llaves brilla insistentemente. Luego la luz pasa a un cuarto más
pequeño completamente vacío, y finalmente señala el cuerpo de un
hombre en medio de la sala y del caos.
Son exactamente las siete de la mañana. El sujeto que está sentado en
el sofá con el auricular del teléfono en una mano tratando de balbucear
alguna frase, se llama Víctor. Del otro lado de la línea atardece en alguna
ciudad europea, digamos Bruselas. Una voz femenina sugiere desde ese
lado del mundo: “Deberías buscar ayuda, Víctor”. Luego la misma mujer al
otro lado de la línea saca de la nevera un congelado paquete de salchichas
y los coloca en el lavaplatos.
¿Buscar ayuda? ¿Un siquiatra? ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en
el consultorio de la doctora T? ¿Cuatro meses atrás? No otra vez, eso ni
pensarlo. Someterse nuevamente a un recetario de píldoras o a esas
tediosas sesiones con aquella mujer que realmente lo exasperaba, ni loco.
¿Quién podría ayudarlo entonces? ¿Olga? Si justo por ella había estado la
última vez en ese mismo estado.
“¿Entonces qué me dices, lo harás? ¿Buscarás ayuda, Víctor?” Trató de
dar una respuesta precisa en medio de aquel embotamiento en que se
encontraba por no haber dormido. A punto de responder: “Sí, buscaré
ayuda, mamá”, colgó inesperadamente.
98

Le molestó tropezar con el cenicero y ver que estaba hasta el tope de


colillas, pero más le irritó esa botella de vodka sin una gota en su interior.
“¿Qué es esto?”, dijo mientras recogía una pequeña tarjeta morada que
estaba tirada en el piso: Saunas y Turcos Zeus. “Debió haberse salido de la
billetera”, pensó. ¿Dónde le habían dado esa tarjeta? ¿Y quién? Ah, claro,
la había encontrado en el baño del banco y le había causado tanta
curiosidad que la había guardado. Un sauna, era eso lo que necesitaba
luego de una semana difícil. Escaparse un par de horas como no la hacía
desde hace tanto tiempo, en ese dilema estaba cuando el teléfono móvil
sonó. Era Olga. Sería mejor no contestar, ya estaba decidido a ir a ese
extraño sitio y no quería que Olga lo arruinara con un “¿Por qué no vamos
a casa de mis padres, será fabuloso”. Al diablo Olga y esos viejos de
mierda, otras cosas realmente fabulosas estaban esperando por él.

Al parquear el auto en la puerta del lugar, le agradó lo que sus ojos


encontraron: un discreto edificio pintado de blanco con ventanas como
espejos en los que se reflejaba el cielo limpio de un domingo bogotano. Lo
que no vio por ningún lado fue el nombre del sauna, ni el logo de la tarjeta:
un torso masculino finamente delineado. De pronto, de la puerta principal
del edificio vio salir a dos chicos con ropas deportivas, ambos venían
sonriendo deliciosamente, como cómplices de una travesura inconfesable.
El de cabello largo lo miró de una forma inusual, de esa misma forma en
que algún colega del banco le mirara en más de una ocasión y que él
esquivaba al primer contacto. “Éste es el sitio definitivamente”, se dijo y
sin pensarlo dos veces se decidió a entrar. “Bienvenido, éstas son las llaves
de su casillero, puede quitarse la ropa en el vestíbulo y aquí tiene su
cobertor”. Tomó la curiosa prenda: una especie de falda diminuta que lo
ruborizó un poco. No era un jovencito, pero tenía buena facha: unas
piernas torneadas por todo el fútbol que jugó durante las épocas del liceo y
99

apenas un poco de barriga. Con algo de timidez se dirigió hacia unas sillas
playeras con fondo azul marino, se recostó en una y ordenó un whiskey
doble. El peso de algunas miradas sobre él le hicieron mirar alrededor y
hacer una mueca desaprobadora por el patético panorama que lo rodeaba:
un par de vejetes cuyo mal semblante no habían podido disipar todos los
atractivos servicios que ofrecía el lugar. “Deben haber pasado aquí toda la
noche”, pensó.
En una de las paredes junto a la barra colgaba un enorme afiche
enmarcado con un soleado paisaje de mar y palmeras. En la parte de abajo
podía leerse: Jamaica, un destino romántico, y se acordó de Olga durante
aquellas vacaciones. La recordó junto a él en la orilla de la piscina
tomando el sol y quejándose de todo: la comida, las camareras, los
botones. Ésas pudieron ser las peores vacaciones de su vida de no haber
sido por esa última noche que la dejó sola retorciéndose de un fuerte dolor
estomacal, achacado a los mariscos comidos durante el almuerzo. Aquella
última noche bajó hasta la playa, donde los turistas rasgaban sus
guitarras alrededor de humeantes fogatas, y divisó un muchacho dentro de
un grupo de apariencia universitaria… ¿Cómo era que se llamaba? ¿Zaid?
¿Javid? En eso estaba, cuando alguien entró al sauna: un chico de unos
veinte años, de piel oscura y más bien bajo. Iba desnudo y deambulaba sin
ningún pudor. Tomó el pasillo directo hacia los turcos y él lo siguió con la
mirada hasta verlo desaparecer tras una nube de vapor al abrir la puerta
del baño.
Pasó casi una hora después de aquello. Decidió entrar al jacuzzi. Se
sumergió lentamente; fue una sensación de total agrado. Sintió cómo sus
poros se iban abriendo poco a poco, cómo su cuerpo iba destilando
estresantes sustancias. “He tenido una semana de mierda”, dijo al dar una
probada a su whisky. Veía claramente sus piernas en el fondo de
porcelana blanca, observó con atención su miembro en reposo y
experimentó una sensación parecida al orgullo. Estaba inmerso en un tibio
entresueño. En el aire flotaba el aroma de hojas hervidas de eucalipto. Ya
100

no le importaba estar desnudo entre tantos hombres. El sitio se fue


llenando con el trascurrir de los minutos. De pronto sintió el peso de una
presencia que se caía lentamente dentro del agua. Sintió un ligero rose en
su pierna. “Debe ser un pez”, se dijo en medio del sopor que lo invadía. Ahí
estaba otra vez esa acuosa caricia subiendo ahora por sus muslos. Una
débil erección empezaba a tomar fuerza. Se incorporó al instante y vio
frente a él a ese muchacho de hace un rato jugueteando con el agua.
Sintió como si hubiesen vaciado en la tina un montón de rocas
encendidas.
“¿Lo asusté, señor?”. Optó por responderle que no se preocupara, que
siguiera en lo suyo, que no le prestara atención a un hombre como él, que
tan solo se estaba quedando dormido, que eso era todo y nada más. Cerró
los ojos tratando de encontrar el perfecto confort, como diría la aburrida
doctora T, el estado de calma total, pero fue inútil, no funcionó.
“Está un poco caliente el agua, ¿no te parece?”. “Así es, señor”, contestó
el muchacho. Vio a través del agua el cuerpo del chico, un perfecto
ensamblaje de oscuros miembros, un tritón adolescente que tenía a toda la
concurrencia con los ojos puestos en él. Le incomodó la sensación de
sentirse observado. ¿Qué miran hijos de puta? Yo no soy como ustedes,
quiso decirles, pero se trago sus palabras con el whisky que quedaba en el
vaso.

Hacia el fondo del pasillo, dejando atrás el sauna y los baños turcos,
empezaba un largo corredor provisto de una serie de pequeñas
habitaciones, todas numeradas. 08 era el número pegado a una de las
llaves que le entregaron al llegar. Por dentro los cuartos estaban provistos
de una mediana camilla, un closet empotrado y una mesita de noche
donde reposaban frascos con aceitosos y coloridos líquidos. Se recostó en
la camilla, relajó su cuerpo totalmente y justo en el momento en que el
101

chico moreno buscaba la punta de su sexo, lo interrumpió para


preguntarle: “¿Supongo que tendré que pagarte por esto?”
Al salir en el auto, el sol era una moneda brillante entibiando los cerros
capitalinos. El tráfico era ligero. Se sentía de muy buen humor, tan de
buen humor que ni siquiera la llamada de Olga histérica por no haberle
contestado un sinnúmero de veces pudo irritarlo.
–Sí, amor, ya voy en camino.
–Sólo espero que tengas una buena excusa para perderte así tanto
tiempo –dijo Olga al otro lado de la línea.
El semáforo pasó de verde a rojo, y él pudo ver al otro lado de la calle la
excusa perfecta.
–¿Sabes algo? Mejor arréglate que ya te paso a recoger. Vamos a cenar,
te tengo una sorpresa, espero que estés lista al llegar –dijo Víctor sin
quitar los ojos de la joya que resplandecía tras el vidrio de una iluminada
vitrina.
102

PORNOGRAFIA CASERA

Candy y yo hemos decidido grabarnos culeando. Me tomó tiempo


convencerla. Sólo espero que esta vieja video-ocho haga bien su trabajo.
Para calentar un poco, he pasado encerrado en el cuarto toda la mañana
mirando películas de Rocco Siffredi. Ya voy por la segunda paja. Este
italianito sí que sabía comérselas a todas. Sólo hay una cosa que me
disgusta de su rutina, eso de que las chicas terminen siempre chupándole
el culo. Tengo el televisor sin volumen, pero no sé a quién engaño con eso.
Mi madre sabe lo fanático que soy del porno. Siempre se vive quejando de
los manchones que voy dejando en las sábanas. Sí, mamá, ya lo sabe
bambino, parece decirme la Cicciolina desde ese póster donde la tengo de
piernas abiertas con su chochito sonrosado por la transparencia del
pantis. Lo que más me arrecha de la Cicciolina es su voz y por supuesto
sus tetas y también cómo la chupaba. Ella tenía una delicadez única, un
charme que no le he visto a ninguna actriz del género. Ella te la chupaba
como pidiéndote permiso, pero ¿qué es lo que estoy diciendo? Como si
alguna vez me la hubiera culeado. Bueno, sólo en sueños, pero ésa es otra
película.
Mi fiebre de porno empezó cuando tenía 18 años. Un día caminaba por
el centro, sin rumbo fijo. Estaba de permiso en el regimiento, recuerdo,
cuando de pronto se cruzó en mi camino el cine royal. Un gran afiche de
exhibición sirvió de carnada. Una tal Roxana Doll vestida de camarera
erótica, que no ofrecía resistencia ante dos sujetos que le mordisqueaban
las tetas, aparecía en el cartel. Tus preciosas criadas era el título de la
película, título que años más tarde descubrí que era falso. Por lo general
nunca colocaban el nombre original de las películas. Optaban siempre por
nombres más sugestivos como Novias de las puertas traseras, Don pijote
103

de la mancha, Alicia en el país de las verguillas, Penetreitor, entre otros


nombres curiosos para atraer al público. Así que me decidí a entrar al
cine. A tientas pude encontrar un asiento libre en la parte de atrás de la
sala. El piso estaba algo resbaloso. Al encender el primer cigarrillo, la luz
del encendedor me reveló por unos segundos lo que ocurría alrededor,
aunque prefiero no describirlo.
Había llegado a tiempo para ver la película desde el inicio. La gran
pantalla del teatro se iluminó con el intro de un sujeto con pinta de yuppie
que llega a un lujoso hotel preguntando por su reservación. No había
pasado la primera escena de voltaje y ya tenía una erección del tamaño de
un zepelín. Luego el sujeto de la peli entra a un ascensor y marca el piso
diez. Al abrirse la puerta, lo deja a la entrada de una suite con grandes
ventanales que muestran la panorámica de una moderna metrópolis,
Nueva York a lo mejor. Seguido hay un corte inesperado y quien supongo
es Roxana Doll, una rubia platino de ojos azules, se pinta los labios ante
un espejillo en forma de corazón. Su labor es interrumpida por una especie
de conserje que le pide llevar unas toallas a la habitación 514. La escena
prosigue con la camarera rubia entrando a la habitación indicada por el
conserje. Al fondo puede oírse el sonido de una regadera abierta. Sin ser
invitada, la camarera entra al baño y en ese ni cómo ni porqué de las
películas porno empieza a chupársela al sujeto del inicio de la cinta. Él la
coge del cuello y le mete el sublime trozo hasta el fondo de la garganta.
Hasta ese momento era lo más grandioso que había visto en la vida.
Tanto era mi ensimismamiento, que no me percaté hasta ya muy tarde de
esa mano bajándome la cremallera, esa boca que se hundía lentamente
tragándose toda mi verga. Quien quiera que haya sido se quedó en el
anonimato de esa oscura sala de cine. Tan solo reconozco que fue un
estupendo blow job como dicen los gringos y que de solo recordarla hace
que se me ponga dura.
Después de aquello empecé a comprar revistas pornográficas. Mi
proveedor era el Fredy, un negro que tenía su punto de venta en la esquina
104

del centro comercial Avianca, justo frente al edificio de la Caja Agraria.


Hustlers, Suecas, Glory Holes, leía de todas, pero mi favorita era la Yanca,
una publicación under española que compraba no tanto por el sexo sucio
de sus fotografías como por las historias de Kiko Warro, un tío vicioso
madrileño que haría pear de vergüenza a Miller o Bukowski. Más de una
vez me hice una buena paja leyendo estas cochinas historias, donde el
Kiko casi siempre terminaba ensartándoles a las chicas un enorme nabo
de cerámica.
A lo mejor hoy, que Candy está tan complaciente, acceda a mis
caprichos y me lea a viva voz una de esas historias o por lo menos se la
deje meter por detrás, porque llevo años insistiéndole y nada. Por lo pronto
no más pornografía por hoy, mejor coloco un CD de Michael Bolton para
darle un toque romántico a esta sucia pocilga antes de que ella llegue.
105

Los aderezos del diablo


106

CASOS AISLADOS
(Intento fallido de relato policial)

Imaginemos un frasco al que se le incorpora (dejándole caer desde una


altura prudente) un pequeño ratón color gris. Seguidamente pensemos en
un trozo de papel bien enrollado, al estilo de una mecha, que se enciende y
se deposita en el frasco. Luego se tapa y vemos como el humo cuaja en
una nube condensada que asfixia al pequeño roedor, el cual trata de huir
inútilmente por las paredes de vidrio del frasco. Tal acto de maldad podría
ser justificado por especialistas acreditados con gruesos argumentos de
tipo psicológico.
Pero ahora, a mayor escala, ya lejos de la inocente crueldad de la niñez,
imaginemos una pequeña sala de tortura, embaldosada con azulejos y
acondicionada en el garaje de una casa en las afueras de la ciudad.
Digamos un hombre joven, de unos treinta años, que fuma pacientemente
un cigarrillo mientras empapa un copo de algodón con amoniaco para
hacer volver en sí a la mujer que yace atada y amordazada en una silla
giratoria. Esto es sin lugar a dudas una clásica imagen del cine de horror
de los años noventa.
Lo primero que ella descubre con espanto cuando el sujeto se retira la
capucha es a un rostro conocido, una cara del pasado que logra
conmoverla y asombrarla.
–¿Tiene sed?
La voz del tipo es agradable, de un tono delicado inconfundible. En
medio del terror que la sacudía, su voz apenas podría modular una
palabra o un grito, así que daba lo mismo tener sed o no, aunque en ese
107

instante le hubiese apetecido algo fuerte, a lo mejor un vodka helado con


granos de pimienta.
El contacto de una mano enguantada retirándole la mordaza le hizo
recordar brevemente la primera vez que vio a este hombre en su vida.
Para Virginia Nogal, una terapeuta infantil por aquel entonces, el caso
Cristian Nerval se le convirtió en un verdadero dolor de cabeza. Corría
abril de 1984 en una escuela privada llamada Roosvelt School, cuando
desde el salón 3b fue remitido hasta su despacho el entonces inofensivo
Cristian. El asunto: descabezar muñecas a las niñas del jardín. Era un
chico rubio, flacuchento, muy amanerado, que le causo cierta gracia en
aquel instante.
“Todavía habla con esa voz de seda”, pensó Virginia un poco más
calmada mientras Cristian aflojaba las ataduras de los pies y retiraba
delicadamente sus tacones.
El tiempo había endurecido los rasgos del chico. Era como si ciertas
adicciones hubieran actuado de manera inmisericorde sobre su rostro,
pero al sonreírle malvadamente fue como si el pequeño Cristian se hubiera
resistido a abandonar el mundo. Lo recordó nuevamente de nueve años
acompañado por sus padres, vestido con un mameluco rojo, jugando
extasiado con varias muñecas entre la montaña de juguetes que servían
como material de apoyo en sus sesiones.
–Es eso a lo que me refiero –dijo el padre de Cristian tan molesto y
ansioso como para ignorar el aviso de no fumar y encender un cigarrillo
ante la evidente incomodidad de la doctora Nogal por el humo asfixiante.
Les pidió a los padres que se retiraran y la dejaran a solas con el niño.
–¿Por qué discuten tus muñecas, Cristian? –preguntó la doctora.
–Porque son malas, son unas mujerzuelas.
–¿Quién te ha enseñado esa palabra?
–La he escuchado por ahí.
–¿Sabías que es una fea y mala palabra?
–Está equivocada, las palabras no son malas, la mujerzuelas sí.
108

Hasta ese punto Virginia entendió que no estaba hablando con uno niño
corriente, al que podría apaciguar con un dulce de menta.
Desde entonces las visitas Cristian Nerval a su consultorio se volvieron
cada vez más frecuentes. Con la pubertad le llego a Cristian una enfermiza
fascinación con los libros, pero no leyó a Dickens o Mark Twain; lo de él
fue Lovecraft, Bram Stoker, Diábolo Mari, entre muchos otros.
Luego vino el asunto por los objetos filosos. Armó una especie de
laboratorio en el patio de su casa, donde destripaba ratas y varios tipos de
reptiles. Al parecer a sus padres les era más tolerable esta novedosa
situación a la antigua y vergonzosa afición por las muñecas.
Pero la última vez que Virginia lo viera, tendría ya unos 20 años. Era un
joven medianamente atractivo, espigado y con el pelo tinturado de color
naranja. Se lo encontró en la biblioteca del centro leyendo un tomo sobre
vampirismo. Luego de cruzar algunas palabras, salieron juntos esa tarde y
tomaron un café. Hablaron un buen rato sobre cosas más bien triviales.
–Doctora. ¿aún conserva esos aretes de piedras azules que usaba
cuando me recibía en su despacho? –la pregunta de Cristian la tomó por
sorpresa. Sólo atinó a decirle que no recordaba la suerte de ellos, que de
seguro los había perdido. Ésa fue la última vez que lo viera.
Ha pasado más de un ahora desde que Virginia Nogal volvió en sí y se
encontró atada de pies y manos ante la mirada de su antiguo paciente.
Pero la situación ha dado un giro inesperado. El roído ambiente de película
mórbida, con utensilios de cirugía sobre una mesa y ganchos metálicos en
las paredes, se ha disipado al encender la luz del garaje. Hasta el aire se
ha entibiado con una amena charla entre dos viejos conocidos. La doctora
Nogal ha convencido a Cristian con artificios para que la desamarre del
todo. Al fin y al cabo es una mujer mayor, fácil de someter con un simple
estrangulamiento o un certero golpe en el cráneo. Estaba acorralada, eso
quería darle a creer. De repente, la charla languidece. Un silencio pasmoso
flota en el aire por un instante y empieza a rasgarse con el tintineo de las
109

navajas en la mesa. Cristian se aproxima empuñando el arma. La


habitación queda a oscuras.

Al siguiente día en un sector boscoso de la carretera circunvalar, el


cuerpo de un hombre vestido con prendas femeninas empieza
descomponerse bajo el sol del mediodía. Mientras su asistente toma
fotografías, el inepto detective Pastori escribe en su libreta de apuntes:

Octubre 27 de 1998. Éste es el cuarto afeminado que encontramos sin


vida en similares circunstancias en menos de tres meses. El cuerpo, al igual
que los otros, no presenta signos de violencia evidentes. Un dato curioso:
unos hermosos pendientes de piedras azules fueron prensados en la orejas.
La cara luce un trabajado semblante gótico, como si lo hubieran maquillado
para una fiesta de Halloween. Aún no tenemos ni una sola pista.
“Desdémona”, nuestro agente travesti infiltrado en la escena de los bares no
ha avanzado mucho. El último informe de Victoria Nogal, sicóloga adscrita al
caso, habla ya de un asesino serial. Hace un momento me puse en contacto
con ella; nos reuniremos más tarde para discutir sobre el asunto. Esta
situación, junto al asunto de las prostitutas descuartizadas del centro, ha
complicado las cosas. Mis nervios están desechos. Temo una recaída.

El agente Pastori cerró su cuaderno ignorando que ahí, justo al frente de


su precario olfato de sabueso policial, en el insistente relampaguear de
aquellos pendientes, estaba la respuesta a todos sus enigmas.
110

BREVE ESTANCIA DE LAS MUSAS

En una céntrica zona de una ciudad ceñida de agua y podrida al sol se


desarrollará este breve relato. El ruinoso edificio que se alza como un
cascaron de concreto con ventanas rotas y luces amarillentas será el
escenario escogido. Los personajes los llamaremos simplemente “El de la
planta alta” y “El de la planta baja”. Para mayores señas, ambos son
escritores y viven hace años en aquel lugar. La entrada al edificio está
antecedida por una reja de hierro que permanece asegurada por una
cadena enlazada, como una boa constrictor sellada con un fuerte candado.
Cada uno de ellos tiene su propia llave y es una regla mantener cerrada la
reja. Al lado del edificio funcionan un teatro porno y un burdel. A cada uno
de los escritores se le ha otorgado una musa con voto y voz propia. La
musa del escritor de la planta baja la llamaremos “Secretaria Vampiro” y a
la musa del escritor de la planta alta la llamaremos “Nieve Asistente”.
El de la planta baja escribe hace más de veinte años. Hoy en día tiene
54 cumplidos. Se ganó la vida hasta hace un tiempo ejerciendo un innoble
oficio que no mencionaremos. En la actualidad es un misterio lo que hace
y como sobrevive. Sale a eso de las nueve de la mañana y regresa pasada
las siete de la noche. Al girar la llave y entrar a su apartamento,
“Secretaria Vampiro”, su musa, lo espera borracha sobre el sofá con la
maquina de escribir dispuesta.
–¡Tomando otra vez! -le dice él, y ella en una torcida mueca le responde
que lo está esperando hace rato y que se bebió el aguardiente que encontró
en el baño. Su musa viste de ropajes negros, tiene el rostro pálido y
profundas ojeras violáceas. Cuando le sonríe mientras él se retira la ropa,
deja ver sus filosos colmillos.
111

Al escritor de la planta baja nunca le han publicado nada, sus historias


son oscuras, algo macabras y enfermizas. La estancia esta atiborrada de
cosas tiradas por doquier. Los ceniceros al tope y las botellas vacías sobre
la alfombra hablan de fiestas alucinantes; las manchas, de semen y sangre
en las sabanas, de fugaces encuentros donde el corazón ha quedado
herido por un pinchazo de aguja hipodérmica.
–Hoy quiero sangre nueva –le dice su musa y le abre la silla invitándolo
a sentarse y empezar a escribir. Coge con sus largos dedos la hoja en
blanco y la inserta en el aparato: “¿Alguna vez has visto algo tan puro?”, le
pregunta Secretaria Vampiro señalándole la blancura del papel. Las
palabras van apareciendo escritas en tinta roja. Sobre las paredes,
reptantes grietas corren como ríos secos. Cuando el viento sopla fuerte, el
viejo edificio cruje como madera seca. “Algún día se caerá”, piensa el
escritor de la planta baja. Su historia ya va tomando forma sobre la hoja.
Su musa mira sedienta al hermoso muchacho que van formando las
palabras y que ahora reposa en un diván. “Llueve casi a mares”, le sugiere
ella mientras él hunde las teclas. “Es un cruento invierno”, añade. Siempre
lo mismo: Secretaria Vampiro habla y él obedece. “Un callejón oscuro”,
“Unas desangradas muñecas en el agua”. ¡Vamos hazlo! “Un grito o un
graznido”. El escritor de la planta baja no soportaba más. “Una copa de
veneno”. ¡Escribe, te lo ordeno! “Que el apuesto joven tome el arma”, “Que
la bella bailarina muera en el estanque”. ¡Hazlo!
–¡No más! -le gritó con furia y la musa retrocediendo se acurruca entre
las sombras.
Por su parte el escritor de la planta alta era muy conocido y amado por
todos. Su prosa era limpia, algo escrupulosa como un objeto que se puede
exhibir sin problemas a la luz del día. No había nada en aquella pulcra
estancia que no fuese digno de halagos, a pesar de que no hubiera algo
que ostentara: lujos o espacios atiborrados de modernos aparatos, tan solo
la biblioteca, el juego de muebles, algunos cuadros y ropas colgadas
ordenadamente en el armario que daban un cierto aire de respeto y
112

saludable ánimo. Escribía para algunos periódicos y revistas locales. Había


publicado una novela hacía muy poco. Su musa, “Nieve Asistente”, era una
gota de nácar, algo que brillaba en la más densa oscuridad. Una voz
compartida, como un hijo o una mascota fiel. Cuando él reía, su musa reía
con él. Lo acompañaba a todas partes. Hasta le obsequió una sortija como
símbolo de su sana unión.
Una mañana cualquiera, luego de un fuerte aguacero, el escritor de la
planta alta regresaba de su trabajo y al bajar del auto vio a un grupo de
personas aglomeradas en la puerta del edificio, que estaba abierta de par
en par. Un feo escalofrió lo recorrió por completo, pero decidido se abrió
paso entre la multitud. Su malestar se incrementó cuando vio salir a dos
hombres vestidos de verde trayendo en brazos una camilla. La sábana
blanca se iba haciendo escarlata a la altura de la cabeza. Fue fácil deducir
de quién se trataba. El edificio sólo tenía tres pisos y el último estaba
desocupado. A pesar de sólo haber cruzado saludos con aquel hombre
durante años, no dejó de sentir una profunda pena.
A los días cuando unos agentes de la policía se cruzaron con él a la
entrada del edificio, les preguntó qué eran aquellos paquetes que llevaban
en manos: “Puros papeles, señor”, dijo uno de los uniformados. Les ofreció
una pequeña suma y le entregaron las cajas donde estaba resumida toda
la obra de su anónimo colega. Leyó durante noches aquellas historias
escritas en tinta roja. Se sintió perturbado al punto de tomarse media
botella de whisky, cosa un poco anómala en él.
Quince días después aparecía en el diario local un breve comentario
sobre un desconocido personaje. Ese domingo la gente oyó hablar por
primera vez de “el escritor de la planta baja”. No había pasado una semana
de eso, cuando los lectores aún sin entender lloraban la trágica muerte de
“el escritor de la planta alta”, pues el edificio donde vivía se había
desplomado de pronto como un frágil castillo de naipes.
113

LOS HUERFANOS DE ORO

Como si se trataran de vistosos abalorios brillando tras alguna vitrina


iluminada, así los niños africanos y asiáticos están a la orden del día como
la gran oferta del mercado de adopción en el mundo. Sólo basta con que el
dedo pop de Madonna apunte a los ojos de algún nigeriano desnutrido o
que la Jolie vierta lágrimas de oro por esa nena etíope portadora del VIH,
para que los infantes en exhibición salgan directo de sus guacales a las
mansiones alfombradas de las celebridades de Hollywood.
Una abanderada de este tipo de causas fue sin duda la actriz
norteamericana Mia Farrow, quien tuvo en su haber toda una guardería
interracial a su cargo, entre ellos a la surcoreana Soon Yi, a la que veía
sentarse en las piernas de su famélico ex marido Woody Allen, sin
sospechar que la mano traviesa de Woody se deslizaba por debajo de la
falda de la niña haciéndola reír nerviosamente, de esa forma nerviosa en
que sólo saben reírse las orientales, según Truman Capote.
La pobre Mia fue el plato fuerte de los tabloides por largo tiempo. “Eso te
pasa por meter gente extraña a tu casa y más a esa plaga amarilla”, le
diría a la Farrow una enjoyada amiga entre martinis y Marlboros en algún
bar del Soho. “La vida continúa, querida”, le respondería Mia mientras
ponía la lumbre de su cigarro sobre una fotografía de vanidades donde
aparecían las feas caras de Soon yi y Allen.
Y es cierto, la vida continua, y se nos hace difícil imaginar a estas
estrellas radiantes haciendo el papel de madres abnegadas, que dan
papilla y cambian pañales enmierdados. Pero por supuesto que es difícil de
imaginar, por no decir que es imposible, pues para esos menesteres están
las ayas latinas inmigrantes que son expertas en tratar con mierda por
unos pocos dólares. Porque es que papá Bratt esta muy ocupado filmando
114

esa mega producción, y mamá Madonna está tan preocupada con el


calentamiento global que ni enciende la estufa y se va con Lourdes y Rocco
(sus auténticos hijos) a Mac Donalds a embullirse esa basura
condimentada…
Y cuando los niños adquiridos de contado despiertan llorando en la
madrugada, extrañando tal vez el aroma de un pezón Africano o Cantones,
las estrellas están muy lejos para bajar de sus cielos exclusivos donde
Prada y Gucci tienen sucursal, y quizá los niños sólo encuentren consuelo
en el regazo servil de los criados que oyen en la penumbra su llanto y
corren a auxiliarlos, a cantarles una canción de cuna que los devuelva a la
noche primitiva de la que un día desnudos fueron sacados.
115

VIAJE EN MOTOCICLETA AL CENTRO DE LA NOCHE

A alta velocidad la ciudad apenas es un parpadeo de luces y barullos


que hieren los sentidos. Un conjunto de grandes edificios o un grupo de
personas hablando en una esquina son sólo objetos y símbolos que el
viento y el rugido del motor de la máquina se encargan de hacer añicos a
su paso. El chico que conduce y del que voy aferrado a la cintura se llama
Bruno. Lo conozco hace más de cinco años y desde entonces no nos hemos
separado el uno del otro, somos grandes amigos. Quizás sea su voz la que
le describa enteramente. Una voz seca, como el sonido de la madera al
quebrarse: “Hemos llegado”.
Son las once y media de la noche. Entramos al sitio sin mirar a nadie.
Detestamos a esa gente que se queda en la puerta de los bares; lucen tan
cansados cuando la noche apenas empieza. Ya dentro ubicamos a Sandy,
que le da pitadas a su cigarro. Hoy se ve especialmente arreglada. Se ve
tan pequeña cuando Bruno la abraza. Al verme, salta como un travieso
minino enredando sus filosas uñas en mi corbata de satín rosado. “¿Cómo
has pasado, Sandy?”, la saludo, pero está de más la pregunta; ella siempre
está bien, así sea que uno la encuentre con la cara reventada en la pieza
de un hotel sobreviviendo al domingo más inclemente.
“Soy el mejor de todos”, dice Bruno y realmente lo es. Cuando baila, veo
las miradas de toda la gente sobre él. “Y yo la más bella”, murmura Sandy.
Siempre hay algo que la desborda, cierta tendencia al exceso no le permite
emerger entera; siempre hay algo de Sandy que queda faltando y que ella
desesperada trata de suplir: “Sí, aunque no lo creas sólo tengo 19, me
vieras al luz del sol, luzco mucho más joven”, le dice Sandy a un chico con
el que ha tropezado de improviso en medio de la pista de baile y al que ha
involucrado en su enredado juego de palabras.
116

Poco a poco el lugar empieza a abarrotarse. La música tecno suena a


toda velocidad. Bruno me mira y se agarra insistentemente las pelotas.
Ésa es la forma peculiar que tiene de decir: “Larguémonos de aquí”. Bruno
es algo nervioso, se confunde fácilmente. Para él, el resto del mundo son
sólo sacos de arena para el box. En cualquier momento le da por agarrar a
golpes a quien menos se lo espera: ¡me miró mal, eh! ¡A ti también te miró
mal, de ti se burlaba, lo vi en su cara de imbécil! ¡A ti te lastimaba con su
mirada, eh! ¡Por eso le di duro en su boca de imbécil, eh!
Hemos dejado a Sandy en buenas manos. Ahora el que no está en
buenas manos es ese pobre muchacho del bar que de seguro piensa: “Es
cierto, ella es la chica mas guapa del bar”.
Otra vez la ciudad en movimiento. “Mira ese carro blanco y la nube de
polvo que deja a su paso”, dice Bruno, quien parece ver el mundo con total
nitidez, cuando yo sólo percibo un rumor, rápidas fachadas, ráfagas de luz
de los postes del alumbrado. “A esta velocidad podríamos matarnos”,
pienso. Más fachadas, viento pegándote a duros golpes en la cara, el faro
del aparato alumbrando una porción de fugaz autopista, ahora menos
fachadas, menos barullo, vamos ya saliendo de la mediana ciudad que nos
toca todos los sábados por la noche, ahora es sólo vegetación espesa,
silencio, silencio…
Por esta carretera seguro se ha matado mucha gente un sábado. Una
curva, otra, más silencio.

De la penumbra van emergiendo los neones titilantes de Paradiso, una


madriguera punk en medio de la carretera. Aquí Bruno se siente más
cómodo. Aquí le conocen, se mueve como pez en el agua. Un grupo de
chicos con picudos peinados lo rodean apenas lo ven entrar. Podría decirse
que casi lo adoran. Por dentro Paradiso es más bien un infierno. Las
117

paredes están pintadas de un tono clínico como el de los sanatorios y


siempre hay gente gritando.
“Esa canción es buena”, grita Bruno desde su punto y el círculo que lo
cerca se rompe. Ahora todos bailan epilépticos al ritmo de “Anarchy in the
uk” de Sex Pistols. Hay dos chicas en la barra, la del cabello fucsia me
llama y me pregunta por Sandy. Le digo que la dejamos en un bar
kilómetros atrás y asiente con lentitud etílica. La otra chica delinea sus
ojos con un gastado lápiz cosmético color violeta.
“¿Tú eres el amigo de Bruno, cierto?”, pregunta con cierta ironía la del
lápiz en la mano. Le contesto que sí, que soy ése que ella cree y no abro
más la boca que para tomarme un Ballantines que me ha servido el
barman, un negro corpulento al que todos llaman Troy.
“Tiempo sin verte”, dice Troy. Y era cierto. Hacía mucho que no venía
por este hueco, desde esa última vez que Bruno se cogió a trompadas con
aquel soberbio chico extranjero al que se le dio por escupirle en la cara
sólo porque él sí era un inglés autentico. Le gritó a Bruno que el punk no
era para indios del tercer mundo. Aún Bruno conserva un par de dientes
del inglesito relamido junto a otros sangrientos souvenires de sus
constantes trifulcas.
–Hola, Troy, linda camiseta.
–¿En serio? La estampé yo mismo. ¿Te gusta lo que dice?
–Déjame ver… ¡de lujo! Bella consigna.
–Hay pelea la próxima semana, espero que vayas
–Allí estaré, seguro.
El negro barman pasa su bayeta por la barra y vacía el cenicero de las
chicas, al cual no le cabía ni una colilla más.
–¿Eres una celebridad, lo sabías? Tu único problema es que eres negro,
de lo contrario ya hubiera dejado que me la enterraras hace tiempo –dijo a
Troy la chica de los ojos pintados de violeta; la otra tenía la cabeza
hundida en la barra, parecía dormida.
118

Las pelas que organiza Troy son eventos que jalan gente. Por lo general,
se llevan a cabo en alguna bodega abandonada de la vía 40. Algunos hacen
apuestas, cosas pequeñas, nada heavy como en las películas. Bruno se
acerca y me murmura algo en el oído. Me produce gracia lo que dice y
enseguida se aleja para retomar su marcha punk, su danza de guerra
contra el mundo. Puedo ver su cuerpo contorsionado, hilachento, lleno de
tatuajes , sus brazos como hélices ondeando un suéter negro con la cara
estampada y narcótica de Iggy Pop; ésa es su bandera de victoria: ha
salido invicto de su pelea. Pero más que contra otra persona, Bruno pelea
consigo mismo, con nadie más, lo viene haciendo desde hace años, desde
esa primera vez que le vi en una de esas peleas en las bodegas, cuando lo
tiraron fuera del ring como un muñeco de hilo. Lo primero que vio el pobre
al volver en sí fue las tetas de Sandy bailándoles en la cara para luego
darse de frente con mi mirada y decir: “¿Quién demonios eres tú?” De ahí
en adelante todo cambió, como le puede cambiar la vida a un chico como
yo al darse de frente con alguien como él, alguien que golpea con una sola
palabra y deja una huella más cutre que la de la sangre reseca.
El disc jockey de Paradiso se hace llamar “Cuervo insensato” y parece
empecinado con seguir con las canciones de Sex Pistols, a pesar del
extenso listado de peticiones que le han hecho los chicos, el cual incluye,
entre otras, canciones de The Clash, Nina Hagen, Iggy Pop y ese bodrio de
grupo americano llamado Green Day. Cleo es un viejo amigo de Bruno que
siempre está diciendo que van a armar un grupo de punk, pero ¡bah!
Puras excusas para emborracharse y jalar yerba. Por cierto, hace rato que
Cleo está tirado en el piso y no da señales de aterrizaje. Debe estar en
Saturno comiendo hongos, aunque en medio de su viaje parece haberme
leído el pensamiento porque se ha colocado de pie, se ha sacado la verga y
ha empezado a mear dando vueltas y salpicando al resto del clan. Todos
empiezan a darle de patadas hasta que lo relegan a un sucio rincón
apestado de vómitos. La chica de la barra que creía dormida ha corrido en
su auxilio.
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–¡Hijueputas! ¡Son unos malparidos! Pero ya verán, lacras del infierno, y


tú, pila de mierda, levántate y larguémonos de aquí.
Como pudo, Cleo se puso en pie y tambaleando junto a su chica salieron
de Paradiso. Ya son las dos de la mañana. Me pregunto dónde andará
Sandy y mi pregunta es respondida de inmediato, cuando la veo entrar a
Paradiso abanicándose con un fajo de billetes.
–¿Qué tal la pesca, picó algo grande?
–Algo, querido… ¡Hey, Bruno! ¡Pruébate esto!
Bruno atrapo el reloj en el aire y enseguida lo abrochó a su muñeca
para seguir retorciéndose locamente con su tribu punk.
–¿Qué se supone que hacen, Greg?
–Bailan punk.
–No sé cómo soportas estar aquí, este lugar apesta y hablo en serio.
Huele a orines de rata. La próxima vez nos citamos en otro sitio.
–Como quieras quiero.
–Mira, aquí está tu parte del dinero: 20, 30, 40, 50… ¿así esta bien?
–No me caerían mal otros 20.
–¿Y qué, me encimas un polvo?
–No empieces Sandy
–Toma los 20, sólo porque te amo, hijueputa.
–Yo no, je, espero que no la hayas usado toda, ya sabes el lema de la
cofradía: sin heridos.
–¡Por Dios, Greg, no soy una novata en estos asuntos! A ver, si no estoy
mal el tipo debe estar despertando en unas seis horas más o menos.
Bueno cariño, no siendo más, me voy. Tengo una cita. Nos vemos mañana
para almorzar los tres, ¡muac! ¡Hey, Bruno, chao!
Pero Bruno estaba en su trance anarco como para poder escucharla.
Sandy se fue, de seguro a ese motelucho del centro que tanto le gusta. Allí
se quedara toda la noche dándose duro por la cabeza, esperando que el
espejo del baño en medio de su viaje ácido le diga por fin: “No hay otra
más bella que tú”.
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¿Y qué hay de nosotros? A nosotros no nos gusta ver el amanecer en


estas circunstancias. Dejamos Paradiso a las 3 a.m. pasadas. Otra vez nos
estamos moviendo. Me aferro a Bruno una vez más, a su cintura, al ancla
y las cadenas que lleva tatuadas en su espalda, a esta vieja motocicleta
que va marcando kilómetros desde que nos conocemos. “¿Viste eso en la
carretera? Era una ardilla muerta”, dice Bruno. “¿Viste qué rápido pasó
esta semana?”, señala Bruno.
“Hoy hace un mes que no sabemos nada de Sandy”, advierte Bruno.
“Qué buena está la sopa”, comenta Bruno. “Me ha llamado Sandy, dice
estar escondida, que luego nos marca, menos mal está bien”, expresa
Bruno. “Te lo juro, Greg, es la chica mas punky que he visto en mi vida”,
habla Bruno con un excitado tono en la voz que nunca le había oído. “No
resultó, era un perra de ésas”, llora Bruno. “Hey, Greg, te la pasas
escribiendo a cada rato, ¿qué tanto escribes, qué estas tramando?
–Una historia, Bruno, sólo eso.
121

NO BUSQUES COMPAÑÍA

Otra vez sin empleo. Otra vez a beber sorbos del tedio con sabor a
barato café instantáneo. Otra vez a rellenar renglones en libros de
contabilidad con trastocadas líneas.
En momentos así me gusta leer los clasificados del periódico, no para
buscar empleo precisamente. Las ofertas son algo dudosas: “Se necesita
señora para oficios varios, preferiblemente que sea de pueblo”, o
“$2.000.000 semanales, hágase millonario en pocas semanas”. ¡Bah!,
puras dueñas de casas abusivas buscando incautas iletradas para
humillar en público y ventas puerta a puerta. Definitivamente eso no es lo
mío. Me encanta escudriñar esos otros clasificados que se camuflan bajo la
ingenua fachada de la sección de “ofertas”:
“¿Abatido? Gran promoción, gorditas voluptuosas. Modelos operadas.
Servicio completico. 24 horas. ¡30157-SEX, 34358-OH!”
No estoy tan batido como para tener sexo con una gorda, pero sí lo
suficientemente aburrido para poner de mal humor al resto del mundo.
– Buenos días, gorditas voluptuosas. (La voz de la chica es fingidamente
erótica.)
–Llamaba por el anuncio. ¿Quién habla?
–Claribel. (Claribel es nombre de gorda sin lugar a dudas.) ¿En qué
puedo ayudarle?
–¿Qué me ofreces Claribel?
–Lo habitual, cariño, servicio completo: oral, banal, sexto tántrico,
subliminal y astral. Lo normal, nada del otro mundo.
– Uhmm, déjame y te explico, sucede que soy uno de esos tipos no tan
normales: soy de esos gordos y tímidos. Peso 200 kilos, así que tendrías
que hacerme un domicilio. Vivo con mi madre, pero ella está ahora
122

comprándome la dote semanal en el mercado; ya sabes, tocino y muchas


vísceras. Sabes, me encantan las vísceras…
–¿Y cuál es tu fantasía? –dice Claribel sin mucho entusiasmo.
–Lo que quiero es lo siguiente… tú llegas al edificio donde vivo, le dices
al portero que vas al apartamento 210 del señor Porky Fat, ésa es la clave.
El portero es mi compinche en estos asuntos, él te va a entregar una llave,
entras y en la mesa de la sala encontrarás unos sprays de crema batida de
diferentes sabores, luego te diriges a la habitación que tiene un póster de
Alfred Hitchcock, ¿sabes quién es, cierto? Bueno, no importa. El póster
tiene el nombre, entonces abres y ahí estaré yo desnudo. Te advierto, no
será nada agradable, soy una masa deforme, pero tengo sentimientos, así
que tú entrarás y me dirás: “Wow, pareces el osito Bimbo” y enseguida me
cubrirás todo el cuerpo con la crema batida hasta dejarme como un
merengue gigante. ¿Entendido?
– Ajá, ¿y luego qué?
–Pues nada, luego te comes íntegro este merengue.
–Ya entiendo –dice Claribel con enfado, y añade:– Si quieres burlarte de
alguien no será de mí, hijo de la gran madre. Además, soy una gorda
diabética, mejor métete esa crema batida por…
– ¡Claribel!, ¡Claribel! Me colgó la gran…
Esto no funciona. No me siento de mejor humor. Este maldito tedio
continúa. Quisiera fumar, pero no tengo una jodida moneda en el bolsillo.
Intentemos con el siguiente anuncio:
“Salua. Chica traves. VIP. Bellísima, voluptuosa. Descomplicada.
Complaciente, femenina, educada, sumisa y ¡bien dotada!”
Salua promete, marquemos… 345651… uhmm, una timbrada, dos, tres,
cuatro. Ahí está.
–Alo.
–¿Salua?
–No, habla Vaneska.
– ¿Eres rusa?
123

– No, soy de Riohacha, ¿Qué quiere?


–Quiero hablar con Salua.
–De parte…
–Charles.
–¿Charles qué?
–Charles Bukowski.
– Ya va. (Música de espera tipo Clayderman.)
–Hola.
–¿Salua?
–Hola, Charles Bukowski. No me digas que vienes del más allá por una
cerveza fría.
–Eh… yo…
– A ver, encanto, déjame contarte una historia… muchos años atrás,
antes de ponerme estas enormes tetas que me costaron un ojo de la cara y
de atiborrarme de hormonas durante meses para poder tener esta bella voz
que ahora escuchas, yo era un prometedor aspirante a profesor de
literatura de la Universidad del Antártico. Pero mira que tanta huelga y
tanto marxista con caspa me daban náuseas, así que lo dejé a mitad de
camino, entonces créeme que he leído lo suficiente como para saber quién
diablos es Charles Bukowski, que por cierto es un escritor menor si lo
comparamos con Capote o Tennesse Williams. Así que mí querido Charles,
si querías jugarme una broma, creo que el tiro te ha salido por donde ya
sabemos.
–Eh… yo…
–Y disculpa que te cuelgue, pero estoy resolviendo un test de
Cosmopolitan, preciso saber si soy una chica Cosmo, ¡Byeee!
Ya entiendo lo de educada en el anuncio. Ni modo, hoy no es mi día.
Será recurrir a las bromas telefónicas: “Señora, ¿allí lavan ropas?”,
“Disculpe señor, allí viven las hermanitas Singer” o “¿Está Mamenca?”.
Nada se pierde con intentar, ahí voy… 37150… no termino de marcar
cuando la servicial voz de una chica informa: “Lo sentimos, la Empresa
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Distrital de Teléfonos le informa que el plan de minutos asignado ha


caducado. Rogamos acercarse a nuestras oficinas para ponerse al
corriente”… tu-tu-tuuu.
¡Maldición!, sigo aburrido y sin un peso. Mastico un pedazo de pan duro
que encontré en el horno y me tiro a la cama. Me despierta el chillido del
timbre de la puerta. Son las siete de la noche. He dormido más de seis
horas. Al abrir la puerta, encuentro a Sandy. Me informa que me
estuvieron llamando esta mañana de la Biblioteca Kimoto.
–¡Oh, por Dios, es trabajo, Sandy! Dime, ¿necesitan a alguien allí,
cierto? ¿Un bibliotecario a lo mejor?
– No tanto, Greg. Buscaban a alguien idóneo para que lavara los baños,
pero como tu teléfono estaba ocupado llamaron a otro.
–Ya veo, baños sucios.
–Ya, Greg, quita esa cara y vamos a las bodegas de la Vía 40. Hoy hay
una de esas peleas clandestinas. Vamos, muévete, yo pago las cervezas.
–Baños sucios, vaya broma.

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