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LOS CONTRATOS MERCANTILES: ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Como es lógico, la evolución histórica de los contratos mercantiles corre paralela al Derecho
Mercantil. El Derecho Mercantil, en la forma que lo conocemos en la actualidad, no se conoció
en Roma; el derecho romano se dividía en dos grandes ramas: derecho público y derecho
privado. Dentro de éste, existía una institución, la del pretor, que se ocupaba de las cuestiones
del tráfico comercial.

El carácter autónomo e independiente del Derecho Mercantil aparece en la Edad Media; el


hundimiento del Imperio Romano en forma alguna significó la finalización de las relaciones
comerciales. El nacimiento de los gremios y corporaciones de mercaderes, con el fin de
defender sus intereses de clase, significó simultáneamente la aparición de estatutos aplicables
a sus miembros, e incluso, avanzando más, se crearon tribunales especiales que sólo juzgaban
a los mercaderes, pero que recogían las prácticas de comercio habituales, no sólo las antiguas,
sino las nuevas que la práctica deparaba.

Pero hay otro factor que contribuye al desarrollo del Derecho Mercantil: las ordenanzas o
estatutos de las ciudades, interesadas en regular el comercio marítimo (principalmente), base
de su riqueza. Las pioneras fueron las poblaciones italianas: Genova, Florencia, Milán, Venecia,
etc. Esta iniciativa es secundada por algunas poblaciones francesas (Marsella y otras del
mediodía). Las ciudades alemanas no se quedan rezagadas, forman lo que se denomina Liga
Hanseática, a base de ciudades bálticas, que tienen una gran influencia

en el comercio. La Corona de Aragón no podía estar ausente ante este hecho, efectuándolo
principalmente a través de dos ciudades mediterráneas: Barcelona y Valencia. Hasta el siglo XV
la población catalana se lleva la primacía, pero a su decaimiento es sustituida por Valencia,
cuyo denominado Siglo de Oro se centra precisamente en el siglo XV, siendo una verdadera
eclosión en todos los órdenes: literatura, pintura, arquitectura (se construye la Lonja de los
Mercaderes, hoy patrimonio artístico de toda la humanidad), y, cómo no, en el orden comercial.
La aportación de ambas ciudades a la codificación es relevante; Barcelona, a través de las
disposiciones del rey Pedro IV sobre cuestiones marítimas, donde están codificadas: las
disposiciones de los Magistrados municipales de Barcelona acerca del consulado de Sicilia; las
Leyes y Ordenanzas extraídas del «Recognoverunt proceres»; Ordenanzas de los Magistrados
municipales de Barcelona; otras sobre seguros marítimos; nuevos capítulos y ordenanzas
dictadas por la Corte del Principado de Cataluña, el día 8 de octubre de 1481; etc., etc.

Por su parte, Valencia emprende la codificación de lo que se denominará «Llivre del Consulat
del Mar». El capítulo primero dice: «Todos los años, la víspera de la Fiesta de la Natividad de
Nuestro Señor, los prohombres navegantes, patrones y marineros, o una parte de ellos, se
reúnen en consejo en la Iglesia de Santa Tecla de Valencia; y aquí, por elección directa, y no por
papeletas, concordes todos o la mayor parte, eligen cónsules a dos hombres buenos del arte
marinera, y a otro hombre de la misma profesión (y no de otro oficio, arte o menester), juez de
las apelaciones que se entablen contra las sentencias de los cónsules. Y las elecciones se hacen
por privilegio que los prohombres del arte marinera tienen del Señor Rey y de sus
antecesores». En Barcelona, estos cónsules eran elegidos por los magistrados municipales. El
Llivre del Consulat del Mar consta de 331 capítulos, y es un verdadero tratado de Derecho
Marítimo. Como ha dicho el profesor Villapalos en el prólogo a un libro de estos autores[1]: «El
Consulado del Mar es una institución cien por cien valenciana, que tanta repercusión tuvo a
través de los siglos».

Sin tanta pujanza, la legislación castellana también se ocupa de la regulación del comercio (no
olvidemos el importantísimo comercio de lanas en Castilla). Así, vemos disposiciones sueltas en
el Fuero Real y el Código de Alfonso el Sabio. No obstante, son las poblaciones marítimas
principales: Sevilla y Bilbao, las que dictan las mayores disposiciones. A través de este esbozo
histórico, vemos cómo ha surgido durante el medievo un derecho nuevo, de carácter
consuetudinario y profesional, sólo utilizado por la clase comercial: el Derecho Mercantil.

La época moderna continúa con esta tendencia, acrecentada con el descubrimiento de


América, que impulsó decisivamente el comercio con las nuevas tierras, especialmente en
Inglaterra. Francia, por medio del rey Enrique III de Valois, inicia la recapitulación de las
Ordenanzas Municipales, labor que se completa cerca de doscientos años más tarde por el Rey
Sol, Luis XIV, mediante las Ordenanzas, que respetan la autonomía de este derecho de clase, si
bien no impiden que personas ajenas a la condición de comerciantes intervengan en los
mismos y se sometan a sus tribunales.

La Revolución Francesa significó un duro golpe para el progreso del Derecho Mercantil. La
aplicación de sus conocidos lemas consideraron que chocaba con el espíritu gremial, clasista y
obsoleto, y se dictó la ley Chapelier, declarando la libertad de comercio en 1807, bajo el
mandato de Napoleón: instaurándose la teoría de los actos de comercio objetivos, que se
consideran mercantiles, independientemente del carácter de los contratantes; teoría que
influyó en los códigos del pasado siglo, entre ellos el español de Sáiz de Andino, y el vigente
de 1885, especialmente en el art. 2.°, que consagra la teoría objetiva de los actos de comercio.
A su vez, y dentro de esta época, el profesor Broseta[2] distingue dos períodos: desde la
Revolución Francesa hasta la I Guerra Mundial, donde priva el liberalismo absoluto,
inhibiéndose de cualquiera intervención estatal, y el siguiente, hasta nuestros días.

Los abusos que produce esta situación de liberalismo (monopolios, salarios de hambre, etc.)
motivan la intervención estatal, que se produce, según el citado profesor, en dos frentes: el
jurídico, mediante la promulgación de normas tendentes a corregir estos abusos y mediante la
intervención directa, creando empresas (el INI, por ejemplo); tendencia que se está
restringiendo enormemente, por lo deficitarios que eran estos entes estatales. El Derecho
Mercantil se está adaptando a los cambios que la sociedad moderna depara, hasta el punto de
que su divergencia con el Código Mercantil es total. Lo cual no deja de ser lamentable, ya que
numerosas figuras jurídicas que están surgiendo (leas-sing, factoring, joint venture, gran parte
de los contratos bancarios y franquicias) no están recogidos en el citado cuerpo legal. Así,
hemos de basarnos, para todas las cuestiones que suscitan (numerosas por la extensión que
están teniendo), en la doctrina de los autores y en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo y de
las Audiencias Provinciales.

En la actualidad, el mencionado profesor Broseta, en la citada obra, considera que en el


Derecho Mercantil se estructuran tres elementos esenciales: el empresario, la empresa y la
actividad externa. De ahí su definición: «Es el ordenamiento privado propio de los empresarios
y de su estatuto, así como de la actividad externa que éstos realizan por medio de una
empresa».
Como es lógico, las instituciones de Derecho Mercantil, entre ellas la compraventa, objeto de
este libro, siguen una evolución parecida a la del derecho originario de ellas. Al examinar las
normas mercantiles, en relación con las civiles, no hay que olvidar un dato importante:
el Código de Comercio es de fecha 22 de agosto de 1885, y el Código Civil de 24 de julio de
1889. Esta diferencia de cuatro años se nota en el articulado. El Código de Comercio incluye
disposiciones de tipo genérico para las obligaciones mercantiles (art.

50 a 63), bajo el epígrafe: disposiciones generales sobre los contratos de comercio; y los
términos prescriptivos son regulados en el título II de las prescripciones.

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