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La revitalización de los imperios de dominación

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Capítulo 8 LA REVITALIZACION DE LOS IMPERIOS DE DOMINACION: ASIRIA Y


PERSIA
la difusión de identidades culturales y de clases más amplias que también se
podían utilizar como instrumento de gobierno.
Las estrategias de gobierno de los dos imperios diferían dentro de esos amplios
límites y posibilidades. En general, los asirios com binaban el gobierno por
conducto del ejército y una cierta medida de cooperación obligatoria con un
«nacionalismo» difuso de clase alta de su propio núcleo. Los persas, que entraron
después en un ámbito más cosmopolita, combinaban el gobierno por conducto
de las élites conquistadas con una cultura de clase alta más amplia y más
universalizada. La diferencia es otro indicio de que, cualesquiera fuesen sus
similitudes generales, los imperios de dominación diferían considerablemente, tanto
según las circunstancias locales como las de la historia universal. En el
primer milenio a.C. se estaban desa rrollando considerablemente los
recursos de poder, especialmente los ideológicos. Primero Asiria, después
Persia y, por último, Ale jandro Magno y sus sucesores helenísticos estuvieron
en condiciones de ampliar la infraestructura del gobierno imperial y de clase.
Prof.
Maria Ceresa Martínez de Alonso
Reg. Eituia 4.21502 Freyre 8086 Eel. 550547 8000 Santa 7
Frigoyen

Asiria
Grecia constituyó un tipo polar de reacción a los desafíos del norte comentados en el
capítulo 6. El otro polo fue el imperio de dominación revitalizado. Los
principales imperios contemporáneos del período fenicio y griego que
acabamos de tratar eran Asiria y Persia. Me ocupo de ellos brevemente y a veces
de forma insegura, pues las fuentes no son ni mucho menos tan buenas como las rela
tivas a Grecia. De hecho, gran parte de nuestro conocimiento de Persia se deriva de
los relatos griegos de su gran enfrentamiento: fuente obviamente
tendenciosa.
En el capítulo 5 expuse las cuatro principales estrategias de go bierno para el
imperio antiguo: gobernar por conducto de élites conquistadas, gobernar por
conducto del ejército o avanzar hacia un nivel superior de poder, mediante una
mezcla de la «cooperación obligatoria» de una economía militarizada y los
comienzos de una cultura difusa de clase alta. Por una parte, la llegada del arado
de hierro y la expansión del comercio local, la acuñación de moneda y la
alfabetización, tendieron a centralizar la dirección del desarrollo económico, lo
cual hizo que la cooperación obligatoria fuera un tanto menos productiva y
menos atractiva como estrategia. Por otra parte, el carácter cada vez más
cosmopolita de esos procesos facilitó
Los asirios ’ derivaban su nombre de Assur, ciudad situada en el Tigris, al norte de
Mesopotamia. Hablaban un dialecto del acadio y estaban estratégicamente situados
en una importante ruta comer cial entre Acadia y Sumeria al sur y Anatolia y Siria
al norte. Apa recen primero como comerciantes que envían colonias mercantiles a
partir de Assur y establecen en la «Antigua Asiria» la forma débil, pluralista
y oligárquica de gobierno que probablemente era carac terística de los
antiguos pueblos comerciantes.
Los asirios deben su fama a una transformación notable de su estructura social.
En el siglo XIV a.C. iniciaron una política de ex pansión imperial, y en el Imperio
Medio (1375-1047) y el Imperio Nuevo (883-608) fueron sinónimos de militarismo.
Es poco lo que

Fuentes principales: sobre la antigua Asiria, Larsen, 1976; sobre el Imperio Medio, Goetze, 1975,
Munn-Rankin, 1975, y Wiseman, 1975, y especialmente sobre el Imperio Nuevo, Olmstead, 1923;
Driel, 1970; Postage, 1974a y b y 1979, y Reade, 1972. En Inglaterra se puede obtener una
impresionante sensación visual del poder y el militarismo asirios por los magníficos bajorrelieves
e inscripciones de las galerías asirias del Museo Británico.
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sabemos acerca de esta transformación, pero entrañó la resistencia a sus


señores mitanios y casitas. Más tarde, los asirios lograron con trolar tanto
extensas tierras cerealistas de secano como yacimientos de mineral de hierro. A
los reyes asirios les resultaba fácil y barato equipar a sus tropas con armas de
hierro y ayudar a la difusión de aperos de hierro entre su campesinado de las
llanuras septentrionales de Mesopotamia. El efecto geopolítico de la Edad del
Hierro sobre el imperio asirio fue muy señalado. Pues aunque el núcleo del im
perio estaba a caballo de las rutas comerciales fluviales (igual que todos sus
predecesores), obtenía la mayor parte de su excedente de las tierras
cultivadas y los pastos de secano. El papel del pequeño agricultor y del
campesino-soldado fue muy parecido al que éstos desempeñaron en Roma más
tarde. El núcleo del Imperio Asirio —y después del Imperio Persa en la misma
zona— se hallaba en las llanuras cerealistas.
Dadas nuestras propias tradiciones bíblicas, huelga decir que el Imperio Asirio
era militarista. Los registros y las escrituras asirios, y los gritos de horror y de
desesperación registrados por sus ene migos, lo atestiguan. Sin embargo, en
su militarismo hemos de dis tinguir entre la realidad y la propaganda, aunque
ambas cosas guar daban una relación estrecha. Su relación era el resultado
lógico de la tentativa de gobernar en gran parte por intermedio del ejército. Ya he
aducido que en los imperios de dominación, la opción militar consistía en aterrar
tanto a los enemigos con la amenaza y el empleo ocasional del máximo de
represión que esos enemigos se somerían «voluntariamente».
Pero no debemos creer sino una pequeña fracción de las afirma
ciones jactanciosas de los asirios. Eso queda claro en una esfera en la cual los
estudiosos han dado a veces muestras de credulidad: la cuestión del tamaño del
ejército asirio del Imperio Nuevo. Estudio sos como Manitius y Saggs (1963) han
aducido lo siguiente: el ejér cito estaba integrado por dos elementos, las levas de
los gobernado res provinciales y un ejército permanente central. Una leva
típica de una sola provincia consistía en 1.500 hombres de caballería y
20.000 arqueros y soldados de infantería, y había muchas de esas levas
(por lo menos 20 en todo el imperio). El ejército permanente central era lo
bastante numeroso como para coaccionar a un gobernador pro vincial que fuera
demasiado ambicioso y, en consecuencia, tenía como mínimo el doble de los
efectivos de la leva de cualquier gobernador. Así, el ejército asirio ascendía en
total a varios centenares de miles
de hombres, probablemente a más de medio millón. Eso concordaría con las
afirmaciones asirias de haber infligido en muchas ocasiones 200.000
muertos a sus enemigos, así como de haber tomado cente nares de miles de
prisioneros.
De hecho, con lo que esto concuerda es con la propaganda asiria, no con un
conocimiento verdadero de las realidades logísticas. ¿Cómo podía ni siquiera
reunirse un ejército de «centenares de miles de hombres» en un solo lugar, y no
digamos lanzarlo contra el enemigo, en los tiempos antiguos? ¿Cómo se le podía
equipar y abastecer? ¿Cómo podían avanzar juntos? Las respuestas son: no se
les podía reunir, lanzar al ataque, equipar, abastecer ni hacer que
avanzaran. Los predecesores de los asirios en la zona, los hititas, estaban bien
organizados para la guerra. En su apogeo, podían poner en campaña a
30.000 hombres, aunque los enviaban a un punto de reunión en muchos
destacamentos separados, bajo señores distintos. Sus sucesores, los persas,
lograron reunir mayores efectivos (como veremos), quizá en concentraciones de
entre 40.000 y 80.000 hom bres. En la situación de abastecimiento especialmente
fácil de la in vasión de Grecia, las fuerzas persas podían ser algo más
numerosas, además de estar complementadas por fuerzas navales parecidas. In
cluso en ese caso, sólo podía participar en una sola batalla una parte reducida de
esas fuerzas. Más tarde, los romanos también podían poner en campaña'un
máximo de 70.000 hombres, aunque por lo general reunían menos de la mitad de
esa cifra. Las cifras persas y romanas se ven complicadas por los sistemas de
recluta de campe sinos. Idealmente, se podía colocar bajo las armas a cada
ciudadano romano y quizá también a la mayor parte de los campesinos persas.
Esta parece ser la única explicación de las supuestas cifras asirias con alguna
base en la realidad. La recluta de los campesinos hacía que el total teórico
fuera enorme y los líderes asirios mantenían la pre tensión ideológica de que
podían emplearse la recluta universal.
¿Por qué lograron esas afirmaciones una plausibilidad aparente? En primer
lugar, nadie contaba realmente esos ejércitos, por el sen cillo motivo de que no
se reunían sino brevemente, pues por lo general estaban dispersos en
muchos destacamentos. Probablemente, el propio rey asirio no tenía mucha
idea del total. En segundo lugar, el enemigo confundía la movilidad con los
efectivos (como les ocu rrió después a las víctimas de los mongoles). Los
asirios lograron dos grandes avances militares. Introdujeron tipos de caballos
más pesados, pero más rápidos, robados del norte y del este y criados
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de clemencia! En esas condiciones, los residentes urbanos de Meso


potamia celebraban muchas veces contar con el orden y la protec ción de
Asiria. Pero si se resistían o se rebelaban:

En cuanto a esos hombres... que conspiraron perversidades contra mí, les


arranqué las lenguas y les derroté totalmente. A los demás, vivos, los
aplasté con las mismas estatuas de deidades protectoras con las que habían
aplastado a mi propio pueblo Senaquerib, ahora por fin como sacrificio tardío de
enterramiento por el alma de aquél. Sus cadáveres, cortados en pedazos, se los
di para que comieran a los perros, los cerdos, las aves zibu, los buitres, las
aves del cielo y los peces del océano. (Citado en Oates, 1979: 123.]
en los ricos pastizales de la llanura. Quizá tuvieran la primera fuerza
organizada de caballería, distinta de los carros, de la historia del Cercano
Oriente. E introdujeron una estructura regimental más cla ra, lo cual permitía
una mejor coordinación de la infantería, la ca ballería y los arqueros (que más
tarde imitaron los persas). Su propia línea de batalla era muy flexible y móvil:
combinaba pares de infan tes —formados por un arquero protegido por un
escudero con ar madura y lanza, con jinetes, carros de combate y honderos. Es
significativo que la propaganda militar asiria combinara las ideas de
rapidez y masa, y después de todo es la combinación de ambas cosas, la
velocidad, lo que importa en el combate. El enemigo temía los ataques por
sorpresa de los asirios. Las inscripciones de Sargón II (622-705 a.C.)
también sugieren que había un nuevo ejército perma nente listo para el
combate a lo largo de todo el año. Ambas cosas indicarían que también la
intendencia asiria debía de ser excelente.
En resumen, lo que los asirios les era logísticamente posible era un
perfeccionamiento de los detalles de organización y de la caba llería, quizá
dependiente de los perfeccionamientos acumulativos en la producción agrícola
introducidos por la Edad del Hierro. Pero las limitaciones globales del
imperio seguían siendo enormes.
Si siempre se hubieran comportado como les gustaba jactarse, y como
evidentemente se comportaban a veces, no habrían durado. Véase un típico
extracto de los anales reales asirios, en el cual se presume de lo que
ocurrió a una ciudad-Estado derrotada:
-
---
---
-..-..—
.

Maté a 3.000 de sus combatientes con la espada. Les arrebaté prisioneros,


posesiones, bueyes [y] ganado. Les quemé muchos cautivos. Capturé mu chos
soldados vivos: a algunos les corté los brazos (y las) manos; a otros les
corté las narices, las orejas (y las] extremidades. Saqué los ojos a muchos
soldados. Amontoné a los vivos (y también) amontoné las cabezas. Colgué
sus cabezas de árboles en torno a la ciudad. Quemé a sus muchachos [y] muchachas.
Arrasé, destruí, incendié [y] consumí la ciudad.
Así declaraba el rey Assurbanipal (668-626 a.C.).
Esta es la «opción militar» perseguida hasta sus límites conocidos más
feroces en nuestras tradiciones históricas. Un grupo con inven tiva militar podía
realizar grandes conquistas y mantener sometida a una población aterrada
mediante la amenaza y el empleo ocasional de un militarismo implacable. Esto se
aplicaba también a una política que, pese a no ser nueva (el Estado hitita
contenía a varios «depor tados»), se había ampliado considerablemente: la
deportación forza da de pueblos enteros, entre ellos, como sabemos por la Biblia,
las diez tribus de Israel.
Esas políticas eran muy explotadoras. Pero en el militarismo asi rio también
podemos detectar la cooperación obligatoria. Cuando los anales reales terminan
de hacer afirmaciones jactanciosas de vio lencia, pasan a tratar de sus
presuntos beneficios. Afirman que la imposición de la fuerza militar lleva a la
prosperidad agrícola de cuatro formas: 1) la construcción de «palacios», centros
administra tivos y militares (que aportan seguridad y «keynesianismo
militar»; 2) el suministro de arados al campesinado (aparentemente, inversio nes
financiadas por el Estado); 3) la adquisición de caballos de tiro (útiles tanto
para la caballería como para la agricultura), y 4) el al macenamiento de
reservas de cereales. Postgate (1974a, 1980) consi dera que esto no era sólo
jactancia, sino también un hecho: a medida que los asirios avanzaban,
aumentaban la densidad de población y ampliaban la zona de cultivo a tierras
hasta entonces probablemente incluso la política de
«desiertas»;
deportaciones forzadas formaba parte de esa estrategia de colonización.
El orden militarista seguía siendo útil para la población superviviente (en
expansión).
Pero los asirios también eran innovadores en otros respectos.
Por otra parte, los anales dicen que en ocasiones los asirios eran positivamente
amables con los babilonios. Les daban «comida y vino, les vestían con
prendas de brillantes colores y les hacían regalos >> (los extractos de los
anales proceden de Grayson, 1972, 1976). Tam bién variaban en su elección
de vasallos: a veces gobernadores asi rios, a veces reyes clientes que
gobernaban bajo su soberanía. ¡Si uno pagaba su tributo y reconocía la
dominación asiria, habría muestras
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Como señalé en el capítulo 5, es posible que el principal peligro de utilizar la


opción militar no sea sólo el evidente de concitar el odio de los conquistados.
Puede consistir más bien en la dificultad de mantener unido al ejército en
condiciones políticas de paz. Los asi rios utilizaron el mecanismo secular, que
nosotros llamamos en sen tido general «feudalismo», de conceder las tierras y los
pueblos con quistados, así como cargos a sus lugartenientes y sus soldados a
cambio del servicio militar. Y después mantenían un ejército de cam paña móvil
para vigilarlo todo. Pero, sin duda, eso sería insuficiente para impedir que los
conquistadores «desapareciesen» en la «socie dad civil».
Sin embargo, parece que los conquistadores asirios no lo hicie ron, o por lo
menos hubo menos períodos de guerra civil, disputas sucesorias y períodos de
anarquía interna de lo que sería habitual en un imperio de semejantes
dimensiones y duración.
El motivo parece ser una forma de «nacionalismo». Es de reco nocer que la
palabra puede resultar inadecuada. Sugiere una ideolo gía cohesiva que se
difunde verticalmente por todas las clases de la «nación». No tenemos ni el
menor indicio de que ocurriera algo así en Asiria. Parece bastante improbable en
una sociedad tan jerárqui ca. El «nacionalismo» griego dependía de una igualdad
aproximada y de un cierto nivel de democracia política y los asirios no tenían
nada por el estilo. Parece más seguro afirmar que las clases altas asirias -la
nobleza, los terratenientes, los comerciantes, los oficia les— se veían a sí
mismos como pertenecientes a la misma nación. Ya en los siglos XIV y XIII a.C.
se produjo una aparente evolución hacia la conciencia nacional. La referencia
normal a la «ciudad de Assus» pasó a ser la «tierra de Assur». Ya señalé, en el
capítulo 4, cómo Liverani (1979) había calificado de nacionalista a la religión
asiria durante el Imperio Nuevo porque la misma palabra «asirio» pasó a significar
«sagrado». Naturalmente, cuando hablamos de re ligión asiria nos referimos a la
propaganda estatal que en gran me dida ha llegado hasta nosotros por conducto
de las inscripciones escultóricas y de la biblioteca, por fortuna conservada, de
Assurba nipal. Sin embargo, el objetivo de la propaganda es convencer y atraer,
en este caso, a los puntales más importantes del gobierno, la clase alta y el
ejército asirios. Parece que éstos participaban de una ideologia común, una
comunidad normativa que se difundía uni versalmente entre las clases altas. Al
igual que la élite romana, eran sobre todo terratenientes absentistas, que residían
en las capitales,
y es de suponer que, también al igual que los romanos, compartían una vida
social y cultural muy intensa. Su comunidad parece haber terminado en las
fronteras de lo que se calificaba de la nación asiria, y haber asignado a las
provincias exteriores una condición claramen te subordinada y periférica. Quizá
fuera ésta la técnica más innova dora de gobernar, pues significaba la cohesión del
núcleo del impe rio. Parece que el poder ideológico como moral inmanente
de la clase gobernante hace su entrada histórica más clara hasta el momen to
de la narración.
Y tampoco era un cuasi nacionalismo algo excepcional de los asirios en aquella
época. En el capítulo 5 mencioné la opinión de Jacobsen de que las religiones del
primer milenio a.C. (en el Cerca no Oriente) eran nacionalistas. Un ejemplo obvio
es el judaísmo. Jacobsen aducía que éste era una respuesta a las condiciones
peli grosas, inciertas y violentas de la época. Pero cabría aducir lo con trario: la
violencia podría deberse a sentimientos nacionalistas. ¡El cortarle la lengua a la
gente antes de matarla a palizas con sus pro pios ídolos no constituye una
respuesta obvia a condiciones de pe ligro! Hay algo nuevo que explicar acerca de
la difusión del naciona lismo.
Pero no podemos explicarlo realmente con detalles eruditos, pues disponemos
de muy pocos. Lo que sigue es mi propia especulación, A medida que se
desarrollaban la alfabetización, el comercio local y regional y las formas
rudimentarias de acuñación de moneda y que iban en aumento los excedentes
agrícolas en los núcleos de los Es tados, crecieron fuentes universales más
difusas de identidad social a expensas de las fuentes particularistas y
locales. No son sólo los grandes imperios los que pueden incorporar ese
universalismo, como argumenta Eisenstadt (cuyas ideas comenté en el
capítulo 5). En otras condiciones pueden extenderse formas más
descentralizadas de universalismo. Así empezó a ocurrir probablemente a
principios del primer milenio a.C. Wiseman (1975) detecta un creciente cosmopo
lismo en Asiria y Babilonia en el período del 1200-1000 a.C., una fusión de
prácticas asirias, babilónicas y hurritas. No puedo explicar por qué deben
unos sentidos más amplios y difusos de identidad formar dos niveles
distintos, el de la cultura cosmopolita sincretista y el de la protonación como la
de los asirios o la de los judíos. Pero ambos constituyeron pasos hacia unas
identidades más extensivas y difusas. Una vez formado, el sentimiento de
identidad cada vez ma yor de los asirios no resulta difícil de explicar: se
alimentaba de su
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se convirtieron en oposición o en subversión mutua durante su de cadencia. Es


muy posible que se trate del mismo tipo de proceso que podemos observar
mucho más claramente en el caso posterior de Roma, que se comenta en los
capítulos 9 y 10. Si ocurrió así, los asirios, al igual que los romanos, perdieron
el control de las fuerzas de la «sociedad civil» que ellos mismos habían
fomentado. Y su respuesta inicial consistiría en apretar cada vez más las tuercas,
en lugar de aflojarlas mediante un mayor sincretismo cultural.
Cuando Asiria se vio desafiada militarmente, no podía absorber y fusionar. Podía
combatir hasta morir. Con el tiempo, eso fue lo que ocurrió, de forma rápida y en
apariencia inesperada. Tras hacer frente, se supone que con éxito, a las
incursiones de los escitas lle gados del norte y al desorden interno, Asiria cayó
ante las fuerzas combinadas de los medos y de los babilonios entre el 614 y el 608
a.C. Sus ciudades quedaron destruidas en un estallido del odio de los oprimidos.
Asiria y su pueblo desaparecen de nuestros regis tros. De todos los grandes
imperios de la antigüedad, Asiria es el único al que nadie ha recordado con
nostalgia, aunque detectemos una influencia asiria en administraciones
imperiales ulteriores.
--
-

tipo de militarismo triunfante, más o menos como ocurrió más tar de, y de
forma más visible, entre los romanos de la República inicial y la madura.
Pero no llegaron tan lejos como los romanos o los persas en la
extensión de la «ciudadanía/identidad nacional» asiria a las clases
gobernantes de los pueblos conquistados.
Los asirios alcanzaron extraordinarios éxitos como conquistado res,
probablemente gracias a su nacionalismo exclusivo. Pero eso también
fue lo que acabó con ellos. Sus recursos quedaron someti dos a una tensión
excesiva debido a las responsabilidades del gobier no militarista. El
imperio se redujo a su núcleo asirio en respuesta a la presión de los pueblos
semíticos de Arabia a los que nosotros llamamos arameos.
Con el tiempo resurgió el Imperio Nuevo, con el doble de ex tensión de sus
predecesores. Para la época en que el Imperio Nuevo se había
institucionalizado, en torno al 745 a.C., se había producido un cambio
considerable. La escritura simplificada del arameo (del cual se derivaron las
escrituras árabe y hebrea) había empezado a penetrar en todo el imperio,
lo cual sugiere que bajo el nacionalismo militar e ideológico de los asirios se estaba
desarrollando rápidamen te un cosmopolitismo intersticial y regional. Una gran
diversidad de pueblos conquistados participaba en cierta medida en el
intercambio ideológico y económico. La política de las deportaciones
masivas lo había fomentado. Los asirios habían elaborado una forma de poder
militar/político estricta. Su propia estructura social apoyaba el mili tarismo y se
transformaba conforme a las necesidades de éste, de forma que, por ejemplo,
surgió el feudalismo como manera de com pensar a las tropas, pero
manteniéndolas como fuerza de reserva activa. Pero estaban relativamente
mal equipados para otras fuentes del poder. Parece que su interés por el
comercio fue decayendo, pues gran parte del comercio exterior se dejó en
manos de los fenicios y los arameos se apropiaron de parte del comercio
interno. La alfabe tización podía integrar una superficie mayor, pero no bajo su
con trol exclusivo. Sus políticas implacables aplastaron las pretensiones
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El Imperio Persa

Durante breve tiempo existió en el Oriente Medio un equilibrio de poder


geopolítico entre los dos Estados conquistadores, Media y Babilonia, y Egipto. Es
probable que los medos fueran parecidos a los persas ?, a los cuales dominaron
en un principio. Ambos Estados estaban establecidos en la meseta iraní y
adaptaron las técnicas de combate de los arqueros montados de las
estepas a la organización de los asirios. Heródoto nos dice que el rey de Media
fue el primero que organizó ejércitos asiáticos en unidades separadas de
lanceros, arqueros y caballería: una clara imitación de la organización asiria.
Pero después, un rey vasallo persa, Ciro II, se rebeló, explotó las divisiones entre
los medos y conquistó su reino entre el 550 y el 549. En el 547, Ciro marchó hacia
el oeste y conquistó al rey Creso de Lidia, con lo cual se aseguró la parte
continental del Asia Menor. Después, sus generales tomaron una por una las
ciudades-Estado
de ellos la posibilidad de hacer aportaciones concretas y especializa das al
imperio. El producto fue un cosmopolitismo emergente, aun que agazapado
bajo las lanzas asirias.
Ni siquiera este imperio de apariencia tan feroz era unitario. Poseía
dos niveles distintos de interacción que se alimentaron mu tuamente, de forma
creativa, durante la ascensión de Siria, pero que
2 Las principales fuentes han sido Olmstead, 1948; Burn, 1962; Ghirshman, 1964; Fry, 1976;
Nylander, 1979, y Cook, 1983.
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griegas del Asia Menor. En el 539 se rindió Babilonia. El Imperio Persa quedaba
establecido con una extensión aún mayor que el Im perio Nuevo asirio, y con la
mayor jamás conocida en el mundo. En su apogeo contenía tanto una satrapía
india como otra egipcia, además de todo el Oriente Medio y el Asia Menor. Su
anchura de este a oeste era de más de 3.000 kilómetros; en longitud de norte a
sur, de 1.500. Parece que tenía una superficie de más de cinco mi llones de
kilómetros cuadrados, con una población calculada en unos 35 millones de
habitantes (de los cuales entre seis y siete millones correspondían a la provincia
egipcia, densamente poblada). Perma neció generalmente en paz durante
doscientos años bajo la dinastía de los Aqueménidas, hasta que lo derrotó
Alejandro.
Es imprescindible subrayar las enormes dimensiones y la diver sidad ecológica
de este imperio. Ningún otro imperio antiguo pose yó unas provincias tan
diversas ecológicamente. Mesetas, cordilleras, selvas, desiertos y complejos de
regadío desde el sur de Rusia hasta Mesopotamia, más las costas del Océano
Indico, el Golfo Arábigo, el Mar Rojo, el Mediterráneo y el Mar Negro: una
estructura im perial notable, pero evidentemente caótica. Era imposible
mantenerla unida con los métodos de gobierno relativamente inflexibles asirios,
romanos o incluso acadios. De hecho, había partes que no se halla ban sino en
un sentido muy lato bajo el gobierno persa. Muchas de las regiones montañosas
eran incontrolables, e incluso en los mo mentos de mayor poderío persa, sólo
reconocían el tipo más general de soberanía. Partes del Asia Central, el sur de
Rusia, la India y Arabia eran prácticamente Estados clientes semiautónomos y no
pro vincias imperiales. La logística de cualquier forma muy centralizada de
régimen era absolutamente insuperable.
Incluso en esos casos, no obstante, los persas exigían una forma concreta
de sumisión. No había más que un rey, el Gran Rey. Al contrario que los asirios,
no toleraban la existencia de reyes clientes, sólo de vasallos clientes y de
gobernadores subordinados. En térmi nos religiosos, el Gran Rey no era divino,
pero sí era el gobernador ungido por Dios en la Tierra. En la religión persa, eso
significaba ungido por Ahuramazda, y parece que una condición para la tole
rancia religiosa era que las demás religiones también lo ungieran. Por eso, las
reivindicaciones persas en la cumbre eran inequívocas y se aceptaban
formalmente como tales.
En un escalón más bajo de la estructura política, también adver timos una
reivindicación de imperio universal, aunque la infraestruc
tura no siempre pudiera sustentarlo. El sistema de los sátrapas me recuerda al
sistema decimal de los incas, una afirmación clara de que este imperio pretende
ser único y estar centrado en su gobernante. Darío (521-486 a.C.), yerno de
Ciro, dividió todo el imperio en veinte satrapías, cada una de las cuales era
un microcosmos de la administración del rey. Cada una de ellas combinaba
la autoridad civil con la militar, cobraba tributos y hacía levas militares, y se
encargaba de la seguridad y de la justicia. Cada una de ellas tenía una
cancillería, con escribas en arameo, elamita y babilonio, bajo la dirección de
persas. Además, había departamentos de hacienda y de manufacturas. La
cancillería mantenía correspondencia hacia arriba con la corte del rey y hacia
abajo con las autoridades locales de la provincia. Además, se intentaba casi
siempre aportar una infraestruc tura imperial mediante la adaptación de todo
lo que existía de útil en el imperio cosmopolita.
Los persas, al igual que los asirios, habían establecido una supre macía
militar inicial. Parece que sus propias tradiciones culturales y políticas eran
débiles. Incluso sus estructuras militares eran fluidas y, aunque sus victorias
eran espectaculares, parecen haberse basado menos en la fuerza
abrumadora o en la técnica militar que en el

dividir a sus enemigos. En este contexto, su falta de tradición y su oportunismo


constituían su fuerza. Su logro ulterior consistió en gobernar de forma flexible el
medio otra vez más cosmópola del Oriente Medio, dentro del respeto a las
tradiciones de los pueblos conquistados y tomando de ellos todo lo que les
pareciese útil. Su propio arte muestra a los extranjeros dentro del imperio
como hom bres libres y dignos, autorizados a portar armas en presencia del
Gran Rey.
Los extranjeros mismos confirman esa impresión. Es inconfun dible el
agradecimiento a los conquistadores por la clemencia de su gobierno. Ya he
citado a Heródoto en el capítulo 7. La crónica de Babilonia nos dice: «En el mes
de Arahshammu, el tercer día, Ciro entró en Babilonia, le echaron ramos verdes:
el estado de Paz quedó impuesto en la ciudad. Ciro envió saludos a toda
Babilonia» (citado en Pritchard, 1955: 306). Se privilegió a los judíos como
contrapeso de Babilonia y se les devolvió a su hogar de Israel. La forma del
edicto de Ciro, conservado por Ezra, tiene especial significado:
‫ܚܚܚܚܚܚ‬

Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová, el dios de los cielos, me ha dado
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todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén,


que está en Judá. Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea Dios con él y suba
a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa a Jehová Dios de Israel (él es
Dios), la cual está en Jerusalén. (Ezra 1: 2 y 3. Biblia, C. de Valera.)

Ciro estaba dispuesto a mostrar deferencia al Dios de los judíos por motivos
políticos, al igual que a todos los dioses. A cambio, los judíos los considerarían el
«ungido» [del Señor) (Isaías 45: 1).
Tanto la tolerancia como el oportunismo son evidentes en una infraestructura
básica de las comunicaciones como era la escritura. Por lo general, las
inscripciones persas oficiales comunicaban reivin dicaciones de poder a las
diversas clases de élite del imperio. Se utilizaban tres escrituras cuneiformes
diferentes: el elamita (el idio ma centrado en Susa), el acadio (idioma y escritura
oficiales de Ba bilonia y de algunos asirios) y un paleopersa simplificado
inventado durante el reinado de Darío. También se incluían el egipcio, el ara meo y
probablemente el griego cuando procedía. Pero para la co rrespondencia oficial
hacía falta más flexibilidad y ésta la aportaba el arameo. Este idioma se convirtió
en la lingua franca del imperio y del Cercano Oriente en general hasta la época de
las prédicas de Jesús. Los persas lo utilizaban, pero no lo controlaban. No era
su universalismo.
Había préstamos evidentes en toda la infraestructura. La moneda acuñada, el
darío de oro, representaba a un arquero coronado co rriendo (el propio Darío) y
vinculaba al Estado con las redes co merciales de Asia Menor y de Grecia,
además de haberse tomado, probablemente, de sus modelos. Los caminos reales
se construían conforme a la pauta asiria y estaban salpicados de postas con un
sistema perfeccionado (que databa de la época acadia), de manera que
facilitaban las comunicaciones, un medio de vigilancia y también de acceso
para los extranjeros. La caballería y la infantería persas con lanza y arco estaban
coordinadas con los hoplitas mercenarios griegos; al ejército se sumaba la flota
fenicia.
La tolerancia de los persas no era ilimitada. Tenía una clara pre ferencia por las
estructuras locales de poder con la misma forma que las suyas. Por eso se
sentían incómodos con la polis griega y fomen taban los gobiernos griegos de
tiranos clientes. Ya la forma de de signar a los sátrapas era en sí misma una
solución intermedia. En algunas zonas se designaba sátrapas a nobles persas;
en otras los
gobernantes locales se limitaban a adquirir un nuevo título. Una vez instalados
en su puesto, eran totalmente autónomos, con tal de que aportaran tributos y
levas militares y establecieran el orden y el respeto por las formas imperiales.
Esto significaba que en provincias con administraciones bien asentadas, como
Egipto o Mesopotamia, aunque el sátrapa fuera persa, gobernaría más o menos
como habían gobernado anteriormente las élites locales. Y en las zonas
retrasadas negociaría con sus inferiores --jeques, señores de tribus, jefes de
aldeas- de una forma muy particularista.
En todos esos sentidos, el Imperio Persa se ajusta al tipo ideal de la sociología
comparada del régimen imperial o patrimonial co mentado en el capítulo
5. Su centro era despótico, con firmes pre tensiones universales; pero su poder
infraestructural era débil. El contraste aparece claramente por conducto de
las fuentes griegas. Estas se explayan a fondo, horrorizadas pero
fascinadas, acerca de los rituales de postración ante el rey, el esplendor de
sus atavíos y su corte, la distancia a que se mantenía de sus súbditos. Al
mismo tiempo, sus relatos demuestran que lo que ocurría en la corte solía ser muy
diferente de lo que ocurría en las provincias. La relación de Jenofonte de la marcha de
los 10.000 mercenarios griegos de vuelta a casa desde Asia menciona zonas donde
los habitantes sólo tienen una confusa conciencia de la existencia de un Imperio
Persa.
Por otra parte, eso no es todo. El imperio fue duradero, incluso después de
que el Gran Rey sufriera humillaciones militares, como le ocurrió a Darío con los
escitas y a Jerjes con los griegos. Al igual que los asirios, los persas
incrementaron los recursos de poder del Imperio. Al igual que aquéllos,
parece que la innovación crucial se produjo en la esfera del poder ideológico
como forma de moral de la clase gobernante. Pero elaboraron una ideología de
clase alta más bien «internacional» que limitada a lo nacional. Los persas
amplia ron mucho las formas asirias de educación para los hijos de las élites
conquistadas y aliadas, así como para los de su propia clase noble. La
tradición persa consistía en sacar a los muchachos (es poco lo que sabemos de
las muchachas) del harén a los cinco años de edad. Hasta los veinte, se
educaban en la corte real o en la de un sátrapa. Aprendían historia de
Persia, religiones y tradiciones, aunque de forma totalmente oral. Ni siquiera
Darío sabía leer ni escribir, según proclamaba él mismo. Los chicos mayores asistían a
los tribunales y escuchaban las actuaciones judiciales. Aprendían música y
otras artes. Y se hacía mucho hincapié en la formación física y militar. La
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Una historia del poder hasta 1760 d.C.
La revitalización de los imperios de dominación
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educación tendía a universalizar esta clase, a hacerla auténticamente extensiva y


a politizarla en todo el imperio. Al fomentarse los ma trimonios mixtos entre
noblezas que antes estaban muy diferencia das, y concederse feudos a mucha
distancia de la patria de quien los recibía, también se reforzaba la identidad
extensiva de clase frente al particularismo local. A la cabeza del Imperio,
en sus cargos más altos y en su cultura estaban los persas, y su núcleo
persa siempre fue el decisivo, y evidentemente había muchas localidades
cuyas tra diciones eran demasiado resistentes para incorporarlas. Pero lo que
mantuvo al Imperio unido pese a intrigas dinásticas, sucesiones dis
putadas, desastres en el exterior y una diversidad regional inmensa, parece haber sido
fundamentalmente la solidaridad sincrética, ideo lógica, de su clase
gobernante noble. El universalismo tenía un doble centro, el Gran Rey y sus
nobles. Aunque discutieran y se enfren taran, seguían siendo leales frente a
cualquier posible amenaza de abajo o de fuera, hasta que apareció alguien
que podía dar más apo yo a su gobierno de clase. Ese fue Alejandro. Una vez
más, el pro ceso es dialéctico. Cada uno de esos imperios (de relativo éxito)
poseía más recursos de poder que sus predecesores y, en general, los adquiría a
partir de las causas del derrumbamiento de su predecesor.
Existe otro aspecto importante de la ideología persa. Por desgra cia, ésta es
para nosotros una zona de incertidumbre. Es la religión de Zoroastro. Sería
magnífico poder datar los orígenes y la evolución de Zoroastro, pero no
podemos. Tuvo un protector real, quizá el persa Teipses (circa 675-640 a.C.),
quizá un gobernante anterior. Es probable que en un contexto predominantemente
pastoril (el nom bre de Zoroastro significa «el hombre de los camellos viejos»,
igual que el de su padre significa «el hombre de los caballos grises»), empezara a
predicar y a escribir acerca de sus experiencias religiosas. Estas se centraban en
la revelación divina, en conversaciones con «el señor que sabe», Ahuramazda,
quien encargó a Zoroastro que lle vara su verdad al mundo. Entre esas verdades
figuraban las siguientes:
En estas simples doctrinas vemos el núcleo de las religiones sal vacionistas, y
de la contradicción que expresan, a lo largo de los dos mil años siguientes. Un
dios, que rige el universo, incorpora la ra cionalidad que todos los seres
humanos están capacitados para des cubrir. Están capacitados para escoger
entre luz o las tinieblas. Si escogen la luz, logran la inmortalidad y el alivio de los
sufrimientos. Podemos interpretarla como una doctrina potencialmente universal,
ética, radicalmente igualitaria. Parece saltarse todas las divisiones ho rizontales y
verticales; parece estar a disposición de todos los Esta dos y las clases políticas.
No depende de la experta celebración de un ritual. Por otra parte, incorpora una
autoridad, la del profeta Zoroastro, a quien primero se reveló la verdad y cuya
racionalidad se eleva por encima de la del común de los mortales.
Esta no era la única doctrina dual en el primer milenio a.C. La religión de las tribus
israelitas había ido sufriendo una lenta trans formación en sentido monoteista.
Jehová se convirtió en el único Dios y, al oponerse a los cultos rivales de la
fertilidad, se convirtió en un Dios universal relativamente abstracto, el Dios de la
verdad. Aunque los israelitas eran un pueblo escogido, era Dios de todos los
pueblos, sin especial relación con la forma específicamente agra ria de vida
de los israelitas. Y pese a ser directamente accesible a todos, se comunicaba
especialmente por conducto de profetas. La similitud de doctrina en el
zoroastrismo llega a aspectos concretos (por ejemplo, la creencia en
ángeles), y es probable que la religión persa influyera en la evolución del
judaísmo. Después de todo, los persas habían devuelto a los judíos a Jerusalén e
Israel siguió siendo un Estado cliente durante mucho tiempo. Quizá hubiera otras
reli giones monoteístas, potencialmente universales y salvacionistas, que se
estaban extendiendo por todo el inmenso espacio ordenado del Imperio Persa.
Pero es más fácil percibir la doctrina que la práctica o la influencia. La
religión de Zoroastro es especialmente enigmática. ¿Se transmitió efectivamente
por un sacerdocio mediador, los mis teriosos Magos? Los Magos existieron, es
posible que fueran de ori gen medo, y parecen haber sido expertos en ritual. Pero
no parecen haber poseído un monopolio religioso, ni mucho menos haber cons
tituido una casta, como sus homólogos indios, los brahmanes. Es posible que su
condición social diferenciada, como sacerdotes o como tribu, estuviera ya
decayendo durante el período de grandeza persa.
Los dos Espíritus primeros que se revelaron en la visión como Gemelos son el Mejor y el
Malo en pensamiento y palabra y acto. Y entre esos dos los sabios escogieron bien, los
necios no. [Y] hablaré de lo que el Más Santo me declaró como la palabra que es mejor
obedezcan los mortales... Quienes me escuchan le rendirán a él (es decir, a Zoroastro)
obediencia y alcanzarán el Bienestar y la Inmortalidad por los actos del Buen
Espíritu. [De los Ga thas, Yasna 30 y 45: texto citado completo en Moulton, 1913.]
una religión de la nobleza? ¿Fue el monoteísmo en aumento o en
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Una historia del poder hasta 1760 d.C.
La revitalización de los imperios de dominación
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decadencia? ¿Hasta qué punto lo utilizaron Darío y sus sucesores para
apuntalar su gobierno? Es evidente su utilidad para el rey. Tan to Darío como Jerjes
decían que su principal enemigo era la Mentira, que también era el enemigo
de Ahuramazda. Lo más plausible pa rece ser que el zoroastrismo representara
posibilidades de una reli gión salvacionista auténticamente universal, pero en la
práctica el Gran Rey se lo apropió y lo difundió entre su nobleza como justi
ficación ideológica, y también como explicación intelectual y moral genuina, del
gobierno conjunto del rey y la nobleza. Pero no era el único tipo de esa
ideología. Y las doctrinas que contenía poseían posibilidades de mayor difusión
por encima de las fronteras de clase y de Estados.
La prueba de fuego del poder persa y su aspecto más documen tado llegó con los
dos grandes enfrentamientos con los griegos. Po demos empezar por la
evaluación que hicieron los griegos de la fuer za militar de los persas en el
primer enfrentamiento: la invasión de Grecia por Jerjes en el 480 a.C.
Naturalmente, a los griegos les agradaba exagerar mucho los efectivos de sus
principales enemigos. Se ha sugerido (por ejemplo, Hignett, 1963) que ello se
debía en parte a que habían calculado mal el tamaño de la unidad persa básica al
evaluar sus fuerzas. Se dice que si lo reducimos por un factor de diez, nos
acercamos a la verdad. Pero, ¿cómo establecer la verdad, si tenemos que
rechazar las fuentes?
Una forma consiste en examinar las limitaciones logísticas de la distancia y las
provisiones de agua. Por ejemplo, el General Sir Fre derick Maurice recorrió una
gran parte de la ruta de la invasión de Jerjes y calculó las cantidades de agua
disponibles en los ríos y los manantiales de la región. Concluyó que la cifra
máxima sustentable sería de 200.000 hombres más 75.000 animales (Maurice,
1930). Son unas cifras asombrosas, pero siguen constituyendo el máximo teóri
co. De hecho, otras limitaciones de aprovisionamiento no tendrían por qué
reducir mucho esa cifra, dada la facilidad del aprovisiona miento por mar a
lo largo de toda la ruta de la invasión. Heródoto habla de cuatro años de
preparación y de la acumulación de provi siones a lo largo de la ruta en puertos
en manos de gobernadores clientes locales. No parece haber motivos para no
creerlo, de forma que las provisiones, y en consecuencia las fuerzas, tienen que
haber sido «muy grandes». Por eso algunas autoridades sugieren que los persas
llevaron entre 100.000 y 200.000 hombres al otro lado del Helesponto,
aunque sólo algunos de ellos serían combatientes. Ten
dríamos que añadir las fuerzas navales persas. Los efectivos de ésta suscitan
menos polémica: un máximo de 600 naves y de 100.000 hombres a bordo. Como
era una operación combinada terrestre y marítima, en las condiciones de
aprovisionamiento más favorables posibles, podría haber sido superior a
cualquier otra jamás vista o a cualquiera que hubieran podido movilizar los
persas para la acción en su núcleo territorial.
Sin embargo, los efectivos que se podían lanzar a la batalla de una sola vez eran
inferiores. Los ejércitos helenísticos más tardíos reclutados en los mismos
territorios no superaron los 80.000 com batientes efectivos. Así, la mayoría de los
análisis actuales establecen un ejército en combate de 50.000 a 80.000 soldados y
fuerzas navales parecidas (véase Burn, 1962: 326 a 332; Hignett, 1963, y
Robertson, 1976). Desde el punto de vista griego, eso sigue siendo «enorme»,
pues los griegos no podían reunir sino un ejército de 26.000 hombres y una
flota bastante más pequeña que la persa. El poderío de Persia y sus posibilidades
frente a los griegos seguían siendo inmensos.
Pero los persas perdieron, tanto contra las ciudades-Estado grie gas como
después contra Alejandro. La primera derrota fue impre vista y el conflicto
estuvo muy igualado. Fácilmente podría haber ocurrido lo contrario y con ello
haber cambiado el rumbo de (nues tra) historia. Pero los persas tenían problemas
muy graves. Las de rrotas revelan muchas cosas acerca del estado de la
organización social en aquella época. Parece haber habido tres razones
principales, dos de las cuales se advirtieron directamente en el campo de batalla,
mientras que la tercera tenía raíces más hondas en la organización social persa.
La primera y principal razón de la derrota fue la incapacidad de los persas para
concentrar su fuerza de combate tanto como los griegos. Y, desde luego, la
concentración es la clave del poderío militar. En las Termópilas eran varias veces
más numerosos que los griegos. En Platea y Maratón los superaban por más de
dos a uno. Más adelante, Alejandro podía lanzar al combate a 40.000 hombres
casi dos a uno. Pero los persas nunca podían desplegar todas sus tropas a la
vez. Aunque lo hubieran hecho, no podrían haber igua lado la concentración
de fuerza de combate de la falange hoplita a la carga. Los griegos tenían
conciencia de su superioridad y trataron de desplegarla en un terreno
relativamente cerrado: el Paso de las Termopilas era la elección ideal a este
respecto. Atribuyeron su vic
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Una historia del poder hasta 1760 d.C.
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toria en parte a que tenían mejores armaduras y armas y en parte a la fuente de


su disciplina y obediencia: el compromiso de unos hom bres libres con su
ciudad-Estado. El famoso epitafio inscrito en las Termopilas resume su
conciencia de ser diferentes de los persas, llevados a la batalla (así dicen
los griegos) a latigazos. Los 300 lace demonios (es decir, espartanos) habían recibido
órdenes de mantener la posición. Lo hicieron hasta morir todos ellos:

Extranjero, anuncia a los lacedemonios Que aquí yacemos por obedecer a sus
órdenes.
[Trad. D. Plácido.]

Una segunda debilidad persa era la naval. Utilizaban las flotas de aliados: los fenicios y
las ciudades-Estado griegas del Asia Menor, que combatían con diversos grados de
lealtad a su causa. Las fuerzas navales parecen haber sido aproximadamente
iguales: la superioridad numérica persa se veía compensada por tener que
realizar operacio nes a gran distancia de sus bases. El núcleo del
imperio carecía prác ticamente de litoral. Como los propios persas no
navegaban, no explotaban plenamente la expansión hacia el oeste de la economía
antigua.
La debilidad en combate, tanto por mar como por tierra, indica la tercera y
decisiva debilidad de Persia. El imperio era adecuado para la masa continental del
Cercano Oriente: era una confederación dispersa de gobernantes y Estados clientes,
bajo la dominación he gemónica del núcleo persa y medo y de algunas
derivaciones aristo cráticas. La clase noble era lo bastante cohesiva como para
gobernar este imperio extensivo. Pero el combate contra una formación mili tar y
moral tan apretada como la de los griegos era una exigencia imprevista, que resultó ser
superior a sus posibilidades. Entre los aliados, los fenicios eran leales, porque su
propia supervivencia como potencia dependía de derrotar a Grecia. Pero
todos preferían poner se del lado que parecía destinado a triunfar. Y el
núcleo persa no estaba tan integrado como el griego. Los sátrapas eran
gobernantes parcialmente independientes, al mando de tropas, capaces de
abrigar ambiciones imperiales y de rebelarse. El propio Ciro había llegado así al
poder; su sucesor, Cambises, mató a su hermano para ascender al trono, y
cuando murió estaba enfrentado con una grave revuelta instigada por un rival
que decía ser su hermano; Darío sofocó la revuelta y reprimió otra de las
ciudades-Estado griegas del Asia Me
nor; Jerjes sofocó levantamientos en Babilonia y en Egipto, y cuan do se
vio expulsado de Grecia se enfrentó con múltiples revueltas. A partir de
entonces, a medida que el poderío persa iba contrayén dose, las guerras
civiles se hicieron más frecuentes (con griegos como soldados clave en ambos
bandos).
Esos problemas tuvieron repercusiones militares en las campañas contra los
griegos. Sabemos que el Gran Rey prefería que los efec tivos militares de sus sátrapas
fueran reducidos. El poseía 10.000 soldados persas de infantería, los
Inmortales, y 10.000 soldados per sas de caballería. Por lo general, no permitía
que un sátrapa tuviera más de 1.000 soldados nativos de Persia. Así, el gran
ejército tenía un núcleo profesional relativamente pequeño y el resto estaba for
mado por levas de todos los pueblos del imperio. Los griegos tenían conciencia
de ello, o por lo menos la tuvieron después. Compren dieron que su defensa había
tenido dos fases: primero habían frena do tan bruscamente al enemigo que los
aliados de Persia habían empezado a dudar de la invencibilidad de su líder. El
debilitamiento de su lealtad obligó al rey a emplear el núcleo de sus tropas
persas, que parecen haber sido las que prácticamente llevaron el peso del
combate en las grandes batallas. Aunque los persas lucharon valerosa y
persistentemente, no podían igualar en un espacio cerrado y en el cuerpo a
cuerpo a un número igual de hoplitas (aunque más tarde los hoplitas
necesitarían el apoyo de la caballería y los arqueros en el terreno abierto del
interior de Persia).
De hecho, parece que el ejército del Gran Rey tenía tanto una finalidad política
como militar. Era una fuerza asombrosamente va riada, que contenía
destacamentos de todo el imperio y, en conse cuencia, era bastante difícil de
manejar como un complejo único. Pero el reunirla era una forma
impresionante de movilizar su propia dominación sobre sus sátrapas y
aliados. Cuando pasaba revista a su ejército, los efectivos y el propio
espectáculo impresionaban a toda la conciencia contemporánea. Heródoto
nos cuenta la historia de cómo se contaba el ejército mediante el emplazamiento
de destaca mentos en un espacio en el cual se sabía que cabían 10.000 hombres.
Podemos optar por creerlo o no (aunque dividamos la cifra por diez). Pero el
objetivo del relato es manifestar su asombro ante el hecho de que un gobernante
tuviera todavía más poder de lo que él mismo conocía o de lo que nadie podía
contar. Como ya indiqué en el caso de Asiria, esto era más frecuente de lo que
imaginaban los griegos. Los tentáculos logísticos de aquel complejo deben de
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Una historia del poder hasta 1760 d.C.
La revitalización de los imperios de dominación
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haberse esparcido por todas las ciudades y las aldeas del imperio.
Pocos podían no tener conciencia del poderío del Gran Rey. La movilización le
confería más poder sobre sus sátrapas, aliados y pue blos de lo que podían
conferirle las épocas de paz. Por desgracia para él, fue a utilizarlo contra
los griegos en su propia patria, contra un enemigo con recursos no
sospechados y concentrados. La exhibición de fuerza salió por la culata y
alimentó las revueltas.
El problema para el Gran Rey era que gran parte de la infraes tructura de la
satrapía podía descentralizar el gobierno con gran facilidad. La escritura ya no
estaba bajo el control del Estado. La acuñación de moneda implicaba una
estructura dual de poder, com partida por el Estado y por los ricos locales. De
hecho, en Persia esta dualidad tenía características peculiares. Parece que la
acuñación de moneda se introdujo básicamente como medio de organizar los
suministros para las tropas. Como esta organización era en parte de la
incumbencia del rey y de sus lugartenientes directos, y en parte de la de
los sátrapas, se planteaba un problema. ¿Quién debía emitir la moneda? De
hecho, ambas partes emitían monedas de plata y de cobre, pero el darío de oro
era monopolio del rey. Cuando a veces los sátrapas emitían monedas de oro, se
consideraba una declaración de rebelión (Frye, 1976: 123). La acuñación de
moneda también podía descentralizar el poder todavía más, cuando se
utilizaba para el comercio general. En Persia, tanto el comercio interno como el
externo estaban en gran medida bajo el control de tres pueblos ex tranjeros. Dos
de esos pueblos, los arameos y los fenicios, se halla ban bajo el control formal
del imperio, pero ambos mantenían un alto nivel de autonomía: como ya hemos visto,
los persas se limita ban a utilizar la estructura existente de la lengua aramea y la
flota fenicia. La patria del tercer pueblo comerciante, los griegos, eran
políticamente autónoma. Además, aportaban el núcleo de los ejérci tos persas
ulteriores. Como he señalado antes, la falange hoplita no reforzaba
necesariamente la autoridad de una grandísima potencia, pues su dimensión
óptima era inferior a los 10.000 hombres. Es posible que incluso el zoroastrismo
fuera un arma de doble filo. Aunque se utilizaba para reforzar la autoridad del
Gran Rey, tam bién fomentaba la confianza racional de los distintos fieles, cuyo
núcleo parece haber estado constituido por la clase alta persa como un todo.
Los caminos, los «ojos del rey» (los espías de éste) e in cluso la solidaridad
cultural de la aristocracia no podían producir la integración concentrada
necesaria contra los griegos. La virtud del
gobierno persa consistía en que era más flexible, en que podía apro vechar las
fuerzas descentralizadoras y cosmopolitas que estaban em pezando a actuar en
el Oriente Medio. Antes incluso de que llegara Alejandro, Persia estaba
sucumbiendo a esas fuerzas. Pero ahora el desorden político en el centro no
llevaba necesariamente al derrum bamiento del orden social como un todo. Ya
no hacían falta un
Sargón ni la cooperación obligatoria.
Ni los griegos, ni los romanos, ni sus sucesores occidentales apre ciaron
esto. Los griegos no podían comprender lo que, a su juicio, era la
abyección, el servilismo, el amor al despotismo y el miedo a la libertad de los
pueblos orientales. Esa caricatura se basa en un hecho empírico: el respeto
mostrado por muchos pueblos del Orien te Medio a la monarquía despótica. Pero
como ya hemos visto con respecto a Persia, el despotismo era más bien
constitucional que real. El poder infraestructural de aquellos despotismos era
considerable mente inferior al de una polis griega. Su capacidad para
movilizar y coordinar lealtades de sus súbditos era escasa. Aunque
tenían un poder extensivo enormemente mayor, su poder intensivo era nota blemente
inferior. El súbdito persa podía esconderse con mucha más eficacia de su
Estado que el ciudadano griego del suyo. En algunos sentidos, el persa era
«más libre».
La libertad no es indivisible. En nuestra propia era ha habido dos conceptos de
la libertad: el liberal y el socialista-conservador. El ideal liberal es el de libertad
frente al Estado, la intimidad frente a la vigilancia y los poderes de éste. El
ideal común de conservadores y socialistas sostiene que la libertad sólo se
puede conseguir por conducto del Estado, mediante la participación en su vida.
Ambos conceptos tienen muchos aspectos defendibles. Si, por ejemplo, re
trotraemos esas categorías a la historia antigua, vemos que la polis griega
tipificaba bien el ideal conservador-socialista y que, sorpren dentemente, Persia
correspondía hasta cierto punto al ideal liberal. Esta última analogía no es sino
parcial, pues mientras que las liber tades liberales modernas están
(paradójicamnte) garantizadas consti tucionalmente por el Estado, las libertades
persas eran anticonstitu cionales y subrepticias. También eran más duraderas.
Grecia sucum bió a conquistadores sucesivos, a los macedonios y los
romanos. Persia no sucumbió sino nominalmente ante Alejandro.
Su conquistador fue el violento, ebrio, emocionalmente inestable Alejandro, a
quien también llamamos, con justicia, Magno. Con una fuerza mixta de
soldados macedonios y griegos, quizá de 48.000
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hombres, cruzó el Helesponto en el 334 a.C. En ocho años con quistó todo el
Imperio Persa y además algo de la India. Se comportó como un rey persa y
reprimió las protestas griegas y macedonias contra su adopción de títulos
orientales; dio igualdad de derechos a persas, macedonios y griegos y
restableció el sistema de las satrapías. Por esos medios se ganó la lealtad de la
nobleza persa. Pero a eso añadió una organización macedonia más estricta: el
ejército más pe queño, más disciplinado y metódico; un sistema fiscal
unificado y una economía monetaria basada en la moneda de plata de Atica,
además de la lengua griega. La unión de Grecia y de Persia se sim bolizó en la
ceremonia matrimonial masiva en la que Alejandro y
10.000 de sus soldados tomaron esposas persas.
Alejandro murió tras una gran borrachera en el 323 en Babilonia. Su muerte
reveló pronto que las corrientes persas seguían activas. Su avance conquistador
no se había dirigido hacia una mayor cen tralización imperial, sino hacia una
descentralización cosmopolita. No se había dispuesto una sucesión imperial
y sus lugartenientes convirtieron sus respectivas satrapías en múltiples
monarquías inde pendientes de estilo oriental. En el 281, tras muchas guerras,
que daron establecidas tres monarquías: en Macedonia, bajo la dinastía
Antigónida; en el Asia Menor, bajo los Seléucidas, y en Egipto, bajo los
Ptolomeos. Eran Estados flexibles de estilo persa, aunque los gobernantes
griegos practicaban una constante extrusión de las élites persas y de otros
orígenes de los cargos de poder independiente dentro del Estado (véase
Walbank, 1981). Es cierto que se trataba de Estados helenísticos, que
hablaban griego y poseían una educa ción y una cultura griegas. Pero él
las había cambiado. Fuera de la propia Grecia e incluso hasta cierto punto dentro
de ella— la razón cultivada, la parte esencial del ser plenamente «humano»,
se limitaba ahora oficialmente a la clase gobernante. Si la conquista significó algo
fue la intensificación de la base de gobierno tradicio nalmente persa, la moral
ideológica de la clase gobernante. Persia sin persas, griegos sin Grecia, pero su
fusión creó una base más cohesiva y difusa para la gobernación por la clase
gobernante de lo que jamás se había experimentado hasta entonces en el Cercano
Oriente (o, de hecho, en cualquier parte fuera de China, donde estaban en marcha
procesos parecidos).
Sin embargo, los poderes limitados de esos Estados significaban que había
otras corrientes más subterráneas. Los Estados existían en un espacio
económico y cultural mayor, parcialmente pacificado. Sus
poderes internos de movilización intensiva también estaban limita dos de
hecho, aunque no teóricamente. Salvo el caso todavía excep cionalmente
concentrado de Egipto, eran federales y contenían múl tiples escondrijos y
oportunidades para vínculos cosmopolitas no oficiales en los cuales las
tradiciones griegas más «democráticas » des empeñaban un papel importante.
De ellos y de sus provincias suce soras del Imperio Romano procedieron muchas
de las fuerzas des centralizadas que se describirán en los capítulos 10 y 11,
además de las religiones salvacionistas.
El que los imperios del Cercano Oriente fueran ahora griegos desplazó
hacia el oeste el centro del poder geopolítico. Pero en sus propios
márgenes occidentales, el mundo griego tropezaba con fuer zas diferentes.
Las ideas de libertad que he calificado de «conserva doras-socialistas»
tradicionales griegas podían difundirse con más fa cilidad entre los pequeños
agricultores y los comerciantes con he rramientas y armas de hierro. La
evolución y las contradicciones griegas volvieron a desarrollarse de forma
diferente y con unas con secuencias diferentes en la península italiana. El
resultado fue el Im perio Romano: el ejemplo más desarrollado de la cooperación
obli gatoria de Spencer jamás visto en condiciones preindustriales, el con
quistador y, sin embargo, también el absorbedor del helenismo y el
primero que se convirtió en un imperio territorial y no en un im perio de
dominación.
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358
Una historia del poder hasta 1760 d.C.

Capítulo 9 EL IMPERIO TERRITORIAL ROMANO

Prof. Maria Teresa Martinez de Alonsa


Pez. Elina No 421502 Jizoyen Freyre 036 Cel. 550547 8000
Santa Fe
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1961: The Dawn and Twilight of Zoroastrianism. Londres:
Weidenfeld & Nicolson.
La historia de Roma es el laboratorio histórico más fascinante a disposición de
los sociólogos. Aporta un período de setecientos años de registros escritos y
de restos arqueológicos. Estos muestran una sociedad cuyo núcleo tiene la
misma identidad reconocible a lo largo de ese período de tiempo, pero que se
adapta constantemente a las fuerzas creadas por sus propios actos y por
los de sus vecinos. Es probable que muchos de los procesos observados
en este capítulo también se dieran en varias sociedades anteriores. Ahora, por
pri mera vez, podemos seguir claramente la pista de su desarrollo.
El interés de Roma estriba en su imperialismo. Fue uno de los Estados
conquistadores de más éxito de toda la historia, pero además fue el que con más
éxito mantuvo sus conquistas. Roma institucio nalizó el dominio de sus legiones
con más estabilidad y a lo largo de un período de tiempo más largo que
cualquier sociedad anterior o posterior. Aduciré que este imperio de
dominación se convirtió con el tiempo en un auténtico imperio territorial, o
que por lo me nos tuvo un nivel y una intensidad de control territorial
aproxima damente tan altos como se podía lograr dentro de las limitaciones
logísticas impuestas a todas las sociedades agrarias. Su poder tenía una
base fundamentalmente dual, que perfeccionaba y ampliaba los

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