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Los personajes, eventos y sucesos presentados en este libro son ficticios.

Cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia


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© Javier Romero, 2015
© Editorial Creadores de Sueños, 2015
Isla de Lobeira 10, 28400, Collado-Villalba, Madrid (España)
www.editorialcs.com
P rimera edición:Agosto 2015
ISBN: 978-84-943035-9-3
Maquetación: Creadores de Sueños
«Tan imposible es avivar la lumbre con nieve como apagar el fuego del amor con las palabras»
William Shakespeare
A mi Martín, mi duendecillo de ojos grises
Prólogo
—¡Y el premio a la mejor escritora de Chick lit es para…! La responsable de publicidad de la revista Sensations, parapetada tras un atril de vidrio, junto a una
estatuilla de plata que representaba una pluma, luchaba por abrir el sobre color salmón que, como cada año, debía contener el nombre que tantas y tantas personas
anhelaban conocer.

—Al final, tendré que pedir un abrecartas —bromeó la mujer que, con esfuerzo, consiguió rasgar una pequeña parte de la solapa. Sonrió como solo sabe hacer
quien está acostumbrado a esos avatares y abrió por completo el sobre—. ¡Y la mejor escritora Chick-lit del año es…!

Todos los asistentes a la comida benéfica, organizada por una de las revistas de tirada nacional más importantes y en la que se entregaban los premios anuales
de literatura romántica, guardaron un sepulcral silencio.

Tres mujeres, sentadas en las mesas más cercanas al estrado, contuvieron la respiración. La cuarta nominada sonrió y, un segundo antes de escuchar el
veredicto, se levantó de su asiento y besó a su acompañante.

—¡…Elizabeth Deavers!

Una gran ovación se alzó en el gran salón y la escritora nominada saludó a los presentes con un ligero ademán. Volvió a besar al hombre moreno y atractivo que
la acompañaba y subió al estrado para recoger el premio por quinto año consecutivo.

Exhibía un elegante vestido de color esmeralda de un tono similar al de sus ojos y la cabellera negra azabache la llevaba recogida en la nuca y sujeta por un
broche con la forma de un ruiseñor.

Su esbelta figura llamaba la atención allá donde fuera y ella lo sabía; era una mujer atractiva y envidiada.

Hasta la fecha, llevaba publicadas más de una decena de novelas y la última, titulada Por fin ya soy libre, había sido traducida a cinco idiomas y se había
convertido en uno de los primeros best sellers de género romántico en España. Las ventas se habían disparado y, de la noche a la mañana, la autora se había convertido
en una mujer con mucho dinero.

—Buenas tardes —saludó con la estatuilla del premio ente las manos. Con suficiencia, la levantó y la mostró al público—. M uchas gracias por este premio.
Tan solo puedo decir que seguiré trabajando para volver a ganarlo el año que viene.

Una de las nominadas, vestida con un elegante traje de chaqueta, al escuchar el escueto discurso de Elizabeth, se levantó de un salto, se acercó al estrado con
cara de pocos amigos y susurró unas pocas palabras.

—Ese premio me corresponde —espetó la joven escritora con rabia.

Elizabeth la contempló sin perder la sonrisa e hizo como si le estuviera mostrando el trofeo.

—¿Lo envuelvo y te lo envío a tu casa o a la de Alex?

La escritora que se había enfrentado a la ganadora del premio apretó los dientes y la atravesó con la mirada.

—¿De qué conoces a mi novio?

Elizabeth sonrió con suficiencia y no añadió nada más. Su rival se mantuvo impertérrita y en ningún instante dejó de sonreír aunque, por los gestos de la joven
e indignada candidata, sus palabras no debían ser ni de lejos amistosas. A pesar de ello, Elizabeth no abrió la boca para replicar y soportó las increpaciones hasta que la
mujer enojada decidió que era el momento de abandonar la ceremonia. Regresó a su mesa, tomó su bolso y salió del salón ante la mirada atónita de todos los presentes.

—¡Qué mujer más maravillosa! Ivonne Spark quería felicitarme en persona —explicó sin perder la sonrisa—. Comparto tantas cosas con ella…Es un cielo. De
nuevo, muchas gracias a todos por este premio.

Los aplausos volvieron a hacer acto de presencia en el salón.

Elizabeth Deavers, una vez más, demostraba que sabía solventar cualquier situación escabrosa en la que se encontrara. Bajó del estrado, con pasos elegantes y
estudiados, regresó a la mesa y esperó a que la ceremonia concluyera lo que sucedió unos minutos después. Dedicó unos instantes a recibir felicitaciones y, en cuanto
pudo, salió del salón seguida, como un perrito faldero, por su acompañante.

—¡Elizabeth!

La escritora se giró al escuchar su nombre y se encontró cara a cara con un hombre de unos cincuenta años de edad y ojos azules que la observaba desde un
rincón del vestíbulo con evidente deseo.

—Fabio, no esperaba verte aquí —respondió ella con desgana. Solo deseaba salir de allí y ese hombre parecía incomodarla.

—No has respondido a mis llamadas.

—He estado muy ocupada. Solo me has llamado una veintena de veces —replicó con sorna—. Hay que insistir un poco más.

—Te he traído una cosa. —Extrajo una pequeña caja del bolsillo de la chaqueta, la abrió y, con una seductora sonrisa, se la ofreció a la escritora.
Elizabeth se acercó con parsimonia y, con un leve movimiento de la cabeza, instó a su acompañante a permanecer donde se encontraba. Como solía ser normal
para ella, obedeció como un crío.

—¿Qué me has comprado esta vez? No quiero más bisutería.

Fabio la miró con intensidad y sonrió de medio lado.

—No te he comprado nada. Te he traído el anillo de mi madre.

Elizabeth elevó una ceja y tomó la pequeña caja. El anillo de oro y diamante brillaba en su interior como un faro en un día de tormenta.

—¿Y cómo has hecho para quitárselo a la rancia de tu mujer sin que se entere?

—Eso es cosa mía. ¡Necesito verte! He reservado una suite en el Ritz para nosotros.

Elizabeth sonrió con picardía, se acercó a Fabio y lo besó con suavidad en los labios.

—M añana te llamo —le susurró al oído—. Disfruta de la suite.

Lo tenía muy claro. No lo llamaría. Ni mañana ni nunca. El anillo que Fabio le había entregado como prueba de un amor que Elizabeth no sentía, solo tenía una
finalidad y no era el de enamorarla. M etió la caja en su bolso, se giró y salió del hotel con la sombra de su acompañante pisándole los talones.

Una limusina de color marfil esperaba en la entrada con la puerta abierta y franqueada por un hombre joven de uniforme. Elizabeth se acercó a él y le lanzó la
caja con el anillo que Fabio le había entregado como prenda de sus sentimientos.

—Es del italiano. Ya sabes lo que hay que hacer.

—Por supuesto, señora.

La escritora se subió a la limusina y el chófer cerró la puerta tras ella. La ventanilla descendió unos centímetros y los ojos verdes de Elizabeth brillaron con
fuerza.

—Coge un taxi y vete a tu casa —ordenó en cuanto observó que su acompañante a la ceremonia tenía intención de entrar en el vehículo tras ella —o adonde te
dé la gana.

M e da igual.

—Pero…

—Ya te llamaré. ¡Largo! —Elizabeth elevó la ventanilla y se dejó caer en el mullido asiento con la idea nítida de no volver a ver a ese joven. Abrió el mueble
bar, se sirvió un whisky y cerró los ojos para disfrutar de la soledad que rara vez la acompañaba.

Pero ese sentimiento se evaporó en un instante cuando, tras recorrer una veintena de metros, el vehículo se detuvo en un semáforo junto al hotel Palace y una
de las puertas de la limusina se abrió. La misma mujer que había increpado a Elizabeth en la entrega de premios entró como una saeta y se dejó caer en el asiento junto a
la escritora.

La ganadora del premio ni se inmutó probablemente porque esperara esa intromisión o quizá porque en realidad no le importaba lo que esa mujer pudiera hacer
allí. El panel que separaba al conductor y a los pasajeros comenzó a descender.

—¿Está bien, señora? —preguntó el chófer.

—Sí, suba el cristal —ordenó Elizabeth con firmeza.

—Perdone.

—Vaya, Ivonne, ya veo que te mueres por un autógrafo

—bromeó Elizabeth con cinismo en cuanto el conductor hubo subido el vidrio.

—Eres una zorra y no me toques las narices porque si no…

—¿Por qué si no qué?

La joven escritora que había invadido el vehículo de Elizabeth se dejó caer en el asiento y expulsó todo el aire que llevaba dentro.

—M e has hundido la vida.

Elizabeth se carcajeó y dio un sorbo a su whisky.

—Yo no tengo la culpa de que seas una escritora mediocre.


—Te has acostado con mi novio.

Elizabeth esbozó una sonrisa sarcástica.

Ivonne se incorporó con lentitud y se encaró con ella que no se amedrentó y se mantuvo firme.

—¡Algún día pagarás por todo esto!

—¡Sal de aquí! —Elizabeth se inclinó por encima de la joven y abrió la puerta del vehículo.

—No lo olvides.

—¡Fuera! —ordenó con voz tranquila—. M e aburres.

Ivonne salió del vehículo en el preciso instante en el que la limusina se ponía en marcha de nuevo. Elizabeth apretó un pequeño botón rojo y la mampara que la
separaba del chófer descendió.

—Roberto, que no se te olvide enviar el anillo esta misma tarde con la nota que te di. Necesito una buena escena de celos.

—No se preocupe —respondió el conductor sin apartar la vista de la carretera—. La enviaré antes de las siete.

—Perfecto. —Volvió a apretar el botón y el vidrio se elevó con lentitud.

Se dejó caer en el asiento y cerró los ojos con el único deseo de que desapareciera el insufrible dolor de cabeza que le martilleaba el cerebro. Sacó un par de
pastillas de una cajita que extrajo de su bolso y se las tragó con un sorbo de whisky. Un instante después, tomó una revista que descansaba a su lado en el asiento del
vehículo y la abrió por una página marcada. Un gran titular resaltaba por encima de todo.

—La reina de la romántica —leyó en voz alta pero con voz apagada—. Ilusos. Si ellos supieran la verdad…

Bajo esas letras, una fotografía a gran tamaño de Elizabeth, sentada en un banco de piedra y con un emparrado de blancos jazmines a su espalda, completaba la
página y daba empaque al titular.

—Si ellos lo supieran…

La escritora soltó la revista, suspiró y volvió a cerrar los ojos. Los minutos fueron pasando y el insufrible dolor de cabeza remitiendo.

Para cuando la gran limusina aparcaba en la entrada de la cadena de televisión donde la famosa escritora iba a ser entrevistada, había recuperado toda su fuerza
y energía; se sentía con todo el poder para comerse el mundo.

Nada más bajar del vehículo, una joven morena y vestida con traje de chaqueta se acercó a ella a la carrera.

—Señorita Deavers, la estaba esperando.

—Hola, Pamela. ¿Está todo listo?

—Sí, la esperan en el plató. ¿Cómo ha ido la entrega de premios?

Elizabeth pasó por su lado y ni tan siquiera la miró. La asistente personal de la escritora hizo una leve reverencia y no pudo evitar estremecerse al percibir
tanta frialdad en los ojos de su jefa.

—Ha ido como tenía que ir —respondió con sequedad.

—M e hubiera gustado estar allí para verla recoger el premio. —Aunque Pamela intentaba seguir los pasos de su jefa no tenía más remedio que correr a su lado
para no quedar rezagada.

Era pequeña y menuda y se perdía entre los objetos que su superior le iba entregando como si de un simple porteador se tratara. Casi no podía sostener el
premio recién recibido, al que se le unió el abrigo de pieles que la escritora le había lanzado sin mirarla y que había ido a parar al rostro de la asistente.

Elizabeth frenó en seco y, por primera vez desde que bajara del coche, dirigió una gélida mirada a su ayudante.

—Aquello era para gente con un poquito de glamour y no para las que os vestís de mercadillo.

Ante el tono de voz de la escritora, Pamela se encogió sobre sí misma y un hilo de voz salió de su garganta como un riachuelo en pleno verano.

—Tiene usted razón. En qué estaría yo pensando.

—En nada, como siempre.

El comentario mordaz e hiriente de la recién galardonada se clavó como una flecha envenenada en el joven corazón de la asistente que no pudo evitar que sus
ojos brillaran. Se sentía una esclava desde que hubiera empezado a trabajar con ella un año antes pero era la mejor oportunidad que tenía en la vida. Quería escribir,
deseaba escribir, necesitaba escribir y había aprendido mucho más en un año junto a Elizabeth Deavers que en toda la carrera de periodismo. No podía fallarle.

—¿Tienen preparado el guion con la preguntas?

—Yo misma se lo he dado a la presentadora.

—M uy bien. Espero que esa estúpida sepa leer lo que le han entregado.

Elizabeth Deavers cruzó la puerta y se encontró de frente con un hombre apuesto vestido con un elegante traje de alpaca que parecía esperarla.

—Elizabeth, tenemos que hablar —anunció con ansiedad al tiempo que daba un paso hacia ella—. Tengo que decirte una cosa.

—Fran, no quiero hablar contigo ahora. —Elizabeth le hizo un gesto con la mano y el hombre se detuvo—. Quiero sentarme un rato en algún sitio para
descansar. ¡No me agobies!

—Pero… es importante.

—Luego.

—Elizabeth…

La escritora hizo oídos sordos al ruego del joven y siguió su camino sin mirar atrás. Si lo hubiera hecho podría haber visto el gesto descompuesto de aquel
hombre que se atusaba el cabello con nerviosismo como si el mundo fuera a hundirse a sus pies.

—Es aquí. —La escritora se detuvo frente a la puerta que le indicaba su asistente y entró en la sala de maquillaje donde dos mujeres aguardaban con
nerviosismo.

—Buenas tardes, señorita Deavers —saludó la mayor de las dos maquilladoras—. Es un honor tenerla aquí.

—No quiero maquillaje —espetó con la vista puesta en la otra maquilladora que la miraba mientras se mordía el labio inferior—. Si todo lo que sabéis hacer
aquí es lo que lleva esta chica en la cara, mejor me quedo como estoy.

—Pero, los brillos…

—¿Los brillos? —el tono de voz de la escritora hizo que la maquilladora retrocediera un paso e inclinara la cabeza—. ¿Qué brillos?

—Yo…

— ¿Dónde está el plató? —preguntó Elizabeth que, ignorando a la mujer que le rogaba que volviera, salió al pasillo con prestancia—. No tengo tiempo que
perder.

En ese instante, apareció por una puerta una mujer de unos treinta años, vestida con vaqueros y una camiseta negra con una portada de un disco de Iron
M aiden que mostraba a un esqueleto encadenado en una mazmorra. Unos enormes cascos colocados alrededor del cuello le daban un aspecto cómico.

Elizabeth, al ver el atuendo de la mujer y su aspecto general, arrugó la nariz y resopló.

— ¡Oye, tú! ¡La de la camiseta horrible!

La mujer de los cascos se volvió al escuchar la voz de la escritora y, a pesar del comentario ácido de Elizabeth, sonrió con pasotismo y se dirigió hacia ella con
decisión. Al llegar a su altura le tendió la mano.

—Buenas tardes. Soy Remedios, la regidora. Puede llamarme Reme

Elizabeth la miró con repulsión, observó su mano extendida y la ignoró.

—Vamos al plató. Hagamos de una vez esa estúpida entrevista porque tengo prisa.

La regidora miró a Pamela que permanecía con la cabeza gacha como si no fuera con ella. A pesar de todo, volvió a sonreír y abrió la puerta por la que había
salido unos instantes antes.

—Aquí es. La están esperando.

Elizabeth siguió a la regidora y se encontró en un lateral del plató donde unas cuantas personas se afanaban para que todo estuviera en orden. La escritora miró
a lo alto y, tras una mampara de cristal, distinguió a Fran que la miraba con el mismo rostro congestionado que mostraba cuando se lo había cruzado en el pasillo. Ella lo
ignoró.

—¿Ha llegado mi editora? —le preguntó a Pamela.

—M e ha llamado hace un rato. Cassandra estaba en un atasco y me ha dicho que llegaría tarde pero con la portada para la nueva novela. Podrás mostrarla en
público.

—M ás le vale llegar a tiempo.

—Señorita Deavers. Estamos listos. —La regidora le hizo un gesto para que se acercara al centro del plató donde esperaba una joven rubia y muy atractiva
sentada en uno de los dos sillones que se erigían como el centro de atención de todas las cámaras.

Elizabeth, con pasos seguros, recorrió la corta distancia que la separaba de la presentadora sin apartar la vista de ella que, al verla, la miró con frialdad y sin
mostrar una mínima sonrisa.

—Elizabeth —saludó con cierta acritud.

— ¡Qué alegría me da verte, Verónica! —Saludó Elizabeth con una amabilidad mal fingida—. ¿Sigues yendo a la clínica de desintoxicación?

Tras el comentario mordaz que la presentadora recibió con los dientes apretados, la escritora se sentó frente a ella y comprobó que tenía, sobre las rodillas, el
cuestionario que ella misma había preparado de antemano con las preguntas que quería que le hicieran. Sonrió y miró a la presentadora con suficiencia.

Ésta, para sorpresa de la entrevistada, le sostuvo la mirada y sonrió de medio lado.

—Señorita Deavers, se me ha olvidado decirle una cosa—comentó Pamela, arrodillada a su lado, con un hilo de voz—. La señorita Cassandra me ha dicho que
le envió la maqueta de su novela a la presentadora hace unos días para que pudiera leerla.

— ¿¡Cómo!? —la pregunta de Elizabeth resonó en todo el plató y consiguió que la mayoría de los allí presentes se girasen—. ¿Estás segura?

—Sí. Es lo que ella me ha dicho.

La regidora se acercó a la presentadora y le puso la mano en el hombro con familiaridad.

—Empezamos en un minuto. ¿Estáis listas?

—Yo lo estoy pero, a lo mejor, la señorita Deavers necesita más tiempo. Está un poco pálida.

El tono sarcástico de la presentadora chirrió en los oídos de Elizabeth que a punto estuvo de levantarse para decirle lo que llevaba tanto tiempo deseando
contarle. La escritora sentía repulsión por esa mujer estirada que, desde que se había encumbrado como referente de la novela romántica, la había denigrado y atacado
hasta la saciedad. Y, aunque se había vengado, el hecho de que ella no supiera la verdad le impedía saborear las dulces mieles de esa venganza.

—Yo estoy lista —replicó con voz calmada a la vez que hacía un supremo esfuerzo para no soltar aquello que le hervía en la punta de la lengua.

Pamela se incorporó desde su lugar sumiso y, tras dedicarle a su jefa una sonrisa que ésta ignoró, se dio media vuelta para esconderse detrás de las cámaras.

— ¡Chica! —la asistente se giró y comprobó que la presentadora se dirigía a ella al tiempo que le tendía unos papeles—. Llévate esto que no lo voy a
necesitar.

—Pero… son las preguntas.

— ¡Llévatelas! —ordenó Verónica.

Pamela miró a Elizabeth a la espera de algún gesto de asentimiento pero la escritora permanecía en su asiento pálida como la cera y con la vista fija en las hojas
de papel.

— ¡Treinta segundos! —Anunció a voz en grito la regidora.

Pamela cogió las hojas que ella misma le había entregado una hora antes a la presentadora, miró de reojo a Elizabeth que permanecía callada y se marchó.

Verónica atravesó con la mirada a la entrevistada y la señaló con el dedo.

—Sé lo de Fran, zorra. M e lo voy a pasar de lujo en la entrevista.

Elizabeth abrió la boca sin saber muy bien qué responder.

— ¡Estamos dentro! —gritó la regidora.

Verónica se movió levemente en su sillón, sonrió y clavó su vista en la única cámara que mostraba un piloto rojo encendido.

—Buenas tardes. Hoy tenemos el honor de contar en nuestro programa con la escritora que está revolucionando el mundo de la literatura romántica y que,
como era previsible, acaba de ganar, por quinto año consecutivo, el premio a la mejor escritora Chick lit que otorga la revista Sensations.

M ientras Verónica hablaba de los éxitos de Elizabeth y nombraba alguna de sus novelas más relevantes, la mente de la escritora era un torbellino que
amenazaba con arrasar cualquier atisbo de cordura.
Hasta ese momento, siempre que la habían entrevistado, ella misma se había encargado de redactar las preguntas que le harían. Y, cuando se negaban a ello, esa
negativa se convertía en otra por su parte. En cuanto Elizabeth Deavers declinaba una invitación, todos a su alrededor se dejaban los huesos para que la joven escritora
acudiera a cualquier cadena de radio o de televisión. Pero esa vez todo era distinto; sobre todo por el hecho de que Verónica acababa de revelarle que sabía que se
acostaba con su marido que, por si fuera poco, era el hijo de uno de los dueños de la cadena.

—Elizabeth, tus libros son tan reales que parece que tú misma hayas vivido esas situaciones tan escabrosas que nos cuentas. ¿Cómo consigues esa
inspiración?

La presentadora había desvelado sus armas con la primera pregunta y Elizabeth supo, al instante, que el primer mordisco a la yugular acababa de ser lanzado y
tras él vendrían mucho más.

Su editora, Cassandra, siempre elegante y decidida, acababa de llegar pero lo que su rostro mostraba no era el menor atisbo de decisión sino de pavor. El mismo
gesto descompuesto que adornaba el rostro de Elizabeth.

—Bueno, las musas son así de caprichosas. Tan solo hay que mirar a tu alrededor para ver mil y una historias de amor que llevar a las páginas de una novela.
—Elizabeth sabía que el primer asalto se había resuelto a su favor pero también tenía claro que el combate no había hecho nada más que empezar.

— ¿Quieres decir que no hay nada personal en tus novelas?

—Bueno, todas las escritoras de romántica ponemos un trocito de corazón en cada una de nuestras creaciones.

Verónica sonrió y se levantó de su sillón mientras la seguía una de las cámaras. Su movimiento no era ensayado y se produjo un leve revuelo en el plató. Se
acercó a una mesa y tomó de ella lo que parecía un libro encuadernado con una espiral. Regresó a su sillón y se sentó.

—He tenido la inmensa suerte de poder leer la novela que está a punto de ser publicada y de la que aún no conocemos el título y hay algo que me ha
sorprendido.

Elizabeth miró a Cassandra y su editora se encogió de hombros y frunció los labios.

— ¿Qué es lo que te ha sorprendido? —Elizabeth intentaba mostrar una firmeza que no poseía y que le había sido arrebatada con la primera pregunta de la
entrevista.

—Curiosamente, la protagonista femenina de tu novela es una empresaria dura y cruel que no duda en acostarse, por venganza, con el marido de la periodista
que escribe un artículo criticando la empresa que ella posee.

Elizabeth se estremeció.

—Bueno, es una de tantas anécdotas de la novela y no hay que…

— ¿Sabes lo que pasa? Creo que no es una casualidad y que detrás de esa historia hay mucho más.

Elizabeth permaneció en silencio y la presentadora levantó la copia de la novela y se dirigió a las cámaras.

—Cuando ustedes lean esta novela, nada de lo en ella escrito les parecerá familiar porque ésta mujer sentada aquí, a mi lado, no ha escrito sobre ustedes y sus
historias de amor. ¡Lo ha hecho sobre mí y sobre mi marido!

Un revuelo estalló en el plató y la regidora tuvo que hacer un supremo esfuerzo para que los cámaras siguieran en sus puestos y todo continuara como debía
proseguir.

—Esta mujer que se llama a sí misma escritora —continuó Verónica en voz alta—, posee tanta imaginación como ustedes o como yo y por eso escribe sus
propias historias. Las que ella misma vive o provoca.

Elizabeth, al escuchar la acusación de la presentadora, en lugar de replicar, decidió levantarse e irse aunque sabía que con ello podía firmar su sentencia de
muerte como escritora.

—Y lo sé porque, para escribir sobre esa periodista que la había atacado y para poder describir con tanto detalle cómo la protagonista le robó a su marido, se
metió en los pantalones del mío y se acostó con él. ¡No es una escritora, es una farsante!

La regidora no pudo hacer nada para contener a todos sus compañeros que, como si no se encontraran en un plató de televisión y en directo, se volvieron y
miraron hacía la cabina del realizador donde Fran, el marido de la presentadora, no podía esconder su rostro desconcertado y pálido como la nieve.

Elizabeth, al escuchar la acusación de Verónica, se levantó del sillón donde había permanecido con el rostro inmutable hasta ese momento y abandonó el plató
seguida por Pamela y por Cassandra, su editora.

— ¡Elizabeth! ¡Espera!

La escritora, al escuchar la voz de la mujer que la había ayudado a alcanzar la fama, se frenó en seco y, con lentitud, se volvió.

— ¿Lo que ha dicho esa mujer es verdad?


— ¿Y qué más da si es verdad o no? No tenías que haberle enviado el manuscrito.

— ¿Es cierto que no te inventas nada de lo que escribes? —insistió la editora.

— ¿Y eso que importa? Conmigo has ganado más dinero del que has podido conseguir con el resto de tus escritores.

Cassandra resopló y meneó la cabeza.

—No te enteras. Todas esas mujeres que compran tus novelas no van a gastar ni un solo euro en un libro escrito por una mujer como las que ellas odian.

— ¿¡Una mujer cómo!? —espetó Elizabeth que había perdido la paciencia.

—Ya no eres una heroína. Te has convertido en la malvada de tus novelas.

—Eso es una gilipollez. ¿M e vas a decir que nadie va a comprar mi novela porque me he acostado con el marido de la zorra esa?

—Lo que te digo es que a nadie le gusta una mujer que se cepilla a todo lo que se mueve para escribir un libro.

—Pues, cuando te dieron el premio a la mejor editorial bien que sonreías y dabas palmaditas como una puta cría.

Cassandra resopló e hizo intención de marcharse tras el comentario hiriente de Elizabeth pero, antes de irse, se giró y la miró con cierta lástima.

—Eres una egoísta —acusó la editora—. Sin mí no serías nada de lo que eres pero lo has mandado todo a la mierda. ¿No se te ocurre otra cosa mejor que
acostarte con el marido de la presentadora?

—Pensé en acostarme con el tuyo pero luego me enteré de que eras lesbiana —replicó la escritora herida en lo más hondo.

—Elizabeth, estás acabada como escritora —vaticinó sin perder ni por un instante la compostura.

Cassandra, sin mirar atrás, desapareció dejando a la escritora con su asistente que no se había movido de allí durante toda la conversación.

—Señorita Deavers…

—La que faltaba —comentó Elizabeth agotada—. ¿Por qué no te largas con ésa? Seguro que a ella también puedes lamerle los zapatos u otra cosa,
evidentemente le encantará.

—Pero…

— ¿No te has dado cuenta? La chica de la ropa de mercadillo tiene trabajo y yo no. Casi resulta gracioso. —La escritora no la dejó replicar. Se dio media vuelta
y se marchó con el rostro desencajado pero sin derramar ni una sola lágrima.

Elizabeth Deavers había dejado de existir.


Capítulo 1

4 de abril de 2014

— ¿Por qué no lo denuncias?

M aría resopló al escuchar la pregunta de su compañera y amiga meditando la respuesta durante unos breves instantes.

—Daniella, sabes que no puedo hacerlo. Necesito este trabajo.

—Ya lo sé. Las cosas están complicadas pero no sé si podría soportar que mi jefe me acosara de esa forma.

—Es el hijo del dueño y eso es peor, si cabe.

—No es justo. En tu lugar ya lo hubiera denunciado pero bueno, yo no necesito tanto como tú este trabajo.

Daniella apoyó los codos en su mesa y resopló. A sus veintitrés años, aún creía en ideales y en la justicia, pero el caso de M aría era bien distinto.

Dani, como todos la llamaban en el bufete de abogados en el que comenzó a trabajar un par de meses antes, representaba aquello que M aría más envidiaba. Su
juventud y el aspecto físico de una mujer, esculpida día a día en un gimnasio le daban una seguridad que la propia M aría había dejado olvidada en algún rincón de su
nefasto pasado y, por eso, ahora se veía como una persona sumisa y necesitada de aquel trabajo que tan pocas satisfacciones le reportaba pero que le permitía pagar el
alquiler de una habitación, comer y poco más.

—M aría, ¿podría ayudarme a buscar un expediente en los archivos? —Un hombre joven que debía rozar la treintena y vestido con un traje de chaqueta de
corte moderno y, como parecía evidente, muy caro, miraba a la secretaria desde la puerta del despacho que compartía con Daniella apoyado en el quicio y con la
suficiencia propia de quien se cree superior a los demás.

M aría miró a su compañera que la observaba con ojos escrutadores, se encogió de hombros y se levantó de su sillón con desgana.

La escena que estaba a punto de producirse ya la había vivido otras veces pero no por ese motivo podía desobedecer la orden del hijo del dueño del bufete.

El joven abogado salió del despacho seguido de cerca por M aría que miraba los andares de ese hombre al que respetaba y temía a partes iguales. Con un gesto
instintivo, extrajo el móvil del bolsillo de sus pantalones y, aprovechando que el hombre no miraba, encendió la cámara de vídeo y volvió a esconder el teléfono en el
mismo bolsillo.

M aría ignoró la mirada curiosa de los pasantes que, agachados sobre sus mesas, observaban de reojo a la secretaria de la que ya habían empezado a murmurar
unos días antes y a la que ya apodaban la última presa del jefe.

Cruzaron la sala y, en cuanto llegaron al archivo, el abogado cerró la puerta del cuarto y se apoyó en una de las estanterías.

—Necesito el expediente doce, cuatro, veintisiete.

M aría se inclinó sobre la pequeña mesa situada junto a la puerta, tecleó el número en el ordenador que utilizaban para llevar la base de datos de todos los casos
y, al ver el lugar que debería ocupar el expediente solicitado, resopló y se incorporó.

—Está en la última estantería, don Carlos. ¿Le puedo ayudar en algo más?

El hijo del jefe sonrió con cinismo y le guiñó un ojo.

—M aría, ya sabes que tengo problemas de espalda y no puedo bajar los expedientes. ¿Te importaría alcanzármelo?

La secretaria refunfuñó disimuladamente y, sin responder, tomó una escalera de mano y la apoyó en una de las estanterías. Sin que él se diera cuenta, sacó el
móvil del bolsillo y lo situó en una de las baldas de la estantería de enfrente antes de comenzar su ascensión. Subió unos cuantos peldaños y, casi al instante, encontró el
expediente que le había pedido el abogado. Agarró la carpeta y, justo cuando estaba a punto de extraerla de su lugar, notó una opresión en la parte posterior de su
cuerpo.

Al sentir las manos del hijo del jefe en su trasero, sin pensar, tiró con fuerza de la carpeta que contenía el expediente y la dejó caer sobre la cabeza del joven
abogado que, al recibir el impacto, cayó desplomado al suelo y se encogió con las manos en la cabeza.

—Lo siento —se disculpó M aría con voz dulce pero con un ligero retintín—. Se me ha resbalado. Si no fuera porque me estaba usted sujetando…, seguro que
me caigo también.

— ¡Lo has hecho a propósito! —replicó el joven que intentaba incorporarse. Al ver sangre en la palma de sus manos, tuvo que sentarse en la única silla
existente en el almacén.

—Qué noooo. Ha sido sin querer.


—M e has hecho una brecha —lloriqueó el jefe—. ¡Estás despedida!

M aría respiró hondo y, para sorpresa del letrado, recuperó el móvil, le dio a un par de botones y le enseñó el vídeo que acababa de grabar en el que se veía
claramente como el hijo del dueño del bufete acosaba sexualmente a una de sus secretarias.

—Don Carlos, me da la sensación de que no estoy despedida. ¿M e equivoco?

Al ver el vídeo, el abogado se levantó de un salto y se encaró con su secretaria.

—Podría decir que me has seducido, zorra.

—¿Quiere usted probar?. Seguro que un juicio por acoso sexual viene muy bien para el prestigio del bufete. ¿A que sí,… jefe?

El hijo del dueño del bufete la miró con ira pero, sin volver a abrir la boca, salió del almacén resoplando como un miura. M aría, por su parte, regresó a su
despacho ignorando las miradas de los pasantes y se dejó caer en su sillón con las piernas temblorosas.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó Daniella que había visto al hijo del jefe salir del bufete al tiempo que apretaba un pañuelo blanco en la cabeza.

—Poca cosa. M e ha tocado el culo y le he abierto la cabeza con una de las carpetas del almacén.

— ¿Pero…?

—He grabado todo con el móvil. Creo que no volverá a molestarme. Cuando le he amenazado que un juicio por acoso no sería buena publicidad para el bufete,
se ha puesto pálido y se ha ido corriendo.

— ¡Eres la caña tía! Eso es tener un par de ovarios como dos naranjas del pueblo de mi madre.

—Eres una poetisa, Dani. Aún me tiemblan las piernas.

—No me extraña. Creo que por una temporadita se portará bien.

—Eso espero.

La mañana trascurrió sin novedad y, al llegar la hora de comer, M aría y Daniella salieron del despacho y bajaron al bar de la esquina donde almorzaban todos
los días. Se pararon delante de una de las mesas en la que un hombre de unos sesenta años esperaba la llegada de la comida mientras se tomaba una cerveza acompañada
por unas patatas fritas de bolsa.

—Amancio, eso no es muy bueno para tu corazón.

El hombre miró a M aría, cogió una de las patatas y se la llevó a la boca con deleite.

—De algo hay que morir, chiquilla.

—Eso es verdad pero te recuerdo que hace un mes te dio un infarto.

—Y aquí estoy de nuevo. Soy más duro que el Alcoyano.

—Eres de lo que no hay. Yo no vuelvo a hacerte el boca a boca. ¡Qué lo sepas!

— ¡Pues tú te lo pierdes! Por si no lo sabías, en mis años mozos, fui un par de veces doble de Clint Eastwood en Almería.

— ¿En serio? —preguntó M aría.

—Pues claro, jovencita. Así que, si quieres salir con un tío famoso…

—M aría no sale con nadie —aclaró Daniella—. Es como una monja.

—No digas tonterías, Dani —protestó M aría—. Tan solo es que no encuentro a nadie que merezca la pena.

— ¿Y el hijo del jefe? Está a pico y pala contigo.

Ambas mujeres miraron a Amancio con cara de pocos amigos y el pasante se encogió sobre sí mismo.

—Es un acosador —aclaró Daniella.

—Es un cabrón —apostilló M aría.

—Bueno, solo lo decía por decir —se disculpó Amancio—. Solo soy un viejo chocho.
M aría se acercó al pasante y le plantó un beso en la mejilla. Él se puso colorado al instante.

—Y eso, ¿a qué viene?

—A nada, Clint Eastwood. M e apetecía.

Amancio la miró con mucho cariño mientras las jóvenes

se sentaban en otra mesa y pedían la comida.

La hora que duraba el almuerzo pasó como un suspiro. El camarero anotó en una libreta el importe de la comida que pagaban todos los viernes y los tres
salieron a la calle para entrar en el portal donde se encontraba el bufete.

Subieron por las escaleras y, al llegar a la primera planta, entraron en las oficinas y se encontraron con los demás pasantes que, arremolinados alrededor de don
Faustino, dueño del bufete, y de su hijo, cuchicheaban unos con otros y se miraban con desconfianza.

— ¿Qué ocurre aquí? —preguntó Amancio, en voz alta, nada más entrar.

Don Carlos se dio la vuelta y miró con odio a M aría antes de contestar.

—Ha desaparecido el expediente de la empresa gestora de aguas residuales y todos sabemos que la información que contiene es de vital importancia para
nosotros en el juicio y que, en ningún caso, puede llegar a manos de la parte contraria.

— ¿De qué coño habla? —le preguntó M aría a Dani en un susurro.

—No tengo ni idea.

Don Faustino elevó los brazos para que todo el mundo guardara silencio y, en cuanto lo logró, habló con voz tranquila y pausada.

—Si alguien sabe dónde está ese expediente que lo diga ahora. Es muy importante.

Los pasantes se miraron unos a otros como si estuvieran buscando un traidor entre ellos pero, al no erigirse nadie como culpable, volvieron a mirar al jefe. Su
hijo sonrió de medio lado y tomó el lugar de su padre.

—Esta mañana he visto salir a una persona de los archivos con una carpeta. Esperaba que se arrepintiera y que confesara pero parece ser que no va a ser así
por lo que no me queda más remedio que desenmascarar al culpable. — Se puso en marcha y entró en el despacho de las secretarias que ocupaban M aría y Daniella
seguido por todos los pasantes, las dos amigas y su propio padre.

Al llegar allí, se dio la vuelta, miró a M aría con frialdad y mostró una sonrisa lobuna. Al ver su gesto y la mirada gélida y despiadada de ese hombre, M aría se
estremeció.

—Ya tenemos a la culpable.

Don Carlos dio un par de pasos, se acercó a la mesa de M aría y, ante la atenta mirada de todos los empleados del bufete y del dueño, metió la mano en el bolso
que descansaba sobre el sillón de M aría y sacó una carpeta azul.

—Aquí está el expediente.

—¡Eh! —exclamó M aría que se había quedado de piedra al ver el movimiento de prestidigitador de su jefe—. Yo no había visto esa carpeta en mi vida.

El joven abogado se acercó a ella y agitó los papeles en el aire. M iró a todos los presentes y lanzó su alegato final.

—Esta mujer lleva varios días insinuándose.

— ¡Será cabrón! —espetó M aría sin poder contenerse—. Pero si es él que está más salido que un macaco.

— ¿Salido yo? Ya sabéis que estoy casado y que soy un hombre fiel.

— ¿Fiel? —preguntó la joven secretaria que estaba alucinando—. Estaba mañana me ha tocado el culo el muy cerdo.

—Eso no es verdad. Hoy le he pedido con amabilidad que me buscara un expediente en el almacén y, al subir a la escalera, ha simulado una caída para que yo la
sujetara y así poder hacerme chantaje. ¡Esta mujer calculadora lo estaba grabando todo y me ha chantajeado!

— ¡Eso es mentira! —gritó M aría perpleja al ver los gestos de asentimiento de los que creía sus compañeros— Es un acosador. Todos los sabéis pero sois
unos putos acojonados.

—Como represalia por mi negativa ante el chantaje — continuó el abogado al tiempo que ignoraba el alegato de defensa de M aría—, ha robado esa carpeta para
entregársela a la competencia y así hundir a nuestro bufete. Si no llego a darme cuenta, nos hubiera arruinado y todos estaríais en la calle.
— ¿Yo? Pero si no sé lo que hay en esa carpeta. Es un embustero. Un murmullo de desaprobación nació de todas las gargantas de los pasantes. M aría miró a
Daniella en busca de apoyo pero ésta bajó la cabeza y, con sumisión, se sentó en su sillón y comenzó a ordenar unos papeles como si aquello no fuera con ella.

Don Faustino se acercó a M aría con cara de pocos amigos, tomó el bolso que su hijo había colocado en la mesa y se lo entregó de malos modos.

—Está usted despedida. Le rogaría que abandonara el bufete. Ya la llamaremos para el finiquito. —Se dio media vuelta y se marchó seguido por su hijo y por
el resto de empleados.

En cuanto M aría vio salir al último de los pasantes contempló a Daniella con extrañeza. Ésta levantó la cabeza y la miró con ojos suplicantes.

—Lo siento...

—M ás lo siento yo. Te has callado como una puta. M enos mal que tú no necesitabas este trabajo tanto como yo.

—Lo siento… —volvió a murmurar.

M aría regresó a su mesa, recogió unas pocas cosas, las metió en el bolso y salió de su despacho sin tan siquiera mirar a Daniella que había escondido la cabeza
entre unas cuantas montañas de papeles. Al salir del despacho se encontró de frente con don Carlos que la miraba con odio pero con una sonrisa triunfal en los labios.

—Ha sido sencillo. Tú no vales más que el papel con el que me limpio el culo.

— ¡Hijo de puta! —espetó M aría antes de darse media vuelta para salir del bufete—. Le juro que algún día pagará por esto.

— ¡Espera! —exclamó el abogado —. Se me olvidaba decirte una cosa…

M aría se enfrentó de nuevo al hijo del dueño y, con el poco aplomo que le quedaba, lo miró.

—A pesar de todo, tienes buen culo.

La secretaria salió de allí con el sonido de una carcajada resonando en sus oídos como si un petardo hubiera explotado junto a sus pies. Bajó las escaleras de
dos en dos y, antes de salir a la calle, los ojos se le humedecieron por la rabia y la impotencia.

Al salir a la vía miró hacia arriba y se quedó contemplando el cartel que anunciaba el nombre del bufete.

—Faustino Ramírez e hijos —susurró M aría con todo su odio puesto en aquellas palabras—. M ejor dicho, Faustino Ramírez e hijos de…

Buscó alguna piedra que lanzar pero casi se alegró de no encontrar ninguna. Lo único que le faltaba era meterse en más líos. Bajó la cabeza, se subió el cuello
del chaquetón y caminó calle abajo sin tener muy claro cuál sería su futuro y, lo peor de todo, sin saber cómo iba a hacer para pagar el alquiler y las facturas. Cuando ya
pensaba que se encontraba en el fondo del pozo, la vida le demostraba que aún podía hundirse un poco más.

Continuó su andadura por las calles abarrotadas de la gran ciudad pero con la sensación de la soledad más acuciante plagando todo su ser.

Decidió recorrer la distancia que la separaba de su hogar a pie. Ese hogar que ni tan siquiera era suyo pues vivía, desde hacía tan solo un mes, de alquiler en un
piso que compartía con dos estudiantes de periodismo, que por lo que ella intuía, hacían de todo menos estudiar. Aun así, se sentía bien allí en compañía de las dos
jóvenes que no sabían nada de ella ni de su pasado aunque toda su vida hubiera quedado reducida a las cuatro paredes de una habitación en un piso compartido. M uchos
pensamientos revoloteaban en su cabeza y que la acompañaron hasta las postrimerías del edificio donde se alojaba, como si en sus pies llevara un GPS que la había
conducido hacía ese lugar.

Caminaba como un autómata y ni tan siquiera se preocupaba de lo que ocurría a su alrededor, cuando un bocinazo resonó en las calles consiguiendo llamar su
atención; pero ya era demasiado tarde.

M aría se detuvo en mitad de la vía sin poder reaccionar y solo pudo ver el reflejo del sol en la carrocería metálica del vehículo que se abalanzaba sobre ella.
Respiró hondo y esperó el impacto como si realmente deseara que su vida terminara en aquel preciso instante.

— ¡Cuidado!

Recibió un golpe en el costado pero no tan fuerte como el que se había imaginado tan solo una décima de segundo antes de ser atropellada. Salió despedida por
los aires y cerró los ojos con el convencimiento de que ese era el final de todo su sufrimiento.

— ¿Estás bien? ¡Dime algo!

Una voz hermosa y dulce acariciaba sus oídos como si todos los ángeles y arcángeles cantaran a su alrededor. Continuaba con los ojos cerrados con fuerza y
deseó que aquel sonido fuera un himno celestial.

— ¡Abre los ojos! Por favor, abre los ojos.

Soltó todo el aire de sus pulmones y, poco a poco, fue abriendo los párpados como si no deseara volver a la realidad aunque, en cuanto vio el rostro de la
persona que la había salvado, su corazón comenzó a latir a mil por hora.

Los ojos más azules que jamás había contemplado la observaban con impaciencia e intranquilidad. Un rostro perfilado y anguloso remarcaba aquella mirada
límpida y sincera que a ella se le reveló como una aparición. Intentó articular palabra pero la visión de ese hombre de mandíbula poderosa y ojos tiernos la había
relegado al mutismo.

— ¿Estás bien?

— ¿Eres un ángel? —susurró M aría, al fin, mirando a uno y otro lado sin saber bien dónde se encontraba—. ¿Ya estoy en el cielo?

—No, todavía no. Estás en mitad de la calle. Han estado a punto de atropellarte. —El joven ayudó a M aría a levantarse aunque ella se trastabilló y no tuvo
más remedio que apoyarse en el brazo del hombre de ojos azules.

—Lo siento… —balbuceó.

—No te disculpes. En algunas culturas, ahora deberías convertirte en mi esclava.

M aría abrió la boca de par en par al escuchar las palabras de ese hombre que, casi con toda seguridad, acababa de salvarle la vida pero fue incapaz de replicar.
El pelo negro y largo acariciaba su rasurado rostro y su sonrisa brillaba como un rayo de sol en la tormenta.

— ¿Te has quedado muda?

—Yo…, no sé qué decir.

—Con un “gracias” me conformo. Los ángeles no necesitamos mucho.

M aría se separó de él unos centímetros y notó como sus piernas comenzaban a recobrar fuerza. Aun así, al aspirar el aroma ligeramente dulzón que emanaba
del fuerte cuerpo de su salvador, se sintió desfallecer. Llevaba tanto tiempo sin sentir lo que estaba experimentando que no supo con claridad si aquello era real o tan
solo un sueño.

Como tantas veces había escuchado decir a su abuela, el corazón le latía al ritmo de las maracas de M achín y su respiración parecía más un vendaval que el
simple gesto vital de una persona normal y corriente.

¿Pero, que me pasa?, pensó en un instante de lucidez. Me estoy comportando como una cría delante de un desconocido. Su cerebro no estaba muy por la
labor y, una vez más, dejó paso al lugar recóndito donde nacen los sentimientos. Si el amor a primera vista existía, aquel era un claro ejemplo.

— ¡Eres como el Capitán América! ¡La has salvado!

M aría se giró al escuchar el grito y se encontró con un niño de unos cinco años de edad que corría con los brazos abiertos hacía el hombre que había destrozado
todas sus barreras con tan solo una sonrisa y éste lo acogió en un gran abrazo.

El niño portaba en sus manos una figura del superhéroe con la bandera de barras y estrellas acomodándose en los brazos del joven.

M aría los miró con detenimiento y comprobó el indudable parecido físico entre ambos. Los ojos azules que la habían encandilado se repetían en el rostro dulce
y redondeado del niño que, a diferencia del adulto que lo acogía, mostraba un pelo rubio y liso cortado a cepillo.

—Yo soy Adrián y éste es Eoghan —comentó el hombre—. Dile “hola” a nuestra amiga.

—Hola —saludó el crío muy obediente.

—Hola, Eoghan —correspondió M aría al saludo—. Yo me llamo M aría. ¿Sabes una cosa? Tienes un nombre muy bonito.

—Es irlandés y lo eligió mi mamá porque es la mejor mamá del mundo y dice que yo soy especial como mi nombre que significa joven guerrero.

M aría sonrió con el desparpajo del jovencito.

—Vaya, tu mamá es una mujer muy lista.

—Sí. Y es muy guapa —añadió el crío para regocijo evidente del hombre que lo sostenía en brazos y del que M aría pudo comprobar el orgullo que sentía por
el pequeño—. Es aquella que viene por allí.

La joven miró hacía el lugar que señalaba Eoghan y vio a una mujer de su misma edad y muy atractiva. M aría entendió, al ver a la mujer, de dónde procedía el
pelo rubio del niño y esa determinación que mostraba a tan corta edad.

La madre del pequeño caminaba hacia ellos con paso firme y seguro.

— ¡M amá, mamá! —gritó Eoghan al tiempo que se revolvía en los brazos de Adrián para intentar correr en pos de su madre. En cuanto tocó el suelo con las
puntas de sus pies se puso en movimiento a toda velocidad y no se detuvo hasta ser recogido por su progenitora que, al igual que había hecho el joven moreno, abrazó al
niño con deleite—. ¡Tenías que haberlo visto! —gritó levantando en alto el muñeco del superhéroe—. ¡Ha sido como el Capitán América y ha salvado a M aría!

—Lo he visto al salir de la farmacia. —La mujer se acercó a M aría y le tendió la mano—. ¿Estás bien?

—Estoy bien. M uchas gracias por preocuparte.


M aría, al contemplar a la preciosa mujer junto a Adrián, sintió una punzada de celos en el corazón. El niño era una mezcla de la pareja.

El rostro redondeado, los labios gruesos y el pelo rubio eran un fiel reflejo de su madre pero la nariz recta y los ojos avellanados de color turquesa habían
pasado de una generación a otra con tal perfección, que el crío era una versión mejorada de los dos adultos que contemplaban a M aría con curiosidad.

—Soy Penélope, la mamá de este trasto.

—Yo soy M aría. Encantada —correspondió al saludo—. El nombre de tu hijo es genial y el tuyo es muy bonito.

—M uchas gracias. Tuve que luchar contra muchos cabezotas cuando elegí el nombre de Eoghan. —Penélope miró de reojo a Adrián y éste se encogió de
hombros.

—Bueno, realmente es un joven guerrero que me tiene loco —apuntó el hombre mientras intentaba ensortijar, con poco éxito, el cabello fuerte y liso del niño
que, al sentir el contacto, bajó de los brazos de su madre y echó a correr hacia el portal donde vivía M aría.

—Tú eres la que vive en el piso de las locas, ¿no?

— ¡Penélope! —exclamó Adrián al escuchar el comentario.

—Así es como se conoce a esas chicas en la comunidad —se justificó.

— ¿En la comunidad? —inquirió M aría con extrañeza.

—Sí, creo que somos vecinas. Te he visto alguna vez salir con tus compañeras de piso.

—Yo no te había visto antes.

—Pues estoy encima de tu piso así que, si quieres algún día tomar un café…

M aría la contemplo con detenimiento y no vio mala fe en su mirada. El comentario de el piso de las locas, no le parecía insultante porque ella misma lo había
pensado en más de una ocasión pero, por mucho que le extrañara, lo que no le gustaba era lo que ella misma sentía al verla junto a aquel hombre de ojos azules que había
removido su interior hasta el rincón más profundo.

¿Celos? Esa palabra ya no existía en su vocabulario pero ahora, tras muchos años, esa sensación agobiante y destructora había reaparecido.

—Bueno, ya veremos —respondió con voz suave y sin recordar que ya no tenía trabajo—. No tengo mucho tiempo libre pero me gustaría.

— ¡Genial!

La mujer elegante dio media vuelta y se reunió con su hijo en la puerta del portal. Allí se giró de nuevo y se quedó esperando al salvador de M aría que parecía
no tener tanta prisa por volver a su domicilio.

—Ha sido un placer salvarte la vida —comentó Adrián con una gran sonrisa.

—M uchas gracias. Según algunas culturas, ahora soy tu esclava —bromeó M aría sin pensar.

Adrián se acercó unos centímetros a ella y le susurró:

—M e apunto a eso. Ya te digo que los ángeles pedimos poco.

M aría, al escuchar las palabras dulces y arrebatadoras del joven, tuvo que realizar un supremo esfuerzo para que no se le doblaran las piernas de nuevo.

No lo entiendo, pensó. Está casado y tiene un hijo.

Adrián se marchó con Penélope, la mujer atractiva, y con Eoghan, el joven guerrero, y M aría, la mindundi, como ella misma se llamaba de vez en cuando, se
quedó allí, parada en la acera, con la cadera dolorida, el cerebro a punto de explotar y el corazón con más latidos de los habituales para una mujer fría y calculadora que
llevaba muchos años sin enamorarse y sin dejar que ningún hombre se acercara a ella.

Pasado un tiempo prudencial, entró en el edificio y llamó al ascensor. Al entrar en la cabina, el halo del perfume de Adrián la invadió hasta las entrañas y una
lágrima rebelde apareció en uno de sus párpados.

— ¡Eres tonta! —exclamó para sí misma al ver la gota brillante en su homóloga del espejo del elevador—. ¡Tonta, tonta, tonta!

Salió del ascensor con el aroma dulce y embriagador que se había adherido a ella como si siempre hubiera estado allí y eso terminó por desesperarla. Entró en la
vivienda que compartía con las dos estudiantes de periodismo, cruzó el salón a toda velocidad y llegó a la puerta de su habitación sintiendo mucha rabia y con el único
deseo de encerrarse para intentar olvidar que no tenía trabajo y que, pasados varios años, un hombre había vuelto a entrar en su vida aunque se tratara de un hombre
casado y con un hijo.

Se detuvo, de repente, al encontrarse la puerta de su habitación entreabierta porque siempre la dejaba cerrada. No había querido poner una cerradura por fuera
para no mostrar excesiva desconfianza pero siempre se aseguraba de que su triste y pequeño bastión quedara resguardado. Empujó con suavidad la puerta y se encontró
a una de las estudiantes sentada en su cama con un libro abierto sobre las piernas que ella reconoció al instante.

—Esther, ¿qué haces en mi habitación? —preguntó sintiendo aún más rabia.

La joven estudiante se dio la vuelta sobresaltada y el libro cayó sobre la alfombra abierto de par en par.

—M aría, lo siento. No sabía que ibas a llegar tan pronto y yo…, yo…

—Tú, ¿qué?

—Ese libro…

M aría contempló la novela caída en el suelo, luego a la estudiante y meneó la cabeza con energía.

—Ese libro, nada —dijo apretando los dientes—. No vuelvas a entrar en mi habitación.

—Pero…

—Vete, por favor.

Esther salió de la habitación tras mirar un instante a M aría y, una vez sola, cerró la puerta y recogió el libro con parsimonia. Se sentó sobre la cama y lo cerró
sobre su regazo. Acarició las letras doradas del título con la punta de los dedos y suspiró.

—3RU fin \D soy libre —esas palabras, dichas en un susurro, resonaron en su cabeza como un cañonazo y terminaron

por quebrarle el alma.

Dio la vuelta a la novela y miró la foto de la contraportada que mostraba el rostro seguro y decidido de la escritora que había creado varios años atrás, la que
había sido su última obra.

Lanzó el libro al suelo y sintió como la tristeza dejaba paso a la rabia mal contenida que llevaba bullendo en su interior desde hacía más de dos años. Y se echó
a llorar poniendo en cada lágrima amarga, un pequeño trozo de su maltrecho corazón.
Capítulo 2

5 de abril de 2014

—Lo siento mucho.

—No te preocupes. No pasa nada.

—Lo de ese libro…

—Esther…

—Vaaaaaaleeeeee.

La joven estudiante levantó las manos en son de paz y sonrió como si no fuera con ella. Aun así, M aría vio la necesidad de dar una mínima explicación.

—No sabes nada de mi pasado y te aseguro que es mejor para todas, y sobre todo para mí, que eso siga así. ¿Está claro?

—Como el agua, mi sargento —respondió Esther que no perdía su sonrisa mañanera por nada del mundo—. M is ojos no han visto nada y mi boca está sellada.
Seré una tumba. Nadie podrá arrancarme la verdad ni aunque me torturen. Tu secreto está a salvo…

— ¡Ya vale! M e ha quedado claro.

—Palabrita del niño Jesús. —Esther se llevó el pulgar a los labios y se lo besó—. Que me caiga un rayo si no…

— ¡Esther! No seas cansina.

—Buenos días, guapísimas.

Las dos mujeres se dieron la vuelta hacia la puerta de la cocina y se quedaron de piedra al encontrarse con un joven de unos veinte años que tan solo llevaba
puestos unos slips tan ajustados que le marcaban cada músculo de su anatomía con tal claridad, que tanto a M aría como a Esther se les abrió la boca de par en par. Y,
por si fuera poco para ellas, el chico no estaba mal dotado.

—Buenos días —logró responder M aría haciendo un supremo esfuerzo para clavar su mirada en los ojos del joven y no en otra parte más íntima.

— ¡Vaya! Ya veo que habéis conocido a Rubén —saludó otra chica de pelo rubio anaranjado que entró en la cocina con decisión y, para sorpresa de M aría,
casi desnuda. Un escueto tanga cubría su casi perfecta figura.

M aría musitó un saludo y contempló como la otra compañera de piso, Cristina, se acercaba al joven bien dotado y restregaba los pequeños pechos en su
espalda al tiempo que lo abrazaba por detrás y bajaba su mano por el abdomen hasta detenerse en su rasurado vientre.

Por si todo aquello fuera poco para una alucinada M aría,

el chico reaccionó levemente al roce de Cristina y su masculinidad comenzó a crecer bajo los slips que parecían querer explotar.

M aría cerró los ojos y salió de allí como alma que lleva el diablo seguida de Esther que portaba una bandeja de desayuno con un par de bollos y no dejaba de
sonreír.

—Están más salidos… —comentó nada más entrar en

el salón.

—Son jóvenes —comentó como si ella no lo fuera.

—Y yo soy una vieja decrépita que no aguanta ver como un tío se empalma en sus narices, ¿no? ¿Es eso lo que intentas decirme?

Esther se sentó en uno de los sillones del salón y, con toda la alegría que le permitía mostrar su dulce rostro, miró a su compañera de piso con afecto, que se
sentó frente a ella.

—No digo eso pero hay que reconocer que, en ocasiones, eres un poco estirada.

— ¡Buf ! ¿Estirada yo? Por si no lo sabes, me despidieron ayer y ni siquiera sé cómo voy a pagar el alquiler así que no estoy para tonterías.

— ¿En serio que te han despedido?


M aría resopló al escuchar la pregunta de la estudiante y se levantó del sofá malhumorada.

—M e voy a dar un paseo.

—Pues aprovecha para pasarte por D`Nicks. Están buscando a alguien.

La joven se detuvo junto a la puerta de la entrada y volvió al salón.

—¿Y qué narices pinto yo en una peluquería?

—Pues lo mismo que aquí en casa sin hacer nada y refunfuñando por ver a un tío buenorro casi en pelotas — respondió Esther al tiempo que le lanzaba un
bollo de chocolate envuelto, que M aría recogió al vuelo más por instinto que por hambre—. Anda, que te estás quedando en los huesos con tanta mala leche.

— ¡No te soporto! —exclamó M aría otra vez en la puerta de la entrada y con el bollo en la mano.

— ¡Yo también te quiero!

Enfadada con su compañera de piso y consigo misma, cerró de un portazo y salió al rellano a toda velocidad.

— ¡Cuidado! —M aría dio un salto al escuchar el grito y se estrelló contra la puerta del ascensor sin llegar a ver al hombre elegante de pelo canoso que bajaba
las escaleras, de dos en dos, con una bolsa de basura en las manos.

— ¿Está bien? La he visto en el último momento. El hombre dejó la bolsa de basura en el suelo y ayudó a M aría a incorporarse.

Ésta lo miró y se encontró con que la persona con la que había estado a punto de chocar debía tener unos sesenta años y vestía como si formara parte de una
época de la historia ya desaparecida. Llevaba un batín de seda de color burdeos y un pañuelo al cuello de un tono similar anudado con mucho esmero. El pelo blanco
engominado y un bigote largo y de puntas redondeadas terminaban de dar al hombre un aspecto de época de Regencia que tanto gustaba a la joven y, al contemplar su
aspecto, sonrió con franqueza.

—Estoy bien. No se preocupe.

—Claro que me preocupo. No me hubiera gustado dañar a una mujer tan atractiva como usted.

Al escuchar el comentario y contemplar su seductora sonrisa, dejó caer las defensas que siempre mantenía ante los extraños.

—Gracias por el piropo pero lo de atractiva… —se encogió de hombros como si no creyera lo que le acababan de decir.

—Por supuesto que lo es… —susurró él acercándose unos centímetros a M aría—, pero que no se entere mi mujer porque es un poco celosa. Dice que soy un
mujeriego.

—A lo mejor tiene razón.

—Es lo que tenemos los hombres como yo.

Ella sonrió de nuevo y no pudo evitar hablar con franqueza.

—M e parece usted un poco vanidoso.

—¡Ah! M i joven amiga. Soy más bien orgulloso.

—¿Y no es lo mismo? —preguntó con el ceño fruncido.

—La verdad, como casi siempre, se puede encontrar en

Orgullo y prejuicio.

—No acabo de entenderlo.

—El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros. Ya
tengo cierta edad para preocuparme de lo que pensarán los demás.

—Ya veo que le gusta Jane Austen.

—M ás bien la sabiduría de Fitzwilliam Darcy —explicó al tiempo que se llevaba la mano al ala de un ficticio sombrero—. ¿Lo conoce?

—Personalmente no —bromeó M aría que, como muchas otras mujeres de su generación, había crecido leyendo las novelas de Jane Austen y, en especial, al
adorado Darcy.

—Es usted una jovencita muy agradable y con una voz melodiosa pero creo que ya va siendo hora de que baje la basura o la señora Ortega va a pensar que me
he ido a comprar tabaco.

M aría sonrió una vez más y recompuso su vestimenta que había quedado algo descolocada tras el encuentro con su elegante vecino.

—Ha sido un placer conocerlo.

—Le aseguro, querida mía, que el placer ha sido completa y absolutamente mío. —El hombre, para sorpresa de M aría, le tomó de la mano, se inclinó con
suavidad y le beso el dorso con delicadeza. Hecho esto, recogió la bolsa de basura y bajó las escaleras de dos en dos silbando la banda sonora de Casablanca.

—Todo un personaje. Sí, señor. —Con renovado ímpetu, recogió el bollo de chocolate del suelo, se lo guardó en un bolsillo y descendió el tramo de escaleras
también saltando los escalones de dos en dos mientras tarareaba As time goes by, la misma canción que silbaba el señor Ortega.

Salió a la vía pública y, con pasos vigorosos, caminó el breve trecho que separaba su edificio de la peluquería D’Nicks. Se detuvo frente a la puerta y leyó el
cartel que adornaba uno de los escaparates y en el que se solicitaba una persona con experiencia. Entró, miró a uno y otro lado y se encontró con dos estilistas jóvenes
que estaban terminando de teñir a un par de mujeres de mediana edad que no dejaban de hablar ni por un instante.

—Buenos días —saludó una joven vestida con un traje de chaqueta de color oscuro y muy elegante que se encontraba tras el mostrador de la peluquería—.
¿Desea algún tipo de peinado? ¿O quizá prefiere que le hagamos la manicura?

M aría miró a la que parecía ser la encargada con una tímida sonrisa en los labios.

—No, no. Yo vengo por lo del cartel de la puerta.

¿Necesitan una empleada, no?

El rostro de la mujer cambió imperceptiblemente pero M aría pudo observar ese ligero matiz que diferenciaba el saludo a una posible clienta, que el otorgado a
ella.

— ¿Tiene experiencia?

—No mucha.

— ¿No ha trabajado nunca en una peluquería?

—No —respondió taxativa.

— ¿Algo como esteticien o similar?

—No, nada.

—Por lo menos habrá hecho algún curso, ¿no?

—No, bueno, de cría peinaba siempre a mis amigas.

La mujer del traje de chaqueta rumió algo, se inclinó tras el mostrador y sacó una hoja que entregó a M aría.

—Bueno —añadió la encargada al tiempo que le dejaba el papel en el mostrador con desgana—, rellene sus datos con su currículum, cosa que creo que no le
llevará mucho tiempo, y ya la llamaremos.

M aría se dio cuenta al instante de que allí no tenía mucho que hacer y dejó la hoja sobre el mostrador.

—M uchas gracias por atenderme —dijo con la cabeza gacha—. Creo que buscaré en otro sitio.

—Puede preguntar en la frutería. Creo que buscan a alguien para descargar cajas.

Justo en ese preciso instante, la puerta de la peluquería se abrió con un estrépito y entró, como alma que lleva el diablo, el niño rubio que había conocido la
mañana anterior, seguido por el hombre de pelo oscuro y ojos azules que había logrado revolucionar a M aría en todo su ser.

Ésta, al verlos, se encogió en una esquina y esperó para no ser vista. No le apetecía que aquel hombre supiera que era una desempleada que buscaba trabajo en
una peluquería.

—Buenos días, M elanie —saludó Adrián que intentaba arrinconar a Eoghan en una esquina del local—. Aquí estoy otra vez con el torbellino.

—Buenos días —correspondió la joven encargada con el ceño fruncido al ver la escena de persecución—. Ya veo que este jovencito, como siempre, no tiene
muchas ganas de cortarse el pelo.

—Pues sí, pero su madre se ha empeñado…

—Eoghan, vamos a sentarte en el avión y ya verás cómo te lo pasas genial mientras Felipe te corta el pelo.
— ¡No quiero que nadie me toque la cabeza!

La encargada se acercó al niño e intentó cogerlo del brazo pero éste fue más rápido, se escabulló y se escondió tras un gran ficus situado en una esquina.

—Venga, que te doy un chupa-chups.

— ¡No quiero! Felipe es muy raro.

Eoghan salió de su escondite y echó a correr hacia la puerta de la calle pero, en su carrera, no vio a M aría y chocó con ella.

— ¡Ay! —exclamó el niño al sentir el impacto.

Descubierta, se arrodilló frente a él y Eoghan la reconoció al instante.

— ¡M aría! —se giró hacia Adrián y su rostro se iluminó—. M ira, es M aría.

La joven se incorporó y saludó a Adrián con educación pero intentando que la voz no le temblara ante la presencia de ese hombre.

—Hola, M aría. Es un placer. ¿Has venido a peinarte?

—No, yo…

—Ella ya se iba —dijo la encargada de malos modos.

La joven agachó la cabeza y se encaminó hacia la puerta pero Eoghan, para sorpresa de todos y en especial de M aría, le tomó la mano.

—Yo quiero que ella me lave la cabeza —dijo el pequeño refunfuñando.

—Pero yo…—miró a Adrián y a la encargada y comprobó que él la contemplaba con interés y la recepcionista con ojos suplicantes.

—Vamos, yo te lavo la cabeza —dijo, al fin, para tranquilidad de los allí presentes.

El niño dio un grito de júbilo y él solo se sentó en una de las sillas destinadas al lavado capilar en la que una de las esteticistas se apresuró a colocar un alza
para niños.

M aría le puso un trapo blanco que le tendió el joven que iba a cortarle el cabello al niño y abrió el grifo del agua con cuidado para que la temperatura no
molestara al crío. Le frotó la pequeña cabeza rubia con champú infantil mientras Adrián contemplaba la escena sentado frente a ellos. Unos minutos más tarde, el
pequeño tenía el cabello radiante.

—Yo quiero que ella me corte el pelo.

Adrián abrió la boca para contestar pero fue M aría la que lo hizo.

—Yo no sé cortar el pelo pero, si te parece, mientras Felipe te lo corta, yo me siento delante de ti y le voy diciendo dónde debe cortar y dónde no. ¿Te
parece?

El niño fijó su mirada en ella al tiempo que analizaba la propuesta y, unos segundos después que a la encargada se le hicieron eternos, asintió.

—Quiero quedar guapo, ¿vale? —avisó él con el desparpajo que había conquistado a M aría.

—Perfecto. Vas a quedar muy guapo. ¡Te lo prometo!

—Y te vas a llevar algún que otro trasquilón —comentó el peluquero en voz baja para sorpresa de M aría. Levantó la cabeza y se encogió de hombros—. Ha
dicho que soy un poco raro.

—Solo es un niño —comentó ella.

—Estos son los peores —añadió el joven—. Se portan como niños pero son unos monstruitos.

—Ya veo que no te gustan mucho.

—Ni con patatas fritas.

Durante casi media hora, Felipe se encargó de cortarle el pelo a Eoghan sin seguir las indicaciones de M aría que, como si fuera una auténtica peluquera
profesional, daba instrucciones que al niño encantaban pero que el peluquero obviaba.

—Ya está. Hemos terminado —avisó el peluquero unos minutos después. Sacudió con suavidad el cuero cabelludo del pequeño, retiró la toga que cubría su
diminuto cuerpo y se dirigió a M aría—. Solo dos trasquilones. M e he portado bien.

Adrián lo tomó en brazos en cuanto Eoghan tocó el suelo y éste se encogió junto a su torso.
— ¿A qué estoy guapo?

—M ucho. Y todo gracias a nuestra nueva amiga que lo ha hecho muy bien.

Adrián pagó la cuenta y le guiñó un ojo a M aría antes de salir de la peluquería con el niño en brazos.

Ella, unos segundos después, despertó de su ensimismamiento y se dispuso a salir de allí donde era evidente que no había sido muy bien recibida.

— ¡Espera! —exclamó la encargada con una gran sonrisa en los labios que desconcertó a la joven que estaba a punto de salir —. ¿Estás dispuesta a lavar
cabezas y barrer pelos entre otras cosas?

M aría se giró al escuchar la propuesta y sonrió.

—M uy dispuesta.

—Perfecto. Esta tarde ya no trabajamos así que vente mañana a las nueve y firmamos el contrato.

— ¿Trabajáis los domingos?

—Dos sí y dos no pero solo por la mañana al igual que los sábados. ¿Algún problema?

M aría ni tan siquiera tuvo que meditar la respuesta.

—No, ningún problema. Te aseguro que prefiero estar aquí que encerrada en casa.

—Bien. Entonces, hasta mañana.

Asintió con decisión y salió a la calle sonriendo como llevaba mucho tiempo sin hacer y con el convencimiento de que su vida volvía a tener sentido aunque
siguiera sola y no tuviera más remedio que ganarse la vida lavando cabezas y barriendo pelos.

Los tiempos de opulencia y derroche habían quedado tan relegados en el olvido que ya ni recordaba cómo era vivir sin tener que mirar hasta el último euro que
se gastaba.

Caminaba resuelta y con paso decidido cuando decidió que era una bonita mañana de sábado para dar un paseo por el parque cercano a su casa que todavía no
se había dignado a visitar en el mes que llevaba viviendo allí.

Al llegar a la gran superficie arbolada, atravesó la puerta de la entrada y se encaminó hacia una fuente, refrescaba todo el ambiente con un fuerte chorro de agua
que se elevaba desde un caño y caía sobre la figura cubierta de verdín de un David de M iguel Ángel a escala.

Se sentó en un banco de madera junto a la fuente y sacó del bolsillo el espachurrado bollo de chocolate que parecía haber vivido mejores épocas. Abrió el
envoltorio y dio un gran bocado. Unos segundos después, unos cuantos gorriones revoloteaban a su alrededor intentando, sin mucho éxito, conseguir alguna pequeña
migaja del bollo para llenar el buche.

M aría los miró con pena y comenzó a desmigajar el dulce para entregárselo a las diminutas aves que, al ver caer los trozos de bizcocho, comenzaron a
revolotear en el intento de cazar al vuelo los pedacitos antes de que otros compañeros se adelantaran.

Tan enfrascada estaba en alimentar a los gorriones, que no se percató de que una joven pelirroja y un poco rellenita acababa de sentarse a su lado en el banco.

—Los animales son mejores que las personas.

M aría, al escuchar el comentario de la chica, dio un salto en el banco y dejó caer para deleite de los gorriones, que comenzaron a revolotear, el trozo de bollo
que aún no había despachado.

—Perdona, no quería asustarte.

—Pues lo has hecho —replicó con acritud—. Se me ha caído el pastel.

La joven sonrió con tristeza.

—Vaya, parece que hoy no hago nada bien.

M aría estuvo tentada de levantarse pero, al escuchar el lamento roto a su lado, se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho.

— ¿Un mal día?

—El peor de mi vida.

—No quiero fastidiarte pero te aseguro que siempre puede haber un día peor. Seguro que mañana todo empeora.
La joven desconocida se dejó caer sobre el banco y suspiró.

— ¿Y eso lo dices para animarme? —preguntó con mala cara.

—No, es una realidad. La puta Ley de M urphy. Ya sabes.

—Creo que lo que menos necesito hoy es una dosis extra de pesimismo.

—Lo siento— se disculpó M aría—. No era mi intención.

— ¿Siempre dices lo que piensas?

—No, algunas veces no digo nada y paso de la gente.

—Entonces, soy afortunada —añadió ella con una tímida sonrisa en los labios—. No te preocupes. Quizá tengas razón y no sea el peor día de mi vida, pero te
aseguro que enterarte de que tu novio está casado y tiene un hijo no es un plato de buen gusto.

— ¿En serio?

—Sí, no tengo ninguna duda.

— ¿Y eso por qué?

—M e lo dijo una persona que trabaja con él en el hospital y le creo.

M aría intentó buscar las palabras apropiadas para intentar animar a aquella jovencita tan triste y dolida como para abrirle su corazón a una extraña, pero no
consiguió encontrar nada en su interior que sirviera de ayuda.

Ella misma no creía en el amor y le acababan de poner en bandeja de plata uno de tantos motivos por los que pensaba que enamorarse era una locura; tan solo
podía servir para herirte en lo más hondo.

—Casi agradezco que no me digas nada para animarme porque estoy aburrida de las frases manidas.

—Es que creo que enamorarse es un error.

La joven dejó de sollozar y centró sus ojos en M aría.

— ¿Nunca te has enamorado?

—Realmente no. Hace muchos años jugué con el amor una partida de ajedrez pero perdí.

—Esa frase creo que la he leído en alguna parte —comentó la joven pensativa—. Creo que en alguna novela.

Tuvo la tentación de decirle que ella misma era la creadora de aquella cita que tantas y tantas personas habían leído, pero decidió sobre la marcha mantener su
vida privada donde debía estar.

—Por cierto. M e llamo M aría.

—Yo soy Saray.

—Vaya, últimamente solo me encuentro gente con nombres llamativos y no como el mío.

—Pues a mí me gusta el tuyo.

— ¿Qué vas a hacer con lo de tu novio? —preguntó M aría volviendo al meollo de la cuestión.

—Ni idea. No creo que quiera a su mujer si se busca a otra. Quizá vaya a su casa y le pida por favor que siga conmigo.

—Sí, es una buena decisión.

— ¿Tú crees?

—Claro, lo más probable es que no deje a su mujer pero quiera continuar contigo porque con eso le vas a demostrar que tienes menos personalidad que un
botijo pero bueno…

Saray bajó la cabeza meditabunda.

—No sé qué hacer.


—Ya sabes lo que dicen de los consejos…

—No, ¿qué dicen?

—Qué son como los culos. Todo el mundo tiene uno y el de los demás nos huele mal.

Al escuchar la ocurrencia de M aría, se echó a reír a carcajadas y demostró que bajo esa mirada lánguida y triste había una mujer bonita y llena de vida.

— ¿Y tú tienes un consejo para mí que no huela demasiado mal?

—Sí, uno de los buenos. Lucha por lo que merece un esfuerzo y olvida lo que no lo merezca. Así de simple.

— ¿Qué quieres decir?

—Que le den por culo a ese tío —explicó sin morderse la lengua—. Búscate a otro.

Saray meditó el consejo durante unos instantes y, pasados esos momentos de reflexión, se levantó con decisión y miró a M aría antes de marcharse.

—Creo que te haré caso. ¿Volveré a verte?

—Supongo. Este parque me gusta. Creo que voy a venir a pasear de vez en cuando.

—Genial. Entonces, nos vemos en breve.

—Seguro.

La joven salió del parque con paso decidido y M aría se quedó allí callada sin poder evitar que una idea disparatada golpeara su cabeza como si de un martillo
se tratara. Poco a poco, esa locura comenzó a cobrar forma en su interior y se adhirió a las paredes de su mente como si siempre hubiera estado allí.

Comenzó a respirar con dificultad y tuvo que serenarse antes de ponerse en pie. No podía creer lo que le estaba ocurriendo y mucho menos que la sensación
fuera tan fuerte y, sobre todo, tan real.

Se levantó de un salto, salió del parque a la carrera y cruzó la calle sin tan siquiera mirar hacia los lados como si buscara volver a ser rescatada por su héroe
particular.

Abrió la puerta del portal con mano temblorosa y subió las escaleras de dos en dos.

Cuando llegó a la segunda planta, entró en su casa a toda velocidad y, sin saludar a Esther que continuaba sentada en uno de los sillones del salón, entró en su
dormitorio y echó el pestillo. Se dejó caer en la silla frente al escritorio, abrió el portátil y lo encendió. M ientras veía como la pantalla se iluminaba, intentó serenarse y,
poco a poco, fue consiguiendo que su respiración se normalizara. Al cabo de unos minutos, pudo abrir el procesador de textos y con él un documento nuevo al que no
quiso poner nombre. Dejó caer con delicadeza sus dedos sobre el teclado, respiró hondo, cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir antes de atreverse a romper la
maldición por primera vez en varios años.

Dejó salir todo el aire de sus pulmones y comenzó a mover los dedos con decisión; dedos que, al cabo de unos minutos, dejaron de pertenecerle y se
convirtieron, como por arte de magia, en seres con vida propia.

Se sentó a su lado y consiguió sobresaltarla. No era una mujer muy agraciada pero parecía simpática. La típica chica en la que nadie se fijaría en una discoteca
pero que seguro que sería la reina de cualquier fiesta con sus chistes y anécdotas.

Inesperadamente se dirigió a ella y le abrió su corazón como si no tuviera a nadie más en su vida; quizá fuera así porque parecía una joven solitaria cuyo mayor
amor guardaba en una cajita en su mesita de noche y al que debía cambiarle las pilas de tanto en tanto. Quizá ,lo que la joven necesitaba en su vida no fuera un
consolador sino un Pepito Grillo que le dijera que estaba cometiendo un error; que no tenía que mendigar migajas de amor y que podía buscar algo mejor que un tipo
como aquel. Pero parecía desesperada…

Tras casi una hora de escritura, después de teclear esa última frase, suspiró con fuerza y se levantó con el corazón latiendo a toda velocidad en su pecho y con
las piernas temblándole por la emoción contenida.

Releyó lo escrito y sonrió.

—Quizá no pueda inventarme historias de amor —susurró con ilusión—, pero nadie me impide tomarlas prestadas.
Capítulo 3

6 de abril de 2014

—Debes tener más cuidado A las clientas no les gusta que les barran los pies.

—Vale, lo tendré en cuenta.

—Eso espero.

—Sí, si te barren los pies no te casas. Si no fuera porque la media de edad de nuestras clientas es de unos ciento tres años…

—Felipe, no te metas en lo que no te incumbe.

— ¡Señor, sí, señor! —comentó el peluquero con un saludo militar.

—Qué paciencia hay que tener…—espeto la encargada antes de volver tras el mostrador.

M aría llevaba toda la mañana dedicada a recoger el cabello que caía al suelo desde las cabezas de las clientas que acudían en tropel los domingos por la mañana
para, como ellas decían, ponerse guapas; aunque a la nueva empleada aquello le pareciera imposible. No le desagradaba demasiado ese trabajo porque le permitía
abstraerse de todo lo que ocurría a su alrededor. Tan solo tenía que soportar alguna regañina pasajera de M elanie, la encargada estirada, que no dejaba de observar todos
y cada uno de sus movimientos como si le fuera la vida en ello y M aría fuera su mayor enemiga en potencia.

—M aría, ¿Puedes ir al almacén a por un tinte del número diez para la señora Encarni? Están en la balda de la izquierda.

El único peluquero con el que había intercambiado unas pocas palabras había sido Felipe, el encargado de cortarle el pelo a Eoghan la mañana anterior. Las
demás integrantes de la plantilla de la peluquería habían decidido ignorarla y ella, en su foro interior, se lo agradeció en silencio porque sus conversaciones le parecían de
lo más banales y no le apetecía integrarse en ese grupo.

M aría regresó con el bote de tintura que le había pedido Felipe y se lo entregó para, acto seguido, volver al almacén y aprovechar el tiempo poniendo algo de
orden en el cuarto donde había advertido que unos botes se mezclaban con otros y nada ocupaba un sitio concreto. Cuando, casi una hora después, escuchó los gritos de
la encargada, salió del almacén y se la encontró con las manos en la cabeza.

—Pero, ¿qué has hecho?

La encargada miraba a la señora Encarni con los ojos como platos y Felipe caminaba de un lado a otro sin contestar.

— ¿Acaso la has visto alguna vez con ese color? —preguntó M elanie en voz alta.

—La verdad es que no.

La señora Encarni giró el sillón y se contempló en uno de los muchos espejos que adornaban la sala.

En cuanto se vio, abrió la boca de par en par pero no comentó nada. Felipe cogió el bote de tinte y lo miró con detenimiento. Frunció el ceño y miró de reojo a
M aría que observaba la escena desde la puerta del almacén en absoluto silencio.

—Creo que me he confundido —explicó el peluquero—. A la señora Encarni siempre le aplicamos un tinte del número diez y este es del uno.

— ¿Hay mucha diferencia? —preguntó M aría que no tenía muy claro el tema de los números de los tintes aunque era evidente que se había equivocado al
buscar el número del bote.

M elanie la miró de reojo pero no contestó. Felipe dejó el bote dentro de uno de los lavabos y se sentó en un sillón junto a la señora Encarni.

—El número diez es rubio platino en plan M arilyn M onroe y el uno es negro.

M aría se llevó la mano a la boca al escuchar la explicación de una de sus compañeras y esperó la reacción de la mujer que había recibido el tinte equivocado.

—Pues a mí me gusta —dijo, al fin, para sorpresa de todos—. M e recuerda a una cantante famosa.

Felipe sonrió y chascó los dedos.

— ¿Cher?

—No, no.
— ¿Amy Winehouse? —se aventuró Sammy.

—No, es española —explicó la señora Encarni que sonreía divertida.

— ¿M ónica Naranjo? ¿Amaral?

—No, no. Estrellita Castro —apostilló la mujer.

Todos en la peluquería se miraron y Felipe se encogió de hombros sin tener ni idea de a quién se refería la mujer.

—Es verdad —afirmó M elanie al tiempo que se acercaba a ella y le tomaba una foto con el móvil—. Es clavadita a la gran Estrellita Castro. Solo le falta el
caracol. Con su permiso, voy a poner su foto en nuestro catálogo.

La señora Encarni sonrió de oreja a oreja y suspiró. Se dejó peinar y, una vez estuvo lista, se levantó del sillón, pagó lo que correspondía y salió canturreando
de la peluquería.

—Buenos reflejos, jefa —comentó Felipe—. ¿Estrellita no sé qué?

—Tú a lo tuyo —replicó de malos modos—. Y no vuelvas a confundirte.

El peluquero volvió a cuadrarse como un militar en cuanto la encargada se dio la vuelta y se acercó a M aría con el bote de tinte en la mano.

—La verdad es que un cero más o menos tampoco tiene mucha importancia.

—Lo siento —se disculpó ella sin saber si estaba enfadado o bromeaba.

—No te preocupes. Ha sido divertido.

Después del incidente, la mañana trascurrió con lentitud pues tan solo quedaba media hora para el cierre y M aría se sentía rebosante de energía y con ganas de
disfrutar de una tarde de domingo tranquila en compañía de un bol de palomitas y alguna película on-line.

—Buenos días.

La pequeña campana situada sobre la puerta de entrada de la peluquería tintineó y una voz masculina resonó en el salón de belleza como una traca valenciana.

Las tres empleadas, incluyendo a Felipe y las dos clientas, a las que tan solo había que peinar pero que llevaban allí media mañana, levantaron la mirada y se
encontraron con un hombre muy atractivo de pelo largo y negro e increíbles ojos azules.

Adrián observó a las mujeres sin mucho interés pero sonrió abiertamente al encontrarse con la mirada curiosa de M aría.

—Vaya, no sabía que ahora trabajabas aquí.

M aría abrió la boca para contestar pero la encargada se adelantó y cortó cualquier atisbo de conversación entre ellos dos, de malos modos.

— ¿Qué quieres, Adrián?

—Vengo a cortarme el pelo.

— ¿Ahora? Pero, si te lo cortaste la semana pasada.

—Lo sé, pero el pelo largo hay que cuidarlo mucho más.

M elanie se dispuso a contestar aunque, antes de que pudiera hacerlo, Adrián se sentó en una de las sillas junto a los lavabos donde se debía enjabonar el
cabello de los clientes y miró a M aría.

— ¿Podría lavarme ella? Ayer lo hizo muy bien con Eoghan.

M elanie se removió inquieta y resopló.

— ¿Y no prefieres que lo haga yo? M aría no tiene experiencia.

—Entonces le vendrá bien para aprender.

Adrián mostró su magnífica dentadura y M aría miró a M elanie esperando su beneplácito.

Cuando ésta asintió, la nueva empleada se colocó detrás de la pila de lavado y jugueteó con el grifo hasta conseguir la temperatura ideal.

—¿Está bien así? —preguntó con un hilo de voz.


—Perfecto —susurró Adrián que se estremeció al notar el contacto de la mano de M aría en su cabeza.

Durante casi diez minutos, M aría se dedicó a lavar el cabello de Adrián con toda la delicadeza que le permitían sus manos temblorosas. Sentía un millón de
mariposas revoloteando en el estómago y, cuando Adrián levantó la mirada y la clavó en ella, sus piernas volvieron a temblar como lo hacían siempre que él estaba
presente. M ás que frotar el cuero cabelludo de Adrián lo que hacía era acariciarlo con ternura y dedicación, como si tocara la más bella escultura y temiera romperla.
Adrián suspiró y ella se estremeció.

M ientras tanto, M elanie observaba la escena desde detrás del mostrador y refunfuñaba. No le gustaba lo que estaba presenciando y mucho menos cuando vio
como M aría mesaba los cabellos de Adrián y como éste la miraba desde su posición con evidente deseo.

—Esto ya está —anunció M aría tras secarle el cabello a Adrián con una toalla de tela fina.

Él se levantó del asiento y su mirada azul como el cielo se posó en M aría.

—Ha sido un verdadero placer —le dijo ante el desconcierto de la joven que no sabía qué pensar.

—Sammy te cortará el pelo —explicó M elanie justo antes de atravesar a Adrián con su mirada—. Ella tan solo está aquí para barrer pelos.

M aría se sintió ofendida pero agachó la cabeza. Su futuro en esa peluquería dependía de la encargada y no estaba dispuesta a perder ese trabajo casi antes de
empezar en él.

—Voy a ordenar el almacén.

M aría desapareció en el pequeño cuarto repleto hasta los topes de botes de tinte, champú y toallas limpias. Comenzó a recolocarlo todo, pasados unos
minutos, miró su reloj y volvió a salir del almacén. Todos los clientes, incluso Adrián, habían desaparecido como por arte de magia y M elanie estaba entretenida detrás
del mostrador cerrando la caja del día. M aría tomó un cepillo y barrió los pelos que todavía no habían sido recogidos del suelo. Contempló los de color negro que
resaltaban sobre los restantes y suspiró.

— ¿Estás bien? —preguntó Felipe con el abrigo puesto.

—Sí. Un poco cansada —se disculpó M aría con la vista puesta en los cabellos de Adrián.

—Bueno, has superado la primera mañana con la bruja piruja.

M aría miró de reojo a Felipe y vio que éste contemplaba sin ningún disimulo a la encargada que, al sentirse observada, levantó la vista y los atravesó con una
mirada escalofriante.

— ¿¡Qué pasa!? —Preguntó de malos modos—. ¿¡No tenéis nada que hacer!?

M aría se estremeció pero Felipe, con mucha decisión, le arrebató el cepillo a M aría y la arrastró hacia la puerta de la entrada. Tuvo el tiempo justo de coger el
abrigo que descansaba en el ropero de la entrada.

—Pues sí. Tenemos que irnos —respondió el joven peluquero con tono chulesco y sin dejar de mirar de reojo a la encargada—. El martes nos vemos.

Una vez en la calle, M aría se percató de las palabras de su compañero y frunció el ceño.

— ¿M añana no trabajamos?

—No, cuando nos toca currar un domingo, descansamos el lunes. ¿No lo sabías?

—No.

— ¿A qué es una buena noticia?

M aría lo meditó un instante y no supo qué contestar. No le apetecía volver a pasar un día encerrada en su casa pero ahora todo era distinto.

Contempló el parque donde la mañana anterior había conocido a Saray y decidió sobre la marcha que pasaría gran parte del día siguiente en la superficie
arbolada que la había conquistado tan solo unas horas antes.

—Tienes razón. Es una buena noticia —contestó al fin.

—Bueno, te dejo que he quedado con un chico especial para comer.

—Vale, nos vemos el martes.

Felipe salió corriendo y M aría observó, con una sonrisa en los labios, como lo hacía a saltitos con esos zapatos de plataforma que tanto gustaban al estilista.
No le había extrañado la confesión porque era evidente la condición sexual de Felipe que mostraba unas maneras dulces y sensuales que habrían encandilado a cualquier
hombre si hubieran venido de una mujer.
Se subió de un salto al autobús de línea que esperaba su hora de partida en la parada de cabecera, se sentó en uno de los últimos asientos y saludó a M aría con
la mano. Ella correspondió de la misma forma al tiempo que tomaba el camino que la conducía al parque.

Atravesó la cancela con decisión y volvió a sentarse en el banco que había hecho suyo y en el que se sentía tranquila y sosegada.

Como le había pasado la mañana anterior, la tranquilidad duró poco tiempo y la culpable fue la misma joven pelirroja que desde lejos, gesticulaba con violencia
y, por lo que parecía en la distancia, estaba gritándole a alguien a quien M aría no podía llegar a ver. Tenía claro que la persona que estaba recibiendo la ira de Saray debía
ser, sin lugar a dudas, el hombre casado que la había engañado y que le había destrozado el corazón a su recién hallada amiga.

Desde donde se encontraba, observó cómo una persona se removía frente a la joven aunque no podía distinguirlo porque un seto se alzaba entre ellos. Pasados
unos minutos de discusión, Saray pareció tranquilizarse y el hombre que había recogido los frutos de su engaño abandonó su lugar tras el verde murete y se encaminó
con decisión hacia la entrada del parque desde donde M aría contemplaba la escena sentada en su banco. La joven se puso en tensión y se preparó para conocer al
hombre que tan mal se había portado con Saray.

Al verlo, su corazón se disparó en el pecho y tuvo el tiempo justo para saltar por encima del respaldo del banco y esconderse detrás de la fuente de la estatua
del David. Con las piernas temblorosas, se asomó por encima de la fuente y observó cómo Adrián, con pasos enérgicos y el rostro endurecido por lo que acababa de
ocurrir, abandonaba el parque y la dejaba allí sumida en un gran dolor.

Adrián era el hombre que había engañado a Saray.

Abandonó el parque sumida en sus pensamientos y con un millón de preguntas respecto a Adrián, Saray y ella misma, que no podía entender cómo alguien
podía comportarse de esa forma. Aquel hombre parecía tan entregado a su hijo que no podía creer que estuviera jugándose su futuro familiar por una aventura.

Subió a su piso por las escaleras y entró con la mirada perdida. Ni se preocupó en comprobar si alguna de sus compañeras estaba en casa. Se preparó un
sándwich, cogió un refresco de la nevera y se encerró en su habitación donde dio buena cuenta de su frugal almuerzo al tiempo que contemplaba el cielo por la ventana.
Un buen rato después, puso una película en su ordenador y se tumbó en la cama a pasar el resto del día como había hecho los domingos del último mes.

A mitad de tarde, volvió a salir de su habitación y se dirigió a la cocina para coger otro refresco y algo para merendar. Se encontró allí a Esther que la
contempló con seriedad.

—No puedo creer que pases la tarde metida en tu habitación con el solazo que hay.

—Pues créetelo porque no pienso salir de aquí.

A pesar de la regañina de Esther, que estaba comenzando a comportarse con M aría como una madre y no como una alocada universitaria, se sentía tranquila
encerrada en su habitación comiendo palomitas y contemplando en el ordenador, por enésima vez, la película The Holiday. Le encantaba el personaje del escritor que
interpretaba el actor inglés Jude Law y que había logrado encandilarla muchos años atrás con ese aspecto dulce y a la vez peligroso que había entrevisto en el propio
Adrián que, por mucho que le pesase, volvía a sus pensamientos una vez más.

— ¿Cristina dónde está?

—Creo que había quedado con un piloto para pasar el día.

— ¿El crío de ayer es piloto? —preguntó mientras metía una bolsa de palomitas en el microondas.

— ¡Qué va! Ese era el repartidor de pizzas que parece que le trajo también una buena salchicha. —Esther, nada más escucharse a sí misma, se echó a reír a
carcajadas.

—Eres más bruta…

—Entonces, ¿no vas a salir? —preguntó la joven estudiante en cuanto se hubo calmado y sin hacer mucho caso del comentario ácido de M aría—. Pareces una
abuelita siempre metida en casa.

—No —respondió sin darse por aludida.

—Bueno, yo voy a dar una vuelta. Cuando vuelva te traigo catálogos del Imserso para las vacaciones.

Tras el comentario mordaz, Esther salió de la cocina y M aría regresó a su habitación con un bol de palomitas recién hechas y una coca cola, volvió a pulsar el
play a toda velocidad para no darle oportunidad a su cerebro de ponerse en marcha una vez más.

Dejó volar su imaginación y se encontró en mitad de la campiña inglesa, sentada frente a una chimenea cobijada en el fuerte abrazo de Jude Law que, en tan
solo una fracción de segundo, se convirtió en el hombre que la traía por la calle de la amargura pero que había roto su armadura antiamor –como ella la llamaba– con tan
solo una mirada y un par de sonrisas.

— ¡M ierda! —exclamó M aría en cuanto el rostro de Adrián inundó todo su ser de nuevo.

Se levantó de un salto de la cama y salió al salón enfadada consigo misma cuando el timbre de la puerta sonó en el vestíbulo de la vivienda.

Abrió la puerta y se encontró con Penélope y Eoghan en el rellano de la escalera.


El rostro de la joven madre era el de una mujer desesperada y nerviosa.

—Hola, M aría —saludó con evidente prisa—. ¿Está Esther?

—No, ha salido a dar una vuelta. Penélope meditó un instante.

—Sé que no nos conocemos de nada pero tengo que pedirte un favor muy importante.

—Tú dirás.

—Soy periodista y me acaban de llamar de la agencia donde trabajo para decirme que tengo que ir al hotel Ritz para cubrir una noticia.

— ¿No tienes más remedio que ir? —preguntó M aría que veía su tarde tranquila echada a perder.

—Pues sí. No sé con quién puedo dejar a mi hijo. Normalmente, cuento con una chica que cuida a Eoghan cuando no tengo más remedio que irme a trabajar
pero la estoy llamando y tiene el teléfono apagado. Y tampoco está Esther.

— ¿Y Adrián?

—También está trabajando.

A M aría le llamó mucho la atención el hecho de que Adrián estuviera trabajando un domingo por la tarde pero, teniendo en cuenta que engañaba a Penélope
con Saray, cualquier cosa se podía decir de ese hombre.

—No sé qué hacer.

M aría estuvo tentada de decirle a su vecina que tenía la tarde ocupada pero le daba pena la mujer. No podía contar con un marido que le ponía los cuernos para
algo tan simple como cuidar a su hijo y le daba rabia. Aun así, a M aría no le gustaban los niños y el plan de pasar la tarde del domingo con uno de cinco años no le
entusiasmaba en absoluto.

—No sé, Penélope...

—Por favor. Eoghan es un niño muy tranquilo. Ni te vas a enterar que está contigo. Yo volveré en un par de horas.

M aría resopló y asintió.

—De acuerdo. Yo me quedo con él —Penélope respiró al fin y le tendió la bolsa del niño.

—Aquí hay ropa de recambio por si acaso y sus galletas favoritas para la merienda. Hay un tarro con leche por si tú no tienes y alguna película.

—Vale. ¿Alguna cosa más que deba saber?

—Ha estado tosiendo por la noche y está un poco mocoso. Si ves que vuelve a toser le puedes dar una cucharada de Dalsy.

Penélope metió la mano en el bolso y le mostró un bote de jarabe de alegre color naranja.

—Has dicho dos horas —avisó M aría que ya estaba horrorizada por tener que cuidar al niño ese tiempo.

—No te preocupes. —Penélope se arrodilló y le dio un beso en la mejilla al niño—. Cariño, me tengo que ir un ratito y te tienes que quedar con M aría.

—M aría me lavó el pelo —explicó Eoghan como si la conversación no fuera con él.

—Y lo hizo muy bien pero ahora me tienes que prometer que te vas a portar como un niño bueno.

—M aría le dijo al peluquero de la camiseta de flores cómo tenía que cortarme el pelo.

Penélope dejó de sonreír y comenzó a preocuparse por su actitud pero, un instante después, el niño se soltó de la mano de su madre y se agarró a la de M aría.

— ¿Podemos ver el vídeo del Dinotrén mientras mi mamá no está?

—Claro, podemos ver lo que quieras.

Penélope se incorporó al fin y sonrió de nuevo.

—M uchas gracias, M aría. Te debo una.

—Dos horas —volvió a avisar M aría.

Penélope le guiñó un ojo y se fue escaleras abajo dejando en el rellano de la escalera a una mujer agobiada y a un niño risueño que tan solo se preocupaba de si
podía ver su película favorita.

M aría condujo a Eoghan al interior de la vivienda y cerró la puerta a sus espaldas.

— ¿Quieres que juguemos a algo? —preguntó la joven sin saber muy bien cómo actuar.

— ¡Al escondite! —exclamó el niño con voz enérgica.

Durante una hora jugaron a esconderse por cada rincón de la casa. M ientras uno contaba en el salón, el otro se escondía y luego cambiaban el turno. A M aría le
hizo gracia la forma de contar de Eoghan que, por lo que parecía, se sabía unos cuantos números pero no tenía muy claro el orden en el que iban colocados.

—Uno, tres, diez, veinte, once…

El niño parecía incansable pero llegó el momento en el que su pequeña tripita comenzó a rugir con fuerza por lo que M aría detuvo el juego del escondite y le
preparó al pequeño un vaso de leche con cacao y unas cuantas galletas con mantequilla y mermelada de fresa.

Ella se preparó un café y sacó un par de cruasanes de una alacena. Los dos se sentaron en la cocina y dieron buena cuenta de la merienda mientras charlaban
como si el salto generacional no existiera. Aunque le parecía un poco ruin, M aría aprovechó el momento para enterarse de la vida de sus padres.

— ¿Juegas mucho con tu papá?

—Sí, también jugamos al escondite y al fútbol en el parque —contestó Eoghan con la boca llena—. M i papá es el mejor papá del mundo.

—Seguro que sí.

—M i papá ya no quiere a mi mamá —soltó, de repente, como si aquella frase fuera la más normal del mundo en su inocencia infantil.

M aría se quedó de piedra.

— ¿Por qué dices eso?

—M i mamá se lo dijo a una amiga y yo sé que mi papá tiene otra novia pero a mi mamá le da igual porque ella es una mujer muy fuerte e indecemp...,
indepentiende...

— ¿Independiente?

—Eso. Y que no necesita ningún hombre para sentirse mujer y un montón de cosas más que no entendí pero que mi mamá se lo contó a su amiga que dijo que
no sé qué de unos cuernos y… —Eoghan resopló y frunció el ceño—. Ya está. Eso era.

M aría se quedó pensativa, sonrió al comprobar lo receptivo que podía ser un niño de cinco años y prefirió no continuar hablando de ese tema. Por una parte,
le parecía que era una buena oportunidad para indagar en la vida de Adrián y en su relación con Saray pero, por otro lado, le daba la sensación de estar utilizando al niño
por su propio interés y eso le hacía sentir mal.

— ¿Quieres que veamos la peli esa?

— ¡Siiiiiiiiií! —exclamó Eoghan apurando el vaso de leche de un solo trago.

Salió disparado al salón, seguido de M aría, y se detuvo en mitad de la estancia.

—No hay tele —anunció desilusionado.

—No, pero en mi habitación podemos tumbarnos en la cama y ver la peli en el ordenador.

—M amá no me deja ver la tele tumbado en el sofá. M aría sonrió y se dio cuenta de que, poco a poco, le iba cogiendo el tranquillo a eso de cuidar niños.

—Por eso nos tumbaremos en la cama. El sofá es para sentarse.

Eoghan meditó la respuesta un instante y cogió la mano de M aría que, con una sonrisa enorme, condujo al niño a su dormitorio. Encendió el ordenador y,
mientras metía la película en el reproductor de cd’s, vio de reojo como el crío se quitaba los zapatos y se tumbaba en mitad de la cama.

— ¡Eh! Déjame un trocito para que yo me tumbe también.

Unos segundos después, M aría contemplaba en la pantalla de su portátil un tren repleto de dinosaurios, con un niño de cinco años apoyado en su hombro y
con la sensación de que aquella tarde, que se prometía triste y solitaria, se había convertido en una de las mejores tardes de domingo que había pasado en mucho tiempo.

Cuando notó que la respiración de Eoghan se hacía más pesada, se incorporó y le dio un beso en la frente.

No sabía mucho de niños pero le pareció que la temperatura del pequeño, que no había tosido en toda la tarde, era más alta de lo normal. Se levantó con
cuidado, entró al baño y regreso con el termómetro que guardaban en el armarito bajo el lavabo. Lo puso con suavidad en la axila del niño y, cuando el pequeño artefacto
emitió un pitido y miró lo que aparecía en la pantalla, ahogó un grito de terror.
La temperatura del pequeño era de casi treinta y nueve grados.

Tiró el termómetro en la cama y se puso en pie de un salto. Se colocó los zapatos, el abrigo y envolvió al niño, que dormía profundamente, con una manta que
sacó del armario. Salió de su casa a toda velocidad y a punto estuvo de atropellar a una mujer mayor vestida con elegancia que bajaba las escaleras.

— ¡Eeeeeeh!

—Lo siento, señora. El niño tiene mucha fiebre —dijo

M aría sin detenerse—. Tengo que llevarlo al hospital.

—Espera un momento —dijo la mujer asomándose al hueco de la escalera— ¡Arturoooooooo!

— ¿Qué quiereeeeeees? —respondió un hombre por el mismo hueco.

— ¡Ponte el abrigo y baja con las llaves del coche!

¡Rápido!

Un minuto después apareció el señor Ortega con el rostro congestionado y con unas llaves en la mano.

— ¿Qué ocurre?

—Tiene mucha fiebre —comentó M aría en voz baja y con lágrimas en los ojos.

El señor Ortega hizo ademán de tomar a Eoghan en sus brazos pero M aría dio un paso atrás.

—Vamos. ¡Os llevaré al hospital!

Diez minutos después, M aría se bajaba del coche del señor Ortega con Eoghan, que no se había despertado, en sus brazos. El niño respiraba profundamente y
tenía el rostro colorado por la fiebre. Sin tan siquiera despedirse, salió disparada y entró en el servicio de urgencias del hospital. Una enfermera, al verla atravesar la
puerta a toda velocidad y con el rostro humedecido por las lágrimas, se acercó a ella.

— ¿Qué ocurre?

—Tiene mucha fiebre.

La enfermera colocó su mano en la frente del pequeño y frunció el ceño.

—Acompáñeme, por favor.

Por suerte, no había casi nadie en urgencias y pudieron atenderla de inmediato. Entraron en una consulta y la enfermera la invitó a tomar asiento.

—Voy a buscar al pediatra de urgencias. No tardo nada. M aría se quedó allí con el pequeño en brazos y, al contemplarlo, su corazón se encogió y las lágrimas
volvieron a hacer acto de presencia. Cuando oyó a sus espaldas que la puerta de la consulta se abría, se levantó de la silla esperanzada y, con voz entrecortada, se dirigió
al pediatra.

—Tiene mucha fiebre.

— ¡Eoghan!

La exclamación de angustia de Adrián fue tal que M aría se encogió más por la reacción de ese hombre que por el hecho de verlo allí con bata blanca y un
estetoscopio alrededor del cuello.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó al tiempo que tocaba la frente del niño con la palma de la mano antes de ponerle el termómetro.

—Penélope tenía que irse a trabajar y me dejó a Eoghan. Estaba bien, se quedó dormido en la cama viendo dibujos animados, le puse el termómetro y me
asusté porque habíamos estado jugando al escondite y prometo que estaba bien e incluso se tomó el vaso de leche y las galletas pero luego le subió la fiebre… y yo…
yo…

M aría se encogió de nuevo y Adrián tomó a Eoghan en sus brazos y lo depositó con suavidad en una camilla. Comprobó la temperatura del niño y lo auscultó.
Tomó un bote de un armario, sacó una jeringa y con ella le dio al niño un líquido anaranjado.

—Su madre me dijo esta mañana que había estado tosiendo —comentó Adrián con voz tranquila—. Seguro que ha cogido frío y con la fiebre se ha quedado
dormido. Le acabo de dar un antipirético y en media hora volveré a tomarle la temperatura. ¿Te quedas con él mientras atiendo urgencias?

—Pero, ¿está bien? —preguntó M aría con voz temblorosa.

—Seguro que sí. Ya verás cómo en un ratito casi no tiene fiebre.


Adrián abrió la puerta de la consulta y M aría se sentó junto al pequeño y le cogió la mano.

—Lo siento… —dijo en un susurro.

—No tienes nada que sentir. Has hecho lo que debías trayéndole al hospital.

Adrián salió de la consulta y M aría se quedó allí sola velando el sueño tranquilo de Eoghan.

Cuando miró el reloj un buen rato después, vio que había pasado casi media hora. Como si estuvieran coordinados, entró Adrián y sin decir nada, le puso el
termómetro al niño. Espero unos segundos y se lo retiró.

—Treinta y siete con dos.

M aría soltó todo el aire que retenía en los pulmones y, por fin, pudo respirar con tranquilidad.

—Es un niño muy fuerte.

— ¿¡Qué ha pasado!? —la voz asustada de Penélope, que acababa de entrar en la consulta acompañada por la enfermera, sobresaltó a M aría que se encogió,
una vez más, esperando el enfado de la madre del niño.

—No te preocupes. Eoghan está bien. Le subió la fiebre y M aría lo trajo al hospital.

Penélope se inclinó sobre el niño y lo besó en la frente. Éste, como si conociera la calidez de los labios de su madre, abrió los ojos y le tendió los brazos. La
mujer lo cogió y lo besó hasta la saciedad.

—Cuando me lo dijo la señora Ortega me llevé un susto de muerte. ¡M uchas gracias, M aría!

Ella, que se creía culpable de todo y esperaba el enfado de su madre, se encogió de hombros y sonrió con timidez.

—Hemos visto el Dinotrén tumbados en la cama y M aría me ha dado galletas con mermelada de fresa.

Penélope abrazó con fuerza a su hijo y le guiñó un ojo cómplice a M aría antes de susurrar un simple “gracias”. Salió al pasillo con el niño en brazos y seguido
por Adrián.

—Luego os veo.

M aría vio desde el interior de la consulta como el pediatra besaba al pequeño Eoghan pero no hacía lo mismo con Penélope. La mujer acarició con dulzura el
brazo del médico y se marchó. Adrián volvió a entrar en la consulta.

— ¿Estás bien? —preguntó al ver como M aría se secaba las lágrimas.

—Sí. M e he asustado.

—Bueno, todo ha pasado. Salgo en media hora. ¿Te apetece tomar un café?

M aría estuvo a punto de responder afirmativamente pero, al instante, le vino la imagen de Saray discutiendo con él en el parque y la de Penélope sola,
volviendo a casa con su hijo en brazos, y, sin saber muy bien por qué, odió a ese hombre que parecía querer tener una relación con cada mujer que se le acercaba.

— ¿Y no sería mejor que te fueras a tu casa? —preguntó con acritud.

—Puedo ir luego —respondió el pediatra sin entender el cambio de actitud de esa mujer que, como no podía negarse a la evidencia, le gustaba y mucho.

—No te entiendo. Tienes todo lo que alguien puede soñar y prefieres mandarlo a la mierda —espetó M aría encaminándose a la puerta de la consulta.

—Pero…

—M e da pena Penélope pero más pena me das tú.

Salió de allí como alma que lleva el diablo y se encontró en la puerta con el señor Ortega, del que se había olvidado, apoyado en el capó de su coche.

—M e he encontrado con Penélope y me ha dicho que el niño está bien. ¿La llevo a casa?

M aría se lo pensó un instante y asintió. Durante todo el camino a casa guardaron silencio pero, al detenerse en el rellano de la escalera, el señor Ortega se
detuvo y sonrió a M aría.

—M arcel Proust dijo que la felicidad es saludable para los cuerpos, pero es la pena lo que desarrolla las fuerzas del espíritu.

M aría le devolvió la sonrisa y le plantó un beso en la mejilla que el hombre recibió con sorpresa pero con alegría.
—M uchas gracias.

—No hay de qué.

Entró en su vivienda y cerró la puerta a sus espaldas. La casa continuaba vacía así que se encerró en su habitación, se sentó frente al ordenador aún encendido
y, abrió el último archivo utilizado en el procesador de textos.

Tomó aire y, con menor dificultad que el día anterior, comenzó a teclear.

Ella parecía ignorarlo pero aquel hombre, que debía amarla hasta lo más hondo de su ser, repartía su amor entre varias mujeres que se contentaban con las
pocas migajas con las que podían saciar su amarga soledad…

No dejó de escribir ni un instante; ni tan siquiera cuando las lágrimas más amargas comenzaron a regar las teclas que los dedos, guiados por su maltrecho
corazón, pulsaban a toda velocidad como si desearan soltar todo el dolor que sentían. Escribió, escribió y no dejó de hacerlo…
Capítulo 4

7 de abril de 2014

El día festivo había comenzado para M aría con tranquilidad y una paz impuesta que ella no había buscado pero que le llegaba servida en bandeja de plata. Tras
la impotencia sentida al verse denigrada y acosada en el bufete de abogados, trabajar en una peluquería, donde tan solo debía tener especial cuidado en no chocar con la
encargada, era lo más parecido a una balsa de aceite. Quizá por ello, cuando, al despertar abrió los ojos y fue consciente de su nueva situación, se desperezó en la cama y
levantándose de un salto, la abandonó con energías renovadas.

Después de una larga y relajante ducha, procedió a vestirse con un chándal que llevaba meses escondido en un cajón de su armario, se calzó unas deportivas y
fue hasta la cocina para desayunar.

En el piso reinaba el silencio y pensó que sus compañeras habrían salido ya para la universidad pero, una vez más, se equivocó.

En la cocina, apoyado en una de las encimeras, mordisqueaba una tostada un hombre alto y vestido con la inconfundible vestimenta de los pilotos. No era
especialmente atractivo, pero su aspecto llamaba la atención como solía pasar con los hombres uniformados.

—Buenos días —saludó el piloto—. Por lo que me ha contado Cristina, tú debes ser M aría.

—Buenos días —respondió la joven como siempre a la defensiva con los hombres—. Por lo que me ha contado Esther, tú debes ser el piloto con el que se
acuesta Cristina.

El hombre sonrió ante el comentario pero se mostró seguro y firme.

—Ya veo que Cris no mentía.

—No sé lo que te habrá contado pero yo no he tenido tanta suerte. Esther es un poco más discreta.

—Pues me ha contado que tiene una compañera de piso muy alegre y divertida, y otra que es una amargada tocapelotas. M e imagino que no debes ser la alegre.

—No. Cristina tiene razón. Yo soy la amargada tocapelotas. ¿Dónde está Cris?

El piloto miró a M aría con renovado interés y ella se mostró inquieta al percibir el cambio en la nueva conquista de su compañera.

—Está durmiendo. También me ha dicho que una de las dos compañeras está muy buena pero ya no tengo tan claro que no se refiera a ti.

M aría abrió la boca para replicar como un acto reflejo pues se esperaba que el comentario de ese hombre fuera algo hiriente. Para lo que no estaba preparada
era para un piropo en toda regla de los que no estaba acostumbrada a escuchar.

Dejó de mirar al piloto e intentó concentrarse en la simple tarea de prepararse un par de tostadas francesas que, aquel día, parecían confabuladas con la extraña
situación. Al ir a partir un huevo para batirlo, comenzó a hacer cabriolas entre sus manos como si tuviera vida propia. Salió despedido con tan mala suerte que acabó
estrellándose en la pechera de la camisa del piloto.

—¡M ierda! —exclamaron al unísono los dos.

El hombre se quitó a toda prisa la chaqueta e inclinándose hacia delante para evitar que los restos del huevo, que comenzaba a resbalar peligrosamente, le
mancharan también los pantalones. Tras quitarse la camisa lo más rápido que pudo, se la entregó a M aría aunque ella no sabía muy bien para qué.

—Lo más justo sería que me limpiaras esa mancha. ¿No crees?

M aría pensó en mandarlo a tomar por saco, pero la visión del torso esculpido y fuerte de ese hombre la había dejado sin habla. En décimas de segundo tuvo
claro que, quizá, fuera más efectivo frotar la camisa en los increíbles abdominales del piloto y se imaginó la escena de aquel hombre tumbado en la mesa de la cocina
mientras ella restregaba la prenda en su abdomen.

Sonrió pero esa mueca desapareció cuando el rostro que le vino a la mente no fue el del comandante de vuelo sino el de Adrián, la persona a la que se suponía
que debía odiar. Sacudió la cabeza para eliminar esa imagen de su mente y se centró en lo que debía hacer con la camisa antes blanca del piloto.

Quizá sea justo que se la lave. Yo se la he manchado.

—Te limpio esto en un momento —explicó.

Tomó un poco de detergente para lavadoras de la terraza y extendió la camisa en la encimera de la cocina. M ojó con un poco de agua en la mancha y la roció
con detergente. Con un paño limpio de la cocina comenzó a frotar.
Tras ella, el piloto contemplaba la escena con una mirada lobuna que había aparecido en el momento en el que M aría había comenzado a contonear su cuerpo al
compás del movimiento de su mano. En el momento en el que sintió las caderas del hombre en sus posaderas y sus manos apretando cada uno de sus senos, en lugar de
responder con violencia, se quedó quieta como si necesitara un pequeño momento de intimidad, aunque fuera con la pareja ocasional de otra, para volver a sentirse
mujer.

—¡Seréis cabrones!

Al escuchar el grito de Cristina que acababa de aparecer en la puerta de la cocina, como siempre casi desnuda, el piloto soltó a M aría, tomó la camisa y su
chaqueta y salió del piso con la velocidad propia de alguien que sabe lo que se le viene encima. M aría, para no tener que enfrentarse con su

compañera de piso, comenzó a lavar los cacharros que aún descansaban en el fregadero desde la noche anterior.

—¡Sabía que eras un amargada pero lo que no sabía es que también eras una guarra! —espetó Cristina masticando cada una de las palabras—. Una amiga de
verdad no zorrearía con mi novio.

M aría, que no soportaba que nadie la insultara, se volvió a toda prisa, se acercó a Cristina y se enfrentó a ella.

—Ni soy tu amiga ni ese tipo es tu novio así que no te hagas líos.

—Tú qué sabes…

—M ejor te callas antes de que digas alguna cosa que tenga que hacerte tragar —la cortó M aría de malos modos.

Cristina se dio media vuelta y se marchó refunfuñando. M aría, que había pensado en una mañana de lunes tranquila, cogió un cruasán de una bolsa, salió de la
vivienda y bajó con tranquilidad las escaleras hasta llegar a la calle donde, al ver el sol brillar, abrió los brazos y respiró hondo como si necesitara llenar los pulmones
con un aire no tan viciado como el que se respiraba cuando Cristina estaba en el piso.

La joven era el polo opuesto a Esther, a pesar de tener la misma edad. Si una se comportaba como una madre con M aría, la otra parecía ignorarla excepto
cuando tenía alguna palabra poco amable que dirigirle. Rememoró el día en el que conoció a las dos jóvenes en una cafetería cercana y en la que habían quedado con tres
o cuatro candidatas a alquilar la habitación restante.

En cuanto M aría se sentó frente a ellas, Cristina arrugó la nariz como si apestara y le dijo algo a Esther al oído que la propia joven le contó unos días después.
La frase que salió de los labios de Cristina fue: “No quiero compartir mi casa con esta tía que parece estreñida”. Fue Esther la que insistió y como el piso era de sus
padres, su decisión se impuso. A pesar de eso, M aría llevaba una espinita clavada en el corazón desde hacía mucho tiempo y, sin desearlo, se la acababa de quitar. Se
sentía bien y tan solo deseaba descansar un rato en su banco del parque.

Se comió el cruasán sobre la marcha, compró el periódico en el quiosco de la esquina y caminó hasta el parque buscando una tranquilidad anhelada que no llegó
a encontrar. Aun así, no le importó porque la persona que rompió esa quietud ya le había robado un trozo de su corazón.

—¡M aría!

Un niño rubio salió corriendo en cuanto la vio entrar en el parque y, sin hacer caso a su madre que lo llamaba a gritos, se lanzó en los brazos de la joven que los
abrió para recibirlo. El niño se dejó levantar del suelo y, cuando llegó a la altura de M aría, le plantó un beso en la punta de la nariz.

—M i mamá dice que los besos en la nariz son mágicos.

—¿M ágicos? —preguntó M aría que no podía dejar de sonreír.

—Sí. Dice que llevan mucho amor y que el amor es como la magia —explico el pequeño como si realmente tuviera claro lo que explicaba—. M i mamá, que es
muy lista, dice que con amor se puede conseguir cualquier cosa.

—M aría, no le hagas mucho caso —dijo Penélope al llegar al lugar donde la joven sostenía a Eoghan en sus brazos—. M i niño es un pequeño charlatán de feria.

—M i papá me dice que soy muy listo. ¿Tú eres lista, M aría?

Ella se echó a reír.

—Creo que no tanto como tú. M e parece que eres el niño más listo que conozco.

—En el cole soy el más rápido. —El niño comenzó a mover sus piernecitas y M aría lo dejó en el suelo. Salió disparado en cuanto tocó la tierra y no dejó de
correr hasta llegar a un árbol cercano. Allí se detuvo, cogió un palo y se sentó en la tierra para escarbar en ella.

—Ayer tuviste que llevarle al hospital y hoy parece que tiene más energía que una central eléctrica —comentó Penélope que miraba a su hijo con infinito
amor.

—Es un chico fabuloso.

—Lo es. Tiene la misma determinación que su padre pero, con solo cinco años, es mucho más maduro que él.

M aría, que deseaba conocer algo más sobre Adrián y su relación con Penélope, aprovechó la situación y se lanzó a la piscina.
—¿Su padre está trabajando?

—M e imagino. Yo he cogido el día libre para estar con mi hijo. Eso es lo que debería haber hecho él pero creo que tiene otras prioridades.

—¿No os lleváis bien?

Penélope guardó silencio un instante y M aría fue consciente de que podía estar entrando en terreno pantanoso. Al cabo de unos segundos, se decidió a hablar.

—Nuestra relación terminó hace mucho aunque yo me he intentado engañar. Deseaba con todas mis fuerzas que siguiéramos siendo un matrimonio pero es
imposible.

—¿Por qué es imposible?

—Porque ya no queda amor. Lo agotamos hace mucho. Cuando estamos juntos en la calle, aparentamos ser un matrimonio feliz pero todo es una farsa. Solo lo
hacemos por nuestro hijo.

—Eoghan me dijo que su padre ya no te quería. Penélope se quedó de piedra al escuchar aquello.

—¿Cuándo te lo ha dicho?

—Ayer—. M aría sopesó si debía continuar hablando pero decidió que debía proteger a esa mujer que parecía sufrir como ella misma había sufrido—. También
me dijo que su padre tiene otra novia.

Penélope ni se inmutó al escuchar lo que M aría le acababa de contar.

—¿Ya lo sabías?

—Sí. Si a mí ya no me quiere, supongo que es libre de hacer lo que desee.

M aría se sorprendió. Pensó que Penélope tenía poca personalidad o, realmente, se sentía tan derrotada que le daba igual que Adrián estuviera saliendo con
Saray. Lo peor de todo es que no lo había hecho a sus espaldas pero a Saray si la había mentido. Cada día que pasaba, más cuenta se daba de que Adrián era un hombre
cruel y despiadado al que le daba igual hacer daño a las personas que lo rodeaban; incluyendo a su propio hijo.

—Bueno, creo que vamos a volver a casa —anunció Penélope que aprovechó el silencio de M aría para acercarse al niño y cogerlo en brazos—. Dile adiós a
M aría.

—¿Puedo bajar luego para ver dibus en la cama?

—¡Eoghan! —advirtió su madre que no se esperaba tanto descaro por parte de su hijo.

—Claro que puedes bajar —dijo M aría con decisión para su propia sorpresa—. Si quieres, merendamos juntos.

—¡Siiiiiií! ¡Galletas con mermelada de fresa!

—¿No te importa? —preguntó Penélope.

—Por supuesto que no.

Penélope se despidió de ella y salió del parque dejando a

M aría sumida en sus pensamientos.

¿De verdad puede ser alguien tan comprensivo con quién te ha engañado?, se preguntó. No lo entiendo.

Se sentó en el banco y abrió el periódico con el convencimiento de que, por fin, podría disfrutar de un poco de tranquilidad pero no fue así. Unos minutos
después, un hombre joven vestido con ropa sport de color blanco se sentó junto a ella en el banco y abrió el periódico que llevaba bajo el brazo.

—Bonita mañana. ¿No cree?

Enfrascada en su lectura del diario, ni tan siquiera lo oyó pero el hombre pareció insistir ante la mujer que parecía ignorarlo.

—Es lo mejor de los lunes. Cuando todo el mundo está trabajando y puedo deleitarme con la belleza que ofrece este parque…

Ella no lo miró.

—…y no me refiero solo a los árboles.

La última frase resonó en los oídos de M aría como un trueno en un día de tormenta.
Éste hombre está tonteando conmigo, pensó con el regusto agridulce del momento vivido con el piloto en la cocina de su casa. Llevaba tantos años fuera de
juego con respecto al amor, que ahora le costaba asumir que pudiera llegar a atraer a los hombres como había ocurrido en un pasado ya olvidado.

—Es usted una mujer muy bella —insistió el desconocido ante el desconcierto de M aría que no se podía creer lo que estaba oyendo.

Se puso en pie y lo miró con cara de poco amigos.

—¿Habla conmigo? Lo de los árboles ha estado bien. Ya no parece tan solo un baboso sino un botánico salido.

El hombre del periódico miró a su alrededor como si buscara a alguien y clavó sus ojos de color miel en los de M aría.

Era un hombre atractivo y, en cierta manera, le recordaba al siempre presente Adrián. Emanaba su misma seguridad y eso, de alguna forma, incomodaba a
M aría.

—Aquí no hay nadie más que nosotros dos. Insisto, es usted una mujer muy bella—. Acto seguido y para sorpresa

capaz de retirarla—. No se ponga a la defensiva. Solo era un piropo.

—Por lo menos no lleva gabardina —comentó la joven sin mucha intención de permanecer allí más tiempo.

—¿Acaso parezco un pervertido?

M aría, que ya se marchaba, se volvió hacia él y lo observó con detenimiento de arriba a abajo sin saber qué pensar.

—No parece un pervertido —dijo al fin—. Solo un caradura que piensa que puede echar un polvo detrás de un matorral del parque.

El hombre de blanco se echó a reír y, de un salto, se arrodilló frente a M aría y le cogió la mano. Ella retrocedió y lo miró sin saber si debía echarse a reír o
partirle la cara de un rodillazo. No tuvo oportunidad de elegir porque la voz de un hombre interrumpió sus pensamientos.

—¿¡No te parece suficiente con la que has liado que ya

estás buscando a otra!?

El desconocido, al escuchar la pregunta que venía directamente de Adrián, que observaba a ambos desde la entrada del parque, soltó la mano de M aría y se
levantó con parsimonia.

—Eso te lo puedo explicar —dijo el desconocido que, por lo que M aría podía entender, no parecía serlo para Adrián.

—No tienes nada que explicarme.

—Pero…

enfadado.

El otro hombre levantó las manos en son de paz y pasó

al lado de Adrián para marcharse del parque.

—Bueno, luego te veo en el trabajo —dijo antes de irse.

—¡Lárgate! —espetó Adrián.

El hombre le dio un golpe amistoso en el hombro, miró un breve instante a M aría y desapareció dejando allí al médico que resoplaba como un toro de lidia.

—¿Estabas tonteando con él? —preguntó, de repente. M aría lo miró y arrugó el entrecejo.

—¿Y a ti qué te importa?

—No es un buen tipo.

Estaba alucinando con lo que estaba ocurriendo. Después de lo que había descubierto de Adrián, era el hombre menos indicado para hablar de la bondad de
otros y eso se lo había grabado a fuego.

—¿Quién coño te crees que eres para decirme lo que tengo o no tengo que hacer?

—Yo solo lo digo porque…

—Tú lo que tienes que hacer es mirarte un poco menos el ombligo —le cortó M aría que se había levantado del banco y se había acercado a Adrián que ya no
parecía tan seguro.
—¿Por qué me dices eso? —preguntó el joven médico con extrañeza en la mirada.

—¿Aún no lo sabes? ¡Eres de lo que no hay!

—No te entiendo.

—Ni yo a ti.

—Pensaba que había algo entre nosotros.

M aría resopló al escuchar el último comentario de Adrián y no pudo aguantar más la ira que la estaba reconcomiendo por dentro.

—¿¡Entre nosotros!? —preguntó levantando la voz—. Entre nosotros nunca habrá nada porque no me gustan los cerdos que juegan con las mujeres.

—Pero…

M aría no le dejó hablar y se marchó de allí con paso firme pero con el corazón herido. En contra de lo que se había prometido a sí misma unos años atrás, se
había ilusionado con ese hombre que parecía alguien dulce y entregado pero que ahora se le estaba mostrando como un ser ruin y traicionero.

Dejó atrás la frescura del parque, a un Adrián cabizbajo y desconcertado y se dispuso a regresar a su piso donde, con un poco de suerte, podría cobijarse en la
tranquilidad de su habitación.

Llegó al portal y metió la llave en la cerradura pero, antes de poder entrar, una mujer que parecía esperarla apareció tras ella. Vestía con unos vaqueros de
marca y un jersey de punto y sus maneras eran elegantes y refinadas.

—Hola, Isa.

M aría, al escuchar la voz de la mujer, dio media vuelta y la miró con cara de pocos amigos.

—Ya sabes que no me gusta que me llames así.

—¿Acaso no es ése tu nombre?

M aría volvió a meter la llave en la cerradura de la puerta del portal pero la mujer prosiguió con la conversación.

—M amá me ha dicho que lleva varios días llamándote al móvil y no consigue hablar contigo.

—Si con eso se refiere a las dos llamadas que me ha hecho, puede ser que tenga razón.

—¿Por qué no quieres hablar con ella?

—¡Déjame en paz!

El tercer intento de regresar a la quietud de su habitación fue infructuoso por la llegada de un hombre que la había seguido desde el parque cercano. Adrián no
se percató de la mujer que hablaba con M aría y se plantó entre ella y la puerta del portal con decisión.

—¿Por qué me has hablado así? —preguntó visiblemente enfadado.

—¡El que faltaba! —exclamó M aría que cada segundo que pasaba se iba enfadando más y más por la situación que comenzaba a parecerle surrealista—. ¡Qué
cansino, por Dios!

La mujer que había abordado a M aría se acercó a Adrián y le tendió la mano ante la sorpresa del médico.

—Hola, soy Ingrid, la hermana de Isa.

Adrián correspondió al saludo pero frunció el ceño.

—¿Quién es Isa?

—¿Qué más da? —Se acercó a Adrián un poco más y le puso la mano en el pecho como si lo conociera de toda la vida—. No sabía que Isa tenía amigos tan…
tan interesantes.

—M u… muchas gracias —tartamudeó el pediatra que seguía sin entender lo del nombre—. Es un placer.

—El placer podría ser mutuo. ¿Le apetece cenar conmigo algún día?

—¡Ingrid! —exclamó M aría que no se esperaba que su propia hermana se lanzara a por el médico—. No creo que a tu marido le hiciera mucha gracia que
cenaras con otro.

—¿Y a ti qué te importa? ¿Te preocupa que te quite a tu hombre? Pues, te jodes porque ya no puedes ganar en todo.
—Sigues igual que siempre. No hay quién te aguante. Es normal que busques a un sustituto del pobre de M auricio.

—A M auricio déjalo que está muy tranquilo tirándose a su secretaria.

—No me extraña. Teniéndote a ti como esposa es lo más natural…

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído.

—¡Chicas!

—¡Queeeeeeeeé! —exclamaron las dos mujeres al unísono nada más escuchar la voz de Adrián.

—Adrián, ¿te importaría dejar de seguirme? —espetó

M aría resoplando con fuerza.

—Pero…

M aría se giró hacia él y lo atravesó con la mirada.

—¿Seguro que no tienes cosas mejores que hacer en tu casa?

Adrián le miró con fijeza dispuesto a defenderse de un ataque que no entendía pero, al ver la actitud chulesca de M aría, pensó que sería mejor en otra ocasión.

—Ha sido un placer, Ingrid. —Entró en el portal y desapareció escaleras arriba.

M aría volvió a enfrentarse a su hermana y ésta sonrió al tiempo que apartaba la vista del lugar por donde se había marchado Adrián.

—Vaya, parece que las cosas están cambiando. Está realmente bien aunque ya veo que sigues siendo única para espantar a los hombres.

—¿Qué quieres, Ingrid? —preguntó agotada.

—Voy a olvidar lo que has dicho sobre mi marido…

—Pues no lo olvides porque es la verdad.

Ingrid resopló y sonrió de medio lado ante el comentario cínico de su hermana.

—Aún no sé por qué pero mamá quiere que vayas a la presentación de su último libro. Es este sábado.

—No voy a ir —replicó con decisión—. Ni tan siquiera sé por qué se molesta en decírmelo.

—Quizá porque todavía recuerda que hace un tiempo fuiste alguien.

M aría pensó en contestar a esa afirmación pero no lo hizo. Una vez más, su hermana parecía estar en posesión de la verdad absoluta; esa verdad que ella había
intentado negar y que había enterrado en una montaña de fracasos.

—Le puedes decir que no voy a ir. Ingrid sonrió con cinismo.

—No te preocupes. Ya se lo he dicho. Tenía claro que, como siempre, te ibas a esconder.

—Pues entonces, no sé para qué has venido.

—Quería darte esto.

Ingrid metió la mano en su bolso y extrajo de él un libro que le tendió a su hermana. M aría observó el título y no se atrevió a preguntar lo que ya parecía
evidente.

—Los fantasmas del pasado —susurró—. Ya veo que sigues con tus libros de autoayuda. Parece que te sirve de algo tu carrera de psicología.

—Y quizá también a ti. Léelo.

Sin decir nada más, Ingrid se dio media vuelta y volvió a su impecable descapotable aparcado frente al portal de M aría que, sin esperar a que su hermana se
fuera, entró en el portal y subió las escaleras de dos en dos.

Ya en su casa se fue directamente a su habitación. No le apetecía encontrarse con Esther y, lo más importante, no quería enfrentarse a Cristina tras el
encontronazo de la cocina. Cerró la puerta a sus espaldas, lanzó el libro de su hermana sobre la cama y abrió el ordenador para continuar con lo que le había llevado a
hipotecar horas de sueño en las últimas noches. Releyó lo escrito y acarició las teclas como si ellas hubieran estado esperando ese gesto para sentirse halagadas. Pulsó la
primera tecla y no dejó de hacerlo durante más de tres horas en las que el tiempo desapareció de su vida y la realidad se diluyó como un azucarillo en una taza de café.
Pasado ese tiempo, se dejó caer en el respaldo de la silla y abrió y cerró los entumecidos dedos de las manos para volver a sentir como la sangre volvía a circular con
normalidad en ellos. Como había sido costumbre durante los años en los que había logrado dominar el mundo en el que vivía, volvió a leer lo que acababa de escribir.

Nada de aquello tenía sentido. Podría haber tenido a cualquier mujer que hubiera deseado pero prefería arriesgarlo todo como si se tratara de una partida de
póker y buscara una esquiva escalera de color. Parecía querer tirarlo todo por la borda y apostar por un trío de damas; su esposa, el amor furtivo de la joven que había
conocido en el parque y ella misma...

Cuando terminó de leer lo que había logrado plasmar, M aría se sintió casi tan agotada como si una losa le hubiese caído encima. Descubrir que podía volver a
escribir había significado para ella lo que, con toda seguridad, podía llegar a sentir un niño cuando descubre que es capaz de caminar. Algo que siempre había estado allí,
en lo más recóndito de su ser pero que, cínicamente, había necesitado que su corazón despertara para volver a renacer.

Con la respiración agitada, se levantó de la silla y se dejó caer en la cama junto al libro que su hermana le había regalado y en el que aparecía la foto de una
sonriente y segura Ingrid en la contraportada.

Comenzó a leer la sinopsis y la sangre se congeló en sus venas.

¿Puede alguien de éxito perderlo todo de la noche a la mañana?

¿Es posible que quién tiene el mundo a sus pies acabe retozando en la mediocridad? La respuesta es bien sencilla…

Cerró los ojos e intentó saborear cada una de las palabras escritas por su hermana y que parecían describir la propia vida de M aría. Al abrirlos, contempló la
portada del libro con cierto temor y, casi sin pensar, comenzó su lectura sin saber que en aquellas palabras podría hallar una verdad dolorosa y cruel que había logrado
esquivar en los últimos años.
Capítulo 5

8 de abril de 2014

—Vaya, menos mal que estás aquí. Ya no aguantaba más. M aría se volvió al escuchar la voz de Esther pero siguió fregando los cacharros de la cocina como si
no fuera con ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Esther que no soportaba la indiferencia de M aría y mucho menos cuando llevaba veinticuatro horas esperando ese momento—. ¿No
me vas a contar lo que ha ocurrido?

—No sé de qué me hablas.

—¿Es verdad o no que Cristina pilló al piloto restregando cebolleta?

M aría dejó de lavar los platos y se volvió con cara de no gustarle lo que oía. El comentario de su compañera de piso era demasiado vulgar incluso para ella y no
estaba dispuesta a entrar en el juego. Hizo amago de salir de la cocina pero Esther la detuvo.

—¡Es verdad! —exclamó con los ojos muy abiertos—.

¡Te liaste con el piloto delante de Cristina!

—Y si es verdad, ¿qué pasa?

—¿Cómo que qué pasa? ¿Tú estás loca? ¡Es la caña! Ya

veo que no eres tan estirada como yo suponía.

—¿Y ahora qué?

Esther se encogió de hombros.

—¿A qué te refieres?

—Cristina es tu amiga y se supone que me pilló con el

piloto ese… —M aría tragó saliva—, restregando cebolleta.

—¿Y?

—Pues que no creo que eso le haya hecho mucha gracia.

—A decir verdad, me ha pedido que te eche del piso pero a mí me la pela. No somos tan amigas. Contigo me divierto más y si empiezas a comportarte como
un zorrón ni te cuento…

M aría abrió la boca para replicar pero decidió sobre la marcha que sería mejor no hacerlo. Esther ya tenía demasiada información.

—Bueno, tengo que volver a la peluquería. —M aría se puso la chaqueta y salió de la vivienda sin esperar ninguna despedida de Esther que, por lo que parecía
evidente, seguía pensando en lo ocurrido entre sus dos compañeras de piso.

M aría, una vez en el rellano, escuchó la voz profunda e inconfundible del señor Ortega que le llegaba por el hueco de la escalera. Al parecer, hablaba por
teléfono. Comenzó a descender las escaleras con lentitud mientras oía la conversación con claridad.

—No me lo puedes estar diciendo en serio.

—…

—Bastante me ha costado encontrar a un hombre como

para tener que buscar también a una mujer.

—…

—Eres muy gracioso. No es tan sencillo.


—…

—Ya sé que no es cine de autor pero es cine, a fin de cuentas.

—…

M aría frenó de repente y, a pesar de que sabía que no era de buena educación, aguantó la respiración para escuchar la conversación. Le encantaba el cine y
parecía ser que el señor Ortega estaba metido en ese mundillo que a ella tanto le gustaba.

—Ya se me ocurrirá algo pero más te vale que esta pantomima acabe pronto.

—…

—Aunque no sea culpa tuya. ¡Qué tampoco estamos hablando de M eryl Streep, por el amor de Dios!

—…

—Llámame cuando esto se resuelva.

M aría, apoyada en la barandilla del primer piso, escuchó resoplar al señor Ortega que parecía no estar de muy buen humor. Escuchó como bajaba las escaleras
y decidió que ese podía ser un momento como cualquier otro para agradecerle que la hubiera llevado al hospital con Eoghan por lo que lo esperó.

—Buenos días, señor Ortega.

El hombre, vestido con elegancia pero algo informal, la miró como si la viera por primera vez pero, pasados un par de segundos, sonrió.

—¡Vaya! Parece que ahora nos vemos todos los días.

—Sí, es curioso que no lo hubiera visto en un mes y

mire ahora.

—La casualidad nos da casi siempre lo que nunca se nos hubiere ocurrido pedir ; como dijo Alphonse de Lamartine.

—Es una buena frase. ¿Pasa algo? Lo veo preocupado.

—Perdóneme. Algunos problemillas.

—Lo siento, señor Ortega. Tan solo quería agradecerle lo que hizo ayer.

—No se preocupe. Cualquier buen vecino hubiera hecho lo mismo.

—Aun así, si algún día necesita algo no dude en pedírmelo.

El hombre frunció el ceño como si algún pensamiento revoloteara por su cabeza y, un instante después, sonrió.

—Pues, ahora que lo dice, puede hacerme un enorme favor.

—Si está en mi mano…

—M ás bien en su voz. Necesito que me acompañe.

—¿Ahora? —preguntó M aría elevando las cejas.

—Sí. Es de vida o muerte.

—Pero es que ahora entro a trabajar en la peluquería.

—¿En D’Nicks?

—Sí.

—¡Perfecto! —exclamó el señor Ortega sacando su teléfono móvil del bolsillo. M arcó un número y se lo colocó junto al oído.

—M elanie…

—…
—Sí, soy yo.

—…

—Yo también. Oye, necesito que me hagas un favor.

—…

—M aría no va a ir a trabajar esta tarde.

—…

—M e va a echar un cable. Ya sabes cómo está todo.

—…

—Vale, luego te cuento. Un beso.

El señor Ortega colgó el teléfono y miró a M aría con una enorme sonrisa en los labios. La joven estaba con la boca abierta tras la conversación que ese hombre
había mantenido con la estirada de su jefa.

—Ya está todo solucionado. ¿Vamos?

—¿Conoce a M elanie?

—Sí, es mi sobrina. ¿Vamos?

—¿Adónde?

—Se lo cuento en el coche. Es aquí al lado.

Unos minutos después, los dos se encontraban en el vehículo del señor Ortega que parecía conducir mucho más nervioso que la tarde anterior. M aría pensó
que algo debía preocuparle y que, casi con toda seguridad, tenía que ver con el favor que ella iba a hacerle. El hombre miró de reojo y vio la cara circunspecta de la joven
y sonrió.

—No tenga miedo. No es nada ilegal. Supongo que siente curiosidad por lo que pueda llegar a pedirle.

—Curiosidad es poco, señor Ortega.

—Llámeme Arturo, por favor. Si no le importa, prefiero que nos tuteemos. No soy tan mayor.

—M uy bien, Arturo.

—Te cuento. Soy empresario cinematográfico. He trabajado cuarenta años como doblador y ahora tengo mi propia empresa. Un estudio pequeño pero
bastante rentable.

—¿Y qué pinto yo en todo esto?

—Tengo que entregar mañana una película sin falta y hay huelga de actores de doblaje. Según ellos, cobran poco.

¡Niñatos! En mi época era otra cosa pero ahora…—Arturo vio como M aría se removía inquieta en el asiento del vehículo y se dio cuenta de que comenzaba a
parecer al abuelo batallitas de su pueblo—. Como te iba diciendo, necesito una pareja que doble unas pocas escenas que faltan de la película. Ya tengo al hombre pero
me faltaba la mujer.

—¿Y no estarás pensando en mí? —preguntó M aría que comenzaba a ponerse nerviosa.

—Tienes una voz muy bonita. Es un trabajo sencillo.

—Pero…

—Ya verás cómo te lo pasas bien. Lo mismo, hasta te pica el gusanillo y decides dedicarte a esto.

—Arturo, ¿Te importaría parar en ese semáforo?

—¿Te encuentras mal?

—No, me voy a mi casa.

El anciano, que comenzaba a frenar temiendo una indisposición de la joven, aceleró con suavidad e hizo caso omiso de la petición de M aría.
—Por favor. Si no entrego mañana la película perderé a uno de mis mejores clientes.

—Pero, ¡yo no he actuado nunca!

—No hace falta, Te lo aseguro. Esta película es muy fácil de doblar y tan solo quedan unas pocas escenas de una de las parejas.

—Pero…

—Por favor. El hombre que doblará contigo tiene muy poca experiencia. Seguro que estás muy a gusto con él.

M aría refunfuñó por lo bajo y su compañero de vehículo consideró aquello como una respuesta afirmativa.

Continuó conduciendo hasta llegar a un parque donde detuvo el vehículo. Ambos se bajaron y se acercaron a uno de los locales que bordeaban la zona
ajardinada.

Arturo abrió la puerta e invitó a M aría a entrar.

—Francis, esta es M aría.

Una mujer grande y fuerte se levantó de su asiento detrás de una mesa de oficina y saludó a la joven con un cálido apretón de manos.

—Encantada.

—Va a doblar esta tarde con Adrián. ¿Ha llegado ya?

—Sí, está dentro.

M aría, al escuchar el nombre de la persona con la iba a trabajar en el doblaje de la película, se quedó parada y con la respiración agitada. Pensó que tan solo era
una coincidencia de nombres pero, al entrar en la zona de grabación detrás de Arturo, su corazón se volvió loco al ver allí, sentado frente a una enorme mesa de sonido,
al hombre por el que había suspirado los últimos días y al que ella creía odiar.

—¡Qué sorpresa!

—M e voy. —M aría se dio media vuelta para abandonar el local pero Francis se plantó en mitad de la puerta y, sin querer, la detuvo.

—Ya está la cinta de la película preparada en la primera escena y tenéis dos botellas de agua en la cabina.

M aría se giró para observar a Arturo que la contemplaba con ojos suplicantes, sin poder entender qué era lo que había ocurrido para que la joven quisiera
marcharse de repente.

—¿Ocurre algo?

La joven lo miró y después posó sus ojos en Adrián que la sonreía como si no ocurriera nada oscuro en su vida y tan solo se trataran de una pareja de jóvenes
que flirteaban de vez en cuando.

—¿Qué hace él aquí?

—Adrián ya ha colaborado un par de veces conmigo.

A pesar de la rabia que sentía y de la sonrisa bobalicona del hombre por el que suspiraba y al que había empezado a odiar, decidió echarle una mano a su nuevo
amigo y chófer particular.

—Está bien. M e quedo.

Arturo sonrió al fin y dio una fuerte palmada.

—¡Perfecto! Os cuento, aunque Adrián ya conoce el proceso. Poneos los cascos para oírme por si tengo que haceros alguna indicación. Al lado de los
micrófonos hay un guion que, como observareis, no es muy denso que digamos. Junto a cada frase existe un número que coincide con el reloj que aparece en la pantalla.
En un sistema que patenté yo mismo. Cada vez que el número coincida hay que decir la frase lo más natural posible. ¡M ucha mierda!

Sin esperar respuesta, se sentó frente a la mesa repleta de potenciómetros y esperó a que los dos actores improvisados entraran en la cabina.

—Detrás de usted, señorita —comentó Adrián con tono dulce.

M aría lo atravesó con la mirada y entró en la cabina de grabación. Sin hacer mucho caso a cómo él la observaba, se puso los enormes cascos y cogió el guion.

Adrián hizo lo mismo y M aría lo vio sonreír de nuevo. Decidió enfrascarse en la lectura de las páginas que debía leer pero no le dio tiempo porque la voz clara
y poderosa de Arturo sonó en los cascos.

—Vamos a por ello, chicos.


M aría fue a replicar pero la gran pantalla de televisión situada delante de ellos dos se iluminó.

La joven resopló y se fijó en la primera frase que debía decir.

Un sudor frío comenzó a recorrer su espalda y mucho más cuando en la televisión apareció una mujer con enormes pechos operados que los mostraba sin
ningún pudor. Por si fuera poco, la actriz se inclinó hacia un hombre de torso esculpido que llevaba tan solo un slip cubriendo su cuerpo y se lo bajó de un tirón. Un
enorme pene apareció en primer plano en la pantalla, como si fuera el protagonista de la película. La mujer sonrió, lo cogió con las dos manos, movió los labios como si
estuviera hablando y se lo metió en la boca.

—¡Corten!

M aría, al escuchar la voz de Arturo en los cascos, se volvió hacia él y lo observó con los ojos abiertos como platos. Señaló a la pantalla donde la mujer se
afanaba en lo que hacía y después miró a Adrián que ya no sonreía sino que se reía para enfado de la joven que no sabía dónde meterse.

—¿Esto es lo que tengo que doblar?

—Pues claro. Ya te dije que era sencillo —explicó Arturo desde la cabina de sonido.

—Ya, pero es que la primera frase que tengo que decir es no se sí me va a caber en la boca. ¡Yo no puedo decir eso!

—Pues imagínate que se está refiriendo a una morcilla de Burgos o algo así —bromeó Adrián.

—¡Tú te callas que no estoy hablando contigo!—replicó

M aría enfadada por la intromisión del pediatra.

—M aría, no pasa nada. Tan solo son palabras —explicó

Arturo—. ¡Sólo palabras!

La joven bajó la vista y posó sus ojos de nuevo en el guion.

—¿Sólo palabras? Aquí pone “gemidos”. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

Adrián se recostó en la banqueta que tenía detrás y cruzó los brazos delante del pecho.

—¿Nunca has fingido un orgasmo? Pues esto es lo mismo.

—¡Te he dicho que no estoy hablando contigo! —gritó M aría antes de dejar el guion encima de la mesita y salir de la cabina de grabación—. Lo siento, Arturo.

Salió del estudio con el señor Ortega detrás de ella. Ya en mitad del pasillo, al escuchar los pasos a su espalda, se detuvo.

—¿Qué ocurre, M aría? Es solo una grabación. La joven resopló.

—No es solo una grabación.

—¿Es por Adrián?

—Es complicado.

—Siempre lo es. ¿Te gusta?

M aría, al escuchar la pregunta de su vecino, se quedó de piedra.

—¿Tan evidente resulta? —preguntó en un susurro.

—El amor no se mira, se siente y aún más cuando ella está junto a ti. Al veros juntos tan solo hay que recordar las palabras de Pablo Neruda para darse
cuenta de que sentís algo el uno por el otro.

M aría sonrió, al fin, al escuchar las sabias palabras de Arturo y, sobre todo, al darse cuenta de lo traicioneros que podían resultar sus sentimientos.

—Está casado y con un niño.

—No lo sabía. Pues algo tendréis que hacer. Shakespeare decía que tan imposible es avivar la lumbre con nieve, como apagar el fuego del amor con palabras.

—Ya veo que eres un experto en citas.

—Las citas son como los refranes; siempre hay alguno


para cada ocasión.

—No sé qué hacer... —susurró M aría cabizbaja.

—De momento, devolverme el favor y, después, lo que

dicte tu corazón.

La joven elevó la cabeza y miró a Arturo que sonreía con afabilidad. Pensó en lo que supondría ayudarlo y se dio cuenta de que estaba pensando mucho más
en ella misma, que en las necesidades de ese hombre. La mujer egoísta y narcisista había quedado tan relegada en el olvido que se asustó al vislumbrarla allí mismo; en
aquel rellano.

—No te imaginaba dedicado al porno.

—No te engañes, jovencita. M e dedico al doblaje de todo tipo de películas pero hay facturas que pagar. La industria del porno es muy lucrativa y poco
exigente.

—¿Y tu mujer lo sabe?

Arturo sonrió de medio lado y elevó la mirada al cielo recordando tiempos mejores.

—M i mujer fue la primera en doblar cine porno en España.

—¿¡En serio!?

—¡Aaaaaah! ¡Qué tiempos! Era muy buena en su trabajo. ¡Qué voz! Eso fue lo que me enamoró.

M aría sonrió levemente pero, un instante después, volvió a mostrarse seria y alicaída.

—M e gustaría ayudarte, de verdad, pero no sé si seré capaz de doblar una película como esa.

Arturo se quedó un momento pensativo y se encontró con una breve escena de una película que había pasado fugaz por su mente y, en ese instante, supo
cómo podía ayudar a M aría.

—¿Tiene que ver con Adrián o contigo misma?

—Creo que conmigo misma —explicó M aría sin tenerlo demasiado claro—. Hace mucho tiempo, yo era una mujer muy distinta que hubiera disfrutado ahí
dentro.

—Uno no cambia tanto como para no reconocerse.

—Yo sí. Era poderosa, cruel, fría y calculadora.

—M e cuesta creerlo. ¿Y qué pasó?

—Perdí lo único que mantenía viva a aquella persona. Perdí mi credibilidad y con ello el orgullo. De la nada apareció una mujer mediocre con infinidad de
porqués y muy pocas respuestas. que aquella mujer volverá porque, por lo que me cuentas de ella, no lo deseo pero, como dijo Chesterton, la mediocridad,
posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta.

M aría, al fin, levantó la cabeza y sonrió.

—Sé cómo ayudarte a que pases tu primera lección — comentó con la escena de la película que había recordado grabada en su mente—. Vamos al estudio.

Adrián esperaba junto a la puerta observando toda la escena y M aría lo vio sonreír sin malicia cuando ella decidió volver. Sin decir nada, entró en la sala de
grabación en cuanto ellos llegaron al estudio.

—Francis, búscame “Cuando Harry encontró a Sally”, por favor.

—Creo que la tengo en digital —comentó la recepcionista antes de guiñarle un ojo a M aría—. M e encanta el cine romántico.

Un par de minutos después, Arturo y M aría contemplaban una escena de la película en el ordenador de Francis con unos diminutos cascos en las orejas.

—Esta es la escena —aclaró Arturo—. Fíjate bien en M eg Ryan. ¡Es sublime!

Aunque M aría había oído hablar de la película en cuestión, no había tenido oportunidad de verla, por lo que no podía imaginar la escena que estaba a punto de
ver.

Cuando la actriz americana comenzó a fingir un orgasmo en mitad de una cafetería para demostrarle a Billy hombre en la cama, M aría se quedó con la boca
abierta y no se perdió ni un fotograma de la escena. En cuanto terminó la representación, como bien había dicho Arturo, sublime de M eg Ryan, M aría supo que ella
también podía hacer algo similar.

—¿Preparada? —preguntó Arturo al ver el gesto de suficiencia de su vecina.

—Creo que sí.

Cuando llegó el momento en el que el guion reflejaba la solitaria palabra “gemidos”, M aría puso toda la carne en el asador y comenzó a intentar imitar a la
actriz que tantas y tantas películas románticas había rodado.

—¡Corten!

M aría se calló al instante al escuchar la voz imperiosa de Arturo en los cascos, se giró y lo miró un poco incómoda por la intromisión en su momento álgido.

—¿Qué ocurre?

—Verás, necesito algo un poco más… ¿cómo decirlo?... convincente.

—¿Esto no es convincente?

Adrián carraspeó a su lado.

—No es por meterme donde no me llaman pero más que un orgasmo parece la berrea del ciervo.

M aría miró a su compañero de doblaje con los ojos encendidos y posteriormente a Arturo.

—¡O se calla o me largo!

—Adrián, por favor…

—Perdona, Arturo.

—M aría —continuó el profesional del doblaje—, por raro que te parezca, hasta en este tipo de películas hay que meterse en el papel.

—¿Quieres decir que tengo que imaginar que estoy teniendo sexo con alguien?

—Algo así. Intenta imaginar un momento íntimo con un hombre que realmente te guste y todo saldrá solo.

M aría rezó para que Adrián no se hubiera dado cuenta de que el color de su rostro había mutado al pensar en que tenía muy claro con quién imaginarse una
escena tórrida y sexual.

—Lo… lo intentaré.

La escena volvió a comenzar y, cuando llegó el momento en el que los números de la pantalla coincidieron con los escritos junto a la palabra “gemidos”, M aría
dejó volar su imaginación y comenzó a sentir como las manos de Adrián recorrían todo su cuerpo y como ella se dejaba llevar por la lujuria y le ofrecía cada rincón de su
cuerpo para que él lo tomara e hiciera posesión de él.

—¡Corten!

M aría despertó de su ensoñación y volvió a mirar a Arturo.

—¿Lo he hecho mal?

—¿Estás de broma? Ahora le tocaba a Adrián y no ha dicho nada de lo que marcaba el guion. Lleva todo el rato mirándote con la boca abierta.

—Yo…, perdón, yo…

—Anda, tortolitos. Vamos a continuar.

M aría bajó la cabeza y, aunque una parte de su ser intentaba odiar a ese hombre que la traía de cabeza, la fracción de su cerebro que ella creía relegada en el
olvido se sintió mujer; muy mujer.

—¿Serás capaz de hacerlo o la berrea del ciervo te desconcentra?

Adrián refunfuñó y le dio la espalda a M aría que intentó no sonreír pero no tuvo éxito.

En cuanto acabó el rodaje, el pediatra se despidió de un pletórico Arturo y salió del estudio sin decirle nada a su compañera de doblaje, que se sentía como si le
acabaran de poner un par de alas en los pies.

—Has estado magnífica —comentó el doblador sonriendo a más no poder—. Hubieras sido una fuerte rival de la señora Ortega.
—No me adules. Uno puede defenderse de los ataques; contra el elogio se está indefenso.

—¡Aaaah! Sigmund Freud.

—Yo también me sé alguna que otra cita.

—Todavía tengo que terminar con la película pero me

pongo el abrigo y te llevo a casa.

—No te preocupes. M e apetece dar un paseo.

—¿Estás segura?

—Sí. Ha sido un día de muchas emociones y necesito tomar el aire.

—Buen trabajo, M aría.

La joven salió del estudio silbando la banda sonora de Casablanca, se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y atravesó el parque sonriente.

—¿Qué te pasa conmigo?

M aría dio un salto asustada pero, al ver a Adrián apoyado en el lateral de un coche y con los brazos cruzados, se relajó aunque su respiración se volvió
agitada.

—No me pasa nada.

—Eso no es cierto. No sé qué es lo que te he hecho para que me trates como a una mierda.

M aría resopló y la agitación dio paso al odio que había intentado relegar a algún rincón de su corazón pero que volvía a reaparecer con renovadas energías.

—¿No lo sabes? ¿¡No sabes por qué te trato así!? — preguntó exasperada—. O eres estúpido o hipócrita y a mí me parece que hay mucho más de lo segundo
que de lo primero.

—¿Hipócrita? —preguntó Adrián sin elevar la voz—. No sé por qué lo dices.

—Alucino contigo. Si no sabes la respuesta pregúntasela a Penélope, a Saray o a cualquier otra a la que estés utilizando pero a mí déjame en paz.

Adrián se incorporó al escuchar el nombre de las dos

mujeres y se acercó a M aría que dio un paso atrás.

—¿Qué sabes de Saray?

—Lo que hay que saber. Eres un hipócrita.

M aría se dio media vuelta con decisión y se marchó de allí, dejando a Adrián cabizbajo y pensativo. Ni tan siquiera

la llamó en su huida.

La joven recorrió el camino de vuelta a su casa a toda prisa y, cuando llegó a su hogar, abrió la puerta con energía para encontrarse en el salón a Cristina que
parecía esperarla.

—Quiero hablar contigo —le dijo sin contemplaciones.

—Pero yo no quiero hablar contigo. Déjame en paz.

Hizo caso omiso de la mirada de odio que le lanzó su compañera de piso y se escondió en su habitación donde echó el pestillo y se dejó caer en la cama.
Intentó que su respiración se calmara y, cuando lo consiguió, un único deseo comenzó a nacer en su pecho.

Necesitaba plasmar sobre un lienzo en blanco aquello que no podía pintar en su mente y que no debía dejar que se perdiera en el olvido. Pintó el lienzo del
escritor, con palabras cargadas de dudas, reflexiones y, por primera vez en mucho tiempo, respuestas.

Por fin volvía a sentirse mujer; una mujer deseada y, en cierta manera, segura de sí misma.

Aquellos sentimientos que ella creyó perdidos en la nada regresaron para bailar una danza apasionada al son de los latidos de su maltrecho corazón, al que aún
podía sentir con vida en su interior al encontrarse frente a él. Se había enamorado…

La tarde dio paso a la noche y M aría escribió hasta que los dedos comenzaron a dolerle y los ojos dejaron de juntar palabras para tan solo poder unir borrones.
Permitió a sus brazos caer en los costados y se tambaleó en la silla exhausta.

Una vez más, historias prestadas volvían a llenar las hojas de ese libro en el que, sin darse cuenta, había comenzado a cobrar forma una historia de amor que,
aunque no quisiera darse cuenta, le pertenecía en todas sus formas y colores.
Capítulo 6

9 de abril de 2014

—No sé lo que le has hecho pero te mira raro.

—De verdad que no le he hecho nada.

—Pues, tú dirás. Ayer faltaste al trabajo por la tarde y ahora no hace más que observarte.

—Casi prefiero que me ignore. No me gusta sentirme observada.

—¡A ver, las dos cotorras! ¿No tenéis nada que hacer?

—preguntó, de repente, la encargada al ver a sus dos empleados cuchichear junto a los lavabos.

—Pues la verdad es que no —contestó Felipe con la mano en la cadera y dando vueltas a las tijeras con un dedo—. Hoy está esto más vacío que un concierto
de Locomía.

M aría miró a su compañero como si observara a alguien de otro planeta y rio con la mano en la boca.

—¡Qué pasa! Sí, me encanta la música de los ochenta.

¿Y qué?

—Nada, Fe. Tan solo es que me ha hecho gracia la frase. Justo en ese momento y como si las casualidades de la vida quisieran llevarle la contraria a Felipe, la
puerta de la peluquería se abrió y entró, con paso resuelto, una mujer

joven y resuelta que saludó a M elanie con educación y se acercó al lugar donde se encontraba el peluquero hablando con M aría.

—¡Carol! ¡Qué sorpresa! Hacía mucho tiempo que no venías.

—Ya ves. No todas somos tan presumidas como tú.

—¡Qué graciosa! Y, ¿qué va a ser? ¿Corte de pelo a lo garçon o moño a lo abuelita de pueblo?

—Tú sigue así que la próxima vez que necesites unas botas de esas tan horteras que llevas te las va a conseguir Rita la Cantaora.

Felipe levantó las manos en son de paz y le dio dos besos a la joven.

M aría, que había permanecido en segundo plano durante la batalla dialéctica de su compañero con la recién llegada, recogió un par de botes de tinte que no
habían sido usados y los llevó al almacén. En cuanto regresó, Felipe le hizo un gesto para que se acercara.

—Carol, te voy a presentar. Esta es M aría. Acaba de entrar a trabajar en nuestra fábrica de esclavos.

tenía la cabeza apoyada en la pila de lavado, le tendió la mano y M aría se la estrechó.

—No le hagas caso a este graciosillo. Por lo menos tienes trabajo tal y cómo están las cosas. A mí me costó un montón encontrar algo.

—Podías haber trabajado con tu novio en la residencia canina.

—No me gusta lo de ser una mantenida. Aunque Edu sea un cacho de pan…

—M ás que un cacho de pan, tu novio es un bollicao como para comérselo sin respirar.

—Como te acerques a él te arranco esos pelos a lo George Michael que llevas.

—¡Vaya! Ya veo que por fin tienes un poco de cultura musical.

—Si vivieras con alguien de la edad de Edu, aprenderías un montón sobre la música de la postguerra. ¡Anda! Céntrate que no tengo mucho tiempo.

M aría miraba a uno y otro como si contemplara un partido de tenis; le hacía gracia ver como esos dos se lanzaban puyas sin descanso. Le cayó bien esa joven
que sabía mantener a raya a alguien con la lengua viperina de Felipe.
—¡Valeeeeee! ¿Qué quieres hacerte?

—Algo que esté bien. M i hermana presenta esta noche la nueva colección de vestidos en su tienda y hay que estar presentable.

—¿Hoy es el gran día? —preguntó Felipe al tiempo que lavaba el cabello de Carol y M aría escuchaba mientras barría—.M arta tiene que estar atacada de los
nervios. Esto es tan importante como la boda de Lady Di.

—Pues sí. Le da miedo que no vaya nadie al desfile.

—¡Ah! Pues yo me apunto. Quizá algún día pueda comprar uno de esos vestidos —comentó el peluquero suspirando.

—Felipe, te recuerdo que mi hermana diseña vestidos de novia.

—Pues eso. Ya me gustaría. Lo dicho, me apunto. — Felipe miró de reojo a M aría que se entretenía ordenando las revistas de cotilleos que solían leer las
clientas—. M aría también se apunta. ¿A qué sí?

Ella levantó la cabeza al escuchar su nombre y miró a Felipe con los ojos muy abiertos.

—Yo no… o sea… no puedo…

—Nada. Ya está. Esta tarde nos tienes a los dos en La fianceé.

—¡Genial! —exclamó Carol entusiasmada—. Pues allí nos vemos a las diez. Cuantos más seamos…

Cuando casi una hora después, la joven que había sido peinada por Felipe abandonó la peluquería, M aría se acercó a su compañero y lo cogió por el brazo.

—¿Tú estás loco? ¿Qué pinto yo en ese desfile?

—Pues lo mismo que yo. Además, seguro que hay comida y bebida gratis.

M aría gruñó pero no añadió nada más. Un rato después,

—¿Y de qué conoces a esa chica?

—¿A Carol? M aría asintió.

—Los dos nos criamos en este barrio. Fuimos juntos al cole y, aunque ella se fue a vivir con su novio, siempre que puede se pasa a saludar.

—Parece maja.

—Lo es. Su hermana también, aunque no la conozco tanto porque es mayor que nosotros. Algún día te tengo que contar la historia de M arta.

—M e has dicho que no la conoces muy bien.

—Pero Carol es casi tan cotilla como yo.

Ese “algún día” se convirtió en el resto de la mañana y Felipe le contó la historia de las dos hermanas y como M arta había conocido a Toni, el hermano de Edu,
como se habían enamorado y lucharon para estar juntos.

A la mente racional de M aría le pareció una historia tan bonita y, en ocasiones inverosímil, que pensó que ese podía ser un buen argumento para una novela.
Otra historia prestada que comenzó a fraguarse en su cabeza.

Se dio cuenta de que podía ser una buena idea acudir al desfile de vestidos de novia de la hermana de Carol. Tampoco tenía nada mejor que hacer por la noche y
ya estaba un poco cansada de cenar sola en su habitación con la única compañía de las películas ñoñas que solía ver.

—Bueno, ya no creo que entre nadie a estas horas — comentó M elanie mirando su reloj de pulsera—. Todos a comer.

Ante la orden de la encargada, todas las peluqueras cogieron sus abrigos y salieron escopetadas del local seguidas de Felipe y M aría que no deseaban estar allí
más de lo imprescindible.

—¡M aría! ¿Puedes quedarte un momento?

La joven miró a Felipe de reojo, el estilista se encogió de hombros y salió de la peluquería. M aría se acercó al mostrador y M elanie lo rodeó para situarse junto
a su empleada.

—Quería darte las gracias por echarle una mano a mi tío con el doblaje. M e lo contó ayer por la noche.

—Yo…, bueno…, de nada.


—Verás, sé que no me he portado muy bien contigo pero quiero mucho a mis tíos y lo de ayer no lo hubiera hecho cualquiera.

M aría percibió sinceridad en las palabras de la encargada y decidió que era el momento idóneo para enterrar el hacha de guerra o para liarse a hachazos: una de
dos.

—Lo que no entiendo es por qué te has portado así. Yo solo vengo aquí a trabajar.

M elanie, para sorpresa de M aría, se removió inquieta y pareció dudar.

—Verás, el día que le lavaste el pelo a Adrián vi cómo le acariciabas la cabeza y cómo él te miraba y no me gustó.

—No entiendo por qué. Yo fui profesional a pesar de no tener experiencia. Solo le lavé la cabeza.

—Hubo algo más entre vosotros. No hay más que ver cómo os miráis. —M elanie bajó la cabeza—. No me gusta.

—Pero… no… ¡Un momento! Ahora lo entiendo todo.

¡Adrián te gusta! —exclamó M aría que al fin comprendía el porqué de la actitud de la jefa.

—No me gusta Adrián.

—¿Cómo qué no? Te molesta cómo nos miramos y no te gustó que le lavara la cabeza. Reconoce que te gusta Adrián.

M elanie elevó la cabeza de nuevo y los ojos le brillaban. M aría no tenía claro si era por tristeza o por emoción pero, para ella, era evidente que la joven
encargada sentía algo especial por el mismo hombre al que ella odiaba y, al mismo tiempo, le hacía sentir algo en su interior en cuanto aparecía.

—¿Te gusta Adrián? —insistió.

M elanie se acercó a M aría como si fuera a decirle algo al oído y ella se inclinó también hacia la encargada para escuchar lo que tenía que comentarle.

—No me gusta Adrián… —susurró.

Sin que M aría lo viera venir, M elanie se inclinó aún más hacia ella y posó sus labios en los de su empleada. M aría no se movió ni un milímetro y la encargada
aprovechó para poner una mano en su cintura para atraerla con suavidad hacia su cuerpo. M aría podría haber rechazado el contacto pero no se vio con fuerzas. Su
desconcierto fue tal que no pudo ni responder.

—No me gusta Adrián… —volvió a susurrar M elanie a tan solo un par de centímetros de la boca de M aría que solo pudo asentir.

—Bueno, yo…, estoooooo…, me voy a comer.

Salió de la peluquería sin esperar respuesta de la encargada y se encontró a Felipe, apoyado junto a la puerta, esperándola.

—¿Te ha echado la bronca?

—No.

—¿Sabes una cosa? Creo que a la zorrona ésta le gusta el tal Adrián —explicó Felipe gesticulando con los brazos y moviendo las caderas como hacía siempre
que explicaba algo—. Tenías que ver cómo os miraba el otro día y cómo se removía cuando…

—M e ha besado.

Felipe se quedó con la boca abierta y con los brazos extendidos como si lo hubieran convertido en una estatua de sal.

—Repíteme eso, bonita.

—A M elanie no le gusta Adrián. M e ha besado.

—¿En los labios?

M aría asintió muerta de la vergüenza.

—¿Con lengua?

La joven volvió a asentir con la cara como un tomate.

—¿Te ha comido los morros?

—Bueno, ya.
—¿Te la ha metido hasta…?

—¡Felipe! ¡Ya está bien! Sí, me ha besado en los labios.

—Vale, solo quería estar seguro.

La pareja se puso a caminar hacia la parada del autobús en completo silencio. M aría se relajó e intentó poner la mente en blanco para no recordar el momento
vivido en la peluquería.

—¡Te la ha metido hasta la campanilla!

—¡Felipe!

—¡Es que no me lo puedo creer!

M aría se detuvo en mitad de la acera y se interpuso en el camino de su compañero de trabajo.

—¿Acaso es tan difícil de creer que pueda gustarle a alguien aunque sea una mujer?

—No, si tú estás bastante bien. Lo que pasa es que la muy zorra esa, cuando me contrató, estuvo a punto de despedirme en cuanto se enteró a los pocos días
de que era gay.

M aría sonrió.

—Fe, no hay que ser muy listo para darse cuenta al instante de tu condición sexual. No creo que fuera por eso.

—A lo mejor tuvo algo que ver lo que le dije un día sobre su peinado.

—¿Qué le dijiste?

—Que parecía que venía de montar en moto sin casco. Ya ves que tontería.

—Anda, por allí viene tu autobús.

Felipe acarició con cariño el brazo de M aría y echó a correr dando saltitos como siempre. Se despidió con un gesto de la mano imitando a los miembros de la
Casa Real y desapareció de la vista. M aría se quedó allí un par de minutos viendo como el vehículo recorría la pequeña avenida y, cuando dobló una de las esquinas,
comenzó a caminar hacia su casa.

Vio el coche a lo lejos y resopló. Estuvo tentada de dar media vuelta y largarse a la carrera pero, por primera vez en mucho tiempo, se vio con fuerzas para
enfrentarse a la persona que la esperaba en el interior del M ercedes color beige aparcado frente al portal de su casa.

En cuanto cruzó la calle, una mujer de mediana edad, vestida con un traje de chaqueta fucsia y una gran pamela, se bajó del coche y esperó a M aría.

—Hola, M aría Isabel.

La joven se detuvo frente a la mujer y la miró con cara de no gustarle demasiado su presencia allí.

—¿Qué quieres? —preguntó cortante.

—No me coges el móvil. Estaba preocupada.

—Y yo voy y me lo creo.

—M aría Isabel, tenemos que hablar.

—No sé de qué. Tan solo quiero que me dejéis hacer mi vida.

—Cariño, aunque no tengas pareja y fracasaras hace unos años te seguimos queriendo igual. —La mujer le puso la mano en el brazo a M aría que se desasió al
instante del contacto.

—Eres única para recordarme que os defraudé y que soy una solterona.

—No nos defraudaste.

—No me hagas reír. ¿Te suena la frase: “eres el hazmerreír de la familia. Ya podrías parecerte un poco más a tu hermana”?

—No lo decía en serio.

M aría se acercó a la mujer y la miró desafiante.


—¿Qué quieres, mamá?

—Quiero que vengas a la presentación de mi libro. — La mujer se movió con inquietud.

—¿Para qué? No se me ha perdido nada allí.

—M e gustaría que vinieras. Nada más.

—Olvídame.

—Pero…

M aría se dio la vuelta con energía para irse a su casa y se topó con un hombre que apareció tras ella y al que no había visto llegar.

—M aría, quiero hablar contigo.

—El cansino otra vez. ¡Déjame en paz! —La joven bufó y lo empujó con energía. Se trastabilló pero no dio su brazo a torcer.

—Hasta que no me expliques por qué me tratas así no te dejaré en paz —protestó Adrián que parecía enfadado aunque, casi al instante suavizó su rostro—.
Después de lo bien que lo pasamos ayer… Nunca me podría haber imaginado que gemías de esa forma.

M aría se golpeó la frente con la mano en cuanto escuchó el carraspeo de su madre tras ella. Pasó a su lado y se plantó entre ellos dos.

—Buenos días. Soy la madre de M aría Isabel —dijo tendiéndole la mano a Adrián que parecía perplejo.

—¿Quién es M aría Isabel? —preguntó mientras correspondía al saludo.

—Esta desagradecida que no es capaz de acompañar a su madre a la presentación de una novela aunque haya venido a pedírselo a su propia casa.

M aría volvió a bufar al escuchar el comentario de su madre que le demostraba, una vez más, su capacidad para manejar a la gente a su antojo.

—¿Es usted escritora?

—Lo soy.

Adrián se giró y miró a M aría que, a pesar de las ganas que tenía por largarse de allí, esperaba junto a su madre por curiosidad.

—No me habías dicho que tu madre era escritora.

—Así es ella —aclaró la madre de M aría sin permitirle a su hija replicar—. ¿Te lo puedes creer? La invito a la presentación y me dice que no quiere ir.

Adrián sonrió.

—Si le parece bien, yo acompañaré a su hija. A esos sitios es mejor ir con pareja.

—¿En serio? —Los ojos de la mujer brillaron al escuchar la palabra “pareja”—. Eso sería estupendo.

—Pues cuente con nosotros.

—Perfecto. El sábado a las nueve y media en el hotel Palace.

La madre de M aría besó a Adrián y, sin despedirse de su hija, subió en su coche y se marchó dejando allí a los dos jóvenes que vieron el vehículo desaparecer
calle arriba.

—No me habías dicho que tu madre era tan simpática.

—Ni tú a mí que eras estúpido. Pensé que eras un hipócrita pero ahora veo que tienes un poco de ambas cosas.

Adrián se enfrentó a M aría y abrió los brazos protestando.

—¡Sigo sin entender por qué me hablas así! Tan solo me he ofrecido para ser tu acompañante.

La joven lo miró con los ojos encendidos, se dio media vuelta y volvió a dejarlo con la palabra en la boca.

Entró en el portal y subió las escaleras refunfuñando. Llegó a su vivienda, abrió la puerta y se encontró a Cristina, en el sofá del salón, retozando con alguien.

Al escuchar las llaves caer sobre una bandeja situada en la entrada, tanto la compañera de su piso como su acompañante, al que M aría no había visto nunca,
elevaron las cabezas y dejaron de hacer lo que estaban haciendo.
—Por lo menos podrías irte a tu habitación. Luego tenemos que sentarnos las demás en el sofá.

Cristina se levantó y se plantó en mitad del salón con los brazos en jarra y el rostro rojo de rabia.

—¡Ya me estás tocando demasiado las narices! Al final, acabaré soltándote un guantazo. No tengo porque darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer.

—A lo mejor, al que tienes que dar alguna explicación es a este pobre pardillo sobre el pizzero con el que te acostaste el viernes por la noche o sobre el piloto
que pasó la

noche contigo el domingo. —M aría bajó la vista y miró el reloj de pulsera—. Aunque, teniendo en cuenta que hoy es miércoles, seguro que alguno más ha
caído entre medias.

Sin esperar contestación se marchó a su habitación donde se encerró con una sonrisa en los labios. Estaba cansada de aguantar a personas como Cristina que
creían tener la razón en todo y, peor aún, carta blanca para hacer y deshacer a su antojo sin pensar en los demás.

Escuchó a su compañera de piso discutir con el pobre hombre que representaba su conquista de turno y que, gracias a M aría, había conseguido escapar a
tiempo de Mata Hari, como la apodaba Esther cuando ésta no estaba presente. Un par de minutos y unos cuantos gritos después, la puerta de la calle sonó con fuerza y
el silencio volvió a reinar en el piso aunque se vio truncado por unos suaves golpes en la puerta de la habitación de M aría que dudó si abrir o no.

—M aría, soy yo —comentó Esther al otro lado de la puerta—. Cristina se ha ido. Estás a salvo de momento.

Abrió la puerta y sonrió al ver allí a su compañera de piso con una bolsa de la hamburguesería de la esquina.

—¿De verdad crees que estoy a salvo?

—De momento sí, pero date por jodida. Cristina es muy rencorosa así que, por si acaso, yo pensaría en poner una cerradura en tu habitación.

—¡Qué exagerada eres!

—Por si no lo sabes, Cristina tiene una especie de pecera repleta de escorpiones y tarántulas en su cuarto.

M aría abrió los ojos de par en par.

—Estás de coña, ¿No?

Al ver el gesto de Esther encogiéndose de hombros, obtuvo la respuesta.

—Luego compro una cerradura.

Entre risas y bromas, dieron buena cuenta de las hamburguesas que, para deleite de M aría, iban acompañadas de patatas fritas y dos helados de nata con
sirope de chocolate.

—Al final, como sigáis así, voy a tener que echar a Cristina. M e lo paso mejor contigo y das menos problemas — comentó Esther mientras preparaba una par
de tazas de café instantáneo.

—No te voy a decir que no me gusta la idea —replicó M aría a la que le tocaba recoger los restos de la comida—. Estoy un poco harta de ella.

—La verdad es que te pasaste un poco con lo del piloto pero bueno…

—Yo no hice nada. Fue él.

Esther se echó a reír al escuchar la disculpa de niña pequeña de su compañera.

—Qué duro es ser una mujer objeto, ¿eh?

M aría se volvió hacia Esther y le sacó la lengua.

Ambas mujeres se sentaron frente a sendas tazas de café. M aría echó tres cucharadas de azúcar en el suyo y Esther lo tomó amargo y cargado como siempre
hacía.

—A pesar del momento cebolleta con el piloto, cada vez me extraña más que seas tan remilgada con el tema del sexo —explicó Esther para sorpresa de M aría.

—¿Por qué lo dices?

—El otro día busqué en Google a Elizabeth Deavers. M aría se atragantó con el café al escuchar el comentario y se levantó de un salto. Dejó la taza en el
fregadero y se encaminó hacia la puerta de la cocina.

—M e voy a trabajar. Solo te lo voy a decir una vez. ¡Deja en paz el pasado!

Ante la mirada circunspecta de Esther, salió de la cocina y se marchó del piso con un millón de pensamientos en la cabeza y con una sensación de ahogo en el
pecho. Necesitaba algo de aire puro y aún le quedaba una hora para entrar a trabajar así que caminó hasta el parque y se sentó en su banco junto a la fuente. Echó la
cabeza hacia atrás y miró al cielo resoplando con fuerza.

—¿Un mal día?

M aría dio un grito al escuchar la voz a su lado y se encontró con Saray que la miraba sonriendo pero con ojos tristes.

—M e has asustado.

—Lo siento.

La joven se sentó al lado de M aría y apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos.

—Nada me sale bien.

—¿Qué ha pasado?

—Pasa que todo es muy complicado.

—El otro día te vi discutir con Adrián aquí en el parque.

Saray pareció sorprendida.

—¿Conoces a Adrián?

M aría asintió y esperó para ver si la joven quería continuar hablando.

—Se enfadó conmigo. No le gustó que le dijera unas cuantas verdades.

—Ya sabes lo que dicen de los hombres…

—Ni idea.

—Que son como los espermatozoides. De millones, solo sirve uno.

Saray meditó la frase un instante y se echó a reír a carcajadas al escuchar la ocurrencia de M aría que tampoco se esperaba tamaña reacción por parte de su
nueva amiga.

—Yo creo que el mío es más como un músico —replicó

Saray una vez dejó de reír—, entra, toca y se va.

Ahora fue M aría la que estalló en carcajadas a pesar de que le dolía en el alma lo que escuchaba de Adrián y mucho más saber que estaba hablando con una
mujer con la que él mantenía una relación.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó M aría con curiosidad.

—Si te digo la verdad, lo que me aconsejó Adrián. Que hiciera lo que creyera mejor para mí.

—¿Y ya está? ¿Eso te dijo?

—Pues sí. Es un hombre muy razonable.

M aría alucinaba con la tranquilidad que mostraba su joven amiga. Tenía claro que si ella hubiera descubierto que su novio era un hombre casado y con un niño,
lo que menos hubiera hecho es llamar “razonable” al susodicho. Se le ocurrían términos mucho más apropiados a las circunstancias.

—Y después del gran consejo del hombre razonable,

¿Qué es lo mejor para ti?

Saray se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. ¿Tú qué harías?

—M uy sencillo. Lo que creyera mejor para mí —aconsejó M aría repitiendo las palabras que Adrián había pronunciado—. Ya me contarás. M e voy a trabajar.

Ambas mujeres se despidieron y M aría dio un paseo alrededor del coqueto parque antes de entrar en la peluquería en la que tenía que lidiar con otro tema
bastante espinoso para ella.
En cuanto entró, Felipe, que daba vueltas de un lado a otro como una mariposilla en primavera, se puso a observar con disimulo el encuentro entre M aría y la
encargada que, como todas las tardes, lo primero que hacía era revisar las citas de la tarde tras el mostrador.

—Buenas tardes —saludó M aría con educación.

—Buenas tardes —respondió M elanie de la misma forma sin mostrar ningún tipo de reacción fuera de lo común.

M aría se acercó a Felipe y éste la tomó del brazo para llevarla a la trastienda.

—Eres un cotilla —acusó ella que tenía muy claro que a su compañero le iba la marcha.

—Culpable.

—No sé qué te esperabas encontrar. Nos hemos saludado y ya está.

—¿Ya está? Tenías que haber visto cómo te miraba el culo en cuanto has pasado de largo.

—¡Felipe!

—Sois unas lagartas salidorras —comentó el estilista contoneándose—. Cuanto más conozco a las mujeres más quiero a… más me quiero.

Se echó a reír él solo ante su ocurrencia y M aría, resoplando, comenzó a preparar los tintes y a revisar los botes de champú para cerciorarse de que todo
estaba correcto.
Su trabajo era bien sencillo pero le gustaba tomárselo con profesionalidad como si fuera la encargada de revisar el material quirúrgico en un hospital. En uno de
sus paseos desde el almacén, vio que M elanie la miraba disimuladamente y sonreía. No sabía qué pensar.

Las horas fueron pasando en el trabajo sin muchas novedades y llegó la hora del cierre tan deseada por los trabajadores de la peluquería. Ya no quedaban
clientas que atender y la única que se movía de aquí para allá era M aría, cuyo último cometido todos los días era dar un barrido general a la peluquería.

En eso estaba, cuando sonó la campanita de la puerta y entró una mujer rubia de unos cuarenta años, vestida con unos vaqueros ajustados y un polo Lacoste,
con una pequeña cartera de hombre en la mano.

M aría se fijó en ella de refilón y le llamó la atención lo atractiva que era.

—Buenas tardes —saludó M elanie con tal distinción que parecía que acabara de entrar la mismísima reina de

Inglaterra—. ¿Qué desea?

—Estoy buscando a M aría —comentó la recién llegada.

—Yo soy M aría. —Su desconcierto era tal que no sabía si acercarse o quedarse junto al almacén donde se hallaba. Ante su indecisión, fue la mujer de los
vaqueros la que se acercó a ella.

—Toma. Es la cartera de Adrián —le dijo tendiéndole el objeto de piel que llevaba en una de las manos.

Al escuchar ese nombre, M aría se quedó bloqueada y Felipe aprovechó para acercarse un poco más a ellas para no perderse nada.

—Adrián se la dejó anoche en mi casa —explicó sin mostrar nada más que no fuera seguridad y aplomo—. No podía ir a recogerla en todo el día así que me ha
dicho por teléfono que esta noche pasa por tu casa para que se la des.

M aría, sin poder responder, tendió la mano como un autómata y recogió la cartera de Adrián con la punta de los dedos como si fuera a quemarla.

—Gracias —dijo la mujer antes de dar media vuelta y marcharse sin tan siquiera esperar respuesta.

—¿Estás bien? —preguntó Felipe en cuanto se hubo cerrado la puerta —.Parece que hayas visto a un fiambre.

—Se la dejó anoche en su casa —susurró con el corazón roto.

Sin esperar a que Felipe pudiera acompañarla, salió de la peluquería y tiró la cartera de Adrián a una papelera.

—¡Hijo de…!

Caminó con paso decidido pero con la cabeza gacha hasta el parque y se sentó en su banco por segunda vez a lo largo del día y, de nuevo, para intentar
serenarse.

Intentó no recordar la escena que acababa de vivir en la peluquería pero esa mujer, pronunciando la cruda verdad, aparecía una y otra vez en su mente. Una
lágrima de rabia resbaló por su mejilla pero no por el dolor de una ruptura inexistente, sino por la realidad de estar enamorada de un hombre mujeriego al que odiaba
profundamente y que nunca podría ser suyo.

Y, en la soledad del parque, gritó con todas sus fuerzas y se sintió mejor.

Se levantó del banco, salió del recinto arbolado y sacó la cartera de la papelera. Caminó hasta su casa y allí, sin pararse a saludar a Esther o a enfrentarse con
Cristina, se metió en su habitación y se sentó en la cama a esperar la llegada de Adrián.

La noche se echó encima y ni tan siquiera se acordó de cenar porque el estómago se le había cerrado. Solo contaba los minutos que pasaban con la vista puesta
en el reloj de la mesita de noche cuando el timbre de la puerta sonó en toda la casa.

M aría cogió la cartera que descansaba sobre la cama y salió de la habitación. En el pasillo coincidió con Esther y en el salón con Cristina que, con cara de pocos
amigos como siempre y con unos algodones entre los dedos de los pies, se adelantó a sus dos compañeras y abrió la puerta de la entrada.

—Buenas noches. ¿Está M aría?

En cuanto la joven llegó a la puerta de la entrada se encontró con Adrián que, sonriente y vestido muy elegante, esperaba su llegada como si no tuviera nada
que esconder y su comportamiento con ella fuera intachable.

—Hola, M aría. He venido a por la cartera. M e ha dicho Sofía que te la había dado.

La cartera de piel salió disparada por encima del hombro de Cristina e impactó en la cara de Adrián que gimió al notar el golpe.

M aría, sin decir una palabra, apartó a su compañera de la puerta y la cerró con todas sus fuerzas. Casi al instante, el timbre de la entrada comenzó a sonar.

—¡La que abra la puerta se las verá conmigo! —advirtió


M aría con toda la crudeza que pudo poner en sus palabras.

Como si la orden hubiera sido dada por un ente superior, Cristina regresó al sofá y a su pedicura y Esther se metió en la cocina para preparar algo de cenar.
M aría se encerró en su habitación y en la casa resonó el segundo portazo de la noche.

Se dejó caer en la cama y allí se quedó inerte sin que las musas lograran revolotear a su alrededor como había ocurrido las últimas noches.

Cinco minutos después, Esther dio un suave golpe en la puerta de su cuarto y entró sin esperar respuesta. Portaba un plato con un sándwich mixto y un vaso
de leche.

—¿Qué te pasa? —preguntó al tiempo que dejaba las viandas en la mesita de noche.

M aría se incorporó y se sentó en la cama con ojos vidriosos.

—Lo peor que me podía pasar. Estoy enamorada de un hombre casado.

—¿Lo conozco?

—Acabo de lanzarle una cartera a la cabeza.

—¿Adrián?

—Sí, no hace falta que digas nada más.

—Pero…

M aría no quería darle más explicaciones a Esther ni que ella se las pidiera.

—No quiero volver a hablar de Adrián. ¿De acuerdo?

—Pero…

—¿¡De acuerdo!?

Esther sonrió con malicia y se llevó el pulgar a la boca y lo besó como si fuera un ritual de adolescentes.

—Prometido.

Pero aún quedaba algo peor porque en ese momento le llegó un mensaje de Felipe al móvil para recordarle su cita que había pasado a segundo plano. Se dio un
golpe en la frente.

—¡M ierda! ¡Ya no me acordaba del desfile!


Capítulo 7

Aunque no le apetecía lo más mínimo y había intentado excusarse con Felipe, éste no la había dejado hablar, así que tuvo que ducharse y cambiarse de ropa a
toda prisa para acudir al desfile de vestidos de novia de la hermana de Carol. El tiempo de los trajes de chaqueta y los vestidos de gala había quedado relegado en el
olvido, por lo que no tenía mucho donde elegir.

Cuando bajó a la calle y se encontró con Felipe, que la esperaba en un taxi, y vio como el peluquero arrugaba la nariz, se dio cuenta de que unos vaqueros y
una camiseta desteñida no eran la mejor elección.

—¿Qué pasa? ¿No tenías un albornoz o algo por el estilo?

M aría miró de arriba a abajo a Felipe y confirmó sus peores sospechas. Aunque él vestía de forma muy llamativa con una chaqueta morada con hombreras y
unos pantalones rojos de pitillo, iba elegante dentro de su estilo.

—No tenía nada mejor en el armario.

—A lo mejor te has confundido de armario y has buscado en el de las cosas de la limpieza.

—¡Qué gracioso!

—Cariño, hay que tener un poco de glamour. M írame. Una persona con clase como yo se viste con personalidad y va a los sitios en taxi.

M aría no quiso recordarle que todos los días volvía a su casa en autobús porque, de alguna forma, su compañero de trabajo tenía razón y su aspecto no era el
más apropiado para esa ocasión. Su cara reflejó la tristeza que le atenazaba en ese momento y Felipe, al verla, suspiró sacando su móvil de una bandolera de color rojo a
juego con los pantalones. Se abrió la chaqueta, miró un reloj de bolsillo que llevaba escondido en uno de los bolsillos del chaleco, marcó un número en el teléfono y
esperó.

—Amor, tenemos una emergencia.

—…

—Algo de noche y zapatos. —Felipe le hizo un gesto a M aría para que le prestara atención—. ¿Qué talla de zapatos usas?

—Treinta y ocho —contestó ella sin saber de lo que iba la fiesta.

—Zapatos de la treinta y ocho —repitió Felipe por el teléfono.

—…

—Talla treinta y ocho o cuarenta. Ya veremos.

—…

—Vamos para allá. Gracias, amor.

Quince minutos después se bajaron del taxi en pleno barrio de Chueca frente a una tienda cerrada pero que tenía las luces encendidas.

Felipe miró a uno y otro lado como si estuvieran traficando o algo peor y golpeó el cristal del escaparate de la tienda tres veces. M aría oyó una cerradura que
daba varias vueltas y la puerta se abrió. Entraron en la tienda y les recibió un chico joven que a ella le recordó al propio Felipe. Los dos hombres se dieron un fugaz beso
en los labios.

—Ella es M aría y tiene una urgencia —le comentó Felipe al chico antes de girarse para hablarle a ella—. Davide es un genio. Ya lo verás.

Las dudas de M aría se evaporaron en cuanto echó un vistazo a la tienda y pudo ver unos cuantos vestidos de mujer colgados en sus respectivos percheros.

Davide entró en la trastienda y salió portando un vestido de noche de color plateado sobre el brazo. M iró a M aría con los ojos entornados y asintió.

—Pruébatelo.

Ella no fue capaz de protestar y, se alegró en cuanto vio su imagen reflejada en el espejo. Estaba espectacular con el vestido.

Era ceñido, con la espalda al aire, ligeramente escotado y remarcaba cada una de sus curvas; le recordó otros tiempos en los que esa imagen era la que recibía
cada día al mirar su reflejo en el espejo.
Salió del probador con la cabeza gacha y los dos chicos silbaron al mismo tiempo. El dependiente sacó de una caja unos zapatos plateados de tacón de aguja, se
arrodilló delante de M aría y se los puso. Al instante creció más de diez centímetros y su figura se estilizó aún más. Davide descolgó una torera negra de una percha y se
la tendió a M aría que la contempló antes de ponérsela.

—Con este tiempo es impensable ir a una fiesta sin algo encima —comentó el chico mirando a la joven con detenimiento—. ¡Estás fantástica!

Ella se contempló de nuevo en el espejo y tuvo que dar la razón a Davide pero, cuando vio un cartón blanco que colgaba del vestido y miró lo que había escrito
en él, ahogó un grito.

—¿¡M il ochocientos euros!? ¡Yo no puedo pagar esto! Felipe se acercó a ella, le quitó la etiqueta de las manos y la metió dentro del vestido con mucho
cuidado. Le dio un

cachetazo en el trasero con una confianza recién ganada y sonrío.

—Tú solo tienes que preocuparte de no manchar el vestido y de traerlo aquí de vuelta a primera hora de la mañana. Tu ropa se queda aquí.

M aría, sin acabar de creérselo, le dio las gracias a Davide y salió de la tienda seguido por Felipe y por el dueño de la tienda que, antes de cerrar la puerta y
bajar una cortina metálica, apagó las luces. El peluquero y él se despidieron de la misma forma como se habían saludado y Davide desapareció por una calle contigua.

M aría y Felipe esperaron unos minutos a que apareciera un taxi y, una vez dentro, ella aprovechó para cotillear un poco.

—¿Ese chico es tu novio?

—No. ¿Por qué?

—No sé. Lo digo por cómo os habéis saludado.

—Bonita, en el mundo al que yo pertenezco, un piquito no significa nada de nada. Davide es un buen amigo con el que alguna vez… he pasado un buen rato.

M aría decidió no indagar nada más y ambos guardaron silencio hasta llegar a la tienda de la hermana de Carol. Se adelantó a Felipe y pagó al taxista como
compensación por lo del vestido.

Una vez en la calle, Felipe se colocó junto a su acompañante, que con los zapatos de tacón le sacaba casi media cabeza al peluquero, y éste le tendió el brazo.

—Mademoiselle.

—Enchanté.

Tras la broma, los dos amigos se aproximaron a La fianceé y aguardaron a que entraran unas pocas personas que esperaban en la puerta para hacer lo mismo
que ellos.

Una vez dentro, M aría miro a su alrededor y decidió que le gustaba todo lo que contemplaba. La tienda era elegante a la par que sencilla.

En cuanto los vio, Carol, que llevaba un elegante vestido de noche al igual que todas las mujeres que habían acudido al desfile, se acercó a ellos muy sonriente.

—Vaya, M aría, estás impresionante y tú, Felipe, estás muy… muy… muy tú.

—Lo tomaré como un cumplido, bonita. Tú estás arrebatadora.

—M uchas gracias. Os voy a presentar a Edu.

A M aría le gustó Edu. Para su sorpresa, el novio de Carol resultó ser un hombre mayor que ella pero de aspecto elegante y cordial. Él representaba la madurez
y ella la juventud y esa discordancia le encantaba. Un rato después se acercó otra pareja y Carol les presentó a M arta y a su marido, Toni.

Ella era rubia de ojos verdes como los de su hermana y él moreno de ojos azules y se parecía a Edu aunque su rostro era algo más juvenil que el del novio de la
amiga de Felipe.

—M uchas gracias por venir —comentó M arta con una sonrisa nerviosa en la cara—. De momento somos poquitos pero bueno…

—Si me hubieras dejado, te habría llenado el local.

—Lo sé, hermanita. Lo que pasa es que no me parecía buena idea lo de poner carteles en los bares de la zona.

Carol cruzó los brazos por delante del pecho y puso cara de enfado.

—Te estás volviendo de un pijo…. con la de lugareños majos que hay en el barrio.

—Ya te vale. —M arta se volvió hacia M aría y Felipe—. Disculpadme. Acaba de llegar un crítico de una revista de moda.

M arta les dio las gracias por acudir y luego se disculpó porque debía atender a los demás invitados que, poco a poco, iban llenando la tienda para calmar los
nervios de Carol que, al igual que su hermana, temía el poco éxito del desfile.

Una empresa de catering había montado una mesa con canapés y unos cuantos camareros se movían por aquí y por allá con bandejas de bebida en las manos,
por lo que M aría no dudó en coger una copa de champán.

Felipe y Carol comenzaron a contar anécdotas de la infancia de ambos. Edu, que parecía aburrirse al igual que ella, aprovechó el momento para huir y se unió a
M aría.

—¿De qué conoces a Felipe?

—Trabajo con él en la peluquería —contestó M aría sin tener claro si aquello era una pregunta sin importancia o el comienzo de un interrogatorio. Por si acaso,
decidió tomar las riendas de la conversación—. ¿Y tú a qué te dedicas?

—Soy abogado. Si algún día necesitas a alguien que te saque de la cárcel me avisas.

M aría no supo si el novio de Carol estaba de broma hasta que lo vio sonreír.

—Es una broma típica entre abogados. Supongo que también habrá chistes sobre peluqueros pero no me sé ninguno.

—Yo no soy peluquera —contestó M aría algo cohibida y sintiéndose inferior—. Solo barro el suelo y poco más.

Edu se acercó a ella y le hizo un gesto con el índice en los labios para que guardara un secreto.

—Yo tampoco saco a gente de la cárcel. Defiendo los derechos de los animales.

M aría, a partir de ese momento, se sintió mucho mejor y se dijo a sí misma que aquella noche en el desfile de vestidos de novia podía prometer y con esa idea
en la cabeza mordió un canapé de salmón que se le atragantó en cuanto vio a las dos personas que acababan de entrar por la puerta vestidos con elegancia.

Nada más verla, Penélope sonrió abiertamente pero Adrián no correspondió con el mismo gesto teniendo en cuenta que, una hora antes, M aría le había lanzado
a la cara su cartera dejándolo en ridículo en la puerta de su casa.

Los recién llegados saludaron a Carol, por lo que resultó evidente que se conocían y después, acompañados por la joven, se aproximaron a la mesa de los
canapés donde, tras las correspondientes presentaciones, Adrián estrechó la mano de Eduardo y Penélope le dio dos besos a M aría.

—No sabía que ibas a venir —dijo la periodista.

—Yo tampoco lo sabía —explicó M aría aún sorprendida al verlos—. Ha sido una encerrona de última hora de Felipe.

—Yo no me lo hubiera perdido por nada del mundo. Llevaba tiempo sin ver a M arta.

—¿La conoces?

—Desde chiquititas. Nos criamos juntas. Por cierto, estás espectacular con ese vestido. ¿Es un Galliano?

M aría, que se había fijado en el nombre que aparecía en la etiqueta del vestido, asintió algo avergonzada pero no quería mentirle a esa mujer, que bastante
sufrimiento tenía por el marido que le había tocado en suerte.

—No es mío —reconoció en un susurro—. M e lo han dejado en una tienda.

M aría espero la respuesta de Penélope y deseó con todas sus fuerzas que ella no fuera una elitista como tantas mujeres que se había encontrado en su pasado,
incluyéndose a sí misma. Pensó en todas esas ocasiones en las que había sentido lástima por alguna mujer con un vestido fuera de temporada o de saldo y se estremeció.

Su vecina se acercó a ella como si tuviera que contarle un secreto e incluso miró a uno y otro lado antes de hablar.

—Yo también lo he hecho alguna vez. —Penélope elevó su brazo y cogió algo que colgaba del vestido. Con un movimiento rápido lo escondió a buen recaudo
y le guiñó un ojo—. Hay que tener cuidado con la etiqueta.

M aría se puso colorada al instante pero tuvo la seguridad suficiente como para darle las gracias. Penélope se disculpó porque quería saludar a su amiga M arta
y se quedó allí sola, con su copa de champán en la mano, hasta que alguien le tocó en el hombro.

Antes de darse la vuelta ya sabía a quién iba a encontrarse a su espalda porque el aroma dulzón y embriagador que emanaba del cuerpo de Adrián la volvía
loca.

—Estás preciosa —dijo Adrián al tiempo que devoraba a M aría con la mirada

—Tú tampoco estás nada mal.

Intentó ser fría con ese hombre que parecía utilizar a las mujeres a su antojo pero, una vez más, su boca le jugó una

mala pasada porque no quería hacer caso de las órdenes claras emitidas por su cerebro que la instaban a alejarse de Adrián y a proteger su herido corazón, que
llevaba casi dos años intentando sanar, pero que ahora parecía querer tirarlo todo por la borda.

—Ese vestido es una pasada. —Adrián miró al escote de M aría con descaro y ella se ruborizó.

—Ni tan siquiera es mío —reconoció cabizbaja.

—¿Lo has robado?

—M e lo han prestado.

—Bueno, da igual, estás impresionante y eso es lo que cuenta. Podríamos quedar un día para cenar.

M aría musitó un “gracias” y, cuando estaba a punto de aceptar la cita, se sintió terriblemente estúpida y manipulada por un hombre que parecía tener el poder
de controlar las mentes de las mujeres que le atraían. Estaba claro que, para él, era una más.

—No quedaría a cenar contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la tierra.

El gesto altanero y seductor de Adrián mutó a una máscara de incredulidad, como el que siente que posee el control sobre las cosas y, de repente se le arrebata,
como un juguete a un niño pequeño.

—No te entiendo. Siempre me hablas mal, a pesar de que sé que te gusto pero yo no te lo tengo en cuenta y sigo ahí. Hace un rato me tiras la cartera a la
cabeza y me cierras la puerta de tu casa en las narices y yo vuelvo a dejarlo estar y aquí me tienes diciéndote que me gustas y que quiero quedar contigo. De verdad, no
entiendo que te pasa conmigo.

El odio que M aría sentía por Adrián y que, de vez en cuando, dejaba paso al deseo más primario, volvió a aparecer con mucha fuerza. Estaba realmente
enfadada y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no elevar la voz.

—¿Qué es lo que no entiendes? Eres un cerdo y me da vergüenza que pienses que voy a caer rendida a tus pies como las demás. Quizá te parezco una tonta
sin personalidad pero esta tontita acaba de mandarte a la mierda.

—Pero yo no…

—Tú, nada. No mereces tener cerca a Penélope y mucho menos a Eoghan porque son personas fantásticas y tú eres un… un…

Antes de que M aría llegara a completar la frase, Adrián se dio media vuelta y la dejó con la palabra en la boca. Ella vio como él se aproximaba al novio de Carol
y charlaba con él mientras le dirigía alguna mirada que ella no supo interpretar. Por momentos parecía enfadado pero después sus ojos languidecían como si realmente se
sintiera apenado por algo.

M aría se sintió de repente agobiada y salió a la calle para tomar el aire fresco aprovechando que M arta, la joven diseñadora, acababa de anunciar que el desfile
comenzaría en diez minutos. Se sentó en el poyete del escaparate y cerró los ojos.

—¿Qué te pasa con Adrián?

M aría se sobresaltó al escuchar a Felipe a su lado pero, en cuanto lo vio, se alegró de que estuviera allí.

—No quiero caer en sus redes. Estoy enamorada de un putero.

—No quiero llevarte la contraria pero no me lo parece y te aseguro que he conocido a muchos.

—Felipe, tú te has criado en el barrio y ellos también.

¿No conocías a Adrián de antes?

—Aunque no lo creas, yo no era muy popular en el cole. Carol y yo nos hicimos amigos porque ella era una rebelde y le molaba tener un amigo… marica. Los
demás me hicieron el vacío y yo, como defensa, hice lo mismo. No conocía a mucha gente cuando era crío.

Ambos guardaron silencio durante un par de minutos hasta que Felipe decidió romperlo con una de esas frases que M aría sabía que se le agarrarían al cerebro
como una lapa.

—¿Sabes una cosa? Yo me perdí mucho en mi juventud y ahora me arrepiento. Solo se equivoca el que actúa pero también es el único que realmente vive.

M aría se quedó pensativa rumiando lo que Felipe le acababa de decir y él desvió la mirada hacia a la tienda. Se cruzó de brazos, se levantó del poyete y caminó
despacio hasta el borde de la acera con la cabeza dándole vueltas.

Estaba claro que Adrián era un mujeriego casado que no conocía el significado de la palabra fidelidad, pero ella había caído en sus redes y ahora no se veía
capaz de escapar.

—¿Por qué me tiene que pasar a mí todo esto?

—No tengo ni pajolera idea —afirmó Felipe a su lado—. Para mí que es cosa del karma y movidas de esas.
—¿Qué tiene que ver el karma en todo esto?

—No lo sé… Solo que obtenemos lo que generamos. M aría se volvió hacia él y lo miró con una ceja elevada.

—¿Y esa chorrada quién te la ha dicho?

—M i profesor de tai chi. Sabía mucho de esas cosas.

—¿Y tú te lo crees?

—Pues claro. —Felipe se metió las manos en los bolsillos y sonrió como un crío travieso—. M i profesor generó en mí una energía especial y obtuvo lo que se
merecía.

M aría no tenía muy claro lo que su amigo quería decir hasta que una idea fugaz cruzó por su mente.

—¿Te tiraste a tu profesor de tai chi?

—Dal cela, pulil cela —comentó el peluquero al tiempo que movía las manos como dos limpiaparabrisas—. No veas el chinito como le daba al tai chi. M e voy
para dentro.

Ella ni tan siquiera se volvió. Solo se despidió con la mano y continuó su lenta marcha. Todo era muy complicado aunque se embrolló aún más cuando escuchó
unos pasos a sus espaldas y alguien le tocó con suavidad en el hombro. Se giró con lentitud esperando encontrarse con el rostro alegre de Felipe.

—Todavía tienes algo más que dec…

Su frase quedó acallada por un beso. Un beso cargado de pasión que le revolvió hasta lo más hondo de su ser y al que correspondió abriendo los labios y
permitiendo que su lengua danzara junto a la de Adrián un baile peligroso que le había sido vetado.

Él posó sus fuertes manos en las caderas de M aría pero ella dejó caer sus brazos en los costados dejándose arrastrar por el deseo. Aún se mantuvo con los ojos
cerrados unos segundos saboreando los labios de Adrián y, cuando los abrió, él había desaparecido en el interior de la tienda de modas.

Intentó caminar pero las piernas le temblaban y el corazón le latía como un caballo de carreras. Al fin, tras respirar hondo durante unos segundos, logró
recorrer los pocos pasos que la separaban de la puerta, entró en la tienda y, sin mirar a ningún lado, se sentó junto a Felipe en una de las sillas blancas que habían
dispuesto para los asistentes al desfile.

Quizá debería haber prestado atención a las mujeres que caminaban de blanco como si realmente existiera una pasarela de moda pero su mente estaba en otro
sitio y acompañada de una persona poco recomendable, que acababa de romper todas sus defensas con un solitario y pasional beso.

Solo volvió a la realidad cuando los aplausos de los asistentes al desfile le taladraron el cerebro y la despertaron de su ensoñación. Levantó la cabeza y se
encontró con los ojos de Adrián que, de pie junto a Penélope, la miraba con evidente deseo.

M arta, la hermana de Carol y organizadora del evento, salió a saludar rodeada de las modelos que acababan de desfilar y ella aplaudió como una más aunque ni
tan siquiera se había fijado en ninguno de los vestidos de novia. Cuando, pasados unos minutos, los aplausos se difuminaron y dejaron paso a los comentarios más
dispares, Felipe se levantó de su lado y ella hizo lo mismo para coger una copa de champán ahora que los camareros acababan de reaparecer.

Se acercó a la mesa del bufete y, aunque tenía el estómago cerrado y le temblaba el pulso, cogió un canapé y lo mordisqueó con desgana.

—Ha sido espectacular. ¿No te parece?

M aría, al escuchar la voz de Penélope tras ella, se giró y dejó caer los restos del canapé en un plato vacío no porque no tuviera hambre, que así era, sino
porque comenzó a temblar el encontrarse con la mujer a la que acababa de traicionar al corresponder al beso de Adrián. Sonrió con esfuerzo y bebió un trago del líquido
ambarino antes de contestar.

—Sí. Genial —respondió con voz quebrada—. M uy bonitos.

—¿Estás bien?

—Sí. Creo que se me ha subido el champán a la cabeza

—se disculpó para salir del paso—. No estoy acostumbrada a beber.

—A mí también me pasa de vez en cuando. —La mirada de Penélope se enturbió—. En ocasiones para olvidar que me siento sola y, en ocasiones, para
encontrar el valor que me permita buscar lo que ya no tengo en casa.

M aría no sabía que contestar y, además, tenía claro que se estaba metiendo en un buen cenagal, así que decidió que lo mejor sería desviar la conversación hacia
otro tema menos espinoso.

—¿Y Eoghan? —preguntó fingiendo seguridad en la voz—. ¿Lo has dejado con alguien?
—Sí. Hoy he podido localizar a la niñera y se lo pasa muy bien con ella. Saray es una chica muy maja y se porta genial con él.

El nombre de Saray resonó en los oídos de M aría como si una bomba hubiera estallado junto a ella. No se lo podía creer y debía asegurarse.

—El otro día conocí a una chica que se llamaba Saray en el parque de enfrente. La vi hablando con Adrián.

—Seguro que era ella. Él la recomendó. Es la hermana de un niño pequeño que es su paciente en el hospital. El pobre tiene mucha alergia y en primavera le ha
tenido que recibir más de una vez de urgencias.

La mente de M aría funcionaba a mil por hora e incrédula por lo que estaba escuchando salir de los labios de Penélope.

Adrián no solo se acuesta con Saray sino que la recomienda como niñera. Aun así, lo que le parecía muy extraño era que Saray no supiera antes que Adrián
estaba casado.

—Intento pasar el mayor tiempo posible con mi hijo pero no puedo pedirle a Adrián que se quede con él siempre que a mí me toca trabajar.

A cada frase que Penélope pronunciaba le hervía más la sangre a M aría. Adrián era tan déspota, que había metido en su casa a su amante para que cuidara a su
hijo sin decirle que él era su padre. Y suponía que guardaría cuidado de no aparecer por casa cuando estuviera ella. El padre de Eoghan parecía ser mucho más retorcido
de lo que ella hubiera llegado a imaginar. Toda esa información, sumada al beso pasional que había recibido unos minutos antes, hizo que comenzara a sentirse muy mal
por lo que musitó una disculpa y se acercó a Felipe que charlaba con el marido de la hermana de Carol.

—Perdonad. Felipe, ¿Puedo hablar un momento contigo?

El peluquero se volvió hacia Toni y se disculpó.

—Tienes mala cara. ¿Qué ocurre?

—No me siento muy bien. M e voy a casa.

—Yo te acompaño.

—No hace falta.

—M e da igual. Te acompaño. Además, ya no hay casi comida.

M aría no se vio con fuerzas para insistir por lo que ambos se despidieron de Carol y de su hermana y salieron a la calle para buscar un taxi.

En ese preciso instante, escucharon abrirse la puerta del local y también aparecieron tras ellos Penélope y Adrián.

—Nosotros nos vamos también —explicó Penélope que parecía algo triste—. ¿Compartimos taxi?

Felipe se adelantó a M aría y contestó afirmativamente por lo que se encontró con que no solo tenía que soportar el hecho de que Adrián fuera un mujeriego y
que la hubiera besado a pocos metros de donde estaba su mujer, sino que ahora tenía que compartir taxi con él. Y, por si fuera poco, Adrián hizo todo lo posible por
sentarse en el medio del asiento de atrás mientras animaba a Felipe a acomodarse junto al conductor.

El espectáculo resultaba dantesco para M aría que veía como, resguardándose en la oscuridad del vehículo, Adrián le acariciaba la pierna con el dedo índice de
su mano izquierda al tiempo que no hacia ni caso a Penélope que prefería mirar por la ventanilla. A punto estuvo M aría de pegarle un manotazo a Adrián pero no quería
liarla delante de la mujer que sufría el engaño de un hombre en sus propias narices.

Cuando media hora después se bajaron del taxi, M aría respiró, al fin, porque creyó ver terminado su calvario pero estaba muy equivocada. Penélope se
despidió de ella dándole dos besos e hizo lo mismo con su acompañante. Adrián, por su parte, le dio la mano al peluquero y se acercó a M aría que, sin pensar, dio un
paso atrás pero se encontró apoyada en una farola.

El médico se acercó a ella como si hubiera acorralado a su presa y, delante de Penélope y Felipe, la besó de la misma forma que la había besado junto a la tienda
de vestidos de novia.

M aría no pudo reaccionar y mucho menos porque se veía encerrada entre la farola y el cuerpo de Adrián que reaccionó al contacto con ella. Nada más
separarse, levantó el brazo y, a pesar del poco espacio que había a su alrededor, abofeteó a Adrián con todas sus fuerzas.

Él se tambaleó, se echó mano a la mejilla y maldijo en voz baja pero no reaccionó al impacto. Se quedó allí parado contemplando la huida de M aría que, como
alma que lleva el diablo, musitó un “lo siento” al pasar junto a Penélope y desapareció en el portal. Solo detuvo su carrera al entrar en su habitación donde se encerró a
cal y canto y cayó a plomo

en su cama para macerar la rabia que sentía en su interior y para rumiar su mala suerte. Era evidente que se había enamorado del hombre equivocado.

Estuvo tumbada mirando al techo durante más de una hora, mientras su móvil vibraba una y otra vez sobre la mesita de noche. Al fin, sin lágrimas en su
interior pero sintiendo la misma ira que le había llevado a abofetear a Adrián, se sentó frente al ordenador y comenzó a escribir como una demente, sin importar el sueño
o el cansancio.

Nada le importaba. Una vez más, Cupido había repartido las cartas de ese infausto juego de azar llamado amor y ella vio pasar por sus narices el as de
corazones que fue a parar al montón de los naipes descartados. Su vida era como una montaña rusa y le hervía la sangre al recordar cómo él la había besado. Pero, lo más
doloroso era que le había gustado demasiado. Ese hombre conseguía que su respiración se entrecortara y que su corazón latiera a mil por hora. Ese hombre era el
demonio y ella iba camino del infierno…

Aquella noche, las horas pasaron una tras otra como si desaparecieran en la nada.

M aría no durmió porque deseaba sacar de su interior esa historia que en un principio había tomado prestada pero que ahora, por primera vez en su vida, le
pertenecía por derecho propio. Por mucho que le pesara, había pasado de ser una simple secundaria, a la protagonista de lujo de una novela que palpitaba bajo sus
dedos y en la que dejaba caer trocitos de su alma cada noche.
Capítulo 8

10 de abril de 2014

—Te llamé ayer como un millón de veces.

—Ya lo sé. No me apetecía hablar con nadie.

—No me apetecía hablar con nadie, no me apetecía hablar con nadie… —se burló Felipe—. Ya te vale. Por lo menos, ¿Habrás devuelto el vestido?

—Qué siiiiií. No seas pesado.

—Es que no quiero que Davide se enfade conmigo.

—Puedes estar tranquilo. Tu amorcito ya tiene el vestido en sus manos.

Felipe resopló un par de veces y meneó la cabeza.

—Vale. Y ahora, ¿M e vas a decir qué te pasa?

—No me pasa nada.

M aría agachó la cabeza y se concentró en lo que estaba haciendo.

—M ariiiiiiiíaaaa.

—Feliiiiiipeeeee.

—¿No estarás enamorada? —Felipe clavó su mirada en M aría y soltó un gritito acompañado de un par de palmas al constatar que no se había equivocado—.
¡No puede ser verdad!

—Pues lo es.

—Estoy alucinando en más colores que la bandera del orgullo gay. ¿Seguro que estás enamorada de ese… rufián?

Felipe, apoyado en uno de los lavabos de la peluquería, miraba como M aría aplicaba un acondicionador al cabello de doña Dolores, una de las clientas asiduas
del salón de belleza y que no solía ser una mujer demasiado callada o reservada. Vestía de forma elegante pero se notaba que su ropa había vivido mejores épocas.

—Estoy enamorada y no sé por qué.

—Si quieres, yo te respondo a eso. Ese hombre está más bueno que las gachas con torreznos que hacía mi madre. Lo que no entiendo es por qué lo abofeteaste
anoche.

—Te acabo de contar que está casado, tiene un niño y, por si fuera poco, engaña a su mujer con, por lo menos, otras dos, que yo sepa —explicó M aría
entretenida en el lavado de la cabeza de la señora Dolores—. Y, encima, me besa delante de su esposa. ¿Te parece poco? Ya no sé si eso me convierte en la otra, en una
más o en la tonta de turno que pierde el culo por un Casanova.

—M ira que no aparenta ser un mujeriego y yo no suelo equivocarme con los hombres…—razonó Felipe jugueteando con la tijeras como solía hacer cada vez
que se encontraba en mitad de una conversación—. Algo falla en todo esto.

—Lo que falla es que yo me haya enamorado de un…, de un…

—Dilo, bonita, que te va a explotar la lengua. Te has enamorado de un cabrón.

—¡Sssssss! Va a oírte la señora Dolores.

—No lo creo. Con el frota que te frota yo creo que se ha quedado dormida.

La mujer abrió los ojos y los clavó en el peluquero que sonrió nervioso al sentir la mirada de la clienta penetrarse en él.

—Felipe, no todas las viejas caemos en los brazos de M orfeo a la primera de cambio —comentó la señora aguantando la risa pero intentando mostrar cara de
enfado.
—Lo siento mucho. No quería decir eso.

—A ver, niña —dijo la señora Dolores mirando a M aría—, sabe más el diablo por viejo que por diablo. Por lo que he escuchado sin querer, estás enamorada de
un auténtico gigoló y no sabes qué hacer al respecto.

—Yo no quería importunarla con mis historias.

—Calla y escucha que te voy a dar un consejo que no tiene precio. —Tanto M aría como Felipe se inclinaron hacia la mujer para escuchar la sabia frase—.
Hombres buenos hay pocos pero mujeres aburridas, ¡Cientos!

Doña Dolores se echó a reír ante su ocurrencia; los dos jóvenes se miraron sin tener muy claro el significado de la frase y dudando de la cordura de la mujer que
continuaba riendo.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó M aría en un susurro.

—Para mí, que te lances a la piscina con los ojos cerrados y sin flotador —explicó Felipe sin bajar la voz—. Aunque creo que esta vez, la piscina está más seca
que una empanada de talco.

—¡Vaya dos! —exclamó la mujer al escuchar al peluquero—. ¡Esta juventud! No tenéis ni idea de cómo funciona todo esto. M i marido murió cuando yo tenía
sesenta años. Lo quería mucho pero, ¿acaso creéis que no he echado alguna canita al aire después?

M aría se estremeció al imaginarse a la señora Dolores en ciertas situaciones y sacudió la cabeza para espantar las imágenes que pugnaban por asomarse a su
cerebro.

—Lo que digo —continuó la mujer—hay que disfrutar de la vida y dejarse llevar de vez en cuando. La escritora George Sand dijo que podíamos equivocarnos
en el amor, ese es el que vive y no un ser ficticio creado por el propio orgullo.

Felipe acercó su cabeza a la de M aría y se encogió de hombros.

—No tengo ni idea de lo que dice esta mujer.

M aría, que creía entender lo que doña Dolores intentaba transmitir, dejó de secarle el cabello y se plantó frente a ella.

—¿Quiere usted decir que debo mantener una relación con ese hombre aunque esté casado y engañe a su mujer con otras dos?

—No lo sé —contestó la mujer—. Otra novelista francesa dijo que soportaría gustosa una docena más de desencantos amorosos, si ello le ayudara a perder un
par de kilos. Creo que con tu hombre, lo tuyo sería mejor que la dieta Duncan.

La señora Dolores se echó a reír de nuevo y, esa vez, M aría decidió que sería mejor dedicarse a la labor de secarle el pelo a la mujer en lugar de hacerle mucho
caso.

En ello estaba, cuando la puerta de la peluquería se abrió y apareció en el umbral la última persona que M aría esperaba encontrar allí. Adrián entró en el local,
saludó con educación a M elanie, que intentó disimular escondida como siempre tras el mostrador, y se acercó a los lavabos donde M aría acababa de terminar de quitar el
exceso de humedad en el cabello de la señora Dolores.

Su corazón se detuvo al verlo avanzar hacia allí e, instintivamente, se preparó para una confrontación dialéctica con él pero ésta no llegó.

Adrián se acercó al lavabo, se inclinó sobre la señora Dolores y la besó en la mejilla con un ojo puesto en M aría que observaba la escena con la boca abierta.

—Buenos días, mamá.

—Hola, hijo. ¿Vas a venir el sábado a comer a casa? Voy a preparar los espaguetis con la salsa que te gusta.

—Yo creo que sí —respondió con la mirada fija en M aría—. Aquí no hay nadie que quiera comer conmigo así que…

—No digas esas cosas, hijo. Con lo guapo que tú eres —comentó la señora Dolores claramente orgullosa de Adrián—. Por cierto, ¿conoces a M aría?

Adrián miró a la mujer a la que había besado unas horas antes con tal intensidad que ella se estremeció.

—Sí, la conozco.

—Pues es una chica muy maja —explicó la madre del médico—. Está enamorada de un cabrón pero eso se puede solucionar. Podemos hacer que parezca un
accidente.

La mujer se echó a reír pero fue la única en hacerlo. M aría no sabía muy bien dónde mirar y Adrián, por su parte, lo tenía muy claro y se recreó en ella todo lo
que pudo.

—Bueno, mamá, tengo que irme.

El médico volvió a besar a su madre, clavó, de nuevo, su mirada en M aría, que no sabía dónde meterse, y salió de la peluquería.
—Es un buen chico —explicó la señora Dolores—. Un hombre así deberías buscarte y no ese… mujeriego que te has echado a la espalda. La verdad es que
tengo suerte con mis dos hijos.

La joven abrió la boca para replicar pero la volvió a cerrar. No sabía cómo explicarle a una mujer que adoraba a su hijo y que lo creía la pareja perfecta, que
engañaba a su mujer y que no era tan buena persona como ella pensaba.

Felipe la miraba con la boca abierta y los brazos cruzados sobre el pecho mientras tamborileaba con las tijeras en el brazo. El espectáculo que el peluquero
parecía desear ver no llegó porque M aría decidió que lo mejor sería callar y no añadir nada más por lo que, una vez que Felipe acompañó a la mujer al sillón para cortarle
el pelo, se metió en el almacén y dejó pasar la hora que quedaba hasta el momento de comer ordenando los botes y las toallas.

Cuando, a las dos de la tarde, volvió a salir, el salón estaba desierto y todos los empleados, incluyendo Felipe, habían desaparecido. M aría se despidió de
M elanie que la miró con tristeza y abandonó el local ensimismada en sus pensamientos y con la cabeza gacha por lo que no vio al hombre que acababa de doblar la
esquina y se estrelló con él.

A punto estuvo de caer al suelo si no hubiera sido por los fuertes brazos de ese hombre que la sujetaron antes de que diera con sus huesos en la acera.

—¡Vaya sorpresa!

M aría levantó la cabeza y se encontró con los ojos color miel del hombre que había conocido en el parque unos días antes.

—El botánico experto en árboles —dijo ella con cierto cinismo.

—Siento haberla atropellado de esta forma —comentó con una enorme sonrisa en los labios y sin tener en cuenta el tono de ella—. Debo compensarla por ello.

—No se preocupe —consiguió articular M aría—. Estoy bien.

—Déjeme invitarla a comer.

—Después del numerito en el parque no creo que sea buena idea.

—¿Qué numerito? —preguntó él extrañado.

—Lo de hincar la rodilla. Tuvo suerte. Estuvo a punto de que yo le hincara la mía en la cara.

Él arrugó la nariz.

—¿Lo habría hecho?

—No lo dude.

—Entonces, es usted la que debe invitarme a comer.

—No insista. Yo…

—Por favor.

M aría sopesó la cuestión y se encogió de hombros.

¿Acaso no le había dicho la señora Dolores que debía vivir su vida? A pesar de sus dudas, asintió y siguió al desconocido hasta una cafetería cercana donde
ambos se sentaron en la terraza bajo una gran sombrilla.

—M e llamo Roberto.

—Yo soy M aría.

—Es un placer… —susurró él—. Un enorme placer. Se lo aseguro.

—Tengo que preguntárselo porque lo del otro día no fue muy normal. ¿De qué conoce a Adrián?

El hombre se removió inquieto en la silla.

—Somos compañeros de trabajo y amigos desde la facultad. Tuvo un mal momento pero no se lo tenga en cuenta.

M aría no quería andarse por las ramas y recordaba a la perfección los reproches que Adrián le había hecho.

—Le acusó de estar buscando a otra.

—Cosas sin importancia. No le dé más vueltas.


La conversación se fue desarrollando con normalidad aunque las dudas fueron dejando paso a las risas y a los suaves y ligeros contactos a los que M aría no dio
demasiada importancia hasta el momento en el que el médico se acercó a ella y le plantó un beso en los labios.

La joven se quedó parada, sin saber cómo reaccionar, con la vista puesta en el hombre que los contemplaba desde la acera con una mirada que ella no fue capaz
de interpretar.

M aría, al ver a Adrián observarlos, despegó sus labios de los de Roberto y se levantó como si tuviera un resorte debajo del culo. Quizá, si hubiera sido otra su
reacción podría haber visto la sonrisa lobuna del médico que también había reparado en la presencia de Adrián. Con cara de haber recibido una mala noticia, desapareció
dejando allí a M aría, desconcertada, y a Roberto con gesto triunfal en el rostro.

—M e voy a casa —dijo M aría de repente.

—Podemos repetir otro día —afirmó Roberto con seguridad.

—Yo…, sí…, bueno. M e voy.

M aría salió atropelladamente de la terraza y buscó a Adrián a un lado y a otro de la calle pero había desaparecido. Se sintió fatal a pesar de saber cómo era en
realidad ese hombre que acababa de ver como besaba a su amigo. Frunció los labios y regreso a su casa con la cabeza baja.

No reparó en el tipo que la seguía a pocos pasos y que entró tras ella en el portal. La joven subió por las escaleras y, en cuanto hubo abierto la puerta, escuchó
un ruido a sus espaldas. Se dio la vuelta y se encontró con Roberto que la observaba con evidente deseo como si se encontrara delante de una presa en un día de cacería.

M aría hizo amago de entrar en su casa para cerrar la puerta tras ella pero él fue más rápido y se adelantó a ese movimiento. Empujó a M aría dentro de la
vivienda y la acorraló en el vestíbulo.

Sin que M aría fuera capaz de reaccionar, la besó con fiereza y le agarró un pecho con una de sus fuertes manos. La joven comenzó a moverse inquieta e intentó
desembarazarse de la presión que el hombre mantenía sobre ella con sus caderas. Notó el bulto en su entrepierna y gimió de terror y mucho más cuando él bajo su mano
hasta el vientre de ella y le desabrochó el botón del pantalón.

—¡No! —exclamó M aría que no se veía capaz de decir nada más—. ¡Déjame!

—Sé que te gusta, muñeca...—susurró el médico al oído de M aría que se estremeció al notar el aliento cálido de su agresor.

—¡Socorroooooo! —gritó M aría con todas sus fuerzas.

La petición de auxilio se vio ahogada cuando Roberto le

apretó con fuerza la garganta.

—¡Estate quieta, zorra! Lo vas a pasar muy bien.

La mano con la que le había desabrochado el pantalón intentaba bajárselos pero ella se movía de tal forma que no le era posible. Hizo un nuevo intento para
introducir su mano en el tanga de M aría pero ella culebreó y él se enfadó aún más. Apretó con más fuerza en el cuello de la joven que de Roberto con los ojos velados
por las lágrimas y encontrarse con el rostro de Cristina, su compañera de piso, que había acudido a sus gritos pero que, al encontrarse con la escena, dio media vuelta y
desapareció.

M aría sintió que le faltaban las fuerzas y las piernas se le doblaron ante la presión que Roberto continuaba ejerciendo en su cuello. Cuando creyó que todo
estaba perdido, escuchó un golpe seco y la sensación de ahogo desapareció.

Roberto cayó a sus pies y M aría se encontró con Cristina que aún sostenía en la mano el cenicero de bronce con el que había golpeado al médico.

—¿Estás bien? —preguntó la compañera de piso de M aría con gesto preocupado.

Comenzó a toser y su cuerpo se convulsionó ante una arcada que no pudo reprimir.

—Tranquila...—le aconsejó Cristina, arrodillada junto a ella—. Venga, respira despacio.

M aría apoyó su espalda en la pared del vestíbulo y encogió las piernas sobre el pecho como si con ello intentara protegerse.

—Gracias, gracias, gracias —susurró la joven antes de tumbarse en el suelo y echarse a llorar.

Cristina, en contra de lo que M aría hubiera llegado a pensar, se arrodilló junto a ella y la abrazó con fuerza mientras la acunaba como si se tratara de una niña
pequeña.

—Pensé que te habías ido. —M aría lloraba en brazos de Cristina.

—Anda, tonta, Aunque no seamos precisamente… amigas, nunca hubiera permitido que te violaran.

La policía llegó unos minutos después y se encontró con Roberto, que ya se había despertado, maniatado y con una venda en la cabeza. El médico se revolvía
como un pez fuera del agua pero, en cuanto vio a los agentes de policía, se hizo el muerto como si con ello tuviera pensado no ser detenido. M ientras dos hombres
uniformados lo levantaban en vilo y le ponían las esposas, otro agente, vestido de paisano, se acercó a M aría, vio las marcas rojas en el cuello y refunfuñó algo que la
joven no entendió.

—Supongo que denunciará la agresión —afirmó el agente como si resultara un hecho consumado y fuera de toda duda.

M aría miró a Cristina y ésta asintió con la cabeza.

—Denunciaré.

—M uy bien. Ahora la acompañaré al hospital y deberá pasar una revisión médica.

—No he sido violada, agente —explicó M aría asustada.

—Inspector —aclaró el policía muy serio—. Deberían verle ese cuello. No tiene buena pinta

—Estoy bien. Solo necesito descansar.

El inspector volvió a refunfuñar pero asintió.

—La espero esta tarde en la comisaría.

El policía hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros y estos sacaron a Roberto al rellano y lo bajaron por las escaleras.

M aría, como un autómata, descendió tras ellos con la sensación de que necesitaba ver cómo ese hombre desaparecía de su vista en el coche policial para
sentirse tranquila. Cristina la acompañó.

Salieron a la calle y, en el momento en el que uno de los agentes abría la puerta de uno de los dos coches patrulla aparcados frente al portal, apareció Adrián
que, al ver el revuelo, había corrido desde el parque donde se había sentado a almorzar y a lamerse las heridas tras ver a su amigo y compañero besar a M aría.

—¿¡Qué ha ocurrido!? —preguntó con un ojo puesto en Roberto y el otro en M aría que miraba al suelo avergonzada.

La joven no quiso contestar pero Cristina lo hizo por ella.

—Este cabrón ha intentado violarla.

Adrián miró a su compañero con los ojos muy abiertos y éste bajó la vista. Se acercó muy lentamente a M aría y, en cuanto vio las marcas rojizas en su cuello,
se giró y en dos zancadas se plantó frente a Roberto.

Sin que los policías pudieran detenerlo, Adrián soltó un grito de rabia y golpeó al que había sido su amigo durante muchos años con toda su alma. Uno de los
agentes consiguió desequilibrar a Adrián y gracias a ello su puño no impactó de lleno en el rostro de Roberto que, aun así, se llevó un buen golpe. Ante la mirada atónita
de M aría y Cristina, otro agente empujó a Adrián contra el capó del vehículo policial y le colocó otras esposas.

—¡No pueden detenerlo! —gritó M aría al ver como el joven médico era introducido en el segundo vehículo para no sentarlo junto al hombre que había
intentado violarla.

El inspector que había hablado con ella en el piso la detuvo.

—No podemos permitir que un detenido sea agredido. Lo siento pero debemos llevarnos a los dos.

Se dio media vuelta, se subió a otro coche policial y ambos vehículos desaparecieron calle arriba. M aría se quedó contemplando la calle desierta como una
estatua de sal.

—Vamos a casa, anda —le susurró Cristina.

Fue arrastrada al piso por su compañera como si hubiera perdido la consciencia. Se dejó caer en el sillón del salón mientras Cristina le preparaba un baño
caliente. Ni tan siquiera rechistó cuando su compañera la desnudó con mimo y la ayudó a entrar en la bañera.

—Ahora vuelvo. Intenta relajarte pero no te duermas —comentó Cristina que había pensado en llamar a Esther y a la peluquería—. No me gustaría encontrarte
flotando en la bañera.

M aría intentó sonreír pero se sentía rota por dentro.

Un rato después reapareció Cristina acompañada por Esther que, al ver las marcas en el cuello de M aría, soltó un grito y se puso a dar vueltas por el cuarto de
baño.

—¡Qué hijo de puta!

—Esther.

—¡Como me lo encuentre un día le voy a cortar el nabo en rodajitas!


—Esther.

—¡Todos los hombre son iguales! ¡Solo piensan en meterla!

—Estheeeeeer.

—¡Tendríamos que cargárnoslos y volvernos hermafroditas!

—¡Esther!

—¡Queeeeé!

La joven estudiante, más colorada que un pimiento morrón, miró a Cristina, que se encontraba sentada en el borde de la bañera, y después contempló los ojos
tristes de M aría y se dio cuenta que su momento de arrebato justiciero no le hacía ningún bien a su compañera de piso.

—Perdón. M e he dejado llevar. —Esther se arrodilló junto a la bañera y apoyó un codo en las piernas de Cristina— ¿Cómo estás?

—¿Cómo quieres que esté? —preguntó su otra compañera adelantándose a M aría—. Acaban de intentar violarla. Tienes unas cosas…

—Bueno, no te pongas así que lo único que quería era ser educada. Ya sé que tiene que estar jodida.

—¿Educada? Ser educado es llevar unos pastelitos a una fiesta o dar los buenos días a un vecino. Lo tuyo es tontería supina.

—¡Oye! A ver si al final vas a acabar con la cabeza metida en la bañera.

M aría escuchaba a sus dos compañeras discutir y no entendía muy bien por qué lo hacían. Hasta ese momento había pensado que se llevaban muy bien pero,
por lo visto, no todo era tan bonito como ella creía.

—¿Qué os pasa? —preguntó, al fin, para acallar la discusión—. Y yo que creía que eráis amigas.

Cristina y Esther guardaron silencio, se miraron de reojo y se echaron a reír a carcajadas lo que hizo que el ánimo de M aría mejorara ostensiblemente.

—Bueno, yo tengo que irme —comentó Cristina al tiempo que se encaminaba hacia la puerta.

—¿Tienes algo que hacer ahora? —le preguntó Esther.

—No, pero…

—¿Pero?

—No sé —dijo la joven con el ceño fruncido—. M e cuesta olvidar lo que pasó con el piloto.

—Eso es agua pasada. —Esther se levantó y se acercó a su amiga—. Seguro que M aría lo siente mucho. ¿A qué sí?

Desde la bañera asintió porque no le apetecía seguir con esa tensión en su propio piso. Era cierto que sentía lo que había sucedido con el piloto pero mucho
más por ella misma que por su compañera de piso aunque nunca lo reconocería. Pero no quería seguir enfrentada a Cristina.

—Cris, gracias por ayudarme —le dijo para acercarse a ella.

—Bueno, cualquiera hubiera hecho lo mismo.

—Y siento lo del piloto. M e dejé llevar.

Cristina se encogió de hombros, se acercó a la bañera y le tendió la mano. Salió, con algo de pudor aunque sus compañeras parecían ignorarla, y se enrolló una
toalla alrededor del cuerpo.

Regresó a su habitación ella sola y, a pesar de ser poco más de las cuatro de la tarde, se puso un pijama limpio y se metió en la cama. Se sentía agotada y
necesitaba descansar. Lo que menos le apetecía era tener que soportar a las dos jóvenes que vivían con ella revoloteando a su alrededor.

—¡Eh! ¿Te apetece que veamos una peli? —preguntó Esther entrando como un torbellino en la habitación de M aría que metió la cabeza debajo del edredón y
resopló. Solo necesitaba un poco de tranquilidad.

—¡Oye! Eso es una buena idea. Tarde de cine.

—Yo tengo en mi habitación las de Kill Bill. ¡Son la caña!

—¿A ti te parece lógico ver ahora una película de una tía que se dedica a matar hombres con una katana?
—A lo mejor tú prefieres que veamos Atracción Fatal que te pega más.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tú sabrás. O a lo mejor te gusta más Pretty Woman.

—M e estás llamando puta.

—Lo que digo es que…

—¡Chicas! —exclamó M aría que veía como la conversación entre sus dos compañeras de piso comenzaba a tomar tintes peligrosos—. Solo quiero un poco de
paz.

Esther y Cristina resoplaron a la vez pero después sonrieron también al mismo tiempo. Esther se sentó en la cama junto a M aría y la miró con cariño.

—Tú no te preocupes por nada que vamos a hacer todo lo posible porque estés tranquila. Ya he llamado a la peluquería y les he dicho que no ibas a ir así que,
tarde libre.

M aría arqueó una ceja y se incorporó.

—¿Les has contado lo que ha pasado?

—La verdad es que…

El timbre de la puerta cortó la conversación y Cristina salió de la habitación.

Esther y M aría guardaron silencio y aguzaron el oído para intentar averiguar quién había llegado. No hizo falta mucho esfuerzo porque los gritos de Felipe
resonaron en toda la casa y precedieron su entrada en el cuarto de M aría.

—¡Ay, ay, aaaaaay! ¿¡Qué le han hecho a mi niñaaaaaa!?

—El peluquero derrapó en el pasillo y, nada más entrar en el cuarto, se lanzó sobre la cama, abrazó a M aría y se echó a llorar como una plañidera.

—¡Aaaaaay!

—Felipe.

—¡No me lo puedo creer!

—Felipe.

—¡Ay, qué me la han mancillado!

—¡Felipeeeeeee!

El chico, al escuchar la exclamación de M aría, dejó de llorar al instante, la miró con ojos tiernos y se sentó en la cama intentando mantener un poco de dignidad.

—Estoy bien. No me ha pasado nada.

—¿Seguro?

—¡Qué siiiií! Por suerte, Cristina tumbó a ese… a ese… de un golpe en la cabeza.

Felipe miró a la compañera de piso que se había erigido como salvadora y después volvió a posar sus ojos en M aría con el ceño fruncido.

—¿Esa te ha salvado? —preguntó señalando a su espalda con el pulgar—. ¿La arpía? No me lo puedo creer.

Cristina se abalanzó sobre Felipe pero Esther se metió por medio y la detuvo.

—¡Déjame! ¡A éste le voy a meter una flor en el culo y lo voy a poner de adorno en el salón!

Felipe se levantó de la cama, puso los brazos en jarra y se enfrentó a Cristina.

—M ira, bonita, las cosas que me meto en el culo las elijo yo solito. Porque has ayudado a M aría que si no…

—¡Que si no, ¿qué?!

—¡Yaaaaaaaaaaaa!
Una vez más, M aría tuvo que gritar para que dejaran de discutir en su presencia y estaba comenzando a ponerse nerviosa. Después de lo que había pasado, lo
único que había pedido era un poco de tranquilidad y eso era, precisamente, lo que no tenía.

—Perdona, cariño —se disculpó Felipe sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a Cristina que resoplaba detrás de Esther, situada estratégicamente entre ellos
dos por si acaso.

La chica abrió la boca para añadir algo pero el timbre de la puerta sonó de nuevo.

—Esto es de cámara oculta… —comentó M aría al ver salir de nuevo a Cristina al pasillo. Un instante después regresó acompañada de cuatro mujeres.

M elanie entró en la habitación seguida de las tres peluqueras que ni tan siquiera se habían dignado dirigirle la palabra a M aría desde que comenzara a trabajar
con ellas en la peluquería. Pero ahora, nada más enterarse de lo ocurrido, habían acudido a verla y eso significaba mucho para la agredida.

—Hola, M aría —saludó la encargada con mucha seriedad pero mirando a su empleada con ojos tristes—. Siento lo que ha pasado. Hubiéramos venido con
Felipe pero lo de correr a toda velocidad por la calle agitando los brazos y chillando como una loca no es lo mío.

M aría sonrió levemente al escuchar el comentario de M elanie y le dio las gracias tanto a ella como a sus compañeras pero comenzaba a sentirse realmente
agotada y necesitaba descansar. Había experimentado demasiadas emociones para un solo día y ya no podía más.

—Os agradezco la visita pero estoy un poco cansada.

—No te preocupes —dijo Sammy—. Te tenemos reservado un tinte del número diez para cuando vuelvas—. Le guiñó el ojo y ella sonrió.

—Siento que no os quedéis más tiempo pero…

—No pasa nada.

Todas lo entendieron, incluso Felipe, pero antes de que pudieran abandonar la habitación, el timbre de la puerta sonó por tercera vez.

M aría resopló y Cristina fue a abrir.

Para sorpresa de M aría, la que entró en la habitación siguiendo a su compañera de piso fue Penélope que, al ver

a todas esas personas reunidas, le dijo a M aría que volvería un poco más tarde y salió de nuevo al pasillo.

—¡Espera, Penélope! —pidió M aría desde la cama. M iró a Felipe y le hizo un leve gesto con la ceja que el peluquero entendió.

—Vamos, chicas. Dejemos descansar a M aría que seguro que está agotada.

M elanie asintió, se despidió de M aría y le comentó que podía tomarse unos días de vacaciones. Ella se lo agradeció y se despidió de su jefa y de sus
compañeras de la peluquería. Después de la que se había organizado en su habitación en unos minutos, verse allí tan solo con Penélope supuso una liberación aunque
había decidido hablarle de Adrián y eso la intranquilizaba.

La madre de Eoghan se acercó a ella y se sentó en el borde de la cama.

—Ya me he enterado de lo ocurrido. ¿Cómo estás?

—Cansada. ¿Cómo te has enterado?

—Por Adrián. Suena a chiste pero lo de la llamada como en las películas ha funcionado. Ahora voy hacia la comisaría pero antes quería ver cómo estabas.

Penélope parecía triste y M aría dudó si contarle todo lo que sabía sobre Adrián. Podía ser demasiada información para su vecina pero ella se estaba portando
muy bien y tenía la sensación de debérselo.

Tomó aire antes de comenzar a hablar porque no sabía por dónde empezar. Por un lado estaba Saray y, por el otro, la mujer que le había devuelto la cartera de
Adrián. Pero, lo más importante de todo, era lo del beso.

—Quiero pedirte perdón.

—¿Por qué?

—Por lo del beso de anoche. No sé lo que me pasó.

—No tienes que pedirme perdón. Los dos sois adultos y no es asunto mío lo que hagáis.

M aría estaba alucinando. No podía entender cómo esa mujer le decía que besarse delante de sus narices con su marido no era asunto suyo. De alguna forma,
Penélope acababa de defraudarla porque veía en ella a una mujer muy parecida a Saray; anulada por un hombre que hacía con ellas lo que quería. Necesitaba abrirle los
ojos de una vez por todas por muy duro que pudiera resultar.

—¿Sabes lo de Saray? —preguntó M aría que encontraba a Penélope desubicada.


—¿A qué te refieres?

—Temas de pareja —explicó M aría intentando no dar más información de la precisa por si acaso.

—Si te refieres a lo de descubrir que el hombre con el que tienes una relación está casado…

—¿Lo sabes?

—Sí, me lo contó ella.

—Pero…

Para desesperación de M aría, el timbre de la puerta volvió a sonar y Eoghan apareció corriendo por el pasillo y, al ver a la que había sido su compañera de
juegos tumbada en la cama, se abalanzó a su lado y se acurrucó junto a ella.

—¿Podemos ver el Dinotrén tumbados en la cama?

Un instante después apareció Saray que no había podido seguir el paso del niño al que cuidaba y que le tenía robado el corazón.

—Perdonad. Eoghan quería bajar para comer galletas con mermelada y ver la tele en la cama y no he sido capaz de negarme.

—No te preocupes —dijo M aría acariciando la cabeza rubia del niño al que adoraba igual que Saray—. Ahora ponemos dibujos en el ordenador.

Penélope le dio un beso a su hijo y luego se despidió de M aría y de Saray con un gesto de la mano. Desapareció por la puerta y Saray se sentó en la silla de
escritorio observando todo el cuarto con curiosidad.

—Penélope tenía que salir a no sé dónde y me ha llamado —explicó sin que nadie se lo hubiera pedido—. M enos mal que estaba en el barrio.

M aría asintió pero no quiso explicarle a la joven que la urgencia de Penélope se debía al hecho de tener que acudir a la comisaría para poder ayudar a Adrián.

—Tienes muchos libros —comentó la chica como si realmente fuera un hecho importante—. Yo no leo mucho, la verdad. ¿Te los has leído todos?

M aría miró de reojo la estantería repleta hasta los topes de novelas, casi todas de género histórico y romántico, y asintió.

—¡Vaya! —exclamó Saray acompañando la expresión con un silbido al tiempo que cogía un libro especialmente grueso—. Yo no creo que pudiera leerme un
tocho así ni aunque me pagaran por ello.

M aría sonrío, le quitó el libro de las manos a Saray, se inclinó hacia la estantería y lo guardó en su sitio con mucho mimo.

—Tampoco creo que sea una buena idea empezar leyendo Crimen y Castigo —le aclaró M aría a la que le hizo gracia que Saray eligiera uno de los libros que a
ella más le costó leer—. Puedes empezar con éste.

M aría escogió otro libro de la estantería y se lo entregó a Saray que se quedó un buen rato observando la portada en la que se veía a un hombre y a un mujer
dándose la espalda y apoyados en una enorme bola del mundo.

—¿De qué va? —preguntó, al fin, la chica.

—Ya lo averiguarás. Es romántico y muy divertido. Seguro que te lo pasas genial.

Saray sonrío con el libro en las manos y se levantó de la silla para regresar al domicilio de Penélope. Le hizo un gesto con la cabeza a M aría y ésta miro de
reojo a su lado. Eoghan se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro.

—No te preocupes —dijo M aría en voz baja—. Yo me quedo con él hasta que se despierte.

—¿No te importa? —preguntó Saray que caminaba de puntillas hacia la puerta de la habitación para no despertar al niño.

—Para nada. Si puedes volver antes de las seis, te lo agradezco porque tengo que ir a la comisaría.

—¿Y eso?

M aría sonrió al confirmar que Saray no se había enterado del intento de violación y decidió no contarle nada.

¿Para qué?, se preguntó. No le gustaba ser un mono de feria y, durante un buen rato, lo había sido muy a su pesar. Necesitaba que todo aquello quedará
relegado a algún rincón bien escondido de su ser.

—Cosas sin importancia. Te veo dentro de un rato.

—M uy bien. Ahora le mando un mensaje a Penélope para que sepa que te quedas con Eoghan.
—Por mi perfecto.

—Hasta luego.

Saray se despidió y salió de la habitación.

Al fin, tras haberse convertido su cuarto en algo muy parecido al Camarote de los hermanos M arx, por fin podía disfrutar de un poco de paz. Lo único que la
torturaba era saber que, en unas pocas horas, debía denunciar al tipo que había intentado violarla. Pero lo que más le desconcertó era que, después de lo que había
pasado, tan solo tenía en mente una cosa: Adrián estaba en la cárcel por ella. Necesitaba odiarlo por todo lo que sabía de él pero no podía hacerlo. Si eso era estar
enamorada, su corazón le debía un millón de explicaciones.
Capítulo 9

Cuando dos suaves golpes sonaron en la puerta de M aría, Eoghan ya llevaba dando saltos sobre la cama un buen rato. Saray apareció sonriente y el niño se
lanzó a por ella con ilusión como si llevara mucho tiempo sin verla. A M aría aquella estampa le encantó.

Unos días antes había descubierto en ella misma una faceta que no conocía y, por primera vez en su vida, leves atisbos de lo que debía suponer la maternidad
cruzaron por su mente dejando los posos necesarios como para que mirara al hijo de Penélope como no había mirado nunca.

—¿Todo bien? —preguntó Saray con Eoghan abrazado a su pierna.

—Sí. Nos hemos echado una buena siesta y luego el colchón se ha convertido en una cama elástica así que, nada de televisión y nada de galletas con mermelada.

—No te preocupes. Ahora le doy un pan de leche y un vaso de cola cao en cuanto lleguemos a casa.

Era tal la confianza que Saray tenía con Penélope que se veía capaz de referirse al hogar del niño con tanta naturalidad y eso llamó poderosamente la atención
de M aría que aquella se refiriera al hogar de la periodista como “casa” por lo que no pudo aguantarse más y aprovechó para preguntar.

—¿Llevas mucho tiempo cuidando a Eoghan?

—Solo un par de meses pero parecen años porque este trasto es de lo que no hay.

—No te quejes porque se le ve feliz contigo.

—Y yo con él pero es agotador. No sé cómo puede su madre con todo.

M aría había pensado en llevar la conversación hacia donde le interesaba pero no le hizo falta. Saray se lo había puesto en bandeja de plata.

—Bueno, también está su padre que supongo que hará su parte.

—No te creas —comentó la joven bajando la voz y señalando con el dedo a Eoghan que no se separaba de ella—. Nunca está. Yo ni tan siquiera lo conozco.

Aquello no tenía sentido y M aría se encontraba descolocada. Por lo que le había contado Penélope, conocía lo de la relación de Saray con Adrián, pero la
niñera no parecía relacionar a ese hombre con el padre de Eoghan.

Está claro, pensó. Saray le ha contado la historia a Penélope pero no le ha dicho que su amante es su propio marido porque él nunca aparece por casa
cuando hay moros en la costa.

Le parecía muy retorcido pero era evidente que Adrián también lo era. Aun así, se había enfrentado a su amigo y había dado con sus huesos en la cárcel por
defenderla. Quería odiarlo para no sentirse estúpida; necesitaba odiarlo para protegerse como llevaba haciendo más de dos años. La cita tan conocida de Blaise Pascal, el
corazón tiene razones que la razón no entiende, parecía definirla a la perfección.

No podía odiar al hombre del que estaba enamorada. Lo único que podía hacer era alejarse de él y ése era su propósito.

—Bueno, M aría. Te dejamos que este trasto está comenzando a morderme los pantalones y eso va a ser hambre.

—La joven se echó a reír y salió de la habitación de M aría con Eoghan a su lado.

Ella se levantó de un salto de la cama y se vistió con lo primero que encontró en su armario. Pensó que unos vaqueros y una camiseta eran una vestimenta
apropiada para ir a poner una denuncia a la comisaría.

Salió al salón y se encontró con Esther, sentada en el sofá, mirando un capítulo de Modern Family en la tablet, una serie que ella no había visto nunca pero de
la que había leído buenas críticas en internet. Se sentó junto a su compañera de piso y clavó sus ojos en la pantalla.

—¿Cómo estás? Te lo pregunto porque ahora no está

Cristina para tirarme de las orejas.

M aría sonrió levemente.

—Estoy bien. Tengo que ir a la comisaría a poner la denuncia.

—¿Quieres que te acompañe?


—No te preocupes. Es una tontería. ¿Ese quién es? — preguntó M aría señalando a la tablet y a un personaje pelirrojo y con barba que apareció vestido de
Spiderman y con un maletín en la mano.

—Es… a ver cómo te lo explico porque no es sencillo. Son tres familias. El padre está casado con una colombiana que es mucho más joven que él, la hija es una
maniática y su marido es como una especie de niño grande y el otro hijo es ese pelirrojo. Es gay.

—¿Y por qué va disfrazado de Spiderman?

—Porque… anda, calla y mira la serie.

M aría tuvo que dar la razón a los críticos de internet porque la serie le encantó. En tan solo unos minutos se enamoró de las locuras de sus personajes y le hizo
olvidar para qué se había cambiado de ropa.

El sonido del timbre de la puerta la devolvió a la realidad. Al abrir, su cara debió reflejar la sorpresa que se llevó al encontrarse allí a la pareja de Carol, la amiga
de Felipe. Vestía con traje elegante y llevaba un maletín en la mano que le hizo recordar al Spiderman de la serie.

—Buenas tardes. No sé si te acuerdas de mí.

—Por supuesto. Eres… eres… el novio de Carol.

—Eduardo.

—Eso. Perdona. No me acordaba.

—No te preocupes —comentó Edu, mostrándose serio pero cordial—. ¿Nos vamos?

M aría miró hacia Esther que seguía con la vista clavada en la pantalla y comenzó a preocuparse. Lo que le había ocurrido unas horas antes parecía haber dejado
huella en su interior y yo no se fiaba de nadie. El novio de Carol parecía buena persona pero no tanto como para irse con él así por las buenas. Su cara debió reflejar ese
temor porque Edu, al fin, sonrió.

—Tu amigo Felipe llamó a Carol y le contó lo ocurrido. A partir de ahora y por si acaso, soy tu abogado. ¿Nos vamos a la comisaría?

M aría soltó todo el aire que retenía en su interior y afirmó con la cabeza. No quería ir a la comisaría y pensó que sola iba a llevarlo mejor que acompañada,
pero ahora podía acudir con un abogado y eso era otro cantar.

Salió al rellano y, sin despedirse de Esther que seguía enfrascada en la serie, cerró la puerta a sus espaldas. M ientras bajaban andando uno junto al otro, a
M aría le cruzó cierta información por la mente.

—Oye, ¿tú no te dedicabas a defender a los animales?

—Bueno, creo que me acordaré de lo que me contaron

en primero de carrera sobre lo de poner una denuncia.

M aría agachó la cabeza al notar cierta acritud en la respuesta del abogado.

—No quería ofenderte.

Edu se detuvo y M aría hizo lo mismo.

—El último juicio que llevé fue por homicidio. Un Rottweiller mató a un hombre en una discusión entre vecinos. A un compañero mío le tocó defender al
dueño y a mí al perro.

M aría no sabía si sonreír o permanecer sería. Optó por lo segundo.

—¿Y qué ocurrió?

—El dueño del Rottweiller está en la cárcel y el perro en una familia de acogida.

Ahora sí sonrió al escuchar la respuesta de Edu. Saber que él había conseguido para un perro, lo que un compañero no había logrado para su dueño, la
convenció de que se encontraba ante un buen abogado y se relajó y comenzó a confiar en él.

Al salir a la calle, Edu se dio media vuelta y miró a la puerta del portal.

—Creo que este debe ser el último portal del siglo XXI sin telefonillo. No vendría mal un poco de seguridad.

—Lo tendré en cuenta para la próxima reunión de vecinos —respondió M aría a la que le resultó coherente lo que el abogado indicaba—. Se lo diré a mi
compañera de piso que es la dueña.

Por el camino, ella se dedicó a responder a todas y cada una de las preguntas que Edu le hizo con todo el tacto que pudo poner en ellas. Una vez frente a la
comisaría a la que solo tardaron unos minutos en llegar, el abogado le puso la mano en el antebrazo y sonrió.

—Tú tranquila. Solo es papeleo. No tendrás que verlo. Eso terminó por tranquilizar a M aría que temía el encuentro con Roberto, el hombre que había
intentado violarla.

Aunque, normalmente, un agente era el encargado de tomar declaración, el inspector que había acudido a la llamada y que se había enojado al ver las marcas
rojas en el cuello de M aría se sentó en una mesa frente a ellos y la acribilló a preguntas a las que ya estaba preparada porque ese interrogatorio no se diferenció mucho
del que había llevado a cabo Edu en el coche.

Al terminar, mientras firmaba la denuncia, sonrió y agradeció en silencio a Felipe el buen juicio que había tenido al llamar a Carol para contarle lo ocurrido. El
inspector le dio la mano a M aría y le dijo que la mantendría informada. Ella le dio las gracias y se levantó.

Al dar media vuelta, sus ojos se toparon con los de Adrián que, acompañado por Penélope, salía de la comisaría con la cabeza gacha. En cuanto la vio, su
mirada se iluminó y se aproximó a ella en dos zancadas. M aría esperó la consabida pregunta de “cómo estás” pero él volvió a demostrar que era un hombre diferente a
todos los que había conocido.

—Llevo toda la tarde pensando en ti —le dijo mientras le acariciaba la mejilla con su dedo índice—. M e da igual pasar un año en la cárcel si al salir te
encuentro.

—Adrián…

—No digas nada, por favor. No sé qué es lo que te pasa conmigo pero me da igual. Tú eres la mujer que yo estaba esperando. Eres la mujer que necesitaba; que
necesito.

—Adrián…

Él se giró y dirigió su mirada hacia el lugar que contemplaba M aría y clavó sus ojos en Penélope que lo esperaba en la puerta de la comisaría.

—No puedo entenderte, Adrián. M e gustas pero no me gusta lo que estás haciendo.

El gesto de incredulidad del médico no pasó desapercibido para M aría que se estaba poniendo muy nerviosa al mantener una conversación con Adrián en voz
baja delante de la mujer rubia y atractiva que los contemplaba en silencio.

Aunque el amor se acabe, no entiendo cómo ella puede permanecer impasible, pensó M aría que no sabía si compadecer a Penélope o intentar comprender por
lo que estaba pasando. Quizá ella hubiera asumido la pérdida de su marido pero siguiera junto a él por Eoghan. Y eso, ¿dónde la dejaba a ella? No se veía capaz de
compartir a un hombre con otra mujer y mucho menos si había un hijo de por medio al que, por si fuera poco, había cogido mucho cariño.

—No estoy haciendo nada malo, M aría. Quiero tener una oportunidad contigo. Quiero demostrarte que puedo hacerte feliz.

—No quiero compartirte con nadie —explicó M aría con un hilo de voz—. No me parece justo.

—No hay nadie más —aclaró él que intentó abrazarla aunque ella le puso la mano en el pecho para separarlo—. Hubo alguien pero la llama del amor se apagó.
Ahora vuelve a arder y tú eres quien la ha prendido.

M aría agachó la cabeza, lo pensó durante un breve espacio de tiempo y, con un supremo esfuerzo, le hizo un gesto a Edu para que la acompañara fuera.

Salió de la comisaría dejando a Adrián meditabundo y a Penélope contemplándolo desde la puerta pero sin mover un músculo.

Una vez en la calle, M aría aspiró con fuerza y soltó todo el aire. Se apoyó en el coche de Edu y esperó a que este abriera el vehículo. Una vez dentro, el
abogado arrancó, salió del aparcamiento pero, recorridos unos metros, detuvo el coche junto a una parada de autobús.

—Soy abogado y no consejero matrimonial y creo que me estoy metiendo donde no me llaman pero…

—Cierto, te estás metiendo donde no te llaman —interrumpió M aría con tal sequedad que hasta ella misma se sorprendió—. Perdona, Edu. Es que este tema
me pone de los nervios.

—Pero es evidente que él te gusta y tú a él —comentó el letrado que no se había molestado por lo que había dicho M aría. Sabía que se metía en terreno
farragoso pero veía a esa mujer muy perdida y, de alguna manera, le daba pena—. No sé cuál es el problema.

—¿El problema? El problema es una mujer rubia que estaba con él en la comisaría y que es madre de un niño precioso de cinco años.

Edu abrió los ojos de par en par sin acabar de entender lo que M aría quería decirle.

—Esa mujer es su esposa.

—¡M ierda! ¿En serio?

—Pues sí.

—¡Vaya! Ese tal Adrián o es un loco o un suicida.


—No me parece ninguna de las dos cosas. Edu sonrió de medio lado.

—Se me ocurre una tercera opción para que se comporte como lo ha hecho.

—Pues tú me dirás.

—Ese hombre está enamorado de ti.

Aunque no debía sorprenderle demasiado después de lo que Adrián le había revelado en la comisaría, escucharlo de los labios de otra persona la impactó en
sobremanera y se quedó callada. Edu respetó su silencio y arrancó. El resto del camino de regreso lo hicieron en silencio pero, unos metros antes de llegar, M aría
suspiró.

—No sé qué hacer.

—A mi padre le encanta una cita que Ernesto Sábato escribió en Sobre héroes y tumbas. Dice que no hay casualidades sino destinos, que no se encuentra sino
lo que se busca y se busca lo que existe en lo más profundo del corazón.

El rostro de M aría debió reflejar lo mismo que el del abogado la primera vez que oyó la cita de los labios de su padre y él se echó a reír lo que molestó a la
mujer.

—No sé de qué te ríes.

—Perdona. Es que has puesto la misma cara que puse yo la primera vez que la escuché y lo entiendo pero hay mucho en esa cita.

—M e ha gustado lo de que no hay casualidades sino destinos.

—¿Crees en el destino? —preguntó Eduardo sin dejar de mirar la calle por la que transitaba.

—Hasta ahora no creía pero ya no sé qué pensar.

El abogado frenó frente al edificio donde vivía M aría y bajó del vehículo. Ella hizo lo mismo y caminó con lentitud hasta el portal. Allí se dio la vuelta.

—¿Tú crees en el destino?

El novio de Carol meditó un instante antes de contestar. Se encogió de hombros.

—Creo más en el resto de la cita de Sábato. Encontramos lo que buscamos porque es nuestro corazón el que nos anima a buscar.

—Suena bonito. —M aría agachó la cabeza y suspiró.

—Quizá tu corazón esté buscando algo que no has sido capaz de darle —divagó Edu sin saber si había dado en el clavo o no—. No sé. Bueno, tengo que irme.
M i chiquitín me espera.

La sorpresa de M aría fue mayúscula porque no se imaginaba a Carol como madre. Al abogado sí porque le parecía muy maduro pero ya había catalogado a la
amiga de Felipe como a una cabra loca y resultaba que tenía un bebé.

—Eso era lo que mi corazón buscaba cuando hallé a Carol y lo encontré.

Eduardo le guiñó un ojo a M aría antes de irse y ella se quedó un instante allí parada contemplando como se alejaba el coche de alguien que la había ayudado sin
pedir nada a cambio y no solo se refería a la denuncia en la comisaría.

Sonrió y dio media vuelta para abrir la puerta del portal cuando escuchó la voz de un hombre a sus espaldas que le heló la sangre.

—¡Vaya! No sé si ése es tu novio pero tiene un buen coche. Ya veo que no pierdes el tiempo.

M aría se giró con lentitud y clavó su mirada en el último hombre que deseaba ver en ese momento. En su cabeza resonó la frase con la que se había despedido
de ella unos días antes y que ahora le parecía en el más lejano pasado: Tú no vales más que el papel con el que me limpio el culo, le había dicho don Carlos en la puerta
del bufete justo antes de despedirla.

Su antiguo jefe reaparecía en su vida cuando más vulnerable se sentía y, sin poderlo remediar, sintió crecer un odio inmenso en su interior. Y mucho más al
contemplar la mirada cruel del hombre que la había acosado sexualmente antes de ponerla de patitas en la calle.

—Estás muy guapa. Qué pena que tú y yo no…

—¿Qué quiere? —preguntó M aría haciendo un esfuerzo para que las palabras salieran de su boca con decisión.

—Darte otra oportunidad —explicó el joven abogado al tiempo que se aproximaba a ella hasta salvar la distancia que los separaba—. Los dos nos equivocamos
pero errare humanum est.
—Ni loca trabajaría para usted. Es un cerdo con el que no compartiría ni el aire que respiro.

El hombre se aproximó aún más a ella que pudo notar su aliento en la cara. Sintió repugnancia al contemplarlo.

—Nadie está hablando de trabajo. —don Carlos bajó la mirada y posó sus ojos en el pecho de M aría que subía y bajaba acompasadamente—. No puedo dejar
de pensar en ese culo y en esas magníficas tetas.

Solo notó un roce pero fue suficiente para que ella reaccionara. En cuanto percibió la punta del dedo índice de su antiguo jefe en uno de sus senos, levantó
instintivamente la pierna derecha y estampó su rodilla en la entrepierna del abogado, que se encogió al sentir el impacto y cayó encogido a sus pies.

No se lo pensó dos veces. Su cuerpo actuaba como si no le perteneciera y, cuando una voz femenina llegó desde su izquierda, ella misma se sorprendió con la
pierna levantada y a punto de impactar con su pie en la cabeza del hombre que gemía sobre la acera.

—¡Noooooooo! ¡No lo hagas!

M aría bajó el pie con lentitud y dirigió su mirada hacia la mujer que la miraba con ojos suplicantes y el brazo levantado desde el deportivo rojo del abogado.
Daniella le suplicó que no volviera a golpear a su ex jefe con los ojos llorosos como si realmente le importara.

M aría se dio cuenta de que a su antigua compañera y amiga realmente le importaba aquel hombre y comprendió todo. Se había vendido como lo que era: una
mujer sin escrúpulos a la que le daba igual ver coquetear a su jefe con otra mientras ella pudiera conseguir dinero y posición en la empresa. Podía haberla mirado con
odio pero no quiso porque le daba pena la joven que ahora corría para auxiliar al abogado.

Lo miró por última vez y entró en el portal sin echar la vista atrás y sin poder derramar ni una sola lágrima.

Era tal la rabia que sentía que entró en su casa e ignoró a Esther y a Cristina que parecían esperarla en el salón. Se encerró en su habitación y se lio a puñetazos
con la puerta del armario. Al escuchar los golpes, sus compañeras entraron y la detuvieron antes de que se hiciera daño.

—¡Eh, eh, eeeeeeh! Para. Ya has ganado por KO técnico —dijo Esther dulcemente intentando animarla.

—Vamos, deja al armario que no tiene culpa de nada — añadió Cristina mientras acompañaba a M aría hasta la cama y se sentaba junto a ella.

—¿Qué ha pasado? ¿Tan mal ha ido lo de la denuncia?

M aría resopló y maldijo en voz baja. Poco a poco consiguió serenarse y, cuando terminó por sentirse mejor, miró a sus compañeras y sonrió.

—Lo siento. Ahora parezco el mono de feria de este piso.

—Bueno, es cierto que eres bastante entretenida. M ás bien como un loro o algo así.

—¿Pues, si os digo que me he encontrado con mi ex jefe en el portal y me ha tocado una teta?

Esther y Cristina se miraron y las dos pusieron los ojos en blanco al mismo tiempo.

—Estás de coña, ¿No?

—Pues no. Ese tío me echó del trabajo porque no quise acostarme con él y ahora viene para darme una segunda oportunidad de echar un patético polvo.

—A lo mejor no era tan patético.

—Créeme. Con ese tío, seguro.

Esther comenzó a reír y Cristina la miró de reojo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó la rubia.

—Cris, ¿no te acuerdas lo que me dijiste el día que entrevistamos a M aría para alquilar la habitación?

—No te dije nada —contesto la otra visiblemente incómoda.

—¿Qué no? M e dijiste que no querías compartir mi casa con ella porque parecía estreñida.

—Yo no dije eso.

—Ya ves si lo dijiste.

Cristina se volvió hacia M aría y se encogió de hombros.

—No hagas caso de esta tía. Yo nunca he pensado nada malo de ti.

M aría se echó a reír y se atrevió a seguirle el juego a Esther ahora que parecía que su relación con Cristina había cambiado.
—¿Ni tan siquiera cuando pillaste al piloto agarrándome por detrás? Creo que me dijiste algo así como que además de amargada era una guarra.

Cristina levantó las manos pidiendo algo de clemencia.

—Bueno, ¿qué? ¿Ahora os toca atacarme? Vale, me pierde la boca pero soy un cacho de pan.

Esther se giró y le dio un cachetazo en el culo.

—A ti lo que te pierde es que estás más salida que un macaco.

—Tú sigue que todavía pillas.

M aría silbó con los dedos al ver que las dos chicas volvían a calentarse. Llevaba sin hacerlo desde que era una cría pero consiguió el efecto deseado porque sus
compañeras se callaron y la miraron.

—M e debéis una peli. Y nada de Kill Bill ni Pretty Woman. Elijo yo.

Esther miró a Cristina y asintió.

—A mí me parece bien mientras no pongas una mariconada.

—Y a mí también mientras no pongas algo gore.

M aría sonrió porque tenía muy clara cuál era la elección. Quizá contentara a las dos o quizá a ninguna, pero esa vez elegía ella y quería aprovechar una noche
en la que no iba a abrir su alma ante el teclado para disfrutar todo lo que pudiera.

Cuando empezaron las primeras escenas de Grease, con John Travolta y Olivia Newton John en la playa, M aría miró a sus compañeras de piso que se habían
sentado en el suelo frente a su ordenador y, a pesar de todo lo ocurrido ese mismo día, se tumbó en la cama, se estiró todo lo que pudo y, después de mucho tiempo, se
sintió como en casa.
Capítulo 10

12 de abril de 2014

Se había sentido como un león enjaulado. A pesar de que, en un principio, el consejo de M elanie de cogerse unos días de vacaciones le había parecido una gran
noticia, las paredes se le habían caído encima en su propia casa y tan solo pudo estar un día sin trabajar.

Cada vez se sentía más cómoda en la peluquería y, sobre todo, después de las muestras de cariño profesadas por su jefa y sus compañeras unas horas antes,
las tiranteces de los primeros días habían desparecido. Por eso, en cuanto M aría apareció a primera hora en el local con una bandeja enorme de pasteles en la mano,
todas se alegraron de verla y se lo demostraron con creces.

Sammy corrió al bar de la esquina a por cafés y el propio Felipe, que revoloteaba de un lado a otro como una mariposilla, apiló las revistas en una esquina de la
mesa y dejó la superficie libre. En cuanto la joven esteticista llegó con los vasos, todas se arremolinaron alrededor de la mesa y brindaron por M aría y, según palabras
textuales de otra de las peluqueras, por la castración química para los violadores.

—Quiero daros las gracias por vuestro apoyo —dijo M aría con el vaso de café en la mano—. Ha sido muy importante para mí.

—¡Pues hay que brindar por eso! —exclamó Sammy con su brazo en alto—. ¡Por M aría!

—¡Por las buenas amigas!

—Y compañeras —apostilló Felipe como una más.

—Porque ese malnacido se pudra en la cárcel.

—Y lo violen siete veces cuando se le caiga el jabón en

las duchas.

—¡Qué bruto eres Felipe! —exclamó M aría divertida.

—No te creas que seguro que se apunta a lo del jabón.

—Felipe se volvió hacia Inés, otra de sus compañeras, y la atravesó con la mirada—.Ya te gustaría a ti tener a un hombretón como yo en tu cama, bonita.

Todas se echaron a reír tras el momento digno del peluquero y apuraron los cafés.

Un rato después, todo estaba recogido, las revistas en su sitio y cada uno entretenido en sus quehaceres del sábado.

Era el día de la semana con más clientas y lo del café y los pasteles había sido un extraordinario, aunque M aría pensaba que quizá con ese gesto hubiera
instaurado una nueva costumbre a la que todos, en la peluquería, seguro que se apuntaban.

—¿Fuiste a la comisaría? —le preguntó Felipe, ya en faena, mientras le ponía unos bigudíes en la cabeza a una señora de avanzada edad y M aría quitaba el
polvo en las estanterías de los botes de fijadores para el pelo.

—Pues sí. Todo fue bien. M e acompañó el novio de Carol.

—¿Edu? —preguntó Felipe extrañado—. ¿En serio?

—¿No se lo pediste tú?

—¡Qué va! Eso es cosa de Carol que es muy echada pa’lante para sus cosas.

—Pues funcionó de maravilla. Es un buen hombre.

—M ientras no te enamores de él…

M aría detuvo su frota-frota y miró a Felipe con cara de pocos amigos.

—Como si yo fuera una guarrilla que se va enamorando de todos los tíos que aparecen.

—No, solo de los castigadores.


M aría refunfuñó por lo bajo y se acordó de ciertos miembros de la familia del peluquero. Felipe se rio, pero no siguió castigándola más porque sabía que había
pasado por una situación difícil.

La campana de la puerta volvió a sonar una vez más y M aría se giró, con desgana, para comprobar quien entraba por la puerta. Su respiración volvió a agitarse
en cuanto vio entrar a la señora Dolores, la madre de Adrián, que parecía haber cogido gusto a la peluquería.

M elanie la atendió con mucha educación y después la acompañó a la mesa de las manicuras pero frunció el ceño al ver a Inés, la encargada de esos menesteres,
entretenida con unas mechas que sabía que le iban a llevar un tiempo. M aría no se lo pensó y se acercó a la encargada.

—Yo puedo hacerle la manicura a la señora Dolores. M elanie la miró con detenimiento y entornó los ojos.

—¿Lo has hecho antes?

—A otras personas no pero sé muy bien lo que hay que hacer.

La encargada abrió la boca para pedirle explicaciones pero no lo hizo. M aría se alegró porque no sabría cómo decirle que a ella, en su pasado, le habían hecho la
manicura decenas de veces y conocía de sobra cada uno de los pasos.

M elanie, pasados unos segundos, asintió y M aría se sentó frente a doña Dolores.

—Buenos días.

—Hola, hija. ¡Qué alegría verte! ¿Hoy me vas a hacer tú la manicura?

—Si no le importa. Inés está ocupada.

—Pues claro que no me importa. Así me puedes contar qué tal te va con tu hombre.

M elanie suspiró pero no se marchó. Quería ver cómo se apañaba M aría con la manicura.

Vio como ella se limpiaba las manos con una solución higiénica y después hacía lo mismo con las de la señora Dolores. Observó cómo comprobaba el estado de
las manos y retiraba el esmalte de las uñas. Las limó con mucho mimo y, posteriormente, introdujo las manos de la mujer en un bol con agua templada y jabón
antibacteriano. Después de ver los primeros pasos, sonrió satisfecha y volvió tras el mostrador.

—Hoy vienen mis hijos a comer a casa y quiero estar guapa —explicó la señora Dolores con la vista fija en lo que hacía M aría.

La joven recordó la conversación que había tenido la mujer con su hijo Adrián y cómo él le había confirmado que iría a comer espaguetis ese mismo sábado.
Tan solo esperaba que él no apareciera por allí como había hecho unos días antes.

—Entonces, ¿qué ha pasado con ese chico del que hablabas?

M aría dudó antes de hablar porque no sabía qué podía y qué no podía contarle. Pudiera ser que algún día la señora Dolores descubriera que ella hablaba de su
hijo y no le gustara lo que había escuchado sobre él.

—No sé qué decirle. Es un hombre infiel por naturaleza pero conmigo se porta de maravilla. Es como si tuviera dos caras.

—Todos los hombres tienen dos caras. M i difunto marido se iba los sábados por la tarde a misa porque siempre había sido muy religioso y yo me quedaba en
casa mirando un retrato de la Pasionaria.

—¿La Pasionaria?

—Tú eres muy joven para conocer a esa gran mujer. Lo que quería decirte es que yo soy más roja que los tomates y mi esposo era más azul que el cielo.

M aría comenzaba a perderse. No entendía que tenía que ver lo de los colores con lo de ir a misa y, mucho menos, con su relación con Adrián. La señora
Dolores se dio cuenta de su cara y se echó a reír.

—A lo que iba que veo que no te enteras de nada. M i M anuel se iba todos los sábados a misa pero yo me negaba a acompañarlo. Él nunca insistió y se lo
agradecí porque lo de los curas y los santos se lo dejo a las beatonas de pega como la señora Remigia. —La mujer miró a una anciana que dormitaba bajo un gran secador.
La señora Dolores bajó la voz por si acaso—. M uchas limosnas y oraciones pero todo el mundo sabe que se la pegaba a su marido con el frutero.

—¿Y qué pasaba con lo de ir a misa? —preguntó M aría impaciente al darse cuenta de que la conversación no avanzaba.

—Pues que no había tal misa. M i M anuel se iba todos los sábados a jugar al mus con sus amigotes de la mili. Por eso te digo que todos los hombres tienen dos
caras.

M aría intentó comparar lo que le había ocurrido a la señora Dolores con su marido y lo que ella había descubierto de Adrián y no le llegaba a la suela de los
zapatos. No era lo mismo jugar unas partidas a las cartas con los amigos que engañar a tu esposa con varias mujeres.

—¿Y usted que hizo cuando descubrió lo de las partidas? ¿Lo amenazó?
—¿Estás loca, chiquilla? Ese era el único momento de la semana tranquilo para mí. Yo quería mucho a mi M anuel pero cuando estaba en casa era insufrible.

—¿Y eso?

—Era muy nervioso y a mí me hacía subirme por las paredes. Siempre lo tenía cambiando los muebles de sitio para cansarlo. Eso sí, en la cama era una fiera.

La señora Dolores se echó a reír a carcajadas y M aría agradeció a Felipe que se acercara. Lo que menos le apetecía era que esa mujer le diera detalles sobre su
vida sexual.

—Le estaba preguntando a M aría por su hombre pero no parece querer soltar prenda —le comentó la mujer a Felipe.

—Es que su vida es un caos. ¿Sabe que ayer intentaron violarla?

La señora Dolores puso el grito en el cielo.

—¿En serio?

—Pues sí. Fue un amigo de Adrián que no sabe cómo se puso cuando…

El grito de Felipe se escuchó en media manzana. Hasta la señora Remigia se despertó debajo del secador al escuchar un sonido tan agudo que podría haber roto
algún cristal. El peluquero fue a preguntarle a M aría por qué lo había pisado pero, al ver su mirada de circunstancias, cayó en la cuenta de que estaba hablando del hijo
de la señora Dolores.

—¿Decías algo de mi Adrián?

—No, no. Otro Adrián que conozco yo. Un repartidor de periódicos que me consigue los fascículos de una casa de muñecas que estoy haciendo y que viene
por piezas, pero que no sé si voy a terminar porque son muchas entregas y en la primera solo venía la puerta y una mecedora y a este

paso voy a conseguir un piso de protección oficial antes de terminar con la casita de las narices porque creo que eso tiene más piezas que el Titanic, que no sé
si sabe que se tardó tres años en construir y que parece que están haciendo una réplica exacta porque lo leí el otro día en una revista pero que… —después de ese
derroche dialéctico, Felipe se cayó antes de terminar con su discurso al ver la cara de espanto de M aría y los ojos abiertos como platos de la señora Dolores.

—A mí, de joven, intentaron violarme en el pueblo pero mi M anuel enganchó al vecino y lo estampó contra la pared del granero que hubo que reconstruirla
porque mi marido otra cosa no, pero bruto, lo que se dice bruto, se quedaba solo.

M aría comenzó a sanar las cutículas de la señora Dolores pero sin añadir nada más porque la conversación entre Felipe y la mujer se convirtió en algo más
propio de El Club de la Comedia que de una peluquería.

—Pues una vez un chico me tocó el culo en una discoteca —comentó el peluquero haciéndose el ofendido.

—Pero si no tienes culo. Estás más escurrido que una anchoa.

—¿Qué no tengo culo, señora? Pues que sepa que a mí me silban por la calle.

—Y en mi pueblo silban a las cabras y hasta ellas tienen más culo que tú.

—Soy de cadera estrecha pero más duro que una tabla. Toque, toque.

Por suerte, la puerta de la peluquería se abrió con el consabido sonido de la campana y el momento de Felipe con el culo en pompa invitando a la señora
Dolores a tocárselo quedó en el olvido.

El peluquero tuvo suerte porque M elanie había salido un instante a unos recados para la peluquería y no tuvo que presenciar la escena que a M aría le pareció
surrealista. Felipe, al escuchar la campana, volvió a enderezarse justo antes de que entrara Penélope con Eoghan que, en cuanto vio a M aría, se le lanzó al cuello.

—¿Y a tu abuela no le dices nada?

El niño, al escuchar la voz de la señora Dolores, soltó a M aría y le dio un beso a la mujer que suspiró satisfecha.

—Hola, hija —saludó la señora Dolores a Penélope.

—Hola, mamá.

A M aría le hizo gracia la forma que tuvo Penélope de dirigirse a la mujer al llamarla “mamá” pero supuso que debía ser una costumbre entre suegra y nuera.

—Supongo que vais a venir a comer.

—Pues claro —respondió Penélope poniéndole la mano en el hombro a la señora Dolores—. M e lo dijo Adrián y ya sabes que Eoghan se pirra por tus
espaguetis.

—Por cierto, ¿conoces a M aría?


—Claro. Somos vecinas. —Penélope miró a M aría y la sonrió—. ¿Cómo estás?

—Bien. Aquí, trabajando un poco. No es por dorarle la píldora pero tu suegra es una mujer encantadora.

—¿M i suegra?

La cara de Penélope reflejó el desconcierto que le produjo el comentario de M aría pero la autora de la frase no supo por qué. M iró a la joven periodista de
nuevo y, acto y seguido, posó sus ojos en la señora Dolores que la miraba con intriga. Algo en el rostro de la mujer que no había percibido antes llamó su atención.
Volvió a mirar a Penélope y no pudo evitar soltar una exclamación y llevarse la mano a la boca. La nariz era exactamente la misma en las dos mujeres y el óvalo de la
cara era como un clon. La revelación resultó ser como una explosión en su interior. La señora Dolores no era la suegra de Penélope sino su madre por lo que entonces…
No podía ser. La boca se le secó y comenzó a temblar.

—¿Qué te pasa, hija? —preguntó la señora Dolores al percibir el movimiento en la mano—. Parece que hayas visto un fantasma.

—Entonces… entonces… —balbuceó M aría—. Tú y

Adrián… entonces…

—Para mí que le ha dado un pasmo —comentó Felipe que no entendía la reacción de su compañera de trabajo—. M aría, ¿estás bien?

—Entonces, ¿Adrián es tu hermano?

—Pues claro. ¿Quién pensabas que era?

—Creía que era tu… tu…

A M aría comenzó a darle vueltas todo a su alrededor. Sin poder decir nada más, se levantó de un salto y salió corriendo al baño. Se inclinó sobre el inodoro y
soltó el desayuno y lo poco que pudiera quedar de las palomitas que se tomó por la noche viendo la película con sus compañeras de piso.

Cada instante vivido con Adrián regresó a su mente como si de una película se tratara y comenzó a atar cabos. El parecido con el hijo de Penélope era mucho
porque él era su tío, pero no el padre de Eoghan. Entonces, cabía la posibilidad de que no estuviera casado y la historia con Saray también hubiera sido un malentendido.
Aun así, todavía quedaba la historia con la mujer que le llevó la cartera olvidada a la peluquería. Si no estaba casado, no le debía fidelidad a ninguna mujer pero a ella no
le gustaba que Adrián hubiera tonteado si ya tenía una relación con otra. Tenía un millón de preguntas por hacer y necesitaba un millón de respuestas que solo podría
darle el propio Adrián al que no sabía cuándo iba a volver a ver.

Escuchó unos golpes en la puerta y Felipe abrió lo justo para preguntar.

—¿Qué te pasa aparte de descubrir que la has cagado pero bien?

—Qué gracioso eres. Pues sí, la he cagado. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Pues está claro. Tienes que hablar con él y saber lo que es verdad y lo que no.

—Lo sé.

—Bueno, te dejo que ya se sabe que las mujeres siempre vamos juntitas al baño pero lo de vomitar es otra cosa.

A M aría le hizo mucha gracia que Felipe se integrara en el grupo de las “mujeres” y eso la hizo sonreír pero, cuando volvió a aparecer la imagen de Adrián con
la mirada gacha en la comisaría, se le hizo un nudo en la garganta.

Tantas y tantas recriminaciones hechas y resulta que se había confundido con él. En cuanto pudo salió del baño y, con toda la dignidad que pudo poner en la
faena, terminó de hacerle la manicura a la señora Dolores que ya se había despedido de su hija y de su nieto, y se escondió en el almacén con la excusa de hacer un
inventario que siempre se realizaba a final de mes.

Cuando dieron las dos, abandonó el pequeño cuarto, se despidió de sus compañeras y salió con Felipe a la calle.

—¿Ya se te ha pasado?

—M ás o menos. Cuando me encuentre con él se me va a caer la cara de vergüenza.

—Podías grabarlo. M e da rabia perdérmelo.

—¡Qué graciosillo!

—Eso decía mi madre. ¿Comemos juntos?

—Prefiero irme a casa. Tengo muchas cosas en que pensar.

—No me extraña. Anda, nos vemos mañana.


Felipe echo a correr hacia la parada del autobús y, como siempre, lo cogió en el último momento. Saludó a M aría desde una de las ventanillas y ella, tras
corresponder con el mismo gesto, regresó caminando a su casa. A punto estuvo de entrar al parque, pero la imagen de Roberto sentada con ella en el banco de madera
regresó a su mente y prefirió continuar su camino. Lo superaría y regresaría a ese lugar cuando se encontrara preparada.

Llegó a su casa y se encontró con el piso vacío. Lo que en otro momento le hubiera supuesto una alegría, ahora no le gustó nada de nada. Demasiado silencio
cuando ahora le hubiera apetecido hablar con Esther o incluso con Cristina a la que había descubierto como amiga. Pero no.

Se preparó algo de pasta para comer y se encerró en su cuarto. Tenía hambre y devoró el plato de espaguetis con tomate. No se había dado cuenta pero,
cuando fue consciente de que, sin percatarse, había preparado lo mismo que la señora Dolores, sonrió y se tumbó en la cama después de quitarse toda la ropa y vestirse
con una simple camiseta blanca. Le apetecía estar cómoda. Se estiró todo lo que pudo y puso algo de música en el ordenador. Antes incluso de poder identificar la
primera canción, cayó dormida.

Soñó que se encontraba en mitad de un parque y aparecía Adrián entre la arboleda. Caminaba hacia ella, que lo esperaba sonriente y con los brazos abiertos,
pero a pocos pasos de donde ella se encontraba, él se detenía y su rostro se transformaba en el de Roberto, el tipo que había intentado violarla. Ella gritaba pero se veía
incapaz de correr. El rostro de ese hombre volvía a difuminarse y aparecía en su lugar el de don Carlos con una sonrisa lobuna en los labios. M ientras tanto, sentadas en
un banco, contemplaban la escena su madre y su hermana que la señalaban y se carcajeaban al tiempo que la llamaban fracasada. Ella lloraba de rabia pero, al fin,
conseguía echar a correr y escapar de allí. Se escondía dentro de la peluquería pero, cuando se creía a resguardo, la puerta se abría y sonaba la campana una y otra vez;
una y otra vez…

Se incorporó en la cama sudando como nunca lo había hecho y con la respiración agitada. Al ver que se encontraba en su habitación y que todo había sido una
pesadilla resopló y comenzó a tranquilizarse. Pero no todo pertenecía a ese mal sueño porque una campana similar a la que sonaba en la peluquería cada vez que entraba
una clienta sonó en el salón. Llamaban a la puerta.

Se levantó sin mucha prisa y salió al vestíbulo para asomarse a la mirilla. La sangre se le heló en la venas y abrió la puerta sin recordar que tan solo llevaba
puesta una camiseta muy fina encima de la piel.

En cuanto vio a Adrián, su corazón comenzó a latir a toda velocidad. Los ojos de él, que vestía con un elegante traje negro, camisa también negra y sin corbata,
se fueron directamente a sus pechos. M aría se percató de ello y no pudo evitar que sus pezones ser irguieran como dos torres y que invitaran a Adrián a clavar su vista
en ellos. A ella, al notarlo, se le secó la garganta y él comenzó a tartamudear.

—Yo… yo…

M aría, al fin, fue capaz de reaccionar y cruzó los brazos sobre el pecho y se dio la vuelta para acudir a su habitación y ponerse algo encima de la camiseta pero
no se dio cuenta de que, con ese gesto, la camiseta se le subió unos centímetros. Al notar el aire frío del rellano en su trasero, se giró a toda prisa y se encontró con
Adrián que, con los ojos abiertos como platos y la barbilla tocándole el pecho, la devoraba con la mirada.

—No te vayas —logró decir ella notando la garganta

rasposa como si se hubiera tragado un camión de arena—.

Ahora vengo.

Regresó a su dormitorio y no se limitó a ponerse algo para cubrir su desnudez sino que se vistió con unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color y
un sujetador fue añadido a su vestimenta.

En el salón se encontró con Adrián sentado en un sofá por que se entretenía jugueteando con el móvil.

—¿Vas a ir así? —preguntó con una ceja levantada al ver el aspecto de andar por casa de M aría.

—¿Ir a dónde?

—A la presentación del libro de tu madre.

M aría resopló al escuchar que tenía que acudir a ese evento y mucho más porque se le había olvidado y, sobre todo, porque ella en ningún momento había
aceptado la invitación.

—No voy a ir.

—Ya lo creo que sí.

—Yo no dije que iría.

—Y tampoco que no ibas a ir. Yo me comprometí.

—Pues ve tú. Seguro que encuentras alguna voluntaria que te acompañe.

Adrián puso los ojos en blanco y se levantó. Se acercó a M aría y le tomó la mano. Ella se estremeció al notar el contacto.

—¿Qué te pasa conmigo? ¿Por qué me tratas así?


M aría agachó la cabeza algo avergonzada con una gran duda en la mente. No sabía si confesarle la verdad sobre Penélope y lo que había pensado de ellos dos.
Recordó lo que había pensado en la peluquería. Necesitaba respuestas pero no se atrevía a escucharlas por lo que prefirió cambiar de tema.

—En serio, no me apetece ir a la presentación.

Adrián resopló, cogió una revista de encima de la mesa y la abrió por una página al azar.

—Pues nada, entonces nos quedamos aquí y jugamos al parchís o a algo así.

—¿Al parchís? —preguntó ella sin entender.

—Si no te gusta, puedo subir a coger algún juego de Eoghan. Creo que tiene un puzle de M ickey M ouse con cincuenta piezas.

—No me apetece mucho, la verdad.

—No te apetece jugar al parchís ni hacer un puzle. — Adrián se levantó del sofá, cogió la mano de M aría y tiró de ella para levantarla—. Entonces, vamos a la
presentación.

—No me gustan los cansinos —dijo ella con tono jocoso.

—Creo que es la tercera vez que me lo llamas —protestó él—. Ahora en serio, ¿qué te pasa conmigo?

M aría bajó la cabeza.

—Verás, yo…

—¿Sí?

—Es qué…

—¿Siiiiiiií?

Trago saliva un par de veces.

—¿Penélope y yo?

—Pensaba que… estabais casados.

Adrián la miró con detenimiento, se separó de ella y soltó una carcajada que resonó en todo el piso.

—¿En serio que pensabas que estaba casado con mi hermana? No sé en qué sitio te criaste pero aquí eso es incesto. ¿Por eso me tratabas tan mal?

—Por eso y por lo de Saray.

Adrián frunció el ceño confundido.

—¿Qué pasa con Saray?

—Ella me dijo que salía con un hombre casado y con un niño; como os vi discutiendo en el parque…

Él ahora parecía enfadado y se separó aún más. Sin saber por qué, M aría se sintió muy sola.

—¡Estoy flipando! El hombre casado y con un niño es Roberto, el que intentó… —Adrián no pudo continuar—. En el parque, yo la estaba avisando de que
era un mujeriego pero ella no quiso hacerme caso y se enfadó conmigo. ¿Alguna acusación más?

M aría agachó la cabeza de nuevo y miró a Adrián como una niña pequeña pillada en un renuncio.

—Pues está lo de la mujer aquella.

—¿Qué mujer?

—La que trajo tu cartera. Dijo que te la habías dejado la noche anterior en su casa.

Adrián levantó los brazos y se puso a caminar de un lado a otro del salón.

—¡Por Dios! Sofía es mi psicóloga. Voy una noche a la semana a consulta.

—¿Tu psicóloga? —preguntó M aría que empezaba a desear que se la tragara la tierra.
—Sí —respondió él haciendo todo lo posible por calmarse—. Estuve dos años con una mujer que me dejó muy tocado. Sofía ha conseguido que pueda volver a
enamorarme.

La revelación de Adrián acarició el rostro de M aría, como lo hizo unos segundos después él mismo, que ya no soportaba más estar alejado de ella.

—¿Cómo has podido pensar que yo era un mujeriego? —comentó Adrián, con voz dulce, levantándole la cabeza a M aría con un dedo en la barbilla.

—Parecía todo tan claro… —susurró ella pegada a su pecho. Notaba el latir de un corazón pero ya no sabía si era el suyo, el de Adrián o los dos latiendo
como uno solo—. Penélope, Saray, la mujer de la cartera y luego yo.

—Si lo dices así, parezco un Casanova en toda regla.

—Yo pensaba que jugabas con todas.

—Y yo pensaba solo en ti.

—Lo sient…

La disculpa de M aría fue acallada con un beso pero no tuvo nada que ver con el recibido en la puerta de la tienda de modas.

Esta vez fueron los dos los que se entregaron a ese pasional encuentro en el que ambos pusieron el alma y se dejaron llevar como dos adolescentes que
descubren el amor por primera vez.

M aría se abandonó al deseo y le quitó la chaqueta a Adrián pero, cuando comenzó a hacer lo propio con los botones de la camisa, él la detuvo y le sujetó las
manos.

—No continúes o no podré parar.

—No quiero que pares —susurró ella con sensualidad.

—No quiero prisas. Te necesito toda la noche y todo el día si podemos. Ahora, debemos irnos.

M aría, a pesar de sentirse muy excitada, recordó la presentación del libro de su madre y maldijo el momento en el que se había acudido a su casa para invitarla.

—Ya podías haberte estado callado. No quiero ir.

—Anda, si lo vamos pasar muy bien y después…

Ella se acercó a Adrián, le pasó la mano por el pecho y la dejó bajar hasta el cinturón del pantalón.

—¿Y después qué?

Adrián resopló y volvió a retirar la mano de M aría. La dio la vuelta de un movimiento rápido y le palmeó el trasero.

—Anda, ponte un vestido bonito como el de la otra noche. Hoy vamos a dejar a todos con la boca abierta.

M aría agachó la cabeza y se entristeció.

—¿Qué ocurre? ¿He dicho algo inapropiado?

—No, lo que pasa es que el vestido de la otra noche era… era prestado.

—Ya me lo dijiste. Pues ponte otro.

—Es que no tengo otro pero se me ocurre una idea. —

M aría regresó a su habitación y volvió con el teléfono en la mano y con el corazón henchido de felicidad. Necesitaba contarle a todo el mundo que Adrián solo
la quería a ella y que no estaba con nadie más pero la llamada que hizo tenía otra finalidad.

—Felipe, necesito tu ayuda y la de Davide.


Capítulo 11

—Creo que me va a salir más rentable cambiar de negocio.

—Qué exagerado que eres. Te prometo que la próxima vez te compro un vestido.

—Bonita, el más barato que tengo en la tienda cuesta novecientos noventa euros.

M aría miró a su alrededor y bufó. Era consciente del gran favor que le hacía Davide, el amigo de Felipe, al prestarle de nuevo un vestido de noche.

Si bien era cierto que el anterior lo había devuelto puntual y en perfectas condiciones, llevar puesto un Johanna Johnson no le aportaba demasiada
tranquilidad. Hasta ella misma, no muy al tanto de la actualidad de la moda, conocía las creaciones Art Decó de la diseñadora australiana. Unos años antes, ella misma
había llevado un vestido de esa firma que fue la sensación y que desapareció junto con el resto de las pertenencias que habían formado parte de su pasado glamuroso y
elitista.

Ahora, dos años después, se contemplaba en el espejo con un diseño de gasa de color hueso sobre un forro de tul salmón que convertía el vestido en un reflejo
de los adorados años veinte norteamericanos. Por no hablar del tocado que Davide se encargó de colocarle en la cabeza una vez que ella se hubo recogido el pelo en un
moño que quedó escondido entre las cintas algo hippies que formaban el adorno.

—Estás… pareces… me recuerdas a Audrey Hepburn

—afirmó el amigo de Felipe que la miraba embelesado—. Ya les gustaría a muchas de las ricachonas que vienen por aquí que les sentara un vestido como a ti.

—¡Vaya! M uchas gracias. —M aría se giró hacia Adrián y dio una vuelta sobre sí misma—. ¿Y tú qué opinas?

Él la miró con detenimiento y se detuvo especialmente en las curvas que se insinuaban en el trasero y que le hacían excitarse como un joven con la testosterona
por las nubes.

—Yo… yo…

—Para mí que le gusta mucho —comentó Davide que había dejado de contemplar a M aría y ahora observaba a Adrián con deseo—. Solo hay que ver el bulto
que lleva en los pantalones.

Adrián balbuceó una disculpa, se sentó en una de las sillas que adornaban el local y se colocó la chaqueta sobre las piernas. M aría se echó a reír y mucho más
al ver como él se ponía colorado como un pimiento morrón.

—No pasa nada, cariño —le dijo Davide en tono dulzón—. Si esta preciosidad no se lanza, a mí no me importaría hacerte un favorcito.

M aría se acercó al dependiente y se colocó entre él y Adrián que no estaba muy acostumbrado a esas lides.

—No te preocupes, Davide. El único favor que tienes que hacer hoy es dejarme el vestido y, si no es mucho pedir, un bolso a juego.

El joven refunfuñó pero desapareció en la trastienda a buscar algún complemento para la joven que, en cuanto se vio a solas con Adrián, decidió juguetear un
poco. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo pero era evidente que lo de tontear era como montar en bicicleta, nunca se olvida.

Se situó delante de Adrián, que sujetaba la chaqueta sobre el regazo con ambas manos, y se contoneó con movimientos más típicos de las actrices a las que
habían doblado en la película de Arturo, que de una empleada de una peluquería.

—Entonces, ¿te gusta mi vestido?

—M ucho —respondió él con un hilo de voz y sintiendo la garganta muy seca.

—¿M e ayudas con la cremallera? No consigo subirla hasta arriba.

Adrián gruñó, dejó la chaqueta sobre otra de las sillas y se puso en pie con dificultad. Había algo que le impedía erguirse y que, por si ello fuera poco, le daba
mucha vergüenza evidenciar, a pesar de considerarse un hombre hecho y derecho.

Se acercó a M aría que lo esperaba de espaldas y comenzó a subir la cremallera con mucho cuidado para que no

se rompiera. En cuanto ella notó un roce en su espalda, se inclinó hacia delante y movió las caderas restregando sus nalgas en la protuberancia de Adrián que
comenzaba a temer por la integridad de sus pantalones.

—¡Vaya! ¿Llevas el móvil en el bolsillo o es que te gusta el vestido?


Antes de que Adrián pudiera moverse o contestar, M aría echó su brazo hacia atrás y colocó su mano en la entrepierna del médico que resopló al sentir el
movimiento rítmico marcado por ella.

—No voy a… poder… aguantar…

M aría sonrió con picardía y aceleró el ritmo y con ello la excitación de Adrián al que el orgasmo le pilló desprevenido. Llegó al mismo tiempo que Davide y
éste puso el grito en el cielo.

—¡Ya os vale! M e voy un momento y convertís mi tienda en un cuarto oscuro. Para que luego digan que los gays somos promiscuos.

—Esto…, perdona, ¿tienes baño?

Davide señaló hacia una escalera situada al fondo de la tienda y Adrián se encaminó hacia allí andando como si estuviera escocido.

Al llegar al primer peldaño, tomó aire y comenzó a subir con mucha dificultad. Era evidente que le temblaban las piernas después del excitante e inesperado
momento erótico.

—M e gusta tu novio —comentó el amigo de Felipe con la vista puesta en la escalera por la que había desaparecido el médico.

—Es evidente. Solo hay que ver cómo lo miras.

—No te preocupes, cariño. No es mi tipo. A mí me gustan más… malotes.

—¿Y Felipe? —preguntó ella para ver si podía conseguir algo de información que pudiera interesar a su amigo.

—Felipe es muy tierno y todas esas cosas pero yo necesito que me den caña. M e gusta que me den palmadas en el trasero y esas cosas. —Davide se chupó la
punta del índice se la llevó a la retaguardia y chistó como si estuviera quemando.

Al ver el gesto M aría se estremeció.

—No hace falta que me des más información —advirtió ella que se veía venir una lección de sumisión en toda regla.

—Qué remilgados sois los heteros. Bueno, tú no, porque vaya la que le has liado a ese pobre.

M aría sonrió al recordar el momento vivido con Adrián unos minutos antes y suspiró.

—Como te he dicho antes, me gusta para ti. No veas cómo te mira.

—¿Y cómo me mira? —preguntó ella con la necesidad de escuchar algo más.

—Pues como si te quisiera comer enterita sin dejar ni el vestido.

M aría se encogió de hombros con coquetería.

—Pues no me importaría que me comiera esta noche.

—El vestido ni tocarlo, bonita.

Sonrieron mutuamente y la joven aprovechó esos minutos para probarse bolsos y alguna que otra gargantilla hasta que Adrián regreso algo más calmado pero
sin abrir la boca.

Diez minutos después se encontraban en un taxi camino del Hotel Palace donde iba a ser la presentación del libro.

—¿Qué te pasa? —preguntó M aría que miraba a Adrián de reojo mientras éste contemplaba las calles por la ventanilla—. Estás muy callado.

—M e pasa que has conseguido que me comporte como un crío en esa tienda.

—Lo dices por lo de tener que ir al baño. M ira que mi padre siempre decía que a los sitios hay que ir con las cosas hechas de casa.

—¡Qué graciosa eres!

M aría, a pesar del enfado de Adrián, se acurrucó junto a él y le puso la mano en la pierna. Comenzó a subir con lentitud y Adrián pegó un bote.

—¿No tienes bastante con lo de la tienda? Has hecho que me corra en menos de un minuto.

—¿Y eso es malo?

—Pues sí. ¿Dónde está mi amor propio?


—Si te refieres a tu ego masculino, supongo que estará en el mismo sitio que tus soldaditos —bromeó ella al tiempo que le cogía la mano—. Camino del mar.

M aría comenzó a reír a carcajadas y escuchó como el taxista emitía un ruido parecido a un gruñido. M iró por el espejo retrovisor y comprobó que estaba
haciendo un supremo esfuerzo para no reírse.

—Ésta te la guardo —amenazó Adrián en un susurro

para evitar que lo oyera el taxista.

—Eso espero. M e debes una y espero que pagues tus deudas.

Adrián dejo de mirar por la ventanilla, clavó sus ojos en M aría y sonrío de una manera que ella no conocía y que le encantó. Le recordaba a Eoghan con esa
mirada de niño travieso. Pero lo que dejó de recordarle al crío fue el movimiento certero del médico que, en un santiamén y con una sola mano, encontró la raja del
vestido de M aría, metió la mano por ella y buscó a tientas encontrando el tan ansiado tesoro.

Ella dio un respingo y se puso tensa. M iró al espejo retrovisor, de nuevo, y comprobó que el conductor tenía la vista puesta en la carretera por lo que decidió
disfrutar del momento sensual y sexual.

Adrián, con una pericia que dejó asombrada a M aría, apartó el tanga que se erigía como única barrera y encontró lo que buscaba. El médico pudo notar como
ella se humedecía al instante y comenzó a mover su dedo índice en círculos sobre el clítoris de M aría, que tenía que hacer un esfuerzo inmenso para no hacer ningún
ruido. Cuando, pasados unos segundos, el dedo de Adrián se introdujo en su interior con un movimiento certero, cerró los ojos y se olvidó de todo; incluso de
mantenerse en silencio.

Su orgasmo llegó en el mismo instante en el que el taxista paraba el vehículo frente al hotel.

Ambos se bajaron y Adrián pagó la carrera añadiendo a la tarifa otros veinte euros de propina que el taxista aceptó de buen grado. Éste, antes de irse, se inclinó
sobre el asiento del copiloto.

—Es una pena que esto no pueda contarlo en casa porque mi mujer me la corta, pero que sepa que me han alegrado la noche.

M aría se puso colorada al instante y disimuló mientras se recomponía su vestimenta que había sufrido una ligera variación. Por suerte para ella y para Davide,
el vestido seguía intacto.

—Que tenga buen servicio —le deseó Adrián al conductor que tocó el claxon un par de veces y se marchó.

—¡Qué vergüenza he pasado! —exclamó M aría, la cual aún no había recobrado su color natural.

—¿Cuándo? En el momento en el que te metías conmigo por lo que había pasado en la tienda o cuando has comenzado a gemir como una gata en celo.

M aría le dio un puñetazo al médico en el hombro y se hizo la ofendida.

—Creo que podemos dejarlo en empate —afirmó.

—O quizá podamos jugar el desempate en mi casa después de la presentación.

Entre el tono dulzón que había utilizado Adrián y el mensaje transmitido por él, M aría notó un hormigueo en el estómago y cómo su vientre se encogía al
recordar lo ocurrido en el taxi y al pensar lo que podía pasar esa noche.

—¿Vamos?

Agradeció el gesto de Adrián que le ofreció su brazo y la invitó a caminar hacia la entrada del hotel sin necesidad de que ella tuviera que añadir nada más.

Temía encontrarse con algunas personas en particular, pero ese era un riesgo que no tenía más remedio que asumir.

Nada más entrar en el inmenso y elegante vestíbulo, los recuerdos comenzaron a agolparse en su cabeza y la palidez visitó su rostro.

—¿Estás bien? Te has puesto blanca como la leche.

—Debe ser el bajón después de lo del taxi —mintió—. Todavía me tiemblan las piernas.

Adrián sonrió satisfecho ante la respuesta de M aría y no preguntó nada más por lo que ella pudo respirar con tranquilidad intentando serenarse.

En uno de los laterales del vestíbulo, encontraron el cartel de la presentación donde se podía ver una imagen de la portada de la novela junto a una fotografía de
la autora posando muy elegante próxima a una chimenea.

—Tu madre parece muy segura de sí misma —comentó Adrián al que le impresionó la imagen de la mujer.

—Tanto como para reservar el salón Neptuno para la presentación —susurró M aría que comenzaba a sentirse agobiada por la presencia sempiterna de su
madre, de la que siempre había dicho que su sombra era muy alargada—. Es uno de los más grandes del Palace.
—¿Lo conoces?

M aría tragó saliva y rumió una respuesta coherente. No podía decirle a Adrián que ella estuvo en ese mismo salón el mismo día en el que su vida cambió y la
transformó en lo que ahora era.

—Bueno, siempre me ha gustado el Palace y lo he visto en las revistas.

A Adrián pareció convencerle la respuesta porque no dijo nada más. Tan solo volvió a ofrecerle el brazo, muy elegantemente, del que ella se agarró solicita.

—¿Preparada?

—Con mi madre, nunca.

—No me pareció que se comiera a nadie cuando la conocí.

—No, no se come a nadie porque siempre le ha parecido más divertido pisotear a la gente que zampársela.

Adrián sonrió mientras caminaban hacia el salón Neptuno y se sumaron a la marea de personas que se aproximaban hacia allí como ellos.

—¿Y tu padre?

—¿Qué pasa con mi padre?

—Si tu madre es como dices que es, él tiene que ser un hombre con mucha paciencia y un gran corazón.

M aría meditó la respuesta un instante y, justo delante de la puerta del salón, contestó.

—Ya sabes que se dice que polos opuestos se atraen. Pues en el caso de mis padres, él es la reencarnación de Hitler y ella de Mata Hari.

Adrián se carcajeó ante la ocurrencia de su pareja, pero, casi al instante, se estremeció porque descubrió en las palabras de M aría un tono duro y frío no muy
propio de una hija hablando sobre sus padres; le pareció tan extraño que no podía ser mentira ni una exageración. Cuando un par de minutos después se encontró con
los padres de M aría y vio como saludaban a su hija, descubrió que ella había definido a sus padres a la perfección.

—M amá, papá, él es Adrián.

El padre de M aría, un hombre alto, de hombros anchos y atractivo, sonrió al médico y le estrechó la mano con fuerza.

—Así que este es el hombre del que me habló tu madre —comentó mirando a Adrián de arriba a abajo con detenimiento y evidente curiosidad—. Es un placer.

—El placer es mío —replicó Adrián con educación. Acto seguido, besó a su esposa—. Señora.

—Por favor, llámame Beatriz —le pidió la mujer que vestía con un elegante traje de chaqueta de color burdeos—. No soy tan vieja.

M aría bufó a su lado pero él se mantuvo impertérrito.

—Parece usted su hermana en lugar de su madre.

—Qué galante. —La mujer sonrió y se atusó el pelo con coquetería.

—Eres un puto mentiroso —le dijo M aría en voz baja. Adrián tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír.

—¿Y a qué te dedicas? —preguntó el padre de la joven al tiempo que lo cogía del brazo y lo atraía hacia él.

—Soy médico.

—¿En serio? —preguntó él con admiración—. ¿Qué especialidad? ¿Neurocirugía? ¿Cardiovascular?

—No, soy pediatra.

—¡Ah! —El padre de M aría pareció contrariado—. Bueno, tampoco está mal. No salva vidas pero bueno…

—No, papá —dijo su hija con evidente enfado—, solo ayuda a los niños y no a ricachones que se han cargado su hígado tomando whisky o su cerebro
esnifando coca.

—¿Y eso a qué viene?

—A que sigues siendo un snob. Solo a eso.

—No le hables así a tu padre —advirtió Beatriz con el dedo levantado.


El hombre se giró hacia Adrián y le puso la mano en el hombro.

—Lo siento, hijo. Espero que sepas manejarla.

—Papá, no necesito a nadie que me maneje como tú has hecho siempre con mamá.

—Yo soy muy feliz con tu padre y siempre lo he sido

—explicó la madre de M aría, dándose por aludida.

—No lo dudo. Tú buscabas pasta y él la tenía.

—¡No me hables así! Ya veo que no has cambiado nada. Sigues siendo la misma niña a la que había que lavar la boca con jabón. No me extraña que todo el
mundo te diera de lado.

A M aría se le encendieron las mejillas al escuchar a su madre atacándola.

—Tú fuiste la primera en hacerlo. ¿¡Y tú te llamas madre!? M e descojono. M e dejaste sola cuando más te necesitaba porque no podías dejar que te arrastrara
en mi caída.

—Tenía que mirar por mi carrera y debía cuidar de tu hermana.

—Eso es una mierda. ¡Eres una mujer egoísta!

—¡M aría Isabel, cómo vuelvas a hablarle así a tu madre llamo a los de seguridad para que te echen de aquí!

El padre de M aría se volvió hacia Adrián, que estaba alucinando, y les dio la espalda a su hija y a su mujer.

—No te preocupes por ella. Tiene mucho carácter pero no es mala chica. Seguro que podrás hacerte con ella.

El médico miró a M aría, que luchaba por no echarse a llorar de rabia, y después clavó la vista en su padre y le puso la mano en el brazo como si fueran amigos.

—No se preocupe. Aunque parece que su hija le importa un pimiento, le voy a contar cómo es nuestra relación. Yo no tengo dinero por lo que no creo que ella
esté conmigo por la pasta. M e trata tan bien que no me veo capaz de vivir sin ella y me siento el hombre más feliz del mundo cada vez que despierto a su lado. Y, por si
todo eso fuera poco, en la cama nos entendemos muy bien. Para mí que eso es amor aunque usted no parezca entenderlo o no lo haya vivido nunca. —El médico se
acercó a M aría, le tendió el brazo de nuevo y la sacó de allí.

M uy pegados el uno al otro pero sin comentar nada de lo ocurrido, llegaron a una mesa donde se servían bebidas y pidieron dos copas de champán.

—¿Cada vez que despierto a tu lado? —preguntó M aría con una ceja levantada e intentando reprimir una sonrisa.

—No se me ocurría otra cosa pero vamos…, todo es cuestión de probar a ver qué tal se nos da.

—¿Qué tal se nos da el qué?

—Lo de despertar uno al lado del otro.

M aría, con la copa pegada a los labios, se atragantó con el champán al escuchar lo que parecía ser una propuesta en toda regla. Sus mejillas se tiñeron de un
color rojizo que no pasó inadvertido para el médico.

—¿No te parece bien? A mí me apetece.

—No es eso. Perdona. Es que, después de lo que ha pasado con mis padres, no quiero hablar de algo tan… tan distinto.

Adrián se giró levemente y miró a los progenitores de M aría que seguían saludando a unos y a otros como si la conversación con su hija no hubiera existido. Lo
peor de todo es que quizá fuera así para ellos y M aría significara tan poco en su vida, que una confrontación de aquel calibre ni tan siquiera los afectara lo más mínimo.

Al contemplar de nuevo a M aría vio que ella observaba la misma escena con una mezcla de rabia y pena en los ojos.

—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Adrián al que se le encogía el alma al verla mirar a sus padres de esa forma.

—No —respondió tajante—. Una vez pasado el momento padres, seguro que todo va a mejor y hasta nos divertimos.

—¡Buf ! No sé yo. Parecen todos muy estirados. ¿Son siempre así las presentaciones?

—Las de mi madre sí, pero lo normal es otra cosa. A ella siempre le ha gustado que parezca una fiesta de fin de año.

Solo falta el cotillón y las serpentinas.


—Si tuviéramos un matasuegras podría cargarme a tu madre.

M aría casi se atraganta de la risa que le entró ante el comentario del pediatra.

—Ya te vale —replicó en cuanto consiguió calmarse—. Por lo menos, ya ha pasado lo peor.

—Sí, ya sabemos que no puede ocurrir nada peor que lo de tus padres.

—¡Qué sorpresa! ¡M ira quién está aquí!

No le hizo falta darse la vuelta para que su cuerpo se estremeciera, contradiciendo así las últimas palabras de Adrián. Nada podía ir mejor. Todo podía ir a
peor porque delante de ella apareció la última mujer con la que hubiera deseado encontrarse. M aría permaneció callada mientras la joven la miraba con evidente
desprecio y escaneaba a Adrián al que contemplaba de otra forma bien distinta.

—¿Ya no saludas a las viejas amigas?

—Tú y yo nunca hemos sido amigas.

La temperatura descendió unos pocos grados o esa fue la sensación que tuvo Adrián nada más escuchar cómo M aría correspondía al saludo de aquella joven
desconocida para él.

La mujer pasó por el lado de M aría y se acercó a Adrián como una gata en celo. Le puso una mano en el pecho y se puso de puntillas para darle dos besos.

—Soy Ivonne.

El médico correspondió al saludo pero se sintió terriblemente incómodo al sentir como uno de esos besos había terminado demasiado cerca de la comisura de
los labios para su gusto. Además, en cuanto se separaron, observó que M aría lo contemplaba con una ceja levantada y se puso a la defensiva. Era evidente que las dos
mujeres se conocían y no eran precisamente amigas.

—¿Y tú eres…?

—Soy Adrián, el novio de M aría.

La joven se volvió y sonrió con malicia.

—¿Así que ahora te llamas M aría…, Elizabeth?

—¿Qué quieres?

—De ti no quiero nada. Tan solo recordarte que tenemos una deuda pendiente y creo que ahora, que no tienes a nadie que te proteja, será muy fácil saldarla.

M aría, para sorpresa de Adrián que contemplaba la escena con la boca abierta, dio un paso y se enfrentó a la mujer que la amenazaba.

—M ás vale que te largues. Ni tan siquiera sé qué coño pintas aquí.

—La he invitado yo.

M aría se giró y se quedó de piedra al escuchar la revelación de su hermana que ahora pareciera ser muy amiga de Ivonne Spark, la escritora a la que ella misma
había denigrado unos años atrás. Pero lo que menos se hubiera podido imaginar es que ella y su propia hermana fueran amigas.

—Pues, sí —añadió Ivonne con chulería—. Somos compañeras de Pilates en el Club de golf y muy amigas. ¿Te molesta?

M aría observó a la joven unos segundos y después dirigió su mirada hacia Ingrid, su hermana, y descubrió que la contemplaba con la suficiencia propia de
quien sabe que ha derrotado a su peor enemigo y se regodea con ello. Pero lo que más le dolió, fue que ella no se sabía enemiga de su propia hermana. Se sintió
desarmada y traicionada por la última mujer que esperaba y con la que compartía la misma sangre.

Ivonne se acercó a Adrián con movimientos insinuantes y se agarró de su brazo.

—Haré lo mismo que hiciste tú conmigo. ¿Te acuerdas, Elizabeth?

Adrián no sabía de lo iba la fiesta pero se separó de inmediato de Ivonne, no solo por no molestar a M aría sino porque esa mujer no le gustaba nada y era
evidente que tenía una cuenta pendiente con quien deseaba mantener una relación. Vio el rostro descompuesto de M aría y supo lo que debía hacer.

—Si nos disculpáis.

Aunque le parecía un gesto demasiado posesivo para como era él, pasó su brazo por encima de los hombros de M aría y la llevó hasta la entrada del salón. Ella
dio un rápido vistazo a la sala, agachó la cabeza y suspiró. El silencio se sumió entre ellos dos hasta que, una vez sentados en el asiento de atrás de un taxi, Adrián
rompió el hielo que parecía inundar el vehículo.

—¿Quieres hablar de lo que ha pasado?


—¿De qué? —devolvió la pregunta M aría mientras miraba a la calle por la ventanilla—. ¿De unos padres que me tratan como si no les llegara a la suela de los
zapatos? ¿De una hermana que me traiciona y se alía con esa mujer a mis espaldas?

—¿Quién es ella?

—Alguien del pasado —respondió ella tajante.

—Alguien del pasado que te ha amenazado.

—Déjalo en alguien del pasado.

Adrián se removió inquieto porque no sabía hasta qué punto estaba presionando a M aría con todas sus preguntas. Aun así, decidió aprovechar el momento
porque sospechaba que todo aquello quedaría relegado al olvido.

—¿Qué hay de Elizabeth?

—Elizabeth no existe.

—No lo entiendo. Tu madre te llama M aría Isabel, tu hermana Isa y esa mujer te ha llamado Elizabeth. ¿Quién eres?

Suspiró al tiempo que dejaba de mirar por la ventanilla y se giraba para contemplar al hombre al que había intentado odiar con todas sus fuerzas pero que
ahora se mostraba delante de ella como el ser más dulce que jamás había conocido.

—Tan solo soy M aría. Solo M aría. —Sonrió con esfuerzo y lo miró con la intención de corresponder con la misma dulzura que él.

Adrián le cogió la mano y se la besó. No quería continuar con lo que ahora le parecía un interrogatorio y que era evidente que provocaba dolor en la joven que
lo miraba con ojos suplicantes y conseguía con cada palabra, con cada gesto que su corazón palpitara con fuerza y que lo invitara a romper con todas aquellas barreras
que había levantado a su alrededor. Estaba enamorado y no podía ni quería negarlo.

—¿Vamos a mi casa? —preguntó con dulzura.

—Hoy prefiero que no. No me siento con fuerzas y sería una mala compañía.

—Pero no quiero dejarte sola.

M aría soltó todo el aire que llevaba dentro y sonrió con esfuerzo.

—Ven tú a mi casa.

—¿Están permitidas las visitas masculinas? —inquirió Adrián enarcando una ceja.

—Teniendo en cuenta que la habitación de Cristina está más transitada que el Retiro…

Adrián, al escuchar la respuesta de M aría, soltó una carcajada y ella rio de la misma forma. Con ello sintió que desaparecía de su interior un peso que
comenzaba a asfixiarla. Pensó que quizá podría empezar de nuevo junto a Adrián y olvidar todo lo que había regresado esa noche y que la hacía infeliz.

—Pues entonces, vamos a tu casa.

—Pero nada de sexo. Solo compañía.

—No te preocupes. Soy un auténtico caballero.

Unos minutos después entraban en el piso de M aría. Esther se encontraba en el salón viendo una peli en su tablet y con un bol de palomitas en su regazo. Solo
llevaba puesta ropa interior y se quedó con la boca abierta al encontrarse con Adrián que la contemplaba desde el vestíbulo.

—Hola —saludó él levantando la mano.

Esther, que a pesar de lo que salía por su boca normalmente, era mucho más recatada que su compañera Cristina, apretó la tablet contra el pecho y agarró con
fuerza el bol de palomitas para tapar todo lo que pudiera. Saludó con un gesto de la cabeza y esperó a que Adrián atravesara el salón y despareciera en el pasillo para
llamar a M aría que regresó sonriente y se apoyó en el respaldo del sofá.

—Dime.

—¿Qué hace Adrián aquí? —preguntó Esther levantando la ceja con cara de extrañeza.

—Pues ya ves —respondió M aría volviendo a ponerse en pie. Caminó con lentitud hasta la puerta del pasillo y allí se volvió—. He decidido vivir
peligrosamente. M añana me voy a cortar el pelo.

Salió del salón y entro en la cocina donde lo esperaba Adrián que, sin que nadie le dijera nada, había sacado una cacerola y calentaba agua en la vitrocerámica.
—¿Qué haces?

—La cena. Supongo que tendrás hambre. Yo estoy que me muero.

—¿Y con qué plato sofisticado piensas sorprenderme?

—Teniendo en cuenta lo que tenéis en ese armario y en

la nevera, unos macarrones con tomate y nata.

—¿Tenemos nata? —preguntó M aría encogiéndose de hombros—. ¿Desde cuándo?

Adrián volvió a abrir la nevera y cogió el tetrabrik escondido en la puerta de la nevera entre la mahonesa y el kétchup. M iró la fecha de caducidad y puso cara
de asco.

—Desde hace demasiado tiempo. Cambio de menú. M acarrones con tomate.

M aría intentó colaborar pero Adrián le puso una copa de vino blanco de una botella que había encontrado también en la nevera y la invitó a sentarse. Él se
sirvió otra y comenzó a pelar tomates mientras silbaba.

M aría no podía dejar de mirar sus fuertes antebrazos que los músculos marcaban a cada movimiento del cuchillo.

Después de pelar los tomates y mientras se cocía la pasta, picó unas zanahorias y una cebolla.

—No llores. Tampoco es para tanto.

—¡Qué graciosa! Eso te ha costado poner la mesa. M aría se levantó y sacó un par de mantelitos de un cajón al tiempo que Adrián, con lágrimas en los ojos por
culpa de la cebolla, echaba un poco de aceite en una sartén y la ponía al fuego. Se maravilló porque parecía moverse por esa cocina como si la conociera. Eso la
desconcertó y se encendieron todas sus alarmas. Su boca se abrió antes de que su cerebro pudiera reaccionar.

—Conoces muy bien esta cocina. Tú ya habías estado aquí.

Él se giró, la miró de reojo y descubrió el gesto de pavor de M aría, que lo observaba como si acabara de descubrir que iba a cenar con el mismísimo Jack el
Destripador.

—M e has pillado —reconoció al tiempo que echaba las verduras troceadas en la sartén—. He estado muchas veces en esta cocina.

M aría se sentó de nuevo en la silla, tomó su copa de vino y apuró el líquido ambarino de un trago. Dejó de nuevo la copa en la mesa, se levantó y comenzó a
caminar de un lado a otro de la estancia con nerviosismo.

—Puedes respirar otra vez. No soy ninguna de las conquistas de alguna de tus compañeras. Yo me crie en este piso y todo sigue en el mismo sitio.

M aría resopló y se sentó de nuevo agotada como si le acabaran de dar una buena paliza. Lo único que le hubiera faltado descubrir en ese momento era que
Adrián también engrosaba la larga lista de conquistas de su compañera Cristina. Las manos le temblaban y Adrián se enterneció al verlo.

—Lo siento —se disculpó sentándose frente a ella y acariciándola las rodillas—. M is padres le vendieron este piso a los de Esther hace mucho tiempo. Eran
muy amigos.

M aría meditó la respuesta, se levantó de un salto para sorpresa de Adrián y corrió al salón donde Esther dormitaba con la tablet sobre el bol de palomitas.

—¡Tú! ¡Vaya mierda de amiga! ¡Sabías que Adrián no

estaba casado!

Esther dio un saltó al escuchar los gritos de M aría; la tablet y las palomitas acabaron sobre la alfombra.

—¿Perdón? —Esther intentaba conectar el cerebro que permanecía bajo mínimos tras la cabezada.

M aría, seguida de cerca por Adrián que no se explicaba nada, se plantó delante de su compañera de piso con los brazos en jarra.

—Ahora no te hagas la tonta. Te dije que estaba enamorada de Adrián y que estaba casado y tú no me dijiste nada.

—No me dejaste —replicó al tiempo que reprimía un bostezo—. M e obligaste a prometerte que no volveríamos a hablar de él.

—Yo no hice eso.

—Ya lo creo. Hasta me besé el pulgar así.

Esther repitió el mismo gesto que M aría le había visto hacer delante de ella unos días antes cuando acababa de tirarle la cartera a la cabeza a Adrián y recordó
que su compañera de piso había intentado darle alguna explicación pero ella no la había dejado.

—Ya te vale —M aría salió del salón resoplando y regresó a la cocina donde se sirvió una nueva copa de vino que apuró de un trago. Se sirvió otra.

—Esta tía es de lo que no hay. Primer trago.

—Vaya momento eligió para callarse. Segundo trago.

—Y yo haciendo el tonto por su culpa. Tercer trago.

—¿No dices nada?

El resto de la copa desapareció en un santiamén. Se marchó a la habitación refunfuñando y Adrián, que no se había atrevido a abrir la boca por su propia
seguridad, continuó con la cena.

Quince minutos después abrió con mucho cuidado la puerta de la habitación de M aría y miró en su interior. Todo estaba oscuro.

—La cena está lista.

Se apartó como si esperara la salida de un miura a la plaza y así fue. M aría salió de la habitación con la cabeza muy alta y protestando.

—Y yo que pensaba que era mi amiga.

—Tengo hambre.

—La próxima vez va a hablar con ella quien yo te diga.

—Los macarrones han salido ricos.

—No te puedes fiar de nadie.

—Y la salsa ni te cuento.

M aría fulminó con la mirada a Adrián que se calló al instante y se dejó de bromas.

Ya en la cocina comprobó que la pasta estaba al dente y sirvió dos buenos platos con una gran cantidad de salsa por encima. Ella se sentó y comenzó a comer
sin añadir nada más. Adrián hizo lo mismo y ambos dieron buena cuenta del plato en silencio hasta que Adrián decidió echarle más leña al fuego.

—¿De verdad que estás enamorada de mí?

M aría cogió un trozo de pan duro que encontró encima de la encimera y se lo lanzó a Adrián a la cabeza.

—¡Ayyyyyy! ¡Eso duele!

M aría se levantó gruñendo, dejó caer su plato en el fregadero y volvió a salir de la cocina en dirección a su habitación pero Adrián fue más rápido y la alcanzó
en el pasillo. La cogió por los hombros con fuerza y, aunque ella se resistió, le dio la vuelta y la besó con pasión. Ella se rindió al fin y correspondió al beso con igual
pasión que él. Cuando se separaron, ambos respiraban con dificultad.

—Yo también estoy enamorado de ti —reconoció Adrián para sorpresa de M aría que, después de todo ese tiempo gruñendo, volvió a sonreír.

Entraron en la habitación enlazados como dos pulpos y sin dejar de besarse. M aría, que llevaba deseando llegar a ese punto desde hacía mucho tiempo, empujó
a Adrián sobre la cama y se lanzó sobre él con la mala suerte de que el médico no pudo frenar su caída y se golpeó con una de las mesitas de noche en la espalda.

—¡Ayyyyyy! ¡No tenías bastante con el trozo de pan!

—Lo siento, lo siento, lo siento. M e he dejado llevar. Adrián se retorcía de dolor encima de la cama y M aría se sintió culpable por lo que cogió un bote de
crema hidratante de encima de la cómoda y se sentó junto a Adrián.

—Te has ganado un buen masaje. Se me da muy bien.

Él gruñó más por el dolor que por otra cosa pero cuando M aría comenzó a desabotonarle la camisa, se dejó hacer.

Una vez con el torso desnudo, se tumbó sobre la cama y M aría se sentó a horcajadas sobre sus posaderas. En cuanto vio la espalda musculada de Adrián, notó
un hormigueo en el vientre y se excitó.

—Cómo se notan las horas de gimnasio —comentó ella con la voz entrecortada y notando como su pubis comenzaba a humedecerse.

—Nada de gimnasio —dijo él con la cabeza apoyada en la almohada—. Eso es una mariconada. Juego al rugby con unos colegas de la universidad.

M aría no supo qué replicar porque no había visto un partido de ese deporte en su vida; además, en cuanto posó sus manos sobre la espalda de Adrián, casi se
olvidó hasta de respirar. Cumplió con lo prometido y se convirtió en una profesional del masaje dejando de lado lo que sentía cada vez que la musculatura de Adrián
respondía a sus caricias.

Casi una hora después se levantó con las muñecas algo doloridas pero con la satisfacción de quien ha hecho un trabajo en condiciones. Se inclinó para
preguntarle a Adrián si le había gustado pero el médico respiraba profundamente. Se había dormido. No le molestó lo más mínimo.

Con mucho cuidado le quitó los zapatos y los pantalones. Estuvo tentada de quitarle los slips pero el sentido común pudo con el deseo. Sacó una manta del
armario, lo contempló una vez más y lo cubrió con mucho mimo.

Ella se desnudó con cuidado para no estropear el vestido que le había prestado Davide y se puso unos pantalones de chándal y una camiseta. Se desmaquilló
contemplándose en un espejo ubicado sobre la cómoda y dejó los abalorios que llevaba puestos sobre la superficie de madera.

No tenía sueño y necesitaba contarle a alguien todo lo que había vivido esa noche y todo lo que bullía en su interior. Supo al instante y sin ninguna duda que su
mejor amigo descansaba sobre el escritorio. Encendió el portátil, abrió un documento en el procesador de textos y comenzó a teclear sin descanso.

Cuando él se presentó en su casa vestido con la elegancia propia de quien se siente seguro de sí mismo y del que conoce el terreno por el que se mueve, ella
supo en su interior que la vida le había dado una segunda oportunidad para descubrir el amor. Ese amor que se le había escapado de entre los dedos como la arena.

Se enamoró de su aspecto y de su forma de ser pero lo que más la sorprendió fue descubrir que se había enamorado de él, sobre todo, por la mujer que aquel
hombre había descubierto en su propio interior…

Cuando los primeros rayos del sol, que se filtraban entre las rendijas de la persiana, bañaron la superficie grisácea del teclado, dejó de escribir, se giró y
contempló a Adrián con los mismos ojos dichosos con los que la protagonista de su novela miraba al hombre que la había enamorado.

Y se sintió inmensamente feliz.


Capítulo 12

13 de abril de 2014

—Ummmmm, ¿cuánto tiempo llevas ahí?

M aría se giró al escuchar la voz rasposa de Adrián que no se había movido en toda la noche y que seguía ocupando toda la cama. Cuando lo invitó a pasar la
noche con ella, no reparó en que su cama era de noventa centímetros y no una de esas de matrimonio. Teniendo en cuenta ese dato y el tamaño considerable de la
espalda del médico, ella tuvo suerte de pasar la noche escribiendo.

—Buenos días, bello durmiente.

Adrián se incorporó con cierta dificultad y miró a uno y otro lado con gesto de extrañeza.

—¿Dónde has dormido?

—No duermo mucho. Tenía cosas que hacer.

Adrián se estiró e intentó ver la pantalla del ordenador por encima del hombro de M aría pero ella fue más rápida y cerró el portátil.

—¡No seas cotilla!

Él gruñó pero no añadió nada más. Tan solo necesitaba disculparse por no haber sido muy buena compañía la noche anterior.

—Creo que me quedé sopa mientras me dabas el masaje.

—¿Sopa? Nada más ponerte la mano encima empezaste a roncar como una morsa con vegetaciones.

Adrián puso cara de disgusto y se sentó en el borde de la cama. M aría no pudo evitar fijar su vista en los abdominales del médico que se contraían cada vez
que él movía su esculpido torso. No acababa de creer que Adrián no hubiera conseguido ese físico espectacular en un gimnasio.

—Yo no ronco —protestó Adrián—. O, por lo menos, nadie se ha quejado.

—Hay mucha sorda por el mundo —comentó M aría al tiempo que se acercaba a él y le plantaba un beso en los labios. Puso cara de asco—. En el baño tienes
colutorio para el mal aliento.

—¿Alguna cosa más? —gruño Adrián.

—Pues ya que estás, podrías darte una ducha. No te vendría mal.

—¿Qué pasa? ¿Huelo mal?

Ella se sentó en la cama a su lado y le pasó la mano por la espalda. Besó su piel y aspiró el aroma dulce y embriagador de la mezcla de su perfume con el de la
crema hidratante que había utilizado para el masaje.

—No hueles mal. Hueles a culito de bebé.

—¡Yo alucino! —exclamó Adrián poniéndose en pie de

un salto—. Así que ronco como un león marino...

—No, como una morsa.

—¡Vale! Ronco como una morsa, me huele el aliento y apesto como el culito de un bebé. ¿Alguna queja más?

M aría miró a Adrián de arriba a abajo y contuvo la respiración porque su cuerpo era aún más tentador de lo que ya había imaginado. Además, no pudo evitar
fijarse en el bulto que se marcaba en los slips y que ya había tanteado la noche anterior en la tienda de Davide.

—Ninguna queja más. Si quieres ducharte, hay una toalla sobre esa silla.

Adrián la cogió de mala gana y se encaminó con ella hacia la puerta del dormitorio. La abrió, salió al pasillo y, con un mirada traviesa que M aría no pudo ver
desde donde se encontraba, se bajó los slips de un tirón y apretó los glúteos. Ella abrió la boca y los ojos al contemplar el trasero duro y firme del médico que se quedó
unos segundos allí parado para deleite y sufrimiento, a partes iguales, de la mujer que lo contemplaba como a un dios.
—¡Vaya nabo!

Al escuchar el grito de Cristina, Adrián volvió a entrar en la habitación, cerró la puerta a toda prisa y se colocó la toalla delante de sus partes pudendas.

—¿Por qué no me has dicho que estaban tus compañeras?

M aría se echó a reír al ver la cara de apuro del médico y sus muslos.

—Porque no me imaginaba que ibas a hacer un striptease en mitad del pasillo. No sabía que eras un exhibicionista.

Adrián se giró de nuevo mostrando un pudor que gustó a M aría y se enrolló la toalla alrededor de la cintura antes de volver a abrir la puerta.

En cuanto lo hizo, se encontró con Cristina y Esther que esperaban la continuación del espectáculo pero que se quedaron con un palmo de narices.

—¡Ohhhhhhh! —exclamó Cristina con voz apagada.

—¿Para esto me has despertado? —preguntó Esther enfadada—. ¿Para ver a un tío con una toalla…?

Pero al observar con más detenimiento el torso desnudo de Adrián bajo la luz de la lámpara del pasillo, la chica mantuvo la boca abierta sin poder articular
ninguna palabra más.

Adrián pasó a su lado con toda la dignidad que pudo mostrar y se encerró en el cuarto de baño. Las dos compañeras de piso de M aría entraron en la habitación
como un torbellino y se lanzaron sobre la cama.

—¡Está como un queso! —exclamó Esther con entusiasmo—. No sabía que Adrián tenía ese cuerpazo.

—Pues porque no le has visto el nardo. Parecía un zepelín.

—¡Cristina! ¡No seas bruta! —le recriminó M aría al escuchar el comentario soez de su compañera.

—¿Qué pasa? ¿No opinas lo mismo? qué responder, la chica se golpeó la frente y se echó a reír.

—¡No me fastidies! No te lo has tirado. ¿Te lo traes a casa y no te lo cepillas?

—¡No te metas con ella que no todo el mundo es como tú! —replicó Esther que parecía ponerse del lado de M aría.

—¿Qué quieres decir? ¿M e estás llamando puta?

—Yo no te llamo nada pero recuerdo que hace unos meses se nos rompió la lavadora y el técnico nos la arregló gratis.

—¿Y eso es malo? El fontanero ése solo limpió no sé

qué depósito y ya está.

—Claro, de la limpieza de las cañerías ya te encargaste tú

—¿Qué estás insinuando?

—Yo nada. Perdona si te he ofendido, damisela virginal. Cristina se volvió hacia M aría con los brazos levantados y cara de enfado.

—O le dices que se calle o la tiro por la ventana.

—Esther, no te metas con Cristina.

—Si yo no me meto con ella. Además, se me ha estropeado el móvil. Con un poco de suerte, llamó al técnico y me sale gratis.

—Dile que se calle.

—Estheeeeer…

—¿Queeeeeé?

No hizo falta que M aría siguiera mediando porque la puerta de la habitación se abrió y apareció ante ellas Adrián mojado y con la toalla alrededor de la cintura.
Las tres se quedaron pasmadas realizándole un escáner desde la punta de los pies hasta el último de sus cabellos.

—Perdón. M e gustaría vestirme —pidió Adrián visiblemente incómodo.

—Pues, vístete. Si quieres, te ayudo.


—¡Cristina!

La joven se revolvió al escuchar el tono de regañina empleado por M aría.

—¡Oye! Cuando mi piloto te estaba restregando el nabo en el culo yo me tuve que aguantar.

Esther, al fin, reaccionó y cogió a su amiga de la muñeca. Tiró de ella y la sacó de la habitación con dificultad. Adrián cerró la puerta y se volvió hacia M aría.

—Has tardado poco.

—Es lo que tiene acostumbrarte a ducharte en los vestuarios.

—¿Y por qué no te has secado en el baño?

—M e gusta secarme al aire. Por cierto, ¿qué es eso del piloto que te restregaba el...?

—Nada. Tonterías de Cristina.

—Si tú lo dices… Bueno, voy a cambiarme.

M aría dio media vuelta en la silla giratoria, abrió de nuevo el portátil y se entretuvo mirando el correo mientras Adrián se cambiaba.

Un minuto después cerró el explorador, la pantalla se oscureció y apareció en ella la imagen del médico que se

cambiaba a sus espaldas. Se puso muy nerviosa y mucho más cuando se fijó en cierta parte de su cuerpo constatando que lo que había dicho Cristina era bien
cierto.

—Ya estoy —avisó Adrián un instante después.

M aría se giró y contempló de nuevo el torso fuerte y ancho del médico mientras él se abotonaba la camisa.

—¿Seguro que no vas al gimnasio? —preguntó ella con curiosidad.

—No, todo lo que hago es entrenar al rugby un par de veces por semana y el partidillo del finde.

—¿Y solo con eso consigues estar tan… fuerte?

—¿Solo con eso? Para mí que no has visto un partido de rugby en tu vida.

—Pues, no.

Adrián se sentó en la cama frente a ella y la contempló con los ojos entornados.

—Eso hay que remediarlo. Esta tarde tengo partido. ¿Te vienes?

—¿Yo?

—Pues, claro.

M aría meditó un instante; tuvo que reconocer que no tenía nada mejor que hacer. Por la mañana le tocaba trabajar en la peluquería pero por la tarde estaba
libre.

—Vale. M e apunto. No hay nada mejor un domingo por la tarde que ver a unos cuantos tipos pegándose de leches.

—Perdona pero a mí nadie me toca el pelo. Soy ala.

A M aría aquello le sonó como si le acabara de explicar la teoría de la relatividad porque no sabía qué quería decir con lo de que era “ala”. Prefirió no preguntar.
Ya lo descubriría por la tarde en el partido.

—¿Desayunamos?

Adrián terminó de vestirse y los dos salieron de la habitación.

En mitad del pasillo, se cogieron de la mano como si ese gesto fuera lo más natural entre ellos. Cristina y Esther habían regresado a sus habitaciones por lo que
pudieron desayunar en paz y, sobre todo, como una pareja que acabara de despertarse un domingo por la mañana.

Adrián exprimió unas naranjas que había visto la noche anterior en la nevera y M aría tostó unas rebanadas de pan de molde y después las untó de mermelada y
mantequilla. Se sentaron y dieron buena cuenta del desayuno charlando de cosas intrascendentes como el trabajo de ella en la peluquería o el de él en el hospital.
Le describió el servicio de urgencias como si se tratara de un trabajo más y no le dio demasiada importancia aunque M aría esperaba encontrarse con un médico
con el ego a la altura de su estetoscopio. Pero no. Adrián demostró una vez más que era un hombre sencillo y humilde y consiguió enamorarla un poco más. Nada más
terminar, el pediatra insistió en lavar los cacharros del desayuno pero ella no le dejó hacerlo.

—No entro hasta las nueve y no son ni las ocho. Tengo tiempo.

—Pues yo llego un poco tarde pero no me importa — apostilló Adrián mirando su reloj de pulsera y encogiéndose de hombros.

—¿A dónde llegas tarde?

—Al hospital. Tengo turno de mañana en urgencias y entro a las ocho.

M aría se aceleró de repente y lo empujó hacia la puerta de la casa. Se había tomado el desayuno con mucha calma porque pensaba que él no tenía nada mejor
que hacer pero acababa de descubrir que Adrián había preferido desayunar con tranquilidad aun a riesgo de llegar tarde al trabajo.

—Ya te vale. M e lo podías haber dicho.

—No pasa nada. M e ha encantado despertar a tu lado. Ya sabía yo que me iba a gustar.

M aría prefirió omitir el hecho de que ella ni tan siquiera había dormido. Era bonito lo que él sentía y eso era lo importante.

—Vas a tener que llevar la misma ropa que anoche.

—No pasa nada. Es lo bueno de llevar bata.

Adrián, en el vestíbulo, se inclinó hacia M aría y le dio un beso tierno como si llevaran viviendo juntos toda una vida. Quizá podría haber elegido otro tipo de
beso más pasional y sensual pero ella pensó que el joven había decidido besarla de la forma que menos esperaba por que le resultó perfecta. Se sintió unida a alguien
como nunca se había sentido y el corazón le palpitó con fuerza.

—Te voy a echar de menos —susurró Adrián.

—Yo también te voy a echar de menos.

—¿A pesar de ser un mujeriego?

—A pesar de ser un exhibicionista.

Adrián sonrió y volvió a besarla, pero esta vez se dejó llevar y lo hizo con pasión y con la necesidad de quien no puede separarse de la persona amada.
Durante un instante se miraron a los ojos con las manos entrelazadas y los corazones galopando en sus pechos como uno solo. Él fue el que dio el primer paso y se
separó de M aría aunque ese gesto le costó un esfuerzo supremo.

—Qué pena que no pueda almorzar contigo. M e tocará comerme un sándwich de la máquina sobre la marcha.

—No te preocupes. Yo tomaré algo con Felipe y después daré un paseo por el parque. ¿A qué hora terminas?

—Salgo a las cuatro. ¿Paso a buscarte?

M aría afirmó con la cabeza y él desapareció escaleras abajo pero, antes de que ella pudiera cerrar la puerta, Adrián se asomó al rellano.

—¡M aría!

Ella lo miró y sonrió.

—Dime.

—Es verdad lo que le dije a tu padre.

—¿El qué?

—Que soy el hombre más feliz del mundo cada vez que despierto a tu lado.

Adrián desapareció y M aría se quedó allí plantada con cara de boba mirando hacia el nacimiento de la escalera y pensando en que ella también se sentía más
feliz que nunca. Cerró la puerta y suspiró con fuerza.

Regresó a su habitación y se tumbó en la cama en el mismo lugar donde había dormido Adrián. Pegó la cara a las sábanas y aspiró con fuerza. Olían al médico y
se estremeció. Se giró sobre la cama, abrió los brazos en cruz y volvió a suspirar. Cerró los ojos con la imagen de Adrián medio desnudo en la cabeza y se durmió.

El sueño en el que ella se encontraba en mitad del parque y Adrián se convertía en Roberto y después, en su antiguo jefe del bufete regresó.
Esta vez, su madre y su hermana estaban acompañadas por Ivonne Spark que también se reía de ella. Volvía a esconderse en la peluquería y la puerta se abría
de nuevo con el consiguiente tintineo de la campana que sonaba una y otra vez; una y otra vez…

Abrió los ojos con esfuerzo porque la luz que entraba por las rendijas de la persiana le daba en pleno rostro. Se percató de que la campana que oía en sueños
en realidad era el timbre de su móvil y lo cogió con desgana.

—¿Sí?

—¿Cómo que sí? ¿Dónde estás?

—Hola, Felipe.

—¡Ni hola ni leches! ¿Dónde estás? M elanie todavía no ha llegado pero como lo haga antes que tú se va a pillar un cabreo que no veas.

M aría se incorporó en la cama e intentó enfocar para mirar la hora en el reloj de la mesita de noche pero no lo lograba del sueño que tenía.

—¿Qué hora es?

—Son casi las diez y ya deberías estar aquí.

El mensaje de Felipe fue como un detonante para ella que, sin pararse a colgar, tiró el móvil sobre la cama, se cambió de ropa a toda prisa y salió del piso sin
pararse a nada más.

Diez minutos después de la llamada del peluquero, entró por la puerta de la peluquería y Felipe le lanzó la bata del uniforme por encima de los lavabos. Un
instante después, apareció M elanie que les dio los buenos días muy seria como siempre.

—¿Todo bien? —preguntó mirando a sus empleados—.

¿Alguna novedad?

Felipe agachó la cabeza y rumió un “no” como respuesta. Las otras tres compañeras miraron de reojo a M aría pero negaron con la cabeza.

Las sonrió y ellas respondieron de la misma forma y supo con certeza que la época de las tensiones en la peluquería había terminado y, por mucho que le
pesase, fue gracias al intento de violación que había hecho que todas las mujeres de la peluquería se unieran e hicieran piña con el sufrimiento de M aría.

Aquella mañana pasó sin pena ni gloria entre rulos, tintes y botes de laca sin que M aría se percatara de ello. Tenía que reconocerlo. Le gustaba trabajar en la
peluquería y no echaba de menos los años dorados en los que las fiestas se mezclaban con los viajes y con los romances de una noche. Ahora aspiraba a una vida
tranquila y feliz junto a Adrián que se había metido en todos y cada uno de los poros de su piel.

—Felipe, tengo que pedirte un favor —comentó M aría media hora antes del cierre de la peluquería.

—M ientras no sea dinero… porque estoy más pegado que un sello.

—No es eso. Es que…, verás…, no sé por dónde empezar.

—Como dicen siempre en las pelis, ¿qué tal por el principio?

Sonrió al escuchar el comentario del peluquero y se acercó a él para que nadie pudiera escuchar lo que tenía que pedirle.

—Es que necesito cambiar algo en mi vida y quiero empezar por lo más básico.

—¿Un bolso nuevo?

—Algo un poco más personal —aclaró M aría que se estaba divirtiendo con el juego de adivinanzas.

—¿Unos zapatos?

—Quiero cortarme el pelo.

—¿Quieres cortarte las puntas? Pues vaya mierda de cambio.

Sacó el móvil del bolsillo y le enseñó una fotografía a Felipe que se quedó con la boca abierta al verla.

—¿En serio que quieres que te corte el pelo como a ella?

—Sí, pero no sé cómo pedírselo a M elanie para que no se enfade.

—Pero si esto le encanta a la jefa. Ya verás cómo se alegra y todo.

Felipe se acercó a M elanie y le comentó algo en voz baja. La encargada le dijo algo y después se acercaron los dos hasta donde se encontraba M aría junto a los
lavabos.

—M e ha dicho Felipe que quieres cortarte el pelo a lo Audrey Hepburn. ¿Es verdad?

—Pues sí.

M elanie observó con detenimiento la melena larga y oscura de su empleada y asintió.

—Es un gran cambio pero seguro que te queda genial. Vas a estar preciosa.

M aría no supo si lo dijo con una indiferencia mal fingida o con una ligera pena, pero se dio cuenta de que el piropo no lo había soltado como si tal cosa. La
encargada no añadió nada más y regresó a su puesto tras el mostrador.

—M anos a la obra.

Las tijeras de Felipe se movían sobre la cabeza de M aría como si de un prestidigitador se tratara y el cabello de la joven, que no se lo había cortado en varios
años, fue cayendo a sus pies como si de hojas de un árbol en otoño se trataran. En más de una ocasión M aría le pidió a Felipe que le dejara contemplar lo que hacía pero
él se negó.

—¿Acaso Velázquez enseñaba sus cuadros a medio pintar? —respondió en una ocasión.

Cuando, pasada la hora de comer, Felipe le comentó que había terminado, todas las compañeras, incluida M elanie que no habían querido marcharse hasta ver el
resultado, se arremolinaron a su alrededor y dieron su veredicto una a una.

—¡Estás espectacular!

—Te los vas a llevar de calle.

—¡Qué envidia! Y yo con este estropajo en la cabeza.

La única que no comentó nada y que tan solo se limitó a suspirar sin disimulo fue la encargada, que miraba a M aría con evidente deseo aunque tan solo Felipe
y ella misma fueron conscientes de ello.

—Bueno, ¿puedo mirarme ya?

Felipe no respondió y tan solo se limitó a girar el sillón para que M aría pudiera observarse en el gran espejo que recorría toda una pared de la peluquería. En
cuanto se vio abrió la boca y no la cerró durante un buen rato.

—M e encanta —dijo al fin—. Eres un genio, Felipe.

—Eso decía siempre mi madre. Bueno, y un chico conel que estuve y que cuando empezábamos a…

—Gracias, Felipe. —Se lo dijo a toda prisa no solo porque lo sintiera sino porque no deseaba escuchar ninguna historia tórrida del peluquero con una de sus
conquistas del pasado—. Te lo has ganado. ¡Te invito a comer!

Felipe aceptó de buen grado y, para su sorpresa, el resto de compañeras, al escuchar que ambos iban a almorzar juntos, también se apuntaron. M aría pensó
que, al igual que podía pasar con los pasteles y el café de los sábados, quizá acabara de instaurar una nueva costumbre con la quedada del domingo que les tocara
trabajar.

Aprovechando el día soleado y la temperatura agradable, se sentaron alrededor de una mesa en la terraza de la misma cafetería donde había tomado algo con
Roberto. Descubrió que no le importaba acudir allí y pudo disfrutar de la grata compañía de sus compañeras con las que prácticamente no había intercambiado ninguna
frase en la semana que llevaba trabajando en la peluquería.

—¿Es verdad que te has liado con Adrián? —preguntó Sammy, la esteticista, con la que había tenido algo de trato. M aría se volvió hacia Felipe y lo fulminó
con la mirada.

—¿Hay alguien a quién no se lo hayas contado?

El peluquero, en lugar de darse por aludido, elevó la cabeza en gesto pensativo y se encogió de hombros.

—Pues creo que no porque en la peluquería ya lo saben todas y también en el mercado y el conductor del autobús y la señora Tere, la del quiosco también lo
sabe y ella es muy cotilla y lo larga todo.

—¿Estás de coña?

—¡Ah! Y don M anolo, el de la frutería, me dijo que se alegraba mucho y que hacíais muy buena pareja.

—¡Pero si el frutero no me conoce! —advirtió M aría con una ceja levantada.

—Ni idea.
Él volvió a encogerse de hombros y las compañeras se echaron a reír.

Pidieron unas tapas y unas cervezas y comieron con apetito porque ya eran las dos y media y el desayuno quedaba muy lejos.

Felipe se inclinó hacia ella y le habló en voz baja aprovechando que sus compañeras estaban enfrascadas comentando lo que habían visto en las revistas de
cotilleos que ojeaban mientras peinaban a las señoras del barrio y ellas las leían.

—Por cierto, supongo que no has podido devolver el vestido.

—Pues, supones bien.

—El lunes por la mañana tiene que estar en la tienda así que apúntate el número de Davide y lo llamas para llevárselo esta tarde.

—¡A sus órdenes!

—No te hagas la graciosa porque se te corta el chollo. Aunque M aría se había prometido a sí misma no volver

a pedirle ningún vestido prestado al amigo de Felipe, no quería quedar mal con él por si acaso. Además, el chico se había portado muy bien con ella a pesar de
haberle tirado los tejos a Adrián en sus narices.

—Vaaaale. Esta tarde se lo llevo sin falta.

Una vez apuradas las tapas decidieron tomar un café y Sammy retomó el asunto con el que había empezado la quedada de los domingos y que no había sido
respondido.

—Entonces, ¿estás con Adrián o no? Lo digo porque no me fío de lo que nos cuenta esta portera —comentó señalando con un movimiento de cabeza a Felipe.

M aría resopló porque no le gustaban mucho los cotilleos y mucho menos cuando ella era el centro de atención pero se dijo a sí misma, que no tenía nada que
ocultar y respondió con el corazón en la mano.

—Pues sí. Adrián y yo estamos juntos. Inés silbó de admiración al escucharla.

—¡Vaya! Pensaba que no te ibas a atrever. Teniendo en cuenta las miraditas que os echaba M elanie estos últimos días después del lavado de cabeza…

M aría sonrió pero prefirió no aclarar que esas miraditas no eran porque ella se hubiera adelantado en la conquista de Adrián, sino todo lo contrario. Las
tendencias sexuales de M elanie eran solo suyas y eso debía quedar así. Lo que le sorprendió era lo observadoras que eran sus compañeras.

—Ya ves. Soy una kamikaze.

—Ya te digo.

Se echaron a reír y continuaron así durante un buen rato hasta que terminaron los cafés y se despidieron con la sensación de que ahora eran algo más que
compañeros de trabajo. M aría le dio un par de besos a Felipe y esta vez no esperó a que él se marchara en el autobús.

Entró en el parque e hizo lo que tenía pensado desde por la mañana. Dio un paseo que disfrutó con mucha tranquilidad ya que la superficie arbolada estaba
casi vacía a esas horas y, tras pensarlo durante un instante, se sentó en su banco y cerró los ojos.

Nada. Tan solo silencio. Los volvió a abrir, sonrió y se mesó el cabello recién cortado como si con ese gesto se reconciliara con ella misma. Se levantó de nuevo
con la agradable sensación de haber abandonado otro gran peso junto a aquel pequeño banco de madera y abandonó el parque.

Regresó a su casa y se sentó junto a Esther en el sofá del salón sin decir nada porque parecía que, últimamente,

las palabras sobraban con su compañera de piso, que leía una revista de cotilleos de esas que había en la mesa de la peluquería, y ni tan siquiera levantó la
cabeza. Pasaron los minutos sin hablar pero respirando tranquilidad que se acrecentaba porque Cristina no estaba allí con ellas ya que había salido con una de sus
múltiples conquistas.

—¿Quieres merendar algo? —preguntó Esther un rato después dejando la revista sobre la mesita del salón—. Voy a prepararme un bocadillo de…

M iró a M aría con detenimiento como si algo de lo que veía no le encajara, que de hecho así era, pero parecía no caer en la cuenta de lo que había cambiado. Su
cara era la de alguien que investiga un caso en plan Sherlock Holmes pero sin mucho éxito. Un ratito después, su mirada se iluminó y se dio un golpe en la frente.

—¡Ya lo tengo! ¡Te has depilado las cejas!

M aría se echó a reír al percatarse de lo poco observadora que era su compañera de piso pero no quiso explicarle lo que había cambiado en ella.

—Frío, frío.

—Estoooo… ¿un peeling facial?


—Te congelas.

—Te has quitado el bigote.

—¡Qué graciosa! —protestó M aría con el ceño fruncido—. No tengo bigote.

—Bueno, pues… ¿te has hecho mechas?

—¡Uy! Ibas hacia el Polo Norte pero te estas caldeando.

Esther miró a la parte superior de la cabeza de su amiga y entornó los ojos al tiempo que se mordía el labio inferior. Al darse cuenta de lo que llevaba
llamándole la atención un buen rato abrió los ojos de par en par.

—¡Te has cortado el pelo!

—Te acabas de quemar. Pues sí, me he cortado el pelo.

¿Cómo me queda?

M aría movió la cabeza de lado a lado como si de una modelo de champú se tratara esperando el veredicto de su vecina.

—No está mal pero a mí me gusta más el pelo largo.

Refunfuñó en voz baja porque esperaba un comentario algo más amable de Esther, pero su compañera seguía haciendo honor a su costumbre de decir siempre
lo primero que se le pasaba por la cabeza.

—Entonces, ¿quieres algo de merendar?

M aría meneó la cabeza negando y Esther se levantó del sofá y desapareció en el pasillo por lo que el silencio volvió a reinar en el piso y no despareció hasta
que casi a las cinco de la tarde sonó el timbre de la puerta.

Se levantó y, nada más abrir la puerta, Eoghan entró como una saeta, se lanzó sobre el sofá y se acurrucó junto a Esther que había dado buena cuenta de un
bocadillo de salchichón con queso y que no se sorprendió mucho al verlo. Era evidente que los dos habían pasado tiempo juntos y que el chico se sentía muy a gusto
junto a la estudiante y viceversa.

—¿Qué le pasa a esa niña? —preguntó Eoghan seña-la revista que Esther había vuelto a coger—. Tiene cara de que su mamá le haya dado espinacas.

—Pues a esa niña le pasa que es más tonta que Pichote y le ha puesto los cuernos a su novio y ahora quiere que él la perdone pero te digo que ella va detrás de
su dinero. Si lo sabré yo que he visto muchas…

—¡Esther! —exclamó Penélope desde el vestíbulo—. Si no te importa, me gustaría que mi hijo siguiera teniendo una mente acorde a su edad.

—Si tú lo dices… Pero que conste que es muy espabilado para los cinco años.

Penélope resopló y le dio dos besos a M aría antes de entrar en el salón. Allí se quedó mirándola con el mismo detenimiento que Esther unos minutos antes
pero no hizo falta el juego de los acertijos. Penélope, como buena periodista, era mucho más observadora que su compañera de piso.

—¡Vaya! Te queda genial. Es muy atrevido.

—M uchas gracias. Necesitaba un cambio y me he lanzado.

La madre del niño miró de nuevo la corta cabellera de M aría y suspiró con tristeza.

—Yo también necesito algún cambio pero no sé si me atrevería a cortarme el pelo.

—Bueno, quizá puedas empezar por algo menos agresivo. ¿Por qué no te vienes por la pelu y te das unas mechas? Estoy segura de que te quedarían muy bien
de color violín.

Penélope asintió pensativa y M aría advirtió que comenzaba a sentirse demasiado a gusto en la peluquería como para aconsejar a la gente sobre lo que debía y
no debía hacerse. Quizá fuera bueno pero le daba algo de miedo que el mundo tal como lo vivía ahora mismo se pudiera resquebrajar, pero no podía volver a
comportarse como una mujer cobarde. No se lo podía permitir. Un instante después sonó el timbre de la puerta y Eoghan se levantó de un salto y corrió hacia la
entrada.

—¡Es el tío! ¡Es el tío!

En cuanto M aría abrió la puerta y se encontró con Adrián, se preguntó por qué no había decidido el chico llamar a ese hombre como “tío” un poco antes. Eso
le hubiera aclarado las cosas y no habría hecho el ridículo como ya lo había hecho.

—¿Estáis listos? —preguntó el médico que sonreía de oreja a oreja al ver allí juntos a su sobrino, que ya descansaba en sus brazos, a su hermana y a M aría que
lo observaba con ternura. Le encantaba cómo abrazaba a Eoghan y se dijo que, con toda seguridad, sería un buen padre.
Penélope se acercó a M aría y le dio un suave toque en el codo.

—¿También te ha engatusado para que vayas a verlo jugar al rugby?

—Pues sí. La verdad es que no he visto nunca un partido. Bueno, los tortazos que salen de vez en cuando en la tele pero poco más.

—A ver, señoritas cotillas —comentó Adrián con el por caballeros.

—¿Y eso quiere decir que no os dais tortas?

—Hermanita, no nos damos golpes sino que defendemos nuestro territorio como hombres.

Penélope se rio y acercó su rostro al de M aría para hablarle en voz baja.

—Tú ten cuidado que seguro que te lleva a rastras del pelo hasta su cueva.

M aría también se echó a reír y Adrián refunfuñó porque había escuchado a la perfección el comentario de su hermana y no le había gustado nada pero decidió
no echar más leña al fuego.

Se dio media vuelta y comenzó a bajar las escaleras con Eoghan en brazos y seguido de cerca por su hermana y por M aría que se miraban de vez en cuando y
soltaban algunas risitas que desesperaban a Adrián aunque, de alguna forma, le gustaba verlas a las dos juntas y llevándose tan bien. Todo lo contrario de lo que le había
pasado con la última pareja con la que había estado y que tanto daño le había hecho.

Sacudió la cabeza y espantó los fantasmas de Soledad, la mujer que lo había anulado como hombre y le había ofrecido en bandeja de plata el cruel reflejo de su
propio nombre.

Nada más llegar a la calle, Eoghan se plantó delante de un vehículo esperando que le abrieran la puerta y M aría se quedó con la boca abierta. No lo había
pensado mucho pero quizá esperara encontrarse con un deportivo o un todoterreno más acorde con un hombre soltero Pero no. Lo que había aparcado frente al portal
de su casa era un monovolumen en toda regla.

Adrián abrió la puerta de atrás y Eoghan se sentó en una silla infantil que también sorprendió a la joven.

—¡Qué! ¿Te esperabas un Porsche Carrera o algo por el estilo? —preguntó Adrián con sorna.

—Pues si te digo la verdad, un poco. No te imaginaba con un monovolumen en plan padre de familia ahora que sé que eres el soltero de oro del barrio.

—Bueno, no tanto como de oro. Podemos dejarlo en plata. Además, necesitamos este coche para ir de camping porque eso es lo que vamos a hacer este
verano. ¿A qué sí, Eoghan?

—¡Siiiiiiiií! ¡Camping, camping, camping!

—Bueno, ¿nos vamos?

Penélope se sentó en el asiento de atrás junto a su hijo y M aría le agradeció ese gesto porque imaginaba que siempre iría sentada junto a su hermano. Se
acomodó junto al médico y se percató de que ni tan siquiera le había comentado nada del corte de pelo. Por lo visto, Adrián no era parecido a su hermana en ese aspecto
y no era tan detallista.

—Por cierto, te queda de cine el corte de pelo.

M aría se ruborizó al escuchar el comentario de Adrián que la miraba de reojo con evidente deseo.

—¿De cine?

—Sí, podría ser en plan Audrey Hepburn o en plan las películas de Arturo. Casi preferiría una de esas pero tendremos que esperar hasta esta noche.

M aría ahora no se ruborizó sino que sintió como se encogía todo su ser al escuchar de los labios de Adrián lo que parecía una proposición en toda regla para
esa misma noche. Teniendo en cuenta que las películas de Arturo, a las que se refería el médico, pertenecían al cine porno, no quería ni imaginarse lo que podía pasar
entre ellos dos. Pensar en fuegos artificiales le resultaba de poca intensidad. Un terremoto. Ellos dos juntos podían ser como un auténtico terremoto y eso hacía que
hirviera por dentro.

—¿Por qué aprietas las piernas? —preguntó el pediatra acercándose un poco a ella para que su hermana no lo oyera—. ¿Algún pensamiento pecaminoso?

M aría sintió deseos de decirle un par de cosas muy claras pero lo peor de todo es que Adrián tenía razón y, sin pensarlo, había apretado las rodillas intentando
que desapareciera el cosquilleo que sentía en el abdomen.

—Anda, arranca de una vez y deja de fijarte en mis piernas.

Adrián soltó una carcajada, arrancó el monovolumen y se pusieron en marcha.


—Yo, de mayor, también voy a jugar al rugby —comentó Eoghan de repente.

—Tú, de mayor, te vas a dedicar a algo donde no te rompan la crisma.

Adrián miró por el espejo retrovisor a su hermana y sonrío con ternura para luego volver a fijar la vista en la carretera.

—Adrián, ¿podemos pasar por la tienda de Davide después del partido?

—Podemos pasar ahora. Queda casi una hora para el partido.

M aría le mandó un WhatsApp al amigo de Felipe y quedaron en verse diez minutos después en la tienda. Por suerte el chico vivía a dos calles de allí.

M edia hora después y con el vestido ya entregado, entraban en una avenida ancha dentro de la Ciudad Universitaria y Adrián detenía el vehículo junto a un
campo de rugby con una hierba impecable. No sabía por qué pero a M aría le gustó ese lugar.

Bajaron del vehículo y Penélope cogió a Eoghan de la mano para llevarlo hasta las gradas aunque el chico insistía en que quería acompañar a su tío a los
vestuarios.

—De eso nada, jovencito. Bastante testosterona hay en el ambiente como para que escuches todos los tacos que suelta tu tío y los demás cuando están todos
juntitos.

Adrián se encogió de hombros, atusó el pelo del niño y después hizo lo mismo con el de M aría que protestó.

—¡Eh! ¡Qué no tengo cinco años!

—Con ese pelo a lo garçon lo pareces.

—¿A sí? Pues a ver si un garçon te hace lo que te voy a hacer yo esta noche.

Adrián miró por encima del hombro de M aría y se sonrojó. Penélope, alucinada por el comentario de su vecina, abrió los ojos y también los dirigió hacia donde
miraba su hermano. M aría, con lentitud, se giró y se encontró con todos los miembros del equipo de rugby de Adrián que esperaban a su capitán. Éste pasó por el lado
de la joven y le rozó con suavidad el trasero. Ella dio un respingo y se vio tentada de soltarle una colleja al médico pero no reaccionó al sentirse observada.

—Anda, capitán, vamos al vestuario —comentó uno de los jugadores que era una cabeza más alto que Adrián—. Y no pienses mucho en lo que van a hacerte
esta noche si quieres que ganemos el partido.

Todos los compañeros de Adrián se echaron a reír y, entre empujones y comentarios soeces, desaparecieron por una puerta de chapa que conducía debajo de
las gradas.

—Anda, vamos a comprar unas patatas o algo —comentó Penélope con una sonrisa traviesa en los labios.

Una vez sentadas en el graderío, M aría miró a uno y otro lado y descubrió que no eran las únicas mujeres en acudir a ver los partidos de sus parejas. Eso le
llamó la atención y Penélope pareció darse cuenta.

—Ya ves. Es lo que tienen los hombres. Les gusta demostrar que son el sexo fuerte. Si ellos supieran la verdad…

—¿La verdad?

—Sí, que ellos se sienten fuertes cuando nosotras estamos cerca para verlos. Son como los niños pequeños; Solo lloran si hay alguien cerca que pueda
escucharlos.

A M aría le hizo gracia la forma de ver al género masculino de Penélope y se preguntó si tendría algo que ver con el padre de Eoghan. Una vez más, la hermana
de Adrián pareció leerle la mente.

—Todos los domingos me tocaba tragarme el partidito de fútbol de las narices y, por si ello fuera poco, por la tarde

venían sus amigos a casa y jugaban al mus hasta las mil. No te puedes ni imaginar lo sola que me he sentido los domingos.

—Pero ahora vienes a ver a tu hermano.

—Lo hago por Eoghan. Desde que nos separamos solo nos vemos de vez en cuando por el barrio y damos un paseo como una parejita feliz. Pero mi hijo
necesita mucho más.

M aría miró al niño que estaba entretenido comiendo patatas fritas y bebiendo un refresco de limón a la espera de que apareciera su tío al que era evidente que
idolatraba.

—No puedo quejarme de mi hermano —añadió Penélope con voz triste—. Te ha hecho gracia lo del monovolumen y no ibas muy desencaminada. El año
pasado, Adrián vendió su Porsche Carrera y se compró la furgoneta para poder llevar todas las cosas de Eoghan. De vez en cuando, meten las bicis y se escapan a la
sierra de excursión. M i hermano va a ser un padrazo.
M aría se ruborizó al recordar que ella misma había pensado lo mismo de él un instante antes al ver como abrazaba a Eoghan y al comprobar lo mucho que el
niño lo quería. Suspiró sin saber muy bien por qué y no añadió nada más porque los jugadores saltaron al campo y el pequeño comenzó a gritar. Ella misma se encogió
al ver la vestimenta de Adrián.

Llevaba puesta una camiseta muy ajustada que realzaba cada uno de los músculos que M aría había visto la noche anterior y unos pantalones muy, muy cortos.
Tuvo que obligarse a soltar el aire que se había quedado retenido en sus pulmones.

—¡Tío! ¡Tío!

Adrián se acercó a la grada y le lanzó un beso a su sobrino que sonrió satisfecho y se sentó de nuevo con la bolsa de patatas en la mano.

Los jugadores se distribuyeron por el campo y, un instante después, sonó un silbido y el balón salió disparado por los aires justo en la dirección en la que se
encontraba Adrián.

M aría observó cómo caía entre varios jugadores que se lanzaron a por él como si fuera un auténtico tesoro. Lo peor de todo era que ese objeto parecía interesar
de igual manera a los componentes del otro equipo, los cuales se lanzaron sobre Adrián y sus compañeros formando una montaña humana.

—Respira —le aconsejó Penélope al ver que ella no exhalaba—. Ya te acostumbrarás.

Pero ella no se acostumbró. Cada vez que Adrián se veía envuelto en una de esas trifulcas deseaba verlo ponerse en pie y respiraba aliviada en cuanto lo veía
aparecer íntegro.

Con el paso de los minutos fue advirtiendo un hecho que la tranquilizó y era que el cometido de Adrián parecía ser el de correr con el balón sin ser alcanzado y
no el de formar las montañas humanas por lo que se sintió aliviada. Pero ese alivio desapareció en cuanto vio a un nuevo jugador del equipo contrario salir de los
vestuarios.

La sangre se le heló en las venas y Penélope se percató al ver su rostro tornarse del color de la harina.

—¿Qué pasa? —La hermana de Adrián volvió su cabeza hacia donde M aría miraba y también se estremeció.

—Esto no es bueno —comentó en voz baja—. Ha debido pagar la fianza.

Al ver al hombre que había intentado violarla allí en el campo de rugby, se encogió y temió por su integridad aunque, nada más salir al campo, vio que se
acercaba a Adrián y le decía algo a su oído. El médico miró hacia donde se encontraba M aría pero tuvo que volver a centrarse en el partido porque nadie descansaba.

—¿Tú crees que le hará algo a Adrián?

La pregunta de M aría tuvo respuesta en tan solo un par de minutos, en el momento en el que un balón cayó en tierra de nadie entre Adrián y su compañero
más cercano y los dos tuvieron que lanzarse a por él. El tercero en llegar al lugar del equipo contrario fue Roberto y, antes de lanzarse sobre el balón, aprovechó para
pisarle la cabeza a Adrián con los tacos de aluminio.

M aría, desde donde estaba, pudo ver como el médico se encogía de dolor pero no soltaba el balón. A partir de ahí dejó de verlo porque unos cuantos jugadores
cayeron sobre ellos provocando un auténtico caos.

Las dos mujeres observaban la escena levantadas en sus asientos y contemplando como, uno a uno, los jugadores se iban levantando permitiendo hacer lo
mismo a los que se encontraban debajo de ellos. Cuando terminó de deshacerse la montaña solo quedó uno tendido en el suelo con el balón abrazado como si le
perteneciera, pero sin moverse.

M aría ahogó un grito. Un instante después, Adrián comenzó a moverse y se incorporó pero su camiseta era un poema; Un poema rojizo.

La sangre manaba de una herida abierta sobre su ceja y Penélope se lanzó al campo y, con ayuda de unos compañeros, lo sentaron en el banquillo. M aría cogió
a Eoghan en brazos y se acercó a su encuentro, donde la hermana de Adrián le había puesto en la herida unas gasas que habían encontrado en el botiquín de urgencia del
equipo y las apretaba con fuerza. Adrián le guiñó el ojo sano a su sobrino.

—No te preocupes, Eoghan —le dijo apretando los dientes—. Duele menos de lo que parece.

Penélope, sin pedirle permiso a nadie, entró en el vestuario masculino y salió con la bolsa de su hermano en la mano.

—Vamos, para ti ha terminado el partido.

—Pero…

—¡Ni peros ni gaitas!

Adrián se levantó refunfuñando y miró hacia el campo donde Roberto lo observaba con una sonrisa cínica en los labios. M aría lo miró de reojo pero decidió
desviar la mirada. No quería saber nada de ese hombre y mucho menos después de lo que le había hecho a su compañero de trabajo.

Por suerte para Adrián, el hospital Clínico estaba muy cerca del campo y lo atendieron bastante rápido en urgencias. Quizá tuviera algo que ver el hecho de
que preguntara por el jefe del servicio y se presentara como un “colega”.
Fuera como fuese, cincuenta minutos después se encontraban de camino a casa.

Adrián iba sentado junto a Penélope en el asiento de delante y M aría con Eoghan en el posterior. El médico estaba pálido aunque intentaba sonreír.

—M ira que te lo he dicho un millón de veces. Ese deporte es de brutos.

—Sabes que no es así, Pe. Si no hubiera aparecido Roberto…

—¿Tú sabías que hoy jugabais contra su equipo? —preguntó la periodista extrañada.

—Pues la verdad es que no había caído —explicó Adrián sonriendo a M aría y mirándola por el rabillo del ojo—. Últimamente no sé dónde tengo la cabeza.

Llegaron a su casa y Penélope cogió la bolsa para llevarla a su piso. No quería dejar que su hermano se fuera a su casa después de los puntos de sutura que
habían tenido que darle sobre una de las cejas. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio como él cogía la mano de M aría y se pegaba a ella como un niño pequeño.

No se enfadó. Le encantaba ver a su hermano así y, al contemplar como su vecina también sonreía feliz, asintió y se marchó con Eoghan.

—¿No te importa hacer de enfermera?

—M ientras no tenga que ponerme el vestido que llevaba la de la peli que doblamos… —respondió ella con picardía.

—¿Te refieres a la que le estaba comiendo…?

—¡Vale! No hace falta que describas la escena, listillo.

Entraron en la vivienda y M aría acompañó a Adrián a su habitación, lo ayudó a tumbarse en la cama pero, en cuanto él se encontró en posición horizontal,
volvió a levantarse con esfuerzo.

—No puedo acostarme así. Tengo que ducharme.

—Pero si no has jugado ni diez minutos.

—Da igual. Tengo polvo hasta en las pestañas.

M aría sacó una toalla del armario y se la lanzó con cuidado para no darle en la brecha.

—Pero esta vez te desnudas en el baño porque no quiero que montes ningún espectáculo en mitad del pasillo.

Adrián se levantó y se acercó con pasos decididos e insinuantes.

—¿Qué pasa? ¿No te gustó mi striptease?

—Sí, gracioso —respondió ella poniéndole la mano en el pecho para que no se acercara más—. Y a Cristina también le gustó. ¡Así que a desnudarte al baño!

Adrián refunfuñó pero obedeció y salió de la habitación con la bolsa de deporte que al final no se había llevado su hermana y donde tenía ropa limpia y con la
toalla en la otra mano.

M aría se sentó en la cama y esperó a escuchar el agua de la ducha correr para poner en marcha su fantasía. Pensar en Adrián bajo la ducha tan cerca de ella
hacía que se excitara y pensara en algunas escenas de las que había doblado con el médico. Pero esta vez no fue necesario que utilizara su imaginación porque Adrián
regresó un momento después con el torso descubierto y se apoyó en el quicio de la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó M aría con la boca seca.

—Pues que, como médico, tengo que decirte que es peligroso que me duche por si me mareo y me caigo.

—Pues entonces no te duches.

—Soy un hombre muy limpio y aseado.

M aría tragó saliva porque le costaba preguntar lo que bullía por salir de sus labios. Hizo un supremo esfuerzo y se lanzó a la piscina sin flotador y, a decir
verdad, casi sin agua.

—¿Y qué sugieres?

Aunque M aría no pudo verlo, Adrián también tragó saliva antes de hablar.

—He pensado que podías ducharte conmigo y así vigilas por si me mareo.

Se levantó de la cama, se aproximó al médico contoneando las caderas y moviendo su cabello corto con la mano. Se sentía sugerente como para excitar a Adrián
pero lo que ella no sabía es que no hacía ninguna falta que ella hiciera nada porque a él ya le latía el corazón a mil por hora.
Cuando vio como ella le cogía de la mano y lo acompañaba al baño, notó otras partes del cuerpo que reaccionaron a la misma velocidad que su imaginación.
Nada más cerrar la puerta, M aría se arrodilló ante él y comenzó a desatarle el pantalón del chándal. Se lo quitó muy despacio y él se quedó tan solo con unos slips
ajustados que marcaban toda su virilidad.

—Esto no es justo —dijo arrastrando las sílabas—. Tú llevas demasiada ropa.

M aría se levantó mientras pasaba su mano por el torso del médico y se quitó la camiseta sin cesar en sus movimientos sensuales. Llevó sus manos a la espalda
y esperó unos segundos para disfrutar de la sensación de sentirse deseada, que reflejaban los ojos de Adrián que, en cuanto el sostén cayó al suelo a su lado, clavó su
mirada en los senos de la joven.

Se inclinó sobre ellos y, mientras acariciaba uno con su mano, el otro acabó en su boca para deleite y placer de la mujer que gimió al sentir la lengua de Adrián
juguetear con la areola de su pezón. Sintió como todo su ser se estremecía y se excitó de tal forma que pensó que no podría aguantar mucho más.

—Para. Como sigas haciendo eso me voy a… me voy a…

—M ira, como me pasó a mí en la tienda de ropa —replicó él con tono burlón deteniendo su juego tan solo un instante.

En cuanto volvió a recorrer con la lengua uno de los pezones de M aría, ella se arqueó y estuvo a punto de llegar al orgasmo. Debía usar todas sus armas para
detener a Adrián y lo hizo.

Bajó su mano y la metió dentro del slip del médico que, al notar como ella agarraba su miembro y comenzaba a mover la mano arriba y abajo, se encogió y
gimió como ella había hecho un instante antes.

—Para. Como sigas voy a… voy a…—Adrián se desasió como pudo y dejó caer una toalla en el suelo.

Abrazó a M aría y la tumbó sobre la tela. Le desabotonó el pantalón vaquero y se lo bajó de un tirón arrastrando en el movimiento la ropa interior que quedó
tirada junto a ellos y al resto de prendas. Se arrodilló entre sus piernas y se lanzó a saborear la fruta prohibida.

En cuanto posó su lengua en su clítoris, ella arqueó su cuerpo y cogió la cabeza del médico con las dos manos para que no se detuviera. Él recorrió cada pliegue
con su lengua y la introdujo en la húmeda abertura al tiempo que su dedo índice horadaba el mismo camino. Los labios de Adrián atraparon el corazón del placer de
M aría y su dedo resbaló en su interior y acarició cada rincón de la recóndita caverna que él deseaba penetrar, pero no lo logró.

El orgasmo sorprendió a M aría como si un millón de plumas acariciaran cada rincón de su ser y de sus entrañas provocándole tal sensación que se dejó caer
sobre el suelo desmadejada como un muñeco de trapo. Adrián sonrió satisfecho.

—¡Vaya! Dos a uno.

M aría, el escuchar el comentario de Adrián, se incorporó y lo empujó sin miramientos. El médico cayó sobre el frío suelo de gres y se estremeció pero mucho
más cuando notó como ella se abalanzaba sobre él y, en un solo envite, se metía su miembro en la boca.

M ás que gemir, gritó de placer y de sorpresa y se dejó llevar sintiendo cada movimiento de la lengua de ella que recorría su enorme virilidad y se detenía en su
glande donde jugueteaba antes de seguir con su recorrido. Como le había pasado a M aría, el orgasmo le llegó de tal forma que ella tuvo el tiempo justo para apartarse.

—¡Eh! ¡Casi me das!

Adrián mezcló los gemidos de placer con la risa que le provocó M aría con su comentario y se retorció junto a ella que se resistía a soltar su preciada presa.

—Como sigas así, me la vas a arrancar.

Ahora fueron los dos los que rieron al unísono hasta que Adrián se levantó, la abrazó con fuerza y la arrastró a la bañera.

—Esto es empate a dos pero por poco tiempo.

Para su sorpresa y para la de M aría, el médico notó como volvía a excitarse.

Ella cogió la esponja del baño y le echó gel antes de comenzar a recorrer con ella el cuerpo musculoso de Adrián.

Ambos se dejaron llevar sintiendo cómo sus cuerpos se fundían en uno solo y, cómo sus corazones latían al unísono mientras su excitación crecía y les llevaba
a continuar con un juego que los dos anhelaban desde hacía mucho tiempo.
Capítulo 13

14 de abril de 2014

M aría se giró al escuchar un movimiento a su espalda pero Adrián seguía durmiendo. La noche había sido un derroche de pasión a partes iguales y el médico
parecía estar recuperándose del golpe recibido en el partido de rugby y de todo lo que había ocurrido entre esas cuatro paredes unas horas antes. Pero M aría, se había
desvelado cuando los primeros rayos del sol comenzaban a hacer acto de presencia y la mejor compañía había vuelto a ser su ordenador y la novela que crecía a la misma
velocidad que su amor por Adrián.

Se sentó en la superficie fría del sofá y se quedó contemplando el torso desnudo del fisioterapeuta que brillaba como un dios de marfil bajo los refulgentes
rayos del astro rey. Aquel cuerpo que unas horas antes le había pertenecido

y que se había fundido con el suyo formando uno solo y escribiendo una página de pasión en la novela triste de su vida que, después de mucho tiempo,
buscaba un epílogo feliz...

Volvió a escuchar el mismo ruido de las sábanas y dejó de escribir al instante porque tuvo la sensación de que alguien la observaba. Se giró con lentitud y, al
ver a Adrián mirándola con ojos de sueño, cerró el portátil y se levantó de la silla. Se estiró cuanto pudo y se dejó caer en la cama junto al médico.

—Buenos días. ¿Has descansado?

—La verdad es que sí —respondió Adrián con una sonrisa—. Después de lo de anoche, lo necesitaba.

—¿Lo de anoche? —inquirió M aría con coquetería—.


¿Qué es lo de anoche?

Él la miró con fijeza y se puso serio.

—¿No lo recuerdas?

—No mucho.

—Pues entonces, le puedes preguntar a tus amigas o a los vecinos porque teniendo en cuenta lo que gritabas…

M aría se levantó con cara de malas pulgas, cogió un cojín del suelo y se lo lanzó a Adrián que lo esquivó sin mucha dificultad.

—No gritaba —refunfuñó.

—Si tú lo dices…

Ella, al ver el gesto dulce y algo infantil de Adrián, se arrodillo junto a la cama y se inclinó para besar al médico pero éste puso una mano delante y le impidió
acercarse.

—No puedo hacer nada con la morsa con vegetaciones pero sí con la halitosis matinal.

Se levantó de la cama y se acercó a su mochila.

A pesar de la noche de pasión, al verlo como Dios lo trajo al mundo, M aría abrió la boca de par en par y se excitó. Adrián se inclinó para coger la mochila y
ella se acercó con rapidez y le agarró una de las posaderas.

—¡Joder! —exclamó él al tiempo que soltaba la mochila y se daba la vuelta—. ¡Qué susto me has dado! ¿A qué ha venido eso?

Al ver como M aría lo observaba con deseo mientras se mordía el labio inferior, Adrián no pudo evitar excitarse y su miembro comenzó a crecer bajo la atenta
mirada de ella que lo devoraba con los ojos.

—Ya veo a lo que ha venido —comentó el médico con sensualidad.

Se acercó a M aría que aún permanecía de rodillas y ella se lanzó a por su pene pero él la esquivó y saltó sobre la cama. Ella se giró y saltó sobre él al tiempo
que se quitaba la camiseta y le ofrecía sus pechos que Adrián recibió con desesperación.

Se introdujo uno en su boca y ella gimió de placer pero, acto seguido, ella se separó y fue resbalando su cuerpo rozando con sus senos el torso de Adrián que
se estremeció de placer. M aría resbaló su barbilla sobre el glande y Adrián gimió, pero cuando vio que ella se lanzaba para introducirse su miembro en la boca, se
incorporó y se levantó de la cama para sorpresa de M aría que no se lo esperaba.

—¿Qué haces? —preguntó extrañada.

—M e apetece ducharme.

—¿Y tiene que ser justo ahora? —inquirió molesta y excitada a partes iguales.

—Pues sí. ¿M e acompañas?

Volvió a sonreír con picardía y saltó de la cama. Cogió dos toallas del armario y abrió la puerta de su habitación con mucho cuidado. M iro a uno y otro lado
pero el piso parecía desierto y no se escuchaba nada.

—Vamos. No hagas ruido.

Cruzó el pasillo y abrió la puerta del baño que chirrió ligeramente. Comprobó que no había nadie dentro y le hizo un gesto a Adrián que atravesó el pasillo
completamente desnudo y excitado. En cuanto él hubo entrado en el baño, M aría cerró la puerta y el pestillo y dejó caer las toallas al suelo. No esperó más.

De un movimiento rápido se bajó los pantalones del chándal, arrastrando el tanga en su movimiento, y se lo quitó por los pies bajo la atenta mirada de Adrián
que no podía apartar la vista del triángulo oscuro que parecía atraerlo como la miel a las moscas.

Hizo amago de acercarse pero ella fue más rápida, se arrodilló frente a él y de un envite certero se introdujo el miembro de Adrián en la boca. Lo volvió a sacar
y lo recorrió varias veces con la lengua desde la base hasta la punta.

—Esta vez no quiero parecer un adolescente desesperado —le dijo al ver la mirada confundida de M aría—. Seguro que pesas poco.

La levantó en vilo y, antes de que ella pudiera decir nada, la atrajo hacia sí y la penetró como si su pene llevara un radar incorporado. M aría gimió y él dio un
paso hacia el lavabo. Con una mano, agarró una toalla y la dejó caer sobre la fría superficie de porcelana para, acto seguido, sentarla sobre la tela.

Comenzó a moverse delicadamente dentro de ella pero M aría empezó a gemir cada vez más ruidosamente y Adrián se dejó llevar, por lo que aumentó la
velocidad y la fuerza de sus movimientos. Ella arqueó el cuerpo al notar como llegaba al clímax y el médico comenzó a gruñir porque la contracción de los músculos
vaginales lo estaba arrastrando al orgasmo. M aría cerró los ojos y…
—¡A ver! ¡Los macacos salidos! ¡Necesito el baño!

Al escuchar los gritos de Esther y los golpes en la puerta, Adrián detuvo sus embestidas y los dos esperaron en completo silencio.

—¡Os doy cinco minutos!

Escucharon como Esther volvía sobre sus pasos y se encerraba de nuevo en su habitación. M aría miró a Adrián y se encogió de hombros.

—M e ha cortado el rollo.

—Pero a mí no.

El médico volvió a moverse dentro de ella y M aría, que no se lo esperaba, soltó un grito y comenzó a sentir un inmenso calor en su vientre. Cerró los ojos de
nuevo y volvió a gritar al notar como un orgasmo impresionante se apoderaba de cada uno de los músculos de su cuerpo. El vello se le erizó y, con las dos manos, agarró
los glúteos de Adrián, abrazó su torso con las piernas y lo atrajo más en su interior.

Adrián, para sorpresa de M aría, la cogió en vilo de nuevo e intentó apoyarse en una de las paredes pero se trastabilló y acabó sentándose en el cubo de la ropa
sucia que no aguantó el peso de los dos y se reventó.

Ambos cayeron sobre un mueble que se venció y del que cayeron unos cuantos botes de champú y gel. El médico, sin soltar a M aría, logró apoyarse en el
toallero del lavabo que, como si se confabulara contra ellos, tampoco soportó el peso y se desgajó de la pared.

—¡Eeeeeehhhh! —gritó Esther desde el pasillo—. ¿¡Llamo a la policía o qué!? ¡Joder, parece que estéis matando a alguien! ¡No hay que montarla para echar
un polvo!

En el interior del baño, Adrián intentó separarse de M aría al escuchar a su compañera de piso pero ella no le dejó y volvió a atraerlo hacia su interior.

A él le pilló por sorpresa la reacción de la joven y tuvo el tiempo justo para sentarla de nuevo en el lavabo antes de eyacular.

—¡Qué calor! —exclamó ella con la mano en la frente—.

¡Estoy sudando como un pollito!

—Bueno, íbamos a ducharnos.

—Ni de coña. Te aseguro que Esther va a cumplir su promesa así que nos toca limpiarnos con toallitas .

M aría estuvo a punto de caerse al ponerse en pie porque le temblaban las piernas pero Adrián consiguió sostenerla. Abrieron la puerta, se asomaron al pasillo
y lo atravesaron a toda prisa. Ya en la habitación, se encerraron y Adrián se dejó caer en la cama.

—Estoy escocida.

—¡Que burra eres! —replicó Adrián sin pensar.

—No, lo digo en serio. Llevaba tanto tiempo sin… sin…

—Eso explica lo de los gritos.

—¡Qué yo no grito!

M aría se sentó junto al médico, sacó unas toallitas húmedas de la mesita de noche y le lanzó dos a él que las cogió al vuelo.

—Por cierto, ¿estarás tomando la píldora?

—Sí. Y también llevo puesto un DIU.

—Eso está bien —afirmó Adrián complacido por la respuesta.

—Claro, por eso anoche lo hicimos con preservativo todas las veces —comentó ella con sorna.

Adrián la miró, meditó su respuesta y volvió a observar su gesto preocupado. Se quedó pensativo sin encontrarle sentido a todo eso.

—¿Qué píldora tomas?

—¡Vaya mierda de pediatra! —exclamó ella—. ¿No te parece un poco raro que use preservativos, lleve puesto un DIU y tome la píldora?

—Pues un poco sí.


Ella se cruzó de brazos y puso cara de niña pequeñaenfadada.

—Pues si conoces a algún médico ya le puedes ir pidiendo que me recete la píldora del día después…

Adrián resopló y se dejó caer en la cama. Ella hizo lo mismo y los dos se quedaron contemplando el techo en silencio durante unos minutos.

—Luego te doy la receta.

—M e parece bien. Silencio.

—Gritas mucho.

—Vete a la mierda.

Los dos volvieron a quedarse callados pero solo duro un instante porque Adrián comenzó a reírse y ella tampoco pudo aguantarse y los dos acabaron
retorciéndose de risa.

En cuanto se tranquilizaron, Adrián se giró y apoyó el codo sobre la cama y la barbilla en su mano.

—¿M e vas a decir alguna vez lo que escribes?

—No.

—¿Nunca?

—No.

—¿Ni aunque te lo pida por favor?

—No.

—Ni aunque…

—No.

—Pero…

—No —.M aría se levantó de la cama, se puso el pantalón del chándal y la camiseta y le tiró a Adrián su ropa.

—Anda, vístete y vamos a desayunar que tengo mucha hambre.

Unos minutos después, entraban en la cocina donde Esther y Cristina desayunaban acompañados por un chico rubio y alto que solo llevaba puesta una
camiseta.

—¡Eeeeeeeh! —saludó el chico levantando la mano.

—¡Eeeeeeeh! —replicó Adrián copiando el mismo gesto.

M aría consiguió aguantar la risa porque no quería enfadar a Cristina que por lo menos había tenido la decencia de salir con ropa interior.

En cuanto la chica se giró para coger una taza del fregadero mostrando el tanga y buena parte de su culo a todos los presentes, Adrián la miró de reojo y M aría
le dio un codazo en las costillas.

—¡Ay! ¡M e has dado un golpe!

—¿En serio? —preguntó M aría con dulzura—. No me he dado cuenta.

El truco funcionó porque Adrián no volvió a mirar a Cristina aunque la chica parecía hacer un supremo esfuerzo para moverse por la cocina como si tuviera
que realizar un millón de tareas. Adrián comenzó a sentirse incómodo por lo que se levantó y se desperezó.

—Bueno, tengo cosas que hacer en casa. M ejor desayuno allí.

Salió de la cocina, regresó a la habitación de M aría, agarró su mochila y le dio un beso en los labios a la joven.

—¿Te parece si comemos juntos?

—¿Hoy no trabajas?

—No.
—Pues entonces, vale.

—Paso a buscarte a las dos y, si quieres, nos vamos al centro. Conozco un buen restaurante.

—M e parece bien.

M aría acompañó a Adrián al vestíbulo, se dieron un beso en los labios sin poner demasiada pasión, ya que la habían agotado unos minutos antes, y él
desapareció escaleras abajo.

Ella cerró la puerta y regresó a la cocina. Bajo la atenta mirada de sus compañeras de piso y del novio de turno de Cristina, se preparó un cacao y se sentó en
una de las sillas. Comenzó a dar pequeños sorbos pidiendo para sí un poco de tranquilidad.

—Gritas mucho —dijo Esther, de repente.

—¡Tú alucinas! —protestó M aría indignada porque la tranquilidad había desaparecido antes de comenzar—. Seguro que era Cristina.

—Ni de coña —dijo la rubia con un gesto como si espantara una mosca—. Lo de anoche parecía la Casa del Terror del Parque de Atracciones.

Al escuchar cómo se metían con ella sus dos compañeras de piso, se levantó enfadada y salió al pasillo. Un instante después volvió a asomar la cabeza.

—¡Y que conste que no grito!

El chico rubio pasó por su lado con un vaso de leche en

una mano y rascándose sus partes nobles con la otra.

—Tus amigas tienen razón. Gritas mogollón.

M aría resopló, cogió las llaves de casa y salió por la puerta protestando justo en el momento en el que la señora Ortega bajaba las escaleras.

—Buenos días —saludó con una enorme sonrisa.

—Buenos días, señora Ortega.

—Por favor, puedes llamarme Amanda. Ya me contó Arturo el gran trabajo que hiciste en el doblaje. Quería darte las gracias.

—No tiene que hacerlo. M e lo pasé muy bien. Bueno…al principio no.

Amanda se echó a reír y le puso la mano en el brazo a M aría.

—La primera vez que me tocó doblar porno allá en M éxico, mi tierra, mi partener estuvo riéndose durante varios días. M e dijo que le recordaba a su abuelo,
que era herrero, cuando marcaba al ganado.

M aría se echó a reír sobre todo al pensar en el comentario que le había hecho Adrián sobre que le recordaba a la berrea del ciervo. Parece que la historia se
repetía.

—¿Es usted de M éxico?

—Sí, de uno de los lugares más peligrosos del planeta—dijo ella bajando poco a poco la voz.

—¿De dónde? —inquirió la joven con el mismo volumen.

Amanda miró a uno y otro lado del rellano como si alguien estuviera interesado en conocer su lugar de nacimiento.

—De Ciudad Juárez.

M aría repitió el mismo gesto que su vecina, se acercó a ella y bajó aún más la voz.

—Vale. M e voy a dar un paseo.

—M uy bien —susurró Amanda—. Yo voy a la farmacia.

—¿Por qué hablamos tan bajito? —preguntó M aría sin atreverse a elevar la voz.

—No lo sé.

Las dos carraspearon y se estiraron todo lo que pudieron porque habían ido, poco a poco, inclinándose para acercarse algo más y poder escuchar lo que decía
la otra.
—Pues eso —comentó Amanda con voz normal—, voy a la farmacia porque Arturo ha debido coger frío y está en la cama con fiebre.

—Déjeme que vaya yo.

—No quiero molestar.

—No es molestia.

—M uy bien. Estas son las recetas y aquí está la tarjeta sanitaria. El farmacéutico nos conoce y no pondrá ningún problema.

M aría cogió los papeles con la medicinas apuntadas por el médico y bajó a la calle.

No tardó ni cinco minutos en regresar porque la farmacia estaba a solo dos manzanas. Además, aprovechó para comprar la píldora del día después con la receta
que le había dado Adrián. Subió las escaleras de dos en dos hasta el piso del señor y la señora Ortega y llamó a la puerta en lugar de al timbre para no molestar. No tenía
muy claro por qué pero se imaginaba encontrar una vivienda decorada al más puro estilo de una pareja de la generación de Arturo y Amanda, pero su sorpresa fue
mayúscula porque descubrió en la casa de ellos dos un museo del cine.

El vestíbulo estaba repleto de fotografías de actores conocidos de los años setenta. Lo que más le llamó la atención a M aría era que todas esas imágenes
estaban dedicadas a uno de ellos dos.

Además, le hizo gracia encontrar una fotografía de una mujer morena con un rizo en la frente y dedicada a Arturo. El nombre de la firma era el de Estrellita
Castro y sonrió al enterarse de por qué M elanie conocía a aquella actriz. Aunque Amanda la llevó directamente al dormitorio, pudo echar un rápido vistazo al salón que
era un monumento al cine de los años cuarenta y cincuenta con infinidad de carteles de películas.

En el dormitorio del matrimonio se llevó dos sorpresas. La primera era una imagen a tamaño real de Han Solo de La Guerra de las Galaxias en una esquina y
la segunda, la presencia de M elanie, la encargada de la peluquería y su jefa.

No debería haberle extrañado demasiado ya que era la sobrina del matrimonio pero aun así, no se lo esperaba y se quedó con la boca abierta.

—Hola, M aría.

—Hola, M elanie.

La encargada miró a su empleada con cariño pero también con tristeza.

—Bueno, yo ya me iba. Luego me paso a verte, tío. M elanie se inclinó sobre Arturo, que descansaba bajo las sábanas, y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias, sobrina. Y no seas muy dura en la peluquería.

—Nunca lo soy. Además, hoy no abrimos.

Sonrió levemente, se despidió de M aría con un gesto de la cabeza y salió del dormitorio acompañada por Amanda.

—Así que te has cogido un buen gripazo —comentó la joven en cuanto se quedó a solas con su vecino.

—Es lo que tiene hacerse mayor. Cuando todos están sanos, te constipas. Cuando a nadie le duele nada, a ti te duelen hasta las pestañas. Es un asco pero
intento no quejarme demasiado.

—Ya veo. Te he traído las medicinas.

—Son cosas de Amanda —comentó haciéndose el indignado—. Antes nos curábamos los constipados saliendo a la calle con el culo al aire.

—Sí —dijo la señora Ortega nada más entrar en la habitación—. Y antes solo me esperabas en la cama para otras cosas. —La mujer se sentó junto a su marido
y miró hacia la puerta de la habitación con tristeza—.No sé qué hacer con esta chica.

—Está bien.

—No lo está y lo sabes. Es una joven triste y solitaria y parece que es incapaz de encontrar a un hombre que la haga feliz. De hecho, parece que le cueste
encontrar a cualquier hombre.

M aría agachó la cabeza porque no quería participar en la conversación, ya que era evidente que la condición sexual de M elanie no era conocida por sus tíos que
la veían como una solterona empedernida y sin ningún futuro emocional.

—Ya encontrará a la persona adecuada —replicó Arturo incorporándose con dificultad—. Es joven y no debe tener prisa. Tampoco tiene que ser fácil para
ella.

—¿Fácil? Es una chica muy bonita y no sé por qué huye de todos los hombres que se le acercan. ¿Te acuerdas del que le servía los tintes? Le pidió una cita y
ella cambió de proveedor.
—Es su forma de ser y hay que respetarlo.

—Pues que sepas que le voy a organizar una cita con el hijo de la de la mercería que está soltero y es un chico muy majo.

—Déjala que haga su vida —aconsejó Arturo con desgana—. Anda, prepárame una manzanilla, por favor.

Amanda se levantó de la cama, le dio un beso a su marido y salió de la habitación.

Arturo y M aría se quedaron callados unos instantes como si el tema de M elanie fuera incómodo para ellos dos.

—Tú le gustas. ¿Lo sabes?

M aría se sobresaltó al escuchar la afirmación y la pregunta y no supo qué contestar. No sabía si se refería a que le gustaba como empleada, como persona o
algo más. Se encogió de hombros.

—Ya me he enterado de que has empezado a salir con

Adrián. M e lo dijo Penélope. —M aría lo miró con extrañeza—. Sé lo que estás pensando. Yo también creía que estaban casados pero me lo ha explicado todo.
No deja de resultar gracioso.

—Para mí no lo ha sido. He estado a punto de fastidiarla pero bien.

—M e imagino. —Arturo dudó un instante—. M elanie es como una hija para mí. Cuando se quedó huérfana con diez años, se vino a vivir con nosotros. Vale
mucho y le ha costado sacar adelante la peluquería.

—Pero ella es solo la encargada.

—No, es la dueña.

M aría se quedó con la boca abierta y no supo qué decir. Pensaba que era una encargada estirada que se preocupaba demasiado por un negocio que no era suyo
para tener contentos a los dueños y estaba equivocada por completo.

—Amanda cree que a M elanie le gustan los hombres pero yo sé que no es así. Solo había que ver cómo te miraba para darse cuenta de que le gustan las mujeres
y, sobre todo, le gustas tú.

—Yo no quiero hacerle daño.

—Ya lo sé. No te preocupes. Es ella la que tiene que dirigir su futuro. Bueno, vamos a dejar de hablar de cosas tristes.

M aría sonrió.

—¿No has pensado dedicarte al doblaje de forma profesional?

—¿Yooooooo?

—Sí, tú. Tienes una voz muy bonita y sensual y lo del otro día fue sublime. Les has gustado a los de la productora y me han ofrecido una película si doblas tú
a la protagonista.

M aría se quedó perpleja y mucho más cuando se dio cuenta de que no le importaría hacerlo siempre y cuando su compañero de doblaje fuera Adrián. Arturo
pareció leerle la mente.

—Si aceptas, hablo con Adrián, aunque vete convenciendo de que, si te dedicas a esto, tendrás que trabajar con otros hombres.

—Bueno, si solo es doblaje. Arturo se echó a reír.

—No tengo edad para meterme a rodar porno y tampoco creo que a la señora Ortega le hiciera mucha gracia. Piénsatelo y me contestas.

—De acuerdo —M aría se acercó al anciano y le dio un par de besos—. Bueno, te dejo descansar.

—Como dijo Steinbeck, el arte del descanso es una parte del arte de trabajar. No sé cuánto tiempo aguantaré aquí encerrado.

—El necesario. No te portes como un niño.

—¿Así que ahora soy un niño? —Arturo miró con fijeza a M aría—. Por cierto, digna sucesora de Winona.

M aría se dio cuenta de que se refería a su corte de pelo y correspondió con un guiño a la sonrisa de Arturo.

Antes de salir por la puerta, echó una mirada fugaz a la figura de Han Solo y Arturo se percató de que le había llamado la atención.

—Por mí, estaría en la basura.


—Pensé que eras un seguidor de La Guerra de las Galaxias.

—No, la señora Ortega es fan de Harrison Ford. Es una dura competencia aunque te puedo asegurar que todo lo que tiene de guapo lo tiene de estirado.

M aría ni tan siquiera quiso preguntar por qué lo sabía pero, después de haber visto todas las fotos dedicadas en la entrada, tuvo claro que Arturo hablaba con
conocimiento de causa y mucho más cuando se encontró junto a la puerta principal con una foto del actor dedicada a Amanda en la que le decía que era una mujer
especial.

Se encogió de hombros de nuevo, se despidió de la mujer y salió al rellano para dar un merecido paseo por el parque.
Capítulo 14

M aría bajó a la calle cuando solo quedaban cinco minutos para las dos de la tarde y tuvo que esperar poco tiempo porque Adrián fue digno de una puntualidad
inglesa.

Apareció por el fondo de la calle en su monovolumen y lo aparcó a pocos metros del portal. Se bajó del vehículo y lo cerró con el mando a distancia antes de
acercarse a ella que observaba la escena con cierto nerviosismo. Ambos se aproximaron el uno al otro y se besaron con mucha más pasión de la que habían puesto en el
beso de despedida.

—Te echaba de menos.

—Ya veo.

M aría volvió a buscar la boca del médico y éste la detuvo.

—Dije que te invitaba a comer pero no que el almuerzo fuera yo.

—¡Idiota! —le dijo ella dándole un golpe fuerte en el brazo.

—¡Eh! ¡Eso dueleeeee!

—Pues vaya jugador de rugby mariquita que nos ha salido. Como vuelvas a insinuar que estoy salida o algo parecido te enteras…

—No digo que estés salida pero que sepas que yo también estoy escocido.

Volvió a golpear a Adrián pero esta vez con más cariño para después lanzarse a sus brazos y comérselo a besos.

—Vámonos porque, como sigas así, el que te come soy yo.

M aría se agarró del brazo del médico y comenzó a caminar hacia el vehículo aparcado pero éste la retuvo.

—¿Dónde vas?

—¿A tu coche?

—¿Y por qué has supuesto que vamos en coche?

—Pues no sé. Pensé que eras uno de esos que solo van a los sitios en coche o en taxi.

—Vamos, un snob.

M aría no respondió pero su mirada pícara le dio la respuesta a Adrián que la soltó y la miró con los brazos en jarra.

—Pues que sepa usted, señorita, que nos vamos al centro en el metro. Yo soy un hombre de mundo.

El pediatra esperó las protestas de la joven a la que acababa de catalogar como señoritinga sin proponérselo pero ella se encogió de hombros y sonrió.

—Pues, guay. Yo voy a todos los sitios en metro.

Adrián se sorprendió pero no añadió nada más.

Se agarraron de la mano y caminaron hasta la boca de metro más cercana que estaba a casi veinte minutos de su casa. Bajaron las escaleras y, al llegar al
vestíbulo, Adrián miró hacia el mostrador de venta de billetes pero no había nadie, por lo que se dirigió a una de las máquinas expendedoras. Se colocó frente a ella y la
contempló como quien observa a un espécimen extraño en un lugar desconocido. Apretó uno de los botones al azar y la máquina le pidió que introdujera su abono
transporte. Refunfuñó, canceló la operación y apretó otro botón con lo que consiguió que el artefacto quisiera saber si se dirigía a la terminal uno, dos, tres, o cuatro del
aeropuerto.

M aría se rio como una niña traviesa y Adrián volvió a protestar. Al tercer intento consiguió su objetivo pero, cuando le llegó el momento de pagar el billete,
estuvo más de un minuto buscando la rendija para meter la tarjeta de crédito hasta que la vio, pero la luz estaba apagada.

—A nadie se le ocurre pagar un euro con cincuenta con la tarjeta de crédito. Anda, hombre de mundo, vamos que tengo bonometro.

M aría cogió a Adrián de la mano y lo arrastró hacia los torniquetes. M etió el billete por la ranura y empujó a su pareja que lo miraba todo como si estuviera en
un museo. Entró detrás de él y caminaron hacia las escaleras mecánicas.

—¿Te has colado?

—Solo un poco —dijo ella encogiéndose de hombros—. Ahora dime la verdad. ¿Cuánto llevas sin viajar en metro?

—Pues… desde que me compré mi primer coche.

—¿Y de eso hace…?

—Unos quince años.

M aría se echó a reír y Adrián se hizo el ofendido aunque el supuesto enfado le duró lo mismo que tardó ella en tirar de su mano para que echara a correr hacia
el tren que acababa de llegar a la estación.

—¡Vamos! Nos da tiempo.

M aría entró de un salto en el vagón y Adrián, al escuchar un pitido y ver que las puertas comenzaban a cerrarse, se detuvo y se quedó en el andén
contemplando como el tren se marchaba, mientras ella le hacía burla desde dentro sacándole la lengua.

Diez minutos después, las puertas del vagón del tren que había cogido Adrián se abrieron en la estación siguiente y la joven, que lo esperaba allí, entró a la
carrera y se lanzó a sus brazos.

—Te he echado de menos, gallina.

—¿Cómo que gallina?

—Podías haber saltado dentro del vagón como yo.

—¿Y si me pillan las puertas qué?

—Lo dicho, un gallina.

Entre risas y bromas fueron recorriendo varias paradas de metro hasta que llegaron a la de la Puerta del Sol.

Era tal el bullicio en esa estación que M aría tuvo que coger de la mano a Adrián para que el médico no se separara de ella ya que se quedaba ensimismado con
cada puestecillo de ropa o con cada músico callejero. Salieron a la altura de la calle Preciados y él tiró suavemente de la mano de M aría.

—El restaurante está cerca de Las Cortes.

—Casi preferiría dar un paseo antes de comer.

Adrián miró su reloj de pulsera y se encogió de hombros. Eran más de las dos y media y tenía hambre pero tampoco le importaba dar un paseo por el centro
de M adrid. Abrazó a M aría que apoyó la cabeza en su pecho y comenzaron a subir la calle Preciados deteniéndose para mirar en los escaparates.

Adrián quería comprarle un libro a su hermana, por lo que la primera parada técnica fue la librería del Centro Comercial de Sol. Nada más entrar, Adrián se
acercó a una dependienta.

—Buenas tardes. ¿La sección de romántica, por favor?

—Aquellas tres estanterías y las dos mesas que están justo delante —comentó la joven dependienta señalando hacia un lateral del local—. ¿Necesita algo en
especial?

—Pues, no lo sé. Alguna novedad que esté bien. Caminaron unos metros hasta las estanterías y M aría aprovechó para volver a pegarse a él.

—No sabía que a tu hermana le gustara la literatura romántica.

—Ni ella tampoco —respondió Adrián sonriendo de medio lado—. Solo lee ensayos y novela histórica. Es para ver si se anima un poquito.

M aría se encogió de hombros porque ella sabía muy bien que una novela romántica podía tener la capacidad de animarte o de hundirte cuando no estás
pasando un buen momento emocional.

—Este es uno de los últimos que han salido —explicó la dependienta tendiéndole un libro a Adrián que lo cogió y lo miró con detenimiento.

—Lo del tío cachas con una falda escocesa no me va mucho —comentó antes de darle la vuelta y quedarse contemplando la fotografía de la autora—. M ejor
otro.

El médico miró de reojo a M aría y ella le agradeció el gesto de no elegir ese libro, tras ver la fotografía de Ivonne Spark en la contraportada y reconocerla como
la mujer que la había amenazado en la presentación de la novela de su madre.
—¿Y éste? —preguntó la dependienta con él índice sobre una novela—. Es erótico. Trata de la dominación y el bondage y…

Adrián miró la portada oscura y negó con la cabeza.

—M i hermana ya tiene un hijo de cinco años que es un torbellino. No necesita más emociones ni que nadie le sacuda con un látigo.

Tras varios intentos con las novedades que Adrián rechazó, la dependienta se acercó a una estantería y fue recorriendo los lomos de los libros con el dedo.
Había comenzado por una estantería al azar y las casualidades de la vida la llevaron a posar su dedo en la letra D.

M aría se adelantó a su movimiento y buscó los lomos de unos libros que conocía muy bien. La dependienta se paró justo encima de uno de ellos e hizo amago
de sacarlo.

—Aquí hay uno que está muy…

—Este parece interesante —le cortó M aría con un libro que acababa de coger al azar de la mesa de novedades—. La portada es muy curiosa.

—El instante. No es un mal título —comentó Adrián cogiendo el libro y leyendo la sinopsis—. ¡Buf ! Demasiado espeso para mi hermana.

M aría buscó con desesperación para desviar la atención del médico y recabó en un libro de portada amarilla con un seiscientos rosa. Se lo entregó a Adrián que
leyó la sinopsis y asintió.

—Parece una historia bonita. M e lo quedo.

M aría echo un último vistazo a la estantería con los libros de Elizabeth Deavers y respiró hondo. Acompañó a Adrián hasta la caja y esperó a que él pagara el
libro.

Salieron a la calle de nuevo y subieron la calle Preciados con mucha tranquilidad mirando a uno y otro lado. Al llegar a la Plaza del Callao, a M aría le rugieron
las tripas.

—Ahora sí que tengo hambre.

—Pues nos hemos alejado del restaurante.

Ella se asomó a la Gran Vía y miró hacia la Plaza de

España. Su mirada se iluminó.

—¿Por qué no comemos en el Vips? Hace un millón de años que no lo hago.

—¿No prefieres otro sitio?

—No. El Vips está bien.

—¿Por qué no nos vamos al restaurante?

—Anda, no seas estirado. M e muero por un Fundy O’Clock.

Adrián refunfuñó algo que M aría no fue capaz de entender pero se puso en marcha casi al instante. Unos minutos después llegaron al local y subieron a la
planta de arriba porque en la inferior había mucha gente. Adrián sugirió sentarse en una de las mesas al fondo de la sala pero M aría eligió la más cercana a la escalera de
acceso.

—Con el hambre que tengo, mejor quedarnos cerca de la cocina —comentó M aría que ya había cogido la carta nada más sentarse.

No había muchas personas y las mesas más cercanas a la de ellos estaban vacías pero Adrián parecía incómodo, y ella no lo pasó por alto.

—¿Qué te ocurre? ¿No te gusta el Vips?

—No es eso.

—¿Entonces?

Adrián se quedó un instante pensativo pero se encogió de hombros y cogió a su vez la carta. La abrió y comenzó a estudiarla con detenimiento.

—Vamos a comer —comentó, al fin—. Creo que me voy a pedir un macro sándwich de estos.

M aría se inclinó para ver lo que él le señalaba de la carta y asintió.

—Tiene buena pinta.

Una camarera se acercó a ellos muy diligente y les tomó nota. M aría pidió el Fundy O’Clock que añoraba con una coca cola y Adrián el sándwich y una
cerveza.

—¿No te gusta la cerveza?

—¡Buf ! Sabe a pis. Adrián sonrió.

—Nunca he probado el pis —dijo antes de entornar los ojos—. Espera, sí. Lo probé una vez.

M aría se quedó de piedra y pensó si debía preguntar o no pero se negaba a quedarse con la duda.

—Yo tengo una prima que de cría se comía las cacas de los perros pero lo de beber pis…

—Bueno, no es ninguna historia truculenta de esas de novatadas en la universidad ni nada por el estilo. Simplemente, piqué con la broma de un profesor.

—¿Y eso?

—Es muy típica pero los de primero no la sabíamos. Un profesor lleva una muestra de orina y comenta en clase que se puede diagnosticar una enfermedad por
el sabor de la orina.

—¿Y es verdad?

—En algunas ocasiones sí pero no es lo más normal. A lo que iba. El profesor metió un dedo en la muestra y se lo llevó a la boca y después nos dijo que lo
hiciéramos nosotros.

—¿En serio? —preguntó M aría con los ojos muy abiertos.

—Yo lo hice el primero porque quería darle buena impresión al profesor. En cuanto me chupé el dedo vomité y él comenzó a reírse.

—¿Por qué?

—Porque él había mojado el dedo corazón y se había chupado el índice.

M aría se quedó muy seria y Adrián pensó que la anécdota no le había hecho mucha gracia, pero un instante después soltó una gran risotada y medio local se
volvió al escucharla.

Una mujer joven y atractiva, a la que el médico no había visto nada más entrar porque estaba tapada por otras dos personas, miró hacia donde ellos estaban y
se levantó al instante. Se acercó a la mesa que ocupaban y le puso la mano en el hombro a Adrián.

—¡Vaya! ¡Cuánto tiempo sin verte!

Adrián se quedó helado al escuchar la voz y un escalofrío le recorrió la columna.

M aría, que lo miraba por el rabillo del ojo sin perder de vista a la mujer morena, vio su rostro pálido y se estremeció. Poco a poco, Adrián levantó la vista
hacia la desconocida e intentó sonreír pero la mueca se convirtió en una máscara de pavor. Aquella mujer parecía desequilibrarlo hasta tal punto que fue incapaz de abrir
la boca.

—¿No vas a decirme nada después de tanto tiempo? Adrián tragó saliva, bajó la cabeza y clavó de nuevo su

vista en la carta ignorado claramente a la mujer que, para sorpresa de M aría y del propio Adrián se sentó junto a ella y la empujó con la cadera por lo que no
tuvo más remedio que dejarle espacio.

—He pensado tantas veces en llamarte… —dijo con voz compungida.

Adrián se levantó y miró a su acompañante.

—Vámonos —ordenó pero con tono suplicante.

Ella hizo amago de moverse pero la mujer la había encerrado con su cuerpo por lo que no pudo hacer lo que el médico le pedía y volvió a sentarse.

—No he dejado de pensar en ti ni por un instante.

Adrián, al escuchar a la mujer, cambió su gesto de desconcierto por una mueca dura y fría, la miró con fiereza y M aría se encogió sobre sí misma. Nunca lo
había visto así.

—Eres como un virus y no quiero saber nada de ti.

—Cariño, yo te sigo queriendo y quiero que…

—Pero yo solo deseo olvidarte. Deja de decir tonterías, por favor, y no me llames cariño.
Adrián hacía un evidente esfuerzo por mantener la calma y M aría no sabía dónde meterse. Sentía el corazón a punto de romperse en mil pedazos.

—Cariño, dame otra oportunidad. ¡Yo te amo!

El médico se quedó un instante contemplando a la mujer y reaccionó de tal forma que M aría se echó hacia atrás y pegó la espalda en el respaldo del asiento.

Adrián cogió la mesa con las dos manos y la levantó sin esfuerzo sobre su cabeza.

En ese preciso instante, todas las personas que comían en el local se giraron para observar la escena, incluyendo a los compañeros de la mujer que se había
bloqueado al ver la reacción del médico. Adrián dejó caer la mesa en mitad del pasillo e hizo lo mismo con las sillas. Le tendió la mano a M aría y la miró con ojos
suplicantes como si le pidiera que confiara en él. Ella lo entendió de la misma manera y se levantó liberada al fin. Ambos dieron la espalda a la mujer y comenzaron a
bajar las escaleras para salir del local pero la voz de la mujer los detuvo.

—¡Adrián! ¡Por favor! ¡No quise hacerte daño!

Él bajó la cabeza, respiró hondo un par de veces y volvió a levantarla para enfrentarse a la mujer que había aparecido, de repente, en su vida.

—Soledad, me arruinaste, te acostaste con mi mejor amigo delante de mis narices y, por si todo ello fuera poco, jugaste con el corazón de un niño y con el mío.

La mujer comenzó a sollozar.

—Pero yo no…

—Ya te lo he dicho. Eres un virus. ¡Aléjate de mí! Adrián se giró y arrastró a M aría escaleras abajo sin detenerse ni al salir a la calle. Comenzó a caminar hacia
Plaza de España poniendo en cada paso toda su fuerza y su rabia. M aría lo seguía a duras penas.

—Adrián…

Él no se detuvo y la soltó. M aría se quedó parada en la acera y las lágrimas hicieron acto de presencia. Se sentía perdida y mucho más al notar como él se
alejaba de ella.

—¡Adrián! ¡Adrián!

Al fin se detuvo unos metros más allá de donde lo había hecho ella. Dejó caer los hombros y M aría tuvo la sensación de que un peso enorme se había
apoderado de él. Sintió rabia por la presencia de aquella mujer que la había ninguneado y que había intentado entrar de lleno en la vida de Adrián pero, al mismo tiempo,
sintió pena por él porque notaba que estaba sufriendo y sabía que no podía fallarle. Caminó los pasos que la separaban de él y le cogió la mano.

—Adrián —lo llamó en un susurro. Él comenzó a sollozar.

—Lo siento, lo siento, lo siento.

M aría se acercó aún más a él y lo abrazó pero lo que sintió no fueron los brazos fuertes del médico rodeando su cuerpo, sino a un muñeco desmadejado al que
acababan de arrebatar la seguridad y el aplomo. Se sentía tan cerca de Adrián que no necesitó que él continuara hablando para saber que no tenía nada que perdonarle.

—No hables. Solo respira hondo. Te necesito a mi lado. No te alejes nunca de mí.

Aquellas palabras significaron un bálsamo para el maltrecho corazón del joven que no habría podido soportar ningún reproche por parte de M aría.

Como le había pasado un instante antes a ella, se sintió más cerca de M aría de lo que nunca lo había estado de ninguna mujer. La cogió de la mano y juntos
caminaron hasta la Plaza de España donde se sentaron en un banco frente a la estatua de Quijote y Sancho Panza. M aría guardó silencio y dejó que fuera Adrián el que
comenzara a hablar.

—Conocí a Soledad hace seis años y, a los dos meses de relación, nos fuimos a vivir juntos como una pareja normal que se quiere y se respeta. Pero no había
ninguna de las dos cosas. —Tomó aire como si le costara proseguir—. Unos meses después se quedó embarazada.

M aría abrió la boca como un pececillo porque no podía imaginar que Adrián le fuera a contar algo así. Lo primero que le vino a la mente era que ella no había
seguido con el embarazo pero la información recibida a continuación fue como un mazazo.

—Tuvimos un niño precioso —.Adrián elevó la mirada al cielo y suspiró mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.

Ella intentó respetar su silencio pero no pudo.

—¿Qué ocurrió?

El médico tomó aire y continuó.

—Fueron los tres años más felices de mi vida. La relación con Soledad era muy difícil pero cada segundo que pasaba con ese niño compensaba con creces el
resto del tiempo. Hasta aquel día que la pillé en la cama con mi mejor amigo.

—¿Te puso los cuernos? —preguntó M aría alzando ligeramente la voz.


—No solo eso. M e dijo que el niño al que había visto nacer, que se había metido en mi corazón hasta lo más hondo, no era mi hijo.

M aría abrió la boca de par en par y, sin pensar, le cogió la mano a Adrián.

—No quise hacer pruebas de paternidad porque en lo más profundo de mí ser yo presentía que era mi hijo.

—¿Y qué pasó?

—Ella se encargó de romperme el alma porque sabía quién era el padre. M i mejor amigo se prestó a la maldita prueba de paternidad y me arrebató a mi familia.
Quise seguir viendo a ese niño al que sentía como mío, pero ella pidió una orden de alejamiento. No he vuelto a verlo. —La cara de Adrián era un poema y reflejaba todo
el dolor que sentía por dentro.

M aría no sabía qué decir para animarlo porque acababan de romperle el corazón enviándole en una propuesta aterradora un millón de recuerdos. Y esa mujer le
acababa de pedir una segunda oportunidad.

—Tiene la misma edad que Eoghan…

Ella entendió por qué se desvivía con su sobrino y por qué se portaba con él como un padre. No era solo por el vínculo familiar sino porque necesitaba poner
en él todo lo que no había podido entregarle al niño al que había creído su propio hijo. Aunque lo más normal hubiera sido romper a llorar, Adrián no lo hizo.

Para sorpresa de M aría, sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó un número.

—Hola, Sofía.

—…

—Tengo que verte. ¿Tienes un hueco ahora?

—…

—He vuelto a verla.

—…

—Quiero ir con M aría. ¿Te importa?

—…

—Vale, gracias. Ahora te veo.

—…

Adrián colgó el teléfono y lo guardó de nuevo en el bolsillo. M iró a la joven con ojos anhelantes y le cogió la mano. Tragó saliva antes de hablar.

—Necesito que me hagas un favor.


Capítulo 15

—¿Estás lista?

—No lo sé. ¿De verdad que quieres que suba?

—No lo quiero. Lo necesito. Le he hablado a Sofía tanto de ti…

—Pero, ¿no será mejor que hables con ella a solas?

—Ahora, te guste o no, estás dentro de mi vida.

M aría no insistió más porque las palabras de Adrián se clavaron muy hondo en su alma. Ella formaba parte de su vida al igual que él de la suya. Asintió y se
cogió con fuerza del brazo del joven que abrió la puerta del portal y la dirigió hacia el ascensor.

Subieron a la planta segunda sin dirigirse la palabra y allí él pulsó el timbre de una de las cuatro puertas. Un instante después, se escuchó un clack al otro lado
y Adrián empujó la superficie de madera.

Entraron en el vestíbulo del piso donde trabajaba la psicóloga de Adrián.

A M aría le pareció que estaba decorado de manera muy sobria y que realmente parecía el vestíbulo perfecto para la consulta de una psicóloga.

Tan solo había cuatro sillones, dos mesitas repletas de revistas de psicología y un par de cuadros abstractos, que por mucho que intentó descifrar, no logró
adivinar lo que había pintado en ellos. Le llamó la atención que, a diferencia de lo que hacían en la peluquería y por lo que insistía mucho M elanie, las revistas estaban
descolocadas y nadie se preocupaba por amontonarlas y ordenarlas como ella misma hacía de vez en cuando o su compañera Inés. Quizá, allí no importara nada lo que
ocurría en el vestíbulo sino que todo el esfuerzo de la psicóloga, se centraba en lo que pasaba en el despacho.

—Buenos días —saludó una mujer de mediana edad que se acababa de asomar por una puerta mordiendo unas gafas de pasta—. ¿Esperan a alguien?

—Hemos venido a ver a Sofía —contestó Adrián.

—Pues hoy no la he visto. Creo que no ha venido pero si quieren esperarla... —La mujer no esperó la respuesta y volvió a desaparecer por la puerta.

Adrián se encogió de hombros y cogió una revista para matar el tiempo.

—¿Quién era ésa? —preguntó M aría todavía con la vista clavada en el lugar por donde había desaparecido esa mujer.

—Otra de las psicólogas.

—¿Otra psicóloga?

—Sí, son unas cuantas. Comparten el negocio pero cada una tiene su despacho y sus propios pacientes.

—¿Cuánto tiempo llevas viniendo? —inquirió sin tener muy claro si debía preguntar algo tan personal o no.

—Dos años. —Adrián no tuvo ningún problema en contestar.

—¿Dos años? ¿Y esta mujer no te conoce?

—Ya te digo que cada psicóloga tiene sus pacientes y no se relaciona con los de los demás. Es lo normal.

—No me gustan los psicólogos —afirmó M aría de repente con la vista puesta en la portada de una revista donde aparecía Stephen Hawking—. Son
charlatanes de feria.

—¿Eso piensas? —preguntó Adrián sin levantar la vista de la revista que ojeaba.

—Pues sí. Vendedores de humo. Siempre te dicen lo que quieres oír porque realmente les importas un pimiento y solo eres dinero para ellos.

—No estoy de acuerdo. Sofía es muy dura conmigo y me dice la verdad. Además, sé que se preocupa por mí y cuando yo sufro, ella lo pasa mal.

—Seguro que es porque le molas.

Adrián levantó la cabeza al escuchar el comentario cínico de M aría, dispuesto a replicar y a decirle que eso que acababa de decir era una tontería, pero no lo
hizo ya que se encontró con un par de ojos que los miraban con detenimiento.

—Hola, Sofía. Nos había dicho una compañera que no estabas.

M aría también elevó la vista en cuanto escuchó las palabras del médico y se quedó helada al encontrarse con la mirada escrutadora de la psicóloga que la
observaba sin disimular.

—Buenos días, Adrián.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada y se saludaron con un respetuoso gesto con la cabeza. El médico percibió al instante que entre ellas existía una
frialdad quizá debida a las palabras de M aría o a cualquier otro factor que él no era capaz de interpretar.

—¿Llevas mucho tiempo escuchando?

—El suficiente como para saber que tu… amiga no confía demasiado en los psicólogos.

—Yo no…

—No pasa nada. De verdad. .He escuchado tantas veces lo de charlatanes de feria… Lo de vendedores de humo no tanto, pero está bien.

—No quería ofenderte.

—Y no lo haces. Supongo que en mi profesión hay de todo al igual que en la tuya. Trabajas en una peluquería,

¿no?

M aría guardó silencio y se sintió incómoda delante de esa mujer que llevaba la voz cantante y que era evidente que sabía algunas cosas de ella porque se las
había contado Adrián. Eso no le gustaba y se levantó con idea de marcharse pero Adrián la retuvo.

—¿Dónde vas?

—A mi casa. Yo no pinto nada aquí.

—Sí que pintas y mucho. Por favor, quédate.

M aría guardó silencio un instante sopesando qué hacer.

.No quería fallarle a Adrián pero tampoco quería fallarse a sí misma y lo que ahora menos necesitaba era ningún tipo de psicoanálisis barato. Tras unos
segundos de meditación, asintió y Sofía levantó el brazo y les franqueó la entrada hacia el pasillo.

—Acompañadme a mi despacho, por favor.

Adrián cogió la mano de M aría y le agradeció con un ligero apretón lo que estaba haciendo por él. Sabía que ella se sentía incómoda y no quería que sufriera
pero en ese momento necesitaba su apoyo.

Entraron en el despacho de la psicóloga y, mientras Sofía se sentaba en un sillón detrás de una gran mesa de despacho, ellos dos hacían lo mismo en sendos
sillones situados delante de la misma mesa. Una vez se encontraron lo suficientemente a gusto, la psicóloga sacó una libreta de un cajón y apoyó la punta de un
bolígrafo en él.

—Así que la has visto. ¿Qué ha pasado?

Durante casi un cuarto de hora, Adrián le estuvo contando a Sofía lo que había ocurrido en el Vips y cómo se había sentido. M aría se percató de que ella lo
dejaba hablar sin hacer ningún tipo de gesto que delatara algún sentimiento por su parte. Se comportaba de manera fría y estrictamente profesional y se dio cuenta de
que eso ayudaba a que Adrián no se detuviera en ningún momento hasta llegar al final del relato, en el que ella era protagonista junto a él mismo y a Don Quijote y
Sancho.

—Y eso es todo —concluyó Adrián soltado el aire que le había quedado en los pulmones tras contar la historia—.

Necesitaba verte y te llamé.

—Hiciste muy bien. Ya te dije que siempre que esté en mis manos, te ayudaré.

—No sé qué hacer…

—Nada.

—¿Nada?

—Adrián, lo que tenías que hacer ya lo hiciste en el Vips y le dijiste muy claro a Soledad lo que querías trasmitirle.
—Pero tanto como no hacer nada…

—Al decir lo de “nada” me refiero a que debes dedicar todo tu esfuerzo y dedicación a lo que realmente merece la pena y te hace feliz. El resto no merece que
malgastes un segundo de tu vida, ni un mísero pensamiento.

—No es fácil.

—Sí que lo es. Estás con una mujer que te llena, que te hace feliz y que te ha devuelto la ilusión y las ganas de amar.

¿Te parece poco?

Adrián miró de reojo a su acompañante y agachó la cabeza compungido.

—No lo es. Es mucho más de lo que merezco.

M aría acercó su sillón al de Adrián y le cogió la mano con cariño y comprensión.

—Soy yo la que no te merece —susurró ella.

El médico levantó la cabeza y sonrió con ojos llorosos a la mujer que se encontraba sentada junto a él. En el mismo sitio donde había vertido lágrimas amargas
durante mucho meses de los dos últimos años y donde se había prometido a sí mismo volver a luchar por el amor y volver a confiar en una mujer. Y esa mujer había sido
M aría.

—Bueno, yo no sé quién merece a quién pero lo que tengo claro es que es más difícil encontrar el amor que mantenerlo a pensar de lo que la gente piensa —
comentó Sofía algo sensibilizada al ver cómo ellos dos se contemplaban.

—Yo no estoy de acuerdo —replicó Adrián sintiéndose algo mejor—. M antener el amor es complicado.

—M antener una relación es lo complicado. Pero muy pocas veces en nuestra vida nos encontramos de bruces con el amor. Lo malo cuando la relación
comienza es que el amor puede llegar a desaparecer, por eso nunca hay que olvidar que el amor es como el café…

—¿Cómo el café?

—Sí. A veces fuerte, a veces dulce, a veces solo y otras acompañado, pero nunca debe tomarse frío.

M aría, a pesar de la tensión que había sentido en sí misma nada más encontrarse con Sofía, sonrió al escuchar la frase que tan bien conocía. La psicóloga
advirtió que ella sonreía y le correspondió con el mismo gesto.

—M i consejo es que no hagas nada. No llames a Soledad, no respondas a sus llamadas que seguro que te hace, intenta no pensar en ella y pasa todo el tiempo
que puedas con M aría, con tu hermana, con Eoghan o con cualquiera de tus amigos. Como siempre dices, Soledad es como un virus y acabas de estar en contacto con
ella. Necesitas pasar la cuarentena.

Adrián sopesó lo que la psicóloga le aconsejaba hacer y decidió que, una vez más, ella tenía razón y debía hacerle caso. Cada vez que él no había seguido uno
de sus consejos, la había fastidiado pero bien y se había acostumbrado a confiar en la mente fría y racional de la psicóloga.

—Eso es lo que voy a hacer —comentó con una energía recién encontrada—. No pensar en ella y seguir mirando hacia delante. Sé que con la ayuda de M aría lo
voy a conseguir.

—Con su ayuda pero, sobre todo, con tu propia fuerza

—le aconsejó Sofía—. Nunca olvides que la persona más importante para ti debes ser tú mismo.

M aría, que había guardado silencio casi todo el tiempo, no pudo evitar expresar su opinión sobre el consejo de la psicóloga.

—¿Eso no es un poco egoísta?

—¿El qué?

—Lo más importante para uno es uno mismo —repitió

M aría con el ceño fruncido—. ¿Y dónde quedan los demás?

Sofía sonrió con suficiencia como quien es poseedor de la verdad absoluta y no debe hacer ningún esfuerzo para hallar la respuesta correcta.

—Nadie puede hacer feliz a quien tiene a su lado si no siente esa felicidad y no puede hacerla suya. No es egoísmo sino supervivencia.

M aría meditó la respuesta recibida y guardó silencio. No estaba completamente de acuerdo con la psicóloga pero debía reconocer que el razonamiento de ella
era el único que impedía que uno sufriera por los demás, aunque se arriesgara a convertirse en un sociópata. Una imagen cruel de sí misma cruzó por su mente.

—Adrián, lucha por esa felicidad porque la tienes en la palma de la mano.


—Lo intentare, Sofía.

—¿Nos vemos la semana que viene?

—Por mí perfecto.

Adrián se levantó del sillón con mucha decisión, se acercó a Sofía y le tendió un billete de cincuenta euros que ya llevaba preparado en el bolsillo. Ambos se
dieron dos besos y la psicóloga los acompañó hasta la puerta del despacho donde miró a M aría y le puso la mano en el brazo.

—¿Podemos hablar un momento a solas?

M aría miró de reojo a Adrián y vio que él se encontraba tranquilo y sonreía. No tenía nada que temer de esa mujer y si con esa conversación en privado podía
ayudar al médico, lo haría. Asintió y volvió a entrar en el despacho. Sofía cerró la puerta a sus espaldas y la invitó a sentarse.

—¿De qué querías hablar? —preguntó M aría una vez estuvo acomodada en uno de los sillones.

—Verás. M e preocupa mucho Adrián y no tiene nada que ver con que pueda… molarme.

—Yo lo siento sí…

—No pasa nada —interrumpió Sofía—. Lo que me preocupa es que Adrián no haya encontrado a la mujer adecuada para no volver a recaer.

M aría abrió los ojos como platos.

—¿Te refieres a mí?

—Sí.

—¿Y eso de la mujer que te llena y te hace feliz y todas esas cursiladas? Al final, va a ser verdad que los psicólogos solo decís lo que el paciente quiere oír.

M aría se levantó ofendida y sin entender por qué esa mujer había decidido cuestionarla pero Sofía le hizo un gesto con la mano para que volviera a sentarse.
Ella no lo hizo.

—Yo no he dicho en ningún momento que todo eso fuera mentira pero tampoco he dicho que tú seas lo mejor que puede encontrar.

—M uchas gracias por lo que a mí respecta. ¿Has terminado ya de intentar humillarme?

Sofía se levantó de su sillón y se acercó a una estantería repleta de libros desde el suelo hasta el techo. Cogió uno al azar.

—Como psicóloga especializada en terapia de pareja debo documentarme lo más posible. Las historias reales aportan mucha información pero las inventadas
también, porque dicen mucho del escritor o la escritora. Por eso llevo años leyendo romántica.

Sofía dejó el libro que tenía en las manos en la estantería y recorrió otro de los estantes con el dedo hasta detenerse en una novela. Esta vez no había sido al
azar.

La extrajo y se la enseñó a M aría que reconoció, al instante, el lago y la mujer patinando de la portada que ella misma había diseñado unos años atrás.

—Aprendí mucho de Elizabeth Deavers y de lo que la mente humana puede llegar a crear cuando es incapaz de amar. Su endiosamiento me demostró que las
buenas historias de amor siempre venden y su caída, que nadie puede engañar a Cupido.

M aría puso los brazos en jarra y se enfrentó a Sofía.

—La frase del amor y el café…

—Escrita en el lugar adecuado como todo lo que hacía

Elizabeth Deavers.

—No era tan perfecta.

—Lo sé. Seguí su historia de principio a fin. M aría suspiró abatida.

—¿Qué quieres de mí?

—Aún no lo sé. Lo que tengo claro es que no quiero nada de Elizabeth Deavers para Adrián. ¿Lo entiendes? Aunque no me mole, como bien dijiste, ese
hombre me importa y mucho.

M aría se acercó a la puerta del despacho, la abrió y miró desde allí a la psicóloga que ya había dejado la novela en su lugar en la estantería.
—A mí también me importa y mucho.

Cerró la puerta sin aspavientos, con una serenidad que logró encontrar en lo más recóndito de su ser. Se sentía herida, vulnerable y, de alguna manera insultada,
porque una completa desconocida había desnudado su alma en tan solo un instante.

Se encontró con Adrián en el vestíbulo y no lo esperó.

Salió de la vivienda que servía como consultorio psicológico y bajó las escaleras con el médico pisándole los talones. Ni tan siquiera se detuvo a coger el
ascensor. Ya en la calle, Adrián consiguió alcanzarla y la detuvo.

—¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—No ha ocurrido nada. No te preocupes.

—Entonces, ¿por qué estás enfadada?

M aría resopló con fuerza y volvió a caminar pero, unos pasos más allá, la detuvo de nuevo Adrián que esta vez se puso delante de ella para impedir que
volviera a caminar.

—M aría, ¿qué ha pasado?

—Te he dicho que nada.

—No me mientas, por favor —le rogó con voz suplicante—. Yo te pedí que vinieras conmigo y ahora no puedo verte así. ¿Qué te ha dicho Sofía?

—Tan solo que quizá yo no sea la mujer adecuada para ti.

Adrián puso el grito en el cielo.

—¿¡Cómo!? ¿Y eso a que ha venido?

—Deberías preguntárselo a tu psicóloga —respondió con acritud—. Parece que lo sabe todo sobre mí.

Adrián se giró a toda prisa y regresó al portal pero M aría echó a correr detrás de él y lo detuvo.

—¿Adónde vas?

—A hablar con Sofía. No sé qué es lo que te ha dicho pero no me gusta. Ella no puede decir que tú no eres adecuada para mí.

M aría soltó todo el aire que retenía y bajó la cabeza apesadumbrada.

—Sí puede decirlo porque conoce mi pasado. Adrián pareció sorprendido.

—¿Qué tiene que ver tu pasado en todo esto?

—Yo no he sido siempre como soy ahora.

—¿Tiene algo que ver lo que te dijo esa escritora en la presentación de tu madre?

—M e porte muy mal e hice mucho daño a las personas que me rodeaban —soltó M aría sintiendo un enorme peso sobre los hombros que le impedía levantar
la cabeza—. Sofía tiene razón. No te merezco.

Adrián meditó un instante antes de acercarse y abrazarla. M aría apoyó la cabeza en su pecho y él bajó su propia cabeza hasta apoyar la barbilla en la de ella.

—No quiero que me digas que no me mereces porque sin ti no soy nada —dijo el médico en un susurro poniendo todo su amor en cada una de esas palabras—.
Te necesito.

—No quiero hacerte daño Adrián. Hice cosas que…

—M aría, deja de pensar en lo que hiciste y piensa en lo que estás haciendo ahora. El primer día que fui a doblar con Arturo, me vio tan abatido que me
preguntó si podía hacer algo por mí —explicó Adrián mirando al horizonte, intentando recordar las palabras del doblador—. Le pregunté si podía borrar mi pasado.

M aría se separó unos centímetros de Adrián y levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Y qué te respondió?

—Que la única forma de borrar el pasado era dejar de contemplarlo. Que el único encanto del pasado consiste en que es el pasado. No recuerdo de quién era la
frase.

M aría sonrió levemente porque ella sí que había identificado al autor de esa cita que no era otro que Óscar Wilde.
—Una gran frase —comentó al fin.

—Pues grábatela a fuego —le aconsejó Adrián—. Recuerda que el único encanto del pasado es que es el pasado.

—Yo me la grabo si te la grabas tú también.

Abrió la boca para replicar pero volvió a cerrarla casi al momento. Se acababa de convertir en el consejero de una mujer que necesitaba olvidar su pasado y
pasar página para poder ser feliz. Exactamente lo mismo que le ocurría a él. Sonrió al percatarse de lo fácil que resultaba dar consejos y lo complicado que era aplicarlos
a uno mismo.

—¿Por qué sonríes? —preguntó M aría al ver el gesto de Adrián.

—Porque acabo de darme cuenta de que somos tal para cual.

—¿Estás de broma?

—No. Los dos tenemos que olvidar nuestro pasado para poder ser felices y los dos llevamos una enorme carga sobre los hombros.

La joven asintió y se encogió de hombros.

—¿Y qué propones?

—Se me ha ocurrido algo que podemos hacer para superarlo.

—Sorpréndeme.

—Amarnos.

M aría clavó sus ojos en los del médico que la contemplaba de tal forma que no pudo evitar estremecerse, pero no de miedo o de dolor.

Un escalofrío que recorrió cada centímetro de su cuerpo y que se aposentó en su corazón colmándola de felicidad; una felicidad alimentada del único encanto
del pasado. Decidió que solo sería eso; pasado.
Capítulo 16

21 de abril de 2014

Había transcurrido una semana desde que M aría y Adrián visitaran a la psicóloga y esos siete días habían supuesto un antes y un después en la relación entre
ellos dos. No vivían juntos y tan solo se veían un ratito por las tardes, pero era suficiente para los dos, tan necesitados de amor que unas pocas migajas alimentaban sus
corazones que ahora se sentían sanados y con una fuerza desconocida para ellos. Fuerza que M aría iba a necesitar para afrontar la mañana de lunes después de la noche
pasada con Adrián.

—Vaya cara que traes. Pareces sacada de la serie esa de los zombies.

Con unas ojeras que le llegaban hasta el suelo como solía decir su compañera Sammy, sonrió forzadamente y se apoyó en uno de los lavabos mientras Felipe le
lavaba la cabeza a doña Juana, la mujer del dueño de la ferretería.

—Es que no he dormido mucho.

—Ya me imagino. M e he fijado en cómo andas.

—¿Perdón?

—Sí, pareces escocida. Supongo que lo de las ojeras es por eso.

—La madre que te…

Felipe se echó a reír y M aría intentó permanecer seria pero no pudo, ya que sabía que cualquier cosa que le dijera el peluquero no sería con mala fe. A
cualquier otro le hubiera gruñido pero con él no podía.

—Niña, cuando yo estoy escocida uso Hemoal.

Felipe le puso la mano en el hombro a doña Juana y la invitó a volver a apoyar la cabeza en el lavabo para no ponerlo todo perdido.

—No, doña Juana, lo de M aría es de delante.

—¡Felipe!

Los tres guardaron silencio y M aría lo agradeció.

—Seguro que hay una crema de esas para el chirri escocido.

—¡Señora!

—No pasa nada. Cuando yo era una cría conocí a un chico que estaba haciendo la mili en un campamento que había al lado de mi pueblo.

—Eso es bonito —dijo Felipe al que le gustaban mucho las historias de amor.

—¡Aaaaah! Se llamaba Agus y era… de lo que no hay.

M e enamoré como una loca.

—Eso es más bonito todavía.

—M e hacía reír y yo era muy feliz. Fue el mejor verano de mi vida.

—¡Ohhhhhh! Qué romántico.

M aría contemplaba a los dos sin saber muy bien hacia donde conducía la conversación pero, por lo menos, Felipe parecía estar disfrutando.

—M e trataba como a una reina.

—¡Qué estupendo!

—Era muy guapo.


—¡Qué bombón!

—La tenía como un caballo percherón.

—¡Qué… qué envidia, por Dios! —exclamó Felipe al tiempo que M aría miraba al techo del local y silbaba para disimular por si la escuchaban otras clientas.
Ahora veía hacia donde iba la conversación.

—M e dejó el potorro como un bebedero de patos.

—¡Señora!

M aría prefirió dedicarse a otras cosas y miró a Felipe con cara de pocos amigos como si hubiera sido culpa suya que doña Juana se hubiera lanzado a contar su
historia con Agus, su amor de la juventud, pero éste la ignoró.

—¿Y usted qué hizo?

—Ajo y agua, hijo. Aunque sarna con gusto… Te aseguro que no cambio ese verano por nada del mundo.

¡Ayyyyyy! M i Agus donde estará…

M aría sonrió a pesar de la incomodidad que había sentido y se marchó al almacén para ordenar unas cuantas cosas.

La mañana fue trascurriendo con completa tranquilidad como solía pasar entre semana. Los sábados y los domingos eran otra cosa, porque todas las mujeres
del barrio parece que se ponían de acuerdo para peinarse el mismo día. Felipe tenía la teoría de que lo hacían para que las demás vieran que tenían dinero para ir a la
peluquería. Si ibas un miércoles, nadie se enteraba pero un sábado era un sábado.

A la una y media M aría se asomó y vio que la peluquería estaba vacía por lo que, con un poco de suerte, quizá pudiera salir antes si ya no entraba nadie más.
Era evidente que a ninguna clienta se le ocurriría aparecer por la peluquería media hora antes del cierre. Aun así, la puerta de la entrada se abrió y la campana sonó pero
no era ninguna clienta.

—Buenos días. ¿M aría Isabel Cifuentes? —preguntó un mensajero que acababa de entrar con una carta en la mano.

—Soy yo —contestó M aría sorprendida por recibir una carta de un mensajero y, sobre todo, por recibirla en la peluquería.

—Si puede firmar aquí…

El chico le acercó una especie de datafono que a ella le recordó a los que utilizaban en la propia peluquería para cobrar con tarjeta y firmó en la pantalla. Él le
entregó la carta y se marchó. M aría miró con detenimiento la carta y la guardó en el bolsillo porque estaba en horario laboral y no quería leerla en ese momento.

El móvil le vibró en el bolsillo, miró la pantalla pero no reconoció el número y colgó sin contestar. Volvieron a llamar dos vece más, por lo que entró en el
almacén y contestó.

—Dígame.

—¿Has visto lo que te he enviado?

—¿Perdón? ¿Quién es?

—Tú abre el sobre y te llamo en un par de minutos. La persona que hablaba con M aría colgó el teléfono.

Le sonaba la voz pero no era capaz de identificar de quién se trataba. No le apetecía lo más mínimo abrir el sobre pero, después de la llamada recibida, la
curiosidad pudo con la pereza.

Sacó el sobre del bolsillo, rasgó la parte superior y extrajo un papel de color grisáceo de su interior. Era una simple hoja de papel doblada por la mitad pero, al
extenderla delante de sus ojos y fijarse en su contenido, la sangre se le heló en las venas porque ya había visto documentos parecidos mientras trabajaba en el bufete de
abogados. En ese preciso instante, su móvil volvió a sonar y se sobresaltó. Con pulso tembloroso apretó el botón de contestar y sus peores temores se confirmaron.

—Supongo que ya lo has leído.

—¿Qué quiere? —preguntó M aría con voz insegura.

—Qué nos veamos en mi despacho mañana a la hora de comer.

—¿Y si no voy?

—Ya has visto el documento y todo tiene solución así que ya sabes. Te espero aquí y no subas hasta que no se hayan ido todos menos mi secretaria.

La persona con la que M aría había hablado, colgó el teléfono y ella se dejó caer en la única silla que había en el almacén con la cabeza dándole un millón de
vueltas y la respiración agitada. Pensó que era evidente que debía estar pagando todo el mal que había hecho en el pasado porque el mundo confabulaba para que no
pudiera ser feliz. Le costaba respirar y así se la encontró Felipe que, nada más verla pálida y con las manos en el pecho, se lanzó sobre ella muy preocupado.
—¿Qué te pasa?

—No puedo… no puedo…

—Venga, venga, respira tranquila —le aconsejó el peluquero con voz muy dulce y tranquilizadora—. Ya pasó.

M aría intentó hacer lo que su amigo le pedía y poco a poco consiguió serenarse hasta el punto de poder respirar con normalidad aunque seguía sintiendo una
opresión en el pecho pero mucho más débil. Se dejó caer hacia delante y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no vomitar. Felipe le puso la mano en la espalda y
comenzó a acariciársela.

—Ea, ea, ya pasó.

Ella levantó la cabeza, miró a Felipe y sonrió débilmente.

—¿Ahora me tratas como a una niña pequeña?

—No, te trato como a alguien que me importa mucho y que acaba de tener un ataque de ansiedad, así que no te pongas digna.

M aría tosió y una arcada le vino de repente pero pudo controlarla. Tomó aire un par de veces y se incorporó. Sin decir nada más, le tendió el papel que había
traído el mensajero a Felipe que lo desdobló y lo leyó con calma. Cuando terminó, levantó la ceja y agitó el papel.

—¿Es lo que me imagino que es?

—Si lo que te imaginas es una denuncia, sí.

—Pero, ¿una denuncia por agresión?

M aría asintió con la cabeza y se encogió de hombros.

—Pero, ¿a quién le has pegado?

—A mi antiguo jefe. Le pegué un rodillazo en sus partes y me ha denunciado.

Felipe comenzó a caminar de un lado a otro del almacén con la carta en las manos y, sin mediar palabra con M aría, sacó el teléfono de uno de los bolsillos de la
chaqueta.

—¿A quién llamas?

—A Carol. Es evidente que necesitas a un abogado.

—Anda, cuelga, ya lo llamo yo.

Felipe, que no sabía que M aría tenía el teléfono de Eduardo, colgó antes de que diera tono y se quedó mirándola con gesto serio.

—¡Vaaaaale! Ya llamo.

—M ás te vale. Te dejo sola que tengo lío. Ahora me cuentas.

M aría cogió de nuevo el teléfono y marcó el número del novio de Carol que se lo cogió casi al instante. Ella le contó con pelos y señales lo que había ocurrido
el día de la agresión y también lo que había pasado en el despacho antes de que ella fuera despedida.

—Entonces, ¿no tienes ningún testigo del acoso sexual?

—M ucho me temo que no aunque sé que todos los pasantes se lo imaginaban.

—¿Y eso por qué?

—Por la cara con la que me miraban cada vez que salía del archivo con don Carlos.

—Lo malo es que eso no nos va a servir de mucho.

¿Nadie más?

—Está Daniella pero parece que se acuesta con él.

—¿Nadie más? —insistió el abogado.

—Solo hablaba con un pasante de los que llevaban más tiempo trabajando allí. Es un buen tipo. Se llama Amancio.
—Amancio… —comentó el novio de Carol pensativo—. Bueno, menos da una piedra. Te llamo esta noche.

—Edu…

—Dime.

—M uchas gracias.

—No me las des. Está bien hacer cosas distintas además de defender a los animales. Bueno, lo dicho, te llamo luego.

M aría colgó y miró el reloj de pulsera. Ya era la hora de comer y necesitaba ver a Adrián para contarle lo que había pasado y también porque una ración de
mimos no le iban a venir nada mal.

Tras explicarle a Felipe la conversación mantenida con Eduardo, se despidió de sus compañeras y cogió el autobús que la dejaba en la puerta del hospital al que
llegó en tan solo veinte minutos.

Entró directamente en el servicio de urgencias y preguntó por el médico. Una enfermera le pidió que esperara en la sala para las visitas y M aría hizo lo que
dijeron. Adrián tardó en aparecer poco más de un cuarto de hora y, en cuanto la vio, se acercó a ella y le dio un beso en los labios que a ella le encantó porque temía que
él se avergonzara en el trabajo de su relación, pero no fue así.

—¡Qué sorpresa! Justo tengo un ratito. ¿Comemos algo en la cafetería?

—M e parece bien. Tengo que contarte una cosa —comentó M aría caminando a su lado por una serie de pasillos hasta llegar a la cafetería donde cogieron un
par de sándwiches cada uno y un refresco; se sentaron en una de las mesas rodeados de médicos, visitas y alguna persona en pijama.

—¿Qué es eso que tienes que contarme? —preguntó Adrián preocupado al ver el gesto contrariado de la joven.

Ella sacó la carta recibida del bolsillo y se la entregó a Adrián que la leyó con mucho detenimiento. En cuanto acabó y sin que él pudiera llegar a preguntar nada
sobre el asunto, M aría se lo contó todo con pelos y señales. Cuando acabó, exhaló agotada y, por fin, le dio un bocado a uno de los sándwiches.

—¿Qué piensas? —le preguntó a Adrián al ver el rostro impenetrable de él.

—Pienso que ahora mismo lo que me apetecería sería ir al bufete a partirle la cara a ese… a ese malnacido por no decir otra cosa.

M aría sonrió al escuchar sus palabras.

—¿Por qué sonríes?

—M e ha hecho gracia lo de “malnacido”. M e ha recordado a una película antigua —M aría cambió la voz que comenzó a sonar ronca y ligeramente rasposa—.
Pides sin ningún respeto, no como un amigo, ni siquiera me llamas Padrino. En cambio vienes a mi casa el día de la boda de mi hija a pedirme que mate por dinero.

—¡Qué graciosa! —replicó Adrián molesto por la broma—. Yo me lo tomaría un poco más en serio porque está claro que lo que este tío quiere de ti es… es…
—.Adrián tragó saliva.

—Ya sé que lo que mi antiguo jefe quiere es acostarse conmigo. No soy tan inocente como para no saber lo que quiere un acosador.

—Vale, perdona, no quise decir eso. Pero el hecho de que lo sepas no evita que me preocupe.

—A mí también me preocupa pero no sé qué puedo hacer —comentó M aría dando otro bocado al sándwich con ciertas desgana—. A ver qué me dice el novio
de Carol.

—Bueno, te ayudó con el tema de Roberto, así que me imagino que hará lo mejor para ti.

—¡Vaya! ¡La parejita feliz!

M aría, al levantar la vista, pensó que esa era una de tantas veces en las que hablar del rey de Roma era lo más adecuado porque, frente a ellos y con una sonrisa
cínica en los labios, estaba Roberto, que hizo amago de sentarse en una de las dos sillas que quedaban libres pero que, al ver la mirada asesina que le lanzó Adrián, se lo
pensó mejor y se quedó de pie.

—Ya me han contado que estáis juntos —comentó Roberto con un tono en la voz que no gustó a M aría.

—¡Y a ti qué te importa si estamos juntos o no! —espetó Adrián de malos modos apoyando las dos manos en la mesa en un gesto amenazador—. Déjanos en
paz.

—Eso ni lo sueñes. M e han suspendido de empleo y sueldo hasta que salga el juicio y eso no está bien. Nada bien.

—Es culpa tuya y te lo tienes bien merecido —soltó

M aría sin pensar.


Roberto la miró con el mismo gesto amenazador que llevaba grabado en el rostro Adrián y se cruzó de brazos.

—Ya me lo pagarás, zorra.

El pediatra se levantó de un salto empujando la silla con las piernas y ésta se estrelló en otra banqueta organizando un buen estrépito por lo que todos los que
estaban en la cafetería se volvieron. Adrián se lanzó hacia su antiguo compañero pero M aría se situó entre ellos dos y detuvo el ataque de su pareja.

—¡Lárgate de aquí si no quieres que te parta la cara! Roberto le hizo un gesto con dos dedos desde sus ojos como si le diera a entender que iba a vigilarlo, se
dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Adrián resopló y volvió a sentarse.

—No tenías que haberme detenido.

—Perfecto, don machito —dijo M aría con retintín en la voz—. Así seríais dos médicos sin empleo y sueldo en lugar de uno.

—Pero por lo menos me hubiera desahogado.

—¿No conoces el dicho de que el orgullo es el consuelo de los tontos?

—¿Y eso a qué viene?

—Pues viene a que tú le partes la cara y te sientes mejor, pero mañana estás en tu casa encerrado sin trabajo y te aseguro que no es nada divertido. Te lo digo
por experiencia.

Adrián resopló de nuevo e intentó calmarse aunque le estaba costando.

—Anda, come algo.

El médico miró los dos sándwiches que aún no había tocado con asco.

—Se me ha cerrado el estómago.

—Pues yo ahora tengo más hambre. Es lo que tiene detener a dos gallitos.

Adrián miró a M aría sin saber si le estaba tomando el pelo o qué y, al ver que ella sonreía, no pudo evitar hacer lo mismo. Terminó de relajarse, abrió uno de
los sándwiches y le dio un gran bocado. M aría hizo lo mismo que él y ambos volvieron a echarse a reír y los fantasmas que rondaban alrededor de la pareja
desaparecieron de la misma forma que lo hacía la comida a cada bocado, a cada sonrisa, a cada mirada enamorada que se lanzaban y que alimentaban sus corazones como
el mejor de los néctares.

Terminaron de comer y ella se despidió de Adrián con la promesa de que lo llamaría en cuanto tuviera alguna noticia del abogado. Se dieron un beso cargado de
amor en la entrada del hospital y Adrián mantuvo su mirada al frente hasta que vio como ella le lanzaba un último beso al aire y desaparecía por la puerta principal del
recinto.

M aría caminó unos minutos hasta la parada del autobús y esperó. Veinte minutos después descendía frente a su casa. M iró su reloj de pulsera y comprobó
que todavía le quedaba casi una hora para volver a la peluquería, por lo que subió a la carrera las escaleras y entró en la vivienda donde se encontró con Esther, sentada
como siempre en el sofá.

—¡Eh! ¿Qué tal?

—Bien. Todo bien. M e voy un ratito a la habitación.

—Vale.

Tras la escueta conversación con Esther, M aría entró en su cuarto, cerró la puerta y se sentó frente a su escritorio.

Encendió el ordenador y abrió el procesador de textos y el documento al que llevaba dedicando tantas y tantas horas los últimos días. Conectó la alarma del
móvil antes de comenzar a escribir porque se conocía muy bien y sabía que el tiempo podía pasar a un segundo plano. M editó un instante antes de posar los dedos
sobre el teclado y, cuando los pensamientos comenzaron a transformarse en palabras, se lanzó sobre las teclas.

El tiempo que había pasado junto a él se había convertido en el mejor de los bálsamos para curar sus heridas y las de su ajado corazón. Tanto tiempo
lamiéndose las que ahora se habían convertido en cicatrices sin saber que tan solo necesitaba del amor de un hombre íntegro para resurgir de sus cenizas como el ave
Fénix. Y él le había entregado eso y mucho más en un cofre de oro. El cofre de su alma. Aquellos habían sido los mejores días que había pasado en mucho tiempo y cada
jornada, cada minuto, cada segundo había crecido su amor por él y por la mujer que ella era cuando estaba a su lado. Él era el doctor Jeckyll de su mister Hyde y eso lo
convertía en parte fundamental de su ser.

Se aplaudió a sí misma por poner la alarma en el móvil porque la hora que estuvo escribiendo había pasado como un suspiro. Cuando sonaron los tres pitidos,
guardó de mala gana el documento, cerró el portátil y salió de su habitación con la sensación de haber dejado tras de sí unos gramos más de dolor.
Capítulo 17

22 de abril de 2014

—¿Seguro que no quieres que vaya contigo?

—De verdad, Felipe —contestó M aría sentada junto a él en la parada del autobús—. Ya sabes que me acompaña Eduardo.

—Con las ganas que tengo de partirle la cara a ese…ese…

—¿M alnacido?

—Iba a decir cabrón pero bueno, también vale ese insulto del siglo pasado.

M aría sonrió al recordar que Adrián había elegido esa palabra para referirse a su antiguo jefe y que ella se había burlado de él. Pero Felipe estaba más en la
honda que el médico y, acababa de utilizar la palabra correcta para definir al abogado acosador sin cortarse ni un pelo.

—Edu debe estar al llegar.

—M enos mal que te acompaña porque seguro que el otro te espera con el pito en la mano.

—¡Felipe!

—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo tener glamour y llamar las cosas por su nombre?

—Es que lo del pito... es también un poco del siglo pasado.

—Si lo prefieres, me sé un mogollón de sinónimos para llamarlo. El nabo, la pichula, el nardo, la…

—Vale, vaaaaale. Ya veo que tienes una amplia cultura y muchos conocimientos sobre el aparato genital masculino pero ahora prefiero no pensar en ello. Te
recuerdo que me han denunciado.

Felipe se cruzó de brazos y también hizo lo mismo con las piernas con una perfecta coordinación. M aría intentó hacer lo mismo pero no pudo y sonrió.

—¿Por qué sonríes?

—Por nada —mintió—. Tonterías.

Guardaron silencio durante un par de minutos y ella se entretuvo mirando al parque que tenía justo enfrente. Desde allí podía ver la fuente donde se encontró
con Saray la primera vez que...

—¡M ierda! —exclamó de repente dándose una palmada en la frente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Felipe sobresaltado.

—¿Te acuerdas de Saray?

—¿Quién?

—La chica que cuida de Eoghan y que yo pensaba que

estaba liada con Adrián.

—¡Ah, sí! Ahora caigo. ¿Y qué pasa con ella?

—Pasa que con quien estaba liada era con Roberto, el que intentó violarme.

—No te pillo. Te explicas como un libro cerrado.

—Pues a ver si lo entiendes ahora, yo no le he contado lo de Roberto y aquella que viene por allí es ella.

—¡M ierda! —exclamó Felipe al ver a la chica sonriente que se acercaba a ellos—. ¿Se lo vas a contar?
—No lo sé… —susurró M aría—. Creo que merece saber que está enamorada de un violador.

El peluquero se levantó y miró a uno y otro lado de la calle.

—Bueno, yo me voy que tengo muchas cosas que hacer.

—Tú te quedas hasta que llegue el autobús, gallina. Felipe fue a replicar pero Saray llegó a su altura en ese preciso instante y el peluquero decidió guardar
silencio y volver a sentarse,

—Hola, M aría —saludó la joven muy alegre.

—Hola, Saray. ¿Qué tal?

—Bien. Bueno, más o menos.

M aría tomó aire y se lanzó a la piscina.

—Saray, tengo que contarte algo y no sé cómo hacerlo.

La chica se sentó a su lado en el banco de la parada del autobús y suspiró.

—Si vas a contarme que Roberto intentó violarte, no hace falta. Ya lo sé.

—¿En serio? —preguntó, aunque era evidente que Saray estaba enterada de todo.

—Pues sí. Esto, más que un barrio es un auténtico pueblo.

—Lo siento.

—No tienes nada que sentir. El cabrón es él.

—¿Has visto como lo de cabrón estaba bien elegido? —preguntó Felipe interrumpiendo como un niño pequeño.

—Feliiiipe. —M aría le dio un codazo a su compañero para que se callara y volvió a fijar la vista en Saray.

—¿Qué vas a hacer?

—M ejor dicho, qué he hecho ya. Lo he mandado a la mierda esta misma mañana.

—¡Vaya! Eso es muy valiente.

—No sé yo. El muy cerdo vino a buscarme cuando su mujer lo echó de casa. Se ha enterado todo el barrio y eso es difícil de llevar.

—Tampoco es para tanto —comentó M aría que no conocía muy bien a sus vecinos.

—¿Qué no? Tú no te has criado aquí. Roberto se ha largado esta mañana.

—¿Adónde?

—Ni idea. M e llamó para decirme que se iba de la ciudad y que si me iba con él. Te puedes imaginar mi respuesta.

M aría se echó hacia atrás en el asiento y apoyó la espalda en el vidrio de la marquesina antes de cruzar los brazos sobre el pecho.

—Te diría que lo siento —dijo tras unos segundos de

silencio—, pero me alegro de que se haya ido.

—No te preocupes. Yo también. Otra vez sola.

Saray se levantó sin esperar ningún comentario por parte alguno de sus interlocutores y se despidió de ellos. Ya no parecía tan contenta pero M aría pensó
que, por lo menos, se había liberado de un gran peso aunque ella aún no fuese consciente de ello.

—Bueno, parece que te lo has quitado de en medio — comentó Felipe muy serio.

—Sí.

—Y eso que estaba bien bueno.

—¡Felipe!
Guardaron silencio de nuevo hasta que llegó el autobús. El peluquero se levantó y se dispuso a subir al vehículo pero, en el último momento, se dio la vuelta y
volvió a mirar a su compañera de trabajo.

—Última oportunidad. ¿Seguro que no quieres que te acompañe?

—No insistas. Sé que me lo preguntas porque piensas que mi antiguo jefe me va a esperar con el… ¿cómo dijiste?, con el pito en la mano y eso te mola.

—¡Qué graciosa! —exclamó Felipe muy digno y haciéndose el enfadado—. Pues que sepas que me importa un bledo lo que te pase en el bufete y que te
puedes quedar con tu abogado y con tus cosas que a mí me la pela todo.

M aría lo miró y enarcó una ceja. Felipe subió al autobús, se sentó en uno de los bancos juntos una ventanilla y asomó la cabeza lo que pudo por la abertura
superior del ventanal.

—Esta noche te llamo y me lo cuentas todo.

—¿No pasabas de mis cosas?

—¿Tú estás loca? Esto es mejor que un culebrón.

Felipe no pudo añadir nada más porque el autobús arrancó y cayó sobre el asiento en el que hacía malabarismos para hablar con M aría que se despidió con la
mano y volvió a sentarse en el banco de la parada.

No le dio tiempo a mucho más porque ante ella apareció Eduardo con su deportivo. Ella se levantó del banco y entró en el vehículo.

—¿Estás lista? —preguntó Edu sin tan siquiera saludar.

—Creo que nunca podría estar lista para esto.

—Bueno, tú no te preocupes demasiado.

—¿Qué no me preocupe? M e ha acusado de agredirle y tiene un testigo.

Edu se quedó pensativo.

—Quizá haya una forma de convencerlo.

M aría lo miró y vio que los ojos del abogado brillaban como los de una niño travieso que estuviera a punto de romper un cristal de una pedrada.

—¿Qué tienes pensado?

—Es una sorpresa. Confía en mí.

M aría meditó un instante y se dio cuenta de que ya estaba agotada de que todo el mundo la viera como a una mujer débil.

—Estoy cansada de confiar en la gente. Quiero que me lo cuentes.

Edu aprovechó que acababan de detenerse en un semáforo para mirar a M aría.

—Si no te lo cuento no es para protegerte ni nada por el estilo porque sé que los tienes bien puestos. Pero, en este caso, es mejor que no sepas nada de lo que
tengo pensado.

M aría rumió una protesta y se cruzó de brazos como una niña pequeña. Eduardo no pudo evitarlo y se echó a reír.

—Haces lo mismo que Carol.

—¿Qué es lo que hago?

—Poner morritos cuando algo no te gusta o cuando quieres conseguir cualquier cosa. Ella es experta en eso.

—¿Y funciona?

—Al principio sí pero ahora ya no. —Edu pensó un instante—. Bueno, de vez en cuando lo consigue. Soy un blando al igual que mi hermano.

—¿Sabes? M e resultó curioso que dos hermanos salieran con dos hermanas.

—Tampoco es para tanto. Algún día te contaré la historia.

M aría decidió no revelarle que ya conocía todos los pormenores de la mano de Felipe, el cual no se había podido resistir y, como bien era sabido, no era
precisamente la persona más discreta.

El resto del camino lo recorrieron en completo silencio, el abogado con la vista puesta en la carretera y M aría en ningún sitio.

—Bueno, ya hemos llegado —Edu metió el coche en un aparcamiento subterráneo muy cercano ya que no se podía aparcar en la zona centro de M adrid—.
Son las tres menos cuarto. ¿Estás lista?

—No, pero vamos que quiero acabar con esto.

Salieron del aparcamiento a la calle y cruzaron por el semáforo más cercano. Llegaron al portal del edificio donde se hallaba el bufete y subieron por las
escaleras.

Una vez en la puerta, M aría tomó aire, miró a Edu que asintió con seguridad y pulsó el timbre. Unos segundos después, se escucharon unos pasos tras la
puerta y ésta se abrió con lentitud. Al otro lado, esperaba una mujer de unos cincuenta años muy seria que les franqueó la entrada.

La joven conocía muy bien a Rebeca, la secretaria personal de don Carlos, y no le gustaba ni un pelo al igual que era evidente que ella no le gustaba a la mujer.
Lo que le extrañó fue su mirada de desconcierto al encontrarse con la presencia de Eduardo por lo que M aría pensó que esperaban que ella acudiera sola a la cita.

—Acompáñenme —ordenó con firmeza—. Los esperan en la sala de reuniones.

M aría y Eduardo acompasaron el paso al de la secretaria hasta llegar a una gran puerta de roble cerrada a cal y canto. La secretaria abrió con un rápido
movimiento de la mano y se apartó. Don Carlos se encontraba sentado en el sillón presidencial de la sala de reuniones que normalmente ocupaba su padre, y levantó la
cabeza muy despacio. M aría vio como la sonrisa lobuna que mostraba fue desapareciendo poco a poco al cruzar sus ojos con la mirada escrutadora de Eduardo.

—Perdón, esta es una reunión privada —comentó sin levantarse del sillón y haciendo un gesto de la mano como si espantara una mosca molesta.

—Soy Eduardo M endieta, el abogado de la señorita Cifuentes por lo que la reunión “privada” deja de serlo en este preciso instante.

El rostro del hijo del dueño del bufete se tornó acerada, se levantó de un salto y dio un palmetazo en la mesa.

—¡Fuera de aquí! —exclamó levantando la voz—. ¡No se le ha perdido nada en mi casa!

Eduardo, muy tranquilo, se sentó en un sillón en el otro extremo de la mesa y le hizo un gesto a M aría para que hiciera lo mismo que él. Una vez acomodado y
haciendo oídos sordos de los gritos de don Carlos, sacó la fotocopia de la denuncia de su cartera y la lanzó resbalando por la mesa en dirección al ex jefe de M aría.

—Por lo que tengo entendido, ha acusado a mi clienta de agresión y la ha citado aquí para hablar… no sé de qué… El aludido no recogió el papel y se dejó caer
en el sillón.

Tomó aire un par de veces y logró calmarse. Sonrió con cinismo e intentó retomar los mandos de la reunión que había convocado él mismo.

—No hay nada de qué hablar. Nos veremos en los tribunales.

M aría se removió inquieta en su asiento pero Eduardo se mantuvo impertérrito.

—Yo creo que sí que tenemos mucho de qué hablar — comentó el abogado—. Por lo pronto del acoso sexual que sufrió mi representada cuando trabajaba aquí.

—¿Acoso sexual? —preguntó su colega sin cambiar el gesto—. En mi bufete no hay nada de eso. La señorita Cifuentes tuvo que abandonar nuestra casa
porque robaba documentación.

—¡Eso es mentira! —gritó M aría al tiempo que se levantaba del sillón y ponía las dos manos sobre la mesa.

Eduardo la tomó del antebrazo y la invitó con la mirada a sentarse de nuevo. M aría se vio tentada de marcharse de la reunión pero no podía hacerlo porque no
había opciones. Las únicas, las que pudiera sacar Eduardo de la chistera.

—¿Está usted seguro de que la señorita Cifuentes no sufrió acoso sexual?

—Si yo me hubiera enterado de algo así, el culpable estaría en la calle.

Eduardo calló unos segundos tras los que se incorporó en el sillón y apoyó los codos en la mesa.

—Ya, pero, ¿qué ocurriría si el acosador fuera usted? Don Carlos dio un puñetazo en la mesa y se levantó del sillón de nuevo para, acto seguido, elevar el
brazo y señalar hacia la puerta de la sala de reuniones.

—¡Nadie viene a mi casa a insultarme! ¡Largo de aquí o llamo a la policía!

Eduardo, muy tranquilo, sacó el móvil de su bolsillo y lo levantó en el aire.

—Yo le aconsejaría que no llamara a nadie si no quiere que este vídeo que me ha pasado la señorita Cifuentes llegue a los periódicos.

El antiguo jefe de M aría, entrecerró los ojos y fijo su mirada en el móvil de Eduardo aunque desde donde se encontraba no podía ver gran cosa. Aun así, las
manos comenzaron a temblarle hecho que no pasó inadvertido para el joven abogado que sabía que era el momento de dar la estocada final. Apretó un botón del móvil y
se lo llevó a la oreja.

—Puede entrar —dijo un instante después a la persona que había recibido su llamada.

Coordinados a la perfección, al mismo tiempo que Eduardo guardaba su teléfono en el bolsillo, sonó el timbre de la entrada del bufete. Comenzaron a oírse
voces en el pasillo que se acercaban a la sala de reuniones y que desaparecieron en el momento en el que la puerta se abrió y entró un hombre mayor seguido de la
secretaria que intentaba retenerlo.

—Le he dicho que no podía pasar —se excusó Rebeca ante su jefe.

Don Carlos posó sus ojos en el recién llegado y lo miró con dureza.

—Esto es una reunión privada —repitió de nuevo—.¡Fuera de aquí!

Eduardo se levantó a toda prisa y se acercó al hombre para conducirlo a un sillón junto a M aría donde él se dejó caer y resopló.

—Amancio, ¿qué haces aquí? —le preguntó en un susurro. No se podía imaginar el porqué de la presencia del único pasante con el que ella había tenido
relación.

—No tenía nada mejor que hacer —le contestó también en voz baja mientras le cogía la mano por debajo de la mesa y se la apretaba. M aría respondió con el
mismo gesto y él le guiñó un ojo—. ¡Vamos a por este cabrón!

Eduardo se acercó al hombre que había convocado la reunión y comenzó a caminar detrás de él como había visto hacer a los abogados en las películas. M iró de
reojo al ex jefe de M aría y comprobó que sudaba a mares.

—Puede elegir. O llegamos a un acuerdo amistoso ahora mismo o lo hacemos en el juicio de una forma no tanto… amistosa.

Don Carlos giró su sillón para enfrentarse a su contrincante.

—¿Cómo se atreve a…?

—Ssssssss. M ejor no diga nada más porque la ha cagado pero bien —le aconsejó Eduardo sin perder la compostura—. El señor Fernández, aquí presente, fue
testigo del acoso sexual que sufrió mi clienta y no tiene ningún problema en testificar en el juicio. Eso, junto con el vídeo…

El hijo del dueño del bufete, se quedó blanco como la leche al escuchar las palabras del abogado de M aría. M iró a Amancio como un león a su presa, se levantó
del sillón y se asomó al pasillo.

—¡Rebeca!

Regresó a su asiento y esperó la llegada de la secretaria

que se asomó a la puerta unos segundos después.

—Dígame.

—Prepare la carta de despido de este hombre —ordenó al tiempo que señalaba a Amancio con un gesto de la cabeza.

M aría ahogó un grito pero, para su sorpresa, el hombre que estaba sentado a su lado se mantuvo tranquilo e incluso sonrió ligeramente.

—Pero…

—¡Ahora! ¡La quiero sobre la mesa antes de que acabe esta reunión!

—Pero…

—¡Ya!

La secretaria salió de la sala de reuniones y el abogado volvió a girarse para mirar a Eduardo que se había apoyado en una mesa auxiliar a su espalda.

—¿Cuál es el trato? —preguntó siseando como una serpiente.

Eduardo no sonrió aunque le costó hacerlo, porque tenía muy claro que había ganado esa contienda y que podía pedir lo que quisiera.

—Por lo pronto, retirar la denuncia.

Don Carlos musitó algo por lo bajo pero se abstuvo de comentar nada. Tan solo asintió.

—Y una disculpa.
—Ni muerto —farfulló mirando de reojo a M aría.

Eduardo se incorporó, regresó junto a su representada y al pasante y cogió su maletín.

—Nos veremos en los tribunales —comentó haciendo un gesto a la joven para que se levantara.

—¡No! ¡Esperé! —El ex jefe de M aría respiró hondo, agachó la cabeza un instante y la volvió a levantar. Atravesó a la mujer con la mirada antes de comenzar
a hablar con los dientes apretados—. Lo siento. No quería acosarla y denunciarla.

Eduardo sonrió, al fin, y volvió a repetir el gesto a M aría para que se levantara. Ella lo hizo y con él también Amancio, en el mismo momento en el que la
secretaria de don Carlos entraba con un par de papeles en la mano. Se los entregó a su jefe que, sin leerlos, los firmó y lanzó uno de los documentos por encima de la
mesa hacia donde se encontraba el pasante.

—Estás despedido —le dijo a Amancio sin cambiar su gesto.

El hombre cogió el papel, lo leyó y se lo entregó a Eduardo que lo guardó en su maletín sin tan siquiera mirarlo.

—En cuanto tenga el documento de retirada de la denuncia lo envía a la peluquería —comentó impasible—. Ya sabe la dirección.

El abogado salió del despacho seguido muy de cerca por M aría y Amancio, bajo la atenta mirada de la secretaria del bufete que, nada más desaparecer ellos por
la puerta, volvió a entrar en la sala de reuniones.

Los tres llegaron a la vía pública y respiraron el aire contaminado de la capital. Aun así, les supo a gloria como la mejor atmósfera de la montaña. Sin decirse
nada entre ellos y con la única idea en la cabeza de alejarse de allí, comenzaron a bajar la calle hasta llegar a una cafetería a un par de manzanas del bufete. Entraron y se
sentaron alrededor de una mesa. Una vez allí, M aría no pudo más y explotó.

—¡Amancio, te han despedido! —comentó muy preocupada por el pasante.

—No te preocupes, niña. Ha merecido la pena.

—Pero debes estar a punto de jubilarte y ahora no tienes trabajo.

El hombre sonrió.

—Lo de “a punto” es muy acertado.

M aría frunció el ceño sin comprender a qué venían las sonrisas tanto del pasante como del abogado.

—¿Cuándo te jubilas?

—Pasado mañana.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿¡Cómo!?

—Pues sí. Y con la indemnización que aquí nuestro abogado va a solicitar, mi jubilación va a ser de órdago a la grande.

—No lo entiendo.

Eduardo se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos en ella.

—M uy sencillo. M añana tramitaré la carta de despido en la inspección y solicitaré la indemnización correspondiente y, pasado mañana, Amancio se apuntará
al paro y se jubilara; todo al mismo tiempo.

M aría abrió la boca y la cerró al instante. M iró a Amancio que seguía sonriendo.

—Explícame una cosa. ¿Viste cómo me acosaba don Carlos?

—Pues no, pero dicen que más vale un mentiroso que millones de engañados. Ese hombre se lo merecía.

M aría no sabía si seguir protestando. Por una parte, Eduardo y Amancio habían mentido pero el primero es hacerlo había sido su antiguo jefe. Eduardo pareció
leerle la mente.

—No tengas remordimientos. M i padre siempre dice que el que engaña a un ladrón tiene cien años de perdón. Ya no tendrás que preocuparte más por ese
hombre.

Y M aría, al fin, lo entendió. Los principios no tenían ningún valor ante personas sin corazón y su ex jefe era una de ellas. Como bien había dicho Eduardo, no
debía tener remordimientos y no los tendría.
Pidieron algo de comer y unos refrescos, menos Amancio que prefirió una cerveza, y brindaron a la salud de la suculenta indemnización del pasante que lo
ayudaría a disfrutar de una jubilación digna de un rey.

M iró de reojo a Eduardo y agradeció a Felipe y a la providencia que lo hubieran llevado hasta ella. No pudo resistir el impulso de decirle a Adrián que todo
estaba solucionado por lo que sacó el móvil y le mandó un escueto WhatsApp. Sabía que el médico estaría preocupado.

Todo arreglado. Stop. Eduardo ha conseguido que retire la denuncia. Stop. Te echo de menos. Stop.

La respuesta de Adrián no se hizo esperar y M aría sonrió al leerla sin poder evitar que su corazón comenzara a latir a mil por hora.

Qué alegría me has dado con tu telegrama. Stop. Esta noche lo celebramos. Stop. No vas a dormir. Stop. Yo también te echo de menos. Stop.

Se sentía viva por primera vez en mucho tiempo y no podía dejar de dar gracias por toparse con Adrián el día que estuvo a punto de ser atropellada en mitad
de la calle. Sabía que, de no haber ocurrido todo como pasó, su vida seguiría rodeaba de una lúgubre niebla que el médico se había encargado de disipar con su amor.
Volvió a sonreír.
Capítulo 18

24 de abril de 2014

—Entonces, ¿no vas a hacer nada esta noche?

—¿Qué quieres que haga un jueves?

—Pues, no sé. Ahora que tienes novio… —Felipe se contoneó como una mujer y se giró para darle la espalda a M aría.

—¿Qué pasa? ¿Te da envidia?

—¿Envidia? ¿A mí? —el peluquero intentó mostrarse todo lo digno que pudo pero dejó caer los hombros y se entristeció—. Ahora que lo dices, un poco de
envidia sí que me da.

Ella sonrió, se acercó a su amigo y le puso la mano en el brazo.

—¿Y Davide? ¿No tienes nada con él?

—¿Con esa cabra loca? ¡Ni de coña! Ese es peor que la abeja M aya.

—¿La abeja M aya? —preguntó M aría con el ceño fruncido.

—Sí. Va de flor en flor, contoneándose, con Willy olisqueándole el culo.

—M uy romántico, sí señor.

—A estas alturas, ya no hablo de romanticismo. M e conformo con alguien que me traiga flores de vez en cuando y que me cuide como a una reina. ¡Ah! Y que
me lleve a cenar alguna noche y que me diga que me quiere rodeado de velas e incienso en un Spa.

—¡Ya! —exclamó la joven al tiempo que hacía un gesto con la mano como si todo lo que pedía el peluquero fuera lo más banal del mundo—. Nada romántico.

—Pues no. Como lo que tienes tú más o menos.

M aría guardó silencio y se quedó pensando en lo que ella había conseguido en los últimos días en los que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados.
Había dejado de ser una mujer solitaria y amargada y ahora su corazón bailaba samba cada vez que veía a Adrián.

—Lo que tengo yo no es fácil de encontrar. Creo que no hay otro como mi médico.

—Pues entonces, te lo tendré que robar —comentó el peluquero con gesto serio y los ojos entrecerrados.

M aría se acercó a él y lo señaló.

—Tú acércate a Adrián y te corto la pichula a cachos

—lo amenazó usando el mismo término que el peluquero había utilizado en la parada del autobús.

Felipe se enfrentó a su compañera, hinchó el pecho y se estiró todo lo que pudo. Abrió la boca para continuar con la confrontación pero lo único que consiguió
fue echarse a reír a carcajadas. M aría no pudo aguantarse más e hizo lo mismo que él.

—¡A ver, las dos porteras! —exclamó M elanie desde su eterno lugar detrás del mostrador—. Ya sé que solo queda una hora para salir pero tenemos que
guardar la compostura.

Felipe dejó de reír y miró a uno y otro lado de la peluquería antes de replicar.

—¿La compostura? Si parece que ha caído una bomba.

—Felipe bajó la voz para que no lo oyera M elanie—. Esta pelu tiene menos futuro que la Sirenita en Jara y Sedal.

M aría se dio media vuelta al escuchar el comentario de su compañero sobre todo porque estaba a punto de soltar una carcajada, por lo que se tuvo que poner la
mano en la boca.

Como si el destino quisiera llevarle la contraria a Felipe, la puerta del local se abrió y todas las peluqueras se giraron. La que entró fue Saray que, nada más ver
a M aría, se acercó a ella con rostro triste.

—Hola. He venido por si podíais cortar y peinarme pero no sé si será muy tarde.

Felipe se adelantó a M aría y se aproximó a Saray, la detuvo con un gesto de la mano y le pasó la mano por el cabello. Chasqueó la lengua.

—No es muy tarde pero casi. Tenías que haber venido antes a la peluquería pero aún podemos hacer algo con este estropajo.

La joven lo miró con cara de malas pulgas.

—M e refería a que solo queda una hora para que cerréis y no a mí melena.

—¡Ah! Perdona —se disculpó el peluquero levantando las manos en son de paz—. Creía que te referías al desastre que llamas melena que parece más una
fregona.

—¡Oye! De fregona nada que me echo crema hidratante cada vez que me lo lavo.

Felipe se giró hacía M aría y se encogió de hombros.

—¿Has visto por lo que te digo que no hay que comprar productos para el cabello en los chinos?

—Felipe, relájate un poquito —aconsejó su compañera al ver la cara descompuesta de Saray que, con gesto triste, se miraba la punta de sus cabellos. Observó
como una lágrima aparecía en sus ojos.

—Por eso estoy más sola que la una. Soy una fregona y un estropajo.

La joven niñera se giró y caminó con mucha lentitud hacia la puerta para abandonar la peluquería pero M elanie, que había estado contemplando la escena pero
no había intervenido, cerró la carpeta con las facturas pagadas y se acercó a Saray.

—¡Oye! ¡Perdona! Si te ha molestado mí…

Saray se dio media vuelta y clavó sus ojos en M elanie y ésta se quedó callada con la boca abierta.

Felipe y M aría estaban alucinando. Entre M elanie y la niñera se había prendido algo.

—Yo… No…

—No te preocupes. Yo tampoco…

M elanie se acercó a Saray y levantó su mano bajo la atenta mirada de todos los empleados. Con dos dedos y mucha dulzura palpó el cabello de la joven
cuidadora que se estremeció al sentir como la dueña de la peluquería acariciaba su larga melena.

—No está tan mal —susurró—. Sammy se encargará de ti y vas a estar preciosa. Bueno, ya lo estás.

Saray bajó la cabeza y se puso colorada al instante. M aría contemplaba la escena sin saber muy bien qué pensar. El comportamiento de M elanie no la
asombraba

porque ya conocía sus tendencias sexuales, pero Saray había estado enamorada de Roberto y ahora…

—Tú sí que sabes lo que es ser preciosa —contestó con un hilo de voz.

—No tanto como tú. Ya verás cómo tu pelo brilla bajo el sol del atardecer como una saeta de fuego.

—Lo único que me gustaría es que tú pudieras verlo conmigo.

—Cuando tú quieras. Será un placer.

Felipe se acercó a M aría y le pasó el brazo por los hombros.

—Oye, ¿tu amiga no estaba enamorada del tipo ese…?

—Pues, sí —le cortó M aría—. O eso creía.

—Entonces hay dos posibilidades. Tu amiga miente más que parpadea o le va lo mismo un buen filete de ternera que un trozo de bacalao al pil-pil.

—No seas bruto, Felipe.

—¿Bruto? Si quieres te lo digo de otra forma. A tu amiga le van las tijeretas.


—¡Felipe! —M aría le gritó cuando comenzó a hacer un gesto cruzando los dedos índice y corazón de cada mano—. Te va a ver M elanie.

Pero la dueña de la peluquería solo tenía ojos para Saray que, sentada en el sillón de Sammy, hablaba con ella sobre peinados, tintes y cosas similares.

M aría jamás había visto la sonrisa que ahora adornaba el rostro de su jefa desde que entrara por la puerta de la peluquería por primera vez. Y a Saray la veía
igual de feliz.

—Bueno, dicen que siempre hay un roto para un descosido —comentó M aría que se sentía dichosa al ver cómo se miraban su Saray y la sobrina de los Ortega.

Justo en el preciso instante en el que Felipe abrió la boca para responder, se abrió la puerta de la peluquería de nuevo y entró la señora Dolores, la madre de
Adrián. M aría no pudo evitar aguantar la respiración aunque pensó que lo más normal era que ella no supiera nada de la relación que mantenía con su hijo. En su caso,
su madre sería la última mujer sobre la faz de la tierra en enterarse de su vida privada pero la madre de Adrián era una mujer bien distinta. M aría se relajó al ver como la
mujer la miraba de reojo y se sentaba delante del lavabo donde se encontraba Felipe.

—Buenas tardes, doña Dolores. Viene un poco tarde. Estábamos a punto de cerrar.

Ella cerró los ojos y se relajó.

—A punto, hijo, solo a punto. Vengo a que me peines que tengo que ir a un evento muy especial.

Felipe refunfuñó por lo bajo pero se puso de inmediato manos a la obra.

—¿Y qué evento es ese?

—Cosas de familia —replicó la señora Dolores—. Eres un poquito cotilla tú, ¿no?

—No, señora —contestó Felipe remarcando cada silaba—. Es que si hablo con usted y me contesta, me aseguro de que sigue viva mientras le lavo el pelo.

La madre de Adrián no respondió al comentario sarcástico de Felipe sino que tan solo se limitó a sonreír.

—Te has pasado un poco, ¿no? —dijo M aría en voz baja para que no la escuchara la señora Dolores.

—¿Qué pasa? ¿Ahora te pones de su parte? Claro, como es tu suegra…

Felipe dijo esta última frase en voz alta y M aría se puso de puntillas para comprobar, por encima del lavabo, si la señora Dolores hacía algún gesto pero no
notó nada raro en ella. Parecía no haberlo oído y se tranquilizó aunque, un segundo después, la mujer abrió los ojos pero no miró hacia donde se encontraba M aría sino
hacia el lugar que M elanie ocupaba frente a Saray.

—¿Qué le pasa a esa? Parece como si estuviera montando en bici sin sillín.

Felipe, al escuchar el comentario, se echó a reír y doña

Dolores lo miró por el rabillo del ojo muy seria.

—¿Qué pasa? Eso es lo que siempre decían en el pueblo cuando salías de casa muy sonriente.

M aría estaba alucinando con la madre de Adrián a la que nunca hubiera imaginado como una mujer tan moderna y con tanto ingenio.

—Lo que le pasa a nuestra jefa es que se ha enamorado ahora mismito —explicó el peluquero acercándose a la señora Dolores.

—¿De quién? —preguntó la mujer extrañada.

—¿A usted que le parece?

La señora Dolores contempló la escena con detenimiento para, a continuación, abrir los ojos de par en par.

—¿Esas dos “entienden”?

—Ahora se les llama boyeras.

—¿Hacen tartas?

—¡Ay! Señora Dolores —se lamentó el peluquero muy dignamente—. Tan moderna para unas cosas y para otras parece que haya sido sacada de Cuéntame.
Sí, esas dos “entienden”.

—¡M adre del cielo! —exclamó la señora Dolores santiguándose aunque después las miró y sonrió—. Bueno, mi difunto marido siempre decía que el amor es
como un puzle, siempre hay dos piezas que encajan a la perfección.

—Si usted lo dice. Aunque este puzle va a necesitar de un buen consolador doble para encajar.
—¡Felipe!

M aría, que se había mantenido al margen de la conversación hasta ese momento, al escuchar la burrada soltada por el peluquero, no había tenido más remedio
que reprenderle.

La señora Dolores se giró al escuchar a M aría.

—¡Anda! La chica de la manicura. Qué pena que no tenga más tiempo para que me la volvieras a hacer.

La mujer no añadió nada más y a M aría, en cierta manera, le molestó porque esperaba alguna muestra de cariño por su parte. Era evidente que Adrián no le
había comentado nada, o bien a la señora Dolores no le gustaba mucho M aría como novia de su hijo. Prefirió pensar en la primera opción.

Se había quedado algo tocada por la indiferencia mostrada por la madre de su pareja y decidió resguardarse en el almacén como hacía siempre que algo la
superaba. No consiguió llegar hasta la puerta porque un torbellino entró en la peluquería en ese preciso instante y se lanzó a sus piernas.

—¡M ariaaaaaaa! —gritó Eoghan ya enganchado a ella.

Ella se agachó y lo cogió en brazos para darle un par de besos pero el niño se revolvió y salió corriendo en dirección al avión que utilizaban para cortarles el
pelo a los niños. El hijo de Penélope, que había entrado a la carrera detrás de él, se subió al artefacto, se sentó en él y se quedó tranquilo.

—Buenas tardes —saludó la periodista—. ¿Es muy tarde para peinarme? ¡Ah! Hola, mamá. No te había visto.

—Hola, hija. También he venido a ponerme guapa. M aría pensó que allí solo faltaba Adrián para completar

la estampa familiar de madre, hijos y nieto y, de alguna manera, se sintió dentro de ese círculo aunque la señora Dolores no supiera nada la relación de su hijo.

M elanie salió de su ensimismamiento tan solo un segundo para decirle a Nerea, la única peluquera desocupada, que se encargara de Penélope. Después de dar
la orden, volvió a clavar la vista en Saray que también la miraba con fijeza.

—Anda, tampoco la había visto —comentó Penélope señalando con la cabeza a la niñera de su hijo—. Hola, Saray.

No hubo contestación.

—¿Saray? ¿Saraaaaaayyyyyy?

Ni caso.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Penélope al no obtener respuesta de la joven.

—Qué está enamorada —explicó Felipe sin querer dar más explicaciones ya que ahora estaban pendientes de la conversación todas sus compañeras.

—¿De quién?

—De quien va a ser, hija. —La señora Dolores se incorporó y miró a las dos mujeres que permanecían ajenas a todo lo que les rodeaba—. ¿No te has dado
cuenta de que son pasteleras?

Penélope giró la cabeza hacia donde se encontraba sentada M elanie delante de la niñera y después miró a su madre con el ceño fruncido.

—¿Pasteleras?

—Bueno, más bien les gustan los bollos y las tortillas — aclaró Felipe al tiempo que M aría ponía los ojos en blanco al escuchar la explicación del peluquero.

—¿Los bollos y las tortillas? —preguntó Penélope si acabar de enterarse—. Pero si… Un momento. ¿Son lesbianas? —preguntó en un susurro.

—No seas antigua, hija. Este chico tan… tan lengüetón me ha dicho que ahora se las llama pasteleras.

—Boyeras, señora, he dicho boyeras.

A pesar de que la explicación de Felipe fue dada en un volumen bastante más alto del utilizado en el resto de la conversación, ni M elanie ni Saray se dieron por
aludidas porque, en ese momento, vivían la una para la otra.

Cuando llegó la hora del cierre, la señora Dolores y Penélope pagaron a toda prisa y se despidieron como si tuvieran prisa por marcharse de la peluquería. De
hecho, la hermana de Adrián tuvo que regresar para recoger a Eoghan, que seguía montado en el avión de juguete, del que se había olvidado por completo.

Lo que más extrañó a M aría fue el hecho de que sus compañeras de trabajo, incluyendo a Felipe y a M elanie tuvieran tanta prisa por cerrar la peluquería
cuando, normalmente, se despedían con parsimonia comentando las pocas anécdotas recabadas a lo largo del día. La única que no parecía tener prisa por irse fue Saray
pero, al ver que la dueña de la peluquería se marchaba, se despidió también de M aría y se fue con ella.

M aría, ya en la calle, miró a uno y otro lado y comprobó que se había quedado sola pero fue por poco tiempo porque, un minuto después, apareció por el
final de la calle el monovolumen de Adrián que, al verla, se detuvo junto a la acera.
—M enos mal que te encuentro —le dijo sin ni siquiera saludar—. Tenemos que ir al estudio de doblaje. Arturo me ha comentado que nos necesita para una
escena urgente.

M aría abrió la puerta del vehículo sin poder disimular su enfado por la falta de sentimientos mostrada por Adrián y se dejó caer en el interior del coche.

—Por lo menos podías dar las buenas tardes —dijo sin morderse la lengua.

—Buenas tardes —replicó el médico con sequedad—. Vamos que nos esperan.

Ella no se lo podía creer. Esa actitud no encajaba con el Adrián que conocía, que siempre se había mostrado cariñoso a más no poder con ella, pero ahora
parecía otra persona. Decidió guardar silencio y no abrió la boca hasta que el pediatra detuvo su vehículo frente a la puerta del estudio de doblaje. Adrián bajó del coche
y M aría hizo lo mismo y esperó a que él le cogiera la mano pero no lo hizo.

Caminó de mala gana a su lado hasta el estudio donde se encontró con Arturo, recién recuperado de su gripe, hablando con su ayudante Francis. Al verlos, se
giró y sonrió aliviado.

—Ya estáis aquí. Genial.¡Vamos a por ello que es urgente!

A M aría tampoco le gustó que Arturo ni tan siquiera la saludara. Lo único que parecía importarle era el doblaje y entendía que ese era su medio de ganarse la
vida pero, al igual que pasaba con Adrián, siempre se había mostrado extremadamente afable con ella.

M aría refunfuñó y entró en la cabina de grabación junto a Adrián. Cerraron la puerta a sus espaldas, frente al mismo atril que había utilizado la primera vez, se
puso los cascos que halló sobre la superficie de madera. Buscó el guion con las escenas a doblar pero no encontró nada. Además, otra cosa que había cambiado era la
gran pantalla de televisión donde se proyectaba la película que ellos dos debían doblar. En su lugar había una enorme tela blanca colgada del techo en vertical.

—Arturo, ¿dónde está la televisión? —preguntó extrañada.

—Hoy no la necesitas. Es algo distinto. Ya verás.

—¿Y el guion?

—Tampoco lo necesitas. No te preocupes.

Pero sí estaba preocupada. M iró de reojo a Adrián buscando su apoyo pero a él no parecía importarle demasiado que todo fuera tan distinto a la otra vez. Lo
que más le extrañó es que el médico parecía muy nervioso a pesar de su aparente seguridad.

—Bueno, otra de las novedades es que voy a apagar la luz de la cabina para que estéis más concentrados —explicó Arturo con las manos colocadas sobre el
panel de control—. ¿Preparados?

—Yo no…

A pesar de que M aría había comenzado a protestar, Arturo no hizo ningún caso y apagó la luz de la cabina de control. No sabía qué hacer. Se giró hacia Adrián
y éste la sonrió por primera vez desde que él la recogiera junto a la peluquería. El médico se aproximó a ella y le cogió la mano con la mirada clavada en sus ojos.

—Lo siento —se disculpó Adrián—. No he podido ni decirte todo lo que te quiero nada más verte porque tenía mucho en la cabeza.

—Yo pensaba que…

—M aría, necesito decirte algo muy importante. Ella guardó silencio, tragó saliva y asintió.

En ese preciso instante apareció una imagen de gran tamaño proyectada en la tela blanca y M aría sonrió al reconocer una de sus escenas preferidas de la
película con la que se había criado y que habría visto más de veinte veces.

Guess mine is not the first heart broken,

My eyes are not the first to cry,

I’m not the first to know,

There’s just no getting over you.

Con los primeros acordes de Hopelessly devoted to you de la banda sonora de la película Grease, Adrián le abrió su corazón.

—Ya sabes lo que me ocurrió hace dos años y, a pesar de ello, sigues a mi lado. Soy inseguro, débil y frágil de corazón pero tú no me has abandonado y
continúas aquí.

—¿Por qué iba a abandonarte?

Adrián le puso el dedo en los labios con tanta dulzura que M aría se estremeció y se lo besó plenamente enamorada.
—M aría, ya lo sabes, quiero tener un hijo. No solo uno, quiero varios. —Ella abrió la boca pero no para protestar sino porque la revelación de Adrián la había
dejado de piedra—. Quiero vivir contigo cada día de mi vida. Quiero despertar a tu lado cada mañana y sentir que todo tiene sentido a mí alrededor. Quiero respirar el
mismo aire que tú respiras cada segundo del día. Quiero ser tuyo y que tú seas mía.

Adrián, para sorpresa de M aría, sacó una cajita dorada del bolsillo del pantalón y se arrodilló frente a ella que ahora no podía ni tragar saliva.

—M aría, ¿quieres casarte conmigo?

A ella se le secó la garganta al mismo tiempo que las lágrimas afloraban en sus ojos y comenzaban a resbalar por sus mejillas. Con mucha dificultad consiguió
tragar, al fin, algo de saliva antes de contestar a Adrián que esperaba rendido a sus pies conteniendo la respiración.

—Sí, quiero casarme contigo —respondió con solemnidad pero mostrándose como la mujer más feliz del mundo; justo cuando Olivia Newton-John recitaba
los últimos versos de la canción con la que Adrián le había entregado su corazón y su alma.

El médico se levantó y se entregaron todo su amor en un apasionado beso.

But now there’s nowhere to hide

Since you pushed my love aside,

I’m out of my head.

Hopelessly devoted to you.

Hopelessly devoted to you.

Hopelessly devoted to you.

Las luces de la cabina se encendieron de pronto y un grupo de personas congregadas para la ocasión prorrumpieron en un aplauso y muchas lágrimas se
derramaron frente a la pareja.

M aría fue clavando sus ojos en cada una de las personas que habían sido testigos mudos de uno de los momentos más felices de su vida y les sonrió
agradecida.

Arturo y Amanda los miraban abrazados. Felipe lloraba a moco tendido como era propio en él. Esther y Cristina la miraban emocionadas y le lanzaban besos.
Sus compañeras de la peluquería aplaudían a rabiar. M elanie la miraba con cariño y sin ningún atisbo de tristeza en sus ojos que ya pertenecían a Saray a la que iba
cogida de la mano. Penélope le lanzó un beso mientras movía los brazos de Eoghan para que aplaudiera como los demás. Pero la que la miraba con más cariño y a quién
abrazó nada más salir de la cabina de grabación fue a la señora Dolores, que se lanzó a sus brazos y la colmó de besos.

—Hija mía, siento haber sido tan fría contigo en la peluquería pero no quería fastidiar la sorpresa. ¡Bienvenida a la familia!

Aunque la única persona que la miraba con ojos enamorados permanecía en el mismo sitio sin poder apartar su vista de ella. M aría se giró y, al verlo allí
parado, entró en la cabina a la carrera y se lanzó sobre él que no cayó al suelo de puro milagro.

—Tendremos hijos tan guapos como Eoghan —le dijo M aría al tiempo que no podía dejar de besarlo.

—Quiero que sean tan guapos como su madre. ¿M e lo prometes?

M aría lo besó una vez más poniendo en ese gesto todo su amor y toda su alma.

—Te lo prometo.
Capítulo 19

26 de abril de 2014

Dos días después comenzó la mudanza.

A M aría le gustaba vivir en el piso, donde ahora se respiraba paz y armonía, con sus dos compañeras, pero la oferta de Adrián de mudarse con él a su casa la
hizo decidirse aunque sus amigas se pusieron algo ñoñas al enterarse de su marcha.

La relación con Esther seguía siendo igual de natural que el primer día pero con Cristina todo era distinto. Se había convertido, de la noche a la mañana, en una
muy buena amiga y era una de las pocas cosas positivas que habían nacido de las peleas que M aría no había tenido más remedio que soportar. De hecho, tanto ella como
Esther se habían ofrecido voluntarias para ayudarla con la mudanza. M elanie le había dado un par de días libres y M aría tenía tan pocas cosas en su habitación que la
mudanza estaba a punto de concluir en tan solo un día.

Acababan de dar buena cuenta de unas pizzas que había pedido Adrián para cenar y tan solo quedaban unas cuantas cajas por subir.

—¿Esto donde lo pongo?

—En uno de los cajones de esa cómoda. Adrián me ha dicho que puedo utilizarlos todos.

—Pues en este hay algo de ropa —comentó Cristina que acababa de abrir el último cajón y enarbolaba unos slips negros por encima de la cabeza—. Para mí
que deben ser de Adrián.

—Anda, no seas gansa y déjalos en su sitio —le pidió M aría sin hacerle demasiado caso mientras guardaba unos botes de crema en la mesita de noche que él le
había cedido.

—¿Gansa? ¡Una leche! Esto me lo llevo como trofeo.

Cristina se guardó los calzoncillos en uno de los bolsillos de los ceñidos vaqueros y M aría saltó a por ella aunque la estudiante fue más rápida y se subió a la
cama desde donde volvió a extraer la ropa interior para agitarla sobre su cabeza.

—M e quedo con los gayuuuumbos —canturreó Cristina.

—Ni se te ocurra. ¡Dámelos!

M aría saltó sobre ella y la tumbó pero no fue capaz de arrancarle la prenda de las manos.

—M e quedo con los gayuuuuumbos.

—Dámelos.

—Ni de coña.

—Dámelos.

Un fuerte carraspeó sonó en la puerta de la habitación y las dos chicas se quedaron quietas. La estampa que se encontró Adrián le hizo poner los ojos en
blanco porque Cristina y M aría estaban tiradas encima de la cama, mientras una intentaba quitarle unos slips y la otra procuraba evitarlo con el brazo lo más extendido
posible.

Esther entró en ese preciso instante con una caja de cartón en los brazos y, al ver a sus dos amigas enroscadas encima de la cama, frunció el ceño.

—¿Qué hacen esas dos? —le preguntó a Adrián en un susurro.

—Ni idea —le contestó con el mismo tono de voz antes de volverse hacia las luchadoras—. ¿Qué hacéis con los calzoncillos de Eoghan?

M aría se incorporó de un salto, le arrebató los slips a Cristina y los extendió ante ella. Eran de un tamaño diminuto y, por si fuera poco, llevaban en la parte
delantera un pequeño pez payaso, como Nemo el de la película.

Adrián se volvió de nuevo hacia Esther y se encogió de hombros antes de marcharse pasillo adelante.

—Vaya amigas más raras que tienes —le dijo a Esther antes de desaparecer en el inmenso salón.

La joven estudiante se acercó a sus dos compañeras y se sentó junto a ellas en la cama.
—Ahora en serio. ¿Qué hacíais con los calzoncillos del niño?

—La salida ésta, que se ha encontrado los slips en un cajón y pensaba que eran de Adrián y se los quería guardar.

Esther cogió la pequeña prenda de ropa y la contempló con detenimiento antes de fruncir los labios.

—Cris, estás enferma. Aquí no le entra ni un huevo a Adrián y además, decías que la tenía como un zeppelín.

—¡Esther! —exclamó M aría al tiempo que le quitaba los slips y los devolvía al cajón—. Anda, vamos a por las últimas cajas al coche.

Las tres mujeres salieron al salón y cruzaron hacia la puerta de la entrada.

Adrián estaba sentado frente a un escritorio situado junto a un ventanal, por el que la luna llena filtraba su blanca luz, y miraba la pantalla de su ordenador con
detenimiento. M aría se había enamorado de aquel lugar nada más verlo.

El comedor era tan grande como todo el piso de Esther y tenía una cocina americana separada del salón por una barra parecida a la de un bar. Incluso tenía
varios taburetes altos para sentarse. Por si fuera poco, el sillón más grande que M aría había visto jamás, separaba la cocina y el despacho de Adrián de un rincón
acogedor adornado con una alfombra de pelo largo situada frente a una chimenea cerrada y que era evidente que el médico utilizaba de vez en cuando. Además del salón
y la cocina, solo había dos dormitorios pero eran espectaculares. El que ahora compartían M aría y Adrián era inmenso, con un baño en suite con jacuzzi y un gran
vestidor donde M aría ya disponía de sus propios armarios. La otra habitación era digna de una película de Disney con una cama tipo litera cubierta con

una tela que estaba decorada como si fuera un castillo. Para entrar a la cama inferior donde M aría suponía que dormía de vez en cuando Eoghan, era necesario
atravesar la puerta del castillo. El resto de la habitación estaba plagado de juguetes de todo tipo. Era evidente que Adrián adoraba a su sobrino.

—¿Os ayudo con las cajas? —preguntó el médico que

se había dado la vuelta al escucharlas atravesar el salón.

—No, gracias. Ya podemos nosotras.

Las tres salieron al rellano y subieron en el ascensor que,

por su tamaño, parecía más un montacargas.

—Vaya choza que tiene tu doctorcito —comentó Esther acompañando la frase con un silbido de admiración y un agitar de manos.

—No está mal.

—¿Qué no está mal? Es una pasada. Lo raro es que no tenga televisión en el salón.

—Nosotras tampoco la tenemos —apostilló Cristina.

—Ya, pero este no es un piso de estudiantes.

—Pues mira, más tiempo para retozar que van a tener.

—¡Cristina!

Salieron a la calle y, bajo la luz de las farolas, abrieron el monovolumen de Adrián donde, con tan solo dos viajes, habían conseguido trasladar las escasas
pertenencias de M aría al piso de Adrián. Ese era uno de los temas que más llamaba la atención de Esther, la más cotilla de sus compañeras.

—Sigo sin entender cómo alguien puede meter su vida en unas cuantas cajas —insistió la más joven de las estudiantes—. Si yo tuviera que mudarme
necesitaría un tráiler.

—Tan solo hay que saber colocar las cosas en las cajas para ahorrar espacio.

Cristina intentó levantar una de ellas pero la volvió a dejar caer tras resoplar por el esfuerzo.

—Pues ésta la has debido de llenar con mucho esmero porque pesa un huevo y parte del otro.

—Las últimas vamos a tener que subirlas con el carro porque están llenas de libros —comentó M aría al tiempo que observaba las cajas que quedaban por
llevar al piso que ahora compartía con Adrián y bajaba del monovolumen un carrito que les había dejado el médico.

Por mucho que él había insistido en ayudarlas a bajar las cajas del piso donde vivía M aría y en subirlas al suyo, ellas se habían negado en redondo y su
cometido había quedado relegado al de simple chófer y todo porque ninguna de las chicas se atrevía a conducir el monovolumen debido a su gran tamaño. Gracias al
carro que Adrián utilizaba para subir la leña para la chimenea que guardaba en un trastero, pudieron llevar a cabo la mudanza.

—¿Todo esto son libros? —preguntó Cristina que, a diferencia de Esther, nunca se había fijado en las estanterías de la habitación de M aría.
—Pues, mucho me temo que sí.

—¿Y para qué quieres tantos?

—Para leerlos.

Cristina abrió los ojos como dos ensaimadas.

—¿Te has leído todos?

—Bueno, algunos los ha escrito ella.

M aría se giró hacia Esther y la acribilló con la mirada pero su compañera de piso hasta ese día, no hizo demasiado caso de ese gesto y continuó hablando.

—Firmaba como Elizabeth Deavers y sus libros son una pasada.

—¿En serio? —preguntó Cristina sentándose en la parte de atrás del monovolumen con sus ojos clavados en M aría que se entretenía en mirar una de las cajas
como si no fuera con ella—. ¿Eres escritora?

M aría bajó la cabeza y resopló.

—Lo era —susurró al fin.

Esther parecía emocionada y rompió la promesa que le hizo unos días antes a M aría. Era evidente que estaba deseando soltar lo que sabía sobre Elizabeth
Deavers y ahora que M aría las abandonaba parecía ser un buen momento para ello.

—Era la mejor. Ganó un porrón de dinero con sus libros.

—¿¡En serio!? ¿Y por qué trabajas ahora en la peluquería?

—Lo perdió todo.

M aría agachó la cabeza aún más y se sentó junto a Cristina.

—Esther, ¿por qué no te callas un poquito?

—¿Qué más da? —preguntó su amiga de pie frente a ellas dos—. La cagaste pero ya está. No pasa nada.

—No es solo eso —explicó M aría con la sensación de haber encontrado el momento para soltar todo lo que llevaba dentro—. Hice daño a muchas personas.

—¿Y no crees que ya lo has pagado?

Ella meditó un instante antes de contestar.

—Supongo que sí.

—Bueno, ¿alguien va a contarme la historia?

M aría sonrió a Cristina y le dio un codazo amistoso.

Durante casi media hora les contó a sus dos amigas, la historia del encumbramiento de Elizabeth Deavers y su posterior caída. Habló de cómo lo había perdido
todo y, sobre todo, de cómo había caído en desgracia en el mundo editorial. Les habló del nacimiento de M aría y de todo lo que había sufrido hasta conseguir llegar a
donde estaba ahora.

—Fue muy duro. No es fácil perderlo todo cuando estás acostumbrada a mirar a los demás desde la cima del mundo

—comentó poniendo punto y final a la historia.

—¿Adrián lo sabe? —preguntó Cristina alucinada.

—No.

—¿Por qué?

M aría abrió la boca para responder pero no lo hizo porque nunca se había planteado la posibilidad de hablarle sobre su pasado. Fue una decisión tomada sin
pensar y que no pidió razones.

—No lo sé.
—Yo sí lo sé —afirmó Esther ahora sentada a lo indio en la acera—. Tienes miedo.

—¿M iedo? —preguntó M aría a su compañera y a sí misma—. ¿M iedo de qué?

—De que Adrián piense que Elizabeth Deavers todavía sigue aquí.

—Eso no tiene sentido.

—Ya lo creo que lo tiene —añadió Cristina que había comprendido lo que su compañera de universidad quería decir—. Si algún día él descubriera todo esto no
sé lo que pensaría. Quizá fuera mejor que se lo contaras tú.

M aría suspiró.

—¡Buf ! Quizá Esther tenga razón y lo que me pasa es que temo que él no lo comprenda.

—M ientras no escribas sobre tu relación con él…

El comentario dicho al azar por Esther dio en el blanco y M aría se quedó callada de repente. Se dio cuenta de que su cara debía reflejar el desconcierto propio
de quién se sabe pillado en un renuncio, por lo que optó por desviar la atención.

—Bueno, ¿seguimos con la mudanza?

Cristina se puso en pie de un salto y Esther se levantó del suelo con parsimonia.

—Venga, vamos a por ello.

Con esfuerzo colocaron cuatro cajas apiladas en el carro y lo llevaron hasta el portal cogiendo M aría de un asa y Esther del otro mientras Cristina empujaba
para que no se quedara atascado en los dos peldaños que separaban el edificio de la vía pública.

Subieron al montacargas y llegaron al piso donde Adrián las esperaba tomando un refresco sentado en uno de los taburetes.

—Ya pensaba que te habías arrepentido y te habías largado con mi coche.

M aría se acercó a él y le dio un beso tierno en los labios.

—¿Con ese bicho? Ni de coña. Es demasiado grande. A mí me gustan más pequeños.

—No es eso lo que me dijiste anoche —le contestó el médico al tiempo que le ponía una mano en el trasero.

Cristina carraspeó y él retiró la mano.

—Si os vais a poner en plan peli guarra, nosotras nos vamos.

M aría abrió la boca para contestar que no hacía falta que se marcharan pero Adrián se le adelantó y respondió por ella.

—Pues creo que va a ser lo mejor, chicas.

—Pero…

—Gracias por echarle una mano a M aría —añadió Adrián.

Cristina y Esther sonrieron con franqueza y se marcharon dejando a los dos tortolitos abrazados junto a la barra que separaba el salón de la cocina.

—¿Por qué les has dicho que se fueran?

—Porque no puedo más. Llevas toda la mañana moviéndote de un lado a otro con esos pantalones de chándal y me estás poniendo cardiaco.

M aría soltó a Adrián, dio un par de pasos para separarse de él y dio la vuelta al tiempo que tiraba de sus pantalones pegándolos aún más a su cuerpo.

—Solo son unos pantalones —comentó ella con picardía—. Peor es lo de la sudadera porque no llevo nada debajo. M ira.

M aría se levantó la prenda que cubría su torso y le mostró a Adrián sus pequeños pero firmes senos.

Al sentir cómo él la devoraba con la mirada, sus pezones respondieron y se endurecieron. El médico no pudo más y se plantó junto a ella en un par de pasos,
la levantó en brazos sin esfuerzo y la llevó hasta el inmenso sofá donde la depositó con suavidad antes de lanzarse a por uno de sus senos que cubrió con su boca
mientras su lengua jugueteaba con el enhiesto pezón. M aría gimió de placer.

—¡Vaya! Primer día aquí y ya estoy en el sofá de retozar.


Adrián se detuvo al escuchar el comentario de ella, irguió la cabeza y la miró con el ceño fruncido.

—¿El sofá de retozar? ¿Y eso a qué viene?

—Pues a que no es muy normal tener este pedazo de sofá cuando ni tan siquiera tienes un televisor. Está claro que aquí es donde siempre traes a tus
conquistas.

Adrián gruñó, se separó de M aría y cogió un mando a distancia escondido en un bolsillo en el lateral del sofá. Con los ojos clavados en la joven y una sonrisa
irónica en los labios apretó un botón del mando y unos paneles de madera se abrieron en la pared junto a la chimenea.

Frente a ellos apareció la televisión más grande que ella

jamás había contemplado junto a una minicadena con unos enormes bafles. Adrián apretó otro botón del mando y el reproductor se puso en marcha y
comenzó a sonar por toda la casa el sonido dulce y embriagador de una flauta irlandesa. El pediatra dejó el mando sobre la pequeña mesita de caoba y regresó junto a
M aría. Se arrodilló entre sus piernas, le tomó la mano y se la besó.

—Tú eres la primera mujer con la que estoy en el sofá de retozar —le dijo con voz dulce—. De hecho, eres la primera mujer que entra en mi piso.

—¿En serio?

—Bueno, a excepción de mi hermana, mi madre, Saray y tus dos compañeras de piso.

—¿Nadie más? —inquirió ella feliz al escuchar que ella no era una más aunque ya lo supiera.

—Bueno, un día vino una mujer para revisar la instalación del gas.

—¿Una mujer?

—A revisar el gas.

M aría gruñó pero la sonrisa de Adrián era tan franca que no le permitió dudar de las palabras del médico. M iró de nuevo a la televisión y acarició la piel del
sofá.

—Ya veo que todo lo que tienes es grande —comentó sin pensar en el doble sentido de sus palabras.

—Eso lo vas a probar ahora mismo —replicó Adrián antes de cogerla de nuevo en brazos y llevarla hasta el dormitorio donde la tumbó en la cama y se
abalanzó sobre ella.

Le levantó de nuevo la sudadera y se abalanzó sobre sus senos que respondieron al contacto al igual que ella que abrió la boca tan solo para gemir.

—Espera, vuelvo en un momento —dijo Adrián separándose de ella para ir al baño.

M aría escuchó como un grifo se abría y comenzaba a emanar agua. Unos segundos después, el médico volvía a su lado.

Ella ni preguntó. Se incorporó y pillando a Adrián por sorpresa, metió la mano en el pantalón del chándal y comenzó a acariciarle su miembro por encima de
los slips. Como le había pasado antes a M aría, él respondió al contacto y su cuerpo también. La ropa interior poco podía hacer para retener la virilidad de Adrián que se
encogió al sentir como M aría salvaba la barrera que separaba su mano del fruto prohibido. Se echó hacia atrás y ella no tuvo más remedio que sacar la mano por lo que
protestó.

—¡Eeeeeeh! —exclamó él—. Un poquito más despacio. Ya sé que te gusta dejarme en ridículo pero esta es la primera vez que lo hacemos en mi casa.

M aría sonrió y asintió.

Él se quitó la camiseta y ella hizo lo mismo con la sudadera. Juntaron sus cuerpos y se abrazaron como si fueran uno solo. Adrián la tumbó sobre la cama y
recorrió cada centímetro de su cuerpo con la lengua hasta llegar al borde de los pantalones. Los bajó poco a poco y siguió saboreando su piel hasta llegar al triángulo
oscuro. Él no se detuvo y, de un gesto rápido, bajó los pantalones y recorrió con la lengua los pliegues cerrados de ella que él abrió con pericia, para buscar disfrutar de
los lugares más recónditos de su cuerpo.

M aría arqueó su torso y gimió mientras él movía su lengua en círculos alrededor de su clítoris. De repente, le puso las manos en la cabeza y lo empujó. Adrián
se quejó.

—¡Eeeeeeh! Un poquito más despacio —repitió utilizando las mismas palabras que el médico—. Ya sé que te gusta dejarme en ridículo…

Adrián no la dejó continuar y regresó a la carga pero ella se dio la vuelta, se puso boca abajo y se echó a reír.

—¿Esas tenemos? —preguntó al tiempo que se quitaba los pantalones y los calzoncillos—. ¿Ahora quieres jugar?

El médico tomó a M aría por las caderas y se tumbó encima de ella mientras se movía de arriba a abajo. Estaba tan excitado que no sabía cuánto podría aguantar
por lo que se acercó a su mesita de noche y sacó una caja de preservativos. Ella lo vio, cogió la caja y la tiró.
—Estoy tomando la píldora.

—Eso está mucho mejor.

Sin que ella se lo esperara la penetró y M aría emitió un grito. Adrián pensó que quizá podía haberle hecho daño pero, al darse cuenta de que ella comenzaba a
moverse al mismo ritmo que él, la cogió de nuevo por las caderas y la elevó hasta ponerla de rodillas. Continuó moviéndose en su interior, cuando se inclinó y cogió uno
de sus pechos con cada mano, M aría no aguantó más y llegó al clímax. Adrián, en cuanto escuchó los gemidos y notó como se contraían los músculos vaginales
alrededor de su miembro, se dejó ir y eyaculó dentro de ella y se dejó caer en la cama con él sobre su espalda. Pensando que podía pesar demasiado para ella, rodó sobre
la cama y se tumbó a su lado.

—Ha sido… ¡buf ! —exclamó el médico sin palabras.

—Para mí también ha sido buf —comentó M aría casi sin aliento—. Estoy sudando como un pollito.

—Pues eso tiene arreglo.

Adrián se levantó y le tendió su mano a M aría que la cogió y se incorporó junto al médico, el cual la condujo hasta el baño.

—¡Qué pasada! —exclamó M aría al ver el jacuzzi lleno hasta arriba y con la superficie del agua cubierta de espuma—. ¿Cuándo lo has llenado?

—Antes de empezar.

—Claro, por eso oía el agua correr. Pero, ¿quién ha cerrado el grifo?

—Tiene un sensor. Anda, vamos dentro que en el baño hace frío.

Adrián ayudó a M aría a entrar para que no se resbalara y él se introdujo en la gran bañera sentándola entre sus piernas. La joven dejó caer la cabeza sobre una
toalla que el joven había enrollado y había colocado en un lateral.

—No me importaría dormirme aquí y ahora.

—Ni se te ocurra que esto no ha terminado.

Adrián la cogió por las caderas y la sentó en el borde de la bañera. Le separó las piernas y, con otra toalla pequeña, retiró la espuma de sus partes nobles para,
nada más secar la zona, lanzarse con la boca a por ella. M aría volvió a gritar al sentir la lengua de Adrián recorrer los pliegues de su sexo

y, cuando él la introdujo en su interior, le cogió la cabeza y lo empujó para que entrara más todavía en ella. Él no dejó lugar sin visitar y, en cuanto mordisqueo
con delicadeza el sensibilizado botón, M aría gritó sin pudor y comenzó a moverse de lado a lado en un frenesí que a Adrián encantó.

El segundo orgasmo no tardó en llegar y, en cuanto el calor interior que había recorrido todo su vientre comenzó a menguar, se dejó caer dentro de la bañera y
volvió a apoyar su cabeza en la toalla colocada en el borde.

—Ya te vale —comentó exhausta—. He perdido la cuenta.

—Creo que ya no hace falta llevarla.

—Estoy en el cielo ahora mismo. Creo que ya no hay nada más que puedas ofrecerme.

Adrián la miró con picardía como un niño travieso.

—¿Estás segura?

Ella levantó la cabeza y, al ver su expresión, sonrió a su vez.

—Solo podrías regalarme el paraíso.

—Eso está hecho. Tus palabras son órdenes para mí.

Adrián se puso de pie como Dios lo trajo al mundo y le tendió la mano a M aría que la cogió encantada y confiada.

—Te regalaré el paraíso.

Regresaron a la habitación cogidos de la mano y Adrián la condujo hacia el salón. Una vez allí, lo atravesaron y se encaminaron hacia la puerta de la entrada. Él
fue a abrir pero M aría lo detuvo.

—No sé adónde me llevas pero te recuerdo que estamos desnudos.

—No te preocupes. Solo hay otro piso en el edificio y está desocupado. Estamos solos.

Adrián abrió la puerta, salieron al rellano y entraron en el ascensor. M aría se excitó al pensar que se encontraba desnuda fuera del piso que ahora compartía
con su pareja y, al bajar la vista, comprobó que él también lo estaba.

—Te la vas a pillar con la puerta del ascensor.

—¡Qué graciosa!

M aría vio como Adrián se inclinaba hacia el panel de mandos del elevador y pulsaba el botón situado más arriba y que no tenía número impreso.

—¿Dónde vamos? —preguntó de nuevo M aría muy intrigada.

—Voy a regalarte el paraíso.

Las puertas del ascensor se abrieron y los dos salieron a un rellano donde solo había una puerta de chapa.

Adrián accionó el picaporte, abrió y franqueó el paso a M aría que salió muy decidida. Lo primero que notó en el cuerpo fue la brisa del anochecer y su cuerpo
respondió al estímulo.

—Te vas a pillar los pezones con la puerta —soltó

Adrián, al verlos reaccionar, repitiendo la broma de ella.

—¡Que gracioso!

Adrián la cogió de la mano e hizo que caminara a su lado por la azotea del edificio hasta el peto que delimitaba el perímetro del edificio. En cuanto M aría clavó
su vista en

el horizonte, su boca se abrió de par en par.

—Esto es… esto es…

—Esto es el paraíso y ahora es tuyo.

La vista de la gran ciudad desde el edificio de Adrián era espectacular.

Las luces de M adrid brillaban más allá de las copas de los árboles del parque situado frente al edificio y parecía un cuento de hadas. La luna brillaba firme y
serena sobre M adrid como si diera la bienvenida a M aría a su nuevo hogar; a su nueva vida.

—Es precioso.

—Tú sí que eres preciosa.

Adrián se inclinó sobre M aría y la besó en el cuello. A ella se le erizó el vello de todo el cuerpo que volvía a responder a las caricias del médico. Recobrada la
seguridad perdida años atrás, se revolvió y mordisqueó el lóbulo de la oreja de Adrián al que también se le erizó el vello de la nuca.

—¡Guau! —exclamó él.

M aría miró hacia abajo y sonrió.

—Ya veo —comentó con picardía antes de arrodillarse frente a él y agarrar con firmeza su miembro erecto.

—Ahora me toca a mí regalarte el paraíso.

Y volvieron a amarse bajo la luz de las estrellas con la luna como único testigo de la unión de dos cuerpos; de dos almas que se entrelazaron y se convirtieron
en una sola.
Capítulo 20

27 de abril de 2014

M aría despertó en mitad de la noche y se sobresaltó al no reconocer el lugar dónde se encontraba. Se levantó con rapidez y con el corazón latiendo con fuerza
en su pecho pero, al ver a Adrián durmiendo junto a ella, se tranquilizó. Estaba en el dormitorio del médico; en el cuarto que ahora también le pertenecía. Suspiró y se
sentó en el borde de la cama mirando con fijeza el cuerpo cincelado, postrado a su lado, que brillaba bajo la cerúlea luz de la luna, la misma luna que los había visto
amarse unas horas antes.

Estaba cansada por todo lo vivido la noche anterior pero se había desvelado como le pasaba casi todos los días. Dormía poco y eso le permitía escribir esa
novela que había nacido de una mentira pero que ahora formaba parte de sí misma y a la que no quería renunciar.

Se levantó de nuevo, se vistió tan solo con un chándal sobre su cuerpo desnudo y salió al pasillo. Una vez en el salón, lo atravesó y llegó a la cocina americana,
donde cogió una manzana de un frutero situado sobre la barra y la mordió con ganas.

Tenía hambre y no quería que nada la interrumpiera. De la nevera sacó una botella de leche y llenó un vaso que llevó hasta el escritorio donde Adrián tenía su
propio ordenador de mesa. Encendió un flexo, apartó el teclado y sacó su portátil de una mochila que descansaba a los pies de la mesa. Lo encendió y abrió el
documento de texto al que aún no había puesto nombre.

Cuando escribía, una máxima de su trabajo era el de no comenzar una nueva novela sin haberle puesto título pero ahora todo era distinto y deseaba romper con
aquella vieja costumbre. Se sintió extraña al no escribir en su escritorio en una habitación minúscula sino en el de Adrián con parte de la vida del médico a su alrededor.

En una balda, descubrió una fotografía que llamó su atención. En ella aparecían un niño y una niña de corta edad, sentados en un sofá y cogidos de la mano. El
crío era mayor y se parecía muchísimo a Eoghan pero la sonrisa era la de Adrián. La mirada de la niña era vivaz e inteligente y descubrió en ella a Penélope. Sonrió y se
levantó para coger la foto pero, al agarrar el marco, otra fotografía, escondida detrás de la de los dos hermanos, cayó sobre la estantería.

M aría la cogió y la sangre se le heló en las venas. Era la imagen de un niño muy pequeño que era el fiel reflejo de una mujer que tan solo había visto unos
minutos en el Vips.

Unos círculos descoloridos afeaban la imagen y M aría supo que se trataban de lágrimas derramadas sobre la fotografía. Con mucho cuidado dejó todo como
estaba y se sentó de nuevo frente a su ordenador. Tomó aire y lo soltó antes de apoyar los dedos sobre el teclado.

Se lanzó a escribir y no dejó de hacerlo ni tan siquiera cuando el sol comenzó a bañar todo el salón con sus rayos. Escribió durante horas.

… y no sentía que aquel mundo pudiera quebrarse. La felicidad se había acomodado en su interior y la había colmado hasta la plenitud como él mismo había
saciado su sed de amor. Ella había bebido de su esencia como un hombre perdido en el desierto bebe de la fuente del vergel de un oasis. Pero su oasis era él.

Justo cuando acababa de terminar un párrafo que había logrado emocionarla, un ruido a su espalda la sobresaltó e, instintivamente, bajó la pantalla del portátil
unos centímetros.

—¿Qué haces? —preguntó Adrián cotilleando por encima de su hombro.

—Buenos días —saludó ella sin responder a su pregunta.

—Buenos días. ¿Qué haces?

—Escribo un poco.

Él, vestido con una camiseta y un pantalón corto de deporte, se sentó en un puf junto a ella y puso cara de póker.

—¿Nunca vas a decirme lo que escribes?

—¡Qué más da! Pensamientos y cosas así. No tiene importancia.

—Para mí todo lo tuyo es importante —comentó Adrián con voz resentida—. No lo olvides.

Se levantó y se fue a la cocina donde cogió un trozo de pizza fría de la nevera y le dio un bocado regado con un buen trago de leche. M aría, al verlo, se levantó
y se acercó a la barra donde se sentó en un taburete. Él la miró con gesto serio y le tendió la porción de pizza.

—¿Quieres?

—¿Tú estás loco? ¿Pizza fría para desayunar?


—El desayuno de los campeones.

M aría se dejó caer del taburete y rodeó la barra que separaba la cocina del salón. Abrió la nevera y sacó un par de huevos y un taco de mantequilla. De una
alacena abierta cogió una bolsa de pan de molde y de un armarito una sartén que dejó encima de la vitrocerámica.

—¿Qué haces?

—Un desayuno en condiciones. Tortitas francesas.

Adrián se apoyó en la encimera y se quedó allí contemplando como M aría se desenvolvía en la cocina y con la sensación de que le encantaba verla en su piso,
junto a él.

—¿Qué son las tortitas francesas?

—Ahora verás.

Echó una buena cantidad de mantequilla en la sartén y la puso a calentar mientras batía un huevo en un plato. A Adrián se le secó la boca al contemplar como
los senos de M aría subían y bajaban al compás del movimiento circular del tenedor.

—Ya te vale lo de la pizza —dijo ella sin percatarse de cómo el médico la devoraba con la mirada—. No sé de dónde sacas ese cuerpo sin un desayuno en
condiciones.

Adrián se acercó a M aría y, con un movimiento rápido que ella no vio venir, se pegó a su espalda y le cogió uno de sus pechos con cada mano.

Soltó el tenedor e intentó volverse pero él no la dejó. Antes de comenzar a moverse detrás de ella, apagó la vitrocerámica con el convencimiento de que las
tortitas francesas tendrían que esperar. M aría se inclinó sobre la barra y pegó aún más su trasero en el pubis de Adrián que notó como su miembro respondía al
estímulo. Ella también lo sintió y gimió.

El médico se separó de ella y la permitió girarse para, nada más hacerlo, cogerla por la cintura y sentarla en la encimera. Una vez en esa posición, le levantó la
sudadera y se lanzó a devorar sus pechos como si ese fuera el anhelado desayuno y no una porción de pizza o unas tortitas francesas. Ella se inclinó sobre él y rodeó su
cabeza con los brazos para atraerlo todavía más. Adrián elevó su cabeza y la besó con pasión, con frenesí, sintiendo como sus lenguas bailaban la danza del amor y
como sus corazones se entrelazaban y se fundían en un solo latir.

El móvil de Adrián comenzó a revolotear por encima de la encimera de la cocina acompañado de una música que M aría no era capaz de identificar aunque ya la
había escuchado antes.

Él miró de reojo al aparato con la pantalla iluminada e intentó separarse, pero ella rodeó el torso del médico con sus piernas y las apretó con fuerza.

—Seguro que no es nada. Déjalo sonar.

—No puedo hacerlo —susurró Adrián cariacontecido—. La música que suena es la banda sonora de la serie Urgencias. Es del hospital.

M aría recordó en ese instante la profesión de su pareja y entendió la preocupación que mostraba su rostro. Adrián trabajaba con niños y, aunque las madres
podían ser demasiado protectoras, le vino a la mente su propia imagen abrazando a Eoghan, consumido por la fiebre. Abrió las piernas y le dejó coger el teléfono.

—Sí —respondió Adrián con sequedad.

—…

—No pasa nada. Dime.

—…

—Sí, me acuerdo. ¿Cuánta fiebre tiene?

—…

—¡Vaya! Dale un antipirético y ponle paños húmedos en la frente.

—…

—Un zumo es lo mejor pero no creo que quiera.

—…

—Tardo diez minutos.

—…
M aría suspiró nada más escuchar la última frase de Adrián y comenzó a recoger todo lo que había extendido en la encimera para el desayuno.

—Lo siento —se disculpó él nada más colgar el teléfono—. Un niño enfermo…

—No lo sientas —dijo ella sin mirarlo—. Lo primero es lo primero. Aprovecharé para ir a casa de las chicas a recoger algunos cd´s que me dejé en el salón.

Adrián se acercó, la abrazó por detrás y la besó en la nuca. M aría se estremeció.

—Te compensaré.

—M ás te vale. Anda, vete.

—No tardaré en volver.

Adrián abandonó el salón y regresó unos minutos después vestido con unos vaqueros y una camiseta negra. Sonrió y se alegró de que fuera pediatra porque
estaba guapísimo aunque, nada más pensarlo, frunció el ceño.

—Cuidado con las madres —advirtió de mala gana—. Son las peores.

Él se aproximó y le dio un beso tierno en la punta de la nariz.

—Algún día tú también serás madre y espero que no vayas por ahí tonteando con los pediatras de nuestro hijo.

M aría rodeó el cuello de Adrián con los brazos y se deleitó con las palabras que médico acababa de pronunciar.

—Prométeme que nunca te cansarás de mí. Adrián suspiró y volvió a besarla.

—Nunca me cansaré de ti. Te lo prometo.

Se separó de ella de mala gana y salió del piso camino del hospital. M aría se sintió sola nada más cerrarse la puerta y protestó por lo bajo porque nunca había
experimentado algo así y no le gustaba sentirse tan vulnerable.

—Supongo que es cosa del amor —dijo en voz alta aunque nadie podía escucharla—. Si es que…

Terminó de recoger lo que había dispuesto para preparar las tortitas francesas y abrió la nevera buscando algo para desayunar. Al ver los restos de la pizza de
la noche anterior, sonrió y cogió un pedazo. Lo miró un par de veces y le dio un buen bocado.

—¡Ummmmmm! —exclamó al descubrir que no estaba nada mal.

Se comió un par de porciones y se bebió un vaso de leche apoyada en la barra de la cocina. Se dio una buena ducha, se vistió de forma cómoda con unos
vaqueros y un polo de manga larga y salió al rellano. Llamó al ascensor y, una vez dentro, recordó lo ocurrido la noche anterior y se imaginó a sí misma desnuda junto a
un Adrián excitado ; comenzando así a recorrerla un calor especial en el vientre que la hizo encogerse ligeramente.

—¡Buf ! —resopló sin más, alegrándose de que el edificio estuviera vacío porque nadie podría explicar el hecho de encontrarse en un ascensor con una mujer
colorada como un tomate, encogida sobre sí misma y con la mano en sus partes pudendas.

En cuanto pudo salió del elevador y el aire fresco de la mañana consiguió calmarla como si se tratara de una ducha fría. Vio a lo lejos el autobús de línea y echó
a correr pero las piernas no le respondieron.

—¡M ierda! ¡Qué lo pierdo!

Por aquel barrio de la periferia no pasaban los autobuses muy a menudo por lo que, de no cogerlo, sería mejor regresar al piso y olvidarse de la visita a sus
amigas. Tomó aire y, con esfuerzo, echó a correr y consiguió llegar a la parada al mismo tiempo que el autobús.

Subió de un salto y se dejó caer en el primer asiento que se encontró junto a la ventanilla para recobrar el aliento. Las piernas le temblaban y supuso que sería
por el momento excitante en el ascensor y porque no estaba muy acostumbrada a practicar ningún tipo de deporte. Apoyó el codo en el borde de la ventanilla y miró
hacia la calle ya con el autobús en marcha.

Al ver de refilón a una mujer que caminaba por la acera en dirección hacia su casa el tiempo se detuvo a su alrededor. Creyó distinguir la figura esbelta y el pelo
largo y lacio de Ivonne Spark, la escritora que la había amenazado en la presentación del libro de su madre. Abrió y cerró los ojos un par de veces como si necesitara ese
gesto para espantar sus propios fantasmas y volvió a mirar hacia el mismo lugar pero la mujer había desaparecido. Sacudió la cabeza y se convenció de que tan solo
había sido una persona que le había recordado a su antigua enemiga.

M edia hora después, el autobús se detuvo muy cerca de la peluquería y M aría se vio tentada a entrar pero prefirió no hacerlo porque no quería demorarse
mucho y si se encontraba con Felipe la visita al barrio podía eternizarse. Pasó por la puerta sin detenerse y caminó con parsimonia hasta el portal. Se había acordado de
llevar las llaves por lo que pudo entrar en la vivienda sin llamar al timbre.

Las chicas la recibieron como si llevaran meses sin verla y no unas pocas horas.

—¿Qué? —preguntó Cristina apoyada en la encimera de la cocina como siempre vestida solo con ropa interior—.
¿Te dio mandanga de la buena?

—¡Cristina!

—¿Cómo que Cristina? Por vuestra culpa me fui con un calentón del quince.

Esther le dio un palmetazo cariñoso a su compañera en el brazo.

—Pero lo solucionaste bien rápido.

Justo en ese momento y como añadido a la frase de Esther, entró en la cocina un chico delgado en calzoncillos, que a M aría le pareció muy jovencito y, sin
saludar, cogió una manzana y regresó a la habitación de Cristina.

—¿Va todavía al instituto? —preguntó M aría en tono burlón.

Cristina bajó la cabeza y comenzó a silbar al tiempo que cogía otra manzana y la cortaba en trocitos muy concentrada.

—¿¡Todavía va al instituto!? —volvió a preguntar pero esta vez sin bromear.

—Pero que conste que es repetidor —aclaró Cristina sin levantar la vista de la manzana.

—¿A qué curso va? —inquirió Esther metiendo un poquito más el dedo en la llaga.

—A cuarto.

—¿¡De la ESO!?

—Sí.

M aría puso los ojos en blanco y elevó los brazos al cielo.

—Ya te vale liarte con un menor de edad.

—M e da igual. Tenías que ver cómo funciona en la cama con sus diecisiete añitos.

M aría se puso las manos en los oídos como hacen los niños pequeños cuando no quieres escuchar y salió de la cocina canturreando.

—No te escuchooooooo, no te escuchooooooo.

Acompañada por Esther se marchó al salón y recogió los compact disc que andaban desperdigados alrededor de un equipo de música que utilizaban las tres
cuando ella todavía se hospedaba con las dos estudiantes.

—M e alegro mucho de que todo te vaya bien con Adrián

—le dijo Esther de repente—. Te lo mereces.

—No sé yo… —M aría intentó no emocionarse—. Lo único que tengo claro es que quiero disfrutar de cada día junto a él.

—Ojalá yo encuentre a alguien pronto.

Se aproximó a Esther y la abrazó con fuerza.

—Gracias por todo. Y estoy segura de que lo encontrarás.

La estudiante sonrió y correspondió a su gesto. Cristina entró en ese preciso instante en el salón y se lanzó a por ellas dos a toda velocidad.

—¡Rollo bollo! —gritó antes de fundirse en un abrazo colectivo.

Las tres permanecieron así durante unos segundos hasta que M aría, que no quería emocionarse y ya notaba un nudo en la garganta, se separó de ellas, le dio un
beso a cada una y se marchó.

Salió a la calle y caminó despacio hacia la parada del autobús pero, cuando solo le quedaban unos metros para llegar, escuchó un ruido de motor a sus espaldas
y se giró.

—¡M ierda! ¡Qué lo pierdo!

Echó a correr de nuevo y esta vez llegó a la parada antes que el autobús. Subió sin resuello como le había pasado en el viaje de ida y se desplomó en un asiento.
—Tengo que hacer algo de deporte —se dijo a sí misma. En el camino de vuelta al barrio que ahora era el suyo, pensó en todo lo que le había pasado en ese
último mes y fue consciente de que su vida había cambiado de tal forma que casi daba vértigo pensar en ello. Ahora tenía amigos, había vuelto a escribir después de dos
años sin hacerlo y tenía a Adrián; sobre todo, tenía a Adrián.

No dejó de pensar en él durante la media hora que duró el viaje y, cuando bajó en la parada situada frente a la casa del médico que compartía con él, miró al
cielo y sonrió como solo saben hacer aquellos que han perdido hasta la ilusión de vivir, pero que descubren un mundo mágico detrás de una de las puertas de Alicia en el
País de las M aravillas.

Caminó con tranquilidad hacia el portal saboreando cada paso que la acercaba a su amado pero, cuando entró en el edificio, la sangre dejó de correr por sus
venas. Junto a la puerta abierta del buzón de Adrián encontró un sobre rasgado y vacío con una sola frase escrita en él.

Ésta es la verdad de Elizabeth Deavers.

Cogió el sobre y echó a correr escaleras arriba sin esperar ni tan siquiera al ascensor. Entró en el piso de Adrián a toda velocidad y se detuvo en mitad del vacío
salón.

—¡Adrián!

Nadie contestó y M aría corrió pasillo adelante hasta la habitación que compartían. No había nadie ni en el baño. La habitación decorada de forma infantil
estaba también vacía y el baño del pasillo no era una excepción.

El corazón estaba a punto de salírsele por la boca cuando recordó el único sitio donde Adrián podía estar.

Salió al rellano de nuevo y tomó el ascensor hasta la azotea pero allí tampoco estaba. Regresó al piso sin saber qué hacer y se encontró con el sobre, perdido en
su búsqueda, en mitad del salón. Lo cogió, leyó de nuevo la frase escrita en él y recordó a la mujer que había visto en la calle caminando hacia allí esa misma mañana.

—No puede ser.

Salió del salón y entró en la habitación infantil donde la noche anterior habían dejado las últimas cajas de la mudanza repletas de libros. Abrió la primera con
desesperación pero no halló lo que buscaba hasta abrir la tercera de donde extrajo un libro con unas colinas verdes y una mujer mirando al horizonte en la portada.

Aquella era la primera novela de Ivonne Spark y que ella misma le había dedicado cuando ambas eran unas recién llegadas al mundo de la literatura romántica.
Abrió el libro por la primera página y sacó el sobre que había encontrado junto al buzón. Leyó la dedicatoria.

A Elizabeth con todo mi cariño. Eres una gran escritora y algún día me dedicarás tu primera novela. Un beso.

Comparó la caligrafía de la dedicatoria con la del sobre y la más cruda realidad se hizo tangible ante sus ojos al comprobar que eran idénticas.

Con la cabeza dándole un millón de vueltas regresó al salón y se sentó en uno de los taburetes de la barra cuando se percató de que algo era distinto en ese
cuarto. M iró hacia la mesa de despacho de Adrián y soltó una exclamación de sorpresa.

—¡No, no, nooooo!

Corrió hacia allí y sus peores temores se confirmaron al encontrarse con su portátil abierto y una hoja arrugada junto a él. La estiró lo mejor que pudo y se
encontró con sus propios fantasmas.

Aquella hoja estaba arrancada de una revista de literatura y contaba la caída en picado de Elizabeth Deavers tras descubrir que utilizaba a los hombres para
escribir sus novelas. Apretó con fuerza el papel y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Adrián había leído ese artículo y también parte de la novela que estaba escribiendo y había huido; la había abandonado. Al fin, Ivonne Spark había llevado a
cabo su venganza.

Cayó al suelo de rodillas y lloró lágrimas amargas por la oportunidad de una nueva vida que se le había escapado de entre los dedos. De nuevo estaba sola y
debía huir. No podría mirar a los ojos a Adrián después de lo ocurrido.

Regresó del mundo de la tristeza y la melancolía con el corazón destrozado pero con una única idea en la cabeza.

Volvió a la habitación infantil y cogió una gran maleta para meter en ella lo imprescindible. Todo le daba igual porque acababa de perder al único hombre al que
había amado. Tiró la maleta sobre la cama, abrió el primer cajón de la cómoda donde había guardado su ropa, cogió lo que pudo de una brazada y lo lanzó dentro de la
maleta. Repitió la operación una vez más hasta dejar el cajón vacío. Se detuvo un instante y se apoyó en el mueble sin aliento, con el corazón latiendo a mil por hora en
su pecho pero con el alma rota en un millón de pedazos.

—¿Qué haces?

M aría se dio la vuelta sobresalta y se encontró con Adrián en la puerta de la habitación que miraba hacia la maleta abierta con gesto muy serio.

Dio dos pasos hacia M aría y ella se encogió esperando un millón de reproches o, como poco, alguna explicación. Pero nada de eso ocurrió. Se aproximó y la
abrazó con fuerza. Ella, nada más sentir el contacto, se dejó llevar y comenzó a llorar como una niña pequeña.

—¿Qué haces con esa maleta?


—Yo no… Lo siento, Adrián.

El médico chistó con delicadeza.

—No tienes que pedirme perdón.

—Pero, ese libro. Yo… Elizabeth Deavers.

—Elizabeth Deavers ya no está. Solo existe M aría. Solo existes tú.

Se separó de Adrián y se sentó en la cama sin poder evitar que alguna lágrima traicionera resbalara por su mejilla.

—Pensé que te habías ido. Qué me habías abandonado.

—¿Yo? ¿Abandonar a la dueña de mi corazón? ¿A la mujer a la que le entregué ayer el paraíso? Ni lo sueñes. — Adrián besó a M aría una y otra vez y saboreó
sus lágrimas saladas haciendo suya su tristeza. Y siguió besándola hasta que la vio sonreír. —.Tengo un regalo para mí —le dijo mostrándole un paquete envuelto en un
papel rojo brillante y con un lazo azul en una esquina.

—¿Un regalo para ti? –preguntó M aría con un hilo de voz y extrañada por el significado de esa frase.

—Ábrelo.

—Pero, si es tu regalo…

—Ábrelo, por favor.

M aría hizo lo que Adrián le pedía y se quedó de piedra al encontrarse con la novela que la había encumbrado. La mejor novela de Elizabeth Deavers.

—¿La has comprado?

—Sí. He ido ahora al centro comercial y la he encontrado. Quiero que me la dediques.

Las lágrimas volvieron a los ojos de M aría.

—¿Por qué?

—Porque eres una gran escritora. He leído lo que estás escribiendo y es fabuloso aunque el prota seguro que es más feo que yo.

—¿No te molesta?

Adrián se acercó a ella hasta sentir su aliento, le acarició el rostro y la miró con ojos profundamente enamorados mientras su corazón bailaba en su pecho la
danza más maravillosa que jamás hubiera soñado bailar.

—Estoy orgulloso de ti.

M aría lo contempló con los mismos ojos y le besó la mano. Cogió el bolígrafo que él llevaba en el bolsillo y que ahora le tendía y abrió la primera página de la
novela. No tuvo que pensar ni un segundo antes de escribir.

Para Adrián. El hombre que me ha devuelto la ilusión y que me ha entregado mi propia historia de amor. Gracias por regalarme el paraíso. Te amo.
Epílogo
Dos años después.

—¿Ya estás lista?

—Casi.

Adrián salió de la habitación y regresó al salón a esperar. M aría se miró de nuevo al espejo del tocador y suspiró. Apenas se reconocía. Su imagen sencilla que
tanto gustaba a

Adrián había dejado paso a una mujer sofisticada y elegante enfundada en un vestido negro de noche que no había tenido que pedir prestado a Davide. Cogió
unos pendientes de aro, se los puso y volvió a contemplarse en la superficie pulida de cristal. Sumida estaba en sus pensamientos cuando sonó el timbre de la puerta.
Escuchó a Adrián al telefonillo y, un instante después, la puerta de su habitación se abrió con lentitud. Saray asomó la cabeza y M aría le hizo un gesto con el dedo
índice para que no hablara alto. La joven se acercó y la acompañó hasta una cuna donde un bebé dormía plácidamente. Era muy parecido a Adrián y a

M aría le recordaba a Eoghan. Solo cuando estaba despierto se podían admirar sus increíbles ojos de color esmeralda, única herencia de su madre.

—Es precioso —comentó Saray en voz baja.

—Sí que lo es. ¿Y M elanie?

—En la pelu. Trabajando como siempre.

M aría le hizo un gesto a la joven y ambas salieron de la habitación dejando la puerta entornada y fueron hasta el salón donde Adrián esperaba.

En cuanto M aría entró en la estancia el médico se volvió y la devoró con la mirada como si la viera por primera vez.

—Estás preciosa. —Se acercó a ella e intentó besarla pero M aría lo detuvo.

—El maquillaje... —advirtió a sabiendas de lo pasional que podía llegar a resultar su marido que refunfuñó y volvió a sentarse en una banqueta.

Adrián miró el reloj justo cuando el telefonillo sonaba. Se acercó, contestó y abrió la puerta de la vivienda. Un par de minutos después entraba Eoghan a la
carrera.

—¿Dónde está M artín? —preguntó sin tan siquiera saludar.

—Tu primo está dormido así que nada de ruido —ordenó Adrián revolviéndole el cabello al niño que bufó y se agachó.

—¡Tío! ¡Qué ya no soy ningún niño!

Adrián sonrió y se volvió para besar a su hermana que acababa de entrar al salón. Enfundada en un vestido de color marfil que resaltaba su figura y la
acompañaba un hombre de unos cuarenta años, alto y apuesto que, al igual que Adrián, vestía con traje negro, camisa blanca y corbata.

—Este es Kevin. Un compañero de trabajo.

El médico miró de forma escrutadora al acompañante de su hermana pero, al ver como ella lo miraba embobada, supo que había algo entre ellos y se relajó. Le
tendió la mano y ambos hombres se saludaron cordialmente.

—Encantado de conocerte, Kevin.

—Es un placer. —El hombre se giró y le dio dos besos a M aría antes de volver a mirar a Adrián—. Tu hermana me ha hablado mucho de ti.

—Espero que solo cosas buenas.

—Bueno, alguna mala también ha caído. —Kevin le guiñó el ojo a Adrián como si lo conociera de toda la vida y después cogió a Penélope por la cintura—. La
anécdota de la pedrada que le diste es la caña, aunque me pone en guardia.

El médico se volvió hacia su hermana muy serio pero haciendo un esfuerzo supremo para no sonreír.

—¿Le has contado lo de la pedrada? Éramos unos críos.

¡Ya te vale!

—¿Unos críos? Tú tenías dieciséis años.

M aría, que había escuchado la conversación en silencio, sintió curiosidad.

—¿Por qué le diste una pedrada a tu hermana?


—Por naaaaada —respondió Adrián con desgana.

—¿Por nada? —Penélope se volvió hacia su cuñada—.

M e pilló en el parque charlando con un compañero de clase y lo echó a pedradas pero falló y me abrió la cabeza.

M aría clavó sus ojos en Adrián y este se encogió de hombros.

—Solo fueron cinco puntos.

Los cuatro se echaron a reír mientras Saray jugaba con Eoghan al parchís. El chico acababa de descubrir el tradicional juego de mesa y, en cuanto podía,
enganchaba a alguien para jugar. A M aría le encantaba verlo deambular de un lado a otro con el tablero debajo del brazo. Se acercó a ellos dos y Saray elevó la cabeza al
escucharla.

—Nos vamos. Ya sabes dónde está todo. Llevo el móvil así que, si pasa algo…

—No te preocupes. No pasará nada y Eoghan me va a ayudar a bañar a M artín. ¿A qué sí?

El chico levantó la vista del tablero e hizo un gesto de conformidad con el dedo pulgar levantado antes de volver a fijarse en las fichas del parchís.

M aría sonrió al ver lo que había cambiado el niño en dos años y todo lo que había aprendido. Se inclinó sobre él y le dio un beso en la coronilla. Penélope se
acercó e intentó hacer lo mismo pero el crío se revolvió.

—¡M amá! Ya no soy ningún niño.

—¡Claro! La tía puede besarte pero yo no.

Eoghan frunció el ceño y miró a las dos con detenimiento.

—Ella es una chica pero tú eres mamá.

Ante el razonamiento del niño, Penélope bufó y se dio media vuelta. M aría la alcanzó y le puso la mano en el brazo.

—Se hace mayor.

—Demasiado rápido.

Sonó el telefonillo y Adrián contestó.

—Ya está el taxi abajo —anunció.

M aría se despidió de Saray con un gesto de la mano y le lanzó un beso a Eoghan.

—¡Suerte! —le dijo la joven desde el sofá antes de salir al rellano.

Los cuatro bajaron a la calle en silencio y subieron al taxi sin cruzar ninguna palabra. Adrián se acomodó en la parte delantera junto al conductor, M aría detrás
en diagonal a él junto a Penélope y a Kevin que miraba por la ventanilla pero que no tardó mucho en coger la mano de su acompañante.

M aría vio el gesto y sonrió feliz al ver cómo su cuñada miraba a su compañero de trabajo que, al sentirla, dejó de observar la calle para contemplarla. Era
evidente que estaba enamorada y, tal como él la observaba, quedaba nítido que el sentimiento era mutuo.

—¿Estás nerviosa? —preguntó Adrián ajeno a lo que

ocurría detrás de él.

—¿Debería estarlo? —respondió M aría sin dejar de sonreír.

—No lo sé. Yo estaría como un flan.

—Bueno, no es la primera vez…

—Pero ahora es distinto. ¿No?

Adrián esperó con anhelo la respuesta al tiempo que aguantaba la respiración. M aría le sonrió y lo miró con ojos chispeantes.

—Es muy distinto. No te puedes ni imaginar cuánto.

El médico sonrió como un niño pequeño con un juguete nuevo y volvió a fijar su vista en la carretera; no dejó de hacerlo hasta llegar a su destino.
El taxi se detuvo en la puerta del hotel y Adrián sacó la cartera para pagar la carrera aunque Kevin intentó adelantarse.

—Hombres —comentó Penélope al ver como ellos dos discutían amigablemente.

—Déjame pagar.

—No te preocupes. La próxima vez.

—Insisto.

—Yo también.

M aría resopló, abrió el pequeño bolso negro que llevaba debajo del brazo y sacó un billete de diez euros que entregó al taxista.

—Quédese con la vuelta.

—M uchas gracias, señorita.

El hombre echó un vistazo de arriba a abajo a M aría antes de arrancar su vehículo y perderse en la ciudad.

Adrián y Kevin se quedaron quietos con sus respectivas carteras en las manos y carraspearon casi al unísono.

—Bueno, el hotel es bonito.

—Ya lo creo. Y elegante.

—Sí, mucho.

Penélope agarró a M aría del brazo y comenzó a andar a su lado hacia la entrada del vetusto edificio donde un empleado, vestido de librea, esperaba con la
puerta abierta.

—Hombres… —volvió a comentar la periodista. Adrián se acercó a M aría y se metió entre ella y su hermana con mucha delicadeza.

—¿M e permites?

Penélope inclinó el tronco ligeramente con mucha dignidad y asintió.

—Por supuesto.

Adrián le ofreció el brazo a M aría y Kevin hizo lo propio con Penélope.

Entraron al vestíbulo del hotel como dos parejas esplendorosas y allí las esperaba una mujer joven vestida con un elegante traje de color burdeos y el pelo
recogido en una simple coleta que daba una sencillez muy atractiva a su imagen.

—Pensaba que no venías —comentó muy nerviosa—. Solo quedan cinco minutos para que empiece la ceremonia.

M aría se acercó a la joven y le plantó un beso en la mejilla que ella recibió con sorpresa y con una enorme sonrisa.

—¿Eso a qué viene? —preguntó extrañada.

—Viene a que me alegro de que estés aquí.

—Soy tu editora. Es lo normal.

—Pamela, hace muchos años yo…

—Ya lo hemos hablado y eso es pasado —le cortó la joven editora—. Ahora trabajamos juntas y somos amigas.

M aría sonrió con emoción y sintió un nudo en la garganta.

Recordó el momento en el que se despidió de la que había sido la asistente personal de Elizabeth Deavers unos años atrás y lo mal que la había tratado. Ahora
era su editora y su amiga y se sentía afortunada.

El día que recibió la llamada de una editorial para hablar sobre su manuscrito nunca se podía imaginar que se iba a encontrar con Pamela en la sala de reuniones.
Su primera reacción, al ver el gesto de la joven, fue la de darse media vuelta y marcharse pero Pamela recorrió la poca distancia que las separaba y, sin decirle nada, la
abrazó con infinito cariño.

Se había convertido en su editora, en su confidente y, lo más importante, en su amiga.


—¿Vamos? —preguntó Adrián al ver el nerviosismo que mostraba la joven.

Guiados por Pamela, que conocía el hotel, atravesaron el vestíbulo, subieron una escalera y llegaron frente a una puerta donde otro empleado recibía y
comprobaba las invitaciones de los asistentes al evento. Entregaron las suyas y entraron en un gran salón.

M aría se detuvo y miró a un lado y a otro. Había mucha gente y todos los asistentes se encontraban sentados en sus respectivos lugares. Solo quedaba una
mesa vacía y hacia allí se encaminaron. A pesar del murmullo que se originó a su entrada, los cinco caminaron con tranquilidad y se sentaron alrededor de la mesa.

—Todos te estaban esperando —comentó Pamela acomodada al lado de M aría.

—Ya veo.

Pensó en pedir algo para beber porque notaba la garganta seca, pero no pudo porque las luces se atenuaron y una mujer de mediana edad se levantó y caminó
hasta un atril situado en el extremo opuesto a la entrada al gran salón. Todas las miradas se clavaron en ella. Dio un par de golpes en el micrófono para comprobar su
funcionamiento y carraspeó antes de hablar.

—Buenas noches. De nuevo tengo el gusto de presentar la gala de entrega de premios organizada por la revista Sensations. —Todos los asistentes aplaudieron
—. Los que me conocéis, que sois la mayoría, ya sabéis que soy una mujer de pocas palabras y hoy no va a ser una excepción.

Los aplausos dieron paso a las risas y Adrián aprovechó el momento para inclinarse y acercarse a M aría que tenía la vista clavada en el mantel.

—Estoy muy orgulloso de ti —le dijo mientras cogía su mano y se la llevaba a los labios—. Pase lo que pase, eres la mejor.

—Esto no me importa —replicó ella con ojos emocionados—. Solo quiero ser la mejor para ti y para M artín.

—Ya lo eres. M e has dado un hijo maravilloso y estoy loco por ti. Te amo.

—Yo también te amo.

Los dos se besaron con la misma pasión que llevaban sintiendo desde que se conocieran y M aría se dejó caer sobre el hombro de Adrián al que adoraba. Él la
besó en la frente y apoyó su cabeza en la de ella.

—Las nominadas en la categoría de mejor novela romántica del año son… —continuó la presentadora del evento con un papel como chuleta encima del atril—.
“Dos corazones sin freno y marcha atrás” de Erika Garness, “El llanto de la luna de otoño” de Yolanda Íniguez y, por último, “Lo que me hiciste sentir” de M aría
Cifuentes.

Adrián, al escuchar el nombre de su esposa, volvió a besarla con el mismo orgullo que había sentido cuando descubrió su verdadera identidad. De repente,
sintió algo húmedo en el cuello y se incorporó. Se encontró con los ojos brillantes de M aría de los que se habían escapado un par de lágrimas furtivas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Adrián preocupado—.

¿Por qué lloras?

—Porque soy muy feliz.

Se dieron un tierno beso en los labios al mismo tiempo que una mujer, a unos pocos metros de donde ellos se entregaban su amor, recibía un sobre de color
salmón que abrió sin esfuerzo. Extrajo una cartulina del mismo color, leyó para sí lo que había escrito en ella y sonrió con evidente satisfacción.

—Y la ganadora del premio a la mejor novela romántica del año es…

FIN
Agradecimientos
A todas las personas que me siguen mostrando, cada día, que ser escritor es mucho más que plasmar en un papel una historia. Es compartir, sentir, amar,
desear, entregar, recibir y, por encima de todo, ser feliz.

Y así me siento gracias a mi familia, a mis amigos, a las lectoras, blogueras y compañeras escritoras y, en esta aventura, a mi editora Ana M artín y a su marido
Jesús, dos personas que junto a sus preciosas hijas, me han abierto su corazón y su casa.

Y, como no podía ser de otra forma, me siento feliz gracias a mi hijo M artín y a mi mujer Ana, que me sigue robando el alma cada día y por la que suspiro de
amor como nunca pensé que podría llegar a suspirar.
Biografía

JAVIER ROM ERO nació en M adrid un 16 de julio de 1971. Su vocación como escritor fue tardía, pues despertó en 2008, cuando decidió escribir una historia
sobre un joven romántico y ensoñador, que descansa en algún cajón de su escritorio. Es conocido en el mundo de la Romántica por sus relatos cortos aunque está
logrando abrirse un hueco en ese mundo con sus novelas en las que tanto el amor como el humor ocupan un espacio fundamental. Influenciado por la emotiva pluma de
Federico M occia, Javier Romero es un escritor atrevido que unifica sensibilidad fuera de lo común, una escritura depurada, y su visión idealizada del amor enraizada en
los textos románticos contemporáneos. Tras haber publicado sus dos primeras novelas tituladas Estaré donde tú no estés y Ódiame y yo también te querré, ahora
intenta sorprender con una historia de amor que no dejará indiferente a nadie.

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