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Después del acto fundacional, las ciudades de la que deriva la hidalga tenían el
nombre de ciudad-fuerte, cuya característica principal era la de ser un fuerte militar.
Todo el proceso de perfeccionamiento de esta ciudad, es decir, hasta llegar a la
ciudad hidalga, se extendió desde la conquista hasta la segunda mitad del siglo
XVIII. En un principio, la ciudad fuerte tenía el objetivo de defenderse y atacar.. A
través de expediciones por el territorio circundante comenzó a trazar un mapa de
sus posibles áreas de influencia, así como también crear caminos para
intercomunicarse con otras ciudades-fuerte. El crecimiento y transformación de la
ciudad-fuerte (tipo aldea) a una ciudad propiamente dicha, fue impulsada por la
corona. De la ciudad-fuerte pasamos a la ciudad-emporio, que se corresponde a la
etapa en la cual la ciudad pasó a ser el centro de la vida cultural, económica y
política.
Por otro lado, arquitectónicamente, la ciudad tenía un aire conventual, lo cual revela
el peso y significación que tenía la iglesia a nivel social. Sin embargo, lo importante
es que es a través de la religión en la que se empiezan a mostrar rasgos de
sincretismo cultural. Dato no menor, si tenemos en cuenta que la ciudad hidalga es
una ciudad homóloga, donde lo europeo es la herencia y aquello a lo que se quiere
imitar, pero que no podía frenar la configuración de un barroco mestizo, no solo en
lo cultural, sino también en lo relativo a la estructura social emergente.
Dice Romero que esta ciudad “nació bajo el signo de la Ilustración y su filosofía”. Es
decir, bajo el seno de ideas revolucionarias, innovadoras, que fueron de la mano del
cambio que se operaba a nivel social. La ciudad fue escenario de fuertes tensiones
porque las ideologías expresaban las tendencias sociales, económicas y políticas de
los distintos grupos.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, comenzó a perfilarse una sociedad más
aburguesada. Y esto fue así gracias al desarrollo mercantilista que modificó el
ordenamiento económico basado en el régimen monopolista que las colonias
mantenían con la metrópolis. Fue en las capitales y los puertos donde esto cobró
mayor fuerza. Las poblaciones urbanas crecían pero las posibilidades económicas
no, y no fue hasta que las metrópolis decidieron liberalizar el régimen comercial que
la expansión se hizo evidente.
El comercio fue la manera en que los grupos sociales incipientes (no hidalgos)
lograron alcanzar el progreso. Y eso se vio reflejado en la evolución misma de la
ciudad, que ahora sí adquirió un aire verdaderamente urbano, porque la riqueza
creció y fue suficiente para que se edificaran casas privadas y edificios públicos
(hospitales, cementerios, hospicios). Gracias, no solo al crecimiento demográfico,
sino también a los nuevos grupos sociales, es que aparecieron los suburbios, los
barrios populares, diferenciados, por supuesto, de los suburbios aristocráticos.
Este período de la historia está marcado por una lucha de poder entre los
peninsulares y los criollos, o, en otras palabras, entre los criollos nuevos y criollos
viejos (una división por el origen y la antigüedad). Son, en efecto, dos generaciones
muy diferentes. Una, que es la menos numerosa, adhería a los antiguos usos e
imágenes del pasado: le parece que la América es propiedad de sus antepasados
que la conquistaron y detestan las ideas de la Ilustración; eran anticoloniales y
antiamericanos. La otra, se inclinaba hacia ideas nuevas que propiciaran el cambio
y su ascenso social. Estas luchas de poder evidenciaban, en definitiva, una tensión
entre la sociedad que se arraigaba y los grupos de poder político y económico
incipientes.
Se fue gestando, de esta manera, una nueva élite desprendida del nuevo conjunto:
las burguesías criollas ilustradas, la primer élite social arraigada. Y de la mano de
ellas, se inauguró un período de reformas, influenciada por las ideas de la
Ilustración, una filosofía aristocratizante, que distinguía entre las minorías selectas y
el vulgo, pobres para los ilustrados, no solo en riquezas, sino fundamentalmente en
saberes. Según esta corriente, el gobierno le correspondía a esas minorías, y su
principal preocupación residía en alcanzar ese objetivo. Para ello, la educación de
las elites fue primordial. Si hasta entonces había predominado la idea de que las
colonias eran sólo una fuente de riquezas para las metrópolis, en ese momento las
sociedades coloniales empezaron a esbozar la idea de la independencia. Sin duda,
el proyecto reformista llevaba implícito el proyecto revolucionario.
Este tipo de ciudades se empieza a gestar una vez ocurrida la Independencia, y así
también, el nuevo tipo de mentalidad que la caracteriza. Dice Romero que “las
burguesías criollas, atadas a sus viejos esquemas iluministas se trasmutaron en
contacto con los nuevos grupos de poder que aparecieron; y de éstos y aquéllas
surgió el nuevo patriciado, entre urbano y rural, entre iluminista y romántico, entre
progresista y conservador. A él le correspondió la tarea de dirigir el encauzamiento
de la nueva sociedad”.
La ciudad patricia surge del contacto de la sociedad urbana con la sociedad rural.
Este contacto se da, en principio, en base a las circunstancias posrevolucionarias
que ataron a ambos grupos bajo el objetivo de organizar/construir la nación, y cuya
expresión fueron las guerras civiles. La plebe rural encontró en la guerra una
oportunidad de integración y ascenso que se tradujo en la conciencia de pueblo, una
oportunidad de operar a nivel político en el ordenamiento de la sociedad, “una
democracia elemental que buscaría más tarde su expresión política”. Dicha
expresión fue el criollismo, ideología que era, de alguna manera, expresión de un
sistema productivo y símbolo de una sociedad arraigada que tenía la fuerza para
hacer de la colonia una nación independiente. Fueron los terratenientes, en efecto,
los que promulgaban esta ideología y decidieron participar en el cambio social y
político encabezando y liderando ejércitos que respondían a ideologías federalistas
o regionales, siendo el interés central de la participación en la guerra, los propios y
los de su región.
Esta fue una tendencia que no fue propia de los hacendados, también los burgueses
buscaron el apoyo que juzgaron propicio y así, algunos se mostraron conservadores
y otros liberales. También estuvieron quienes buscaron el apoyo de las clases
rurales y populares (urbanas). Otros se alinearon a los intereses extranjeros , sin
considerar problemático, en ningún caso cambiar de partido si era oportuno. El
patriciado, entonces, responde a los grupos que tuvieron participación en la
construcción de la patria, tanto armada, como pública y de esa mixtura política es
que surge el patriciado como nueva clase dirigente. Por lo tanto, inevitablemente, se
empezó a pensar en un sistema político que estructurara esta nueva sociedad. Fue
un fenómeno propio de este tipo de ciudades el caudillismo, por el cual la
representatividad estaba puesta en un jefe que polarizaba tanto la sociedad rural
como la urbana.
Hacia finales del S XIX, las ciudades comenzaron a sufrir una transformación más
drástica. Primero, se transformó la población urbana y ese crecimiento demográfico,
dio paso al desarrollo urbano, y, por ende, a nuevos cambios en la estructura social.
La ley que empezó a primar en las ciudades fue la ley de la actividad productiva,
muy de la mano de las crecientes economías industriales. Del mismo modo, en
relación a la configuración social, la nueva burguesía, orientada hacia el
aprovechamiento total de las nuevas posibilidades que el mercado mundial ofrecía,
descubrieron en las actividades terciarias una veta para explotar. Actividad que
pronto los posicionó como “nuevos ricos”. La burguesía fue, ante todo, mercantil, y
los hombres de negocios fueron los señores de la nueva sociedad. El contacto de
estos grupos con los capitales extranjeros no solo hizo que la relación de
dependencia entre las economías nacionales y los grandes centros del mundo
industrializado se estrechara. Sino, además, la relación daba al conjunto de las
burguesías urbanas un aire cosmopolita que dejaba atrás al sentimiento aún colonial
de la etapa anterior. “Esa unidad de acción, esa coherencia, testimoniaban la
cohesión interior que iban alcanzando las nuevas burguesías, integradas por
hombres y grupos de distinta extracción pero aglutinados todos por la unanimidad
de las respuestas que daban al desafio lanzado desde los grandes centros
económicos y financieros de Europa y los Estados Unidos”.
A su vez, la ideología del progreso, impulsaba el ascenso de esta nueva clase
social. La mentalidad burguesa fue definida por el progresismo, por la oposición al
estancamiento y la perduración de los viejos modos de vida; una mentalidad
orientada por la filosofía del éxito, creían en la competencia y el liberalismo
económico justificaba la lucha por la riqueza y el ascenso social. Con esa filosofía
las nuevas burguesías daban un sustento a sus acciones, expresadas en la
ideología del éxito económico y el ascenso social. Claro ejemplo de esto fue su
interés por mejorar su preparación social y cultural. Lo cual, derivó que de este
grupo salieran los nuevos profesionales civiles y funcionarios públicos.
Esta ciudad está marcada por la crisis de 1930 y por la explosión urbana, producto
del éxodo rural hacia las ciudades y, posteriormente, por las olas migratorias como
consecuencia de las guerras mundiales. En principio, las condiciones de vida en la
ciudad para este nuevo grupo fueron, sino en la mayoría de los casos, de
supervivencia. Por lo tanto, el estado social de este grupo fue de marginalidad,
frente a una sociedad normalizada que los veía como enemigos. La integración de
este grupo la propició la situación de crisis que afectó a las clases populares y
algunos sectores de la pequeña clase media. Del contacto de estos grupos es que
surge la masa: “conjunto heterogéneo, marginalmente situado al lado de una
sociedad normalizada, frente a la cual se presentaba como un conjunto anémico [...]
constituyó una sociedad congregada y compacta que, en cada ciudad, se opuso a la
otra sociedad congregada y compacta que ya existía. Así se presentó el conjunto de
la sociedad urbana como una sociedad escindida”. Es decir, las masas fueron por
un buen tiempo marginales, no integraban el entramado social, sino que encontró la
forma de organizarse en sí misma, conformando un sistema social paralelo al
normalizado.
Los modos en que la masa modificó cuantitativa y cualitativamente lo que eran las
clases populares se tradujo en la desarticulación de las formas tradicionales de
participación y representación, afectando al conjunto de la sociedad urbana y sus
formas de vida. En relación a la fisonomía de la ciudad, a causa de las migraciones,
se engrosó, alrededor de la ciudad, el cordón de barrios populares. “Precisamente
porque en esos barrios se realizaron esas experiencias de integración, quedaron
incluidos en el ámbito de la ‘otra sociedad’. Eran barrios de masa, reductos de la
sociedad anémica. De ellos huía la sociedad normalizada, evitando el contacto con
grupos que le parecían ajenos, y en su huida estimulaba la formación de nuevos
distritos residenciales de clase alta”. Al igual que el conjunto social, esas dos
sociedades contrapuestas se vieron reflejadas en lo urbano. En relación a lo
representativo, la masa desarticuló las jerarquías que sostenían la vieja sociedad y
por ende la mentalidad imperante: había que aceptar que las ciudades estaban
ante un nuevo hecho social y todo debía masificarse. Todo, incluyendo, por
supuesto, la política.