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Un deseo en Gaza

Un pequeño pueblo de la Franja de Gaza había sido recientemente bombardeado por la sagrada voluntad
del sionismo internacional. Algunos palestinos alcanzaron a evacuar a sus familiares y rescatar algo de sus
bienes, pero otros indefectiblemente perecieron bajo las bombas de racimos recargadas de valores occidentales.
El reciente ataque era un ultimátum que Israel ofrecía para negociar un cese al fuego, y justificar la injustificable
ocupación militar que llevan ejerciendo desde que su lactante Estado lloró por primera vez luego de haber sido
engendrado in vitro por la Ornamentación de las Naciones Unidas. Cerca del pueblo devastado, en una calle
emporio florida de actividad cosmopolita y multicultural, donde la crudeza de la guerra no distinguía entre
inocentes e inocentes y la intereligiosidad era inmanente a todo ciudadano que allí residiera, una televisión
encendida y que sintonizaba el noticiario de una señal nacional llamaba la atención de transeúntes curiosos que
se amontonaban para escuchar las últimas novedades.
—Entonces, se hace estrictamente necesario combatir férreamente el fundamentalismo religioso y el
terrorismo islámico —decía el Primer Ministro israelí con mucha convicción frente a los micrófonos de una
extraordinaria conferencia de prensa—. Es nuestro deber resguardar la seguridad de nuestros ciudadanos y evitar
que ese mal se propague, aún cuando debamos proceder a atacar nuevamente. Agradecemos su comprensión.
Gracias.
El Primer Ministro se retiró de los micrófonos entre aplausos como si sus palabras fueran rebosantes de
humanidad, mientras los destellos de varias cámaras fotográficas iluminaban la próxima portada de varios
medios internacionales. El despacho en vivo terminó y un periodista comenzó a explicar más detalladamente la
situación. La indignación en los espectadores era unánime y no se hizo esperar.
—¡No entiendo! —dijo un musulmán— ¿No habrá querido decir “combatir el fundamentalismo
religioso judío y el terrorismo de Estado de Israel”?
—¿Y qué culpa tienen que ver los niños en todo esto? —preguntó una madre mientras abrazaba a su
retoño.
—¿La comunidad internacional es indolente ante esta situación? —preguntó otro musulmán.
—¡¿Será esto un castigo de Dios por nuestros pecados?! —exclamó un cristiano.
—Ojalá Dios nos castigara por nuestros actos —agregó un judío—. Mi familia completa emigró de
Polonia tras la invasión alemana, y todo para terminar encontrándose con una situación más o menos similar.
Que Dios nos castigue.
Una mujer musulmán compartió sus lágrimas junto a otra producto de la desesperación y la impotencia
por la situación que se avecinaba. No sabía cuándo podría comenzar otro ataque israelí, y sintió más que nunca
un deseo de estar con su familia. Ella venía de paseo por la calle tomada de la mano con su hijo pequeño cuando
centró su mirada en la televisión, pero en aquel momento su hijo no estaba con ella. Se le había escapado de las
manos. La señora miró por todos lados y gritó su nombre pero ningún niño fue hacia ella. Pidió ayuda a los
transeúntes, y en la calle todos se aprestaron a ayudar a la mujer. Todo tipo de discusión cesó de existir, y ahora
debían centrarse en encontrar al niño. Eran las 21:00 de la noche. El firmamento se mantenía oscuro y el clima
era gélido. La media luna dibujaba una sonrisa que ninguno de allí se encontraba en condiciones de gesticular.

Dos pequeños niños caminaban sobre los escombros de un mezquita destruida, casi tres cuadras más
lejos de la calle donde estaba la madre de uno de ellos, y hasta dónde habían llegado los misiles del último
bombardeo. Uno de esos niños, un niño musulmán, venía pataleando desde que su madre lo llevó a realizar las
últimas compras al mercado antes de efectuar un cambio de domicilio. Él quería visitar por última vez la
mezquita que frecuentaba para jugar con sus amigos en las afueras del templo, pero su madre insistía en no
otorgarle el permiso. Desde luego, apenas se soltó de su mano, el niño aprovechó para alejarse disimuladamente
y correr de vuelta al templo. Se sorprendió cuando vio que el lugar se había convertido en un páramo donde casi
toda sus infraestructuras yacían en ruinas. Eran un montón de escombros sin coherencia alguna. Allí adentro se
encontró con otro niño, siendo los únicos que recorrían lo poco que quedó de templo. Los niños eran tan iguales
el uno con el otro, ya sea físicamente como en su inocencia, que sólo se diferenciaban en que el niño palestino
llevaba una Kufiyya sobre su cabello y el otro una Kipá judía sobre su calvicie.
—Hola. Me llamo Alí —dijo el niño palestino en lengua árabe— ¿Y tú?
—Yo me llamo Hadasa Magalluf —le respondió el otro niño también en lengua árabe.
Se generó un silencio incómodo.
—Mi padre anda por aquí cerca —prosiguió el otro niño—. ¿Y tú?
—Yo siempre jugaba por estos lugares, pero no sé qué pasó.
El niño palestino se mostró triste.
—Mi padre me contó sobre este lugar —dijo el otro niño—. Me habló sobre una guerra y no le entendí
mucho, pero me dijo que no me metiera en estos problemas de adultos.
—¡Ah!, ¡claro!, de seguro fueron los adultos con eso que llaman “guerra”. ¡Ellos andan metido en todos
eso!
Ninguno de los dos entendía mucho sobre el asunto en cuestión. Siguieron caminando juntos por el
templo durante unos cuantos minutos, apartando escombros molestos y contemplando el dañado de algunas
iconografías de las paredes. El niño judío, que era cuatro años mayor, le propuso salir al otro lado del templo.
Había una empinada donde se podía ver hacia el otro lado de Gaza y tener una vista más amena que el desastre
donde estaban parados.

Desde que se encontraron los niños en el templo hasta que subieron al terreno empinado, transcurrieron
unos veinte minutos aproximadamente. La madre de Alí seguía buscando a su hijo con una preocupación propia
de una madre desesperada. Gritaba con todas sus fuerzas: <<¡Ali!, ¡Ali! ¿Dónde estás? ¡Debemos largarnos de
aquí!>>. Sólamente los gritos de aquellos que le ayudaban se escuchaba en la calle y ningún niño extraviado se
acercó a la señora. De repente, súbitamente, se escuchó una ráfaga de balazos disparados hacia el aire. Nadie
sabía de dónde provenía exactamente, pero el sonido se le hacía cotidiano y parecía indicar el advenimiento de
una situación peligrosa. Una segunda ráfaga, esta vez más extensa, volvió a escucharse. La mayoría tomó sus
pertenencias y se largó lo más rápido posible hacia cualquier parte, olvidándose por completo de Ali. La madre y
unos pocos renunciaron a retirarse de la calle. Paralelamente, Hadasa y Ali se sentaron sobre la cima de una
pequeña cumbre empinada unos cuantos metros más lejos del templo. Contemplaron la hermosa vista de un cielo
despejado e iluminado por el titileo de las estrellas, bajo una brisa que a ratos les llegaba a helar la piel. En
contraposición, abajo se veía la frontera militarizada que dividía Gaza e Israel, un alambrado que marcaba la
línea de la discordia entre los musulmanes y los judíos, entre los terroristas y los civilizados, entre la humanidad
y la humanidad. Unos tanques apuntaban hacia Gaza y unos uniformados de la policía fronteriza patrullaban por
las cercanías. Hablaban entre sí y manipulaban frecuentemente su comunicador portátil para dirigirse hacia sus
superiores, como si estuvieran esperando una orden.
—¡A ellos yo los he visto por la televisión! —exclamó Ali apuntándolos con el dedo— Mi madre me ha
dicho que son gente mala, y que me aleje si los veo.
—Mi padre es uno de ellos —dijo Hadasa, cabizbajo.
—¡¿Ah?!
—Sí, nos estábamos alojando en un “hotel” de por aquí, cerca de la frontera, y bueno…
Un soplido gélido heló la piel de ambos niños.

En un momento dado, luego de apreciar unos pocos minutos la estrellada bóveda celeste, se vio a lo lejos
una luz resplandeciente. Alí le tocó el hombro a Magalluf y lo agitó temblorosamente para llamar su atención. Le
señaló con su dedo una luz que iba paulatinamente en alza y arrastraba una estela a su paso.
—Mi... ¡Mira! ¡un cometa! ¡es una estrella fugaz! —exclamó Ali con suma inocencia.
Los ojos de Alí se abrieron lo más que podían abrirse para deleitarse con la belleza de la naturaleza. En
el brillo de sus iris se reflejaba la estela que aquel distante y refulgente cuerpo celeste iba evaporando en el trazo
hacia su nadir al otro lado del firmamento. Era la primera vez que tenía la posibilidad de presenciar la efímera
vida de un raudo cometa en el espacio sideral, más allá de cualquier cuento infantil que alguna vez su madre le
narró para que cerrara sus pestañas antes de dormir. Entonces, le dijo a Magalluf:
—¡Rapido, pide un deseo!
Hadasa miró el cometa con sospecha y notó un pequeño cambio en su trayectoria. Por las dimensiones
del cometa creía que no estaba en el espacio exterior sino que parecía provenir desde la superficie.
—¡Yo deseo que el templo vuelva a estar de pie! —exclamó Ali— ¿y tú? ¡pide algo!
Hadasa le acarició suavemente la cabeza a su compañero mientras miraba la luz parabólica con
detenimiento.
—Alí, yo desearía… yo desearía que tan sólo fuera un cometa, pero un cometa de esos de verdad —dijo
Hadasa, sin apartar la mirada del cometa—, de esos cometas que sirven para pedir un deseo, y que pasara lo más
lejos posible de este lugar...
Alí lo miró con el ceño fruncido y con duda. ¿Por qué dijo eso? El tiempo sería expedito en ofrecerle una
respuesta: al cabo de unos pocos segundos, el volumen lumínico del cometa iba dilatándose y se acercaba más y
más hacia donde estaban los niños. Alí pudo mirar una silueta negra la cual iba dejando la estela de luz que venía
siguiendo sus ojos, y Hadasa comprobó lo que temía. Un ruido ensordecedor y unas vibraciones retumbantes
acompañaban la estela de luz que iba dejando aquel misil balístico con forma de cometa, y hacían más
entumecedora esa experiencia. Antes que los niños pudieran darse cuenta, otros misiles pasaron unos cuantos
metros lejos de ellos. Su objetivo era un lugar cercano a la mezquita destruida. Ambos niños tuvieron mucho
miedo. Su instinto de supervivencia los obligó a salir corriendo de la pequeña empinada y a buscar algún lugar
seguro. Se devolvieron al templo y desde allí pudieron ver dónde salía el humo y los polvos de la explosión que
dejaron los misiles.
—No… —dijo Ali con un nudo en la garganta— no... no…
—Mi padre me mintió —agregó Hadasa.
—¿Mamá?... ¿Mama? —musitó Ali. El humo negro que salía muy posiblemente provenía de los puestos
comerciales donde estaba con su madre.
Se escucharon ráfagas de balazos por todas partes. Unas cuantas sirenas sonaron estrepitosamente y se
desató la hecatombe.

Un grupo de soldados uniformados de verde y armados con equipación de última tecnología militar, se
parapetaba por las murallas de la mezquita destruida mientras su sargento les iba gritando las instrucciones.
—Alí, quédate aquí —el niño judío le dio la espalda a Alí—. Voy a echar un vistazo.
—Pero… no te vayas, mi madre...
El inocente Hadasa caminó unos pasos hasta que el primero de los miembros del pelotón entró al templo. La
culata de su rifle la tenía pegada al hombro y miraba a través de la mira telescópica del arma. Lo primero que vio
a través de ella fue al pequeño judío. Sin pensarlo dos veces y casi como un acto de instinto animal, le propinó
una patada brutal en el estómago a Hadasa, dejándolo sin respiración y sin la posibilidad de llorar.
—¡Mi sargento! ¡Acá tenemos el primero! —gritó el soldado dándose la vuelta.
—¡Compañero! —exclamó el segundo soldado que también entró apuntando con su rifle y vio al niño
abatido en el piso— ¿Está seguro que es de nuestros enemigos?
El sexto soldado en entrar fue el sargento que comandaba el pelotón. Antes de entrar, ordenó que dejaran
a su primera captura postrada en el piso con la cara en el suelo, y que dos soldados lo apuntaran a quemarropa
mientras los otros se mantenían atentos en seguir el protocolo de la operación. El sargento le agarró el cabello y
le preguntó:
—¿Qué hace un niño como tú acá?
Hadasa, con el rostro destruido y dejando caer ríos de sangre por la nariz y por la boca, miró al sargento.
Le miró el nombre bordado en el pecho uniforme. En hebreo, decía escrito: Magalluf.
—¿Papa? —preguntó el niño llorando y dejando ver la mitad de sus dientes.
—Pero… Pero… ¡Hijo mío por el amor de Dios!
El sargento se sacó los lentes militares y comprobó lo que era obvio. Bajo una mezcla confusa de
sentimientos de arrepentimiento  y furia, reprendió a su hijo como nunca antes habia reprendido a cualquiera de
sus subalternos. Él y su padre, hace una semana atrás, se habían alojado en un hotel relativamente cercano al
templo destruido pero lejos de cualquier objetivo militar. Su residencia temporal en aquel hotel formaba parte de
un estratagema de infiltración para conocer el terreno de sus eventuales operativos bélicos. Cuando cayó la
noche, y todos los medios de prensa del orbe anunciaban el climax de las hostilidades entre Palestina e Israel
luego de un bombardeo selectivamente calculado en aquella zona cercana a la frontera, su padre abandonó el
hotel, explicándole que iba a reunirse con unos amigos a distraerse un rato, y coordinó con el ejército la llegada
inmediata de un autómovil civil para que llegara a buscarlo y quedara bajo cuidado del ejército. Pero apenas el
sargento Magalluf se largó del hotel, el niño lo siguió a escondidas pero lo perdería de vista al cabo de unos
minutos. Tarde o temprano, terminaría llegando a las ruinas de la mezquita destruida. Desde luego, el sargento
Magalluf no pensaría jamás que su hijo iba a estar entrometido en su peritaje de reconocimiento del área antes de
la entrada masiva de tropas. Dio la orden a un soldado para que tomara a su hijo, se dirigiera al hotel y allí
solicitara a nombre del ejército el envío de algún automóvil que fuera a buscarlo y que venga consigo un servicio
médico de urgencia.
—¡Pero mi sargento! ¡Nosotros estamos en una misión! —exclamó el soldado designado.
—¡No desobedezcas a tu jefe! —interrumpió el sargento— Me comunicaré con mis superiores para
explicarles que tuvimos un desperfecto. ¡Apúrate!
—¡Sí, mi sargento! —exclamó con prontitud el soldado.
El pelotón que quedaba en la mezquita siguió moviéndose por sus escombros y uno de ellos vio a Alí. El
niño, totalmente desconcertado, fatigado y asustado, no se percató de los soldados hasta que una bala se disparó
cerca de sus pies.
—¡Este sí que es terrorista! —exclamó riéndose el soldado que disparó.
—¿Este no es hijo de nadie de acá? —exclamó otro soldado ocasionando las risas burlescas de sus
compañeros.
Uno de los soldados, convencido de que lo mejor sería acabar con la vida del niño, se apartó del grupo y
le tocó con su arma en los pómulos a Ali a modo de asustarlo. El sargento, que aún no terminaba de comprender
del todo la situación que vivió con su hijo, hizo a un lado al soldado y agarró a Alí del cabello. Su Kufiyya se
cayó al suelo pero él sargento se la recogió al instante y se la colocó en la cabeza. Quería que el niño pareciera
un auténtico palestino.
—¡Son todos una manga de novatos! —dijo el sargento— ¿Cómo no saben qué utilidad se le puede dar
a este niño?
El sargento con una mano lo agarró del cuello, lo volteó y cálculo que era  se protegió gran parte de su
abdomen. El niño no dejaba de llorar. A su vez, con la otra mano, el sargento manipulaba su arma. A los soldados
le llegaron noticias positivas: el bombardeo del sector comercial, unas pocas cuadras más lejos, había sido un
éxito.

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