Los jinetes del apocalipsis: más allá de la conciencia
ciudadana
Actualmente, las noticias sobre accidentes de tránsito son el pan de
cada día en nuestra ciudad de los reyes del volante y fuentes oficiales afirman que al menos veinte personas mueren cada día sin que nadie pueda evitarlo. Podría decirse que esta catástrofe es prácticamente la crónica de una muerte anunciada, ya que nuestras calles se encuentran atestadas de jinetes (sin cabeza) que desconocen las reglas mínimas de tránsito, incluso, se ríen de las multas que acumulan como puntos bonus. Ante esta situación, un grueso segmento de la población peatonal está en busca de los responsables, y culpa al Gobierno por no aplicar sanciones más drásticas o no hacer respetar la ley; aunque otros consideran la imprudencia de los peatones como la gran causa. Es así que una interrogante crece cada día: ¿el Estado es responsable de estos accidentes ocasionados por conductores imprudentes? Frente a esta situación, mi pulgar extendido hacia arriba indica que sí. En seguida, ampliaré mis buenas razones, y sí que van directas a la yugular. En primer lugar, creo que el Gobierno es responsable, porque no cumple, de manera exclusiva, su rol de padre para educar y concientizar a todos los ciudadanos que se cobijan bajo sus alas. Por un lado, este poder del Estado se hace de la vista angosta, ¿para eso pagamos nuestros tributos? Lamentablemente, por esta situación, se observa que muchos ciudadanos obtienen su brevete, producto de un juego de azar. Me hace recordar al jirón Azángaro, donde todos son másteres por obra y gracia de la divina providencia. Por otro lado, a las autoridades de nuestro "país de las maravillas" ni siquiera se les ocurre establecer políticas públicas destinadas a la disminución del uso de vehículos. Por eso, los accidentes que atragantan nuestra respiración se dan de cabo a rabo. A pesar de que dizque coordinan campañas para el fomento del uso de bicicletas, caminatas, entre otras actividades, nuestros hijos todavía pagan las consecuencias de las negligencias de nuestros "dignos representantes". ¡Qué lástima! En segundo lugar, el Estado se olvidó de hacer prevalecer la ley de manera incondicional. Por una parte, desde que tengo uso de razón y por las charlas con mis vecinos, sé que las multas por infracciones no son acatadas concienzudamente. Faltas como cruzar una intersección cuando el semáforo está en luz roja, así como sobrepasar en forma indebida a otro vehículo, aunque son consideradas muy graves, parecen no importarle a nadie. Sin embargo, mira qué prestos están los policías de tránsito para hacer operativos y apoyar a la grúa para llevarse a los vochitos estacionados. Por otra parte, a pesar de las diversas reformas en "favor" de los ciudadanos de a pie, estos infractores, ante su delito por lesiones graves, son juzgados a la criollada y no de acuerdo con la ley. Basta recordar lo acontecido hace poco en Surco, donde una mujer sobrevivió de milagro a la brutal embestida de una coaster, que en las propias narices del policía de tránsito se subió a la vereda e invadió el paradero... ¡Cosa de locos! Ahora, la víctima permanece en emergencia por contusiones múltiples y trauma craneal, mientras el bendito conductor acumula multas que le dan luz verde para continuar jugando a quién arrolla más pasajeros. En conclusión, considero el papel responsable del Estado en el compromiso de todos cuando hablamos de seguridad vial, porque no cumple su rol de concientizar y no lucha por hacer prevalecer la ley. Por ello, quiero pedirle encarecidamente a la clase dirigente que tome cartas en el asunto ante esta ardua tarea, pues considero que no necesitamos leyes que formen torres de papel, sino aquellas que detengan muertes inesperadas, ya que debemos entender que un auto es una herramienta y, a la vez, un arma muy peligrosa. En consecuencia, es necesario que todos los conductores conozcan, en su totalidad, las normas de tránsito y hayan superado los exámenes necesarios para usar un vehículo. Si no se cumple con este procedimiento, continuaremos observando a muchos en el banquillo de los acusados con una víctima a cuestas, los juzgamientos y los lamentos de familiares del otro bando o sobrevivientes moribundos, cuyo único pecado fue cruzar en luz verde o esperar en el paradero de la muerte.