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) Cuando una persona trata de recordar enteramente su infancia, se encuentra con que
no le es posible. Le pasa como a quien, colocado en una altura para observar el panorama
que le rodea, en un día de espesas nubes y sombras, divisa a la distancia, aquí o allá,
alguna figura que surge en el paisaje-colina, bosque, torre o cúspide -acariciada y
reconocible, merced a un transitorio rayo de sol, mientras lo demás queda en la oscuridad.
(...) Ya describí el aspecto del llano, de las huertas y de los montes, y me referí a las
estancias, comparándolas a lomas o isletas de árboles, que se veían azules a la distancia,
en aquel campo liso e inmenso como el mar. Algunas de ellas estaban a varias leguas y
eran apenas visibles en el horizonte. Otras, se encontraban más cercanas. La más próxima
de todas hallábase a sólo media legua de la nuestra, en la otra orilla del pequeño arroyo, al
cual me dirigí en aquel paseo que me permitió experimentar la sorpresa y el encanto de ver
por primera vez a los flamencos. Aquella estancia ostentaba la denominación de "Los
Alamos", nombre bien aplicable a la mayoría de los establecimientos rurales que tenían
árboles alrededor de las casas, pues, invariablemente, todos lucían altos álamos de
Lombardía, en largas hileras, sobresaliendo entre los demás y formando un punto de
referencia en el distrito.
(...) Los altos álamos de Lombardía eran la especie predominante entre el antiguo plantel.
Crecían en filas dobles y formaban avenidas en tres de los lados del terreno. Otra fila
transversal de álamos separaba los jardines y los edificios del monte. Y esos árboles
elegían para anidar, a dos de nuestros más queridos pájaros: el bello cabecita negra, o
veredón argentino, y el llamado leñatero por los nativos, a causa de la enorme colección de
palitos con cuales construye su nido.
Entre los árboles del paseo de álamos y el foso, crecía una sola fila de árboles de
clase muy diferente: la acacia negra, planta rara y singular. De todos los nuestros, eran
estos árboles los que sucitaban la más grande y penetrante impresión en mí, marcándome
su imagen en la mente y en la carne, por así decirlo.
Habían sido plantados, seguramente, por un primitivo colono, e imagino que como
experimento, destinado a reemplazar el esparcido y desordenado aloe, planta favorita de los
primero pobladores, pero que, siendo sumamente salvaje e indisciplinada, se rehusaba a
formar un cerco conveniente. Algunas de las acacias se habían quedado pequeñas y
semejaban viejos arbustos contrahechos, mientras otras se habían levantado como los
tallos fabulosos de ciertas leguminosas y se elevaban tanto como los álamos que crecían
junto a ellas. Tales especies ostentaban troncos delgados y desparramaban sus finas ramas
a todos lados, desde las raíces a la copa, éstas y el mismo tronco, estaban armados de
espinas de dos a cuatro pulgadas de largo, duras como el hierro, negras o de color
chocolate, pulidas y agudas como agujas.
"Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol
viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo. Este álamo Carolina nació
aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene
mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos
duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito
expuesto a los vientos y al sol y a los bichos".
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con
todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte
(son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se
mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces
llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde
pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.
Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita
con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más
alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de
fronda.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como
un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el
bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se
ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de
pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre
todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como
frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas
voces y señales de la tierra”.
Mientras
mis manos puedan escribir
mientras mi cerebro
pueda pensar,
estaremos vos, yo, todos.
Y habrá un mañana.
1 de enero de 1978