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El desamor en la piel del sapo

Marbelio Santos Hernández, Holguín, 1990

Voy por vino –le dijo- y no volvió jamás. Dejó una estela de aire quemado, fundó la

soledad en los labios rojos que dejaba aparcados en aquella fiesta injusta, las manos

sudorosas de Karla agarraron el primer trago que pasó por su lado, ella tenía un

presentimiento muy íntimo sobre la ruptura, pero nunca se atrevió a ponerlo en la

repisa definitiva de la certeza. Su matrimonio una tarde de asombrosa primavera

enfermó a causa del germen corrosivo del tiempo, todo empezó por una sencilla

diferencia en la administración del hogar, pero casi sin que ellos se dieran cuenta,

desataron todos los silencios con que habían amarrado la tristeza cotidiana. Hubo un

portazo, y luego una avalancha de maltratos y platos rotos, sexo intermitente y

penitente, sospechas de traición en las tantas noches que él se iba a crecer con los

gatos en los tejados de la vida, aun así ella seguía enamorada o quizás drogada de

porqués.

Por eso aquella noche siguió sus pasos con la mirada angosta del adiós, parecía

escrito en piedra el final ¿o sería paranoia? Entonces se sentó en la barra, trató de

buscar en el bartenders rasgos parecidos a los de su masculina ave en fuga, pero no

encontró ninguno.

-Ponme un doble de Añejo 7 años, que es el tiempo que llevo escandiendo sílabas en

los besos de una boca que se quedó sin ganas de besar.

- ¿Eh? -indagó el muchacho con el Havana Club cogida por el cuello-


- ¡¡¡Nada!!! –Palabreó ella, con una media sonrisa coloreada de ese tono gris con que

lloran las estaciones- Vas a ver como se emborracha una mujer, y a lo mejor vas a

querer llevarme a tu cama, más por lástima que por deseo. Estoy segura. Pero te

advierto, si quieres sacudir por más tiempo ese tareco con hielo que traes en la mano,

no te acerques a mi piel, tiene veneno como algunos sapos que conozco.

En eso, como casi siempre aparecen los milagros, disfrazados de imposible se

acercaba el ave perdida con dos copas de vino, le extendió una, la encontré en la

bodega de este sitio de ensueños –le dijo sonriendo- dicen que es lo mejor que se toma

en el planeta. Antes de saturar el paladar con la abstracta bomba de los sabores de

aquellas uvas en tierras olvidadas, le dio un beso con pasión insospechada. Separaron

sus caras para mirarse, Karla lanzaba una expresión entre la violencia y el amor. A él

se le poblaron los ojos con un susto agudo, los abrió tanto que apenas pudo modular

palabras. Movía los labios como explorando un gusto a vida rebobinada, a veneno

injusto. Entonces cayó muerto.


Albert
Marbelio Santos Hernández, Holguín, 1990

Albert nació en un campito de palmas erguidas, y bohíos alineados con la regla

perfecta de la soledad, en aquel sitio rara vez llegaba el bullicio de la gente, y solo los

grillos reinaban en el espectro sonoro de las noches. El candil era el invento de aquel

Macondo conmovedor, gracias a su luz la vida humana podía extenderse un poco más

allá de las ocho. Los viejos del barrio se amontonaban después de comer, recostados

en las tablas de la tiendita, a ejercitar la oralidad, narrando cuentos de hazañas sin

testigos, como un frenético intento de espantar el potro travieso del olvido. Albert se

sentaba entre las piernas de su abuelo, acomodaba la cabeza en su panza, y soñaba

volverse grande con urgencia, para contar cuentos y captar la atención de esa rauda

raza que en aquel pueblo llamaban los mayores. Cuando la barriga de su viejito

adorable empezaba a tronar en oscuras lenguas, él lo miraba con un respeto casi

desolador, ya era hora de irse a roncar.

Su abuelo le enseñó cada secreto de la vida en el campo, a montar caballo con estilo

de emperador, a surcar la tierra con el severo arado criollo. Con increíble pedagogía de

semi-analfabeto le demostró que las vacas daban más leche cuando se les miraba con

amor. Un día el pequeño se antojó de tener un caballo propio, y su abuelo se negó con

múltiples escusas, casi ninguna bien fundada. A Albert le dolió mucho, pero cuando el

sol se puso y salió miles de veces frente a sus ojos, y el tiempo sembró el rigor en sus
poros, se dio cuenta que la negativa de aquel sabio hombre no fue más que una

estrategia para alejarlo de su incipiente vocación hacia la vida vaquera, mantenerlo

distante del aguardiente de caña. Aquí tienes las tierras, son tuyas para cuando

regreses, pero primero aprende a pensar –le dijo una tarde lluviosa.

Albert se fue a estudiar a provincias y luego a la capital. Venía con vacaciones los

fines de año y cada verano, siempre ansioso por estrenar los caballos nuevos, por

desafiar la altura y el hambre encima de las matas de mango, se pasaba horas

escuchando las ocurrencias de los trabajadores de la finca. Nunca en su plan feliz

podía faltar la pesquería, por la cual él y su padre compartían una complicidad

impenetrable. No parecía separarse de su añoranza por las cosas rurales, pero ya en

su cara se advertían las tormentas del mundo intelectual.

Cada vez lo fue atrapando más la ingeniería, y sus frecuentes fugas al refugio de

luminosas catedrales de letras, con sus amigos a veces se sorprendía hablando del

espacio y el tiempo con la seriedad con que los poetas hablan de los quilates de alguna

metáfora. Su atención alterna hacia el arte y la ciencia, funcionaba en sus estados de

ánimos como un perpetuo generador de transiciones, sin embargo su personalidad era

invariante, siempre conmovida por lo nuevo, alada de noble esperanza. Su mundo se

fue haciendo algo más extenso que un palmar, y eso siempre traía su cuota de

nostalgia.

Encontró el amor en una guagua. El destino es el mejor armador de estructuras que ha

existido en la historia, nunca une una soledad con otra, hasta que ambas soledades no

tengan sus puntas lijadas por lo urgente, lubricadas por lo inevitable. Pero se amaron
con toda la inmadurez del mundo, que viene siendo algo así como destruirse

mutuamente. Las tertulias y el vino se fueron quedando en el rezago del recuerdo,

otras ocupaciones tomaron por asalto todo territorio bohemio. El fregadero por ejemplo,

esa realidad horrible que gravita en los hogares, fue tomando la condición de campo de

batalla en insondables discusiones, el poder corrosivo del tiempo y la rutina en el sexo

se instaló en la casa con fuerza de verdad definitiva…

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