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Voy por vino –le dijo- y no volvió jamás. Dejó una estela de aire quemado, fundó la
soledad en los labios rojos que dejaba aparcados en aquella fiesta injusta, las manos
sudorosas de Karla agarraron el primer trago que pasó por su lado, ella tenía un
enfermó a causa del germen corrosivo del tiempo, todo empezó por una sencilla
diferencia en la administración del hogar, pero casi sin que ellos se dieran cuenta,
desataron todos los silencios con que habían amarrado la tristeza cotidiana. Hubo un
penitente, sospechas de traición en las tantas noches que él se iba a crecer con los
gatos en los tejados de la vida, aun así ella seguía enamorada o quizás drogada de
porqués.
Por eso aquella noche siguió sus pasos con la mirada angosta del adiós, parecía
encontró ninguno.
-Ponme un doble de Añejo 7 años, que es el tiempo que llevo escandiendo sílabas en
lloran las estaciones- Vas a ver como se emborracha una mujer, y a lo mejor vas a
querer llevarme a tu cama, más por lástima que por deseo. Estoy segura. Pero te
advierto, si quieres sacudir por más tiempo ese tareco con hielo que traes en la mano,
acercaba el ave perdida con dos copas de vino, le extendió una, la encontré en la
bodega de este sitio de ensueños –le dijo sonriendo- dicen que es lo mejor que se toma
aquellas uvas en tierras olvidadas, le dio un beso con pasión insospechada. Separaron
sus caras para mirarse, Karla lanzaba una expresión entre la violencia y el amor. A él
se le poblaron los ojos con un susto agudo, los abrió tanto que apenas pudo modular
palabras. Movía los labios como explorando un gusto a vida rebobinada, a veneno
perfecta de la soledad, en aquel sitio rara vez llegaba el bullicio de la gente, y solo los
grillos reinaban en el espectro sonoro de las noches. El candil era el invento de aquel
Macondo conmovedor, gracias a su luz la vida humana podía extenderse un poco más
allá de las ocho. Los viejos del barrio se amontonaban después de comer, recostados
testigos, como un frenético intento de espantar el potro travieso del olvido. Albert se
volverse grande con urgencia, para contar cuentos y captar la atención de esa rauda
raza que en aquel pueblo llamaban los mayores. Cuando la barriga de su viejito
Su abuelo le enseñó cada secreto de la vida en el campo, a montar caballo con estilo
de emperador, a surcar la tierra con el severo arado criollo. Con increíble pedagogía de
semi-analfabeto le demostró que las vacas daban más leche cuando se les miraba con
amor. Un día el pequeño se antojó de tener un caballo propio, y su abuelo se negó con
múltiples escusas, casi ninguna bien fundada. A Albert le dolió mucho, pero cuando el
sol se puso y salió miles de veces frente a sus ojos, y el tiempo sembró el rigor en sus
poros, se dio cuenta que la negativa de aquel sabio hombre no fue más que una
distante del aguardiente de caña. Aquí tienes las tierras, son tuyas para cuando
regreses, pero primero aprende a pensar –le dijo una tarde lluviosa.
Albert se fue a estudiar a provincias y luego a la capital. Venía con vacaciones los
fines de año y cada verano, siempre ansioso por estrenar los caballos nuevos, por
Cada vez lo fue atrapando más la ingeniería, y sus frecuentes fugas al refugio de
luminosas catedrales de letras, con sus amigos a veces se sorprendía hablando del
espacio y el tiempo con la seriedad con que los poetas hablan de los quilates de alguna
fue haciendo algo más extenso que un palmar, y eso siempre traía su cuota de
nostalgia.
existido en la historia, nunca une una soledad con otra, hasta que ambas soledades no
tengan sus puntas lijadas por lo urgente, lubricadas por lo inevitable. Pero se amaron
con toda la inmadurez del mundo, que viene siendo algo así como destruirse
otras ocupaciones tomaron por asalto todo territorio bohemio. El fregadero por ejemplo,
esa realidad horrible que gravita en los hogares, fue tomando la condición de campo de