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EL GIGANTE EGOÍSTA, un cuento de Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín
amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá,
entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante
la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de
ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con
tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de
visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años.
Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era
limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los
niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no
dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la
carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo
rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo
que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín
del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban,
y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero
apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a
quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del
año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en
seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la
temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín
durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros
también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la
mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor,
corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando
se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el
tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los
jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del
Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa
llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos
que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana,
pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le
pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento
del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a
la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado
los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan
felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban
suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor
de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el
Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era
tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del
viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de
escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que
parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era
demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí.
Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para
siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en
cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez.
Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas
que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre
sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus
ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el
Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme,
echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los
niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el
Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a
ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con
todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar;
pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues
sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol
cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos
de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó
junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de
clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de
rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía
dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
EL OTRO YO, un cuento de Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido
cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo
menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se
emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo
frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan
vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y
encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo
lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e
insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que
ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa
vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló
en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el
muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y
saludable”.

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un
ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la
melancolía se la había llevado el Otro Yo.
Jaime Sabines (México, 1926-1999)

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo
mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar
en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me
pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo
dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me
venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos
un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco,
en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis
penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo,
amor mío?

EL COMERCIANTE

Franz Kafka (Praga, Imperio Austro-Húngaro, 1883-1924)

Sin duda algunas personas se compadecen de mí, pero no me doy cuenta. Mi pequeño negocio me llena de
preocupaciones, me hace doler la frente y las sienes, adentro, sin ofrecerme a cambio perspectivas de alivio,
porque mi negocio es pequeño. Debo preparar las cosas con anticipación, durante horas, vigilar la memoria
del empleado, evitar de antemano sus temibles errores, y durante una temporada prever la moda de la
temporada próxima, no entre las personas de mi relación, sino entre inescrutables campesinos. Mi dinero
está en manos desconocidas; las finanzas me son incomprensibles; no adivino las desgracias que pueden
sobrevenirles; ¡cómo hacer para evitarlas! Tal vez unos se han vuelto pródigos, y ofrecen una fiesta en un
restaurante y otros se demoran un momento en esa misma fiesta, antes de huir a América.

Cuando cierro el negocio después de un día de labor y me encuentro de pronto con la perspectiva de esas
horas en que no podré hacer nada para satisfacer sus ininterrumpidas necesidades vuelve a apoderarse de mí,
como una marea creciente, la agitación que por la mañana había logrado alejar, pero ya no puedo contenerla
y me arrastra sin rumbo. Y sin embargo no sé sacar ventaja de este impulso, y sólo puedo volver a mi casa,
porque tengo la cara y las manos sucias y sudadas, la ropa manchada y polvorienta, la gorra de trabajo en la
cabeza, y los zapatos desgarrados por los clavos de los cajones. Vuelvo como arrastrado por una ola,
haciendo chasquear los dedos de ambas manos, y acaricio el cabello de los niños que surgen a mi paso. Pero
el camino es corto. Apenas estoy en mi casa, abro la puerta del ascensor y entro.

Allí descubro de pronto que estoy solo. Otras personas, que deben subir escaleras, y por lo tanto se cansan
un poco, se ven obligadas a esperar jadeando que les abran la puerta de su domicilio, y tienen así una excusa
para irritarse e impacientarse; luego entran en el vestíbulo, donde cuelgan sus sombreros, y sólo después de
atravesar el corredor, a lo largo de varias puertas con cristales entran en su habitación, y están solos. Pero yo
ya estoy solo en el ascensor, y miro de rodillas el angosto espejo. Mientras el ascensor comienza a subir,
digo:

–¡Quietas, retroceded! ¿Adónde queréis ir, a la sombra de los árboles, detrás de los cortinajes de las
ventanas, o bajo el follaje del jardín?

Hablo entre dientes, y la caja de la escalera se desliza junto a los vidrios opacos como un río torrentoso.

–Volad lejos; vuestras alas, que nunca pude ver, os llevarán tal vez al valle del pueblo, o a París, si allá
queréis ir.
“Pero aprovechad para mirar por la ventana, cuando llegan las procesiones por las tres calles convergentes,
sin darse paso, y se entrecruzan para volver a dejar la plaza vacía, al alejarse las últimas filas. Agitad
vuestros pañuelos, indignaos, emocionaos, elogiad a la hermosa dama que pasa en coche.

“Cruzad el arroyo por el puente de madera, saludad a los niños que se bañan, y asombraos ante el ¡Hurra! de
los mil marineros del acorazado distante.

“Seguid al hombre poco distinguido, y cuando lo hayáis acorralado en un corredor, robadle, y luego
contemplad, con las manos en vuestros bolsillos, cómo prosigue su camino tristemente por la calle izquierda.

“Los policías, galopando dispersos, frenan sus cabalgaduras y os obligan a retroceder. Dejadles, las calles
vacías les desanimarán, lo sé. Ya se alejan, ¿no os lo dije?, cabalgando de dos en dos, con lentitud al volver
las esquinas, y a toda velocidad cuando cruzan la plaza.

Y entonces debo salir del ascensor, mandarlo hacia abajo, hacer sonar la campanilla de mi casa, y la criada
abre la puerta, mientras yo la saludo.
Cuento breve recomendado de Ernest Hemingway: Un cuento muy corto

En las últimas horas de una tarde calurosa lo llevaron a la azotea desde donde podía dominar toda la ciudad
de Padua. Las chimeneas se perfilaban sobre el cielo. La noche tardó poco en llegar y entonces aparecieron
los proyectores. Los otros bajaron al balcón, llevándose las botellas. Hasta donde estaban Luz y llegaba el
bullicio. Luz se sentó en la cama. Estaba fresca y lozana en la noche cálida.

Luz cumplió el servicio nocturno durante tres meses y todos estaban contentos. Ella lo preparó para la
operación, y aquel día le dijo en tono de broma: “Si no se porta bien le pondré un enema”. Después vino el
anestésico y él no pudo decir disparates en aquel difícil momento. Cuando empezó a utilizar las muletas,
solía tomar las temperaturas para que Luz no tuviera que levantarse de la cama. Había pocos pacientes y
todos estaban enterados. Todos querían a Luz. Mientras regresaba por los pasillos, pensó en Luz, acostada
en su cama.

Antes de que él volviera al frente, los dos fueron a rezar al Duomo. Estaba oscuro y en silencio, y había otras
personas orando. Querían casarse, pero no había tiempo suficiente para las amonestaciones y ninguno de los
dos tenía la partida de nacimiento. Vivían, en realidad, como marido y mujer, pero deseaban que todos lo
supieran para no correr el riesgo de perder esa condición.

Luz le escribió muchas cartas que él recibió después del armisticio. Un día le llegaron al frente quince cartas
juntas, y las leyó de cabo a rabo después de clasificarlas por fechas. Le hablaba del hospital y de cuánto lo
quería. Le decía que no podía vivir sin él y que, por la noche,  lo echaba mucho de menos.

Después del armisticio acordaron que él volviera a su país para conseguir un empleo que les permitiera
casarse. Luz no regresaría hasta que él tuviera un buen trabajo, y entonces se encontrarían en Nueva York.
No iba a beber más, por supuesto, y no necesitaría ver a sus amigos ni a nadie en los Estados Unidos.
Solamente obtener el empleo y casarse. En el tren que los condujo de Padua a Milán tuvieron una disputa
porque la mujer no estaba dispuesta a volver en seguida. Se despidieron con un beso en la estación de Milán,
pero el altercado no había concluido. Para él fue muy desagradable decirse adiós de esta forma.

Volvió a América en un barco que zarpó de Génova. Luz regresó a Pordonone, en donde se inauguraba un
nuevo hospital. El lugar era solitario y lluvioso, y en la ciudad se hallaba acuartelado un batallón de arditi.
Aquel invierno de tanta lluvia y barro, el comandante del batallón hizo el amor con Luz. Era la primera vez
que ella conocía a un italiano. Por fin escribió a los Estados Unidos diciendo que lo suyo solamente había
sido una chiquillada. Que lo sentía y que se daba cuenta de que probablemente él no podría comprenderlo,
pero que quizá algún día la perdonaría y le agradecería aquello, y que esperaba casarse en la primavera
siguiente. Que seguía queriéndole, pero que ahora comprendía que lo suyo solamente había sido una cosa de
chicos. Que confiaba en que se abriera camino en la vida y que tenía plena confianza en él. Que estaba
segura de que así era mejor para los dos.

El comandante no se casó con ella ni en la primavera siguiente ni nunca. Luz no recibió respuesta a la carta
que envió a Chicago. Poco tiempo después él contrajo una gonorrea por culpa de una vendedora de la
sección de pasamanería de un almacén con la que hizo el amor en un taxi, paseando por Lincoln Park.

Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961)


LA MANCHA DE HUMEDAD

Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892 – 1979).

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste
un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de
alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros
pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá,
con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando,
para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces
de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise:
descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln,
libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de
Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a
Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus
enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus
líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con los
ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole
las manos:

-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el
Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.

Ella me miraba espantada: -¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta
criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis. Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y
contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:

-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.

Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación:
duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a
Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que
introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los
primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de
biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin
respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había
desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango
me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja
que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi
cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados.
Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío
su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:

-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez? Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha
perdido sus estados:

-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué
voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta?
Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces
sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango
el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima
rescata el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

Chico Carlo, Buenos Aires, Kapelusz, 1944, págs. 50-51


[SI HUBIERA SOSPECHADO LO QUE SE OYE…]

Oliverio Girondo (Argentina, 1891-1967)

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para
dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es
bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de
las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo
tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de
enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir
durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias,
a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros
todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no
se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de
suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los
momentos de calma y de silencio.

Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en
el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio
hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que
se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que
encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y
cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que
nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

Espantapájaros (al alcance de todos), Buenos Aires, Losada, págs. 37-38


LA HIJA DEL GUARDAGUJAS

(cuento)

Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948)

La casita del guardagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo algunos
árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones
hasta llegar a la cumbre.

La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en
un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.

Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de
ciudad en ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todos los
meses, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huecos de la montaña.

La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino

La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro.

Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres
años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.

Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus
amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.

La hija del guardagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los
niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella
posee los trenes más grandes del mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio.

Es un encanto de niñita. Vive despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un
tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.

En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la
adoran.

Ellos saben que un día la va a matar un tren.

Cuentos diminutos, La Nación.Suplemento,  Santiago de Chile, 5 de noviembre de 1939, pág. 1

Leer el cuento “El guardagujas”, de Juan José Arreola.

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