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En 1904, sólo un año antes de la publicación dcl artículo de Einstein y con ocasión
de la Feria Mundial celebrada en conmemoración del centenario de la Compra de
Luisiana, los organizadores de la Exposición Internacional de St. Louis patrocinaron un
Congreso Internacional de las Artes y las Ciencias. Las máximas figuras de todos los
campos fueron invitadas a describir el progreso que durante el siglo XIX se había
logrado en todas las esferas del pensamiento humano. Uno de los invitados era Henri
Poincaré el matemático y físico teórico francés; a la edad de cincuenta años, y en la
cúspide de su influencia, Poincaré consciente, al igual que Lorentz, del malestar en que
se debatía la física, trató de exponerlo ante un auditorio profano en la materia.
¿Cuál es el estado actual de la Física matemática? ¿Cuáles son los problemas que está
abocada a plantearse? ¿Cuál es su futuro? ¿Está a punto de experimentar un cambio de
orientación?
El objetivo y los métodos de esta ciencia, ¿se presentarán dentro de diez años ante
nuestros sucesores inmediatos bajo la misma luz con que los vemos nosotros, o, por el
contrario, estamos llamados a ser testigos de una profunda transformación? Tales son las
cuestiones que nos vemos obligados a plantear hoy al abordar nuestra investigación.
Fue la física matemática de nuestros padres la que nos ha ido familiarizando poco a
poco con estos principios, la que nos ha enseñado a reconocerlos bajo los diferentes ropajes
con que se disfrazan. Es preciso compararlos con los datos de la experiencia para
comprobar de qué forma fue necesario modificar sus enunciados con el fin de adaptarlos a
estos datos; y en virtud de tales procesos fueron ampliándose y consolidándose.
Así, pues, los marcos no se han roto, porque eran elásticos; pero se han ensanchado.
Nuestros padres, que los establecieron, no trabajaron en vano, y en la ciencia de hoy día
reconocemos aún los rasgos generales del esquema que ellos trazaron.
¿Nos hallamos ahora en la víspera de una segunda crisis? Estos principios sobre los que
hemos construido, ¿están a punto de derrumbarse? [...]
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Llegamos al principio de la relatividad: principio que no sólo viene confirmado por la
experiencia cotidiana, que no sólo es una consecuencia necesaria de la hipótesis de las
fuerzas centrales, sino que viene impuesto de modo irresistible sobre nuestro sano juicio; y,
sin embargo, dicho principio sale apaleado.
Consideremos dos cuerpos electrizados; aunque a nosotros nos parece que se hallan en
reposo, ambos se ven arrastrados por el movimiento de la tierra; como nos ha enseñado
Rowland, una carga eléctrica en movimiento equivale a una corriente; estos dos cuerpos
cargados equivalen por tanto, a dos corrientes paralelas del mismo sentido, y ambas
corrientes deberían atraerse mutuamente, Al medir dicha atracción medimos la velocidad de
la tierra; no su velocidad con respecto al sol o a las estrellas fijas, sino su velocidad
absoluta.
Los medios utilizados para este fin se variaron de mil maneras diferentes, hasta que
finalmente Michelson llevó la precisión hasta sus últimos límites; nada resultó de todo ello.
Precisamente para explicar esta obstinación es para lo que los matemáticos se ven
obligados hoy día a recurrir a todo su ingenio.
La tarea no era fácil; y si Lorentz ha logrado hacerse con ella, ha sido sólo a costa de
acumular hipótesis.
Imaginemos dos observadores que desean ajustar sus relojes por medio de señales
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ópticas; intercambian señales, pero como saben que la transmisión de la luz no es
instantánea, tienen cuidado de cruzarlas.
Resumamos, pues, el ejemplo de los dos cuerpos electrizados; estos cuerpos se repelen
mutuamente, pero al mismo tiempo, sí todo se transporta en un movimiento de traslación
uniforme, dichos cuerpos son equivalentes a dos corrientes paralelas del mismo sentido que
se atraen una a otra. Esta atracción electrodinámica disminuye, por consiguiente, la
repulsión electrostática, y la repulsión total es más débil que si ambos cuerpos se hallaran
en reposo. Pero como para medir esta repulsión es necesario contrarrestarla con otra fuerza,
y todas estas fuerzas se reducen en la misma proporción, no percibiremos nada.
Así, pues, todo está arreglado, pero ¿se han disipado todas las dudas?
¿Qué ocurriría si uno pudiera comunicarse por medio de señales no luminosas cuya
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velocidad de propagación fuese distinta de la de la luz? Si después de ajustar los relojes por
el procedimiento óptico deseáramos comprobar el ajuste con la ayuda de estas nuevas
señales, aparecerían divergencias que pondrían de manifiesto la traslación común de las dos
estaciones. Y tales señales, ¿acaso son inconcebibles, si admitimos con Laplace que la
gravitación universal se transmite un millón de veces más de prisa que la luz?
Este principio va íntimamente ligado al interior, y de hecho parece que la caída de uno
de ellos traería consigo la caída del otro. Por tanto, no debe asombrarnos que encontremos
aquí las mismas dificultades que allí.
Así, pues, los electrones actúan unos sobre otros, pero esta acción no es directa, sino
que se lleva a cabo a través del éter, que actúa como intermediario.
En estas condiciones, ¿puede acaso haber una compensación entre acción y reacción, al
menos para un observador que sólo tomara en cuenta los movimientos de materia, es decir,
de los electrones, ignorando en cambio los del éter, cuyos movimientos no podría ver?
Evidentemente no. Aun cuando la compensación fuese exacta no podía ser simultánea. La
perturbación se propaga con velocidad finita; por tanto, alcanzará al segundo electrón
cuando el primero hace mucho que ha entrado en reposo.
Por consiguiente, este segundo electrón experimentará, tras cierto retardo, la acción del
primero, pero ciertamente no reaccionará a ello, pues alrededor del primer electrón no bulle
ya nada.
El análisis de los hechos nos permite precisar aún más. Imaginemos, por ejemplo, un
generador hertziano como los que se utilizan en la telegrafía sin hilos; el generador emite
energía en todas direcciones; pero si lo proveemos de un espejo parabólico, como hizo
Hertz con sus generadores más pequeños, toda la energía producida se emitirá en una
dirección única.
¿Qué ocurre entonces de acuerdo con la teoría? Pues que el aparato retrocede como si
fuese un cañón y como si la energía que ha proyectado fuese una bala; y esto va en contra
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del principio de Newton, puesto que nuestro proyectil no tiene masa, no es materia, es
energía.
Lo mismo ocurre, además, con la luz de un faro provisto de un reflector, pues la luz no
es más que una perturbación del campo electromagnético. El faro debería retroceder como
si la luz que emite fuese un proyectil. ¿Cuál es la fuerza que produciría este retroceso? Es lo
que se ha dado en llamar presión de Maxwell-Bartholdi. Dada su extremada pequeñez, ha
sido difícil ponerla de manifiesto, incluso con los radiómetros más sensibles; pero basta con
saber que existe.
Si toda la energía que emana de nuestro generador cae sobre un receptor, éste se
comportará como si hubiese recibido un impacto mecánico, impacto que, en cierto modo,
representará la compensación del retroceso del generador; la reacción será igual a la acción,
pero no simultánea; el receptor se moverá, pero no en el momento en que retrocede el
generador. Si la energía se propaga indefinidamente sin tropezar con un receptor, dicha
compensación no llegará a tener lugar nunca.
¿Diremos entonces que el espacio que separa al generador del receptor, el espacio que la
perturbación tiene que atravesar para pasar de uno a otro, no está vacío, sino lleno, no sólo
de éter, sino también de aire; o bien, en los espacios interplanetarios, de algún fluido sutil,
pero ponderable; y que esta materia experimenta, como el receptor, un impacto en el
momento en que la energía llega a ella, para luego retroceder a su vez cuando la
perturbación se haya desvanecido? Esto salvaría el principio de Newton, mas no es cierto.
Cabría también suponer que los movimientos de materia propiamente dichos se ven
compensados exactamente por los del éter; ello nos llevaría, empero, a las mismas
consideraciones que antes. El principio así ampliado explicaría cualquier cosa, pues
cualesquiera que fuesen los movimientos visibles siempre podríamos imaginar
movimientos hipotéticos que los compensaran.
Mas si aquél está en condiciones de explicar cualquier cosa es porque no nos permite
predecir nada; no nos permite decidir entre diversas hipótesis posibles desde el momento en
que explica todo de antemano. De este modo se convierte en una herramienta inútil.
Y, por otra parte, los supuestos que sería preciso establecer acerca de los movimientos
del éter tampoco son demasiado satisfactorios.
Si las cargas eléctricas se duplicasen, sería natural imaginar que la velocidad de los
diversos átomos del éter también se duplicaría, y a efectos de la compensación sería
necesario que la velocidad media del éter se cuadriplicara.
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Estas son las razones por las que hace tiempo vengo pensando que tales consecuencias
teóricas, contrarias al principio de Newton, acabarían algún día por ser abandonadas; y, sin
embargo, los experimentos más recientes sobre el movimiento de los electrones emitidos
por el radio parecen más bien confirmarlas.
Y ahora ciertas personas opinan que dicho principio sólo nos parece cierto porque en la
mecánica nos limitamos únicamente a velocidades moderadas, pero que dejaría de ser
válido para cuerpos animados de velocidades comparables a la de la luz. Tales velocidades
—así se cree ahora— se han conseguido; los rayos catódicos o los rayos que emanan del
radio acaso estén formados por partículas diminutas o por electrones que se desplazan a
velocidades menores, no cabe duda, que la de la luz, pero que, no obstante, podrían
equivaler a una décima o una tercera parte de aquélla.
Estos rayos se pueden desviar, ya sea por medio de un campo eléctrico o de un campo
magnético, y comparando estas desviaciones podemos medir simultáneamente la velocidad
de los electrones y su masa (o mejor dicho, la relación entre su masa y su carga). Mas
cuando se vio que estas velocidades eran próximas a la de la luz, se decidió que era preciso
introducir una corrección.
Aún queda un recurso; los elementos últimos de los cuerpos son los electrones, unos
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cargados negativamente, y otros, positivamente. Está claro que los electrones negativos
carecen de masa; sin embargo, de lo poco que sabemos acerca de los electrones positivos
parece deducirse que son mucho más grandes que los negativos. Acaso posean, además de
masa electrodinámica, una auténtica masa mecánica. La verdadera masa de un cuerpo sería,
pues, la suma de las masas mecánicas de sus electrones positivos, haciendo caso omiso de
los electrones negativos; la masa así definida podría seguir siendo constante.
Mas he aquí que este recurso también se nos escapa. Recordemos lo que hemos dicho
del principio de la relatividad y de los esfuerzos hechos para salvarlo. Y no se trata
meramente de un principio que haya que salvar a toda costa, sino más bien de los resultados
incuestionables de los experimentos de Michelson.
Lorentz se ha visto obligado a suponer que todas las fuerzas, sea cual fuere su origen,
van afectadas de un coeficiente en un medio animado de una traslación uniforme; pero esto
no basta; es preciso además, dice Lorentz, que las masas de todas las partículas se vean
influidas por una traslación en la misma medida que las masas electromagnéticas de los
electrones.
Así, pues, las masas mecánicas variarán de acuerdo con las mismas leyes que las masas
electrodinámicas; no pueden, por tanto, ser constantes.
¿Es preciso decir que la caída del principio de Lavoisier implica la caída del principio
de Newton? Este último señala que el centro de gravedad de un sistema aislado se mueve
en línea recta; pero si ya no existen masas constantes, tampoco puede existir centro de
gravedad, ni siquiera sabemos lo que esto significa. Por eso dije antes que los experimentos
con rayos catódicos parecían justificar las dudas de Lorentz en punto al principio de
Newton.
Nos enfrentamos así con una cuestión que me contentaré con plantear únicamente. Si ya
no hay masa alguna, ¿qué sucede con la ley de Newton?
La masa tiene dos aspectos: es, a la vez, un coeficiente de inercia y una masa atrayente
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que figura como factor en la atracción newtoniana. Si el coeficiente de inercia no es
constante, ¿podrá serlo la masa atrayente? Esa es la cuestión. [...]
¿No deberíamos esforzarnos también por obtener una teoría más satisfactoria de la
electrodinámica de los cuerpos en movimiento? Es allí, en especial —como he subrayado
suficientemente con anterioridad—, donde se acumulan las dificultades. Evidentemente,
tenemos que apilar hipótesis sobre hipótesis, porque es imposible satisfacer de golpe todos
los principios; hasta ahora se ha logrado salvar algunos de ellos, pero sólo a costa de
sacrificar otros; sin embargo, aún no se ha perdido la esperanza de obtener mejores
resultados. Tomemos, por tanto, la teoría de Lorentz, démosla vueltas en todos los sentidos,
modifiquémosla poco a poco y quizá todo se arregle.
Así, en lugar de suponer que los cuerpos en movimiento experimentan una contracción
en el sentido del movimiento y que esta contracción es la misma independientemente de la
naturaleza del cuerpo y de las fuerzas a que, por lo demás, están sometidos, ¿no podríamos
hacer una hipótesis más simple y más natural?
Cito esto únicamente a título de ejemplo, pues las modificaciones que podríamos
ensayar serían, evidentemente, susceptibles de una variación infinita. [...]
No podemos prever por qué camino estamos llamados a proseguir; quizá sea la teoría
cinética de los gases la que está a punto de desarrollarse y servir de modelo a otras teorías.
En ese caso, los hechos que en un principio nos parecían simples serán a partir de entonces
meros resultados de un gran número de hechos elementales que sólo las leyes del azar
hacen cooperar para un fin común. Las leyes físicas tomarán entonces un aspecto
completamente nuevo; dejarán de ser simples ecuaciones diferenciales para adoptar el
carácter de leyes estadísticas.
O quizá debamos construir toda una nueva mecánica que hasta ahora sólo hemos logrado
entrever y en la que, al aumentar la inercia con la velocidad, la velocidad de la luz se
convertiría en un límite infranqueable.
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pues seguiría siendo cierta para velocidades no demasiado grandes, de suerte que bajo la
nueva dinámica seguiríamos encontrando la antigua.
Tampoco tendríamos que lamentar el haber creído en los principios; e incluso, toda vez
que las velocidades demasiado grandes para las antiguas fórmulas serían siempre
excepcionales, el camino más seguro en la práctica seguiría siendo el de actuar como si
todavía creyéramos en dichos principios. Pues son tan útiles que sería preciso reservarles un
lugar. Excluirlos del todo sería privarse de una preciosa arma. Para concluir me apresuro a
decir que aún no ha llegado ese momento y que hasta ahora nada prueba que los principios
no saldrán intactos y victoriosos del combate.