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Para el filósofo belga, el cambio climático y la transformación radical del mercado de trabajo
justifican recuperar el interés por esta asignación, de la cual es uno de los principales pensadores.
Declaraciones recogidas por Pascal Riché para el semanario parisino L´Obs, antaño Le Nouvel
Observateur.
¡En diciembre de 1982, lavando los platos y mirando por la ventaña a un castaño enorme! En aquella
época me preocupaba el paro y, sobre todo, el paro de los jóvenes. La única respuesta que se
contemplaba era el crecimiento. Ahora bien, yo ponía en cuestión, al igual que otros, el modelo de
crecimiento indefinido: estábamos desde hacia algunos años en el debate lanzado por el Club de
Roma, que había constatado que el modelo económico no era perdurable, pues los recursos del
planeta eran limitados. Hacía falta encontrar otra cosa para atacar el paro. Por otro lado, algunos
años antes de la caída del muro de Berlín, muchos de nosotros teníamos dudas serias, en la
izquierda, en lo tocante a las virtudes de la substitución de la propiedad privada por la propiedad
colectiva de los medios de producción. Para la gente indignada con el capitalismo tal como
funcionaba, esa no podía ser una utopía movilizadora. Desde el punto de vista de la eficacia
económica, comenzamos a desilusionarnos. Desde el punto de visto de la igualdad, era engañosa. Y
desde el punto de vista de las libertades, era una catástrofe. Hacía falta que la izquierda encontrara
otra perspectiva, que fuera más allá de las formas de reacomodo del sistema. Y eso me hizo “clic”.
Era radical y coincidía con el ideal que Marx compartía con los socialistas utópicos: una sociedad en
la que cada uno contribuiría voluntariamente según sus capacidades (lo que puede pasar por trabajo
asalariado o voluntariado) y recibiría en función de sus necesidades. Con una renta incondicional,
que garantizaría las necesidades de base, se podría llegar a una situación en la que la remuneración
del trabajo no suministraría más que el “dinero de bolsillo”, por retomar la expresión del especialista
universitario George Cole. Llamé a esto “asignación universal” porque sonaba como “sufragio
universal". Luego me dí cuenta de que no era el primero en haber tenido la idea, y de que se llevaba
estudiando desde un pasado bastante lejano.
En los medios oscilaban entre “ridícula” y “peligrosa”. Con todo, yo mismo llegué a identificar a una
cuarentena de personas que tenían simpatía por la idea, a la cual habían llegado varios
independientemente unos de otros, y los reuní en Lovaina la Nueva en septiembre de 1986. Ese fue
el nacimiento del BIEN (Basic Income European Network), convertida en 2004 en red mundial [Basic
Income Earth Network]. El próximo congreso comienza este 7 de julio en Seúl [la entrevista fue
realizada con pocos días de antelación al último congreso del BIEN].
Por lo que respecta a la renta incondicional, se encuentra un bosquejo de la idea en Thomas Paine,
amigo de Condorcet. Pero el primero en haberla expuesto y defendido sistemáticamente fue un tal
Joseph Charlier en un libro publicado en Bruselas en 1848 con el título de Solución del problema
social, cuando Marx acaba de redactar el Manifiesto Comunista. Se trataba de nacionalizar los
bienes inmuebles y de redistribuir a todos el fruto de su arriendo. Con posterioridad, muchos otros
han llegado a ello independientemente, por ejemplo, el ingeniero británico Dennis Milner, que
provocó el primer debate político sobre la renta incondicional en el seno del Partido Laborista. A
comienzos de los años 70, el economista James Tobin convence al candidato demócrata a la Casa
Blanca, George Mcgovern, para que incluya la idea, con el nombre de “demogrant”, en su
programa.
Para comprender que la protección social puede y debe analizarse en términos distintos de aquellos
a los que estamos habituados (los de la asistencia o los seguros), hace falta tiempo. Al final de su
Teoría General, Keynes explica que ¡son muy raros los responsables de decisiones políticas
capaces de absorber ideas a las que se hayan visto expuestos después de los 25 años!
En efecto, nunca como en estos últimos meses, de California a Corea, se ha visto tanto interés por la
idea de renta básica incondicional. La necesidad de afrontar el paro sin contar con el crecimiento,
que la había inspirado hace treinta años, hoy está asumida mucho más ampliamente. Pese a todo el
crecimiento pasado, el paro de los jóvenes y la precariedad se generalizan. Con el cambio climático,
la gente se vuelve todavía más consciente del problema que plantea un crecimiento rápido. Y la
vuelta al mismo parece de todos modos algo fuera de nuestro alcance: economistas de gran
renombre, como Lawrence Summers, hablan incluso de “estancamiento secular”.
También los políticos se adueñan de la idea: se dan cuenta de que tiene su importancia proponer
una visión de futuro que ofrezca una alternativa a la servidumbre neoliberal lo mismo que al
repliegue nacionalista, lo mismo al bricolaje socialdemócrata que al milenarismo comunista.
Si usted le asigna una gran importancia tanto a la libertad como a la igualdad, todavía puede
rechazar la renta básica, pero lo que no puede ser es que no le interese. En mi libro de 1995,
Real Freedom for All, desarrollé una concepción de la justicia social como “libertad real” para todas y
todos, que implica una renta incondicional en el nivel sostenible más elevado.
Hay marxistas favorables a la renta básica, y neoliberales. ¿A qué nos aproxima, a una
sociedad comunista o liberal?
En 1986 la describía ¡como “una vía capitalista al comunismo”! La idea atrae a una izquierda que ha
comprendido que se trata de defender la extensión de una libertad real: un poder de negociación
fuertemente acrecentado para quienes son actualmente los que tienen menos. Le da a cada
persona, sobre todo a los más frágiles, el poder de decir “no” (a propuestas de empleo que rozan la
explotación…o si no, a perseguir un matrimonio desgraciado) pero también el poder de decir “sí” (a
otras actividades, a proyectos, a la creación de empresas).
La idea atrae a los liberales que le tienen horror a la burocracia y a la tutela estatal, y que quieren de
verdad defender la libertad de todos, y no sólo la de los ricos.
¿Qué países son los más “maduros” para una puesta en práctica de la renta básica universal?
A priori, los países en los que el debate ha madurado más porque es más antiguo. Por tanto, los
Países Bajos o Finlandia, antes que Suiza, por ejemplo, aunque la reciente consulta popular haya
supuesto un gran salto adelante para la idea y ha dado a conocer los argumentos en su favor.
En Finlandia se orientan hacia la experimentación más amplia y más seria hasta ahora en Europa. Y
lo que prevén está bastante más cerca de una renta incondicional que los experimentos
norteamericanos de impuesto negativo de los años 70. Al igual que el referéndum suizo, será, mucho
más allá de Finlandia, otra estupenda ocasión de reflexionar sobre la renta básica, sobre lo que la
justifica y las dificultades que plantea.
Pero no hay que hacerse ilusiones sobre los resultados que pueden esperarse. Para empezar, la
experiencia está limitada a dos años, y el comportamiento en relación al trabajo no es el mismo con
una promesa de renta básica con vistas a dos años que para toda la vida. Y luego, la atribución de
una renta básica a algunos centenares o a algunos millares de personas, en un mercado de trabajo
que cuenta con varios millones, no permite detectar el ajuste de las ofertas de empleo. Por último,
los perdedores netos del nuevo sistema (sobre todo los que la financiarán) quedan necesariamente
excluidos del muestreo.
¿Cómo justificar la distribución de una asignación incondicional? ¿Es una especie de renta,
que se correspondería con el capital humano colectivo o la riqueza producida por las
generaciones precedentes?
Esta cuestión es fundamental tanto para asentar la justificación ética de la idea como para
comprender su emergencia. La seguridad social apareció en el momento en el que el movimiento de
los trabajadores logró obtener de los capitalistas una remuneración superior al ingreso de
subsistencia: este margen es el que permite financiar una redistribución horizontal.
Hoy en día, nos damos cuenta de que la parte de la remuneración que se atribuye al trabajo
presente tiende a reducirse. Cuando se le preguntó a Herbert Simon, Premio Nobel de Economía
norteamericano, qué parte de nuestros ingresos era atribuible a nuestro trabajo en la actualidad,
respondió: “Siendo muy generoso, le diría que un 10 %”. El resto se explica por el trabajo del
pasado, las infraestructuras, las invenciones…¡Es un regalo! Por ejemplo, si Edison no hubiera
domesticado la electricidad, nuestra renta sería menor. La idea de esta renta universal consiste en
compartir de manera más equitativa este regalo.
Frente al paro, el fin del crecimiento y la ausencia de utopía, hay otra idea aparte de la renta
básica: la reducción del tiempo de trabajo. Los economistas juzgan que estaría mejor
adaptada, pues evitaría dividir la sociedad entre los que tienen un empleo remunerado y los
que viven o sobreviven con la renta básica. ¿Qué piensa usted?
La reducción del tiempo de trabajo es una idea del siglo XX, no del siglo XXI. En este enfoque, el
modelo de referencia sigue siendo el trabajo asalariado a tiempo completo durante toda la vida: lo
que se quiere es comprimirlo para que todo el mundo pueda adaptarse a ello, sin tener que contar
con un crecimiento insostenible.
Pero la realidad del siglo XXI es que asistimos a una multiplicación del trabajo atípico, del trabajo a
tiempo parcial, de contratos de toda laya. La asignación universal representa una propuesta para
compartir de modo flexible el tiempo de trabajo: en un momento dado de mi vida puedo tener ganas
de trabajar menos, para ocuparme más, por ejemplo, de mis hijos; en otro caso, por el contrario,
puede que tenga ganas de trabajar cincuenta horas a la semana…
Uno. ¿Hay que reducir el salario o no? Es complicado evitar la bajada del poder adquisitivo
preservando la competitividad de las empresas.
Dos. ¿Hay que reservar la reducción del tiempo de trabajo a los sectores en los que falta empleo o
ampliarlo a todos? Si se amplia, es más justo, pero eso puede crear algunos cuellos de botella en las
profesiones en tensión en el mercado. Y formar a un cirujano para decirle luego: “Sólo puedes
trabajar treinta horas a la semana pese a las listas de espera para ser operado”, eso no tiene mucho
sentido.
Tres. ¿Hay que aplicarla sólo a los asalariados o a los trabajadores independientes? Ahí, una vez
más, la igualdad querría que todo el mundo se sintiera concernido, pero ¿cómo controlar, sin
construir una sociedad supersovietizada, el tiempo de trabajo de los comerciantes de los
empresarios por cuenta propia o de las profesiones liberales? Y si se reserva la reducción del tiempo
de trabajo a los asalariados, veremos cómo se multiplican los autónomos y los semiautónomos. Lo
que necesita el siglo XXI es una forma más flexible de compartir el tiempo de trabajo, más inteligente
desde el punto de vista económico y más respetuosa con la libertad de cada uno: la asignación
universal.