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Vivienda y ciudad colonial

El caso de Santa Fe
Consejo Asesor
Colección Ciencia y Tecnología:
Hugo Quiroga, Cristóbal Lozeco, Gonzalo Sozzo, Humberto Occhi,
Gustavo Menéndez

Calvo, Luis María


Vivienda y ciudad colonial. El caso de Santa Fe - 1a ed.
Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, 2011.
518 pp.; 25 x 17 cm (Ciencia y Tecnología)

ISBN 978-987-657-561-4

1. Arquitectura. 2. Vivienda Colonial. I. Título.


CDD 720

Coordinación editorial: Ivana Tosti


Corrección: Lucía Bergamasco
Diagramación de interiores: Laura Canterna / Analía Drago

© Luis María Calvo, 2011.

©
Secretaría de Extensión,
Universidad Nacional del Litoral,
Santa Fe, Argentina, 2011.

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11723.


Reservados todos los derechos.

9 de Julio 3563 (3000)


Santa Fe, Argentina
Telefax: (0342) 4571194
editorial@unl.edu.ar
www.unl.edu.ar/editorial

Impreso en Argentina
Printed in Argentina

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Vivienda y ciudad colonial
El caso de Santa Fe

Luis María Calvo

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Índice

9 Agradecimientos

11 Introducción

Primera Parte
EL ESPACIO SANTAFESINO

Capítulo I
29 Santa Fe en el contexto hispanoamericano y de la región
29 1. El ambiente natural
31 2. Los primeros asentamientos españoles en el Río de la Plata
y la fundación de Santa Fe
32 3. Sentido estratégico de la elección del sitio
33 4. Entre la dinámica del comercio y la condición
de ciudad de frontera

Capítulo II
39 La ciudad
39 1. Santa Fe la Vieja (1573-1660)
46 2. La mudanza de la ciudad (1651-1660)
XX 3. Santa Fe de la Vera Cruz (a partir de 1660)

Capítulo III
67 Población, conformación social
y familia en Santa Fe
67 1. La población santafesina
70 2. Los grupos sociales
76 3. La población urbana en los años de transición entre el antiguo régimen
y el orden republicano

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Segunda Parte
Descripción tipológica

Capítulo IV
91 Vivienda y tipo
91 1. Vivienda y tipo

Capítulo V
97 Casas con patio a la calle
(Primera serie tipológica)
97 1. Vivienda en tira (primer tipo de la primera serie)
103 2. Vivienda en L (segundo tipo de la primera serie)
105 3. Vivienda en U (tercer tipo de la primera serie)
112 4. Vivienda interior con cuartos a la calle (cuarto tipo de la primera serie)

Capítulo VI
121 Casas construidas sobre la calle
(Segunda serie tipológica)
121 1. Vivienda sin zaguán (primer tipo de la segunda serie)
124 2. Vivienda con zaguán (segundo tipo de la segunda serie)
129 3. Vivienda con zaguán desarrollada en dos plantas (tercer tipo
de la segunda serie)

Tercera Parte
La vivienda en Santa Fe

Capítulo VII
139 La traza y el solar en la fundación de ciudades
139 1. La traza en las fundaciones
143 2. Planos urbanos y reparto de solares
145 3. Condiciones y condicionantes del sitio
147 4. El reparto del suelo urbano entre los primeros pobladores
149 5. El solar: forma y dimensiones
152 6. Fraccionamiento de las parcelas y densificación de la ocupación del suelo

Capítulo VIII
161 La conformación de una arquitectura
doméstica local
161 1. Vivienda de tradición mediterránea y otras tradiciones
165 2. El tema en la historiografía argentina
167 3. El caso de Santa Fe

Capítulo IX
175 La vivienda como unidad del tejido
175 1. Forma de ocupación del lote

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178 2. La conexión entre vivienda y espacio público
183 3. Los espacios abiertos y la relación entre el exterior y el interior

Capítulo X
199 Los espacios construidos, tipos y funciones
199 1. Desarrollos en una o más plantas
203 2. Tipo de habitaciones
211 3. Infraestructuras y equipamientos fijos
211 4. Abastecimiento y provisión de agua
215 5. Evacuación de aguas servidas y desechos
217 6. Eliminación de residuos
217 7. Elaboración y cocción de alimentos: hornos y fogones

Capítulo XI
221 Otros usos asociados a la arquitectura doméstica:
el comercio y las actividades de producción urbana
221 1. Vivienda, comercio y producción
225 2. Tiendas
235 3. Casas de trucos y otros locales de juego
237 4. Atahonas y molinos

Capítulo XII
251 Modalidades de producción arquitectónica
251 1. La región litoral
253 2. Arquitectura empírica y regional
260 3. La organización de la construcción

Capítulo XIII
269 Materialidad
269 1. Materiales y técnicas constructivas en las historias urbanas
272 2. La materialidad de la vivienda

Capítulo XIV
303 Manifestación formal de la vivienda
303 1. Manifestación formal
304 2. Fachadas
308 3. Puertas de calle
311 4. Espacios abiertos
312 5. Espacios interiores

Capítulo XV
324 Mobiliario y menaje para la vida doméstica
325 1. El mobiliario y el espacio doméstico
340 2. El transplante cultural
343 3. Mobiliario y vida doméstica

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Capítulo XVI
357 Propiedad y otras formas de tenencia
357 1. Formas de tenencia
358 2. El solar: valor y significado
361 3. Repartimientos y mercedes de terrenos
363 4. Toma de posesión de la propiedad
365 5. Propiedad y condición étnica
367 6. Formas de traspaso de la propiedad
378 7. Alquileres
385 8. Concesiones de uso
386 9. Litigios y acuerdos entre linderos

Capítulo XVII
397 La vivienda en la normativa urbana
397 1. Tipo de normas

Capítulo XVIII
411 Uso de la vivienda y espacio doméstico
411 1. Vivienda y familia
416 2. Habitar el espacio doméstico

Capítulo XIX
427 La vivienda en el paisaje de la ciudad
427 1. Vivienda y ciudad

449 Conclusiones

461 Fuentes

464 Bibliografía

471 Anexo

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Agradecimientos

Este texto tiene su origen en la tesis producida para acceder al doctorado en


Historia del Arte y la Arquitectura en Iberoamérica por la Universidad Pablo
de Olavide, Sevilla, España. La versión que ahora presentamos se ha despojado
de todas las cuestiones propias de las tesis y se ha aligerado el aparato de notas
y citas para no abrumar al lector.
No obstante ello, la presente publicación me permite señalar que el texto
original fue el resultado de un largo proceso de investigación en el que muchas
personas me brindaron la posibilidad de debatir sobre el objeto de estudio, me
facilitaron el acceso a fuentes de información, me orientaron con su opinión
o compartieron conmigo el interés histórico por la arquitectura doméstica.
Y tal como ocurre frecuentemente en la ocasión de expresar los agradeci-
mientos, éstos no alcanzan a reflejar el tiempo y los conocimientos puestos a
disposición del autor. Con esa prevención, quisiera agradecer en primer lugar a
la doctora Graciela María Viñuales, quien como directora de tesis me aportó su
experiencia de investigadora en historia de la arquitectura hispanoamericana,
y al arquitecto Ramón Gutiérrez, que me brindó su orientación para definir
los alcances del objeto de estudio, además que, desde hace muchísimos años
me ha facilitado el acceso a la bibliografía latinoamericana relacionada con la
historia de la vivienda.
También mi agradecimiento a los doctores Alberto de Paula (lamentable-
mente ya fallecido) y Adriana Collado y al arquitecto Alberto Nicolini, con
quienes mantuve muchas conversaciones sobre el tema y que me aportaron

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algunas opiniones muy sugerentes. A la doctora Lola Crespo, autora de una
tesis sobre la casa limeña, con quien hemos intercambiado pareceres sobre la
vivienda colonial americana y a la doctora Ana María Aranda Bernal, tutora
de tesis. Al arquitecto Cristian Ceballos que redibujó con medios digitales
mis reconstrucciones gráficas de los planos de viviendas. A los innumerables
bibliotecarios, archiveros y encargados de los fondos consultados, en particular
a las bibliotecarias del CEDODAL. Y mi especial reconocimiento al director
académico del Programa de Doctorado en Historia del Arte y Arquitectura
Iberoamericanos (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla), doctor Arsenio
Moreno, a su director científico, nuevamente el arquitecto Ramón Gutiérrez,
quienes junto a todos los docentes que participaron del mencionado programa
nos brindaron un espacio irrepetible para la construcción del conocimiento
histórico latinoamericano.

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Introducción

Los actos fundacionales de las ciudades hispanoamericanas son el punto de


partida de sus respectivas historias urbanas y representan, implícitamente, la
voluntad de un grupo de expedicionarios que están dispuestos a convertirse
en pobladores y a compartir la tarea de crear un pequeño mundo donde
desenvolver sus existencias, dentro del proyecto más amplio de transplantar
España en América.
La conformación de un tipo o de tipos de estructuras urbanas ha sido ob-
jeto de indagaciones historiográficas que ponen en evidencia la existencia de
substratos bidimensionales comunes en las trazas de muchas de las ciudades
establecidas desde el Caribe y México hasta el Río de la Plata y Chile. Trazas
regulares o en cuadrícula constituyen, por ejemplo, el punto de partida de
un sinnúmero de ciudades como Valladolid de Michoacán, Guadalajara,
Mérida de Yucatán, Caracas, Santa Fe de Bogotá, Quito, Lima, Trujillo, La
Paz, Santiago, Salta o Buenos Aires, e imprimen, a lo largo de sus historias, un
denominador común que permanece como uno de los signos más fuertes de
la identidad urbana latinoamericana. Calles rectas intersectadas entre sí con
menor o mayor ortogonalidad, amanzanamientos semiregulares, rectangulares
o cuadrados y el espacio libre destinado a plaza configuran, esquemáticamente,
los rasgos de la mayoría de las trazas urbanas, con variaciones en las medidas
del ancho de las calles, de las manzanas y de las parcelas.
No obstante la similitud de trazados, desde los tiempos más tempranos
de la conquista cada una de estas ciudades construyó fisonomías y paisajes

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urbanos que las identificaron y distinguieron unas de otras. A la geometría
neutra de la traza inicial se superpuso la materialización de experiencias vi-
tales y originales, activadas por la interacción de condiciones ambientales y
humanas diversas. No bastó la voluntad formal de las políticas pobladoras
que suponían que los procesos urbanos podían ser controlados mediante una
traza establecida desde los orígenes; en cambio, cada población construyó sus
espacios de manera singular.
Los datos a partir de los cuales en cada ciudad se inicia la construcción del
espacio físico y del tejido social son, básicamente, la traza fundacional y el
repartimiento de tierras por un lado, y el grupo fundador y la población local
por el otro. En cada caso, a ambos factores les toca interactuar en condiciones
particulares que dependen de la función de la ciudad en las estrategias geopolí-
ticas: de comunicación, extracción de recursos naturales, utilización de la mano
de obra aborigen, ordenación y administración del territorio. Las relaciones
entre ambos factores generan y dinamizan el tejido social y el urbano, y a la
vez provocan la necesaria confrontación entre teoría y realidad.
Fernando de Terán caracteriza a la ciudad latinoamericana como un caso
claro de ciudad concebida procesualmente; la traza inicial no alcanza a con-
figurarse como un proyecto y la normativa no es suficiente para controlar
los cursos de acción sobre la ciudad. Ni siquiera las Nuevas Ordenanzas de
Población, promulgadas cuando ya se había completado una vasta primera
etapa de fundación de ciudades, fue capaz de imponer una norma sobre las
poblaciones ya existentes ni sobre las nuevas fundaciones.
De manera que para entender la historia de la ciudad hispanoamericana es
fundamental indagar sobre los procesos de su conformación. Desde el punto
de vista de su estructura: a través de investigaciones sobre los modos en que
fueron determinadas las condiciones iniciales de la traza y del parcelamiento y,
posteriormente, acerca de cómo se produjeron alteraciones sobre lo existente
o se amplió el sector fundacional y del modo en que la producción arquitec-
tónica contribuyó a concretar la ciudad.
En la actualidad disponemos de una nutrida bibliografía para entender
la traza en el proceso de conformación de la ciudad hispanoamericana, en
la que se destacan las Actas del Seminario sobre La ciudad iberoamericana
(CEHOPU, 1985), la serie de tomos sobre Historia urbana de Iberoamérica
publicada por el Consejo Superior de Arquitectos de Madrid (1987-1992) y
el libro La ciudad hispanoamericana. El sueño de un orden (Terán, 1989), que
representa un momento culminante de estos estudios. También contamos con
numerosos estudios monográficos, algunos de los cuales han sido reunidos
en Estudios sobre la ciudad iberoamericana (Solano, 1983), De Teotihuacán a
Brasilia. Estudios de historia urbana iberoamericana y filipina (Alomar, 1987)
y Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios (Solano, 1990).

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Una perspectiva diferente, complementaria de la anterior, es la de abordar
este proceso enfocando la atención sobre la materialización de la ciudad ini-
ciada a partir del soporte bidimensional de la traza que constituye el espacio
urbano, genera el tejido y se manifiesta en paisajes e imágenes particulares.
Acerca de esta cuestión, la producción historiográfica sobre la arquitectura
hispanoamericana cuenta con estudios que se han ocupado de las circunstan-
cias locales que condicionaron el programa de transplantar y adaptar modelos
peninsulares o que propiciaron la creación de otros propiamente americanos
para resolver las necesidades institucionales civiles y religiosas: cabildos y cár-
celes, casas reales, casas de moneda, sedes de Reales Audiencias, catedrales e
iglesias parroquiales, conventos, colegios, hospitales, etc. Existen numerosas
monografías que han profundizado las historias de muchos de estos edificios
y estudios que han aportado lecturas interpretativas desde enfoques espaciales
y temporales más amplios. El resultado es una vasta bibliografía que permite
que hoy la atención de los investigadores esté en condiciones de centrarse en
otras cuestiones que todavía no han podido ser abordadas con el mismo grado
de sistematicidad.
Menos indagado, en cambio, ha sido el otro vasto campo de experiencias
arquitectónicas que han tenido y tienen lugar en la ciudad: el de los espacios
domésticos construidos para satisfacer la demanda de vivienda de los diver-
sos grupos de población y cuya asociación tuvo una incidencia decisiva en
la configuración del tejido y paisaje urbanos. En este caso, los estudios más
tempranos se centraron en los ejemplos más prestigiosos por las características
de su construcción y de su ornamentación (Casa de los Azulejos en México,
Casa del Alfeñique en Puebla, Palacio de Torre-Tagle en Lima, Casa del Moral
en Arequipa, por citar sólo algunos). Ejemplos que permiten lecturas singulares
de arquitecturas que por su morfología y estilemas pueden relacionarse con las
obras institucionales y que en muchos casos condujeron a la formulación de
estereotipos que simplificaban el tiempo hispano-colonial haciéndolo coinci-
dir con uno de sus períodos paradigmáticos, generalmente la segunda mitad
del siglo XVIII. Ejemplos representativos de la vivienda de elite, producidos
generalmente en un tiempo tardío, fueron propuestos como la imagen de la
vivienda colonial.
Las residencias de mayor jerarquía, así como las obras significativas de la
arquitectura institucional, forman parte de conjuntos más complejos y amplios
en los que la vivienda es el elemento sustancial. El gran conjunto de viviendas
entre las que emergían o emergen esos ejemplos puntuales, sólo recientemente
han sido objeto de estudios sistemáticos. Precisamente, en la introducción a su
estudio sobre Puebla, Dirk Bühler señala que todavía son pocas las monografías
dedicadas a la arquitectura de una ciudad concreta en las que, además de las
condiciones macrourbanas, se considere el tema general de la vivienda y sus

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circunstancias técnicas y sociales. Pueden detectarse, sin embargo, algunas
investigaciones que se interesan en estudiar las características regionales de la
arquitectura doméstica y la contribución de arquitectos y artesanos locales,
a diferencia de la historiografía tradicional que buscaba encontrar filiaciones
y modelos para la arquitectura latinoamericana en Europa, especialmente en
España y en Flandes.
Las últimas décadas también han supuesto una revisión de esos abordajes y se
han generado investigaciones sobre casos particulares que permiten desarticular
muchos de los enunciados de la historiografía tradicional, profundizando las
lecturas, complejizando la cuestión e incorporando otros problemas.
Entre los primeros trabajos puede mencionarse Historia de la casa urbana
virreinal en Lima (Harth-Terré y Márquez Ambato, 1962) y Arquitectura do-
méstica: Cartagena de Indias (Téllez y Moure, 1982), pero es a partir del trabajo
pionero de La casa cusqueña (Gutiérrez, Azevedo de, Viñuales, Azevedo de y
Vallín, 1981b) que se ofrece por primera vez una lectura sistemática y una in-
terpretación integral de la vivienda en relación con los procesos más complejos
de la historia de la ciudad y de su constitución física.
Pueden mencionarse también otras publicaciones muy importantes como:
Historia de la vivienda y de los asentamientos humanos en Bolivia (Teresa
Gisbert, 1988), Potosí, catalogación de su patrimonio urbano y arquitectónico
(Teresa Gisbert y Luis Prado), La vivienda urbana en Chile durante la época
hispana (Sahady, Duarte y Waisberg, 1992), La casa de la ciudad de México
(Ayala Alonso, 1996), La casa cubana (Duverger y Moreno, 1999), Trinidad
de Cuba (Santana, Angelbello y Echenagusía, 1996), Puebla (Dirk Bühler,
2001), Arquitectura de la casa cubana (VV. AA, 2001), La casa virreinal cus-
queña (San Cristóbal, 2001) y Arquitectura doméstica en la Ciudad de los Reyes,
Perú. 1573-1750 (Crespo, 2006).
El aporte de estas investigaciones, producidas fundamentalmente en las
tres últimas décadas, supone un avance notable acerca del conocimiento de
la ciudad hispanoamericana. Su interés está directamente vinculado con el de
alcanzar una comprensión más profunda de la historia urbana como un proceso
con diferentes niveles de construcción. El nivel en que se genera la arquitectura
doméstica es de una gran complejidad no sólo espacial sino también en lo que
se refiere a los factores que confluyen en su configuración: formas de habitar
que atienden desde lo funcional a la representación social; tecnologías y mo-
dos de producción constructiva en los que intervienen los propios usuarios,
artesanos constructores y, excepcionalmente en el período colonial, técnicos
y profesionales; también gestos de relación con la ciudad, tensionados entre
la intimidad y la apertura al espacio público. En la reiteración de las singula-
ridades que significan cada una de las viviendas de una ciudad pueden leerse
respuestas generadas colectivamente y compartidas socialmente.

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La amplia producción de este tipo de investigaciones no siempre está acom-
pañada de una gran difusión en el contexto hispanoamericano. Muchos inven-
tarios, relevamientos y estudios no alcanzan a ser publicados, y aquellos que
tienen la posibilidad de ser editados como libros o como estudios monográficos
dentro de otras publicaciones, suelen ser de difícil acceso fuera de sus países
(y aun ciudades) de origen. Por lo tanto, existen todavía muchas dificultades
para intentar lecturas e interpretaciones integradoras de un sistema espacial
y cultural que se segmentó a partir del siglo XIX, no sólo políticamente sino
también en la red de relaciones que lo configuraban durante el tiempo colonial.
Para superar estas discontinuidades en los circuitos de comunicación y difusión
del conocimiento es fundamental el trabajo La vivienda en Iberoamérica. Siglos
XVI-XIX. Aportes para el estudio de la casa con patios. Bibliografía (Gutiérrez y
Radovanovic, 1999) que proporciona un listado muy completo para orientar
la búsqueda bibliográfica sobre el tema de la arquitectura doméstica.
Sobre el caso particular de la arquitectura doméstica argentina todavía es muy
escasa la bibliografía disponible. Hace más de medio siglo José Torre Revello
se ocupó del tema específicamente en sus trabajos sobre La casa y el mobiliario
en el Buenos Aires colonial (1945) y La casa en el Buenos Aires colonial (1952),
con un enfoque que pospone lo arquitectónico ante aspectos del equipamiento
doméstico. En la misma línea podríamos mencionar Vivienda y mobiliario en
tiempos del Virreinato (José María Peña, 1976). En su breve trabajo sobre La
casa colonial porteña (1984) Manuel Augusto Domínguez propuso una clasi-
ficación tipológica que tiene el mérito de intentar una lectura más amplia de
la arquitectura doméstica, aunque sustentada sólo en fuentes éditas.
Entre los autores que aportan desarrollos conceptuales en torno a la cuestión
de la vivienda, puede mencionarse en especial a Diego Lecuona, quien plantea
un marco teórico para el estudio del uso de la vivienda y la familia colonial en
“Hacia una teoría de la vivienda a través de los usos familiares” (1977). Por su
parte, Alberto de Paula (1987) en su artículo “Rasgos de identidad en la arqui-
tectura rioplatense (siglos XVI al XIX)” propone una lectura de los procesos
regionales en la producción arquitectónica que resulta esclarecedora para ubicar
a los que se refieren específicamente a la vivienda colonial.
También se han producido algunas monografías breves publicadas en revistas
especializadas que aportan enfoques novedosos sobre cuestiones particulares
de la vivienda: “La estructura ocupacional de Buenos Aires y la conformación
de una elite urbana (1744)” (Guerin et al., 1988), “La casa de patios y la le-
gislación urbanística. Buenos Aires a fines del siglo XVIII” (Novick y Giunta,
1994), “Afroporteños propietarios de terrenos y casas (1750-1810)” (Rosal,
1988), “La casa colonial porteña. Notas preliminares sobre tipología y uso de
la vivienda” (Schável-zon, 1994) y Casas virreinales 1782-1804 (Arias Divito
y Gutiérrez, 1997).

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En Santa Fe, el acercamiento a la arquitectura colonial iniciada por Jorge
Mario Furt en Arquitectura de Santa Fe (1939) y Hernán Busaniche en Arqui-
tectura de la Colonia en el Litoral (1941), representó una significativa y primera
valoración de obras que todavía se mantenían en pie, aunque haciendo uso
de un muy acotado soporte investigativo documental. Más tarde Catalina
Pistone en “El arte en Santa Fe (siglos XVII, XVIII y XIX)” (1973) se propuso
una tarea de indagación en fuentes documentales de mayor alcance, en un
momento en que buena parte del patrimonio arquitectónico colonial que se
había conservado durante la primera mitad del siglo XX ya había desaparecido
por efecto de demoliciones. Sin embargo, los problemas de aproximación a
la arquitectura doméstica quedaron sin resolver en un trabajo en el que la
consideración de unos muy pocos casos no permitía una real comprensión
de la espacialidad de la vivienda santafesina. Por esos años Agustín Zapata
Gollan publicó su libro La urbanización hispanoamericana en el Río de la Plata
(1971) y sus excavaciones arqueológicas en Santa Fe la Vieja le permitieron
aportar un conocimiento sobre un tipo de vivienda que en el siglo XVII fue
elemento constitutivo básico del espacio urbano. Por nuestra parte hace más
de dos décadas publicamos en DANA (Documentos de Arquitectura Nacional
y Americana Nº 20) el artículo Tres tipos de viviendas santafesinas durante el
dominio hispánico (1985), en el que intentamos una primera aproximación a
la arquitectura doméstica de enfoque tipológico.

La arquitectura doméstica santafesina

Desde los primeros trabajos de Furt y Busaniche hasta la actualidad, la inves-


tigación sobre la vivienda santafesina ha tenido que superar el déficit generado
por la escasa pervivencia de ejemplos y su continuada destrucción. Hoy, la
conservación de sólo tres de ellos, mutilados y descontextualizados, ofrece un
punto de apoyo muy débil para la investigación y para la interpretación del
espacio doméstico, con el riesgo de generar imágenes distorsionadas.
Puede decirse, sin embargo, que las dificultades ofrecidas por el caso san-
tafesino son compartidas por las demás ciudades argentinas, que han sufrido
idénticos procesos de sustitución y renovación de su tejido colonial. En todos
los casos, la desaparición de la arquitectura doméstica ha estado acompañada
por un proceso de generación de imágenes idealizadas y se ha instalado un
estereotipo de “vivienda colonial”, definido básicamente por la sucesión de
patios vinculados por zaguanes. Sin embargo, esa imagen convencional, difun-
dida ampliamente por la historiografía de mayor divulgación, se desvanece al
ser cuestionada desde un conocimiento construido mediante investigaciones
sistemáticas y rigurosas que permiten intuir realidades espaciales muy dife-
rentes para la arquitectura y la ciudad.

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Tal como lo hemos adelantado, creemos necesario insistir en uno de los pro-
blemas más serios para poder abordar una lectura de la arquitectura doméstica
de Santa Fe: el objeto de lectura –la ciudad colonial– no ha permanecido en
el tiempo; su materialidad y consistencia física han desaparecido. El espacio
urbano y sus componentes han sido destruidos, alterados o resignificados;
se mantiene la traza con algunas alteraciones y el parcelario con huellas que
remiten al repartimiento originario o a subdivisiones tempranas, pero de su
tejido y del paisaje urbanos coloniales sólo se conservan fragmentos descontex-
tualizados. Simultáneamente, se ha producido la sustitución de su materialidad
y de su espacialidad por imágenes convencionales, producto de la idealización
o resemantización de las huellas materiales que hoy emergen en un contexto
urbano diferente al de su pertenencia originaria.
Hasta ahora los escasos estudios que la historiografía santafesina dedicados
a la arquitectura doméstica han estado limitados por este factor y se han cons-
truido generalizaciones desde imágenes parciales y registros asistemáticos.
Las fuentes materiales para el estudio de la arquitectura doméstica santafesina
se agrupan en dos lugares: las estructuras excavadas en el sitio arqueológico
de Santa Fe la Vieja y los restos de viviendas coloniales que perduran en el
contexto del tejido de la ciudad actual.
El sitio de Santa Fe la Vieja, excavado a partir de 1949 por Agustín Zapata
Gollan, presenta un conjunto excepcional de estructuras arqueológicas co-
rrespondientes a los cuerpos principales de viviendas de españoles y criollos
de la elite. Con el complemento de la investigación en las fuentes históricas
documentales se pueden identificar los propietarios de varias de ellas: Alonso
Fernández Montiel, Francisco de Páez, don Cristóbal de Garay, Manuel Ra-
velo, escribano Juan de Cifuentes, maestro Pedro Rodríguez de Cabrera, Juan
González de Ataide y algunos más. Otro conjunto de estructuras, aunque no
se ha podido establecer la identidad de sus propietarios, igualmente propor-
ciona información sobre las características arquitectónicas de las viviendas a
las cuales pertenecieron. Todas las estructuras son de tierra cruda, construidas
mediante la técnica de la tapia, y se conservan restos de tejas en aquellas que
estuvieron cubiertas con este material.
En la ciudad actual, pueden leerse huellas de la parcelación del período
hispánico, en propiedades que en los dos últimos siglos han continuado su
proceso de subdivisión y densificación. Y dentro del tejido contemporáneo
permanecen sólo tres ejemplos de arquitectura doméstica, muy incompletos
y descontextualizados (Ilustración 0.1). Dos de ellos han sido declarados Mo-
numentos Históricos Nacionales y pertenecen al Estado: la casa de los Díez de
Andino (sede del Museo Histórico Provincial) y la casa de los Aldao (sede de
la Junta Provincial de Estudios Históricos). El tercer ejemplo, casa de Leiva,
continúa siendo utilizado como vivienda y es propiedad privada. Podríamos
agregar, finalmente, la casa del brigadier Estanislao López que tiene su origen

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en el período poscolonial y tuvo grandes modificaciones en la segunda mitad
del siglo XIX.
Para poder abordar la cuestión, la primera tarea que encaramos fue, por lo
tanto, la de reconstituir el objeto mediante un relevamiento exhaustivo que
permitiera indagar y proponer una construcción histórica del parcelario y de
su subdivisión, del proceso de ocupación de los solares, de la conformación de
tipos de viviendas, del tejido que constituyeron y de la imagen que generaron
en el caso particular de Santa Fe.
Las fuentes planimétricas son muy escasas y las representaciones urbanas
atienden a intereses muy definidos, en general ajenos o tangenciales a nuestro
propósito. En el momento de la fundación, Garay señaló y distribuyó los
solares según era práctica en las ciudades hispanoamericanas dando origen a
la propiedad urbana en Santa Fe. El pergamino en que se dibujó la traza ya se
había perdido o se había deteriorado hasta su destrucción en la primera mitad
del siglo XVII; cuando se decidió mudar la ciudad hubo que realizar un nuevo
plano con las modificaciones producidas en la propiedad hasta ese entonces. El
relevamiento realizado durante la mudanza, entre 1652 y 1660, tampoco se ha
conservado. El intenso uso a que estuvieron sometidos estos planos durante el
período colonial explica que en la mayoría de las ciudades americanas éstos han
desaparecido; ellos eran una fuente permanente de consulta por parte de las
autoridades capitulares ante cada solicitud y otorgamiento de merced, y sobre
el mismo soporte se continuaron haciendo anotaciones y trazos que indicaban
ese tipo de cambios. Los planos urbanos que se conservan son tardíos y sus
características gráficas responden a los diversos objetivos para los que fueron
dibujados. Sólo uno de ellos pertenece al período hispánico (1787); otros tres
planos (1811 y 1824) corresponden a los primeros años de la emancipación
pero representan un estado de situación que todavía puede caracterizarse como
colonial, y el último data de 1853, cuando la ciudad ya está en vísperas de
una transformación profunda en su tejido y paisaje.
Se conocen solamente dos planos históricos de viviendas, ejecutados dentro
de la cronología del período estudiado: el plano de la casa de Zabala (Ilustración
0.2) y el de la casa de don Joaquín Maciel (Ilustración 0.3), ambos de la segunda
mitad del siglo XVIII. El primero es sólo un esquema, mientras que el segundo
es un dibujo, con errores espaciales, que evidencia ciertos conocimientos de
los códigos de representación utilizados en esa época. Podríamos agregar una
pequeña propiedad que luego de ser vivienda fue destinada a Casa de Ejercicios
de la Compañía de Jesús y en ese carácter fue relevada junto con otras propie-
dades en el momento de la expulsión de la orden, y un bosquejo de la casa de
Petrona Piedrabuena, ya de las primeras décadas del siglo XIX (Ilustración 0.4).
De finales de este siglo es un plano que representa una propiedad suburbana, la
Aduana Vieja, que originariamente había sido quinta de José de Tarragona.

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De principios del siglo XX es un conjunto importante de planos de viviendas
coloniales que fueron elaborados en el momento en el que en ellas se introdu-
jeron instalaciones de agua corriente y servicios cloacales. Este registro forma
parte del archivo de lo que fue Obras Sanitarias de la Nación, posteriormente
Dirección Provincial de Obras Sanitarias y actualmente Aguas Provinciales. Son
planos que suelen ofrecer una representación un tanto esquemática, atendiendo
exclusivamente al propósito de la aprobación de la obra por parte del organismo
técnico; es así como en muchos casos los espesores de muros no corresponden a
los reales, pero ante la demolición de las viviendas han adquirido un alto valor
documental y nos permiten reconstruir algunas de sus plantas.
A los fines de poder sortear estos condicionantes, el estudio de la propie-
dad raíz surgió como la alternativa más apropiada, que nos permitió volver
a construir, desde el conocimiento y mediante procedimientos sistemáticos,
la integridad perdida por mutilaciones y fraccionamientos de las pocas casas
supérstites y, muy especialmente, los planos de un conjunto importante de
viviendas que formaban el desaparecido tejido de conexión de esos escasos
vestigios materiales subsistentes. Para lograr estas reconstituciones nos hemos
fundado en un trabajo exhaustivo de relevamiento e interpretación de docu-
mentos de la época, en su gran mayoría textos y, como hemos comentado,
sólo mínimamente gráficos.
Las fuentes documentales se concentran básicamente en dos archivos locales,
el Archivo General de la Provincia de Santa Fe y el Archivo del Departamento
de Estudios Etnográficos y Coloniales. Se pueden agregar el Archivo de Tribu-
nales de Santa Fe, el Archivo General de la Nación y otros archivos provinciales.
El Archivo General de Indias por el carácter oficial de la documentación que
conforma la mayor parte de sus repositorios, conserva un conjunto mucho
menos importante de documentos relacionados con la arquitectura doméstica,
al menos con la rioplatense y santafesina.
La sección Actas de Cabildo del Archivo General de la Provincia contiene
información sobre las mercedes otorgadas a peticionantes de tierras vacas o
fiscales, especialmente a partir de mediados del siglo XVIII, momento en el
que se produce la expansión de la población urbana, hacia tierras de extramuros
fuera de la traza fundacional. También ofrece referencias acerca de las medidas
urbanas adoptadas por el cuerpo capitular en relación con los espacios públicos
y a determinadas restricciones de la propiedad privada. La sección Contadu-
ría del mismo archivo, conserva algunos embargos a funcionarios reales en
los que se incluyen propiedades urbanas de carácter doméstico, trabajos de
mantenimiento y enajenaciones de las mismas.
La documentación conservada en el Archivo del Departamento de Estu-
dios Etnográficos y Coloniales, se agrupa en dos series: Expedientes Civiles y
Protocolos de Escribanos.

19
Los expedientes judiciales civiles contienen información de diversa índole,
de acuerdo a los motivos de los pleitos, que pueden estar referidas a cuestiones
de posesión de propiedades, falta de cumplimiento de contratos de construc-
ción, tasaciones e inventarios, sucesiones por herencia y otros documentos
que incluyen referencias sobre las viviendas.
Entre todos los documentos, sin embargo, las principales fuentes textuales
para reconstruir los catastros urbanos y territoriales son los protocolos nota-
riales en los que se asentaban los traspasos de propiedad y otras escrituras en
las que constan referencias sobre la arquitectura doméstica, principalmente:
ventas, donaciones, censos e hipotecas, testamentos y poderes para testar,
cartas dotales, otorgamientos de patrimonios y contratos (Ilustración 0.5).
Estas escrituras responden a fórmulas fijadas y reiteradas con escasas variantes,
que contienen un núcleo de información específica derivado del objeto del
contrato. Redactadas desde los intereses legales del momento y de los contra-
tantes, esa referencia es en la mayoría de los casos la única disponible sobre
los inmuebles arquitectónicos privados del período colonial.
Cabe aclarar que los registros notariales, en lo que concierne específicamente
a la información sobre construcciones domésticas, presentan particularidades
que derivan de las propias condiciones de producción de la arquitectura colo-
nial, que podemos caracterizar como empíricas y populares, excepcionalmente
profesionales. Además, los protocolos no estuvieron acompañados de registros
sistemáticos que hoy nos faciliten la localización espacial y la identificación
de las propiedades a las que se refieren las escrituras por lo que hemos debido
realizar una tarea de relevamiento sistemático y de ordenamiento de la infor-
mación, como paso previo a proponer cualquier forma de interpretación.
En general, la historiografía no ha enfrentado problemas similares y existen
pocos estudios publicados cuya metodología pudiera ser transferida a nuestro
caso. Entre los antecedentes se encuentran dos trabajos. Uno es la obra de
Carlos Luque Colombres para la propiedad raíz de Córdoba del siglo XVI
al XVIII (Luque Colombres, 1980). El otro, más importante para nuestro
propósito ya que se sitúa dentro de la historiografía arquitectónica, es el co-
nocido libro sobre La casa cusqueña de Gutiérrez, Azevedo, Vallín y Viñuales
(1981). Si bien en este último caso el objeto de estudio ha perdurado en el
tiempo y se ha mantenido hasta el presente, los autores diseñan una manera
de sistematizar la información que permite ser ordenada diacrónicamente en
relación con cada una de las unidades de vivienda analizadas.
En nuestro caso, tomando como base de referencia ambos trabajos, reali-
zamos una compulsa exhaustiva de toda la documentación disponible para
Santa Fe, desde 1610 en el caso de la documentación judicial y desde 1640
en el de la notarial; ambas fechas son tardías respecto a la fundación de la
ciudad pero la documentación anterior no ha llegado hasta la actualidad. Para

20
este relevamiento se optó por fijar como fecha tope el año 1852, que supera
en algunas décadas el período hispánico, entendiendo que la arquitectura y
la ciudad oponen una inercia que retardan los cambios, que por lo general se
suceden más rápidamente en el campo político e institucional.
A partir de la naturaleza de la documentación y de los intereses de nuestra
investigación, se determinaron las siguientes cuestiones que ordenaron el
relevamiento, relativas a las dimensiones de las unidades parcelarias, la lo-
calización de cada parcela en relación con la traza y con la unidad de tejido
(manzana), el valor económico de la propiedad, los usos, la forma de ocu-
pación del terreno, las características de los espacios construidos, abiertos y
semicubiertos, las materialidades y técnicas constructivas, la identidad de los
propietarios, las formas de traspaso de las propiedades, los modos de produc-
ción arquitectónica y todos aquellos otros datos (cuestiones de medianería,
pleitos por temas edilicios, identificación y caracterización de tasadores, etc.)
que pudieran complementar el conocimiento de cuestiones relacionadas con
la arquitectura doméstica.
Los datos relevados y organizados sistemáticamente nos han permitido ensayar
restituciones planimétricas del estado originario, no solamente de las únicas tres
viviendas de las que se conservan fragmentos en la actualidad sino también de
un centenar de aquellas que no han dejado ningún tipo de huellas materiales.
De esa manera, en los casos en que la documentación escrita pudo cotejarse
con documentación planimétrica histórica, se estuvo en mejores condiciones
de proponer una reconstitución hipotética más próxima a lo que fue. En otros,
la documentación escrita aporta datos sobre los locales, sus medidas, presen-
cia y tipo de aberturas, lo que permite proponer una aproximación gráfica.
Finalmente, hay casos en los que los datos son relativamente específicos pero
comparaciones analógicas con los mejor documentados nos proporcionan
mayores puntos de referencia para intentar reconstrucciones planimétricas.
Sabemos que la documentación sólo registra los cuerpos principales de
las casas, lo cual nos limita enormemente, salvo muy contados casos, para
recomponer los sectores de servicio, tan vitales como aquellos otros en la vida
doméstica. Aun así y haciendo esa salvedad hemos creído oportuno proponer
las reconstituciones de los planos que presentamos, ya que nos permiten dar
un salto cualitativo muy importante para analizar la vivienda en sí misma y
su repercusión en el tejido y paisaje urbanos.
A partir del objeto que hemos reconstruido documentalmente, tal como
lo hemos adelantado, nuestro interés es el de aportar a la comprensión de la
repercusión que tuvo la vivienda en la construcción de las identidades urbanas
de la América española, enfocando la cuestión sobre el caso específico de Santa
Fe en el Río de la Plata, analizado en forma exhaustiva y sistemática, con el
mayor grado de profundización posible desde todas las fuentes disponibles.

21
En el desarrollo de los diferentes capítulos de este libro, la arquitectura do-
méstica santafesina será descripta y tipificada atendiendo a diversas variables:
ocupación del suelo, distribución de espacios abiertos y cerrados, relación entre
espacios públicos y privados, modalidades tecnológicas, soluciones espaciales
y morfologías. A la vez, la interpretación de los procesos de conformación de
tipologías domésticas será abordada en una lectura articulada de sus indicadores
físicos, sociales y culturales.
En lo temporal, cubriremos un amplio arco desde los tiempos iniciales de
la ciudad en el último tercio del siglo XVI, hasta la emancipación america-
na a principios del siglo XIX, entendiendo que la lectura que proponemos
requiere abordar e interpretar fenómenos cuya gestación, configuración y
cambios sólo pueden ser leídos en procesos de larga duración. La inercia
física de la ciudad, de los modos de habitar y de las tradiciones constructi-
vas, nos induce a prolongar la lectura todavía a la primera mitad de siglo de
vida independiente y considerar algunas viviendas poscoloniales que ofrecen
elementos para reflexionar sobre los cambios producidos luego de la ruptura
con el estado español.
En lo espacial y como medio para verificar el papel desempeñado por la
vivienda en los procesos de construcción de la ciudad, abordaremos en un
primer plano de análisis el caso específico de la arquitectura doméstica san-
tafesina. La magnitud del espacio hispanoamericano y la escasez de estudios
sobre casos parangonables tanto desde el punto de vista del rango de ciudad,
como el de las fuentes históricas disponibles y de las metodologías de investi-
gación utilizadas, nos impide proponer un estudio de tipo comparativo.1 No
obstante, para una mejor comprensión e interpretación del caso santafesino,
en algunos momentos introduciremos, en un segundo plano de abordaje, la
consideración de otros casos seleccionados en función de su representatividad
de diversas situaciones del espacio colonial y de la disponibilidad de estudios
específicos suficientemente sistemáticos y rigurosos: Trinidad de Cuba, Puebla
de los Ángeles y Cusco. También estableceremos relaciones puntuales con otras
ciudades americanas que permiten completar o complejizar nuestra lectura:
La Habana, México, Panamá, Cartagena de Indias, Quito, Lima, Arequipa,
Salta, Córdoba, Buenos Aires y Asunción.
Asumiendo que la arquitectura doméstica conforma el elemento constitutivo
básico del tejido y el paisaje de la ciudad, hemos indagado sobre las variables
asociativas de los tipos de vivienda detectados en Santa Fe colonial y su reper-
cusión en la generación del tejido y paisaje urbanos de la ciudad.
A los efectos de un mejor ordenamiento hemos dividido el texto en tres
partes. Las dos primeras sitúan a la vivienda santafesina en su contexto espacial
y social (Primera parte) y lo describen según la clasificación tipológica que
proponemos (Segunda parte).

22
La Tercera parte está dedicada a analizar la arquitectura doméstica santa-
fesina desde diversos parámetros de abordaje, que van desde el suelo que le
sirve de soporte, hasta el mobiliario, pasando por el tipo de habitaciones y
de locales anexos, la infraestructura y los espacios abiertos de uso privado.
Se abordan también la materialidad, la morfología, las modalidades de
producción arquitectónica y la conformación de tradiciones artesanales y
constructivas que permitieron materializar diversas experiencias de habita-
ción. Las formas de tenencia y de traspaso de propiedad son consideradas
como cuestiones que aportan a la comprensión de la dinámica de la vivienda.
También se intenta penetrar en el conocimiento de las formas de habitar
el espacio doméstico por parte de distintos tipos de grupos familiares. Fi-
nalmente, luego de haber considerado la vivienda en sus diversos aspectos
físicos, constructivos, formales y normativos, se propone una lectura de la
arquitectura doméstica en su incidencia en el paisaje urbano y en la caracte-
rización de diversos sectores de la ciudad.

Nota
1
Algo similar apunta Dirk Bühler (Puebla. Patrimo-
nio de arquitectura civil del virreinato. München,
Deutsches Museum, 2001, p. 16) sobre la escasez
de estudios que permitan establecer relaciones
comparativas.

23
Ilustración 0.1

Ilustración 0.2

Ilustración 0.1. Plano del entorno de la Plaza de Mayo de Santa Fe con indicación de los
fragmentos de las tres casas coloniales que se conservan (Lacoizqueta o Aldao, Díez de Andino
y Leiva) y de una casa poscolonial (Brigadier López) (reconstrucción gráfica Luis María Calvo,
dibujo digital Cristian Cevallos).
Ilustración 0.2. Representación del plano de la casa de los Zabala entre las escrituras no-
tariales (archivo del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales (en adelante: DEEC),
Expedientes Civiles (en adelante: EC), tomo 47, f. 576).

24
Ilustración 0.3

Ilustración 0.4

Ilustración 0.3. Representación del plano de la casa de Petrona Piedrabuena entre las es-
crituras notariales (archivo del DEEC, tomo años 1829-34, f. 467 vuelto).
Ilustración 0.4. Plano de la casa de Joaquín Maciel (Archivo General de la Nación (en adelante
AGN), 37-2-5, Legajo 121, expte. 27).

25
Ilustración 0.5. Escritura de venta de una casa en 1682: “unas casas de vivienda que tengo
en la traza de esta ciudad que se compone de sala y dos aposentos cubiertos de teja con
más otro cuarto de teja, aposento y cocina, con más cuatro tiendas con sus aposentos y el
uno de ellos cubierto de teja y en ella una mesa de trucos y una atahona moliente y cor-
riente, huerta de árboles frutales, con las sillas y bufetes del adherente de dichas casas, que
todo ello está edificado en dos solares que por la parte del sur lindan con solar y casas del
capitán don Francisco del Monje y Ranchería de los padres de la Compañía de Jesús, y por el
norte calle real en medio con la parroquia del señor San Roque y solar y casas de Francisco
Noguera con lo demás que le pertenece de este a poniente” (archivo del DEEC, EP, tomo 5,
f. 817 vuelto).

26
Primera parte
El espacio santafesino

27
28
Capítulo 1
Santa Fe en el contexto
hispanoamericano y de la región

1. El ambiente natural

El territorio santafesino se encuentra dentro de la gran planicie Pampasia que


abarca toda la zona oriental de la actual Argentina, desde las zonas montañosas
del oeste hasta sus límites con Uruguay, Brasil y Paraguay. Esta planicie se ca-
racteriza por la nivelación de su suelo, con pendientes muy suaves que no dan
lugar a relieves. La ausencia de niveles notables en lo que fue históricamente
la jurisdicción de la ciudad de Santa Fe y posteriormente de la provincia de su
nombre, determina que los factores climáticos sean los que incidan sobre los
suelos y la vegetación y rompan la homogeneidad de la región. Es así cómo
se distinguen dos grandes regiones naturales que se recuestan al este sobre el
río Paraná: al norte el Chaco y al sur la Pampa.1
Chaco es una voz quechua que significa cacería o país de las cacerías, y designa
al amplio territorio boscoso que se extiende desde el eje fluvial Paraguay-Paraná al
este, hasta el pie de las sierras subandinas al poniente. Es una extensa llanura sin
ningún tipo de alteración en su relieve, en la cual el clima posibilitó la formación
de espesos bosques, especialmente de quebrachos. Pampa es otra palabra de ori-
gen quechua que sirvió para designar las dilatadas llanuras sin árboles, cubiertas
permanentemente por pastos, que se extendían desde el Río de la Plata hacia el
oeste y que hoy tiene un uso restringido a una región geográfica.
Entre el Chaco y la Pampa existe una amplia zona central de transición en
la que, justamente, se establecieron el primer asentamiento de la ciudad de

29
Santa Fe (entre 1573 y 1660) y el segundo (a partir de la última fecha) en el
que permanece hasta el presente.
Desde el punto de vista hidrográfico, la región se ubica en la cuenca del
Plata, una de las más grandes del mundo con 4.500.000 km2. Su principal
colector es el río Paraná, que marca el límite este de la provincia de Santa
Fe a lo largo de aproximadamente 800 kilómetros y que, en tiempos de la
colonia, cruzaba por la mitad, de norte a sur, la amplia jurisdicción asignada
a la ciudad de Santa Fe.
Desde el norte y hasta más al sur del paralelo 32º sur, la margen derecha del
río Paraná –sobre la que se estableció Santa Fe– es baja y anegadiza, y presenta
amplias islas aluvionales formadas por los materiales acarreados por el caudal
del río. En cambio, la margen izquierda, conocida en tiempos coloniales como
la otra Banda, presenta altas barrancas.
Un amplio sistema de arroyos y ríos se forma por los desbordes producidos
por el Paraná en las épocas de crecientes y por sus filtraciones en terrenos no
muy compactos. Esos arroyos y ríos, a su vez, corren paralelos al Paraná en
dirección norte-sur y le devuelven las aguas. El principal de ellos es el río San
Javier, que corre por una falla paralela al Paraná. Un sitio a orillas del San
Javier fue el elegido por Juan de Garay para fundar Santa Fe, sobre el llamado
“albardón costero” que se había formado por el depósito arenoso de sucesivos
desbordes del Paraná, en una franja que tiene un ancho variable entre los 2
y 8 Km.
Otro curso de agua, de poco caudal pero importante en la geografía y en la
historia santafesina es el río Salado. Este río ingresa en la jurisdicción de Santa
Fe a los 29º 30´ de latitud Sur y luego de correr unos 150 Km en dirección ha-
cia el este, encuentra una falla de dirección norte-sur por la que sigue corriendo
hasta desembocar en el Paraná al sur de la actual ciudad de Santa Fe.
Justamente, luego de la mudanza en 1660, la ciudad se instaló en una zona
interfluvial entre el valle del río Salado y el desagüe de la Laguna Grande de los
Saladillos (más tarde Setúbal o de Guadalupe) que ocupa parte del paleocauce
del río Paraná (Ilustración 1.1).
En sus dos sitios, la relación de la ciudad con el río fue una constante y una
condición estratégica para su carácter de puerto y encrucijada de caminos. En
ambos casos los sitios elegidos superaban las cotas de inundación, pero sus en-
tornos inmediatos eran y son afectados por los desbordes producidos durante
las periódicas crecientes del Paraná y, menos asiduamente, por las del Salado.
La fertilidad del territorio santafesino fue causa de asombro desde los tiempos
de los primeros conquistadores a principios del siglo XVI.
La presencia española en la época colonial y los posteriores establecimientos de
europeos en el período independiente modificaron el ambiente y el paisaje natu-
ral, especialmente con la tala de bosques en el Chaco y la agricultura y forestación

30
en la Pampa. Del mismo modo, la fauna descripta por los primeros cronistas se
vio alterada, llegando en algunos casos a la extinción o riesgo de desaparición de
animales autóctonos como los venados (ciervos de las pampas y de los pantanos),
los lobos y raposos (zorro gris de la pampa, aguará guazú, comadrejas overa y
colorada), los avestruces (ñandúes) y los tigres (yaguaretés). Como contrapartida,
la introducción de fauna europea –vacas, caballos, cerdos, ovejas– modificó el
ambiente y la ecología, generando un nuevo y diferente paisaje.

2. Los primeros asentamientos españoles


en el Río de la Plata y la fundación de Santa Fe

Desde la tercera década del siglo XVI, el litoral fluvial de la actual República
Argentina (vinculado estrechamente con el área paraguaya) fue explorado
casual o intencionadamente por diversas expediciones españolas, algunas de
las cuales concretaron asentamientos y fundaciones de corta vida: el fuerte de
Sancti Spíritus (por Sebastián Gaboto en 1527), el puerto de Buenos Aires
(por don Pedro de Mendoza en 1536) y los fuertes de Corpus Christi y de
Buena Esperanza (1536).
El abandono definitivo del puerto de Buenos Aires concentró en el Para-
guay a los hombres entrados con Mendoza. Desde entonces y durante cuatro
décadas Asunción del Paraguay se mantuvo como único enclave en la región
y centro de diversas expediciones que continuaron buscando el acceso a zonas
ricas en bienes metálicos. Cuando se desvanecieron las esperanzas de acceder
a la Sierra de la Plata (en la actual Bolivia) –perseguida desde los tiempos de
Gaboto–, y de encontrar caminos fácilmente viables hacia el Perú, se optó por
una nueva estrategia de poblamiento sintetizada en la conocida expresión de
“abrir puertas a la tierra”.
Santa Fe fue la primera etapa cumplida para concretar esa política, que abriría
comunicación entre el Paraguay y la salida del Río de la Plata, por vía fluvial,
y con las provincias del Tucumán y Cuyo por vía terrestre (Ilustración 1.2).
Como consecuencia, se inició el proceso de consolidación de la presencia
de España en la región litoral del actual territorio argentino. A partir de ese
momento, el poblamiento de la región adquirió la dinámica ya experimentada
por la conquista y colonización en otras partes del continente americano. Así
fue como a su fundación más tarde se agregaron las ciudades de Buenos Aires
(1580) y Corrientes (1588), con las que se terminó de estructurar la presencia
española en el corredor fluvial del Paraná.
Santa Fe significó, además, que el actual litoral argentino y el Paraguay se
incorporaran definitivamente a las políticas y praxis de poblamiento instru-
mentadas para el resto del continente. Cuando Juan de Garay bajó a fundarla,

31
traía consigo la experiencia urbanística ensayada desde principios de siglo por
otros conquistadores, consagrada ese mismo año por Felipe II en sus “Nuevas
Ordenanzas de Descubrimiento, Población y Pacificación de las Indias”.
En una carta al Consejo de Indias, Garay (más tarde también fundador de
Buenos Aires) expuso que la resolución de fundar un pueblo en estas provincias
se hizo “por el calor que yo puse en decir que abriésemos puertas a la tierra y
no estuviésemos cerrados, que se presumiría que queríamos usurpar la tierra
a vuestra Alteza”.2 Y en su carta al rey, escribió que Santa Fe fue poblada a su
costa y la de los pobladores que con él vinieron “por donde empezó esta tierra,
que tan cerrada estaba, a tratar con los reinos del Perú”.3
El acto fundacional se concretó el domingo 15 de noviembre de 1573 en la
margen derecha del río Paraná, sobre uno de sus brazos llamado entonces río
de los Quiloazas o río Dulce (hoy San Javier) y separada del cauce principal de
aquél por un sistema de islas. Las tierras altas del albardón proporcionaron el
sitio para la traza y para el repartimiento de las tierras de labor o chácaras. La
posibilidad de una mudanza ya fue prevista por Garay en el acta de fundación,
facultando al cabildo para que tomara ese tipo de decisión. A mediados del
siglo XVII, los santafesinos consideraron necesario recurrir a esa posibilidad
y la ciudad fue trasladada a su actual emplazamiento con el nombre de Santa
Fe de la Vera Cruz, sin que mediara una nueva fundación.

3. Sentido estratégico de la elección del sitio

El eje Asunción-Corrientes­-Santa Fe-Buenos Aires, establecido a lo largo del


corredor fluvial de los ríos Paraguay y Paraná, estructuró la ocupación española
en la región. En ese contexto Santa Fe cumplió un papel clave desde sus inicios:
ubicada en la margen occidental del Paraná, sirvió de punto de comunicación
entre esa ruta y las vías terrestres que se internaban en la región del Tucumán
(actualmente Córdoba y noroeste argentino) para llegar a Cuyo y el Reino de
Chile rumbo al oeste o al Alto Perú y Perú hacia el noroeste.
La circulación de personas y mercaderías desde el Paraguay al Perú pasaba
por Santa Fe otorgándole el carácter de enclave comercial, sostenido empe-
cinadamente a pesar de las dificultades que ofrecía su relación conflictiva
con los aborígenes del entorno. A la vez puerto vital y ciudad de frontera,
ambas condiciones significaron factores antagónicos que tensionaron sus
procesos históricos.
A mediados del siglo XVII diversas razones (ambientales, bélicas, comercia-
les), provocaron el traslado a un sitio ubicado quince leguas hacia el sur y el
abandono definitivo del emplazamiento fundacional. La historia se reanudó
en su nueva localización con caracteres de continuidad respecto a lo jurídico,

32
institucional, poblacional, social y económico. También respecto a lo urba-
no y constructivo, prosiguiendo el proceso de configuración de tradiciones
en la producción arquitectónica y en las experiencias espaciales que habían
comenzado a desarrollarse en los tiempos iniciales. Los trabajos y las fatigas
de sus pobladores configuraron el espacio urbano por medio de los edificios
significativos de la vida pública, civil y eclesiástica, y de las viviendas para la
habitación familiar.
Conectada desde su fundación con las otras ciudades de las regiones vecinas,
Santa Fe no sólo fue un enclave de comunicaciones sino también un factor de
transformación y ordenamiento del amplio territorio de su jurisdicción. Los es-
tablecimientos de campo, los pueblos de indios y las poblaciones que surgieron
alrededor de capillas rurales fueron el sostén de una nueva modalidad espacial
de ocupación del territorio. Durante todo el período hispánico la ciudad, centro
de esa constelación de asentamientos dispersos y pequeños, se constituyó como
única experiencia urbana de la jurisdicción de su dependencia.

4. Entre la dinámica del comercio


y la condición de ciudad de frontera

Su localización estratégica para el mantenimiento del orden territorial en toda


el área rioplatense convertía a Santa Fe en baluarte que defendía a Buenos Aires
de las incursiones de grupos aborígenes que bajaban del Chaco. La zozobra y la
guerra no sólo restringieron el efectivo dominio del territorio circundante sino
que en algunos períodos mantuvieron a la población al borde de abandonar
sus propiedades urbanas y rurales. La mudanza de la ciudad ocurrida a me-
diados del siglo XVII, se renovó como una alternativa posible de subsistencia
a principios del XVIII aunque no llegara a concretarse.
Como ya lo hemos mencionado, desde su fundación la ciudad tuvo el
carácter de encrucijada y enclave comercial, de nodo conector de las rutas
del Paraguay, el Río de la Plata y el Tucumán. Esta circunstancia atrajo la
migración regional y peninsular, y determinó que los diferentes estamentos
de la sociedad local tuvieran una actitud abierta, dispuesta a incorporar a los
recién llegados.
Juan Carlos Garavaglia se ocupa de la lucha que durante siglo y medio se
entabló entre Santa Fe y Buenos Aires por la preeminencia en el comercio de
la yerba mate. Durante el siglo XVIII, dentro de la trama del mercado interno
colonial vinculado con el Perú, este autor dice que “Santa Fe era indiscutible-
mente el centro más importante de redistribución de la yerba”. La presencia de
comerciantes foráneos (fundamentalmente cordobeses, tucumanos, salteños y
altoperuanos), que llegaban hasta Santa Fe, ha quedado registrada en numero-

33
sos contratos de fletamentos de mercaderías, que activaban la economía local
y que demandaban la organización de arrierías, la construcción de carretas y
la disponibilidad de casas y de almacenes para alquilar (Garavaglia, 89/90).
En 1674 el presidente de la Real Audiencia de Buenos Aires describe a
Santa Fe diciendo que “es escala del Paraguay adonde bajan las barcas y balsas
de yerba, tabaco y azúcar y demás géneros de aquella Provincia. Y por esta
razón es frecuentada por mercaderes del Perú, Reino de Chile y Provincia del
Tucumán” (Garavaglia, 398).
Otra de las fuentes de riqueza de Santa Fe fue su condición de centro
proveedor de ganado vacuno y mular. Las vacas, en general cimarronas, eran
conducidas hacia las ciudades del norte, Salta y Jujuy, donde invernaban y
recuperaban su peso antes de continuar hacia la feria de La Lava, próxima
ya a Potosí o, como dice Garavaglia, hasta el mismo Cusco. Pero también el
mercado paraguayo demandaba el ganado vacuno que proporcionaban los
santafesinos. A diferencia de las vacas, criadas salvajes y luego cazadas, la cría
de mulas requirió de la organización de establecimientos rurales destinados
para su producción, especialmente en las estancias del Salado.
Garavaglia destaca una tercera actividad que fue de regular importancia para
los santafesinos, derivada precisamente del carácter de la ciudad como nexo
o bisagra entre la economía monetaria peruana y la desprovista de metálico
del Paraguay y Corrientes. Esa actividad fue la de la provisión de servicios de
flete. Los fletamentos acordados permitieron a los santafesinos desarrollarse
como carreteros en el transporte de yerba, tabaco y azúcar de origen paragua-
yo con destino a Santiago, Salta o Cuyo y, a la inversa, de vino, aguardiente
y frutas secas cuyanas que ingresaban en el mercado del litoral y Paraguay
(Garavaglia, 399).
El flete dinamizaba la economía de amplios sectores de la sociedad santafesina.
Los principales empresarios pertenecían a la elite local que fue reconociendo las
ventajas que ofrecía la ciudad como centro articulador de regiones con econo-
mías, recursos y posibilidades diferentes. Nidia Areces señala como paradigmáti-
co en la segunda mitad del siglo XVII el caso de Antonio de Vera Muxica, quien
se conectó con el tráfico de yerba mate y participó de tratos de gran magnitud;
su presencia en Asunción como gobernador del Paraguay le proporcionó privile-
giadas relaciones con los sectores productores de yerba mientras que uno de sus
hermanos fue vecino de Potosí y tuvo una posición que le permitió vincularse
con las principales familias de esa ciudad. De esta manera, tal como lo destaca
Areces, Vera Muxica pudo establecer una red de alcance regional que triangulaba
a Santa Fe con el Paraguay y el Alto Perú (Areces, 2002).
Griselda Tarragó, por su parte, se ha ocupado de estudiar el caso de Bartolo-
mé Díez de Andino, a quien caracteriza como un “jefe sedentario de empresas”
que manejaba sus negocios desde Santa Fe, fundamentalmente a través de la

34
vía epistolar y por intermedio de socios, compañeros, paisanos, parientes y
conocidos (Tarragó, 1993/4). Los tres vértices estratégicos de la red estable-
cida por Díez de Andino estaban representados por Buenos Aires, Asunción
y Potosí. Santa Fe actuaba como centro de ese gran triángulo: la yerba del
Paraguay era vendida en Buenos Aires para conseguir efectos de Castilla que
entraban en el mercado interno, y la yerba y el ganado vacuno y mular que se
llevaban en pie a Salta, Jujuy y el Alto Perú, permitían captar el metálico que
era el objetivo principal de todo el circuito comercial.
Los santafesinos disponían de caravanas de carretas para el transporte de
mercaderías o construían almacenes y casas para el alquiler. Aunque no todas
las carretas eran santafesinas, Garavaglia estima que en las dos primeras dé-
cadas del siglo XVIII unas 350 hacían las travesías desde Santa Fe a Cuyo y
el Tucumán, cifra que para mediados de siglo aumenta a unas 700 unidades
(Garavaglia, 454/5).
Sectores de población intermedios ingresaban en el circuito prestando servicios
más modestos o abasteciendo bienes de consumo. En una última escala social
se encontraban numerosos indios santiagueños o paraguayos que bajaban hasta
Santa Fe. La mayor parte de los remeros que “hacían la carrera” de Asunción
a Santa Fe eran indios de Itá, Yaguarón y Los Altos, mientras que los peones
carreteros y arrieros eran conchabados entre mestizos y criollos de Buenos Aires,
Salta o el Alto Perú, mulatos o indios chilenos, santiagueños y correntinos.
El movimiento económico y el tráfico de mercaderías, por lo tanto, no sólo
movilizaban productos del mercado interno sino también hombres de las
más diversas procedencias y condiciones que afluían a Santa Fe y generaban
distintas demandas para su abastecimiento, sus actividades y su alojamiento.
Otra situación, no prevista en los planes fundacionales, fue que a lo largo
del período hispánico Santa Fe no abandonaría su carácter de ciudad de fron-
tera, casi en guerra permanente con los indígenas de su extensa jurisdicción y
periódicamente con el portugués de las colonias del Brasil.
En la década de 1710 a 1720 Santa Fe se vio asediada por grupos aborígenes de
origen chaqueño (mocovíes y abipones), que restringieron el territorio dominado
por los españoles y pusieron en riesgo la propia supervivencia de la ciudad. En
1724 se vio afectado el camino que unía Santa Fe con Santiago del Estero y en
1732 el que seguían las carretas desde Corrientes (Garavaglia, 399).
En coincidencia con estos conflictos, el puerto de Buenos Aires comenzó
a asumir un rol protagónico. Santa Fe intentó frenar su propia declinación
obteniendo una Real Cédula por la cual se le otorgó el privilegio de Puerto
Preciso que la convertía en escala en el tráfico regional, ya no espontánea
sino obligada e impuesta en contra de los deseos no sólo de los porteños sino
también de los asunceños.

35
El privilegio del Puerto Preciso reactivó la economía a mediados del siglo
XVIII, cuando también las paces con algunos grupos de abipones y moco-
víes y la fundación de algunas reducciones dieron cierta tranquilidad en la
frontera.
En las extensas tramitaciones, uno de los interrogatorios presentados por
el procurador de la ciudad expresaba que Santa Fe era “puerto de todo el
comercio de la Provincia del Paraguay, del de las doctrinas de los pueblos del
Paraná a cargo de los Reverendos Padres de la Compañía de Jesús y del de los
pueblos del cargo de los religiosos de nuestro seráfico Padre San Francisco,
y que a este puerto se conducen por el río barcas, barcos, balsas y canoas en
que se conduce y transporta todos los corpulentos frutos de dicha provincia
y pueblos y por tierra en carretas y carretones”. Califica además a la ciudad
como “escala y garganta por donde pasa todo el comercio del Perú, Reino de
Chile y Lima, como de todos los géneros de Castilla que se conducen en las
naos de registro de los Reinos de España al puerto de Buenos Aires”.4
Félix de Azara relata que este privilegio significaba la obligación de ser puerto
de descarga para todos los barcos del Paraguay que traían la yerba del consumo
de Buenos Aires y Chile, miel de caña, maderas, azúcar, algodón y tinajas, y
desde Santa Fe todo continuaba su viaje en carretas hasta sus destinos finales:
“Así, continúa Azara, esta ciudad era árbitro del comercio del río arriba y de
la conducción a otras partes”.
Por algún tiempo, los comerciantes santafesinos recuperaron su rol en el
mercado interno y esto se manifestó en la ampliación y construcción de casas
principales como las de Joaquín Maciel, Juan José de Lacoizqueta o Bartolomé
Díez de Andino.
En 1780, luego de la creación del virreinato del Río de la Plata, la supresión
del privilegio de Puerto Preciso cambió radicalmente las condiciones de la
economía santafesina. La decadencia golpeó a toda la sociedad y se manifestó
en la ciudad. Félix de Azara pasó por Santa Fe tres años más tarde y pudo
constatar que “ya se empieza a conocer bastante, que esta ciudad y su comercio
vayan en decadencia” (Ilustración 1.3).
A finales del siglo XVIII, mermado el comercio y perdida definitivamente la
condición de centro articulador del mercado interregional, la producción de
mulas para el mercado altoperuano se convirtió nuevamente en la principal
base económica de la ciudad y algunos miembros de la elite santafesina, entre
los que se destaca Francisco Antonio Candioti, supieron adaptarse a la nueva
circunstancia. La Revolución de Mayo, la disolución del orden colonial y la
anarquía que se sucedió afectaron profundamente a la ciudad de Santa Fe.
Los cambios políticos e institucionales de la primera mitad del siglo XIX no
estuvieron acompañados por una dinámica económica y social transformadora.
Hubo que esperar hasta mediados de siglo, cuando la organización nacional

36
y la sanción de la Constitución de 1853 introdujeron en todos los campos
profundas causas de transformación que se reflejaron en el ámbito urbano y
en la arquitectura doméstica.

Notas
1
Cfr.: Santa Fe: el paisaje y los hombres. Rosario, 4
Archivo General de Indias (en adelante: agi).
Editorial Biblioteca, 1971. Charcas 325, “Expediente relativo de las solici-
2
Carta de Juan de Garay al Consejo de Indias, tudes de la ciudad de Santa Fe de ser puerto para
Santa Fe, 20 de abril de 1582, en: Archivo General los barcos que bajan del Paraguay, 1726-1758”.
de la Provincia de Santa Fe (en adelante: AGPSF), Interrogatorio presentado por el procurador Pedro
Boletín nº 4-5, Santa Fe, 1973, pp. 67/72. de Mendieta y Zárate, sin fecha.
3
Carta de Juan de Garay al Rey, Santa Fe, 20 de
abril de 1582, en: Id., pp. 72/74.

Ilustración 1.1. Foto satelital de Santa Fe de la Vera Cruz y su entorno hidrográfico obtenida en
enero de 2000 (reproducida en “Santa Fe, primera ciudad-puerto de la Argentina”, p. 200).

37
Ilustración 1.2

Ilustración 1.3

Ilustración 1.2. Las regiones del Paraguay y el Río de la Plata en el mapa dedicado al padre Vice-
nte Carafa, circa 1647 (tomado de “Santa Fe, primera ciudad-puerto de la Argentina”, p. 53).
Ilustración 1.3. Organización administrativa de Sudamérica luego de la creación del virreinato
del Río de la Plata en 1776. Hasta ese momento Santa Fe formaba parte del virreinato del
Perú con capital en Lima y sede de la Real Audiencia en Charcas (tomado de D. Bayón y M.
Marx, Historia del arte colonial sudamericano, p. 11).

38
Capítulo 2
La ciudad

Los dos asentamientos de la ciudad

Tal como ya lo hemos señalado en el capítulo anterior, durante los dos siglos
y medio de dominio hispánico, la ciudad de Santa Fe se desarrolló en dos
sitios: primero en el elegido por el fundador en 1573 y a partir de 1660 en el
establecido por los cabildantes (Ilustración 2.1).
En el presente capítulo nos ocuparemos de caracterizar el ambiente urbano
y su estructura física en ambos asentamientos. Propondremos algunas lecturas
en diferentes momentos de su historia, potenciando especialmente aquellos
en que se cuenta con cartografía urbana y que dan cuenta de permanencias
y transformaciones.

1. Santa Fe la Vieja (1573-1660)

El domingo 15 de noviembre de 1573 Juan de Garay realizó formalmente la


fundación de Santa Fe que, tal como lo afirmó Zapata Gollan, fue la primera
ciudad urbanizada en el litoral de la actual Argentina. Desde sus orígenes, tuvo
una traza según el modelo que había consagrado la praxis fundacional española
en Indias. Jaime Salcedo resalta el hilo conductor de la traza en cuadrícula
que puede establecerse entre las fundaciones de Lima, Santa Fe y la segunda
Buenos Aires (Salcedo, 58/70).

39
La traza conformaba un rectángulo de once manzanas de norte a sur y seis
de este a oeste, con calles ortogonales de 12 varas de ancho que delimitaban
manzanas uniformes y cuadradas de 132 a 134 varas de lado. Garay respetó
la tradición que disponía que la plaza de las ciudades ribereñas debía ubicarse
a una cuadra de la orilla del litoral marítimo o fluvial, en este caso el río San
Javier o de los Quiloazas que por su conexión con el cauce principal del Paraná
actuaba como vía de comunicación en el circuito del mercado interno que
hemos descripto en el capítulo anterior.
En el reparto del suelo urbano se distinguieron dos tipos de manzanas:
aquellas que el fundador mantuvo enteras –las cuadras– y otras que dividió
en cuatro solares, para el uso de viviendas. Todo esto fue marcado en un plano
dibujado sobre un pergamino, según consta en el acta de fundación.

1.1. El área periurbana: las cuadras

Las manzanas del área peri urbana se dejaron enteras y fueron repartidas por el
fundador con el nombre de cuadras para que los vecinos cultivasen frutales.
Desde finales del siglo XVI la plantación de viñas parece haber sido el des-
tino más frecuente. Ya en la merced de una cuadra otorgada en 1599 a Juan
de Contreras se hizo constar que “es para que como tal la podáis plantar de
viña y otras arboledas que bien vistas os sean”.1 También otros documentos
permiten afirmar que antes de finalizar ese siglo los vecinos de Santa Fe habían
comenzado a plantar viñas.
Con las uvas de las viñas urbanas se producía un vino que el carmelita fray
Antonio Vázquez de Espinosa llegó a ponderar: “hay muchas viñas, de que se
hace cantidad de vinos de los mejores de aquella tierra” (Vázquez de Espinosa,
párr. 1823). El destino de esta producción era el de abastecer el mercado local
y también, en un principio, el de otras ciudades.
En 1639 el Cabildo se preocupó por la subsistencia de estas plantaciones
urbanas, prohibiendo la corta de cepas y vides bajo penas severas.2 Para esa
fecha ya podemos identificar algunas cuadras en las que se había abandonado
su cultivo, las cuales comenzaron a ser mencionadas como “cuadras desiertas”
o “cuadras que fueron de viñas”.
Fuera de los viñedos hubo cuadras, aunque pocas, plantadas con otras especies
frutales. Lucía de Lencinas fue dueña de una cuadra que tenía unos naranjos y
que llamaban de “Santa Lucía” y doña Juana de Solís fue propietaria de media
cuadra que había sido de viña y donde tenía plantadas unas higueras.
Los límites de estas cuadras, fueran desiertas o estuvieran cultivadas, solían ser
difusos, particularmente cuando varias de ellas pertenecían a un mismo dueño,
algunas estuvieron cercadas “de arboleda” y otras fueron rodeadas de zanjas.

40
La ocupación dispersa e irregular de las cuadras producía una gradual
transición entre el ámbito rural –el ejido y las chacras– y el urbano –el área
central de la ciudad.

1.2. El área central: los solares

El área central de la ciudad, entendida en términos funcionales y no geométri-


cos, ya que su núcleo era la Plaza ubicada a una cuadra del río, fue adjudicada
por el fundador en forma de solares. Al no haberse conservado el pergamino
en el cual el fundador dibujó este repartimiento, a través de papeles posterio-
res solamente podemos identificar los que fueron repartidos a Francisco de
Sierra, Feliciano Rodríguez, la media cuadra que se señaló para el adelantado
Ortiz de Zárate y la que se reservó el mismo Garay para su casa, además
de los terrenos destinados para el Cabildo y para la Iglesia Parroquial. Un
relevamiento exhaustivo de la documentación notarial nos ha permitido, no
obstante, reconstruir en buena medida el catastro de estas manzanas, espe-
cialmente para las décadas de 1640 a 1660, antes de producirse el traslado de
la ciudad (Calvo, 1991).
El carácter de este sector dependió, en primer lugar, de la ocupación efectiva
y de la densidad de uso de los terrenos y, en segundo, de la capacidad de lo
construido para definir con cierta claridad los límites entre los espacios privados
–viviendas, huertas– y los públicos –la Plaza y las calles– (Ilustración 2.2).
Nuestro interés es analizar, en particular, la unidad doméstica y su incidencia
en la configuración del tejido y paisaje urbanos por lo que dejaremos para más
adelante el tratamiento de estos aspectos. Por el momento nos interesa destacar
que el área central, al igual que en las demás ciudades hispanoamericanas, fue
el asiento del tejido residencial y, coincidentemente, de los principales edifi-
cios institucionales, civiles y eclesiásticos. En Santa Fe, en este sector además
del Cabildo y la Iglesia Parroquial o Matriz, se instalaron el convento de San
Francisco y más tarde el convento de Santo Domingo, la Compañía de Jesús,
el convento de La Merced y la iglesia parroquial de San Roque, dedicada a la
doctrina de “naturales”.

1.3. La Plaza

La primitiva Plaza de Armas, más tarde Plaza Mayor, Plaza Pública o simple-
mente Plaza (según denominaciones de los documentos de la época) se ubicaba a
una cuadra del río, en la posición descentrada que era de práctica en las ciudades
ribereñas (Lima, Buenos Aires, por ejemplo). Fue el único espacio abierto de ese

41
carácter que tuvo la ciudad y su importancia fue similar a la que asumió en todas
las ciudades hispanoamericanas, receptora de antiguas expresiones funcionales
y significativas de las más importantes civilizaciones precolombinas y también
del urbanismo europeo desde la Antigüedad hasta el Renacimiento.
En el caso de Santa Fe la jerarquía de la plaza como centro de la población
aparece enfatizada en el acta de fundación. Allí Garay señala una manzana
vacía para este efecto y registra el modo en que alza el rollo o picota, símbo-
lo de la presencia del poder real en tierras de calchines y mocoretás. Junto
al rollo realizó el gesto simbólico por el cual ratificaba la acción de fundar,
arrancando un puñado de pasto que tiró al aire y dando tres golpes sobre el
suelo con su espada.
El poder espiritual y el político estaban vinculados espacialmente a la plaza
desde el momento fundacional, ya que frente a ella se instalaron la Iglesia
Parroquial y las Casas del Cabildo. Cuando la Compañía de Jesús se instaló en
Santa Fe decidió hacerlo en uno de sus bordes, en una manifiesta demostración
de su presencia del mismo modo que lo hizo en el Cusco.
Al igual que en todas las ciudades hispanoamericanas, la Plaza fue el espacio
urbano por excelencia en el cual confluía toda la carga simbólica que le venía
desde la fundación, como lugar en cuyo entorno se alojaba la justicia, el poder
civil y la asistencia espiritual. Carente de equipamiento para el esparcimiento,
la plaza afianzaba su jerarquía en su capacidad para congregar a la población en
diferentes ocasiones y en las más variadas manifestaciones de la vida urbana:
el comercio ejercido por los mercaderes arribados de tierra adentro o por vía
fluvial, las muestras de armas convocadas por los tenientes de gobernadores
para salir en defensa de la ciudad, los pregones de ordenanzas o públicas almo-
nedas gritados a viva voz por algún “negro ladino”, las procesiones religiosas
en ocasiones festivas o impetratorias, los juegos de caña, de sortija y corridas
de toro que celebraban fechas señaladas de la lejana metrópoli. Todas éstas
eran ocasiones en que el vecindario se congregaba festiva o místicamente y
compartía el común destino que le alcanzaba en un medio modesto y escaso
de otros acontecimientos.
La superficie plana de la manzana que se había dejado libre para la plaza
precisaba de elementos permanentes que le dieran identidad. Las edificacio-
nes de su envolvente constituyeron sus límites visuales, con suerte dispar a lo
largo del tiempo.
A ocho décadas de vida urbana, al momento de producirse el traslado de
la ciudad, los solares de los bordes de la Plaza habían sido ocupados por los
mejores edificios que pudieron construirse en el ambiente santafesino, confor-
mando un recinto de límites bajos, en parte edificados y en parte constituidos
por cercas, entre los que se destacaban los volúmenes de la iglesia parroquial,
la jesuítica y el cabildo, este último más por su significación que por su pre-

42
eminencia física. En ese entonces, la plaza tenía definidos sus límites de la
siguiente manera: al norte, el solar de la Iglesia Parroquial con la casa del cura
párroco, lindero del terreno que había dejado el Cabildo en 1590 y que desde
entonces, durante décadas, permaneció vacío; al este, la iglesia de los jesuitas
con su colegio y la casa particular más importante, la que había sido de Garay
y luego de su yerno Hernandarias; al sur, el Cabildo y la casa de Francisco de
Paz (o Páez); y al oeste, las viviendas de dos familias principales, los Fernández
Montiel y los Cortés de Santuchos.

1.4. El paisaje urbano

Algunos poetas, viajeros y cronistas nos aportan comentarios de Santa Fe


la Vieja, escasos en representaciones espaciales, pero que tienen el valor de
reflejar impresiones desde sus subjetividades. La más antigua pertenece al
arcediano Martín del Barco Centenera, llegado en la armada del adelantado
Ortiz de Zárate. En su canto 18 del poema La Argentina (Lisboa, 1602) se
refiere a la ciudad que conoció cuando tenía poco tiempo de fundada. Sus
versos están empeñados en adquirir connotaciones de poema épico antes que
en proporcionar imágenes urbanas: “Estaba la ciudad edificada/ encima la
barranca, sobre el río/ de tapias no muy alta, rodeada/ segura de la fuerza del
gentío”. Allí tan sólo se trasluce el carácter de modesta ciudad-fuerte de los
tiempos iniciales, emplazada en el amplio mirador del albardón costero. La
seguridad del dominio ejercido sobre los pobladores nativos que allí se canta,
precisamente, significará el temprano abandono de esa imagen y su reemplazo
por la de una traza repartida según los cánones indianos.
Esa ciudad surge apenas se abandona el modelo de ciudad-fuerte, tal vez
antes de que se cumpla con los ritos tradicionales de las fundaciones. Y es el
origen de la imagen que recrea con prosa, antes estadística que descriptiva,
fray Antonio Vázquez de Espinosa en su libro Compendio y descripción de las
Indias Occidentales. Este fraile carmelita recoge noticias de Santa Fe en los
primeros años del siglo XVII, posiblemente antes de 1610, y aporta algunas
referencias breves pero precisas que le fueron proporcionadas por alguien que
conocía la ciudad, destacando particularmente su carácter fluvial (Vázquez
de Espinosa, párr. 1823).
Dos décadas más tarde, el padre jesuita Justo Van Suerck ofrece una visión
desesperanzada, aun en el modesto contexto general de las ciudades de la
región. Su carta data de 1629 y en ella comenta que en su viaje “a través de
las residencias situadas en medio de las indiadas, me fue preciso –dice– pasar
por Santa Fe, que es otra villa de españoles, situada como cien leguas al norte
de Buenos Aires y sobre la ribera del río Paraná. ¡Pobre gente! Perecerían de

43
hambre si no se ingeniaran en buscarse algunos bastimentos aunque casi todas
nuestras casas son igualmente pobres” (Van Suerck, 83/84).
La última imagen de Santa Fe la Vieja dejada por un viajero pertenece a Aca-
rette du Biscay, que la describe en 1658, cuando era ya inminente el traslado
definitivo, como “un pueblito que comprende veinticinco casas, sin murallas,
fortificaciones ni guarnición”. Agrega que “nada notable” hay en ella que di-
fiera de lo que había ya observado en Buenos Aires, por lo que no aporta otras
referencias descriptivas. El número de casas que menciona no se corresponde
con el que era necesario para alojar a la población, que puede calcularse por
lo menos en 200 vecinos quienes precisarían otras tantas viviendas, por lo
que se debe entender que aquellas a las que Acarette hace referencia son casas
principales construidas con los mejores materiales y tecnologías disponibles,
con muros de tapia y techos de teja. Este viajero apunta otro dato relevante:
la carencia de murallas significa la apertura de la ciudad hacia el campo y una
forma blanda de disolver el tejido urbano en aquella dirección. Otro dato es la
fuerte presencia del río, que constituye una barrera nítida para la expansión de
la ciudad pero a la vez es el recurso potencial más importante para combinar
su calidad de puerto y de “posta muy ventajosa” por ser “el único paso desde
el Perú, Chile y Tucumán hacia el Paraguay” (Acarette, 51).

2. La mudanza de la ciudad (1651-1660)

El 21 de abril de 1649 el procurador de la ciudad presentó ante las autoridades


del Cabildo de Santa Fe una solicitud en la que –dice el acta levantada en esa
fecha– “pide mude sitio la población en conformidad de lo asentado en su
fundación”.3 Por la importancia del petitorio se infiere que el procurador no
respondía a una iniciativa personal y aislada sino que era el portavoz de una
inquietud largamente deliberada entre los santafesinos.
Las opiniones acerca de la necesidad y conveniencia de trasladar la ciudad
a un nuevo asentamiento habrán dividido a los vecinos, aunque esto hubiera
sido previsto por Juan de Garay en la parte del acta de fundación.
A ochenta años de la fundación, varias generaciones de pobladores habían
logrado estabilizar la presencia española en la margen derecha del Paraná,
habían construido el espacio de la ciudad y ordenado el territorio dentro de
unas precarias fronteras que les costaba defender. Durante décadas las familias
habían levantado sus viviendas, que con el paso del tiempo alcanzaron cierta
solidez y holgura. Los vecinos habían edificado el Cabildo para las reuniones
del cuerpo capitular y calabozos para encerrar a los que delinquían. El clero
regular y las órdenes religiosas, con los esforzados aportes del vecindario,
habían construido seis iglesias en las que se celebraban los cultos religiosos y

44
donde los santafesinos enterraban a sus muertos. Las tierras de los alrededores,
distribuidas en chacras, habían sido afanosamente convertidas en “tierras de
pan llevar”, de las que obtenían el trigo que se molía en atahonas rurales o
urbanas para abastecer de harina a la población. Un poco más lejos, con centro
en la misma ciudad, los santafesinos habían ido poblando sus estancias con
ganado mular que les permitía obtener ganancias en el comercio con el Alto
Perú, y el ganado vacuno que se reproducía prodigiosamente era cazado en
las vaquerías para aprovisionarse de cuero. Mudar la ciudad significaba, por
lo tanto, abandonar todo lo trabajado durante décadas y los frutos materiales
obtenidos con el esfuerzo de abuelos, padres e hijos. También implicaba dejar
lugares y paisajes a los que cada vecino estaba ligado por afectos y por vivencias
de historias personales.
Las razones invocadas y aquellas no expresadas en el petitorio, debieron ser
suficientemente fundadas para que en otra reunión los cabildantes aprobaran
la propuesta de mudar la ciudad “al río Grande Salado y parte allí determi-
nada y señalada”. Entre sus causas: las plagas de langosta que habían azotado
la campaña, pestes que habían diezmado la mano de obra aborigen, el avance
de otros grupos de indígenas y, fundamentalmente, el aislamiento en que
quedaba la ciudad cuando se anegaba su entorno rural. Sobre esto último un
documento de 1662 manifiesta “que cuando la ciudad estaba en el sitio viejo,
las tropas de carretas que a ella iban se añadían doce leguas de camino, y en
ellas que pasar un río caudaloso y muchos pantanos, causa principal porque
se trasladó la ciudad”.4
A las causas enumeradas debe agregarse que las periódicas crecientes del
río habían comenzado a alarmar a las autoridades capitulares. Ya avanzada la
mudanza, el 30 de abril de 1658 se resuelve apurarla porque las aguas del río
habían socavado la barranca ocasionando el derrumbe de algunas casas y de
la iglesia parroquial de San Roque.
Andrés Garavito de León, Oidor y Visitador General de la Real Audiencia
de La Plata, aprobó el traslado por auto del 16 de agosto de 1650; por su parte
el gobernador del Río de la Plata don Jacinto de Láriz lo hizo por auto del 27
de septiembre de ese año. A partir de ese momento y mientras se esperaba la
definitiva autorización de la Corona, se iniciaron los trabajos que, con algunas
discontinuidades, habrían de darse por formalmente concluidos diez años más
tarde (Cervera F.G., 41). En la tarea trabajó todo el vecindario y un grupo de
guaraníes venidos especialmente desde las misiones jesuíticas en el Paraguay.
En la reunión capitular del 12 de abril de 1651 se dispuso que una comisión
formada por el Cabildo, representantes de las órdenes y el cura de la Iglesia
Matriz fueren a reconocer el sitio más a propósito para mudar la ciudad, y se
determinó que “se lleve la planta de cuadras, plaza pública, calles, sitios y solares
de esta ciudad y ejido de ella [para] que quede marcada, señalada y dispuesta

45
dicha planta y nueva fundación y los vecinos siéndole mandado y dado orden
como haya de ser, puedan ir mudándose sin dificultad” y que “la medición y
marcación se harán de acuerdo con la traza actual de la ciudad”.5
No se conserva el padrón de repartimiento de las tierras urbanas, que había
estado previsto se hiciese el 20 de abril de ese año, pero la toma de posesión
se concretó el 16 de mayo de ese año, fecha que fue considerada por los san-
tafesinos como el inicio de la mudanza. A falta del plano de la fundación, los
vecinos tuvieron que exponer sus derechos a los solares de su propiedad y a
cada uno se adjudicó un terreno similar en dimensiones y en localización al
que tenía en el sitio antiguo.
Otro hito importante del traslado lo señala la fecha del 20 de febrero de 1653
en que se midieron y repartieron tierras de labranza en lo que hasta entonces era
el Rincón de la estancia de Juan de Lencinas, en el Pago de la Vera Cruz.6
Demorada por diversos factores, la última y definitiva etapa de la mudanza
comienza en 1658 con la decisión del Cabildo de reanudarla. El 3 de abril de
1660, finalmente, las autoridades capitulares pasaron a sesionar en el nuevo
emplazamiento y dieron por oficialmente mudada a la ciudad.
La Real Cédula de la Reina Gobernadora, aprobando el traslado, no se fir-
maría hasta el 6 de mayo de 1670 cuando ya se había completado la mudanza
del vecindario en su totalidad (Damianovich, 296).

3. Santa Fe de la Vera Cruz (a partir de 1660)

Después de una década de discontinuos y esforzados trabajos el Cabildo y


las autoridades religiosas se instalaron definitivamente en la ciudad nueva en
marzo de 1660. El traslado no significó una segunda fundación: la ciudad fue
fundada una sola vez por Juan de Garay el 15 de noviembre de 1573; formal-
mente, tan sólo se incorporó el apelativo “de la Vera Cruz” para distinguirla
de la abandonada.
Aunque poderosas, las circunstancias que habían determinado la mudanza
no fueron suficientes para tronchar la historia compartida por varias genera-
ciones de santafesinos ni para anular lo experimentado hasta ese momento.
Si bien en el sitio viejo quedaron los edificios convertidos en “taperas” y los
cultivos abandonados, en el nuevo asentamiento ya no se partió, como en los
tiempos de Garay, sólo de la traza y del reparto de tierras. Durante los años
de Santa Fe la Vieja, la praxis y la experiencia colectiva habían producido
modos de construir y de resolver los espacios que eran necesarios para las
distintas formas de vida: familiar, espiritual, institucional, de producción, de
comercio; y se habían definido tipos constructivos que compartieron ciertos
rasgos comunes con los de otras ciudades de la región.

46
Para entonces Santa Fe acumulaba una historia de traspasos y fracciona-
mientos de solares, de cuadras y de chacras, de formas de habitar el espacio
doméstico y la ciudad, de oficios y técnicas constructivas ensayadas y trans-
mitidas por los artesanos, de relaciones de vecindad, de intereses comerciales
y de parentesco, además de otros antecedentes que determinaron que en el
“Pago de la Vera Cruz”, el espacio social y urbano que había comenzado a
construirse en Santa Fe la Vieja, pudiera continuar y desarrollarse, casi sin
transformaciones sustanciales, todavía por dos siglos más.
En su nuevo asentamiento, la ciudad mantuvo su relación privilegiada con
el río. El sitio elegido fue un rincón o lengua de tierras formado por la desem-
bocadura del río Salado y el riacho Santa Fe, en el que desaguaba la Laguna
Grande de los Saladillos (hoy Setúbal o Guadalupe).
En las tierras más altas se repitió la misma traza procedente de Santa Fe la
Vieja y se repartieron los terrenos urbanos de acuerdo a los derechos de pro-
piedad provenientes del sitio antiguo, con las subdivisiones que habían comen-
zado a operarse en los solares fundacionales. El pergamino con el dibujo de la
traza fundacional ya estaba perdido o destruido en momentos de la mudanza
a mediados del siglo XVII, por lo cual fue necesario hacer un relevamiento y
un nuevo dibujo que tampoco ha llegado hasta nosotros.
El borde del este estaba determinado por el riacho Santa Fe, que tocaba la
traza en su ángulo noreste antes de alejarse para formar un meandro y dejar
una amplia zona baja y anegadiza que se denominó el Campito, imposible de
ocupar por estar sujeta a las periódicas inundaciones del río. Un poco más
abajo, el agua volvía a aparecer en el arroyo Quillá en dirección al ángulo
sureste de la traza.
El borde del sur estaba formado, como en la ciudad vieja, por una serie de
anegadizos y lagunones que durante el período colonial se conocieron como
Laguna del Yacaré o como Laguna de Zevallos.
Hacia el oeste, entre la traza y el río Salado, se extendía el campo señalado
para ejido, que más tarde se distribuiría en quintas. Desde el ángulo suroeste
de la ciudad partía el camino que, atravesando los bañados del Salado y sus
cursos de agua, entraba en tierra firme y continuaba en los caminos que comu-
nicaban con Córdoba y con Buenos Aires. Hacia el norte, la ciudad se abría
al campo también señalado como ejido y las chacras o tierras de pan llevar que
se repartieron inmediatamente a éste.
A las 66 manzanas que la ciudad había tenido en el sitio viejo se añadieron
otras, ya que se incorporó una séptima hilera hacia el este, que alejaba la Plaza
una cuadra respecto del río y del Campito.
El Cabildo y las instituciones religiosas ocuparon una posición idéntica a
la que habían tenido en el pueblo viejo: la Iglesia Matriz y la Compañía de
Jesús, se ubicaron frente a la Plaza; la iglesia de San Francisco en una cuadra

47
hacia el sur, la de Santo Domingo una cuadra hacia el oeste, la parroquia de
naturales (San Roque) una cuadra hacia el norte, y la iglesia y convento de los
mercedarios se instaló en el noroeste, a dos cuadras de la Plaza.
En la tercera década del siglo XVIII el jesuita Carlos Gervasoni destaca
entre sus impresiones la falta de continuidad del tejido y el paisaje en el que
aparecían “unas 16 o 20 casas en un sitio, a continuación un largo trecho de
árboles y pastizales, y otro grupo de 14 casas”. También le llama la atención
la forma en que la trama de la ciudad se disuelve en el campo vecino “sin
que se supiera donde comenzaba y donde terminaba la parte urbanizada de
aquella Santa Fe”. La imagen de quien recorre la ciudad era la de “un conjunto
de casas, sin orden ni simetría, con plaza y calles plenas de polvo en los días
secos, hecha un lodazal en los días de lluvia, en el que aparecen dos grupos
de casitas bajas y modestas, entre calles sin empedrar y veredas desiguales con
campos baldíos entre una y otras casas”.7 Al contar las viviendas, coincide con
el número aportado por Acarette ochenta años antes: “éstas en total llegarían a
ser unas treinta”; nuevamente esta contabilidad sólo se entiende en el sentido
restringido en que para Gervasoni, como en su momento para Acarette, las
casas son aquellas que reúnen características de mayor estabilidad y desarrollo,
y que en su totalidad pertenecen a las familias de la elite.
Algo más tarde, el jesuita Pedro Lozano y el fraile franciscano Pedro Parras se
refieren a Santa Fe pero no aportan descripciones sobre la ciudad; sin embargo
ambos coinciden en destacar las favorables circunstancias que permitieron su
consolidación y desarrollo con la confirmación del privilegio de puerto preciso
en 1743 y la relativa pacificación de sus fronteras.
Lozano refiere que “como [Santa Fe] era escala del comercio, situada en los
confines de ambas gobernaciones, era grande el concurso de los mercaderes,
de los cuales no pocos fijaban allí estable morada, convidados de las delicias
del país, y de las comodidades para enriquecer”.
Por su parte Parras se detiene en decir que “la ciudad ha sido pobre”, pero
desde hacía algunos años los santafesinos habían ganado “una Real cédula para
que todos los barcos que bajen de la Provincia del Paraguay, se presentasen en
el puerto de esta ciudad y dejasen allí la Hacienda. De esto utilizan: lo primero
ciertas gabelas que se impusieron a favor de esta ciudad, y luego el comercio
que allí está establecido, de yerba, tabaco y demás efectos que bajan de dicha
provincia, y los que allí no se despachan, si han de venir a Buenos Aires, ha
de ser por tierra para que también los de Santa Fe, utilicen el importe de los
fletes” (Parras, 218).
Tal como se desprende de la lectura de ambos textos, la ausencia de represen-
taciones literarias de los espacios físicos está compensada con aquello que más
les interesa comentar a Lozano y Parras, que son las favorables circunstancias
económicas que en los momentos en que ellos escriben han dinamizado la

48
actividad comercial y permiten un incremento en la capacidad constructiva
y de transformación del espacio. Para Lozano, incluso, la ciudad ya “parecía
de un siglo de su grandeza”.
Por esos años, en 1743, un informe oficial del gobernador Domingo Ortiz
de Rozas ofrece un panorama alentador sobre el proceso de recuperación que
está viviendo Santa Fe: “La ciudad de Santa Fe cada día se va aumentando
porque como los indios están ya más reprimidos en sus invasiones, se permite
más lugar y comodidad para el aumento de la población”.8
Pocos años después, en 1750, el padre Ignacio Chomé, también jesuita, apor-
ta otro factor entre las causas de prosperidad de la ciudad, que se complementa
con las de tipo económico señaladas por Lozano y Parras: “Todo esto se debe
a la paz con los indios, y ésta al celo de los jesuitas”. A su vez Chomé puede
comentar con mayor énfasis los cambios producidos respecto a las impresiones
que tenía de Santa Fe porque había realizado un viaje anterior: “La ciudad,
–dice–, la vi reedificada con muchas casas y edificios, muchos de cal y ladrillo”.
La referencia a la incorporación del ladrillo es muy puntual y coincide con el
conocimiento que hemos podido producir desde otras fuentes y que comen-
taremos más adelante. La introducción de este material modificó no sólo la
tecnología sino también los espacios interiores y la construcción de la imagen
exterior. Primeramente, aunque todavía combinado con estructuras de tierra,
el ladrillo fue utilizado en obras públicas: “La Matriz –dice Chomé– que era
de tierra y arruinada la edificaron de nuevo de tres naves [...], nuestro colegio
se reedificó, y renovó su iglesia”. Más tarde, el uso del ladrillo se extendería a
la construcción de algunas viviendas (Chomé, 49).
Es por esos años que llega a Santa Fe el jesuita Florián Paucke, quien antes de
establecerse en la reducción de San Javier ofrece una descripción de la ciudad
en la que contrasta lo que observa y la condición de enclave fronterizo sujeto
a los avatares de la guerra: “Toda la ciudad es abierta y no rodeada por muralla
alguna aunque ocurren peligrosos asaltos por indios en horas de la noche. En
nuestros países una ciudad semejante debería ser la fortaleza fronteriza que
estaría fortificada de la mejor manera porque allí el enemigo puede verse muy
bien a ojos vistas”.
La plaza y la arboleda le impresionan muy favorablemente y le merecen
comentarios muy elogiosos: “La plaza es en cuadro, no muy grande pero linda.
Toda la ciudad está bajo grandes árboles umbrosos que son más altos que los
más altos tilos, y desde lejos hacen alegre y muy amena la ciudad a los ojos”.
Respecto de las casas, la imagen ofrecida por Paucke no puede sustraerse
de la presencia notable de los almacenes en que se depositan las mercaderías
relacionadas con la actividad portuaria. Frontera y puerto, son finalmente,
los ejes sobre los que giran sus impresiones de Santa Fe: “Las casas son en su
altura, en su construcción y su comodidad como las de otras ciudades: por

49
su mayor parte se encuentran [allí] almacenes. Allí hay un pequeño puerto al
cual arriban los barcos desde la ciudad de Paraguay o de la Asunción con miel,
azúcar, tabaco y yerba paraguaya por todo lo cual deben abonar derechos”
(Paucke, I-195).
Los tiempos lentos de los cambios de la ciudad se evidencian en las lecturas
que podemos proponer a partir de la correlación de planos y fuentes docu-
mentales en algunos momentos claves de su historia urbana: el de la ciudad
como parte del recién creado virreinato del Río de la Plata (plano de 1787),
el del momento inmediatamente posterior a la Revolución de Mayo (planos
de 1811), el de las transformaciones producidas en su condición de capital
provincial (plano de 1824) y, finalmente, el del estado previo a las transfor-
maciones que en la segunda mitad del siglo XIX cambiarían radicalmente las
condiciones urbanas y edilicias (plano de 1853).

3.1. La ciudad en tiempos de la creación


del Virreinato del Río de la Plata (plano de 1787)

En 1758 el teniente de gobernador Francisco Antonio de Vera Muxica envió


un informe a sus superiores en el que daba cuenta de la real ocupación de la
traza: “su extensión actual –dice– en el recinto de sus casas, tiene de ancho
cinco quadras y de largo seis puestas a cordel, y a los dos rumbos de norte y sur
algunas casas dispersas como arrabales”.9 El impulso dado por el privilegio de
Puerto Preciso había permitido la consolidación del área céntrica de la traza pero
permanecían todavía amplios sectores sin ocupar u ocupados parcialmente.
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 no favoreció a
Santa Fe: cuatro años más tarde se suprimió el Puerto Preciso y el estado de
decadencia económica en que se sumió la ciudad motivó una presentación
realizada por dos diputados comisionados para su defensa. Aunque el informe
es un texto breve, por primera vez se ofrece una descripción diferente y algo
sistemática de la ciudad en su conjunto. La primera referencia es acerca de
la extensión de la traza, que coincide básicamente con la señalada dos siglos
antes, en el momento de la fundación: “doce cuadras de largo de norte a sur
y seis de ancho de este a poniente, en lo más extendido de su población”. La
trama del tejido “en mucha parte se reduce a sitios huecos”.10
Los diputados se detienen en relatar los materiales y tecnologías predomi-
nantes, que inciden en la imagen urbana: “la mayor [parte] de sus edificios
[se limitan] a ranchos o casas pajizas de poco valor, por los materiales de su
construcción, pues muchos de ellos son sus paredes de barro, introducido
entre un género de tejido de palitroques y varitas delgadas o cañitas, y los
mejores son de adobe crudo, y los techos de unas y otras se componen de

50
varas de sauce que producen las islas en que asegurando a distancia como de
una cuarta o más tejen la paja con que cubren la techumbre, sirviendo estos
pobres albergues o chozas de lucidos edificios para la mora de los más de
aquellos desdichados vecinos, a quienes el Cabildo distribuye graciosamente
los sitios en que los edifican, cercando sus cortas pertenencias con palos que
acarrean de los montes”.
La intencionada descripción de ambos diputados enfatiza todo aquello
que fundamenta la necesidad de un soporte económico como el que se está
defendiendo y pone en relieve aquellos aspectos del tejido que, precisamente,
habían dejado de lado los autores que hemos citado con anterioridad.
A estos años corresponde el primer plano conocido de Santa Fe (el único
datado en el período hispánico) que fue dibujado en 1787 para señalar la lo-
calización de los bienes de la expulsa Compañía de Jesús. Se trata de un dibujo
lineal que revela que la traza no se había extendido más que unas cuadras por
el lado del norte y que mantenía el tamaño y configuración del momento de
la mudanza (Ilustración 2.3).
En el oeste, a escasas tres cuadras de la Plaza se referencian los hornos de
tejas y ladrillos de José de Tarragona y extensas porciones de suelo destinadas
a “quintas” de árboles frutales. Los corrales de la ciudad, hacia donde llegaban
los animales que debían faenarse para el consumo local se ubican en el suroeste
y en el noreste. El río está representado por una gruesa línea que se aleja de
la traza mediando la zona baja y anegadiza del Campito; el recodo que hacía
en el ángulo noroeste, aunque no se señala como tal en el dibujo, era la zona
en que se concentraba la actividad portuaria.
Los edificios públicos se ubican en los solares que históricamente tenían
asignados. Entre ellos se destaca por su extensión la propiedad de la Compañía
de Jesús, que ocupa dos cuadras al este de la Plaza e interrumpe una de las calles
que corre de norte a sur. En esos amplios terrenos se desarrollan la Iglesia y el
Colegio de la Compañía, el Oficio de Misiones y la Huerta. En un cuarto de
manzana calle de por medio se ubica la Ranchería de los Esclavos.
Antes de finalizar el siglo XVIII el diputado José Teodoro de Larramendi
presenta otro informe que agrega algunas referencias sin demasiadas variantes.
La ciudad mantiene su extensión de “doce cuadras de norte a sud, y seis de
oriente a poniente”, tiene una iglesia parroquial, “dos pequeñas ermitas en
sus arrabales, y tres conventos de regulares”. La población, computando la
gente “de todas calidades y estados”, asciende a cuatro o cinco mil personas.
A quince años de la supresión del puerto preciso la declinación se ha hecho
sentir y más de sesenta familias han emigrado hacia la capital del Virreinato
y otras provincias y ciudades vecinas. Larramendi aporta por primera vez una
estimación de la cantidad de viviendas con visos de realidad:

51
Sus edificios –dice– se reducen a ciento treinta y cinco casas de teja, la mayor
parte de ellas vinculadas con cuantiosos censos cuyo capital excede con mucho a
su valor intrínseco, y como unas trescientas habitaciones pajizas, se ven además
otras sesenta desiertas y veinte enteramente arruinadas.11

En estas últimas décadas del siglo XVIII se inició un proceso continuado de


otorgamiento de mercedes de terrenos “extramuros” por parte del Cabildo,
especialmente hacia el norte en dirección a dos polos: la capilla de San Antonio
en el sector noroeste y el puerto en el noreste. Esa expansión estaba en pleno
proceso cuando se produjo la emancipación del Río de la Plata en 1810.

3.2. La ciudad en tiempos de la emancipación (planos de 1811)

Los movimientos independentistas y sus posteriores repercusiones no sólo


modificaron el espacio político de las ciudades hispanoamericanas sino que
también convulsionaron a las sociedades y su economía. El espacio físico,
urbano y arquitectónico, heredado del período español, mantuvo la propia
inercia de su materialidad, pero antes de que las ideas y los nuevos gustos
comenzaran a manifestarse como agentes de transformación de la ciudad,
las guerras de independencia alteraron coyunturalmente la percepción de la
imagen de las ciudades.
En 1811, apenas producida la Revolución de Mayo, le fue encomendado al
ingeniero militar Eustaquio Giannini la realización de un plano de Santa Fe,
del cual se conservan dos dibujos, uno en el Archivo Cartográfico del Instituto
Militar del Ejército de Madrid y otro en el British Museum que aparece como
dibujo preparatorio del primero (Ilustración 2.4 y 2.5). Ambos reproducen no
sólo el ámbito urbano sino también el sistema hídrico y de islas de su entorno,
ya que el objetivo del levantamiento cartográfico era diseñar estrategias para
la defensa de la ciudad ante probables incursiones de fuerzas navales realistas.
Por esa causa, la atención y la representación cartográfica reflejan la momen-
tánea transformación generada en la percepción del espacio urbano, a través
de la cual los diversos elementos y componentes de la ciudad adquieren una
dimensión y un valor simbólico diferente: las torres de las iglesias, por ejem-
plo, pierden transitoriamente su carácter litúrgico y se convierten en atalayas
y puntos de referencia.
La ciudad registrada por Giannini apenas se ha expandido más allá de la traza
fundacional, establecida hacía dos siglos y medio en el sitio viejo y reproducida
en el momento de su traslado entre 1650 y 1660. En el ángulo nordeste, las
barrancas del riacho Santa Fe ofrecen un puerto donde amarran los buques;
en ese sector ha comenzado a generarse un polo de tensión urbana cuya acti-

52
vidad predominante alienta la radicación de algunos vecinos y el barrio perfila
incipientemente su carácter comercial y portuario. Hacia el oeste las rutas
terrestres sortean los vados del Salado y comunican con el Paso de Santo Tomé
y a través de éste con los caminos de Córdoba y Buenos Aires. Por el lado del
norte, varios caminos y senderos llevan a las chacras de los Pagos de Arriba y
de Abajo y a las estancias del Pago de Ascochinga; otros, cruzan la boca de la
Laguna, se dirigen hacia el este y llegan hasta el Pago del Rincón.
En ambos planos se señalan los edificios más importantes, procedentes del
reciente pasado hispánico: la iglesia parroquial, el convento de los mercedarios
(ex de la Compañía de Jesús), el de los franciscanos y el de los dominicos.
Todavía se hace referencia a La Merced “vieja” y ya ha desaparecido San Roque.
Todos los edificios conventuales se destacan por ocupar dilatadas superficies,
superiores aun a los amplios solares en que se levantan las viviendas principales.
En el extremo oeste, a tres cuadras de la Plaza, aparece la Aduana, que en el
plano de Londres se menciona todavía como “Aduana, Cajas Reales, demás
oficinas y habitación de Oficiales Reales”. En ninguno de los dos planos se di-
buja el Cabildo, que por aquellos años sesionaba en sedes provisorias mientras
se reconstruía su edificio propio en el solar tradicional frente a la Plaza. Las
mayores novedades edilicias son signos del momento histórico: el Almacén de
Pólvora, la Batería Provisional y el Campamento. El plano de Londres indica,
además, un Cuartel para doscientos hombres en lo que fuera la Procuraduría
de Misiones, detrás del colegio de la Compañía de Jesús, ocupado entonces
por el convento mercedario.
En otros aspectos, los planos de Giannini demuestran la mayor densidad de
ocupación del suelo urbano en las manzanas del entorno de la Plaza. Aunque
no reflejan con fidelidad la forma de ocupación de los lotes, se hace evidente
una tendencia creciente a construir los frentes sobre las calles que corren de
sur a norte, que son aquellas que actúan como espinas principales de circula-
ción de la ciudad; particularmente las calles de la Merced (antiguamente de
la Compañía, hoy San Martín) y la de la Matriz (hoy San Jerónimo), que se
extienden desde las barrancas del sur hasta los extramuros del norte y que en
su recorrido bordean la Plaza.
En los sectores de la periferia, las edificaciones se dispersan con características
intermedias entre lo urbano y lo rural. Por primera vez se incluye la “capilla de
San Antonio”, fundada por 1780, que aparece todavía fuera de la traza en un
sector sin calles delineadas. En el plano de Londres también se indica la localiza-
ción de la Tenería y Hacienda de Candioti, en el paraje de “La Piedra” ubicado
en el extremo sur de la ciudad, junto a las barrancas de la laguna de Zevallos,
fuera de la traza debido a su condición de establecimiento insalubre.
La ciudad conserva todavía los rasgos que ha consolidado durante el perío-
do hispánico y es el momento de la llegada de extranjeros como Juan Parish

53
Robertson que haciendo honor a la literatura de viajeros anglosajones, aporta
descripciones sugerentes en imágenes.

La ciudad –dice Robertson– es de pobre apariencia, construida al estilo español,


con una gran plaza en el centro y ocho calles que de ella arrancan en ángulos
rectos. Las casas son de techos bajos, generalmente de mezquina apariencia,
escasamente amuebladas, con tirantes a la vista, muros blanqueados y pisos de
ladrillo, en su mayor parte desprovistos de alfombras o esteras para cubrir su
desnudez. Las calles son de arena suelta, con excepción de una, en parte pavi-
mentada. Los habitantes de la ciudad y suburbios son de cuatro a cinco mil.

Robertson ofrece un relato minucioso y vívido de su entrada a la ciudad,


apenas comienza a transitar las primeras cuadras desde el sur en dirección a
la casa en que se iba a hospedar. Sus impresiones no se limitan a lo físico,
sino que incorpora el retrato de tipos humanos y costumbres que le llaman
poderosamente la atención. Sin comentar cambios de impresión en su tra-
yecto, Robertson llega hasta la casa de Aldao, que será su anfitrión durante
su estada en Santa Fe. Ha transitado las pocas cuadras que llevan desde el
entorno rural hasta el centro de la ciudad, sin que medien diferencias abruptas
y contrastantes. Luego de haber recorrido calles flanqueadas por las viviendas
más modestas del sur de la ciudad llega frente a una casa principal, a la cual
se limita a describir como “una casa de mejor apariencia”.
A mediados de la segunda década del siglo XIX la momentánea amenaza
de una ocupación realista se había disipado y las luchas intestinas entre las
provincias rioplatenses que sacudieron a Santa Fe con periódicas ocupaciones y
saqueos eran una circunstancia que no alteraba la expresión de sosiego y tran-
quilidad que trasuntaba la ciudad en el conjunto de sus calles y sus casas.

3.3. La ciudad capital del nuevo estado provincial (plano de 1824)

Durante el gobierno del brigadier Estanislao López (1818-1838), Santa Fe


alcanzó una paz larga y duradera que le permitió recuperarse y afianzar su
importancia. Aunque sin motivos para producir un verdadero crecimiento, su
nueva condición de capital provincial aportó la realización de algunas obras
que no transformaron el espacio urbano pero que introdujeron algunos cam-
bios en la imagen de algunos elementos simbólicamente importantes, como
el Cabildo y la Iglesia Matriz.
De esos años data el plano dibujado en 1824 por un adolescente Marcos
Sastre, sin propósito conocido. Es un dibujo coloreado en el que la falta de
rigor técnico está compensada con una alta capacidad de observación y de

54
interés por representar la real ocupación del suelo urbano. Aun cuando las
proporciones de las superficies cubiertas por los edificios institucionales y
domésticos resultan ingenuas, es evidente la utilidad que el plano ofrece para
nuestros estudios de tejido y de tipología de vivienda (Ilustración 2.6).
En ese entonces la ciudad mantiene una extensión similar a la de los mo-
mentos anteriores y las novedades urbanas son pocas: el antiguo convento
mercedario aparece en ruinas, se incorpora el hospital en el sector sur de la
traza y se dibuja el tramo de calle que ha seccionado la antigua propiedad de
dos manzanas de la Compañía de Jesús. Se distinguen un “puerto viejo”, más
próximo al área central, y un “puerto de barcas” en el recodo que el río hacía
en el ángulo noreste.
La coloración distingue los edificios cubiertos de teja, los de azotea y los
pajizos. Se cuida de representar los corredores o “recova” que en el borde norte
de la plaza tenía la más que centenaria casa de Juan de Rezola, entonces de Juan
Francisco de Larrechea. La vieja quinta de Tarragona funciona todavía como
Aduana y los patios de la vieja Procuraduría de Misiones alojan el Parque de
Artillería. La densidad de la edificación es nítida en las manzanas del entorno
de la Plaza; pero hacia la periferia el tejido se desgrana en cuerpos aislados de
construcciones pajizas. Las esquinas parecen ser la localización preferida de
los edificios que incorporan como novedad tecnológica la cubierta de azotea
con ladrillos y tejuelas.
Por estos años las calles reciben nombres dados por la costumbre: calles del
Cabildo, de la Merced, del Parque de Artillería, de la Matriz, bajadas de An-
dino, de Núñez, etc. Persiste todavía la práctica usual en la ciudad colonial en
la que la identificación tiene un sentido funcional y cotidiano, no simbólico
ni conmemorativo.
En la década de 1840 llega a Santa Fe otro viajero, William Mac Cann,
comerciante inglés que describe la ciudad en tiempos de la Federación. Han
pasado treinta años desde la emancipación de las provincias del Río de la Pla-
ta y desde la descripción de Robertson, pero son poco notables los cambios
introducidos desde entonces:

Abarcaba la ciudad un área considerable porque, como ocurre en la mayoría de


las ciudades de este país, porciones muy grandes de terreno se dedican a huertas
de frutales. Las casas tienen techo de teja o azotea y son de una sola planta. En
la mayoría de ellas, las ventanas carecen de vidrios; el aire y la luz entran direc-
tamente por las aberturas de los batientes que se cierran al interior con postigos
muy sólidos. No hay tampoco chimeneas de salón. (Mac Cann, 179/8)

Al igual que a Robertson, son algunas costumbres de los habitantes las que
más llaman la atención a Mac Cann: la holganza y los baños en el río tiñen

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cualquier otra impresión que la ciudad provoca en el forastero. Pero es sobre
todo la siesta lo que parece envolver todas las imágenes sugeridas por la ciu-
dad, la quietud y la pausa, el silencio y el descanso inundan todo, desde las
huertas hasta las calles.
Promediando el siglo XIX, la ciudad conserva todavía la impronta hispánica
que el italiano Paolo Mantegazza rescata en su visión:

El aspecto de la ciudad es triste y monótono. Las casas viejas y bajas escóndense


entre jardines tan grandes que parecen bosques de naranjos y limoneros. Las
calles están desiertas y el carácter de los habitantes se presta poco para alegrar-
las. Santa Fe posee muchas iglesias antiquísimas, algunas de las cuales podrían
llamarse bellas si la extravagancia de ciertos adornos, demasiado macizos, no
deshonrase la armónica entonación de un plan simple y grandioso. Las casas
más viejas son de ladrillos secados al sol, y muchísimas techadas con paja; otras
son de tapia, es decir, las paredes son de una sola pieza, construida recalzando
la arcilla cruda y mojada entre dos paredes postizas de tablas de madera. Estos
muros tienen una gran solidez y se construyen también en España. La ciudad,
cuando la vi en 1856, no tenía un solo teatro, y la única casa de alojamiento
no se atrevía a llamarse fonda, era sucia e indecente.
En las calles, a lo largo de las veredas, por entre las grietas de las casas y de
los palacios, sobre el alero de los techos, en las plazas y hasta en lo alto de los
campanarios, crecen diversas hierbas y algunos arbustos lozanos, como si la
naturaleza se empeñase en ganar la última batalla contra el hombre que no supo
defender con el trabajo y con las armas de la industria su propia ciudad contra
las plantas que quieren transformarla en un bosque o en un prado.

Santa Fe ha llegado a las puertas de la segunda mitad del siglo XIX con la
misma calma y el sosiego tradicional de una ciudad que todavía hundía su
sueño en el pasado colonial. Por esos mismos años comenzaron a producirse
algunos cambios que alterarían su fisonomía física y social.

3.4. La ciudad en vísperas


de la Organización Nacional (plano de 1853)

A finales de 1852 y en los primeros meses de 1853 se reunió en Santa Fe el


Congreso General convocado para redactar la Constitución Nacional. La
constitución abrió un nuevo tiempo político en el orden nacional, a partir
del cual se sentaron las bases para la organización de un nuevo país radical-
mente diferente del que, luego de cuatro décadas de vida independiente, aun
conservaba profundas huellas procedentes del período hispánico.

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Con motivo de este Congreso, José Germán Niklison dibujó un plano que
informa sobre las dimensiones y características de la ciudad en el momento en
el que cerramos el segmento de historia urbana que nos interesa para en este
estudio. En el plano de Niklison se puede ver que a mediados del siglo XIX la
ciudad no ha modificado su estructura ni su tamaño (Ilustración 2.7). Desde
la traza fundacional de 1573 hasta la de 1853, la ciudad se ha mantenido con
pocas innovaciones, aun habiéndose desarrollado en dos sitios diferentes. El
crecimiento demográfico ha sido muy lento y la escasa densificación de las
manzanas del área central ha sido suficiente para demorar la necesidad de
expandir el trazado.
En el mismo sentido el plano levantado por Niklison en 1853 no difiere
en extensión de aquel que dibujara Sastre en 1824. La ciudad estaba limitada
al este por el riacho Santa Fe que bañaba las barrancas en dos extremos de la
ciudad, el barrio de San Francisco al sur y el puerto al norte. Entre las actuales
calles 3 de Febrero y Lisandro de la Torre el riacho se alejaba dando lugar a
una zona baja, anegadiza y despoblada conocida como el Campito.
Por el oeste las manzanas no se habían delineado más allá de lo que hoy es
avenida Urquiza; la quinta de los Pujato, ubicada en calle 4 de Enero al sur,
mantenía su extensión original de más de seis manzanas de fondo. Sobre el
mismo borde la Aduana Vieja, convertida durante el tiempo de sesiones del
Congreso en Casa de Gobierno, era la única construcción relevante. Más
hacia el norte, siguiendo la calle 4 de Enero existían terrenos bajos que se
convertían en lagunas en tiempos de lluvia y desalentaban el crecimiento de
la ciudad en esa dirección.
En el extremo sur, la última referencia urbana la constituía el Hospital próxi-
mo a la laguna de Zevallos donde había algunos hornos de ladrillos y de tejas
(sobre la actual calle San Martín a cuatro cuadras de la Plaza de Mayo). En
lo que hoy es barrio Centenario, más allá del camino al Paso de Santo Tomé,
se encontraba el paraje de “La Piedra” en el que Francisco Antonio Candioti
había tenido su tenería o curtiembre.
El verdadero crecimiento constatable entre los planos de 1824 y 1853 se
manifiesta hacia el norte. Por un lado el barrio de San Antonio ha crecido y
se nuclea alrededor de una nueva plaza (hoy plaza San Martín). Hacia el lado
del río, otro barrio, de características comerciales, comienza a formarse en
torno al puerto, ubicado a la altura de la calle Tucumán.
La sectorización de la ciudad en seis cuarteles en lugar de los cuatro que
provenían de finales del dominio hispánico, está indicando que se ha reco-
nocido la tendencia al incremento demográfico de las manzanas del norte,
próximas al puerto.
Por primera vez, las calles de Santa Fe reciben una denominación oficial y
desde entonces los nombres de las provincias, de ciudades, países vecinos y
fechas patrias pasan a formar parte de la toponimia urbana.12

57
La Constitución Nacional abre las puertas a la inmigración y justamente, la
última descripción que comentaremos pertenece a Lina Beck-Bernard, esposa
de un empresario de colonización agrícola, que durante cinco años (1857-
1862) vivió frente a la Plaza de Santa Fe en una antigua vivienda.

La casa que ocupamos es muy amplia y dispuesta al modo oriental como lo son
las casas antiguas de este país, que conserva los usos costumbres de Andalucía.
Tiene pocas aberturas al exterior y más puertas que ventanas. La entrada prin-
cipal o zaguán conduce al primer patio, a cuyo alrededor se abren las puertas
y ventanas de nuestras habitaciones. Un hermoso parral, formado de cuatro
cepas, una de las cuales tiene el grueso de un árbol mediano, da sombra muy
grata sobre las baldosas rojas del patio. Porque aquí no se usa la piedra como
en Buenos Aires. Los techos son de azotea (Beck-Bernard, 76).

Lina relata sus observaciones y su asombro frente al paisaje que tiene ante
sus ojos, en una panorámica que le ofrece el altillo que hay sobre el zaguán
de la casa en que se hospeda:

Encima de la puerta de entrada hay, como en muchas casas de Oriente, una


pieza única, llamada altillo, con un balcón a la calle que llaman mirador. Desde
el mirador la vista es en extremo atrayente. Dominamos la Plaza Mayor con sus
dos grandes iglesias y el Cabildo o Ayuntamiento, vasto edificio de terrazas con
galerías y pórticos abiertos. Las calles rectas dejan ver, a trechos, los naranjales,
limoneros y durazneros de las huertas. Hermosas palmeras agitan sus elegantes
penachos por encima de los naranjos. Puede verse también el convento de San
Francisco, el de Santo Domingo, cuya inmensa iglesia inacabada levanta muy
alto sus lienzos de pared, modernos pero ya derruidos en partes. Hacia el oeste, el
río Salado o Juramento ciñe la ciudad con sus aguas de un azul pálido. Más allá
del río, se confunde con el horizonte la línea verde y ondulada de los bosques.
Es el Chaco, con sus inmensas soledades, sus selvas, sus pampas y sus indios.
Mirando hacia el oriente vemos los barcos del puerto de Santa Fe y las islas
cubiertas de vegetación que separan el puerto del río Paraná. En lontananza,
las barrancas de Entre Ríos y la ciudad de Paraná con sus caseríos blancos entre
jardines y bosquecillos. En lo alto del Cabildo flamea la bandera azul y blanca
de la Confederación Argentina. La atmósfera transparente, la luz admirable y
el cielo de un azul espléndido dan a los objetos un aspecto lúcido y dorado,
destacándolos con relieve incomparable. (Beck-Bernard, 76-77)

Es ésta la última descripción que presentamos de una Santa Fe construida a


lo largo de un proceso de siglos. En la segunda mitad del siglo XIX, aunque la
traza persiste, la progresiva destrucción de la arquitectura doméstica cambió

58
rotundamente la imagen de la ciudad hispánica. Desde entonces, la sustitución
del tejido y la renovación del paisaje fueron convirtiendo en episodios aislados
los escasísimos testimonios remanentes de la vivienda colonial que hoy se
mantienen (fragmentos de las casas de Aldao, Díez de Andino y Leiva).

Notas
1
Merced a Juan de Contreras, Santa Fe, 3 de abril 9
Informe de la constitución y estado de la ciudad
de 1599. DEEC, EC, tomo 59, fs. 33v/4. de Santa Fe de la Vera Cruz y su distrito, Santa Fe,
2
AGPSF: Actas de Cabildo (en adelante AC), tomo 24 de febrero de 1758. AGN: Biblioteca Nacional,
III, fs. 27/8v, acta capitular del 31 de agosto de 295, documento 4641.
1639. 10
Informe de los diputados del Cabildo de Santa
3
AGPSF: AC, tomo III, fs. 115/5v, acta capitular Fe don José Teodoro de Aguiar y don Ambrosio
del 21 de abril de 1649. Ignacio de Caminos ante el Virrey del Río de la
4
AGPSF: AC, tomo IV, fs. 73v/75, acta capitular Plata. Santa Fe, 13 de octubre de 1780. Trans-
del 3 de febrero de 1662. cripto por Manuel M. Cervera. En: Actas del Cabildo
5
AGPSF: AC, tomo III, fs. 195/197, acta capitular colonial. Años de 1575 a 1595. Varios otros
del 12 de abril de 1651. DEEC: EC, tomo 55, documentos históricos. Santa Fe, edición oficial,
expte. 55, fs. 2/26, “Padrón de esta ciudad nueva 1924, pp. 344/5.
de Santa Fe de la Vera Cruz, la que se mudó a esta 11
Informe del procurador José Teodoro de Larra-
nueva población a 16 de mayo de 1651”. mendi al Cabildo, Justicia y Regimiento. Santa
6
AGPSF: AC, tomo III, fs. 298v/301, acta capitular Fe, 6 de julio de 1795; transcripto por Manuel
del 21 de enero de 1653. DEEC: EC, tomo 55, M. Cervera en Historia de la ciudad y provincia de
expte. 55, fs. 2/26, “Padrón de esta ciudad nueva Santa Fe. Contribución a la Historia de la Repú-
de Santa Fe de la Vera Cruz...”, ya cit. blica Argentina (1573-1853). Tomo III, Apéndice
7
Gervasoni Carlos S.J., cit por C. Pistone. “El arte XXVII. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral,
en Santa Fe (siglos XVII, XVIII y XIX”. En Historia 1982, pp. 473/85.
de las Instituciones de la Provincia de Santa Fe, 12
De sur a norte: Uruguay, Paraná, 31 de mayo de
tomo V, 2a parte. Santa Fe, Comisión Redactora 1852, 3 de febrero de 1852, 23 de diciembre de
de la Historia de las Instituciones de la Provincia 1831, Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Cór-
de Santa Fe, 1973, p. 364. doba, Santiago del Estero, Salta, Mendoza, San
8
AGI: Charcas, 215. Carta del gobernador Do- Juan, Tucumán, La Rioja, Catamarca. De oeste a
mingo Ortíz de Rozas sobre inquietudes en las este: 4 de enero de 1831, 1º de mayo de 1853,
elecciones de alcalde en Santa Fe y Montevideo, 9 de julio de 1816, San Gerónimo, Del Comercio
fechada en Buenos Aires, 20-XII-1743. y 25 de mayo de 1810.

59
Ilustración 2.1. Santa Fe y su región. Detalle del plano de Ernot en 1636. Además de
la localización de la ciudad se pueden ver topónimos correspondientes a su jurisdicción
(reproducido por G. Furlong, “Cartografía Jesuítica”).

60
Ilustración 2.2. Santa Fe la Vieja, reconstrucción de la traza y tejido (circa 1650).
Hipótesis y dibujo: Luis María Calvo, 1990.

61
Ilustración 2.3. Santa Fe de la Vera Cruz en 1787, plano atribuido a José Arias Troncoso -
AGN: Temporalidades de Santa Fe, leg. 1, expte. 28, 24-4-5
(tomado de “Santa Fe, primera ciudad-puerto de la Argentina”, p. 56).

62
Ilustración 2.4

Ilustración 2.5

Ilustración 2.4. Santa Fe de la Vera Cruz en 1811. Detalle del plano de Eustaquio Giannini -
Museo Británico, Sección Manuscritos, signatura ADD 17667 B (tomado de “Santa Fe, primera
ciudad-puerto de la Argentina”, pp. 70/71).
Ilustración 2.5. Santa Fe de la Vera Cruz en 1811. Detalle del plano de Eustaquio Giannini -
Servicio Cartográfico del Ejércico, Madrid, Signatura J-5a-2a-b-nº 38 (tomado de “Santa Fe,
primera ciudad-puerto de la Argentina”, pp. 72/73).

63
Ilustración 2.6. Santa Fe de la Vera Cruz en 1824. Plano de M. Sastre (Museo Histórico
Nacional, sin signatura topográfica), (tomado de “Santa Fe, primera ciudad-puerto de la
Argentina”, pp. 74/75).

64
Ilustración 2.7. Santa Fe de la Vera Cruz en 1852. Plano de J.G. Niklison - Museo Histórico
Provincial de Santa Fe, signatura 53 DH (tomado de “Santa Fe, primera ciudad-puerto de la
Argentina”, pp. 90/91).

65
66
Capítulo 3
Población, conformación social
y familia en Santa Fe

1. La población santafesina

La población de Santa Fe tiene su punto de partida en la expedición funda-


dora, mayoritariamente formada por paraguayos muy jóvenes, celebrados
en la historiografía local como los mancebos de la tierra, muchos de ellos
mestizos y de carácter desordenado y revoltoso. No obstante, esta cuestión de
los mancebos se debe matizar y reconocer que ese fenómeno no fue exclusivo
de Santa Fe. En esta ciudad como en otras, la presencia de mestizos entre los
grupos relacionados con el poder no perduró más allá de sus primeros tiempos
y fueron tempranamente sustituidos por españoles peninsulares o americanos
en los puestos más importantes de la sociedad y el gobierno local.
En el primer capítulo hemos mencionado que durante los más de dos siglos
que formó parte de las posesiones españolas en América, Santa Fe mantuvo
una difícil tensión entre sus dos condiciones de ciudad de frontera y de nudo
de comunicaciones. Ambas circunstancias, perfilaron a la sociedad santafesina.
Mientras la segunda sostenía una economía basada en un intercambio comer-
cial que propiciaba la afluencia de mercaderes y los contratos de negocios entre
estantes y vecinos; la primera influía en modos de vida austeros y también en
la precaria estabilidad demográfica que mantuvo a Santa Fe con una población
fluctuante en torno a los 5.000 habitantes durante todo el siglo XVIII.
Población numéricamente pequeña pero altamente pluriétnica: españoles
peninsulares y americanos, mestizos, aborígenes locales, del Paraguay o del Tu-

67
cumán y esclavos de origen africano convivieron articulados en una compleja
sociedad segmentada por estamentos y castas, con fisuras manifestadas en el alto
índice de nacimientos ilegítimos. En ella podemos distinguir fácilmente al menos
tres grupos: una elite de origen español vinculada al comercio y a la administra-
ción de la ciudad, un sector de pobladores de menores recursos dedicados a la
provisión de servicios y al artesanado con una procedencia étnica más permeable,
y por último el servicio doméstico integrado por indios y esclavos.
La diferente posibilidad de acceso de estos grupos a la propiedad inmueble
está relacionada con las características de una sociedad estamental. Mientras
los miembros de la elite son los mejores dotados para ello por su rol de pro-
pietarios de suelo urbano y de recursos para edificar, los aborígenes y africanos
esclavizados carecen de esas posibilidades y tienen que habitar los sectores
que les están destinados dentro de las unidades de vivienda construidas para
sus amos o patronos. Esta situación genera la demanda de espacios que estén
en condiciones de contener no sólo actividades muy diversas, sino también a
personas de diferente procedencia étnica y social dentro de los límites de una
misma unidad doméstica.
Son casos aislados, que tendieron a ser más frecuentes en épocas tardías, los
que permiten asimilar la situación de pardos libres y de mestizos a la situación
del segundo grupo. Éste estaba formado por los sectores menos favorecidos
de la sociedad hispano-criolla y tenía un acceso a la propiedad urbana que no
estaba limitado jurídicamente pero sí por sus posibilidades económicas.
El tipo de unidades de vivienda que estuvieron en condiciones de demandar
y generar cada uno de los sectores enunciados, es una referencia elocuente
del rol que cada uno de ellos tenía dentro de la sociedad hispano colonial de
Santa Fe.

1.1. Evolución demográfica

La falta de fuentes censales nos impide conocer con precisión el modo en que
el conjunto de la población evolucionó demográficamente.
En 1573 el grupo originario de pobladores estuvo constituido por 76 u 80
expedicionarios convertidos en vecinos fundadores, de los cuales no todos
fueron jefes de familia ni se establecieron en forma definitiva en la ciudad. A
los pocos meses de la fundación se agregó un nuevo contingente de pobla-
dores provenientes de la armada de Ortiz de Zárate. A partir de entonces no
detectamos otro momento en que se produjera un arribo colectivo de nuevos
pobladores, sino que éstos se fueron incorporando individualmente como
producto de los movimientos migratorios y de las comunicaciones interre-
gionales e interoceánicas.

68
A principios del siglo XVII fray Antonio Vázquez de Espinosa estima que
la ciudad contaba con 150 vecinos (Vázquez de Espinosa, párr. 1823). En
1622 el recuento del padrón levantado por el gobernador Góngora indica
que el número era de 126, es decir que había aumentado un 50 % respecto
al momento de la fundación. A los vecinos –siempre entendiendo por tales
a los españoles peninsulares o americanos y entre estos algunos mestizos,
arraigados en la ciudad con casa y familia– debemos agregar los 266 indios
empadronados por el mismo Góngora, que servían en la ciudad, y un conjunto
de esclavos negros que no se menciona y cuyo número no podemos establecer.
En total, la población permanente superaría los mil individuos, sin olvidar
que una ciudad como Santa Fe atraía a numerosos mercaderes, mercadantes
o estantes que residían temporariamente mientras hacían sus negocios. Para
despejar los vacíos de información del padrón de 1622, deberíamos tener en
cuenta que once años antes el gobernador Marín Negrón calcula en una carta
al Rey que Santa Fe contaba, incluyendo a los indios yanaconas, con 1.500
habitantes.1
Medio siglo más tarde, el 3 de junio de 1660, cuando el Cabildo y las au-
toridades eclesiásticas ya se han trasladado al nuevo sitio, en el asentamiento
fundacional todavía permanecían entre 1400 y 1500 personas de los diversos
grupos: “españoles, indios y morenos”. Sabiendo que, según la misma fuente,
se trataba de la mayor parte del vecindario, se puede estimar que el número
de vecinos no superaría el de 200 y que la población total rondaría los 2.000
individuos.2
En el siglo XVIII las estimaciones de población provienen de descripciones
de viajeros o informes de la ciudad, pero no conocemos ninguna fuente sis-
temática basada en censos o padrones.
En 1743 el gobernador Ortiz de Rozas dice que la población de Santa Fe
consta de 142 vecinos, “inclusos los capitanes y demás personas que gobiernan
la República, con más sesenta y tres soldados pagados que existen de guarni-
ción en dicha ciudad”.3
Medio siglo más tarde, en 1795 el procurador Larramendi calcula que la
población es de 4 a 5.000 personas4 y para 1812, a poco de producida la eman-
cipación, Robertson estima de la misma manera la población de la ciudad y
sus suburbios. Cifra que podría elevarse si consideramos que muy pocos años
más tarde, entre 1816 y 1817 la población se puede calcular en unos 7.200
habitantes según los registros de padrones por cuarteles.

69
2. Los grupos sociales
2.1. La elite

En un estudio sobre las familias y linajes jujeños, Gustavo L. Paz (1997) des-
pliega una serie de definiciones propuestas por diversos historiadores para el
concepto de elite y concluye que las características étnicas no son suficientes
para delimitar y diferenciar a los grupos dirigentes de las ciudades hispanoame-
ricanas y que para ello es necesario introducir la consideración de la riqueza,
el control del poder político local y la permanencia en el tope de la sociedad.
Por su parte, César García Belsunce (1999) aporta la consideración de otros
rasgos como el honor, que deriva de acciones meritorias en el servicio real
–personales o ancestrales–, y el prestigio que proviene del ejercicio de deter-
minadas funciones del orden militar y del gobierno civil o eclesiástico. A la
vez, las redes parentales –de sangre y compadrazgo– colaboran para sostener
y perpetuar a determinados grupos familiares en los estratos más elevados de
la sociedad.
En Santa Fe, para identificar aquellos grupos de poder y linajes, pertene-
cientes a conformaciones sociales que han desaparecido hace mucho tiempo,
la cuestión debe ser abordada desde el análisis de los rasgos arriba mencio-
nados y también de los medios que en su momento sirvieron para adquirir y
transmitir una determinada posición. Es igualmente válido tener en cuenta los
variados y diversos signos y rituales a través de los cuales esos grupos y linajes
se expresaban y generaban imágenes cargadas de significados: la servidumbre
y clientela familiar, el vestido, la adscripción a determinadas congregaciones
religiosas, los gestos y ceremonias, los lugares de preferencia en la vida pública,
la posesión de propiedades urbanas y rurales y, lo que nos interesa en particular,
el tipo de vivienda, su materialidad y equipamiento (temas que abordaremos
en la tercera parte de este trabajo).
Los méritos personales o de los antepasados servían para distinguir, entre los
pobladores de origen español, a aquellos que pretendían algún grado de nota-
bilidad social respecto a los otros y el derecho a beneficios como repartimientos
de indios y de tierras. Los méritos mejor probados eran aquellos alcanzados en
la conquista, aunque también solía argumentarse la nobleza de origen.
Los españoles, oriundos de las diversas regiones peninsulares o criollos de
estas tierras, representaban sólo un sector de la población total. Ambos grupos,
a su vez, se amalgamaron sin distinción y conformaron una elite que no podía
descansar en las rentas de propiedades sino que estaba exigida de mantener
una activa atención de sus intereses mercantiles y una permanente vigilancia
de las fronteras (Ilustraciones 3.1 y 3.2).
La elite santafesina fue comerciante y militar. Como ya lo hemos visto en
capítulos anteriores, por un lado se ocupaba del intercambio de mercaderías

70
del Paraguay: yerba mate, azúcar, miel y tabaco; pero también de cobre y añil
chilenos, de cordobanes y lana de Córdoba, de vaquetas tucumanas y de cera
y granos santiagueños. Aunque la propiedad de la tierra rural era más un título
de prestigio que de riqueza, de las estancias procedían los únicos productos
locales que Santa Fe aportaba en ese intercambio comercial. En las estancias
del Salado, especialmente, se criaban mulas para ser remitidas a las Provincias
de Arriba y del Alto Perú; mientras que grandes extensiones de tierras en la
otra banda del Paraná eran explotadas mediante vaquerías y permitían obtener
una renta importante con la exportación de cueros.
Por otra parte, la calidad de vecinos obligaba a los jefes de familia a servir a
la Corona en la defensa de la ciudad y de sus propios intereses, improvisán-
dose como capitanes en los frecuentes tiempos de guerra, o les conducía a una
carrera militar cuyos grados más altos eran los de sargento mayor y maestre de
campo. Unos y otros eran miembros de las principales familias, pero sólo una
minoría perteneciente a los niveles más importantes de la sociedad alcanzaba
la designación de maestre de campo.
El máximo grado militar en la ciudad era ejercido por el capitán a guerra,
cargo desempeñado siempre por el teniente de gobernador, a su vez designa-
do directamente por el gobernador de la provincia, que desde 1617 tuvo su
capital en Buenos Aires. Este cargo se alternaba entre peninsulares y criollos,
foráneos o vecinos de Santa Fe.
La composición del Cabildo revela la cíclica renovación de las familias
vinculadas con el poder, especialmente entre quienes ejercían las funciones
de alcaldes y regidores, funciones que si bien representaban una carga públi-
ca también aportaban renombre y consideración social. Fuera de los cargos
capitulares, entre las escasas ocupaciones burocráticas que ofrecía el ambiente
local se encontraban la de escribano o la de tesorero oficial de la Real Ha-
cienda, y tardíamente algunas otras como las vinculadas a la administración
de la Real Renta de Tabacos. Fueron especialmente los tesoreros, muchos de
ellos foráneos, quienes se vincularon a la elite santafesina casando con mujeres
principales.
Las familias se nucleaban según los parentescos que las vinculaban, configu-
rando diversos estratos en el conjunto de la sociedad y a veces facciones en el
contexto de un mismo grupo social. En algunos grupos étnicos se manifiesta
una fuerte solidaridad que integra rápidamente a los recién llegados; es notable
este fenómeno entre los vecinos de origen vasco.
Es paradigmático el caso de las múltiples e intrincadas alianzas establecidas
entre Santa Fe y Córdoba mediante los linajes prominentes de los Garay y los
Cabrera, que en un segundo orden social se repiten en el caso de los hermanos
Alonso Fernández Montiel y Hernando Arias Montiel que casaron y trajeron
a Santa Fe a dos cordobesas, primas entre sí, descendientes de los principales

71
conquistadores del Tucumán. También se establecen vínculos importantes con
las principales familias del puerto de Buenos Aires.5
Seguras de su origen y posición, la conciencia de clase y de linaje no fue
ajena a las familias principales de Santa Fe, por lo que no deben entenderse
como meras fórmulas de las escrituras de dote expresiones mediante las cuales
los contrayentes reconocían el rango de sus esposas diciendo “por la honra y
limpieza de la dicha”, “por la limpieza y honra de la dicha mi esposa y nobleza
de su linaje”, o “por su virginidad y nobleza e hijos que en ella espero tener”
(Ilustración 3.3).
Para reconocer cuáles fueron los principales linajes santafesinos, ya en el
siglo XVIII, es muy útil realizar una lectura y análisis de las 74 cartas dotales
de ese período. Sabemos que la dote fue una práctica usual de la sociedad
hispanoamericana y en Santa Fe las que fueron protocolizadas ante escribano
corresponden en su totalidad a hijas de las principales familias. Con respecto a
la procedencia de quienes acceden por vía de matrimonio a la elite santafesina
encontramos que 48 de los contrayentes son foráneos (65 %), lo cual permite
verificar nuestra hipótesis acerca del grado de apertura de la sociedad local. A
su vez, de esos foráneos 14 son españoles americanos (29 %) y los restantes
34, la gran mayoría, son peninsulares (71 %).
Si enfocamos nuestra atención en las familias locales de las cuales provienen
las mujeres que reciben carta de dote veremos que cinco de ellas son Echagüe
y Andía, cuatro son Lacoizqueta y otras cuatro Maciel, hay tres Crespo, Fer-
nández de Terán, Martínez del Monje y Vera Muxica, dos Aguiar y otras tantas
Altamirano, Cacho y Herrera, Marcos de Mendoza, Tarragona y Zabala. Para
dimensionar mejor la posición económica de esas familias podemos considerar
el importe de las dotes agrupándolo según la pertenencia de las contrayentes
al mismo núcleo familiar. Así podremos observar que 57.702 pesos, más de
un octavo del valor total de las dotes, fue adjudicado entre las cuatro herma-
nas Lacoizqueta-Martínez del Monje; les siguen las hermanas Vera Muxica
y López Pintado, que suman 28.000 pesos; las cuatro hijas del matrimonio
Echagüe y Andía-Gaete con 26.035 pesos, las tres hermanas Fernández de
Terán-Lacoizqueta que entraron un total de 24.362 pesos y por último las tres
hermanas Crespo-Caraballo con 19.969 pesos. La referencia de la privilegiada
situación de la familia Lacoizqueta, aumenta aun si añadimos en nuestro aná-
lisis otras mujeres que pertenecían al mismo linaje por vía materna aunque por
varonía ya llevaban otro apellido; en ese caso el valor total se eleva a 129.936
pesos, cifra en que se concentra más del 30 % de la riqueza otorgada por vía
de dote en todo el siglo XVIII santafesino.
La creación del Virreinato del Río de la Plata significó para Santa Fe una
nueva situación a la cual debió adaptarse, particularmente a causa de la supre-
sión del privilegio de Puerto Preciso en 1780 y de la cercenación de gran parte

72
de su jurisdicción territorial. Perdido el carácter de centro de distribución de
mercaderías, el comercio santafesino sufrió una aguda crisis que afectó a su
base económica. En ese contexto Francisco Antonio Candioti fue quien mejor
se adaptó a los nuevos tiempos; revitalizando la actividad de cría y remisión de
mulas, encontró la forma de construir una gran fortuna. De todos modos, los
convenios comerciales primero y los enlaces matrimoniales después, siguieron
facilitando y afianzando la inserción social de los recién llegados. Es notable el
nutrido grupo de comerciantes catalanes establecidos en tiempos virreinales,
que se vincularon con las familias locales: Comas, Colobrán y Andreu, Pujato,
Puig, Coll y otros. Por esos años, los linajes más encumbrados de Santa Fe
mantenían todavía una posición de prestigio en el contexto de las ciudades
del Virreinato, alcanzando su mejor expresión en los Vera Muxica, algunas
de cuyas hijas se convirtieron en esposas de personajes destacados de la vida
política y económica del Río de la Plata.

2.2. Los sectores populares

Un amplio sector de la población de origen hispano-criollo tuvo una condición


económica y social mucho más modesta, con menor o ninguna participación
en el poder capitular y militar de la ciudad. En algunos casos estos pobladores
procedían de los primeros vecinos que no habían conseguido mantener la si-
tuación originaria y que habían sido desplazados por las familias que tejieron
redes entre sí y conformaron la elite.
Ya a principios del siglo XVII se evidencia la coexistencia de grupos socia-
les contrastantes, aun dentro del grupo español. Para entonces, uno de los
parámetros que determinan los límites entre uno y otro grupo es el de las
ocupaciones y los oficios. En 1626, por ejemplo, encontramos la solicitud
de un regidor para que el Cabildo revoque un poder otorgado a Domingo
de Leiva Gallardo “porque dijo que no era persona capaz para desempeñar
esa comisión debido a ser hombre de oficio mecánico” (Roverano, 41). Los
prejuicios con respecto a los oficios y trabajos mecánicos impiden que en
ellos encuentren sostén económico los pobladores de modestos recursos que
presumen de sus orígenes y temen romper los débiles lazos que puedan re-
lacionarlos con la elite (origen étnico, lejanos vínculos familiares), de todos
modos, la indigencia o pobreza de solemnidad los desplaza y aleja de los
grupos de poder (Ilustración 3.4).
Aquellos pobladores que asumen los límites que les impone la sociedad
hispano-colonial son los que ejercen los oficios de carpinteros, herreros, sas-
tres y pulperos, y que prestan otros servicios urbanos o se “conchaban” como
troperos.

73
El artesanado no es suficientemente numeroso ni tiene capacidad para pro-
mover organizaciones propias, tales como en España y otras partes de América;
en Santa Fe no hubo gremios ni cofradías que nuclearan a quienes ejercían
un oficio. Se registra un solo caso en el que se reproducen las formas usuales
en la transmisión de los conocimientos; se trata de un convenio por el cual
se entrega a Diego Álvarez, maestro sastre, un niño huérfano para “poder ser
enseñado” en su oficio. En el mismo contrato se deja constancia de que en
la ciudad “hay muchas personas pobres huérfanos y sin oficios y conviene le
tengan así para sus aprovechamientos y sustento como para la quietud y buen
gobierno en esta República”.6
Los grupos populares son menos nítidos en cuanto a su origen étnico. A los
españoles empobrecidos se sumaron mestizos, indios y pardos libres, en un
proceso de mixtura que va en aumento a medida que se avanza en el tiempo.
En este sentido se hace más difícil proponer generalizaciones.
Al igual que la elite, los sectores populares que consiguen insertarse en la
producción o el comercio, tienen gran capacidad de desplazamiento físico. Se
mueven por los caminos que conectan a la ciudad con otras regiones, contri-
buyendo a la conformación de redes de relaciones humanas que sirven a su vez
como vehículo en la transferencia de modos de vida, de experiencias y cono-
cimientos que, entre otras cosas, inciden en lo espacial y arquitectónico.
Estos pobladores, si bien no tienen acceso a los cargos capitulares y otras
formas del poder local, gozan de los beneficios de su trabajo y tienen la posi-
bilidad de construir viviendas para sus familias y espacios para su trabajo. Sus
necesidades y posibilidades, diferentes a las de la elite, generan viviendas que
asumen características y patrones de asentamiento propios.

2.3. Los indios

Acompañando a la expedición fundadora bajaron algunos guaraníes del


Paraguay que no sólo colaboraron en las diferentes etapas de esa empresa
sino que también se integraron a la vida de la nueva ciudad. Por su parte, los
habitantes originales de la costa santafesina –quiloazas, calchines, mocoretás,
chanás, etc.– fueron incorporados como indios de encomienda en un nuevo
ordenamiento territorial y con modalidades de habitación diferentes a las que
les eran propias.
En 1622 el gobernador Diego de Góngora visitó Santa Fe y empadronó,
además de los españoles: 168 indios, 78 indias y 20 muchachos ocupados en
el servicio de las casas, chacras y estancias de vecinos y moradores.7 En 1652
todavía había en Santa Fe veintinueve vecinos titulares de encomiendas que
tenían su origen en los repartimientos de la expedición fundadora, y a nueve

74
años de trasladada la ciudad a su nuevo asentamiento se constata la habitual
presencia de indios que concertaban sus servicios con los vecinos.
Los aborígenes fueron un componente importante de la sociedad colonial,
que se insertaron o tuvieron relación muy diversa con la población urbana
de acuerdo a las parcialidades a las que pertenecían. La legislación indiana
que diferenciaba dos repúblicas, de españoles y de indios, se disolvía a causa
de las transgresiones cometidas. Espacialmente, la disolución de esas barreras
jurídicas, implicaba la complejización de relaciones interétnicas dentro de la
misma traza urbana y del propio ámbito doméstico.
Además de los grupos originarios, hubo aborígenes de origen chaqueño
que en principio mantuvieron una relación hostil con la ciudad: calchaquíes,
tocagües, vilos y colastinés durante el siglo XVII, y mocobíes y abipones en el
siglo XVIII. Las paces, cuando se concertaron, derivaron en la fundación de
reducciones que, especialmente aquellas atendidas por la Compañía de Jesús, se
esforzaron por mantener bien separadas las dos repúblicas (Ilustración 3.5).
Otras fronteras, en el sur del territorio o en la otra banda del río Paraná,
fueron objeto de relaciones complejas con pampas y charrúas, en las que la
guerra se articulaba con tratos comerciales que proporcionaban a los santafe-
sinos mano de obra servil bajo el eufemismo de los rescates.

2.4. Los africanos

El tercer grupo étnico que reconocemos en la matriz de la sociedad santafesina


estuvo constituido por africanos, que fueron introducidos como mano de obra
esclava a partir de los primeros años del siglo XVII. Hasta ahora no existen
estudios que permitan cuantificarlo; sólo se cuenta con referencias aisladas en
escrituras de compra-venta, inventarios y testamentos. Sin embargo, hemos
podido hacer un relevamiento de más de 350 individuos para el período 1640-
1660, lo que significa entre un tercio y un cuarto de la población total. Para
los años 1816-1817 ese porcentaje puede establecerse con mayor precisión
alrededor del 31 %.8
Doña Jerónima de Contreras, hija del fundador y viuda de Hernandarias de
Saavedra, en 1643 declaró ser propietaria de 64 piezas de esclavos; Bartolomé
Díez de Andino dejó 26 esclavos en 1763; José Fernández de Villamea tenía
18 en 1768, Francisco Antonio de Vera Muxica 19 en 1769 y la viuda de
Francisco Antonio Candioti en 1816 era propietaria de 49. Pero estos casos
fueron excepcionales, en la mayoría de las familias, el número de esclavos era
mucho menor.
Los negros vivían con sus amos dentro de sus propiedades urbanas y además
de ocuparse de las tareas domésticas solían tener un oficio que elevaba su valor

75
económico (Ilustración 3.6). Además de estos africanos que formaban parte
de la vida de la ciudad, un número importante era ocupado en tareas rurales
en las estancias de los santafesinos.
Las uniones interétnicas derivaron en el nacimiento de mulatos, que man-
tenían los vínculos de esclavitud. Pero los nacimientos ilegítimos de padres
españoles o criollos y de madres negras o mulatas no fueron registrados sino
excepcionalmente en los libros parroquiales de españoles.
Ya desde el siglo XVII parte de la población de este origen alcanzó la libertad
por diversos medios, especialmente por reconocimiento de sus propietarios. Las
manumisiones liberaron a muchos esclavos de sus vínculos serviles y pudieron
ejercer libremente sus oficios. Este fenómeno se hizo más notable a finales
del siglo XVIII cuando encontramos a un maestro albañil mulato, José López
Arretegui, asumiendo muchos de los trabajos más importantes de la ciudad.
En unas ordenanzas de 1689 se estableció que los mulatos y mulatas, negros
y negras libres que estuvieren “sueltos” y no tuvieren “casa o chacra propia”,
debían vivir “con amos conocidos” y para que ese efecto concertarse ante la
justicia.9 La posesión de bienes por parte de antiguos esclavos no siempre fue
reconocida por el resto de la sociedad y las causas llegaban hasta la justicia.
En 1685 dos negros libres fueron cuestionados en su derecho a una casa que
les había dejado su ex propietario (Pistone, 1996:28).

3. La población urbana en los años de transición


entre el antiguo régimen y el orden republicano

Para los años del período colonial no disponemos de registros que permitan
realizar un cuadro sincrónico de la población santafesina, su conformación
étnica, procedencia, ocupaciones, etc. Tenemos que esperar hasta los años
1816-1817 para contar con padrones10 con información suficiente para ensayar
una lectura de conjunto; son éstos, precisamente, años claves en la articulación
entre el orden colonial y el republicano. El cuadro de situación puede trazarse
con bastante precisión, de manera que se ofrece como una imagen detenida
del sistema social para la interpretación de diversas variables de población.
Desde finales del siglo anterior la ciudad se dividía en cuatro cuarteles
(Ilustración 3.7):
El cuartel 1 correspondía al cuadrante sudoeste, era un barrio de viejos ve-
cinos, feligreses de la iglesia y convento de Santo Domingo. Estaba ubicado
en la entrada de la ciudad que comunicaba con el Paso, desde donde partían
los caminos de Buenos Aires y Córdoba.
El cuartel 2 comprendía la Plaza Mayor, que todavía actuaba como centro
administrativo y religioso, y las instituciones más importantes de la ciudad: el

76
Cabildo, la Iglesia Matriz, los conventos mercedario y franciscano y el hospital.
Si bien en las proximidades de la Plaza se ubicaban las viviendas de vecinos
principales, hacia el sur el caserío conformaba el barrio de San Francisco, con
una población de viejo arraigo y recursos modestos. Algunos hornos de ladrillos
linderos con el hospital y la estrecha relación con el arroyo del Quillá añadían
particularidades propias que reforzaban el carácter del barrio.
El cuartel 3 reflejaba la dinámica urbana especialmente comercial y portuaria,
en directa correspondencia con los vaivenes de la situación política de la época
que afectó, necesariamente, al tráfico fluvial y al intercambio de productos. En
su extremo norte se encontraba el puerto, vinculado con la Plaza por medio
de las calles de la Merced (ex de la Compañía) y la del Cuartel (hoy 25 de
Mayo), que a su vez configuraban los principales ejes sur/norte sobre los que
crecía y se expandía la ciudad.
El cuartel 4, al noroeste, comprendía el barrio de San Antonio, que incluía
la capilla y la vice parroquia de esa titularidad y contaba con una población
numerosa de pardos libres y mestizos, correspondientes a los sectores más
humildes de la sociedad, que desde la segunda mitad del siglo XVIII había
ido adquiriendo sus solares por mercedes del Cabildo.
Conocemos solamente los padrones de tres de los cuatro cuarteles y se carece
de toda información del cuartel 1, lo que limita el alcance de las considera-
ciones generales. La población total de esos tres cuarteles alcanzaba la suma
de 5.749 habitantes que habitaban 68 manzanas, lo cual permite calcular una
densidad de 85 habitantes por manzana. Con ese guarismo puede hipotizarse
que el número de habitantes del cuartel 1, suponiendo que se componía de 18
manzanas, podría calcularse en 1.530 habitantes. Sumando el probable número
de habitantes de este cuartel al de los cuarteles 2, 3 y 4 se podría estimar una
población total de 7.279 habitantes para toda la ciudad.
En un universo de población de 5.749 habitantes, podemos distinguir una
población blanca (de origen europeo o criolla) de 2.714 personas, que repre-
senta el 47 % del total; 1.810 habitantes negros y pardos (31 %) y 1.238 indios
y chinos (22 %); de 19 personas desconocemos su condición étnica.
En ese contexto, las entonces recientes disposiciones de la Asamblea del Año
XIII se sumaban a las manumisiones que habían ido liberando de los vínculos
de esclavitud a un sector importante de la población de origen africano. Pardos
libres e indios emancipados de servicio integraban grupos que renovaban la
estructura y la conformación de la sociedad tradicional. A su vez, la migración
regional representaba un fenómeno que gravitaba en un momento en que se
había interrumpido la incorporación de españoles y en que la llegada de otros
europeos sólo se manifestaba en casos muy aislados.
Entre los habitantes empadronados podemos establecer que 609 eran es-
clavos, lo que representa un 10,6 % de la población total y sólo un 34 % del

77
total de los habitantes negros y pardos, es decir que para esa época gran parte
de ellos ya era libre de esclavitud.
Veamos ahora cual era la población foránea establecida en Santa Fe, su pro-
cedencia y su distribución dentro de la planta urbana. En términos generales
se puede ver que sobre el total de población, 1.073 personas (19 %) habían
nacido fuera de la ciudad. De un total de 73 individuos nacidos en España,
25 eran gallegos (34 %), 13 andaluces (18 %) venidos mayoritariamente de
Granada y Cádiz y 12 vizcaínos (16 %). El resto de los españoles eran asturia-
nos, mahoneses, castellanos, valencianos y aragoneses. Los españoles habitaban
preferentemente en los cuarteles 2 y 3, disminuyendo notablemente en el
cuartel 4. La tendencia era la de concentrarse en las manzanas principales de
la ciudad, próximas a la Plaza. Los otros europeos, en mucha menor cantidad,
procedían mayoritariamente de Portugal y el resto eran ingleses, italianos,
franceses y hasta encontramos un griego.
Con respecto a las ocupaciones de estos pobladores debemos recordar, tal
como lo señala Armando de Ramón, que las ciudades fundadas por los españo-
les en América no tenían el objetivo de constituirse en centros manufactureros
y por lo tanto no poseían algunas de las características que hoy consideramos
sustanciales del hecho urbano. En la ciudad americana de la época colonial
sólo se desarrollaron aquellas industrias y artesanías que permitían abastecer
a sus habitantes de lo necesario para el consumo cotidiano (Ramón, 1978).
En cuanto a los servicios, que reunían a actividades básicas del sector urbano,
la ciudad era el ámbito que proporcionaba diversas prestaciones a su propia
población y a la de la campaña, variando de un caso a otro el grado de diver-
sidad y de calidad de estos servicios.
En la Santa Fe de los años de transición entre el antiguo y el nuevo régimen,
se detecta que un gran porcentaje de hombres en edad activa no declara tener
ocupación y que entre las mujeres esta situación alcanza casi al 100 %. Entre los
732 individuos que tienen ocupación conocida, los oficios u trabajos ejercidos
por mayor número de personas eran los de labradores (115), zapateros (82),
comerciantes (66), pulperos (73), peones (peones) y carpinteros (54).
En el sector de los artesanos podemos agrupar a quienes ejercían oficios
relacionados con los productos alimenticios, las manufacturas artesanales y la
construcción. En el sector de servicios: a los comerciantes, a los ocupados en
oficios relacionados con el transporte y prestaciones personales, profesionales
y funcionarios y, finalmente, a los miembros de la iglesia. Hemos agregado un
tercer sector, que en la escala de una ciudad como Santa Fe tuvo una importante
presencia y que estaba constituido por aquellas personas que tenían sus actividades
en medios rurales o extraurbanos, pero que residían dentro del ámbito urbano.
En el grupo de quienes tienen actividades relacionadas con el abastecimiento
encontramos tahoneros que molían las semillas provenientes del área rural

78
para producir harina, carniceros que comercializaban la carne proveniente
de las reses faenadas en los corrales de la ciudad, panaderos que fabricaban y
vendían el pan y aguateros que proporcionaban agua del río para el consumo
de aquellos que no contaban con pozos de balde en sus casas.
Otro grupo estaba formado por quienes, dentro del ámbito de la ciudad,
practicaban un oficio artesanal relacionado con el procesamiento de materias
primas locales como la madera, el cuero o el hueso, o de otras introducidas
con el comercio, como el hierro, la plata, los paños y géneros diversos.
Las materias primas preponderantes en la región eran la madera y el cuero,
que se obtenían, extraían o acarreaban del territorio circundante (aunque,
según la calidad de los trabajos, alguna madera procedía de distancias mayores
o del Paraguay). Entre los pobladores que ejercían sus tareas fuera de la ciudad
encontramos un número importante de madereros dedicados a abastecer a
carpinteros y “carpinteros de ribera” de la materia necesaria. El cuero era
uno de los recursos tradicionales de la economía santafesina, que durante el
período colonial se había obtenido mediante vaquerías, verdaderas cacerías de
ganado vacuno cimarrón; a principios del siglo XIX la progresiva ocupación
de las tierras rurales disminuyó el número de ganado cimarrón y solamente
se disponía de las reses que se criaban en las estancias. El posterior y necesario
procesamiento del cuero para su transformación y utilización en objetos de uso
diverso requería de una de serie de procedimientos; entre todos los padrones
conocidos encontramos registrado sólo un curtidor, pero no debe descartarse
que el cuartel 1 haya sido asentamiento de otros.
Los productos manufacturados estaban destinados al consumo de la po-
blación y a la atención de necesidades básicas de vestido (zapateros, sastres,
peineros, sombrereros) y de la vida doméstica (plateros), a la producción de
enseres e instrumentos para el trabajo en el ámbito rural (lomilleros, silleteros)
y el transporte fluvial (carpinteros y maestros de ribera y calafates).
Los zapateros representaban el oficio ejercido por mayor número de personas
(82). En la ciudad había también 30 sastres, concentrados especialmente en
el cuartel 3 (18 de ellos), 4 sombrereros y 7 peineros que también habitaban
en el mismo cuartel.
Los carpinteros ocupaban el segundo lugar en número dentro de los arte-
sanos (54), localizados especialmente en la zona noroeste de la ciudad, a las
puertas de los caminos por los que se transportaban las maderas que utilizaban
para su trabajo. Los carpinteros y maestros de ribera y los calafates se localiza-
ban, obviamente, cerca del puerto y las cinco personas que se registraron con
estos oficios habitaban el cuartel 3.
El de los plateros era un oficio bastante difundido en una ciudad que no
producía artefactos cerámicos para el uso local y que dependía en buena medida
de los metales, especialmente de la plata, para resolver la necesidad de diversos

79
enseres para el funcionamiento de la vida doméstica (vajilla, artefactos de ilu-
minación). La vinculación de Santa Fe con el Alto Perú, tradicionalmente le
había proporcionado plata potosina a cambio de mulas locales para el trabajo
en aquellas minas; los acontecimientos derivados de los movimientos indepen-
dentistas habían comenzado a quebrar esa secular relación y pusieron en crisis
este sistema de intercambio, crisis que por 1816 todavía no se manifestaba en
la existencia relativamente numerosa de plateros en Santa Fe.
Un grupo de personas estaba dedicado a oficios relacionados con la construc-
ción edilicia: 16 albañiles trabajaban con adobes y ladrillos. Sabemos de hornos
de ladrillos localizados en el extremo sur de la ciudad, en manzanas correspon-
dientes al cuartel 1 del cual no se conserva su padrón. En los otros cuarteles
se registran 4 adoberos y un solo hornero de profesión, índice que nos estaría
marcando la proporción de uso de estos elementos constructivos. Tres personas
se registraron como techadores, término que tendemos a interpretar como el
de artesanos del quinchado de paja, una de las alternativas para la cubierta que
era todavía muy popular dentro de la traza urbana a principios del siglo XIX,
tal como puede verse en el plano de 1824 dibujado por Marcos Sastre.
A lo largo de su historia, ya lo hemos dicho, Santa Fe fue básicamente un
punto de intercambio comercial y entre 1816 y 1817 del total de personas
con oficio conocido, 132 ejercían el comercio, lo que representa un 18 %.
En los padrones se utilizan dos denominaciones: comerciantes y pulperos. El
primer grupo está conformado por 66 individuos que expendían mercaderías
en su mayor medida procedentes de otras provincias o del exterior del país.
El segundo grupo lo formaban 63 pulperos, dedicados fundamentalmente al
intercambio de productos comestibles y de bebidas alcohólicas. Esta distinción
entre comerciantes y pulperos no sólo se relaciona con el tipo de productos que
expendían sino que remite a distintas jerarquías sociales. La de comerciante
fue una actividad ejercida preferentemente por miembros de la elite local;
precisamente el cuartel 2 y el sector más antiguo del cuartel 3 concentraban
al mayor número de comerciantes. En los padrones se asentó sólo un tendero,
lo cual contrasta con el uso extendido de la palabra tienda para designar los
locales dedicados al comercio; esta calificación restringida del oficio de tendero
podría vincularse a que se trataría de un comerciante dedicado preferentemente
a la venta de textiles. Una sola persona se registró como dependiente, mozo
de tienda, en una actividad básicamente ejercida por individuos relacionados
por vínculos parentales o de clientelismo.
Un sector de la población estaba dedicado a actividades relacionadas con el
transporte de bienes y, en menor medida, al de personas. El mayor número de
ellos habitaban en el cuartel 3, 16 se registraron como carretilleros y 9 como
navegantes. El único botero corresponde al cuartel 2, en proximidades del riacho
Quillá. Solamente 4 reseros y un tropero habitaban en el ámbito urbano.

80
Otro grupo está representado por los pobladores que prestaban diversos
servicios para los que eran especialmente contratados y cuyas ocupaciones re-
velan nuevamente la escasa complejidad social de la ciudad. En su mayoría (57
personas) se registraron como peones, que se conchaban para prestar servicios
dentro o fuera del ámbito urbano a cambio del pago de jornales.
Ocho personas ejercían el oficio de barberos y se concentraban casi exclusi-
vamente en el cuartel 2 (7 de ellos). En las ciudades coloniales muchas veces
los barberos habían ejercido también de sangradores y en ese caso su actividad
se relacionaba con la asistencia sanitaria de la población.
Aunque la ejecución musical debió haber formado parte de los pasatiempos
de los santafesinos, no aparecen individuos que hayan hecho de ello su medio
de vida. Solamente se registraron dos músicos, uno de ellos organista, cuya
actividad estaba vinculada a las celebraciones litúrgicas.
Una persona se reconocía como tasador y otra como escudero. Solamente
una mujer aparece como ama de leche, proporcionando un servicio tradicio-
nalmente ejercido por esclavas y criadas.
El escasísimo número de personas empadronadas con profesiones u ocu-
paciones especializadas nos da la pauta del nivel cultural de la ciudad y, nue-
vamente, de su escasa complejidad funcional todavía en los albores del siglo
XIX. Un solo abogado, un solo escribano, un solo agrimensor y dos médicos
representan el ínfimo sector de la población que ha alcanzado los grados más
altos de educación. En toda la ciudad también había sólo dos maestros de
escuela. Incluimos en este grupo al único sangrador, aunque se trataba de un
oficio que se reconocía más cercano al trabajo mecánico del artesano (muchas
veces ejercido por barberos) que al de la profesión liberal. En los inicios de
la vida republicana, el Estado Provincial no requería tampoco de estructuras
complejas para su funcionamiento y una sola persona se reconocía como
parte de ese aparato en su carácter de Secretario de Gobierno. La instrucción
y los grados militares también están ausentes, la única persona empadronada
como militar fue un niño a quien se le había conferido grado militar como
reconocimiento a la labor burocrática de su padre.
En el momento en que se realizan los padrones existían en la ciudad tres
órdenes religiosas y una sola iglesia parroquial. La orden dominica se localizaba
en el cuartel 1, del que no se conserva padrón y por lo tanto queda ausente
de los registros. Las órdenes franciscana y mercedaria tenían sus sedes en el
cuartel 2 y contaban con 7 y 8 miembros cada una.
Además de estos frailes, el resto de las personas vinculadas con actividades
eclesiásticas fueron curas, sacristanes y notarios eclesiásticos. La presencia
de un agustino resultaba extraña en una ciudad y una región de Sudamérica
donde no había existido esta orden del período colonial.

81
Santa Fe no contó en todo el período hispánico y poscolonial con instituci-
ones religiosas para las mujeres, y aquellas que deseaban hacer vida conventual
tenían que ingresar en monasterios cordobeses o porteños. No obstante, en los
padrones aparece registrada una beata, o mujer consagrada a la vida religiosa
sin pertenecer a una comunidad conventual.
Un grupo importante entre las personas que se registran con ocupación
tenía su actividad fuera de la ciudad (172, que representan el 22 %). En su
mayoría (115) eran labradores o agricultores, cuyas tierras de labor se encon-
traban en chacras no muy alejadas de la ciudad, en los pagos del Rincón y
de Ascochingas. Mucho menor es el número de estancieros (8), cuyos esta-
blecimientos solían estar a mayor distancia del ámbito urbano y que estaban
organizados para sostener el consumo local de carne o la extracción de cueros
para la exportación. Veintiuna personas se empadronaron como madereros,
eran quienes extraían y comerciaban madera para la construcción de edificios,
muebles, embarcaciones y medios de transporte. Otras doce se registraron
como leñadores, que proporcionaban maderas para la combustión con el
fin de calefaccionar o de cocinar. Cinco individuos tenían su medio de vida
como pescadores y uno se registró como “montaro”, lo que puede leerse como
montero, es decir cazador.
La distribución de esta población en el ámbito de la ciudad es clara en cuanto
a la relación que puede establecerse entre su ocupación y la geografía urbana.
Los estancieros habitaban especialmente en el cuartel 2, correspondiente en
su totalidad al área más antigua de la ciudad. Los labradores, madereros y
leñadores se ubicaban exclusivamente en las áreas más populares de los cuar-
teles 3 y 4, los del norte de la ciudad, que se comunicaban con el área rural
circundante a través de diversos caminos. Fuera de esa lógica, los pescadores
empadronados no estaban radicados en las manzanas próximas al río, sino en
el cuartel 4, en el noroeste de la ciudad.

82
Notas
1
Biblioteca Nacional de Buenos Aires: Colección 7
Dos informes del gobernador Diego de Góngora al
Gaspar García Viñas, doc. nº 4121. Rey en el año de 1622, en: Cervera M.M., Historia
2
“Instancia de los vecinos de Santa Fe oponién- de la ciudad y provincia de Santa Fe. Contribución
dose al traslado y fallo del Obispo del Río de la a la Historia de la República Argentina (1573-
Plata, Santa Fe, 3 de junio de 1660. Transcripta 1853). Tomo III, Apéndice XXI. Santa Fe, Universi-
por Guillermo Furlong y Raúl A. Molina en: Las dad Nacional del Litoral, 1982, pp. 384/5.
ruinas de Cayastá son de la vieja ciudad de Santa 8
Proyecto de investigación CAI+D 2000 (Uni-
Fe fundada por Garay. Fallo de la Academia Nacio- versidad Nacional del Litoral), “Ciudad, Estado y
nal de la Historia. Buenos Aires, Ediciones Arayú, Sociedad. Santa Fe en la primera mitad del siglo
1953, pp. 123/26. XIX”, dirigido por Luis María Calvo.
3
AGI: Charcas, 215. Carta del gobernador Ortíz 9
Ordenanzas del teniente de gobernador Francis-
de Rozas, ya cit. co Domínguez. Santa Fe, 27 de enero de 1689.
4
Informe del procurador José Teodoro de Larra- Citadas por Catalina Pistone en La esclavatura
mendi, ya cit. negra en Santa Fe. Santa Fe, Junta Provincial de
5
Los porteños don Melchor de Gaete y su hermana Estudios Históricos, 1996, p. 16.
doña Polonia se radicaron en Santa Fe, el primero 10
AGPSF: Archivo de Gobierno, tomo I, leg. 8, fs.
a raíz de su matrimonio con doña Juana del Casal 170/185, Padrón del cuartel nº 2, 1816; Archivo
y la segunda por su casamiento con el maestre de de Gobierno, tomo I, leg. 1, fs. 186/210, Padrón
campo don Antonio de Vera y Mendoza. del cuartel nº 4, 1817 y Cabildo de Santa Fe,
6
Concierto y entrega de un mozo a Diego Álvarez. Varios Documentos, leg. 1, Padrón del cuartel nº
Santa Fe, 5 de mayo de 1655. DEEC: EP, tomo 3, 1816.
1, fs. 278v/9v.

83
Ilustración 3.1

Ilustración 3.2

Ilustración 3.1. El comercio terrestre se realizaba mediante tropas de carretas


(acuarela de una carreta según Florián Paucke).
Ilustración 3.2. Fuerte en la frontera santafesina (según Florián Paucke).

84
Ilustración 3.3

Ilustración 3.4

Ilustración 3.3. Hombre y mujeres de la elite (según Florián Paucke).


Ilustración 3.4. Criollos (según Florián Paucke).

85
Ilustración 3.5

Ilustración 3.6

Ilustración 3.5. Reducción de San Javier de mocovíes (según Florián Paucke).


Ilustración 3.6. La negra y el niño. Óleo pintado por sor Josefa Díaz y Clucellas
(colección y fotografía del Museo Histórico Provincial de Santa Fe).

86
Ilustración 3.7. Plano de 1824 dibujado por Marcos Sastre con indicación de los cuarteles
en que se dividía Santa Fe.

87
88
Segunda parte
Descripción tipológica

89
90
Capítulo 4
Vivienda y tipo

1. Vivienda y tipo

La vivienda es uno de los fenómenos arquitectónicos que mejor actúa como


ámbito de resonancia de las experiencias y de los saberes populares. En la
ciudad colonial, la tradición forjada por constructores de origen hispánico,
criollo o americano, fue catalizadora de conocimientos empíricos y de prácti-
cas artesanales puestas al servicio de modos de vida de las nuevas poblaciones
hispanoamericanas. Modos de relacionar lo privado con lo público y formas
de ocupación de la parcela fueron el otro campo de experiencias desde dónde
se gestó la vivienda como producto colectivo.
Acerca de la arquitectura doméstica cusqueña, Ramón Gutiérrez señala que
la misma fue producto de la acción predominante de los mismos propietarios
y usuarios (1981b:93). Al ocuparse del caso cubano, José Ramón Soraluce
plantea que al hablar de arquitectura vernácula, arquitectura popular o cons-
trucciones rurales nos estamos refiriendo a “procesos edificatorios que tienen
su razón de ser en el anonimato creativo y en la experiencia secular al servicio
de un determinado tipo de grupo social” (Soraluce Blond, 9). También acerca
de Cuba, Alicia García Santana (2000) nos dice que en el siglo XVIII se pro-
dujo un proceso de adaptación de la arquitectura doméstica al medio físico e
histórico, seleccionando estructuras y precisando funciones que terminaron
por singularizar la casa criolla.
Anonimato creativo y experiencia secular, procesos de adaptación, selec-
ción y determinación son algunos de los conceptos que permiten entender a

91
la vivienda como un fenómeno amplio que va más allá de la individualidad
de cada una de ellas. El campo de análisis determinado por la arquitectura
doméstica no es la mera sumatoria de objetos individuales sino un conjunto
vasto de resultados en relación con diferentes realidades socio-ambientales y
con determinadas experiencias colectivas de hacer y de habitar.
Gianfranco Caniggia y Gian Luigi Maffei plantean el concepto de conciencia
espontánea entendida como “la aptitud de un sujeto actuante para adaptarse,
en su actuación, a la esencia cultural heredada”. En la edificación ésta se ma-
nifiesta en el acto de “comprensión inmediata y sintética de lo que conviene
para formar un producto de la edificación”. Se introduce así el concepto de
edificación espontánea como aquella en la cual el usuario actúa directamente
y para sí mismo sin la mediación de otros y “sin la constitución previa de
instrumentos de representación anteriores al propio objeto edificado”. Es así
cómo, cuando se construye una casa, se “la hace como se hace una casa en ese
determinado momento, en su área cultural, actuando así en plena conciencia
espontánea” (25).
La conciencia espontánea es propia de momentos de continuidad como los
del período que estudiamos para el caso de la vivienda americana. Momentos
en los cuales el productor de arquitectura, guiado por ese tipo de conciencia,
“tiene la posibilidad de hacer un objeto ‘sin pensar en él’, condicionado sólo
por el sustrato inconsciente de la cultura heredada, transmitida y evolucio-
nada a la del momento temporal correspondiente a su actuación” (Caniggia
y Maffei, 28).
Según los mismos autores, ese objeto es el tipo, que “estará determinado por
las anteriores experiencias realizadas en su entorno cultural, traducidas en un
sistema de conocimientos integrados, asumidos globalmente, para satisfacer
la necesidad especial a la que ese objeto debe responder. Esos conocimientos
son ya un organismo, en cuánto que son una correlación integrada autosufi-
ciente de nociones complementarias orientadas a un fin unitario: son ya una
pre-proyección de lo que será el objeto realizado, terminado, aunque sean
anteriores al objeto físico mismo” (Caniggia y Maffei, 28).
Desde ese marco teórico, tipo es un producto genuino de la conciencia es-
pontánea, mientras que su conceptualización lo es de la conciencia crítica. Es
la misma conciencia crítica la que ha instalado, debatido y cuestionado en los
dos últimos siglos la validez del concepto de tipo. Conciencia crítica que emerge
con la Ilustración y que aparece representada en la muy conocida definición
de Quatrémère de Quincy: “La palabra tipo no representa tanto la imagen de
una cosa que debe ser imitada a la perfección como la idea de un elemento que
debe servir, por sí mismo, de regla de un determinado modelo” (Argan, 4).
La definición de tipo de Quatrémère permite establecer los lazos con el
pasado, poniendo de manifiesto continuidad y permanencia, un sentido cuya

92
lógica se basa en las necesidades y en la naturaleza de las cosas, en el uso y en
la historia (Moneo, 17). Radicalmente diferente al de Quatrémère es, según
Rafael Moneo, el concepto de tipo que propone Giulio Carlo Argan; de idea
a priori el tipo pasa a ser producto de una comparación e interpretación a pos-
teriori, en la que se reconocen coincidencias en un repertorio proporcionado
por la realidad histórica (4).
En los años 60 del siglo pasado los escritos de Saverio Muratori, Aldo Rossi,
Giorgio Grassi propusieron una teoría en la que el tipo permitía abordar el
estudio de la ciudad y de su construcción histórica, pero a la vez se convertía
en fundamento para resolver la proyectación de arquitectura en la ciudad con-
temporánea. Desde entonces, la doble dimensión del concepto de tipo para su
aplicación como herramienta proyectual y como instrumento historiográfico
ha signado los debates, la revisión y la propia crisis del concepto.
Esa doble dimensión, dice José Luque Valdivia, permite entender al tipo,
por un lado, como un “concepto analítico y clasificatorio” y por el otro como
un “instrumento sintético y proyectual” (232). Desde nuestra perspectiva,
acudimos al concepto de tipo en su condición de instrumento historiográfi-
co. Sobre esta cuestión Marina Waisman puso en evidencia, sin embargo, la
imposibilidad de utilizarlo como estructura formal básica y de relacionar tipo
edilicio y morfología urbana. En América española, señala Waisman, desde
sus orígenes la gran mayoría de las ciudades tuvo una traza (78), por lo que
el tipo edilicio no constituyó su estructura, en cambio, sí “pudo construir la
imagen de la ciudad”.
Compartimos la posición de Waisman en cuanto a la relación que podemos
establecer en esos términos, y más concretamente, entre arquitectura doméstica
y espacio urbano. En nuestras ciudades el universo de objetos individuales –vi-
viendas– tuvo un soporte (traza y parcelario) definido desde sus orígenes, por
lo que no fue un factor constituyente de la morfología urbana. Al ser fijados a
priori, traza y parcelario fueron idea antes que concreción; para materializarse,
más allá del plano, nuestras ciudades necesitaron que se iniciara el proceso de
su construcción real en el que desempeñó un rol fundamental la edificación
de las viviendas, elemento preponderante en cualquier fenómeno urbano.
Desde este supuesto conceptual la interpretación tipológica es adecuada para
abordar el objeto que nos interesa. El corpus de documentación que hemos
relevado para el caso santafesino, aporta un cúmulo de información que re-
quiere ser sistematizado para ser utilizado en una instancia de interpretación.
Metodológicamente, el conocimiento construido a partir de la tipificación
permite, además, utilizar solidariamente las descripciones de unas viviendas
en beneficio de la comprensión de otras menos documentadas para poder
reconstituir un universo de viviendas coloniales desparecido hace más de un
siglo que constituyen el objeto de nuestra indagación.

93
Para tipificar la arquitectura doméstica santafesina tomamos como parámetro
de referencia la forma de ocupación del lote, aspecto que nos permitirá ana-
lizar las relaciones establecidas entre lo construido y lo no-construido dentro
del terreno y con su entorno, y en consecuencia, su necesaria incidencia en la
definición del tejido e imagen urbanos.
De acuerdo a las formas de ocupación del lote podemos identificar dos situa-
ciones diferentes que reconocemos como sendas series tipológicas: viviendas
con patio a la calle y viviendas construidas sobre la calle. En ambas situaciones
el patio es un lugar privilegiado del ámbito doméstico que genera funcional y
espacialmente toda la casa, pero las repercusiones sobre la imagen y el tejido
de la ciudad son muy diferentes según se trate de un caso o del otro.
A su vez, en cada una de las dos series reconocemos tipos arquitectónicos
con diferentes formas de ocupación de la parcela. Conviene aclarar que aunque
puede leerse una secuencia cronológica en su configuración, la aparición de
nuevos tipos no genera el total desplazamiento de los primeros, que pueden
perdurar durante todo el período hispánico, tanto por la inercia física de lo
construido como por la persistencia de modos de habitar y resolver el espacio
doméstico.

1.1. Primera serie tipológica: casas con patio a la calle

Esta primera serie se caracteriza por contar con un primer patio o patio princi-
pal, que se vincula directamente a la calle mediante un acceso directo –la puerta
de calle–, pero separado de ésta por una pared o muro. La particularidad es
que ese patio antecede al cuerpo principal de la casa, definiendo un espacio
interior, de uso doméstico, que actúa como elemento de transición entre lo
público y lo privado.
La investigación documental nos permite reconocer una progresiva com-
plejización de la forma de ocupación del lote, en estrecha relación tanto con
el momento en la historia urbana local como con la jerarquía de la vivienda.
El primer patio, hacia el que se abren los locales principales de la casa –salas y
aposentos de mayor jerarquía–, nuclea los usos de “representación” familiar,
y alcanza diversos grados de definición espacial según la situación social y
económica de sus ocupantes.
En la primera serie agrupamos cuatro tipos de vivienda; todas tienen como
denominador común al patio, pero con situaciones diferentes en la definición
de sus límites, de acuerdo a una menor o mayor complejidad de los cuerpos
construidos. Desde los tiempos de Santa Fe la Vieja, el cerco de tapia que lo
separa de la calle y el cuerpo principal de la vivienda, constituyen los límites
materiales que definen visual y funcionalmente al primer patio. Límites que

94
serán más o menos precisos de acuerdo a las características de lo construido,
comenzando por las simples tiras de habitaciones a las que se han de añadir
otras alas que terminan por conformar cuerpos en forma de L o de U.
A esta serie corresponden las viviendas de Juan González de Ataide (primer
tipo: tira de habitaciones), de Narciso Xavier de Echagüe y Andía (segundo
tipo: cuerpo en L) y de Joaquín Maciel (tercer tipo: cuerpo en U).1 Los tres
casos corresponden a familias de primer orden dentro de la estructura social
santafesina y la secuencia tipológica establecida tiene su correlato temporal.
La vivienda de González de Ataide fue edificada en Santa Fe la Vieja en la
primera mitad del siglo XVII, la de Echagüe y Andía a mediados del siglo
XVIII y la de Maciel poco tiempo después.
En un cuarto tipo (vivienda interior con cuartos a la calle) identificamos
una situación intermedia en la que se mantiene la posición del patio, aunque
aparecen habitaciones que tienden a estrechar el cerco que lo cierra por el
lado de la calle.

1.2. Segunda serie tipológica: casas construidas a la calle

En una segunda serie tipológica ubicamos aquellas viviendas que se caracteri-


zan por una predominante ocupación de los frentes de los lotes. Dentro de
la serie tipificamos tres situaciones: viviendas en las que el acceso al interior,
se da directamente a través de una de sus habitaciones; otras en las que, entre
las habitaciones del frente se define un zaguán que comunica con el primer
patio y resguarda la intimidad de la vida privada; y finalmente, aquellas que
a las características anteriores incorporan la particularidad de desarrollar una
segunda planta.
En las tres situaciones el común denominador con respecto al espacio público
son las construcciones ubicadas directamente sobre la línea del frente del ter-
reno. Se crea así un diafragma construido entre el espacio público y el privado,
que constituye un elemento morfológico fundamental para la generación y
definición espacial de las calles.
Esta serie tipológica no cuenta con vestigios arqueológicos en Santa Fe la
Vieja, aunque sabemos que hubo casas con “tiendas sobre la calle”, tal como lo
mencionan algunos documentos notariales. Puede que haya habido también
casas construidas sobre la calle cuya modestia tecnológica no haya sido regis-
trada todavía por las investigaciones arqueológicas. La casa de Hernandarias
de Saavedra en Santa Fe la Vieja (de la que no quedan vestigios arqueológicos),
con zaguán, constituye un caso singular en el extremo superior de la jerarquía
arquitectónica correspondiente al más alto nivel social y político, que no puede
generalizarse. A partir del traslado de la ciudad, en cambio, son más frecuentes

95
las descripciones documentales que permiten identificar casos de viviendas
con estas características.
En los capítulos siguientes nos ocuparemos de realizar una lectura particu-
larizada, en la que caracterizaremos e interpretaremos cada una de ambas
series tipológicas.

Primer tipo vivienda en tira


Casas con patio a la calle

Segundo tipo vivienda en L


Primera serie

Tercer tipo vivienda en U

Cuarto tipo vivienda interior con cuartos a la calle

Primer tipo vivienda construida sobre la calle


Casas construidas a la calle

Segundo tipo vivienda con zaguán


Segunda serie

Tercer tipo vivienda con zaguán desarrollada


en dos plantas

Notas
1
Un primer intento de identificación de estos tipos Nacional y Americana, nº 20. Instituto Argentino
lo dimos a conocer en el artículo Tres tipos de vi- de Investigaciones en Historia de la Arquitectura,
viendas santafesinas durante el dominio hispánico, 1985, pp. 21/26.
publicado en DANA, Documentos de Arquitectura

96
Capítulo 5
Casas con patio a la calle
(Primera serie tipológica)

1. Vivienda en tira (primer tipo de la primera serie)

El primero de los tipos se detecta como fenómeno generalizado ya en tiempos


del asentamiento fundacional y su persistencia se puede reconocer durante la
segunda mitad del siglo XVII y todavía en el siglo XVIII (ver Anexo: Fuentes).
Se caracteriza por la disposición de las habitaciones principales en forma de
tira paralela a la calle (Ilustraciones 5.1 y 5.2).

1.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Por lo general las viviendas de este tipo se asentaban sobre grandes terrenos, en
los primitivos solares fundacionales repartidos por Garay en 1573, equivalentes
a cuartos de manzana, o en amplias fracciones de medios, tercios o cuartos
solares, esto es de 33, 22 o 161/2 varas de frente (28,50, 19,00 y 14,30 metros
respectivamente) con un fondo de solar entero (66 a 67 varas equivalentes a
57 metros). Un caso singular fue el de la casa de Jerónimo de Rivarola, con
un ancho de tercio de solar, es decir de 22 varas, pero con un fondo de dos
solares que le permitía tener salida a dos calles.
En las viviendas de este tipo la vida doméstica tendía a recogerse en la intimi-
dad, sustrayéndose del espacio público urbano y poniendo distancias con la ca-
lle: el patio se interponía alejando lo privado de lo público. La “puerta de calle”,
abierta en medio del cerco de tapia da acceso a la intimidad (Calvo, 1993:583),
y señalaba el paso del afuera –lo público– a lo privado –lo íntimo.

97
Las habitaciones principales se disponían en una tira o crujía, en forma pa-
ralela a la calle; en situaciones de esquina se daba preferencia a una de las dos
calles en detrimento de la otra. Un caso atípico, en el que la tira se disponía
en forma perpendicular a la calle, lo constituía la casa de Antonio González
de Andino.
La orientación habitual, sobre todo en una primera época, era de sur a
norte, pero a medida que pasó el tiempo y los solares se fraccionaron fueron
más frecuentes los bloques dispuestos de este a oeste. La primitiva manera de
orientar tenía su sentido: en un trazado urbano ocupado por pocos edificios,
la hilera de habitaciones se disponía de modo de ofrecer mayor resistencia a
los vientos predominantes.
Esa única crujía, que constituía el bloque principal de las casas, se confor-
maba con varias habitaciones puestas en hilera: la sala –espacio principal y
diferenciado del conjunto por sus dimensiones– y los aposentos, de uno a
tres. Si se trataba de más de un aposento, los mismos se disponían a ambos
lados de la sala.
En los documentos relativos a algunas viviendas de este tipo se mencionan
recámaras como locales integrantes del cuerpo principal y junto a los aposentos.
En otras ocasiones, los locales aparecen mencionados como cuartos o piezas,
sin especificar otra denominación que pueda identificarlos.
Para esta época los locales no tenían un uso claramente establecido, como
más tarde se les asignó: las diferencias entre sala y aposento solían ser las de
tamaño, y si bien en algunas viviendas principales la sala podía ser un lugar
destinado exclusivamente para la recepción, en otras servía a fines menos es-
pecíficos. En todo caso, el mobiliario siempre jugaba un papel fundamental
en la definición del uso o usos a los que se destinaba el local.
Otras dependencias, por lo general diferenciadas de la tira principal, con-
formaban cuerpos independientes y por la forma en que se implantaban en
los terrenos contribuían a definir espacios secundarios pero vitales para la
vida doméstica. De esta manera se mencionan cocinas, despensas, atahonas,
ramadas y demás oficinas de servicio, aunque es evidente que a veces estas
denominaciones podían ser alternativas.
Relacionados con las cocinas existían los equipamientos complementarios
para ese tipo de uso, aunque los documentos no dan cuenta de ellos y sólo se
menciona un “horno de cocer pan” en la casa de González de Andino.
Además, aparecen otros locales relacionados con actividades productivas o
comerciales, de los que nos ocupamos más extensamente en el capítulo 11.
Por el momento sólo mencionaremos que en algunos casos se hace referen-
cia a tahonas o atahonas (esto es: molinos) “corrientes y molientes”, por lo
general cubiertas de paja, que se ubicaban dentro de los mismos lotes como
actividad económica complementaria. La vivienda y atahona de doña María

98
de Esquivel se ubicaba en un par de solares de la ciudad vieja, a escasas dos
cuadras de la Plaza Mayor. En la ciudad trasladada persistió la existencia de
atahonas en terrenos de este tipo de viviendas y dentro de la traza de la ciudad
hasta entrado el siglo XIX.
Otra actividad que se alojaba en los mismos predios, en estrecha relación con
la calle, era la comercial. Las tiendas y trastiendas se ubicaban, por lo común,
en esquinas. En algunos casos estas dependencias, de no ser explotadas por el
grupo familiar, eran alquiladas a terceros.

1.2. Calificación de los espacios no cubiertos

La relación entre lo construido y lo no construido definía espacios abiertos


que se calificaban claramente según su función y jerarquía. La implantación de
los volúmenes construidos generaba y calificaba los espacios abiertos, patios y
corrales, distinguiendo y jerarquizando unos en relación con los otros (Luque
Colombres, 1980:9).
El primer espacio, comunicado con la calle, era el patio que se definía entre
el cerco del frente y el cuerpo principal de vivienda; en la carta dotal de la
hija de Martín González se indica expresamente su posición en el solar men-
cionando: “su patio que sale a la calle”. También se identifican otros espacios
secundarios desde el punto de vista jerárquico, pero igualmente importantes
para la vida cotidiana, como ser traspatios, corrales y huertas. Según sus usos
y las dimensiones del terreno estas áreas, lejos de ser remanentes del mismo,
se articulaban generando diferentes situaciones espaciales.
De “patio principal” se habla al describir la vivienda de Gaspar Pereyra en
1711 y cuatro décadas más tarde se menciona “su patio principal con puerta
de calle”. Puede deducirse que esta calificación no hace sino reforzar el carácter
de una situación que se daba en éste y otros tipos, donde el primero y muchas
veces único patio concentraba usos y resoluciones particulares que lo jerarqui-
zaban claramente con respecto al resto de los espacios no construidos.
El patio antecedía al cuerpo principal de la casa-habitación constituyéndose
como un elemento de transición entre lo público –la calle– y lo privado –el
ámbito doméstico–; hacia el frente lo delimita el cerco y en lo interior el
cuerpo de habitaciones principales. Nuclea así los usos de “representación”
familiar en correspondencia con la jerarquía que se reconoce a los locales con
los que establece relación.
En los documentos referidos a la citada casa de Pereyra, pero ya en tiem-
pos en que perteneció a Narciso Xavier de Echagüe y Andía, se menciona
“el otro patio interior con oficinas y cuartos de vivienda de los criados de
media agua”, aportando una clara distinción de usos. Referencias acerca de

99
la presencia de dos patios se detectan también en las casas de Fernández de
Ocaña y de Lizola.
Otro modo de espacio abierto lo constituía el corral. Según el relevamiento
que hemos realizado, encontramos la coexistencia de patios y corrales en varias
viviendas. La jerarquía de usos es lo que diferenciaba sustancialmente al patio
del corral; mientras aquél era un ámbito calificado, éste otro, asimilable a un
traspatio, era el espacio que concentraba usos que le otorgaban carácter de ám-
bito vital en el que se desarrollaban las actividades domésticas relacionadas con
el “funcionamiento” y sustento del hogar: cocinas, despensas, habitaciones para
los criados, hornos y otros locales de servicio. En las casas de Antonio Madera,
en cambio, se menciona el corral pero se omite la mención del patio.
Las casas de Jerónimo de Rivarola, Juan de Vera Luján, Gaspar Pereyra y
Juan de Silva son ejemplos en que documentamos la coexistencia de patios y
huertas. La amplitud de los solares permitía contar con la presencia de árboles
frutales exóticos para la región –higueras y duraznos–, introducidos desde
los primeros años en la ciudad. Ya en Santa Fe la Vieja la casa de Hernando
Arias Montiel tenía “mucha arboleda de muchos árboles frutales”, que en otro
momento se describen con algo más de precisión diciendo que era “casa con
mucha arboleda de higueras, duraznos y otros árboles frutales”.
Al describir la casa de Juan de Vera Luján en 1699 se mencionan los “ár-
boles frutales que hay plantados en el fondo del solar”. También cuando en
1753 Narciso Xavier de Echagüe y Andía compra la casa de Pereyra, se anota
“su huerta de diferentes árboles frutales”. Más precisa es la descripción de
la huerta de Juan de Silva en 1786, donde se incluye “porción de diferentes
árboles frutales, naranjos y limas dulces, granados, manzanos, parrales y otros
árboles de aprecio, todo cercado de pared”, con el complemento de un “pozo
de balde en dicha huerta, de cal y ladrillo muy útil y servible”.
De “patio, traspatio y huerta” se habla al describir la casa que había sido de
López de Santa Cruz. “Corrales y huerta” son mencionados en las casas de Ma-
dera, Aguilar Maqueda, Martín González y doña Francisca de Villavicencio.
En el caso de la vivienda de Francisco de Oliver Altamirano se distinguen
tres de los diferentes tipos de espacios abiertos que venimos refiriendo, “patio”,
“corral” y huerta, que en este caso se nombra como “arboleda”. También en la
casa de José Fernández Montiel, la tira de habitaciones del cuerpo principal
y otras construcciones accesorias, cercos y divisorios del terreno, permitían
distinguir las tres áreas abiertas diferentes.

100
1.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

Generalmente la relación entre los espacios cubiertos y los libres de construc-


ción se articulaba mediante galerías, denominadas colgadizos o corredores.
Los corredores tenían un doble propósito: funcionalmente establecían áreas
de transición entre lo cubierto y lo no construido, el interior y el exterior,
propicias para el desarrollo de actividades, el descanso o esparcimiento familiar;
por otra parte preservaban de los agentes atmosféricos que conspiraban contra
la conservación de la materialidad de los muros.
En la enumeración de locales y dependencias, las escrituras incluyen los
corredores, reconociéndolos como elementos importantes en la conformación
del cuerpo de la vivienda.
De acuerdo a las referencias relevadas podemos detectar diferentes situacio-
nes. En primer lugar el cotejo de la documentación permite relevar aquellos
corredores que son mencionados sin ninguna otra especificación que permita
recomponer su situación espacial en el conjunto. Un segundo e importante
conjunto de escrituras es más preciso en cuanto a la existencia de dos corre-
dores y su disposición en relación con la tira de habitaciones permitiendo,
incluso, el reconocimiento tipológico de la vivienda según las pautas que hemos
establecido. A su vez, en algunos casos se aclara la orientación en que están
dispuestos, comúnmente al este y oeste y en menos casos hacia el sur y norte.
Una situación atípica, sin embargo, aparece en la vivienda de Lizola, ya que
si bien en una oportunidad se habla de “corredores de uno y otro costado”
más tarde se hace referencia a “corredores que caen al este y norte”, es decir
en forma perpendicular unos de otros.
Un caso singular en toda la arquitectura doméstica urbana de Santa Fe fue
la casa de Madera, que estaba rodeada de corredores por sus cuatro costados.
Cuando la primitiva construcción, cubierta de paja, fue mejorada y cubierta
de teja por sus posteriores propietarios, se mantuvo la disposición de sus
galerías perimetrales. No hemos encontrado otro ejemplo similar dentro
del tejido urbano, en cambio hasta el día de hoy subsiste lo que en el siglo
XVIII fue vivienda principal de la chacra de Juan Francisco de Larrechea
en el Pago de la Laguna Grande, actualmente conocida como Estanzuela
de Echagüe.
Es importante reconocer el sentido de estos corredores. Unas de sus funcio-
nes eran las de proteger de la intemperie a los muros de tierra cruda y de actuar
como espacio de articulación entre lo construido y lo abierto. Pero también
constituían superficies cubiertas susceptibles de ser aprovechadas como locales
mediante la inclusión de algunos tabiques, sirviendo para alojar dependencias
necesarias para la vida doméstica, calificadas como “aposentillos”, “despensillas”
o simplemente “cuartos”. Obviamente en estos casos el carácter primario del

101
corredor como espacio de transición y de articulación entre interior y exterior
se interrumpía en los tramos en que era cerrado para este fin.

1.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

En relación con el tejido urbano, este tipo de vivienda generaba un tejido de


grano grueso, con amplio predominio de lo no construido sobre lo construido.
Hacia la calle, el cerco delimitaba el espacio público y el privado, pero por
su altura permitía intuir la predominancia de los espacios abiertos, algunos
de ellos arbolados. Las calles, definidas espacialmente con estos límites bajos,
atravesaban la ciudad pasando de lo urbano a lo rural blandamente; tanto
en lo morfológico como en cuanto al uso del suelo la ciudad se diluía en el
territorio y el campo penetraba en la ciudad.
El tipo de implantación de los cuerpos de vivienda y la preponderancia de los
espacios abiertos, se complementaba con la voluntad de delimitar físicamente
los ámbitos privados respecto de los públicos. Deben haber sido muy frecuentes
las cercas realizadas con cañas, troncos y ramas o plantas. Pero la existencia de
cercos de pared de tapia también aparece ampliamente documentada.
En ocasiones, para proteger la tierra cruda con que estaban fabricados, estos
cercos eran cubiertos con bardas de teja, como se documenta al describir la
casa de Aguirre y Meléndez en 1793 con “su cercado de pared pisada cubierta
de teja que forma patio a la calle”.
La puerta de calle se abría en el cerco que separaba el patio del espacio
público urbano, poniendo en comunicación directa estos diferentes ámbitos.
Con este ingreso se definía un eje perpendicular al de la calle y al del cuerpo
principal de la vivienda.
Con anterioridad hemos hecho referencia a un caso diferente como lo fue
la casa de Antonio González de Andino, en donde la puerta no se enfrentaba
al cuerpo de vivienda. Éste último se disponía perpendicularmente a la cerca
exterior y paralelo al trayecto que desde el espacio público atravesaba la puerta
de calle.
En la casa de Juan de Silva la puerta de calle, aun cuando se abría en medio
del cerco de tapia, tenía “sobrepuerta de tejado, canes y tirantillos y corredor
volado a dicho patio con postes que le sostienen de espinillo”.
En cuanto a la carpintería de las puertas de calle, se sabe que las “puertas
principales” de la casa de Silva eran “grandes de dos manos y postigo usual, con
sus cerraduras y llaves”, mientras que las de Aguirre y Meléndez eran “llanas”
y medían 13/4 de ancho y 23/4 varas de alto.

102
2. Vivienda en L (segundo tipo de la primera serie)

El segundo de los tipos tiene antecedentes en dos ejemplos conocidos y


excavados en Santa Fe la Vieja por Agustín Zapata Gollan. Persistió y se
desarrolló durante la segunda mitad del siglo XVII en el nuevo asentamiento
y todavía encontramos algunos casos en el siglo XVIII (ver Anexo: Fuentes)
(ilustraciones 5.3 y 5.4).
El plano de Santa Fe levantado por Marcos Sastre en 1824 demuestra la
persistencia de algunos ejemplos.

2.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Las viviendas de este tipo se asentaban en terrenos amplios, solares fundacio-


nales o medio solares; sólo a finales del siglo XVIII detectamos un ejemplo
asentado en un terreno de dimensiones menores.
Las habitaciones se disponían una a continuación de otra, comunicadas
entre sí, pero en dos crujías unidas en ángulo recto, que conformaban un
cuerpo en L. Ese cuerpo de habitaciones abrazaba el patio principal, separado
de la calle por un cerco de tapia y comunicado con ella mediante la puerta de
calle. En ese bloque se alojaban las habitaciones de uso familiar. Las de
mayor importancia se ubicaban en el lado paralelo a la calle, enfrentadas a la
denominada, precisamente, puerta de calle.
En algún caso las habitaciones son mencionadas tan sólo como “aposentos”,
como en la vivienda del general Cristóbal de Garay; en otros se distingue la
función de cada una de ellas. La casa de Pedro de Zabala tenía su cuerpo
principal formado por sala y aposento, a los que se agregaban otros dos cuar-
tos construidos debajo del corredor y una ramada de media agua en la que se
alojaban otro cuarto y la cocina. La casa de José Crespo contaba con algunas
habitaciones sobre la calle, esquina y trastienda, pero el cuerpo principal se
constituía en forma de L en torno al primer patio, compuesto por la sala
principal, un “cuarto que le sirve de dormitorio”, un aposento principal y
otras salas y aposentos; en este caso se constata la existencia de un “corredor
[...] que sirve de pasadizo al corral”. En la casa de Narciso Xavier de Echagüe
y Andía, el bloque en forma de L estaba conformado por un cuarto, la sala
principal, un aposento, una sala de menor jerarquía y otro cuarto, debajo del
corredor del aposento se formaba una “recamarita chica”.
Manuel de Gabiola fue propietario de dos casas aledañas; una de ellas tenía
su cuerpo principal integrado por sala, aposento, una recámara y tres cuartos.
Esta vivienda era lindera a su casa principal y según parece ambas fueron
construidas como partes de una misma fábrica.

103
De la casa de José Manuel de Villaseñor no tenemos referencias comple-
tas pero sabemos que era parte de una propiedad mayor, perteneciente a la
familia de su mujer. Podemos clasificarla en este segundo tipo de acuerdo a
cómo aparece graficada en el plano de Marcos Sastre en 1824. Las referencias
parciales que disponemos, mencionan “un cuarto escritorio”, con ventana y
reja a la calle, una “sala principal” y un “aposento” a su izquierda, además de
otras “conveniencias”.
Finalmente, al describir la casa de Leiva en 1815 se mencionan sala y apo-
sento, cocina y otras piezas menores.

2.2. Calificación de los espacios no cubiertos

En las viviendas de este segundo tipo, el cuerpo principal, al estar dispuesto


en dos crujías unidas en forma de L, definía con mayor claridad los límites del
primer patio. Éste se formaba entre el cuerpo de la vivienda y la calle, siempre
separado de ésta por un muro de tapia, al que el bloque principal doblado en
L abrazaba en dos de sus lados; es el “patio principal” que se enuncia en las
casas de Zabala, Crespo y Narciso Xavier de Echagüe y Andía.
El traspatio, a su vez, aparecía nítidamente diferenciado y podía distinguirse
de otros ámbitos abiertos, como la huerta y corrales, de acuerdo al modo en
que se implantaban los cuerpos de habitaciones secundarias y las paredes
divisorias del terreno.
El corral, tal como en las viviendas del primer tipo, era un espacio abierto
que podía llamarse traspatio, donde se alojaban las actividades de servicio. Un
“corral” es mencionado en la casa de Crespo y de un “corralito” se habla en la
casa de Gabiola. En este último caso puede entenderse que se trataba de un
espacio abierto, de menores dimensiones, delimitado por algunos muros.
Las huertas ocupaban parte importante del solar; conocemos referencias de
las viviendas de Tomás de Hereñú y de doña Cecilia Catalina Troncoso con “su
huerta con sus árboles frutales”; de la casa de Narciso Xavier de Echagüe con
una huerta poblada de “arboleda” (que aunque no se especifica seguramente
era de frutales); y la de Leiva en 1815.

2.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

Desde ya, las situaciones espaciales que se generaban en esta segunda tipología
son más complejas de lo que se describe sucintamente en los instrumentos
notariales.

104
El caso de la vivienda de Cristóbal de Garay es verificable en la estructura
arqueológica que subsiste en Santa Fe la Vieja. Para intentar recrear el modo
en que se interrelacionaba lo construido y lo abierto a la lectura de los vestigios
arqueológicos podemos añadir la referencia documental de que contaba “con
sus corredores”.
En los otros ejemplos también es fácil constatar que la galería era un elemen-
to que generaba zonas de transición entre los espacios cubiertos y los libres,
y acompañaba la traza de las crujías de habitaciones quebrándose en ángulo
recto. De la casa de Pedro Zabala se conserva un plano esquemático en el
que no se dibujan las galerías, pero las escrituras contemporáneas señalan la
presencia de “corredores”.
Por su parte, el detallado inventario de la vivienda de Narciso Xavier de
Echagüe y Andía da cuenta de la existencia de corredores al norte y sur, y al
este y poniente, es decir, acompañando las habitaciones principales en toda
la extensión de sus dos alas.
Es interesante señalar que, aun cuando se trataba de viviendas de mayor
importancia, pertenecientes a familias de desahogo económico, al igual que en
las del primer tipo, los corredores ofrecían una superficie cubierta y disponible
para usos específicos tan sólo mediante la materialización de un cerramiento.
Sabemos que en las casas de Zabala, de Crespo y de Narciso Xavier de Echagüe
y Andía, se habían interrumpido sus corredores para alojar algunos cuartos
o pequeñas recámaras.

2.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

La vida familiar se recogía en el interior de la vivienda, ocultándose del exterior


urbano tras el cerco de tapia. Las “puertas de calle” concentraban la atención
en medio de ese muro marcando el ingreso principal que conectaba lo públi-
co y lo privado en las casas de Zabala, Crespo, Narciso Xavier de Echagüe y
Andía, y Leiva.

3. Vivienda en U (tercer tipo de la primera serie)

Los ejemplos más tempranos de este tipo parecen datar de los últimos años
del siglo XVII, en el actual emplazamiento de la ciudad (Ilustraciones 5.5 y
5.6). Los propietarios que hemos podido identificar pertenecen a los estratos
más altos de la sociedad colonial (ver Anexo: Fuentes).

105
3.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Este tipo de viviendas se asentaba sobre terrenos espaciosos, equivalentes a


solares enteros, tres cuartos de solar o medio solar.
Uno de los primeros ejemplos detectados corresponde a la casa de Melchor
de Gaete, que más tarde fue de su nieto Lucas de Echagüe y Andía; en 1695
ya encontramos referencias que permiten caracterizarla y adscribirla a lo que
reconocemos como el tercer tipo. El cuerpo principal de estas viviendas se
estructuraba básicamente en forma de U, siempre con el lado libre orientado
hacia la calle; esa forma de ocupación del lote constituía un núcleo que podía a
su vez complejizarse mediante la anexión de otros cuerpos, traseros o laterales,
que definían otros patios y espacios abiertos.
La casa de Hereñú ocupaba un solar entero; su cuerpo principal estaba
formado por la sala y aposentos y sobre la esquina tenía su tienda con “altillo”
y trastienda. Todo lo construido definía dos patios rodeados de corredores.
En el sector de servicio disponía también de una “despensa cubierta de paja”.
Esta casa también tenía dos cuartos, que permitían su uso independiente y
que contaban con sus propias “oficinas y corral cada uno de ellos”.
Otra casa fue la de Francisco de Ziburu, que tenía su “sala y dormitorio […]
y un cuarto y dos salones” que conformaban el cuerpo principal en torno al
primer patio. En la parte posterior había otros dos cuartos, que “uno sirve de
cocina con su chimenea y su horno cubierto de teja”. Sobre el frente se agre-
gaban “dos cuartos para tiendas con su cocina y patio, que corrían inmediatos
a la dicha puerta principal de calle”.
La vivienda de Andrés López Pintado se estructuraba a partir de dos salas
principales y dos aposentos cubiertos de teja, que conformaban una U en
torno al patio principal. Tenía “dos cuartos más” y debajo de los corredores
se habían formado otros “dos cuartitos pequeños de media agua”, cubiertos
también de teja. Además, en 1738 se menciona otro cuarto viejo y dos cuartos
más de embarrado, cubiertos todos de paja, que servían de “cocina y albergue
de la gente de servicio”. Una atahona moliente y corriente con su cubierta y
una cochera techada de teja se distribuían en el resto del solar.
Uno de los escasos ejemplos de vivienda de esta época que se conservan en
la Argentina, pertenece a la casa de Juan de los Ríos Gutiérrez, que puede
fecharse en los inicios del siglo XVIII. Cuando se la tasó en 1716, constaba
de “doce lances de vivienda con sus oficinas” y ya configuraba un cuerpo
principal en forma de U, determinante del planteo general que ampliaron
sus posteriores propietarios los Díez de Andino. En su estado completo la
casa estuvo formada por un primer patio cerrado en tres de sus lados por los
cuartos principales y la tienda y trastienda de la esquina. Hacia el sur, sucesivos
agregados fueron delimitando en todos sus lados el segundo patio. Por el norte

106
la tira de habitaciones de alquiler se extendió sobre el frente hacia la calle.
Mientras los cuartos para arrendar se abrían directamente al espacio público,
el primer patio siempre mantuvo su carácter de centro gravitante de la vida
familiar, recogido detrás del muro que la separaba de la calle.
La casa de Francisco Pascual de Echagüe y Andía ocupaba un solar, con su
primer patio delimitado por la tienda y trastienda en la esquina, y por los cuar-
tos principales en los otros dos lados: salón, sala y aposento. Como en todos
los casos, el cuarto lado, hacia el frente, estaba formado por un cerco con la
“puerta de calle”. Entre las construcciones del segundo patio había una “oficina
de dormitorio para los esclavos” u “oficina para dormitorio de criados”.
Su hijo Francisco Xavier de Echagüe y Andía fue propietario de otra casa
principal de este tipo, que antes había sido de Pedro del Casal. Esta propiedad
aparece descripta como compuesta de “cuartos y viviendas a las dos calles [...],
oficinas, puertas y ventanas y demás adherentes”. Estaba formada por “doce
cuartos en lo interior y a la parte de la calle tres que son de alquiler”. Por el
grado de complejización del núcleo inicial en forma de U podemos asociar esta
vivienda a la de los Díez de Andino: un patio principal con las habitaciones
familiares en su contorno, tienda y trastienda en la esquina, habitaciones de
alquiler sobre el frente principal y cuartos y oficinas en un segundo patio,
algunos de los cuales se recostaban sobre la calle lateral.
Tal vez una de las casas más importantes de Santa Fe durante el período
hispánico fue la de Joaquín Maciel, construida en la segunda mitad del siglo
XVIII. Constaba de un primer patio definido por tres salas y dos aposentos.
En la parte posterior se formaba un segundo patio y un corralito con las ofi-
cinas de servicio que servían para criados, cocina y despensa. Éste es un caso
particular que contaba con una vivienda adyacente, con su propio zaguán y
patio, que podía desvincularse del resto con total independencia.
La casa de Manuel de Gabiola fue otro ejemplo interesante de gran vivienda
principal y aparece descripta detalladamente en los documentos de la época.
El planteo determinaba una U hacia el frente, con el patio principal rodeado
por las habitaciones principales, la tienda de esquina y su trastienda. Esta
última ala se prolongaba sobre uno de los frentes con una serie de locales de
alquiler formados por “tres cuartos a la calle contiguos a dicha casa por la parte
del norte, con más una despensa, una calesera”. En el segundo patio, con su
zaguán de acceso independiente, se ubicaban tres “oficinas” de media agua
que servían como habitaciones de servicio.
Ya de finales del siglo fue la casa de José Teodoro de Larramendi, que se
asentaba en algo menos de medio solar (281/6 varas) de frente y 77 varas de
fondo, aunque originariamente su sitio fue de solar entero. Se organizaba en
torno al primer patio, rodeado por corredores; las habitaciones conformaban
nítidamente un esquema en U, con algunos cuartos logrados a expensas de

107
las galerías. Es un ejemplo tardío, correspondiente a los últimos años del siglo
XVIII, en el que se puede observar una organización más compacta que en
los casos anteriores.
Entre las dependencias que se anexaban a la vivienda, complejizando la
forma de ocupación del terreno, fuera de las habituales oficinas de servicio
encontramos cocheras, caleseras y atahonas. La casa de los López Pintado
tenía su cochera, edificio sin galerías, que aparece citado en 1738 y 1746.
Por su parte, entre las últimas habitaciones del segundo patio de la casa de
Gabiola, en 1776 hemos visto que se incluye una calesera que tenía frente a
la calle lateral. Sin duda este tipo de dependencias marca la posición de los
propietarios de estas viviendas. De carácter más utilitario son las referencias
a fogones y hornos. Sabemos que la casa de Manuel Aris contaba con un
horno; también la mencionada casa de Gabiola tenía uno, construido junto
a tres oficinas de media agua en el segundo patio. En la de Maciel había dos
hornos, ubicados junto a un fogón en el corredor del corralito posterior, con
su cubierta de tijeras de palma soportada sobre postes de ladrillos. Uno de
los cuartos de fábrica de costaneras de la casa de los Ziburu servía de “cocina
con su chimenea y su horno cubierto de teja”, mientras que los cuartos para
tienda también tenían su propia cocina.
Entre las dependencias anexas, complementando los locales de vivienda,
aparecen atahonas con sus cubiertas, como en las casas de Hereñú, de López
Pintado y de Ziburu.
Tiendas y locales para uso comercial o alquiler, también aparecen en re-
lación con viviendas de este tipo, que trataremos más extensamente en otro
capítulo.

3.2. Calificación de los espacios no cubiertos

El primero y principal de los patios alcanzaba en este tercer tipo la total defi-
nición de sus límites espaciales, rodeados en tres de sus lados por habitaciones
y separado de la calle por un alto cerco de tapia.
Lo habitual en viviendas de esta calidad espacial y constructiva, en corres-
pondencia con la posición social de sus propietarios, era la complementariedad
de patios con otros espacios abiertos, de uso tal vez más vital pero jerárquica-
mente secundarios. El traspatio se convierte en un segundo patio, con niveles
de definición más desarrollados que en los tipos anteriores, distinguible a su
vez con respecto a otros espacios: corrales y huertas.
En la casa de Joaquín Maciel, el primer patio –que trataremos con mayor
detenimiento–, se complementaba con otros patios secundarios: corralito,
huerta y jardines, que describiremos por separado. La casa de Andrés López
Pintado tenía su patio principal y corral, y además una huerta de árboles fru-

108
tales. Por su parte, la de Francisco Pascual de Echagüe y Andía contaba con
patio principal, corralito, corral y huerta con árboles frutales.
Como ya hemos dicho, el primer patio o patio principal constituye el centro
gravitante de la vivienda, en torno al cual se estructuran los demás espacios.
El patio de la casa de Joaquín Maciel tal vez constituya uno de los ejemplos
más relevantes por su nivel de definición espacial y material, y por su relación
con el espacio urbano a través de una portada jerarquizada de un modo muy
singular. Estaba rodeado de “veinte y un pilares de quebrado labrado con sus
canes de algarrobo” que sostenían los corredores de su contorno con “tijeras de
palma, que adornan dicho patio y forman cuatro corredores, cuyos suelos están
de baldosa”. En la parte libre se completaba con “seis pies de parra frutales”.
La misma casa de Maciel contaba con un patio secundario, adyacente al
cuerpo principal, con su ingreso independiente que lo vinculaba a la calle a
través de un zaguán. Este patio secundario no tenía carácter de servicio, sino
de núcleo de una vivienda de menor importancia anexa a la principal. En dos
de sus lados el patio contaba con galerías o corredores “con postes labrados
de quebracho, canes de algarrobo y tijeras de palma”. En el centro había “un
naranjo de la China frutal y un pie de parra también frutal”.
La documentación gráfica (Ilustración 0.4) y escrita sobre la casa de Joaquín
Maciel nos revela las características del traspatio de una vivienda principal.
En este caso estaba rodeado por corredores sostenidos en “catorce postes de
espinillo ordinarios”. En su contorno había “dos cuartitos [...] que sirven para
criados y tres dichos [...] que sirven para despensa, cocina con sus puertas
ordinarias”. No tenía vinculación directa con el primer patio sino a través
de una de las habitaciones principales. En cambio, sí se comunicaba con el
corralito posterior.
En la casa de Manuel de Gabiola el patio trasero contaba con su propio
zaguán de comunicación a la calle lateral y estaba poblado con dos naranjos
chinos. En él había un horno. Interesa destacar la existencia de “un pozo de
balde con su brocal y arco de ladrillo”.
Otras veces, algunos espacios abiertos secundarios aparecen mencionados como
corrales. En el inventario de la casa de José Teodoro de Larramendi el traspatio
aparece mencionado como “corral”. La casa de Pedro de Izea y Araníbar tenía un
corral donde se encontraba “un cuarto de vivienda de los criados”; los cuartos de
alquiler que daban a la calle tenían sus propios “patio y corrales”; más tarde se
describe un cuarto inmediato a la cocina, con su propia cocina y “corralillo”.
Nuevamente la casa de Maciel sirve para ejemplificar mejor el carácter del
“corral”, donde se concentraban los usos de trabajo y servicio de la vida do-
méstica. El “corralito”, como se lo menciona en este caso, también tenía su
corredor “de postes de ladrillo y tijeras de palma”. Allí había dos hornos y un
fogón, próximos a un gallinero cercado con cañas de Castilla.

109
También la casa de Gabiola tenía un “corralito” con un naranjo grande,
correspondiente a uno de los cuartos con frente a la calle. En este ejemplo, el
“corralito” es una porción de terreno reservada para el uso exclusivo de uno de
los cuartos de alquiler. Algo similares son los patios que tenían los dos cuartos
para tienda de la casa de Ziburu, que contaban con su cocina y “patio”.
La característica presencia de las huertas no es ajena a las viviendas de este
tipo, pobladas con árboles frutales, tal como consta en las descripciones de
las casas de Echagüe y Andía y López Pintado. Las referencias documentales
de la vivienda de Joaquín Maciel son las que aportan mayores elementos para
reconocer el ámbito de la huerta, estaba “cercada de pared pisada y adobe crudo
con barda de teja de tres varas de alto”, y se poblaba con diversas especies de
frutales: “ocho naranjos de la China frutales, una higuera frutal, dos albarillos
ídem, un nogal y una lima dulce”.
Al “corral”, “trascorral” y huerta pueden añadirse algunos “jardines” aun-
que debieron ser menos frecuentes. Las descripciones que aparecen en los
documentos nada dicen de éstos últimos, pero el plano que se conserva de
la casa de Joaquín Maciel demuestra su existencia en la traza de dos grupos
de parterres –uno en el patio secundario y otro en la esquina del solar– con
senderos diagonales y composición radial. En la segunda mitad del siglo XVIII
este hecho singular connota la introducción de nuevos modelos culturales que
tienden a desplazar la tradición hispánica.

3.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

Las galerías, soportadas preponderantemente por pies derechos de madera,


persisten como situaciones espaciales de transición, tanto en el primer patio
como en los secundarios.
En estos casos, el cuerpo principal y sus corredores rodeaban al primer patio
en tres de sus lados. También puede constatarse la tendencia a cubrir el cuarto
lado, el del cerco de la calle, donde no había habitaciones, para vincular al
resto de las galerías con la “puerta principal” que se abre en él. Así se verifica
en la casa de Díez de Andino, que originariamente tenía corredores en tres de
los lados de su patio principal y a los que Manuel Ignacio agregó por la parte
interior del muro que daba a la calle, un pequeño corredor que conectaba la
puerta de acceso con una de las galerías perimetrales.
En la casa de Maciel desde un principio los corredores se desarrollaban en
los cuatro costados del patio principal. Enfatizando la importancia del ingreso,
en ese tramo se interrumpe la secuencia de pies derechos de madera dura y se
intercala un par de pilares de mampostería.

110
También podemos agregar otros ejemplos como el de la casa de Ziburu que
es descripta “todo con sus corredores y patio principal con sus corredores en
cuadro”; y el primer patio de la casa de Gabiola que es descripto “todo con
sus corredores” y más explícitamente como “cuadrado de corredores sobre
pilares de ladrillos”.
En cuanto a la relación que estos corredores o galerías establecen con otros
espacios abiertos (patios secundarios, corrales) se pueden reconocer situaciones
muy diferentes. Según se puede leer en el plano de la casa de Joaquín Maciel,
aquí los corredores posteriores se abren hacia la huerta estableciendo una
relación que podríamos llamar de carácter centrífugo –“dos corredores que
están a la parte del poniente y norte que caen a la huerta”–, en tanto que para
configurar el segundo patio vuelve a plantearse un cuadrado que se recoge en
su interioridad.
En algunos casos se generaron cuestiones de propiedad muy particulares;
éstas se plantearon fundamentalmente al momento de partir las viviendas entre
varios herederos, a pesar de haber sido construidas como una unidad que no
admitía fácilmente subdivisiones por hijuelas. En estos casos los corredores
se convertían en áreas que, aun cuando estuvieran plantados en fracciones de
terreno cuya propiedad se desvinculaba de la originaria, mantenían estrecha
relación constructiva y funcional con el cuerpo de habitaciones al que flan-
queaban. Esta situación, por ejemplo, puede constatarse en la casa de Gabiola,
uno de cuyos corredores pasó a pertenecer a otro propietario.
Lo que se ha dicho sobre el aprovechamiento de los corredores para alojar
dependencias bajo su cubierta, vale también en casas de dimensiones tan
generosas como las de Joaquín Maciel y de Francisco Pascual de Echagüe y
Andía.

3.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

En este tipo persiste la tradicional introspección que viene de las fases tipológi-
cas ya enunciadas y podemos detectar la existencia de cercos bien construidos
como forma de marcar nítidamente la propiedad y de preservar la privacidad
de los recintos.
En la casa de Ziburu, la parte del solar que no estaba edificada contaba con
un “cercado de tapia [...] con su puerta falsa al corral y otra que sale de la
atahona”; el sitio de la casa de los Díez de Andino también estaba “cercado
de pared”; a poco de haber sido construidas, en 1696 las casas de Melchor
de Gaete estaban “bien cercadas”; y en 1766 la casa de Francisco Xavier de
Echagüe y Andía es descripta con sus dependencias y sitio, “todo ello cercado
de pared”.

111
La cerca de tres varas de alto (2,50 metros) de pared pisada y adobe crudo,
con su barda de teja, que rodeaba la huerta de la casa de Joaquín Maciel puede
darnos una idea de las características de estos cerramientos que limitaban los
contornos de los solares.
Las “puertas de calle” continúan siendo el nexo entre lo público y lo privado
que, a la vez, cuando están cerradas ocultan y preservan la intimidad de la
vida familiar. En todas las viviendas de este tipo no deja de mencionarse su
presencia.
Aun cuando eran por lo menos dos las habitaciones que tenían sus ventanas
hacia la calle (en los extremos de la U), la “puerta principal” se jerarquizaba
con un tratamiento ornamental que por sus dimensiones y características
alcanzaba expresiones de mayor jerarquía. La puerta de calle de la casa de
Larramendi era de medio punto, de 21/2 varas de alto y 13/4 de ancho, con
dos hojas y su herraje.
Nuevamente, es el inventario de la casa de Maciel el que proporciona
mayores elementos para reconocer las características de la puerta de calle de
una casa de esta importancia al describir “una portada en medio y puertas
de dos manos […] con un aldabón de hierro [...] con postigo, cerradura y
llave corriente, y sobre ella un chapitel [...] con cal y ladrillo cocido, con
una media agua al lado de adentro, sobre dos pilares de ladrillo con su alto
correspondiente”. Es decir, la fábrica arquitectónica contaba con un remate
o chapitel que coronaba el conjunto, construido con ladrillo cocido y cal. La
importante carpintería contaba con puerta de dos manos con su aldabón de
hierro; las hojas eran de postigo, permitiendo la apertura de un sector de la
misma, con su cerradura y llave.
Complementando el ingreso principal de la “puerta de calle” solía haber otra
que daba acceso a otros sectores del solar. La casa de López Pintado tenía “dos
puertas de calle”. La de Gaete además de su puerta de calle tenía una “puerta
falsa” y la de Ziburu en 1714 contaba con “su puerta falsa al corral y otra que
sale de la atahona”. La de Gabiola, como ya hemos dicho, tenía su zaguán de
comunicación del segundo patio a la calle.
Por otra parte, cuando había tiendas y cuartos de alquiler, cada una de ellas
contaba con su puerta independiente de acceso a la calle.

4. Vivienda interior con cuartos a la calle


(cuarto tipo de la primera serie)

En el cuarto tipo de la primera serie englobamos aquellas viviendas (ver Anexo:


Fuentes) que mantienen el primer patio como fundamental espacio de tran-
sición entre lo público y lo privado, y presentan algunos cuartos edificados

112
sobre la calle que no alcanzan a cerrar el frente. De esa manera se producía
una situación en la que el cerco que separaba el solar de la calle se reduce a un
segmento, en cuyo lado interior el patio configuraba un espacio ambiguo, de
carácter indefinido entre remanente y pasadizo (Ilustraciones 5.7 y 5.8).

4.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Dentro de este tipo reconocemos situaciones de implantación en el terreno bas-


tante diferentes. En algunos casos podríamos reconocer básicamente viviendas
del primer tipo, en los que la presencia de algunas habitaciones construidas
sobre la calle provocaba modificaciones sustanciales en el planteo.
Tal es el caso de la vivienda de Bartolomé Márquez que, ampliada, más tarde
fue de los Martínez de Rozas y que se ubicaba en una de las esquinas de la Plaza,
frente a la Iglesia Mayor. Su cuerpo principal, paralelo a la calle que corría de
norte a sur (hoy San Jerónimo), estaba formado por una sala y aposentos “con
su recámara” –“un dormitorio”–. A esa caracterización, equivalente a la que
hemos reconocido en las viviendas del primer tipo, debe añadirse la presencia
de algunas habitaciones construidas sobre la calle. En el ángulo de la esquina
se situaba la “tienda y trastienda”, mientras que sobre la calle principal se ubi-
caban dos tiendas compuestas cada una de ellas por una sala y aposento. Entre
la tienda de la esquina y estos cuartos no alcanzaba a definirse ningún zaguán,
pero la pared de tapia que establecía la división entre patio y calle y en la que
se ubicaba la puerta de ingreso se estrechaba notablemente configurando una
situación intermedia, de un pasadizo a cielo abierto.
La casa de Juan José de Lacoizqueta, de la cual se conserva parte (hoy Casa
de los Aldao), fue una vivienda principal que creció y se desarrolló acorde con
la situación social y económica de sus dueños, lamentablemente el sector sub-
sistente es sólo una parte de lo que alcanzó a ser completa. Sabemos que tenía
“cinco cuartos, uno alto [...], dos de media agua” que constituían el cuerpo
principal destinado a la vida familiar, mientras que también había “otros dos
cuartos [...] con puertas a la calle”. Algunos de los cuartos interiores han llegado
hasta el presente, pero de las habitaciones que daban a la calle no tenemos más
referencias que las aportadas en los documentos. En posteriores ampliaciones
del terreno, que añadió otro solar entero al medio solar originario, se fueron
agregando otros cuartos de vivienda que la convirtieron en una de las más
amplias propiedades que tuvo Santa Fe.
La casa de Juan González de Setúbal resulta una situación atípica dentro de
lo estudiado, con su cuerpo principal –“sala, aposento y esquina”– implantado
sobre la calle secundaria; sin embargo su acceso se mantenía a través del pri-
mer patio, que se abría a la calle que corría de norte a sur (hoy San Martín).

113
Entre la trastienda de la esquina y otro cuarto que daba a la calle, se levantaba
una “pared a la calle” con la “puerta a la calle”. Otras dependencias interiores
estaban conformadas por “dos cuartos y cocina” y “un cuartito que se halla
con frente al patio en la huerta”.
La casa de doña Margarita Centurión tenía un cuerpo principal interior
compuesto de sala y aposento con sus corredores. A ambos lados del frente,
recostadas sobre las medianeras, había algunos cuartos con acceso directo a la
calle. Entre ellas se levantaba un cerco con su “puerta de calle”.

4.2. Calificación de los espacios no cubiertos

La configuración del planteo tipológico determinaba, como en las situaciones


ya estudiadas, la coexistencia de patios y huertas, que pueden detectarse en
la casa de Lacoizqueta, Martínez de Rozas y Setúbal, por citar sólo aquellos
ejemplos en que se hace expresa referencia.
En algunas casas, como en la vivienda de los Martínez de Rozas, la ubicación
del cuerpo principal definía con claridad el primer patio y en la parte posterior
la huerta. Sin embargo en este tipo, hemos incluido una situación, la casa de
González de Setúbal, en la que esa tira de habitaciones, dispuesta en forma
diferente, era suplida por una “pared divisoria para la huerta”.
Como era habitual en la casa santafesina, el patio principal constituía el
ámbito en donde la vivienda aportaba un factor de prestigio apenas se traspa-
saba la puerta de calle. En la casa de Martínez de Rozas se enuncia en forma
explícita su importancia señalando que cuenta “con el adorno del principal
patio”, rodeado por corredores sobre postes de espinillo, hacia los que se abrían
las habitaciones principales; su solado estaba enladrillado y en el centro crecían
un naranjo chino y un parral.
El primer patio o patio principal de la casa de González de Setúbal tenía
“dos naranjos en el patio, nuevos”. La casa de Carballo tenía “su patio a la calle
enladrillado todo con su puerta de calle”. Doña Margarita Centurión dispuso
en su testamento que, aun dividiendo la casa entre sus hijas, el “patio de calle
sea común a todas y la salida libre, y en caso de quererlo partir, tengan desde
luego acción para ejecutarlo y lo hagan según se convengan”.
Detrás del cuerpo de habitaciones principales de la casa de Martínez de Rozas
se formaba un segundo patio, hacia el cual se abrían algunas habitaciones de
servicio formadas por un cuarto “maltratado” y una recámara.
El cuarto que tenía sobre la calle doña Agustina Roldán en la casa que fue
de González de Setúbal, tenía su propio corral.
Completando el largo del solar o terreno en que se implantaba la cons-
trucción, la vivienda se poblaba con frutales, como en las casas de Lacoizqueta

114
y Centurión. En la casa de los Martínez de Rozas encontramos “los fondos de
dicho sitio que sirve de huerta”, donde crecían “seis naranjos de la China, siete
granados frutales y dos perales”. En la casa de González de Setúbal, la huerta
comprendía desde la pared que la dividía del primer patio hasta alcanzar la lon-
gitud del terreno, rodeada de un cerco –“100 vs. de tapial del cerco de la huerta
bastante deteriorado”– en ella había una ramada de adobe crudo de 93/4 varas
de largo con “un horno viejo de cocer pan, una hornalla de cocer jabón hecha de
ladrillo con una olla adicionada”; en la huerta había plantados cuatro naranjos
–“arruinados”–, dos pies de parra y “otros arbolitos de ningún provecho”.

4.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

La galería o corredor era un elemento todavía presente en las viviendas


del siglo XVIII, período al que corresponden los casos relevados. La casa de
Martínez de Rozas y la de Carballo mantenían la característica disposición de
corredores flanqueando el cuerpo principal de la vivienda. En la primera de
ellas, además, persistía la típica orientación de los corredores en los lados del
este y oeste. Aun así, encontramos situaciones con ausencia de ellos, como
es el caso de algunos cuerpos de la vivienda de Lacoizqueta, verificable en la
parte que se conserva hasta el día de hoy.
La ya detectada costumbre de aprovechar la superficie cubierta de los co-
rredores con algunas oficinas o cuartos de uso secundario encontraba nuevos
ejemplos en este tipo, como un cuartito bajo el corredor en la casa de Martínez
de Rozas, o los dos cuartos de media agua, ambos bajo el corredor de la sala
de doña Margarita Centurión.

4.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

Se mantenía la característica de proteger la privacidad del espacio familiar


cerrando sus límites con cercos de pared. La casa de Vicente Roldán tenía
una pared en su frente que ocultaba el patio, y por el lado de la huerta en la
calle transversal otra “pared corrida de tapial de una vara de ancho y cuatro
y tres cuartas de alto”.
La significación de la puerta de calle se puede comprobar en todos los di-
versos casos reconocidos.
Un elemento tardío, que podemos asociar a la persistencia temporal del
tipo más que a una característica del mismo, es la existencia de veredas. Para
1812 la casa de Roldán tenía “la vereda de ambas calles de puros cascotes a
excepción de algunos pocos ladrillos enteros”.

115
Ilustración 5.1

Ilustración 5.2

Ilustración 5.1. Casa de Antonio Márquez Montiel (1701), luego de Juan José de Lacoizqueta.
Primera serie, primer tipo - 1.1.20 (reconstrucción gráfica gráfica Luis María Calvo, dibujo
digital Cristian Cevallos).
Ilustración 5.2. Casa de Juan de Zevallos (1723), luego de Francisco Vicente
Candioti (1781) y Ventura Giral (1809). Primera serie, primer tipo - 1.1.24,
(reconstrucción gráfica gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

116
Ilustración 5.3

Ilustración 5.4

Ilustración 5.3. Casa de don José Crespo (1749) luego de Domingo Cullen (1832).
Primera serie, segundo tipo - 1.2.4 (reconstrucción gráfica gráfica Luis María Calvo, dibujo
digital Cristian Cevallos).
Ilustración 5.4. Casa de don Narciso Xavier de Echagüe y Andía. Primera serie, segundo tipo
- 1.2.5 (reconstrucción gráfica gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

117
Ilustración 5.5

Ilustración 5.6

Ilustración 5.5. Casa de don Pedro del Casal, luego de don Francisco Xavier de Echagüe
y Andía (1731). Primera serie, tercer tipo - 1.3.8 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo,
dibujo digital Cristian Cevallos).
Ilustración 5.6. Casa de don Joaquín Maciel (1765). Primera serie, tercer tipo - 1.3.9
(reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

118
Ilustración 5.7

Ilustración 5.8

Ilustración 5.7. Casa de Bartolomé Márquez (1688-98), luego de don Juan de los Ríos
Gutiérrez (1715) y de don Francisco Martínez de Rozas. Primera serie, cuarto tipo - 1.4.1
(reconstrucción gráfica Luis María calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).
Ilustración 5.8. Casa de doña Margarita Centurión (1764), luego de Don Francisco Solano
Leyes (1794). Primera serie, cuarto tipo - 1.4.4 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo,
dibujo digital Cristian Cevallos).

119
120
Capítulo 6
Casas construidas sobre la calle
(Segunda serie tipológica)

1. Vivienda sin zaguán (primer tipo de la segunda serie)

En este tipo reunimos aquellas casas conformadas por una tira de habitaciones
que se levanta sobre el frente del lote y deja en su parte posterior espacios
abiertos, no construidos, con jerarquías de uso sin claras diferencias espaciales:
traspatios, corrales, etc. Se trata, en general, de viviendas corrientes que podían
pertenecer a sectores sociales de menores recursos, pequeños comerciantes,
mercaderes y artesanos (ver Anexo: Fuentes).
Los terrenos en que se asentaban las casas de este tipo cubrían superficies de
dimensiones poco generosas en las que se combinaba el uso habitacional con el
comercial o artesanal. De allí la necesidad de implantar una o varias habitaciones
sobre la línea de frente, en directa relación con el espacio público urbano.

1.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Los lotes correspondientes a estas viviendas habían sido subdivididos y en


comparación con otros alcanzan menores desarrollos en sus frentes. La tira
de habitaciones se disponía sobre la calle, generando la directa comunicación
entre el espacio doméstico y el público urbano.
En la segunda mitad del siglo XVII, ya en la ciudad trasladada, encontramos
algunos ejemplos como la casa de González Carriazo que estaba formada por

121
una tira edificada a la calle, compuesta de sala y aposento, con un “corredor a
la calle” que representaba una solución atípica en la vivienda santafesina.
Junto a su casa principal y frente a la fachada lateral de la Iglesia Matriz,
Bartolomé Márquez edificó dos tiendas con su trastienda. En algunos docu-
mentos estas tiendas aparecen descriptas como compuestas de sala, aposento y
cocina, lo que confirma la posibilidad de su uso indistinto tanto para comercio
como para vivienda modesta.
Durante el siglo XVIII detectamos un grupo numeroso de viviendas de este
tipo, de las que podríamos decir otro tanto de lo enunciado para los cuartos de
Bartolomé Márquez y en las que se asociaba el uso habitacional y el comercial.
Sin embargo, una lectura más minuciosa permite distinguir dos grupos.
El primer grupo está conformado por pequeñas unidades habitacionales
compuestas por una sola, dos o más habitaciones (sala y aposento) edificadas
directamente sobre la calle (ilustración 6.1). Mención aparte merecen los cinco
cuartos de Manuel Maciel, quien era propietario de casas principales en un
solar vecino, lo cual hace evidente que estos cuartos fueron construidos para
percibir sus rentas (Ilustración 6.2).
El segundo conjunto identificado agrupa construcciones en esquina en las
que está presente el uso comercial, aunque no en forma exclusiva, sino com-
binado con el carácter habitacional de un pequeño núcleo de vivienda.
Aunque pequeñas, algunas de estas viviendas cuentan con los necesarios
cuartos de servicio, que con el nombre de oficinas se enumeran en las casas
de Albarracín y de Lorca. Estas oficinas no se ubicaban sobre la calle sino en
el interior del solar. También en los documentos se mencionan las cocinas. En
los fondos de los terrenos, además, encontramos referencias sobre la existencia
de atahonas, como en la casa de Piedrabuena.

1.2. Calificación de los espacios no cubiertos

El cuerpo principal de habitaciones, dispuesto directamente sobre los frentes


de los terrenos en crujías rectas o en esquinas, no colaboraba como en la Pri-
mera serie tipológica para calificar los espacios no construidos. En este caso
eran las oficinas y cuartos interiores, paredes divisorias o la vegetación los que
aportaban límites para diferenciar patios, traspatios, corrales y huertas. En los
casos más modestos, podemos imaginar el resto del terreno como un amplio
espacio con usos poco diferenciados.
A la primera situación podemos adscribir las tiendas de Bartolomé Márquez,
que tenían corral y huerta; la esquina de Quiroga, que tenía delimitado un
“patiecillo o corralillo”; y el cuarto de azotea de doña Bernarda Manso que
tenía un “mediano patio”.

122
El segundo caso está representado por aquellas viviendas que tenían las
partes posteriores de su terreno poblados con árboles frutales, como las de
Antonio Martínez, Nicolás Candioti y María Josefa de Gabiola, entre las
cuales se destacan las referencias sobre la huerta de la casa de Francisco Javier
de Piedrabuena, poblada con once naranjos chinos y uno agrio, dos perales,
un albarillo, nueve granados, dos higueras, tres manzanos, cinco pies de parras
y dieciséis duraznos. Podemos añadir la huerta de la casa del Dr. Matías de
Ziburu, que había sido de una de las tiendas de Márquez y que para 1806
estaba poblada con tres naranjos agrios frutales, uno de la China, un peral,
nueve duraznos, un limón, tres granados y una higuera.

1.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

La modestia de este tipo de construcciones queda evidenciada en el escaso


número en las que se reconoce la existencia de corredores o galerías, típicos
elementos de la tradición arquitectónica santafesina de los siglos XVII y
XVIII. Cuando los hay (salvo la casa de González Carriazo, ya referida), estos
corredores se disponían en el lado trasero de la crujía o tira de habitaciones,
abriéndose hacia la parte posterior del terreno.
Por otra parte, lo que constituye una constante que venimos detectando en
otros tipos, estos corredores servían para alojar dependencias de los cuartos
principales, tan sólo cerrándolos en parte. Así lo verificamos en los cuartos
de Manuel Maciel donde había “dos cuartitos de media agua tirando al sur
debajo del corredor” y otros “dos cuartitos chicos de media agua debajo de
los corredores”.

1.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

Una situación muy particular de relación entre vivienda y espacio urbano se


producía en la casa de González Carriazo, a fines del siglo XVII, que como
hemos mencionado tenía su “corredor a la calle”. No tenemos constancia de
casos similares en la historia de la arquitectura santafesina, salvo las viviendas
de Rezola que pertenecen a otro tipo.
La crujía de habitaciones se disponía directamente al frente del terreno y
el acceso desde la calle hacia el interior se planteaba en forma directa a través
de puertas abiertas en algunos de los cuartos, por lo común en los destinados
a uso comercial.
El resto del solar, y a veces la parte no construida del frente, solía delimitarse
mediante cercos de pared, aunque no parece haber sido una característica

123
muy frecuente. Tal vez hubo algunos más de los que se mencionan en los
documentos: las tiendas de Márquez –“cercadas las tres partes de dos tapias”–,
los cuartos de Maciel –“todo lo referido con el correspondiente sitio cercado
de tapia pisada, adobe crudo”– y la casa de Nicolás Candioti –“cercado de
pared”–. También en la casa de Vicenta González de Rodríguez en 1851 su
“terreno en su totalidad se halla cercado de pared de tapia”. Una situación
particular es la de la casa de Lozano que en 1824 estaba delimitada por un
“cerco de madera”.

2. Vivienda con zaguán (segundo tipo de la segunda serie)

En este tipo, la casa adopta una composición donde el primer patio, domi-
nante en el esquema de estructuración de la planta, era rodeado en varios o
en todos sus lados con habitaciones y se comunicaba con la calle a través de
un zaguán o pasadizo. Estas casas pertenecían a los sectores de población de
mayores recursos económicos y de más expectable posición social (ver Anexo:
Fuentes) (Ilustraciones 6.3 y 6.4).
Corresponden a este tipo, casas con un mayor grado de complejidad funcio-
nal y espacial que presentaban una sucesión de patios en torno a los cuales se
estructuraban. Se trataba de casas principales que no perdían la introspección
señalada en la Primera Serie Tipológica, con la diferencia de que se accedía al
primer patio a través del zaguán, abierto en medio o a un costado de locales
que tenían su frente a la calle y que estaban destinados preferentemente a
usos comerciales. Estas tiendas, cuando no eran explotadas por la familia
propietaria, eran fuente de recursos a través de alquileres y arrendamientos
a mercaderes, comerciantes y artesanos. Las habitaciones de uso doméstico,
por el contrario, se volcaban a los patios y traspatios interiores, preservadas
de toda interferencia a la vida familiar.
La casa de Hernandarias de Saavedra en Santa Fe la Vieja, con zaguán, cons-
tituía un caso singular en el extremo superior de la jerarquía arquitectónica,
que no puede generalizarse. A partir del traslado de la ciudad, en cambio,
fueron más frecuentes las descripciones documentales que permiten identificar
viviendas con estas características.

2.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Dentro del tipo podemos distinguir diferentes formas de ocupación del terreno
con el común denominador de que parte del cuerpo construido ocupaba uno
o dos frentes del terreno. En un primer caso se trataba del cuerpo principal

124
de habitaciones, en otro el cuerpo de la vivienda se mantenía recogido en el
interior del solar y al frente daba una serie de habitaciones independientes o
secundarias y por último, en un tercer caso, lo construido generaba y cerraba
el primer patio por todos sus lados.
Entre las primeras ubicamos aquellas viviendas en las cuales las habitaciones
principales se disponían directamente sobre la calle, con el zaguán entre medio,
y en la parte posterior se ubicaban las oficinas y cuartos de servicio. En la casa
de Ziburu, sobre el frente se desarrollaba la sala y aposento y un cuarto del otro
lado del zaguán; en el interior del terreno se disponían una cocina interior y
“demás oficinas y dormitorios de criados”. La casa Fernández de Therán estaba
formada por tres cuartos principales, sala, aposento y otro cuarto, más un zaguán
edificado sobre la calle; y en el interior había otros cinco cuartos pequeños de
media agua que servían de “oficinas” y cocina. La casa de Roldán se componía
de tres cuartos con su zaguán en medio. Por su parte, la de Martínez de Ami-
libia se desarrollaba en esquina con sala y dos aposentos sobre cada uno de los
frentes del solar, unidos por un zaguán; dentro del terreno tenía su cocina,
despensas y oficinas, más una atahona; contaba también con una cochera. Por
último, la casa de Muñoz también se desarrollaba en terreno de esquina; sobre
uno de los frentes se ubicaban una sala y dos cuartos de vivienda y el zaguán, y
sobre el otro se desarrollaban la esquina con su trastienda y una sala con mesa
de trucos; además contaba con otras oficinas en el interior.
En segundo lugar encontramos una situación intermedia, en la cual las ha-
bitaciones principales se ubicaban en el interior del solar cuadrando un primer
patio al que se accedía a través del zaguán ubicado entre medio de los cuartos
de la calle. Son varios los ejemplos que podemos citar: la casa de Urízar se
componía de algunas habitaciones y zaguán a la calle, y el cuerpo principal de
sala y aposento cuadraba el patio. La casa de Fernández de Ocaña, tenía dos
cuartos y zaguán al frente, más sala y aposento en su interior. A este segundo
grupo adscribimos también la casa de Rezola, aun cuando por su amplitud y
por contar con un solar en esquina alcanzaba un mayor desarrollo; sobre los dos
frentes se ubicaban una serie de habitaciones: tres piezas, sala, zaguán, tienda
y trastienda, y dos cuartos; cuadraban el patio la sala principal, una recámara,
una “alcobita” y un cuarto chico, dispuestos en tira dentro del solar.
En tercer lugar encontramos una situación de máxima complejidad tipo-
lógica, con un patio principal completamente definido en sus cuatro lados
y al cual se accedía a través de un zaguán; los ejemplos son varios y todos
corresponden a viviendas de familias de los estratos más altos de la sociedad:
los del Casal, Candioti y Mujica, Echagüe y Andía, Amenábar.
Alrededor del patio principal, la casa de Pedro del Casal tenía sala y aposento,
recámara y “cuarto de estadio”, dos cuartos a los lados del zaguán y esquina
con trastienda. En el traspatio se ubicaban la cocina y cuartos de servicio.

125
La casa de doña María Ventura del Casal y Domingo Maciel se estructuraba
en torno a un patio rodeado en todos sus lados por las habitaciones principales,
compuestas por “sala de recibir”, “sala principal”, “sala con su dormitorio”,
dos aposentos y un cuarto; y en la esquina, junto al zaguán, una tienda y “un
cuarto que sirve de trastienda”. En la parte interior o segundo patio había
“cuatro cuartitos de oficinas para criados” más una “cocina y despensa”.
Algo similar era la organización de la casa de Salvador de Amenábar, que en
torno al patio tenía sala, aposento, recámara y cuarto; y en la esquina, tienda
con su trastienda; en medio de estas habitaciones se encontraba el zaguán que
comunicaba el patio con la calle.
En la casa de Candioti y Mujica el zaguán se abría entre un salón y una
tienda que daban a la calle, y comunicaba con el primer patio, flanqueado por
una serie de locales recostados sobre ambas medianeras. Al fondo del patio se
encontraba el cuerpo principal de habitaciones, conformado por sala, aposento
y recámara. En el segundo patio –“en el centro de la casa principal”– había
algunas habitaciones de aguas enteras que servían de oficinas, almacén, cocina
y despensa.
La casa de Melchor de Echagüe y Andía, se ubicaba en una de las esquinas de
la Plaza Mayor y hacía cruz con la iglesia parroquial. Constaba de un cuerpo
principal con “piezas de sala, aposentos, cuartos y esquina [...] y altillo”; en
una descripción de 1803 se agrega “una trastienda” de la esquina. Aunque las
referencias documentales son sucintas respecto a la organización de esta vivien-
da, la información gráfica que aporta el plano de Marcos Sastre y un par de
fotografías históricas son suficientes para incluirla en este tipo de vivienda.

2.2. Calificación de los espacios no cubiertos

De acuerdo a la forma en que lo construido ocupaba el terreno podemos


reconocer diferentes situaciones de calificación de los espacios no cubiertos.
Para los primeros casos, en los que las habitaciones principales se ubicaban
directamente sobre la calle, el patio se generaba en su parte trasera, y se ter-
minaba definiendo espacialmente por los cuartos de servicio que estaban en
relación con él. Así se comprueba en las casas de Ziburu, Fernández de Therán,
Martínez de Amilibia y Muñoz.
En la segunda instancia, los cuerpos construidos –cuartos a la calle y cuerpo
principal interior– definían nítidamente el espacio abierto intermedio como
patio principal, así se reconoce en las casas de Urízar y Fernández de Ocaña.
Incluimos en esta instancia a las casas de Rezola, que presentaban la particu-
laridad de que los cuartos que daban a la calle se quebraban acompañando
la esquina del solar y el patio principal se definía en tres de sus lados con los

126
cuerpos construidos; en estas casas, además, uno de los cuartos que daba a la
Plaza tenía su propio “corralito” independiente del resto de la vivienda.
En el tercer grupo, el primer patio, centro de la vida doméstica, adquiría su
máxima carga significativa, rodeado en todos sus lados por los cuartos prin-
cipales de la casa: “el patio cuadrado de corredores” según se indica en la casa
de Pedro del Casal o el “patio principal cuadrado de corredores y empedrado”
en la de Antonio Candioti y Mujica. A la vez, el segundo patio se definía
espacialmente con toda claridad en su carácter de ámbito destinado a usos de
servicio. En la última casa, ese segundo patio es mencionado como traspatio
o “corral”, y aun así también estaba cuadrado por corredores y rodeado con
seis cuartos y una recámara que servían de oficinas de servicio.
Nuevamente, en esta instancia tipológica la huerta es una constante que
ha de perdurar en el siglo XIX. Las casas principales, edificadas en terrenos
de fondos amplios permitían que en la generalidad se verificara su existencia.
Algunas veces tan sólo aparece mencionada, pero en otros casos es descripta
con mayor detalle. De la casa de Antonio Candioti y Mujica se dice que tenía
“su huerta con árboles frutales”, y de la huerta de Salvador Ignacio de Ame-
nábar que estaba poblada “con mucha arboleda que tiene de naranjos chinos
y otros de distinta laya frutales”. En un inventario de la casa de Domingo
Maciel se hace una referencia mucho más completa de “un retazo de huerta
que se halla a la parte interior de la que tiene la casa principal [con 35 varas
de ancho y 331/2 de fondo] con los árboles frutales siguientes: diez naranjos
chinos, uno ídem agrio, tres perales, tres higueras, dos albarillos, seis duraznos,
seis granados [...] con consideración de la arboleda como vida y desahogo
que ofrece a cualesquiera de sus circunvecinos”. En las primeras décadas del
siglo XIX la casa de Manuel Suárez contaba con “doce naranjos frutales” y la
“huerta correspondiente a la casa” de Juan Rodríguez Andrade estaba “poblada
de diferentes árboles frutales y plantas”.
Aún en los casos en que el terreno destinado a huerta era de menores di-
mensiones no faltaban los árboles frutales, como en la casa de Juan Francisco
de Larrechea que tenía su “huerta diminuta en lo correspondiente al frente
del edificio y que se amplía a la parte del poniente [...], contiene 8 naranjos
chinos frutales y uno agrio frutal”.
En esos espacios arbolados podía haber construcciones de carácter provisorio
que servían para alojar funciones diversas, sabemos que la casa de Candioti
y Mujica tenía “en la parte de la huerta una ramada con dos hornos cubierta
de teja”.

127
2.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

Con respecto a la forma en que se relacionaban los espacios construidos con


los ámbitos abiertos, en esta instancia tipológica encontramos dos grupos bien
diferenciados. El primero y más numeroso continúa la tradición doméstica
santafesina en la que las galerías o corredores servían de nexo o transición
entre lo cubierto y lo no construido. Un segundo grupo, cronológicamente
tardío, por su lenguaje y tecnología correspondía a la arquitectura poscolonial
santafesina.
Para el primer grupo de viviendas podemos citar la existencia de galerías en
las casas de Martínez de Amilibia, Ziburu, Hereñú, Amilibia, Fernández de
Therán y Suárez. Algunas descripciones permiten intuir las situaciones espa-
ciales generadas por los corredores: la casa de Domingo Maciel tenía “ambos
patios con corredores en contorno con postes de quebracho enmaderados de
palma”, la de Pedro del Casal contaba con “el patio cuadrado de corredores”
y la de Candioti y Mujica “con corredores en el primero y segundo patio”.
La casa de Juan Francisco de Larrechea se organizaba en torno a un patio
principal “con sus corredores” enmaderados de palma, pero además tenía un
“corredor enmaderado de palma pendiente de la casa de don Francisco Solís”,
una de sus linderas.
Es interesante señalar que el cuerpo principal de la casa de Urízar, ubicado
en el interior de solar, seguía manteniendo la típica relación detectada en la
Primera Serie Tipológica con corredores a ambos lados de las habitaciones
principales, “al este y al poniente”.
Como una constante ya mencionada en otros tipos, encontramos ejemplos
que demuestran la costumbre de cerrar parte de los corredores para alojar
recámaras o cuartos denominados de “media agua”.

2.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

En la generalidad de las viviendas de este tipo, las habitaciones, por primera


vez, ocupaban en su totalidad o en su mayor parte los frentes de los terrenos
en que se implantan. El resto del terreno se delimitaba con una cerca de
pared, tal como se documenta en los ejemplos tempranos de Fernández de
Ocaña y de Manuel de Amilibia. Como consecuencia se generaba una clara
y contundente distinción entre lo público y lo privado.
Las habitaciones que permitían un uso independiente de la vida familiar
se comunicaban directamente con el espacio público a través de sus propias
puertas, pero para ingresar al ámbito doméstico aparecía el zaguán como espa-
cio de transición entre el espacio urbano y el privado. Es así como la “puerta

128
de calle” ya no se abría en medio de un cerco, sino en el zaguán, que hemos
interpretado como un elemento distintivo para identificar el tipo.
Algo más pormenorizado es lo que conocemos de la entrada principal de la
casa de doña María Ventura del Casal y su esposo Domingo Maciel, que se
describe como “puerta de calle con su portada de cal y ladrillo”, y de su car-
pintería se dice que es “una puerta grande de dos manos que cae a la calle”.
En ocasiones, sobre los zaguanes se formaban altillos, como se puede consta-
tar en los documentos referidos a las casas de Antonio Candioti y Mujica, que
contaba con un “zaguán entablado con puerta de calle”, y en la de Melchor de
Echagüe y Andía, de la que se conserva una fotografía (Ilustración 9.1).
Como ya hemos dicho, además de ese ingreso se mantenían los accesos in-
dependientes que comunicaban directamente la calle con los cuartos y tiendas
de uso extrafamiliar, como la trastienda de la esquina de Melchor de Echagüe
y Andía, que contaba “con puerta de calle”, o los cuartos que pertenecían a
las viviendas de doña María Ventura del Casal, Antonio Candioti y Mujica
y Juan de Rezola.
En lo que hace a la imagen exterior de estas casas, es de destacar que cuando
las ventanas tenían rejas a la calle éstas eran de hierro: “su ventana volada a
la calle” en la casa de Candioti y Mujica, y “ventanas a la calle con rejas de
hierro” en la de Fernández de Therán.
Por último entendemos que merece destacarse una situación muy singular
en el paisaje urbano santafesino generada por la casa de Rezola con “su frente
al sur a la Plaza con sus corredores a ella”.

3. Vivienda con zaguán desarrollada en dos plantas


(tercer tipo de la segunda serie)

Cronológicamente es el último de los tipos detectados, cuya distribución espa-


cial participa de las características enunciadas en el segundo tipo de esta serie.
La particularidad fundamental está en que se desarrollaba en dos plantas, con
lo cual su imagen en el espacio público urbano era absolutamente diferente
y la organización funcional del espacio privado adquiría caracteres distintos
(ver Anexo: Fuentes).

3.1. Lo construido. Forma de ocupación del terreno

Todas las casas identificadas en este tipo corresponden a solares en esquina,


que permiten combinar con mejores posibilidades el uso doméstico con el
comercial. Un ejemplo temprano es la casa de Lucas de Torres, construida en

129
los últimos años del siglo XVII en una de las esquinas de la plaza, en un solar
que había sido objeto de sucesivos fraccionamientos; pero recién a finales del
siglo siguiente se detectan varios ejemplos que nos permiten tipificarlos.
A finales del siglo XVIII José de Tarragona, poderoso comerciante y propie-
tario de hornos de ladrillos y tejas, construyó dos casas de altos en la traza de
la ciudad, una para su vivienda principal y otra, a sólo dos cuadras de aquella,
para casa quinta. Las innovaciones propuestas por Tarragona repercutieron,
tal vez como modelo, en otras viviendas que se construyeron ya en el período
independiente: las casas de Alzogaray, López, Freyre y Puyana.
La casa de Tarragona que podríamos llamar urbana se implantaba sobre
un terreno muy extenso que medía dos solares, es decir media manzana, en
tanto que a la casa suburbana correspondía una propiedad mayor ubicada a
sólo tres cuadras de la Plaza y compuesta por una manzana de frente y varias
de fondo hacia “los bajos del Salado” (Ilustración 6.5).
La casa de Francisco de Alzogaray (luego de Domingo Crespo) fue cons-
truida en los primeros años de vida independiente, en una fracción de terreno
menor al medio solar, a una cuadra de la Plaza hacia el oeste (Ilustración 6.6).
Por los mismos años, calle de por medio, se construyó la casa del brigadier
general Estanislao López en un terreno de dimensiones algo similares pero
con diferente orientación.
José Freyre edificó su casa en la esquina que había sido de Lucas de Torres,
ya mencionada. Y por la misma época, en la década de 1830, Juan Gualber-
to Puyana construyó un edificio compuesto de casa y tienda en otra de las
esquinas de la Plaza que desde los tiempos de Santa Fe la Vieja había tenido,
ininterrumpidamente, ese tipo de destino pero siempre, hasta ese momento,
en edificios de planta baja. Esta esquina sería ocupada más tarde por la alfa-
jorería de Hermenegildo Zuviría, conocido como Merengo. Las esquinas de
Freyre y de Puyana se asimilaron a los modelos proporcionados por las casas
de Tarragona, Alzogaray y López, pero con dimensiones más modestas.
Todas estas casas tienen en común la posición en esquina y la presencia de
dos plantas, pero pueden distinguirse situaciones diferentes en cuanto a su
estructuración interior.
De la casa principal de José de Tarragona hemos podido reconstruir los
cuartos bajos que se desarrollaban sobre ambas calles, a continuación del sector
de dos plantas que ocupaba la esquina. Una particularidad es que todas las
habitaciones, tanto las bajas como las altas, se disponían en una doble crujía,
de las cuales la que daba al exterior tenía un ancho algo mayor. No sabemos si,
además, el cuerpo de la esquina se estructuraba en torno a un patio; el plano
de Marcos Sastre representa tan sólo las tiras configuradas por las crujías parea-
das. Sí sabemos con certeza que las habitaciones de la casa quinta del mismo
Tarragona se organizaban en torno a un patio principal y que se configuraba

130
también un segundo; de este otro edificio se conserva un plano de finales del
siglo XIX y fotografías de esa época, poco anteriores a su demolición.
La casa de Francisco de Alzogaray (luego de Domingo Crespo) se organizaba
en torno a un patio con “viviendas altas y bajas”. La planta baja con zaguán,
sala y aposento y “otras piezas que lo cuadran”. La esquina con su tienda y
trastienda, por encima de la cuales había dos cuartos altos. La planta de esta
casa es conocida a través de planos de la primera mitad del siglo XX y en ellos
se pueden reconocer los locales mencionados en la documentación notarial.
Existen varias fotografías de las décadas de 1940-50, que la documentan antes
de que fuera demolida por sus propietarios.
La casa del brigadier Estanislao López, tenía una estructura tipológica muy
similar a la de Alzogaray; las habitaciones principales se desarrollaban en planta
baja en torno a un patio que se comunicaba mediante zaguanes con la calle
y con el segundo patio. Sobre uno de los frentes, por encima del zaguán de
ingreso y en la esquina, había tres habitaciones altas. Es la única de las casas
de este tipo que se conserva, con las modificaciones que le fueron introducidas
alrededor de 1870, cuando además de reformar la fachada se adaptó la esquina
a la normativa municipal de las ochavas y se amplió la planta alta.
En la casa de José Freyre las habitaciones principales configuraban clara-
mente un primer patio, con zaguanes de comunicación hacia la calle y hacia
el traspatio. Repitiendo la situación de las casas de Alzogaray y de López, las
habitaciones de alto se disponían sobre el lado de la esquina.
La casa de Juan Gualberto Puyana sólo disponía de habitaciones principales
sobre sus frentes, por lo que el patio no se definía en todos sus bordes. Con-
taba con un solo zaguán y arriba de las habitaciones del frente se disponían
tres cuartos “altos”.

3.2. Calificación de los espacios no cubiertos

La importancia del patio como núcleo estructurador de estas viviendas es clara


en los ejemplos más importantes, aunque como ya se ha dicho nos faltan datos
respecto de la casa principal de Tarragona.
La secuencia de patios, traspatios y huerta mantiene su vigencia; los solares
ofrecían todavía fondos suficientes para ser poblados con árboles frutales. Aun
así, son excepcionales ambas casas de Tarragona: la próxima a la Plaza tenía
un fondo equivalente a dos manzanas y la que construyó como quinta tenía
como objetivo fundamental contar con una huerta importante. Justamente,
es el principal fundamento argumentado por Tarragona a las autoridades
capitulares para solicitar en merced ese terreno, cuando dice que “siendo uno
de los adornos y beneficios de sus vecinos el que se multipliquen las quintas y

131
huertas que en sus ejidos se fundan, así por el alivio que de sus frutos reciben
como del recreo y paseos que en ellas logran, tan útiles y provechosos a la
salud, para cuyos fines he resuelto establecer una de ellas”.

3.3. Relación entre espacios construidos y no construidos

En lo que respecta a la relación entre espacios construidos y superficies no


cubiertas, la presencia o la ausencia de galerías marca fuertemente la tendencia
de las épocas en que fueron construidas estas casas.
La casa de Lucas de Torres pertenece a la tradición arquitectónica más típica
de Santa Fe, al punto de que el cuarto alto contaba con “corredores” de madera
dura. La casa quinta de Tarragona, construida un siglo más tarde, mantenía
la vigencia de estas galerías, superpuestas para servir de circulación en ambas
plantas, aunque a los pies derechos y zapatas de madera dura se agregaron
sectores sostenidos por pilares ochavados de mampostería. Su casa principal,
en cambio, parece haber carecido de “corredores”.
La ausencia de galerías o corredores se puede comprobar, entrado ya el
siglo XIX, en los ejemplos de viviendas principales como las de Francisco de
Alzogaray (luego de Domingo Crespo), Estanislao López, José Freyre y Juan
Gualberto Puyana. En estos casos la prescindencia de las galerías era deliberada
y se correspondía con modelos tardíos del período hispánico que en Santa Fe se
verifican ya en la etapa poscolonial. La contundente y neta diferenciación entre
lo construido y lo abierto quebraba la típica espacialidad de las galerías que
había caracterizado hasta entonces la arquitectura doméstica santafesina.

3.4. Relación entre vivienda y espacio urbano

En la ciudad de finales del XVII y primeros años del XVIII debió ser notable
la imagen de la casa de altos de Lucas de Torres, ubicada en uno de los ángulos
de la Plaza, frente a dos esquinas significativas como lo eran la casa de Juan
de Rezola y la Iglesia de la Compañía de Jesús. Además de contar con una
habitación en la planta alta, ésta tenía balcón que daba a la plaza. Podríamos
asociar esta imagen a la tienda “con su alto y balcón” que por un tiempo tuvo
la casa de los Díez de Andino, aunque corresponde a un tipo de vivienda que
hemos clasificado en otro lugar.
A finales del siglo XVIII las dos casas de Tarragona, construidas en áreas,
urbana una y suburbana la otra aunque muy cercanas entre sí, debieron im-
presionar por la altura de sus dos plantas y, además, por la envergadura de su
desarrollo. Las casas de Alzogaray y de López, construidas con poca diferencia

132
de años, tenían volúmenes similares y además se ubicaban muy próximas entre
sí, en las esquinas enfrentadas de una misma calle. En las esquinas opuestas
de la Plaza, las casas de Freyre y de Puyana, construidas por la misma época,
también se destacaban por su volumen de dos plantas, aunque su magnitud
era algo modesta en relación con las anteriores.

Ilustración 6.1

Ilustración 6.2

Ilustración 6.1. Casa de Pedro González Carriazo (1667), luego de Pedro de Lencinas y Garay
(1672). Segunda serie, primer tipo - 2.1.1 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo
digital Cristian Cevallos).
Ilustración 6.2. Cuartos de don Manuel Maciel (1741) luego de don Joaquín Maciel (1779).
Segunda serie, segundo tipo - 2.1.4 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital
Cristian Cevallos).

133
Ilustración 6.3

Ilustración 6.4

Ilustración 6.3. Casa de don Francisco de Ziburu (1703), luego de don Francisco de la Mota
Botello. Segunda serie, segundo tipo - 2.2.5 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo
digital Cristian Cevallos).
Ilustración 6.4. Casa de doña Francisca de las Casas, luego de doña Ventura del Casal y
Domingo Maciel (1769). Segunda serie, segundo tipo - 2.2.17 (reconstrucción gráfica Luis
María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

134
Ilustración 6.5

Ilustración 6.6

Ilustración 6.5. Casa quinta de don José de Tarragona Segunda serie, tercer tipo - 2.3.3
(reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).
Ilustración 6.6. Casa de don Francisco Alzogaray, luego de don Domingo Crespo (1827).
Segunda serie, tercer tipo - 2.3.5 (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital
Cristian Cevallos).

135
136
Tercera parte
La vivienda en Santa Fe

137
138
Capítulo 7
La traza y el solar en la fundación de ciudades

1. La traza en las fundaciones

Santa Fe fue fundada en 1573 con una traza de manzanas cuadradas dispuestas
en una trama ortogonal de calles. Ese fue el soporte sobre el cual se distribu-
yeron los solares y luego se construyeron las casas, los edificios institucionales
y, en síntesis, la ciudad. En el presente capítulo procuraremos comprender,
en el contexto más amplio del continente americano, el proceso que llevó a
esta modalidad de organización del espacio urbano.
Desde los primeros tiempos de la presencia de España en América, la Co-
rona definió la política de establecer asentamientos permanentes, organizados
jurídicamente como ciudades, con sus cuerpos de gobierno y administración,
sus instituciones, usos y costumbres. Así se fue configurando el proceso de
fundaciones en las cuales la delimitación, estructuración y utilización del suelo
urbano fueron consideradas como aspectos necesarios desde el inicio.
Las capitulaciones, mandamientos, cédulas reales y actas de fundación
manifiestan la voluntad de que la organización jurídica, política y social se
transfiera simultáneamente en la ordenación del espacio, en sus diversas escalas
territoriales y urbanas. El suelo urbano, soporte bidimensional establecido
como dato inicial de la ciudad hispanoamericana, fue considerado y regulado
en forma paralela con aquellos otros sobre los cuales se entretejería el andamiaje
social y político. Espacio físico y espacio social, cuya compleja articulación e
interacción configuran los fenómenos urbanos, fueron anticipados en cada

139
fundación, a priori de que se activaran los procesos que, finalmente, cons-
truirían la ciudad real.
Ya en las fundaciones tempranas, la estructura del suelo urbano fue estable-
cida a partir de una traza que regularía desde el origen la ocupación del espacio
físico, su relación con el entorno territorial y la organización interna de los
diferentes elementos urbanos, de los espacios públicos y de los privados.
No nos ocuparemos de la génesis de la traza de la ciudad hispanoamericana
porque ha sido objeto de estudio de numerosos historiadores y de discusión
en congresos y seminarios, en los que se ha profundizado y debatido sobre
los aportes proporcionados desde la praxis, la teoría y la legislación indiana.1
Nos limitaremos a recodar que, en general, existe coincidencia acerca de que
el traslado de la ciudad de Santo Domingo, realizado en 1502 por Nicolás
de Ovando con el propósito de transformarla –como dice Jaime Salcedo– de
factoría en colonia castellana, marca el inicio del urbanismo indiano. La traza
dada por Ovando es el ejemplo hispanoamericano más temprano del que se
tiene conocimiento, que tiende a la regularidad y que es percibido con entu-
siasmo por sus contemporáneos como un espacio ordenado a la “moderna”:
“Está su población tan compasada que ninguna sé yo mejor trazada”, escribe
Juan de Castellanos en 1536.
No obstante, a pesar de ese ideal de orden que comienza a imponer el pen-
samiento humanista, Santo Domingo conserva todavía características que
persisten desde el Medioevo: la Plaza Mayor se ubica cerca del puerto, no
centrada respecto al conjunto, mientras que la Iglesia abre su puerta lateral
hacia la Plaza y el frente principal hacia una plazoleta (Ilustración 7.1).
La experiencia de Santo Domingo (1502) se reiteró en posteriores funda-
ciones en el Caribe: Santiago de Cuba (1515), Veracruz (1519), La Habana
(1522), Cartagena (1533) y otras ciudades en las que la tendencia a la regula-
ridad se fue acentuando y tendiendo a la definición de trazados ortogonales.
Contemporáneamente, desde las instrucciones dadas por la Corona se fue
incorporando de manera progresiva el ideal de orden y regularidad como
objetivo de las fundaciones:
“se han de dar comienzo por orden –se manda en 1513 a Pedrarias Dávila–,
por manera que hechos los solares el pueblo parezca ordenado: así en el lugar
que se dejare para plaza, como el lugar en que hubiere la iglesia, como en la
orden que tuvieren las calles; porque en los lugares que de nuevo se hacen
dando la orden en el comienzo sin ningún trabajo, ni costa, quedan ordenados
y los otros jamás se ordenan”.2
Estas palabras se reiteran textualmente en las instrucciones dadas a Hernán
Cortés en 1523.3 En 1525 el mismo Cortés hace referencia a un plano (po-
siblemente el de la ciudad de México después de que Alonso García Bravo
confeccionase su traza), para que fuese tenido en cuenta en las fundaciones

140
futuras; en él se sitúan la plaza y los edificios públicos, se indica el reparti-
miento de los solares restantes entre los pobladores y se trata de asegurar que,
con las participación de técnicos capaces, las calles sean efectivamente rectas
(García Fernández, 167).
Desde el Caribe y Mesoamérica, la praxis fundacional se desplazó hacia
América del Sur, donde los primeros casos de traza regular con calles que de-
finen manzanas cuadradas parecen haber sido las fundaciones de Benalcázar
en Nueva Granada (Quito, 1534) y de Pizarro en el Perú (Lima y Trujillo,
1535). En Lima la cuadrícula fue consagrada como modelo urbano, signando
la forma y traza de las posteriores fundaciones realizadas en su jurisdicción,
llegando de esa manera hasta las provincias del Río de la Plata.
Así fue como se definió lo que Jorge Enrique Hardoy (1983) llamó el modelo
clásico que se caracteriza básicamente por un trazado en damero formado total
o casi totalmente por manzanas idénticas, cuadradas o rectangulares; y la plaza
principal formada en una manzana dejada sin construir.
Por su parte Jaime Salcedo (1987) se ha ocupado de la génesis y difusión
de la traza en cuadrícula en un estudio en el que, entre las fundaciones que se
desprenden de Lima, centro difusor de ese modelo en toda Sudamérica, hace
expresa referencia a la rioplatense ciudad de Santa Fe. En efecto, Salcedo resalta
el hilo conductor de la traza en cuadrícula que puede establecerse entre las
fundaciones de Lima, Santa Fe y la segunda Buenos Aires. Por nuestra parte,
podemos agregar que esto no es casual, ya que Garay había entrado a Indias
por el reino del Perú y vivió desde su adolescencia en Lima con su tío Pedro
de Zárate, Oidor de la Real Audiencia; desde allí pasó al Alto Perú y luego al
Paraguay y Río de la Plata.
A la vez, la traza o estructura de la ciudad incide directamente en la confi-
guración de la isla o manzana, que en América, especialmente a partir de la
implantación de la cuadrícula, se denominó cuadra. La forma de la manzana
y su tamaño condicionó, a su vez, las características del parcelario en que fue
subdividida y repartida entre los primeros pobladores para la construcción
de sus viviendas. De manera que encontramos diferentes tipos de parcelas o
solares en relación con distintos tipos de trazas urbanas, aunque no siempre
a similares manzaneros correspondieron idénticas formas de solares. Por el
momento dejamos el tema específico de los solares, del cual nos ocuparemos
con mayor detenimiento más adelante.
Fundación, traza y señalamiento de solares fueron cuestiones que general-
mente se articulaban entre sí, por cuanto unas y otras estaban relacionadas.
No obstante lo cual, Domínguez Compañy señala que no en todas las actas de
fundación se especifica en forma precisa el trazado de la ciudad y que en algunas
ocasiones la distribución de solares se hizo con posterioridad (1984:45). Tal
fue el caso de Córdoba en la provincia del Tucumán, fundada el 5 de julio de

141
1573, a la que se asignó otro sitio el 28 de agosto del mismo año, fecha en la
que recién se le dio un trazado y se dimensionaron las manzanas, solares, calles
y rondas; cuatro años más tarde fue trasladada definitivamente, oportunidad
en que se hizo un nuevo trazado y reparto de solares (Foglia et al., 41/42). O
de Riobamba en el Reino de Nueva Granada, que se fundó en 1575, oportu-
nidad en que se trazaron la plaza, la cuadra para el Cabildo y Cárcel y otras
cuadras, pero se aclaró que “dichas cuadras no se midieron ni solares que en
ellas hay, porque esto quedó para cuando se trazare lo demás restante del dicho
pueblo” (Domínguez Compañy, 1984:212). También es el caso de la villa de
San Miguel de Ibarra en 1606 por Cristóbal de Troya, quien al fundarla dice
que más tarde “dará los solares en que labren y edifiquen las personas que en
él se poblaren” (1984:48-263).
Fuera de excepciones como las expresadas, la mayoría de las actas, aun
cuando no hacen referencia explícita a la traza, al menos ofrecen indicios de
que se contaba con ella. De otra manera no podrían entenderse las referencias
a señalamientos de plaza y de solares para la iglesia, el cabildo, los hospitales,
las casas del gobernador y otros edificios.
Finalmente, existen actas que incluyen dibujos en los que aparece trazada
la ciudad con su plaza mayor y la distribución de solares destinados a los
edificios institucionales civiles, iglesias y conventos y los correspondientes a
los vecinos. Los ejemplos más tempranos que se conocen son los planos de
Mendoza (1561), a los que sucedieron los de San Juan de la Frontera (1562),
Nombre de Jesús (1571), La Paz en el Valle de Upar (1578) y otros.
Son varios los casos en los que, si bien no se conserva el plano fundacional,
en el acta se hace referencia a que fue dibujado por separado. Así, en el acta de
fundación de la Ciudad de los Reyes consta que Francisco Pizarro “repartió los
solares a los vecinos del dicho pueblo según parecerá por la traza que de la dicha
ciudad se hizo” (Domínguez Compañy, 1984:49-110). Siguiendo esa práctica
Juan de Garay adjuntó a las actas de fundación de Santa Fe (1573) y de Buenos
Aires (1580) los dibujos de sus trazas, aunque no han llegado hasta nosotros. En
el caso de Santa Fe Garay lo menciona en el acta de su fundación –“conforme
una traza que tengo señalada en un pergamino” (1984:203)– y en los autos de
reparto de Buenos Aires, él mismo dice que repartió los solares “conforme a la
traza por mí hecha en un pergamino de cuero”.4
La pérdida de los planos con las trazas fundacionales se debió a diversos
motivos y no siempre se trató de desidia. En algunos casos su destrucción se
debió a la naturaleza del material sobre el que estuvieron dibujados y a las
condiciones de conservación; en otros al uso intenso al que pudieron estar
sujetos, sirviendo de base para anotaciones posteriores en las que se señalaban
los cambios operados en la ciudad o nuevas adjudicaciones de solares.
En el caso de Santa Fe, por ejemplo, el plano ya no existía antes de cumplirse

142
el siglo de su fundación y cuando se decidió su traslado se relevó la traza y el
fraccionamiento de las manzanas, y se dibujó un nuevo plano que tampoco
perduró. En efecto, en el momento en que el Cabildo decidió mudar la ciudad
se mandó que “se lleve [al nuevo asentamiento] la planta de cuadras, plaza
pública, calles, sitios y solares de esta ciudad y ejido de ella”, pero, a falta del
plano de la fundación, los vecinos debieron exponer sus derechos a los solares y
se levantó un nuevo padrón que reemplazó al antiguo. Con el tiempo, también
este segundo plano se extravió o se destruyó por su intenso uso.

2. Planos urbanos y reparto de solares

Podemos suponer, sin embargo, que el plano fundacional de Santa Fe debió


compartir las características de sus contemporáneos, descriptos por Jorge E.
Hardoy en la categoría que denomina “planos fundacionales”. Por lo general
representan la traza de la ciudad con la subdivisión de las manzanas en lotes,
dentro de los cuales se consignan los usos principales del suelo urbano y, en
algunos casos, los nombres de los pobladores a quienes fueron adjudicados
en el momento de la fundación o más tarde. Otras referencias que suelen
incluirse son: tamaño de manzanas, dimensiones de los lotes y ancho de las
calles. Hardoy hace notar que ninguno de los planos fundacionales conocidos
es anterior a la década de 1560, fecha en que la mayoría de las principales
ciudades ya habían sido fundadas (1991:43). El plano de Santa Fe, que fue
realizado en 1573, debió ajustarse a los que hoy conocemos: Mendoza, San
Juan, Córdoba, Talavera de Madrid o Buenos Aires.
El plano de Mendoza de 1561 corresponde a su fundación por Pedro del
Castillo.5 Hardoy lo describe como una simple cuadrícula de cinco manzanas
cuadradas de lado, con la manzana central vacía. Las manzanas, bordeadas por
calles de 35 pies de ancho, están divididas en cuatro solares de igual tamaño
de 225 pies de lado. En el interior de cada solar aparece inscripto el nombre y
apellido del vecino a quien se le adjudica. Otro plano complementario señala
en el centro las 25 manzanas de la traza, rodeadas por 38 grandes lotes para
huertas y viñas, y entre ambos sectores se deja un amplio espacio vacío para
ejido (1991:63/4).
Existe otro plano de la misma ciudad fechado en 1562, que corresponde
a la mudanza realizada por Juan Jufré al año siguiente de su fundación.6 El
trazado, proporciones de los solares y ancho de las calles son idénticos al de la
fundación por Castillo, y las diferencias están relacionadas con la ubicación
de algunos edificios institucionales (Hardoy, 1991:65) (Ilustración 7.2).
El plano fundacional de San Juan de la Frontera de 15627 es similar en estilo
al primero de Mendoza. Entre sus particularidades, Hardoy señala que de los

143
96 solares originales, 31 no tienen destinatario aparente, posiblemente debido
a que el grupo de vecinos que acompañó a Juan Jufré era menor al que posi-
bilitaba el repartimiento completo de solares (1991:66) (Ilustración 7.3).
Aunque se conoce por una reproducción facsimilar, el plano de Córdoba
de 1577 corresponde a la traza y adjudicación impuesta por Lorenzo Suárez
de Figueroa, cuatro años después de su fundación (1971:121). En el dibujo
se muestra la subdivisión del manzanero en cuatro solares, con excepción de
algunas manzanas que son divididas sólo en dos mitades, como las otorgadas
a don Miguel Jerónimo de Cabrera y a don Gonzalo Martel de Cabrera a
espaldas de la iglesia mayor y del cabildo, y las de don Lorenzo Suárez de
Figueroa, Gonzalo de Abreu y otros en el borde de la traza; otras pocas cua-
dras son dejadas enteras, de las cuales algunas son asignadas a particulares
(Ilustración 7.4).
De 1610 datan las dos plantas de Talavera de Madrid (Esteco), enviadas a
la Corte por Alonso de Ribera (Torre Revello, 1943), junto a la comunica-
ción del traslado de los pobladores de las antiguas ciudades de Talavera y de
Nueva Madrid de las Juntas al asiento del arroyo de las Piedras, cerca de su
desembocadura en el Salado, en el noroeste argentino. Muestra la persistencia
del trazado en cuadrícula e idéntica subdivisión de cada manzana en cuatro
solares cuadrados.
Por una copia del siglo XVIII, conocemos el plano de Buenos Aires dibujado
en 1583 a tres años de su fundación; la copia es un dibujo realizado con pluma
y tinta negra con regla.8 De las 135 manzanas dibujadas, las 35 más próximas
a la plaza están divididas en cuatro lotes y otras cuatro en tres; diez manzanas
enteras y varios solares de manzanas adjudicadas parcialmente quedan sin
dueño (Hardoy, 1991:67) (Ilustración 7.5).
Para confirmar que la cuadrícula fue la traza generalmente adoptada en las
fundaciones de ciudades del actual territorio argentino, podemos mencionar
también los casos de Salta, Jujuy, San Miguel del Tucumán, Santiago del Estero
y Corrientes, de los cuales tampoco se conservan planos de su fundación. Una
variante excepcional, en cambio, fue la de la traza de San Juan Bautista de la
Ribera, fundada en 1607 en la actual provincia argentina de Catamarca; aun-
que esa fundación no perduró demasiado tiempo, se conserva el plano que se
trazó en 1607 y que muestra un cuadrado compuesto por cuatro manzanas de
lado, de las cuales sólo doce manzanas del borde son cuadradas y están divididas
en cuatro solares con la misma forma, mientras que las cuatro manzanas del
centro de la traza, sólo tienen tres solares cuadrados dispuestos en forma de
L, perdiendo el cuarto solar para formar la plaza central.9
Santa Fe correspondió a la cuadrícula típica, así puede inferirse tanto de la
ciudad actual, heredera de la fundada en 1573, como de los vestigios que se
ponen en evidencia en el sitio arqueológico de Santa Fe la Vieja (Cayastá).

144
La planta trazada por Garay en el pergamino desaparecido debió constar de
once manzanas de norte a sur y seis de este a oeste, con la Plaza ubicada en
una manzana vacía que debido al carácter litoral de la ciudad, se señaló a una
cuadra del río.
Al no conservarse el plano con la traza y repartimiento de solares y cuadras
desconocemos cómo fue adjudicado el suelo urbano. Escasamente, papeles
posteriores nos permiten ubicar los solares de Francisco de Sierra, Feliciano
Rodríguez –vecinos expectables–, la media cuadra que se señaló para el
adelantado Ortíz de Zárate y la que se reservó el mismo Garay para su casa,
además de los terrenos destinados para el Cabildo y Cárcel y para la iglesia
parroquial.

3. Condiciones y condicionantes del sitio

La localización de Santa Fe fue estratégicamente elegida respecto a la función


que le fue asignada: nodo conector de rutas comerciales entre el Paraguay, el
Río de la Plata y las provincias del Tucumán. Por otra parte, se la ubicó en
un lugar alto de la costa que, aparentemente, no ofreció limitaciones para el
trazado de la planta urbana y para la ocupación de los solares.
Vale recordar que no siempre se dispuso de un lugar como éste. En otros
casos la elección del sitio respondió a condiciones que favorecieron su loca-
lización pero que, a la vez, impusieron condicionantes que afectaron la traza
originaria, su crecimiento, las formas de subdivisión del suelo o la conforma-
ción y tecnología de los edificios que allí se instalaron.
Algunos casos son ejemplares, como el de las capitales de los dos altas
civilizaciones americanas, Cusco y Tenochtitlán, que fueron convertidas en
núcleos originarios de ciudades españolas. En ambas, a las preexistencias
culturales se añade la topografía como factor determinante del trazado y de
la edilicia urbana.
Los diversos autores que se han ocupado de Cusco distinguen un área no-
biliaria, áreas de cultivo y barrios satélites de población indígena, sectores que
ofrecieron distintas resistencias a la imposición de un nuevo modelo de ciudad.
El área nobiliaria con sus kanchas implicó la existencia de obstáculos materiales
y contundentes para una distribución regular, pero aun así fue modificada
sustancialmente en su densidad de ocupación. El español, deslumbrado ante
la posibilidad de disponer de grandes espacios que les estaban negados en sus
reinos de origen, no adoptó como unidad de reparto la kancha incaica sino que,
agrupadas de a dos, conformaron núcleos que se reconvirtieron en la vivienda/
solar española. A diferencia de la zona nobiliaria, en el momento de expandirse
la traza en la segunda mitad del siglo XVII, la cercana área de cultivos permitió

145
el trazado de manzanas semirregulares y el repartimiento de cuatro solares por
manzana, a lo largo de lo que se constituiría como un nuevo eje urbano de la
Plaza Mayor a San Pedro (calles Mantas, Marqués, Santa Clara). Los solares
de estas manzanas tienden a ser más amplios y regulares que en otros sectores
de la ciudad. Mientras que en los antiguos arrabales incaicos, con una topo-
grafía accidentada o en fuerte desnivel (cuestas de Santa Ana, San Cristóbal
y San Blas), se ubican lotes de menores dimensiones y de forma irregular, en
los cuales no llega a generarse una nueva tipología de arquitectura doméstica
sino que ésta responde a la de las áreas nobles de la ciudad, aunque los patios
tiendan a ser más pequeños y en desnivel respecto de la calle. La topografía
cusqueña que fragmentaba el espacio en barrios, intentó ser borrada al igual
que en otras hispanoamericanas, pero algunos accidentes como el curso del río
Saphi subsistió como barrera hasta su entubamiento en el siglo XX (Gutiérrez
et al., 1981b:8-107-25).
En el caso de Tenochtitlán, Cortés aprovecha la organización precolombina
y reemplaza la capital azteca por la Méjico española. La traza encargada a Al-
fonso García Bravo (“muy buen jumétrico y que tiene muy buena habilidad
y experiencia” incorpora los rasgos del damero revitalizados por la cultura
del Renacimiento pero los ajusta a la topografía y a condiciones de la ciudad
azteca. Aunque el paisaje se transforma sustancialmente, quedan las huellas
de las antiguas calzadas (la de Tacuba transformada en decumano máximo y
la de Iztapalapa convertida en cardo máximo), construcciones prehispánicas
(como las Casas Viejas de Moctezuma que se convierten en la residencia de
Cortés o el Palacio Nuevo de Moctezuma que será la base del Palacio de los
Virreyes) y también muchas de las acequias que la estructuraban subsisten a
lo largo del período colonial y hasta el siglo XIX (Valero de García Lascurain,
1991a:74/83). Sobre esta experiencia singular, Leonardo Benévolo escribe:
“El organismo de esta ciudad –alabada por sus contemporáneos por ha-
berse realizado en ella a gran escala el ideal de regularidad del que carecen las
ciudades europeas– deriva sin embargo de una singular combinación entre
la primitiva ordenación azteca y los nuevos criterios urbanísticos de los con-
quistadores” (I-587).
En otros casos, las preexistencias también pueden ser de carácter cósmico, como
es el caso de las trazas de pueblos y terrenos del valle de Tlaxcala-Puebla cuya
orientación tiene antecedentes anteriores a la conquista (Nessmacher, 136).
No fue ese el caso de Santa Fe ni de las fundaciones realizadas en territo-
rios alejados de esos grandes centros del poder prehispánico. En todo caso,
algunos accidentes topográficos fueron aprovechados como recurso defensivo,
así se explica el sitio elegido por Hernando de Lerma para fundar la ciudad
de Salta: un terreno surcado de cursos de agua o tagaretes (“está cruzado por
ciénagas y pantanos muy profundos que aquí llaman tagaretes, los cuales

146
son impenetrables” dice un documento citado por Alberto Nicolini), que, si
bien limitaban las posibilidades de una franca ocupación del suelo, ofrecían
accidentes que favorecían la defensa en medio de un entorno hostil para el
español (Nicolini, 1983:21/25). Por su parte Concolorcorvo agrega en su
relato: “Toda la ciudad está fundada, como México, sobre agua. A una vara de
excavación se halla clara y potable” (84). También es el caso de Quito, donde
cavas y cañadones en un principio sirvieron para la estrategia de la defensa de
Quito (Ortíz Crespo, 150), pero cuando la ciudad se consolidó condicionaron
su expansión e impusieron la utilización de arcos y bóvedas para prolongar
calles y construir viviendas.
Como hemos dicho, en Santa Fe el conquistador eligió un sitio cuyas con-
dicionantes no afectaban a la traza pero sí a sus bordes. Esto ocurrió en sus
dos asentamientos. En el primitivo, la barranca del río no tardó en mostrar
los efectos de la erosión fluvial: la creciente de junio de 1648 puso en alerta a
las autoridades para “que el río de esta ciudad no entre y se robe parte de esta
ciudad como amenaza”,10 y en 1658 las aguas del río ya habían socavado la
barranca, ocasionando el derrumbe de algunas casas y de la iglesia parroquial
de San Roque.11 A mediados del siglo XVII, para trasladar la ciudad se eligió
un sitio que intensificó la relación con el río, tanto como medio de comuni-
cación como de defensa; el sitio estaba protegido en tres de sus lados por el
agua: la Laguna Grande de los Saladillos por el este, el riacho Santa Fe por el
sur y el río Salado por el oeste. En Santa Fe de la Vera Cruz, las crecientes del
río Paraná continuaron siendo una amenaza permanente que condicionó la
expansión de la traza en relación con determinados rumbos.

4. El reparto del suelo urbano entre los primeros pobladores

Hemos dicho que el reparto de solares está ligado directamente al señala-


miento de la traza, ya que no puede haber solar si aquella no se ha establecido
previamente, y debió ser práctica más corriente de lo que aparece indicado
explícitamente en las actas de fundación (Domínguez Compañy, 1984:48).
El acto de repartir solares urbanos y tierras fuera de la traza era una atribución
propia del jefe de la expedición fundadora y era necesario para que pudiera
ponerse en acción el proceso efectivo de concreción de poblaciones y ciudades.
Ya en La Isabela el Almirante Cristóbal Colón “repartió solares, ordenando
sus calles y plaza y avecindáronse las personas principales y mandó que cada
uno haga su casa como mejor pudiese”.12
Las tierras americanas eran consideradas propiedad de la Corona, la que por
medio de capitulaciones o cédulas reales otorgaba y delegaba en sus goberna-
dores y adelantados la facultad de repartirlas, ya fuere para bienes rurales o

147
urbanos. Fue una cédula real, por ejemplo, la que otorgó al capitán Francisco
Pizarro, gobernador del Perú, licencia para repartir “solares e huertas, e dar
en ella las caballerías e peonías de tierras en que puedan labrar e granjear,
guardando en ello la orden e moderación que tenemos mandado guardar en
los semejantes repartimientos” (Bayle, 82).
En el caso de Santa Fe el reparto de solares fue emanado de autoridad consti-
tuida por cuanto Martín Suárez de Toledo, teniente de gobernador de Asunción,
al encomendar a Juan de Garay la fundación de Santa Fe, le otorgó expresamente
facultad para “dar y repartir a los dichos pobladores solares para casas de sus
moradas y tierras, aguas y pastos para sus labranzas y crianzas”.13
En los primeros tiempos de la conquista, los fundadores distribuían los
terrenos según su parecer, atendiendo a las preferencias y méritos de los soli-
citantes o al turno de la petición. Sin embargo, desde la época de Fernando
el Católico, la Corona aconsejó que el repartimiento de solares se hiciese de
acuerdo a la calidad de los pobladores, como medio para colaborar con el
fomento edilicio de las ciudades. Justamente, en una carta dirigida a Diego
Colón, se le hacía saber la disconformidad con lo que hasta ese momento
había realizado en La Española por haberse dado “tanto al labrador e gente
común como a otras personas principales”, resultando así que la isla “no se
haya ennoblecido e acrecentado en buenos edificios de casas”.14
Las instrucciones dadas a Pedrarias Dávila en 1513 también se ocupaban del
tema del repartimiento de solares y se le encomendó, como mejor manera de
estimular a los participantes de las huestes fundadoras, que hiciera distinción
entre escuderos, peones y los que fueren de menor grado en los repartimientos
de tierras para “casas, solares, tierras, caballerías y peonías”.
Según José Luis García Fernández las instrucciones dadas a Pedrarias, a la vez
que expresan la concepción de ciudad ordenada propia del Renacimiento euro-
peo y el papel de la plaza en esa idea, todavía mantienen la tradición medieval
de los privilegios de las clases sociales (167). Igualmente en las instrucciones
dadas a Hernán Cortés en 1523 se le manda que una vez escogido el sitio con
todo lo que fuere provechoso para la nueva población había “de repartir los
solares del lugar para hacer las casas”, también aquí se disponía que fuere según
“la calidad de las personas” y dadas desde el comienzo por orden, “de manera
que hechas las casas en los solares el pueblo parezca ordenado”.15
“Junto con la organización jerárquico-política –señala Pedro Vives Azan-
cot– la utilización del suelo urbano fue parte sustancial del reparto entre
los miembros de la compaña y elemento básico de estratificación social. El
grado de participación económica y política en cada empresa conquistadora
se reflejó a la hora de distribuir el espacio de la nueva ciudad hispánica en el
Nuevo Mundo” (192).

148
Y así como la Plaza se convirtió en un elemento de alto valor simbólico y
jerárquico en la estructura de la ciudad, la mayor o menor proximidad a ella
calificaba al solar y a su beneficiado en el repartimiento.
En 1573, Garay repartió los solares de Santa Fe con un claro criterio jerárqui-
co que atendía a la calidad de las personas y que se expresaba según la mayor
o menor distancia de la Plaza Mayor. Frente a ella, por ejemplo, se señaló para
sí mismo media cuadra (manzana) y a su lugarteniente Francisco de Sierra le
dio un solar de privilegiada ubicación en la misma vecindad.
Sin embargo, cuando la normativa poblacional cristalizó en las Ordenanzas
de Felipe II, se estableció que alrededor de la Plaza no se señalasen solares para
particulares, sino sólo para la fábrica de la iglesia y casas reales y propios de la
ciudad, y para tiendas y casas para tratantes. Los demás solares debían repar-
tirse por suerte entre los pobladores y los que no se señalasen quedaban como
propiedades reales para ser otorgados en merced a posteriores pobladores.16 Las
Ordenanzas establecieron, además, que todos debían recibir equitativamente
las diversas calidades de suelo: “que se haga el repartimiento de forma, que
todos participen de lo bueno y mediano, y de lo que no fuere tal, en la parte
que a cada uno se le debiere señalar”.17
Para ese entonces, gran parte de las principales ciudades coloniales, Santa
Fe entre ellas, ya había sido fundada.

5. El solar: forma y dimensiones

De la manera en que cada manzana fue subdividida, dependieron la forma


y las dimensiones de las parcelas iniciales, a partir de las cuales comenzó la
construcción de la ciudad. El proceso fundacional iniciado en el Caribe, con-
tinuado luego en Tierra Firme y más tarde en Sudamérica, fue configurando
diversos modos de dividir la tierra urbana y, como ya hemos dicho, a similares
manzanas no siempre correspondieron idénticos tipos de solares.
Las primeras instrucciones y capitulaciones otorgadas por la Corona a sus
adelantados y gobernadores son de carácter general y no incluyen referencias
sobre las dimensiones de las tierras urbanas y rurales que se repartirían entre
los soldados.
En diversas actas de fundación puede verse la adopción de criterios dife-
rentes, variando entre solares rectangulares y solares cuadrados. Seguiremos
la secuencia de estos últimos, ya que en esta tradición se inscriben los solares
santafesinos.
Según García Fernández (169), Lima (1535) es la primera ciudad de
manzanero cuadrado en la que cada manzana está dividida en cuatro solares
también cuadrados e iguales (de 62,70 metros de lado y 3.941 m2 de superfi-

149
cie). Hubo otras fundaciones anteriores, como Santiago de los Caballeros de
Guatemala (1524,1527), Oaxaca (1529) y Guadalajara (1531), en las que la
traza ya aparece constituida por módulos cuadrados que forman un conjunto
en cuadrícula, pero no conocemos la forma de parcelamiento originaria.18 A
partir de Lima los casos se repiten en diversas regiones sudamericanas que
dependían del Virreinato del Perú (Ilustración 7.6).
La Serena (1544), en el Reino de Chile, presenta una traza también cuadri-
culada que aparece representada en un plano de 1773 con manzanas de 120
metros de lado y solares de 60. En Caracas (1561) las manzanas cuadradas
aparecen subdividas en parcelas de 58,5 metros de lado y superficie de 3.422
m2 (García Fernández, 169) (Ilustración 7.7).
Ya hemos comentado los primeros planos fundacionales de Mendoza de
1561 y 1562, con solares de dimensiones idénticas a los de Lima, con 62,70
metros de lado y 3.931 m2 de superficie. En la fundación de Mendoza el
2-III-1561, el fundador Pedro del Castillo indica que los “solares han de ser
de grandes en cuadra de frente de doscientos y veinte y cinco pies de doce
puntos y las calles de treinta y cinco pies en ancho” (Domínguez Compañy,
1984:174).
En la subdivisión de la manzana en cuatro solares Alberto Nicolini no en-
cuentra la búsqueda de una solución estética, sino un sistema que permitía la
fácil distribución de la tierra.
Siguiendo el mismo modelo, el parcelario inicial de la ciudad de Santa Fe
estuvo definido por las cuatro partes denominadas solares en que se dividía
cada manzana. Ese modo de subdivisión puede constatarse con claridad en
las formas de ocupación del suelo urbano en el sitio arqueológico de Santa
Fe la Vieja y se puede distinguir en el parcelario de la ciudad actual, aunque
profusamente fraccionado, en las líneas que fueron ejes de la subdivisión
inicial. Los solares midieron, tanto en el primer asentamiento como en el
posterior, entre sesenta y seis y sesenta y siete varas de lado (unos 198 pies).
Las manzanas periurbanas, que no fueron divididas, recibieron el nombre de
cuadras y medían 132/135 varas de lado.
En el mismo año que Garay funda Santa Fe, Jerónimo Luis de Cabrera funda
Córdoba del Tucumán donde cada solar debía medir “doscientos e veinte pies
geométricos de frente e otros tantos de largo [...] y han de ser los dichos pies
–se aclara–, de a tercia de vara”.19
Siete años más tarde de las fundaciones de Córdoba y de Santa Fe, en la
fundación de Buenos Aires Juan de Garay estableció que cada manzana de
“ciento y cuarenta varas” se dividiera en cuatro. Y, como en Santa Fe, las man-
zanas alejadas del centro se dejaron enteras: “y las cuadras que por defuera de
la ciudad se da a cada soldado ha de tener cuatro tantos que el sitio de su casa,
que es una cuadra” (Bayle, 82). Es decir, el mismo fundador adoptó medidas

150
diferentes para los solares de las ciudades por él originadas: en Santa Fe 66/67
varas de lado y en Buenos Aires 70.
Por estos años, las Nuevas Ordenanzas de Población se ocupaban también de
la medida y disponía, “porque podía suceder, que al repartir las tierras hubiese
duda en las medidas, [...] que una peonía es solar de cincuenta pies de ancho,
y ciento en largo, cien fanegas de tierra de labor, de trigo, o cebada, diez de
mais, dos huebras de tierra para huerta, y ocho para plantas de otros árboles
de secadal, tierra de pasto para diez puercas de vientre, veinte vacas, y cinco
yeguas, cien ovejas, y veinte cabras”.20
Otra unidad de medida, la caballería es definida como un “solar de cien
pies de ancho, y doscientos de largo, y de todo lo demás como cinco peonías,
que serán quinientas fanegas de labor para pan de trigo, o cebada, cincuenta
de maíz, diez huebras de tierra para huertas, quarenta para plantas de otros
árboles de secadal, tierra de pasto para cincuenta puercas de vientre, cien vacas,
veinte yeguas, quinientas ovejas, y cien cabras”.21
Nuevamente, la práctica de las fundaciones y la legislación de las Nuevas
Ordenanzas de Población no coincidió en lo que respecta a la medida de los
solares.
Otro aspecto a considerar es la diferencia de escala de las ciudades ame-
ricanas respecto de las españolas peninsulares, tema del que se ha ocupado
García Fernández. En el caso de Puebla, la parcela tiene una superficie 15
veces superior a las medievales determinadas por los fueros y 5 veces superior
a las que dan los datos de repartimientos en la provincia de Jaén en el mismo
siglo (167). Nicolini compara las parcelas de Mancha Real de Jaén de 419 m2
con los solares de una ciudad americana cualquiera: 3.750 m2, y el solar de
La Laguna, Tenerife, con el de Lima, que era cuarenta veces mayor. El cambio
de escala comienza a verificarse en América ya en la traza de Santo Domingo
con manzanas que presentan un mínimo de 45 metros y un máximo de 165
metros (1992-1993:25).
En las ordenaciones mallorquinas del siglo XIV, el citado García Ramírez
encuentra cierta similitud en las dimensiones de las manzanas cuadradas con
las de la ciudad hispanoamericana y lo hace utilizando como ejemplo la ciudad
de Lima, aunque en este caso fueran ligeramente mayores a las de Mallorca.
Los solares, aunque de distinta magnitud según las fundaciones, en Santa
Fe y en todos los casos americanos, fueron siempre terrenos muy amplios
destinados a la edificación de las casas. Proporcionaban suficiente superficie
para la configuración de los espacios abiertos que formaban parte vital del
conjunto doméstico: patios, traspatios, corrales, huertas, y para la instalación
de construcciones anexas destinadas a establos, cocinas y alojamiento de la
servidumbre indígena o africana esclavizada.

151
6. Fraccionamiento de las parcelas y densificación
de la ocupación del suelo

Los procesos de subdivisión de las parcelas variaron notablemente de acuerdo


al crecimiento demográfico de la ciudad, a las posibilidades de expansión de la
traza y a los modos de traspaso de la propiedad por herencia, dote, donaciones
o ventas. Diversas causas, no sólo el aumento de población, motivaron su
fraccionamiento y la densificación de la ocupación del suelo.
Los procesos de fraccionamiento obedecieron también a formas de subdi-
visión funcional no necesariamente acompañadas de cambios de dominio: en
el Cusco, por ejemplo, ya a finales del siglo XVIII comenzó a experimentarse
un proceso de tugurización cuando, además de los alquileres de los locales que
daban a la calle, se arrendaron algunas habitaciones del segundo patio hasta
que, a veces, se ocupó toda la vivienda con ese destino.22
Para el caso de la ciudad Panamá, las fuentes no permiten conocer cuál era
el parcelario inicial, pero Alfredo Castillero Calvo supone que debido a estar
encajonada ecológicamente y con muy pocas posibilidades de expansión,
no pudo seguir el ejemplo de Natá y los solares debieron ser menores. A seis
décadas de su fundación el parcelario ya estaba definido y habían desapare-
cido los solares amplios de los inicios (si es que los hubo); para esa época el
promedio de los frentes de las parcelas era de 2,5 lumbres o 12 varas, es decir
aproximadamente 10,25 metros aproximadamente (68-146-150).
Con respecto a Panamá, Castillero Calvo hace un prolijo cálculo de la densi-
dad de población de la ciudad entre 1607-1610 y llega a la conclusión de que
los 5.708 habitantes distribuidos en 332 casas, 40 casillas y 112 bohíos (unos
12 habitantes por unidad de vivienda), disponían de la exigua cantidad de 16
m2 por habitante. Por contraste, en la ciudad de Santa Fe en sus momentos de
mayor población durante el período colonial (siete mil habitantes), distribuidos
en una traza de once por seis manzanas, por habitante correspondían 138 m2
(una relación de 8,60 respecto a la de Panamá).
Para el caso de Puebla, Dirk Bühler describe un primer momento que se
prolonga hasta finales del siglo XVI, en el cual todavía se puede reconocer una
correspondencia entre las dimensiones del lote de algunas viviendas y el solar
inicial de 50x50 varas en que se habían repartido las manzanas rectangulares en
el momento de la fundación. La Casa del Deán, acota Bühler, cuando estaba
completa ocupaba exactamente las dimensiones de un solar de 50 varas de
lado. En el plano de Puebla de 1698 se representa esa forma de subdivisión
en todas las manzanas de la traza, aun cuando este dibujo puede entenderse
como una idealización que no debió corresponder a la realidad del momento,
pues hacía mucho tiempo que ya había comenzado el proceso de subdivisión
de las parcelas (55); la Casa de las Cabecitas, un ejemplo que también databa

152
del siglo XVI, se asentaba en terreno de medio solar. La tendencia a la subdi-
visión de solar se hizo más notable durante el siglo XVIII. Así como sucede
en Santa Fe, en el plano catastral actual de Puebla, algunas líneas medianeras
permiten identificar todavía la disposición originaria de los solares aunque en
el contexto de lotes más fragmentados.
A finales del siglo XVIII en la ciudad de Buenos Aires, convertida en capital
del recién creado Virreinato del Río de la Plata, las solicitudes de permisos de
edificación revelan que todavía en esos años predominan los lotes amplios, aun
cuando lo que se pretenda construir sea de dimensiones reducidas. Novick y
Giunta han realizado un ajustado análisis sobre el particular y sacan la con-
clusión de que muy pocos lotes son de diez varas de frente o menores (203).
Para la misma época Nicolini señala que si bien en Salta se había producido
una subdivisión de los solares iniciales, especialmente en las nueve manzanas
inmediatas a la Plaza, en ningún caso un solar llegó a subdividirse en más de
tres partes (1987:84/87).
También en Santa Fe el parcelario tuvo un proceso de subdivisión lento
que no se detuvo durante el período colonial sino que se proyectó a la época
independiente y hasta el siglo XX. En los siglos XVII y XVIII muchas parcelas
mantenían las medidas originales de un solar entero, mientras que otras se
habían subdividido en terrenos todavía muy amplios equivalentes a medios,
tercios y cuartos de solar. Cuando el Cabildo inició a finales del siglo XVIII
el otorgamiento de mercedes de tierras para edificar viviendas en los extramu-
ros de la ciudad, hacia el norte de la traza fundacional, se adoptó la medida
del cuarto solar como fracción mínima de terreno. Terrenos de dimensiones
menores fueron raros durante el período colonial.
Recordemos que un cuarto de solar medía 16,50 varas de frente (14,30
metros) por 67 varas de fondo (58 metros), lo que constituía terrenos de 1.122
varas cuadradas de superficie, equivalentes a 840 m2.

153
Podemos hacer un análisis dimensional de las parcelas basándonos en las
cien viviendas que hemos reconstruido:

Cantidad % Denominación Superficie en varas Superficie en metros


cuadradas cuadrados
1 1% cuadra 17.956 13.456
5 5% dos solares 8.978 6.728
19 19 % solar entero 4.489 3.362
13 13 % entre 2.304 y 3.366
22 22 % medio solar 2.244 1.681
6 6% entre 1.575 y las 1.918
3 3% tercio solar 1.496 1.120
11 11 % entre 1.130 y 1.466
10 10 % cuarto solar 1.122 840
8 8% entre 284 y 822
2 2% no se sabe - -

Cuadro: elaboración del autor.

En este cuadro observamos que el 54 % de las viviendas disponían de terre-


nos muy amplios, de medio solar a solar entero. En el extremo, el 6 % gozaban
de superficies inusualmente amplias, de media manzana a manzana entera. El
33 % contaban con terrenos que iban de un cuarto de solar a poco menos de
medio solar. Y sólo 8 % con superficies menores al cuarto de solar, entre las
cuales el caso mínimo es de 294 varas cuadradas equivalente a 213 m2.
Podemos concluir este análisis valorando la amplitud de las parcelas de que
disponían la generalidad de las viviendas santafesinas. El escaso valor inmobilia-
rio del suelo urbano y la disponibilidad de terreno en una traza que no necesitó
expandirse hasta dos siglos más tarde de la fundación, contribuyeron a que la
subdivisión no afectara notablemente las dimensiones de las propiedades.

154
Notas
1
Véase: Terán Fernando de (dir.). El sueño de un 12
“Fundación de La Isabela y de otras fortalezas
Orden. Madrid, CEHOPU, 1989; VV. AA. La ciudad en La Española. Desarrollo, desamparo y aban-
iberoamericana. Actas del Seminario de Buenos dono de La Isabela”, por Fray Bartolomé de las
Aires, 1985. Madrid, CEHOPU, 1987; y Solano Casas, en: “Historia de las Indias. Biblioteca de
Francisco de (coord.). Estudios sobre la ciudad Autores Españoles”, vol. nº 95. Madrid, 1957.
iberoamericana. Madrid, Consejo Superior de Transcripto por F. de Solano. Normas y leyes de la
Investigaciones Científicas (CSIC), 1983. ciudad hispanoamericana. 1492-1600. Madrid,
2
Instrucción al gobernador de Tierra Firme Pe- Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
drarias Dávila. Valladolid, 2-VIII-1513. Transcripta 1996, p. 10.
por Francisco de Solano. Normas y leyes de la 13
Poder que Martín Suárez de Toledo a Juan de
ciudad hispanoamericana. 1492-1600. Madrid, Garay, Asunción, 3 de abril de 1573, en: AGPSF,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Boletín nº 4-5. Santa Fe, 1973, pp. 16/19.
1996, p. 36. 14
Carta del Rey Fernando el Católico a Diego
3
Instrucción a Hernán Cortés, Valladolid, 26-VI- Colón, 14-XI-1509. Transcripta por C. Bayle. Los
1523. Transcripta por Solano. Id., p. 71. Cabildos seculares en la América española. Ma-
4
Autos de Juan de Garay sobre el orden en el re- drid, Sapientia Ediciones, 1952, pp. 80/81.
parto de solares, estancias, huertas, 17-X-1580. 15
Instrucción a Hernán Cortés. Valladolid, 26-VI-
En: Razzori Amílcar. Historia de la ciudad argentina. 1523. Transcripta por F. de Solano. Normas y leyes
Buenos Aires, Imprenta López, 1945, p. 386. ..., Op. cit., p. 71.
5
AGI: Planos de Buenos Aires, 222. 16
Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Pobla-
6
AGI: Planos de Buenos Aires, 10. ción y Pacificación de las Indias. Bosque de Bal-
7
AGI: Planos de Buenos Aires, 9. saín, 13-VII-1573. Transcriptas por F. de Solano.
8
AGI: Planos de Buenos Aires, 11. Normas y leyes ..., Op. cit., p. 194/218.
9
AGI: Planos de Buenos Aires, 224 (Charcas, 26). 17
Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias...
Publicado por F. Chueca Goitia Fernando y L. Torres Tomo Segundo, Libro IIII, Tìtulo 12.
Balbás. Planos de ciudades iberoamericanas y 18
Es lo que Alberto Nicolini denomina el cuarto
filipinas existentes en el Archivo de Indias. Madrid, grado de regularidad. Véase: Nicolini A. “La traza
Instituto de Estudios de Administración Local, de la ciudad hispanoamericana en el siglo XVI”, en:
1981, lámina 23. Anales del Instituto de Arte Americano e Investi-
10
AGPSF: AC, tomo III, fs. 90/91, acta capitular gaciones Estéticas “Mario J. Buschiazzo”, nº 29.
del 9 de junio de 1648. Buenos Aires, 1992-1993, p. 22. Jorge Enrique
11
AGPSF: AC, tomo III, fs. 447/448v, acta capitular Hardoy publica planos de: Antigua Guatemala,
del 30 de abril de 1658. fechado en 1773, Guadalajara, fechado en 1745,

155
y Oaxaca, de 1800, en los que se puede observar 22
Ese proceso estuvo acompañado también de
la cuadrícula de su trazado fundacional. modificaciones físicas y alteraciones estructurales:
19
Archivo Municipal de Córdoba, I, 71, citado por cierres totales o parciales de galerías, apertura
C. Bayle, Op. cit., p. 82. de nuevos vanos, ocupación parcial de los patios
20
Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias..., con nuevos locales, etc. Véase: Gutiérrez Ramón,
ya cit., Tomo Segundo, Libro IIII, Tìtulo 12. Azevedo Paulo de, Viñuales Graciela, Azevedo
21
Ídem. Esterzilda de y Vallín Rodolfo. La casa cusqueña.
Resistencia, Departamento de Historia de la Ar-
quitecta UNNE, 1981, p. 68.

Ilustración 7.1. Lima en 1626 - AGI: Perú y Chile, 7 (tomado de Aguilera Rojas y Moreno
Rexach “Urbanismo español en América”, p. 179).

156
Ilustración 7.2

Ilustración 7.3

Ilustración 7.2. Plano de Mendoza En 1562 - AGI: Buenos Aires, 10 (tomado de Aguilera
Rojas y Moreno Rexach “Urbanismo español en América”, p. 221).
Ilustración 7.3. Plano de San Juan de la Frontera en 1562 - AGI: Buenos Aires, 9 (tomado
de “El Urbanismo en el Nuevo Mundo”, p. 21).

157
Ilustración 7.4

Ilustración 7.5

Ilustración 7.4. Plano de repartimiento de solares de la ciudad en Córdoba en 1577, plano de-
saparecido (tomado de Archivo Municipal de Córdoba, tomo I, 1880, entre las pp. 276/277).
Ilustración 7.5. Plano de repartimiento de solares en Buenos Aires en 1580, copia de 1583
– AGI: Buenos Aires, 11 (tomado de Aguilera Rojas y Moreno Rexach “Urbanismo Español en
América”, p. 205).

158
Ilustración 7.6

Ilustración 7.7

Ilustración 7.6. Plano de la Paz, Valle de Upar, 1578 - Biblioteca de la Real Academia de
la Historia, N. 9-4661-9-25-4-N.14.1 (J.E. Hardoy, Cartografía urbana colonial de América
Latina y el Caribe, p. 74).
Ilustración 7.7. Plano de la fundación de Santiago de León de Caracas, 1567- AGI: Venezuela,
6 (tomado de Terán: El sueño de un Orden, p. 122)

159
160
Capítulo 8
La conformación de una arquitectura
doméstica local

1. Vivienda de tradición mediterránea y otras tradiciones

Los solares ofrecen el plano sobre los que se asientan las viviendas y, tal como
hemos visto en el capítulo anterior, pueden ser similares en formas y dimen-
siones. Sin embargo, ese plano idealmente neutro, es el soporte de materiali-
zaciones que determinan tipologías de viviendas diversas y distinguibles según
las regiones y las ciudades. En este capítulo, ensayaremos una reflexión acerca
de los procesos de conformación de la arquitectura doméstica.
Sabemos que la vivienda es producto de la interacción de muchísimos
factores: cuestiones locales tan propias como la naturaleza, la topografía, la
disponibilidad de materiales, la presencia de artesanos de la construcción, los
modos de vida en permanente mutación, las experiencias y los intercambios
cruzados, esporádicos, perdurables o tenues en los que se filtran aportes de otras
regiones que no son fácilmente identificables. Pero: ¿de qué manera convergen
y se entrecruzan los modos de vida que se pretende reproducir y las condi-
ciones determinadas por el medio local? El conquistador español, convertido
en poblador, trajo consigo un bagaje de experiencias vitales y de imágenes de
espacios domésticos desde sus lugares de origen. Los nuevos territorios que se
incorporaban a la Corona eran entendidos como espacios vacíos, en los que
se podía transplantar la organización jurídica y social peninsular y también
las formas de vida pública y familiar. La casa castellana y andaluza fueron las
referencias que remitían tanto a experiencias de vida como a ideas modélicas
pero así como durante los siglos de la reconquista peninsular los contactos

161
interétnicos y culturales permearon las experiencias, en América ese proceso
continuó en otros medios geográficos y en relación con otros grupos culturales
que debieron incidir en la transformación del modelo y en la gestación de
soluciones nuevas.
¿En qué medida fueron similares (o diferentes) las pautas de habitación en
las distintas ciudades de la América española? Las experiencias espaciales y
constructivas que los conquistadores y pobladores españoles trajeron consigo
a América fueron una matriz aportada desde México hasta el Río de la Plata
y Chile. Rasgos de esa matriz generaron caracteres comunes de la arquitectura
doméstica hispanoamericana en un proceso de continuidad con el pasado
peninsular, pero también se iniciaron experiencias propias de adaptación a
nuevas realidades y condiciones.
¿Es posible entonces reconocer identidades regionales en los rasgos de una
arquitectura doméstica construida en base a patrones comunes y a circunstancias
originales? A la vez que las diversidades culturales peninsulares se sintetizaron en
el proceso de ocupación americana, las particularidades regionales de los espacios
conquistados recondujeron esa síntesis a una nueva diversidad, con los aportes de
las culturas locales y las condiciones determinadas por geografías diferentes.
Los antecedentes de la arquitectura doméstica en sus diversas manifestaciones
hispanoamericanas han sido y son objeto de indagación entre los historiado-
res. Los orígenes, los modelos o las influencias ofrecen aristas que resultan
cuestionables cuando se las ha tratado simplemente desde enfoques visuales
o estéticos. Muchas veces, el modelo andaluz, el castellano y la influencia mu-
déjar han sido ponderados en forma excluyente para interpretar un fenómeno
complejo pero, tal como la señala Ramón Gutiérrez en la realidad nunca se
transfirieron en forma textual (2001:59). Un primer proceso de síntesis de
los aportes regionales españoles se produjo en las islas Canarias, que opera-
ban como escala obligada en la ruta a Indias. Otra instancia sintetizadora se
produjo en América donde, reinterpretaciones y reelaboraciones configuraron
diferentes grados de originalidad.
La confrontación entre distintos interpretaciones historiográficas a veces se
manifiesta con matices muy sutiles. Ramón Gutiérrez et altri resaltan la “ex-
traña similitud entre el partido de la kancha incaica y la casa cusqueña en el
período hispánico”. Debemos recordar que la kancha era la unidad funcional
básica con la que se resolvía tanto la arquitectura doméstica como la palaciega
y la religiosa, y estaba formada por un área descubierta y amurallada que en
su interior reunía tres o cuatro edificios uniespaciales (1981b:44). Gutiérrez
detecta similitudes y diferencias con respecto a la vivienda española; entre
las primeras, la agrupación de habitaciones en torno a un patio en el que se
desarrollaban diversas funciones y a través del cual se iluminaban; entre las
segundas, que estas habitaciones no eran contiguas y formaban pequeños patios

162
en los ángulos; y además, que cada unidad estaba habitada por una familia
diferente. Entre las coincidencias, también destaca la similitud de dimensiones
entre las kanchas y las viviendas hispánicas; en general las kanchas formaban
patios de 12 metros de lado y en conjunto medían unos 25 por 25 metros,
agrupadas de a dos daban dimensiones similares a las de las casas españolas
del Cusco: “Esta similitud funcional, tipológica, dimensional y tecnológica
–escriben los autores– posibilitó la fácil transformación de una o dos kanchas
por parte de los españoles en sus casas solariegas”. Aun así, sobre estos antece-
dentes es reconocible el aporte mudéjar de la arquitectura española: “Por otra
parte la casa cusqueña del período hispánico conserva muchas características
de la arquitectura mudéjar, lo que es comprensible por la transmigración de
pobladores procedentes predominantemente del área andaluza” (44). Por su
parte, en un libro reciente Antonio San Cristóbal enfatiza el antecedente de la
kancha en la constitución de la casa típica del Cusco por sobre cualquier tipo
de influencia externa y cuestiona la interpretación anterior (San Cristóbal,
XVII) (Ilustración 8.1).
En su estudio sobre la arquitectura doméstica en Chile, Myriam Waisberg
nos dice que salvo raras excepciones, la vivienda chilena es fusión de diversos
aportes en cuyo sustrato pudo estar el recuerdo que los españoles tenían de la
arquitectura de su villa natal, interpretado a su vez por la mano de obra local,
mestiza y de diferente origen (195).
En Cuba, escribe José Ramón Soraluce, pueden encontrarse arquitecturas
vernáculas precolombinas y post-colombinas, que en el caso de la vivienda se
mantienen vigentes hasta el presente (9). Apoyándose en otros autores como
Tamayo, Rodríguez Altunaga, Quintana y Weiss, Soraluce hace remontar la
arquitectura vernácula cubana a las cabañas indígenas de tainos, ciboneyes o
camagueyes que los españoles encontraron al llegar a la isla: bohíos (de planta
rectangular) y caneys (de planta circular), ambos construidos con paredes de
arbustos y cubiertos de guano (hojas de palmas). Los bohíos se agrupaban
alrededor de caneys, reservados a los caciques, conformando asentamientos que
recibían el nombre de bateys. Estas construcciones fueron adoptadas por los
españoles para sus primeras viviendas, tardando en introducir técnicas y modos
diferentes para su construcción. Aun cuando nuevas modalidades de vivienda
se introdujeron en la isla, las técnicas vernáculas perduraron en las ciudades
hasta los siglos XVIII y XIX, hasta el punto de que ordenanzas como las de Las
Villas en 1798 y de Santiago en 1856 debieron limitar el empleo de la paja,
el guano (hoja de palma) y la madera para construir sólo tabiques y divisorios
interiores en los edificios ubicados dentro de la traza urbana (9/11).
La otra cuestión que trata Soraluce es la que llama “la cuestión morisca”.
Morisco, dice, es un término que en España no ha sido utilizado ni se utiliza
en relación con el arte o la arquitectura, para lo cual se reserva el vocablo mu-

163
déjar. Sin embargo, los historiadores cubanos han calificado como morisco en
la arquitectura cubana a todo aquello que de novedoso se introdujo desde la
metrópoli. Desde Joaquín E. Weiss y Francisco Prat Puig, coinciden en la in-
fluencia mudéjar en la casa, sea habanera, trinitaria, santiaguina o camagüeyana.
Soraluce matiza la designación de morisco y también pone en cuestión que se
trate de un fenómeno exclusivamente cubano y que para explicarlo se hipotice
que sea producto de una presencia de constructores de origen morisco, teoría
que en ese caso –agrega– habría que generalizarla para el resto de América. En
cambio, prefiere la explicación de Chueca en su manifiesto Invariantes de la
Arquitectura Hispanoamericana, en que plantea lo mudéjar como un “cromo-
soma genético de lo islámico-hispano, una variante estilística y constructiva que
tiene carácter de supra-estilo” (14/5). Ese mudejarismo no sólo se refleja en las
cubiertas de par y nudillo sino también en muchos otras cuestiones formales,
espaciales y compositivas. A partir de los inicios de la arquitectura en la isla,
opina por su parte Oscar Prieto Herrera, hubo una retroalimentación con el
arte hispano musulmán, que se materializó en la concepción y el sistema de
elementos que conforman las primeras edificaciones, incluidas las viviendas
de las familias más ricas; pero como dice el mismo historiador, si bien la casa
cubana reproduce ciertos esquemas, en ningún momento es igual a una casa
hispano-musulmana (100/1).
Respecto a la relación entre importación y producción de modelos arqui-
tectónico, García Santana dice respecto de La Habana: “La asimilación de
los modelos trasladados no fue un hecho pasivo. Los modelos materiales, tal
vez adoptados pragmáticamente en el ideario del conquistador/colonizador/
criollo, se rehacen y constituyen realmente a lo largo del tiempo, dando origen
a los nuevos modelos que, en casos, son conceptualizados a posteriori y de
nuevo contextualizados en la realidad” (2001:19). Cuando el edificio es “la
transcripción a Cuba de unas formas de construir importadas y adaptadas a
la isla con todas sus circunstancias materiales, climáticas y sociales, –opina
Soraluce– estaremos refiriéndonos al resultado de la obra colonizadora” (9)
(Ilustración 8.2).
Estas reflexiones por parte de la historiografía cubana son ejemplares en
cuanto ponen en debate los procesos de conformación de las arquitecturas
domésticas locales. Y aunque no sean transferibles a otras situaciones ame-
ricanas, ponen de manifiesto las variables que convergen, se entrecruzan, se
mixturan o se excluyen en la formulación de la vivienda desde –utilizando las
categorías conceptuales de Caniggia y Maffei (1995)– la conciencia espontánea
o la conciencia crítica. Las lecturas de esos procesos no son unívocas ni están
cerradas; a continuación comentaremos de qué manera ha ido modificando
su visión sobre la cuestión la historiografía argentina.

164
2. El tema en la historiografía argentina
En los inicios de la historiografía arquitectónica argentina, Juan Kronfuss
expresa en el libro pionero La arquitectura colonial en la Argentina publicado
por primera vez en 1921:

La distribución interior de las casas, en general, no es invento caprichoso de los


pueblos, sino el resultado de centenares de años de desarrollo, agregando siempre
lo necesario e indispensable a la casa ya existente, y siempre en armonía con
el modo de pensar y sentir del pueblo mismo, y con el clima al cual hubieron
que adaptarse (141).

A continuación de ese párrafo se dedica a plantear la génesis de la vivienda


mediterránea desde la casa romana y su expansión por sus colonias, incluida
España, y concluye: “La distribución interior de las casas romanas era igual
a la de las casas coloniales en la Argentina”. A partir de esta afirmación en
varias páginas se dedica a hacer una enumeración de analogías entre una y
otra. Más adelante agrega que esta comparación vale sobre todo para el tipo
de casa cordobesa pero no tanto para la salteña: “Este tipo de casa predominó
en Córdoba –dice Kronfuss–, mientras que en Salta apenas fue empleado. En
la hermosa ciudad [de Salta], [...] la construcción se españolizaba más que la
casa solariega de Córdoba” (144-153). Sin embargo, la generalización de Kron-
fuss para la propia Córdoba no parece haber sido producto de un exhaustivo
análisis de viviendas del período colonial, por cuanto las más importantes que
se conservaban en ese momento (de las que hoy queda sólo una) no pueden
asimilarse al tipo pompeyano propuesto por él, según lo demuestran las plan-
tas de la casa conocida como del virrey Sobremonte y la casa de los Allende
(Ilustraciones 8.3 y 8.4).
Tres años más tarde el mismo Kronfuss publica el artículo “Casas coloniales
y romanas, estudio comparativo” en la revista El Arquitecto. Allí sintetiza su
idea de la casa colonial como una derivación de la casa romana mediatizada
por España. Su argumento y su demostración se basa solamente en el análisis
de las plantas de dos ejemplos de viviendas, una de Tucumán y otra de Cór-
doba, que datan del período virreinal del Río de la Plata, entre 1770 y 1800
(Schávelzon, 1994:69).
Kronfuss no fue el único en plantear esta posición, por el contrario durante
décadas los historiadores de la arquitectura argentina adhirieron a ella. La
reedición en 1984 del artículo “La casa colonial porteña” de Manuel Antonio
Domínguez, publicado por primera vez en 1948, evidencia la perduración
temporal de la hipótesis historiográfica que en él plantea. Según Domínguez,
es nuevamente la casa pompeyana la que marca la génesis de la casa porteña,
a la que tipifica recurriendo a palabras latinas como domus, ínsula, tabernae:

165
Entonces se fijan los tipos de casas; algunas son como las antiguas ‘domus’
romanas, cuya planta se adecua al clima; residencia exclusiva del ‘paterfamilias’
colonial austero y digno cristiano; otras matizan ese carácter exclusivo con la
adición de cuartos de negocio para alquilar o para explotación directa del pro-
pietario, como las ‘tabernae’ de la antigua Casa de Pansa en Pompeya (1984).

Domus será la casona principal de varios patios, “netamente clásico”; pequeña


domus será una vivienda de menor jerarquía para pequeños propietarios; y
domus ínsula será la conjugación de núcleos del tipo domus en el interior del
solar y de negocios hacia la calle con anexos para la habitación de los comer-
ciantes (Domínguez, 24/25) (Ilustraciones 8.5, 8.6 y 8.7).
Según Daniel Schávelzon la bibliografía básica sobre el tema de la casa
colonial porteña se produjo entre 1945 y 1948, tomando como base trabajos
anteriores de otros autores. El mismo Schávelzon nombra entre quienes publi-
can en esos cuatro años a: Guillermo Furlong autor de Arquitectos argentinos
durante la dominación hispánica, José Torre Revello de La casa y el mobiliario
de Buenos Aires colonial y al mencionado Manuel Domínguez, de La casa
colonial porteña. A los cuales agrega, ampliando el término de esos cuatro
años, a Mario J. Buschiazzo autor de varios trabajos, quien además difunde
esa posición desde los Anales del Instituto de Arte Americano que dirige y en
los cuales publica el citado artículo de Domínguez; a Juan Giuria (Apuntes de
Arquitectura Colonial Argentina, 1941) y Vicente Nadal Mora (Estética de la
arquitectura colonial y postcolonial argentina, 1946 y La arquitectura tradicional
de Buenos Aires, 1536-1870, 1947). También Taullard, Martín Noel y Enri-
que Udaondo que entienden que las casas porteñas tenían “patios andaluces”
(Schávelzon, 1994:69). Esa literatura fijó la construcción de una tipología
asumida acríticamente por casi todos los historiadores. Sin embargo la fuente
utilizada por algunos de estos autores, en su mayor parte, estuvo restringida
a los expedientes de solicitud de permiso de construcción presentados en la
ciudad de Buenos Aires entre 1784 y 1797 por orden del virrey Vértiz1 y,
además como veremos no fueron examinados críticamente.
En los ’60 Furlong y Torre Revello, señala Daniel Schávelzon, se plantearon
dudas al respecto pero no avanzaron sobre ellas.
Todavía en la década de los ’80, al analizar la casa de Sobremonte (Córdoba)
Marina E.L. Tarán y M.C. Franchello de Mariconde establecen su procedencia
en las casas pompeyanas y andaluzas, organizadas en torno a patios, con o
sin galerías (Tarán y Franchello, 118). Aunque la lectura de la planta de la
casa que publican las autoras pone en evidencia su organización en torno
al patio principal, esto no nos parece suficiente para establecer relación con
la casa pompeyana cuya composición axial está totalmente ausente en este
ejemplo cordobés.

166
Estas filiaciones para la arquitectura doméstica de algunas ciudades argen-
tinas han comenzado a ser cuestionadas por la historiografía más reciente.
Alicia Novick y Rodolfo Giunta analizan los referidos planos de permisos de
edificación presentados entre 1784 y 1797 en tiempos del virreinato del Río
de la Plata, y constatan que sólo tres casos de setenta y siete (un escaso 4 %)
corresponden a viviendas de tres patios (del tipo domus según la tipología
de Domínguez). Otros planos de casas coloniales porteñas (de las cuales
no subsiste ninguna) tampoco sirven para apoyar la hipótesis de las domus
de Domínguez: la conocida casa de la Virreina Viuda que se levantaba en
la esquina de Perú y Belgrano, tampoco participa del esquema de casas de
patios pompeyano. Novick y Giunta van más allá y plantean que ni siquiera
el patio puede ser sostenido como el espacio generador de la casa porteña ya
que en la mayoría de los planos de los permisos de edificación mencionados,
el patio, lejos de constituirse en el núcleo de la vida doméstica “se limita a ser
remanente, lo que queda en el lote” (205) (Ilustración 8.8).
Para el caso tucumano Ana María Bascary señala que si bien la organización
de la vivienda en torno de un patio se constata en todas las casas que pudo
reconstruir, la existencia de un segundo o de un tercer patio es mucho menos
frecuente (246).
Desechado ya por el propio Kronfuss el caso de Salta y cuestionado por las
críticas historiográficas la validez de la hipótesis para Buenos Aires y Córdoba,
los casos de viviendas coloniales de otras ciudades argentinas no aportan fun-
damentos para seguir apoyando la hipótesis de la casa romana, como prototipo
mediatizado o no por la casa mediterránea.

3. El caso de Santa Fe

En el caso santafesino, aunque la hipótesis de la casa romana o de la casa de


tres patios ha tenido cierta resonancia, la escasa historiografía que aborda el
tema ha adherido al antecedente pompeyano o se ha expresado con cautela.
Entre los primeros vale mencionar a Jorge M. Furt, autor del primer libro
sobre la arquitectura colonial santafesina, que dice que:

En las casas, comunes del Río de la Plata, la misma disposición romana de la


planta rectangular con su zaguán, piezas de recibir a la calle, dormitorios sobre
un primer patio –aljibe o pozo de brocal en su centro, con parral o glicina– y
comedor que lo separa del segundo patio, lugar del servicio con árboles y
huertas (Furt, 16).

167
Hernán Busaniche (1942) prefirió caracterizar el tipo de vivienda sin recurrir
a analogías, describiendo su configuración y su materialidad:

el tipo más sencillo fue el de la casa construida sobre la calle, techo a dos aguas,
especie de rancho de tejas y a veces pajizo, con un zaguán, su pesada puerta de
algarrobo con batientes dobles que permitían abrir la parte superior para atender
a los que llamaban, sin darles acceso, y galería sobre el fondo preparando la
huerta que se extendía al interior (29).

La sobria posición de Busaniche se aparta de sus contemporáneos al pres-


cindir de modelos o antecedentes difícilmente sostenibles desde el punto de
vista historiográfico, aunque su caracterización remite sólo a lo que he clasifi-
cado como Segunda serie tipológica (casas construidas sobre la calle) y omite
referencias a otra amplia variedad de viviendas, en las que las habitaciones
principales se recogían en el interior del solar (Primera serie tipológica, casas
con patio a la calle).
Por su parte, Catalina Pistone enuncia dos maneras de distribuir las ha-
bitaciones en la casa santafesina: la de habitaciones corridas que conforman
una tira, del tipo de las descriptas por Zapata Gollan para Santa Fe la Vieja;
y la que considera “clásica planta española” de casa organizada en torno a tres
patios (1973:417).
¿Cuál sería entonces nuestra posición frente al tema difuso de la filiación o
antecedentes de la arquitectura doméstica santafesina? En primer lugar, resulta
muy difícil que podamos proponer respuestas simples o precisas ya que se trata
de un caso periférico, en el que los procesos de construcción fueron, más que
en otras partes de América, producto de un hacer colectivo y participativo de
artesanos y comitentes de diverso origen.
Por un lado, debemos reconocer que no hubo antecedentes de viviendas de
los aborígenes locales que, superada la contingencia de la emergencia funda-
cional, los españoles reconocieran como válidos para adoptar como núcleos
iniciales a partir de los cuales configurar sus viviendas. Pero no podemos
desconocer que en algunos aspectos tecnológicos, la utilización de fibras y
maderas locales debió aprovecharse del conocimiento previo del indígena.
Desde el punto de vista constructivo, la utilización de la tapia y de la tapia
francesa como sistemas casi excluyentes para conformar espacios domésticos
o institucionales, se reconoce como un aporte español, mediador de otras
culturas y antecedentes, ampliamente instalado a lo largo de todo el conti-
nente americano. La difusión de la técnica constructiva en tierra es fácil de
corroborar en las tradiciones arquitectónicas tanto del área del Caribe, de la
Nueva España, de Nueva Granada, del Virreinato del Perú y de otras áreas del

168
mundo colonial español y también en el ámbito de las colonias portuguesas
del Brasil (Amaral, 1981).
La expresión formal (fuertemente vinculada a la tecnología) de la arquitec-
tura doméstica santafesina tiene muchas afinidades con otras construcciones
similares derivadas de la tradición mudéjar, producidas en la isla de Cuba o
en el Cusco, entre otros casos. Tal vez pueda encontrarse su explicación en la
marginalidad santafesina y de aquellos y otros casos respecto de los grandes
centros de poder. Esa marginalidad los mantuvo alejados de las influencias
de una arquitectura receptora o productora de novedades estilísticas, como
pudieron ser los casos de México, Valladolid de Michoacán o Puebla.
La vivienda santafesina, como la cusqueña y la cubana (especialmente la
del interior de la isla) es el resultado de una arquitectura concebida como
producto tradicional, en el sentido de la reiteración diacrónica y sincrónica de
experiencias colectivas acumuladas sobre la base de los aportes mudéjares.
En lo que respecta a las formas de ocupación del lote y a la configuración
del partido de la vivienda, la cuestión resulta más difusa. Lo analizado desde
el punto de vista tipológico en la Segunda parte de este libro muestra con-
formaciones no convencionales y desconocidas por la historiografía hasta el
presente.2
El grado de “ruralidad” de los partidos podría entenderse como producto de
una sociedad aislada y acostumbrada a una relación activa con el territorio cir-
cundante. Cierta similitud entre las casas de Acevedo, Zabala, Crespo, Echagüe y
Andía, Crespo, Gabiola, Gaete, de los Ríos Gutiérrez o López Pintado (viviendas
con patio a la calle, conformadas en L o en U, que hemos caracterizado en la
Primera serie tipológica, como segundo y tercer tipo), y la vivienda salteña de
finales del siglo XVIII, con ejemplos relevantes en las casas de Uriburu, Aguirre
y Arias Rengel, que muchos autores han asociado con la finca rural, podría
argumentar una interpretación similar para el caso santafesino.
Sin embargo, en Santa Fe se trataría más de una asimilación vivencial
que funcional, por cuanto es difícil pensar en esos patios principales como
receptores de productos del campo (en general los productos agrarios esta-
ban relacionados con la explotación extensiva del ganado mayor, mular o
vacuno) y, en cambio, podríamos interpretarlos mejor con usos asociados a
la organización del almacenaje de productos comerciales transportados en
bolsas (yerba, tabaco, azúcar).
La “ruralidad” de la conformación espacial de esta arquitectura tal vez podría
vincularse con antecedentes castellanos o andaluces, pero entendemos que las
reflexiones que pudiéramos hacer en ese sentido serían meramente especu-
lativas y fácilmente controversiales, al no poder sostenerse con argumentos
probados documentalmente.

169
Al mencionar parámetros que pudieran orientar acerca de posibles o im-
probables filiaciones o antecedentes, hemos debido recurrir a indicadores como
formas de ocupación del lote, materialidad, tecnología, expresión formal,
etc., que a continuación pasamos a desarrollar como medio de caracterizar la
arquitectura doméstica de Santa Fe. Al establecer relaciones con otros casos
del mundo hispanoamericano intentaremos comprender mejor las particu-
laridades del caso local.

Notas
1
Schávelzon plantea que fuera de estos planos, 2
El padre Antonio San Cristóbal dio a conocer en
parcialmente publicados, son muy pocos los que un artículo publicado en el diario El Comercio de
hayan sido estudiados, salvo el de Casa de la Lima, en noviembre de 1999, los planos de unas
Virreina publicado por Buschiazzo, uno de Saa y viviendas sin zaguán, conformadas en L y con el
Faría de 1789 publicado por Gazzaneo y De Paula, patio hacia la calle, muy similares a las que hemos
y algunos pocos más. Muestrario que, reitera, es caracterizado como Segundo tipo de la Primera
insuficiente para ensayar una interpretación de la serie tipológica. De todos modos, el padre San
vivienda porteña (Schávelzon, 1994). Cristóbal hace notar la excepcionalidad de esas
viviendas dentro del contexto de la arquitectura
doméstica limeña.

170
Ilustración 8.1

Ilustración 8.2

Ilustración 8.1. Casas coloniales cusqueñas superpuestas a kanchas incaicas (según A. San
Cristóbal, La casa virreinal cuzqueña, p. 9).
lustración 8.2. Plantas de casas coloniales de La Habana (según A. García Santana, “La
Habana, crisol de arquitecturas”, p. 14).

171
Ilustración 8.3

Ilustración 8.4

Ilustración 8.3. Planta de la casa del Marqués de Sobremonte en Córdoba (dibujo de J.


Kronfuss, Arquitectura colonial en la Argentina).
Ilustración 8.4. Planta de la casa de los Allende en Córdoba (dibujo de J. Kronfuss, Arquitec-
tura colonial en la Argentina, p. 146).

172
Ilustración 8.5

Ilustración 8.6

Ilustración 8.7

Ilustraciones 8.5, 8.6 y 8.7. Plano de vivienda tipo Domus (casa de Antonio Norberto, 1785),
tipo Pequeña Domus (casa de Luis Guadezabal) y tipo Insula (casa Prudencio Burgos, 1787),
según la clasificación de la casa porteña propuesta por M. Domínguez en 1948 (publicadas
por M. Domínguez en La casa colonial porteña, figs. 13 y 14 y por G. Furlong en Arquitectos
argentinos durante la dominación hispánica, p. 373).

173
Ilustración 8.8. Planta de la casa de la Virreina Vieja en Buenos Aires, levantada por el Arq.
M.F. Rönnow antes de su demolición en 1909 (publicada por M. Buschiazzo en “La casa de
la Virreina”, fig. 3).

174
Capítulo 9
La vivienda como unidad del tejido

1. Forma de ocupación del lote

Como hemos dicho, al hablar de antecedentes de la vivienda colonial santafe-


sina hemos debido avanzar sobre el tema de las formas de ocupación del lote,
ya que éste constituye uno de los indicadores más importantes utilizados por
los historiadores para proponer posibles orígenes o filiaciones. En este capítulo
analizaremos la configuración de la vivienda sobre el terreno y la determinación
de distintas formas de ocupación del lote.
La forma de ocupación del lote no se mantuvo constante y fue evolucionando
a lo largo del tiempo, especialmente en ciudades de áreas marginales como el
interior cubano o la región rioplatense. En esos casos, las formas de ocupación
de los siglos XVI y XVII se pueden reconocer como los primeros antecedentes
de un proceso en permanente cambio que recién alcanza grados de consolida-
ción en el siglo XVIII. Muy distinta es la situación de ciudades que actuaron
como núcleos importantes en áreas estratégicas y ricas como la Nueva España
y el Perú, donde ya en el siglo XVII se constata un modo de ocupación que ha
alcanzado sus modos característicos. Serían esos los casos de México, Puebla
y también los de Lima y Cusco. Independientemente de las catástrofes que
pudieron afectar algunas de estas ciudades (terremotos en Lima y Cusco) la
reconstrucción de la ciudad implicó algunas variaciones en lo tecnológico y
formal, pero no tanto en la densidad y forma de ocupación del lote.
Las ciudades rioplatenses de Buenos Aires, Corrientes y Santa Fe, correspon-
den a lo que hemos caracterizado como áreas marginales, como así también

175
Córdoba, Santiago del Estero, Jujuy y Salta en la provincia del Tucumán, o San
Juan y Mendoza en Cuyo. La falta de registros de la arquitectura doméstica de
los siglos XVI y XVII es la prueba del grado de precariedad de las formas de
ocupación más tempranas. Ni siquiera los registros fotográficos de finales del
siglo XIX y principios del XX en que parte de la ciudad colonial se mantenía
en pie alcanzaron a documentar ejemplos de la arquitectura doméstica más
temprana.
En Santa Fe la Vieja, el abandono del sitio fundacional para trasladarla a
su emplazamiento actual, preservó con el carácter de sitio arqueológico un
conjunto de construcciones de la primera mitad del siglo XVII, cuyas contem-
poráneas en otras ciudades no han dejado vestigios. En efecto, las casas más
antiguas que se conservan en otras ciudades o que fueron documentadas antes
de su demolición, corresponden al siglo XVIII y especialmente a la segunda
mitad de ese siglo: las casas de Arias Rengel, Uriburu, Hernández, Martínez
Tineo, Aguirre y otras de Salta (las tres últimas demolidas), las casas de Allende,
Pueyrredón y de Sobremonte en Córdoba (las dos primeras desaparecidas), las
casas de Dizido de Zamudio y García de Cossio en Corrientes (demolidas), y
las casas de Basavilbaso o de la Virreina Viuda en Buenos Aires (demolidas).
El caso santafesino luego del traslado de la ciudad es, también, el que apor-
ta registros más antiguos, datados a finales del XVII y principios del XVIII:
casas de Lacoizqueta y de Díez de Andino, a las que podemos agregar casi
un centenar que hemos reconstruir documentalmente como parte de nuestra
investigación.
En el conjunto de ciudades argentinas Santa Fe es, por lo tanto, la única que
muestra un registro sobre arquitectura doméstica suficientemente extenso en
el tiempo como para permitir lecturas diacrónicas sobre las formas de ocupa-
ción del lote. Algunas de estas interpretaciones pueden arrojar luz sobre otras
ciudades del área como Corrientes y la propia Buenos Aires.
Hasta mediados del siglo XVII en Santa Fe predominan las viviendas de lo
que hemos llamado Primer tipo de la Primera serie tipológica –casas en tira
y con patio a la calle–. Se trata de construcciones exentas conformadas por
crujías o tiras de habitaciones que se disponen en el interior de los solares,
paralelas al frente que da hacia la calle y dispuestas en solares rodeados por
cercos de tapia, de madera o de vegetación.
Es esta una particularidad del caso santafesino, o al menos se asume como
tal por la falta de conocimiento sobre otras ciudades. Sin embargo, Carlos
Moreno supone que en Buenos Aires las casas más antiguas debieron ser de
este tipo: “Es en la primitiva ciudad de Santa Fe, de la cual se han puesto al
descubierto sus restos, donde puede encontrarse una referencia directa de
cómo fueron las construcciones de Buenos Aires” (47).

176
También Daniel Schávelzon dice sobre Buenos Aires:

Podemos describir las viviendas de los blancos tomando como ejemplo lo ob-
servado en Santa Fe la Vieja, aunque en Buenos Aires las viviendas no tenían
galerías techadas perimetrales sino en el frente. De todas maneras parecen haber
sido notablemente similares: dos gruesos muros paralelos formando una casa
rectangular, alargada, ubicada dentro del gran solar del terreno con uno, dos o
tres ambientes internos (1999:54).

Y es muy probable que muchas de las casas de Córdoba del Tucumán des-
criptas por Carlos Luque Colombres hayan sido similares, según lo permiten
intuir algunas transcripciones documentales, pero el grado de ambigüedad de
las referencias no nos permite aseverarlo salvo en algunos casos: a mediados
del siglo XVII, por ejemplo, Da. María de Cárdenas heredó unas casas que
“tienen, por la puerta que entra a ellas, un patio, y dentro una sala y una
cocina”, además de corral y huerta (208/9).
Las referencias sobre Asunción del Paraguay, ciudad íntimamente ligada a
Santa Fe y a todo el litoral fluvial argentino, permiten suponer que allí también
se dio un tipo de ocupación del similar lote. Asunción surgió como fuerte y
no como ciudad, por lo que no contó con una traza regular. En las manzanas
conformadas por ese trazado espontáneo las viviendas se construyeron exentas,
separadas unas de otras por temor a los incendios que fácilmente se propagaban
cuando estaban próximas unas a otras.1 Fulgencio Moreno dice:

cada casa hallábase rodeada, por disposición gubernativa, de un sólido cercado de


madera, formando lo que llamaban un corral, que era a la vez, huerto, gallinero
y depósito del ganado porcino [...] Las habitaciones, distantes de la entrada o
tranquera, estaban por lo general en el interior casi pegadas al cerco [...] Los
aposentos principales, al frente; y en el fondo, la despensa y la cocina.2

Esta modalidad de la casa asunceña nos permite suponer que la vivienda


santafesina debió partir de ese antecedente, recordemos que la ciudad de Santa
Fe fue fundada en 1573 con una expedición que partió de Asunción, en la
que el 90 % de los integrantes eran paraguayos, y que durante todo el período
colonial el intercambio poblacional y comercial entre Santa Fe y Asunción
fue vital para ambas ciudades.
La posterior evolución de la casa santafesina y la configuración de nuevos
tipos, siempre dentro de lo que llamamos Primera serie tipológica, planteó
una complejización del esquema inicial desde una simple tira de habitaciones
hacia formas en L, en U o compuestas. Pero se mantuvo la predominancia
del espacio a cielo abierto sobre el construido. Sólo a finales del siglo XVII se

177
detectan con mayor y creciente frecuencia las casas edificadas con habitaciones
sobre las calles (Segunda serie tipológica); entre éstas se dan dos situaciones
muy diferentes: viviendas de propietarios modestos que están construidas
directamente con frente al espacio público, y viviendas principales que man-
tienen preferentemente la ubicación interior de los locales destinados al uso
familiar, mientras que hacia el frente cuentan con cuartos de alquiler o tiendas
que muchas veces flanquean el zaguán que da ingreso al primer patio.
En diversas partes de América, simultáneamente al fraccionamiento del suelo
también aumentó el número de casas de dos o varias plantas; lógicamente, la
multiplicación de las plantas construidas permitía un mejor aprovechamiento
de las parcelas (de este aspecto nos ocuparemos en el capítulo 10). Mientras
que en Santa Fe muchos solares se mantuvieron enteros o a lo sumo divididos
en medios y tercios solares, que de todos modos proporcionaban dimensiones
generosas para las construcciones de las viviendas y por otra parte, las maderas
locales no eran buenas para vigas de entresuelos.
Esto explicaría por qué la planta baja fue casi excluyente, pero no podría-
mos dejar de advertir que también hubo otros factores que incidieron en
ello, como los recursos tecnológicos y los modos de vida. Aislados en medio
de un territorio amplísimo y escasamente poblado, los santafesinos tuvieron
una dimensión rural del espacio doméstico que retrasó la configuración de la
ciudad como espacio propiamente urbano hasta el siglo XVIII o más tarde. Al
describir los tipos, hemos visto que las viviendas principales ocupaban terrenos
de generosas dimensiones y hasta hubo algunas que tendieron a unir varios
solares o fracciones de solar para acrecentar notablemente la superficie (casas
de Da. Blanca de Godoy Ponce de León, de don Juan José de Lacoizqueta,
de don Joaquín Maciel).
Salvo los altos coloniales de las casas de Lacoizqueta (o Aldao), la casa ur-
bana y la quinta de Tarragona, además de los poscoloniales de López, Crespo,
Freyre y Puyana, el resto de los que tenemos referencias documentales parecen
haber tenido usos accesorios en relación con las tiendas o como altillos de los
zaguanes. De ellos nos ocuparemos más adelante.

2. La conexión entre vivienda y espacio público

La conexión entre espacio público y privado podía darse a través de tres


formas:
a) sin elemento de conexión; en este caso desde la calle se entra directamente
al interior de un local.
b) en forma indirecta, a través de un zaguán que actúa como elemento
conector.

178
c) sin elemento de conexión; desde la calle se ingresa directamente a un
patio que actúa como elemento de transición.

Las tres situaciones pueden verificarse en el caso de la vivienda santafesina.


En la última modalidad, que corresponde a la Primera serie tipológica, el pa-
tio es el elemento que debe asumir la función de transición entre vivienda y
espacio público sin otras mediaciones, aunque contaba con un límite preciso
y nítido como lo era el cerco de tapia en el que se abría la puerta de calle. Sin
dejar de reconocer el carácter particular de ese primer patio como elemento
de conexión y de transición, dejaremos su tratamiento para más adelante en
que nos ocuparemos específicamente de los patios.
En 1783 Juan Francisco de Aguirre observa que las casas porteñas se levanta-
ban sobre parcelas cuadriláteras y se conectaban con el exterior según dos de las
modalidades señaladas: por lo general en casas de cierta importancia un zaguán
daba acceso a un gran patio, mientras que las de menos categoría carecían de za-
guán y se entraba directamente a las salas y cuartos (Torre Revello, 1945:66).
En este apartado trataremos de cómo también en la vivienda santafesina se
daban ambas situaciones, zaguanes o ingresos directos a las habitaciones.

2.1. Zaguanes

El Diccionario de Autoridades publicado en 1737 define al zaguán como:

El sitio cubierto dentro de la casa inmediato al umbral de la puerta principal,


que sirve de entrada en ella. Viene del Árabe Iztiguan, según Covarr. y Diego
de Urrea citado por el mismo le da la terminación Zagenum. Lat. Vestibulum.

La condición de sitio cubierto es importante, por cuanto nos permite distin-


guirlo de pasos a cielo abierto, que a veces eran remanentes de un primer patio
irregular a través de los cuales también podía darse acceso a la vivienda.3
La otra condición que plantea el Diccionario de Autoridades es que el zaguán
pertenece al interior de la vivienda y está inmediato al umbral de la puerta
principal. Nada dice, en cambio, acerca del espacio en que desemboca. En
la casa hispanoamericana colonial, el zaguán desembocaba en un patio que
podía ser el único o el principal de varios, casi sin excepción desde La Habana,
Valladolid de Michoacán y Antigua Guatemala hasta Quito, Lima, Cusco,
Arequipa, Santiago o Santa Fe. El zaguán comunicaba por lo tanto, espacio
público abierto –la calle– con espacio privado abierto –el patio– aunque podía
disponer tanto en un lado como en el otro de elementos espaciales de transición
–galerías o corredores–.

179
En Puebla, dice Bühler, el zaguán era más que la entrada a la casa. Además
de servir de nexo entre el espacio público y el privado, podía tener usos cerca-
nos a los de las accesorias, pero de ello nos ocuparemos en otro apartado del
presente capítulo. Por el momento nos interesa señalar que el zaguán unía la
calle con el patio principal y en la fachada aparecía resaltado mediante una
portada (156/161).
En el Cusco, la mixtura de la vivienda entre derivación de la kancha incaica
y la persistencia de tradiciones mudéjares importadas por el conquistador,
dio lugar a zaguanes dispuestos en las esquinas de los solares que impedían la
visión del patio desde la calle. Gutiérrez et altri mencionan como ejemplos de
esta modalidad la Casa del Almirante y otras viviendas en el barrio de Santa
Ana (1981:44/46). Por su parte, Antonio San Cristóbal (2001) cuestiona esta
hipótesis de conjunción de casas castellanas, rasgos mudéjares e impronta de
las antiguas kanchas, y opta por considerar un antecedente excluyente en el
espacio intersticial de las kanchas incaicas (2001).
En Santa Fe el zaguán aparece ya en los primeros años del siglo XVII, aun-
que todavía como caso excepcional, en la vivienda Hernandarias de Saavedra
(gobernador y yerno del fundador), la más importante de toda la ciudad.
En una información de 1619 se describe esta vivienda como “unas casas de
mucha ostentación con escudo y armas doradas sobre la puerta y cadena en
el zaguán”.4
Entre las viviendas santafesinas el uso de zaguán se hizo más frecuente en la
segunda mitad del siglo XVII y durante el XVIII, conformando los grupos que
hemos tipificado como Segundo tipo y Tercer tipo de la Segunda serie; ambos
se distinguen por corresponder a viviendas en planta baja o de dos plantas. En
algunos casos el zaguán se abría entre las habitaciones principales de la casa,
que daban a la calle, o entre habitaciones de alquiler o tiendas; en ambas situa-
ciones comunicaba con el primer patio. Hemos visto que en la casa de Antonio
Candioti y Mujica el zaguán se abría entre un salón y una tienda que daban
a la calle; en ella sobre el “zaguán entablado” había un “altillo”. Algo similar
podemos afirmar de la casa de Melchor de Echagüe y Andía, de la que quedan
registros fotográficos. Ambos ejemplos datan de mediados del siglo XVIII y
son similares al “altillo” que ya hemos comentado en el capítulo 2, descripto
como un “mirador” por Lina Beck-Bernard en 1857 (Ilustración 9.1).
Otra cuestión que interesa mucho a la historiografía es la ubicación de los
zaguanes en relación con las visuales que se generan desde el espacio público y
el modo en que penetran en el ámbito privado de la vivienda. La raíz oriental
mediada por la cultura islámica y difundida por la tradición mudéjar tuvo
amplia repercusión en el Al-Andalus y una extraordinaria repercusión en el
mundo americano. Las visuales interrumpidas por “muros de los espíritus” o
por ejes quebrados que evitaban la sucesión de zaguanes son recursos propios

180
de la tradición mudéjar que están presentes en casas cubanas o sudamericanas
(Schonauer, 1984).
En las casas de La Habana del siglo XVII y primeras décadas del XVIII,
junto al esquema de entrada enfrentada al patio, de filiación grecolatina o
castellana, hay ejemplos de viviendas que presentan entrada acodada (García
Santana, 2001:23). Ya hemos mencionado casas cusqueñas, en las cuales la
ubicación del zaguán impide la visión del patio desde la calle.
Ramón Gutiérrez destaca que la secuencia de zaguanes desfasados de sus
ejes o de pasadizos acodados impedían las servidumbres visuales y preservaba
la intimidad del hogar (2001:62).
La persistencia de esta tradición no parece que en Santa Fe haya llegado a
materializarse de esa manera. Sólo excepcionalmente en una casa como la del
brigadier López (segunda década siglo XIX) encontramos la sucesión de dos
zaguanes, que no se disponen en el mismo eje, hecho que puede adscribirse
como un rasgo de mudejarismo. O en la contemporánea casa de Crespo, el
segundo zaguán (que comunica con la huerta o patio de servicio) se encuentra
en escuadra con el principal y desfasado del eje de un tercer zaguán, que da
acceso a los altos.
En todos los otros casos, los zaguanes irrumpían directamente y sin ningún
tipo de filtros en el primer patio, sin poder evitar, cuando las “puertas de calle”
estaban abiertas, las miradas “intrusivas” desde el espacio público (Ilustraciones
9.2 y 9.3). Pero, cuando existía, en las casas principales el segundo cuerpo de
habitaciones se disponía como un diafragma potente que vedaba la continua-
ción irrestricta de la mirada hacia los espacios traseros de traspatios y huertas.
Salas y aposentos dispuestos en esa crujía ofrecían una barrera y sus aberturas,
fuesen puertas o ventanas, no concurrían en el eje en que se encontraba el
zaguán de la calle. De manera que es sobre todo en esta última modalidad en
donde puede leerse la persistencia mudéjar en la organización del espacio y
en el control de las visuales.
Es interesante destacar que, en ocasiones, el acceso principal se daba direc-
tamente a través de la “puerta de calle” abierta en el cerco y que el recurso del
zaguán se utilizaba para definir el acceso secundario, tal como lo podemos ver
en la planta que hemos reconstruido para la casa de don Manuel de Gabiola.
En la casa de don Joaquín Maciel el ingreso a la casa principal también se da
por la “puerta de calle” y es la casa adyacente o accesoria la que cuenta con
un zaguán. De lo cual podemos concluir que en la casa santafesina el zaguán
no implicaba una instancia cronológicamente posterior ni tampoco una mo-
dalidad necesaria para jerarquizar el ingreso a la vivienda.
Finalmente, las casas cuyo acceso principal se daba a través del zaguán, en
muchas ocasiones contaban con otros accesos independientes que permitían
liberar el zaguán principal de usos de servicio, sucios o promiscuos. Esto se

181
puede ver en las casas cusqueñas, que a veces tenían un doble acceso desde la
calle: una entrada principal a través de la portada y zaguán, y una secundaria
mediante una puerta “falsa” que por medio de un callejón permitía el abasto,
el ingreso de cabalgaduras y recuas de carga de mercaderías y también el acceso
para el comercio de las panaderías (Gutiérrez et al., 1981b).
En las casas santafesinas, su implantación en solares muy amplios permitía
que hubiera ingresos secundarios o puertas “falsas” abiertas en los cercos de
tapia, que comunicaban directamente con patios de servicio o huertas (casas
de Díez de Andino, de López Pintado, etc.).

2.2. Locales como elementos de conexión


entre lo público y lo privado

Otra modalidad de conexión entre lo público y lo privado prescinde de cual-


quier tipo de mediación. En este caso una o varias de las habitaciones cuentan
con un ingreso directo desde la calle.
En la ciudad hispanoamericana en general y en Santa Fe en particular, por
lo común se trata de unidades de vivienda pequeñas, pertenecientes a sectores
sociales modestos en los que las habitaciones combinan el uso habitacional y
comercial o productivo, con escasa o ninguna diferenciación espacial.
Sin embargo, al ampliar la lectura sobre otras situaciones americanas pode-
mos constatar que esto no es necesariamente una constante. Casas del interior
de la isla de Cuba, como las de Trinidad, muestran crujías compuestas por
sala y aposentos dispuestas directamente sobre el frente del solar, en las cua-
les la sala es la que se comunica directamente con el espacio público (García
Santana et al., 1996:63).
Este tipo de conexión directa entre interior doméstico y exterior público
también se da en los locales o accesorias que fueron comunes en la arquitectura
doméstica hispanoamericana desde Cuba y México, hasta el Perú, Alto Perú y
Río de la Plata. Casas importantes como las varias de los Echagüe y Andía en
Santa Fe, de Gabiola, de Vera Muxica, etc., contaron con este tipo de accesos
que permitían independizar las denominadas tiendas para ser alquiladas o
explotadas comercialmente por personas ajenas al grupo familiar.
La abundancia de este tipo de locales como parte de viviendas importantes o
como unidades independientes y modestas nos permite referenciar la dinámica
económica y comercial de una ciudad como Santa Fe, cuyo puerto la convertía
en una escala obligada para el desembarco y depósito de mercaderías que luego
eran vendidas en el mercado local o que desde la ciudad se distribuían a otras
ciudades de regiones vecinas (Ilustración 9.4).

182
3. Los espacios abiertos y la relación
entre el exterior y el interior
3.1. Patios, corrales y huertas

En castellano el vocablo patio es tardío, aparece a finales del siglo XV cuando


comienza a reemplazar la palabra corral que hasta ese momento se había uti-
lizado para denominar a un espacio delimitado verticalmente por paredes o
galerías, y sin cerramiento superior.5
El patio constituye una de las constantes más importantes a lo largo de seis
mil años en la historia de la vivienda (Schonauer, 1984). Werner Blaser lo
define como un espacio de paz y recogimiento, sometido al paso de los días y
de las estaciones, y cargado de sentido simbólico o funcional (Blazer, 7).
Todos los autores coinciden en su raíz oriental y señalan su doble capacidad
para actuar como centro de organización de la vivienda y de fuelle entre el re-
cogimiento interior de la vida privada y las actividades extrovertidas del espacio
público. Sus más remotos orígenes los encontramos en la Mesopotamia, India
y China y sus antecedentes mediterráneos en Grecia, Etruria y Roma. Desde
sus orígenes el patio se fue conformando según dos tradiciones espaciales, la
oriental y la mediterránea, que son básicamente las que interesan para estudiar
la vivienda colonial americana.
A la península ibérica la casa de patios llega en sus dos vertientes. En su
época de provincia romana se instala la casa de tipo pompeyano con entrada
enfrentada al patio que perdurará en la tradición castellana. Posteriormente,
durante la época de los reinos islámicos se revitaliza la raíz oriental del patio,
se acentúa el carácter íntimo del espacio doméstico y se lo preserva de las mi-
radas del exterior mediante los llamados “muros de los espíritus”, una especie
de pantalla que se interpone entre lo público y lo privado.6
El patio hispanoamericano es heredero de ambas vertientes, tal como puede
comprobarse en un mismo espacio urbano como el de La Habana colonial,
donde se dieron ambos casos: organización con la entrada enfrentada al patio,
de tipo castellano con raíz greco-latina y casas de raíz musulmana con el ingreso
acodado.7 La tradición castellana se puede ver en las viviendas más importan-
tes de La Habana, pertenecientes a la oligarquía comerciante enriquecida en
el siglo XVIII, aunque la entrada no está centrada sino que desemboca en la
galería del lado mayor del patio. La vivienda habanera de tradición mudéjar
fue estudiada por Prat Puig en su libro El prebarroco en Cuba. Una escuela
criolla de arquitectura morisca; una de las casas que mejor lo ejemplifica es la
de Teniente Rey esquina Aguiar.
Algunos autores también enfatizan la importancia que tuvieron los ante-
cedentes provenientes del mundo prehispánico en la conformación del patio
colonial.

183
Ya hemos visto en el capítulo anterior que la ponderación de unos u otros
antecedentes es objeto de debate entre los historiadores, Lo cierto es que el
patio representa uno de los elementos fundamentales para poder entender
la organización espacial, funcional y jerárquico-representativa del mundo
doméstico. Ramón Gutiérrez, por ejemplo, destaca la posición central que
asume el patio como elemento organizador de la estructura funcional de toda
la casa americana (Gutiérrez, 2001:62).
En Puebla, dice Bühler, el patio es el centro funcional y social de la casa; co-
nectado a la calle mediante el zaguán, permite el acceso a los locales interiores,
a otros patios posteriores y a las escaleras que comunican con la planta alta.
El primer patio es el que recibe al visitante y está dotado de un tratamiento
decorativo especial, sin embargo, no es un espacio abierto reservado a la vida
íntima familiar sino que está dotado de una importante dinámica y mixtura
de usos: abastece de agua a la casa mediante pilas, fuentes o cisternas, a veces
combinadas con lavaderos de ropa, pero también es el lugar donde se guardan
los carruajes y en el que ocasionalmente se da de comer a los caballos. Ese
mismo patio está rodeado y comunicado con locales dedicados a almacenar
mercaderías, y allí mismo, al aire libre, frecuentemente se desarrollan activi-
dades artesanales. La mayoría de las casas inventariadas por Bühler cuenta con
un segundo patio conectado al primero mediante un pasillo, generalmente
enfrentado a la entrada principal, que podía estar dotado de un pequeño
jardín en el cual se cultivaban hierbas y verduras para el consumo familiar;
era un espacio relacionado con las caballerizas y alojaba jaulas de gallinas y
guajolotes, además de establos para cerdos. En estos patios traseros también
solían instalarse los hornos de los panaderos y de los alfareros. En contraste
con la nítida definición espacial del primer patio, los secundarios solían ca-
recer de instalaciones de carácter permanente y, en cambio, se resolvían con
materiales livianos y transitorios que permitían versatilidad y posibilidad de
cambios (190/191).
El patio cusqueño tiene su antecedente en el espacio común de las kanchas
incaicas, resignificado como patio de casa española (San Cristóbal, 13). La
preexistencia de este espacio al aire libre, rodeado de construcciones, fue apro-
vechada por el conquistador para definir el repartimiento del suelo urbano.
Cuando fue necesario expandir la traza en el eje La Merced-Santa Clara, el
tipo de vivienda ya estaba definido con esos antecedentes. Por lo general, los
solares cusqueños son de forma rectangular con el lado menor sobre la calle, de
manera que los patios se articulan perpendicularmente a la línea de edificación.
El primero es el patio de representación social que congrega a la familia, hacia
él se abren las salas y los locales de uso habitacional. En las casas principales
podemos hablar de un patio señorial, que por lo general mide de 7 a 10 metros
de lado y que puede llegar a los 15 o más metros. Estos patios, en los siglos

184
XVI y XVII generalmente estaban empedrados –“enchinados”– y el su centro
contaban con un aljibe. Los servicios se ubicaban en un segundo patio o en
un área posterior descubierta (Gutiérrez et al., 1981b:107/8-82/46).
También en el Río de la Plata el patio fue un elemento sustancial de la vi-
vienda desde los primeros tiempos de la conquista hasta bien entrado el siglo
XX. Sin embargo, como ya lo hemos comentado en el capítulo anterior, la
historiografía argentina ha tendido a simplificar la cuestión y a la formulación
de determinados estereotipos que no se corresponden con la realidad histórica.
En un estudio sobre la casa porteña, Alicia Novick y Rodolfo Giunta analizan
el proceso de construcción del mito de la casa de tres patios o casa pompeyana
como tipo característico de la vivienda colonial y citan a Guy Bourdé, para
quien, siguiendo la historiografía tradicional, la casa pompeyana es el único
tipo de vivienda vernacular en correspondencia con la ocupación de la parcela
en la grilla ortogonal.
La construcción del mito argentino de la casa de tres patios ha sido analizada
por Novick y Giunta confrontando la literatura e historiografía de los siglos
XIX y XX con un análisis detallado de los planos de permiso de construcción
que obran en el Archivo General de la Nación. Entre los antecedentes tempra-
nos mencionan el conocido artículo “Arquitectura Doméstica” de Domingo
F. Sarmiento (1879)8 y el texto de Enrique Aberg (1878), quien instala la
denominación de casa pompeyana para la casa de patios, erigida como modelo
homogéneo e invariable de la vivienda colonial. En 1904 Carlos María Morales
publica “La Edificación”, un artículo donde propone una evolución de tipo
darwiniana que parte del rancho vernáculo, pasa por la vivienda de patios y
termina en la casa de dos plantas con subsuelo y azotea. Ese momento de la
vivienda de patios es el que aparece idealizado con nostalgia por las crónicas de
viajeros del siglo XIX que se publican con posterioridad al Centenario y que,
desde la descripción de unas pocas viviendas importantes, consagra una idea
dominante que se traslada y generaliza a la vivienda colonial. Ya hemos men-
cionado en el capítulo anterior que en 1948 Domínguez publica un trabajo
basado en su interpretación de la vivienda porteña a partir de la romana, es
así como la casa porteña se clasifica en dos grandes tipos, la ínsula y la domus;
ésta última es una casa grande organizada en torno a tres patios. “La casa de
tres patios, concluyen Novick y Giunta, no es, por otra parte, históricamente
representativa del parque habitacional” (196).
De esa manera, lo heterogéneo de la arquitectura doméstica porteña se
esfuma y se consagra un solo tipo, además la fuerza de la historiografía de
Buenos Aires se proyecta hacia los casos de las ciudades argentinas imponiendo
una lectura similar. Sin embargo, al analizar el caso santafesino la hipótesis
de la domus o casa pompeyana se desarticula desde un comienzo y podríamos
agregar que otro tanto ocurre cuando la confrontamos con ciudades de las que

185
existe cierta, aunque no amplia ni sistemática, información sobre viviendas
coloniales, como son los casos de Córdoba o Salta en la antigua Provincia del
Tucumán.
La casa llamada del Virrey Sobremonte en Córdoba presenta una serie de
patios, pero éstos no están articulados en una secuencia al modo de la casa
pompeyana sino que se conforman a partir del modo en que disponen los
espacios construidos en el solar. En la casa de Allende (demolida), los planos
nos muestran un solo patio delimitado en forma nítida (Ilustración 8.3).
Las casas salteñas mejor conocidas, como las de Arias Rengel, Uriburu y
Aguirre, contaron con dos o más patios, pero no al modo pompeyano. Desde
el espacio público la comunicación se realiza mediante la puerta de calle abierta
en medio de un alto cerco de tapia, y el tránsito entre el primer patio a los
patios secundarios no se desarrolla en forma axial sino que, nuevamente, es
resultado de una mutua y “blanda” configuración entre lo construido y lo
abierto (Ilustraciones 9.5 y 9.6).
En ese sentido, ya lo hemos anticipado, las casas santafesinas tienen mucho
en común con las salteñas y, hasta donde sabemos, algo con las porteñas y nada
que ver con la casa pompeyana. En la Primera serie tipológica, el primer patio
es el lugar al que se accede desde el exterior luego de trasponer la puerta de
calle. Las crujías que se abren en el interior del solar son las que configuran el
patio, como un mero diafragma que se interpone en la secuencia que permite
la profundidad del lote (viviendas en tira: casas González de Ataide, Páez,
Delgadillo y Atienza) o lo rodean en dos o en tres de sus lados (viviendas en
L o en U: casa de Joaquín Maciel, y las de Narciso Xavier, Francisco Xavier,
Melchor y Lucas de Echagüe y Andía).
En las viviendas de la Segunda serie, encontramos otras situaciones espa-
ciales, siempre ajenas al tipo pompeyano. Las más modestas presentan crujías
sobre el frente de los lotes y el grado de definición del espacio abierto (patio)
depende totalmente de la existencia de otras construcciones, por lo general de
materiales y técnicas precarias. En las casas principales de esta serie tipológica
(casas de Candioti y Mujica, Melchor de Gaete, Domingo Maciel), el primer
patio alcanza a definirse totalmente en sus cuatro lados pero su relación con el
segundo patio o traspatio no es resultado de una fuerte estructuración compo-
sitiva sino, al igual que lo que hemos señalado para las casas salteñas, de una
articulación entre lo construido y lo abierto definida pragmáticamente.
En las viviendas santafesinas el primer patio suele ser denominado patio
principal, por lo general antecede a la crujía más jerarquizada de la casa-
habitación y nuclea los usos de “representación” familiar. Como ya lo hemos
dicho, en las casas que no cuentan con crujía sobre el frente del lote, este patio
principal tiene un fuerte carácter rural muy parecido al de las fincas salteñas que
tenían su eco en casas urbanas como las de Aguirre, Arias Rengel y Uriburu.

186
Sin embargo, en Santa Fe, el aspecto utilitario del patio principal no parece
haber estado vinculado a las actividades rurales de las estancias, cuyo principal
rubro, el de la cría de mulas, tenía un circuito que prescindía de su paso por
el ámbito urbano. En cambio, muchos de los locales que se comunicaban con
ese primer patio o patio principal, eran almacenes en donde se depositaban las
mercaderías con cuyo intercambio comercial medraban y se enriquecían las
más importantes familias de Santa Fe.
Los segundos patios de las casas santafesinas pueden tener diferente grado
de definición en función del grado de materialidad de los locales de servicio
que están en relación con él, algo así como lo que Bühler ha señalado para
Puebla. En la casa de Díez de Andino, el cierre del cuarto lado del segundo
patio nunca se dio con una crujía de similar importancia a las otras tres y hasta
el momento de su demolición la cocina y fogones que la conformaban eran
construcciones de muy modesta tecnología e inferior resolución.
La casa de Joaquín Maciel, que conocemos por plantas y descripciones his-
tóricas, contó con un segundo patio rodeado de corredores, definido en tres de
sus lados por habitaciones y en el cuarto lado por un cerco que le separaba de
la huerta. En esta casa la distribución de las habitaciones de servicio permite
generar un tercer patio que en realidad es un remanente en la profundidad
del terreno, allí se encuentra un corredor flanqueado por la cocina de un lado
y un sector con dos hornos y un fogón del otro; parte del corredor ha sido
cerrado para dar lugar al “común”. Desde el primer patio se accedía al segundo
atravesando una de las salas, pero entre el segundo y el tercer patio había un
“pasadizo” de comunicación.9
Cuando los fondos de los terrenos daban a una calle lateral, los terceros
patios y las huertas tenían sus propios ingresos desde el exterior, que evitaban
el tránsito y las descargas de servicio a través de los patios principales. En las
casas santafesinas que no tenían esa posibilidad, no se acostumbró la modalidad
de que estos patios traseros estuviesen servidos por una entrada en “pasadizo”,
como sí se dio en el Cusco (Gutiérrez, 2001:62).
Los patios santafesinos y, por supuesto, las huertas, tuvieron una vegetación
que tenía un sentido utilitario antes que estético: árboles frutales, parras y hor-
talizas (Ilustración 9.7). En la segunda mitad del siglo XVIII Concolorcorvo
describía un patio porteño que podía haber sido también santafesino:

Algunas [casas] tienen grandes y coposas parras en sus patios y traspatios, que
aseguran los habitantes, así europeos como criollos, que producen muchas y
buenas uvas. Este adorno es únicamente propio de las casas de campaña, y
aun de éstas se desterró de los colonos pulidos, por la multitud de animalitos
perjudiciales que se crían en ellas y se comunican a las casas. En las ciudades
y poblaciones grandes, además de aquel perjuicio superior al fruto que dan, se

187
puede fácilmente experimentar otro de peores consecuencias, porque las parras
bien cultivadas crían un tronco grueso, tortuoso y con muchos nudos, que fa-
cilitan el ascenso a los techos con buen descenso a los patios de la propia casa,
de que se pueden aprovechar fácilmente los criados para sus insultos (38).

Si las hubo, las plantas ornamentales no adquirían preeminencia y sólo


tardíamente, a finales del siglo XVIII la planta de la casa santafesina de Joa-
quín Maciel nos muestra un sector de la huerta ajardinado según un esquema
sencillo de parterres “a la francesa” organizado con calles ortogonales y diago-
nales. Esta novedad podemos asociarla a la de los macetones con vegetación
ornamental que por la misma época fueron introducidos en los patios de las
casas cusqueñas (Gutiérrez et al., 1981b:82).
Los documentos mencionan habitualmente la existencia de corrales. La
referencia simultánea de patios y corrales nos permite deducir que se califica-
ba de esta manera a espacios abiertos diferentes, aunque no nos resulta fácil
distinguir unos de otros. Podemos, sin embargo, reiterar lo comentado en el
momento del análisis tipológico (ver Segunda parte): es la jerarquía de usos
lo que diferencia al patio del corral. El corral tiene usos asimilables a los de
traspatios, está vinculado a las actividades domésticas relacionadas con el fun-
cionamiento de la vivienda, en su entorno se encuentran cocinas, despensas,
habitaciones para los criados, hornos y otros locales de servicio que suelen
extender sus áreas de trabajo hacia este espacio abierto.
El traspatio, a su vez, aparece nítidamente diferenciado y puede distinguirse
de otros ámbitos abiertos, como la huerta y corrales, de acuerdo al modo en
que se implantan los cuerpos de habitaciones secundarias y las paredes divi-
sorias del terreno.
Las huertas pobladas de frutales aparecen en las casas santafesinas desde
principios del siglo XVII: higueras, duraznos, naranjos y limas dulces, grana-
dos, manzanos, parrales. Se las menciona como una constante y ocupan las
partes libres de los solares y terrenos, ya sea en profundidad o hacia uno de los
costados. La casa de los Díez de Andino tenía su huerta al fondo del terreno,
pero cuando Bartolomé Díez de Andino amplió la propiedad con la compra de
un sitio vecino, conformó otra huerta hacia un costado de la casa; en 1833 la
“huerta principal” tenía veintidós pies de parras frutales, trece naranjos dulces
de los cuales doce estaban “ruinosos”, un naranjo agrio, un peral, dos limas,
un limonero, dos higueras, cuatro durazneros y seis granados; y la segunda
huerta, formada en el terreno añadido, contaba con un pozo de balde calzado
de ladrillo, dos naranjos frutales, siete pequeños, tres higueras, diez durazneros
y cinco pies de parras.10 En la casa de Joaquín Maciel la huerta también se
extendía a un costado de la casa principal y tenía su cerca de pared pisada
y adobe con barda de teja; cuando se hizo un inventario en 1794, contaba

188
con un naranjo agrio y siete “chinos”, tres perales, dos higueras y seis pies de
parras, “todo frutal”.
Con respecto a la existencia de animales en los interiores de los solares, Ra-
món Gutiérrez señala que en América el ganado se guardaba en los “corrales
del común” establecidos en externamente a la traza urbana, en las tierras del
ejido, por lo que rara vez se los integraba a la vivienda y solamente caballos y
mulas ingresaban a los fondos de los lotes (2001:61).
Lo mismo podemos decir para Santa Fe, en donde los caballos de montar,
las yeguas de tiro para calesas y las mulas de las atahonas eran los animales de
porte que se integraban a las partes de servicio de las casas. También animales
de cerda y, por supuesto, aves de corral, pero en toda la documentación sólo
existe una referencia a un “gallinero”, el que tenía la casa de don Joaquín Maciel
conformado bajo techo en un local de ocho varas cubierto de teja, con siete
palmas y una pequeña puerta.

3.2. Elementos de transición entre espacios


construidos y espacios abiertos

Los espacios semicubiertos cumplen en la arquitectura doméstica cometidos


diferentes que amplían su sentido desde lo utilitario a lo significativo.
Los más usuales fueron corredores o galerías que servían como espacios de
transición entre lo externo y lo interno, en relación con el espacio público
o el doméstico, como de elementos de protección ambiental tanto para los
habitantes de la casa como para determinadas situaciones tecnológicas, como
espacios en que se desarrollaban actividades vitales de la relación familiar o
de la actividad artesanal, comercial o productiva, o como ámbitos para la
incorporación de formas expresivas y, a la vez significativas, de un modo de
vivir o de la posición económica y social de los propietarios.
Podemos reconocer dos situaciones diferentes: galerías externas o frontales abi-
ertas al espacio público y galerías interiores recogidas en el interior del solar.
Las galerías frontales fueron habituales en algunas regiones de clima tropi-
cal en diferentes partes de América como es el oriente boliviano, el litoral
argentino, áreas del Caribe y de Colombia (Gutiérrez, 2001:61). En el actual
territorio argentino, es la zona correntina la que participa de esta modalidad
junto con el resto del área de influencia guaraní: el Paraguay y la Chiquitanía
boliviana (Ilustración 9.8).
Los corredores, colgadizos o galerías se definen por elementos estructurales
que a la vez pueden asumir una forma significativa. Por lo general son es-
pacios alargados definidos en un lado por muros y en el otro por elementos
puntuales: pies derechos, pilares o columnas que conforman una estructura
adintelada o de arcos.

189
En la casa poblana, por ejemplo, al igual que en otras muchas ciudades ameri-
canas, los corredores del primer patio se resolvían con arcadas sostenidas por
columnas de piedra y archivoltas del mismo material; más tarde estos arcos se
hicieron de ladrillos. Pero lo que es característico de Puebla, es la solución muy
particular de los pasadizos saledizos que servían para conectar las habitaciones
de planta alta y que no descansaban sobre pilares sino sobre bóvedas planas de
mampostería, soportadas por ménsulas de piedra empotradas en los gruesos
muros. Los pasadizos poblanos tienen un claro sentido funcional (circulación
en las plantas altas), pero no alcanzan a definir espacios de transición en el
sentido en que lo estamos aplicando en este apartado.
En los patios cusqueños, las galerías más antiguas se conformaban mediante
un doble orden de arquerías de ladrillo (Casa del Almirante y casa en Garcilaso
nº 256), pero después del terremoto de 1650 comenzó a generalizarse el uso
de arcos de sillares de piedra, siempre de sección circular y a veces adinteladas
(Gutiérrez et al., 1981:46). Por lo general las galerías se ubicaban en los lados
anterior y posterior del patio, mientras que en los otros lados la vinculación
entre las habitaciones en planta alta se daba a través de voladizos o balcones,
con un resultado similar al de los pasadizos poblanos aunque con tecnologías
y formas muy diferentes.
En Cuba los corredores por lo general están elevados sobre el nivel de la
calle; morfológica y técnicamente son transposiciones al exterior de las galerías
o colgadizos interiores, con sostenes de pies derechos y zapatas da madera, y
barandas compuestas de balaustres de madera torneada. Por sus características,
Alicia García Santana los define como “un balcón con acceso desde la calle
que se adosa a los frentes de casas de una sola planta construidas por encima
del nivel de calles con pendientes pronunciadas”. En Trinidad fue en el último
tercio del siglo XVIII que se construyeron los primeros y únicos corredores y
como en otras partes de América, servían para resguardar a las viviendas de las
condiciones climáticas, en este caso del sol y de la lluvia de la isla.
En la casa colonial santafesina, por lo general, la relación entre los espacios
cubiertos y los libres de construcción se articula mediante galerías, que en
los documentos de la época son denominadas colgadizos o corredores. Estas
galerías tenían, por lo menos, un doble propósito. En gran parte del año o en
determinadas horas proporcionaban espacios propicios para el desarrollo de
actividades familiares o para el descanso y el esparcimiento; servían también
para preservar a los muros de tierra de los efectos erosivos de los agentes
atmosféricos. Los corredores flanqueaban las crujías de habitaciones y eran
los bordes de los patios (Ilustraciones 9.9 y 9.10). Aunque los corredores eran
parte sustancial de la vivienda santafesina, muchas veces fueron aprovechados
y cerrados en algunos tramos para conformar alcobas, despensas y otros locales
denominados de sobrecorredor.

190
En Santa Fe los corredores nunca estuvieron sostenidos por columnas o pi-
lares de piedra; lo habitual fueron los pies derechos de madera de la tradición
mudéjar, elementos estructurales y formales característicos de la arquitectura
litoral santafesino-correntina y de su vecina del área paraguaya. En la segunda
mitad del siglo XVIII podemos reconocer la incorporación de pilares de
mampostería, algunas veces utilizados para jerarquizar un tramo de la galería,
como es el caso de la vivienda de Joaquín Maciel en la que un par de pilares se
ubicaban en el lado interior de la puerta de calle que daba al patio, en tanto
que todo el resto estaba rodeado por galerías con pies derechos de madera.
En la casa principal de Manuel de Gabiola todo el perímetro del patio estaba
“cuadrado de corredores sobre pilares de ladrillos”.
La ausencia de galerías o corredores se puede comprobar, entrado ya el siglo
XIX, en ejemplos de viviendas principales como las de Francisco de Alzoga-
ray, Estanislao López, José Freyre y Juan Gualberto Puyana. En estos casos
la prescindencia de las galerías es deliberada y se corresponde con modelos
tardíos del período hispánico que se verifican en Santa Fe recién en la etapa
poscolonial. La contundente y neta diferenciación entre lo construido y lo
abierto quiebra la típica espacialidad de las galerías que había caracterizado
hasta entonces la arquitectura doméstica santafesina.
La carencia de galerías también implica una fuerte renovación en las costum-
bres. Hasta ese momento las galerías habían sido un espacio de sociabilidad
en que se reunían los miembros de la familia rodeados de sus sirvientes y
huéspedes cuando se trataba de una casa perteneciente a la elite,11 o en el que
se cocinaba y se desarrollaban actividades artesanales para el mantenimiento
del grupo familiar.

191
Notas
1
Así se puede ver en los planos de Asunción elemento que preserva la intimidad de la vida
según Julio Ramón César (1785) y Félix de Azara que se desarrolla en el interior de la casa (García
(1793). Véase: Duarte de Vargas Alberto. Car- Santana, 2001).
tografía Colonial Asuncena. Asunción del Paraguay, 7
García Santana supone que en otras partes de
Academia Paraguaya de la Historia-Municipalidad América no se dio este rasgo con ese grado de
de Asunción, 2001. pureza (García Santana, 2001:23).
2
Fulgencio Moreno. La ciudad de Asunción. 8
Publicado en Anales del Instituto de Arte Ameri-
Buenos Aires, 1926, citado por Juan Giuria. La cano e Investigaciones Estéticas, nº 11. Buenos
arquitectura en el Paraguay. Instituto de Arte Aires, 1958, p. 104.
Americano, Buenos Aires, 1950, p. 106. 9
AGN: Tribunales (Sala IX, 37-2-5), legajo 121,
3
Por eso mismo esta situación la hemos carac- expte. 27. El plano fue publicado por primera por
terizado dentro de la Primera serie tipológica. Tal Guillermo Furlong, quien lo identificó erróneamente
es el caso de la vivienda de Bartolomé Márquez, como la casa de José Teodoro de Larramendi
luego de los Martínez de Rozas. (Furlong Guillermo, Artesanos Argentinos durante
4
De una presentación del Defensor de la Real Ha- la dominación hispánica. Buenos Aires, Huarpes,
cienda, Juan Cardoso Pardo, en el pleito con Her- 1946, p. 428). En 1985 nos ocupamos de analizar
nandarias de Saavedra, 1619, citada por Manuel esta vivienda y de aclarar su identificación (Véase:
Ricardo Trelles, “Hernandarias de Saavedra. Causa Calvo Luis María Tres tipos de viviendas san-
célebre: noticias y documentos para servir a la his- tafesinas durante el dominio hispánico, publicado
toria del Río de la Plata”. En: La Revista de Buenos en DANA, Documentos de Arquitectura Nacional y
Aires, publicada bajo la dirección de Miguel Nav- Americana nº 20. Instituto Argentino de Investiga-
arro Viola y Vicente G. Quesada. Tomo X, Buenos ciones en Historia de la Arquitectura, 1985).
Aires, Imprenta de Mayo, 1866, p. 333. 10
AGPSf: Colección Díez de Andino, carpeta 14,
5
Real Academia de la Lengua. Diccionario de la “Inventario y tasación de los bienes de Manuel
Lengua Española. Madrid, Espasa-Calpe, p. 990 y Ignacio Díez de Andino y doña María Josefa Fern-
Corominas Joan. Breve Diccionario Etimológico ández de Therán, 1833, fs. 8v/9v.
de la Lengua Castellana. Madrid, Gredos, 1967, p. 11
Algo similar señala Ana María Bascary para la
44. Citados por Marta Silva, “La vivienda a patios casa tucumana, allí también las galerías eran los
de origen hispánico y su difusión en Iberoamérica”. espacios de sociabilidad donde confluían sirvi-
En: Barroco Iberoamericano. Territorio, Arte, Es- entes, huéspedes, inquilinos y miembros de la
pacio y Sociedad. Sevilla, Universidad Pablo de familia (Bascary, 254).
Olavide-Ediciones Giralda, 2001, p. 1049.
6
En el capítulo anterior ya nos hemos referido
al significado del muro de los espíritus como un

192
Ilustración 9.1

Ilustración 9.2

Ilustración 9.1. Casa de don Melchor de Echagüe y Andía, en el fondo la Iglesia de Santo
Domingo, el tejido, la ocupación del solar y los amplios espacios abiertos dedicados a patios
y huertas arboladas (foto Museo Histórico Provincial de Santa Fe).
Ilustración 9.2. Zaguán de la casa de Domingo Crespo, antes de Alzogaray, demolida (H.
Busaniche, Arquitectura de la Colonia en el Litoral, p. 89).

193
Ilustración 9.3

Ilustración 9.4

Ilustración 9.3. Zaguán de la casa del marqués de Sobremonte en Córdoba (dibujo de J.


Kronfuss en Arquitectura colonial en la Argentina, p. 131).
Ilustración 9.4. Casas en calle San Jerónimo y Amenábar, demolidas (archivo DEEC).

194
Ilustración 9.5 y 9.6

Ilustración 9.7

Ilustraciones 9.5 y 9.6. Planos de las casas de Aguirre (demolida) y de Arias Rengel, en
Salta (dibujos de J. Kronfuss, Arquitectura colonial en la Argentina, p. 148).
Ilustración 9.7. Galerías y patio de la casa de Leiva, fotografía circa 1940 (H. Busaniche,
Arquitectura de la Colonia en el Litoral, p. 81).

195
Ilustración 9.8

Ilustración 9.9

Ilustración 9.8. Frente de la casa de los Iturburu en Asunción (fotografía publicada


por Juan Giuria).
Ilustración 9.9. Casa de los Clucellas. Las galerías de la tradición carpintera, con pies derechos
y zapatas de madera dura bordeando el patio (AGN).

196
Ilustración 9.10. Casa-quinta de don José de Tarragona. Las galerías tardocoloniales, con
pilares de mampostería conservan las zapatas de madera dura, ahora más potentes. Fotogra-
fiada cuando funcionaba como cuartel (foto Ventura Coll Comas, Museo Histórico Provincial
de Santa Fe).

197
198
Capítulo 10
Los espacios construidos, tipos y funciones

1. Desarrollos en una o más plantas

En la generalidad de las ciudades de América colonial y especialmente en la


etapa inicial, señala Ramón Gutiérrez, el suelo urbano fue un bien abundante
y de poco valor inmobiliario. Esto incidió en que la gran disponibilidad de
suelo fuera una de las determinantes de formas de ocupación extensas y de la
escasa densidad de uso del lote (2001:60) La generosidad de las dimensiones
de los solares de la ciudad hispanoamericana permitió adoptar las estructuras
tipológicas de las casas-patio mediterráneas reelaboradas a partir de las posi-
bilidades que ofrecía la escala del espacio americano. Es notable el contraste
entre la experiencia española en América y los antecedentes peninsulares en
los que, parcelas estrechas y profundas generaban formas densas de ocupación
del lote de tradición medieval y el desarrollo de las viviendas en altura. Una
confrontación similar podría establecerse con el caso colonial portugués, de
lotes estrechos y casas resueltas en varias plantas.
Puede advertirse que la relación entre dimensiones escasas de los terrenos
y multiplicación de plantas se muestra con claridad en algunas ciudades por-
tuarias como Panamá, Cartagena de Indias o La Habana.
En Panamá la construcción en altura permitía resolver la dificultad creada
por la estrechez de las parcelas, constreñidas por las murallas, y buscaba un
aprovechamiento práctico en función de la actividad de la ciudad como cen-
tro comercial y de servicios: los bajos se empleaban como bodegas, tiendas y
almacenes, los entresuelos y pisos superiores se destinaban al alquiler o para

199
vivienda del propietario (Castillero Calvo, 170). Algo similar podemos decir
de Cartagena de Indias, también ciudad amurallada, que contó con casas de
dos o tres plantas dentro de sus muros, agrupadas en la zona central vecina
al puerto, que era el sector más antiguo de la ciudad y también el más activo
y próspero desde el punto de vista socio-económico. En Cuba el contraste se
hace notable si se establecen comparaciones entre las casas habaneras intra-
muros, con planta alta, y las del interior de la isla, en las que predominan las
construcciones en planta baja.
Sin embargo, un rápido repaso nos hace pensar que en la mayoría de las
viviendas hispanoamericanas, la densidad de uso del suelo urbano no parece
haber sido la causa excluyente de las construcciones en altura. Desde la Casa
de Diego Colón en Santo Domingo o la de Hernán Cortés en Cuernavaca,
en tiempos iniciales de muchas de las ciudades americanas hubo viviendas que
disponían de lotes amplios y que sin embargo contaron con dos plantas.
El número de plantas en que se desarrolla la superficie cubierta de las
viviendas puede obedecer, por lo tanto, a diferentes factores además de las
dimensiones escasas del lote en que se edifica. Entre ellos podemos mencionar
los modos de organizar la vivienda en relación con formas de uso y de habitar;
diversas razones estéticas o simbólicas aportadas por la adopción tanto de
plantas bajas como de construcciones en altura;1 motivos derivados del tipo de
calidad ambiental del suelo terreno, etc. Es por ello que la tendencia a edificar
altos también se verifica en ciudades que disponían de solares amplios y cuya
traza no estaba limitada por elementos contundentes como las murallas car-
tageneras. Puebla, Tunja, Cusco y hasta Salta en el actual territorio argentino
son prueba de ellos.
En Puebla hubo muchas casas de dos plantas edificadas en solares enteros;
en algunos casos con entresuelos. Bühler hace un cálculo estadístico de las 777
viviendas que relevó entre 1982-84: 135 son de una sola planta, 541 de dos
plantas, 74 cuentan con entresuelo y 27 disponen de más plantas. Las casas
con entresuelo representan, por lo tanto, un 9,5 % del total, y todas ellas se
encuentran en pocas manzanas situadas en las cercanías de la Plaza Mayor
(126-144). La organización funcional facilitada por la división de la vivienda
en varias plantas puede leerse en la resolución de la casa poblana, en donde
fue habitual que la planta baja se reservara para accesorias y los entresuelos
para el alojamiento de las personas de servicio y los empleados, o para el
almacén de mercaderías. La planta alta, en cambio, se reservaba para el uso
privado de la familia. Es el mismo esquema que hemos visto en Cartagena
de Indias y que también podemos encontrar en México y en otras ciudades
en las que existía una economía basada en un fuerte intercambio comercial
(Ayala Alonso, 1996).

200
A principios del siglo XVII en el centro de Tunja había unas 251 viviendas
cubiertas de teja y paja, de las cuales 88 eran de planta alta (Cortés Alonso,
1965).
En el caso de Cusco se superpusieron segundos niveles en los frentes de
viviendas levantadas en amplios solares que resultaron de la unión de varias
kanchas incaicas. Gutiérrez et altri citan la referencia iconográfica del Panora-
ma de Monroy y el testimonio del presbítero Ignacio de Castro que en 1788
menciona que “no solamente las casas principales sino aun las que se habitaban
por sujetos de menor clase tienen corredores altos y bajos” (1981:104).
En las ciudades del actual territorio argentino las casas de altos eran poco
frecuentes. En Córdoba, una de las ciudades más importantes ubicada en una
estratégica encrucijada de caminos, la vivienda fue generalmente de una sola
planta y menos frecuentemente de dos (Tarán y Franchello, 118/21). Concolor-
corvo la comenta de esta manera: “En lo demás de la ciudad hay muchas casas
buenas y fuertes y, aunque son pocas las que tienen altos, son muy elevados
los techos de las bajas y las piezas suficientemente proporcionadas” (57). En la
misma provincia del Tucumán, en la más modesta ciudad de San Miguel todas
las casas eran de una sola planta, salvo algunos casos como las viviendas de
Martín León García (1778), Roque Ávila (1805) y Diego Villafañe (1762) que
tenían altillos con balcones sobre los zaguanes de la entrada (Bascary, 250).
La excepción fue Salta, ubicada en la misma provincia del Tucumán, en
donde hubo tal abundancia de ejemplos que algunos historiadores llegaron a
inventariar cincuenta y dos (Sola, 1926).2 Las casas de altos no sólo pertenecían
a la elite, sino también a sectores más modestos que solían alquilar los bajos y
habitar los altos. Concolorcorvo registra que “Hay algunas casas de altos, pero
reparé que los dueños ocupan los bajos y alquilan los altos a los forasteros, que
son muchos por el trato de las mulas y se acomodarían mejor en los bajos, por
excusarse de la molestia de subidas y bajadas, pero sus dueños no hacen juicio
de la humedad, como los holandeses” (84). En esa ciudad no fue el tamaño de
la parcela lo que llevó a construir plantas altas ya que los solares urbanos eran
amplios,3 por el contrario, la abundancia de buena madera proveniente de los
bosques de su entorno permitía obtener excelentes vigas que eran utilizadas
como tirantes de los entrepisos (Ilustraciones 10.1 y 10.2).
A diferencia de Salta, durante el período colonial y hasta entrado el siglo
XIX en el área rioplatense la tendencia general fue la de resolver las viviendas
en una sola planta, tanto en Corrientes o Santa Fe, como también en la propia
ciudad de Buenos Aires. De esta última ciudad, a mediados del siglo XVIII
el padre Carlos Gervasoni decía: “Las casas se edifican todas en planta baja”4
y no mucho más tarde el mencionado Concolorcorvo observaba: “Hay pocas
casas altas, pero unas y otras bastante desahogadas y muchas bien edificadas”
(38). Podríamos indicar que los solares mantuvieron durante mucho tiempo

201
sus dimensiones amplias, aun cuando se hubieran fraccionado, y cuando los
lotes se hicieron estrechos, a finales del siglo XVIII se prefirió construir en ellos
viviendas mínimas de una planta antes que disponer de una segunda.
En Santa Fe, aunque muy pocas, hubo algunas habitaciones en altura desde
los principios del siglo XVII: en 1606 Feliciano Rodríguez declaró que había
edificado “una casa de paja sobradada para poder vivir en lo alto”.5 El sobrado
fue el recurso más habitual en la casa santafesina, utilizado para generar un
espacio en altura.6 Entre otras referencias se sabe que el capitán Hernando Arias
Montiel tenía su casa “con un aposento grande asobradado muy curioso”.7
Más comunes que estos sobrados destinados al uso familiar fueron los que
formaban parte de las tiendas, que permitían ampliar la superficie para depósito
de mercaderías o lugares de trabajo.
En la hoy conocida como Casa de los Aldao, el alto forma parte del cuerpo
principal. En 1711 se construyó un entrepiso y la habitación en planta alta con su
correspondiente balcón y tejaroz, resolución funcional y morfológica excepcional
en la arquitectura doméstica santafesina (Calvo, 1995) (Ilustración 10.3).
Al igual que los referidos para San Miguel de Tucumán, en Santa Fe debemos
agregar los altos sobre los zaguanes, que tuvieron un uso difícil de definir. El
acceso mediante escaleras de dificultoso ascenso nos hace pensar que estos
altillos no debieron tener un sentido funcional (aunque podían servir de de-
pósito para algunas tiendas que daban a la calle), sino el de enfatizar el ingreso
al situarse por encima del zaguán. Además, estos altillos proporcionaban una
vista excepcional sobre el horizonte chato de la ciudad, como miradores que
se asomaban al lejano horizonte de río y campo. Contamos con un testimonio
tardío en el que Lina Beck-Bernard, instalada en 1857 en una casa ubicada
frente a la Plaza que databa del siglo anterior, relata: “Encima de la puerta
de entrada hay, como en muchas casas de Oriente, una pieza única, llamado
‘altillo’, con un balcón a la calle que llaman ‘mirador’. Desde el mirador la
vista es en extremo atrayente” (76).
La cronista continúa describiendo las vistas que el mirador le ofrece: las
arboledas de las huertas, los conventos que se destacan entre el perfil de las
casas, el horizonte de campo que permite intuir el monte chaqueño y la vista
que llega hasta la vecina provincia de Entre Ríos, del otro lado del inmenso
río Paraná.
Es difícil sustraerse de vincular a estos miradores con los de ciudades costeras
como Cartagena de Indias, pero son fundamentalmente los de Montevideo,
más próximos, los que podrían tener cierta vinculación con los altillos santa-
fesinos. En Montevideo los vecinos tenían una visión fruitiva del puerto que
sostenía su economía y existencia; en Santa Fe los altillos servían para otear
un panorama de islas y de montes arbóreos, extenso como mar.

202
Salvo estos sobrados y altillos, la relación entre vida familiar y nivel del te-
rreno parece haber sido muy fuerte y, a la inversa de sus similares mexicanas,
poblanas o cartageneras, cuando desde finales del siglo XVIII se construyeron
plantas altas no fue para ser habitadas por los propietarios sino para destinarlas
a alquileres. Así fue en la casa principal de José de Tarragona y, apenas algunos
años después de la independencia, en las casas de Francisco de Alzogaray,
Estanislao López, José Freyre y Juan Gualberto Puyana.
La modalidad santafesina de reservar siempre la planta baja para la familia
del propietario y de usar los altos para alquilar puede contrastarse con la ge-
neralidad de las ciudades hispanoamericanas en las que sucedía lo opuesto,
como en Quito, en donde los altos eran ocupados por el dueño de casa y su
familia y era la planta baja la que se destinaba para el alquiler o para el uso de
la servidumbre (Ortíz Crespo, 156).
En consecuencia, podemos resaltar el carácter de la vida doméstica santafe-
sina, estrechamente vinculada con el terreno y la resistencia, por parte de los
propietarios, a apartarse de ese nivel y de los espacios abiertos y semicubiertos
que éste le brindaba.

2. Tipo de habitaciones

La envergadura de las viviendas dependía de la cantidad y calidad de habita-


ciones que cada propietario podía permitirse disponer, o de los locales a los
que podían acceder los inquilinos temporarios.
En la gran mayoría de las ciudades hispanoamericanas, el destino de cada
habitación no estaba totalmente definido por el espacio físico, aunque de
alguna manera estaba determinado por sus dimensiones, la ubicación dentro
del conjunto de la casa y por su calidad de construcción.
Diego Lecuona dice al respecto, que los esquemas de distribución de los
locales eran tan claros y ordenados que en ocasiones llegaban a parecer un
“organigrama de funcionamiento”. Creemos, sin embargo, que en el Río de
la Plata ese grado de nitidez funcional sólo se alcanza a finales del período
hispánico y en obras de especulación inmobiliaria donde la tradición en la
conformación de los espacios domésticos se combina con el interés por obtener
la mayor rentabilidad en el uso del suelo. La mayoría de las veces, en cambio,
los locales que conformaban los ámbitos de la vida doméstica admitían fun-
ciones simultáneas o el cambio de usos según fuere necesario. Los modos de
vida permitían cierta flexibilidad funcional en los ámbitos construidos, por
lo cual la asignación preponderante de determinados usos no resultaba exclu-
yente de cambios o de mixturas. Las ideas de privacidad y de funcionalidad
doméstica todavía no se habían desarrollado por lo cual es comprensible que

203
no existiera el concepto de dormitorio o de comedor tal como los conocemos
en la actualidad.
La identificación y el uso de la mayoría de las habitaciones tienen similitud
en ciudades de distintas partes de América española, pero también se detec-
tan ciertas particularidades que responden a la conformación de tradiciones
culturales locales y a diferentes formas de habitar la casa.
Dirk Bühler se ocupa del uso y designación de las habitaciones de la casa
poblana, utilizando como fuente principal un par de planos fechados en
1780 y 1788 que hoy se conservan en el Archivo General de la Nación de
México y en los que se consignan las nombres de las habitaciones (214). La
variedad de denominaciones es indicadora de cierto nivel de sofisticación que
no es comparable con el caso santafesino, ya que además de las previsibles
referencias al patio, corredores, pasadizos, escaleras, zaguán y accesorias, sala,
recámaras, alcobas y cocheras, hay una clara distinción de espacios con usos
muy claramente determinados por su calidad, ubicación y dimensiones. En la
planta alta, junto a las habitaciones principales reservadas para la familia y sus
huéspedes (“sala de huéspedes”), se anotan el comedor, despensa, cocina, los
“lugares comunes”, y una serie de espacios abiertos como azoteas y azotehuelas
para secar la ropa. Pero también en las zonas de servicio los usos aparecen muy
definidos; a nivel del terreno, por ejemplo, se identifican espacios para la paja,
el cebadero, las caballerizas “para caballos” (sic), la “dehesa para mulas” y el
“cubo de los lugares comunes”. El destino de algunos locales llega al extremo
de distinguir los cuartos para el alojamiento de criados y servidores según su
sexo: los “cuartos para mozos” se encuentran junto a las caballerizas y dehesas
de la planta baja y el “cuarto de las mozas” en los cuerpos traseros de la planta
alta. Esta particular manera de distanciar los cuartos de las mozas de los de los
mozos, también la señala Enrique Ayala Alonso para la vivienda de Ciudad
de México, como una forma de “mantener a buen resguardo el honor de las
doncellas” (2002:169) (Ilustraciones 10.4 y 10.5).
En el actual territorio argentino, incluido el caso de Santa Fe, la docu-
mentación histórica referida a la arquitectura doméstica registra locales que
denotan una escasa especificidad funcional; los contrastes más notables, en
todo caso, se dan entre las habitaciones que conforman el cuerpo principal y
las del cuerpo de servicio.
Algunos ejemplos de casas tucumanas, cordobesas y porteñas nos servirán
para identificar la variedad de locales que era necesario mencionar cuando se
describía una vivienda.
En San Miguel de Tucumán la casa de José de Figueroa (1788) constaba de
dos salas, tres cuartos o aposentos, una tienda con su trastienda, una despen-
sa, un cuarto para criados y una cocina; la casa de José Colombres y Thames
(1800) se componía de una tienda con su trastienda, una sala con su aposento

204
y una cocina; y la casa de Roque Ávila (1805), quien era uno de los fleteros
más importantes de esa ciudad, estaba conformada por una sala semiderruida
y un aposento, tres cuartos, otro de alquiler, y una cocina (Bascary, 244-5).
Aunque las casas pudieran ser de mayor envergadura como en la ciudad
de Córdoba, centro importante de comunicaciones en el espacio colonial
rioplatense y tucumano, la situación no era muy distinta: la casa de Antonio
de Peralta y Tejeda se describía en 1700 mencionando una sala, un aposento,
una despensa y una cocina, y la de doñaMaría Arias de Saavedra, en el mismo
año, con una sala, tres aposentos, una cocina y una despensa grande (Luque
Colombres, 1980:308/9).
Para Buenos Aires podemos citar un contrato de construcción fechado en
1607 en el que se conviene construir una vivienda de “dos aposentos” o el inven-
tario de una vivienda principal que en 1664 se componía de catorce habitaciones
entre salas, aposentos, cocinas y cochera.8 En 1783 la casa perteneciente a Juan
Martín de Pueyrredón se puede describir enumerando cuartos de alquiler, za-
guán, pasadizo, una sala con un dormitorio y un cuarto que sirve a dicha sala,
una sala grande, dormitorio y recámara; lugares comunes y otros cuartos en el
traspatio, cocina, patios, corral y corredores (Furlong, 1946:379).
Como vemos, aposentos, salas, cuartos, recámaras, despensas y cocinas son
algunos de los términos más frecuentes, suficientes en el momento en que se
quiere detallar los locales de que se compone una vivienda.
En Santa Fe constatamos que una primera designación genérica, que no
compromete una calificación funcional, es la de cuartos, piezas o lances, tal
como se mencionan en diversas ocasiones. Como calificativo, en alguna opor-
tunidad se agrega que son “cuartos capaces”.
Aposentos y salas son los nombres más frecuentes asignados a las habitacio-
nes que forman el cuerpo principal de la vivienda. En su Tesoro de la Lengua
Castellana o Española, en 1611 Sebastián de Covarrubias nos dice que “lla-
mamos aposentos las piezas y apartados de cualquier casa” y que la palabra
viene de posa, que vale como descanso y cesación. En sí misma, en Santa Fe
la palabra aposento suele tener una connotación genérica, que posibilita que
la vivienda del general Cristóbal de Garay sea descripta como compuesta sólo
de “aposentos”, sin mencionar otro tipo de locales. También en Cuba por
aposento se entendía “cualquier cuarto o pieza de una casa” (García Santana
et al., 1996:68).
Los aposentos no tenían una función única y determinada, sino que eran
un espacio compartido por diferentes usos. En ellos se podía dormir, comer,
escribir, leer y también recibir a familiares y visitas. Las funciones estaban
definidas por el mobiliario que albergaba ocasionalmente y por las necesidades
de sus habitantes.

205
Lo habitual, sin embargo, era distinguir al menos entre aposentos y sala. A su
vez, entre estos locales solía resaltarse la importancia de alguno con respecto a
sus similares y en ese caso la sala o uno de los aposentos recibía la calificación
de principal.
Una casa perteneciente a una familia del mayor nivel social como los López
Pintado podía contar con dos “salas principales” (1708-1738). Y en la vivienda
de doñaMaría Ventura del Casal y su esposo Domingo Maciel se distinguen
tres tipos de “salas”: “sala de recibir”, “sala principal”, “sala con su dormitorio”
(1792), una situación que no se repite en ningún otro ejemplo.
Sala, dice Covarrubias, “es una pieza grande y donde el señor sale a nego-
ciar; y díjose así porque se sale a ella de las cuadras y cuarto secreto”. Para el
Diccionario de Autoridades es “la pieza principal de la casa, o cuarto donde se
vive y donde se reciben las visitas de cumplimiento, o se tratan los negocios”,
y coincide con Covarrubias cuando afirma: “Dijose Sala, porque se sale a ella
de otros cuartos secretos”.
La sala era el espacio de mayor representación doméstica en la vivienda
santafesina y al igual que en otras ciudades, como en Cuba, era el local de
mayores dimensiones que oficiaba tanto de lugar de reunión como de “come-
dor” (García Santana et al., 1996:68).
Siempre estaba en relación con el primer patio y en las viviendas importantes
lo cuadraba, enfrentándose a la puerta de calle, en la parte central del cuerpo
principal. Su ubicación dentro del conjunto de la vivienda podemos catalogarla
de nuclear, en el cruce de dos ejes de estructuración de la vida doméstica, ya
que en una dirección se comunicaba con el primero y con el segundo patio,
y en la otra se conectaba con los aposentos principales que generalmente la
flanqueaban. A la sala accedían las personas más importantes que recibían los
propietarios de la casa, luego de franquear la puerta de calle y de atravesar el
primer patio, en ella se ubicaba el estrado y los muebles más importantes donde
la familia recibía a sus amistades y relaciones. Según fuere el grado de amistad o
parentesco con los dueños de casa, desde allí el visitante podía derivar a los apo-
sentos laterales o trasponer la puerta hacia el traspatio, más íntimo y familiar.
En Santa Fe y en la generalidad de las ciudades hispanoamericanas, la sala fue
la habitación principal pero vale destacar que en Quito, según señala Alfonso
Ortíz Crespo, funcionaba como un cuarto de usos ordinarios y múltiples,
donde se recibía diariamente a los vendedores, proveedores y mendigos, y era
el lugar de reunión de la gente que servía en la casa. La cuadra, en cambio,
era el ambiente mejor arreglado, donde se recibía a los visitantes importantes
y se hacían las reuniones sociales; tenía sus paredes cubiertas con telas y allí se
ubicaban el estrado y los mejores muebles de la casa (Ortíz Crespo, 156).
Esta referencia quiteña introduce la denominación cuadra, utilizada con
muchísima frecuencia en la vivienda hispanoamericana desde Perú hasta Cuba,

206
donde la cuadra aparece asociada a la sala en doble crujía y conectada con
ella por una gran abertura. Sin embargo, en la documentación de la vivienda
santafesina nunca se registra el uso de esta designación.
Insólita, en cambio, es la singular referencia que se hace en la casa de Pedro
del Casal de un cuarto de estadio, que interpretamos como una sala o cuarto
de estrado, o en todo caso como una habitación con una función específica
de representación social.
Siguiendo con Santa Fe, entre las habitaciones del cuerpo principal es igual-
mente poco usual la mención que se hace de un “cuarto escritorio” cuando se
describe la vivienda de José Manuel de Villaseñor, del que sólo sabemos que con-
taba con su ventana y reja a la calle. Si bien sabemos que Villaseñor actuó como
escribano, la referencia no deja de ser excepcional ya que hubo muchos otros
notarios, antes y después de él, en cuyas casas no se registran cuartos escritorios,
lo habitual es que esa función se desenvolviera dentro de los aposentos y salas.
Otro conjunto de habitaciones está dado por las alcobas, dormitorios y
recámaras, denominaciones asignadas a locales que tienen una función de
cierta privacidad y que espacialmente están subordinados a algunas de las
habitaciones –salas y aposentos– importantes de la vivienda.
Para entender mejor el uso de una recámara podemos citar a García Santana
quien nos dice que en Cuba esa palabra recién se introdujo en el siglo XIX
para designar lo que hasta ese momento se llamaba retrete, local que, citando
a Vicente Lampérez, define como una dependencia de la cámara de dormir
que contenía todo lo que los señores podían necesitar: ropa de noche, libro
de rezos, “paños de dormir”, servicio de lavabo y “un sillón o caja cuadrada
que contenía el bacín”.9
Según el Diccionario de Autoridades, alcoba es la pieza o aposento destinada
para dormir. Derivaría de una voz árabe que viene de Cuba (Q´ba?), que según
el padre Guadix significa cueva, con el añadido del artículo Al y la corrupción
de mudar la u en o: “por la semejanza –justifica el citado Diccionario– que
deben tener las alcobas para ser buenas como las cuevas, siendo frescas el
verano y abrigadas el invierno”.
En Santa Fe la denominación alcoba no fue utilizada con frecuencia; los dos
documentos más antiguos que la utilizan datan de 1711 y 1726 y en ambos
casos lo hacen de la siguiente manera: “un aposento con su alcoba”, lo cual in-
dica su subordinación y uso complementario respecto de los aposentos. Hasta
1768 no volvemos a encontrar otras referencias cuando vuelve a hacerse de la
misma manera: “un aposento con su alcoba”.10 A partir de esa fecha y durante
el siglo XIX, los registros documentales son más frecuentes. El uso específico de
las alcobas parece haber sido el de dormir y así se entiende que se las distinga
como un complemento de los aposentos, cuando las hay, o que se las asimile a los
dormitorios: “una alcoba o dormitorio de media agua” se menciona en 1824.11

207
Muchísimo menos usual es la designación de dormitorio, de la que el Dic-
cionario de Autoridades dice se usa para denominar “la pieza que en las casas
se destina para dormir, que también se llama alcoba”.
El documento más antiguo que la registra en Santa Fe es un testamento de
1705 en el cual se describen unas casas que se “componen de dormitorio, sala
principal y cuatro cuartos principales”.12 Al igual que las alcobas, los dormi-
torios no se asimilan a los aposentos y son diferenciados de estos: en 1795
se describe una casa de “sala, aposento y dos dormitorios”.13 Por lo tanto, es
rara la manera en que se menciona en 1786 la existencia de un “aposento
dormitorio” en la casa de Juan de Silva. Dos años más tarde, al describir la
casa de Juan de Zevallos también se nombra un “dormitorio”. Al igual que
las alcobas, el dormitorio aparece generalmente subordinado a un aposento
u otra habitación de importancia. En la casa de José Crespo, junto a la sala
principal había un “cuarto que le sirve de dormitorio”, en la de Francisco de
Ziburu se menciona su “sala y dormitorio” y hemos citado la casa de doña
María Ventura del Casal en la cual una sala tenía “su dormitorio”.
Como vemos, en ambos casos, alcobas y dormitorios son habitaciones
secundarias, de menores dimensiones que los aposentos, a veces logradas a
expensas de estos mediante separaciones con tabiques divisorios o cerrando
un tramo de corredor (tal como se verifica en el inventario de la casa de los
Díez de Andino en 1833). Tal vez son los espacios más privados de la casa, a
los que no tienen acceso los extraños y a los que se accede luego de pasar por
las habitaciones principales.
La voz cámara no aparece utilizada en los documentos coloniales de Santa
Fe, y fue rara en toda América,14 pero de allí viene recámara, que sí aparece
en los registros notariales. “Recámara”, según el Diccionario de Autoridades
era el “aposento o cuarto después de la cámara y estaba destinado a guardar
los vestidos”. Según Diego Lecuona las recámaras funcionaban no sólo como
guardarropa sino como lugar en se depositaban todo tipo de objetos personales:
de viaje, de caza y de equitación (16). Al igual que las alcobas y dormitorios,
en Santa Fe se mencionan las recámaras con una relación de dependencia
respecto de otras habitaciones principales. En algunas viviendas eran locales
integrantes del cuerpo principal, adyacentes a los aposentos, como en las casas
de Hernando Arias Montiel en Santa Fe la Vieja y en las de Miguel de Aguirre
y Meléndez en la ciudad trasladada. La casa de Rezola tenía una recámara,
una “alcobita” y un cuarto chico.
Fuera de los zaguanes (de los que ya nos hemos ocupado en otro capítulo),
mucho menos frecuentes, más bien raros, son los espacios cubiertos destinados
exclusivamente a la circulación de personas, pero hemos podido identificar en
la casa de José Crespo un “corredor [...] que sirve de pasadizo al corral”.

208
En cambio eran habituales los corredores o colgadizos, de los que nos ocu-
pamos en otra parte al analizar la relación entre los espacios abiertos y los
cubiertos. Ahora interesa señalar el aprovechamiento que se hacía de estos
corredores, cerrándolos en parte para proporcionar cuartos de distinto uso,
como los ya mencionados alcobas, recámaras, dormitorios y aposentillos.
En la casa de Antonio González de Andino había “dos aposentillos” y en
la casa de Gaspar Pereyra “dos aposentos”, en ambos casos “debajo de los
corredores”. Otras veces los cuartos formados a expensas de los “colgadizos”
se utilizaban como “despensas y despensillas”.
Fuera de esos cuartos ganados en algunos tramos de los corredores y forman-
do parte de los cuerpos de servicio, había locales especialmente construidos
como despensas. Ya en tiempos de Santa Fe la Vieja existieron habitaciones
que recibían este nombre: “una despensa muy grande” sobre la calle “donde
tenían todo el menaje” se menciona en la casa de Hernando Arias Montiel.
Y luego del traslado de la ciudad podemos registrar su existencia en la casa
de Hereñú, que tenía una “despensa cubierta de paja”, y en las de Manuel
de Gabiola, doña María Ventura del Casal, Antonio Candioti y Mujica y
Salvador de Amenábar.
En muchas oportunidades se designan cocinas, lo que permite establecer
la existencia de locales dedicados específicamente a esta función: una “cocina
grande de dos aposentos de tres tapias en alto” tenía en Santa Fe la Vieja la ya
mencionada casa de Hernando Arias Montiel.
Despensas y cocinas solían estar próximas entre sí, dada la relación funcional
de ambos locales. Formaban parte, por lo tanto, de los espacios de servicio
ubicados por lo general en traspatios y huertas. En la casa de Francisco de
Ziburu había un cuarto que servía “de cocina con su chimenea y su horno
cubierto de teja”. También la vivienda de Andrés López Pintado tenía dos
cuartos de embarrado cubiertos de paja que servían de “cocina”. Relacionados
con las cocinas existían los equipamientos complementarios para ese tipo de
uso de los que nos ocuparemos más adelante.
Cuando no se contaba con construcciones de embarrado o adobe especial-
mente dedicadas a cocina, las ramadas solían proporcionar espacios para ese
uso y otras funciones de servicio, como en la casa de Pedro de Zabala que tenía
una “ramada” de media agua en la que se alojaban un cuarto y la cocina.
Algo similar podemos señalar para viviendas tan lejanas geográficamente
como las cubanas. Allí, nos dice García Santana, la cocina no estaba ubicada
en la estructura principal o delantera de la casa, sino que existía como tal en
un colgadizo o caidizo construido en el patio, independiente del cuerpo de-
lantero. Era habitual que aun cuando el cuerpo principal estuviera cubierto
de guano, el colgadizo de la cocina lo fuera de teja (1996:70).

209
Vale aclarar que cuando en los documentos santafesinos se registran cocinas,
despensas, ramadas y demás oficinas de servicio las denominaciones a veces son
alternativas y se usan indistintamente según la oportunidad, tal como surge
al analizar la documentación de la casa de Jerónimo de Rivarola en la que la
“cocina” otras veces es nombrada como “ramada”.
En otras ocasiones los cuartos de servicio son denominados oficinas: la casa
de Hereñú tenía unos cuartos que contaban con sus propias “oficinas y corral
cada uno de ellos”; la mismo que la casa de Manuel de Gabiola y en el interior
de la casa de Fernández de Therán había otros cuartos pequeños de media
agua que servían de “oficinas” y cocina.
De “otras conveniencias” se hace mención en la casa de José Manuel de
Villaseñor.
El albergue de la gente de servicio ocupaba parte de estas casas. Aunque era
normal que las familias de la elite contaran con un número de esclavos que
oscilaba entre cinco y diez, en muy pocas ocasiones se refieren expresamente
los cuartos en que dormían. En la casa de Andrés López Pintado había dos
cuartos de embarrado cubiertos de paja que servían de “cocina y albergue de
la gente de servicio”. En la de Francisco Pascual de Echagüe y Andía había
una “oficina de dormitorio para los esclavos” u “oficina para dormitorio de
criados”. En el segundo patio de la casa de Joaquín Maciel había varias ofici-
nas de servicio que servían para criados. En el interior del terreno de la casa
de Francisco de Ziburu se disponían una cocina interior y “demás oficinas
y dormitorios de criados”. Y en el segundo patio de la casa de doña María
Ventura del Casal y Domingo Maciel había “cuatro cuartitos de oficinas para
criados”. Lo más habitual era que en Santa Fe, como en Tucumán, los sirvientes
vivieran “hacinados en algún cuarto mal construido, generalmente de media
agua, próximo a la cocina” (Bascary, 254).
En el siglo XVIII varias casas principales contaban con locales para guardar
sus coches. La de los López Pintado tenía su “cochera”, edificio sin galerías que
es citado en 1738 y en 1746, que todavía aparece como “una cochera de media
agua” en 1781 cuando pertenecía a D. José de Vera Muxica. La casa de Juan
González de Setúbal el viejo en 1764 aparece descripta con “una cochera de
adobe crudo techada de teja”. Otras cocheras pertenecieron a las viviendas de
D. Domingo Maciel (1775), D. Ignacio Crespo y doña Rosa Maciel (1809).
En dos oportunidades estas cocheras se denominan “caleseras”: en las casas
de doña Juana de Echagüe y Andía (1776) y en las de doña Teresa Ruiz de
Arellano (1800).15
La posesión de coches y de calesas denota la posición económica de la fa-
milia y su rango dentro de la sociedad santafesina.16 Es probable que además
de las citadas cocheras haya habido otras, pero lo habitual era que los vecinos

210
contaran sólo con cabalgaduras para cuyo mantenimiento y guardado bastaban
algunos sectores de la huerta.
Antes de pasar a ocuparnos de las infraestructuras debemos recordar que
aquello que definitivamente establecía la función de los locales de la casa
americana era el equipamiento y el mobiliario que se disponía en cada uno
de ellos, temas de los que pasamos a ocuparnos en el capítulo 15.

3. Infraestructuras y equipamientos fijos

Las funciones vitales que se desarrollan en el ámbito de la casa requieren


respuestas cuyo grado de definición está relacionado con las posibilidades
materiales, el avance tecnológico y los conceptos de higiene y confort propios
de cada época.17 La evolución operada en ese sentido ha sido revolucionaria
en las sociedades industriales y en el período posindustrial, pero la vivienda
colonial santafesina se ubica todavía en un contexto temporal y espacial que
condiciona la capacidad de satisfacer necesidades tan básicas como el abaste-
cimiento y provisión de agua, la evacuación de aguas servidas y desechos, la
eliminación de residuos, y la elaboración y cocción de alimentos.
Las estructuras de las casas, tal como lo hemos visto en la primera parte de
este capítulo, proporcionan espacios sin equipamientos específicos y con usos
alternativos. Las infraestructuras y equipamientos construidos son limitados,
escasos y la mayoría de las veces resueltos en forma precaria. A continuación
nos ocuparemos de estos equipamientos y de las soluciones que se practicaron
como medios paliativos cuando no se contaba con ellos.

4. Abastecimiento y provisión de agua

Al estudiar el caso de Puebla, Bühler nos dice que en la época colonial las
necesidades domésticas de agua no eran tantas como las actuales y se limitaban
fundamentalmente a la bebida de las personas y los animales y a la preparación
de alimentos (104). En lo que respecta a la higiene personal el uso del agua era
bastante restringido y para lavar la ropa en algunas ciudades se podía acudir a
los lavaderos públicos o en otras, como Santa Fe y Buenos Aires, las lavanderas
hacían su trabajo en el río.
En Puebla el agua potable llegaba a las fuentes establecidas en espacios públi-
cos y conventos y sólo unas pocas viviendas disponían de una merced de agua
(Bühler, 60). Algo similar puede decirse del Cusco, en donde la provisión de
agua se realizaba mediante pilas instaladas por orden del Cabildo en algunos

211
espacios públicos (plazas o lugares estratégicos) o por las órdenes religiosas
en sus conventos (Gutiérrez et al., 1981:26). En 1571 el virrey Francisco de
Toledo se ocupó de que se realizara una acequia para conducir agua desde el
Arroyo Grande de Chincheros a las fuentes de la plaza de San Francisco, de la
Plaza Mayor y del barrio de Santo Domingo; esta conexión recién se realizó
en 1593 y más tarde se agregaron otras pilas (82). También hubo casas impor-
tantes que contaron con pozos propios como la del Marqués de Valleumbroso
que servía para el consumo de todo el barrio (26), y otras con aljibes en los
que se recogía el agua de lluvia (82/4).
En Lima el agua era llevada a cada solar mediante acequias y el Cabildo en
alguna oportunidad mandó que cada vecino “encañe” bajo tierra el segmento
que le correspondía, con caño de piedra y cal para que dure más (Bayle, 392).
A sólo diecisiete años de su fundación los cabildantes se preocuparon por
traer agua limpia desde un manantial pero las obras no comenzaron hasta el
mandato del virrey Conde de Nieva y no se terminaron hasta los tiempos del
virrey Toledo en 1578.
En los inicios de Santa Fe, como en el de todas las ciudades hispanoamerica-
nas, el abastecimiento de agua fue previsto por el fundador, pero no más allá de
la presencia de un río caudaloso que asegurara su obtención sin inconvenientes
a lo largo de todo el año. Por ser llana, el área en que se encuentra no permitía
disponer de desniveles que aseguraran la presión desde fuentes naturales de
agua hasta pilas urbanas. De manera que hubo que adoptar otras formas de
abastecimiento: el acarreo desde el río o la construcción de pozos.
En Santa Fe la Vieja (de 1573 a 1660) la documentación no deja constancia
de la existencia de pozos y las excavaciones arqueológicas no han dado cuenta
de ellos; Zapata Gollan señala como causas de su inexistencia, la profundidad
en que se encuentra la napa y las dificultades que ofrece la excavación de pozos
en el subsuelo arenoso de la antigua ciudad (1971:98).
Luego del traslado de la ciudad, hasta el siglo XVIII no hubo pozos y lo
usual era obtener el agua acarreándola desde el río como se había hecho en el
sitio antiguo. En su nueva ubicación la ciudad estaba rodeada de ríos y por la
Laguna Grande (hoy de Setúbal) por el oeste, el sur y el este, sin embargo el
abastecimiento no fue fácil porque el agua resultaba salada: la del oeste porque
la traía el río Salado y la del este porque los Saladillos desaguaban en la Laguna.
Además, las lagunas más próximas a la traza no tardaron en infectarse al ser
utilizadas como abrevaderos de cerdos, caballos y vacas. En varias ocasiones
el Cabildo debió prohibir la extracción de aguas de estos lugares y mandar
abrir pozos comunes en las calles (Cervera M., II-19).
Su provisión, según parece, no se desarrolló comercialmente así que cada
vecino tuvo que ocuparse de acarrearla o de mandar a buscarla, a pie o en
cabalgaduras. Esta tarea se hacía generalmente en las primeras horas de la

212
mañana o en las últimas de la tarde, tal como es referido en el Memorial que
el padre Antonio Vázquez dejó en su visita al Colegio de la Compañía en
1620, donde se dice que:

Con la portería seglar se tenga más cuidado, y convendrá que el niño que tiene la
llave de la puerta principal tenga estotra, porque no estará abierta sino mientras
se traiga agua por la mañana y tarde, y porque se traiga de una vez, se procurará
más aliño de vasijas en la cocina (Furlong, 1962:I-80).

Otras referencias documentales permiten inferir connotaciones étnicas y socia-


les vinculadas a esta tarea. Las familias españolas se valían de sus negros esclavos
o de indios de su servicio para que fueran hasta la orilla del río en busca del agua
que necesitaban para el consumo doméstico. Lo contrario era la excepción: en
1673 doña María Leal expuso los perjuicios provocados al haber sido despojada
de los indios de su servicio y ejemplificó su indigencia con esta breve declaración:
“yo traigo el agua del río”.18 Algunos años más tarde, todavía en el siglo XVII,
doña Jerónima López de Santa Cruz se ocupaba personalmente de esa tarea
ocultando su vergüenza en la oscuridad de la noche: “con harta indecencia pues
esperaba a la noche para acarrear el agua”, se asienta en las actuaciones de un
expediente judicial.19 Los recipientes usuales para el transporte y almacenamiento
del agua eran las botijas y las tinajas o pipas de cerámica.
El agua de río contiene partículas en suspensión por lo que antes de ser usada
se debía decantar y hacer sedimentar sus impurezas. En su amena descripción
Concolorcorvo, explica que “las aguas de río son turbias, pero reposadas en
unos tinajones grandes de barro, que usan comúnmente, se clarifican y son
excelentes aunque se guarden muchos días”.
Para limpiar el agua de su impureza, además de dejarla decantar o reposar, se
utilizaban filtros de piedra volcánica. En el Museo Etnográfico de Santa Fe se
conserva una gran tinaja dispuesta en una estructura de madera que aseguraba
la posición del filtro por encima de su boca, para que el agua fuera goteando
y purificándose lentamente.
Acerca de la existencia de pozos de agua en las viviendas hemos podido
documentar una docena, a la que debemos agregar algunas casas principales
porque si bien no los mencionan en sus inventarios, es difícil imaginarlas
sin ellos (casas de José de Tarragona y de Joaquín Maciel). A excepción de
una referencia fechada en 1704, todas son posteriores a 1786, de las cuales
siete corresponden ya a la primera mitad del siglo XIX. Por supuesto, los
documentos registran su existencia pero no los datan y pudieron haber sido
construidos con alguna o con mucha anterioridad. En el de 1704 es la única
que vez se utiliza sola la palabra “pozo”,20 en todos los demás documentos se
usa la expresión “pozo de balde”.

213
Algunos documentos indican la ubicación de estos “pozos de balde” dentro
del solar: en el “segundo patio” (casa de doña Polonia de Gabiola, 1800),
en el “patio interior” (casa de doña Manuela Echagüe de Puig, 1851), en
la “huerta” (casa de Juan de Silva, 1786) o en la “segunda huerta” (casa de
Manuel Ignacio Díez de Andino, 1833). Es decir, el “pozo de balde” se
ubicaba en espacios abiertos vinculados a las áreas de servicio, fueren patios
o huertas, pero nunca en el primer patio. Muy peculiar es la localización
del “pozo de balde” de la quinta de Pedro de Bárbara Gabiola, que estaba
“dentro del galpón”.21
Acerca de su materialidad, siempre eran de ladrillo crudo o cocido, aunque
pocas veces se lo indica expresamente: “de cal y ladrillo muy útil y servible”
(casa de Juan de Silva, 1786), “de ladrillo crudo, marco de cuatro tablas de
timbó” (quinta de Pedro de Bárbara Gabiola, 1792), “pozo de balde de cal
y ladrillo de adobe cocido con su cerco de lo mismo” (casa quinta de José
de Tarragona 1793), “calzado de ladrillo” (casa de Ramón Benítez, 1825) o
“calzado de piedra” (casa de Manuel Ignacio Pujato, 1850). Algunas veces se
indica la existencia del “brocal” como en la mencionada quinta de Gabiola, y
en las casas de doña Polonia de Gabiola y de Marcelino Bayo.
También en Buenos Aires se utilizaba la expresión “pozos de balde”, como
dice Daniel Schávelzon, debido al característico balde con que se recogía el
agua desde la napa. El mismo autor refiere que desde el siglo XVI quienes se
ocupaban de excavarlos eran los poceros, expertos que aceptaban este trabajo
riesgoso. En general los pozos eran de una vara de diámetro, dimensión mínima
para que una persona pudiera subir y bajar mientras realizaba la excavación,
y su profundidad hasta la primera napa friática era variable. Al igual que lo
hemos visto en los pozos de balde santafesinos, la parte superior, hasta el bor-
de de la tosca, se enladrillaba para evitar derrumbes. La parte del muro que
superaba el nivel del suelo recibía el nombre de brocal (1992:93/5).
Los aljibes o cisternas, tal como lo anota Schávelzon suelen ser confundidos
con los pozos de balde dado que su aspecto exterior es similar cuando ambos
cuentan con brocal con balde. Sin embargo, la estructura y la fuente de agua
son absolutamente diferentes. El aljibe no extrae agua subterránea sino que
acumula agua de lluvia en una gran cámara subterránea en forma de bóveda,
construida con mampostería de ladrillos, revocada y con solado de baldosas.
Mediante un sistema de conductos, el agua de lluvia es llevada hasta esta cámara
desde las terrazas y los patios. La bóveda tenía una abertura superior, por la
que se bajaba el balde para sacar el agua, y aberturas laterales procedentes de
los albañales horizontales (1992:95/6).
Los aljibes fueron muy raros y tardíos, la primera referencia en el Río de la
Plata corresponde a la casa porteña de Don Domingo Basavilbaso, construida
en 1782 (Moreno, 108). En la misma ciudad de Buenos Aires, a principios del

214
siglo XIX todavía era un elemento poco frecuente que denotaba la posición
social y económica de sus propietarios; Lucio V. Mansilla así lo recuerda en
sus memorias:

esto del aljibe que no parezca nota baladí. Las fincas que lo tenían eran conta-
das, indicantes de alta prosapia o de gente que tenía el riñón cubierto: daban
notoriedad en el barrio, prestigio, y si por la hilacha se saca la madeja, tal o cual
vecino pasaba por grosero por los muchos baldes de agua fresca que pedía; y tal
o cual propietario por tacaño, porque sólo a ciertas horas no estaba con llave el
candado de la tapa del precioso recipiente (Mansilla, 24).

Hasta donde tenemos referencias, ninguna de las casas coloniales de Santa


Fe contó con aljibe. Entre los más antiguos se encuentra el aljibe de la casa del
brigadier Estanislao López, construida entre la segunda y tercera décadas del
siglo XIX. Es probable que también su contemporánea, la casa de Domingo
Crespo, haya contado con este equipamiento desde sus comienzos.

5. Evacuación de aguas servidas y desechos

En el primer asiento de la ciudad de Santa Fe, existen evidencias arqueológi-


cas de un interesante sistema construido para evacuar las aguas de lluvia del
claustro del convento franciscano, con una canalización subterránea hecha
mediante tubos de cerámica que atravesaban algunas celdas y que desaguaban
en una huerta trasera.
Pero fuera de esa infraestructura conventual para las aguas pluviales, el co-
nocimiento que tenemos de la arquitectura doméstica santafesina nos permite
deducir que una necesidad tan elemental como la de eliminar los desechos
orgánicos y aguas servidas no contaba, en casi la totalidad de los casos, de un
sistema construido. Esta carencia se suplía con la existencia de recipientes,
generalmente de cerámica y algunas veces de plata, denominados bacines o
bacinillas, que luego eran descargados en las huertas y fondos de los solares.
Es probable, sin embargo, que en relación con las huertas y dependencias de
servicio haya habido pequeños recintos construidos en forma precaria con
pozos de descarga practicados directamente en la tierra.
Casi finalizando el siglo XVIII se documenta una sola referencia de un
recinto especialmente construido para ese efecto. Se trata de una casa de im-
portancia muy singular como la de don Joaquín Maciel; en el retazo posterior
del terreno junto a los hornos, al fogón y a un gallinero se ubicaba “un cuarto
común”, según se detalla en su inventario y puede observarse además en el
plano de la casa que se conserva en el AGN.22 En Santa Fe, los documentos

215
sólo señalan un tipo de infraestructura similar en el colegio de la Compañía
de Jesús y en los proyectos del Cabildo.
El Colegio de los Jesuitas, según parece, fue la construcción colonial santafe-
sina en que mejor estuvo resuelto el problema de la evacuación de excrementos.
La planta dibujada en 1780 luego de la expulsión de la Compañía nos muestra
un espacio estratégicamente ubicado entre la huerta y un patio secundario,
comunicado mediante un pasadizo con el patio principal. Ese espacio aparece
indicado como “lugares comunes” y representado con una serie de tabiques
que compartimentan ocho cubículos de letrinas.23
En el proyecto para el edificio del Cabildo fechado en 1787, hay dos ha-
bitaciones con las referencias de que una de ellas es la “Cocina y comunes
para hombres” y la otra es la “Cocina y comunes para mujeres”. El dibujo
muestra dos locales idénticos, ubicados simétricamente en relación con los
espacios destinados a los presos y las presas. Cada local tiene el lado que da
al patio completamente abierto y, en el fondo, una representación que parece
indicar un poyo con tres orificios para descarga de los “comunes”. El que se
comparta el mismo local para cocinar y para las necesidades de las personas
da pauta de la falta de la noción de privacidad y de higiene todavía a finales
del siglo XVIII.24
Otro plano de proyecto para el Cabildo data de 1796 y muestra un solo
cuarto “común”, en donde vuelve a aparecer representado un poyo, esta vez
con ocho orificios.25
Como puede inferirse, tanto las casas como los principales edificios san-
tafesinos estaban muy lejos de las posibilidades de la vivienda poblana cuyo
plano de 1780 publica Bühler (216/7), en el que se pueden ver los “lugares
comunes” ubicados en la planta alta y cerca de las habitaciones de uso fami-
liar, ubicados directamente encima de un “cubo de los lugares comunes” que
le servía de descarga en planta baja y que estaba muy próximo a las áreas de
servicio y a la “dehesa de las mulas”.26 Pero el mismo Bühler indica que en
general los edificios no disponían de retretes instalados de forma permanente
y que las necesidades humanas de evacuación se hacían donde era oportuno
en cada momento y que las caballerizas y lugares anexos eran los reservados
para estas necesidades.
Un sistema similar al del referido plano poblano de 1780, puede verse en
las estancias jesuíticas de Jesús María y de Alta Gracia, en el área rural cor-
dobesa, donde se aprovechaban desniveles del terreno para generar este tipo
de soluciones.
Según Bühler, en Puebla las aguas residuales eran evacuadas a través de
hondonadas situadas en el medio de las calles y eran conducidas directamente
al río o algún pozo (60). Por su parte, Rosalva Loreto López señala que las
casas de tocinerías próximas al río de San Francisco aprovechaban la pendiente

216
natural del terreno hacia el río o atarjeas subterráneas para evacuar basuras,
desperdicios, excrementos humanos y animales (2000).

6. Eliminación de residuos

Durante el período colonial en Santa Fe no hubo un sistema de recolección de


basuras y cada vecino debió resolver esta cuestión en forma particular. Como
consecuencia, muchas veces las basuras eran arrojadas desaprensivamente en
el espacio público, ocasionando inconvenientes colectivos y la necesidad de
que el Cabildo interviniera multando a los infractores.27
En la generalidad de los casos, los residuos eran arrojados a pozos de basura
ubicados en el propio terreno. En los primeros tiempos, especialmente en
Santa Fe la Vieja, con ese fin se aprovechaban las cavidades que se habían
originado al extraer tierra para construir los muros de tapia. Fue en estos
pozos donde Agustín Zapata Gollan recuperó la mayor parte de los vestigios
arqueológicos que hoy nos permiten conocer los modos de vida de los san-
tafesinos entre 1573 y 1660.
Una costumbre habitual fue la de quemar la basura, siempre dentro de
los terrenos de las viviendas y normalmente en las huertas y patios traseros.
También en Buenos Aires los pozos de basura, nos dice Daniel Schávelzon,
eran simples excavaciones de forma cuadrada o rectangular practicadas en el
terreno en los cuales se echaba basura de diverso tipo donde, al parecer, se la
quemaba (Schávelzon, 1992:96).
Armando de Ramón describe las consecuencias de la quema de basura
en Santiago de Chile, ya en la segunda mitad del siglo XIX, que provocaba
humaredas que se unían a las procedentes de cocinas y contaminaban barrios
enteros (2000:170).

7. Elaboración y cocción de alimentos: hornos y fogones

En las casas santafesinas hemos podido registrar algunos elementos fijos para
la cocción de alimentos, representados por hornos y fogones. Lógicamente, éstos
se encontraban en relación con cocinas, corredores en los sectores de servicio
o en sus propias ramadas. A veces se aclara especialmente que los “hornos”
servían para “hacer pan”, pero en la generalidad de los casos no se especifica
un uso particular. Se mencionan “hornos de cocer pan” en las casas de Lerma
Polanco y de González de Andino y “hornos” en las casas de Manuel Aris,
Francisco de Ziburu y de Manuel de Gabiola. La casa de Joaquín Maciel
contaba con dos “hornos”, ubicados junto a un “fogón” en el corredor del

217
corralito posterior, debajo de una cubierta de tijeras de palma soportada con
postes de ladrillos.
El horno de Francisco de Lerma Polanco fue destruido por su vecino Bar-
tolomé Márquez en represalia porque le acusaba de construir un edificio que
le “echaba” aguas a su casa:

que un horno que tenía de adobes dentro de mi propiedad solar el dicho Barto-
lomé Márquez me lo derribó una noche [...] y hasta hoy en día está el dicho mi
horno destrozado sin tener dónde poder amasar sino es en casa ajena, causando
a mi mujer y familia muchos inconvenientes.28

Como excepción, podemos referir el registro documental de “una hornalla


de cocer jabón, hecha de ladrillo con una olla adicionada”, que había en la
casa de Vicente Roldán en 1826.29
Sólo en una oportunidad se menciona la existencia de una chimenea en
una cocina y corresponde a la casa que compró Don Francisco de Ziburu en
1714: “cocina con su chimenea y su horno cubierto de teja”.
La carencia de este tipo de ventilación en las cocinas santafesinas es com-
prensible, si se tiene en cuenta que en una ciudad mucho más importante
como Cusco tampoco las había. Se acostumbraba encender fuego dentro de
las habitaciones y dejar que el humo saliera a través de aberturas triangulares
practicadas en las paredes o de rendijas ubicadas debajo de los aleros. Gutié-
rrez et altri transcriben las impresiones del vizconde de Sartiges, diplomático
francés que en 1834 recorrió el Perú y se hospedó en el Cusco:

A diferencia de la mayoría de las ciudades no hay chimeneas que se levanten


sobre los techos, se enciende el fuego en las habitaciones y se deja que el humo
escape a discreción a través de aberturas triangulares o rendijas bajo los aleros
(1981b:84).

El mismo Vizconde agrega que como escaseaba la madera, los fogones se


hacían con boñiga de carnero y de llama, seca, y un poco de carbón de palo.
Gutiérrez pone la atención sobre el olor que debieron tener estas habitaciones,
por muy seca que estuviera la boñiga. Además, el humo invadía toda la casa
y la cocina se presentaba como una habitación totalmente negra y con poca
iluminación (Gutiérrez et al., 1981b:84).

218
Notas
1
Alfonso Ortíz Crespo, al referirse a Quito nos dice 8
Contrato de construcción entre doña Francisca
que las viviendas en dos plantas se construían Rodríguez de Valdés y el capitán Antonio de Moy-
cuando había necesidad de más espacio o "para ano Cornejo, 1607; Testamentaría de doña María
ganar respeto social en la ciudad" (Ortíz Crespo de la Vega, viuda del general Pedro de Rojas y
155). Acevedo, 1664 (Torre Revello 194516).
2
De todas esas viviendas sólo subsisten en la 9
Lampérez Vicente. Arquitectura civil española de
actualidad tres: las de Arias Rengel, Hernández los siglos I al XVIII, tomo 1, p. 403 (citado por
y Uriburu. García Santana et altri 1996 69).
3
De todos modos Nicolini supone que una de las 10
DEEC: EC, tomo 20, expte. 73, "Testamentaría
razones de la frecuencia de casas de dos plantas de D. José de Lacar Rada y Saguez", noviembre
puede haber estado en la dificultad que tenía la de 1711; Censo de D. Manuel Maciel y su mu-
ciudad para extender sus límites, lo que habría pro- jer, Santa Fe, 10-XII-1776, DEEC: EP, tomo 10,
ducido un fraccionamiento temprano de los solares folios 575/78v. y Expedientes Civiles, tomo 44,
y, en ese caso, la planta alta permitió resolver las expte. 571, "Autos de remate de las casas de D.
tres áreas de la vivienda: recibo, privado y servicio Juan José de Lacoizqueta a favor del Santísimo
(Nicolini, 1987 84/7). Sacramento".
4
Buenos Aires y Córdoba en 1729 según cartas 11
Venta de don Francisco Antonio Gorostizu a la
de los padres C. Cattaneo y C. Gervasoni S.J. Cofradía del Santísimo Rosario, Santa Fe, 4-XI-
Transcripto por José Torre Revello. "La casa y el 1824, DEEC: EP, tomo 25, fs. 68v/70v.
mobiliario en el Buenos Aires Colonial". En: Revista 12
Testamento del sargento mayor Pedro de Izea y
de la Universidad de Buenos Aires, 3ª. época, Araníbar, Santa Fe, 9-VII-1705, DEEC: EP, tomo
año III, nº. 3 y 5. Buenos Aires, julio-septiembre y 9, fs. 940/45.
octubre-diciembre 1945, p.64. 13
Testamento de doña María Josefa Hernández,
5
Testamento de Feliciano Rodríguez, Santa Fe, Santa Fe, 16-IX-1795, DEEC: EP, tomo 19, fs.
17-IV-1606. DEEC:EC, tomo 52, f. 119. 440v/3v.
6
Se constata la existencia de sobrados en muchísi- 14
Según el "Diccionario de Autoridades" cámara
mas otras ciudades de la época. En Lima, capital es "el aposento interior y retirado, donde regu-
del virreinato, se menciona "un sobradillo en que larmente se duerme", y el mismo diccionario cita
se pueda tener cama para dormir" (Harth-Terré y que según Covarrubias vendría del griego Kamara,
Márquez Ambato 18). que vale Bóveda, mientras que el padre Juan de
7
DEEC: EC, tomo 63, expte. 235, “Testamentaría Mariana y Ambrosio de Morales afirmaban que era
del capitán Hernando Arias Montiel”, año 1685, un "término Góthico".
fs. 57/60v.

219
15
Tasación de las casas de doña Juana de Echagüe nales, Sala IX, 37-2-5, Legajo 121, expte. 27. La
y Andía, Santa Fe, 19-VI-1776, DEEC: EC Civiles, proximidad de los lugares comunes con los espa-
tomo 53, 1804/5, expte 65, fs. 253/3v.; inven- cios de cocinar no es un fenómeno santafesino,
tario de los bienes de doña Teresa Ruiz de Arel- en el otro extremo podemos mencionar ciudades
lano, Santa Fe, 15-II-1800, DEEC: EC, tomo 52, opulentas y viviendas importantes como las de
1803/4, expte. 57, fs. 586/606. Cabe destacar la ciudad de México en donde muchas veces para
importancia que tienen estas cocheras o caleseras; llegar a los comunes era necesario atravesar las
en la propia ciudad de Puebla no eran habituales cocinas (Ayala Alonso 1996 67).
y estaban reservadas sólo a aquellos carruajes de 23
AGN: Tribunales 148, Sala IX, 37-6-5.
lujo que por sus características no podían dejarse 24
AGN: Justicia, leg. 20, expte. 539, "Expediente
en el patio (Bühler 215). sobre construcción de Casas Capitulares y Cárce-
16
"Una calesa servible" (Inventario judicial de los les", Sala IX, 31-5-1.
bienes del finado D. Narciso de Echagüe y Andía, 25
AGN: Hacienda 74, expte. 1965.
Santa Fe, 25 de junio de 1795, DEEC: EC, tomo 26
También en ciudad de México las casas se-
45, expte. 589, f. 172v.); que en el mismo expe- ñoriales tenían sus lugares comunes ubicados
diente más adelante se tasa como "una calesa en un rincón de la planta alta del segundo patio
de buen uso en 70 pesos". "Un carruaje de dos conectado con un ducto que llevaba las heces bajo
ruedas usado en 68 pesos" se tasó en el Inventario el suelo (Ayala Alonso 1996 66/67).
y tasación de los bienes de don Juan Gualberto 27
En Buenos Aires, nos dice Torre Revello, era
Puyana, Santa Fe, 7-VII-1849, fs. 363/368. DEEC: costumbre que la tierra para las construcciones
EC, tomo 1846/52, expte. 387, año 1849. se extrajera de las calles, así se formaban pozos
17
En su libro La Casa. Historia de una idea, Witold que luego servían de basureros (Torre Revello
Rybczynski analiza ideas culturales relacionadas 1945 60).
con el ámbito doméstico, y en entre ellas la idea 28
DEEC: EC, tomo 56, expte. 87, "Francisco de
de confort (Rybczynski 1989). Lerma Polanco contra Bartolomé Márquez sobre
18
DEEC: EC, tomo 59, expte. 140, “Autos entre que no edifique echando aguas a su casa", f. 390,
doña María Leal y don Andrés Álvarez del Castillo año 1663.
sobre unos indios que le demanda”. 29
Inventario de los bienes del difunto don Vicente
19
DEEC: EC, tomo 64, expte 264, fs. 143/276: Roldán. Santa Fe, 7-IV-1826. DEEC: EC, tomo
“Autos de doña Jerónima López, viuda de Gonzalo 1827, expte. 312, fs. 479/598.
Leiton, sobre que se le entreguen sus bienes do-
tales, contra su suegro”, año 1692, f. 201.
20
Venta y traspaso del sargento mayor Pedro de
Izea y Araníbar al capitán Francisco de Sosa, Santa
Fe, 16-VII-1704. DEEC: EP, tomo 9, fs. 875/77.
21
Tasación de la quinta de don Pedro Bárbara
Gabiola. 7-I-1792. DEEC: EC, tomo 52, expte
48, f. 168.
22
Inventario de los bienes de don Joaquín Maciel,
difunto. 20-V-1794. DEEC: EC, tomo 44, expte.
572, fs. 286/87v. El plano obra en el AGN: Tribu-

220
Ilustración 10.1

Ilustración 10.2

Ilustración 10.1. Casa de Arias Rengel, en Salta (dibujo de J. Augspurg en M. Sola, Arqui-
tectura colonial de Salta, p. 106).
Ilustración 10.2. Casa de Martínez de Tineo (foto histórica publicada por M. Buschiazzo, “La
arquitectura colonial”, en Historia del Arte en la Argentina, tomo 1, p. 122).

221
Ilustración 10.3

Ilustraciones 10.4 y 10.5

Ilustración 10.3. Casa de Lacoizqueta, más tarde de Aldao, en Santa Fe (foto publicada en
la Guía del Turista, 1929).
Ilustraciones 10.4 y 10.5. Planos de la planta baja y alta de una casa de Puebla, 1780
(Archivo General de la Nación de México, reproducidos por D. Bühler, Puebla. Patrimonio de
arquitectura civil del virreinato, pp. 216/217).

222
Capítulo 11
Otros usos asociados a la arquitectura
doméstica: el comercio y las actividades
de producción urbana

1. Vivienda, comercio y producción

Independientemente de las tiendas que las órdenes religiosas solían tener para
alquilar, anexas o no a los edificios de sus conventos y monasterios, en la ciudad
americana colonial hubo una estrecha relación entre la vivienda y las activi-
dades comerciales y productivas. La vivienda no era sólo lugar de habitación
sino que también el de manufacturación de materias primas, de prestación de
servicios, de comercio, de artesanado, de producción o de almacén.
Valga como primero de los muchos ejemplos que mencionaremos en este
capítulo, el de Feliciano Rodríguez que en 1606 tenía en su vivienda santafesina
catorce barriles, los cuales evidentemente no estaban al servicio del consumo
familiar sino de las actividades comerciales de su propietario.1
Se pueden mencionar antecedentes remotos de esta forma de combinar
la vida pública y la privada, que llevan hasta la antigüedad greco-latina. En
Grecia, la tienda se disponía en el frente de las viviendas y en Roma las ta-
bernae fueron a la vez tienda o vivienda de artesano, sirviendo en ese caso de
taller y de habitación. Son conocidas las viviendas excavadas en Pompeya en
las cuales las habitaciones que se disponen sobre el frente son tiendas y están
comunicadas directamente al exterior (García Santana, 2001:19/21).
En su estudio sobre la casa poblana, Bühler parte de la premisa de que la
arquitectura privada engloba edificios residenciales y comerciales, locales de
producción y talleres, todos los cuales comparten un esquema relativamente
unificado que admite funciones diferentes (20). Entre ellas Bühler enumera

223
despachos, talleres o empresas de servicios, hoteles y, dentro de un marco de
producción pre-industrial, las manufacturas de textiles y azulejos (llamadas
obrajes en el período colonial), tocinerías y bizcocherías (101/2).
También Rosalva Loreto López considera a la vivienda poblana como un
espacio de actividad múltiple que albergaba funciones diversas y comple-
mentarias con las de habitación: comerciales o artesanales en las accesorias y
productivas en los patios (157). En aquellas casas en que la mixtura funcional
ponderaba la actividad productiva de las tocinerías, el patio-huerta-corral
desempeñaba un papel muy importante y requería a su vez de espacios para
almacenar los insumos del mantenimiento porcino. En consecuencia, el con-
junto de la vivienda debía acondicionarse para utilizar los espacios abiertos y de
tránsito para la producción, y los locales externos, especialmente las esquinas,
para la comercialización del producto (157-165).
En Cusco, señala Ramón Gutiérrez, desde temprano la actividad comercial
estuvo vinculada a la vivienda, en la que algunos sectores de la casa se habili-
taban con ese fin. Ya en el siglo XVI algunas casas fueron construidas con sus
tiendas anexas y los bienes vinculados con los mayorazgos solían incluir una
importante cantidad de unidades de viviendas y tiendas. Algo similar puede
decirse de las pulperías o chicherías que en un principio se localizaron preferen-
temente en la planta baja de las esquinas y que luego ocuparon otros locales.
Las tiendas no sólo servían para la venta de todo tipo de productos sino que
también podían funcionar como talleres de artesanos: plateros, sombrereros,
carpinteros, herreros, espaderos, etc. Gutiérrez señala un caso particularmente
interesante de una vivienda que alguna vez había sido importante –la casa de
Aronis junto a la pila de su nombre–: a finales del siglo XVIII conservaba
todavía el primer patio para uso familiar, pero en el segundo se alojaban
trece inquilinos entre los cuales había tres maestros zapateros, un sastre y un
sombrerero (1981b:65/68).
En ciudades de cierta envergadura la ubicación de tiendas o talleres de
artesanos no sólo estaba determinada por el valor del terreno y la localización
propicia para el comercio o la producción artesanal, también había normativas
urbanas o gremiales que limitaban el ejercicio de un oficio en algunos sectores
de la ciudad (Bühler, 102). O su localización obedecía a la tendencia a agru-
parse de quienes ejercían oficios similares, así en Puebla es posible reconocer
las calles de Herreros, de Zapateros, de Carniceros o de Plateros2 y en Cusco
las calles de Heladeros, de Mantas, de Espaderos o de Plateros (Gutiérrez
et al., 1981b:35). No fue ese el caso de Santa Fe, cuya escasa población no
demandaba un número crecido de artesanos que ejercieran oficios similares y
que pudieran agremiarse para defender intereses colectivos.

224
En la vivienda colonial era común diferenciar un local o varios, los que se
conectaban directamente con la calle, y destinarlos para tiendas. Podían man-
tener comunicación con los espacios interiores de uso familiar o ser totalmente
independientes, tendiendo en este último caso a la generación de rentas y a
la especulación. En 1804 Don Diego de Alvear y Ponce de León dice que el
único afán de los arquitectos de Buenos Aires parecía haber sido el de construir
con fines de lucro cuartos estrechos y casas pequeñas, con puertas y ventanas
que abrían a la calle, para tiendas o pulperías “no habiendo casa donde no se
venda algo” (Torre Revello, 1952:35).
En algunas ciudades, particularmente en México, las tiendas y locales si-
milares recibían el nombre de accesorias, término que denota su vinculación
a un conjunto diferente y más importante: la vivienda. Las accesorias eran
habitaciones que no tenían una relación funcional con el resto de la casa y
que, por eso mismo, generalmente sólo disponían de un acceso hacia la calle
y no se comunicaban entre sí; estaban destinadas a tiendas y alquileres.
Las accesorias poblanas, por ejemplo, servían para alojar locales comerciales
y oficinas que podían ser utilizadas por el propio dueño de casa o alquiladas
parcial o totalmente (Bühler, 129). En Puebla, la intensidad de este tipo de
usos extra habitacionales alcanzaba a espacios de circulación como los zaguanes.
Tendemos a ver en el zaguán –nos dice Bühler– un elemento de conexión y de
pura circulación de personas, objetos, cabalgaduras o carruajes, pero podían ser
aprovechados como habitaciones con usos muy próximos a los de las acceso-
rias. Por su forma y dimensiones el zaguán se parecía a una accesoria y aunque
disponía de puertas mucho más grandes que éstas, por ser un lugar de tránsito
no permitía instalaciones permanentes, de todos modos constituía un local
apto para la práctica de algunos oficios que no requerían demasiado espacio
y que usualmente eran ejercidos por los sectores más pobres de la sociedad;
allí podían instalarse, menciona el mismo Bühler, mujeres que preparaban
tortillas, amoladores y limpiabotas. En una primera época la puerta que daba
a la calle permanecía abierta y la interior contaba con carpintería que permitía
controlar el ingreso a la vivienda. En el siglo XVIII la puerta que daba ingreso
a la vivienda se trasladó hacia el lado de la calle y la interior fue reemplazada
por rejas de hierro forjado o de madera; este simple cambio determinó, sin
embargo, la exclusión de esas actividades que venían desarrollándose en él en
beneficio de su carácter de lugar de paso hacia el interior (154/7).

225
2. Tiendas
2.1. En Santa Fe la Vieja

A lo largo de todo el continente, señala García Santana, “la tienda fue el


espacio de la casa tradicional destinado a funciones comerciales o actividades
artesanales en la América Hispana durante el período colonial y aun más allá
de sus límites cronológicos” (2001:19/21). En el primer capítulo ya nos hemos
referido a la circunstancia de que Santa Fe fue fundada como nudo de comu-
nicaciones entre el Paraguay, el Río de la Plata y el Tucumán; el comercio fue
una de sus actividades fundamentales y desde los primeros tiempos de la ciudad
se edificaron habitaciones especiales para su ejercicio, denominadas tiendas.
En las tiendas se vendían géneros muy diversos, a veces calificados como
“granjerías y otras cosas”.3 Tienda, dice Covarrubias en su Tesoro de la Lengua
Castellana o Española viene de tentorium, pabellón de campo, y del verbo tendo,
is, por estirar y tender unas cuerdas, sobre las cuales se armaba; aquellos pabe-
llones eran tendidos por los forasteros que llevaban vituallas y mercancías para
comerciar y por extensión, se llamaron también tiendas las casas de mercería o
las tabernas “y ni más ni menos –dice el mismo Covarrubias– todas las oficinas
donde se vende alguna cosa”.
La actividad comercial en las ciudades hispanoamericanas, y es el caso de
Santa Fe, era ejercida como medio de vida por vecinos moradores y por residen-
tes sin arraigo –estantes–. Lo normal era que los mismos tenderos se ocuparan
personalmente de varear, medir y pesar, pero también había quienes delegaban
estas tareas en sus esclavos, según se desprende de una queja presentada en
1648 por Manuel Gómez y Custodio Pérez ante las autoridades capitulares.4
Los instrumentos necesarios para un ejercicio del comercio correcto y en regla
eran balanzas, peso, varas y medidas que periódicamente los fieles ejecutores
debían controlar en sus visitas a las tiendas, inspecciones de las que dan cuenta
las actas capitulares.
Tenemos constancia de la existencia de tiendas desde la época de Santa Fe
la Vieja. Se diferenciaban de las construcciones destinadas a vivienda por su
implantación en el terreno: en tanto las casas tendían a recogerse en el interior
de los solares, las tiendas se ubicaban directamente sobre la calle y, especial-
mente, en las esquinas. Con el tiempo, el uso generalizado de este tipo de
implantación convirtió en sinónimo los términos tienda y esquina.
Para la época de Santa Fe en su asentamiento fundacional, es decir hasta
1660, hemos podido identificar, tres tiendas de las cuales dos se encontraban
en esquinas o muy próximas a ellas.
A mediados del siglo XVII, Juan Martín de Castro vivía en la tienda que
había edificado “con su hacienda y plata” dentro del solar de Francisco Sán-
chez y con consentimiento de éste.5 Las otras dos referencias corresponden

226
a bienes que formaron parte de las dotes de hijas de vecinos principales. En
1646 Alonso Fernández Montiel entregó en dote a una de sus hijas “unas casas
en la Plaza de esta ciudad, con la tienda y esquina de ellas agregada, corral y
patio”.6 Por su parte, en el mismo año, el portugués Juan González de Ataide
prometió entre los bienes dotales de su hija doña Antonia Rodríguez parte de
la casa de su morada compuesta por la “tienda que cae hacia la calle real que
es de un lance, con la casa, puerta y sitio conjunto, dicha tienda y mitad del
patio que está frontero a ella y dichas casas”.7
Las tres tiendas mencionadas –de Martín de Castro, Fernández Montiel y
González de Ataide– estaban ubicadas en manzanas del entorno inmediato a
la Plaza, que tanto en Santa Fe como en todas las ciudades hispanoamericanas
constituía el centro de la vida urbana. La proximidad a la plaza se entendía
como un atributo especialmente importante y buscado por los vecinos; poco
después de la mudanza de la ciudad, nos consta que un vecino trocó con una
de sus primas el solar que le había tocado a la señora, quien “se descontentó
por estar tan apartado del comercio y en especial de los templos”.8

2.2. En Santa Fe de la Vera Cruz

En la segunda mitad del siglo XVII, luego del traslado de la ciudad a su em-
plazamiento actual, el comercio se intensifica y en los documentos notariales
se hacen cada vez más frecuentes las referencias sobre tiendas y trastiendas.
Entre estas referencias notariales, excepcionalmente y sólo en época tardía
se mencionan “tiendas de pulpería”, sin embargo esta última denominación es
más frecuente de encontrar en las actas capitulares.9 En las pulperías se expen-
dían diversos “géneros” relacionados especialmente con la alimentación y la
bebida. El ejercicio de este tipo de comercio estaba controlado rigurosamente
por el Cabildo, quien otorgaba licencias por períodos cortos de varios meses y
obtenía rentas para los Propios de la ciudad provenientes de un impuesto anual
que se estipulaba para la venta de determinadas mercaderías a precio fijo.
Las pulperías, además, servían como lugares de encuentro social y puntos
de referencia urbanos, como acontecía también en otras ciudades y tal como
lo señala Ramón Gutiérrez en el caso del Cusco (1981b:66).
En un principio en Santa Fe sólo se autorizaban tres pulperías pero, según
dice Manuel M. Cervera, cuando se precisaba, las autoridades capitulares au-
mentaban estas licencias para obtener recursos destinados al mantenimiento
de gastos de seguridad y de obras públicas. Durante la segunda mitad del siglo
XVII el número de pulperías se elevó a cuatro, dos a cuenta del Rey y otras
dos a la de la ciudad.10

227
El resto de los locales de tienda estaba dedicado al comercio de otros pro-
ductos, no relacionados con el abastecimiento de alimentos y vino.

2.2.1 Localización en las manzanas. Tiendas esquineras


Para comprender la articulación entre las tiendas con el resto de la ciudad y,
en consecuencia, entre espacios privados de acceso público y espacios públicos
urbanos, nos ocuparemos primero de su implantación dentro de las manzanas
de pertenencia, y luego de su localización en relación con la traza urbana.
Acerca de las modalidades de implantación de las tiendas dentro de las
manzanas, unidades del tejido urbano, es notoria la predominancia de las
situaciones de esquina: de 42 tiendas relevadas en la ciudad trasladada, 28
estaban ubicadas en esquinas (Ilustraciones 11.1 a 11.4). De ellas, siete estaban
en el entorno inmediato de la Plaza, ocupando las cuatro esquinas que hacían
cruz con sus ángulos y otras tres, en frente de la misma plaza.
Fuera de ellas hemos localizado más de 20 tiendas, ubicadas también en
esquina, que aparecen mencionadas en los registros notariales como “tienda
que hace esquina y su trastienda” o, más comúnmente como “esquina y tras-
tienda”. Las otras tiendas que no se localizaban en los ángulos de las manzanas,
sabemos que también daban directamente a la calle pues los documentos lo
explicitan con claridad (Ilustración 11.9).
La tienda esquinera no es un fenómeno santafesino ni tampoco aislado, por
el contrario García Santana nos dice que “es una de las constantes más gene-
ralizadas de la arquitectura doméstica hispanoamericana”. Resulta interesante
que el documento más antiguo sobre la arquitectura habanera –citado por la
misma autora– que reemplaza a los primeros bohíos, data de 1579 y no está
referido a una casa propiamente dicha sino a una tienda esquinera, una cons-
trucción de dos plantas que en los documentos aparece denominada “cuarto
de solar”. En La Habana han subsistido ejemplos como la denominada de la
Parra, situada en Bernaza esquina Teniente Rey, la de Compostela esquina
Obrapía y la de Paula esquina Habana, todas ellas tal vez procedentes del siglo
XVII y por lo tanto casos ya evolucionados. Son similares a las de Cartagena
de Indias, allí llamadas rinconadas (2001:19/21).
García Santana se ha ocupado muy especialmente del tema de las tiendas
esquineras y de su carácter de fenómeno americano. Si bien en algunos casos
de Pompeya las tabernas presentan puertas a ambas calles, nunca se sitúan en
ángulo como es el caso de la tienda hispanoamericana; y aunque la casa-tienda
o taller subsistió en España medieval, cristiana o musulmana, en ningún caso
las aberturas se disponían en ángulo al modo de las hispanoamericanas. Este
tipo de tienda en esquina es una particularidad que sólo puede potenciarse
en esquinas trazadas ortogonalmente como se dio en la planta de las ciudades
hispanoamericanas (2001:19/21).

228
De las tiendas santafesinas ninguna ha llegado hasta el presente pero se
conservan buenos registros fotográficos que nos permiten asegurar que fueron
muy parecidas a las que todavía se conservan en el noroeste argentino y en el
área andina altoperuana (Ilustraciones 11.5 y 11.6).
La ubicación predominante en esquinas, se resolvía en ángulo recto –sin ocha-
vas– y se acompañaba con la típica implantación de pares de puertas hacia ambas
calles, muy próximas del ángulo de encuentro de las paredes, por lo general sin
llegar a prescindir del pilar de mampostería en el ángulo (Ilustración 11.7). En
1784 se dice de la tienda de Lucas de Echagüe y Andía que tenía “puertas al
este y norte”, en clara referencia a las dos calles, actualmente Monseñor Zazpe
y San Martín.11 En 1785, al detallarse la tienda de Baltasar Martínez en uno de
las esquinas de la Plaza, se mencionan “sus dos puertas dobles”.12 De las varias
tiendas que tuvo la casa de Rezola, más tarde de Juan Francisco de Larrechea,
en el inventario de 1812 se mencionan “las puertas de la esquina de dos hojas
cada una”.13 Algunos ejemplos de este tipo de puertas esquineras con pilar de
mampostería han quedado documentados en fotografías históricas, como las
tiendas de Martín Francisco de Larrechea y de Manuel Muñoz.
Menos frecuentes fueron los casos en que el pilar de mampostería del
ángulo de la esquina fue reemplazado por un poste de madera, como en las
puertas esquineras del noroeste argentino, resolviendo las dos puertas en un
solo conjunto de carpintería (Ilustración 11.8). Parece ser este el caso de las
tiendas de Francisco Martínez de Rozas, que alcanzan a verse en una de las
fotografías más antiguas de Santa Fe obtenida en la década de 1860. Esta
solución es también la que se describe en la tasación de bienes de Domingo
Maciel, labrada en 1792, con “puertas grandes dobladas de tres varas de largo
y dos de ancho cada una, con tres alcayatas en cada lado de fierro, pasadores
de ídem, cerradura y llave corriente con su palo en medio de quebracho co-
lorado y crucero de ídem”.
En las fotografías de las casas que pertenecieron a Francisco de Alzogaray
(que luego fueron de Domingo Crespo), José Freyre y Juan Gualberto Puyana,
todas ellas ya de las primeras décadas del siglo XIX, se mantiene la tradición
de colocar dos puertas en la esquina, pero el muro remanente en la esquina
no se lee ya como un pilar. Mientras que, la estricta correspondencia de estas
puertas con aventanamientos de una pieza alta, denota una modesta influencia
del neoclasicismo tardío.

2.2.2 Localización urbana


Si trasladamos todas las referencias documentales a un plano de la traza de la
ciudad de Santa Fe notaremos que la ubicación de las tiendas se superpone al
tejido urbano determinado por la arquitectura doméstica, como consecuencia
lógica de la estrecha relación entre comercio y vivienda.

229
Se observa, además, cierta tendencia a una mayor concentración de tiendas
en las manzanas ubicadas en el sector de la traza al norte de la Plaza, en una
relación de 2 a 1 respecto de las que se ubican hacia el sur. Podemos intentar
algunas explicaciones al respecto:
Ya en el período hispánico el norte de la ciudad aparece como polo tensio-
nante del crecimiento de la ocupación de la traza urbana, aun antes de que
ésta se expandiera fuera del área fundacional. Tanto el puerto viejo como el
que surge algo más al norte a finales del siglo XVIII, en la curva del riacho
Santa Fe, debieron actuar alentando esta tendencia. Santa Fe era una ciudad
portuaria, cuya actividad comercial estuvo íntimamente relacionada con el
río, promovida durante buena parte de su historia por el privilegio de Puerto
Preciso. También algunas calles se prolongaban al norte de la traza, superando
sus límites y el del ejido, convirtiéndose en los caminos del Medio y de Aguirre
que vinculaban el poblado con las chacras o tierras de pan llevar cultivadas por
los mismos vecinos de la ciudad.
Hacia el sur, las tiendas se localizan principalmente en relación con la ac-
tual calle San Jerónimo, a través de la cual la Plaza Mayor se conectaba con
el camino del Paso de Santo Tomé, por donde llegaba el tráfico terrestre de
Buenos Aires y Córdoba. Aun cuando el comercio es un fenómeno urbano,
es fácil comprender que su implantación compatibiliza tanto las necesidades
de abastecimiento interno como la relación entre la ciudad y su territorio a
partir de sus principales comunicaciones.

2.2.3 Las tiendas anexas a viviendas principales


Por lo general las tiendas formaban parte del conjunto de la vivienda, pero
siempre tenían su ingreso independiente desde la calle, posibilitando su uso
sin que interfiriera en la vida doméstica y, llegado el momento, facilitando su
desmembramiento ocasional cuando eran arrendadas por separado, o definitivo
cuando el conjunto se dividía por hijuelas y particiones.
La tienda como parte de un conjunto mayor conformado por las casas de
morada y sus dependencias, puede identificarse en las referencias en las que se
mencionan expresamente esa asociación al hablar de “unas casas en la Plaza de
esta ciudad, con la tienda y esquina de ellas agregada”, de “unas tiendas que
tenemos conjuntas a estas dichas casas o de las casas de mi vivienda [...], y la
tienda de la esquina que cae a la Plaza”.14
En algunas ocasiones la relación entre tienda y casa principal era muy es-
trecha y se mantenían comunicadas, especialmente a través de sus patios. Así
era la tienda y recámara que había en la esquina de la vivienda de Lucas de
Echagüe y Andía, comunicada “al patio de la casa principal, según su puerta
falsa que hoy existe y la de la calle”.15 También es el caso de la vivienda que
en 1714 compró el capitán Francisco de Ziburu con “dos cuartos para tiendas

230
con su cocina y patio [...] que corren inmediatos a la dicha puerta principal
de calle de poniente al este, con puertas al sur y norte”.16
De todos modos, como ya hemos dicho, por lo general la tienda mantenía
cierto grado de independencia con respecto a la casa de pertenencia, especial-
mente si se trataba de una casa principal, permitiendo su desmembramiento o
adjudicación independiente, de lo que podemos dar como ejemplos, todavía en
Santa Fe la Vieja, la tienda otorgada por Juan González de Ataide y su mujer
a su hija doña Antonia17 y ya en la ciudad trasladada, la tienda adjudicada al
maestro Vicente Troncoso en 1741,18 la esquina y trastienda otorgada entre
bienes patrimoniales al licenciado Pedro José Crespo en 175519 y la tienda ad-
judicada en hijuela a favor de la mujer de Pedro Antonio Crespo en 1795.20
Esto también posibilitaba, en ocasiones bastante habituales, el alquiler de las
tiendas por parte de los propietarios sin que esto afectase el desenvolvimiento
de la vida familiar. Según lo podemos documentar, el general Antonio de
Godoy acordó con José Portillo en 1669, por tiempo de dos años, el alquiler
de “dos tiendas o aposentos de vivienda” en 100 pesos a pagar en partes.21 En
los últimos años del siglo XVII doña Leonor Rodríguez de Vergara, viuda del
capitán Sebastián de Santa Cruz, tenía arrendado un cuarto para tienda al
portugués Esteban Maciel.22 Las casas de Francisco Xavier de Echagüe y Andía
tenían “tres cuartos de alquiler en la frente”23 y más tarde las casas de su hijo
Lucas fueron inventariadas con “la esquina según se halla alquilada”.24
La total independencia de estos cuartos aparece evidente en la descripción
de las casas de Manuel Carballo, que también contaba con

tres piezas más sobre la calle de alquileres, que se componen de esquina de


tienda y trastienda, y almacén con sus corralitos y corredores por adentro, todos
enmaderados y techados con teja, con sus puertas y ventanas correspondientes
y demás oficinas necesarias.25

Esta modalidad era muy redituable, lo que permite deducir que algunas
tiendas no fueron construidas necesariamente para ser explotadas comercial-
mente por sus propietarios, sino como recurso para obtener rentas regulares
alquilándolas a terceros. Así lo confirma el tesorero de la Real Hacienda
Francisco de Bracamonte, quien el 10 de agosto de 1719 solicita respecto a
las casas que habían sido de Juan de Rezola

que en llegando el caso de vender dichas casas se ejecute separadamente de las


piezas que lo están como lo son la de los trucos y otra que cae a la parte del
norte creyendo pueden apetecerse independientes y que lo que se puede dar por
cualquier de las dos sobrepuja y excede a la parte que ha ofrecido en contado
Lacoizqueta en la compra que pretende del todo de dicha casa.26

231
2.2.4 Las tiendas como unidades independientes
Otro grupo corresponde a tiendas construidas como unidades totalmente
independientes de las viviendas principales, pero que formaban a su vez uni-
dades habitacionales y comerciales de menor jerarquía. Como las que compró
Antonio de Vera Muxica en 1669, que contaban con sus propios aposentos
–“cuatro tiendas con sus aposentos”– y “con su corral” o patio.27 O las que
Bartolomé Márquez dio en dote a una de sus hijas, compuesta de “tienda y
trastienda y cocina, con puertas a la calle real” o a otra de ellas, “dos tiendas
de sala y aposento cada una”.28
Podemos entender que en algunos casos se trataba de pequeñas unidades a
la vez habitacionales y comerciales destinadas a mercaderes y artesanos. Éstas
tenían una mayor correspondencia entre los espacios destinados a vivienda y a
los de sus actividades de comercio, y una más estrecha relación con las calles,
permitiendo una menor intimidad que la que caracterizaba la vida familiar
de los vecinos principales.
Estas tiendas pueden ser, a la vez, viviendas modestas, en las que en una o
dos habitaciones se resuelve la vida familiar, la producción artesanal y la venta
de los productos. En ellas, como dice Enrique Ayala Alonso, al referirse a las
de ciudad de México, la vida es muy abigarrada, y sus ocupantes trabajan en
el mismo espacio en que moran (2001:II-828).

2.2.5 Conformación funcional


Procuraremos alcanzar una aproximación más precisa a la materialidad,
morfología y ambientación de las tiendas a través de algunos de los ejemplos
mejor documentados, como lo son las tiendas de Domingo Maciel, Melchor
de Echagüe y Andía y Juan Francisco de Larrechea.

• La tienda y trastienda de don Domingo Maciel


La casa principal de Domingo Maciel, era un bien hereditario de su mujer
doña María Ventura del Casal que se ubicaba en un solar vecino, calle de por
medio, a la iglesia de Santo Domingo. En la esquina tenía tienda y trastienda
que fueron minuciosamente inventariadas y tasadas en 1792.
La esquina medía seis varas y media de largo y varas de ancho, y estaba cu-
bierta de teja sobre enmaderado de empatillado. Con una tablazón de madera
de timbó se formaba un sobrado sobre nueve tirantillos de cedro, “todo guar-
necido con molduras”. Hacia ambas calles, como ya hemos referido, se abría
un par de puertas “grandes dobladas” de tres varas de alto y dos de ancho cada
una, con tres alcayatas de fierro en cada lado, pasadores de hierro, cerradura
y llave corriente, aseguradas “con su palo en medio de quebracho colorado y
crucero de ídem”. Se comunicaba con la trastienda “a través de una puerta de
una mano, de 2 varas de alto y una de ancho, con cerradura y llave corriente.

232
El piso de la habitación era de baldosas cocidas. La esquina tenía también su
armazón de tablas de cedro y timbó”.
Continuando sobre la calle y seguido a la tienda de la esquina, había otro
cuarto que servía de trastienda, con ocho varas de largo y cinco y media de
ancho. Tenía su puerta de dos manos que daba a la misma calle “con posti-
gos” y travesaños de hierro embutidos, cerradura y llave corriente. También
se comunicaba con el patio principal de la casa a través de una puerta de una
mano, con cerradura y llave corriente.

• La tienda y trastienda de don Melchor de Echagüe y Andía


En una de las esquinas de la Plaza, haciendo cruz con la Iglesia Matriz,
tuvo su tienda Melchor de Echagüe y Andía, parte de la casa principal de su
morada (Ilustración 19.8).
La tienda, ubicada en el cruce de las calles, con frente al este y al norte, se
componía de cinco varas y media de largo y otras tantas de ancho –“en claro”–.
Le seguía una trastienda de dimensiones similares (cinco y tres cuartas varas
de largo y cinco y media de ancho). Ambos locales estaban cubiertos de teja
sobre “buen enmaderado” y su piso era embaldosado. Las paredes exteriores
estaban “forradas de ladrillo”, lo que permite inferir que se trataba de muros de
tapia o adobe. El “armazón de tienda, cajón y mostrador de buenas maderas”
completaba el equipamiento necesario.

• Las tiendas de don Juan Francisco de Larrechea


Las casas de Juan Francisco de Larrechea, que antes había sido de Juan José
de Lacoizqueta y originariamente de Juan de Rezola, ocupaban otra de las
esquinas de la Plaza del lado sur, haciendo cruz con la Iglesia de la Compa-
ñía. Frente a la Plaza se abrían varias tiendas, con la particularidad de contar
con corredores que daban directamente al espacio público, al modo de los
soportales que había en otras ciudades hispanoamericanas y que en Santa Fe
fueron un caso excepcional.
La primera tienda que daba a la Plaza, era una pieza de ocho varas y cuarta
de largo y seis y cuarta de ancho, con su corralito de nueve varas de fondo
en la parte posterior. De ambos lados, hacia el sur y el norte (al frente y a sus
fondos) tenía corredores enmaderados de palma, sobre los que se abrían sen-
das puertas. Empotrada en una de las paredes había una alacena con puertas.
Cubierta de teja, el suelo era de tierra. Un armazón de tienda completaba el
local que en 1812 se tasó en 750 pesos.
Luego de un zaguán, sobre el mismo frente de la Plaza, seguía otra pieza de
siete y octava varas de largo y de ancho igual a la anterior. Al sur, es decir hacia
el corredor del frente, tenía una puerta de dos manos; al norte, otra puerta
la comunicaba con el corredor que daba al patio principal de la casa; y por el

233
lado del este otra puerta la comunicaba con la tienda de la esquina. Su cubierta
también era de teja sobre “enmaderado fino con dos tirantes”, su piso era de
enladrillado. Equipada con “su armaje de tienda”, se tasó en 550 pesos.
La esquina medía cuatro y media varas frente a la Plaza y seis y cuarta sobre
la calle de la Compañía (hoy San Martín). Cubierta de teja sobre enmaderado
de palma, tenía un tirante de “madera fina” a modo de cadena entre las pare-
des. Esta habitación contaba con un altillo con piso de entablado sobre seis
tirantes y con su escalera de madera. A la esquina se abría un par de puertas de
dos hojas, y sobre uno de sus frentes había una ventana con una reja chica de
hierro. Al igual que las anteriores, también estaba equipada con su “armaje de
tienda” y su “mostrador de tablones”. Se tasó en la suma total de 930 pesos.
Doblando sobre la calle de la Compañía, a continuación de la esquina, seguía
otra pieza de cinco varas de largo y cinco y media de ancho, cubierta de teja
y enmaderada de palma con un tirante a modo de cadena. Se comunicaba a
través de una puerta con la esquina y otra se abría directamente hacia la calle.
Su piso estaba enladrillado. Se tasó en 450 pesos.
Por último, hacia el norte había otro cuarto contiguo al anterior, medía siete
varas de frente a la calle y cinco y media de ancho. Enmaderado de palma,
tenía dos tirantes de madera fina que lo atravesaban en su ancho. Este cuarto
estaba embaldosado; contaba con una puerta a la calle de una mano y otra
similar que se abría a un corralito que le correspondía hacia el lado de la casa.
Con armaje de tienda, fue tasado en 600 pesos.

2.2.6 Resoluciones constructivas y equipamiento


Respecto de las dimensiones que solían tener, además de las ya mencionadas,
algunos otros pocos documentos proporcionan datos variables. La esquina y
trastienda de Francisco Javier Martínez de Rozas tenían 93/4 varas de largo y
51/2 de ancho,29 la trastienda de José de Troncoso Sotomayor medía 9 varas,30
la trastienda de Vicente Roldán 53/4 varas de largo; en esta última las paredes
eran de 31/2 varas de alto y su espesor de tres cuartas varas.31 La tienda que
existió en la esquina de la casa de Melchor de Echagüe y Andía contaba con
51/2 varas de ancho e igual largo de claro.32
Sabemos que la sala de trucos de Manuel Muñoz medía “un ancho despro-
porcionado a los comunes, pues tiene seis y media varas cuando aquellos nunca
exceden de seis”. Este ancho inusual fue causa, según los peritos, de algunos
vicios constructivos y de que la pared de la calle y el techo se vencieran.33
De estas referencias puede inferirse que las tiendas, como era habitual en
el resto de los cuartos de la casa, tenían un ancho constante de alrededor de
cinco varas y media determinado por razones tecnológicas. Cuando el ancho
era mayor y llegaba a las seis varas y media, como en el caso mencionado de
la sala de trucos de Muñoz, la resolución corriente de la estructura de la cu-

234
bierta producía empujes que los muros no podían soportar adecuadamente.
En cambio, el largo de las tiendas y trastiendas podía ser variable: idéntico
al ancho, conformando locales cuadrados, o mucho mayor, hasta alrededor
de nueve o diez varas, con lo que se determinaban espacios de proporciones
rectangulares.
Con respecto a la cubierta, contabilizamos tan solo seis casos de techos de
paja. De las descripciones relevadas surge que lo común era que las tiendas
estuvieran cubiertas de teja. La relación cuantitativa muy superior de tiendas
cubiertas de teja respecto a las de paja nos permite observar que la calidad
técnico constructiva que se utilizaba normalmente para los locales comercia-
les, era proporcionalmente mayor a lo que ocurría sobre el mismo aspecto en
la arquitectura doméstica. También se puede destacar como notorio que las
tiendas cubiertas de paja ceden en número a medida que se avanza temporal-
mente en el siglo XVIII.
Aunque menos frecuentes, no deja de ser interesante señalar que hubo varias
tiendas con altos, altillos o sobrados, que habrán servido de depósitos o des-
vanes, duplicando la superficie de los locales. En general datan de la segunda
mitad del siglo XVIII. Es el caso de la tienda de Baltasar Martínez que tenía su
“escala y altillo”;34 la tienda en esquina con que contaba la casa de los Díez de
Andino, haciendo cruz con la Plaza, que tenía “su alto y balcón”;35 otra tienda
en esquina perteneciente a José Antonio de Troncoso y Baz, que también tenía
“su altillo”;36 y la casa de Domingo Maciel en el barrio de Santo Domingo,
que tenía su “esquina y sobrado de tablas también de cedro”.37
Menos breve es la descripción que nos trae la tasación de los bienes de Juan
Francisco de Larrechea, levantada en 1812, con alguna indicación sobre su
entrepiso: “una esquina frente a la Plaza [...] con su altillo entablado en seis
tirantes [...] y escalera de madera al altillo”.38

• Armajes y armazones
Para el desenvolvimiento de las tareas a que estaban dedicadas, las tiendas
contaban con armajes o armazones de madera que formaban mostradores y
estanterías. Como hemos visto, éstos solían ser incluidos en los inventarios,
especialmente si se trataba de locales de importancia.
La ya mencionada tienda de Baltasar Martínez en 1785, por ejemplo, tenía
“su armazón”.39 Más completo era el equipamiento de la tienda de Domingo
Maciel, en la esquina frente a la iglesia de Santo Domingo, “con su armazón de
cedro”; al ser tasada en 1792 se agrega acerca de su materialidad: “su armazón
de tablas de cedro y timbó”.40
La esquina de Pedro de Arteaga, según sabemos por una tasación de 1800,
tenía “una tabla del mostrador de tres varas de largo y tres cuartas de ancho,
de cedro a cinco reales vara”;41 y la de la casa de Melchor de Echagüe y An-

235
día en 1803 contaba “con armazón de tienda, cajón y mostrador de buenas
maderas”.42
De las diferentes tiendas que Juan Francisco de Larrechea poseía frente a la
Plaza, una tenía “una alacena con sus puertas” y un “armazón de tienda”, otras
dos tan sólo “su armaje de tienda” y la esquina su “armaje de tienda” más “su
mostrador de tablones”.43

3. Casas de trucos y otros locales de juego

En la documentación santafesina del período hispánico se hace referencia a


juegos y diversiones públicas que tenían lugar en ocasión de festejos como el
día del santo patrono, coronación de reyes o nacimientos de príncipes. Estos
eventos requerían que se levantaran en la Plaza estructuras provisorias para
realizar representaciones teatrales, corridas de toros, carreras de sortija o algún
otro juego. Fuera de estas diversiones el vecindario tenía otros entretenimientos
a los que sólo tenían acceso los hombres: riñas de gallos, juegos de naipes,
dados, ajedrez y trucos. Por ello existían locales especialmente destinados al
juego, de los que dan cuenta las fuentes notariales que mencionan casas de
truco o de trucos durante los siglos XVII y XVIII.
El truco, trucos o truques era una especie de billar que estuvo muy difundido
en España y América. El juego se realizaba sobre una mesa dispuesta con ta-
blitas, troneras o aro de metal, barras y bolillo, y participaban dos jugadores,
cada uno con su taco de madera de punta redondeada y su bolo de marfil.
A su turno, cada jugador debía voltear el bolillo y pasar la bola bajo el aro
de metal o meterla en la tronera en caso de que la mesa contara con ella.44
Para su instalación tan solo requería de habitaciones amplias que permitieran
colocar las mesas de juego y, tal como en el caso de las tiendas, de la necesaria
independencia funcional respecto a las viviendas con las que estuvieran en
relación (Gutiérrez et al., 1981b:70).
En el Cusco algunos locales estuvieron destinados a casas de juego, par-
ticularmente el truco, Gutiérrez señala como el más importante el que se
encontraba en la casa del mayorazgo de los Salas y Valdés –sobre la Plaza
del Regocijo y calle del Medio–, que en 1790 contaba con “sus dos mesas,
una de trucos y la otra del billar, con todo lo a ella pertenecientes”; también
había otro muy conocido en la casa del mayorazgo de los Ugarte, en la calle
de Platerías (1981b:70).
Los trucos fueron introducidos en Buenos Aires en la segunda década del siglo
XVI por el tesorero de la Real Hacienda Simón Valdés (Furlong, 1969:393)
y se popularizaron en el Río de la Plata cuando en Europa, por aquellos años,
todavía era un juego aristocrático.

236
En Santa Fe la referencia más temprana acerca de casas de trucos la en-
contramos a nueve años de haberse producido el traslado de la ciudad. El
16 de octubre de 1669 el capitán Bartolomé Márquez y su mujer venden a
Luis Romero de Pineda “unas casas principales que tenemos [...] en que al
presente vivimos”. Esas casas, todas cubiertas de paja estaban compuestas
de sala y aposento seguidos formando un solo cuerpo y, separado de él,
“otra sala dividida con puerta a la calle que fue de trucos”.45 Para esa fecha,
según deja claro el documento, la mesa de trucos ya no estaba en esa sala,
por lo que debemos adelantar la referencia de su existencia. Según hemos
podido determinar, el solar en que se asentaba esta sala de trucos corresponde
a la vereda este de la actual calle 25 de Mayo entre Moreno y Corrientes
(manzana 1824, solar c.1). En una primera impresión, sorprende su loca-
lización en una manzana algo periférica respecto de la Plaza Mayor, centro
indiscutido de gravitación de la vida urbana. Sin embargo, al hacer una
lectura más atenta de la estructura de la ciudad, se aprecia que ese sector
estaba equidistante de la plaza y el puerto que, ubicado unas cuadras más al
norte, ya en esa época debe haber sido un polo de tensión de las actividades
de vecinos moradores y estantes.
En orden cronológico, la otra sala de trucos que hemos identificado, corres-
ponde a la tienda de Pedro Garro que quedó a cargo de Agustín de Lisondo,
dando origen en 1712 a un pleito por ajuste de cuentas y, finalmente, a la
prisión del deudor.46 Vale destacar, además de que el propietario era foráneo y
tenía su vecindad en el puerto de Buenos Aires, la compatibilidad y simultanei-
dad de usos de tienda y casa de trucos. Si bien el documento no aporta datos
acerca de las características arquitectónicas de la tienda y de su localización,
es interesante la enumeración de mercaderías que se expendían en la tienda,
de la que formaban parte “los trucos”, y que surgen de la memoria de los
bienes que Lisondo devolvió a Garro. Entre la mercadería aparecen “barajas
de naipes” –lo cual es afín al carácter lúdico del lugar– junto a objetos tan
diversos como cantidades de varas de cordellate, de tafetán y holandilla, gruesas
de botones, estribos, papeles, cedazos y peines, cuchillos, bisagras, candados,
tijeras y eslabones. A la par de cantidades de yerba, trigo, jabón y azúcar. Y,
también dentro de la variada provista que el tendero expendía junto a la mesa
de trucos: estampas –seguramente religiosas– y un buen surtido de rosarios,
“de color”, de palo, de coco y de marfil.47
Más tarde, el 13 de junio de 1682 el general Antonio de Godoy vendió al
maestre de campo Antonio de Vera Muxica una casa de trucos de su pertenen-
cia.48 Ubicada en la vereda sur de la actual calle Monseñor Zazpe, entre San
Martín y 25 de Mayo (manzana 1625, solar a/b), la propiedad completa se
componía de unas casas de vivienda “con más cuatro tiendas con sus aposentos
y el uno de ellos cubierto de teja, y en ella una mesa de trucos”.

237
Por su ubicación en la traza urbana nos inclinamos a suponer que las salas
de trucos más importantes que tuvo Santa Fe fueron la de Cristóbal Ximénez
Naharro y la de Juan de Rezola, ubicadas en torno a la Plaza Mayor.
La de Cristóbal Ximénez de Figueroa ocupaba la esquina suroeste de las
actuales calles San Jerónimo y 3 de Febrero, haciendo cruz con la Plaza
(manzana 1427 b). Formaban parte de unas casas que el 28 de mayo de 1692
fueron descriptas así: “se componen de sala y aposento y despensa, una tienda
en la esquina y los trucos, todo de teja”.49 Cuatro años más tarde, en 1696
al inventariarse los bienes del ya difunto Ximénez de Figueroa, se hace un
detalle pormenorizado del cuarto que alojaba la mesa de trucos: “otro cuarto
donde está la mesa de trucos con lo que le toca [...] y la mesa de trucos con
las me[roto] lillas unas bol[roto], la casa en trescien[roto] con su herraje y
to[roto] - 500 ps.”.50
La sala de trucos de Juan de Rezola se encontraba en las casas y tiendas que
mandó edificar frente a la Plaza Mayor, en su vereda norte (manzana 1626,
solar d), según ya hemos comentado muy conocidas por los corredores que
acompañaban su fachada. La sala corrió la suerte del resto de la propiedad,
cuando fue embargada por problemas contables derivados de la administración
de Rezola en su desempeño como tesorero de la Real Hacienda. En 1717, la Real
Hacienda alquilaba éste y otros cuartos que producían sus réditos: “lo que han
producido los arrendamientos de la casa, tiendas, cuartos y mesa de truco”.51 El
valor que tenían estos cuartos, más por las posibilidades de su uso que por su
materialidad constructiva, es destacado por el tesorero Francisco de Bracamonte,
quien en 10 de agosto de 1719 solicita –según ya lo hemos citado:

que en llegando el caso de vender dichas casas se ejecute separadamente de las


piezas que lo están como lo son la de los trucos y otra que cae a la parte del
norte creyendo pueden apetecerse independientes y que lo que se puede dar por
cualquier de las dos sobrepuja y excede a la parte que ha ofrecido en contado
Lacoizqueta en la compra que pretende del todo de dicha casa.52

Todavía en 1722 la propiedad, y con ella la sala de trucos, no había sido


adjudicada por no haber habido comprador que ofreciera pagar el valor en que
había sido tasada en su totalidad: 16.000 pesos.53 Finalmente sería adquirida
por Juan José de Lacoizqueta.
En 1764 se menciona otra sala con mesa de trucos, propiedad de Manuel
Muñoz, ubicada en la esquina sureste de las actuales calles San Jerónimo y
Amenábar (manzana 1326 a 1.1), a una cuadra de la Plaza hacia el sur. La casa
tenía su esquina con trastienda y “otra sala con mesa de trucos”, todo techado de
teja y con enmaderado nuevo.54 En virtud de un expediente donde se citan los
problemas técnicos constructivos del edificio sabemos algo más sobre esa sala:

238
la sala de truco y el cuartito que le sigue es un edificio de un ancho despropor-
cionado a los comunes, pues tiene seis y media varas cuando aquellos nunca
exceden de seis, por cuyo motivo sin duda se venció en otro tiempo la pared de
la calle de dicha sala y fue reedificada pero su techo está vencido por la mucha
fuga de las tijeras de palma que son delgadas y puestas muy apartadas una de
otras, por lo que hemos considerado de ninguna subsistencia el enmaderado
de la dicha sala y cuarto, y que le necesitan nuevo y fuerte, correspondiente a
su ancho.55

Más tarde, la propiedad fue adquirida en remate por Francisco Antonio


Candioti.
Pero en las casas de trucos no era éste el único juego, según Agustín Za-
pata Gollan en ellas también se jugaba al chaquete, a las damas, al ajedrez,
a los naipes56 y, posiblemente, a las tabas en las huertas y terrenos baldíos
adyacentes a ellas (1972:27). La casa de José Fernández Montiel, frente a la
Plaza, fue un lugar de escándalo por tener “mesas públicas de todos juegos
donde se juegan naipes con variedad de dados y taba de día y de noche”.57

4. Atahonas y molinos

Atahona, dice Sebastián de Covarrubias, “es un molino en seco de que usan


dentro de las fortalezas y en los lugares donde no tienen molinos de agua,
a veces mueven la rueda hombres, a veces bestias”. La palabra vendría del
árabe, según el padre Guadix y Diego de Urrea, y significaría moledera, “pero
más cierto –dice Covarrubias– es ser nombre hebreo, del verbo (en hebreo),
tahan, mola”.
Junto a la traza los fundadores de ciudades repartían tierras de labor para el
cultivo de cereales, así lo hizo Garay en 1573. En las tierras de pan llevar los
vecinos de Santa Fe producían el trigo necesario para el abastecimiento local,
que en parte era molido en atahonas instaladas en esas chácaras. También
hubo atahonas en las estancias del Salado Grande, como en la de Francisco
de Monzón y en la Antonio Álvarez de la Vega.58
Pero el trigo también era trasladado a la ciudad para elaborar la harina en
molinos urbanos; desde los primeros tiempos los vecinos instalaron dentro
de la traza, por lo común en los solares de sus propias viviendas, atahonas o
piedras de moler.
Tenemos noticia de varias atahonas urbanas que hubo en Santa Fe la Vieja.
Una de estas atahonas estaba instalada en la casa de vivienda de doña María de
Esquivel, mujer de Sebastián de Vera Muxica, según se enuncia en el inventario
de sus bienes el 16 de julio de 1650 “una atahona, moliente y corriente con su

239
casa cubierta de paja dentro del sitio de dichas casas, sus caballos atahoneros
y dos picos, un escoplo y una asuela del servicio de dicha atahona”.59 El solar
en que se implantaba esta atahona estaba dentro de la trama urbana, a sólo
dos cuadras al norte de la Plaza Mayor, siguiendo la calle de la Compañía de
Jesús. También se especifica que la piedra de moler se ubicaba dentro de una
construcción –“su casa cubierta de paja”– separada del resto de la casa principal,
pero dentro del mismo solar cercado y, como fue habitual a lo largo de todo el
período hispánico, para señalar su estado de buen uso se apela a la expresión
“moliente y corriente”. El terreno, todavía solar entero, es decir un cuarto de
manzana, permitía la presencia de los indispensables animales para la tracción
del molino, “sus caballos atahoneros”. El resto del equipamiento de la atahona
lo constituían, tal como se detalla en la breve descripción citada, “dos picos,
un escoplo y una asuela del servicio de dicha atahona”.60
Cuando doña Juana Leocadia de Luján casó con Roque de Vera, en 1654 se
hizo carta de dote que incluía en el solar de sus casas una “atahona cubierta de
paja, moliente y corriente con sus herramientas y pertrechos que le pertenecen, y
macho y mula atahoneros”.61 Otras atahonas ubicadas en la traza y dentro de los
solares de las viviendas fueron la de Juan Ximénez de Figueroa y la de doña Isabel
Cortés de Santuchos.62 Otras estaban instaladas en cuadras periféricas, una de
ellas, ubicada en una de las cuadras marginales de la ciudad junto a los anegadizos
del sur, fue causa de un largo litigio entre los Garay y Suárez de Toledo.63

4.1. En Santa Fe de la Vera Cruz

En la ciudad trasladada encontramos mayor información sobre la existencia


de atahonas. Todavía en el período independiente se puede documentar la
persistencia de las atahonas a través de los registros notariales, como la que
Juan Francisco Escobar vendió en 1819 a Pedro Bergallo.64
Acerca de la localización que tuvieron las atahonas dentro de la ciudad, desde
los orígenes de Santa Fe de la Vera Cruz hasta finales del período hispánico
puede repetirse lo que se dijo para la ciudad vieja y su compatibilidad con la
arquitectura doméstica.65 Sin que podamos establecer un sentido lógico de
implantación más allá de los relacionados con los intereses de los propietarios,
puede señalarse también que la presencia de atahonas en el entorno inmediato
de la Plaza Mayor demuestra una convivencia aceptada y compatible con el
sector urbano de mayor jerarquía y significación.
Las atahonas se localizaban en los espacios remanentes del solar, dentro de
construcciones que servían para proteger sus armazones y aparejos, como así
también para depositar las bolsas de harina producidas por la molienda. Cuan-
do la cubierta falta, se hace expresa referencia: “el defecto del techo que no le

240
tiene”.66 Todas estas construcciones estaban cubiertas invariablemente de paja,
aunque las viviendas con las que estuvieran en relación lo fueran de teja.
Hay una descripción menos sucinta que lo habitual, que permite una mayor
aproximación acerca de sus resoluciones constructivas y de sus resultantes
morfológicas. Corresponde a la atahona que tenían los Díez de Andino “en
el barrio de la trasera de San Francisco de esta ciudad”, en la segunda mitad
del siglo XVIII. Por ella sabemos que el amplio sitio en que se implantaba –63
por 50 varas, casi un cuarto de manzana– en todo su perímetro estaba cercado
de “estantería de espinillo”. En este caso la atahona no compartía el terreno
de la vivienda principal de la familia que, como bien sabemos, se ubicaba en
una de las esquinas de la Plaza. Dentro del sitio de la atahona había un galpón
grande techado de paja, con algunas paredes de adobe. Lo más interesante
de esta referencia documental es que permite constatar que la construcción
que alojaba la piedra de molienda, “con techo pajizo redondo fundado en
horcones”, adoptaba la forma circular lógica del movimiento generado por
los animales que servían de fuerza motriz.67

4.1.1. Estado de la atahona


Cuando, todavía en Santa Fe la Vieja, Juan Gómez de Salinas compra la
atahona que venía arrendando, se indica que se encuentra “en el estado que se
halla al presente”, de todos modos el comprador, en su carácter de arrendatario,
estaba obligado a mantenerla “corriente y moliente”.68 Para describir el estado
de las atahonas, cada vez que se las menciona en los documentos se refiere la
condición de “corriente y moliente” como fórmula más frecuente, comple-
mento casi indispensable del término atahona. En un segundo grupo podemos
mencionar las atahonas “corrientes” sin el aditamento de moliente, que indican
igualmente un estado todavía en funcionamiento y en algún caso se indica su
buen estado en forma más expresa diciendo que está “bien tratada”.69
Por último encontramos aquellas atahonas deterioradas o con diversos de-
fectos que las hacían inservibles, como la atahona de Manuel Rodríguez Baltar
“con su maderaje y piedras, vieja y maltratada”, la de Jerónimo de Rivarola
“con su rueda lastimada y sin la bija” y la de Joaquín Maciel, “parada y con el
defecto del techo que no le tiene”.70

4.1.2. Animales de trabajo


El funcionamiento de una atahona requería de la indispensable fuerza motriz
para su movimiento. Sabemos por una presentación de Gabriel de Hermosilla
que a fines del siglo XVI, a poco de fundada la ciudad, las piedras de moler
eran movidas a mano y “así vecinos como naturales padecen por moler como
se muele en molinos de mano”.71

241
En cuanto hubo condiciones para hacerlo, se destinaron animales para
generar la fuerza necesaria. Ya hemos visto en Santa Fe la Vieja la atahona de
doña María de Esquivel con “sus caballos atahoneros”, la de doña Juana Leo-
cadia de Luján con su “macho y mula atahoneros”, la de Antonio de Vargas
Gobea con cinco caballos rocines y un macho y la atahona de Martín Suárez
de Toledo con tres bueyes atahoneros.72
Pocos años después de mudada la ciudad, en 1670 el capitán Cuello Magris
tenía su atahona con “las cabalgaduras atahoneras que parecieren”. El número
de animales era variable e indicado en forma más o menos precisa, Francisco
de Izquierdo en 1682 hace referencia a las “cabalgaduras que se componen de
una manada de yeguas”, Francisco Rodríguez en 1703 tenía “6 cabalgaduras
atahoneras”, Francisco Moreyra Calderón en 1696 sólo indica que tiene su
atahona “con algunas yeguas”73 y doña Felipa de Robles en 1703 menciona
“30 yeguas de trabajo”, el grupo más numeroso de animales del que tengamos
referencia dedicados a esta actividad.74
Interesa destacar que todos estos animales atahoneros compartían los terre-
nos urbanos, muchas veces en relación directa con la vivienda del propietario
de la molienda.

4.2. Hornos de pan y panaderías

El historiador Manuel M. Cervera hace referencia a que “todos y cada una


de las familias” procuraban fabricar el pan cotidiano para su abastecimiento
con la harina traída de molinos cordobeses, en un principio, y más tarde con
la producida en las atahonas locales (Cervera M., 1980:II-140/1). Aun así,
en Santa Fe la Vieja un acta de Cabildo del 12 de junio de 1652 menciona
algunos nombres de vecinos principales que sin desmedro de su posición social
producían y mercaban pan como panaderos: ellos son Juana Díaz Galindo,
doña María Pallarés, Feliciano de Torres Garnica y su mujer, y doña Francisca
Naharro.75
Unos años antes, cuando Juana Díaz Galindo llevaba ocho meses de casada
con el capitán Juan Martínez Carrillo, ante escribano público se dejó cons-
tancia del capital con que ella entraba al matrimonio. Entre esos bienes se
menciona un medio solar en que tenía las casas de su vivienda y en él “un horno
de cocer pan”; también era propietaria de “una atahona buena”. Es decir, Juana
Díaz Galindo producía el pan con la harina que ella misma producía.76
No era raro ni propio sólo de Santa Fe que las panaderías estuvieran asociadas
con la arquitectura doméstica. En el Cusco, según Gutiérrez, las panaderías y
sus hornos se ubicaban generalmente en la parte posterior de las viviendas y si
se podía se las dotaba de un acceso independiente, procurando que no afectara

242
la vida del patio principal, destinado a la familia. No sólo familias cusqueñas
modestas sino también algunas de las principales fueron propietarias de pana-
derías y hornos que servían para abastecer, además del consumo familiar, la
venta de pan. Gutiérrez menciona para finales del siglo XVIII al capitán don
Felipe Moscoso y Lobatón, con una panadería “conocida como de San Pablo”
en la calle del Triunfo, al propio marqués de Valleumbroso quien tenía una
ramada “bien ancha y larga” con un horno de pan que en 1786 fue reparado
por el maestro arquitecto José Palomino “con nuevo ladrillaje y con bastante
sal en el interior” y al presbítero Gregorio Linares que en el segundo de los
patios de su casa en 1751 disponía de ocho cuartos bajos con “un horno nuevo
con corral, su amasijo con su cajón, cernidor y artesa”.77
Las panaderías ocasionaban algunos inconvenientes que sus propietarios
toleraban por los beneficios que de ellas recibían, pero que molestaban a los
vecinos. Es sabido que en el Cusco don Ambrosio Nieto, en 1763 se quejaba
de que su vivienda ubicada en la calle del Mesón de la Estrella tenía sus paredes
rajadas y apuntaladas por causa “de que la casa inmediata tiene dos hornos cuya
humareda es insoportable mientras no se extinguen”.78 En Santa Fe, a poco
tiempo de trasladada la ciudad se produjo una disputa entre dos vecinos por
cuestiones de medianería y caída de aguas del tejado, que nos interesa por la
enojosa derivación que tuvo. Como consecuencia del pleito Bartolomé Már-
quez terminó derruyendo un horno de adobes que tenía su vecino Francisco
de Lerma Polanco en un terreno lindero. Éste se quejó ante las autoridades
declarando que “hasta hoy en día está el dicho mi horno destrozado sin tener
donde poder amasar, sino es en casa ajena, causando a mi mujer y familia
muchos inconvenientes”.79
El progresivo desarrollo de la ciudad estuvo acompañado de una paulatina
diferenciación de trabajos. Tareas que venían desempeñándose en cada hogar
fueron poco a poco asumidas por trabajadores, hombres o mujeres, que
hicieron de ellas su medio de vida; así surgieron las amasadoras, que durante
décadas produjeron los necesarios amasijos y panes del consumo familiar. En
1652 el Cabildo santafesino ordenó:

que los que hacen amasijos no puedan tener ganancias, sino según posturas y
sin sacarlo a la Plaza como era costumbre, lo que imposibilita para vender al
reparo, y muchos pobres y enfermos pasan días sin pan porque lo llevan los
ricos anticipadamente, que se mande al Cabildo donde se repartir en caso de
necesidad y no a las pulperías (Cervera M., II - 40).

Esta situación no cambió a lo largo del período hispánico. Todavía en la


segunda mitad del siglo XVIII la llegada de extranjeros con el propósito de
establecer panaderías producía una fuerte resistencia. En enero de 1772 Andrés

243
Vives y otro extranjero de procedencia francesa pidieron licencia para instalar
una panadería, las mujeres afectadas se presentaron solicitando que no fueran
autorizados por cuanto a ellas se les quitaría “el único medio de vida con que se
sustentan y mantienen sus familias” (Cervera M. II-40).Tomada intervención
por el procurador de la ciudad, éste dictaminó en favor de la instalación de la
panadería, invocando entre diversos fundamentos “que la panadería [...] dará
pan nuevo y cocido, de que se carece, pues la calidad del que se fabrica es con
perjuicio de la salud pública”. Además, el procurador argumentó que el pana-
dero peticionante era de oficio mecánico y estaba por lo tanto comprendido
dentro de las disposiciones reales que les favorecían. Los regidores Zevallos,
Crespo y Aldao, en cambio, se pronunciaron por la negativa fundándose en
“que es costumbre inmemorial que las mujeres hagan el pan y de esto se so-
corran, no habiendo echado nunca de menos el concurso de panaderos”. La
resolución quedó a criterio del gobernador, a quien se elevó el asunto (II-40).
Finalmente podemos mencionar la instalación de una panadería por parte de
Francisco Solís, francés, natural de San Miguel en la Provenza, quien al testar
el 11 de enero de 1800 se identifica como comerciante de antiguo arraigo en
la ciudad. Solís declaró entre sus bienes la casa de su propiedad, construida
a pocos metros de la Plaza Mayor en un solar sobre la calle de la Compañía,
pasando la esquina de Juan Francisco de Larrechea (hoy San Martín y General
López). La casa, compuesta de sala y dos aposentos, cocina y despensa, tenía
tienda y trastienda, y

dos cuartos más, uno de los cuales sirve de panadería con su horno, todo de
nueva, firme y bien proporcionada construcción cubierta de teja sobre buenas
maderas, con puertas de lo mismo y ventanas con rejas de fierro en los lugares
correspondientes a la más cómoda comunicación de una pieza a otra, ventilación
y luz de toda la casa.80

244
Notas
1
Testamento de Feliciano Rodríguez, Santa Fe, 13
Tasación de los bienes del finado D. Juan Fran-
17-IV-1606, DEEC: EC, tomo 52, f. 118. cisco de Larrechea, Santa Fe, 30-IV-1812, DEEC:
2
Calle de Herreros es actualmente Avenida 3 EC, tomo 58, expte. 213, fs.187/9v.
Poniente 100; Calle de Zapateros es Calle 8 Norte 14
Dote de doña Isabel de Belmonte, Santa Fe,
200; Calle de Carniceros es Avenida 15 Poniente 24-X-1646, DEEC: EP, tomo 1, fs. 875/79; venta
1300; y Calle de Plateros es la actual Calle 12 del capitán Bartolomé Márquez y su mujer a Luis
Norte 1800 (Bühler, 102). Romero de Pineda, Santa Fe, 16-X-1669, DEEC:
3
AGPSF: AC, tomo II, Santa Fe, acta capitular del EP, tomo 3, fs. 789v/94; testamento del capitán
7 de septiembre de 1648. Cristóbal Ximénez de Figueroa, Santa Fe, 1-V-
4
Ibídem, acta capitular del 5 de septiembre de 1693, DEEC: EP, tomo 6, fs. 492/7; censo de doña
1648. Micaela de la Cámara, Santa Fe, 12-XI-1696,
5
Testamento de Francisco Sánchez, Santa Fe, DEEC: EP, tomo 7, fs. 419v/22.
1642. DEEC: EP, tomo 1, fs. 397/8v. A través de 15
Donación de doña María Ignacia de Echagüe
las actas capitulares sabemos que, entre otros y Andía a sus sobrinos, Santa Fe, 17-XI-1784,
géneros, Juan Martín de Castro comerciaba vino DEEC: EP, tomo 18, fs. 751/3.
(AGPSF: AC, tomo II, fs. 264, Santa Fe, acta ca- 16
Venta del maestre de campo don Diego de
pitular del 3 de marzo de 1626). los Reyes Balmaceda al capitán Francisco de
6
Dote de doña Isabel de Belmonte, Santa Fe, 24- Ziburu, Santa Fe, 1-II-1714, DEEC: EP, tomo 10,
X-1646, DEEC: EP, tomo 1, fs. 875/79. fs. 26/2v.
7
Testamento de Juan González de Ataide, Santa 17
Testamento de Juan González de Ataide, Santa
Fe, 20-VII-1650, DEEC: EP, tomo 1, f. 147v. Fe, 20-VII-1650, DEEC: EP, tomo 1, fs. 147v.
8
Venta de medio solar del capitán Francisco 18
Patrimonio del maestro don Vicente Troncoso.
Resquín a don Matías Núñez de Añasco, Santa Santa Fe, 15-IX-1741, DEEC: EP, tomo 13, fs.
Fe, 17-XI-1661, DEEC: EP, tomo 2, fs. 678v/80v. 61/2v.
9
AGPSF: AC, tomo IV, fs. 238/38v. Santa Fe, acta 19
Patrimonio del licenciado don Pedro José
capitular del 21 de febrero de 1670. Crespo. Santa Fe, 13-X-1755, DEEC: EP, tomo
10
AGPSF: AC, tomo IV, fs. 274/74v., Santa Fe, acta 14, fs. 680v/1v.
capitular del 20 de abril de 1672. 20
Inventario de los bienes de doña Juana Rosa
11
Donación de doña María Ignacia de Echagüe Martínez de Rozas. Santa Fe, 25-II-1795, DEEC:
y Andía a sus sobrinos, Santa Fe, 17-XI-1784, EC, tomo 45, expte 604, fs. 560/60v.
DEEC: EP, tomo 18, fs. 751/3. 21
Contrato de arrendamiento entre el general don
12
Capital que hace don Baltasar Martínez al con- Antonio de Godoy y José Portillo, Santa Fe, 16-XII-
traer matrimonio, Santa Fe, 23-VIII-1785, DEEC: 1669, DEEC: EP, tomo 3, fs. 562/3.
EP, tomo 18, fs. 836/9v.

245
22
Testamento de Esteban Maciel, Santa Fe, 28-I- 33
Tasación de las casas de don Manuel Muñoz,
1695, DEEC: EP, tomo 6, fs. 601v/4. Santa Fe, 2-X-1778, DEEC: EC, tomo 38, expte.
23
Censo de don Simón de Avechuco a favor del 425, fs. 492/2.
monasterio de las Teresas, Santa Fe, 21-I-1766, 34
Capital que hace don Baltasar Martínez al con-
DEEC: EC, tomo 41, expte. 489, f. 69. traer matrimonio, Santa Fe, 23-VIII-1785, DEEC:
24
Donación de doña María Ignacia de Echagüe EP, tomo 18, fs. 836/9v.
y Andía a sus sobrinos. Santa Fe, 17-XI-1784, 35
Testamento por poder de don Bartolomé Díez
DEEC: EP, tomo 18, fs. 751/3. de Andino, Santa Fe, 9-XII-1763, DEEC: EP, tomo
25
Censo de don Manuel Carballo, Santa Fe, 23- 16, fs. 93/111.
IV-1768, DEEC: EP, tomo 16, fs. 721v/3. 36
Testamento por poder de don José Antonio de
26
AGPSF: Contaduría, tomo 4, años 1717/30, leg. Troncoso y Baz, Santa Fe, 14-IX-1767, DEEC: EP,
nº. 5, años 1719-21 “Sentencia y autos sobre la tomo 16, fs. 554v/61v.
visita de la Real Caja de Santa Fe y procedimiento 37
Inventario de los bienes de doña María Ventura
contra los bienes del finado Juan de Rezola, Te- del Casal. Santa Fe, 6-XII-1773, DEEC: EC, tomo
sorero de Santa Fe”. 43, expte. 560, f. 652.
27
Contrato de arrendamiento entre el general don 38
Tasación de los bienes del finado D. Juan Fran-
Antonio de Godoy y José Portillo, Santa Fe, 16- cisco de Larrechea, Santa Fe, 30-IV-1812, DEEC:
XII-1669, DEEC: EP, tomo 3, fs. 562/3; venta del EC, tomo 58, expte. 213, fs.187/9v.
general don Antonio de Godoy y Ponce de León al 39
Capital que hace don Baltasar Martínez al con-
maestre de campo Antonio de Vera Muxica, Santa traer matrimonio, Santa Fe, 23-VIII-1785, DEEC:
Fe, 13-VI-1682, DEEC: EP, tomo 5, fs. 817v/9. EP, tomo 18, fs. 836/9v.
28
Testamento del sargento mayor Pedro de Isea 40
Inventario de los bienes de doña María Ventura
y Araníbar, Santa Fe, 9-VII-1705, DEEC: EP, tomo del Casal, Santa Fe, 6-XII-1773 DEEC: EC, tomo
9, fs. 840/5; testamento del capitán Bartolomé 43, f. 652; tasación de los bienes de Domingo
Márquez, Santa Fe, 12-III-1688, DEEC: EP, tomo Maciel, Santa Fe, 22-XII-1792, DEEC: EC, tomo
6, fs. 242/9. 43, fs. 389/93.
29
Hipoteca de don Francisco Javier Martínez de 41
Tasación de la casa de doña Antonia Castañeda,
Rozas, Santa Fe, 15-IX-1793, DEEC: EP, tomo viuda de Pedro Arteaga, Santa Fe, 17-V-1800,
19, fs. 257v/8v. DEEC: EC, tomo 49, expte. 661, fs. 433/3v.
30
Patrimonio del maestro don Vicente Troncoso. 42
Patrimonio de don Gregorio de Echagüe y An-
Santa Fe, 15-IX-1741, DEEC: EP, tomo 13, fs. día, Santa Fe, 4-XI-1803, DEEC: EP, tomo 20, fs.
61/2v. 389v/92.
31
Tasación de los bienes de don Vicente Roldán, 43
Tasación de los bienes del finado D. Juan Fran-
Santa Fe, 14-IV-1826, DEEC: EC, tomo 1827, cisco de Larrechea, Santa Fe, 30-IV-1812, DEEC:
expte. 312, “Cuaderno de deudas del año de EC, tomo 58, expte. 213, fs. 187/9v.
1817 pertenecientes a mí solo. Vicente Roldán”, 44
Los juegos de “truques” y de “ajedrez” se prac-
fs. 479/59. ticaban en gran escala en el Buenos Aires del
32
Patrimonio de don Gregorio de Echagüe y An- 1600. Véase: Molina Raúl A. En: Historia, Revista
día. Santa Fe, 4-XI-1803, DEEC: EP, tomo 20, fs. trimestral de historia argentina, americana y es-
389v/92. pañola, nº 3, Buenos Aires, enero-marzo 1956,
pp. 166/77.

246
45
Venta del capitán Bartolomé Márquez y su mujer ciudad de Buenos Aires, y para pagar los gastos
a Luis Romero de Pineda, Santa Fe, 16-X-1669, ocasionados por sus exequias se hizo almoneda
DEEC: EP, tomo 3, fs. 789v/94. con los bienes que traía consigo en la barca en
46
El 12 de septiembre de 1672 Pedro Garro, que hacía el viaje. De esa manera se remataron
vecino del puerto de Buenos Aires, se presentaba en Santa Fe “una baraja de naipes nueva, y otra
solicitando el ajuste de cuentas de Agustín de baraja nueva” (Zapata Gollan, 1972:27).
Lisondo: “persona que quedó a cargo de mi tien- 57
Agi: Escribanía 851 A. “La Plata, año 1707.
da y trucos”, y que quedó debiéndole 50 pesos. El señor fiscal del Consejo de las Indias contra
DEEC: EC: tomo 58, expte. 134, año 1672, fs. Joseph Fernández Montiel y Ignacio Domínguez
541/548v. Ravanal, cuñados, vecinos de Buenos Aires, sobre
47
Memoria de lo que entrega Agustín de Lisondo diferentes excesos e inquietudes cometidos por los
a Pedro Garro. Ídem, fs. 541/3. susodichos en aquella provincia”.
48
Venta del general don Antonio de Godoy y Ponce 58
Según lo declara al testar la viuda de Monzón,
de León al maestre de campo Antonio de Vera el 20-X- 1648 (DEEC: EP, tomo 2, fs. 121/2); y
Muxica, Santa Fe, 13-VI-1682, DEEC: EP, tomo también se menciona en el testamento de Antonio
5, fs. 817v/9. Alvarez de la Vega y su mujer Francisca Resquín
49
Censo del capitán Cristóbal Ximénez de Figue- (Santa Fe, 25-VIII-1665, DEEC: EP, tomo 3, fs.
roa, Santa Fe, 28-V-1692, DEEC: EP, tomo 7, fs. 111/13v.).
133/6. 59
Inventario de los bienes de doña María de Es-
50
Inventario de los bienes de don Cristóbal Ximénez quivel, Santa Fe, 16-VII-1650, DEEC: EP, tomo
de Figueroa, Santa Fe, 4-XII-1696, DEEC: EC, 1, f. 112.
tomo 65, fs. 413/4. 60
ídem. La misma doña María de Esquivel era
51
AGPSF: Contaduría, tomo 4, años 1717/30, propietaria de una chacra en el Pago de Arriba,
leg. 5, años 719-21 206v/sigtes. “Sentencia y donde tenía “un perchel de tapias y horcones
autos sobre la visita de la Real Caja de Santa Fe cubierto de paja con su puerta y candado, doce
y procedimiento contra los bienes del finado Juan bueyes carreteros, dos arados, seis yugos, un
de Rezola, Tesorero de Santa Fe”. hacha y una azada ya usada...” que dan cuenta
52
Ibídem. de allí se sembraba.
53
AGPSF: Contaduría, tomo 4, leg. 1, “Copia de 61
Carta dotal de doña Juana Leocadia de Luján,
autos hechos en la visita de la Real Caja de Santa Santa Fe, 26-IX-1654, DEEC: EP, tomo 2, fs.
Fe por oposición que hizo el tesorero Don Francisco 484/7.
de Bracamonte de los bienes del finado tesorero 62
Testamento del capitán Juan Ximénez de Fi-
Don Juan de Rezola”, Santa Fe, 23-V-1722. gueroa, Santa Fe, 23-III-1645, DEEC: EC, tomo
54
Censo de don Manuel Muñoz, Santa Fe, 9-V- 54, fs. 322/27; dote de doña Jerónima Cortés
1764, DEEC: EP, tomo 18, fs. 163v/7. de Santuchos, Santa Fe, 13-III-1644, DEEC: EP,
55
Tasación de las casas de don Manuel Muñoz, tomo 1, fs. 633/4.
Santa Fe, 2-X-1778, DEEC: EC, tomo 38, expte. 63
Fue litigada entre el general don Cristóbal de
425, fs. 492/2. Garay y Saavedra y su primo Martín Suárez de
56
En 1656 murió en Santa Fe Fernando Nuño del Toledo, sobrinos de Hernandarias de Saavedra,
Aguila, propietario de una mesa de trucos en la hasta que finalmente en septiembre de 1650 acor-

247
daron la cesión del primero en favor del otro: “por Luján, Santa Fe, 26-IX-1654, DEEC: EP, tomo 2, fs.
conservar paz, amistad y buena correspondencia 484/7; testamento de Antonio de Vargas Gobea,
de parentesco” (Cesión del general don Cristóbal Santa Fe, 12-VIII-1654, DEEC: EP, tomo 1, fs.
de Garay y Saavedra, Santa Fe, 1-IX-1650, DEEC: 426v/9; y venta de Juan de Avila de Salazar, Santa
EP, fs. 255/8v). Fe, 12-XII-1650, DEEC: EP, tomo 2, fs. 285/6.
64
Venta de don Juan Francisco Escobar a don 73
Testamento de Francisco Moreira Calderón,
Pedro Bergallo, Santa Fe, 5-X-1819, DEEC: EP, Santa Fe, 14-II-1696, DEEC: EP, tomo 6, fs.
tomo 24, fs. 264/7). 687/91v.
65
La existencia de atahonas que hemos relevado 74
Testamento de Juan Cuello Magris, Santa Fe,
en las manzanas 1328, 1426, 1625, 1627, 7-X-1670, DEEC: EP, tomo 4, fs. 14/9v., venta del
1726, 1727, 1728, 1826, 1827, 1927 demues- capitán Mauricio del Pozo al capitán don Francisco
tra ese grado de compatibilidad. Izquierdo, Santa Fe, 12-X-1682, DEEC: EP, tomo
66
Tasación de los bienes de don Joaquín Maciel, 5, fs. 849/51; testamento del capitán Francisco
Santa Fe, 24-XI-1794, DEEC: EC, tomo 44, f. Rodríguez, Santa Fe, 27-IX-1683, DEEC: EP, tomo
311. 5, fs. 511/7v.; testamento de doña Felipa de
67
Testamento por poder de don Bartolomé Díez Robles, Santa Fe, 18-XII-1703, DEEC: EP, tomo
de Andino, Santa Fe, 9-XII-1763, DEEC: EP, tomo 9, fs. 569v/73v.
16, fs. 100. 75
Acta capitular del 22 de agosto de 1595. Publi-
68
Venta del apoderado del capitán Juan de Pereyra cada en: Actas del Cabildo de Santa Fe. Primera
Leyte, Santa Fe, 20-X-1654, DEEC: EP, tomo 2, Serie, Tomo II, Años 1590-1595. Publicación
fs. 285/6v. de la Junta Provincial de Estudios Históricos de
69
Testamento por poder de don Bartolomé Díez de Santa Fe. Santa Fe, Imp. de la Provincia, 1944,
Andino, Santa Fe, 9-XII-1763, DEEC: EP, tomo 16, pp. 130/132.
f. 100; testamento de don Francisco Javier Piedra- 76
Capital que entró a su matrimonio Juana Díaz
buena, Santa Fe, 11-VI-1778, DEEC: EC, tomo 38, Galindo, Santa Fe, 28-I-1648, DEEC: EP, tomo 1,
f. 414; patrimonio de don Manuel Ignacio Díez de fs. 859/67v y EC, tomo 53. 262/71v.
Andino otorgado por su madre, Santa Fe, 24-XII- 77
Transcripto por R. Gutiérrez, P. de Azevedo, G.
1767, DEEC: EP, tomo 16, fs. 583v/6v. Viñuales, E. de Azevedo y R. Vallín, Op. cit., p. 67.
70
Venta de Ventura de Borja y su mujer a Manuel 78
Idem.
Rodríguez Baltar, Santa Fe, 20-X-1707, DEEC: 79
AGPSF: AC, tomo III, fs. 267/9.
EP, tomo 8, fs. 21/22v; inventario de los bienes 80
Fundación de capellanía por don Francisco Solís,
de doña Isabel Rangel de Sanabria, Santa Fe, 11-I-1800, DEEC: EP, tomo 20, fs. 1/4.
17-VIII-1711, DEEC: EC, tomo 20, expte. 77, fs.
272v/4; tasación de los bienes de don Joaquín
Maciel, Santa Fe, 24-XI-1794, DEEC: EC, tomo
44, expte. 572, f. 311.
71
AGPSF: AC, tomo II, fs. 192/3, Santa Fe, Petición
de Gabriel de Hermonsilla Sevillano.
72
Inventario de los bienes de doña María de Es-
quivel, Santa Fe, 16-VII-1650, DEEC: EP, tomo 1,
fs. 112; carta dotal de doña Juana Leocadia de

248
Ilustración 11.1

Ilustración 11.2

Ilustración 11.1. Tienda en esquina que formó parte de la casa de Manuel Fernández de
Therán, luego de sus herederos Larrechea y Roteta, demolida (archivo Junta Provincial de
Estudios Históricos, foto 38).
Ilustración 11.2. Tienda de la casa de Muñoz, luego de Sañudo, demolida (archivo Junta
Provincial de Estudios Históricos, foto 268).

249
Ilustración 11.3

Ilustración 11.4

Ilustración 11.3. Tienda en la esquina de calles 9 de Julio y Entre Ríos, demolida (archivo
Junta Provincial de Estudios Históricos, foto 32).
Ilustración 11.4. La misma tienda en esquina (foto Hernán Busaniche, ca. 1950, colección
Hernán Busaniche, nieto).

250
Ilustración 11.5

Ilustración 11.6

Ilustración 11.5. Casas de negocios en Córdoba (dibujo de J. Kronfuss, Arquitectura colonial


en la Argentina, p. 152).
Ilustración 11.6. Casa de comercio en Salta (dibujo de J. Kronfuss, Arquitectura colonial en
la Argentina, p. 43).

251
Ilustración 11.7

Ilustración 11.8

Ilustración 11.7. Puertas en esquina en la tienda de calles 9 de Julio y Entre Ríos, demolida
(“Las ciudades de Santa Fe y Corrientes”, Academia Nacional de Bellas Artes, lámina XXVI).
Ilustración 11.8. Puertas esquineras en la tienda de la Casa Atienza en Salta (dibujo de J.
Augspurg en M. Sola, Arquitectura colonial de Salta, p. 46).

252
Capítulo 12
Modalidades de producción arquitectónica

1. La región litoral

La arquitectura doméstica conforma un tema complejo en el que confluyen


desde las condiciones geográficas, topográficas y climáticas, hasta las tecnoló-
gicas, económicas y operativo-productivas, y en donde también intervienen
cuestiones de gusto, requerimientos, necesidades, aspiraciones personales o
colectivas establecidas por las costumbres, los usos y necesidades de determi-
nados grupos, estamentos o clases sociales. Por ello, el tema de la vivienda no
se puede abordar sin esbozar el proceso histórico social en el que se inserta y
las modalidades de producción arquitectónica que se practicaron en Santa Fe
durante el período hispánico.
Debemos comenzar por situar a la producción arquitectónica santafesina en
el contexto más amplio de su región de pertenencia, entendiendo por región
a un espacio no necesariamente homogéneo, cuya unidad está dada porque
las diversas partes que la conforman son complementarias y mantienen una
interrelación dinámica. Para reconocer una entidad regional entran en juego
una serie de variables (geografía, economía, etc.) que se articulan entre sí pero
que de por sí solas no definen a la región, al menos en los términos que nos
interesan. Desde ese punto de vista, el espacio sobre el que vamos a tratar puede
ser definido considerando sus características geográficas y poblacionales.
La región litoral de lo que hoy es el territorio argentino se estructura verte-
brándose en el río Paraná, canal utilizado por los españoles de la conquista,
en una primera etapa como vía a remontar en busca de la Sierra de la Plata o

253
las tierras del Rey Blanco y luego, en sentido inverso, en el proceso expansivo
de los pobladores de Asunción.
El Paraná es uno de los ejes comunicacionales en torno a los cuales se produjo
el poblamiento español en el actual territorio argentino, los otros dos fueron
las rutas del Alto Perú y de Chile al centro argentino; así se conformaron tres
regiones fácilmente identificables: las del Litoral, el Tucumán y Cuyo. Dos
nudos o polos territoriales, el centro (Córdoba) y Buenos Aires, constituyen
otras dos de las cinco regiones que se pueden distinguir durante el período
hispánico (De Paula, 12).
A partir del momento en que los españoles del Paraguay vuelven su interés
río abajo, articulan una realidad regional sustentada en un origen poblacional
similar, una forma de comunicación preponderantemente fluvial y una red
comercial dinamizadora de contactos personales y de transferencias de expe-
riencias de todo tipo.
Ese territorio, en tiempos prehispánicos, no había sido un espacio vacío
pero las poblaciones aborígenes locales no tuvieron posibilidad de ofrecer
resistencia a un modelo que se venía aplicando desde los inicios de la presencia
española en toda América. Las culturas nativas establecieron diverso grado de
articulación con la cultura europea. El grupo chaná-timbú de la costa santa-
fesina y los guaraníes venidos del Paraguay fueron incorporados en la génesis
de ese nuevo proceso, otros grupos –chaqueños y querandíes– consiguieron
sustraerse durante un tiempo de la presencia española, pero todos se vieron
invariablemente comprendidos en una nueva modalidad territorial que tendía
a estructurarse sistemática y homogéneamente, aplicando modelos y procedi-
mientos idealmente transferibles o repetibles.
Santa Fe (1573), Buenos Aires (1580), Concepción del Bermejo (1585) y
San Juan de Vera de las Siete Corrientes (1588) se sumaron a la población
de Asunción apuntalando el dominio español y el transplante cultural en
una extensa geografía. El esquema urbano y rural que venía repitiéndose y
ajustándose en la praxis poblacional de la conquista del resto de América ya
está definido para ese entonces. La fundación de las ciudades mencionadas
coincide con el cierre de esa primera etapa de la historia de América.
Tal como lo caracteriza Ramón Gutiérrez, a lo largo del período hispánico
Asunción y Buenos Aires se comportaron como los puntos extremos de ese
sistema generador y de comunicación fluvial (1983:37). En tanto que Santa
Fe y Corrientes actuaron como escalas o puntos intermedios y sus pobladores
se insertaron en el sistema regional en función de la gravitación de los dos
extremos del corredor fluvial.

254
2. Arquitectura empírica y regional

Podemos encontrar y caracterizar una arquitectura regional mientras es posi-


ble mantener una suerte de equilibrio entre los centros urbanos del corredor
paranaense y hasta que ésta se quiebra a finales del siglo XVIII con la hege-
monía de Buenos Aires instaurada como capital del Virreinato del Río de la
Plata (1776).
Entrando ya en la relación entre región y cultura, Alberto de Paula señala
que en la evolución de la cultura regional se pueden reconocer diversas etapas
cuyo correlato es claramente identificable en lo arquitectónico. En las prime-
ras etapas, dice De Paula, “prevalece la tendencia regionalista y se desarrolla
la denominada cultura vernácula”. En ella “las manifestaciones culturales se
adecuan entonces a las posibilidades del medio y a sus características climáticas
y paisajísticas, con un alto grado de espontaneidad” (8).
En otros términos, el proceso de conformación regional es básicamente
endógeno, con una notoria preponderancia de los aportes y transferencias
locales por sobre las foráneas o exógenas. A su vez, región y arquitectura re-
gional son posibles en un marco cultural que tolera las formas de producción
y las experiencias locales.
En los orígenes de este proceso hay un modelo ideal propio de la intelec-
tualización renacentista en el que el mundo se ordena armónicamente según
pautas y leyes racionalmente establecidas. En ese contexto, resulta sorpren-
dente que en Hispanoamérica, partiendo de un concepto espacial rígido y
ordenador como lo fue la traza de sus ciudades, el paisaje urbano refleje un
alto grado de diversidad. Es que en el desarrollo del proceso han de revelarse
los obstáculos que impiden esquematizar la realidad, que retardan la ocupa-
ción efectiva del territorio y la aplicación incontaminada de modelos. Lo que
decimos para nuestra región litoral, desde luego, puede verificarse a lo largo
de toda América, desde México hasta el Río de la Plata. La aproximación al
caso particular que nos ocupa permite reconocer modalidades, etapas y formas
de producción propias.
En todo caso, esto fue posible porque el momento de la cultura barroca es,
por su parte, regional y popular y por lo tanto no entró en conflicto con las
formas expresivas de cada región. Será la segunda mitad del siglo XVIII, el
momento en que producirá una escisión profunda cuando las ideas exógenas
partiendo de conceptos rígidos pretenderán impostar su universalidad sobre
los modelos regionales.
Sintetizando, para entender este proceso en sus aspectos arquitectónicos,
urbanísticos y territoriales, siguiendo a Gutiérrez podemos reconocer tres
momentos (1980):

255
• el del primer contacto entre el mundo español y el aborigen.
• el de la consolidación de una arquitectura regional y popular.
• el de la incorporación de nuevos modelos culturales y la crisis de las
tradiciones regionales.

2.1 Primer momento: el contacto


entre el mundo español y el aborigen

El primer momento está referido a una etapa de construcción, por parte del
español, de un espacio –la ciudad y su territorio– que tiene más de ideal y
formal que de real. Sin embargo, el mundo real se impone rápidamente ya
que el modelo implantado, a su vez, exige concretarse en el inmediato plazo
y definir el escenario para la vida cotidiana y pública de la población que nace
a partir del acto fundacional. En esa circunstancia, que plantea necesidades
que deben resolverse con urgencia, tan elementales como el cobijo para la
familia y su servicio, o para el culto y la sede de la administración capitular,
las experiencias constructivas de los conquistadores, aunque insuficientes, son
volcadas y asimiladas a aquellas que puede aportar la mano de obra nativa.
En los tiempos de la conquista de Chile, opina Myriam Waisberg, es probable
que los aborígenes hayan superado en habilidades constructivas a los peninsu-
lares, quienes preferentemente se dedicaban a la guerra y las armas (193).
En una región como la del Río de la Plata el español o mestizo, convertido
en vecino fundador de la ciudad, debió ingeniarse para repetir con diverso
grado de acierto lo visto en su lugar de origen mientras recurría a la experien-
cia constructiva de los aborígenes. De vez en cuando se pudo contar con la
colaboración de alguien cuya capacitación provenía del ejercicio de su praxis
constructiva en un medio donde el binomio ensayo-error parecía ser el único
método de aprendizaje.
Según Gutiérrez, de las tres alternativas –transculturación por impostación,
superposición o mestización– en torno a las cuales gira el proceso hispano-
americano, aquí se produce una importación cultural que en lugar de resultar
antinómica confluye con el carácter espontáneo de esa primera arquitectura
rioplatense. La situación periférica de la región y la etapa regresiva en que se
encuentran algunas culturas indígenas posibilitan o condicionan un proceso
de estas características (1971:21).
En un principio, la falta de antecedentes de asentamientos aborígenes sus-
ceptibles de ser utilizados por los españoles, aun en la emergencia del caso,
obligó al conquistador a producir una arquitectura espontánea, rudimentaria
y simple.

256
Corresponde esta época a la de arquitectura sin arquitectos cuyo proceso ha
sido definido y caracterizado por Ramón Gutiérrez (1980). El producto es una
arquitectura espontánea, con soluciones técnicas elementales y utilización de
los escasos recursos disponibles. Se configura una transición entre concepciones
espaciales y habitacionales diferentes: la del territorio prehispánico y la de la
ciudad española en América.

2.2. Segundo momento: arquitectura regional y popular

En un segundo momento, cuyo inicio cronológico es imposible precisar, se define


una arquitectura popular generada sobre la base de modelos transculturados
y del aprendizaje pragmático, perfeccionado por la experiencia acumulada y
colectiva. Mientras tanto, la empresa fundacional se consolidaba y la paulatina
complejización del sistema económico y social se transfería al hecho urbano.
En regiones como la del Cusco, los conquistadores se encontraron con que
el sistema de trabajo incaico estaba organizado en el ámbito de la construcción
de residencias, palacios y templos con mano de obra especializada y que los
sistemas de aprendizaje eran similares a los de los gremios medievales europeos.
Naturalmente, este tipo de especialización artesanal fue aprovechado por los
españoles, pero la escasez de maestros de arquitectura y su presencia ocasional
según convocatorias con fines muy precisos, limitó su intervención a los edifi-
cios religiosos de mayor importancia (Gutiérrez et al., 1981b:93). Los maestros
que construyeron las viviendas de Lima también fueron artesanos, con una
capacidad técnica y creativa que les permitía incursionar en el ámbito de la
arquitectura a pesar de las improvisaciones y de la escasa formación menestral
recibida en una decadente relación entre maestros y aprendices (Harth-Terré
y Márquez Ambato, 8).
En este momento en el Litoral argentino se concreta una tradición arqui-
tectónica cuya caracterización, dice Carlos M. Reinante (1991), parte de
aceptar la existencia de modelos que cada región desarrolla como síntesis de
sus capacidades y posibilidades.

En cada región –plantea por su parte Alberto de Paula– la homogeneidad de


recursos constructivos, la persistencia de tradiciones vernáculas adecuadas al
clima lugareño, los recursos humanos disponibles y sus modos de trabajo carac-
terizan sus resultados que, desde mediados del siglo XVII en adelante, alcanzan
calidades de perdurabilidad (12).

Esa arquitectura popular como la espontánea de la primera etapa, es igual-


mente anónima y carente de fundamentaciones teóricas.

257
La historia de Santa Fe registra repetidas ocasiones en que los mismos ca-
bildantes debieron dar traza o conducir alguna obra. El propio Hernandarias
de Saavedra desde sus funciones de gobernador del Río de la Plata se ocupó
de enseñar a fabricar tejas, de lo que da cuenta en una Relación de 1604,
en la que expresa “siendo yo el maestro de ella y de estas obras, de que me
precio mucho”.
En el caso santafesino, dentro de este segundo momento podemos recono-
cer, cronológicamente, dos tradiciones en función del material constructivo
preponderante en la definición de las tecnologías: la tierra cruda asociada a
la madera y el ladrillo.

• La tradición maderera
A medida que avanza el siglo XVII se instalan en Santa Fe algunos artesanos
que practican, enseñan y transmiten su oficio. Los carpinteros son quienes
reciben los encargos para la construcción de edificios, por cuanto son los más
capacitados para controlar y ejecutar las diversas fases del proceso constructivo,
desde la selección y corte de la madera para la obra, hasta el ensamblaje de
la estructura de la cubierta, pasando por el labrado de umbrales, aberturas y
rejas, y el indispensable armado de los aparejos de tapiales (tablas que servían
de encofrado para apisonar la tierra de los muros de tapia).
No es casual que los dos únicos contratos de construcción que conocemos
del siglo XVII, antes y después del traslado de Santa Fe, fueron celebrados
con los carpinteros Juan Cabrera, en 1646, y Juan de Vera en 1694. Y entre
otras referencias sobre el accionar de carpinteros como responsables de obras
podemos agregar que en 1665 el Cabildo encargó a Juan Gómez de Salinas
“oficial de carpintería”, la fábrica de la iglesia de San Roque, y que en 1677
Antonio Coronel, “oficial maestro de carpintería”, menciona sus largos años
de servicio “en obras públicas”.
Durante el siglo XVII la tradición maderera parece afianzarse dentro de un
ámbito geográfico más amplio, vertebrado por el Paraná, en el que las ciudades
ribereñas comparten un fluido y constante intercambio de experiencias que se
manifiestan en el carácter regional de la arquitectura colonial. En ese contexto
es representativo el caso de Pedro Domínguez de Obelar, miembro de una
familia principal de Santa Fe que en el momento del traslado de la ciudad
intervino en la obra de la nueva Iglesia Matriz, haciéndose cargo del corte de
las maderas y de su transporte desde una distancia de más de 26 leguas. Más
tarde, radicado en Asunción, Domínguez de Obelar continuó alternando las
más altas funciones públicas con la dirección de obras en las que fue funda-
mental su conocimiento de las maderas.1
Debemos señalar, además, que la reiteración de modelos, modificados y
adecuados según los requerimientos y posibilidades del medio y de sus ha-

258
bitantes fue determinando algunos tipos de edificios –particularmente en la
arquitectura doméstica– de cuya asociación resultó un tejido urbano unitario
y homogéneo, caracterizado como producto colectivo.
En el contexto de ese tejido homogéneo se insertaron algunas obras sin-
gulares por su significación y envergadura, en las que confluyeron la praxis
arquitectónica y el trasplante de modelos resolutivos más complejos. Tal es el
caso del convento de San Francisco, donde la práctica constructiva de gene-
raciones se renueva con los aportes intemporales de la tradición mudéjar y de
algún tratado de carpintería. La aplicación de la misma tradición maderera en
obras domésticas y eclesiásticas, permite reconocer soluciones constructivas y
espaciales similares, como la utilización de pies derechos, ménsulas y zapatas
de madera dura, los muros de tapia, los tejados de las cubiertas y las galerías o
corredores; sin embargo el adecuado manejo de la escala daba como resultado
una clara asignación de distintas connotaciones simbólicas.

• La tradición mamposteril
A principios del siglo XVIII, la inestabilidad en las fronteras santafesinas
provoca un período crítico que repercute necesariamente en los procesos
constructivos, interrumpiendo algunas obras en marcha y retardando nuevos
emprendimientos.
Superada esta circunstancia, cuando se reactiva la producción arquitectó-
nica puede notarse que los carpinteros, si bien todavía mantienen su vigencia
en la tarea constructiva, han perdido el control de la obra completa y deben
circunscribirse a la resolución y ejecución de algunas de sus partes. Aún podre-
mos encontrar trabajos de madera destacables, especialmente en las cubiertas,
pero la elaboración y aplicación de otros materiales (adobes y ladrillos de
barro cocido) los desplazan de tareas fundamentales que pasan a desempeñar
albañiles y maestros de obra.
Estos cambios se pueden detectar, antes de que alcancen a penetrar en el
campo de la arquitectura doméstica, en las obras de mayor importancia, re-
tomadas o iniciadas en la cuarta década del siglo, cuando la concertación de
paces con mocovíes y abipones y los beneficios del Puerto Preciso promovieron
la recuperación y crecimiento de Santa Fe.
En esta época, por ejemplo, para continuar la fábrica de su iglesia y colegio,
la Compañía de Jesús promueve la venida de algunos de sus arquitectos, como
Juan Bautista Prímoli y Andrés Blanqui, que si bien no llega a concretarse de
todos modos constituye la primera referencia conocida de intentos de acción
profesional en el medio santafesino. En 1734 se decía que “era preciso que
viniese el hermano Blanqui para ver si eran capaces las paredes de echarse
bóveda de cal y ladrillo, y en caso de serlo que el Padre Rector se previniese de
materiales para echarla a su tiempo, para lo que volvería otra vez de Córdoba

259
dicho hermano”. El hermano Blanqui no vino a Santa Fe y en 1740 el Padre
Provincial ordenó que “viniendo el Hermano Schmidt se pondrá todo empeño
en que se componga el techo de la Iglesia porque éste no padezca de goteras
los daños que padece”. Según los arquitectos De Paula, Gutiérrez y Viñuales
parecería ser que Schmidt fue quien proyectó la bóveda de madera del templo
jesuítico de Santa Fe, al tipo del que había resuelto para la Compañía en Salta.
En 1748 el problema de la cubierta todavía persistía; parece que el impulso
definitivo se dio a partir de entonces y sabemos con precisión que, por lo menos
en 1753, el hermano Antonio Harls formaba parte de la comunidad jesuita
santafesina. Su presencia, tratándose de un acreditado ebanista y arquitecto no
pudo estar sino relacionada con las obras que se estaban ejecutando, y debió
intervenir no sólo en la construcción de la cubierta sino también en la de la
torre, que para 1755 se dio por terminada.
Mientras tanto, en forma paralela a las obras de la nueva Iglesia, el edificio
del Colegio fue replanteado totalmente. Los trabajos de construcción y modi-
ficaciones se sucedieron a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, siendo
particularmente destacables las ampliaciones que se realizaron para alojar el
Oficio de Misiones. En síntesis, el conjunto de la Compañía de Jesús ejempli-
ficó una nueva época de la arquitectura santafesina, que puede distinguirse de
la fuerte tradición maderera que venía del siglo anterior. La manera de resolver
las galerías, determinantes de la imagen de los patios, es clave para distinguir
ambas fases. El conjunto jesuítico abandona los tradicionales pies derechos y
zapatas de madera labrada que caracterizan a la iglesia de San Francisco o la
casa de los Díez de Andino, para reemplazarlos, en una primera instancia por
pilares de mampostería en los que apoyan las soleras y luego por arquerías de
medio punto que eliminan toda referencia estructural y formal con el primer
tipo. La bóveda de la Iglesia, que intentó hacerse de cal y ladrillo y terminó
resolviéndose en madera, marca otra de las variantes de la búsqueda de una
nueva expresión arquitectónica que, despojándose de las constantes litoraleñas,
se aproxima a la de Buenos Aires y la región pampeana. Otro aspecto que
merece destacarse es el amplio uso de piedra caliza del Paraná para la fábrica
de los muros.
Por esos mismos años, entre 1749 y 1752, el maestre de campo don Manuel
Maciel se hace cargo de la fábrica de un nuevo edificio para Iglesia Parroquial
(hoy Catedral) y construye un templo de tres naves, atípico en la arquitectura
colonial local, haciendo amplio uso de arcos de mampostería.
En ambos casos se trata de obras donde la introducción de un nuevo lenguaje
arquitectónico –basado en el uso de la bóveda o del arco–, va desplazando la
típica estructura arquitrabada y las cubiertas de pares y nudillos de nuestra
tradición maderera. Aunque lígnea, la bóveda de la iglesia de la Compañía,
marca esa nueva tendencia ocultando la madera con fajas de lienzo pintado;

260
mientras que la ejecución del techo de la Matriz –con tijeras y tirantes– antes
que inscribirse en la praxis carpintera se plantea como un problema que queda
sin resolver en relación con la arquería de sus naves.

• La arquitectura doméstica de la segunda mitad del siglo XVIII


Con estos ejemplos queda abierto un camino en la práctica constructiva
que ha de verificarse en el resto del período hispánico en algunos casos de
arquitectura doméstica, proyectándose más tarde a la arquitectura poscolonial.
El reemplazo de los pies derechos de madera dura por pilares de mampostería
para sostén de las galerías, los muros de adobe o ladrillo, los cielorrasos de
estera o de lienzo, son síntomas claros de esa nueva tendencia que pueden
encontrarse en la casa de Joaquín Maciel, construida al iniciarse la segunda
mitad del siglo.
En la producción arquitectónica del siglo XVIII santafesino encontramos
protagonistas como el maestre de campo Manuel Maciel, propietario de hornos
de cocer ladrillos y tejas, que tuvo a su cargo otras obras además de la Iglesia
Matriz. Sus intervenciones en este sentido permiten reconocer un tipo parti-
cular de constructor que, perteneciendo a los grupos de poder, no encuentra
menoscabo en la práctica arquitectónica. Entre otros, podríamos agregar los
nombres de don Gabriel de Lassaga, de don José Teodoro de Larramendi
(Pistone, 1973:410) y de don José de Tarragona.
Pero en la segunda mitad del siglo también encontramos maestros albañiles
–en contados casos con alguna formación teórica, por lo común con conoci-
mientos empíricos– comprometidos en la producción arquitectónica como
medio de vida. Entre ellos, José López de Arretegui, que ha de tener directa
intervención en algunas obras de la ciudad y en la fábrica del convento francis-
cano de San Carlos, en San Lorenzo; y el catalán Esteban Tast, que se vincula
a los comienzos de la fábrica de un nuevo edificio del Cabildo.

2.3. Tercer momento: la revisión de las tradiciones

La predominancia de Buenos Aires sobre la región se ratifica con su designa-


ción como sede del Virreinato del Río de la Plata y la ejecución de una serie
de obras arquitectónicas y de infraestructura a cargo de ingenieros militares.
Aun cuando el neoclasicismo imperante en la España contemporánea retarda
su arribo a nuestras playas, el planteo arquitectónico generado por estos in-
genieros se caracteriza por planteos funcionalistas y de sobriedad ornamental
(Gutiérrez, 1971:41).
Estos nuevos modelos gravitan sobre los maestros de obra e idóneos que en
Santa Fe y Corrientes continúan siendo los protagonistas de la producción

261
arquitectónica. “El carácter empírico y popular de las primeras obras –dice
Carlos Reinante– va a ir cediendo hacia formas más ricas en simbologías”.
Formas que proceden de modelos exógenos, establecen una relación dialéctica
con aquellas modalidades endógenas generadas por la arquitectura popular
(Gutiérrez, 1978:44).
Los tiempos todavía permiten la formulación de experiencias constructivas
de un gran empirismo como las que lleva a cabo el ermitaño Francisco Javier
de la Rosa para levantar un santuario dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe
entre 1779 y 1780.
A finales del siglo XVIII, tal como lo hemos señalado, la práctica arquitec-
tónica de la región es ejercida por maestros de obra y maestros albañiles con
una formación tan empírica como la de los carpinteros, pero influida por los
nuevos modelos introducidos al Río de la Plata desde la capital del Virreinato.
El primero que podemos identificar es el mencionado José de Tarragona que
construye su casa urbana y su quinta (luego conocida como Aduana Vieja)
en las que incorpora la azotea para su cubierta.
El viraje cultural intelectualiza el proceso constructivo y el producto arqui-
tectónico regional y popular es revisado a la luz de nuevas pautas formales y
tecnológicas, su principio generador es vulnerado, desarticulando sus bases
tradicionales y posibilitando su desestructuración en el futuro próximo.
Revolución y anarquía habrán de desacelerar ese proceso pero las modali-
dades endógenas ya han sido cuestionadas y puestas en crisis, los cauces para
nuevos procesos de transculturación han quedado definitivamente abiertos
dificultando, de aquí en más, el carácter regional de la producción arquitec-
tónica en el litoral.

3. La organización de la construcción

En el primer momento de contacto entre el mundo español y el aborigen, carac-


terizado por las emergencias fundacionales que debían resolverse a corto plazo,
fueron los expedicionarios, convertidos en primeros vecinos, quienes tuvieron
que tomar a su cargo las obras de construcción; posteriormente la praxis y la
llegada de nuevos pobladores irían aportando artesanos competentes para estas
tareas. Sólo para algunas de las pocas obras de envergadura como el Cabildo y
las iglesias, los hombres más experimentados daban trazas para su ejecución.
El vecindario colaboraba en las obras públicas de la ciudad y en las de ca-
rácter religioso, participando activamente o suministrando trabajadores de su
servicio. Consta que en 1590, para los trabajos de la Iglesia Matriz, el Cabildo
comisionó al regidor Francisco Ramírez para que “reparta los vecinos por listas,
para que empiecen a hacer la dicha iglesia por semanas”.2

262
Debido a la falta de albañiles, los carpinteros fueron tomando a su cargo
las tareas propias de la construcción y tuvieron una intervención protagónica
en obras de tapia francesa u ordinaria. De ellos dependía la realización de la
estructura independiente de horcones en el primer caso y la construcción de
los “tapiales” y sus aparejos en el segundo, como así también la ejecución de la
estructura de la cubierta y la realización de umbrales, dinteles, puertas, ventanas
y rejas. Entre los aranceles dispuestos por el Cabildo para los diversos oficios,
se fijaron los precios de los trabajos de los carpinteros; los más antiguos datan
de los primeros años de la ciudad, constan en actas de 1575 a 1577 y están
referidos a puertas, ventanas y “tapiales”.3
Resulta pertinente aclarar que la importancia del carpintero en la construc-
ción también se dio en otras ciudades cercanas como San Miguel de Tucumán,
más distantes como Cusco (Gutiérrez et al., 1981b:93) o muchísimo más
lejanas como Puebla de los Ángeles (Bühler, 53).
Entre los carpinteros de Santa Fe ya hemos mencionado los nombres de Juan
de Cabrera, Juan Gómez de Salinas y Pedro Domínguez de Obelar. En el ya
referido contrato celebrado en 1649 entre el alférez Juan de Vargas Machuca
y el carpintero Juan Cabrera, este último se obliga a traer desde el monte la
madera de algarrobo y espinillo necesaria y a construir una casa de cuatro
aguas con corredores por la parte del este y poniente, con llaves, tirantes y
canes para sobrado, es decir para el entrepiso.4
Esta modalidad de relación entre comitente y constructor fue similar en
distintas partes de América y en distintos momentos. En un contrato fechado
en Lima en 1543 el maestro de carpintería Gonzalo de Luna conviene con su
comitente, el regidor don Francisco de Ampuero que “vos el dicho Francisco
de Ampuero de me dar indios para ayudarme a poner la madera” (Harth-Terré
y Márquez Ambato, 4). En el concierto celebrado en 1613 en el Cusco entre
Valdés y Bazán y el indio Francisco Guamán Cusi, “oficial carpintero”, para
que éste construyera unas paredes desde los cimientos y su techo de tijerales,
Valdés se comprometió a proveerle materiales e indios para que le ayudasen
(Gutiérrez et al., 1981b: 93).
Todavía tres años anterior es un contrato de construcción celebrado en San
Miguel de Tucumán entre Pedro Fernández de Andrada y Diego de Solís. Por
este contrato Solís se obligó a “asistir a trabajar en las casas del dicho Pedro
Fernández de Andrada hasta las cubrir todas en costilla, que se entiende po-
ner las vigas y soleras y tixeras y canes y cintas arriba y hacer las puertas de la
dicha casa que son nueve pares y cuatro pares de ventanas, con sus puertas y
balaustres torneados”. El contrato incluía, en los mismos términos y a conti-
nuación de los detalles constructivos referidos, la realización de “un estrado y
una tinaxera”. Solís se comprometía a realizar todo, “trabaxando personalmente
hasta tanto que se acabe lo susodicho”. Aquí, como en los contratos que he-

263
mos comentado del Cusco y de Santa Fe, el contratante se obligaba, además
del pago correspondiente, a aportar “cinco indios que no sean oficiales” para
ayudar al carpintero en sus tareas (Lizondo Borda, 266/7).
Muy posterior y diferente es el contrato celebrado en Buenos Aires, en 1778,
entre don Pedro Medrano y el arquitecto Pedro Preciado, en el cual además del
título que se confiere al constructor, la tecnología de cal y ladrillo y los techos
de azotea han desplazado al carpintero a un campo de acción restringida sólo
a algunos aspectos de la construcción, tal como lo comentaremos más adelante
al referirnos al catalán Esteban Tast que trabajó por aquellos mismos años en
Santa Fe (Furlong, 1946:111).
Como vemos, los contratos concertados ante escribanos públicos permitían
establecer formalmente las obligaciones que adquirían propietario y construc-
tor ante la obra que se emprendía. Sin embargo, hasta donde conocemos, los
conciertos celebrados mediante contratos estuvieron muy lejos de ser la norma
en toda América española, aunque en Santa Fe fueron más raros que en otros
lados. Seguramente una ciudad con escasa población, aislada centenares de
leguas de las ciudades más próximas, permitía que el entendimiento entre
artesano y comitente tuviera un carácter personal. Pero sobre todo las moda-
lidades productivas, eminentemente empíricas, en las cuales la ideación de la
obra reemplazaba al proyecto mediante variaciones distributivas y tecnológicas
sobre tipos arquitectónicos ya conocidos, no requerían de instrumentos legales
como condición necesaria y preestablecida.
En el medio santafesino, ni para las obras institucionales más importantes
ni para la edificación de viviendas trabajaron profesionales de la construcción
que tuvieran algún tipo de conocimiento teórico, más allá de la propia empiria,
a lo sumo algunos hermanos jesuitas como los que ya hemos mencionado.
Este panorama fue compartido por todas las ciudades de la región rioplatense
y sus vecinas paraguaya y tucumana.
En Santa Fe, durante la época colonial los artesanos relacionados con la cons-
trucción no estuvieron agremiados. Seguramente la escasa población artesanal
y la menor demanda de trabajos, los alejaba del caso de otras ciudades como
Puebla, en donde los principales gremios relacionados con la construcción
–carpinteros, albañiles, canteros y alarifes–, contaron con sus propios estatutos
a partir del año 1605,5 además de los proveedores de materiales como ladrille-
ros y caleros que también estaban organizados gremialmente (Bühler, 53).
La mano de obra empleada en la construcción era la de los indios, a veces
libremente concertados y otras bajo el vínculo de la encomienda. Feliciano
Rodríguez en su testamento de 1606 declara que “quieren atribuir a que la casa
que yo tengo hecha en Miraflores la hice y hice y reedifiqué con los indios de
la encomienda de [mi nuera] Catalina Rodríguez”.6 En el mismo testamento
Rodríguez aclara que con esos indios tan sólo construyó un “chiquerillo” ya

264
deshecho, mientras que en las obras de su casa trabajaron los indios de su
propia encomienda.
También hubo indios y negros esclavos que trabajaron al servicio de un
español que actuaba a modo de “contratista”. Así, en un pleito seguido por los
mercedarios, los frailes pidieron que para reparar los daños que en su convento
les había ocasionado su vecino Bartolomé Belloto, se mandase

a los indios y negros [que] es público y notorio son y corren por cuenta del
capitán José Servín en cuyo nombre el dicho Bartolomé Belloto los puede
prestar a este convento para algunos reparos forzosos de que su dueño lo
dará por bien, porque es hombre muy cristiano y limosnero y en particular
muy devoto y aficionado a mi sagrada religión.7

Los indios eran quienes realizaban el trabajo grueso y tedioso de pisar la tierra
para la tapia ordinaria y de secundar a los carpinteros en las tareas pesadas. Tal
como consta en el contrato celebrado entre Vargas Machuca y el carpintero
Cabrera, el primero se comprometió a proporcionar tres indios para que le
acompañaran al monte a buscar la madera necesaria para la construcción y a
proveerle de un indio para que le ayude en la obra.
La importancia que tenían los aborígenes en la provisión de mano de obra en
la construcción era tal que en 1627 se presentó una petición en el Cabildo para
que no se les permitiera asistir a las vaquerías sino que, como estaba ya mandado,
acudan a prestar servicios en las sementeras y en la construcción de casas.8
La participación de carpinteros y otros artesanos vinculados con la cons-
trucción, y la asistencia de la mano de obra de indios y negros fueron configu-
rando la tradición arquitectónica que hemos caracterizado como un segundo
momento regional y popular.
En el siglo XVIII no se puede omitir la mención del sacerdote jesuita Florián
Paucke (Witzig, Silesia, 1719 - Faenza, Italia, 1780), misionero en las reduc-
ciones mocovíes de San Javier y San Pedro. A la par de su labor misionera, tuvo
a su cargo la edificación de las iglesias y casas parroquiales de esos pueblos,
tarea en la que puso en práctica sus conocimientos en la materia, adquiridos
mediante la observación y la experimentación de técnicas constructivas utili-
zadas en el medio santafesino. Sus experiencias y resultados fueron relatados
por él mismo durante su exilio en una obra cuyo manuscrito e ilustraciones
originales se conservan en el monasterio cisterciense de Zwettl (Baja Austria),
traducido al castellano en el siglo XX y publicado con el título de Hacia allá y
para acá. Una estada entre los indios mocovíes. En esta obra se ocupa de describir
pormenorizadamente la técnica de la tapia, la fabricación del ladrillo cocido
y del adobe, como así también diversos modos de realizar los enlucidos de las
paredes (III-180).

265
Las condiciones de producción y los tipos de arquitectura doméstica ge-
nerados permitían también la activa intervención de algunos vecinos con
inclinación por las tareas edilicias, no sólo en los estratos medios e inferiores
sino también en los estamentos más altos de la sociedad local.
Tal es el caso del sargento mayor don Antonio Gómez de Centurión, que
en la primera mitad del siglo XVIII parece haber sido un entendido en ma-
teria edilicia. Fue contratado por el cura rector de la Matriz para reedificar
las llamadas Casas de Ánimas y, al no cumplir con lo pactado, en 1735 se
le prohibió salir de la ciudad y fue compelido por la justicia a realizar la
reparación.9
El maestre de campo don Manuel Maciel, fue un vecino destacado que por
esos mismos años contribuyó económicamente y con su trabajo personal en
algunas obras públicas como la de la Iglesia Matriz y cuya pericia fue utilizada
en beneficio propio y el de su familia. Sabemos por una declaración de su
viuda, que antes de morir Maciel había comenzado a levantar la casa para una
de sus hijas, haciéndose cargo de la compra de maderas: “teniendo en esto
mismo consideración lo que había de ahorrar dicho mi marido con su pericia
y práctica inteligencia en semejantes obras”.10 También había construido una
casa para su hijo Joaquín: “ahorrando en su construcción mucha parte de su
regular costo así por su conocida industria e inteligencia como por los esclavos,
oficiales, herramientas y demás necesario que tenía propios para las principales
faenas de su fábrica”.11 La singular capacidad de Maciel le ubica entre los más
calificados constructores de Santa Fe durante el período hispánico y demuestra
la compatibilidad de una actuación relevante en la vida política y militar con
las tareas inherentes a la construcción.
José de Tarragona (Villalengua, Aragón, circa 1725 - Santa Fe, 1807), ya
a finales del siglo XVIII, fue un rico comerciante, dueño de hornos para la
fabricación de materiales, que además contaba con una cuadrilla en la que
los oficiales eran esclavos de su propiedad. Estas condiciones le permitieron
construir un par de viviendas para sí mismo, con una calidad y envergadura
excepcional para el contexto santafesino: una casa urbana y una quinta muy
próxima al centro de la ciudad. En un informe de la Real Hacienda en que se
tramitaba la adquisición de esta última para uso de la Renta de Tabacos, se la
describe como “casas nuevas, sólidas y construidas a todo costo” y a su dueño
como un vecino con “un crecido giro”, que además “ha adquirido maderas y
cal de primera mano, aquella en el Paraguay y ésta en Córdoba, a unos precios
que a él en esta forma le han sido cómodos”; pero además contaba con las
ventajas de poseer “horno propio, oficiales de él y de toda la obra, los más
esclavos, siendo él mismo maestro el mismo dueño”.12
A finales del siglo XVIII se detecta, por primera vez en Santa Fe, la presencia
de algunos maestros de albañilería que tienen este oficio como principal medio

266
de vida, con una formación tan empírica como la de los carpinteros, pero que
intervienen en obras en las que la tecnología maderera ha cedido lugar a la de
albañilería. La utilización de ladrillos cocidos, la incorporación de pilares de
mampostería, arcos y azoteas coincide con esta presencia.
En todos los casos es posible constatar la participación de estos maestros en
obras o peritajes comisionados desde el ámbito oficial, pero es inexistente el
registro de encargos particulares que, salvo rara excepción, no se asentaban en
los protocolos notariales ni en otros instrumentos públicos.
Es el caso del maestro albañil don Vicente Troncoso, nacido en Santa Fe en
1719, de quien no se conocen obras concretas pero cuyo accionar ha quedado
documentado a través de peritajes o informes técnicos que les fueron solicita-
dos. En 1774 la Junta de Temporalidades lo comisionó para dictaminar sobre
el estado de la Iglesia de la Compañía de Jesús. Por la misma época estaban
activos otros maestros de obras de albañilería como Juan José de Lorca, Fran-
cisco Loria, José Manuel Troncoso y José Cruz Jiménez.
Entre ellos se destaca Esteban Tast (Mataró, Cataluña - Santa Fe, 1798),
maestro albañil de origen catalán que se radicó y trabajó en Santa Fe en las dos
últimas décadas del siglo XVIII. En 1787 dictaminó en calidad de “Maestro
Perito en el arte”, junto con Francisco Soria, sobre el estado en que se en-
contraba el edificio del Cabildo, aconsejando su demolición; en esa misma
oportunidad ambos tasaron el costo de una nueva construcción de acuerdo
a la planta que les proporcionó el alcalde, lo que pone en evidencia que la
ideación del proyecto todavía estaba vinculada a las modalidades tradicionales
de dar trazas a los edificios, aun los más importantes, por parte de personas
sin ninguna formación específica en arquitectura. Tast, además de actuar
en diversas obras públicas, también intervino en la arquitectura doméstica;
en 1796 en el carácter de “Maestro de Arquitectura” firmó un contrato con
Francisco Antonio Candioti, por el cual se obligaba a construir una tienda
con su trastienda y tres cuartos con sus alcobas. En 1798 se le encomendó
como Maestro Mayor de Obras la construcción de un nuevo edificio para las
Salas Capitulares y Cárcel de Santa Fe. A cargo de esta obra se encontraba
trabajando cuando se produjo su muerte en agosto de 1798, al ahogarse en el
río Colastiné (Santa Fe) mientras transportaba piedras desde la actual provincia
de Entre Ríos para la construcción del Cabildo. A diferencia de sus colegas,
en la documentación Tast era tratado de “Don”, lo cual revela la posición que
había alcanzado con su trabajo, aun cuando no sabía escribir. A Tast y a otros
maestros se les adjudica la obra de algunas de las principales casas de Santa
Fe de fines del siglo XVIII.
Un caso diferente, en cuanto a su origen, fue el de José López de Arretegui,
“pardo libre” nacido en Santa Fe por 1766, que tuvo una activa participación en
obras públicas y particulares de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

267
Los cambios que se registran en Santa Fe en las primeras décadas de vida
republicana alcanzan en forma incipiente a las tradiciones centenarias relacio-
nadas con las formas de hacer arquitectura. En esos años pueden detectarse, en
algunas obras relevantes, los comienzos de un proceso de transformación en
los modos de producción arquitectónica que durante siglos habían priorizado
la praxis ante el proyecto.
En 1814 el padre José de Amenábar se hace cargo de la parroquia de la Iglesia
Matriz y comienza a gestionar la ampliación y refacción de su edificio (hoy
Catedral). En primer lugar recurre al ya mencionado maestro José López de
Arretegui, pero cuando consigue los fondos Arretegui ya ha fallecido. Es así
como se inician consultas con el arquitecto [sic] Lorenzo Grans, seguramente
un idóneo, y el arquitecto de origen catalán Juan Roqué, un técnico de mejor
formación avecindado en Córdoba desde hacía algunos años. Sin embargo, en
la primera mitad de 1832 Amenábar obtiene que el ingeniero-arquitecto de la
provincia de Buenos Aires Carlo Zucchi (Reggio Emilia, 1789-1849), uno de
los profesionales más importantes activos en el Río de la Plata por esos años,
sea comisionado para realizar el proyecto definitivo de refacción de la Iglesia
Matriz. Zucchi viaja a Santa Fe a finales de julio y fecha su proyecto el 29 de
agosto, regresando a Buenos Aires casi inmediatamente (Badini, 1995).
Zucchi, consciente de las limitaciones que imponía el medio en el cual
desarrollaba su actividad, procuró, sin renunciar a sus postulados teóricos,
que su proyecto pudiera ser realizado por los técnicos locales que quedarían
a cargo de la obra. Precisamente, a partir de principios de 1833 ésta quedó a
cargo del maestro de obras de albañilería Juan Gollan y del maestro mayor de
carpintería Felipe Traynor, quienes los condujeron hasta su finalización.
Juan Gollan (Inverness, Escocia, circa 1800 - La Paz, Entre Ríos, 1878),
había llegado por 1825 a Buenos Aires, donde se desempeñó como constructor.
Su radicación en Santa Fe coincide con su intervención en las obras de la Iglesia
Matriz. En 1834 pasó al convento de San Carlos en San Lorenzo, donde estucó
el púlpito y tres altares de yeso; y además compuso algunas imágenes y fabricó
un tornavoz. Según Ramón Gutiérrez los planos que preparó para el templo
del convento, que no se llevaron a la ejecución, demuestran que Gollan tenía
pericia en el dibujo. En 1835 aparece nuevamente en Santa Fe trabajando en
la colocación de la baranda del presbiterio de la Matriz. Por 1837 se ocupó de
la construcción de la iglesia parroquial de Coronda. Ese mismo año reforzó
la estructura de la iglesia de Santo Domingo de Santa Fe para que pudiera
soportar una gran campana traída de Génova. De los años posteriores no se
tiene referencia de su actividad en la construcción (1981a:32/5).
Hasta 1853 no se registran otros nombres relevantes de técnicos dedicados
a la construcción, ni tampoco se realizaron otras obras de significación que
forzaran a acudir a profesionales. La ciudad tradicional, con algunas pocas

268
intervenciones puntuales que la adecuaron a su rango de capital provincial,
todavía estaba en condiciones de responder a las necesidades de su tiempo. A
partir de la sanción de la Constitución Nacional, la propiciación de políticas
inmigratorias y la inserción de la región y el país en el mercado internacional
producirían una verdadera inflexión, agotándose la capacidad de respuesta que
hasta ese momento habían aportado las formas tradicionales de producción
arquitectónica.

Notas
1
AGI: Charcas, 109. 5
“Ordenanzas de los Carpinteros... año de 1605”
2
AGPSF: AC, tomo II, fs. 123/124v, acta capitular (Bühler, 2001:53).
del 23 de julio de 1590. 6
Testamento de Feliciano Rodríguez, Santa Fe,
3
Actas capitulares del 17 de enero de 1575 17-IV-1606. DEEC: EC, tomo 52, fs. 116/30.
(AGPSF: AC, tomo I, f. 3); del 22 de junio de 1576 7
DEEC: EC, tomo 53, expte. 22, fs. 216/40v.
(AGPSF: AC, tomo I, f. 7) y del 27 de junio de 1577 8
AGPSF: AC, tomo II, fs. 318v/324, acta capitular
(AGPSF: AC, tomo I, f. 14v.). En: Junta Provincial de del 12 de octubre de 1627.
Estudios Históricos de Santa Fe, Actas del Cabildo 9
Resolución del alcalde de primer voto, fechada
de la ciudad de Santa Fe. Años 1575-1585, pp. en Santa Fe el 26-I-1735. DEEC: EC, tomo 24,
8, 19 y 14 respectivamente. expte. 162, fs. 374/75.
4
Contrato de construcción de vivienda entre el 10
Testamento por poder de Manuel Maciel, Santa
capitán Juan de Vargas Machuca y Juan Cabrera, Fe, 16-III-1765. DEEC: EP, tomo 16, f. 296.
carpintero, Santa Fe, 6-VIII-1646. DEEC: EP, tomo 11
Ídem.
1, f. 795. 12
AGN: Sala IX, Legajo 121, expte. 27, 1793.

269
270
Capítulo 13
Materialidad

1. Materiales y técnicas constructivas en las historias urbanas


1.1. Los materiales en la elección del sitio para la fundación

En las fundaciones americanas, pautadas desde las preceptivas reales y desde la


praxis de la conquista, la elección del sitio dependía de diversos factores que
ya hemos comentado: localización estratégica, provisión de agua y alimentos
para el sustento de la población, existencia de mano de obra aborigen para
los trabajos forzados. Entre esos factores, la valoración de la disponibilidad
de materiales para la construcción de los edificios fue una de las cuestiones
consideradas básicas y cuidadosamente evaluadas. No obstante, los motivos
que justificaban la elección del sitio no se indican expresamente en las actas
fundacionales, más allá de algunas expresiones vagas e imprecisas (Domínguez
Compañy, 1984:76).
La experiencia de los fundadores españoles o de los aborígenes locales
permitía evaluar la existencia, en el sitio y sus proximidades, de materiales
utilizables en la construcción de edificios y las posibilidades de su transfor-
mación técnica.
Se tenían en cuenta, por un lado, los tipos de piedra, tierra, cales, fibras
vegetales y maderas, materias orgánicas animales (cueros, excrementos), meta-
les, etc. Pero también se consideraba la disponibilidad de elementos y medios
necesarios para su aplicación constructiva: agua para los morteros, combustible
para la cocción de materiales, medios para el transporte, etc. Finalmente, la
existencia o no de mano de obra para los trabajos pesados y de artesanos con

271
conocimientos prácticos constituían el tercer aspecto que debía considerarse
para resolver la construcción de los edificios de la nueva ciudad.
En el caso de Puebla de los Ángeles, estos requisitos pudieron cumplirse en
óptimas condiciones. Los pobladores tuvieron, además del barro usualmente
disponible, abundancia de cal, piedra y madera. La existencia de cal propor-
cionó un recurso no siempre fácil de obtener en otras ciudades, incluida la
capital de la Nueva España. Para la mampostería se utilizaba una piedra blanca
de origen sedimentario o basalto procedente de las faldas de los cerros de
Loreto y Guadalupe. De los mismos cerros y de algunos barrios de la ciudad
se extraía un barro muy apto para la fabricación de ladrillos. La madera para
las vigas era abundante en los bosques de coníferas próximos a la ciudad y su
provisión no representó un problema durante el período colonial. Bühler, de
quien hemos tomado esta información plantea: “En conclusión puede decirse
que la ciudad no sólo contaba con una gran variedad de materiales para la
construcción, sino que éstos además estaban disponibles en exceso” (Bühler,
117/21). Tal abundancia de materiales permitió practicar técnicas constructivas
que garantizaban edificios de sólida factura estructural e incorporar elementos
ornamentales labrados con delicadeza.
En ciudades como el Cusco que contaban con estructuras preexistentes,
además de los materiales proporcionados por el entorno natural, los mismos
edificios prehispánicos fueron aprovechados por el conquistador como canteras
a fin de obtener elementos para la construcción de la ciudad española que se
superponía a la destruida capital de los Incas. El acta de instalación española
en el Cusco da cuenta de que la elección del emplazamiento obedeció, entre
otras cosas, a la existencia de materiales como madera y de piedra que podían
obtenerse de los edificios abandonados (Gutiérrez et al., 1981:57). La fortaleza
incaica de Sacsayhuamán se convirtió en una riquísima cantera de sillares,
especialmente para obras importantes como la de la Catedral, y las antiguas
andenerías incaicas fueron devastadas por los españoles en procura de la piedra
que las aterrazaba. Piedras andesita y traquita, que ya habían sido utilizadas
por los incas, podían ser extraídas de áreas cercanas a la ciudad, pero con el
tiempo, la creciente necesidad de material obligó a buscar nuevas canteras.
En los orígenes de muchas otras ciudades, en las cuales las razones estratégicas
del emplazamiento no estuvieron acompañadas de la existencia de materiales
para sus edificios, alternativas tecnológicas conocidas o ensayadas ex profeso
permitieron materializar los espacios indispensables para el desarrollo urbano
y la vida cotidiana de los pobladores.

272
1.2. Los procesos históricos

En el transcurso de los procesos histórico-urbanos, activados a partir del mo-


mento de las fundaciones, las circunstancias perfilaron tradiciones construc-
tivas, determinaron innovaciones tecnológicas, requirieron la introducción de
materiales sustitutivos o complementarios a los locales, exigieron el fomento
de algunas técnicas y el abandono de otras, incentivaron la radicación de
artesanos experimentados o propiciaron la asistencia de profesionales con
conocimientos teóricos.
Una primera cuestión es la del afianzamiento de las sociedades locales. Alicia
García Santana señala que debido a demoras en ese proceso, por ejemplo, en
las villas del interior de la isla de Cuba (Sancti Spíritus, Camagüey, Remedios,
Bayamo y Trinidad), las viviendas no se construyeron con materiales estables
hasta el siglo XVIII. Esto incidió en que durante los dos primeros siglos el
trazado estuviera sujeto a procesos de consolidación endebles, desdibujando
las trazas iniciales y marcando las características de la red urbana en los siglos
siguientes (12).
Pero más allá de las lógicas transformaciones fomentadas por la consolida-
ción de las economías y de las sociedades urbanas locales, tema que excede a
nuestro propósito, nos interesa enumerar algunas condicionantes naturales o
catástrofes que incidieron en la revisión de materiales y de los métodos cons-
tructivos practicados hasta ese momento y en la adopción de determinadas
medidas o variaciones tecnológicas.
Los movimientos sísmicos que provocaron desastres o destrucciones urba-
nas en el Área Andina, en Centroamérica y en la Nueva España cambiaron
la historia urbano-arquitectónica de ciudades como Arequipa, Santiago de
Chile o Guatemala. La destrucción de Lima por efecto del terremoto de 1746
puso en evidencia que entre las diferentes construcciones de piedra, ladrillos,
tapia, adobes y quincha éstas últimas fueron las que se comportaron mejor.
La elasticidad de esta técnica de entramado de tierra cruda pudo resistir al
seísmo con poca pérdida de material, sin dañar otras edificaciones ni provocar
muertes y con la posibilidad de ser reconstruida sin costos excesivos (Viñuales,
1995:41 y Harth-Terré y Márquez Ambato, 8). Como consecuencia desde
entonces la quincha fue adoptada para todo tipo de obras, incluso aquellas
tan significativas como la Catedral.
La Gran Inundación de 1629-1633 cambió a la ciudad de México, que
debió ser reconstruida cuando bajaron las aguas. Desde entonces, como pre-
vención de nuevas avenidas, se elevaron los niveles de las calles y de las nuevas
construcciones utilizando las anteriores como cimientos. Si bien se mantuvo
la estructura urbana, el conjunto de la ciudad experimentó un cambio radical
en su morfología (Ayala Alonso, 2001:II-815).

273
Las destrucciones intencionadas de Panamá por el inglés Henry Morgan
en 1671 indujeron al abandono del sitio primitivo y a la edificación de una
nueva ciudad que, debido a que fue construida en gran parte en madera, más
tarde fue castigada periódicamente por sucesivos incendios accidentales (1737,
1756, 1781, etc.).
La característica traza irregular de Asunción, apenas rectificada en el siglo
XIX, tiene su causa en el origen de la ciudad como fuerte, pero también en
la topografía del emplazamiento arenoso y expuesto a fuertes lluvias, y al
incendio ocurrido en 1543 que motivó que la ciudad fuera reedificada con
una trama abierta y dispersa para evitar la propagación de futuros eventuales
fuegos (Gutiérrez, 1978:26).

2. La materialidad de la vivienda

Los espacios interiores y exteriores de la vivienda y la relación de ésta con el


espacio público se definen por determinados componentes constructivos.
Estos componentes tienen una razón según funcionen como elementos de
cerramiento, de control del cerramiento, de protección térmica o hidráulica,
de decoración, etc. A su vez, estos componentes son el producto de la utiliza-
ción de determinados materiales y de la aplicación de técnicas experimentadas
para su transformación.
Para organizar la exposición de esta cuestión hemos optado por abordar los
componentes constructivos básicos en la conformación del espacio doméstico:
los muros y tabiques que lo delimitan verticalmente, las cubiertas y cielorrasos
que los protegen y cierran en sentido horizontal, las estructuras que sostienen
las cubiertas, los solados que revisten los planos horizontales inferiores sobre
los que se transita o permanece, las aberturas que actúan como elementos de
control de la conexión entre el interior y el exterior. Para facilitar la exposi-
ción, hemos optado por tratar como unidad diferenciada las estructuras y las
cubiertas de los corredores.

2.1. Muros y tabiques

2.1.1 Tierra cruda


La tierra como material de construcción fue utilizada desde hace milenios
en diversos continentes. Con variantes, en América era conocida antes de la
llegada de los españoles en regiones tan distintas como las de Venezuela, Cuba,
México o el Perú. Los europeos, y en particular españoles y portugueses que
pasaron a Indias, estaban familiarizados con el uso de la tierra gracias a la vi-
gencia de antiguas tradiciones ibéricas que se habían enriquecido con aportes

274
árabes y mediterráneos (Viñuales, 1995). Durante la conquista y colonización
de América la tierra fue el material más utilizado, ya que permitía resolver
arquitecturas y otro tipo de obras (viales, hidráulicas, defensivas).
Las propias Nuevas Ordenanzas de Población inducen a entender a la tapia
como la técnica más difundida y aceptable por varias razones, entre ellas la
prontitud y la economía. La ordenanza 134 encomienda a los pobladores
a que “comiencen con mucho cuidado y valor a fundar sus casas y edificar
de buenos cimientos y paredes, para lo cual vayan apercibidos de tapiales o
tablas para hacerlos y todas las otras herramientas para edificar con brevedad
y a poca costa”.1
En el área andina, aunque se tuvo la posibilidad de proveerse de piedra, la
tierra fue uno de los materiales más utilizados. En Quito se construía con tapia,
adobones y adobes, pero éstos últimos eran los más utilizados para levantar
los muros. Los muros maestros o principales eran generalmente de una vara
de ancho y para los muros secundarios a veces se recurría al bahareque (Ortíz
Crespo, 158).
También en Santa Fe la tierra fue el material predominante, y las tapias
francesa y ordinaria fueron las técnicas utilizadas para construir los mejores
edificios, institucionales o domésticos. El adobe se usó a partir del siglo XVIII
en construcciones modestas o combinado con el ladrillo cocido en algunas
casas más importantes.
A continuación nos ocuparemos de estas cuatro formas de mampostería
–tapia francesa, tapia ordinaria, adobes, ladrillos cocidos–, en el orden cro-
nológico de su aparición en el medio santafesino, aunque al final del período
hispánico las cuatro coexistían como alternativas constructivas.

• Tapia francesa
La tapia francesa aparece en los documentos santafesinos del siglo XVII en
relación con las construcciones más precarias. Desconocemos el motivo por
el cual se la llama tapia francesa, denominación extendida en distintas partes
de América.
Este tipo de tapia debió ser el procedimiento adoptado en los comienzos de
Santa Fe como en el de otras tantas ciudades cuando –apenas fundada– los
expedicionarios, en su nuevo carácter de “vecinos” y primeros pobladores,
debieron fabricar construcciones en qué cobijarse.
A pesar de que pronto la tapia ordinaria habría de reemplazarla para las
mejores construcciones, la tapia francesa continuó siendo utilizada en depen-
dencias desmembradas del cuerpo principal de las viviendas, que en los patios
albergaban a los esclavos e indios de encomienda o que servían de cocinas,
despensas y depósitos. O continuó resolviendo el problema de vivienda de los
sectores de menores recursos, especialmente en solares marginales o de borde
de la ciudad (Ilustraciones 13.1 y 13.2).

275
En Santa Fe colonial no son muchas las referencias documentales sobre esta
técnica, pero hay una que nos interesa particularmente porque describe el
procedimiento constructivo sin dejar lugar a dudas sobre sus características.
En 1672 se ordenó a un vecino: “deshacer y desbaratar un rancho de paja vana
fabricado sobre palillos y tapia que llaman francesa [...], la cobija de paja que
tenía, dejándose la armazón y tapia que tenía cuando se fabricó”.2
Éste y otros documentos demuestran, además, la persistencia de la tapia
francesa a un siglo de la fundación de la ciudad.3 Los palillos mencionados
son los postes clavados a una regular distancia unos de otros, que soportaban
la armazón de la cubierta de paja. Entre ellos se hacían paredes que servían
de simple cerramiento, sin función portante o estructural y que, así fueran
exteriores como divisorias de espacios interiores, se fabricaban mediante un
entramado de maderas, ramas o cañas, embarrado de ambos lados con mezcla
de tierra y paja. De allí que algunos documentos cuando se refieren a este
procedimiento lo llaman simplemente embarrado.4 El embarrado o estanteo
es una técnica que subsiste hasta el presente, similar a la quincha o bahareque
de otras regiones de América.
El sistema de embarrado, que debió ser muy común por tratarse de la
forma más simple y económica de resolver una construcción, no aparece
con frecuencia en las descripciones, seguramente porque su escaso valor
económico no era relevante al momento de formalizar traspasos, inventa-
rios y tasaciones. El embarrado o tapia francesa también era utilizado para
conformar locales de menor jerarquía o de servicio en las casas principales.
Como ejemplo podemos mencionar la vivienda de González de Andino, que
tenía unos aposentillos debajo de los corredores y una cocinilla construidos
de embarrado y de adobes, mientras que los cuartos más importantes eran
de paredes de tierra pisada.
Las viviendas modestas del primer tipo, segunda serie, aunque los docu-
mentos en general no lo dicen, en su mayoría debieron ser de embarrado o
tapia francesa, tanto en los primeros tiempos como avanzado el siglo XIX,
cuando el plano de la ciudad dibujado por Marcos Sastre muestra muchas
construcciones pajizas de las cuales la mayoría podemos suponer, eran de este
tipo de tapia.
Es interesante consignar que en aquellas viviendas que, por su jerarquía,
permiten la utilización de los mejores materiales y técnicas disponibles en su
tiempo, para la materialización de locales secundarios no se desecha recurrir a
técnicas constructivas más precarias, tal como lo podemos apreciar en casas de
la primera serie, tercer tipo, como la de los López Pintado, que tenía paredes
de embarrado en dos de los cuartos que servían de oficinas.

276
• Tapia ordinaria
La necesidad de perdurabilidad y permanencia exigió a los vecinos la adop-
ción de un procedimiento diferente al de la tapia francesa y la alternativa fue
otra expresión de la arquitectura de tierra: la tapia ordinaria o simplemente
tapia tal como ya lo hemos mencionado.
Según el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias: “tapia
es la pared que se hace de tierra apisonada, que en algunas partes por la calidad
de ella y el modo de hacer las tapias, viene a ser no menos fuerte y durable
que si fuese de piedra y cal”.
El origen etimológico de la voz tapia, según el mismo Covarrubias, es arábi-
go, y los verbos que permiten describir la acción de quien construye con esta
técnica son tapiar o hacer tapias, mientras que tapiador es el maestro oficial
que se ocupa de esta tarea.
La tapia ordinaria, de difusión universal y conocida en España a través de los
árabes, también había sido utilizada en el área andina de Sudamérica durante
el período incaico. Esta técnica también fue y es llamada en forma corriente
tierra apisonada, haciendo referencia a uno de los principales trabajos que
exige su fábrica.
El material fundamental, como es lógico, es la tierra, pero no en forma de
barro sino en un estado de humedad natural que se consigue dejándola a la
intemperie durante cierto tiempo. No se le adiciona agua porque, precisamen-
te, la resistencia la adquiere con la pérdida de humedad mediante la acción
mecánica del apisonado (Viñuales, 1981). Esta tierra, en esas condiciones, es
introducida en un encofrado formado por unas tablas lisas y bien cepilladas
llamadas tapiales.
Según el referido Sebastián de Covarrubias, tapiales son los moldes o tableros
con que “se hacen las cajas de las tapias”. Lo mismo dice el Diccionario de Autori-
dades, que menciona moldes u hormas formados por “dos tablas, que se afirman
paralelas, clavándolas unos listones o asegurándolas con clavijas de palo”.
La sola mención de la tapia establece de manera implícita la utilización de
los tapiales, pero en Santa Fe se conservan además algunos documentos que
los nombran expresamente. En 1575, a dos años de la fundación, se usaban
tapiales y el Cabildo dispuso su precio: “unos tapiales con frontera, agujas y
costales” costaban seis varas de lienzo. Al año siguiente la “hechura de unos
tapiales con todo su aderezo” tenía el mismo valor. Años más tarde, el go-
bernador Hernandarias de Saavedra era poseedor de “unos tapiales nuevos
de madera del Paraguay” que fueron inventariados en su estancia del Salado
y el capitán Diego Hernández de Arbaisa tenía “unos tapiales” que al testar
declaró entre sus bienes.5
Sobre el uso de los tapiales y la fabricación de tapias, Santa Fe cuenta con
una descripción magnífica que dejó el jesuita Florián Paucke, quien estuvo

277
en la reducción de San Javier de indios mocoví a mediados del siglo XVIII y
que compiló sus observaciones en un libro que llamó Hacia allá y para acá.
Una estada entre los indios mocobíes de Santa Fe (III-55/9). El relato está acom-
pañado de una espléndida acuarela que muestra a algunos indios reducidos
realizando las diversas operaciones necesarias para la ejecución de la tapia. No
nos detenemos en la descripción de detalles de este proceso porque, aparte
de Paucke, han sido tratados en forma extensa por muchos otros autores
(Ilustración 13.3).
En Santa Fe la técnica de la tapia fue abandonada tal vez a finales del siglo
XVIII, cuando comenzó a generalizarse el uso del ladrillo y el adobe, aunque
es posible que haya subsistido en casos aislados.
Sólo recordaremos que el apisonado constituye una operación muy pesada que
en tiempos coloniales comenzaba haciéndose con los pies y luego con pisones de
madera, tarea que estaba a cargo de mano de obra esclava o aborigen (Paucke,
III-178/80). A medida que se avanzaba en la altura del muro, los tapiales eran
elevados mediante un sistema de aparejos. Los muros podían levantarse asentán-
dolos directamente en el suelo (Viñuales, 1981:180), pero en algunas de las es-
tructuras arqueológicas de Santa Fe la Vieja se verifica la existencia de cimientos;
y en la ciudad trasladada ciertas viviendas importantes –como la de los Díez de
Andino– contaban con cimientos reforzados con piedra traída de la otra banda
del Paraná. En Quito, por ejemplo, en los cimientos y a veces en los zócalos de
los muros se empleaban grandes cantos rodados, extraídos del propio terreno o
transportados desde los lechos de las quebradas (Ortíz Crespo, 158).
Cabe agregar que para indicar la altura de un muro se decía, por ejemplo, que
un cerco tenía “dos tapias” o una cocina “tres tapias” de alto.6 Posiblemente con
esa expresión se hacía referencia a las veces que había sido necesario levantar
los tapiales durante su construcción.
Dado que todos los muros se levantaban en forma simultánea, donde
debían ir las aberturas se colocaba un dintel de madera labrada. Cuando la
pared alcanzaba una altura de seis o siete varas, se retiraba el “encofrado” y
quedaban a la vista los dinteles. Se echaba entonces una plomada a cordel
para dibujar el ancho y alto de la abertura, y con una barra de hierro luego
se hacía el vano acomodando sus cantos para que pudieran ser colocados los
marcos (Paucke, III-179).
La técnica de la tapia permite conseguir paredes sólidas y resistentes pero,
en contrapartida, presenta problemas inherentes a las características del ma-
terial interviniente en su construcción, de poca durabilidad en caso de falta
de mantenimiento. La superficie de las paredes, por ejemplo, se deteriora
precipitadamente en contacto con el agua, principio de la ruina del muro,
por lo que debe ser protegida de la acción de la lluvia y los vientos. Los muros
requieren una permanente acción de mantenimiento y la adopción de ciertas
reparaciones para su adecuada preservación (Viñuales, 1981). Que una casa

278
estuviera reparada era indispensable objeto de mención en los documentos
de la época para indicar el estado en que se encontraba. De lo contrario las
construcciones derivaban en ruina, como había ocurrido con algunas viviendas
ya antes de trasladarse la ciudad.
Una escritura del siglo XVIII previene que: “los edificios de este país son
poco permanentes y llegaran con el tiempo a arruinarse”.7 Es por ello que al
momento de inventariar las casas era importante que se indicara su estado
de conservación. De la casa de doña María Martínez del Monje se dice que
es “todo nuevo y bien fabricado”; de los cuartos de González de Andino se
menciona que son “bien tratados”; de las casas de Gaspar de Pereyra se aclara
que están “bien labradas y reparadas” y de las de Jerónimo de Rivarola se
destaca que es casa “nueva y bien obrada”.
Lo habitual es que para la estructura portante, en cuanto a lo tecnológico-
constructivo, se utilicen diferentes recursos técnicos de acuerdo al sector de
la vivienda de que se trate. En las casas de calidad, el cuerpo principal que
aloja las salas y aposentos se construye con paredes de tapia, mientras que las
construcciones anexas, destinadas a cocinas, despensas, percheles, depósitos
y cuartos para los esclavos o indios de servicio, se fabrican de tapia francesa o
son simplemente ranchos.
Las referencias más frecuentes acerca de la materialidad de los muros en los
cuerpos principales, tratándose de casas importantes, indican el uso de tapia
o tierra apisonada. En Santa Fe la Vieja, todas las casas principales de este tipo
estaban construidas de tapia y a veces también las oficinas y dependencias de
servicio, como en la vivienda de Hernando Arias Montiel en la que había “una
cocina de dos aposentos de tres tapias en alto”.
Luego del traslado de la ciudad, de tapia eran las casas de Oliver Altamirano,
de doña Francisca de Villavicencio, de Mendieta y Zárate y las de doña Blanca
de Godoy y Ponce de León, de las que se dice que eran de “paredes de tierra”.
En 1698 Pedro de Izea y Araníbar estaba acabando de edificar su vivienda de
nueve cuartos, “todos de tapia”.
En realidad los ejemplos deben ser más numerosos, pero los que menciona-
mos son aquellos en que los documentos hacen expresamente referencia a su
materialidad. Creemos que a este grupo podríamos agregar las casas de Vera
Luján, Lizola y López de Santa Cruz, ya que interpretamos que al hablar “de
pared” se estaría entendiendo que eran de muros de tapia.
En algún caso como es el de la vivienda de Aguirre y Meléndez, se hace una
descripción un poco más precisa de los muros de la sala y el aposento, aclarando
que son de “paredes de tierra pisada, de ancho de una vara”.
La mención que se hace en las actas notariales de las viviendas que hemos
clasificado en la segunda serie, primer tipo, indica por lo general que su ma-
terialidad era de paredes de tapia o tierra pisada.

279
En la segunda serie segundo tipo, a partir de los datos tecnológicos que se
incluyen en las referencias documentales, es fácil comprender que predomina
la buena calidad constructiva en la materialización de estas viviendas. De una
de ellas, la de Amenábar, su mismo propietario deja constancia que estaba
edificada con los mejores medios de que se disponía: “todo trabajado a todo
costo como es constante en la ciudad”.
La tapia es mencionada a veces tan sólo como pared, como en las casas de
Pedro del Casal que eran “de pared” y la de Fernández de Therán que era de
“paredes buenas y fuertes”; algo más explícitos son los datos de las habitaciones
de la casa que entró en dote doña María Josefa Narbarte, que eran todas “de
pared pisada”. Menos precisa es la referencia de las casas de Vicenta González
de Rodríguez en que se dice que eran “todas de material”.

• Adobe
El adobe es otra técnica basada en la transformación mecánica de la tierra
cruda que permite proveer material para la construcción de mampostería,
bóvedas y cúpulas. Sus orígenes se confunden con los de la revolución urbana
y su uso estuvo y está difundido en todo el mundo, incluida América antes y
después de la llegada de los españoles.
En la mayoría de las ciudades hispanoamericanas la utilización del adobe
fue corriente, sin embargo la primera cita que hemos encontrado en los
documentos notariales de Santa Fe es tardía: a casi ciento treinta años de
la fundación de la ciudad se hace referencia a una “despensilla debajo del
corredor de adobes”.
Desconocemos el motivo por el cual el adobe está ausente en la documen-
tación histórica anterior y las evidencias arqueológicas de Santa Fe la Vieja
sólo dan cuenta de un piso de adobones en la casa del portugués González de
Ataide.
Luego del traslado de la ciudad, parece que pocas viviendas fueron cons-
truidas completamente de adobes, entre ellas podemos citar la propiedad de
Adriano Centurión que se menciona como “la casa de su morada edificada de
adobe, cubierta de paja”;8 la pequeña casa que fue de Vicente Calvo de Laya,
que en 1765 aparece descripta como “una casa de adobe crudo”, y la casa de
Arteaga de la que se indica que era “todo de adobes”.
En otros documentos de la segunda mitad del siglo XVIII se menciona
el adobe como material de casas modestas, cuartos de servicio dentro de las
casas principales, mojinetes divisorios, cocheras, galpones y cercos de huertas.
Cuando se utilizó esta técnica, lo corriente parece haber sido que se combinara
con estructuras de tapia, utilizando el adobe para materializar cerramientos o
tabiques interiores. En ese sentido la documentación sobre la casa de Aguirre
y Meléndez demuestra la inclusión en una casa de “paredes de tierra pisada”

280
de una recamarita “con sus paredes de adobe crudo” y ya hemos citado la de
González de Andino. También es el caso de una alcoba que había en la casa
de Suárez y de otros cuartos de media agua debajo de los corredores.
Es frecuente que se use la expresión “adobe crudo” y muy raro, tan solo
una vez, se dice “adobe cocido”, lo cual es un contrasentido.9 Como tierra
cruda, el adobe necesita de protección para mejorar su comportamiento en
la intemperie y asegurar una mayor durabilidad. Por ello cuando se utilizaba
para los cercos solía bardarse con tejas.
El grosor de las paredes podía medir una vara, para lo cual se calculaba
que entraban 64 adobes por vara cuadrada.10 En muros de media vara o un
adobe de espesor se usaban 36 adobes por vara cuadrada;11 mientras que en
un mojinete doble entraban cien adobes.12
Para su fabricación se utilizaban adoberas como las tres “de palo” que se
inventariaron en la quinta de don Pedro Bárbara Gabiola en 1792.13

2.1.2 Ladrillos cocidos


El ladrillo cocido se fabricó en el Río de la Plata al menos desde principios
del siglo XVII, pero su utilización como mampuesto tardó en difundirse.
En Buenos Aires, por ejemplo, en 1608 ya había hornos de ladrillo, pero en
1658 Acarette de Biscay comenta que todavía las casas eran de barro. Recién
un siglo más tarde su utilización comenzó a generalizarse y el padre Carlos
Gervasoni pudo describir la ciudad diciendo: “Las casas se edifican todas en
planta baja, la mayor parte ahora de ladrillos y teja. Queda todavía una gran
parte fabricadas de tierra y cubiertas de paja, y en ellas habitan personas aun
principales, entre las cuales el Señor Obispo [fray Pedro Fajardo], que tendrá
una renta anual de seis mil escudos romanos. Con todo, no tiene otra casa
que de arcilla, techada con tejas cocidas”.14
Hay evidencias de la fabricación del ladrillo ya en tiempos del primer asen-
tamiento de Santa Fe, entre 1573 y 1660, pero no de su utilización como
mampuesto. Todos los ladrillos hallados en las excavaciones arqueológicas
presentan dibujos incisos que permiten suponer que fueron utilizados con
sentido decorativo, como revestimientos de partes de muros o como medio
para señalar algún lugar especial, un sepulcro en las iglesias, por ejemplo. En
el siglo XVIII la tapia continuó siendo el material predominante con que se
edifican las viviendas principales de Santa Fe, posiblemente por el costo que
implicaba la utilización de combustible para quemar ladrillos.
A finales del siglo XVIII se documenta la existencia de varios hornos, uno
de los cuales, el “horno de Tarragona”, aparece en el primer plano conocido de
la ciudad de Santa Fe, fechado en 1787. Los registros documentales indican la
existencia de otros hornos en el extremo sur de la ciudad a cuatro cuadras de
la Plaza, junto a los anegadizos o laguna de Zevallos. Estos hornos extraían de

281
su vecindad inmediata la tierra necesaria para la fabricación de ladrillos. No
tenemos constancia de que en Santa Fe se hubiera fijado oficialmente un barreo
como el que en 1544 determinó el Cabildo de Quito al pie del Pichincha
para la fabricación de tejas, adobes y ladrillos, en el lugar que desde entonces
recibió el nombre de El Tejar (Ortíz Crespo, 162).
Cuando se utilizó el ladrillo en Santa Fe, nunca fue como mampuesto o
estructura, sino como complemento del muro de tierra (de tapia o de adobe),
forrándolo para preservarlo de la intemperie.
En la vivienda de Gabiola encontramos uno de los ejemplos más tempranos
del uso del ladrillo para proteger la tierra cruda de los efectos de la intemperie:
“paredes de adobe crudo y tierra pisada y sola la frente forrada de ladrillo”.
También la esquina y trastienda de Melchor de Echagüe y Andía tenían sus
“paredes forradas de ladrillo” y podemos agregar otro ejemplo de forro latericio
en la casa de Manuel Suárez, que tenía su “forro de la calle”. Ya en el siglo XIX,
la casa de González de Setúbal, por ejemplo, era en su mayor parte de paredes
de “adobe crudo” pero su fachada estaba resguardada con un forro de material
cocido: “Los ladrillos que sirven de forro en el frente de la casa a ambos lados
de la esquina todas las cornisas y el mojinete del fondo”.
El ladrillo también aparece como elemento estructural de los corredores,
formando pilares en las casas de Joaquín Maciel, Manuel de Gabiola y de
González de Setúbal, tal como veremos más adelante.
Siguiendo con el tema de los ladrillos en relación con los muros, debemos
destacar que nunca en el período colonial santafesino fueron utilizados como
material excluyente. Aparecen combinados con la tapia o el adobe, formando
cimientos o fajas de refuerzo estructural: en la casa de Manuel Suárez había
un “cimiento grueso de pared de una vara, piedra y algunos ladrillos que están
invertidos en los cimientos”.
Esa práctica es más evidente en las casas de la Segunda serie, tercer tipo, que
son de dos plantas y requieren de una mayor fortaleza estructural (a excepción
de la pequeña y temprana casa de Lucas de Torres), así lo vemos en las casas
de Tarragona, López, Crespo y Puyana.
Tarragona, propietario de hornos de ladrillo, había sido uno de sus prin-
cipales promotores en Santa Fe desde finales del siglo XVIII en sus dos casas
hizo un amplio uso de este material, sin desechar del todo el adobe.
También en la casa del brigadier López, el adobe, que reemplaza a la tapia
tradicional y adquiere calidad de protagonista en la materialización muraria, es
acompañado por el uso del ladrillo, que aparece no sólo en los cimientos sino
también en las primeras hiladas de las paredes y en los forros de sus exteriores.

282
2.1.3 Tabiques de madera
Es interesante destacar la utilización de tabiques divisorios de entablado de
madera para compartimentar algunos de los grandes espacios, como en el salón
de la vivienda de doña Catalina Troncoso –“con su división de entablado y
sus molduras corridas”–, o en la casa de Maciel, en la que uno de los cuartos
contaba una “división que forman dos piezas”.

2.1.4 Enlucidos: cal y otros materiales


En el Cusco los españoles tuvieron la posibilidad de utilizar cal procedente
de yacimientos cercanos y su producción fue importante desde finales del siglo
XVI (Gutiérrez, et al., 1981:60), algo similar puede decirse de Puebla de los
Ángeles, que sobre este particular tenía amplias ventajas sobre la propia ciudad
de México. Pero en la generalidad de las ciudades la cal pocas veces constituía
un recurso disponible. Santa Fe es un ejemplo de su carencia, por lo que hubo
que buscar sustituirla o traerla desde la otra orilla del río Paraná, procedente
de canteras que se ubicaban dentro de su jurisdicción.
En las viviendas santafesinas, las paredes de tapia no siempre se revocaban,
pudiendo ser blanqueadas directamente. Pero cuando se hacía el revoque, por
resultar costoso transportar la cal desde sus yacimientos de la otra banda del
Paraná, se apelaba a otros recursos. En un pleito de 1646 se hace referencia
a que los padres mercedarios tenían dentro de su solar ganado vacuno, “con
cuyo guano se suelen enlucir las paredes”.16
Con tierra, arena y estiércol de caballo seco y molido mezclado con agua
o con estiércol solo, sin mezcla alguna, también se conseguían revoques de
buenos resultados; tal como los describe el padre Paucke en el siglo XVIII
(Paucke, III-180).

2.2. La cubierta

Las copiosas lluvias que caen en Santa Fe en distintas épocas del año determi-
naron que se adoptara como mejor solución la cubierta inclinada a dos aguas,
a cuatro aguas o a media agua (un solo faldón). Las construcciones de tapia
francesa por lo general se techaban con paja, en cambio las de tapia ordinaria
podían ser cubiertas con paja o teja.
La imposición de nuevas modas a finales del período colonial, como veremos
más adelante, favoreció la introducción de la azotea.

2.2.1. Paja
Desde la época de la ciudad vieja y durante todo el siglo XVII fue habitual
el uso de la paja para techar las viviendas, incluso algunas importantes como

283
las casas de Hernando Arias Montiel (1647), Francisco de Aguilar Maqueda
(1683), Antonio Franco Madera (1675), Francisco de Oliver Altamirano
(1681); Da. Francisca de Villavicencio (1685, 1695), Jerónimo de Rivarola
(1684), Vicente Calvo (1699), Juan de Vera Luján (1699, 1702) y Pedro de
Mendieta y Zárate (1707).
Y podemos continuar con una lista que se hace menos extensa para casas
de mediana importancia: González Carriazo, Albarracín (1758) y Lozano
(1824).
Cuando los cuartos principales de la casa eran de paja, con más razón lo
eran sus oficinas de servicio y dependencias, aunque pocas veces se lo aclara,
como en la atahona de Francisco Javier Piedrabuena.
Es interesante destacar que algunas viviendas techadas de paja –fundamen-
talmente cuando eran casas principales– posteriormente fueron cubiertas de
teja, tal como lo podemos reconocer en las de Antonio Madera y luego de
doña María Martínez del Monje y las de Jerónimo de Rivarola. También la
casa de Juan Martínez de Amilibia a finales del siglo XVII tenía su techo “todo
cubierto de paja”, pero esta situación había variado en 1701, año en que sus
posteriores propietarios ya la habían cambiado por tejas.
La teja no sólo cumplía una importante función en el reparo de las viviendas,
protegiéndolas óptimamente, sino que también disminuía las posibilidades de
incendios, tan favorecidos por las cubiertas de paja. Este último tipo de cubiertas
fue frecuente en el Cusco hasta pasada la primera mitad del siglo XVI, pero la
frecuencia de los incendios determinó que en 1559 el Cabildo mandara que en
el término de tres meses se retiraran y fueran reemplazadas por techos de teja
(Gutiérrez et al., 1981:57). En Santa Fe en 1649 el capitán Diego Tomás de
Santuchos, renunció al cargo de alférez real por la situación en que “se halla a
causa del incendio que tuvo en su casa”.17 Otra interesante constancia data de
tiempos de Santa Fe de la Vera Cruz: en 1686 doña Felipa Gil Negrete, em-
parentada con un gobernador del Tucumán, declara que ha sufrido cuantiosas
pérdidas a causa de “tres quemazones” que hubo en su casa.18

2.2.2. Teja
A principios del 1600, mientras en la provincia del Tucumán se venía te-
jando desde el siglo anterior, en Santa Fe se continuaba cubriendo con paja.
Guillermo Furlong (1946:55/7) pudo determinar que en los primeros años
del siglo XVII comenzaron a fabricarse tejas en el litoral, según consta en una
relación dirigida por Hernandarias al Rey el 5 de abril de 1604, en la que
comunica no sólo que ha estimulado a cubrir con ellas los edificios sino que
él mismo enseñó a fabricarlas. Ya en 1606 Feliciano Rodríguez, uno de los
principales vecinos de Santa Fe, tenía su casa cubierta de teja19 y existen otras
referencias documentales de su temprana aplicación.20

284
Desde entonces el uso de la teja fue abundante en Santa Fe la Vieja tal
como lo demuestran el registro arqueológico y numerosas referencias docu-
mentales.21 Las tejas, al igual que las aberturas solían ser reutilizadas: doña
Francisca de Bracamonte destechó la parte que le tocaba en la casa paterna y
“se aprovechó de más de mil y setecientas tejas de las casas de nuestra vivienda
–dice su madrastra– que vendió a los padres de la Compañía de Jesús de esta
ciudad por su parte”.
La teja era el material de mejor calidad que se utilizaba para techar ya en
tiempos de Santa Fe la Vieja y su uso se incrementó en Santa Fe de la Vera
Cruz (Ilustración 13.4). En la ciudad trasladada encontramos muchas casas
en tira (Primera serie, primer tipo), todas las viviendas en L (Primera serie,
segundo tipo), también en todas las viviendas en U (Primera serie, tercer tipo)
las habitaciones de los cuerpos principales se cubrían invariablemente con
teja; y dentro de la Primera serie, en el cuarto tipo, identificamos también
algunas casas.
Muchas de las viviendas y cuartos más importantes edificados sobre la calle
(Segunda serie, primer tipo) tenían sus techos de teja y vale mencionar que
en algunos casos la teja se apoyaba sobre tejuela o ladrillo. También hemos
identificado cubiertas de teja en viviendas interiores con cuartos a la calle
(Segunda serie, segundo tipo). En algún caso se aclara que se trata de una
cubierta de “media agua”, como en uno de los cuartos de teja de Fernández
de Ocaña; esta indicación, interpretamos, corresponde a cuartos construidos
debajo de los corredores.
En estas viviendas, también eran de teja algunas de sus oficinas de servicio,
como las cocinas de las casas de Fernández de Therán, del Casal y Ziburu.
La coexistencia de cubiertas de teja y de paja era habitual y estaba en
correspondencia con la jerarquía de los locales. En Santa Fe la Vieja en-
contramos que en la casa de Juan de Cifuentes, aunque su sala y aposento
estaban cubiertos de teja, había otros dos aposentos y una cocina cubiertos
de paja. En Santa Fe de la Vera Cruz la casa de González de Andino tenía sus
cuartos principales de teja y su despensa y cocinilla de paja; la casa de José
de Rivarola contaba con sala y dos aposentos cubiertos de teja, y una cocina,
un aposento y una ramada cubiertos de paja. Por su parte las cocinas de las
casas de Delgadillo y Atienza y de Lizola también eran pajizas, mientras que
los cuerpos principales tenían teja. En la casa de Urízar, hacia la calle había
“unos cuartos de paja que quedan independientes”, mientras que el cuerpo
principal, reservado para el uso familiar y que cuadraba el patio por la parte
posterior, estaba cubierto de teja.
Eran de teja también las casas de Martínez (1774) y de Jaques (1793), cuyas
cocinas eran de techo pajizo, y la de Zabala (1748) en la que la cocina estaba
debajo de una ramada.

285
Entre los restos excavados en el sitio de la primitiva ciudad se destaca una
importante serie de tejas que presentan su cara superior, la que quedaba a la in-
temperie, decorada con distintos motivos geométricos que habrán contribuido
de manera muy particular en la expresión formal de algunos edificios. Otras
tejas tienen incisos dibujos con motivos supersticiosos: pájaros y corazones
flechados, y hay una que lleva inscripto el refrán “crea buena fama y échate
a dormir” (Zapata Gollan, 1960:112). Cuando se removieron algunos viejos
tejados de Santa Fe de la Vera Cruz, en su sitio actual, particularmente en la
casa de los Díez de Andino, se encontraron algunas piezas decoradas y escritas
de la misma manera. Otra, que cubría el crucero del templo de la Compañía
de Jesús, indica la fecha de su fabricación y el nombre de quien la hizo.

2.2.3. Azoteas
En la segunda mitad del siglo XVIII don José de Tarragona fue quien in-
trodujo la azotea para cubrir la quinta que construyó a tres cuadras al oeste
de la Plaza y posiblemente también su casa principal, edificada en la misma
época. Ya hemos dicho que Tarragona fue un rico comerciante y propietario
de hornos de ladrillos, lo cual le facilitó introducir una novedad que requería
abundante uso de tejuelas y de ladrillos cocidos.
La azotea era una notable innovación tecnológica, que respondía a los nuevos
cánones formales introducidos desde Buenos Aires, capital del recién creado
Virreinato del Río de la Plata. La prescindencia de tejados, las líneas netas y
los volúmenes prismáticos fueron una aspiración que se instaló en la burguesía
ilustrada rioplatense. La azotea respondía a esos postulados formales e intelec-
tuales, pero su comportamiento ante las precipitaciones pluviales santafesinas
fue siempre un inconveniente que no pudo resolverse adecuadamente con la
tecnología de la época.
Además de la quinta de Tarragona se registran azoteas ya en las primeras
décadas del siglo XIX en la casa de Rodríguez de Andrade y al menos en uno
de los cuartos de la de doña Bernarda Manso. La casa de Alzogaray (luego de
Crespo) tenía azotea por encima de sus bóvedas y con el sistema tradicional de
azoteas sobre tirantes fueron resueltas las casas del brigadier Estanislao López,
de José Freyre y de Juan Gualberto Puyana. Estas cuatro fueron casas en esquina
y de dos plantas, que hemos clasificado en la Segunda serie tipológica, tercer
tipo. Además de estas últimas y de las dos primeras casas nombradas, el plano
de Santa Fe dibujado por Marcos Sastre en 1824 representa otros edificios
cubiertos de azotea, utilizando un color diferente para diferenciarlos de las de
techo pajizo y de las de tejas.

286
2.2.4. Bóvedas
Un caso singular en la arquitectura doméstica santafesina fue la casa de
Francisco de Alzogaray, que databa de la tercera década del siglo XIX. Al igual
que las Casas Capitulares, que se terminaron de construir algunos años antes,
tenía varias habitaciones y el zaguán “con sus techos de bóveda y azotea”. La
casa se conservó hasta mediados del siglo XX, en que sus propietarios tomaron
la resolución de demolerla privando de un ejemplo único y relevante de la
arquitectura poscolonial santafesina. No existen otros registros de la aplicación
de la bóveda en la construcción de viviendas y es muy poco probable que
hayan existido otros ejemplos (Ilustración 13.5 y 13.6).

2.3. Estructuras de madera para las cubiertas

En las viviendas santafesinas, para la estructura de la cubierta se utilizaba


palma rolliza o madera labrada según fuere el caso, la jerarquía de la vivienda,
las posibilidades económicas del propietario y el sector del edificio de que se
trataba. El entorno inmediato de la ciudad no disponía de buenas maderas
para la construcción, pero su conexión con la provincia del Paraguay y su
cercanía con el Chaco, que caía dentro de su jurisdicción, le proporcionaba
lo necesario para las obras importantes.
Del Paraguay provenía el cedro que se aplicaba en “obras blancas” y que se
comerciaba en trozos o tablazones que bajaban por el Paraná hasta Buenos
Aires, el lapacho o tagibo, que se utilizaba preferentemente en embarcaciones,
carretas y tablazones “y para todo cuanto se quiera destinar por su mucha
duración y permanencia”, el incienso que se usaba para “tirantes y armajes
de casas”, el canelón que servía para horcones y postes, el peteribí blanco y el
peteribí negro que servían para “todo género de obras blancas” y el urunday
que se usaba “en los edificios de casas y templos por su mucha firmeza y
duración”.22 Del Chaco santafesino provenían el quebracho colorado cuya
madera “es solidísima, resistente a las herramientas e incorruptible en la tierra
y en el agua en que se petrifica” y que se aplicaba “generalmente a pilares, ejes
de ingenios y a otros destinos en que trabaje de punta, porque puesta en forma
de viga se quiebra o por el mucho peso incomoda”, el nogal y el algarrobo
blanco cuya “madera es útil para todo por ser fuerte y dócil”.23

2.3.1. Palma rolliza


En casas principales, de acuerdo a la calidad de los locales, la estructura podía
ser de tijeras de palmas, tirantes de madera labrada o de pares y nudillos. La
palma era habitual, tanto en casas de jerarquía modesta como en los sectores
de servicio de las casas importantes.

287
La casa de Bernabé López de Santa Cruz tenía su “enmaderado de palma
rolliza”, y en la casa de Piedrabuena había algunos cuartos con “los maderados
de sauce muy viejos” y un aposento con “enmaderados de palma”.
Si se cuidaba la calidad de la construcción, las palmas se acompañaban con ti-
rantes que cruzaban el ancho de las habitaciones, acollarando la estructura.
En la casa de Juan de Zevallos, el enmaderado de palmas rollizas se reforzaba
con tirantes de peteribí o de sauce, según los locales. Y la casa de Miguel de
Aguirre y Meléndez tenía sus habitaciones enmaderadas de palma, reforzadas
cada una de ellas con “dos tirantes de madera del Paraguay”.
También la casa de Juan de Silva tenía su sala y aposento “con sus tirantes
de palo fuerte, enmaderado de palmas”. Y la casa de Suárez tenía su techo con
tijeras de aleta y su sala enmaderada de palmas, con el refuerzo de dos tirantes
de lapacho “con dos canes de una flor”.
Algunos cuartos de la casa de Gabiola estaban enmaderados de palma. En la
casa de Rezola algunas habitaciones eran enmaderado de palma, con tirantes
de “madera fina” que las cruzaban a lo ancho.
En la casa de doña María Ventura del Casal el zaguán, dos cuartos a la calle
y la trastienda estaban “enmaderados de palma”, al igual que uno de los apo-
sentos principales, pero en éste la estructura estaba oculta con un cielorraso.
En el sector de servicio, también eran de palma los cuartos para criados, la
cocina y la despensa del traspatio.

2.3.2. Madera labrada, entablonados y empatillados


Tijeras, nudillos y tirantes de sauce con sus canes conformaban una típica
estructura de cubierta; así es descripta en las piezas principales de la casa de
Lizola. El sauce también aparece en la casa de González de Andino, que se
describe como obra “de costanería” sin agregar mayor detalle, en la de Alcá-
zar y en la atahona de Francisco Javier Piedrabuena, que estaba cubierta de
“enmaderado de sauce”.
También los cuartos de Manuel Maciel eran de “enmaderado de sauce”
o, como se dice en otra parte, su “enmaderado es de empatillado”, con
tijeras de palma o de sauce según los casos (más adelante nos referiremos
en particular a los empatillados). En algunos de estos cuartos la estructura
estaba reforzada con “tirantes de madera del Paraguay”. La existencia de
estos refuerzos se constata también en la casa de Antonio Martínez, con su
sala con “cinco tirantes”.
En las habitaciones principales de la casa de Joaquín Maciel encontramos
estructuras de pares y nudillos de nogal, que en alguno de los ambientes se
complementaba con un cielorraso de estera pintada. La estructura de la cu-
bierta de otro cuarto, seguramente de tijeras comunes, estaba reforzada por
“un tirante llano”.

288
Dos de los cuartos de la casa de Ziburu eran de “fábrica de costaneras”. Las
referencias acerca de otras casas, aunque muy genéricas, permiten incluirlas
en este tipo de estructuras de “madera labrada”, como la propiedad de Juan
Albarracín de la que se dice en 1758 que era “toda la casa bien acondicionada
de madera nueva”.
La carencia de refuerzos de tirantes, los anchos excesivos de las habitaciones
o la mala calidad de las maderas representaban algunos de los vicios tecnoló-
gicos. La documentación referida a la casa de Muñoz explica que sus paredes
se habían vencido “por no habérsele puesto a tiempo en su construcción (sino
después) algunos de los tirantes de sauce que tiene”. Otra de las causas de su
mala calidad procedía de ser el resto de su enmaderado tosco de palmera. Ade-
más uno de los cuartos era “de un ancho desproporcionado a los comunes”,
ya que medía 61/2 varas de ancho cuando lo normal eran 6.
La disponibilidad de mayores recursos económicos por parte del propie-
tario se trasunta, además de la conformación espacial de la vivienda, en la
materialidad de sus estructuras de madera. En Santa Fe es en los enmade-
rados donde se revela la calidad de las construcciones y la solvencia de sus
propietarios, las habitaciones de mayor jerarquía, siempre que se podía, se
sostenían con estructuras complementadas con entablonados o enmaderados
de empatillado.
Sabemos que la casa de Gaete tenía sus techos “bien enmaderados”, la de
Francisco Xavier de Echagüe y Andía era “todo de enmaderado” y los cuartos
de alquiler de Manuel Carballo eran “todos enmaderados”. En el siglo XVIII
podemos reconocer la progresiva incorporación de soluciones técnicas de
mayor desarrollo y costo económico; es así como se hace más frecuente la
presencia de enmaderados de empatillado.
Cuando Narciso Xavier de Echagüe y Andía compra las casas que habían
sido de Pereyra, se indica que un cuarto estaba “enmaderado de costanera” y
que la sala y aposento eran de empatillado. El empatillado, además de confor-
mar parte de la estructura de la cubierta, constituía un cerramiento superior
o cielorraso de calidad, que acompañaba la pendiente del tejado.
A finales del siglo XVII se describe la casa de José Fernández Montiel con
un cuarto “bien enmaderado” y el resto de “empatillado y tablazón”. En 1711
encontramos que la casa de Izea y Araníbar tenía su dormitorio y sala principal
de “empatillado” y cuatro cuartos de “enmaderado de costaneras”.
En los años siguientes las referencias se hacen más frecuentes: la “fábrica de
empatillado” de la casa principal de Francisco de Ziburu (1714); el “enmade-
rado de empatillado de nogal” de la casa de Andrés López Pintado (1746); el
“enmaderado de empatillado” y la “obra de empatillado” de la casa de Pedro de
Zabala; el “techo de empatillado” de la casa de Francisco Pascual de Echagüe
y Andía (1757); el “enmaderado de empatillado con maderas del Paraguay”

289
de la casa de Joaquín Maciel (1794), y el “enmaderado de nogal, empatillado”
de la casa principal de Manuel de Gabiola (1800).
En 1737 las casas de doña Blanca de Godoy y Ponce de León tenían “en-
maderado de mpatillado” y aunque desconocemos el tipo de madera podemos
suponer que se trataba de alguna de muy buena calidad, atendiendo a las
posibilidades económicas de su propietaria. Pero una casa principal como la
de Martínez de Rozas también podía tener un empatillado de sauce.
Los cuartos de la casa que edificó el padre Diego Fernández de Ocaña estaban
“enmaderados de empatillado”, también los cuartos principales de la casa de
Urízar. En la casa de Manuel de Amilibia se mencionan “sus enmaderados de
nogal de empatillado”.
En la de Melchor de Echagüe y Andía, al menos su esquina y trastienda eran
de “techo entablado” o de “buen enmaderado”. La sala de la casa de Ziburu
tenía su techo de “enmaderado de costaneras”.
La diferente calidad y disposición de las tablas de madera permitía
distinguir entre entablados y empatillados; la sala y recámara de la casa de
Pedro del Casal, por ejemplo, estaban “entabladas”, mientras que el resto
de los cuartos eran “de empatillado”. En la casa de Candioti y Mujica los
cuartos principales –sala, aposento y recámara– eran de “enmaderado de
empatillado” y el zaguán de “entablado”; en una de sus salas y aposento el
empatillado era de madera de nogal, estaba reforzado con tirantes de madera
fuerte y, además, esterado; a pesar de su importancia, la sala principal estaba
reforzada con tirantes y canes “al parecer de sauce”, que no era una madera
de buena calidad.
La estructura de madera de la casa de doña María Ventura del Casal es
descripta con cierto detalle: tenía un “enmaderado de empatillado” en la
tienda de esquina y en las habitaciones de uso familiar. La sala de recibir era
de empatillado de algarrobo reforzado con tres tirantes y dos “tirantillos en
las esquinas”, todos de cedro. La sala principal también era de empatillado
de algarrobo reforzado con tres tirantes de cedro, apoyados sobre seis canes
de algarrobo. El cuarto y dormitorio eran de enmaderado de empatillado de
cedro, con tres tirantes de la misma calidad. El cuarto grande, en cambio,
estaba enmaderado de sauce.
La casa de Fernández de Therán estaba “enmaderada toda de empatillado”
con “maderas de sólida consistencia de la Provincia del Paraguay”. En todas las
habitaciones la estructura se reforzaba con tirantes de la misma madera; salvo
los cuartos de media agua, debajo de los corredores, que tenían estructura de
enmaderados de palma.
En la casa de Juan de Rezola algunas piezas eran de “enmaderado de madera
fina”, en ciertos casos “al parecer de nogal”. En su sala principal el enmaderado
era de nogal sobre entablado, con cuatro tirantes, todo de la misma madera.

290
La vivienda que entró en dote doña María Josefa Narbarte tenía una sala de
“enmaderado de nogal” y un aposento “enmaderado de palma”.
De las referencias mencionadas puede verse que entre las maderas utilizadas en
casas principales, si bien incluía el algarrobo, con preferencia se procuraba dis-
poner de nogal, cedro y otras “maderas de sólidas consistencia del Paraguay”.

2.3.3. Sobrados y altillos


Ya en tiempos de Santa Fe la Vieja algunas casas contaban con sobrados.
Feliciano Rodríguez al testar en 1606 declaró haber edificado “una casa de paja
sobradada para poder vivir en lo alto”. Por su parte, Hernando Arias Montiel
construyó en su vivienda un sobrado de características tan particulares que
cuatro décadas más tarde su yerno todavía lo recordaba: “tres lances asobra-
dados con mucha curiosidad” aunque sin aportar indicios que nos permitan
comprender mejor esa referencia.
En Santa Fe de la Vera Cruz, la vivienda de Juan Martínez de Amilibia
tenía “su alto” en la temprana fecha de 1701. En la vivienda de doña María
Ventura del Casal sobre la tienda de la esquina había un “sobrado de tablas
[...] de cedro”, sostenido por “nueve tirantillos de cedro, todo guarnecido de
molduras de ídem”. La esquina de la casa de Juan de Rezola, que daba su frente
a la Plaza Mayor tenía “su altillo entablado en seis tirantes”.
En otros casos, como ya lo hemos mencionado, los altos se ubicaban sobre los
zaguanes, como en la casa de Candioti y Mujica y en la de Melchor de Echagüe
y Andía. Esta última tenía un “altillo” que balconeaba sobre la Plaza Mayor,
la fotografía que se conserva nos brinda una imagen de las características de
este tipo de habitaciones en un segundo nivel. Queda claro que el acceso a
esos altillos debió ser algo forzado, mediante una escalera que no disponía de
una caja especial para su desarrollo.

2.3.4. Bovedillas
La incorporación de bovedillas se detecta en casas pertenecientes a propie-
tarios de niveles sociales superiores, que evidencian un planteo habitacional
de mayor despliegue, como lo son las viviendas en L (Primera serie tipológica,
segundo tipo). Tenemos constancia de que una de las habitaciones de la casa
de Narciso Xavier de Echagüe y Andía tenía su “cielo de bovedilla”.
La bovedilla, que no cumplía función estructural en cubiertas de dos aguas,
servía para destacar espacialmente algunos de las habitaciones principales
como la sala y dormitorio de la casa de Ziburu, o la sala y uno de los cuartos
de la casa de Gabiola.
La casa de Joaquín Maciel, que corresponde a lo que hemos clasificado
como Primera serie tipológica, cuarto tipo, refleja la posición económica de
su propietario con resoluciones singulares: las habitaciones más importantes

291
–sala y aposento principales–, tenían bovedillas de yeso, la segunda sala una
“bovedilla de yeso, que sostiene veinte y cinco tirantillos” y la tercera contaba
“con [...] tirantillos que sostienen otra bovedilla igual a la anterior”.
La casa de los Aldao (antiguamente de Juan José de Lacoizqueta) conserva
todavía sus bovedillas originales en una de las habitaciones de planta baja, en
este caso debajo del entrepiso. Estas bovedillas están formadas por tirantes
ubicados muy próximos entre sí y presentan un cielorraso curvo de yeso con
figuras fitomorfas. Hemos tenido oportunidad de ver un trabajo similar, con
diferente decoración, en las casas consistoriales de la andaluza ciudad de Baeza,
lo cual da la pauta de la migración de ciertas soluciones tecnológicas y formales
por circuitos difíciles de establecer y por regiones distantes y muy diversas.

2.3.5. Cielorrasos
Algunas casas en L o en U (primera serie, segundo y tercer tipo) contaban
con cielorrasos que ocultaban las estructuras de las cubiertas: un “cielorraso
entablado” o “de tabla” se menciona en 1795 en la casa de Narciso Xavier de
Echagüe y Andía y simples “cielorrasos de tabla” son descriptos en los inven-
tarios de la casa de Larramendi.
La existencia de cielorrasos en las casas principales del siglo XVIII se corro-
bora con mayor frecuencia en viviendas de la Segunda serie tipológica, segundo
tipo, todas ellas viviendas principales, tal como se puede ejemplificar en las
casas de Francisco de Ziburu, Antonio Candioti y Mujica, doña María Ventura
del Casal, Juan Francisco de Larrechea, José de Narbarte y Joaquín Maciel.
Una de las habitaciones de la casa de Ziburu contaba con un cielorraso “es-
terado”. En la casa de Candioti y Mujica había una habitación “con cielorraso
de cañizo” y la sala principal tenía “esterado el techo”. También en el cuarto
y dormitorio de doña María Ventura del Casal el techo estaba “esterado de la
parte de adentro” y la sala de recibo y el dormitorio tenían su “techo de estera
pintada del Paraguay”. La primera sala de la casa de Larrechea tenía su “cubierta
de estera del Paraguay”. La esquina de José de Narbarte contaba con un “cielo
de tabla enmaderada de palma”; en tanto que la sala tenía “esterado el techo”.
Nuevamente, la casa de Joaquín Maciel es buena para ejemplificar situaciones
tecnológicas singulares o muy escasas en el medio ambiente santafesino, como
es la presencia de un “techo esterado con estera pintada del Paraguay”.

2.4. Estructuras y cubiertas de los corredores

Los corredores, que en lo espacial tenían su significación, también servían para


la mejor conservación de los muros de la vivienda, tal como se dice expresa-
mente al menos en dos oportunidades que “sirvan de reparo de la intemperie

292
los corredores que tiene al patio” y “con sus corredores que defienden las tapias
de dichas viviendas”.
Cuando las casas eran pajizas también lo eran sus corredores. Así ocurría en
la vivienda de Ximénez Naharro en Santa Fe la Vieja y más tarde, en la ciudad
trasladada, en las casas de Madera (que en 1693 se cubrió de teja), Jerónimo de
Rivarola, Sotelo Rivera, Calvo, Vera Luján y Mendieta y Zárate. De la misma
manera, cuando la casa principal estaba cubierta de teja, los corredores (que
eran prolongación de la techumbre), se cubrían con igual material.
Los corredores respondían a la tradición maderera de la arquitectura san-
tafesina y eran típicos exponentes de la misma con sus estructuras de palma
soportadas en soleras que apoyaban, a su vez, en zapatas labradas y en pies
derechos de madera dura (Ilustraciones 13.7-9 y 13.10).
Los corredores de la casa de Manuel Maciel, por ejemplo, eran los típicos
de la tradición santafesina con sus tijeras de palma.
Los corredores de los dos patios de la casa de Antonio Candioti y Mujica
tenían “su enmaderado de palma y postería de espinillo”. La vivienda de doña
María Ventura del Casal tenía “ambos patios con corredores en contorno con
postes labrados de quebracho colorado con sus canes y vigas de algarrobo, y
enmaderados de palma”. La casa de Juan de Rezola tenía “sus corredores al
dicho patio, enmaderado de palma” y en la casa de Larramendi los corredores
estaban asentados sobre tirantes de palma y pies derechos o postes de espinillo.
También eran así los corredores traseros de la casa de Joaquín Maciel, que se
mencionan como “dos corredores que están a la parte del poniente y norte que
caen a la huerta con tres postes de espinillo labrados y tijeras de palmas”.
En la casa de Lizola, los corredores tenían una estructura de palmas asentadas
sobre un tirante de “buen palo”, que actuaba de viga solera, apoyada sobre
siete canes o zapatas sostenidos a su vez en otros tantos postes.
La casa de Martínez de Rozas presentaba la típica orientación de sus “corre-
dores al este y poniente”, sostenidos “con catorce postes de espinillo”. De igual
manera la casa de Carballo contaba “con sus corredores de un lado y otro” del
cuerpo principal conformado por la sala y sus dos aposentos.
Una descripción más detallada la encontramos en 1793 para la casa de
Aguirre y Meléndez, que tenía “corredores al este y poniente, con once postes,
seis de urunday con tres varas de alto, sus canes de algarrobo labrado y vigas
de lo mismo, y soquetes de madera del mismo poste, los cinco que pertenecen
a la parte del poniente de espinillo, con el mismo alto, vigas y canes que los
antecedentes todo cubierto de teja y enmaderado con 52 palmas”.
Estos típicos corredores hoy subsisten tan sólo en los restos de las casas de
Díez de Andino y de Manuel Leiva, además de la estanzuela de Echagüe,
ubicada en las antiguas chacras de la ciudad. También en una obra excepcional
de arquitectura religiosa, la iglesia y convento de San Francisco, en la que las

293
galerías responden a la misma tecnología. En la primera mitad del siglo XX
todavía se conservaban muchos ejemplos que fueron documentados fotográfica
y gráficamente por Jorge M. Furt y Líbero Fridman.
A finales del siglo XVIII se comenzó a combinar dos tecnologías diferentes:
una es la que ya comentamos, que proviene de la vieja tradición maderera
litoral; la otra introduce variantes con la incorporación del ladrillo.
La casa Manuel de Gabiola es un buen ejemplo de esta coexistencia en una
misma propiedad: el patio principal estaba “cuadrado de corredores sobre
pilares de ladrillos”, mientras que las galerías del segundo patio se sostenían
al modo más tradicional, “sobre postes de madera”.
También en la referida casa de Joaquín Maciel se recurría a soluciones
mixtas pero en un mismo espacio: el tramo del corredor del patio principal
correspondiente a la “puerta de calle” estaba sostenido sobre pilares de mam-
postería mientras que el resto de ese patio se soportaba con pies derechos de
madera dura. El corredor del corral o traspatio, en cambio, contaba con todos
pilares de ladrillo.
Por último, mencionaremos la casa de los González de Setúbal, cuyos pies
derechos de madera habían sido reemplazados por “tres pilares de cal y ladrillo
ochavados”.

2.5. Solados

La existencia y calidad del solado marca la evolución en el tiempo, la jerar-


quía social del propietario y la importancia del local dentro del conjunto de
la vivienda.
Decimos que la presencia de solados es, en primer lugar, una referencia
cronológica, ya que en sus orígenes las casas santafesinas carecían de ellos.
La tierra bien asentada y aplanada era suficiente para resolver los pisos de las
habitaciones y de los patios. El uso y la limpieza frecuente contribuían a que
estos pisos de tierra adquirieran la terminación de una superficie muy lisa,
casi sin partículas sueltas, tal como hoy todavía se puede ver en los “pisos” de
los ranchos y de muchas casas rurales.
Hasta mediados del siglo XVII ésa parece haber sido la solución excluyen-
te. En las excavaciones de Santa Fe la Vieja tan sólo se encontró una casa,
perteneciente al portugués Juan González de Ataide, tenía un piso formado
con adobones.
Luego de la mudanza de la ciudad comienzan a aparecer referencias sobre la
existencia de solados pero nunca son frecuentes; su omisión induce a pensar
que en la mayoría de los casos los pisos carecían de solado y eran de tierra
alisada.

294
Es así como ninguna de las viviendas en tira, parece haber contado con
un solado que se considerara suficientemente importante para mencionar en
inventarios y descripciones. Entre las viviendas en L, sólo en una se registra la
calidad del solado: se trata de la casa de Narciso Xavier de Echagüe y Andía,
que tenía su piso de embaldosado. Es posible suponer, sin embargo, que más
de una de esas casas contara con habitaciones embaldosadas o enladrilladas,
aun cuando no podamos documentarlo.
En las viviendas en U, que corresponden a grandes propiedades con una
calidad constructiva importante, las indicaciones sobre los pisos son más fre-
cuentes. En algunos casos eran simplemente de “argamasa pisada” pero también
los había de baldosas o ladrillos, de acuerdo a la calidad de la habitación. Uno
de los aposentos de la casa secundaria de Joaquín Maciel, por ejemplo, tenía su
piso cubierto de “argamasa pisada” mientras que las habitaciones principales
tenían su “suelo de baldosa”.
En la casa principal de Manuel de Gabiola el patio principal estaba cubierto
con ladrillos y las habitaciones con baldosas, excepto un cuarto y el zaguán
del segundo patio. La tienda y las habitaciones principales de la casa de José
Teodoro de Larramendi tenían su piso de baldosas, mientras que el solado de
la trastienda y alcobas era de ladrillos.
Entre las viviendas del cuarto tipo (Primera serie) la casa de Martínez de
Rozas tenía su sala y aposentos de “piso de baldosa cocida” y el patio principal
“enladrillado”. En la casa de Manuel Carballo el patio también estaba “enla-
drillado todo”. La de González de Setúbal tenía su esquina, sala, aposento y
corredores con piso de baldosas; en tanto que en 1826 uno de los cuartos a la
calle tenía su piso de “ladrillos [...] todos quebrados”.
Hemos caracterizado a las viviendas del primer tipo de la segunda serie
tipológica como casas en su gran mayoría modestas. La mención de solados
es poco frecuente en estos casos, sólo se destacan los cuartos y el aposento
de Francisco Javier Piedrabuena que tenían su piso “enladrillado” y una de
las unidades de alquiler que eran propiedad de Manuel Maciel, cuya sala y
aposento eran de “embaldosado”. Lo corriente continuaban siendo los pisos
de tierra, como en los otros cuartos del mismo Maciel.
Las casas del segundo tipo de la segunda serie tipológica corresponden a
las viviendas más complejas e importantes que hubo en Santa Fe y para ellas
podemos enumerar, como hasta ahora no hemos podido hacerlo, variedad
de solados utilizados en las habitaciones y en los patios principales: baldosas,
ladrillos y hasta empedrados.
La baldosa se documenta en el aposento y salas principales de la casa de
Antonio Candioti y Mujica; en la vivienda de doña María Ventura del Casal en
donde la tienda, trastienda y piezas principales, como también los corredores
y el primer patio, estaban “enladrillados de baldosa”; en la casa de Juan de

295
Rezola en la cual algunas piezas que daban a la calle, el zaguán y la sala principal
tenían su “piso embaldosado”. Podemos agregar la casa de Melchor de Echagüe
y Andía que, al menos, tenía su esquina y trastienda de “piso embaldosado”,
los cuartos de la casa de Manuel Fernández de Therán que eran de “suelos
embaldosados” y el piso de la sala de Manuel Suárez. En algunos casos, en
lugar de baldosas, encontramos que las habitaciones principales tenían su piso
de ladrillo, como las dos piezas principales de la casa de Candioti y Mujica y
la recámara y algunas de las habitaciones del frente de la casa de Rezola que
también era de “piso enladrillado”.
Las baldosas se fabricaban en los mismos hornos que se cocían ladrillos y
tejas. Cuando se tasa la quinta de don Pedro de Bárbara Gabiola en 1792 se
mencionan unos “moldes de fierro para cortar baldosa”.23
Volviendo a otras calidades de pisos, nos resulta sorprendente que el piso
de la sala de recibir de la vivienda de doña María Ventura del Casal fuera de
“argamasa”, mientras que el resto de las habitaciones principales, como hemos
visto, incluso las de uso comercial eran embaldosadas.
En general la argamasa y la tierra pisada aparecen en los solados de locales
de usos más modestos o de uso comercial. La primera pieza que tenía sobre
la Plaza la casa de Rezola tenía su piso de “suelo de tierra”; esta situación
debe haber sido muy generalizada y nos atrevemos a entender que así era el
solado de la mayoría de las habitaciones en que no se identifica su material.
Más frecuente era la tierra en los cuartos y oficinas de servicio, aun cuando
sólo documentamos el cuartito debajo del corredor de la casa de Fernández
de Therán, que era de “piso de tierra”.
Un caso único en la arquitectura doméstica santafesina, hasta donde co-
nocemos, era el patio principal de la casa de Candioti y Mujica que tenía su
piso de “empedrado”.

2.6. Aberturas

La mayoría de las veces los documentos coloniales de Santa Fe indican la exis-


tencia de puertas y ventanas en forma genérica, sin indicar número, calidad,
tamaño ni ubicación dentro de la casa. Otras veces se añade la expresión “con
sus cerraduras y llaves”.
Debido a su costo, las aberturas podían ser extraídas de construcciones en
desuso para volver a ser utilizadas. Así, doña Francisca de Bracamonte fue au-
torizada por la Justicia para sacar las ventanas y puertas de la sala principal de
una casa cuya propiedad compartía con su madrastra doña María de Luján.24
Una revisión prolija de inventarios y otras escrituras en donde se hace una
detallada enumeración proporciona una idea del tipo de aberturas corrientes

296
en la vivienda santafesina, entre las que se incluyen alacenas de dos puertas
de tableros, embutidas en la pared.
Por lo general puertas y ventanas eran de quicio, es decir que las hojas se
abatían girando sobre pivotes hechos en la propia madera que las conformaba
(Ilustraciones 13.11 y 13.12). Se evitaba de esa manera el uso del hierro, que
tenía que ser importado y resultaba demasiado caro. Era tal su carestía que el
gobernador Hernandarias de Saavedra en 1615 certifica que Su Majestad tenía
mandado que el hierro y acero que se permitía traer del Brasil a los vecinos del
puerto de Buenos Aires, debía gastarse y consumirse “en estas provincias sin
poderse sacar de ellas”. En la misma oportunidad Hernandarias declara que
cuando salió a buscar madera para cubrir la iglesia de San Francisco de Santa
Fe, sólo halló “tres hachas en las estancias de los vecinos más poderosos [...] y
tan gastadas y malas que en ninguna manera se puede hacer obra”.25
Por esa razón eran habituales que las ventanas, aun las que daban a la calle,
tuvieran rejas de madera torneada (Ilustraciones 13.13 y 13.14). Recién a
finales del siglo XVIII en algunas casas importantes se incorporaron alcayatas
de hierro.
En la documentación disponible, podemos detectar que las aberturas que
comunicaban con los patios y espacios interiores diferían de las que daban a
la calle. Las primeras se resolvían enteramente de madera, incluidas sus rejas,
mientras que para las segundas se reservaba el uso del hierro cuando éste
comenzó a ser utilizado. En una misma casa, la de Narciso Xavier de Echagüe
y Andía, por ejemplo, las ventanas tenían sus rejas de madera con balaustres
torneados, con excepción de la única que daba a la calle, que contaba con
reja de hierro.
La referencia más antigua acerca del uso de hierro en rejas corresponden a
1785 cuando en la casa de José de Narbarte se hace inventario de dos ven-
tanas con reja de “fierro” y a 1790 cuando en la dote de una hija de Antonio
Candioti y Mujica se mencionan sus “ventanas voladas de fierro a la calle”;
las otras referencias son posteriores. Como decoración, las rejas de hierro a
veces estaban coronadas de un remate o “chapitel” al modo de las que hoy se
pueden ver en la casa de los Díez de Andino.26

297
Notas
1
Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Po- cercar la propiedad que adquirían con “tres tapias
blación y Pacificación de las Indias. Bosque de de alto” (Ramón, 1978:30).
Balsaín, 13-VII-1573. AGI: Indiferente General, 6
Patrimonio otorgado por el maestre de campo
leg. 427, libro 29, fs. 63/93. Transcriptas por don Manuel de la Sota y su mujer, a favor de su
Francisco de Solano. Normas y leyes de la ciudad sobrino el maestro don Matías de Ziburu, Santa
hispanoamericana. 1492-1600. Madrid, Consejo Fe de la Vera Cruz, 4-IX-1741. DEEC: EP, tomo
Superior de Investigaciones Científicas, 1996, p. 13, fs. 57/9.
214. Ordenanza 133. 7
Inventario de los bienes de Adriano Centurión,
2
DEEC: EC, tomo 58, expte. 112, fs. 55/61v. Santa Fe, 5-VII-1720. DEEC: EC, expte. 115, fs.
3
Testamento de Baltasar Núñez, Santa Fe, octubre 203v/4v.
de 1662, DEEC: EP, tomo 2, f. 799 y testamento 8
Tasación de la Ranchería del Colegio de la Com-
del licenciado Antonio Tomás de Santuchos, Santa pañía de Jesús, Santa Fe, 12-XII-1768. DEEC: EC,
Fe, 15-VI-1663, EP, tomo 2, fs. 846/50v. tomo 32, 1768/9, expte. 320.
4
Testamento de Miguel de Ludueña, Santa Fe, 29- 9
Tasación de la casa de doña Antonia Castañeda.
X-1698, DEEC: EP, tomo 5, f. 1149v, y testamento Santa Fe, 17-V-1800: DEEC: EC, tomo 49, expte.
de don Francisco de Agüero, Santa Fe, 4-V-1696, 661, f. 405 y ss.
EP, tomo 7, f. 334. 10
Hijuela de doña Felipa Lencinas, Santa Fe, 12-
5
AGPSF: AC, tomo I, f. 3, acta capitular del 17 de VII-1816, DEEC: EC, tomo 58, 1813/5, Expte 221,
enero de 1575. Y de una memoria de los bienes año 1815; Inventario y tasación de la esquina de
embargados a Hernandarias de Saavedra, 1617, doña Manuela Gamarra, Santa Fe, 12-V-1838,
publicada por Manuel Ricardo Trelles, en La Revista DEEC: EP, tomo 26, fs. 499/503; Tasación de la
de Buenos Aires, publicada bajo la dirección de quinta de don Pedro Bárbara Gabiola, 7-I-1792,
Miguel Navarro Viola y Vicente G. Quesada, Tomo DEEC: EC, tomo 52, expte 48, 298 fojas, f. 120
X, Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1866, pp. y ss.
534/37. Testamento del capitán Diego Hernández 11
Inventario y tasación del terreno y esquina de
de Arbaisa, Santa Fe, 5-VI-1638. DEEC: EC, tomo doña Manuela Gamarra, Santa Fe, 12-V-1838,
54, f. 314v. DEEC: EP, tomo 26, fs. 499/503.
6
DEEC: EC, tomo 63, expte. 235, f. 49, y carta do- 12
Tasación de la quinta de don Pedro Bárbara
tal de doña Juana de Luján, Santa Fe, 3-VI-1648, Gabiola, Santa Fe, 7-I-1792. DEEC: EC, tomo 52,
EP, tomo 2, f. 79. Lo mismo puede verificarse para expte 48, 298 fojas, f. 120 y ss.
el caso de Santiago de Chile. Armando de Ramón 13
Buenos Aires y Córdoba en 1729 según cartas
refiere la obligación de ciertos compradores de de los padres C. Cattaneo y C. Gervasoni S.J.

298
Transcripto por José Torre Revello. “La casa y el 21
AGI. Indiferente 1546. “Descripción de las
mobiliario en el Buenos Aires Colonial”. En: Re- maderas que produce la provincia de Salta …”,
vista de la Universidad de Buenos Aires, 3ª época, Salta, 1-VII-1790.
año III, nº 3 y 5. Buenos Aires, julio-septiembre y 22
Tasación de la quinta de don Pedro Bárbara
octubre-diciembre 1945, p. 64. Gabiola, Santa Fe, 7-I-1792; DEEC: EC, tomo 52,
14
DEEC: EC, tomo 53, expte. 22, f. 228. expte 48, f. 120 y sigtes.
15
AGPSF: AC, tomo III, fs. 108v/9v, acta capitular 23
Inventario de los bienes de doña María de
del 3 de febrero de 1649. Luján, Santa Fe, 7-VII-1651; DEEC: EC, tomo
16
Testamento de doña Felipa Gil Negrete, Santa 54, f. 304.
Fe, 4-VII-1683. DEEC: EP, tomo 5, f. 500. 24
AGI: Charcas, 112. Certificación de Hernando
17
Testamento de Feliciano Rodríguez, Santa Fe, Arias de Saavedra, gobernador del Río de la Plat-
17-IV-1606. DEEC: EC, tomo 52, fs. 116/30. aBuenos Aires, 5-VIII-1615.
18
Inventario de los bienes del contador Hernando 25
En realidad, una sola de las rejas es original.
de Osuna, Santa Fe, 23-VII-1612. DEEC: EC, tomo Cuando la casa fue restaurada para convertirla
52, f. 431v. en sede del Museo Histórico Provincial “Brigadier
19
Testamento de doña María de Luján, viuda del López” la única reja de hierro colonial fue repro-
capitán Diego Hernández de Arbaisa, Santa Fe, ducida en serie.
9-V-1646. DEEC: EC, tomo 54, fs. 317/20 y EP,
tomo 1, fs. 785/8v.
20
AGI: Indiferente 1546. “Relación que manifiesta
el nombre de las maderas, sus cualidades y vir-
tudes…”, Asunción, 20-II-1791.

299
Ilustración 13.1

Ilustración 13.2

Ilustración 13.1. Rancho de tapia francesa. Una pulpería en la frontera, ca. 1866, fotografía
de Benito Pannuzi (publicada en “Buenos Aires. Ciudad y Camapaña, Fotografías de Esteban
Gonnet, Benito Pannuzi y otros. 1860-1870”. Buenos Aires, Ediciones Fundación Antorchas,
2000, p. 75).
Ilustración 13.2. Frente a un rancho, ca. 1875, fotografía atribuida a Christiano Junior: muestra
el típico rancho argentino que tiene su origen en la técnica de la tapia francesa (“Un país en
transición”. Fotografías de Buenos Aires, Cuyo y el Noroeste. Buenos Aires, Christiano Junior.
1867-1883, Ediciones Fundación Antorchas, 2002, p. 46).

300
Ilustración 13.3

Ilustración 13.4

Ilustración 13.3. Indios trabajando en la construcción de tapia ordinaria, según una acuarela
del padre Florián Paucke.
Ilustración 13.4. Detalle de tejado de la casa que fue de D. Domingo Maciel (archivo Junta
Provincial de Estudios Históricos, foto 259).

301
Ilustración 13.5

Ilustración 13.6

Ilustración 13.5-6. Casa de don Domingo Crespo, antes de Alzogaray (demolida). Se destaca
el abovedado de mampostería, el hogar es moderno (fotos Molinas y H. Busaniche, colección
Hernán Busaniche, nieto).

302
Ilustraciones 13.7-9

Ilustración 13.10

Ilustraciones 13.7-9. Pies derechos y zapatas de madera, tìpicos de las galerías santafesinas
(dibujos de Líbero Fridman en J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, pp. 95/97).
Ilustración 13.10. Detalle de la estructura de la galería de la casa de Manuel Leiva (foto
Hernán Busaniche, circa 1950, colección Hernán Busaniche, nieto).

303
Ilustraciones 13.11-12

Ilustraciones 13.13-14

Ilustraciones 13.11-12. Puertas de casas coloniales santafesinas, en una de ellas se ob-


serva claramente que se trata de una puerta de quicio (dibujos de Líbero Fridman en J. Furt,
Arquitectura de Santa Fe, pp. 100/102).
Ilustraciones 13.13-14. Rejas de madera de las casas de los Aldao y de la de los Echagüe
(dibujos de Líbero Fridman en J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, pp. 104/105).

304
Capítulo 14
Manifestación formal de la vivienda

1. Manifestación formal

En la vivienda santafesina los componentes constructivos adquieren un sentido


que supera la propia función de estructura, soporte, cerramiento o protección,
y asumen valores morfológicos y expresivos. Es por ello que consideramos
pertinente abordar el estudio de su manifestación formal a continuación del
capítulo en que nos hemos ocupado de los materiales y de las técnicas.
En efecto, en el contexto de la arquitectura local, la forma está asociada
estrechamente a las técnicas constructivas, a los materiales disponibles y al
interés del artesano por dejar la impronta de su espíritu creativo. Tal como
hemos visto, para resolver los problemas de la construcción se dispuso de pocos
materiales, básicamente tierra y madera, mientras que otras condicionantes
limitaron las posibilidades de su transformación tecnológica.
Desde el punto de vista de los recursos humanos, en la producción arqui-
tectónica intervinieron artesanos que aportaron experiencias, compartidas en
el marco general de la América española y en el regional con Corrientes y el
Paraguay. En medio de las restricciones locales esos artesanos supieron poten-
ciar los recursos con que contaban e hicieron un adecuado uso de ellos.
Las circunstancias locales y regionales no propiciaron la introducción de len-
guajes formales cultos, activados en Europa desde el siglo XV y transplantados
en América a algunas regiones políticamente estratégicas y económicamente
rentables como lo fueron los centros de poder de la Nueva España y el Perú.

305
La condición marginal del Río de la Plata reforzó el carácter de su arqui-
tectura doméstica como producto tradicional, popular o vernáculo en el
cual la expresión formal no tenía autonomía respecto al resto del fenómeno
arquitectónico. En el contexto de una actitud pragmática frente a los pro-
blemas constructivos, sin embargo, también había lugar para la creación y la
manifestación formal.
Si hemos podido detectar algún grado de originalidad o de carácter propio
en el modo de definir y de distribuir los espacios domésticos en la arquitec-
tura santafesina, en lo que respecta a su expresión formal se aprecia que ésta
responde a formas ensayadas y experimentadas en otras latitudes antes que en
la propia ciudad y su región.
Se explica así que tanto los exteriores como los interiores de la vivienda
santafesina nos remitan a otras arquitecturas domésticas americanas, ya sea
de Cuba como de Cusco. Y, a la vez, a formas mediterráneas y mudéjares de
trabajar las relaciones entre las masas murarias y los vanos, de insertar la madera
como material protagónico, estructural y formal, o de enfatizar la presencia
del tejado para establecer contrastes cromáticos.
Las limitaciones materiales o tecnológicas, económicas y sociales, que
pueden identificarse en el contexto del caso santafesino y de muchos otros,
pueden desalentar o no propiciar el transplante de formas cultas, pero no
pueden evitar el deseo del artesano por expresarse a través de las formas. En
estas circunstancias y con opciones restringidas, los constructores dieron una
respuesta pragmática e inteligente a las necesidades del medio y de su gente,
adaptable a diversas variantes funcionales y tipológicas.

2. Fachadas

La vivienda se manifiesta formalmente en el espacio urbano a través de una


imagen que se ha generado pragmáticamente o no, y en la que está implícito
lo que se quiere mostrar y también lo que se quiere ocultar.
En los primeros tiempos de la ciudad de México los conquistadores utilizaron
los sillares prehispánicos de Tenochtitlán para delinear torreones, barbacanas,
almenas y troneras en casas que se manifestaban inexpugnables y recias con los
atributos de la morfología de las fortalezas medievales (Ayala Alonso, 1996; Té-
llez y Moure, 1982). Aunque ninguna de estas casas se conserva, han quedado
registradas en planos y dibujos existentes en el Archivo General de Indias. No
conocemos otros casos más claros de lo que significa el recurso morfológico
para servir a fines intimidatorios por parte de grupo que se siente amenaza-
do: la manifestación física del poder defensivo es también manifestación del
temor provocado por sentirse vulnerable. Estas casas fortaleza desaparecieron

306
con los temores y en los siglos siguientes las casas grandes evolucionaron hacia
una manifestación de poder social y económico, con recursos morfológicos
grandilocuentes y propios del barroco novohispano.
El valor persuasivo de la imagen está presente en las Nuevas Ordenanzas de
Población de Felipe II, que asignan importancia a la impresión de grandeza
que la arquitectura debía generar en medio de la población aborigen ameri-
cana. Los españoles no debían tener comunicación con los indios mientras
levantaban la ciudad y construían sus casas: “de manera que cuando los indios
las vean les cause admiración y entiendan que los españoles pueblan allí de
asiento y no de paso, y los teman para no osar ofender y respeten para desear
su amistad”.1
Los exteriores de las viviendas que se relacionan con el espacio público con-
tribuyen a definirlo y, consecuentemente, a construir la imagen de la ciudad,
de allí que sea imposible hablar de paisaje urbano sin referirlo a la vivienda.
El modo en que se resuelven las fachadas cambia con el tiempo, acompañan-
do a las modificaciones sociales y económicas de la población, al proceso de
conformación tipológica de la vivienda y a las modas formales generadas en
el ámbito local o importadas del exterior.
Esa dinámica le permite distinguir a Dirk Bühler diferencias notables entre
las fachadas domésticas de Puebla del siglo XVI al XVIII. En el siglo XVI
toda la preocupación formal se concentraba en las portadas. En el siglo XVII
fueron los volúmenes construidos los que gravitaban con mayor énfasis en
la definición de la imagen de la casa. Y en el XVIII la arquitectura poblana
desarrolla formas expresivas propias, con una abundante y profusa utilización
de decoración en argamasa que permite generar formas con total libertad,
ornamentar las fachadas en todos sus detalles y lograr ejemplos de máxima
significación como la Casa del Alfeñique, cuya denominación popular da
pauta de la imagen alcanzada (129).
Es interesante la lectura que propone el mismo Bühler acerca de la progresiva
autonomía de los artesanos locales para resolver las formas de las fachadas.
Algunas casas tempranas dan cuenta de un lenguaje todavía muy ligado a la
cultura arquitectónica europea tal como se ve en las portadas de la Casa del
Deán y de la Casa de las Cabecitas, con algunas representaciones en relieve
tan singulares como las de la Casa del que Mató el Animal. En el siglo XVIII
se hace evidente el afloramiento de una voluntad expresiva propia y distinti-
vamente poblana, con ejemplos paradigmáticos en la Casa de los Muñecos y
en la ya mencionada Casa del Alfeñique, que a su vez sirven de referencia a
un sinnúmero de ejemplos más modestos.
En la actual Argentina, en sus diferentes regiones lo general fue cierta pre-
cariedad constructiva que incidía en la morfología de la vivienda. Bascary
menciona la imagen de las casas de San Miguel Tucumán, resultado de la

307
combinación de tapia y la colocación de ladrillos cocidos a modo de forro; tejas
combinadas con cañizos, tablazones sobre tirantes de quebracho, y materiales de
menor calidad en las habitaciones de servicio (252/3). La descripción no difiere
mucho se trate de Corrientes, Mendoza o Santiago, o de las casas modestas de
ciudades más importantes como Buenos Aires, Salta o Córdoba.
Diego Lecuona plantea: “A partir de la choza en el campamento de los
conquistadores fue afianzándose una vivienda sumamente sencilla, construida
con los materiales del lugar, con paredes de adobe, techos de tierra o paja, y
cercadas con tunales” (6).
También en la vivienda santafesina la expresión formal está fuertemente
vinculada a lo tecnológico y a lo tipológico. El carácter pragmático de la
producción arquitectónica prescinde de tratamientos autónomos de fachadas
y la imagen se construye a partir de la manifestación de los volúmenes de las
masas murarias y de los tejados y cubiertas pajizas, la distribución de los vanos
y la resolución de las carpinterías (Ilustraciones 14.1 y 14.2).
Tanto en las iglesias como en las viviendas privadas, el espacio interior de-
termina la envolvente a través de la doble relación entre lo determinante y lo
determinado. La evolución de la arquitectura santafesina nos permite detectar
el afianzamiento de rasgos que ya están presentes desde el inicio.
Morfológicamente es clara la distinción de viviendas principales y modestas.
Las primeras pueden estar cubiertas de teja o de paja, pero transmiten una
imagen de mayor solidez y permanencia aun con materiales poco perdurables.
Las otras son ranchos precarios, en los que se alterna también la utilización
del cuero en las cubiertas, cerramientos y aberturas.
La imagen exterior de las casas no se organiza en fachadas previamente
concebidas, sino que éstas son el resultado de la combinación de muros y de
aberturas dispuestas con libertad en función de los locales interiores. En las
casas de la Primera serie predominan las “pantallas” formadas por los muros
que aíslan el primer patio pero permiten intuirlo, tal como se puede ver en la
foto histórica de la Casa de José Crespo, junto al Cabildo (Ilustración 14.4).
En las casas de la Segunda serie la morfología acentúa los volúmenes, los vanos
de puertas y ventanas manifiestan el espesor de los muros y las faldas de las
cubiertas aportan color y textura. Las superficies y los volúmenes se manifiestan
bajo la luz local en sus irregularidades y efectos de masa. El foco de atención
se jerarquiza en el tratamiento de las puertas de calle, que trataremos en otro
apartado y en los altillos que coronan algunos zaguanes o esquinas.
La casa de Juan de Rezola es la única que se abre al espacio público con
corredores que dan a la Plaza. Ese carácter extrovertido, presente en el área
paraguaya y correntina es completamente atípico en Santa Fe, donde el pro-
pietario debe presentarse ante el Cabildo y solicitar una licencia especial para
hacer una construcción de esas características.

308
A diferencia de Puebla, en donde Bühler detecta una evolución formal ha-
cia la vivienda criolla, generada y definida según las experiencias locales, en
el Río de la Plata, incluida la ciudad de Santa Fe, la creación del Virreinato
en 1776 significó la introducción de parámetros formales importados, deri-
vados del neoclasicismo imperante en la España de Carlos III. La intención
modernizadora de la nueva burocracia virreinal y de quienes promueven las
transformaciones económicas y sociales cristaliza con la aparición en Buenos
Aires, recién creada capital del virreinato, de paradigmas formales y construc-
tivos, en tanto que las ciudades del interior asimilan esas formas como signos
de los nuevos tiempos.
En Santa Fe este proceso de renovación formal se demoró debido a la crisis
económica provocada por la supresión del Puerto Preciso en 1780, a cuatro
años de la creación del Virreinato. No obstante podemos señalar algunos
ensayos de estas nuevas formas: la ampliación de la quinta suburbana de
Tarragona para transformarla en oficinas de la Real Hacienda, muy posible-
mente la casa urbana del mismo Tarragona y algunas otras pocas viviendas
más modestas.
Como hemos visto en el capítulo anterior, la tecnología del ladrillo cocido
se difundió no sólo en las mamposterías sino también en las estructuras de los
techos, resueltos con azoteas de escasa pendiente. Esto favorecía la solución de
los edificios como volúmenes prismáticos que respondían a los ideales de un
neoclasicismo despojado de membraturas, en el que triunfaban la geometría
y las formas nítidas.
Pero no fue hasta después de la emancipación que se dieron las condiciones
para que esos episodios aislados se multiplicaran, ya con una diferente conno-
tación de renovación social y política; de la misma manera que el neoclasicismo
promovido en América por el Iluminismo borbónico pasó a representar los
ideales de república y de valores cívicos de las naciones independientes.
En Santa Fe la vivienda republicana generaliza y enfatiza la adopción de estas
soluciones novedosas, cuya imagen contrasta con la de la habitación tradicio-
nal. En el conjunto se destacan las casas en esquina del brigadier Estanislao
López (gobernador entre 1818 y 1838) y la de Francisco Alzogaray (luego
de Domingo Crespo),2 además de otras de menor importancia como las de
José Freyre y la conocida tradicionalmente como de Merengo3 (Ilustraciones
14.13-15). En cada una de ellas, el volumen de la doble planta enfatizaba el
ángulo de la esquina, sin ochavas, y la nitidez de las aristas definía formas
simples no comprometidas por la escasa aplicación de membratura: cornisas
rectas y guardapolvos sobre los vanos de puertas y ventanas. Es notable el
contraste de estas esquinas con las de la tradición anterior como la casa y
tienda de Lucas de Torres, muy al tipo de las esquinas cubanas, con su alto y
balcón en el ángulo de las calles.

309
La discontinuidad formal de estos ejemplos respecto de la casa tradicional
de tejados y efectos de masa modelada artesanalmente, se instala y señala el
camino de renovación al que adhieren muchos otros emprendimientos do-
mésticos en implantaciones menos notables, entre medianeras, como la casa
de Urbano de Iriondo. Ese proceso de renovación formal no sólo se planteó
en las viviendas construidas durante estos años, sino que también alcanzó la
reformulación de casas coloniales, cuyos tejados se ocultaron detrás de pretiles
de mampostería.

3. Puertas de calle

Entre los elementos que componen la fachada, ninguno es tan importante


como la puerta principal de acceso. Es la abertura de conexión entre el espacio
público y el privado, pero también es uno de los principales instrumentos
de representación que tienen las casas importantes para comunicar el estatus
social y económico de sus propietarios.
Además de los mojones proporcionados por los grandes edificios institu-
cionales, un segundo orden de acento lo proporcionaban las portadas de las
viviendas en los que se concentraba toda la decoración, contrastando con el
resto de la fachada.
La portada es manifestación de linaje cuando se timbra con las armas fami-
liares y es ostentación de la capacidad financiera de quien se permite convocar
los principales artesanos, albañiles, escultores y carpinteros para enmarcar el
ingreso de su vivienda. La portada es la licencia formal y decorativa que se
permiten las casonas coloniales: “No hay casa que no tenga su portada vistosa
y de piedra o ladrillo”, dice el padre Cobo de las casas limeñas (307).
En Puebla, nos dice Bühler, durante el siglo XVI la portada de ingreso se
destaca como un elemento singular y aislado, con un tratamiento claramente
diferenciado del resto de la fachada carente de decoración o que tiene muy
poco ornato: son conocidos y subsisten hasta el presente las portadas de la
Casa del Deán, de la Casa de las Garzas, de la Casa del que Mató el Animal
y de la Casa de las Cabecitas. Desde finales del siglo XVII y principios del
XVIII la portada, en cambio, se integró a una fachada dotada de tratamiento de
conjunto y al mismo tiempo para su ejecución la piedra tallada fue sustituida
por mamposterías y revoques (157/61).
En la casa cusqueña, Antonio San Cristóbal distingue puertas de portadas;
según su definición, no todas las puertas cuentan con una portada propiamente
dicha sino sólo aquellas que tienen un diseño arquitectónico distinto (103/20).
De esta manera clasifica puertas ornamentadas, portadas arquitectónicas y puertas
con columnas antepuestas. Las puertas ornamentadas presentan algún tipo de or-

310
namentación en jambas o dinteles, sin conformar una portada (como en la casa
de Gerónimo Luis de Cabrera). Las portadas arquitectónicas están compuestas
por elementos formales clásicos, columnas y entablamentos que definen una
suerte de arco de triunfo que enmarca la puerta externa de la vivienda (Casa del
Almirante, Casa de los Cuatro Bustos, Casa de las Harpías, Casa del marqués
de Valleumbroso). Por último, las puertas con columnas antepuestas ofrecen
una situación intermedia entre las anteriores, son puertas en cuyas jambas se
anteponen unas columnas sin completar el diseño arquitectónico al carecer de
los entablamentos canónicos (Casa del Marqués de San Juan de Buena Vista,
Casa del Marqués de Casa Concha).
En la vivienda santafesina las portadas distan enormemente de las poblanas
y de las cusqueñas, aunque su manifestación formal acusa intenciones de
jerarquizar el ingreso con elementos simples.
Podemos documentar el temprano ejemplo de la casa de Hernandarias de
Saavedra, que en los primeros años del siglo XVII tenía sus armas en la fa-
chada; ya hemos recordado que en una información de 1619 se dice que éstas
eran “unas casas de mucha ostentación con escudo y armas doradas sobre la
puerta y cadena en el zaguán”.4 Si bien ése pudo ser un episodio aislado en
la vivienda santafesina, la puerta de calle siempre gravitó como un elemento
importante en la organización de todo el espacio doméstico y de su relación
con el exterior. La identidad que adquiere esta denominación la destaca en
relación con todos los otros elementos que componen la casa.
La singularidad y la función que tiene la puerta de calle como nexo entre lo
público y lo privado, entre el afuera y el adentro, entre lo ajeno y lo propio
le otorgan una diferente connotación simbólica. Aunque carecemos de des-
cripciones que nos permitan saber cómo se resolvían formalmente, podemos
estar seguros que nada tenían que ver con las portadas poblanas o cusqueñas
que hemos mencionado, en las cuales el labrado de la piedra y la riqueza de
sus propietarios permitían despliegues decorativos en jambas y dinteles. Es
más probable que las puertas de calle santafesinas tuvieran mucho en común
con las de otras ciudades de la actual Argentina.5
Para intuir las formas que asumían estas portadas debemos recurrir a ciertos
indicios, escasos y acotados que proporciona la documentación notarial local.
En primer lugar, en Santa Fe la puerta de calle se abre en el muro de fachada,
sea éste el alto cerco que oculta al patio principal o el muro definido por las
habitaciones y el zaguán construidos sobre el frente del terreno. La puerta de
calle no es ajena al contexto simple de la fachada que ya hemos caracterizado y
en medio de la cual se inserta. En la generalidad de los casos, las dimensiones
de la abertura y el trabajo de la carpintería deben haber sido suficientes para
destacarla (Ilustración 14.3); en otras oportunidades se recurrió a una ligera
moldura o algún resalte del muro para enmarcarla.

311
Algunas referencias nos permiten aproximarnos a la forma en que eran
resueltas en algunas casas importantes.
De la casa de los Díez de Andino se conserva una fotografía tomada por
1940, antes de la demolición parcial que incluyó el muro de fachada del
patio principal. Esta fotografía fue obtenida desde la azotea del colegio de los
jesuitas, por lo que la portada principal abierta en medio de ese muro alcanza
a distinguirse en un fuerte escorzo. Se la destaca con el recurso simple de unos
resaltes laterales a modo de pilastras de líneas muy simples.
También en la casa de José Crespo, la portada se define como un paño de
pared de mayor altura que el resto del muro, en medio del cual se abre la puerta
de calle, flanqueada por pilastras planas y rectas (Ilustración 14.4).
La foto atribuida a la casa de Comas, nos muestra una fachada que se eleva
sobre la puerta de calle, jerarquizada además por medio de algunos escasos
resaltes geométricos (Ilustración 14.5).6
En la casa de Melchor de Echagüe y Andía, el altillo enfatiza el eje sobre el
cual se abre la puerta de calle y un ligero tratamiento diferente al del resto de
las aberturas es suficiente para resaltarla (Ilustración 14.6). No fue la única
casa con altillo sobre el zaguán, podemos mencionar también la de Antonio
Candioti y Mujica, que debió ofrecer una imagen similar.
En la casa de Urbano de Iriondo, por encima del vano de la puerta de calle
había un guardapolvo curvo, escaso y breve, pero suficiente para enfatizarla
en medio de un muro absolutamente plano que no presentaba otros resaltes
hasta la cornisa (Ilustración 14.7).
Una solución similar a la casa de Iriondo fue utilizada en casas más mo-
destas, como la de José Coll (en la actual 9 de Julio entre Amenábar y Entre
Ríos), en donde una de las aberturas se destaca del resto mediante un pequeño
guardapolvo curvo (Ilustración 14.8).
En la casa de doña María Ventura del Casal, la puerta de calle estaba flanquea-
da por sendos resaltes del muro que incorporaban unas pilastras en formas de
columnillas de muy poca sección, finas y esbeltas. Un fragmento de este recurso
formal se conservaba hasta hace pocos años y fue registrado en los dibujos de
Líbero Fridman en la década de 1930 y en fotografías posteriores.
Estos pequeños indicios sobre las portadas santafesinas nos permiten su-
poner que fueron todos muy simples y sobrios, suficientes para destacarse en
los frentes sobre las calles.
Un caso atípico y posiblemente único debió ser la portada de la casa de
Joaquín Maciel, construida a inicios de la segunda mitad del siglo XVIII. No
hay registros gráficos, pero sí una descripción en un inventario que nos señala
su escala e importancia.
La carpintería es importante de por sí, por su calidad y por su tamaño: “una
portada en medio y puertas de dos manos de cuatro varas de alto y tres y tres

312
cuartas de ancho, con un aldabón de hierro de media vara de largo, con postigo,
cerradura y llave corriente”. El postigo permitía la apertura parcial de la puerta,
que por sus dimensiones excedía lo necesario para el uso cotidiano.
La portada que enmarcaba esta puerta contaba con un coronamiento im-
portante: “y sobre ella un chapitel como de seis varas de alto y seis de ancho
con cal y ladrillo cocido”. Es decir, desde el punto de vista arquitectónico,
contaba con un remate o chapitel que remataba el conjunto, construido con
ladrillo cocido y cal. Conocemos las dimensiones de este chapitel, suficientes
para revelar su importancia, pero no sabemos nada acerca de su forma. Al-
gunas portadas con chapiteles contemporáneas que hubo en ciudades vecinas
a Santa Fe nos pueden proporcionar alguna noción de las formas utilizadas:
tal como se puede ver en antiguas fotografías de las casas de Basavilbaso en
Buenos Aires, Dizido de Zamudio en Corrientes, Pueyrredón y Allende en
Córdoba (Ilustraciones 14.9 y 14.11-12). También las casas de Salta, algo
más alejadas pero muy vinculadas comercialmente con Santa Fe nos pueden
dar una pauta de ese tipo de coronamientos; en esa ciudad, portadas parti-
cularmente importantes tuvieron las casas de Francisco Aguirre (Ilustración
14.10), de Costas y la tiene la casa de Arias Rengel; en esa ciudad el acento
se redoblaba en casas de dos plantas con el balcón que se ubicaba sobre ellas
(Nicolini, 1987:84/7).

4. Espacios abiertos

Ya hemos tratado acerca de los diferentes tipos de espacios abiertos que se


formaban en el interior de los solares santafesinos: patios principales, segundos
patios, traspatios, corrales, huertas.
Estos espacios se conforman según la instancia tipológica que reseñamos
en la Segunda parte de este libro y en el capítulo 8 de la presente parte, por
lo que no reiteraremos cuestiones ya comentadas in extenso.
Tan solo debemos enfatizar dos situaciones: la presencia de corredores en
estos espacios, fundamentalmente en el primer patio, que es lo más común,
y su carencia, que es la excepción.
Los corredores o colgadizos, sobre los cuales también hemos hecho diferen-
tes referencias, concentran algunos de los elementos formales más ricos de la
arquitectura de Santa Fe. Estos corredores, vitales en el clima santafesino, se
apoyaban en los muros de tapia por una parte y en pies derechos de madera
por la otra. Estos últimos determinaban un límite virtual y transparente en
ese espacio semiabierto. De manera que los volúmenes de tapia, macizos,
pesados y encalados, cubiertos de tejas de canal, acentuaban sus formas con
los efectos producidos bajo la luminosidad del cielo santafesino. Los corre-

313
dores, sombreados de distinta manera durante las horas del día, atenuaban el
contraste de llenos y vacíos, a la vez que reproducían en las paredes el recorte
filigranado de las zapatas de madera.
Hemos comentado que los recursos materiales limitaron las posibilidades de
expresión ornamental y que ésta se canalizó a través del trabajo de carpintería.
La madera, ricamente labrada, compensó al artesano de las limitaciones im-
puestas por la tapia. En los patios, rodeados por corredores es donde mejor se
refleja esa voluntad de formas expresada en canes, ménsulas y zapatas, tirantes
y vigas, pies derechos, puertas, ventanas y rejas.

5. Espacios interiores

En algunos casos los espacios interiores presentaban ciertas variantes que


los volvían particularmente atractivos dentro de la arquitectura doméstica
de Santa Fe la Vieja, como los sobrados de las casas de Feliciano Rodríguez y
de Hernando Arias Montiel ya mencionados. Lo habitual fue, sin embargo,
que los espacios interiores variaran poco de una vivienda a otra y aun dentro
de la misma casa. Antes que la diferenciación de usos, la localización de las
habitaciones respecto del conjunto era lo que marcaba su jerarquía, según
perteneciera al cuerpo principal o a alguno de los accesorios.
Entre las habitaciones principales, sin embargo, casi no había diferencias
formales. Construidas con las mismas técnicas y con dimensiones similares,
los espacios no se distinguían unos de otros. Las estructuras de las cubiertas,
cuando contaban con enmaderados y empatillados proporcionan la calidez y
el color de la madera. Los tirantes que atravesaban los anchos de las habita-
ciones y los tirantes esquineros, sostenidos unos y otros por canes labrados,
eran otro signo de la intención formal con que se trabajaban los elementos
estructurales.
Como en las casas del Cusco, en las santafesinas lo común era dejar a la vista
las estructuras de las cubiertas. En las habitaciones ordinarias no se ocultaban
los palos atados con tiento y las caras interiores de los encañados sobre los que
se asentaban las tejas. En los mejores casos, los entablonados o empatillados y
las estructuras de pares y nudillos conformaban artesonados simples pero de
raíz mudéjar.
García Santana define a la techumbre de par y nudillo como el tipo mudéjar
o morisco por excelencia; se compone de pares o alfardas7 de madera escuadrada
que forman la armazón de los faldones del techo, intersectadas a los dos ter-
cios de su altura por piezas horizontales denominadas nudillos (1996:241). El
harneruelo8 o almizate que no faltó en la arquitectura doméstica de ciudades
como Trinidad de Cuba, estuvo ausente en Santa Fe.

314
Los rasgos mudéjares que pueden identificarse en la arquitectura santafesina
aparecen ampliamente representados en toda América desde el Caribe y la
Nueva España hasta el Río de la Plata. José Ramón Soraluce Blond (2001:16)
señala que ejemplos tempranos de alfarjes mudéjares aparecen en Tlaxcala,
Michoacán, Oaxaca y Chiapas, relacionados con obras conventuales, por lo que
hipotiza que el origen de la difusión de las techumbres mudéjares cubanas en
la arquitectura doméstica estaría en las cubiertas de las iglesias de las órdenes
religiosas (dominicas, agustinas y sobre todo franciscanas). También en Santa
Fe es mudéjar la cubierta de la iglesia de San Francisco, notablemente afín a
algunos ejemplos de la arquitectura doméstica.
En contados casos algunas bovedillas aportaban una definición espacial
diferente: tuvo una sala y un cuarto de bovedilla la casa de don Manuel de
Gabiola9 y sala con bovedilla de yeso la casa del doctor Matías Ziburu.10 Se
conserva la bovedilla de la Casa de los Aldao, debajo del entrepiso formado
en la sala, con sus tirantes de madera a la vista y sus figuras fitomorfas mo-
deladas en estuco.
En otros casos, como la vivienda de Joaquín Maciel, son los cielorrasos in-
dependientes de esteras y particularmente las “esteras pintadas del Paraguay”
los elementos que evidencian la intención de aportar recursos formales para
calificar los espacios.
Los recursos tecnológicos y las intenciones formales, determinan una grada-
ción de jerarquías en las habitaciones, diferenciando fundamentalmente entre
principales y oficinas de servicio. Las formas, sin embargo, no determinan los
usos de las habitaciones. Son los muebles, como ya lo hemos adelantado, los
que terminan de definir los espacios y de ese tema en particular nos ocupare-
mos en el próximo capítulo.

315
Notas
1
Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Po- 5
En Santa Fe no se conserva ninguna portada
blación y Pacificación de las Indias. Bosque de de ingreso a sus viviendas, tampoco en Buenos
Balsaín, 13-VII-1573. AGI: Indiferente General, Aires ni en Corrientes. En Córdoba sólo subsiste
leg. 427, libro 29, fs. 63/93. Transcripta por la casa del Marqués de Sobremonte y en Salta
Francisco de Solano. Normas y leyes de la ciudad las casas de Uriburu y de Arias Rengel. En estos
hispanoamericana. 1492-1600. Madrid, Consejo casos también es necesario recurrir a otro tipo de
Superior de Investigaciones Científicas, 1996, p. fuentes gráficas que permiten conocer cómo eran
215. Ordenanza 138. las portadas de las casas de Basavilbaso (Buenos
2
La casa de Alzogaray presentaba la particularidad Aires), Dizido de Zamudio (Corrientes), Pueyrredón
de que las habitaciones de planta baja estaban y Allende (Córdoba), Aguirre y otras (Salta).
resueltas con bóveda de ladrillos, caso atípico en 6
Publicada por López Rosas José Rafael. Santa Fe.
la arquitectura santafesina a excepción del Cabildo La perenne memoria. Santa Fe, Municipalidad de
edificado por los mismos años, razón por la cual la ciudad de Santa Fe, 1993, p. 175.
algunos historiadores suponen que ambos edificios 7
Alfarda o par es, en las armaduras de par y
son obras de un mismo constructor. nudillo, cada una de las maderas que forman los
3
La única de estas viviendas que se conserva, faldones (Nuere, 132).
modificada en parte, es la casa del Brigadier López. 8
El harneruelo es la parte plana, horizontal, que
El resto fueron demolidas durante el siglo XX, por en una armadura de par y nudillo se forma a partir
lo cual para su investigación es necesario recurrir de los nudillos (Nuere, 206).
a diversas fuentes documentales, fotográficas y 9
Inventario de los bienes de doña Juana de
planimétricas. Echagüe y Andía, Santa Fe, 14-IV-1776. DEEC:
4
De una presentación del Defensor de la Real EC, tomo 53, 1804/5, expte 65, fs. 244v/245.
Hacienda, Juan Cardoso Pardo, en el pleito con 10
Tasación de los bienes del finado doctor don
Hernandarias de Saavedra, 1619, citada por Matías Ziburu, Santa Fe, 27-XI-1806. DEEC: EC,
Manuel Ricardo Trelles, “Hernandarias de Saave- tomo 55, expte. 101, fs. 114/115.
dra. en: La Revista de Buenos Aires, publicada
bajo la dirección de Miguel Navarro Viola y Vicente
G. Quesada. Tomo X, Buenos Aires, Imprenta de
Mayo, 1866, p. 333.

316
Ilustración 14.1

Ilustración 14.2

Ilustración 14.3

Ilustración 14.1. Casa en la esquina suroeste de calles Amenábar y 9 de Julio (archivo


DEEC, foto 15.10).
Ilustración 14.2. Casa en la esquina noreste de 4 de Enero y Uruguay (archivo Junta Provincial
de Estudios Históricos y Coloniales, foto 14.07).
Ilustración 14.3. Puerta de calle de la casa de Urbano de Iriondo (dibujo de Líbero Fridman,
publicado por J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, p. 99).

317
Ilustración 14.4

Ilustración 14.5

Ilustración 14.4. Casa de don José Crespo y el Cabildo, detalle de de la foto anterior. Se puede
ver el cerco de tapia con barda de tejas y la puerta de calle que comunica directamente con el
primer patio (foto Pedro Tappa, publicada por J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, p. 73).
Ilustración 14.5. Casa de Comas (foto publicada por J.R. López Rosas, De Antiguas Crónicas,
p. 141).

318
Ilustración 14.6

Ilustración 14.7

14.6. Casa de D. Melchor de Echagüe Andía sobre la Plaza Mayor. Foto de la década de 1870,
cuando ya se le había demolido el altillo sobre el zaguán (detalle, foto Ventura Coll Comas,
Museo Histórico Provincial).
Ilustración 14.7 Casa de don Urbano de Iriondo, construida a finales del siglo XVIII. Prescinde
de los tejados y el techo de azotea permite la aparición de cornisas que definen geométrica-
mente el borde superior de la fachada (Guía del Turista, 1929).

319
Ilustración 14.8

Ilustración 14.9

Ilustración 14.8. Casa que perteneció a D. José Coll (archivo DEEC, foto 14.01).
Ilustración 14.9. Puerta de calle de la casa de Basavilbaso en Buenos Aires (dibujo de J.
Kronfuss, Arquitectura Colonial en la Argentina, p. 49).

320
Ilustración 14.11

Ilustración 14.11-12

Ilustración 14.10. Fachada y puerta de calle de la casa de Aguirre en Salta, demolida


(dibujo de J. Kronfuss, Arquitectura Colonial en la Argentina, p. 11).
Ilustraciones 14.11-12. Fachada y puerta de calle de la casa de Allende en Córdoba
(dibujo de J. Kronfuss, Arquitectura Colonial en la Argentina, pp. 145/145 bis).

321
Ilustración 14.13

Ilustración 14.14

Ilustración 14.13. La quinta de Tarragona, luego Aduana Vieja. Foto tomada en 1886, poco
antes de su demolición (archivo DEEC).
Ilustración 14.14. Casa de don Domingo Crespo (antes de Alzogaray). Construida a finales de
la década de 1820. Volúmenes prismáticos, cornisas rectas, paramentos planos, la geometría
neoclásica en la expresión tardo y poscolonial (colección Luis María Calvo).

322
Ilustración 14.15
ILUSTRACIÓN 14.15. CASA MANDADA CONSTRUIR POR JUAN GUALBERTO PUYANA, LUEGO
CONOCIDA COMO DE MERENGO (Foto Danilo Birri, colección Luis María Calvo).

Ilustración
ILUSTRACIÓN 14.16. CASA DE JOSÉ14.16
FREYRE, EN UNA DE LAS
ESQUINAS DE LA PLAZA (“Las ciudades de Santa Fe y Corrientes”,
Academia Nacional de Bellas Artes, Lámina XXV).

Ilustración 14.15. Casa mandada construir por Juan Gualberto Puyana, luego conocida como
de Merengo (foto Danilo Birri, colección Luis María Calvo).
Ilustración 14.16. Casa de José Freyre, en una de las esquinas de la Plaza (“Las ciudades
de Santa Fe y Corrientes”, Academia Nacional de Bellas Artes, Lámina XXV).

323
324
Capítulo 15
Mobiliario y menaje para la vida doméstica

1. El mobiliario y el espacio doméstico

En capítulos anteriores nos hemos ocupado de las habitaciones principales,


de su espacialidad y de su morfología, y hemos adelantado que la falta de
diferenciación espacial era su principal característica. Espacios indiferenciados
y polivalentes que permitían la asignación de diferentes funciones, en forma
simultánea o alternativa, en una época que todavía no había construido el
concepto de privacidad y de funcionalidad (Rybczynski, 1989).
El mobiliario contribuye a la definición de los espacios domésticos de la
vivienda colonial y esto puede leerse con nitidez en la casa santafesina. La
presencia de bufetes y mesas, sillas y sillones, escaños y taburetes, cujas y
catres, estrados, escritorios, cajas y baúles, lienzos religiosos e imágenes de
bulto, candeleros, alfombras, chuses, rodapiés y otro sinnúmero de objetos
muebles termina de asignar funciones a los espacios o a sectores de éstos,
diferenciando lugares para dormir, para comer, para recibir, para trabajar y
para holgar (Ilustraciones 15.1 y 15.2).
La lista de muebles es más o menos similar en toda la América española. En
la casa quiteña, por ejemplo, nos dice Alfonso Ortíz Crespo que el mobiliario se
componía de bancas, taburetes, sillas, poltronas fraileras, mesas, camas, cunas,
cómodas, armarios tallados, baúles forrados de cuero, escritorios y alacenas
donde se guardaban la vajilla y otros objetos de valor (157). Su función como
elementos fundamentales para determinar los usos de los locales también es
semejante a lo que ocurría en Santa Fe.

325
Por ello, entendemos que un estudio de la arquitectura doméstica debe
penetrar en los interiores de las habitaciones y reconocer el sentido que tie-
nen los muebles instalados en esos espacios. En este capítulo nos ocuparemos
en particular de este tema, distinguiendo tipologías y calidades, y desde los
indicios que nos han dejado las fuentes documentales propondremos algunas
lecturas para intentar comprender los espacios que conformaban.

1.1. Tipo de muebles

Los muebles habituales en la vivienda colonial estaban relacionados, bási-


camente, con los usos de dormir (camas, cujas y catres), de guardar ropa de
vestir, de cama, de mesa y otros enseres (cajas, arcas, baúles), para sentarse
(taburetes, sillas, sillones, escaños), para apoyar objetos y para comer (mesas
y bufetes). Por su calidad, algunos de estos muebles tiene carácter suntuario,
pero además hay otros que representan un mayor lujo, como los escritorios o
el estrado y sus componentes.
Para completar una visión del equipamiento cotidiano de la vivienda en
Santa Fe, debemos agregar los diversos tipos de alfombras y otros accesorios
del ajuar doméstico; por ello al tratar sobre las camas y las mesas, incluiremos
la ropa y los adherentes de su uso.

1.1.1. Muebles y equipamiento para dormir


Las referencias que encontramos sobre las camas dan cuenta de un conjun-
to de elementos, mobiliarios y accesorios, que no pueden ser considerados
independientes unos de otros ya que conformaban una unidad. Las simples
estructuras de madera –cujas– de las camas ordinarias, cubiertas con colchones
de lienzo de algodón de la tierra, solían dar lugar a muebles de mayor aparato
en función de la calidad del trabajo de carpintería, pero también de los ropajes
que se agregaban –pabellones, cortinas, colgaduras y cielos–, acompañados
de rodapiés y delanteras de cama. De todos estos elementos nos ocuparemos
en el presente apartado.

• Cujas
Las cujas o estructuras de las camas son mencionadas ya en los más antiguos
documentos conocidos de Santa Fe la Vieja y descriptas con diverso grado
de detalle. Poco podemos inferir de las más tempranas referencias: la cuja de
Feliciano Rodríguez (1606) que era “de carpintero” y la “cuja grande de madera
usada”1 de Alonso de San Miguel (1612). De la primera sabemos que tenía
“cortinas” y “cielo”, lo cual nos permite documentar, por lo menos desde los
primeros años del siglo XVII, la existencia de camas con pabellón.

326
Cuando se describen, aunque sucintamente, se aportan indicios sobre la
forma en que se trabajaban las cabeceras, los pies y los pilares, ya que si bien
éstos no son mencionados expresamente, hay abundantes referencias sobre
cujas torneadas, con balaustres o con “barandas”. Sabemos que comúnmente
tenían sus cabeceras torneadas, aunque desconocemos de cuántas hileras de
balaustres se componían. Las frecuentes menciones de pabellones y cortinas
implican, por su parte, la prolongación de las patas de las cujas para formar
los pilares que sostenían el dosel. Es difícil interpretar, en cambio, a qué se
refiere la “cuja con su camarote” que aparece en el testamento de Diego Her-
nández de Arbaisa.2
María Paz Aguiló Alonso nos dice que la estructura de una cama española se
conformaba con un bastidor o lecho y por cuatro pilares que se prolongaban
para sostener los distintos tipos de dosel y cielo. Estos pilares se remataban
con “unas piezas redondas llamadas manzanillas doradas, pintadas o forradas
de pasamanería, bajo las que se sujetaban las varillas de hierro para sostener
las cortinas” (128). Muchos remates de bronce excavados por Agustín Zapata
Gollan entre los restos de la vieja ciudad pueden tener relación con estas
manzanillas. En el siglo XVIII las formas barrocas se acusan en los pilares
salomónicos de la cuja de jacarandá de doña Josefa Díez de Andino.3
Sobre el material utilizado es excluyente la mención de la madera, calificada
a veces como ordinaria, tosca o “de la tierra” (tal vez madera de algarrobo).
Las cujas de calidad se fabricaban con maderas superiores como el cedro o
el jacarandá. En este último caso su costo podía quintuplicar el valor de las
cujas comunes.
En efecto, las cujas más costosas eran las de jacarandá, que se tasaban entre
40 y 50 pesos en tiempos de Santa Fe la Vieja. También en 50 pesos se valua-
ba una cuja de madera del Paraguay, mientras que una de cedro se reconocía
en 20. Otras torneadas, cuya calidad de madera no se especifica, oscilaban
comúnmente entre los 20 y 50 pesos, pero también podían costar sólo 12
(Calvo, 1992).

• Camas
Además de las cujas, la documentación da cuenta de camas mencionadas
con esa sola palabra que en aquel entonces tenía una connotación genérica por
cuanto comprendía los muebles y las ropas correspondientes de muy diversa
jerarquía y complejidad.
En primer lugar podemos señalar las camas que aparecen nombradas así o
con escasas referencias complementarias: “cama en que duermo”, “cama y ropa
blanca”, “cama ordinaria”, “cama y una cuja”, “cama con todo su aderezo”,
datos que no son suficientes para intuir su materialidad ni características.

327
Entre estas camas podemos incluir también la de Alonso de San Miguel, que en
su testamento trae una manda para que tanto los vestidos de su traje como la “cama
se repartan entre mis hijos y no se vendan” lo cual, si bien nada añade al respecto,
da cuenta de una forma de valoración afectiva y familiar de este mueble.4
En segundo término tenemos otro grupo de documentos que describen ca-
mas simples, conformadas por una estructura de madera o cuja y sus diferentes
accesorios: colchón, juegos de sábanas, frazadas y almohadas.
La carta dotal de doña Beatriz Resquín en 1642 da cuenta de “una cama con
un colchón con cuatro sábanas nuevas, una frazada, una sobrecama, cuatro
almohadas con sus acericos labrados, una antecama de red labrada” que se
valuó en la suma de 200 pesos.5
En 1643 la dote de doña Ana de Prado incluye “una cama con un colchón
nuevo, una frazada nueva de la tierra, con dos pares de sábanas, dos de Ruán
y dos de lienzo, con cuatro almohadas” tasado todo en 80 pesos.6
La carta dotal de doña Jerónima Cortés de Santuchos, en 1644, menciona
“una cama, colchón de lienzo, cuatro sábanas de lienzo de la tierra con dos
almohadas labradas”.7
En 1646 la dote de María Rodríguez de Cabrera incorpora “una cama,
colchón, sábanas, dos almohadas de lienzo de algodón”, tasada en 50 pesos.8
Por el testamento de su marido, fechado en 1648, sabemos que doña Jerónima
de Monzón había entrado al matrimonio “una cama con dos sábanas, tres
almohadas y su colchón”.9
En 1656 la carta dotal de doña Petronila de Vega incluye “una cama con dos
colchones con cuatro almohadas con sus acericos, las dos llanas y dos labradas,
cuatro sábanas, dos de ruán y dos de lienzo de Tucumán y una sobrecama
de Tucumán y una antecama labrada de azul y blanco y una cuja de madera
llana”, valuada en 150 pesos.10
En segundo lugar, otro grupo de camas se reconoce de mayor significación
por su ropaje, completado con cortinas y cielos.
En su testamento de 1606 Feliciano Rodríguez declara “una cama de lienzo
de esta tierra con su red y una cuja de madera y la cama con su cielo de lo
propio y la dicha cuja es de carpintero [...], dos colchones y cuatro almohadas,
la una de ellas labrada con hilo de grana con su acerico [...], siete sábanas, dos
de Ruán y cuatro de lienzo de Castilla y dos de lienzo de esta tierra y la cama
declara tiene cuatro cortinas y más el cielo”.11
En 1612 entre los bienes del difunto contador Hernando de Osuna, se
incluye “una cama de lienzo de la tierra, que son cuatro cortinas y su cielo,
ya traídas y viejas”.12
La cama de Domingo González, según su testamento de 1647 se componía
de “un colchón, dos pares de sábanas de Ruán, dos frazadas, una sobrecama de
Tucumán, dos pares de almohadas y un pabellón del Cusco casi nuevo”.13

328
En su testamento de 1652 doña María Gallarda declara “la cama en que
estoy, cuja, un colchón, dos sábanas de melinje, sobrecama de lana y pabellón
y una frazada”.14
Un caso particular lo constituye la “cama de soldado” que declaró en su
testamento de 1649 Antonio Álvarez.15
En cuanto a los precios, según podemos establecer por las referencias trans-
criptas, una cama ordinaria compuesta “de colchón, sábanas y dos almohadas
de lienzo de algodón” podía costar 50 pesos,16 mientras que para una “una
cama con un colchón nuevo, una frazada nueva de la tierra, con dos pares
de sábanas, dos de Ruán, y dos de lienzo, con cuatro almohadas” el precio se
elevaba a 80 pesos.17
Las camas de mayor importancia se tasaban a partir de los 150 pesos, como
la que entró en su dote doña Petronila de Vega, que era “una cama con dos
colchones con cuatro almohadas con sus acericos, las dos llanas y dos labradas,
cuatro sábanas, dos de Ruán y dos de lienzo de Tucumán y una sobrecama
de Tucumán y una antecama labrada de azul y blanco y una cuja de madera
llana”.18
Cuando se incluían colgaduras, cortinas o cielos los valores rondaban los 200
pesos: en 1651 la carta dotal de doña María Cortés de Santuchos menciona
“una cama, colchón, pabellón, dos pares de sábanas de Ruán, cuatro almo-
hadas, sobrecama labrada de Tucumán y rodapiés labrado asimismo, y una
cuja torneada de madera de la tierra”, tasada en 200 pesos.19 La carta dotal de
doña Beatriz Resquín en 1642 también se tasa en 200 pesos: “una cama con
un colchón con cuatro sábanas nuevas, una frazada, una sobrecama, cuatro
almohadas con sus acericos labrados, una antecama de red labrada”.20 Y en
1655 la carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos incluye “una cama
de dormir, cuja con cuatro colgaduras de red en lienzo y un colchón, cuatro
sábanas de Ruán nuevas y cuatro almohadas nuevas de Ruán con una frazada
nueva y una sobrecama labrada de colores”, que se tasó en 196 pesos.21
En el otro extremo de lo suntuario, encontramos modestas camas de viaje o
hamacas textiles. Entre las primeras, conocemos la existencia de al menos un
almofrez22 o almofrej, denominación que viene del árabe almafrex y significa
funda en la que se llevaba la cama de camino. Por fuera, era ordinariamente
de jerga –como en el caso del almofrez señalado en las fuentes notariales– o
de vaqueta. Por dentro era de lienzo basto.
Por último, la carta dotal de doña Juana Leiton incluye una “hamaca grande
de Maracajú de puntas”, que fue tasada en 25 pesos.23

• Pabellones, cortinas, colgaduras y cielos


Los pabellones formaban parte de la cama, cubriendo y cerrando el lecho
con cielos y colgaduras. Pabellones, cortinas, colgaduras y cielos podían ser de

329
algodón de La Rioja o del Tucumán, de Ruán, de lino o de red. Las escrituras
notariales dan cuenta también de la existencia de algunos pabellones de Cusco
y “de los Quitos”.24 Los había blancos, bordeados con flecos azules y blancos,
listados y ajedrezados de diferentes colores.
Como ya vimos, Feliciano Rodríguez declara en su testamento de 1606
que su cama “tiene cuatro cortinas y más el cielo”.25 Algo similar declara en
su testamento el contador Hernando de Osuna.26 Según se hace constar en
1638, entre los bienes que introdujo doña María de Herrera cuando casó con
el capitán Juan de Vallejos, se incluía “una colgadura de cama de red, asentada
en Ruán”.27
La carta dotal de doña Juana Féliz de Velasco menciona un pabellón “vare-
teado” de azul y blanco;28 la palabra vareteado significa, precisamente, listado
de diferentes colores.
Por su parte, en la carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos se incluye
una “colgadura de red en lienzo”.29
En su testamento doña Jerónima de Contreras legó al convento de San Fran-
cisco “siete cortinas de cama, de lienzo de algodón y una sobrecama colorada
y tres antecamas coloradas [...] para adorno de la Iglesia y monumento”.30
Una manda similar hizo doña Magdalena de Arbiso, quien legó al Prior del
Convento de Santo Domingo su pabellón blanco, a cambio que le rezase misas
“de San Gregorio” (gregorianas) por el bien de su alma.31
Bien diferente es el caso de la fianza que paga en 1650 Juan de Ávila Salazar
obligándose a restituir al tesorero Antonio Xaime “un pabellón de lienzo de
algodón blanco con su fleco azul” que litigaba con Juan de Vega y Robles.32

• Colchas, sobrecamas, rodapiés y delanteras de cama


En las casas principales no faltaron sobrecamas y colchas de ricas telas con
las que se cubrían los lechos y que, junto con pabellones y otros accesorios,
conferían a las camas de mayor importancia aditamentos significativos de la
jerarquía y posición de sus propietarios.
Ya en tiempos de Santa Fe la Vieja había colchas de gran coste, como una de
“damasco de Castilla” forrado en tafetán azul que se valuó en 120 pesos. El
damasco, que es una tela de seda o lana bastante fuerte con dibujos del mismo
color, el forro de tafetán y su valor monetario dan una idea de la singularidad
de esta pieza que pertenecía a doña Isabel de Belmonte.33
También fueron costosas algunas sobrecamas hechas de seda y trabajadas con
lana e hilo. Se entiende por sobrecama a la cubierta que se pone sobre las sábanas
y cobertores, como abrigo y “decencia” de la cama. El término parece haber sido
de uso más amplio que el de colcha y servía para designar piezas de valor que
iban desde los 10 hasta los 100 pesos, de la tierra, del Tucumán o traídas desde
las lejanas tierras de Quito. Sus materiales también podían ser muy variados,
desde algodón, lana, cordoncillo o paño hasta hilo y seda. Las de lana podían

330
ser “de la Gobernación”, de Tucumán o de paño de Quito; coloradas, moradas,
granas y azules o de diferentes colores; bordadas y con flecaduras.
El rodapiés es un paño u otro tipo de paramento con el que se cubrían los pies
de las camas. En Santa Fe la Vieja hemos podido documentar el que aparece
en la carta dotal de doña María Cortés de Santuchos con la descripción de su
cama: en este caso es labrado al igual que la sobrecama.34
Las delanteras de cama eran paramentos que cubrían las cabeceras, completando
con los pabellones, rodapiés, colchas o sobrecamas, el aparato ceremonioso de
los lechos principales. Podían ser “labradas”35 o “labrada de Real”,36 de red o de
lana,37 azules o coloradas. Sus precios oscilaban entre los 15 y los 30 pesos.

• Sábanas y frazadas
Las sábanas más comunes eran de Ruán o de lienzo “de la tierra”, de San-
tiago, Tucumán o “de Castilla”; más raras eran las sábanas “de Holanda” o de
Brabante. El Ruán era un tipo de lienzo fino, que recibía esa denominación
por proceder de esa ciudad francesa; el de Holanda era otro tipo, muy fino,
que se utilizaba para sábanas y camisas. El brabante o bramante era un género
de lienzo de mucha resistencia que debía su nombre a la ciudad flamenca de
cuyos talleres procedía.
Estos géneros eran enriquecidos con deshilados, labrados con seda o con
puntas de hilo de Castilla, tal como se desprende de las referencias que hemos
expuesto más arriba.
Por último, con un carácter más práctico y menos suntuoso, las frazadas
provenían de telares cordobeses o chilenos.

• Almohadas y acericos
Las almohadas podían ser llanas, es decir sin trabajos, o de lienzo o Ruán,
labradas con algodón y lana, con seda o hilo. Solían acompañarse con acericos
de materiales similares.
D. Sebastián de Covarrubias Orozco en su Tesoro de la Lengua Castellana nos
permite saber que con la voz acerico se denominaba a la “almohada pequeña
sobre la cual echamos la cabeza para levantarla un poco más sobre la almo-
hada. Algunos piensan haberse dicho azerico, cuasi iacerico o iacendo, porque
nos echamos sobre él la cabeza; otros cuasi facierico a facie, porque ponemos
sobre el azerico el rostro”.38 Por lo tanto, los acericos que hubo en Santa Fe
eran pequeñas almohadas que, acompañando a las más grandes, completaban
el ajuar de las camas para su mayor comodidad y lujo.

• Alfombras de cama
Sobre los pisos de tierra o con solados, las antecamas de red o de lienzo de
algodón completaban el ajuar del dormitorio.

331
Las antecamas podían ser de red39 y de red labrada;40 de hilo de algodón41 o
de lienzo.42 Podían tener distintos trabajos de labrado con hilo, lana, “lana de
cochinilla”, red y flocaduras y eran de diversos colores: azules, blancas, colora-
das o combinaban azul y colorado. Sus precios iban de los 8 a los 30 pesos.

1.1.2. Muebles para guardar objetos


Entre los muebles destinados a contener objetos diversos encontramos arcas,
baúles, cajas propiamente dichas, cajuelas, cofres y frasqueras.
Casto Castellanos Ruiz (1990:67) nos dice que aunque no puede hacerse
una diferenciación terminológica tajante, la palabra cofre, de origen francés,
se introduce en el siglo XV para designar un tipo de arca barreada y de tapa
convexa, destinada a contener objetos de valor. Siguiendo a Covarrubias, define
al baúl como un “cofre pequeño, casi redondo, y ligero, [que] se puede llevar
a las ancas de las cabalgaduras”.
Entre los muebles que en Santa Fe servían para contener o guardar, es de
hacer notar, desde ya, la casi total ausencia de armarios.
Ya hemos dejado constancia que en su mayoría los muebles de contener o
guardar eran denominados cajas, generalmente destinadas a guardar ropa de
vestir, de cama o de mesa, excepcionalmente para tener dinero.
Cajas para guardar ropa de vestir aparecen en las cartas dotales de doña
Jerónima González en 1641, de doña María Resquín de la Vega en 1645 y
de doña Antonia Rosada en 1650, en el inventario de los bienes del contador
de Hernando de Osuna y en los testamentos de Nicolás de Arévalo en 1645
y de Juana de Solís.43
Sobre lo que podía llegar a contener una caja de este tipo nos da una idea el
inventario de los bienes del difunto Hernando de Osuna levantado en 1612,
donde consta que dentro de “una caja mediana de madera” se hallaron una
ropilla negra de paño, unos calzones de sayal frailescos, dos pares de mangas de
lienzo, un jubón de lienzo, cuatro cuellos y puños, ropa y saya, y dos sartas de
hilo de algodón, además de un espejo dorado, un libro de la vida de San Juan
Bautista, y dos platos, uno de peltre y otro de la China, de madera pintada.44
Otro tanto permite inferir el testamento de doña María Gallarda de 1652, en
una de cuyas cláusulas declara que dentro de una caja mediana tenía cien pesos
en reales, junto a dos sábanas de Bramante, dos almohadas, cuatro varas de Ruán,
dos paños de manos, un hábito de estameña y un manto de anascote.45
Un caso muy particular es la presencia de una caja para guardar pan entre
los bienes dotales de doña Juana Leocadia de Luján en 1654, descripta como
“una caja vieja para guardar pan, sin cerradura”, que se tasó en 4 pesos.46
Las cajas podían ser pequeñas, medianas o grandes. Las medidas que cons-
tan en los documentos van desde cinco palmos hasta dos varas y media, lo
que en el sistema métrico decimal equivale de 1,10 metros hasta 2,20 metros
aproximadamente.

332
Muchas cajas eran de cedro pero también aparece una caja de madera del
Brasil –“muy buena, con dos cajones, el uno con su cerradura”– que se tasó
en 30 pesos,47 y una caja grande de nogal del Paraguay.48
La carta dotal de doña Juana de Sejas y Montalbo incluye una caja grande,
traída de España, valuada en 30 pesos.49
Estas cajas comúnmente tenían cerraduras o candados, aun cuando muchas
veces ya se había perdido su llave.
Una “caja abaulada con su cerradura” aparece en la carta dotal de doña Felipa
de Robles.50 Una de las cajas que llevó en dote doña Antonia Rodríguez en
1653 es descripta “con armellas y su candado”.51 La voz armella, que viene
del latín armilla, sirve para designar un anillo metálico unido a una espiga o
tornillo que sirve para fijarlo a un objeto sólido, en este caso la caja.
Sabemos de una caja que servía de apoyo para escritorio: la carta dotal de
doña Juana Fernández Montiel en 1644 trae “una caja labrada y un escritorio
de lo propio, con su cerradura de plata” valuados en 50 pesos.52
Cajas de menor importancia podían costar 25, 30 o 35 pesos. También las
había de 6, 8, 10 y 12 pesos.
En la documentación de la época puede identificarse otro tipo de cajas, por
sus dimensiones denominadas cajuelas, de las que había pequeñas, medianas
y “de buen porte”.53 Las cajuelas pequeñas podían medir tres palmos, es decir
poco más de 70 centímetros, por lo que puede inferirse que las cajuelas “de
buen porte” habrán sido de un tamaño similar a las cajas descriptas como
pequeñas.
Es interesante señalar el destino que tenían. La carta dotal de doña Juana
Leocadia de Luján, de 1654, hace mención de “dos cajuelas pequeñas de
estrado”, una de ellas grabada a punta de cuchillo, que tal vez sea la misma
“cajuela de costura grabada, negra”54 que aparece en la carta dotal de doña
Juana de Luján, de quien era sobrina y heredera.
En su testamento de 1606 Feliciano Rodríguez declara además de un arca,
algunas cajas, dos cofres, “el uno tumbado con mis papeles y otro llano”.55
El tamaño de los baúles relevados, algunos de ellos “grandes” y por lo menos
de seis piernas, es decir de una vara y media (cerca de 1,20 metros) nos indicaría
que la designación utilizada en Santa Fe puede ajustarse a la caracterización
ya citada que hace Covarrubias del baúl como un objeto ligero y fácilmente
transportable. Se puede pensar que estos baúles tuvieran como fin, además
del de contener objetos, servir para su eventual transporte.
Aunque en España el vocablo arca fue el de uso más frecuente para nombrar
a un tipo de muebles de guardar, encontramos que en Santa Fe fue menos
habitual. El testamento de Feliciano Rodríguez da cuenta de que en su casa
tenía un arca grande –que le servía para guardar su ropa de vestir– en tanto que
en la generalidad de los casos se prefirió la simple denominación de caja.

333
Las frasqueras eran un tipo particular de caja que servían para contener
objetos especiales. En Santa Fe la Vieja hubo frasqueras para guardar frascos
y para ventosas. Entre los bienes de Juan de Cifuentes, en 1651, se inventaría
“una frasquera de Flandes con ocho frascos sanos y otros cuatro quebrados
que no sirven y su cerradura y llave, otra frasquera pequeña con tres frascos
quebrados y su cerradura y llave”.56 Mientras que doña María Gallarda, en
su testamento de 1652, declara por sus bienes “una frasquera pequeña con
unas ventosas y unos frascos chicos” que lega a su comadre María Rodríguez,
mujer de Manuel Gómez.57

1.1.3. Muebles para sentarse


Las sillas más comunes son descriptas como “sillas de asentar”, algunas de
ellas identificadas como de “sala de asentar” o de “espaldares”. Este tipo de sillas,
siguiendo la tradición española, ordinariamente era de líneas rectas, con asiento
y respaldos de cuero –a veces labrado con grabados– claveteado con tachas de
bronce o de hierro. Agustín Zapata Gollan excavó en Santa Fe la Vieja numerosas
tachas de diferentes formas que sirven para corroborar esta caracterización.
Menos frecuentes son, en cambio, las “sillas de caderas”, que aparecen en el
testamento de Feliciano Rodríguez fechado en 1606.58 Estas sillas conocidas
también como jamugas, fueron típicas del mobiliario español del siglo XVI.
Su origen se encontraría en las sillas italianas denominadas dantescas o Savo-
narola. Se trata de sillas plegables con un eje de giro por debajo del asiento y
cuatro elementos en cuarto de círculo que componen los brazos y las patas,
estas últimas apoyadas en una zapata (Aguiló Alonso, 104/7), los asientos y
respaldos son de cuero. Por la complejidad de su factura es probable que las
sillas de Feliciano Rodríguez fueran de procedencia peninsular.
En tiempos de Santa Fe la Vieja, en el inventario de los bienes que quedaron
por muerte de doña María de Esquivel se utiliza la palabra silleta –diminutivo
de silla– para designar un tipo de asiento.59 Aunque no se especifica, es proba-
ble que en el conjunto de muebles que incluye cuatro sillas “de asentar” y un
escaño, la silleta haya servido para el estrado con barandillas que se enumera
a continuación de éstos.
En la misma época, se mencionan dos asientos con el término sillón “de
mujer”. Uno de ellos aparece en el inventario de los bienes de Hernando de
Osuna en 1612 y el otro en la carta dotal de doña Juana de Sejas y Montalbo,
en 1657, al que se agrega que es “labrado”.60 Sabemos además que el sillón
de mujer de doña Juana fue tasado en 100 pesos,61 lo que está indicando la
calidad del mueble, que duplica el valor de una buena cuja y quintuplica el
de las mejores sillas.
La utilización de las sillas de manos parece haber sido exclusiva de las señoras,
de quienes tenemos identificados los nombres de tres, doña Francisca Naharro,

334
doña María de Esquivel y doña Isabel Cortés de Santuchos, todas mujeres
principales de Santa Fe la Vieja. Juan Ximénez de Figueroa, al hacer codicilo
en 1645, declara “que tiene una silla de manos en que anda Doña Francisca
Naharro, su mujer”. En 1650, en el inventario de doña María de Esquivel se
hace constar “una silla de manos con su encerrado, ya vieja”. En 1655, en la
carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos, la otorgante le promete “una
silla de manos que se me ha de entregar dentro de seis meses o por defecto de
ella en reales lo que valiere”.62
La propiedad de este tipo de asiento, usado para desplazarse por las calles
de la ciudad, suponía no sólo el costo del mueble (alrededor de 80 pesos) sino
también la disponibilidad de esclavos para cargarlo.
Sobre las características de la silla de manos que poseía doña María de
Esquivel, sabemos que no sólo estaba sujeta a un par de maderos para su
transporte, sino que también contaba con una caja con puerta y ventanillas
–el encerrado– con cortinas a falta de vidrios.
La carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos, de 1655, trae “dos escaños
de asentar” acompañando a un bufete mediano.63 El capitán Diego Hernández
de Arbaisa en 1638 menciona “un escaño con la herramienta que pareciere en
mi casa”64 lo que nos permite suponer que se trataba de un asiento a modo
de caja larga con tapa rebatible que permitía guardar objetos diversos, en este
caso herramientas.
Por la dote de doña Isabel de Belmonte conocemos que un escaño podía
tasarse en 12 pesos.65 Por las de doña Juana de Luján y su sobrina doña Juana
Leocadia de Luján también sabemos que la madera de cedro era utilizada para
su fabricación.66 Un buen escaño de cedro, con su madera torneada podía
llegar a valer 25 pesos;67 la indicación del torneado estaría haciendo referencia
a la conformación del respaldo con balaustres.
Más allá del ámbito doméstico, los escaños fueron el tipo de asiento utilizado
en la Sala Capitular por alcaldes y regidores, quienes guardaban celosamente
el lugar que les correspondía según la dignidad y antigüedad de su cargo.
En el nuevo emplazamiento de la ciudad se produjo una enojosa cuestión
por preeminencias de asientos entre las autoridades capitulares, en donde se
hace relación de los usos y costumbres de la vieja Santa Fe: en un escaño “de
tres asientos y en forma de sillas” se sentaban “ordinariamente” la Justicia, es
decir el teniente de gobernador justicia mayor y los dos alcaldes, de primero
y segundo voto, y en “otros dos escaños” tomaban asiento los regidores según
su antigüedad.68
El vocablo taburete (del francés tabouret) designa tanto a un asiento sin
respaldos ni brazos, como a una silla provista de un respaldo estrecho, guar-
necida de vaqueta o terciopelo. Dos documentos de la primera mitad del siglo
XVII dan cuenta de la existencia de taburetes. La carta dotal de doña Antonia

335
Rosada, en 1650,69 menciona dos de ellos junto a dos sillas de asentar y un
bufete ordinario; el otro documento está datado poco después del traslado
y los menciona luego de enumerar un paño de estrado. Su inclusión junto a
muebles de alguna importancia que se acostumbraba a inventariar entre los
aportes dotales, nos inclina a suponer que estos taburetes corresponden al
segundo tipo, que los asimila a asientos pequeños también llamados “sillas
de estrado”.70

1.1.4. Muebles para apoyar objetos y para comer


Las referencias más antiguas que hemos podido localizar sobre mesas corres-
ponden a “mesas de gonces”. El gonce o gozne es un tipo de herraje que sirve de
bisagra y que permite abatir o plegar las partes que une. Mesa de gonces (o de
goznes) es un típico mueble español del siglo XVI, formado por soportes o pies
independientes y plegables, sobre los que se apoyan los tableros –de quita y pon–
unidos por goznes y por lo tanto también plegables (Castellanos Ruiz, 72).
La mesa que poseía Feliciano Rodríguez, según declaró en su testamento
de 1606, “para el servicio de mi casa” estaba acompañada de “seis sillas de
caderas” y tenía tres tablas de manteles y cuatro servilletas.71
En la sacristía del convento franciscano de Santa Fe se conserva un par de
mesas del tipo de bufete, cuyo origen la tradición adjudica al legado que doña
Jerónima de Contreras hizo al convento de San Francisco en su testamento de
1643: “dos mesas grandes, para adorno de la iglesia y monumento”.72 Aunque no
podemos afirmar que se traten de las mismas mesas, las que se conservan como
tales son dos importantes muebles de estilo renacentista que hasta hace poco
conservaban su herraje de bronce en forma de higa, reproducido por Agustín
Zapata Gollan en su obra Supersticiones y Amuletos (1961:57).
Doña Teresa de Morales, viuda del capitán Juan de Osuna, testó en 1655 y
declaró entre sus bienes “una mesa o bufete grande” y este último parece ser
el vocablo que se utilizaba con mayor frecuencia para designar el tipo de mesa
que conocemos.73 A mediados del siglo XVI surge en España el uso de los
bufetes, que gradualmente van desplazando a las tradicionales mesas plegables
de la península. Covarrubias define al bufete como “una mesa de una tabla
que no se coge, y tiene los pies clavados, y con sus bisagras, que para mudarlos
de una parte a otra o para llevarlos de camino se embeben en el reverso de la
mesma tabla” (Castellanos Ruiz, 81).
Por su parte María Paz Aguiló describe al bufete como “una mesa con patas
inclinadas, talladas en forma de balaustre, en la primera mitad del siglo [XVI],
y cilíndricas con anillos más adelante, unidas por chambranas con su parte
inferior recortada, sujetas al centro de la mesa por dos hierros rectos en forma
de X primero, y S más adelante, que pueden ser simples o dobles, de horquilla
o plegables, y que se atornillan al tablero” (165/6).

336
La identidad entre mesas y bufetes queda confirmada por otras referencias
más explícitas: “una mesa o bufete grande”, “un bufete torneado grande de
mesa”, “un bufete con su sobremesa”.74
En Santa Fe, la correspondencia que establecen los documentos entre bu-
fetes y sillas nos estaría dando una pauta del mobiliario que se utilizaba para
comedor: “un bufete con cuatro sillas”, “un bufete grande y dos sillas”, “un
bufete con dos sillas”, “un bufete con dos sillas de sentar”, “un bufete grande
y dos sillas de asentar”, “un bufete grande y dos sillas de asentar”, “dos escaños
de asentar, un bufete mediano”.75
Diferente uso, en cambio, tuvieron otros pequeños bufetes que servían de
apoyo a escritorios, como el conjunto que registra la carta dotal de doña Juana
Leocadia de Luján: “un bufetillo y escritorio pequeño de un cajón grande”.76
Algunos bufetes eran de madera de jacarandá77 o de jacarandá del Brasil.78
También los había de madera de cedro79 y de madera ordinaria.80 Acerca de la
procedencia, no sólo está documentado el origen lusitano del jacarandá, sino
también la factura del mueble: doña Juana Díaz Galindo era propietaria de “un
bufete del Brasil” que se tasó en 50 pesos.81 Sobre la forma de trabajarlos sabe-
mos que había algunos simplemente llanos82 y otros de madera torneada.83
Sobre otro tipo de mesa –de uso en los estrados femeninos–, encontramos
que en 1638 el capitán Diego Hernández de Arbaisa tenía entre sus bienes
“una mesilla de estrado”84 que habrá sido del uso de su mujer, doña María
de Luján; a la cual podríamos agregar la “mesilla pequeña” que entró a su
matrimonio doña Juana Díaz Galindo.85

1.1.5. Escritorios
El escritorio es un tipo particular de mueble muy difundido en la España del
Renacimiento y en sus dominios indianos. Casto Castellanos Ruiz (1990:69)
nos dice que su nombre no se debe a su posible utilización como superficie
de apoyo para escribir, para lo que no estaban preparados las más de las veces,
sino a que en sus cajones o gavetas se guardaban escrituras y documentos.
Esto queda claramente expresado en algunos de los documentos de Santa Fe:
Alonso de San Miguel en 1607 y doña Jerónima de Contreras en 1643 dan
cuenta de que en sus escritorios guardaban cédulas, escrituras y otros papeles
“de importancia”.86
Estos escritorios tenían la forma de arca o caja, con gavetas y divisiones fron-
tales que a veces se ocultaban o aseguraban con una tapa como el “escritorio a
modo de cajuela con seis cajoncillos, sin cerradura ni llave” que fue propiedad
de doña María de Esquivel.87 Sobre el número de cajones con que contaban,
los había de dos, cuatro, cinco o seis gavetas. Era frecuente que tuvieran su
cerradura y llave para asegurar la documentación guardada; cerradura que en
algún caso llegó a ser de plata.

337
Los escritorillos pequeños probablemente formaban parte del mobiliario
de los estrados.
La riqueza de algunos de estos muebles revela que lo suntuario no fue ajeno
a la vida de Santa Fe. De ello da cuenta la carta dotal de doña Juana de Lu-
ján en 1648 que incluye un costoso “escritorio de la India, dorado, con seis
cajones y cerradura” valuado en 100 pesos,88 o los dos que doña Jerónima de
Contreras entregó a su hija doña Isabel, “uno grande y otro pequeño labrados
con marfil”.89 Doña Catalina Arias Montiel llevó entre sus bienes dotales un
escritorio de menor valor (30 pesos) que provenía de talleres paraguayos.90
A finales del siglo XVIII doña Sebastiana Ruiz de Arellano era dueña de una
escribanía pequeña, con tres gavetas embutidas en concha, con cerradura y
llave; ya para esos años se distinguen papeleras, la misma doña Sebastiana tenía
dos con seis gavetas cada una, embutidas en concha, con sus cerraduras y llaves,
y otra mayor con diez gavetas embutidas de lo mismo y con sus tiradores de
plata.91 Doña Isidora de Salazar tenía “un escritorio a modo de papelera, viejo,
sin cerradura ni llave”,92 la expresión “a modo de” marca que había alguna
diferencia entre ambos muebles, tal vez las papeleras no contaban con tapa
que se rebatiese para escribir.
Los escritorios solían aprovecharse para disponer un cajón secreto en el cual
se guardaban objetos de mayor importancia.93 Sus medidas podían ser de vara
de ancho y siete octavas de alto (con once gavetas en ese caso) o de algo más
de vara de ancho y menos de una de alto (con seis gavetas).
Estos escritorios precisaban de un pie o de otro mueble para apoyarse, ese
era el objeto de la alzaprima que menciona doña Jerónima de Conteras en su
primer codicilo, de “una caja labrada” referida en la carta dotal de doña Juana
Fernández Montiel y del bufetillo que servía de soporte para un escritorio
pequeño entre los bienes de doña Juana Leocadia de Luján.94

1.1.6. Estrados
El estrado constituye uno de los mejores ejemplos de la influencia islámica
en las costumbres españolas, que perduró muchísimo tiempo más allá de la
reconquista de Granada. Arraigado en el mobiliario hispánico, los conquista-
dores lo trajeron a América como equipamiento necesario para la vida de las
mujeres principales, que en él pasaban sus horas, haciendo labores, orando,
platicando o recibiendo sus visitas (Ilustración 15.3).
En sus muchas veces citado Tesoro de la Lengua Castellana o Española, Se-
bastián de Covarrubias define al estrado como: “el lugar donde las señoras se
asientan sobre cojines y reciben las visitas”.
En un emotivo pasaje de sus Recuerdos de Provincia, Domingo Faustino
Sarmiento da cuenta de la persistencia del estrado en la tradición argentina:
la tarima que ocupaba todo un costado de la sala, con su chuse y sus cojinetes,

338
diván, como he dicho antes, que nos ha venido de los árabes, lugar privilegiado
en que sólo era permitido sentarse a las mujeres, y en cuyo espacioso ámbito,
reclinadas sobre almohadones (palabra árabe), trababan visitas y dueños de casa
aquella bulliciosa charla que hacía de ellas un almácigo parlante. ¿Por qué se ha
consentido en dejar desaparecer el estrado, aquella poética costumbre oriental,
tan cómoda en la manera de sentarse, tan adecuada para la holganza femenil, por
sustituirle las sillas en que una a una y en hileras, como soldados en formación,
pasa el ojo revista en nuestras salas modernas? Pero aquel estrado revelaba que
los hombres no podían acercarse públicamente a las jóvenes, conversar libre-
mente, y mezclarse con ellas, como lo autorizan nuestras nuevas costumbres, y
fue sin inconveniente repudiada por las mismas que lo habían aceptado como
un privilegio suyo (1850:158/159).

Adolfo Luis Ribera (1977) describe algunos estrados en diferentes partes de


América. Se componía generalmente de alfombras, cojines, bufetillos, sillas de
estrado o taburetes, más algún otro adorno que lo completaba.
Guillermo Furlong (1993) documenta la existencia del estrado en el Río de la
Plata desde el año 1610, en que el maestro carpintero Diego de Solís asume el
compromiso de hacer las casas de Pedro Fernández de Andrada, en Tucumán,
incluyendo un estrado (394). Al año siguiente, en 1611, el estrado aparece
entre los aranceles establecidos por el Cabildo porteño (390).
En San Miguel de Tucumán el estrado se formaba con una tarima de ma-
dera provista de alfombras, cojines y muebles especiales o, generalmente, de
tablas colocadas directamente sobre caballetes o patas. Lo más habitual era
que estuviera presidido por una imagen religiosa. En el invierno se cubría con
gruesas alfombras de lana y en verano con alfombras de totora o paja. En las
casas importantes, detrás del estrado se colocaba un “espaldar” colgado de las
paredes, compuesto de cenefas y colgaduras de telas de variada calidad: de
lienzo fino era el espaldar del estrado de María Josefa de Villafañe y “a flores”
el de su hermana Petrona (Bascary, 257).
Los más antiguos documentos santafesinos relacionados con el estrado
están fechados en 1641, 1646 y 1650 lo que, desde luego, no invalida su
existencia desde mucho tiempo antes. La pérdida de las escrituras públicas
anteriores a 1641 es la principal causa de la imposibilidad de documentarlo
con anterioridad.
Citando al Diccionario de Autoridades, María Paz Aguiló nos dice que el voca-
blo estrado tenía dos acepciones, por un lado significaba “el conjunto de alhajas
que sirve para cubrir y adornar el lugar o pieza en que se sientan las señoras
para recibir visitas y se compone de alfombra o tapete, almohadas, taburetes
o sillas bajas”. Otra acepción era la de “lugar o sala cubierta con la alfombra y
demás alhajas donde se sientan las mujeres y reciben las visitas” (106).

339
Esto explica que en Santa Fe las referencias documentales al estrado co-
rresponden a ambas acepciones, a la de estrado como mueble o tarima y a la
de lugar conformado por una serie de elementos (chuses, alfombras, cojines,
mesas y cajuelas de estrado).
La única referencia concreta al estrado como mueble, en tiempos de Santa
Fe la Vieja, consta en el inventario de los bienes que se levantó en 1650 luego
de la muerte de doña María de Esquivel, viuda de Sebastián de Vera Muxica,
donde se describe “un estrado de madera ordinaria con sus barandillas”.95
Pero en la ciudad trasladada su registro es frecuente, podemos citar a modo
de ejemplos: “un estrado de tablas de largo de seis varas”, “una tarima de
estrado”, “dos estrados de tablas de madera de timbó, uno grande y otro me-
diano” y “dos estrados, uno del aposento, otro de la sala, los dos de tablazón
bien hechos”.96
Así como un estrado podía medir seis varas de largo, una alfombra de es-
trado alcanzaba las cuatro varas de largo y dos y cuarta de ancho. Los cojines
normalmente formaban parte de su ajuar y se colocaban sobre los chuses o
alfombras. Los registrados en Santa Fe dan cuenta de un destino altamente
suntuario, lo que es corroborado tanto por su tasación entre 50 y 80 pesos el
par, como por sus descripciones: “un cojín de terciopelo carmesí”; “dos cojines
de terciopelo carmesí de dos haces”; “dos cojines de brocatil de seda con sus
borlas, forrados”, y el más suntuoso de todos: “un cojín mitad de terciopelo
rico carmesí y mitad de damasco fino carmesí con su faja de hilo de oro”.97
Hemos mencionado muebles especiales de estrado, a los cuales podemos
agregar “una mesa redonda de estrado” y “seis sillas de estrado con asiento de
paja”98 y también alguna “silleta”, 99 “taburetes” 100 y “escritorillos”.101

1.1.7. Alfombras, chuses, tapetes y antecamas


Los sencillos pisos de las viviendas de la vieja Santa Fe se cubrían con diversos
tipos de alfombras, tapetes, chuses y delanteras de cama que permitían ambientar
los espacios de austera arquitectura con tejidos de diverso tipo y riqueza. Esa
costumbre se mantuvo en Santa Fe de la Vera Cruz, donde perduraron los
pisos de tierra.
Las alfombras formaban parte del ajuar doméstico pero también había
algunas especiales que las mujeres reservaban para ir a misa y sentarse sobre
ellas. Una “alfombra de iglesia” podía medir dos varas de largo y una y dos
tercias de ancho.102
En 1655 en la carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos se incluye
“una alfombra de asentar y un cojín mitad de terciopelo rico carmesí y mitad
de damasco fino carmesí con su faja de hilo de oro”.103
La alfombra tenía un fin práctico pero en definitiva era un bien suntuario
que podía corresponder al gusto del momento, así se expresa en forma literal al

340
inventariarse “una alfombra grande nueva flamante de la última moda”.104
La palabra chuse es una voz rioplatense que denomina a una clase de tejido
de hilos de lana gruesos, fabricado en la tierra y usado para alfombrar los pisos.
Los chuses de Santa Fe tenían entre otros usos el destino de cubrir el estrado
o, como ya enunciamos, el sector del piso donde se conformaba el estrado.
Tapete era cierto tipo de cubiertas de mesa, de cofre u otro mueble, como
también alguna alfombra pequeña y manual. Las antecamas eran una especie
de tapete que se colocaba delante de las camas, se fabricaban con diferentes
materiales y tenían diversos labrados; constituyen, junto con el demás ropaje
de cama, un elemento importante para comprender el grado de lujo con que
alcanzaron a rodearse algunos vecinos principales.

1.1.8. Accesorios
Sabemos de la existencia de espejos, en su mayoría con marcos dorados, aun-
que nada más podemos intuir de sus características, factura o procedencia, ese
solo dato interesa para completar la imagen de las ambientaciones interiores.
No sólo se vestían las paredes con cuadros de motivos religiosos sino también
con cristales espejados de ricos marcos.
La forma más corriente de dar luz era con candeleros. Los documentos
enumeran aquellos más ricos: de plata o de azófar –un tipo de metal formado
por aleación de cobre y zinc, de color amarillo pálido y con cierto brillo–. Por
su parte, las excavaciones de Zapata Gollan en Santa Fe la Vieja rescataron
numerosos fragmentos de candeleros de barro cocido, de factura muy tosca y
de carácter estrictamente utilitario.
En el siglo XVIII algunas casas principales también contaron con cornuco-
pias que por medio de espejos multiplicaban los efectos de la luz: “diez y seis
cornucopias con sus marcos dorados” había en la casa de D. Manuel de Toro
y Villalobos y seis similares en la de D. Narciso de Echagüe y Andía.105

1.1.9. Cuadros e imágenes


Durante todo el período hispánico fue habitual que cada casa tuviera sus
cuadros e imágenes de devoción familiar. También en Santa Fe arraigó desde
temprano esta costumbre, que requería de obras difícilmente producidas en
el medio local y que muy probablemente se traían de las regiones andinas o
de la misma España.
Según su dote, doña Juana Leocadia de Luján, en 1654 entró a su matri-
monio “seis cuadros de imágenes de Nuestra Señora de la Limpia Concepción
y Nuestra Señora de la Soledad, San Francisco, Santa Catalina, San Miguel
y San Ildefonso [...], un tabernáculo de Nuestra Señora con una hechura de
San Juan Bautista [...] y otras tres imágenes pequeñas con sus cuadros: la
Magdalena, San Juan y San Onofre”.106

341
En su testamento doña Jerónima de Contreras declara tener “un cuadro de
Nuestra Señora del Pópulo y dos láminas pequeñas”.107 En 1606 Feliciano
Rodríguez, por cláusula testamentaria, mandó para su hija Lucía “un crucifijo
al vivo”.108 En su testamento de 1652 doña María Gallarda menciona “una
hechura de un crucifijo grande y otro pequeño” y también “unas estampas
de papel”, una de las cuales representaba a San Antonio.109 En su ya citada
carta dotal doña Juana Leocadia de Luján también incluye “dos hechuras de
crucifijos de bronce el uno en su cruz y peana”.110
Es bien conocida la cláusula testamentaria de doña Jerónima de Contreras
en la que declara que en “una capilla que tengo en mi casa tengo una imagen
de la Limpia Concepción con su corona de plata, un cáliz y una patena con
todo el demás recaudo para decir misa”.111 Bienes que en su segundo codicilo
lega al convento de San Francisco: “declaro que un cáliz con su patena y de-
más recados de decir misa que tiene en su capilla, con la imagen de la Limpia
Concepción y su corona de plata que está en ella en la casa de su morada se
dé a dicho convento del señor San Francisco de esta ciudad para adorno y uso
de su iglesia, porque así es su voluntad”.112

2. El transplante cultural

El mobiliario de las casas de la elite santafesina revela un fuerte transplante de


modos de vida españoles en el ambiente local. No sólo la existencia de sillas de
caderas, sino también la presencia de escritorios lujosos, de alfombras orientales
y sobre todo de estrados, confirman el interés de algunos vecinos por repetir
usanzas y mantener costumbres arraigadas en su mundo de origen.
Un análisis pormenorizado sobre la procedencia de los propietarios de este tipo
de muebles nos demuestra que casi en su totalidad son criollos de primera, segun-
da o más generaciones; el grupo restante se reparte entre españoles y portugueses.
Esto permite apreciar el grado en que ese transplante cultural es asumido por
los criollos. Más aun, en la primera época de la ciudad, dos mestizos principales
(Feliciano Rodríguez y Hernando de Osuna), desenvolvían su vida entre muebles
típicamente españoles de calidad excepcional para el medio santafesino.
La “hamaca grande de Maracajú de puntas” que llevó entre sus bienes dotales
doña Juana Leiton113 ofrece un testimonio escaso de los aportes vernáculos a
los modos de vida de la elite. Aunque, como es fácilmente intuible, no debe
haberse circunscripto a ese único caso, la singularidad del ejemplo sirve para
evaluar el grado de valoración que merecía ese tipo de objetos a los ojos del
español, europeo o americano, en el momento de hacer sus inventarios.
Vale destacar, por otra parte, el costo que tenía el mobiliario en relación
con otros bienes inmuebles o productivos. Mientras un par de aposentos se

342
cotizaba en 250, una casa en 600 y una chacra de dos cuerdas de tierra en 40
pesos,114 hemos visto que una cama completa con todo su ropaje alcanzaba
valores de 200 y hasta de 241 pesos, los pabellones costaban entre 70 y 100
pesos y una colcha –aunque ciertamente de riqueza excepcional– se tasaba en
la suma de 120 pesos. Estos valores pueden ser indicativos también del grado
de relevancia asignado al mobiliario en un contexto en el que la tierra urbana
y rural no tenía un alto valor económico.
El mobiliario colabora con la arquitectura para definir espacios en donde,
tal vez por distintos motivos que en España, se plasma la influencia mudéjar
en la costumbre de concentrar los escasos lujos en los interiores de las casas.
Para su intimidad como para el “aparato de representación social”, las familias
principales de Santa Fe, requerían de un mobiliario y accesorios que repro-
dujeran la escena de las viviendas peninsulares o la de los principales centros
sudamericanos.
Quienes podían reunir muebles y enseres refinados eran miembros de una
elite que basaba su riqueza en el intercambio comercial con el Paraguay,
Buenos Aires y el Alto Perú. Hasta mediados del siglo XVIII, los centros más
importantes y lejanos del circuito comercial en que se insertaba Santa Fe, eran
Potosí y Lima; con la creación del virreinato del Río de la Plata Buenos Aires
se convierte en el nuevo paradigma. Es lógico que esas ciudades sirvieran de
referencia para los hábitos y modas que debían imitarse; los funcionarios que
se desplazaban en sus diferentes destinos y los nuevos vecinos que se instalaban
en la ciudad traían consigo muebles y objetos pero fueron sobre todo los mer-
caderes que llegaban hasta Santa Fe quienes proveían ciertos refinamientos.
En una casa cusqueña de principios del XVII, como por ejemplo la de Diego
Vargas Carabajal y doña Usenda de Loayza, se acumulaban tapicerías y colga-
duras de diversas telas, damascos y terciopelos; bufetes y escritorios de ébano
y marfil; sillas de moscova (es decir, de cuero de Rusia) y vaquetas de Flandes,
además de gran cantidad de lienzos grandes y pequeños con representaciones
de santos y animales, fábulas de la antigüedad y otras láminas; plata labrada
en raseros y perfumaderos, candeleros, fuentes, platos, salvillas, aguamaniles,
saleros y otras piezas. La casa de Don Francisco de Goyzueta y Maldonado,
que en 1700 contaba con “su menaje de colgaduras, lienzos, ocho escritorios
de carey, quince bufetes grandes y medianos de cedro, cuatro escaños, seis
docenas de sillas de nogal y asientos y espaldares de misele y otra docena de
cedro y asiento y espaldares de suela” (Gutiérrez et al., 1981:51). Son éstos y
otros objetos, conformados en abigarrado conjunto, los que contribuyen a la
valoración espacial de los diferentes ámbitos de la vivienda cusqueña. Ramón
Gutiérrez y et altri, que son quienes traen estos datos, acotan también que “la
decoración constituía un elemento esencial para la diferenciación del nivel
socio-económico de la vivienda en el Cusco, donde las tipologías arquitectóni-

343
cas se mantenían con pocas variaciones a través del tiempo”. Y luego agregan:
“La acumulación cuantitativa y el refinamiento cualitativo son los dos factores
que apuntalan la diferenciación social y el prestigio de las residencias” (51).
En la ruta hacia Potosí (y hacia el Cusco), en una ciudad como San Miguel
de Tucumán, el mobiliario también jugaba un papel fundamental en la di-
ferenciación de los espacios. Sobre ese caso Ana María Bascay nos dice: “Las
características de las viviendas en sí mismas no son suficientes para indagar la
calidad de vida de sus moradores” (Bascary, 254/5). De todos modos, afirma
la misma autora, el menaje y el mobiliario de una casa principal tucumana era
rústico y pobre aun a finales del siglo XVIII: sillas y taburetes realizados por
carpinteros tucumanos; cajas, arcones y petacas para guardar la ropa, vajilla
y otros efectos; escritorios y escribanías para el uso de comerciantes y hacen-
dados; todo tipo de mesas; cujas, camas y catres. Pero también había lugar
para los contrastes y la calidad de los muebles variaba enormemente entre la
rusticidad de los muebles locales y la sofisticación de cujas con balaustres tor-
neados y policromados. En ese sentido, la similitud con las casas santafesinas
es evidente: la falta de un mercado local importante no permitía desarrollar un
artesanado capacitado para proveer objetos y muebles suntuarios que debían
traerse desde lejos, acentuando el contraste con los productos “de la tierra”,
rústicos, prácticos y sencillos.
Más próximas, las viviendas de Buenos Aires compartían muchas similitudes
con las de Santa Fe. A mediados del siglo XVII Acarette puede describirlas
de esta manera:

Las casas de los habitantes de la clase elevada están adornadas con colgaduras,
cuadros y otros ornamentos y muebles decorosos, y todos aquellos que tienen
un pasar tolerable son servidos en vajilla de plata y tienen muchos sirvientes,
negros, mulatos, mestizos, indios, cafres o zambos (Acarette, 43).

En la sala de doña María de la Vega había un estrado grande de jacarandá


con balaustres de molduras sobre tres tarimas y 24 sillas con espaldares de
vaqueta negra. En otras habitaciones se ubicaban una cuja grande granadillo
con pabellón de Quito, un escritorio de jacarandá marqueteado de marfil, dos
bufetes, seis taburetes, un contador grande y otro pequeño, todo de jacarandá
(Torre Revello, 1952:16/7).
Todavía en 1759 el equipamiento de una casa porteña no se diferenciaba
notablemente de la santafesina. En esa fecha la vivienda de Juan Antonio Jijano
y doña Ana Fernández de Castro contaba con seis mesas con pies torneados de
caoba, cedro y nogal, tres escritorios (dos de ellos labrados con madera paragua-
ya y el otro de origen inglés), un tocador, cuatro espejos con marcos dorados,
una cuja de palo santo con su colgadura de damasco, dos lienzos con motivos

344
religiosos, diez láminas, dos tallas (una de N.S. de la Concepción y otra del
Señor Crucificado). Y la casa de Francisco Pacheco Cevallos y doña Joaquina
Narbona, ubicada en el barrio de San Miguel, tenía una sala alhajada con un
estrado con nueve camoncillos, cuatro cenefas de nogal que sostenían cortinas
de filipichín encarnado y una alfombra grande para la mesa del estrado, en
el muro del frente había un crucifijo con una cruz dorada; sobre las paredes
laterales seis cuadros con imágenes de santos y otros seis con paisajes. Pero
también contaba con un gran reloj y una nutrida biblioteca, que no aparecen
en casas de Santa Fe (Torre Revello, 1952:22/5).
Ya por aquellos años, Concolorcorvo podía señalar la influencia lusitana en
el mobiliario de la vivienda porteña, que solía contar “con buenos muebles,
que hacen traer de la rica madera del Janeiro por la colonia del Sacramento”
(Concolorcorvo, 38). El arte luso-americano se expande al Río de la Plata a
través de Buenos Aires y llega hasta Santa Fe, reemplazando al mueble de la
época de la conquista. El tipo de mobiliario hasta entonces imperante, enrai-
zado en el Renacimiento español y condicionado por los materiales y mano
de obra americana, acusaba formas nítidas y definidas, estructuras cúbicas o
prismáticas, líneas rectas y superficies chatas (Bomchil y Carreño, 60). A finales
del siglo XVIII y a través de las colonias portuguesas del Brasil, artesanos que
trabajan maderas ricas como el jacarandá, imponen las formas onduladas y
sensuales propias de un barroco tardío.
Concluyendo con este apartado, podemos extrapolar para Santa Fe y todas
las ciudades que estaban conectadas con ella, las conclusiones de Gutiérrez y su
equipo respecto a la casa cusqueña, acerca del aporte sustancial del mobiliario
en la diferenciación del espacio arquitectónico y como signo de la posición
social de sus propietarios.

3. Mobiliario y vida doméstica

Los tipos de muebles que hemos enumerado, tal como ya lo hemos dicho,
identifican la existencia de algunas áreas de la vivienda más o menos diferen-
ciadas de acuerdo a las posibilidades de sus propietarios: sectores para recibir,
para comer, para dormir.
En el área de recibir tiene preponderancia el estrado, que implica una
postura: estar en cuclillas, con las piernas cruzadas o recostado. Bomchil y
Carreño destacan el origen oriental de esta costumbre, que prescinde de sillas,
y hacen notar que, transmitida en España a través de los moros, en América
se restringe al mundo femenino y se hace privativo de las mujeres principales
(Bomchil y Carreño, 89).

345
Los muebles dispuestos para comer, y sobre todo la ropa de mesa que
mencionan los documentos, dan cuenta de un conjunto de elementos que
permitían convertir las comidas en acontecimiento social.
En las áreas de dormir se da lugar a la presencia de ciertos accesorios de
cuño hispánico que añaden a lo simplemente utilitario la significación de lo
aparente para celebrar la posición socio-económica de sus propietarios.
Con los indicios que proporcionan los documentos resulta difícil avanzar
más allá de la enunciación de ámbitos específicos y de posibles mixturas de
usos, sin caer en generalizaciones de imposible verificación. Por ello resulta
más conveniente mencionar algunos casos concretos que permiten establecer
una mínima relación entre arquitectura y mobiliario.

3.1. La casa de Feliciano Rodríguez (1606)

Feliciano Rodríguez fue uno de los primeros y principales pobladores de la


ciudad, hijo de conquistador español –Garci Rodríguez de Vergara– y de
madre india.115
No contamos con una descripción de lo edificado para su vivienda, sólo
sabemos que ocupaba un solar y medio enfrente del Cabildo por el lado del
este, y que entre sus dependencias tenía una despensa con “colgadizo” –co-
rredor– y una bodega en la que guardaba catorce barriles.
Del mobiliario, en cambio, su testamento brinda un detalle más pormeno-
rizado: para el servicio de su casa tenía una “mesa de gonces” con seis sillas de
caderas. Su cama se componía de “una cuja de carpintero” con sus cortinas y
cielo, y demás ropa de sábanas, frazadas y almohadas. Para guardar la ropa de
vestir tenía un arca grande y otras tres cajas, dos grandes y una pequeña. Un cofre
contenía sus “papeles” mientras que otro lo tenía prestado al Padre Franco.
Para adorno y devoción de la casa, Feliciano Rodríguez tenía “un crucifijo
al vivo” que legó a su hija Lucía.
Es interesante consignar que en su testamento figuran también “dos telares
con sus aderezos” en los que se elaborarían algunos tejidos de uso diario.
Como vemos, el mobiliario inventariado no es abundante, pero es suficiente
para poner en evidencia el transplante de modos de vida hispánicos desde
los primeros tiempos de Santa Fe la Vieja. Es de resaltar la presencia de las
típicamente españolas sillas de caderas en la casa de un criollo importante de
sangre mestiza.

346
3.2. La casa de doña María de Esquivel (1650)

La casa de doña María de Esquivel, viuda en primeras nupcias de Sebastián


de Vera-Muxica (cabezas de la familia santafesina de este apellido) y mujer en
segundas de Manuel Fernández de Espinosa, ocupaba un amplio solar a dos
cuadras al norte de la Plaza de Armas siguiendo la calle de la Compañía de
Jesús. Su ubicación equivalente en la ciudad trasladada corresponde a la esquina
suroeste de calles San Martín y Moreno, hoy ocupado por la Plaza 2 de Abril. El
edificio constaba de “sala y dos aposentos con colgadizos de una y otra parte”,
todo cubierto de teja.116 El terreno, “con su patio y corral”, estaba cercado por
una tapia y, además de la construcción enunciada, en él se levantaba otra de
menor importancia para albergar “una atahona moliente y corriente”.
Para completar una idea del conjunto vale agregar que las dependencias
de servicios incluían al menos una caballeriza para los “caballos atahoneros”
y, seguramente, algún otro para “andar”, además de los animales domésticos
comunes en cualquier casa de la época.
En las habitaciones mencionadas –“sala y dos aposentos”– se distribuían
“cuatro sillas de asentar, una silleta rasa y un escaño” de regular uso que junto
con el “estrado de madera ordinaria con sus barandillas” conformarían los
muebles de aparato para recibir, propios de una dama principal como doña
María. Tal vez las cuatro sillas o el escaño acompañaran al “bufete de madera
ordinaria” en el servicio de comedor. Para guardar cosas –ropa de vestir, de
mesa, etc.– en estas habitaciones se distribuían “cuatro cajas de madera”, una
grande –de vara y media de largo–, otra mediana y dos más pequeñas, todas
casi nuevas y con sus cerraduras. Para archivar los papeles de importancia
–escrituras diversas, correspondencia– se usaba “un escritorio” pequeño –“a
modo de cajuela”– provisto de seis cajoncillos, sin cerradura ni llave; mueble
que por sus características y tamaño no es difícil que formara parte del estrado
de la señora. Para dormir: “dos cujas de madera torneadas, ya muy viejas” con
una regular ropa de cama de la que el inventario sólo destaca “una sobrecama
bordada con seda, lana e hilo, ya usada”. En algún rincón de la casa se guardaba
“una silla de manos con su encerrado ya vieja” que utilizaría la viuda para sus
salidas por las arenosas calles de la ciudad, haciendo ostentación de su posición
expectable dentro de la sociedad de la vieja Santa Fe.

3.3. Casa de doña Juana Leocadia de Luján (1654)

Doña Juana Leocadia de Luján, heredera de su tía doña Juana de Luján, al


casar con Roque de Vera entró un interesante conjunto de muebles entre sus
bienes dotales.117

347
De su tía había heredado un solar a dos cuadras al sur de la Plaza Mayor,
cuyo equivalente en la ciudad traslada es la esquina de calles San Jerónimo y
Entre Ríos, ángulo noreste. Lo edificado en ese cuarto de manzana eran “unos
lances de casa [...] que son sala y dos aposentos principales con su cupial, co-
rral y patio”. Dentro de los límites de lo cercado también había una “atahona
cubierta de paja, moliente y corriente con sus herramientas y pertrechos” y
–aun más– con su “macho y mula atahoneros”.
Podemos darnos una idea de que cómo se amoblaban esas tres habitaciones:
sala y dos aposentos principales.
En el área de recibo se hacen notar “cuatro sillas y un escaño de cedro, bien
tratados, y un bufete de jacarandá”.
En algún ángulo se armaría el estrado, ya que el inventario dotal hace men-
ción de “dos cajuelas pequeñas de estrado”, una grabada a punta de cuchillo
y la otra “llana”. Posiblemente también formaría parte del mismo un bufetillo
y un escritorio pequeño.
Para dormir había “una cuja de madera con sus dos barandas, bien tratada”;
y para guardar la ropa “una caja de madera del Brasil muy buena, con dos
cajones”, uno de ellos con su cerradura.
Entre la sala y los aposentos se ubicarían algunas piezas de devoción reli-
giosa: “seis cuadros de imágenes” con representaciones de Nuestra Señora y
diversos santos; “un tabernáculo de Nuestra Señora con una hechura de San
Juan Bautista; dos hechuras de crucifijos, uno de ellos de bronce; y otras tres
imágenes pequeñas con sus cuadros”.
Aunque no fuera para uso doméstico, doña Juana Leocadia también llevó a
su matrimonio “una alfombra tapete de Iglesia” con el que asistiría a los oficios
religiosos acompañada de su servicio personal.

3.4. Casa de doña Isidora Salazar (1748)

A mediados del siglo XVIII se hizo inventario de los bienes de la difunta doña
Isidora Salazar, que nos muestra el equipamiento de una mujer de medianos
recursos económicos.118 La casa estaba edificada en medio solar y se componía
de una sala con enmaderado de empatillado y cubierta de teja, corredores en
ambos lados, puerta de calle y una tienda hacia el frente, con árboles frutales
en el fondo y un cerco de pared ya medio caído para esa época.
Las pequeñas dimensiones de la vivienda, restringida a una sala –aunque
seguramente también habría algunas oficinas de servicio–, se corresponden con
una lista corta de muebles y enseres que deben haber compartido el espacio de
esa habitación: una mesa grande de vara y cinco sesmas de largo “con disposi-
ción para un cajón” que faltaba, y otra de vara y cuarta de largo; cuatro sillas;

348
“una cuja vieja con algunos balaustres torneados”; “un escritorio a modo de
papelera, viejo, sin cerradura ni llave”; dos cajas de vara o más de largo, con
su cerradura y llave, y dos cajitas pequeñas; “un armazón de tinajera” y “una
alfombrita de Iglesia vieja”.
Lo corto y austero del mobiliario contrasta con la lista extensa de objetos
de devoción religiosa: una imagen de bulto de Nuestra Señora de Mercedes
en su nicho, con su “delantal” de gasa, su corona y escudo de plata, más
unas “manillas” de corales; un nicho pequeño con un bulto de madera de la
Concepción y otro de Santa Bárbara; otro de San Jerónimo; un bulto de San
Francisco; un cuadrito de yeso de Nuestra Señora del Rosario; un cuadro de
Nuestra Señora de Aranzazu y otro de Nuestra del Pópulo.
Los enseres inventariados son los siguientes: una tembladera, un “berne-
galcito”, un malagon (¿?) y un par de candeleros, todo de plata, y un par de
candeleros de bronce de Chile, un tacho de cobre viejo y agujereado, otro
dicho pequeño muy viejo y agujereado. Entre los enseres que estarían en la
cocina: una sartén vieja, una olla de fierro colado vieja, un asador de fierro y
un garfio de fierro.

3.5. La casa de don Manuel de Toro y Villalobos (1793)

Don Manuel de Toro y Villalobos y su mujer doña Polonia de Gabiola no


tuvieron hijos, pero fueron propietarios de una de las principales y más amplias
casas de la ciudad, que antes había sido de don Manuel de Gabiola. En esa
casa vivió el matrimonio y luego la viuda, con la compañía de siete esclavos:
Flora (negra “como” de veintinueve años), su hija Antonina (de seis años);
María del Carmen (mulata “como” de cuarenta y dos), Agustina (mulata
“como” de veintinueve), el hijo de ésta llamado Tiburcio (mulatillo de cuatro
para cinco años), Mariano (mulato “como” de nueve años) y María (mulata
“como” de sesenta años).
Un prolijo inventario levantado en 1793, a la muerte de Toro, enumera el
mobiliario y enseres que se distribuían en las habitaciones de la gran propie-
dad.119 Los habituales muebles para guardar diferente tipo de bienes: cuatro
cajas con sus cerraduras corrientes; una caja de madera de pino como de vara
y tercia de largo, con su cerradura, llave y con dos argollas de hierro; un baúl
forrado en “cuero de jabalí” con pies de madera, abrazaderas de hierro, cerra-
dura y llave corriente; otro baúl forrado en vaqueta y tachonado, con dos
pies de palo, dos cerraduras corrientes y dos argollas de hierro; dos petacas de
cuero viejas, como de tres cuartas de largo; y dos pozuelos de cuero. Para los
papeles: un escritorio viejo de cinco gavetas, con cerraduras y llave corrientes;
y otro escritorio de ocho gavetas con su tapa quebrada. Una frasquera con dos

349
cerraduras y llaves corrientes que contenía diecisiete frascos, tres limetillas, un
embudo y un vasito chico, más un tintero y una salvadera, todo de cristal; y
una cajita “que sirve de frasquera” con dos frascos de medida, con cerradura
y sin llave. Como novedad, encontramos un “escaparate” de medio cuerpo
con un espejo y diez gavetas; siete sin cajón.
El inventario incluye una mesa nueva con cajón; 6 sillas llanas de vaqueta
viejas; otras tres de brazos; dos docenas de taburetes tachonados y otros 6
nuevos, también tachonados.
En el dormitorio se destaca una cuja de jacarandá con 5 cortinas de damasco,
cielo y cenefas de lo mismo, todo muy usado.
Entre los muebles y equipamiento que formaban parte del aparato de recibir
debemos señalar “dos estrados de tablas de madera de timbó”, uno grande y
otro mediano, y 6 sillas de estrado con asiento de paja, además de “una mesita
de pies de cabra” y otra pequeña y llana; un biombo con cinco bastidores
pintado de temple; un espejo de una tercia de alto con su marco dorado y
dieciséis cornucopias con sus marcos dorados y candeleros de metal.
Una “alfombra nueva de estrado con cuatro varas de largo y dos y cuarta
de ancho”, un chuse “con bastante uso” de tres y media vara de largo y dos y
tercia de ancho, alfombrita vieja y rota y una “alfombra de iglesia vieja y rota”
como de dos varas de largo.
El equipamiento religioso era importante y se componía de 8 cuadros de
pinturas del Cusco con grandes marcos de 2 varas de alto y vara y 3 cuartas de
ancho; otro cuadro de San Joaquín y la Virgen con su marco de vara de alto;
4 espejos con sus marcos dorados; una lámina de Nuestra Señora de la Con-
cepción con su vidriera y marco dorado y un Santo Cristo con su nicho.
Un conjunto de piezas de plata labrada a martillo y cincel se componía de
una sopera con seis piezas de oro en los extremos de la tapa, un cucharón, dos
floreros o bandejas, dos salseras, una tetera, una chocolatera, una vinajera y
aceitera con su pie, un “fierro” y un braserito para fuego, una palangana, una
pileta para agua bendita y una bacinilla. Tres “manteritas” con dos mates y
bombillas, una fuente grande, un tacho y cuatro arandelas de plata. Además:
otra fuente grande, seis platos, seis tenedores y seis cucharas, dos jarros, un
candelero y una tembladera, todo de plata, y un juego de tinteros de metal.
Un crucifijo de plata sobredorado con la cruz con cantoneras también de plata
labradas a martillo. Un tintero, salvadera y obleario, todo de plata labrada a
martillo y cincel.
Del uso personal de Don Manuel de Toro debió ser un estuche con seis
navajas viroladas con plata, un espejo, un par de tijeras, piedra de asentar y
un peinecito de alisar; y un estuche de badana con cinco navajas usadas y
piedra de afeitar.

350
En las oficinas de servicio y cocinas deben haber estado el “tinajón grande
para agua” y dos tinajas, una de ellas con el gollete quebrado. Dos calderas
de cobre, una sin tapa; dos parrillas de hierro, una de ellas maltratada; dos
asadores de hierro, uno chico y otro grande; un caldero de cobre maltratado.
Cinco ollas de hierro entre chicas y grandes, un tacho viejo y un fondo grande
de cobre, dos tachos pequeños de lo mismo y otro de latón de regular tamaño,
dos bateas de lavar y una de amasar. Un cajón de pino sin tapa, un escaño
maltratado, un telar con todo lo necesario para tejer lienzo y 24 arcos de barril
entre chicos y grandes. Y también una romana de buen uso con su pilón que
debe haber servido en la tienda.
En algún rincón de la casa se ubicaba, no muy lejos de sus aposentos en
vida de Don Manuel de Toro: “una silla de montar de vaqueta de mediano
uso”, sus pistolas con cantoneras de metal, cincha correspondiente y baticola
y dos pares de pistolas nuevas.

351
Notas
1
Testamento de Feliciano Rodríguez, Santa Fe, 15
Testamento de Antonio Alvarez, Santa Fe, 12-
17-IV-1606, DEEC: EC, tomo 52, fs. 116/130; XI-1649, DEEC: EP, tomo 1, fs. 94/97v.
Testamento de Alonso de San Miguel, Santa Fe, 16
Carta dotal María Rodríguez de Aguilera, ya cit.
29-VI-1607, DEEC: EC, tomo 52, fs. 285/292. 17
Carta dotal de doña Ana de Prado, ya cit.
2
Testamento del capitán Diego Hernández de 18
Carta dotal de doña María Matute de Altami-
Arbaisa, Santa Fe, 5-VI-1638, DEEC: EC, tomo rano, ya cit.
54, fs. 313/316v. 19
Carta dotal de doña María Cortés de Santu-
3
Inventario de los bienes de doña Josefa Díez de chos. Santa Fe, 30-I-1651, DEEC: EP, tomo 1,
Andino, Santa Fe, 18 de octubre de 1736, DEEC: fs. 349/351.
EC, tomo 25, 1737/50, expte. 176, f. 31. 20
Carta dotal de doña Beatriz Resquín, ya cit.
4
Testamento de Alonso de San Miguel, ya cit. 21
Carta dotal de doña Isabel Cortés de Santu-
5
Carta dotal de doña Beatriz Resquín. Santa Fe, chos. Santa Fe, 13-III-1644, DEEC: EP, Tomo 1,
27-IV-1642, DEEC: EP, tomo 1, fs. 328/329v. fs. 633/634v.
6
Carta dotal de doña Ana de Prado, Santa Fe, 11- 22
Inventario de los bienes de Domingo González,
IV-1643, DEEC: EP, tomo 1, fs. 391/392 . Santa Fe, 11-VII-1647, DEEC: EP, tomo 1, fs.
7
Carta dotal de doña Jerónima Cortés de Santu- 969/970v.
chos, Santa Fe, 13-III-1644, DEEC: EP, tomo 1, 23
Carta dotal de doña Juana Leiton. Santa Fe,
fs. 633/634v. 2-IX-1655, DEEC: EP, tomo 2, fs. 570v/4. Mara-
8
Carta dotal María Rodríguez de Aguilera, Santa Fe, cajú o Maracayú (hoy Brasil), pertenecía al área
19-VIII-1646, DEEC: EP, tomo 1, fs. 594v/597. paraguaya, y distaba unas 120 o 140 leguas de la
9
Testamento de Luis Arias Gaitán, Santa Fe, 15- ciudad de Asunción y también del área misionera
V-1648, DEEC: EP, tomo 2, fs. 127/130v. jesuítica. Allí crecía yerba mate en estado silves-
10
Carta dotal de doña María Matute de Altami- tre y de la más excelente calidad, por lo que su
rano, Santa Fe, 12-VII-1656. DEEC: EC, tomo 2, explotación estaba integrada al circuito comercial
fs. 599/603v. de la región paraguaya y rioplatense.
11
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit. 24
Del Cusco eran los pabellones mencionados
12
Inventario de los bienes del contador Hernando en: Testamento de Domingo González, ya cit. y en
de Osuna. Santa Fe, 23-VII-1612, DEEC: EP, Tomo el Inventario de los bienes de Domingo González,
52, f. 431v. ya cit.
13
Testamento de Domingo González, Santa Fe, 25
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit.
25-VI-1647, DEEC: EP, tomo 1, fs. 954/957. 26
Inventario de los bienes del contador Hernando
14
Testamento de doña María Gallarda, Santa Fe, de Osuna, ya cit.
10-II-1652. DEEC: EP, tomo 2, fs. 360/364. 27
Memoria de los bienes que introdujo doña María

352
de Herrera cuando casó. Santa Fe, 1638, DEEC: 42
Cartas dotales de doña María de Sanabria y de
EC, tomo 52, f. 189. doña Juana de Avila y Sotomayor. Santa Fe, 13-
28
Carta dotal de doña Juana Feliz de Velasco. II-1649, DEEC: EP, tomo 2, fs. 160/3v.
Santa Fe, 26.III.1650. DEEC: EP, tomo 1, fs. 43
Carta dotal de doña Jerónima González, Santa
989/992. Fe, 2-IX-1641, DEEC: EP, tomo 1, fs. 61/62; Carta
29
Carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos, dotal de doña María Resquín de la Vega. Santa
ya cit. Fe, 9-XI-1645, DEEC: EP, Tomo 1, fs. 629/31v;
30
Testamento de doña Jerónima de Contreras, Carta dotal de doña Antonia Rosada, Santa Fe,
Santa Fe, 5-X-1643, DEEC: EP, tomo 1, fs. 408 6-V-1650, DEEC: EP, tomo 1, fs. 1004/1008v;
y sigtes. Inventario de los bienes del contador Hernando
31
Testamento de Magdalena de Arbiso, Santa Fe, de Osuna, ya cit.; Testamento de Nicolás de
27-XII-1643. DEEC: EP, tomo 1, fs. 636/637v. Arévalo, Santa Fe, 2-IX-1645, DEEC: EP, tomo
32
Fianza de Juan de Avila de Salazar. Santa Fe, 1, fs. 595/596v.; Testamento de Juana de Solís,
16-XI-1650. Santa Fe, 24-V-1652. DEEC: EP, tomo 2, fs.
33
Carta dotal de doña Isabel de Belmonte. Santa 354/356.
Fe, 24-X-1646, DEEC: EP, tomo 1, fs. 875/9. 44
Inventario de los bienes del contador Hernando
34
Carta dotal de doña María Cortés de Santuchos, de Osuna, ya cit.
ya cit. 45
Testamento de doña María Gallarda. Santa Fe,
35
Cartas dotales de doña Isabel de Belmonte, 10-II-1652, DEEC: EP, tomo 2, fs. 360/4.
doña Juana Feliz de Velasco y doña Juana de Sejas 46
Carta dotal de doña Juana Leocadia de Luján.
y Montalvo. Santa Fe, 26-III-1650, DEEC: EP, tomo Santa Fe, 26-IX-1654, DEEC: EP, tomo 2, fs.
1, fs. 989/992v. 484/487.
36
Carta dotal de doña Antonia Alvarez de la Vega. 47
Ibídem.
Santa Fe, 16-IV-1651, DEEC: EP, tomo 2, fs. 48
Testamento del capitán Juan Ximénez de
8/12v. Figueroa, Santa Fe, 23-III-1645, DEEC: EC, tomo
37
Carta dotal de doña Catalina Arias Montiel. 54, fs. 322/327.
Santa Fe, 22-XI-1647, DEEC: EP, Tomo 1, fs. 49
Carta dotal de doña Juana de Sejas y Montalvo,
826/831. ya cit.
38
Covarrubias Orozco D. Sebastián de, Tesoro de 50
Carta dotal de doña Felipa de Robles, que casa
la lengua castellana o española compuesto por con Juan Martín Ximénez. Santa Fe, 24-V-1642,
el..., 1611. Apuntes tomados por el Dr. Agustín DEEC: EP, tomo 1, f. 215.
Zapata Gollan en la Biblioteca Nacional de Madrid, 51
Carta dotal de doña Antonia Rodríguez. Santa
obrantes en el archivo del DEEC. Fe, 6-X-1653, DEEC: EP, tomo 2, fs. 385/390.
39
Testamento de Ana de Belastegui, Santa Fe, 52
Carta dotal de doña Juana Fernández Montiel.
23-IV-1654, DEEC: EP, tomo 2, fs. 477/480v; Santa Fe, 12-XI-1644, DEEC: EP, tomo 1, fs.
Donación de patrimonio de Pedro Alvarez Salguero 658/61.
a su sobrino Juan, ya cit. 53
Testamento de Isabel de Espinosa, Santa Fe,
40
Carta dotal de doña María de Sanabria. Santa 9-XII-1653, DEEC: EP, tomo 1, fs. 229/231.
Fe, 21-V-1642, DEEC: EP, tomo 1, fs. 352/54. 54
Cartas dotales de doña Juana Leocadia de Luján
41
Testamento de Ana de Belastegui. Santa Fe, 23- y de doña Juana de Luján, ya cit.
IV-1654, DEEC: EP, tomo 2, fs. 477/80v. 55
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit.

353
56
Inventario de los bienes del escribano Juan de Setiembre-Noviembre 1990, pp. 278 y 280.
Cifuentes. Santa Fe, 12-V-1651, DEEC: EP, tomo 71
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit.
54, f. 287. 72
Testamento de doña Jerónima de Contreras,
57
Testamento de doña María Gallarda, ya cit. viuda de Hernandarias de Saavedra. ya cit.
58
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit. 73
Testamento de doña Teresa de Morales. Santa
59
Inventario de los bienes de doña María de Es- Fe, 23-XII-1655, DEEC: EP, Tomo 2, fs. 593/95.
quivel, difunta. Santa Fe, 16-VII-1650, DEEC: EP, 74
Testamento de doña Teresa de Morales, ya cit.,
tomo 1, f. 112. Carta dotal de doña Francisca de Páez, Santa Fe,
60
Inventario de los bienes del contador Hernando 3-III-1646, DEEC: EP, tomo 1, fs. 600/601v; Carta
de Osuna, ya cit.; carta dotal de doña Juana de dotal de doña María Cortés de Santuchos, ya cit.
Sejas y Montalvo, ya cit. 75
Carta dotal de doña Micaela de la Cámara, 6-V-
61
Carta dotal de doña Juana de Sejas y Montalvo, 1645. DEEC: EP, tomo 1, fs. 492v/497 y cartas
ya cit. dotales de doña Isabel de Robles, de doña Ana Mar-
62
Codicilo del capitán Juan Ximénez de Figueroa, tínez de la Rosa, de doña María Resquín de la Vega,
Santa Fe, 27-III-1645, DEEC: EC, tomo 54, fs. de doña Beatriz Resquín, de doña Felipa de Robles
328/328v; Inventario de los bienes de doña María y de doña Isabel Cortés de Santuchos, ya cit.
de Esquivel, difunta, ya cit.; Carta dotal de doña 76
Carta dotal de doña Juana Leocadia de Luján,
Isabel Cortés de Santuchos, ya cit. ya cit.
63
Carta dotal de doña Isabel Cortés de Santuchos, 77
Carta dotal de doña Isabel de Belmonte, ya cit.
ya cit. 78
Carta dotal de doña Juana de Luján, ya cit.
64
Testamento del capitán Diego Hernández de 79
Carta dotal de doña Antonia Rodríguez, ya cit.
Arbaisa. Santa Fe, 5-VI-1638, DEEC: EP, tomo 80
Carta dotal de doña Juana Feliz de Velasco, ya
54, f. 314v. cit., e inventario de los bienes de doña María de
65
Carta dotal de doña Isabel de Belmonte, Santa Esquivel, difunta, ya cit.
Fe, 24-X-1646, ya cit. 81
Memoria de los bienes que introdujo doña
66
Carta dotal de doña Juana de Luján, ya cit.; Carta Juana Díaz Galindo a su matrimonio, Santa Fe,
dotal de doña Juana Leocadia de Luján, ya cit. 25.I.1648. DEEC: EP, tomo 53, fs. 262v/265
67
Carta dotal de doña Juana de Luján, ya cit. y carta dotal de Juana Díaz Galindo, Santa Fe,
68
Reunión capitular del 5 de octubre de 1661 28.I.1648. DEEC: EP, tomo 1, fs. 859/67v y EC
transcripta en: Junta Provincial de Estudios Histó- tomo 53, fs. 262/71v.
ricos de Santa Fe. Actas del Cabildo de la Ciudad 82
Ibídem.
de Santa Fe. Segunda Serie, Tomo I, Años 1661- 83
Carta dotal de doña Francisca de Páez, ya cit.
1666. Publicación Oficial. Santa Fe, Imprenta de 84
Testamento del capitán Diego Hernández de
la Provincia, 1942, p. 59. Arbaisa, ya cit.
69
Carta dotal de doña Antonia Rosada. Santa Fe, 85
Memoria de los bienes que introdujo doña Jua-
6-V-1650, DEEC: EP, Tomo 1, fs. 1004/1008v. na Díaz Galindo a su matrimonio y carta dotal de
70
Taburetes de estas características aparecen Juana Díaz Galindo, ya cit.
reproducidos por María Paz Aguiló Alonso, “Mo- 86
En su testamento Alonso de San Miguel declara
biliario en el siglo XVII”. En: Museo Español de un escritorio “donde tengo mis cédulas y escrituras
Arte contemporáneo. Mueble español. Estrado y y papeles de importancia” (Testamento de Alonso
dormitorio. Comunidad de Madrid, Consejería de de San Miguel. Santa Fe, 29-VI-1607, ya cit.). Y en
Cultura, Dirección General de Patrimonio Cultural, el testamento de doña Jerónima de Contreras figu-

354
ra “un escritorio pequeño donde están los papeles” Galindo, de doña Juana de Luján y de doña Isabel
(Testamento de doña Jerónima de Contreras, viuda Cortés de Santuchos, ya cit.
de Hernandarias de Saavedra, ya cit.). 98
Inventarios de los bienes de doña Sebastiana Are-
87
Inventario de los bienes de doña María de Es- llano y de D. Manuel de Toro y Villalobos, ya cit.
quivel, difunta, ya cit. 99
Inventario de los bienes de doña María de
88
Carta dotal de doña Juana de Luján, ya cit. Esquivel, ya cit.
89
Entregado por doña Jerónima de Contreras a su 100
Carta dotal de doña Antonia Rosada, ya cit.
hija doña Isabel de Becerra, mujer de D. Jerónimo 101
Memoria de los bienes que introdujo doña María
Luis de Cabrera (Primer codicilo de doña Jerónima de Herrera cuando casó, ya cit.
de Contreras. Santa Fe, 23-VI-1645. DEEC: EP, 102
“Inventario de los bienes de la casa y morada
tomo 1, fs. 87v. y ss.). que fue de D. Xavier de Piedrabuena”, f. 414.
90
Carta dotal de doña Catalina Arias Montiel, DEEC: EC, tomo 38, expte. 391.
ya cit. 103
Carta dotal de doña Isabel Cortés de Santu-
91
Inventario de los bienes de doña Sebastiana chos, ya cit.
Arellano, difunta, Santa Fe, 20 de enero de 1762, 104
Inventario de los bienes de D. Xavier de Piedra-
fs. 125/127. DEEC: EC, tomo 30, expte. 281. buena”, DEEC: EC, tomo 38, expte. 391, f. 414.
92
Inventario de los bienes de doña Isidora Salazar, 105
Inventario de los bienes del finado D. Manuel de
3 de abril de 1748, fs. 241 y ss. DEEC: EC, tomo Toro y Villalobos, ya cit.; e inventario de los bienes
30, expte. 290. de D. Narciso de Echagüe y Andía, Santa Fe, 25
93
Inventario de los bienes de doña Juana Rosa de junio de 1795, f. 172v., DEEC: EC, tomo 45,
Martínez de Rozas, Santa Fe, 25 de febrero de expte. 589.
1795, f. 560, DEEC: EC, tomo 45, expte. 604. 106
Carta dotal de doña Juana Leocadia de Luján,
94
Cartas dotales de doña Juana Fernández Montiel ya cit.
y de doña Juana Leocadia de Luján, ya cit. 107
Testamento de doña Jerónima de Contreras,
95
Inventario de los bienes de doña María de Es- ya cit.
quivel, Santa Fe, 16-VII-1650, DEEC: EP, tomo 1, 108
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit.
f. 112. 109
Testamento de doña María Gallarda, ya cit.
96
Inventario de los bienes de doña Sebastiana 110
Carta dotal de doña Juana de Luján, ya cit.
Arellano, Santa Fe, 20 de enero de 1762, fs. 111
Testamento de doña Jerónima de Contreras,
125/127. DEEC: EC, tomo 30, expte. 281; in- ya cit.
ventario de los bienes de D. Félix Troncoso, difunto, 112
Segundo codicilo de doña Jerónima de Con-
Santa Fe, 5 de junio de 1790, f. 9 y ss. DEEC: treras, Santa Fe, 5-II-1649, DEEC: EP, tomo 2,
EC, tomo 48, expte. 649; inventario de los bienes fs. 151 y ss.
del finado D. Manuel de Toro y Villalobos, ya cit.; 113
Carta dotal de doña Juana Leiton, que casa con
y testamento de doña Águeda Crespo, Santa Fe, Salvador Barbosa, ya cit.
28-IX-1768. DEEC: EP, tomo 16, fs. 732/36. 114
Memoria de los bienes que introdujo doña Juana
97
Inventario de los bienes del finado D. Manuel de Díaz Galindo a su matrimonio, ya cit., y venta de
Toro y Villalobos, Santa Fe, 27 de abril de 1793. dos cuerdas de tierras para chacra, Santa Fe,
DEEC: EC, tomo 48, expte. 653; y carta dotal de 3-VII-1673, DEEC: EP, tomo 2.861v/3v.
doña Juana Fernández Montiel, memoria de los 115
Testamento de Feliciano Rodríguez, ya cit.
bienes que introdujo doña Juana Díaz Galindo a 116
Inventario de los bienes de doña María de
su matrimonio, y cartas dotales de Juana Díaz Esquivel, ya cit.

355
117
Carta dotal de doña Juana Leocadia de Luján,
ya cit.
118
Inventario de los bienes de doña Isidora Sala-
zar, 3 de abril de 1748, fs. 241 y ss. DEEC: EC,
tomo 30, expte. 290. “Testamentaría de Isidora
Salazar”.
119
Inventario de los bienes del finado D. Manuel
de Toro y Villalobos, ya cit.

Ilustración 15.1. Casa de los Aldao. Interior amueblado en la época de Pepita Aldao, década
de 1940 (publicada en “Las ciudades de Santa Fe y Corrientes”, Academia Nacional de Bellas
Artes, Lámina LXVIII).

356
Ilustración 15.2

Ilustración 15.3

Ilustración 15.2. Casa de los Aldao. Interior amueblado en la época de Pepita Aldao, década
de 1940 (publicada por J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, p. 86).
Ilustración 15.3. Estrado en una casa de Santiago, Chile, según un grabado del “Relato de
un viaje a los mares del sur ...” de M. De Frezier (publicado por G. Furlong en “El Transplante
Social”, p. 48).

357
358
Capítulo 16
Propiedad y otras formas de tenencia

1. Formas de tenencia

Algunos autores definen como forma de tenencia la relación jurídica que se


puede reconocer entre el ocupante y la construcción, siendo ésta básicamente
la de propiedad, alquiler o concesión de uso (Guerín et al., 342).
La propiedad urbana en la ciudad americana tiene su primer origen en el
repartimiento de solares dentro de la traza fundacional y, a posteriori, en las
mercedes otorgadas por la autoridad competente. Quienes no acceden a la
propiedad por esa vía, más tarde lo hacen aprovechando su valor de cambio y
la dinámica inmobiliaria que oferta terrenos y viviendas, u obtienen derechos
por herencia, donaciones y otras diversas formas de traspaso.
Los alquileres y los censos permiten a los inquilinos el usufructo temporario
de un bien y, a sus propietarios, obtener una renta sobre el capital inmobiliario
con fines de lucro o, en el caso de las capellanías, con fines píos.
La concesión de uso implica modalidades parciales de propiedad en las cuales
el terreno suele distinguirse de lo construido.
En el presente capítulo trataremos el tema de la vivienda santafesina enfo-
cando la atención sobre las diferentes formas de tenencia, pero antes creemos
necesario ofrecer algunas consideraciones sobre el valor simbólico que, además
del de cambio, tuvo desde su origen la propiedad urbana hispanoamericana.

359
2. El solar: valor y significado

Al ocuparnos de la traza y el repartimiento de solares en el capítulo 6, ya


abordamos lo que constituye el inicio de la propiedad urbana en cada ciudad.
Ahora, comenzaremos por indagar acerca del significado que la posesión de
un solar urbano tenía para la sociedad colonial. El hecho de recibir un solar
–según García Lascurain–, implicaba dos tipos de beneficios: económicos y
materiales por un lado, sociales y simbólicos por el otro (Valero de García
Lascurain, 1991a:234s).
Los beneficios económicos son comprensibles con mayor facilidad: se trata
de la obtención de un bien raíz capital con valor de venta. Esto queda bien
claro en el acta de Mendoza de 1561 cuando su fundador reparte los solares
y aclara que:

les doy, señalo y nombro en nombre de Su Majestad por propios suyos y de sus
herederos y sucesores los dichos solares que arriba están declarados por ahora
y para siempre jamás para que los puedan vender, trocar y enajenar y hacer dellos
a su voluntad como cosa habida y tenida por derecho y justo título (Domínguez
Compañy, 1984:175).

Menos perceptibles resultan los beneficios de tipo social, que tienen relación
con las estructuras jerárquicas de la sociedad tradicional peninsular que se
transplantan a América. Como indicio podemos mencionar que en la funda-
ción de Artieda al final del acta se manifiesta

a los soldados que estaban presentes que todos los que quisiesen solares e ave-
cindarse en la dicha ciudad, estaba presto de se los dar para que en ellos gozasen
de las preeminencias que Su Majestad da a los pobladores de la dicha provincia
(Domínguez Compañy, 1984:49-216).

Intentaremos responder, entonces, a la pregunta de cuáles eran los bene-


ficios y preeminencias sociales y simbólicas que derivaban del hecho de ser
propietario.
La propiedad urbana convertía al poblador en vecino, calidad que estaba
acompañada, en un principio, de la condición de vecino feudatario. En la
mentalidad del español esto constituía un atributo de honor altamente codi-
ciado y necesario para obtener la consideración social de los demás integrantes
del grupo (Valero de García Lascurain, 1991a:236s).
Solar, echar suelos, establecerse en el solar urbano, radicarse en un lugar, ad-
quirir derecho de vecindad, eran actos que se acompañaban con la obtención

360
de tierras rurales, lo cual en el imaginario español de los siglos XVI y XVII se
asociaba con las estructuras feudales de tradición medieval. Si bien la fortuna de
la época no estaba radicada necesariamente en la propiedad rural, su posesión
permitía ejercer soberanía y poder sobre un predio y sobre sus pobladores-
vasallos, aun confrontando con el espíritu de la legislación indiana.
Con el avance de la conquista fue cediendo la correspondencia inicial entre
vecinos y vecinos encomenderos o feudatarios. En una ley de 1554 se estableció
“que el que tuviere casa poblada, aunque no sea encomendero de indios, se
entienda ser vecino”. Ya en el siglo XVII la calidad de vecino pudo ser obtenida
por aquellos propietarios de bienes inmuebles que tuvieran una residencia de
más de cuatro años y que hubieran asistido a los cabildos convocados por los
regidores de la ciudad.1
Sin embargo, a finales del siglo XVI la mayoría de los vecinos de Santa Fe
en el Río de la Plata, también eran vecinos feudatarios y sus encomiendas per-
duraron, aunque diezmadas por las pestes y los abandonos, hasta mediados
del siglo siguiente.
El vecino tenía casa poblada, era jefe de una familia y gozaba del reconoci-
miento de sus pares; en el caso de los extranjeros para ello debían estar casados
con españolas o nativas de la región.2
En la Recopilación de Leyes de Indias se reconocían como vecinos a los es-
pañoles jefes de familia cuyos bienes garantizaban su sustento de alimento
y vestido.3 Ser vecino implicaba la pertenencia a una comunidad política
con plenitud de obligaciones y derechos. Entre las obligaciones, fundamen-
talmente, la de proveer y salir a la defensa de la ciudad. Entre los derechos
y privilegios, además de obtener mercedes de tierras urbanas y rurales, el de
poder ser miembro de cabildo, ejercer magistraturas y formar parte del cuerpo
de milicias (Moutoukias, 358).
La vecindad distinguía no sólo a los españoles de los indios, sino también a
los españoles de aquellos de su misma condición étnica que no eran vecinos.4
Los prejuicios alcanzaban a los oficios que se ejercían como medio de vida y
en Santa Fe en 1627, por ejemplo, el regidor Alonso Fernández Montiel pidió
al Cabildo que revoque un poder otorgado a Domingo de Leiva Gallardo
“porque dijo que no era persona capaz para desempeñar esa comisión debido
a ser hombre de oficio mecánico” (Roverano, 41).
En el reparto de solares los vecinos-beneficiados adquirían, simultáneamente
con la gracia del solar y la vecindad en la ciudad que se fundaba, la condición
y los atributos de la hidalguía. Uno de los tipos de nobleza contemplados por
el derecho real de Castilla y de Indias era el de “nobleza solariega”, conformada
por los nobles dueños de una casa solar: “En la nobleza por linaje se incluye
la solariega que tienen los poseedores de territorio o solar con casa en él”,

361
dicen las Instituciones de Derecho Real de Castilla y de Indias.5 La condición
de nobleza, fuera solariega o titulada, confería un conjunto de privilegios de
distinción y de honor.
Esta relación entre solar y nobleza aparece en el Tesoro de la Lengua Castellana
o española, donde Sebastián de Covarrubias define a la palabra solar como “el
suelo de la casa antigua de donde descienden hombres nobles. Solar, qualquier
otro suelo donde se edifica casa; de suelo se dixo solar, que es echar suelos”.
La vecindad o residencia estable en un lugar, con casa y familia –“solar con
casa en él”–, constituía una condición que podía implicar variantes de grado
en la clase de hidalguía ostentada: “hidalgos de gotera” eran aquellos que
gozaban de privilegios de hidalguía sólo en un determinado pueblo en el que
tenían domicilio.
La legislación indiana era explícita respecto a la obtención de la condición
de hidalguía que conllevaba la participación en las empresas fundacionales y
en la población de las ciudades:

Aquellos que intervengan en la fundación de una ciudad y también a sus descen-


dientes les hacemos hijosdalgo de solar conocido para que en aquella población y
otras cualesquiera partes de las Indias sean hijosdalgo y personas nobles de linaje
y solar conocido y por tales sean habidas y tenidas y les concedemos todas las
honras y preeminencias que deben haber y gozar todos los hijosdalgo y caballeros
destos reinos de Castilla según fueros, leyes y costumbres de España.6

Queda claro que los beneficios otorgados en este sentido por las leyes de
Indias constituían una suerte de “hidalguía de gotera”, ampliada al espacio
americano, similar a la de los reinos peninsulares pero no válida en ellos.
También las “Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Población y Pacifica-
ción de las Indias” dadas por Felipe II en el Bosque de Balsain en 1573 hacen
referencia explícita a estos privilegios:

A los que se obligaren de hacer la dicha población y le hubieren poblado y


cumplido con su asiento, por honrar sus personas y de sus descendientes, y
que de ellos como de primeros pobladores quede memoria loable, les hacemos
hijodalgo de solar conocido de ellos y a sus descendientes legítimos para que en
el pueblo que poblaren y en otras cualesquier partes de las Indias, sean hijodalgo
y personas nobles de linaje y solar conocido. Y por tales sean habidos y tenidos,
y gocen de todas las honras y preeminencias, y puedan hacer todas las cosas que
todos los hombres hijosdalgo y caballeros de los reinos de Castilla sigan fueros,
leyes y costumbres de España pueden y deben hacer y gozar.7

362
La extensión de la condición de hidalguía, por este medio, alcanzó a un
amplio sector de los españoles arribados a América y luego a sus descendientes,
con los que su valor originario terminó por hacerse relativo.

3. Repartimientos y mercedes de terrenos

A partir del núcleo definido en el momento de la fundación, las ciudades his-


panoamericanas tuvieron, según García Fernández, un desarrollo centrífugo y
libre mediante la adición de manzanas y de parcelas, a diferencia de la ciudad
europea en la que el desarrollo se produjo por densificación y subdivisión del
parcelario al estar constreñida por las murallas perimetrales (169).
Debemos acotar, no obstante, que antes de que se activara el proceso de
desarrollo centrífugo señalado por García Fernández, hubo un primer mo-
mento que tuvo menor o mayor duración según el crecimiento demográfico
de cada ciudad, y en el que se comenzó por ocupar los solares que no habían
sido repartidos o que por deserción de sus beneficiados habían quedado va-
cantes. En Lima, por ejemplo, el 29 de julio de 1537 el Cabildo dispuso un
relevamiento de los solares no ocupados.8
En algunas ciudades el proceso de ocupación de la traza y de densificación
de su parcelario se vio interrumpido momentáneamente debido a la decisión
de mudarlas de asiento. El traslado de ciudades fue frecuente cuando se perdía
el valor estratégico de su localización o cuando se revelaban como inapropiadas
las condiciones del sitio. Es por ello que algunos fundadores tuvieron en cuenta
esta posibilidad y la legitimaron desde el momento en que firmaron el acta
con la que le daban origen. Para evitar futuros inconvenientes ante posibles
cambios de trazado y de reparto de solares, en algunos casos se hizo referencia
explícita al modo en que debía operarse a ese respecto y se indicó de antemano
que en caso de una mudanza, los vecinos debían conservar sus solares en la
forma en que aparecían en la traza de la fundación, respetando de esta manera
los derechos adquiridos (Domínguez Compañy, 1984:49).
En el acta de fundación de San Juan de la Frontera en el Reino de Chile
(actual Argentina), el 13 de junio de 1562, se dice que Juan Jufré “fundó la
ciudad con la condición de que se trasladaría si se encontraba mejor sitio, pero
conservando los vecinos sus solares en igual forma como está en la dicha traza”. En
el otro extremo de Sudamérica, el acta fundacional de San Juan de Guanare
labrada el 3 de noviembre de 1591, en la gobernación de Venezuela, expresa
que se hace “con cargo y aditamento que si hallare otro asiento, parte y lugar
que más cómodo para su perpetuidad, utilidad y provecho de los vecinos
y naturales sea y más al servicio de Dios Nuestro Señor y de Su Majestad
convenga, lo pueda hacer y mudar otra vez dándosele a los vecinos los solares

363
y tierras conforme estuvieran repartidos en esta dicha ciudad” (Domínguez
Compañy, 1984:88-240).
El fundador de Santa Fe, en el acta del 15 de noviembre de 1573 dejó abierta
la posibilidad de un traslado diciendo: “asiéntola y puéblola con aditamento
que todas las veces que pareciere o se hallare otro asiento más conveniente
y provechoso para la perpetuidad, lo pueda hacer, con acuerdo y parecer del
Cabildo y Justicia que en esta dicha ciudad hubiere, como pareciere que al
servicio de Dios y de Su Majestad más convenga”.9 Nada determinó acerca del
modo en que debía hacerse el nuevo reparto de tierras urbanas, pero el Cabildo
siguió la costumbre y cuando decidió la mudanza, en 1652 estableció que “se
lleve la planta de cuadras, plaza pública, calles, sitios y solares de esta ciudad y
ejido de ella” para que “quede marcada, señalada y dispuesta dicha planta y
nueva fundación y los vecinos siéndole mandado y dado orden como haya de
ser, puedan ir mudándose sin dificultad”.10
Una vez fundada la ciudad, la facultad de repartir solares quedaba reservada
al Cabildo como delegado del gobernador.11 De todos modos, en un principio
se entendía que la merced capitular tenía carácter provisional en espera de la
confirmación definitiva.12 Por Real Cédula de 1563 el reparto de solares fue
concedido a la Audiencia con parecer de los Cabildos, pero como prevaleció
el uso tradicional, en 1578 una nueva Cédula debió insistir sobre el asunto
y en 1586 el virrey del Perú emitió una orden para prohibir a los cabildos el
otorgamiento de solares.13 No obstante, la práctica se impuso y en la mayoría
de las ciudades fueron los cabildos los que decidieron sobre la concesión de
mercedes de tierras urbanas.
Las mercedes se otorgaban con sólo solicitarlas y en un principio sin ninguna
paga pero con el compromiso de cercar el terreno y de edificar en él dentro de
un plazo determinado. Más tarde, en algunos casos se impuso la costumbre
de pagar un monto muy bajo,14 o de recibir la propiedad con cargo de censo
como en La Habana.15
Como en muchos de los casos americanos, en Santa Fe la traza fundacional
no fue ocupada en toda su extensión hasta varios siglos después del acto que
le dio origen y recién a finales del siglo XVIII los cabildantes comenzaron a
recibir y aprobar solicitudes de mercedes de tierras para construir viviendas.
Esta práctica se intensificó en tiempos posteriores a la emancipación y permi-
tió el establecimiento de sectores de población que se habían formado y que
crecido al margen de la sociedad tradicional.
En ese entonces, las tierras que se fraccionaron y cedieron en merced for-
maban parte del área prevista en la fundación como ejido o tierras de común
administradas por el Cabildo. Ni antes de 1832, año hasta el que se mantuvo
la institución capitular, ni después de esa fecha en que el gobierno provincial
concentró sus funciones, se adoptaron políticas ni medidas urbanizadoras para

364
el crecimiento de la ciudad. En cambio, la expansión de la traza y del tejido
se produjo a partir de la asociación de múltiples situaciones individuales de
otorgamiento de mercedes y de construcción de viviendas en ellas.
En cuanto a sus dimensiones, mientras las unidades de terreno repartidas
en el acto fundacional de 1573 equivalían a un solar de un cuarto de manza-
na, desde la segunda mitad del siglo XVIII las mercedes de tierras para usos
urbano-residenciales tuvieron como unidad de medida un terreno mucho
menor, equivalente a un cuarto de solar. Es decir, para conformar una manzana
se necesitaba de la ocupación de 16 mercedes de tierra.
Las tierras eran solicitadas en merced por los jefes de familia que se presenta-
ban libremente ante el Cabildo. Esa libertad estaba condicionada tan sólo por
la existencia o no de ocupaciones previas del suelo o de mercedes anteriores,
por lo que la elección del sitio quedaba al arbitrio del solicitante y la resolución
favorable dependía tan sólo de que no se lesionaran derechos de terceros.
Como resultado, el progresivo otorgamiento de estas mercedes no seguía
un orden preestablecido y la forma de crecimiento urbano dependía de la
sumatoria de decisiones individuales. El gobierno se limitaba a imponer al
solicitante la efectiva ocupación del terreno en un plazo inferior a los seis
meses, y a respetar y abrir las calles necesarias como prolongación de las di-
rectrices establecidas por la estructura fundacional. De esa manera, el tejido
del área de expansión urbana fue el resultante de una ocupación dispar, sobre
la que existe escasa información fuera del plano de Santa Fe de 1824 y los
documentos notariales.

4. Toma de posesión de la propiedad

La posesión del solar se otorgaba mediante una ceremonia muy solemne por
la cual el regidor o el cabildante diputado para el efecto tomaba de la mano
al nuevo propietario y lo paseaba por el terreno adjudicado. Como hace notar
Constantino Bayle, muchas veces se omitía esa formalidad, llegándose al abuso
de otorgar propiedades sin siquiera conocerlas fehacientemente, por lo que se
dio que en 1569 el gobernador Pedro Menéndez de Avilés prohibió al Cabildo
de La Habana que otorgara solares sin haberlos visto y amojonado.16
La ceremonia de toma de posesión tenía antecedentes en el Derecho Roma-
no Justiniano de la Baja Edad Media española y en el Derecho Germánico.
Consistía en una serie de gestos que simbolizaban y cargaban de sentido al
acto: caminar por el solar, cortar ramas, tomar puñados de tierra y tirarlos por
el aire. Estos gestos estaban vinculados, además, a la forma en que se tomó
posesión de la tierra conquistada desde el momento del desembarco de Colón
en Guanahaní (Valero de García Lascurain, 1991a:238).

365
“La posesión actual de las tierras, el meter en ellas a los concesionarios –dice
el ya mencionado Constantino Bayle–, revestía solemnidades de feudalismo;
ordinariamente, el que tomaba posesión ejecutaba actos simbólicos de ella:
quitar palos, cortar ramas, cambiar de sitio un pedrusco; con ello y con el
testimonio escribanil, que constituía el título, no había más que pedir, y por
suyas quedaban, si alguien no venía a turbarlo con reclamaciones” (97).
A lo largo de toda América española estas ceremonias tuvieron lugar siempre
que la norma fuera respetada, se tratara de una ciudad de primer orden o de
una población modesta como Santa Fe, de una propiedad de importancia o
de un simple y despojado terreno.
En Santa Fe, por ejemplo, en 1768 don Juan Francisco de Larrechea pidió
que se le diera posesión de una casa en presencia de los vecinos linderos; cum-
pliendo este requerimiento el 14 de junio se “le entregó las llaves de todas las
viviendas que en sí contienen, con las cuales las abrió y se introdujo en ellas”.17
Un acto simple y doméstico que se investía de solemnidad ante escribanos y
testigos como señal de dominio sin contradicción.
Dos años más tarde, el 2 de mayo de 1770 el alcalde de segundo voto se
dispuso a dar posesión a don José de Tarragona del terreno para quinta que
éste había solicitado de merced al Cabildo, en un paraje suburbano ubicado
a sólo tres cuadras de la Plaza Mayor. Para ello el alcalde tomó la mano de
Tarragona en presencia de testigos y del escribano, “y lo paseó por él [el terre-
no] y en nombre del Rey Nuestro Señor (que Dios guarde) y como diputado
del Muy Ilustre Cabildo, le dio posesión real, actual, corporal, iure domini,
vel quasi, de día claro y con sol como a las cuatro y media de la tarde, y en
señal de la aprehencia, tomó tierra con la mano y arrancó yerbas que arrojó
al aire, y Su Merced mandó que nadie le inquiete, ni desposea al dicho don
Joseph de Tarragona”.18
Estos actos solemnes no siempre fueron pacíficos o sin inconvenientes. En
1734 por ejemplo, la vivienda de doña Isabel de Ávila fue entregada a otro
propietario luego de un litigio enojoso, en circunstancias en que ella dijo
encontrarse enferma y se negó a abandonarla por lo cual, “atendiendo a la
caridad”, el alcalde no la desalojó pero de todos modos tomó de la mano al
síndico del convento franciscano para darle posesión de la propiedad y pasearlo
por el solar y la huerta de la casa.19
Debemos reconocer, sin embargo, que las más de las veces los actos de po-
sesión eran omitidos, ya que se reservaban para situaciones singulares como
el otorgamiento de nuevas propiedades o como epílogo de una controversia
jurídica.

366
5. Propiedad y condición étnica

Las normas y leyes por medio de las cuales la Corona promovió la agrupa-
ción de la población y la fundación de ciudades, determinaban la separación
residencial de españoles y de indios, como así también la coexistencia de dos
repúblicas en las que cada grupo contaba con su propia legislación e institu-
ciones (Moutoukias, 359).
Igualmente, la legislación cuidaba que los repartimientos de tierras entre
los españoles no afectaran los derechos de indios. Por Real Cédula de 1543
se ordenó el repartimiento de tierras para labranzas, huertas y otros hereda-
mientos, con estas recomendaciones, a favor de los vecinos y de quienes fueren
a vivir a Cartagena de Indias.20 En la capitulación con don Lope de Orozco
de 1575 se indica que los repartimientos de tierras para labranzas y crianzas,
estancias para ganados y solares para las casas debían hacerse sin perjuicio de
los indios.21 Lo mismo se señala por Real Cédula de 1559 que manda que
los repartos de solares fuera de la traza estuvieran a cargo exclusivamente del
virrey y no del cabildo de México-Tenochtitlán, que se había “entremetido
[...] en dar y repartir solares fuera de la traza, en perjuicio de los indios, en lo
cual algunos son agraviados”.22
Por su parte, los fundadores cumplían formalmente estas disposiciones en
el momento de elegir los asientos de sus fundaciones, de señalar sus trazas
y de repartir sus tierras. En 1573 en el acta de fundación de Córdoba, Don
Jerónimo Luis de Cabrera dice que la establece en el sitio que ha hallado más
cómodo “y para que los indios de la comarca no sean vejados ni molestados”
(Foglia et al., 41).
Estas preocupaciones no parecen haberse manifestado en el caso santafesino,
cuyos habitantes originarios tuvieron asentamientos temporarios en el lugar
elegido para la fundación de la ciudad. Posiblemente la economía cazadora-
recolectora de los indios locales y su permanente traslado en el territorio para
procurar su subsistencia, proporcionaron menos motivos de escrúpulos al
grupo conquistador.
En la fundación de Santa Fe los solares fueron repartidos exclusivamente
entre españoles y criollos. Aunque en un principio muchos de los mancebos
nacidos en la tierra eran mestizos hijos de madre guaraní, estaban asimilados
culturalmente al grupo español y recibieron solares que fueron transmitidos a
sus descendientes, quienes olvidaron completamente su origen. Fue así como
un par de generaciones más tarde, la sociedad santafesina ejercitó los prejuicios
frecuentes en otras ciudades americanas en donde la división entre la república
de indios y la de españoles impedía o dificultaba el acceso a la propiedad urbana
a quienes tuvieran origen indígena. Idéntica discriminación fue aplicada a los
africanos que lograban ser manumitidos de su esclavitud.

367
Como síntoma de estos prejuicios, podemos mencionar que en 1687 el
maestre de campo Francisco de Oliver Altamirano se presentó ante el Cabildo
santafesino para solicitar que una mestiza de nombre Magdalena fuera despo-
seida de un terreno que le litigaba, próximo al convento de Santo Domingo,
y de lo que había construido en él, argumentando que se “desposea lo que
obrado tiene dicha Magdalena en mi solar y no quiera sitiarse en lo mejor del
cuerpo de esta ciudad haciendo frente a la puerta del señor Santo Domingo
causa que debe mirar V. Md. con mucha atención dándoles en la ronda de la
ciudad el lugar que le toca”.23
En el capítulo 3 ya hemos mencionado el caso de dos negros libres nombra-
dos Manuel y Juan que en 1685 fueron cuestionados en el derecho a una casa
que les había dejado su anterior propietario Pedro Jorge de Acosta (Pistone,
1973:28).
Ese prejuicio no era exclusivo de Santa Fe, sabemos que en Caracas el 3 de
noviembre de 1661 Pedro Carrillo, “moreno libre”, se presentó ante el Cabildo
pidiendo un pedazo de solar “en que fabricar casa para mi vivienda”.24 Esta
petición no dejó de ser objetada y dio la oportunidad para que el capitán don
Diego Velázquez de Ledesma presentase ante el mismo Cabildo una preocupa-
ción de la que era vocero como procurador general de la ciudad “por cuanto se
dan muchos solares a negros y mulatos y a otras personas de esta banda del río
Catucha, de que sigue notable perjuicio, porque en ellos se recogen muchos
esclavos cimarrones y los ocultan los dueños de los dichos solares recogiéndolos
en sus casas y encubren muchos hurtos, y por estar tan a trasmano y apartados
del comercio no pueden ser visitados como conviene”, por lo que pide que
no se concedan “más solares” en dicho sector. No obstante, en la misma fecha
el mismo Cabildo de Caracas había recibido una petición de Inés de Navas,
“mulata libre”, para que se le otorgase un pedazo de solar vaco y baldío, lo
cual se le concedió por ser “pobre” y, lo que debe haber sido determinante, por
ser criada del señor deán don Bartolomé de Navas de Becerra,25 los prejuicios
étnicos podían ser matizados, según vemos, según fuere el caso.
En el Río de la Plata, durante el siglo XVIII parece haberse flexibilizado el
acceso de indios, mestizos y africanos a la propiedad urbana. Negros libres
o esclavos intervienen en el mercado inmobiliario de Buenos Aires como
vendedores o como compradores; adquieren terrenos y casas, en ocasiones
propiedades modestas y en otras no tanto, mediante crédito o al contado, con
dinero ahorrado o recibido en préstamo. Miguel Ángel Rosal se ha ocupado de
analizar exhaustivamente esta cuestión para Buenos Aires en los últimos sesenta
años del período hispánico, de 1750 a 1810. Es muy interesante el análisis
que hace acerca de esclavos que prefieren invertir en adquirir una propiedad
inmueble antes que comprar su libertad personal. A veces el esclavo, conver-
tido en propietario, puede instalarse con su mujer e hijos fuera de la casa de

368
su amo y solicita un sitio “para que pueda hacer su rancho para que viva con
su mujer e hijos”, cita textualmente este autor. Pero también se da el caso de
esclavos que venden su casa para comprar su manumisión (1988).
En Santa Fe recién a finales del siglo XVIII encontraremos casos de indios,
mestizos, mulatos y pardos que acceden a la propiedad urbana por compra
o por merced del Cabildo, generalmente en solares sobre los bordes de la
ciudad, “en la calle de la ronda”, o las zonas de expansión de traza calificadas
de extramuros.
Los padrones de la ciudad levantados en 1816 y 1817 (se conservan tres de
los cuatro en que estaba dividida) permiten hacer una lectura sincrónica de
la distribución espacial de la población según su origen étnico:26 la población
blanca (europea o criolla), representa el 46 % del cuartel 2, el 49 % del cuartel
3 y el 46 % del 4 (Ilustración 3.7).
Con respecto a la población negra y parda: en el cuartel 2 el 49 % de su
población está compuesta por negros y pardos (esclavos y libres) y del total
de habitantes, el 24 % son esclavos; en el cuartel 3 el 28 % de la población
son negros y pardos mientras que el 10 % son esclavos; y en el cuartel 4 el
26 % de la población es de negros y pardos pero el porcentaje de esclavos
disminuye a 4 %.
Por último, refiriéndonos al tercer gran grupo de habitantes, compuesto de
indios y chinos, puede verse que en el cuartel 2 sólo representan el 0,6 %; mientras
que en el cuartel 3 representan el 24 % y en el cuartel 4 ascienden al 30 %.
Negros y pardos libres, junto a indios y chinos se pueden entender como
integrantes de los sectores pertenecientes a los niveles más bajos de la sociedad,
junto a blancos y criollos de escasos recursos económicos cuya identificación,
en ese sentido, se hace menos transparente. Por lo tanto, para identificar las
áreas urbanas más populares se puede recurrir a la localización de los grupos
de negros y pardos no sujetos a esclavitud y de indios y chinos libres de servi-
dumbre. La lectura que podemos hacer al respecto es la siguiente: en el cuartel
2 el 25 % de sus habitantes está compuesto por estos grupos; esa población
en el cuartel 3 asciende al 42 % y en el cuartel 4 al 52 %.
Las manzanas en las que se verifica la mayor concentración de pardos li-
bres se encuentran en el cuartel 3: en la manzana 4 son 66 y en la 3 son 55.
Ambas manzanas están en el borde este de la ciudad, próximas al Campito:
“dándoles en la ronda de la ciudad el lugar que le toca”, vimos que decía
acerca de la mestiza Magdalena, ciento cuarenta años antes, el maestre de
campo Oliver Altamirano.27 Otra manzana muy poblada con pardos libres
es la 4 del cuartel 2 (ocupada por el convento mercedario) con 42 personas
y la 19 del cuartel 4 con 42.
Las manzanas que concentran mayor cantidad de indios y chinos, a quienes
podemos identificar como los grupos incorporados más recientemente a la

369
vida urbana y, por supuesto, a la propiedad, son la 25 del cuartel 4 (177 hab.),
la 28 del cuartel 3 (161 hab.), la 27 del cuartel 4 (98 hab.), la 24 (71 hab.),
la 28 (hab. 63) y la 26 (46 hab.), estas últimas del mismo cuartel, y la 27 del
cuartel 3 (41 hab.). Todas estas manzanas corresponden al extremo norte de
la traza urbana.
Al ensayar una lectura interpretativa de estas cifras y de esta distribución
podemos decir que las manzanas que tienen un mayor número de población
blanca son la 12 del cuartel 4 (136 hab.), la 13 del 3 (127 hab.) y la 12 del
3 (125 hab). Coincidentemente, estas mismas manzanas tienen un corto
número de habitantes pertenecientes a otras etnias (12, 19 y 29 personas
respectivamente), de los cuales pocos son esclavos (4, 8 y 18 personas). De la
misma manera, en estas manzanas hay pocos pobladores no pertenecientes
al grupo blanco que estén en uso de su libertad personal (8, 8 y 11 personas
respectivamente). Por lo tanto, los datos precedentes nos permiten interpretar
que se trata en forma predominante de población blanca con una posición
económica que no le permite disponer de mano de obra esclava. Igualmente,
el corto número de personas no blancas sustraídas del servicio y de la esclavi-
tud, nos permite entender la disponibilidad del suelo para su ocupación por
parte de grupos étnicos liberados recientemente de ese tipo de vínculos con
la población blanca.
Precisamente, las manzanas 12 del cuartel 4, 13 del 3 y 12 del 3 correspon-
den, según puede observarse en la planta de la ciudad, al borde de la antigua
traza fundacional cuya ocupación, aunque se ha efectivizado tardíamente en
tiempos del dominio hispánico, se hizo por parte de pobladores del grupo
español y criollo pertenecientes a sectores sociales populares con escasos re-
cursos económicos.
Contrariamente, las manzanas con nula población blanca son la 25 y 27
del cuartel 4 y la 3 del 24; la manzana 27 de este último cuartel cuenta con
una sola persona blanca. Todas estas manzanas, precisamente, corresponden
al extremo norte de la ocupación de la traza, en la que se han asentado en
tiempos más recientes nuevos habitantes cuya asociación y distribución espacial
configuran una novedad en la ciudad tradicional.
Un caso particular lo constituye la manzana 28 del cuartel 3, ubicada en la
zona del puerto, que participa de esas características pero en la cual también
se detectan 6 esclavos.
Desde otro enfoque del análisis, puede verse que la presencia de esclavos en
los padrones de cada manzana está directamente vinculada con personas que
pueden caracterizarse como pertenecientes a los sectores de la sociedad de mayor
poder económico. La localización de los negros y pardos sujetos a esclavitud es
un indicador, por lo tanto, para la identificación de las áreas urbanas de mayor
capacidad económica. Veamos entonces cuáles son las manzanas que tienen una

370
mayor concentración de población esclava: en la manzana 6 del cuartel 3 hay 78
esclavos; en la 1 del cuartel 2 se cuentan 49; en la manzana 2 del mismo cuartel
se registran 36 esclavos; en la 4 del mismo cuartel hay 35 esclavos (recordamos
que es la manzana que ocupa en parte el convento mercedario) y, finalmente,
en la manzana 1 del cuartel 3 se cuentan 33. Nuevamente, al observar en la
planta de la ciudad la manera en que se distribuye esta población puede verse
que se trata de las manzanas del entorno de la plaza, salvo la primera (manzana
6 del cuartel 3) que se encuentra a dos cuadras al norte.

6. Formas de traspaso de la propiedad

Los traspasos de propiedades habituales en el mercado inmobiliario colonial


asumieron las diversas modalidades que trataremos a continuación: compra-
ventas, instituciones de capellanías, censos, legados, herencias, asignaciones
de patrimonio y de bienes dotales.

6.1. Compra-ventas

“La vivienda –nos dice Ramón Gutiérrez– constituía el bien privado de ma-
yor valor y por ende sujeto a un elevado número de operaciones de carácter
jurídico-comercial” (1981b:102).
Miguel Ángel Rosal (1988) enumera diversas razones que podían motivar,
en general, transacciones comerciales de bienes inmobiliarios en la Buenos
Aires tardo-colonial: especulación cuando existía la posibilidad de hacer un
buen negocio, necesidad de vender (por ejemplo para cubrir una deuda),
preferencia o deseo de cambiar de barrio o de sitio.
En una ciudad como Santa Fe estas razones son igualmente válidas, aunque
tal vez la escala de la población relativizaba las posibilidades de lucrar con
especulaciones inmobiliarias o los cambios de sitio dentro de un área urbana
de modestas dimensiones apenas comportaba modificaciones notables de tipo
barrial. Es difícil poder hablar de barrios en Santa Fe colonial; existía un área
central, conformada por las manzanas que se nucleaban alrededor de la Plaza
Mayor, y un área periférica próxima a las calles de la ronda. En la primera
habitaban las familias de la elite hispano criolla y en la segunda se ubicaban los
sectores populares. El paso de un área a la otra era poco frecuente por cuanto
tenía que implicar un cambio de estatus social para el que había poco margen
en la sociedad colonial.
En Santa Fe las transacciones inmobiliarias, por lo tanto, se realizaban entre
miembros de grupos sociales similares y antes que responder a especulaciones

371
financieras, derivaban de las necesidades de vender por parte del propietario
y de acceder a un bien urbano por parte del comprador.
Hemos realizado un estudio pormenorizado del movimiento inmobiliario de
Santa Fe entre 1641 y 1660, a partir del cual podemos sacar algunas conclu-
siones sobre el valor de la propiedad doméstica. En esas dos décadas, el valor
de las propiedades podía oscilar entre extremos tan opuestos como 20 y 624
pesos, lo cual representa una variación del 3.120 %. Sin embargo, si ajusta-
mos la comparación a bienes con cierta similitud como terrenos equivalentes
a un solar vacío (medida fundacional de la propiedad en el sector central),
encontramos que esa fluctuación se reduce notablemente a un 193 %, con
precios que varían entre los 30 y los 58 pesos. Es decir que los valores de las
propiedades dependen fundamentalmente, por encima del tamaño del terreno,
de lo plantado en él. Un solar entero podía costar 30 pesos, pero si en él se
había construido una casa su valor mínimo podía ser diez veces superior –300
pesos–, en tanto que el valor promedio de las viviendas era de 269 pesos.
Por otra parte, la relación de precios del mercado inmobiliario con los de
otros bienes vinculados al equipamiento doméstico, arroja cierta desproporción
cuando se trata de objetos muebles y accesorios de lujo. Así como el valor
promedio de una casa oscila alrededor de los 269 pesos, una cama con todo
su ropaje costaba 200 y podía llegar a los 241 pesos, mientras que los pabe-
llones y las colchas se pagaban entre 70 y 100 pesos. Estas comparaciones nos
permiten inferir que durante el período colonial en Santa Fe la disponibilidad
de suelo urbano determinó precios bajos para los terrenos y si bien las edifica-
ciones elevaban considerablemente el precio de la propiedad, no alcanzaban
los valores de los objetos suntuarios que, definitivamente, eran los indicadores
determinantes de la jerarquía social de sus propietarios.
En las transacciones de compra y venta no siempre aparecían las verdaderas
partes interesadas. En 1834 don Juan Francisco Seguí compró una vivienda en
nombre de José María Uzín, no obstante ser era verdadero comprador. Más
tarde Uzín declaró que “si yo me avine a aparecer en el contrato fue única-
mente por salvar al Dr. ciertos escrúpulos que para él amagaban las relaciones
de amistad y de armonía con otra persona”.28
Las transacciones de compra y venta se asentaban en los registros notariales
ante escribano público o, en su defecto, ante alguna otra autoridad. Si bien
estos registros fueron prolijos, las escrituras podían perderse o traspapelarse, lo
que se agravó en los primeros años de vida independiente debido a los avances
militares de los porteños sobre las ciudades del interior. En 1824 don Juan
Alberto Basaldúa declaró haber comprado una casa en pública subasta y solicitó
producir sumaria información de su propiedad ya que por “las turbulencias
acaecidas en esta ciudad ha padecido extravío el expediente de la materia”; en
1825 María Josefa Ledesma vendió un terreno que había obtenido en merced,

372
“cuyo documento se ha perdido en los trastornos de las revoluciones”; en
1827 don Antonio Coyto Barbosa pidió testimonio de la compra de una casa
en razón de que el escribano no localiza la escritura “siendo notorio que las
tropas porteñas han dispersado porción de papeles de aquellas escrituras que
ciertamente faltan”; y en 1828 doña María Ignacia Puentes legó un sitio a una
de sus hijas, declarando “ignoro sus linderos por haberse perdido la escritura
en el trastorno general que sufrieron con los porteños”.29 Dos décadas y me-
dia más tarde otros avances militares, al mando esta vez del general Lavalle,
convulsionaron la ciudad y ocasionaron la pérdida de documentos tal como lo
declara el teniente Manuel Arias al vender en 1852 una casa cuyas “escrituras
de propiedad [...] se le perdieron el año 40 cuando fueron derrotados con el
General Lavalle en el Quebracho Herrado”.30

6.2. Censos

La ciudad, nos dice Francisco Javier Cervantes Bello, fue un centro de tran-
sacciones crediticias y financieras en las que sin necesidad de la intervención
física de moneda se manejaban muchísimas deudas, compromisos financieros
y obligaciones de pago. Dentro de ese sistema, la propiedad urbana permitía
ser hipotecada como garantía del cumplimiento de estos contratos y a su vez,
permitía posteriores contratos de compra y venta de censos (173).
Mediante los censos se reconocía una deuda y se instituía un gravamen o
una carga sobre una propiedad, obligando a pagar un valor determinado. El
mismo Cervantes Bello comenta que el censo sirvió como un mecanismo de
crédito; en ese sentido la iglesia funcionó en toda la América colonial como
institución crediticia mediante su posesión. En este apartado nos ocuparemos
de los censos fundados como instrumentos de crédito, más delante trataremos
sobre las capellanías y obras pías, que también aseguraban réditos pero con
fines espirituales o de bien público.
Los principales beneficiarios de los censos eran las instituciones eclesiásticas,
así fue en la mayoría de las ciudades americanas, en Puebla (Cervantes Bello,
2000), en Cusco (Gutiérrez et al., 1981b:102) y también en Santa Fe.
Tenemos referencias de casas gravadas con hipotecas que fueron vendidas
judicialmente, tal es el caso de la vivienda de don Onofre Alen, sobre la que
se reconocía una deuda de 1.088 pesos 4 reales a favor de don Francisco Solís,
y que fue vendida el 6-XI-1816 en valor de 1.400 pesos.31
Las propiedades podían ser gravadas más de una vez por ello fue que en
algunas ciudades donde los censos eran muy frecuentes, los cabildos ordenaron
llevar libros especiales en donde se registraran. El propósito de estos registros
era tener una debida cuenta para que la propiedad acensuada no disminuyera

373
su valor como garantía (Cervantes Bello, 178). Si bien en Santa Fe no se llevó
un registro especial para los censos (tan sólo se registraron entre las escrituras
notariales), en su informe de 1795 Larramendi coincide al afirmar que “Sus
edificios se reducen a ciento treinta y cinco casas de teja, la mayor parte de
ellas vinculadas con cuantiosos censos cuyo capital excede con mucho a su
valor intrínseco”.32
La falta de pago de los réditos con que estaban gravadas con frecuencia
llevaba a la pérdida de la propiedad y a su venta en pública subasta (Gutiérrez
et al., 1981b:102). En Santa Fe, el sargento mayor Juan de Aguilera gravó
las casas de su morada con tres censos “a favor de los conventos de nuestro
padre Santo Domingo de Guzmán, el señor San Francisco de Asís y Nuestra
Señora de las Mercedes”.33 En 1728, al momento de testar declaró que por
“estar debiendo algunos corridos de dichos censos fueron ejecutadas y sacadas
al pregón las dichas casas por el principal”, siendo “lanzados de ella” él y su
familia. Francisco Ximénez, uno de sus yernos, se comprometió a pagar los
corridos que se debían, “mediante lo cual cesó la ejecución y almoneda”. En
compensación, Aguilera decidió adjudicárselas por tres mil pesos, quinientos
menos del valor en que fueron tasadas, rebajando de ese importe “el principal
de los dichos tres censos y los corridos de ellos” que Ximénez había pagado.34
Diez años más tarde el capitán don José Crespo hizo oblación en 500 pesos
del censo que recaía sobre estas casas, asumiendo sus obligaciones por compra
realizada en 1736.35 El que la propiedad estuviera acensuada no le impidió
adjudicarla en 1748 como parte de la dote de su hija doña María Josefa, tasadas
en 2.640 pesos de los cuales al rebajar “seiscientos pesos que tienen de censo
a favor del convento de Predicadores del señor Santo Domingo de esta dicha
ciudad quedan dos mil y cuarenta y dos pesos de dote”.36 Al año siguiente doña
María Josefa y su marido don José Antonio Fernández de Villamea reconocie-
ron ante escribano público el censo de 600 pesos a favor de Santo Domingo37
y otra deuda a favor de don Miguel Martínez del Monje.38 Todavía en 1765 el
mismo matrimonio imponía un nuevo censo sobre la misma propiedad, esta
vez a favor de una obra pía fundada por don Luis Ribero Raposo.39
Otra propiedad con una historia larga de censos se encontraba frente al borde
norte de la Plaza y había sido la vivienda de don Juan de Rezola y su mujer
doña Francisca Martínez del Monje, quienes reconocieron diversos gravámenes
sobre ella en 1693, 1699 y 1705.40 Sacada a remate por la Real Hacienda, fue
comprada el 16-XI-1741 por don Juan José de Lacoizqueta; al mes siguiente
su mujer y un apoderado imponían sobre ellas un censo a favor de la Cofradía
del Santísimo Sacramento.41 Dos décadas más tarde, Lacoizqueta impuso sobre
“los dos cuartos y mesa de trucos que son parte de las casas que tiene por suyas
propias frente a la Plaza de esta ciudad” una capellanía a favor de su sobrino el
presbítero don Bartolomé de Zubiría.42 Muerto Lacoizqueta, en 1768 sus alba-

374
ceas se presentaron ante el Obispo solicitando redimir el censo de 3.000 pesos
a favor de la Cofradía del Santísimo Sacramento de la Iglesia Matriz asegurado
en las casas del difunto, y que se procediese a su venta en almoneda pública.43
Las casas fueron rematadas a favor de don Juan Francisco de Larrechea quien
las obtuvo por haber hecho la mejor postura.44 El nuevo propietario, reconoció
poco más tarde el censo a favor de la Cofradía del Santísimo Sacramento; como
las había rematado en 4.050 pesos que entregó a la cofradía, los restantes 3.750
pesos, hasta cubrir el valor total de la propiedad, los recibió a censo que fincó
sobre las mismas casas.45 Dos años más tarde, en 1770, Larrechea hizo una
nueva escritura en la que reconoció el censo a favor de la citada cofradía46 y
en 1771 impuso otro gravamen a favor de una capellanía impuesta por doña
Pascuala de Acevedo en el convento de la Merced.47 Todavía veinte años des-
pués, en noviembre de 1790 el mismo Larrechea reconocía una deuda a favor
del Hospital fincándola sobre las casas de su morada.48
La redención de los censos implicaba la cancelación de la deuda inicial del
capital acensuado y de los corridos que estuvieren pendientes. En 1744 los
hermanos Gaete-del Casal redimieron varios censos por un valor total de 3.001
pesos 4 reales fincados por sus padres sobre las casas de su morada; uno de
estos censos había sido reconocido en 1705, casi cuarenta años antes.49
La poca atención de mantenimiento de los bienes acensuados llevó a la ruina
de muchas de las viviendas que habían estado hipotecadas con lo cual en forma
simultánea disminuyó el valor del capital que éstas representaban y las rentas
que de ellas se podían obtener (Gutiérrez et al., 1981b:102).

6.3. Capellanías

En Santa Fe fueron muchas las capellanías que se fundaron y algunas de ellas


perduraron hasta entrado el siglo XIX. La imposición de capellanías implicaba
la institución de un censo sobre una propiedad urbana para sostener con sus
rentas la celebración de misas por el alma de algún difunto.
En 1712 doña Rufina de Arce testó y mandó que parte de su casa, luego de
la muerte de su marido, sirviese para imponer en ella una capellanía “por mi
alma y de dicho mi marido”.50
Los fines píos podían quedar sin cumplirse, primando en ese caso el afán de
lucro de los patronos que las tenían a su cargo. Ejemplo de ello son las declara-
ciones de doña Tomasa Riveros, en nombre suyo y de su hermano, con las que
denunció que su tío Pedro Riveros se había apoderado de los réditos y principal
redimidos de la capellanía fundada por doña Teresa Cacho y Herrera.51
Los patrones o patronos eran personas que tenían asignada la administración
de los bienes sobre los que se imponían las capellanías. Patronos y capellanes

375
se nombraban entre los familiares de los fundadores, previendo su traspaso
en varias generaciones; fue así como doña Juana de los Ríos Gutiérrez de-
terminó que los capellanes debían ser descendientes de la familia Ríos52 y el
patronazgo de la capellanía fundada por don Juan Antonio de Vera recayó
en el maestre de campo don Francisco Antonio de Vera Muxica a quien le
sucedió su hijo don Joseph.53
Lo mismo acontecía respecto a los capellanes, sacerdotes que tenían los
beneficios de cobrar por la celebración de las misas sufragadas. Doña Rufina
de Arce nombró como tal a su primo el doctor don Juan de Arce y Vallejos54
y es muy interesante el caso de don Esteban Marcos de Mendoza y su mujer
doña Juana de Gaete que fundaron dos capellanías sobre las casas de su mo-
rada, una a favor del doctor don Francisco Antonio de Vera Muxica, sobrino
nieto del primero, y otra a favor del doctor don Francisco Xavier Troncoso,
sobrino carnal de la segunda.55
Acerca de los desmanejos económicos de las capellanías es testimonio la
que fundó el maestre de campo don Juan Antonio de Vera, ya que siendo él
mismo su patrono “vino a ruina el dicho edificio en que se fundó sin que se
sepa si es vivo o muerto el instituido capellán”. El sucesor en el patronazgo,
su sobrino don Francisco Antonio de Vera Muxica, practicó “diligencias” de
averiguación acerca del capellán “por recaer esta capellanía en mi hijo el doctor
don Francisco Antonio”.56
Uno de los mayores problemas en relación con los edificios en los que se
fundaban las capellanías era que las rentas iban decayendo justamente porque
no se invertía en la reparación y mantenimiento de lo que al fin de cuentas
era el capital. En consecuencia, las casas sobre las que se habían instituido
terminaban por degradarse y caerse. Cuando su estado ya no tenía solución
se optaba por vender la propiedad antes de que terminase de desaparecer, ese
fue el caso del convento de La Merced que resolvió vender unos cuartos que
“fueron de una capellanía o pía memoria de misas” y no los podían utilizar
“porque se iban arruinando”.57 Otra alternativa fue la adoptada por doña Isabel
Ruiz Gallo quien había heredado de su padre unas casas “con la pensión de
un mil ciento y cinco pesos de capellanía”, pero “habiéndose arruinado en
mucha parte” obtuvo del vicario juez eclesiástico que le concediera permiso
para trasladar el censo a otra finca.58
Para prevenir estas ruinas, al imponer una capellanía sobre una esquina,
trastienda y un cuarto en las casas que habían sido de doña Teresa de Cacho
y Herrera se dispuso que “la dicha esquina y dos cuartos se han de labrar y
reparar de todo lo necesario a costa de los alquileres de ellos, de suerte que
vayan en aumento y no en disminución, y si hubiere descuido, el visitador
los haga labrar y reparar ejecutando al Patrón por lo que importare el gasto
diferido en el juramento de quien los labrare o reparare”.59

376
Don Francisco Solís, capitán reformado de milicias, el 17-IX-1798 instituyó
heredero de sus bienes al “Santo Hospital que se trata de fundar en esta ciudad”
y “para su servicio espiritual dispuso fundar una capellanía”, nombrando como
capellán a Pedro Mártir Neto. En 1800 se labró la correspondiente escritura
de fundación.60
Podemos decir para Santa Fe lo que para Salta observan Gauffin y Mar-
chioni: la institución de capellanías sobre las propiedades, especialmente en el
centro de la traza, “inmovilizó la fragmentación de las propiedades” pero no
fue obstáculo para la transferencia inmobiliaria, antes bien, “en cierta medida
pudo haberla favorecido al permitir la compra a crédito” (Caretta de Gauffin
y Marchionni, 128).

6.4. Obras pías

En Santa Fe, menos frecuentes que las capellanías fueron las obras pías. Entre
ellas se destaca la fundada por el maestro Diego Fernández de Ocaña, cura rec-
tor de la Iglesia Matriz, quien en 1693 hizo tasar unas casas que había edificado
en medio sitio de su pertenencia, junto al cementerio de la Matriz, e impuso
sobre ellas un censo para fundar una obra pía.61 En 1704 su testamento fue
otorgado por apoderados que declararon que el difunto les había comunicado
que tenía fundada una capellanía de 2.000 pesos sobre un cuarto y otros dos
que le servían de oficina, con patio y corral, “para el cura si quisiere vivir en
ella u otro clérigo se obligue a decir todos los sábados del año misa rezada
a Nuestra Señora del Carmen descubierta su santa imagen en la forma que
consta de la escritura que tiene otorgada en la erección de dicha cofradía”.62
Previendo que el cura de la Matriz no quisiese vivir en el mencionado cuarto
y sus oficinas, el difunto Ocaña impuso que si el licenciado don Antonio
Martínez de Don Benito “lo quisiera sea preferido a otro cualquiera con el
gravamen de las misas de dicha capellanía”.
Seguramente por la imposición a favor de la capellanía del Carmen, reden-
tora de las ánimas del purgatorio, estas casas fueron conocidas como Casas de
las Ánimas y o también de los Curas porque fueron utilizadas para vivienda
por los curas rectores de la Matriz.
Así fue como en ellas vivieron el maestro don Pedro González Bautista y
luego el doctor don José Martínez del Monje. Este último declaró que cuan-
do comenzó a ejercer ese curato “entró a vivir en las casas que llaman de las
Ánimas, fundación y capellanía del maestro don Diego Fernández de Ocaña
a favor de los curas de españoles ad perpetuam in memoriam”. Como habían
quedado deterioradas a la muerte de su antecesor se presentó ante el juez y
pidió su reedificación, cuyo “efecto se puso en práctica sacando a los dichos bie-

377
nes [del maestro González Bautista] en cantidad de doscientos pesos poco más
o menos”. La obra se encargó a don Antonio Gómez de Centurión “quien se
obligó a repararlas, así el principal cuarto de vivienda como las oficinas y cerco
de la casa y porque dicho difunto se pasó a vivir a ella por dar cumplimiento a
lo que era obligado según la imposición de Capellanía, hallando defectuosa la
dicha casa mayormente las oficinas que con efecto el un cuarto se venía abajo
se vio precisado a que con personas prácticas se viese su reedificación para lo
cual volvió a presentar ante el Juez de la causa la r[ui]na del dicho cuarto y se
dio providencia de cien pesos más pa[ra] la dicha reedificación y reparo de los
bienes de dicho difunto [con] cargo de dar carta cuenta del gasto y con efecto
la dio con alcance de cinco pesos más”.63
Otro cura de la Matriz, el doctor don Antonio de Oroño, entró a vivir
en la Casa de los Curas en 1762, que también encontró “muy maltratada”,
por cuya razón pidió la intervención de peritos para “avaluar sus quiebras” y
“como hubiese ido la dicha casa en mayor decadencia y amenazaba próxima
ruina, pasé a la de mi actual morada propia mía en abril de mil setecientos
sesenta y nueve”.64

6.5. Herencias

La forma más habitual de traspaso, junto con las ventas, fue por herencia.
Muchas veces estas transferencias no quedaron registradas en los documentos,
había cierto consenso acerca de que los hijos heredaban a los padres y no se
asentaban las nuevas titularidades en ningún documento. Sólo los testamentos
y las testamentarías ofrecen información al respecto.
En las disposiciones testamentarias los otorgantes nombraban a sus herederos
pero no siempre mencionaban la o las propiedades que debían subdividirse.
Tampoco indicaban los modos de subdivisión, aunque hay algunos casos
que sí lo expresaban; el maestro Pedro Rodríguez de Cabrera, por ejemplo,
estableció que la división del medio solar que dejaba a Miguel de Cabrera y
su mujer doña Victoria Rodríguez se debía hacer de sur a norte.65
Las testamentarías o juicios sucesorios no se instrumentaron en forma siste-
mática. Cuando esto ocurría se realizaban las declaraciones de herederos, los
inventarios y tasaciones de los bienes y, finalmente, descontados los gastos,
deudas y mandas que habían quedado instituidas, se concluía con la subdivi-
sión de los bienes y el otorgamiento de hijuelas.
Según fuere el caso las subdivisiones podían afectar el normal funcionamien-
to de una vivienda, salvo que se entendiese que la buena relación existente
entre los sucesores permitiría mantener sin inconvenientes la unidad funcional
de la propiedad, aunque jurídicamente se hubiera partido comprometiendo

378
la independencia de los espacios. Podemos citar la división que se hizo de la
casa de don José Crespo entre sus hijas doña Catalina y doña Javiera, a cada
una de las cuales se le otorgó una mitad. La asignación de diferentes habi-
taciones o la división de la huerta no ofrecía dificultades al respecto, pero la
división del “aposento grande” tomando como referencia “el tirante del medio
inmediato a la ventana que mira a la puerta de calle” o la del “patio principal
y puerta de calle” que debían “usar de mancomún”, “sin que ninguna a otra
se pueda poner impedimento en ello”, sólo fue posible en la previsión de que
las hermanas compartirían la propiedad en armonía y sin introducir límites
físicos que la fraccionasen.66

6.6. Asignaciones de patrimonio

Las asignaciones de patrimonio no son muy frecuentes y quedan reservadas,


fundamentalmente, para dos situaciones.
La primera corresponde a las escrituras, raras en Santa Fe, por las cuales se
hacía cesión de bienes a un hijo que había llegado a la edad de emanciparse,
como fue el caso del patrimonio otorgado en 1767 por doña Juana Maciel a
su hijo don Manuel Ignacio Díez de Andino, en víspera de contraer su ma-
trimonio. En esta escritura se incluyó la casa principal de los Díez de Andino,
que todavía subsiste.67
El segundo tipo de patrimonio corresponde a aquellos mediante los cuales
se aseguraba un capital que sirviera de sostén para clérigos de menores órde-
nes que debían tomar estado sacerdotal. El maestre de campo don Juan José
de Lacoizqueta y su mujer otorgaron una escritura de este tipo a favor de su
hijo don Juan Ignacio de Lacoizqueta, clérigo de menores órdenes que había
terminado sus estudios de Filosofía y Teología y “seis actos más” en el Colegio
Convictorio de Ntra. Sra. de Monserrat en Córdoba, a fin de que pudiera
ordenarse sacerdote. Esta escritura, otorgada en 1741, incluía “dos mil pesos
en el todo de la casa que poseemos que está tasada en ocho mil pesos y en
particular le señalamos cinco cuartos, uno alto, con puerta al patio, dos de
media agua con puerta asimismo al patio y puerta a la huerta, con el sitio de un
solar entero a la parte del este calle real con el convento de Nuestra Señora de
las Mercedes, con fondo de cuarenta varas para la parte del sur, y dos cuartos,
uno de ocho varas de largo y otro de diez que están para enmaderarse con
puertas a la calle que por la parte del norte lindan con las casas del general don
Francisco de Ziburu, difunto”.68 Se da la circunstancia que también parte de
esta casa se conserva hasta el presente.
Coincidentemente, en el mismo año de 1741 el maestre de campo don
Manuel de la Sota y su mujer otorgaron una escritura de patrimonio a favor

379
del maestro don Matías de Ziburu, documento en el que dejan constancia
que “los edificios de este país son poco permanentes”.69
El licenciado don Pedro José Crespo, clérigo de menores órdenes y también
estudiante de filosofía y teología en el Colegio Convictorio de Nuestra Señora
de Monserrat de Córdoba, en 1755 recibió de sus padres un patrimonio de
dos mil pesos, señalado en “en la esquina y su trastienda edificada en sitio
de diecinueve varas de frente y 36 de fondo, que es parte de las casas” que
poseían sus padres don José Crespo y doña Casilda Carballo frente a la Plaza
y junto al Cabildo.70

6.7. Bienes dotales

En lo que respecta a la vivienda como capital dotal es allí donde se detectan


ciertas características que parecen haber sido muy propias del caso santafesino.
Las viviendas principales rara vez se enajenaron fuera del grupo familiar y lo
usual era que formaran parte fundamental de los capitales dotales. Solían ser
fraccionadas entre varias de las hijas mujeres, en esos casos se prefería hacer
las divisiones respetando las dimensiones de los locales edificados pero a veces
una sala o un aposento fueron afectados por la partición.
También son varios los ejemplos en los cuales las viviendas se mantuvieron
completas, sin subdividirse, pero no en poder de los hijos varones sino si-
guiendo las líneas femeninas. La constante parece haber sido que los hombres
abandonaran el solar paterno y se establecieran en el de la esposa, ayudando
a mantener y mejorar la propiedad o recuperando por vía de compra las frac-
ciones de terreno que se habían asignado a otros parientes de la mujer.
La casa principal de don Francisco Pascual de Echagüe y Andía, por ejemplo,
fue adjudicada a su hija doña Catalina casada con José de Troncoso; en cambio
el hijo varón, don Francisco Xavier de Echagüe y Andía, pasó a habitar la casa
de la familia de su mujer doña Josefa de Gaete. Francisco de Vera Muxica
abandonó el solar paterno y se instaló en el de su esposa doña Juana Ventura
López Pintado. Sólo los Díez de Andino mantuvieron la casa durante dos
generaciones de varón y esto porque don Manuel Ignacio fue hijo único y no
había herederas mujeres.

7. Alquileres

En toda América, debido a la escasa especificidad de los ambientes domésticos


las viviendas admitían tal flexibilidad de usos que podían ser alquiladas para
fines muy distintos a los habitacionales. Entre las actas capitulares de Caracas,
por ejemplo, consta que el alférez mayor Marcos Pereira pidió que se cumpla

380
con una disposición que mandaba desocupar “las casas que sirven de cárcel
por ser mías” y el Cabildo acordó su devolución encargando a su vez al alguacil
mayor que buscara “casa o tienda suficiente de las que se alquilan para que
sirva de cárcel en esta República”.71
En algunas ciudades se tuvo la práctica de alquilar partes de las viviendas
en ocasiones muy especiales. Ventanas y sobre todo balcones eran codiciados
por su ubicación estratégica en relación con los espacios públicos en donde
se efectuaban juegos y corridas de toros. En el Cusco, por ejemplo, se llegó a
formalizar en los protocolos de escribanos el arriendo en 1790 de unas ventanas
de la casa del mayorazgo de José Valdés y Peralta a Ignacio Estensoro “que la
adjudica para cuando haya toros y otras diversiones en esta Plaza del Regocijo,
la ventana del truco y otras dos del siguiente cuarto”.72
En San Miguel de Tucumán, dice Bascary, lo general era que casi todas las
habitaciones que daban al frente estuvieran destinadas a tiendas y cuartos de
alquiler. En un censo de 1808, de 219 casas empadronadas, 129 no tenían
cuartos de alquiler, pero las 90 restantes (41 %) tenían: un cuarto de alquiler
(46 viviendas), dos cuartos de alquiler (22 viviendas) o tres o más cuartos de
alquiler (22 viviendas). En algunos casos llegaban a disponer de media docena
o más. Muchos cuartos fueron construidos con el objeto de ser alquilados,
por lo general su destino era el de tienda y trastienda, entre las cuales las más
nuevas podían contar con un aposento, un pequeño patio o corral o corralito
y oficinas de servicio (cocina, comunes, despensa). Algunos cuartos se dedicaban
a talleres de oficios como los de sastre o zapatero, otros se destinaban a alojar a
personas en tránsito por la ciudad, que podían prolongar sus estadías durante
meses. Un cuarto o tienda podía alquilarse en 6 a 7 pesos mensuales, lo que
generaba una renta de 80 pesos anuales (246).
También las casas santafesinas dispusieron de una cantidad de cuartos de
alquiler que superaba la demanda interna de la ciudad y debe ser comprendida
en una lectura más amplia dentro de un sistema de ciudades interconectadas
comercialmente.
Por su condición de nudo de comunicaciones entre los productos del
Paraguay, el Tucumán y el Alto Perú, Santa Fe fue un lugar de intercambio
comercial, además de centro productor de mulas. En cumplimiento de una
Real Cédula ordenaba que para los aprovechamientos comerciales fueran
preferidos los conquistadores y sus descendientes, los fletes quedaban a cargo
de los vecinos beneméritos y sólo en su defecto en manos de forasteros.73 Pero
para concertar los numerosos fletamentos que han quedado registrados en
los libros notariales era asidua la presencia de foráneos y vecinos de otras
ciudades cercanas. El movimiento comercial alentaba también la presencia
de mercaderes que en calidad de estantes, es decir residentes temporarios o sin
arraigo, aportaban su singular dinámica laboral y de residencia a la sociedad
santafesina. Esta dinámica requería de locales –tiendas, almacenes y cuartos–

381
para alquilar, tanto para el alojamiento temporario de los mercaderes como
para el depósito de los productos de su comercio: yerba, azúcar, tabaco, miel,
cueros y otros géneros de Castilla y de la tierra; por lo cual los santafesinos
encontraron también una forma de sustento en el alquiler de parte de sus casas
o de cuartos construidos especialmente para ese efecto.
Desde los tiempos de Santa Fe la Vieja, tanto los vecinos, muchas veces prin-
cipales, como las órdenes religiosas encontraron en el alquiler de casas o cuartos
una forma de disponer de rentas. A principios del siglo XVII, el gobernador
Hernandarias de Saavedra tenía en un solar vecino a su casa principal, calle de
por medio y junto a las barrancas del río, unas casas que por su “mandato y
orden se aderezaban y alquilaban”.74 Más tarde estas casas fueron propiedad
de Felipe de Argañaraz, quien continuó dándolas en alquiler a comerciantes:
en 1648 en ellas vivían “en arrendamiento el capitán Pedro de Giles y Pedro
Vicente, mercader”.75 También la orden mercedaria tenía dentro de los solares
en que estaba establecido su convento, “ranchería y casas de vivienda [...] que
algunas personas tuvieron por alquiler y préstamo”.76
Producido el traslado de la ciudad, continuó siendo notable la presencia de
mercaderes y de comerciantes forasteros que se vinculaban contractualmente
con vecinos moradores o que se establecían temporariamente. La calidad de
inquilino, por lo general, se relacionaba con la de mercader y estante. Los ve-
cinos, por lo contrario y salvo pocas excepciones que podamos enunciar, eran
propietarios de su casa y solar, no son frecuentes aquellos que por causas muy
particulares debieron arrendar una vivienda para su morada, a veces se trataba
de funcionarios de gobierno o de la Real Hacienda que debían establecerse en
la ciudad para cumplir con sus mandatos.
En su testamento de 1664 el portugués Miguel de Simois, declara las casas
de su morada, dentro de las cuales tenía alquilado un cuarto por valor de 5
pesos mensuales: “que en un aposento de dicha mi casa tiene el General Diego
de Vega cantidad de yerba y tabaco que depositó en él la Justicia por bienes del
Gobernador del Paraguay Don Alonso Sarmiento y me deben los alquileres
de dicho aposento a razón de cinco pesos por mes, mando se cobre al tiempo
que dicha hacienda se saque de dicho aposento”.77
En 1682 el capitán Juan de Ávila de Salazar, apoderado del capitán Tomás de
Gayoso, declara que éste había comprado una casa por 1666, y que ha “tenido
las dichas casas bien reparadas, tal que siempre han servido de tiendas a mer-
caderes de muy grueso caudal de géneros de la tierra y de Castilla, y apetecidas
para este efecto y siempre alquiladas por muy buen interés que aun pueden
pagar doscientos y más pesos de censo cada año, como es notorio, pues para
este efecto las edificó y trazó el dicho mi parte con más de mil pesos”.78
Cuando testa en 1695 el portugués Esteban Maciel, reconoce que vive en
una tienda que se componía de un cuarto alquilado a doña Leonor Rodríguez

382
de Vergara, viuda del capitán Sebastián de Santa Cruz, por el que pagaba un
alquiler de veinte reales –dos pesos y medio– mensuales.79
La casa que fue de don Melchor de Gaete y doña Juana del Casal, su mujer,
ubicada sobre la calle de la Compañía a una cuadra al norte de la Plaza (hoy
San Martín y Monseñor Zazpe, esquina suroeste), también tenía sus cuartos,
tienda y trastienda, para alquiler, según se describe en 1744 y en 1784.80 En
este último año, agregada a las casas principales, se hace mención de “la esquina
de dichas casas según el claro que en el día tiene y según se halla alquilada con
puertas al este y norte de dicha esquina, su trastienda y recámara contigua
a ella [...] con la comunicación de la esquina y recámara al patio de la casa
principal, según su puerta falsa que hoy existe y la de la calle”.
Separadas de la casa de su morada, en otro solar y manzana del barrio de San
Francisco, doña Juana de los Ríos Gutiérrez, mujer de Luis Ribero Raposo,
tenía una vivienda que alquiló a Mariano Xambó.81
Las propias casas de Juan de los Ríos Gutiérrez, que le fueran embargadas por
la Real Hacienda y que más tarde fueron de Díez de Andino, tenían además
de sus ocho cuartos principales que servían de salas, recámara y aposentos,
otros “siete cuartos de alquiler sobre la calle”.82
En la misma manzana Manuel Carballo tenía su vivienda “y tres piezas más
sobre la calle de alquileres que se componen de esquina de tienda y trastienda,
y almacén con sus corralitos y corredores por adentro, todos enmaderados
y techados con teja, con sus puertas y ventanas correspondientes y demás
oficinas necesarias”.83
Por su parte, en 1749, en el momento de morir, Miguel Martínez del Monje,
tenía alquilado dos cuartos a tres pesos al mes.84 En uno de los cuartos el maes-
tre de campo Manuel Maciel depositó “haciendas que le vinieron a Su Merced
de la provincia del Paraguay y él tiene la llave del almacén”. En el otro almacén
Pedro de Urízar tenía almacenados veintitrés tercios de yerba –“que yo tengo
la llave”, declara Martínez del Monje–. Es interesante destacar los vínculos de
parentesco que ligaban al propietario y a sus inquilinos: Maciel era su sobrino
político y Urízar su sobrino carnal. Según hemos visto, Manuel Maciel tuvo,
algunos años más tarde, cuartos y almacenes suficientes que le habrán ahorrado
de alquilar depósitos para las mercaderías con que comerciaba.

7.1. Las rentas de casas principales

La familia del capitán Pedro del Casal fue propietaria de una vivienda de singu-
lar relevancia en el contexto de la arquitectura doméstica santafesina, ubicada
calle de por medio de la plazoleta de San Francisco. La ausencia de algunos
de sus herederos motivó el alquiler de parte de ellas; fueron sus inquilinos el

383
tesorero Francisco de Bracamonte y el gobernador Baltasar García Ros, y más
tarde el maestro Pedro González Bautista, cura párroco de la Matriz, quien
las habitó desde el 4 de febrero de 1722 hasta el 4 de agosto de 1732, fecha
de su muerte.
Esta casa era suficientemente amplia y cómoda como para que parte de ellas
pudiera sub alquilarse. Y era tan importante como para que se cobraran 200
pesos anuales por su alquiler y para que en ellas se alojase el obispo fray Juan de
Arregui en su paso por Santa Fe. Estos datos y otros de interés se registran en
el interrogatorio que en 1733 presenta Francisco del Casal en un pleito contra
los bienes de su finado inquilino.85 Cuatro años más tarde Francisco del Casal
todavía reclamaba los 1.575 pesos adeudados “por los alquileres devengados
en las casas que vivió dicho difunto”, el maestro González Bautista.86 Por una
descripción de 1737 sabemos que la casa tenía “una esquina, trastienda y dos
cuartos a la calle”, además de las habitaciones principales de su interior.87
Los del Casal fueron propietarios, además, de otra casa en el barrio de la
Iglesia Matriz que fue heredada por los hermanos Pedro y José y alquilada por
sus apoderados. Existe una documentación exhaustiva que permite conocer
las modalidades de rentas, tiempos y precios que se pagaban por ellas, además
de la calidad de los inquilinos.
Esta segunda propiedad constaba de casas principales, que fueron alquiladas
por Carlos de los Reyes Balmaceda entre 1726 y 1729, además de dos cuartos y
un almacén sobre la calle de la Matriz y de otro cuarto sobre la de La Merced,
que se alquilaban por separado.88
Por las casas principales de los Reyes Balmaceda pagaba 100 pesos anuales.
Uno de los cuartos que daban a la calle de la Matriz fue alquilado en 1726 por
Isidro de Ortega en 3 pesos mensuales; más tarde fue alquilado por Baltasar de
Nanclares. Otro cuarto que le seguía sobre la misma calle, con un corralito, fue
alquilado por Pedro Moreira entre 1726 y 1729 a razón de 3 pesos mensuales.
El almacén, ubicado también sobre la misma calle, fue alquilado por Lázaro
de Umeres, vecino de la ciudad con casa propia que lo habrá utilizado para
depositar mercaderías; por él pagaba la suma de 5 pesos mensuales. Ya girando
la esquina, sobre la calle de La Merced, el cuarto que allí había fue alquilado
por Manuel Suárez, médico, por 3 pesos mensuales.89
Dos años más tarde, el 11 de setiembre de 1731, la casa y todos sus cuartos
fueron vendidos al maestre de campo Francisco Javier de Echagüe y Andía
quien pasó a habitar en ella con su mujer y sus hijos.90 A la muerte de Echagüe
y Andía la casa es descripta con sus doce cuartos interiores reservados para la
vivienda de la familia “y a la parte de la calle tres que son de alquiler, todos
con puertas, llaves y ventanas”. 91 Todavía en 1764 sus herederos mantenían
la casa y sus “tres cuartos de alquiler en la frente”.92

384
7.2. Casas y tiendas de la Real Hacienda

Podemos registrar algunas viviendas principales que fueron embargadas por


la Real Hacienda y que, hasta que fueron sacadas en almoneda, eran admi-
nistradas y se alquilaban por cuenta de ella.
Tal es el caso de la ya mencionada casa del capitán Juan de los Ríos Gutiérrez,
quien en 1716 sufrió el embargo de todos sus bienes y quedó sin vivienda
para su habitación y la de su familia. Ante esta situación su yerno Miguel de
la Illosa, alquiló la que había sido su propia vivienda, embargada por la Real
Hacienda, para que tuviera donde habitar, “movido del celo de la piedad de
que el dicho Juan de los Ríos, su mujer, como sus suegros que son y los demás
sus hijos, considerando la pobreza en que se han quedado no anden mendi-
gando en que vivir y a voluntad ajena. Illosa se obligó a dar y enterar a esta
Real Caja lo que importaban los dichos arrendamientos de todo el tiempo que
vivieran en las dichas casas [...] comprendiéndose en ellas todos los cuartos
de que se componen”.93 El alquiler mensual alcanzó la suma de 20 pesos y en
estas casas en 1729 murió Juan de los Ríos Gutiérrez, en calidad de inquilino
de la que había sido su casa. Luego, la Real Hacienda continuó alquilándola
y obteniendo beneficios de sus rentas, pero desagregando la casa principal de
algunos cuartos de tienda; la vivienda fue arrendada por doña María de Ávila,
mujer de Carlos de los Reyes, y alguna de las tiendas que daban a la calle por
Pablo Navarro. Más tarde, el 19 de enero de 1742, estas casas con todos sus
cuartos fueron rematadas a favor de Bartolomé Díez de Andino.94
También las casas del tesorero Juan de Rezola fueron embargadas por la Real
Hacienda, que las alquiló y cobró rentas a cuenta de lo adeudado por el citado
Rezola. Las cuentas son prolijas a ese respecto y se anota que “se deben rebajar
y abonar a cuenta de dicha cantidad desde cinco de septiembre del año pasado
de mil setecientos diez y siete lo que han producido los arrendamientos de la
casa, tiendas, cuartos y mesa de truco, que como parece en dicho ramo im-
portan seiscientos sesenta y cuatro pesos”. También lo cobrado “por el alquiler
de dos cuartos que están ocupados con hacienda de Su Majestad, desde el día
veintitrés de septiembre de mil setecientos diez y siete hasta hoy a razón de
cinco pesos al mes y cuatro reales que hasta veintitrés del corriente son diez
y nueve meses”. Y por último otra cantidad que “se deben abonar y rebajar
sesenta pesos por alquiler de otro cuarto que está ocupado en la misma forma
desde trece de abril de dicho año que corren quince meses a cuatro pesos cada
uno”. El 10 de agosto de 1719 el tesorero Francisco de Bracamonte solicitó
“que en llegando el caso de vender dichas casas se ejecute separadamente de
las piezas que lo están como lo son la de los trucos y otra que cae a la parte
del norte creyendo pueden apetecerse independientes y que lo que se puede
dar por cualquier de las dos sobrepuja y excede a la parte que ha ofrecido en
contado Lacoizqueta en la compra que pretende del todo de dicha casa”.96

385
Finalmente, estas casas fueron rematadas por Juan José de Lacoizqueta alre-
dedor de 1741.97
En sentido contrario, en el último cuarto del siglo XVIII fue la Real Ha-
cienda la que necesitó contar con una casa amplia y cómoda para alquilar y
allí alojar la Administración de las Reales Rentas de Tabacos y Naipes y sus
almacenes. En esa oportunidad, los herederos de Joaquín Maciel intentaron
alquilar la suya, que era una de las mejores de la ciudad, pero finalmente fue
elegida la casa quinta que estaba construyendo José de Tarragona. El 4 de
junio de 1787 se firmó un contrato de arriendo por cinco años, mediante
el cual Tarragona recibiría 600 pesos anuales, asumiendo el compromiso de
entregar en un plazo de tres meses la casa, con sus bajos y altos, para “conta-
durías, almacenes y viviendas”;98 a los diez meses debía entregar otro sector
del edificio, que no estaba acabado para esa fecha. Finalizado el plazo del
contrato, la casa fue comprada por la Real hacienda en 1793 (Calvo, 1986).
Dada la envergadura del edificio construido por Tarragona, que llegó a tener
veintiocho habitaciones principales y trece de servicio, y su calidad construc-
tiva, se puede afirmar que se trató del alquiler más importante registrado en
la historia colonial de la ciudad de Santa Fe.

7.3. Las casas de alquiler del Cabildo

Fue habitual en las ciudades americanas que el mismo Cabildo fuera propieta-
rio de casas o tiendas cuyas rentas tenían como destino engrosar lo percibido
en concepto de beneficio de sus Propios. En 1609 el cabildo de Guadalajara
consideró una solicitud del mercader Diego de Zúñiga que pedía que se le
vendiese un solar que había a espaldas de las casas capitulares, y la denegó
argumentando que allí se podían edificar “algunas casas y tiendas que, por
poco que fuere, sería de más consideración que lo que se podrá comprar de
renta con lo que da el dicho Diego de Zúñiga”.99
En Santa Fe el Cabildo mandó construir en la esquina de su solar (sobre
las actuales calles San Martín y 3 de Febrero), unos cuartos aledaños al sitio
donde se edificó el Almacén de la Real Hacienda.100 El valor del alquiler de
estos cuartos era de 10 pesos mensuales pero a finales del siglo XVII, a causa
del estado de las fronteras y de la despoblación de la ciudad, pasaron varios
años sin que pudieran ser alquilados; en consecuencia y dado que los vecinos
alquilaban sus casas a 8, 6 y hasta 4 pesos mensuales, en 1699 se resolvió rebajar
el alquiler de las casas del Cabildo a 6 pesos por mes (Cervera M., I-19).
En 1701 los cuartos del Cabildo fueron solicitados en arrendamiento por
Tomás de Usedo y Beunza por el término de cuatro años, obligándose a pa-
gar 50 pesos por año y comprometiéndose a componerlos a su costa: “así en
retejar los que están maltratados como en hacer en ellos todo lo demás que

386
fuere necesario para poder vivir yo, mi mujer y familia, como son ponerle una
puerta y una ventana de que necesita”.100 El Cabildo acordó su alquiler en 60
pesos no obstante las reparaciones que precisaba el tejado a causa de que las
goteras iban pudriendo las maderas.
En 1731 estos cuartos estaban alquilados a José de la Rosa por 60 pesos
anuales101 y su estado edilicio todavía era objeto de reparaciones. Diez años
más tarde Juan Ignacio Freyre de Andrade hizo una presentación en la que
expuso que “hallándome sin casa propia en que vivir quiero arrendar la casa
de la ciudad en el todo de ella, que está situada en la Plaza, contigua al Real
Almacén”. Ofreció el pago de 50 pesos anuales que fueron denegados por el
Cabildo, quien alegó que ya estaba alquilada al general Juan Ángel Pérez de
Asiain, quien abonaba 5 pesos mensuales.102
El historiador Manuel M. Cervera refiere que, además de estas casas, el Ca-
bildo alquilaba las de los vecinos huidos, lo que le permitía sumar sus rentas
a las de los Propios de la ciudad (Cervera M., I-459).

7.4. Alquileres para obras pías

Como ya lo hemos comentado, era habitual que los vecinos, en el momento de


testar y de descargar sus conciencias fundaran obras pías o capellanías, que en
algunos casos se fincaban en el alquiler de una propiedad o de parte de ella.
En otras ocasiones, la modalidad elegida era más directa, y mediante una
donación o legado se buscaba alcanzar el objetivo de la manda pía. Es el caso
de doña María Josefa Arias Fernández Montiel, viuda del tesorero Francisco de
Bracamonte, que había prestado a Juan de Martirania –“durante mis días”–,
una sala y aposento con su corral y que se los dejó con la pensión de que todos
los viernes del año debía poner la cera de la capellanía de Jesús y hacer su fiesta
el día del Dulcísimo Nombre de Jesús.103
Por su parte doña Polonia de Gabiola, que no tenía herederos de ninguno de
sus dos matrimonios, en su testamento de 1811 dejó su casa, comprendiendo
esquina y trastienda, para que “quede afecta y destinada a costear con sus
alquileres la fiesta anual de mi madre María Santísima del Carmen y la misa
de procesión en cada mes”.104

8. Concesiones de uso

Aun cuando el suelo no fuera costoso, encontramos algunas situaciones en


las cuales los propietarios de un terreno consienten libremente que personas
ajenas a su familia construyan viviendas o tiendas dentro de ese solar.

387
Un caso es el de doña María de Sosa Pallarés que en 1654 vende al capitán
don Carlos Gil Negrete una casa, aclarándose en la escritura: “se entiende que
vendo tan solamente lo edificado en dicha, porque el solar pertenece al general
Diego de Vega y Frías, vecino de dicha ciudad, quien por hacerle buena obra
y caridad le dio facultad y concedió pudiese edificarla”.105
Otro ejemplo es el del escribano Juan de Cifuentes Valdés, propietario de
varios inmuebles urbanos en Santa Fe. Al testar en 1650 en La Plata, Alto
Perú, Cifuentes enumera sus propiedades santafesinas y declara que en el solar
de su morada, próximo a la iglesia de Santo Domingo: “me han dicho que
[...] Juan Martín edificó en mis casas y donde yo vivía un cuarto en que al
presente vive, mando que lo goce todos los días de su vida sin pagar por ello
de alquiler plata ninguna”.106
Juan Martín de Castro había quedado a cargo de los bienes de Cifuentes
cuando éste se ausentó de Santa Fe, lo cual explica que haya construido un
cuarto para su vivienda en uno de los solares que pertenecía a aquél.
El mismo Juan Martín había construido, algunos años antes, otra tienda
en el solar de Francisco Sánchez, vecino al de Cifuentes. Los apoderados que
otorgaron el testamento de Sánchez107 explican que esta condescendencia
había sido en retribución de atenciones y socorros recibidos:

la tienda en que vive Juan Martín de Castro, la hizo el susodicho a su costa con
su hacienda y plata a ruego y consentimiento del dicho Francisco Sánchez y
declara que dicho Francisco Sánchez debía al dicho Juan Martín más cantidad
de doscientos pesos que le dio en muchas veces, socorriéndolo en sus necesidades
para él y para la dicha Victoria Centurión, su mujer, y si quisiere tomar el dicho
suelo de la dicha tienda que así edificó se quede con él por lo que quisiere y que
lo demás le perdone porque no deja bienes con qué poder pagar.108

9. Litigios y acuerdos entre linderos

El derecho de la propiedad no estaba exento de que las relaciones con los


vecinos alteraran su pleno usufructo. Cuestiones como las del uso de los
muros divisorios, servidumbres de paso, evacuación de aguas de lluvia y otras
propias de la convivencia y vecindad podían derivar en litigios o en acuerdos,
algunos de los cuales han quedado registrados en los expedientes judiciales
de la época colonial.
Se sabe que poco antes de la mudanza de la ciudad, en 1646, el comendador
de La Merced entabló un pleito contra Bartolomé Belloto, propietario de un
solar lindero al convento. El entredicho se planteó porque Belloto extrajo
tierra para construir unos muros de tapia e hizo un pozo en una parte del

388
sitio que, si bien entraba en su propiedad, afectaba a la iglesia mercedaria
que estaba demasiado próxima, al punto de “derribar como ha derribado las
tapias que están hechas para la sacristía”, según se quejó el comendador.109
Si bien no sabemos cómo terminó esta controversia, el pleito muestra un
caso en el cual el usufructo de una propiedad, aunque se ejerza dentro de los
límites del terreno (el solar de Belloto), provoca un perjuicio en terceros. La
causa de este perjuicio fue un hecho muy habitual en la época colonial en
una ciudad que, ya lo hemos visto, utilizaba la tierra como el material básico
para la construcción.
Otra causa habitual de conflicto fue la forma en que se echaban las aguas de
lluvia en terrenos de otros propietarios, especialmente porque algunos tejados
tenían pendientes dirigidas al solar lindero y descargaban el agua de lluvia en
suelo ajeno y no en el propio.
En 1663, Francisco de Lerma Polanco se quejó ante la Justicia porque su
vecino Bartolomé Márquez estaba construyendo un edificio que “echaba”
aguas en su solar y además debió padecer que Márquez, en represalia de la
acusación, le destruyera un horno de adobes.110 Este tipo de pleitos se registra
no sólo en Santa Fe sino también en muchísimas ciudades; en Buenos Aires,
por ejemplo, en 1674 el maestre de campo don Joseph Martínez de Salazar
fue obligado por las autoridades a retirar un edificio que estaba construyendo
cuánto fuese necesario respecto de los límites de su propiedad, para que las
aguas cayeran en su terreno y no en el del vecino.111
Previendo estos inconvenientes, formas especiales de resolver las caídas de
agua podían ser acordadas de antemano entre los vecinos. Isidoro de Larra-
mendi reservó “tres cuartas de tierra” en el patio del frente de sus casas “para las
goteras de sus edificios”, con lo que evitaba afectar una propiedad vecina.112
En la venta de un pedazo de solar que hace en 1763 doña Petrona Gómez
al regidor D. Manuel Carballo, se registra que “siete varas y media de sitio de
esta venta tienen sus aguas hacia el sitio del referido Fernando Lencinas [lindero
del oeste], en todo lo que comprenda la extensión de diez y siete varas de largo
desde la calle tirando al fondo y no más, porque en todo lo demás que edificare
ha de echar sus aguas a su pertenencia del susodicho comprador”.113
En otras oportunidades el derecho de echar aguas fue el objeto expreso de
transacción. En 1715 D. Francisco de Noguera Salguero vendió a D. Baltasar
García Ros “el derecho y acción de las aguas que han de caer a mi patio y huerta [es
decir, de Noguera Salguero] del cuarto que Su Señoría [el gobernador García
Ros] edificare en su casa, que está inmediata a la mía pared en medio, cuyo
derecho le vendo como dicho es, libre, sin censo, empeño ni hipoteca”.114
En 1793 D. Juan de Silva y Pablo de Chalaver firmaron un convenio en
el mismo momento en que el primero vendía al segundo dos habitaciones,
tiendas y trastienda,115 poniendo en evidencia algunos de los temas poten-

389
ciales de conflictos entre vecinos. Convinieron que la pared divisoria del lado
del poniente quedaba excluida del sitio de la venta, pero debía “ser común a
entrambos, para que sobre ella podamos asentar maderas y seguir edificios hacia
nuestros respectivos sitios”. Acordaron mantener el límite entre ambos sitios
en la situación que se encontraba, aunque no respondía a una línea recta y
uno de los terrenos hacía una entrada en el otro desde el frente hacia el inte-
rior del sitio: “sobresale cierta pared mojinete que entra hacia el este en dicho
sitio algo más de tres cuartas y tiene de extensión catorce varas de sur a norte,
la cual sin embargo de que interrumpe la línea recta que forma dicha pared
por el poniente queremos que así se quede”. Finalmente, se acordó mantener
vigente un acuerdo preexistente entre el vendedor y otro vecino llamado José
Arretegui, acerca del fondo del terreno que alcanzaba el grueso o ancho de la
pared que cercaba el sitio de este último.
En algunas oportunidades, las particiones de casas solían generar formas
extrañas de subdivisión, tanto del sitio como de lo construido, en lo referente
al uso de muros divisorios y al usufructo de puertas y ventanas.
El clérigo D. Pedro José del Casal vivía en una casa lindera a la de su hermana
doña Ventura del Casal, esposa de D. Domingo Maciel. En su testamento de
1776 el cura expresó los términos en que había consentido algunas licencias
a su hermana y cuñado en relación con la casa en que habitaba. Había per-
mitido, por ejemplo, que éstos echaran aguas sobre su propiedad: “he disimu-
lado hasta aquí por tiempo de cinco años o más y no he puesto reparo en que
hubiesen arrojado las aguas de sus tejados por esta parte a mi sitio, sólo por la
buena armonía y paz entre hermanos, pero ahora con declaración que esto es
solamente a beneficio de mis sobrinos, hijos de mi hermana doña Ventura”.
También había consentido que los Maciel abrieran una ventana hacia su te-
rreno: “asimismo les permití licencia de abrir una ventana a mi sitio y huerta
para la diversión y comodidad de mi hermana finada, cuyo motivo habiendo
cesado por su fallecimiento, siéndome tan perjudicial por el evidente registro
de toda mi casa y otros inconvenientes que pueden ocurrir por la expresada
reja, es mi voluntad que dicho mi hermano Don Domingo Maciel cese en el
permiso que les conferí cerrándola de pared.116 El “evidente registro de mi
casa” que expresa el clérigo Casal, era posible porque se trataba de miembros
de una misma familia; en cambio, conocemos un caso salteño en el que se
ordenó a un vecino demoler un altillo y una azotea que le permitía divisar la
casa del vecino.117
A la muerte de doña Cecilia Troncoso, su madre doña Catalina de Echagüe
y Andía tuvo que dejar aclarado ante escribano público el modo en que le
había entregado parte de su casa. Ésta se había incluido entre los bienes
dotales cuando la casó con D. Manuel Arias, con la condición de compartir

390
con la otorgante “a la calle una misma puerta, pero en la tasación de aquella
oportunidad no se expresó si se incluía o no el corredor que cae de la referida
casa a la de dicha doña Catalina”. Para evitar futuros inconvenientes cedió
y traspasó a su yerno: “las varas que se comprenden desde la vergüenza de la
puerta de su casa tirando al patio a buscar la puerta principal de la calle [...] y
en esta forma dividido abra puerta para su manejo a la calle y lo goce”. Como
condición se dispuso que no se impediría la entrada de luz a la ventana del
dormitorio de Arias: “primero que no ha de estorbar la luz de la ventana del
dormitorio de dicho Don Manuel que cae al corredor que esta parte cede,
ni con pared ni con sacos ni con otra cosa alguna”; y se acordó que ambos
costearían las reparaciones del corredor compartido: “habiendo ambos de
concurrir a la reedificación de dicho corredor siempre que se necesite”. Por
último, se dejó establecida la preferencia de compra por parte de los herederos
de doña Catalina siempre que su yerno tuviese intención de vender su parte
de casa: “Segundo, que siempre que el expresado Don Manuel quisiere en
cualquier tiempo enajenar la dicha casa y sitio por razón de cambio o venta
no lo pueda hacer sin primero requerir los hijos legítimos de la referida doña
Catalina, quienes han de ser preferidos (por ser del tronco principal) a la
compra por el mismo interés que otro diere”.118
Al igual que la concesión hecha por el cura Casal a sus parientes, el acuerdo
celebrado entre doña Catalina Troncoso y su yerno D. Manuel Arias fue posi-
ble porque eran miembros de una misma familia. Diferente es el caso de José
Santuchos y D. Manuel Fernández de Therán, vendedor y comprador de unas
habitaciones ubicadas en una esquina; en la escritura de venta Santuchos deja
establecido “que aunque los dichos dos cuartos de vivienda tienen corredor
y correspondencia hacia el patio principal de mi casa no por esto le ha de
ser facultativo al comprador servirse de la puerta ni ventana que cae a dicho
patio, ni menos del corredor, por quedar el sitio que éste ocupa libre de esta
venta, de modo que sólo tienen los dichos dos cuartos el beneficio de cargar
sus aguas al mismo patio en toda su extensión y no más”.119
En 1723 los capitanes Nicolás de Estrella y Gregorio de Andino, cuñados
entre sí, tuvieron un pleito sobre un sitio en el que cada uno tenía edificada
una casa; para resolver por dónde debía pasar un muro divisorio celebraron
un convenio ante escribano y acordaron “que la pared que se ha de hacer cerca
ha de correr media vara más adentro del corredor de dicha mi casa de teja, de
suerte que ha de empezar desde la que cierra la calle hasta la despensilla que
está abajo del corredor, la cual siempre ha de quedar en pie y en ser porque esta
entrada o cesión de la media vara no es más de hasta la dicha despensilla, y de
ésta para afuera ha de correr la pared que divide todo el sitio desde su mitad
por dejar la entrada al dicho Gregorio”.120

391
Otras veces se acordaba el modo en que se podían compartir muros me-
dianeros o la posibilidad de cargarlos. En la carta dotal de doña Gregoria de
Sanabria, otorgada en 1701, se especificó que el muro divisorio correspondía
por mitades al terreno lindero y al que se le adjudicaba, en cuyo ancho estaba
“inclusa la media pared de leste a poniente”.121 En 1832 los hermanos D.
Juan Francisco y D. Baltasar Echagüe vendieron a D. José Santos Maciel una
casa techada de teja “con exclusión de la pared del oeste que le corresponde
por entero y de la del este, que la levantó Don Domingo Crespo en terreno
de esta pertenencia bajo el convenio de que el dueño poseedor pudiese cargar en
ella”.122

392
Notas
1
Recopilación de Leyes de Indias, Libro IV, Título 12
Libro I de Cabildos de Quito, 241-254. Citado
X, Ley VI. por C. Bayle. Los Cabildos seculares en la América
2
Ídem, p. 150. española. Madrid, Sapientia Ediciones, 1952,
3
Ídem, p. 151. p. 83.
4
Ídem, p. 359. 13
Encinas. Cedulario, I, 68. Citado por C. Bayle,
5
Instituciones de derecho real de Castilla y de Ídem, p. 84.
Indias. UNAM, México, 1982, tomo I, p. 88, citado 14
En Lima se pagaba seis pesos. Véase: Bayle
por A.R. Valero de García Lascurain, La ciudad C., Ídem, p. 82.
de México-Tenochtitlán, su primera traza. 1524- 15
Actas del Cabildo de La Habana, III, 168. Citado
1534. México, Jus, 1991a, p. 235. La otra forma por C. Bayle, Ídem., p. 82.
de nobleza es la titulada. 16
La Habana, 11-III-1569. Actas del Cabildo de
6
Ley 6, título 6, libro IV de la Recopilación de La Habana, II, 113, citado por C. Bayle, Ídem,
Indias. Citada por Zapata Gollan Agustín. La p. 83.
urbanización hispanoamericana en el Río de la 17
DEEC: EC, tomo 44, 1794, expte. 571, f. 78
Plata, Publicación del Departamento de Estudios y sigtes. “Auto del remate de las casas de Juan
Etnográficos y Coloniales, 1971. José de Lacoizqueta en favor de la Cofradía del
7
Ordenanzas de Nueva Población, Bosque de Santísimo Sacramento”.
Balsain, 13-VII-1573. Publicadas por Francisco 18
DEEC: EP, tomo 17, fs. 60/63v.
de Solano. Normas y leyes de la ciudad hispano- 19
DEEC: EC, tomo 23, expte. 142 ½, f. 587v.
americana. 1492-1600. Madrid, Consejo Superior 20
Real Cédula ordenando que se repartan tierras
de Investigaciones Científicas, 1996, p. 209. en Cartagena de Indias. Valladolid, 31-X-1543.
8
Libro I de Cabildos de Lima. Parte 1ª, 223 (Edic. Transcripta por Francisco de Solano. Op. cit., p.
Torres Saldamando), citado por Constantino Bayle. 139.
Los Cabildos seculares en la América española. 21
Capitulación con Don Lope de Orozco. El Pardo,
Madrid, Sapientia Ediciones, 1952, p. 82. 12-XII-1575. Publicada en “Revista del Archivo
9
Acta de fundación de la ciudad de Santa Fe por el Nacional”, Bogotá, nº 57/58, pp. 6/14, 1944.
capitán Juan de Garay, Santa Fe, 15 de noviembre Ídem, pp. 224/232.
de 1573, transcripta en: AGPSF, Boletín nº 4-5, 22
Real Cédula al Cabildo de México. Valladolid,
Santa Fe, 1973, pp. 21/24. 23-V-1559. Ibídem, p. 166.
10
AGPSF: AC III, fs. 195/197, acta capitular del 23
Santa Fe, 22 de abril de 1687. DEEC: EP, tomo
12 de abril de 1651. 63, f. 421.
11
Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias, 24
La petición fue concedida. Actas del Cabildo de
Tomo Segundo, Libro IIII, Titulo 12. Edición facsi- Caracas, Prólogo de Guillermo Meneses, Tomo XI,
milar, Madrid, 1943. 1660-1663, Caracas, Vargas, 1969, p. 128.

393
25
Ídem, p. 32. 38
Deuda de don José Antonio Fernández de Villa-
26
Este estudio forma parte del proyecto de inves- mea ysu mujer, a favor de don Miguel Martínez del
tigación CAI+D 2000 “Santa Fe. Ciudad, espacio Monje, Santa Fe, 28-XI-1749, DEEC: EP, tomo
y sociedad”, dirigido por el autor y con la partici- 13, fs. 784/5v.
pación de otros investigadores de la Facultad de 39
Censo de don José Fernández de Villamea y su
Arquitectura, Diseño Gráfico y Urbanismo de la mujer doña Josefa Crespo, Santa Fe, 9-IX-1765.
Universidad Nacional del Litoral. DEEC: EP, tomo 16, fs. 366/8.
27
Santa Fe, 22 de abril de 1687. DEEC: EC, tomo 40
Censos del capitán Juan de Rezola y su mujer,
63, f. 421. Santa Fe, 17-XI-1693, DEEC: EP, tomo 7, fs.
28
DEEC: EC, tomo 1835/36, expte. 352, fs. 262/4v; Santa Fe, 11-VIII-1699, DEEC: EP, tomo
366/418. 6, fs. 845v/7v.; Santa Fe, 29-VIII-1699, DEEC:
29
DEEC: EC, tomo 1816/19, expte. 235, fs. 4/25; EP, tomo 6, fs. 852/4v; y Santa Fe, 13-VII-1705,
venta de María Josefa Ledesma a Laureano Martel, DEEC: EP, tomo 9, fs. 611/6.
Santa Fe, 11-XI-1825. DEEC: EP, tomo 25, fs. 41
Censo de doña Juana Márquez Montiel y don
164v.; presentación de D. Antonio Coyto Barbosa, José de Mier y Ríos a favor de la Cofradía del
11-VIII-1827. DEEC, EP, tomo 25, fs. 312/13v. y Santísimo Sacramento, Santa Fe, 28-XII-1741,
testamento de doña María Ignacia Puentes, 28-I- DEEC: EP, tomo 13, fs. 118/19v.
1828, DEEC: EP, tomo 25, f. 336. 42
Imposición de capellanía a favor de don Bar-
30
Venta del teniente don Manuel Arias a don tolomé de Zubiría, Santa Fe, 16-VI-1761, DEEC:
Ramón Piedrabuena, Santa Fe, 26-VI-1852, EP, tomo 15, fs. 611/13v.
DEEC: EP, tomo 27, f. 382. 43
Poder de doña Juana Márquez y don Manuel
31
Venta judicial a favor de don Elías Moreno, Santa Fernández de Therán, a don Facundo de Prieto
Fe, 6-XI-1816. DEEC: EP, tomo 24, fs. 31v/4. y Pulido para que parezca ante el señor Obispo
32
Informe del procurador don José Teodoro de o el señor provisor y vicario general para redimir
Larramendi …, ya cit. el censo, Santa Fe, 11-I-1768, DEEC: EC, tomo
33
Uno de estos censos a favor del convento de La 44, 1794, expte. 571, 216 fojas, f. 78 y ss.,
Merced fue impuesto en 1695. Véase: Censo del “Auto del remate de las casas de Juan José de
sargento mayor Juan de Aguilera y su mujer a favor Lacoizqueta en favor de la Cofradía del Santísimo
del convento de La Merced, Santa Fe, 19-XI-1695. Sacramento”.
DEEC: EP, tomo 6, fs. 655/7. 44
Santa Fe, 25-V-1768. DEEC: EC, tomo 44,
34
Testamento por poder del sargento mayor Juan 1794, expte. 571, 216 fojas, f. 78 y ss., “Auto
de Aguilera. Santa Fe, 7-XII-1728. DEEC: EP, tomo del remate de las casas de Juan José de Lacoiz-
10, fs. 658/61. queta en favor de la Cofradía del Santísimo
35
Tratados realizados por el convento de La Sacramento”.
Merced, Santa Fe, 16, 17 y 18-X-1738. DEEC: 45
Censo de don Juan Francisco de Larrechea a
EP, tomo 12, fs. 696v/8. favor de la Cofradía del Santísimo Sacramento,
36
Dote de doña María Josefa Crespo, Santa Fe, Santa Fe, 28-VI-1768, DEEC: EP, tomo 16, fs.
7-XII-1748. DEEC: EP, tomo 13, fs. 681v/5. 656/9 y EC, tomo 44, 1794, expte. 571, f. 78
37
Censo de don José Antonio Fernández de Vil- y ss.
lamea y su mujer, a favor del convento de Santo 46
Censo de don Juan Francisco de Larrechea.
Domingo, Santa Fe, 20-VIII-1749, DEEC: EP, tomo Santa Fe, 21-V-1770, DEEC: EP, tomo 17, fs.
13, fs. 752/2v. 69v/71.

394
47
Censo de don Juan Francisco de Larrechea a favor 57
Venta del convento de La Merced a don Antonio
de una capellanía impuesta por doña Pascuala de López, Santa Fe, 13-IV-1812, que finalmente no
Acevedo en el convento de La Merced, Santa Fe, pasó. DEEC, EP, tomo 23, fs. 61/4.
12-XI-1771, DEEC: EP, tomo 17, fs. 239/40v. 58
Traslación de censo de don Pedro Ribero Raposo
48
Deuda de don Juan Francisco de Larrechea a y su mujer. Santa Fe, 13-XII-1777. DEEC, EP, tomo
favor del Hospital, Santa Fe, 13-XI-1790, DEEC: 18, fs. 127v/8.
EP, tomo 19, fs. 72v/4v. 59
Fundación de capellanía de don Francisco Mar-
49
Cancelación de censos de los hijos de don Mel- tínez de Rozas como albacea de doña Teresa de
chor de Gaete y doña Juana del Casal, fundados Cacho y Herrera. Santa Fe, 29-I-1773. DEEC: EP,
en propiedad que venden a don Francisco Xavier tomo 17, fs. 425v/7v.
Narciso de Echagüe y Andía, Santa Fe, 3-XII-1744, 60
Santa Fe, 11-I-1800, DEEC: EP, tomo 20, fs.
DEEC: EP, tomo 13, fs. 499/501v. Censo del sar- 1/4.
gento mayor don Melchor de Gaete y su mujer, a 61
Petición e imposición de censo del maestro
favor del convento de Santo Domingo, fundado Diego Fernández de Ocaña, cura rector, Santa Fe,
sobre las casas de su morada, Santa Fe, 4-IX- 5-XI-1693, DEEC: EP, tomo 7, f. 271.
1705, DEEC: EP, tomo 9, fs. 968/71v. 62
Testamento por poder del maestro Diego Fer-
50
Testamento de doña Rufina de Arce, Santa Fe, nández de Ocaña, cura rector, Santa Fe, 24-V-
17-I-1712, DEEC: EP, tomo 8, fs. 588/91. 1704, DEEC: EP, tomo 9, fs. 849/56.
51
DEEC: EC, tomo 47, 1798/99, expte. 643, 63
Testamento por poder del doctor don José
fs. 429 y ss., “Tomasa Rivero contra Juan Pablo Martínez del Monje, cura vicario juez eclesiástico,
Rivero sobre el derecho de patronato de capel- Santa Fe, 23-V-1736. DEEC: EP, tomo 12, fs.
lanía de Juana de los Ríos Gutiérrez”. Santa Fe, 477/78v.
2-IX-1797. 64
Testamento del doctor don Antonio de Oroño,
52
Institución de la capellanía por testamento del cura de la Iglesia Matriz y Comisario subdelegado
20-IX-1746 en que nombra a los posibles capel- del Santo Oficio de la Inquisición. 7-XI-1781, sin
lanes descendientes de los Ríos. DEEC: EC, tomo firmas, DEEC: EP, tomo 18, fs. 446v/7.
47, 1798/99, expte. 643, fs. 429 y ss., “Tomasa 65
Codicilo del maestro Pedro Rodríguez de Cabre-
Rivero contra Juan Pablo Rivero sobre el derecho ra, cura rector de la Matriz. Santa Fe, 23-IV-1672.
de patronato de capellanía de Juana de los Ríos DEEC: EP, tomo 5, fs. 296v/7v.
Gutiérrez”. 66
DEEC: EC, tomo 44, expte. 575.
53
Testamento del maestre de campo don Fran- 67
Patrimonio de don Manuel Ignacio Díez de
cisco Antonio de Vera Muxica y de su mujer, Andino otorgado por su madre, Santa Fe, 24-XII-
Santa Fe, 30-IX-1770 (sin embargo es correlativo 1767, DEEC: EP, tomo 16, f. 583.
a escrituras de 1771). DEEC: EP, tomo 17, fs. 68
Patrimonio de don Juan Ignacio de Lacoizqueta.
169v/173v. Santa Fe, 9-X-1741, DEEC: EP, tomo 13, fs.
54
Testamento de doña Rufina de Arce, ya cit. 66v/8.
55
Testamento del maestre de campo don Esteban 69
Patrimonio del maestro don Matías de Ziburu
Marcos de Mendoza y su mujer, Santa Fe, 24-III- otorgado por sus tíos, Santa Fe de la Vera Cruz,
1770, DEEC: EP, tomo 17, fs. 55/57v. 4-IX-1741. DEEC: EP, tomo 13, fs. 57/9.
56
Testamento del maestre de campo don Francisco 70
Patrimonio del licenciado don Pedro José Cres-
Antonio de Vera Muxica y de su mujer, ya cit. po, clérigo de menores órdenes, otorgado por sus

395
padres, Santa Fe, 13-X-1755, DEEC: EP, tomo 84
Testamento por poder de don Miguel Martínez
14, fs. 680v/1v. del Monje, Santa Fe, 25 de septiembre de 1749,
71
Actas del Cabildo de Caracas. Prólogo de Gui- DEEC: EC, tomo 26, expte. 215, f. 68.
llermo Meneses. Tomo XI, 1660-1663. Caracas, 85
Don Francisco del Casal contra los bienes del fi-
Vargas, 1969, pp. 93/4. nado maestro don Pedro González Bautista. 1732.
72
Archivo Departamental del Cusco: Notariales, DEEC: EC, tomo 24, expte. 155, fs. 140/41.
Escribanía de Lucas Villagarcía, años 1791/1792, 86
Por muerte del maestro don Pedro González
foja 47, escritura del 10-III-1790 (Gutiérrez et al. Bautista, clérigo, del Casal solicita se le paguen los
1981 64). 1.575 pesos adeudados por los alquileres deven-
73
AGPSF: AC, tomo III, fs. 117/118v. gados en las casas que vivió dicho difunto, Santa
74
DEEC: EC, tomo 53, expte. 27, fs. 376/41, Fe, 24-V-1737, DEEC: EC, tomo 25, expte. 175.
“Autos hechos a pedimento del capitán Juan de 87
Venta de don Francisco del Casal y su hermana
Cifuentes sobre la restitución y entrega de las ca- al capitán Luis Ribero Raposo, Santa Fe, 7-VII-
sas que fueron del capitán don Felipe de Argañaraz 1737, DEEC: EP, tomo 12, fs. 560v/3.
y otros efectos”. 88
Gastos hechos por don Carlos de los Reyes
75
Ibídem. Balmaceda de los bienes de los herederos del
76
DEEC: EC, tomo 53, expte. 22, fs. 216/41, “El capitán Pedro del Casal que tiene en su poder,
convento de Ntra. Sra. de las Mercedes de esta Santa Fe, 17-II-1729, DEEC: EC, tomo 23, expte.
ciudad contra el capitán Bartolomé Belloto, para 137 ½, fs. 316/18.
que cese en la obra del sitio y solar que está junto 89
Ídem.
al dicho convento por decir no le pertenece”. 90
Venta del capitán don Francisco del Casal
77
Testamento de Miguel Simois, 20-VII-1664, al maestre de campo don Francisco Xavier de
DEEC: EP, tomo 3, fs. 45/48. Echagüe y Andía, Santa Fe, 11-IX-1731, DEEC:
78
Santa Fe, 18 de abril de 1682, DEEC: EC, tomo EP, tomo 11, fs. 838/840v.
62, fs. 160/160v. 91
Autos obrados por fin y muerte del General Don
79
Testamento de Esteban Maciel, 28-I-1695. Francisco Javier de Echagüe y Andía. Inventario,
DEEC: EP, tomo 6, f. 602v. Santa Fe, 17-XII-1742, DEEC: EC, tomo 20, fs.
80
Cancelación de censos del capitán don Manuel 407/8v.
Francisco de Gaete y sus hermanos, 3-XII-1744, 92
Santa Fe, 8-0-1764, DEEC: EP, tomo 16, fs.
DEEC: EP, tomo 13, fs. 499/501v. Donación de 151/5.
doña María Ignacia de Echagüe y Andía a sus sobri- 93
Santa Fe, 29-VII-1716. AGPSF: Contaduría,
nos, 17-XI-1784, DEEC: EP, tomo 18, fs. 751/3. tomo 4, f. 413.
81
DEEC: EC, tomo 29, expte. 267, Testamentaría 94
Museo Histórico Provincial. Publicado en: Bo-
de doña Juana de los Ríos Gutiérrez, Santa Fe, letín del Departamento de Estudios Etnográficos
5-XII-1757, fs. 206/7. y Coloniales de Santa Fe, nº 1. Santa Fe, 1945,
82
Testamento por poder de don Bartolomé Díez p. 145/8.
de Andino, Santa Fe, 9-XI-1763, DEEC: EP, tomo 95
AGPSF: Contaduría, tomo 4, años 1717/30,
16, fs. 93/111. leg. 5, años 719-21 “Sentencia y autos contra los
83
Censo de don Manuel Carballo, Santa Fe, 23- bienes del finado Juan de Rezola, Tesorero de Santa
IV-1768, DEEC: EP, tomo 16, fs. 721v/3. Fe”, f. 206v, Santa Fe, 5 de julio de 1710.

396
96
En ese año se hace cargo de un censo a favor de 108
Ibídem, f. 398.
la Cofradía del Santísimo Sacramento. Véase: Censo 109
DEEC: EC, tomo 53, expte. 22, f. 227.
de doña Juana Márquez Montiel, mujer y apoderada 110
Ya hemos mencionado este caso en el capí-
de don Juan José de Lacoizqueta, Santa Fe, 16-XII- tulo 10. Es interesante señalar que en el Cusco,
1741, DEEC: EP, tomo 13, fs. 118/119v. cuando cambió de locador el horno y panadería
97
Arriendo de casa de don José de Tarragona, del marqués de Valleumbroso, el nuevo inquilino se
vecino, a la Administración de las Reales Rentas encontró con que doña María de Angulo, la anterior
de Tabacos y Naipes, 4-VI-1787, DEEC: EP, tomo arrendataria, “desposeída de la locación no sólo
18, fs. 902/3. derribó los poyos y demás cosas necesarias para
98
Acta del Cabildo de Guadalajara del 9-V-1609 el laboreo de los panes” y, además, rompió “todos
(Actas del Cabildo de la Ciudad de Guadalajara, los cedazos del cernidor” (Gutiérrez et al. 67).
vol. I, 1607-1635. Guadalajara, México, 1970). 111
Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos
Los señores de la Real Audiencia mandaron, no ob- Aires, Buenos Aires, 1907, tomo 9, p. 47 Citado
stante, que los solares fueren sacados a remate. por Guillermo Furlong. Arquitectos argentinos
99
Si es que no se tratan de los mismos cuartos durante la dominación hispánica. Buenos Aires,
comenzados a construir como Almacén de la Real Huarpes, 1946, p. 99.
Hacienda a finales de la década de 1680. 112
Inventario de los bienes de D. Isidoro de Larra-
100
Solicitud del capitán don Tomás de Usedo y mendi, difunto, DEEC: EP, tomo 18, fs. 972/5.
Beunza, Santa Fe, 20-VIII-1701, DEEC: EP, tomo 113
Venta de doña Petrona Gómez a D. Manuel
9, fs. 138v/40. Carballo, regidor, Santa Fe, 22-VIII-1763, DEEC:
101
Razón de la entrada de los Propios de la ciu- EP, tomo 16, fs. 67v/69.
dad, Santa Fe, 1731, DEEC: EC, tomo 23, fs. 114
Venta del maestre de campo D. Francisco de
664/65v. Noguera Salguero al maestre de campo D. Bal-
102
Solicitud de don Juan Ignacio Freyre de An- tasar García Ros, vecino, gobernador y capitán
drade, 1741, DEEC: EC, tomo 13, fs. 84/4v. general, Santa Fe, 1-VII-1715. DEEC: EP, tomo
103
Testamento de doña María Josefa Arias Fern- 10, fs. 175v/6v.
ández Montiel, Santa Fe, 28-VI-1771, DEEC: EP, 115
Venta de D. Juan de Silva a D. Pablo Chalaver,
tomo 17, fs. 156/9. Santa Fe, 10-X-1793. DEEC: EP, tomo 19, fs.
104
Testamento de doña Polonia de Gabiola, viuda 276/7v.
de don Manuel de Toro y mujer de don José de 116
Testamento del maestro D. Pedro José del
Echagüe, Santa Fe, 6-VI-1811, DEEC: EP, tomo Casal, clérigo presbítero, 6-IX-1776, DEEC: EP,
22, fs. 604v/6. tomo 18, fs. 251/4v.
105
Venta de doña María de Sosa Pallarés al capitán 117
Véase: El patrimonio arquitectónico de los ar-
don Carlos Gil Negrete, Santa Fe, 25-VI-1654, gentinos. T. 1. Noroeste: Salta/Jujuy. Buenos Aires,
DEEC: EP, tomo 1, fs. 179/80v. Sociedad Central de Arquitectos-Instituto Argentino
106
Testamento de Juan de Cifuentes Valdés, La de Investigaciones en Historia de la Arquitectura y
Plata, 4-I-1651, DEEC: EC, tomo 54, f. 278v. el Urbanismo, 1982, p. 23).
107
Testamento por poder de Francisco Sánchez, 118
Declaración de doña Catalina de Echagüe y
Santa Fe, 10-V-1642, DEEC: EP, tomo 1, fs. Andía a favor de su yerno D. Manuel Aris, Santa Fe,
397/8v. 19-I-1761, DEEC: EP, tomo 15, fs. 839/9v.

397
119
Venta de José Santuchos a D. Manuel Fernán-
dez de Therán, Santa Fe, 14-III-1765, DEEC: EP,
tomo 16, fs. 283/5.
120
Convenio entre los capitanes D. Nicolás de Es-
trella y Gregorio de Andino, Santa Fe, 10-III-1723.
DEEC: EP, tomo 10, fs. 522/3.
121
Dote de doña Gregoria de Sanabria que casa
con el alférez Lucas de Torres, Santa Fe, 20-X-
1701, DEEC: EP, tomo 9, fs. 235/6v.
122
Venta de D. Juan Francisco y D. Baltasar de
Echagüe a D. José Santos Maciel, Santa Fe, 9-VIII-
1832, DEEC: EP, tomo 26, fs. 142/6.

398
Capítulo 17
La vivienda en la normativa urbana

1. Tipo de normas

Cédulas reales, mandamientos, leyes, actas fundacionales, bandos de gobier-


no, ordenanzas de Cabildo y gremiales constituyen un variado conjunto de
instrumentos utilizados en el período colonial para disponer diversas medidas
sobre la ciudad y la vida urbana.
Las cédulas y mandamientos reales que acompañaron al proceso de con-
quista y ocupación de América establecieron una serie de normas relativas a
las fundaciones de ciudades, a la traza urbana y al repartimiento de solares,
tal como ya lo hemos visto en el capítulo 7, pero no se ocuparon de definir
cuestiones relativas a las viviendas particulares. Recién en las Nuevas Orde-
nanzas de Población de 1573 se incluyeron algunos apartados específicos sobre
el modo en que debían disponerse las viviendas en medio de las urgencias
fundacionales: “cada uno de los pobladores asienten su toldo, si lo tuviere.
Para lo cual los capitanes les persuadan que los lleven. Y los que no lo tuvieren
hagan su rancho de materiales que, con facilidad, puedan haber adonde se
puedan recoger”.1
El carácter militar de cada fundación urbana obligaba también a que se
dispusieran “los edificios de las casas de toda la población generalmente, de
manera que sirvan de defensa y fuerza contra los que quisieren estorbar o
infectar la población”. Estas ordenanzas también establecían que cada vivien-
da “la labren, de manera que en ella puedan tener sus caballos y bestias de
servicio, con patios y corrales, y con la más anchura que fuera posible por la
salud y limpieza”.2

399
Otras normas edilicias previstas entre estas ordenanzas invitaban a procurar
que “en cuanto fuere posible que los edificios sean de una forma, por el ornato
de la población”. Fieles ejecutores y alarifes quedaban encargados de velar por
el cumplimiento de estas disposiciones.3
En ciudades en donde los gremios estaban organizados y tenían sus pro-
pias normas, algunas de éstas concernían de alguna manera con la edilicia
doméstica-comercial. En la ciudad de México, a finales del siglo XVIII unas
ordenanzas gremiales dispusieron que las accesorias tuvieran que estar abiertas
y orientadas hacia la calle para que, de esa manera, se pudiera garantizar el
control público del oficio y evitar el ejercicio de negocios fraudulentos.4
Lo habitual fue, sin embargo, que las disposiciones de gobierno y las orde-
nanzas capitulares fueran las que se encargaran de arbitrar las normas necesarias
para regular los intereses públicos y los privados en función del bien común;
aun así, estas normas rara vez se referían a la arquitectura doméstica. En el caso
particular de Santa Fe, a lo largo de todo el período colonial, en los acuerdos
capitulares nunca aparecen asuntos de esta índole, salvo las medidas que obli-
gaban a cercar los solares so pérdida del derecho de propiedad.
De todos modos, pese a la ausencia de una legislación escrita, había nor-
mas que se respetaban por el uso y la costumbre. En otro capítulo ya hemos
mencionado el pleito entablado en 1646 entre el convento santafesino de
La Merced y un vecino que “maliciosamente y por impedir el edificio de mi
iglesia” había sacado tierra para sus tapias en sectores de su terreno próximos
a la iglesia y al “propio cimiento de ella, descarnándole los cimientos”. En esa
oportunidad, el comendador mercedario calificó ese acto como “cosa indecente
y no permitida en ninguna tierra ciudad de católicos”.5
En Santa Fe los corredores o colgadizos abiertos sobre las calles no formaban
parte del uso y costumbre, por lo cual cuando don Juan de Rezola en 1698
quiso construir unos en su propiedad, tuvo que presentar una petición ante el
Cabildo para que se le otorgara licencia “para poner corredores en las casas que
está edificando en su solar y que está inmediata a la plaza”. El Cabildo accedió
a lo solicitado “considerando que será de mucho lustre y hermosura a la plaza
dichos corredores”,6 pero en ningún momento se remitió a las ordenanzas
reales que no sólo permitían sino que obligaban a construir soportales: “toda
la plaza a la redonda [...] tenga portales”.7

1.2. El cumplimiento de la norma

La cultura española que se quiso transplantar en América tuvo que adap-


tarse a las circunstancias propias de la organización social preexistente y
de las condiciones del lugar, por lo que muchas veces la norma quedaba

400
como expresión de deseo y no se transfería a la realidad. Acerca de la isla de
Cuba Alicia García Santana señala que ese fue el caso de las disposiciones
concernientes a la obligación de fabricar con mampostería: “Se construyó
con materiales perdurables no cuando España lo dispuso, sino cuando en
Cuba fue posible”.
Situaciones similares pueden detectarse en todo el espacio americano y,
concretamente, en el Río de la Plata. La ciudad de Buenos Aires, convertida en
capital del Virreinato desde 1776, fue objeto de atención de normas capitulares
y de bandos de gobierno que procuraban adecuar su aspecto al del rango que
había asumido, pero también en este caso, una cosa era la letra establecida en
la norma y otra el verdadero alcance de su cumplimiento. En un acuerdo de
1784 el Cabildo porteño expuso que “el general desarreglo que se advierte en
los frentes de las casas de esta capital y el plano de sus calles, es efecto de la
inobservancia de los bandos que en todos los tiempos consta haberse publicado
para que los vecinos sujetasen a la precisa uniformidad y patrón de erección
de esta ciudad la construcción de sus edificios”.8
Es por ello que las disposiciones edilicias deben siempre ser entendidas como
una expresión de lo deseado, pero no como una descripción de un estado de
cosas conseguido.

1.3. Ordenanzas edilicias

Fundamentalmente fueron los Cabildos, atentos a lo que sucedía dentro de


sus jurisdicciones, los que a lo largo del período colonial dispusieron diversas
ordenanzas para regular algunos aspectos de la construcción privada. Las
periódicas reiteraciones, demuestran la falta de cumplimiento de las normas
y la escasa capacidad capitular para controlarlas.
Lejos de conformar un corpus sistemático y organizado, las ordenanzas
trataban de resolver problemas puntuales y coyunturales. A través de ellas se
procuraba regular cuestiones muy diversas: el cercado de solares, aspectos tec-
nológicos como el reemplazo de cubiertas de paja por otras de teja, el respeto
de las líneas de edificación, las medidas permitidas en voladizos y salientes de
las fachadas, la cantidad de accesos a las viviendas o los usos del suelo.
En términos generales, mediante la designación de un alarife las autoridades
municipales pretendían ejercer un control sobre las obras que realizaban los
particulares, especialmente –dice Ricardo Anguita Cantero– en aquellos as-
pectos constructivos que afectaban el dominio del espacio público y el ornato
(91). En 1573 el Cabildo de Cusco designó a Juan de Zamora con esa función
“para que vea todas las obras y edificios que se han hecho sin orden ni traza
y ponga todo en orden y que en adelante no se haga nada nuevo que no lo

401
vea él primero, para que no sea en daño ni perjuicio de la ciudad” (Gutiérrez
et al., 1981b:93).
El cercado de los terrenos fue una de las primeras y más constantes preocu-
paciones capitulares y gubernamentales. Este tema aparece tratado, incluso, en
algunas actas de fundación como la de Jujuy, donde se establece que “los dichos
vecinos y soldados a quien se ha hecho la merced y repartimiento de solares y
adelante se les hiciere en nombre de Su Majestad” estaban obligados “a cercar
sus solares” aunque estuvieren ausentes: “viniendo o enviando persona que por
él asista dentro de seis meses primeros siguientes y pasado el dicho término, los
declaraba y declaró por vacos para los dar y repartir (Domínguez Compañy,
1984:48/9-252). También en el acta fundacional de Cuenca se ordena que “los
vecinos a quien se señalare los tales solares, los han de tener cercados dentro de
dos años, por lo menos de dos tapias en alto, y no lo haciendo, queden vacos
para los poder proveer”.9 El 1-VIII-1661 el Cabildo de Caracas fue notificado
por el escribano del “decreto de Su Señoría del señor Gobernador y Capitán
[General] sobre el que se cerquen los solares y cierren los portillos”.10 En el
extremo sur de Sudamérica el gobernador del Río de la Plata Hernandarias de
Saavedra mandó en 1605 que “todos los que tienen solares [...] los edifiquen
dentro de tanto tiempo so pena de que queden vacos y que se hará merced de
ellos a otras personas que los edifiquen” (Furlong, 1946:56). Todavía a finales
del período colonial, esta preocupación no había mermado y un bando porteño
de 1784 ordenaba “que se cierren todos los huecos y quiten los cercos de tunas
en las cuatro cuadras desde la Plaza que están mandadas componer y también
en todas las demás que se hallen pobladas de casas”.11
Otro de los temas recurrentes a lo largo de toda América fue el de la pre-
vención de incendios. Muchas ciudades fueron arrasadas varias veces por el
fuego y todas lo padecieron de alguna u otra manera. Las medidas a las que
se recurría fueron básicamente dos: la más frecuente fue la de reemplazar las
cubiertas de paja por otras de teja, pero cuando se podía también se obligaba
a separar las construcciones entre sí. Pocas semanas después de la fundación
de Quito, por temor a la propagación de los incendios, el Cabildo dispuso que
fuesen demolidos los ranchos de madera y paja que los indios tenían construi-
dos en solares de los nuevos pobladores (Ortíz Crespo, 152). En el Cusco las
ordenanzas capitulares estimularon la producción de tejas y en 1550 se ordenó
que “ninguno vecino pueda edificar su casa con paja por el riesgo del fuego”
(Gutiérrez et al., 1981b:93); nueve años más tarde el mismo cabildo ordenó
retirar los techos de paja y cubrirlos con tejas y dispuso que si en el término
de tres meses no se había cumplido esta orden, el procurador de la ciudad
quedaba habilitado para “retirar los techos de paja dejándolos en el suelo bajo
riesgo o peligro de los dueños de viviendas o moradas” (57).

402
Las ordenanzas también se ocupaban de regular las medidas toleradas en
las salientes de fachada de diverso tipo: aleros, voladizos, balcones, ajimeces
o, incluso, soportales.
La convivencia de animales con los habitantes de las casas fue habitual hasta
mediados del siglo XIX. Cabalgaduras para montar, para tirar carruajes o para
mover atahonas, gallinas, cerdos y hasta vacas formaban parte de la vida domésti-
ca pero de una u otra manera sobrepasaban los límites de lo privado y afectaban
al espacio público. Domínguez Compañy comenta que era común que, aunque
existían ejidos donde se suponía debía pastar el ganado mayor, para los vecinos
era más cómodo que vacas, caballos y ovejas lo hicieran cerca de sus casas,
en las calles donde el pasto crecía en abundancia, aliviándoles la tarea que les
correspondía (1984:42/3). En consecuencia, esta costumbre derivaba en daños
ocasionados por el ganado, especialmente en los cultivos urbanos. En agosto
de 1638 el cabildo santafesino tuvo que obligar a los dueños de vacas lecheras
a que las retirasen de la ciudad dentro de las veinticuatro horas de publicado el
respectivo decreto en razón de los daños que causaban a las viñas y se ordenó
que aquella persona que encontrase en su propiedad ganado de cerda, del “que
anda por las calles”, podía matarlo “libremente”, dándose un plazo para que
sus propietarios los recogieran dentro del término de tres días.12 En 1702 una
nueva disposición mandó matar a los caballos, vacas lecheras y chanchos que
anduvieran sueltos por la calle y en 1707 se reiteró la disposición, refiriéndose
ya en particular a los chanchos y vacas de José Aguilar que corrían por lugares
sagrados, calles y casas de vecinos (Cervera M., II-15).
Cuando la presencia de animales dentro de la ciudad sobrepasaba las ne-
cesidades domésticas, las autoridades debían establecer normas especiales. El
Cabildo poblano, por ejemplo, tuvo que intervenir en la regulación del modo
en que los cerdos debían ser sacrificados en los patios y corrales domésticos,
tolerando esta práctica ante la imposibilidad de prohibir algo que afectaba la
existencia de tocinerías dentro de la traza urbana (Loreto López, 148).
Muchas veces las condiciones del espacio público dependían del mal uso
que de él hacían los propietarios de las viviendas: en Santa Fe en 1617 Diego
Suárez fue sancionado por no carpir y por arrojar basuras en la calle pública.13
El cuidado del espacio público y la intervención que le cabía a los propietarios
de los solares es otro de los temas frecuentes en las actas capitulares de todas
las ciudades. Siendo “el aderezo de las calles cosa importantísima”, por estar
éstas en malas condiciones y por no poderse andar a pie ni a caballo en 1599
el Cabildo de Quito dispuso que los trabajos necesarios se costeasen una mitad
“entre los dueños de las casas de las dichas calles” y la otra por medio de una
derrama a realizar entre los otros vecinos (Bayle, 393).
En un manuscrito mexicano titulado “Discurso sobre la policía de Méxi-
co” fechado en 1788, un año antes de la llegada del virrey segundo conde de

403
Revillagigedo, se observa que era costumbre que los propietarios de las casas
costearan la reparación de los empedrados de las calles frente a sus solares.
Comparando con la práctica de la Corte de Madrid, el autor reflexiona sobre
por qué los propietarios tenían que hacerse cargo de estos costos: “Siendo pues
–dice– el público el que goza del beneficio y los dueños de casas una pequeña
parte de él, en qué razón puede fundarse que sean sólo ellos los que sufran la
carga del que es beneficio común?” (González-Polo, 43).

1.4. El control de la edificación

En 9 de julio de 1590 se ordenó en Buenos Aires que “ningún vecino sea osado
de edificar en solar suyo sin primero ser medido por los dichos nombrados”
[alarifes, veedores y medidores] y que el propietario del solar fuera quien pa-
gase a cada uno de ellos una gallina por su trabajo.14 Medio siglo más tarde,
la disposición se reiteró casi sin variantes el 6 de agosto de 1640 cuando el
Cabildo dispuso “que nadie edificara sin antes presentar los títulos de propie-
dad y las medidas del solar, incurriendo en caso contrario en la pena de 100
pesos” (Novick y Giunta, 200). Esta norma, que difícilmente se cumplió, sólo
pretendía controlar la efectiva posesión de la propiedad por parte de quien
construía, pero la autoridad pública no intervenía sobre las particularidades
de lo que se edificaba. Tuvo que pasar un siglo y medio hasta que, ya en plena
época de la Ilustración borbónica, se reformaran las instituciones rioplatenses y
los alcances de las normas avanzaran más allá de preocupaciones que se habían
mantenido inalterables durante siglos.
Hasta ese momento, como ya hemos dicho, los alarifes designados por
las autoridades municipales eran quienes tenían la función de supervisar las
obras edilicias, pero los parámetros utilizados para la regulación eran muy
escasos y casi nulas las disposiciones que debían hacer cumplir, por lo que
era la mera empiria y el criterio del alarife el que determinaba lo que se podía
hacer y lo que no. En su libro Ordenanza y policía urbana Anguita Cantero
dice que en España hubo que esperar a la Edad Moderna “para que los oficios
públicos responsables de la actividad edificatoria comiencen a disponer de
medios suficientes que los capaciten para poder intervenir en el proceso de
construcción de ciudad, inspeccionando y determinando lo conveniente sobre
las obras particulares emprendidas en su espacio, lo que hará de ellos ser los
auténticos reguladores del proceso de construcción urbana” (57). Por nuestra
parte, creemos que en América hubo que esperar todavía a que, avanzada la
Edad Moderna, en la segunda mitad del siglo XVIII el ambiente ilustrado
de la burocracia borbónica promoviera políticas territoriales y urbanas que
utilizaron este tipo de mecanismos como herramientas de control.

404
En el Río de la Plata, por ejemplo, la situación recién comienza a cambiar con
la creación del virreinato, cuando se produce lo que Alicia Novick y Rodolfo
Giunta denominan “el impacto de la legislación virreinal sobre las configura-
ciones habitacionales”. Según estos autores, aun cuando existían ordenanzas
capitulares desde los orígenes de Buenos Aires, recién con la creación del
virreinato y la capitalización de esa ciudad, se llevó a cabo –o se intentó– un
control efectivo del cumplimiento de la normativa, basado en el control de
policía. Ese control sólo se hacía posible por la confluencia de dos factores:
el ejercicio del poder de policía perfeccionado por la política administrativa
del siglo XVIII y la presencia de técnicos especializados y capacitados para
ejercerlo (198).
En Buenos Aires, capital del creado Virreinato del Río de la Plata, el 18 de
febrero de 1784 se dispuso que “nadie debe construir ni reformar sin permiso”
y que se nombrasen alarifes y maestros mayores de obra a cargo de las ins-
pecciones pertinentes (Novick y Giunta, 198). La ordenanza fue confirmada
por el intendente general Francisco de Paula Sanz el 28 de julio y el 23 de
noviembre del mismo año se determinó que no estaba permitido hacer ninguna
construcción sin su previa aprobación (Schávelzon, 1994:70).
En 1788 volvió a ordenarse que “el que intente construir algún edificio debe
hacer primero su instancia formal ante cualesquiera Juez Ordinario, documen-
tándola con el título de propiedad, posesión quieta y pacífica del terreno, en
que se quiera construir el edificio, y expresando qué calidad de edificio quiere
fabricar”.15 Y en 1789 se reiteró que “nadie que construya una casa o hiciera
reformas en la que tenía sin obtener el debido permiso exhibiendo al efecto
títulos de propiedad”.16 Al comparar estas ordenanzas con la ya citada de 1640
se hace evidente que además de la supervisión de los títulos, se agrega el interés
de controlar también lo que se pretende edificar (Ilustraciones 15.1-4).
En esta época, en otras partes de América a las preocupaciones estéticas se
incorporan también algunas higiénicas. Por un bando del 31-VIII-1790 el
virrey de México segundo conde de Revillagigedo mandó que se construyesen
“lugares comunes” en todas las casas ubicadas sobre las calles en que hubiese
atarjeas, es decir, una tercera parte de las calles de la ciudad de México (Ja-
ramillo, 1998).
Este tipo de controles, permisos de edificación o normas higiénicas, no se
dio en una ciudad como Santa Fe, donde el cabildo no controlaba los títulos
de propiedad previamente a cualquier edificación ni inspeccionaba planos y
proyectos de obra. Mucho menos estaba en condiciones de poder disponer
ni intervenir en lo referente a las infraestructuras de las casas. El tamaño de
la ciudad y la escasa dinámica de la construcción, notablemente menor a
Buenos Aires, todavía permitían que se prescindiera de controles oficiales y
que se confiara en la relación personal y el conocimiento mutuo. La carencia

405
de principios técnicos y de personas idóneas que pudieren ejercer controles
caracteriza a Santa Fe todavía en el período tardo colonial y aun en el repu-
blicano de toda la primera mitad del siglo XIX.

1.5. Normativa y estética urbana

Una mirada sobre las normas revela la evolución del concepto de arquitectura y
ciudad, en donde se incorpora la categoría de embellecimiento y estética urbana
como una novedad en la ciudad tardo colonial.
El contraste conceptual es más notable si se recuerda una de las primeras
ordenanzas de Buenos Aires de 1609, en la que la preocupación capitular se
limitaba a impedir los inconvenientes que ocasionaban las tijeras de los techos
que sobresalían excesivamente de la línea de la calle y tan sólo se mandaba
cortar todas aquellas que excedieran la media vara. El pragmatismo coyuntural
que acompañaba a estas inquietudes se pone en evidencia en las normas que se
sucedieron: cuando se comprobó que la disposición facilitaba el tránsito de las
carretas y de las cabalgaduras pero perjudicaba los muros de tierra, ya que las
carretas se acercaban demasiado y los hacían peligrar, se arbitró la colocación
de grandes palos o postes para impedir el rozamiento y algo más tarde, en
1630, cuando se verificó la insuficiencia de esa otra solución, se dispuso la
obligación de construir veredas (Torre Revello, 1945:62).
En la segunda mitad del siglo XVIII y en el otro extremo de la América
española, se constatan todavía algunas preocupaciones similares. En Valladolid
de Michoacán, en la sesión capitular del 3 de marzo de 1770, el corregidor
de la provincia presentó un escrito en el cual hacía constar “lo perjudicial que
es al público la antigua fábrica de balcones de esta ciudad con el demasiado
vuelo que tienen para la calle, y poca distancia que hay en el suelo hasta sus
repisas [...] por los escondrijos que inducen, con otros excesos que se tuvieron
presentes”. En respuesta a este escrito el Cabildo acordó que todos los balco-
nes que se construyesen no tuviesen “las repisas tan salidas” ni fuesen de una
altura menor de dos varas y media, con lo que se buscaba evitar la formación
de refugios para maleantes y lascivos y favorecer el cómodo tránsito de la gente
y el correr del agua (Jaramillo, 1998).
Por aquella época, sin embargo, las preocupaciones limitadas a problemas
prácticos, las evaluaciones de experiencias basadas en el ensayo-error y las
normas que proponían soluciones empíricas, comenzaron a ser complemen-
tadas o desplazadas por criterios basados en una vocación técnica y estética.
Efectivamente, en la misma oportunidad citada, en Valladolid de Michoacán
el cabildo dispuso que los balcones nuevos debían buscar la simetría y evitar
“el deslucimiento de la ciudad” (Jaramillo, 1998). También por esos años en

406
Puebla de los Ángeles existió un “estricto reglamento” que limitaba las alturas
de las fachadas de los edificios (Bühler, 128) y que procuraba lograr simetría y
continuidad en la manifestación formal y en las dimensiones de las fachadas
(Loreto López, 148).
Contemporáneamente, esta nueva mirada sobre la arquitectura y la ciudad
llega al Río de la Plata y se desarrolla a partir de la creación del virreinato en
1776. En un acuerdo del cabildo porteño se mandó “guardar” en la construc-
ción de una determinada obra particular:

la uniformidad y decoración exterior que se conforme con las leyes establecidas


no volando las rejas bajas más que lo determinado por ordenanzas de policía y
sujetas a la altura general del edificio su cornisa, remates a precisas líneas que
corridas en el frente se establezcan la serie de pisos, puertas y ventanas a las
calles y plaza.

Hasta ahí el acuerdo coincide con normas tradicionales ya establecidas, pero


continúa con la siguiente consideración: “con aquel aspecto de igualdad que
por punto general debe seguirse en todos los edificios nuevos, y especialmente en
los de la magnitud de éste, cuya situación en el principal sitio de esta ciudad
exige de su dueño un favor a la hermosura”.17
La norma revela la importancia que se comenzó a dar al tema de la facha-
da en relación con la estética edilicia y su incidencia en la construcción del
paisaje urbano:

aunque los edificios que se intenten construir sean en el Alto de San Pedro o en
el Barrio Recio o dentro de la traza de la ciudad deben guardar su orden, porque
si cada uno edificase a su arbitrio, como en los tiempos anteriores se experimen-
taría defectos, que deben precaverse [...] sólo los edificios que se construyen a
la calle son los que causan a el pueblo armonía o deformidad.18

Y en el mismo acuerdo se muestra la preocupación por las condiciones


internas de la vivienda: “porque los edificios interiores, aunque sería muy
oportuno que observasen todos uniformidad, no siempre alcanzan los caudales
para tanto”.19
Uniformidad, homogeneidad y orden son los principios rectores de la
estética neoclásica que fundamentan estas normas de finales del XVIII a lo
largo de toda América. Aunque en Santa Fe estos ideales no se plasmaron en
ordenanzas similares, las normas virreinales de Buenos Aires marcaron una
tendencia que orientó la renovación estética en la arquitectura doméstica pro-
movida por la elite y, en consecuencia, la transformación puntual y episódica
del paisaje urbano.

407
Notas
1
Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Po- 47-48. Buenos Aires, IIED-Al, junio-septiembre,
blación y Pacificación de las Indias. Bosque de 1994, p. 198
Balsaín, 13-VII-1573. AGI: Indiferente General, 9
Ídem, p. 160.
leg. 427, libro 29, fs. 63/93. Transcripta por 10
Actas del Cabildo de Caracas. Prólogo de Guill-
Francisco de por Solano. Normas y leyes de la ermo Meneses. Tomo XI, 1660-1663. Caracas,
ciudad hispanoamericana. 1492-1600. Madrid, Vargas, 1969, p. 94.
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 11
Bando del 23 de noviembre de 1784 en AGN,
1996, p. 194/218. Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires.
2
Ídem. Buenos Aires, G. Kraft Ltda, 1932. Serie III. A.
3
Ídem. Novick y R. Giunta, Op. cit., p. 200.
4
González Angulo Jorge, “Artesanado y ciudad de 12
AGPSF: AC, tomo III, fs. 27/8v, acta capitular del
México a finales del siglo XVIII”, México, 1983, 31 de agosto de 1638.
pp. 69/71, cit. por Dirk Bühler, Puebla. Patrimo- 13
AGPSF: AC, tomo I, fs. 117v/8, acta capitular
nio de Arquitectura civil del virreinato. München, del 22 de mayo de 1618.
Deutsches Museum, 2001. 14
Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos
5
DEEC: EC, tomo 53, expte. 22, fs. 216/41, “El Aires, Buenos Aires, 1907, tomo 1, p. 76. Citado
convento de Ntra. Sra. de las Mercedes de esta por G. Furlong, Op. cit., p. 97.
ciudad contra el capitán Bartolomé Belloto, para 15
Acuerdo del Cabildo de Buenos Aires del 6 de
que cese en la obra del sitio y solar que está junto octubre de 1778. AGN, Acuerdos del extinguido
al dicho convento por decir no le pertenece”, año Cabildo de Buenos Aires. Buenos Aires, G. Kraft
1664. Ltda, 1932. Serie III. Transcripto por A. Novick y
6
AGPSF, AC, tomo VI, 1692/1709, f. 149, acta R. Giunta. Op. cit., p. 200.
capitular del 20-IX-1698. 16
Acuerdo del Cabildo de Buenos Aires del 23 de
7
Nuevas Ordenanzas de Descubrimiento, Población septiembre de 1789. AGN, Acuerdos del extinguido
y Pacificación de las Indias, ya cit., p. 212. Cabildo de Buenos Aires. Buenos Aires, G. Kraft
8
Acuerdo del Cabildo de Buenos Aires del 5 de Ltda, 1932. Serie III. Transcripto por A. Novick y
agosto de 1784. AGN: Acuerdos del extinguido R. Giunta. Op. cit., p. 200.
Cabildo de Buenos Aires. Buenos Aires, G. Kraft 17
Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos
Ltda, 1932. Serie III. Transcripto por Alicia Novick y Aires. Buenos Aires, G. Kraft Ltda, 1932. Serie
Rodolfo Giunta. “La casa de patios y la legislación III. Transcripto por A. Novick y R. Giunta, Op. cit.,
urbanística. Buenos Aires a fines del siglo XVIII”. p. 201.
En: Medio ambiente y Urbanización, año 12,

408
18
Acuerdo del 6 de octubre de 1788. Acuerdos del
extinguido Cabildo de Buenos Aires. Buenos Aires,
G. Kraft Ltda, 1932. Serie III. Transcripto por Al.
Novick y R. Giunta, Op. cit., p. 200.
19
Ídem.

409
Ilustración 17.1

Ilustración 17.2

Ilustración 17.1. Plano de cuatro casas en Buenos Aires según un permiso de edificación de
1785 (publicado por G. Furlong en Arquitectos Argentinos durante la dominación hispánica,
p. 377).
Ilustración 17.2. Plano de la casa de Juan Parra en Buenos Aires según un permiso de edi-
ficación (publicado por G. Furlong en Arquitectos Argentinos durante la dominación hispánica,
p. 368).

410
Ilustración 17.3

Ilustración 17.4

Ilustración 17.3. Plano de la casa de Bartolomé Domínguez, según un permiso de edifi-


cación (publicado por G. Furlong en Arquitectos Argentinos durante la dominación hispánica,
p. 376).
Ilustración 17.4. Plano de la casa de Pedro Millán, según un permiso de edificación (publicado
por G. Furlong en Arquitectos Argentinos durante la dominación hispánica, p. 375).

411
412
Capítulo 18
Uso de la vivienda y espacio doméstico

1. Vivienda y familia

En capítulos anteriores nos hemos ocupado de la inserción de Santa Fe en


el entramado regional como enclave de articulación en el mercado interno
colonial. Hemos visto que por su ubicación en un punto medio del Paraná, la
ciudad actuaba como encrucijada de caminos fluviales y terrestres a través de
la cual pasaban mercaderías y personas que tenían su origen o destino en otras
regiones. Esas regiones eran: el área paraguaya y del Paraná arriba, representada
por algunas ciudades de españoles como Asunción y Corrientes, y también
por el sistema misionero de pueblos guaraníes; el puerto de Buenos Aires, la
mayor parte de su historia vedado al tráfico legal de ultramar y forzado a actuar
como punto de entrada del contrabando y de portugueses de las colonias del
Brasil; y el área tucumana, que constituía el tránsito hacia el Reino de Chile
y, especialmente, hacia el Alto Perú, en el cual Potosí actuaba como un lejano
foco dinamizador de la producción mular y Charcas como sede de la Real
Audiencia adonde recalaban las controversias judiciales.
Estas condiciones favorables estimularon la formación de una elite inserta
eficazmente en el entramado comercial interregional: accioneros de vaquerías,
productores de mulas, fleteros y comerciantes. Y también la constitución de
un amplio sector de la población, de condición más modesta, ocupado en la
provisión de servicios en las carreras fluviales, las tropas de carretas y los arreos
de mulas. El primer grupo estaba formado por familias de origen español,
vinculadas con el gobierno de la ciudad mediante sus cargos capitulares y

413
relacionadas entre sí por redes parentales. Los otros sectores los integraban
españoles y mestizos de menores recursos, e indios libres procedentes de
otras regiones.
Unos y otros demandaron, y construyeron, viviendas que compartían ciertas
características con las del área paraguaya, especialmente desde el punto de vista
técnico constructivo y de las modalidades de producción que hemos descripto
en el capítulo 12. El flujo de pobladores y artesanos, condiciones ambientales
con ciertos grados de similitud, disponibilidad de materiales parecidos y el río
como conector privilegiado, colaboraron en ese proceso de conformación de
una arquitectura tradicional de características regionales (De Paula, 1987).
Las viviendas que hemos analizado son el ámbito doméstico en el cual habitar
y trabajar, por lo general, se encuentran asociados. Constituyen lo que Miguel
Guerín y otros autores definen como unidad habitacional: el “espacio físico
donde habitan la o las unidades familiares y donde pueden además desem-
peñarse actividades de índole comercial o productiva” (343).
En el presente capítulo nuestro interés se centra en las relaciones que se
producen entre ese espacio físico –la unidad habitacional– y el grupo humano
que lo habita. Siguiendo a los ya mencionados autores, denominamos unidad
familiar a un “conjunto de individuos con relaciones de parentesco explícitas,
heredadas o adquiridas” (Guerín et al., 345); ése es el concepto de familia que
debemos aplicar para nuestra lectura de la vida doméstica colonial.
En el período colonial la unidad familiar oscila entre la familia patriarcal y
la familia nuclear o conyugal (Lecuona, 3). La primera, según Diego Lecuona,
puede asumirse como un grupo prácticamente autosuficiente que funciona
como una verdadera unidad de producción y de consumo, que procura per-
petuarse en el tiempo y que protege solidariamente a sus miembros. En el
otro extremo se encuentra la familia nuclear, que coexiste con aquella desde
los primeros tiempos de la colonia, ya sea como un subgrupo dentro del más
amplio grupo de la familia patriarcal o como una forma de organización propia
de los sectores sociales incipientes que no alcanzan a consolidarse y que se
mantienen en los márgenes de las estructuras tradicionales de la sociedad.
¿Cómo eran las unidades familiares santafesinas en el período colonial? No
existen estudios acerca de su composición, pero sabemos que reconocían
distintas formas de parentesco: las que se ajustaban a las leyes civiles y
eclesiásticas, las ilegítimas que se ocultaban con eufemismos como “hijos de
la iglesia” y las adquiridas por el afecto, las conveniencias, las costumbres.
Criados “de la casa de...” aumentaban el grupo en bordes difusos entre la
familia y el servicio, en cuyo extremo se encontraban los esclavos y los indios
encomendados o “rescatados”.
Los padrones de 1816 y 1817,1 ya en los albores de la vida independiente,
nos permiten aproximarnos a su conocimiento a través de algunos ejemplos.

414
En primer lugar citaremos el grupo familiar de los Arias-Denis, compuesto
por 11 personas: un matrimonio mayor formado por D. José Arias (60 años) y
su mujer doña Josefa Denis (60), y otro matrimonio de la siguiente generación
formado por su hija doña Josefa Arias (26) y su marido D. Pedro Lassaga (39),
padres a su vez de los niños Calixto (6), Alejandro (5) y Eustaquio Lassaga
(2). Completan el grupo sus cuatro esclavos pardos: Francisca Arias (70),
Juana Arias (40) y dos niños, seguramente hijos de esta última: Carpóforo
(7) y Mariano Arias (6).2
Más extenso es el grupo familiar de D. Lucas de Echagüe (67 años), integrado
por 18 miembros: el patriarca ya viudo, sus hijos solteros D. Gregorio (32) y
D. Pedro Antonio (28), dos hijas casadas llamadas doña Francisca (26) y doña
Josefa (38), y una soltera nombrada doña Dolores (17); los yernos D. Francisco
Latorre (40) y D. Enrique Núñez (26) y los nietos, hijos de ambos matrimonios:
Timoteo (8), Xavier (8), Tránsito (8) y Dolores Latorre (1) y Xavier Núñez (2).
El grupo se completa con los esclavos Xaviera Echagüe (38), Tránsito Echagüe
(28), Féliz Echagüe (8), Pedro Latorre (10) y Manuel Latorre (8).3
Otro caso es el de los Comas-Troncoso, con 16 personas: el matrimonio
formado por el comerciante de origen catalán D. Mariano Comas (59 años)
y su mujer santafesina doña Tránsito Troncoso (30), sus hijos Micaela (14),
Josefa (13), Ana (10), Petrona (7), Dolores (5), Agustina (4) y Sixto Comas
(2). A quienes hay que sumar los jóvenes esclavos Manuela (15), Martina (28),
Benjamín (10), Gregorio (5) y Mercedes (5); y dos niñas nacidas libres luego
de la Asamblea del Año XIII: Luteria (3) y Cecilia Comas (2).4
El grupo de los Santa Cruz-Céspedes se integra con 12 miembros: D. Pas-
cual Santa Cruz (45 años), comerciante, y su mujer doña Petrona Céspedes
(42), sus hijos doña Candelaria Santa Cruz (19), doña Estanislada (17), doña
Juana (14), D. Domingo (13), D. Roque (12) y doña Tadea (8); doña Isabel
Santa Cruz (27), que no es hija del matrimonio, y tres esclavos: Petrona (20),
Juliana (11) y Fermina (5).5
Un caso muy particular es el grupo de 11 individuos que cohabitan en una
misma unidad doméstica sin tener vínculos de parentesco, son varios comer-
ciantes solteros y uno solo casado: el salteño D. Manuel Ortíz (22), soltero;
el vizcaíno D. Juan Luis Iturraspe (42), su mujer doña Vicenta Gálvez (22) y
su hija doña Luisa Iturraspe (1 año); el tucumano D. Francisco Acuña (28);
el gallego D. Pedro García (28); el asturiano D. Bernardo Guanes (28) y el
santafesino D. Juan Escobar (20), los cuatro últimos solteros. A ellos se agregan
dos esclavos: Domingo Lezica (26), Policarpo Gálvez (26), de oficio zapatero,
ambos solteros, y un pardo libre paraguayo, también zapatero y soltero, de
nombre Vicente Ramos (26).6
Por último mencionaremos otro caso particular, formado por 15 personas
y encabezado por mujeres, las tres hermanas Giménez, doña María Antonia

415
(48), doña María Ramona (42), ambas solteras, y doña Francisca (40), viuda.
Bajo su dependencia se agregan los hijos de la última: doña Juana Lapalma
(22) y D. Ambrosio Lapalma (20); una parienta llamada doña Juana Monje
(54), viuda, y una mujer “agregada” de nombre doña Josefa Garrido (20).
Al grupo familiar se suma un nutrido grupo compuesto de ocho esclavos:
Manuela (24), Rita (22), Mercedes (12), María de las Nieves (11), Sinforiana
(7), Alejandro (16), Lino (14) y Silverio Lapalma (3).7
Estos grupos, formados por 11, 12, 15, 16 y 18 individuos, nos dan la
pauta del número de personas que pueden cohabitar en una misma unidad
doméstica; cifras que no están lejos del cálculo que hace Dirk Bühler para
el caso de las familias poblanas, a las cuales estima formadas por una media
de entre 5 y 8 parientes pero que, agregado el servicio, reúnen entre 15 y
20 personas.8
Los casos santafesinos que hemos citado nos dan la pauta también de la va-
riedad de vínculos que pueden enlazar a los miembros del grupo que cohabita
en una misma unidad habitacional.
“Los miembros de una unidad familiar –dice Miguel Guerín– ocupan gene-
ralmente una misma unidad habitacional”, pero dos o más unidades familiares
pueden ocupar una unidad habitacional (345). Son las familias extensas en
las que los matrimonios de distintas generaciones viven bajo el mismo techo,
en donde los cuñados comparten la misma casa, los nietos se crían junto a
los abuelos y los sobrinos junto a sus tíos. Parientes lejanos, amigos, colegas,
compadres, pueden sumarse a este mundo doméstico. Los esclavos son una
propiedad dentro de la propiedad doméstica, aunque comparten vínculos de
afecto y a veces contribuyen al sostenimiento de las familias con sus propios
trabajos de artesanos.
La pluralidad de relaciones humanas que se generan dentro de las unidades
domésticas que habita la elite, entreteje cotidianeidades muy diversas y difíciles
de generalizar. Podemos detectar, y suponer, sin embargo, ciertos rasgos que
son comunes a los de otros grupos similares que viven en otras ciudades.
“Para las familias de la elite, en particular para mujeres y niños, –dice Ana
María Bascary sobre el caso tucumano– la casa era el ámbito natural y casi ex-
clusivo donde desarrollaban sus vidas. Sus viviendas constituían microcosmos
insertos dentro de la estructura urbana, y reflejaban el deseo de protección y
aislamiento de la vida privada” (243/4).
La casa es el pequeño mundo doméstico que se pretende autosuficiente,
que produce y elabora gran parte de lo que consume, y que comparte la ru-
tina diaria con cierta ritualidad en los gestos y en los tiempos asignados. En
Santa Fe es un mundo aislado dentro de una ciudad que, a su vez, es casi una
isla dentro de un vasto territorio de fronteras difusas y de comunicaciones
distantes. La protección que se busca en la solidaridad del grupo refuerza los

416
vínculos entre sus miembros, y el dentro y el afuera se vuelven casi nítidos
tanto en lo humano como en lo físico arquitectónico.
Esta forma de vida se trasunta en la imagen de la casa y en su inserción
urbana. Lo que dice Bascary para Tucumán, es válido para Córdoba, para
Santa Fe o para cualquier otra ciudad de la región: “La misma imagen de ca-
lles flanqueadas por muros uniformes, salpicados de pocas puertas y aun más
escasas ventanas –siempre enrejadas– es una expresión más de la búsqueda de
privacidad de las familias principales” (243/4).
Una reflexión similar para la casa cordobesa aportan las arquitectas Tarán
y Mariconde:

La vivienda urbana responde a una estructura socioeconómica piramidal y a un


modo de vida introvertido, basado en principios de jerarquía patriarcal, de priva-
cidad y de concepción del grupo familiar como autosuficiente. Esto se evidencia
tanto en la distribución de los locales, con usos específicamente determinados,
como en las resoluciones morfológicas del conjunto (118/21).

En el otro extremo de la escala social, los sectores populares en los que pre-
domina la familia nuclear o conyugal, es mayor la dependencia del exterior. En
este caso la unidad doméstica es incapaz de proporcionar el ámbito necesario
para todas las actividades y, también, los trabajos desarrollados para sobrevivir
exigen una mayor relación con el mundo externo a lo doméstico (servicios,
conchabos, trabajos por encargo).
“Mientras la estructura de las casas de la elite tendía a aislar a sus habitantes
del mundo exterior –dice Bascary–, las de los sectores populares en cambio,
tendieron a vincularlas insoslayablemente al entorno. Ranchos salpicados en
terrenos sin cercas ni tapias, expuestos a las miradas de transeúntes y vecinos,
demasiado pequeños e insalubres como para que la vida se desarrollara en su
interior” (255).
Fuera de estos rasgos comunes, nos resulta difícil intentar otras aproxima-
ciones sobre las formas de habitar de la casa santafesina. En lugar de correr el
riesgo de caer en generalizaciones y estereotipos motivados por nuestros propios
preconceptos sobre la familia y la sociedad colonial, preferimos ofrecer algunas
miradas sobre episodios particulares de la vida doméstica, que por circunstan-
cias fortuitas han quedado registrados en la documentación histórica.

417
2. Habitar el espacio doméstico
2.1. Vivienda y representación: el alojamiento de visitantes ilustres

Las viviendas de los vecinos principales sirvieron para atender situaciones


que se presentaban en ocasiones especiales, cuando visitantes de lustre como
gobernadores, obispos, oidores u otros funcionarios llegaban de visita a la
ciudad y había que alojarlos. En esas oportunidades el Cabildo debía resolver
el problema buscando un sitio adecuado entre las casas que estuvieran en me-
jores condiciones de recibir huéspedes de ese rango. En cada caso la cuestión
se resolvió de acuerdo a las circunstancias y disponibilidades. Podía ser que un
vecino ofreciera espontáneamente su vivienda, que se dispusiera de alguna casa
vacía por ausencia de sus propietarios o que el honor de alojar a tan importante
huésped se convirtiera en un mandato que tenía que ser obedecido.
Cuando en 1618 el obispo visitó la ciudad, Alonso de León ofreció su casa
para recibirlo y alojarlo, lo que evitó al Cabildo tener que adoptar decisiones que
pudieran resultar autoritarias y tan solo hubo que ocuparse de aceptar el ofreci-
miento y resolver que fuera convenientemente acondicionada a ese efecto.9
En cambio, cuando en 1621 se anunció la visita del gobernador Diego de
Góngora, las autoridades capitulares deliberaron sobre la mejor manera de
recibirlo, darle la bienvenida y alojarlo, y no encontraron allanada la solución.
En esa oportunidad decidieron que Francisco de Paz y Juan González de Ataide
cedieran su casa para alojar al gobernador, por considerarla capaz y adecuada.
También habrán tenido en cuenta que estaba ubicada junto al Cabildo, en un
amplio terreno de media manzana con uno de sus frentes hacia la Plaza:

de unánimes y conformes acordaron de que atento a que la casa en que viven


Francisco de Paz y Juan González de Ataide es capaz para que Su Señoría el
tiempo que hubiere de estar en esta dicha ciudad pueda estar en ella, acordaron
se les mande lo tengan por bien de que sabida la partida de Su Señoría la desem-
baracen para que este Cabildo o la persona o personas a quien fíe el cometido
vean lo que hubiere que hacer en ello y se acuda de manera que esté capaz para
en que Su Señoría pueda vivir.10

Más tarde, en 1650, el alojamiento del oidor Andrés Garavito de León, que
pasó de visita por la ciudad, se resolvió más fácilmente por cuanto el Cabildo
pudo destinar la casa de los herederos de Hernandarias de Saavedra, que se
encontraba vacía desde la muerte de su viuda doña Jerónima de Contreras
ocurrida el año anterior. En esa oportunidad se comisionó al alcalde Juan
Gómez Recio y al regidor Alonso de León y Aliaga para que la dejase en con-
diciones y para que notifique de lo resuelto al general Diego de Vega y Frías,
administrador de esos bienes.11

418
Mucho antes, una casa que no hemos podido identificar fue utilizada en
1599 para alojar al obispo Don Tomás Vázquez de Liaño, que allí murió, y al
año siguiente al tercer gobernador del Paraguay y Río de la Plata Don Diego
Rodríguez Valdéz y de la Banda, su enemigo, quien también murió en la misma
casa. Esta coincidencia tiene connotaciones particulares por cuanto ambos,
obispo y gobernador habían arribado juntos a Buenos Aires y una cuestión
de protocolo les había enemistado al punto de que el primero excomulgó al
segundo. Pedro Lozano es quien comenta este hecho:

le hospedaron [al gobernador] casualmente en la misma casa que murió el


Obispo, donde le asaltó la enfermedad de la muerte, en cuyo discurso gritaba
muchas veces: ¡Traigan silla para el señor Obispo que me viene a visitar! Y con
este tema o delirio fallecía, dando a discurrir mucho, por las circunstancias.12

2.2. Vivienda y hospitalidad: el alojamiento de los viajeros

En una ciudad abierta al comercio y a los comerciantes, sin fondas hasta muy
avanzado el siglo XIX, la hospitalidad era la única garantía de encontrar hos-
pedaje. Los viajeros llegaban con recomendaciones de conocidos, portadores
de esquelas o letras de presentación, seguros de que serían recibidos con ge-
nerosidad y amabilidad por sus destinatarios. Así llegó en la segunda década
del 1800 Juan Robertson, cuyo relato ya hemos comentado para describir el
paisaje santafesino de aquellos años.
Robertson entró en Santa Fe luego de cruzar el Paso de Santo Tomé, atravesó
las calles del sur de la ciudad flanqueadas por viviendas modestas y llegó al
centro buscando la casa de Aldao donde habría de hospedarse:

llegamos a una casa de mejor apariencia que las que habíamos pasado. El pos-
tilllón me dijo que ésa era la morada del señor Aldao, para quien yo tenía una
carta de recomendación. Bajé del caballo y encontré a su familia, como todas
las demás, sentada en el zaguán, con sus sandías, mates y cigarros.

En ese sentido, el zaguán ofrecía un ámbito adecuado para la idiosincrasia


de la familia principal santafesina: permitía socializar al modo que lo hacía el
resto de la población en la hora inmediata a la siesta pero a la vez resguardada
su privacidad: se estaba en contacto con la calle pero no en ella.

Tan pronto como el señor Aldao leyó el contenido de mi pasaporte de presen-


tación de su amigo de Buenos Aires, toda la familia se levantó de sus sillas y me
dio la bienvenida. Se llamaron los esclavos, los caballos fueron desensillados,

419
se me condujo a una habitación demasiado espaciosa para los muebles que
contenía, y se me dijo que allí era mi dormitorio.

Conducido Robertson a su habitación, el recibimiento hospitalario incluía


el agasajo con “licores, vino, bizcochuelos, panales, fruta y cigarros”, a la vez
que se le acercaba una gran palangana y una jarra de plata “para las ablucio-
nes” que refrescaban luego de un largo viaje, y un jarro también de plata para
saciar la sed. Un mate que adornaba la mesa anunciaba convites amables. La
ausencia de cortinas y la sencillez del mobiliario, con una silla de vaqueta que
hacía las veces de lavatorio y un simple catre para dormir, se compensaba con
la cama tendida “con sábanas de batista, fundas de hilo fino bordado y colcha
de damasco punzó”.
Una esclava negra sostenía un enorme tejido con pliegues dobles que
llegaban hasta el suelo y hacía las veces de “toallero autómata” mientras el
viajero se refrescaba y se sorprendía tanto por la presencia de la esclava como
por la rica calidad de la tela que servía de toalla (“semejante a fino crespón
de la India” aunque procedía del Paraguay). Apenas higienizado y cambiado
el “vestido de viaje” Robertson estuvo en condiciones de reencontrarse con
sus anfitriones. Ya era la hora del crepúsculo y el grupo familiar, en lugar de
congregarse en el zaguán como el inglés había observado en su llegada, ahora
estaba reunido en el patio, “aumentado con la llegada de muchos amigos y
vecinos de ambos sexos”.
Desde sus orígenes, la hospitalidad con el foráneo fue una característica de
la sociedad santafesina, posiblemente favorecida por la condición de la ciudad
como puerto y enclave comercial.

2.3. La irrupción de la frontera dentro del ámbito doméstico

La casa fue un ámbito cotidiano de contacto interétnico, dentro de las rela-


ciones previsibles entre patronos, esclavos y sirvientes. En alguna oportunidad
ese intercambio tuvo un carácter excepcional porque se convirtió en encuentro
y diálogo entre dos mundos distintos: el urbano y español representado por
una familia principal, y el rural, la frontera y la guerra, representado por un
grupo de mocovíes.
El lugar de encuentro fue una de las casas principales del siglo XVIII, per-
teneciente a don Francisco Xavier de Echagüe y Andía. Desde las primeras
décadas de ese siglo los santafesinos habían vivido en zozobra y en continua
guerra con grupos mocovíes y abipones que avanzaban sobre las fronteras y
ponían en vilo a la ciudad y su entorno. Echagüe y Andía, que se desempeñaba
como teniente de gobernador, en virtud de su estrategia militar y sobre todo

420
de sus cualidades personales pudo concertar paces con algunos caciques, que
derivaron más tarde en el entendimiento entre españoles, mocovíes y abipo-
nes, en la fundación de reducciones a cargo de los jesuitas y, finalmente, en la
tranquilidad de los santafesinos.
Las primeras tratativas de paz se concretaron en 1734 y la casa de Echagüe
y Andía fue uno de los ámbitos en que se demostró la voluntad de una convi-
vencia pacífica: “Hechas las paces con ambas naciones (mocovíes y abipones)
–dice en su relación el padre Francisco Burgés– dieron los indios en llegarse
a Santa Fe, como a su casa, sin recelo, y el buen teniente los acogía en su casa
y daba de comer, y cuanto ellos podían desear. Con esto, si antes le temían y
respetaban por su valor y esfuerzo, después le amaban y querían, como a su
padre y buen amigo, de modo que en todas sus quejas y sentimientos acudían
a él como a su padre y buen amigo” (Furlong, 1938:23).
Ninguna otra referencia sobre esta inusual convivencia entre el teniente
de gobernador y los caciques indígenas. En segundo plano podemos intuir
a la esposa doña Josefa de Gaete, organizando a la servidumbre y a los hijos
pequeños, atentos todos a los invitados extraños que venían del otro lado de
la frontera y de la “civilización” urbana.

2.4. La transgresión de la norma y el escándalo

La casa es, según la norma, el ámbito en el cual transcurre la vida diaria de


una unidad familiar tradicional, de acuerdo a los cánones aceptados por la
sociedad. Cuando éstos se trastocan, la perturbación produce escándalo, tal
como aconteció en la casa de José Fernández Montiel, quien vivía solo, sin
familia constituida, con su cuñado Ignacio Domínguez Rabanal y compañías
inquietantes para el sosiego del vecindario.
A principios del siglo XVIII la vivienda de Fernández Montiel fue escenario
de “diferentes excesos” que perturbaron “la paz pública” de Santa Fe.13 En lugar
de estar casado con una mujer de su clase, Fernández Montiel escandalizó a
los santafesinos por vivir “públicamente en mala amistad con una mestiza”
–según otros era “mulata”, que para los prejuicios de la época daba lo mismo–,
quien se mostraba públicamente y “sin recato alguno” servía la bebida a las
amistades y concurrentes a la casa, “en presencia del teniente [de gobernador]
y demás justicias”.
La posición social de Fernández Montiel y Domínguez Rabanal convocaba
que a esa casa acudieran jueces convirtiéndola en “teatro [...] para todo género
de despacho”, mientras en ella se daba asiento a todo tipo de vicios.
Los desórdenes trascendieron el ámbito de lo privado al “tener en su casa
con mesas públicas de todos juegos donde se juegan naipes con variedad de

421
dados y taba de día y de noche”, juegos a los que concurrían “jueces, vecinos
y forasteros”. La ubicación de la casa en un solar privilegiado frente a la Plaza
y junto al Cabildo aumentaba la notoriedad del escándalo al ser “casa pública
por estar en la misma Plaza” y al haberse convertido en ámbito desde donde
se alteraba el orden social con “juramentos, votos y blasfemias”.
Seguramente esta transgresión a las normas sociales no debió ser un caso
aislado, tan solo la notoriedad del propietario y la privilegiada localización
de la vivienda debió llevar a que los excesos allí cometidos hayan quedado
registrados en un expediente judicial que llegó hasta el Consejo de Indias.

2.5. La enfermedad y la muerte en el ámbito doméstico

La casa es lugar para la vida, pero también en ella se enferma, se muere y se


vela el cuerpo de los difuntos.
En la ciudad colonial la salud se atendía dentro del ámbito doméstico, con
la precaria asistencia de curanderos, sangradores, cirujanos y médicos. Las epi-
demias y algunas enfermedades inquietaban a los sanos y a los que sobrevivían;
en esas ocasiones la casa era temida como un agente de contagio y el aire y
sus paredes se convertían en amenazas que se trataba de neutralizar desde la
empiria, sin conocimiento científico. El maestro Pedro del Casal y sus herma-
nos fallecieron “de achaque contagioso originado de calentura maligna” y su
cuñado Domingo Maciel supuso que ese contagio debía haberse propagado en
toda la casa del difunto y por lo tanto representaba una amenaza para la salud
de sus propios hijos, sobrinos del difunto, con quienes habitaba en una casa
lindera. La vivienda del difunto Casal, dice Maciel, “se halla edificada sobre
el mojinete y demás pared divisoria de la mía” y por ser sus paredes “porosas”,
temiendo que se difundiera el mal, solicitó a la Justicia que fuera destechada
y que se picaran sus revoques para disipar el contagio.14
Apenas han quedado registradas en los documentos las costumbres funerarias
en las cuales la vivienda era parte del escenario: lo habitual era que se armara
una capilla en una de las habitaciones principales y sobre una mesa se colocara
el cadáver. Cuando la circunstancia lo exigía el escribano o alguna autoridad
debía apersonarse y constatar el fallecimiento. El 15 de marzo de 1798 el
escribano hizo constar que fue llamado “a la casa donde viviendo moraba
doña Antonia Toledo” –viuda de D. Lorenzo Piedrabuena y de D. Antonio
Suárez– “y vi en la sala principal una mesa cubierta con bayeta negra y velas
de cera encendidas alrededor y encima una tumba o ataúd vestido con una
colcha de terciopelo negro donde estaba un cadáver amortajado con el hábito
de la religión de nuestro padre San Francisco, el cual por las facciones del
rostro aunque mudadas me pareció ser de la dicha doña Antonia”. Siguiendo

422
el ritual determinado, constató que estaba muerta: “habiéndole llamado por
su nombre tres veces altas no me respondió ni dio señales de vida”.15
Esa escena, en la que la mudez del cadáver permitía verificar el deceso, se
repitió dentro de lo previsible cientos de veces en el ámbito de la casa colonial
santafesina. Fuera de la costumbre y singular en todo sentido, fue que el pro-
pio cadáver fuese embargado y que la casa, convertida en capilla mortuoria,
fuese custodiada para evitar su entierro. Juan de los Ríos Gutiérrez murió
el 2 de mayo de 1724 en la casa de su morada, que todavía se conserva y es
conocida con el nombre de sus posteriores propietarios, los Díez de Andino.
Como resultado de su función como tesorero de la Real Hacienda, de los
Ríos fue imputado de algunos cargos y obligado a saldar algunas cuentas,
circunstancias en las que le sobrevino la muerte. En la mañana de su falle-
cimiento, el teniente de alguacil mayor se presentó acompañado por un
capitán y seis soldados y requirió a la viuda el pago de 762 pesos y 6 reales,
con la orden de que, en caso contrario, tenía orden de que se “embargue el
cuerpo difunto” y que se coloque una guardia “a las puertas de la morada
donde estuviere dicho cuerpo difunto, sin permitir que ninguna persona, así
eclesiástica como secular, saque dicho cuerpo a dar sepultura, hasta que Su
Majestad sea satisfecho” (Roverano, 1970:13/15). El compromiso asumido
por la viuda para saldar la deuda evitó que se completara un acto en el que
la muerte, desacralizada, irrumpía de una forma inédita en el mundo de los
vivos y en el ámbito habitual de la vida doméstica.

2.6. Conflictos entre propietarios e inquilinos

El real o presunto mal uso dado a los cuartos arrendados por parte de inqui-
linos derivó en pleitos judiciales; algunos de los cuales ponen en evidencia
cuestiones de higiene, seguridad y violencia.
El primer caso que comentaremos tuvo como protagonistas a Ignacio Crespo,
propietario de unos cuartos en la esquina de su casa, y a Francisco Leiva, su
inquilino, vecino y del comercio de la ciudad, que allí instaló una pulpería.
La causa legal fue iniciada por Leiva, quien en una presentación ante la
Justicia expuso que había satisfecho anticipadamente el pago estipulado por
el contrato y, como la casa estaba “maltratada” había acordado con Crespo
hacerse cargo de sus reparaciones a cuenta de los alquileres. Habiendo hecho
“contrato con un maestro albañil dio principio a la obra y continuó en ella
algunos días, entre los cuales se me avisó la novedad de que la esposa de Don
Ignacio por orden que expresó tener de éste, mandó cesar la obra cerrando
las puertas y tomándose las llaves, todo lo cual según me hallo informado, se
ha dispuesto con el fin de arrendar la misma casa a otro”.

423
El propietario contestó a esta presentación diciendo ser falso que hubiera
despojado de la esquina a su inquilino:

Lo que ha sucedido –explica en un escrito– es que por mejorarse de lugar el


demandante y libertarse de la muchedumbre de ratones que se habían criado y
multiplicado con exceso con los víveres y comidas de su pulpería que mantuvo en
mi esquina los años que expresa, alquiló otra, se muda a ella voluntariamente por
su provecho y me lo comunicó por carta misiva a mi chacra para que dispusiese
yo de dicha mi esquina y quedase entendido de haberla evacuado y concluido
su arrendamiento y por hallarse ocupado en su chacra le encargó que hiciera
reparar y cerrar las cuevas de los ratones con los revoques correspondientes a fin
de que se evitase el tránsito de ella a mi contigua vivienda y no aumentase más
el daño y perjuicios que con tan mala sabandija experimentada ya de antemano
por la pulpería que la ocasionaban y acrecentaba de día en día.16

Finalmente el propietario agrega que, con esta experiencia, no volvería a


alquilar la esquina a nadie “que metiese en ella una pulpería” y, por lo contrario,
manifiesta tener pensado destinarla a su hijo sacerdote, el doctor Pedro José,
próximo a llegar desde Córdoba.

El segundo caso está relacionado con problemas de seguridad originados


por el destino dado a unos locales arrendados por doña Estefanía de Vera y
Pintado a José Antonio Teisera.
En 1815 la propietaria se presentó ante la Justicia explicando que había cele-
brado contrato con Teiseira para alquilarle una casa de su propiedad para usarla
“con su tienda de comercio y botica, pero posesionado de ella no solamente
la ocupó con esos efectos sino que introdujo varios combustibles que por el
mucho incendiarse no pueden ser permitidos dentro de la población, cuales
fueron tres barriles de pólvora, cartuchos sueltos de lo mismo, una barrica
de brea y cantidad grande de estopa”. La presencia de material combustible e
inflamable dentro del tejido de la ciudad, aparece cuestionada con la expresión
“no puede ser permitido” pero pone en evidencia la carencia de disposiciones
normativas que lo prohibieran en prevención de posibles accidentes como el
que, finalmente, ocurrió. En efecto, continúa doña Estefanía de Vera, acaeció
“que en una de las noches pasadas se incendió con una vela dicha estopa de que
resultó arruinarse enteramente el techo de una pieza, con deterioro de la otra
que se halla contigua, cuya ruina hubiera sido mucho mayor y aun trascendente
a la vecindad si la gente que acudió al incendio hubiera tenido noticia de la
cantidad de pólvora que allí había, pues en tal caso nadie se atrevería a subir
a los techos, ni aun permanecer en la inmediación”.

424
La contravención al uso adecuado de los locales establecido por razones de
convivencia urbana, aunque no a la norma inexistente, se verifica en el oculta-
miento que el mismo inquilino hizo del material depositado. Aún a riesgo de
poner en peligro a todo el vecindario que acudió a ayudar en la emergencia,
“mantuvo las puertas cerradas sin permitir a la gente auxiliar entrase, hasta que
tomando mucho cuerpo el incendio se vieron precisados los de fuera a romper
una ventana, siendo ya por lo mismo irremediable la ruina”.17

El tercer caso que comentaremos se relaciona con un conflicto producido por


un contrato de compra y venta que terminó afectando a un inquilino –el san-
tero Fontán– que ocupaba la propiedad mientras se acordaba su traspaso.
El pleito fue iniciado en 1835 por doña Josefa Tarragona contra Antonino
Cabal sobre rescisión de contrato. Ambos habían tratado la venta de una casa
cuya escritura se otorgaría al completarse el pago; mientras tanto dos habi-
taciones se mantenían alquiladas a Fontán el Santero. Doña Josefa no tuvo
inconvenientes con Cabal hasta que, según ella misma declara en el expediente
judicial, “comenzaron mis trabajos con este hombre terrible por sus maneras”
quien, cuando supo de una orden judicial que impedía la venta de la casa,
“volvió con la furia de un león” y quitó al santero Fontán una onza que tenía
para pagar el alquiler de tres meses; “desde aquella hora, sin convenio ni in-
teligencia alguna conmigo”, prosigue doña Josefa, “se apoderó de las llaves y
clavó en el acto la puerta que corresponde a mi habitación, pasando a ocupar
esa casa por tiempo de cuatro años”.18

Las tres situaciones comentadas, complementan las informaciones registra-


das o contables acerca de los alquileres de propiedades urbanas. A las casas y
cuartos que eran objeto de arrendamiento, se agregan tres cuadros que incor-
poran el buen o mal uso de los locales, el carácter de las relaciones humanas
y las fisuras en la convivencia urbana. Cada denuncia o escrito judicial pone
al descubierto aspectos y conflictos diferentes detrás del incumplimiento
del contrato de locación. En el caso de la esquina de Crespo, la presencia de
alimañas como consecuencia de la falta de higiene se convierte en la excusa
presunta o real para invalidar la voluntad de un contrato; en el pleito de
doña Estefanía de Vera con su inquilino se describe la actitud temeraria de
un locatario que pone en riesgo a todo el vecindario; y en la controversia
entre doña Josefa Tarragona con Cabal el conflicto da lugar a que afloren
rasgos de personalidad e iracundia que permiten una posesión prolongada
del bien dirimido.

425
2.7. La vivienda en tiempos de guerra

Conocemos un episodio ocurrido en 1816 que aporta algún reflejo de acon-


tecimientos vividos que quebraron la rutina de la vida cotidiana en las casas
santafesinas.
Con motivo de la entrada en la ciudad de las fuerzas porteñas del general
Díaz Vélez, doña María Ignacia y doña Juliana Escobar buscaron refugio en
la vivienda de doña María Andrea Duarte Neves y, temerosas del saqueo, la
ayudaron a esconder unas seiscientas onzas de oro que eran propiedad de su
hermano don Malaquías Duarte Neves. Tanto las Escobar como doña And-
rea y sus hijas doña Isabel y doña Cecilia hicieron un “cinturón de badana o
lienzo para guardar dichas onzas en la cintura”. Las onzas que no pudieron
acomodar de esta manera “las escondieron por las concavidades de la escalera
del alto, umbrales de las puertas y rajaduras de la pared envueltas en trapos y
algodones para evitar se perdiesen o las robasen”. Posteriormente declararía
doña María Ignacia Escobar que las onzas que no pudieron acomodar en sus
cinturones “las guardaron entre una concavidad que había en el dormitorio
de doña Andrea en la umbraladura de una puerta”.19
En oportunidades como ésta, lo inusual de la guerra instalada en la ciudad
trastoca el espacio y la vida cotidiana. Momentáneamente la privacidad, el
sosiego y la tranquilidad se quiebran y el ámbito doméstico asume la condición
de último refugio pero a la vez evidencia su fragilidad y su vulnerabilidad ante
lo extraordinario.

426
Notas
1
AGPSF: Archivo de Gobierno, tomo I, leg. 8, fs. 10
AGPSF: AC I, fs. 354v/356, acta capitular del
170/185, Padrón del cuartel nº 2, 1816; Archivo 6 de septiembre de 1621. Publicada por Agustín
de Gobierno, tomo I, leg. 1, fs. 186/210, Padrón Zapata Gollan en: Los chanás en el territorio de la
del cuartel nº 4, 1817 y Cabildo de Santa Fe, provincia de Santa Fe, Publicación nº 4 del DEEC,
Varios Documentos, leg. 1, Padrón del cuartel nº Santa Fe, 1945, pp. 18/20.
3, 1816. 11
AGPSF: AC III, fs. 159/9v, acta capitular del 20
2
Ídem. Este grupo familiar vivía en la manzana de junio de 1650.
1: en la casa que había sido de don Francisco 12
LOZANO Pedro, Historia de la conquista del Para-
Pascual de Echagüe y Andía, luego de José Tron- guay, Río de la Plata y Tucumán, T. III, Buenos Aires,
coso Sotomayor y de Manuel Arias (Primera Serie 1873-1875, citado por Raúl A. Molina, Don Diego
tipolígica, tipo 3.7). Rodríguez Valdéz y de la Banda, Buenos Aires,
3
Ídem. Este grupo familiar vivía en la manzana 2: Ediciones de la Municipalidad, 1949, p. 88.
en la casa que había sido de don Melchor de Gaete 13
AGI. Escribanía 851 A. “La Plata, año 1707.
(1695), luego de don Lucas de Echagüe y Andía El señor fiscal del Consejo de las Indias contra
(Primera Serie Tipológica, tipo 3.1). Joseph Fernández Montiel y Ignacio Domínguez
4
Ídem. Ravanal, cuñados, vecinos de Buenos Aires, sobre
5
Ídem. Este grupo familiar vivía en la manzana 3. diferentes excesos e inquietudes cometidos por los
6
Ídem. susodichos en aquella provincia”.
7
AGPSF: Archivo de Gobierno, tomo I, leg. 1, fs. 14
DEEC: EC, tomo 38 , expte. 432, “Testamenta-
186/210, Padrón del cuartel nº 4, 1817. Este ría del maestro don Pedro José del Casal, clérigo
grupo familiar vivía en la manzana 5. presbítero”, fs. 714/16.
8
Bühler calcula un servicio integrado por un ama 15
Constatación de la muerte de doña Antonia
de llaves, dos muchachas para el servicio y el Toledo. Santa Fe, 15-III-1798. DEEC: EC, tomo
cuidado de los niños, una cocinera, un mozo de 1826, expte. 301, “Auto sobre el patronato man-
cuadras y las personas empleadas en el negocio dado fundar en la esquina frente a San Francisco
(entre 3 y 4 empleados). A ese grupo suma la po- por doña Antonia Toledo”, año 1826, fs. 40/66.
blación que habita en los locales alquilados. Según 16
DEEC: EC, tomo 1820/21, expte. 285, fs.
ese cálculo los habitantes por unidad doméstica 241/87.
podrían haber llegado a ser entre 20 y 30 personas 17
DEEC: EC, tomo 58, expte. 226, fs. 568/82.
permanentes (Bühler, 219). 18
DEEC: EC, tomo 1836/36, fs. 1/5.
9
AGPSF: AC I, fs. 198/199, acta capitular del 12 19
DEEC: EC, tomo año 1827, expte. 308, ya cit.
de noviembre de 1618.

427
428
Capítulo 19
La vivienda en el paisaje de la ciudad

1. Vivienda y ciudad

La ciudad colonial de Santa Fe, ya lo hemos planteado en el comienzo de


este libro, ha desaparecido. Su transformación y mutación urbanas fueron
notables a partir de la segunda mitad del siglo XIX; en la actualidad apenas
quedan algunos registros arquitectónicos mínimos, escasa cartografía de la
época, casi nula iconografía, algunas fotos históricas y un amplio espectro de
documentos notariales que hemos debido potenciar como principal fuente de
investigación. En los capítulos anteriores hemos trabajado con esos registros
y hemos reconstruido el objeto de estudio para poder tipificarlo y analizarlo;
en este último capítulo, nuestro abordaje se tornará panorámico, integrador
de diferentes aspectos ya trabajados, para proponer una lectura de conjunto
del paisaje y de la imagen de la ciudad.
Para casi todas las ciudades americanas, podemos decir lo que Germán
Téllez y Ernesto Moure plantean en relación con Cartagena de Indias: es la
cara exterior de las casas, cualquiera fuera su categoría, la que define el carácter
del espacio público, mientras que la calle carece de autonomía en el orden
urbanístico (1982).
Coincidimos en que el paisaje de la ciudad hispanoamericana y muy especial-
mente el de las de menor jerarquía como Santa Fe, se construyó a partir de la
arquitectura doméstica. El espacio público, desde el que se percibe y construye
la imagen y el paisaje de la ciudad, no fue objeto de diseño; en cambio, fue la
resultante de la adición de múltiples elementos singulares –fundamentalmente

429
viviendas– que no respondían a normas o estaban escasamente reguladas. Las
calles y la plaza se configuraron en la medida en que se fueron definiendo sus
bordes, constituidos puntualmente por algunos pocos edificios institucionales
y, básicamente, por las casas. Fue la tradición conformada por la repetición y
por el intercambio de experiencias en la arquitectura doméstica la que deter-
minó morfologías, volúmenes, bordes, materialidades, texturas y colores que
incidieron en la construcción del espacio urbano.

1.2. El paisaje en otras ciudades de la región

La ocupación de los solares o terrenos urbanos y el proceso de construcción


de las viviendas, con características propias en cada región, son variables a
partir de cuya combinación se configuran situaciones diferentes de paisajes
de ciudad.
El encadenamiento de diversos aspectos: razones climáticas y telúricas,
tecnologías apropiadas, formas de habitar, morfologías resultantes, espacios
urbanos generados por esos bordes, construyen el paisaje de la ciudad que
impresiona subjetivamente en cada observador.
Son los viajeros quienes mejor perciben estos paisajes, sus diversos orígenes
y los trayectos transitados los disponen con ojos nuevos frente a cada ciudad
a la que arriban. Sus descripciones, cargadas de subjetividades, no pueden
omitir la incidencia de la vivienda en la construcción del paisaje. Intuitiva y
asistemáticamente en estos relatos se agolpan datos tipológicos, tecnológicos,
morfológicos y vivenciales.
Un breve recorrido por las descripciones de Buenos Aires aportadas por
algunos viajeros y cronistas nos proporciona un ejemplo de lo dicho. Las
casas “hechas en barro”, techadas con paja y cañas, concentran la atención de
la ciudad que percibe Acarette a mediados del siglo XVII, con su desarrollo
en planta baja –“de un solo piso y muy espaciosas”– y ausencia de “pisos
altos”. Pero Acarette también retiene la imagen que entretejen los cultivos
en medio de la trama edilicia: “tienen grandes patios y detrás de las casas
amplias huertas, llenas de naranjos, limoneros, higueras, manzanos, perales y
otros frutales, con abundancia de hortalizas, zapallos, cebollas, ajo, lechuga,
alberjas y habas; y especialmente sus melones son excelentes, pues la tierra es
muy fértil y buena” (43).
La imagen que en 1729 registra el jesuita Carlo Gervasoni no varía en cuanto
a la densidad de lo edificado –“las casas se edifican todas en planta baja”– y,
aunque todavía quedan muchas construidas en tierra y paja, “la mayor parte
ahora [son] de ladrillos y teja”.1 Dos décadas más tarde Florián Paucke insiste
sobre las alturas de las edificaciones: “Por lo común sus casas son de un piso

430
y muy pocas de dos”, pero algunas variaciones en las técnicas constructivas
inciden en la vivienda, en el paisaje del conjunto y en la forma de vivir los
espacios: “Los techos tienen tejas chatas o están provistos arriba con una azotea
para que en el verano se pueda tomar con la mayor comodidad el aire fresco
arriba sobre la casa”. Al igual que Acarette, Paucke intuye la importancia que,
detrás del “buen aspecto exterior”, tiene la gradación que va de lo privado a
lo público, complejizando la percepción y la vivencia de lo urbano y de lo
doméstico: “en el interior tienen por lo común un patio limpio y aseado que
está cerrado por una o dos partes de la casa” (I-31). Estas apariencias son las
que inducen a un viajero médico, llegado en un buque negrero, a opinar que
los edificios son semejantes a los de Cádiz, “con amplios patios y ventanas de
acuerdo con el clima”.2
El cronista chileno Nicolás de la Cruz Bahamonde, conde de Maule, arribado
a Buenos Aires en 1783, destaca la desagradable impresión que le provocan
los bordes de la ciudad con sus parcelas cercadas por tunas.3 Por el contrario
y en aquellos mismos años Concolorcorvo se detiene en una nueva forma de
ocupación que ha comenzado a extenderse en las manzanas alejadas del centro,
las quintas: “Hoy no hay hombre de medianas conveniencias que no tenga su
quinta con variedad de frutas, verduras y flores” (38). Por la misma época, en
la ciudad de Santa Fe se comienzan a ocupar algunas parcelas extraurbanas
con idéntico destino.
En 1772 Francisco Millau aporta una visión de Buenos Aires que interesa
por el modo en que describe la relación entre ocupación del suelo, tejido y
definición del paisaje urbanos. Millau comenta que de las 700 cuadras que
tenía la ciudad, poco más de un centenar “están enteramente fabricadas: en
otras 300, aunque se encuentran algunas que igualmente lo están, en las más
no se unen los edificios, dejándose ver por ellas muchos verdores y árboles que
encubren graciosamente esa falta. En el espacio que contiene las 300 cuadras
restantes, éstas están unidas de dos a cuatro y hasta ocho o diez juntas, que por
varias partes cierran algunas calles y forman unos grandes recintos cercados de
tunas, En ésta sólo se ven edificios o casas en alguna esquina”.4
Ocupación escasa e irregular, tejido disperso, bordes poco nítidos, presencia
de vegetación, son rasgos que caracterizan la periferia de una ciudad riopla-
tense, en este caso Buenos Aires, pero la descripción también es válida para
otras como Jujuy, Córdoba o Santa Fe.

431
1.3. El paisaje urbano de Santa Fe

1.3.1. Los bordes de la ciudad


Las ciudades españolas en el Río de la Plata y en el Tucumán –provincias
coloniales de lo que actualmente es la República Argentina– se encontraban
separadas entre sí por grandes distancias que atravesaban territorios casi vacíos y
fronteras en pie de guerra. Llegar a cada ciudad significaba dejar atrás lo incier-
to, lo inseguro, la incomodidad, el desierto, el espacio rural apenas ocupado,
el camino largo y fatigoso, y las penurias del viaje. Entrar a una ciudad, por
pequeña que fuese, y aunque fuera por primera vez, implicaba un encuentro
con lo conocido y lo esperado, un mundo previsible en donde las relaciones
humanas respondían a códigos similares y en donde las construcciones, aun
aquellas de extrema modestia, se volvían cómodas y hospitalarias.
Durante las largas travesías y en los tiempos demorados de los viajes, los
relatos de los compañeros de andanzas proporcionaban al viajero descripciones
y referencias de lo que iban a encontrar, anticipando paisajes, costumbres y
personajes. Pero la primera impresión de la ciudad, personal y concreta, se
percibía desde el entorno inmediato, adonde los caminos y las sendas que se
habían transitado penetraban y se conectaban con las calles urbanas (Ilustra-
ciones 19.1 y 19.2).
A la ciudad de Santa Fe se arribaba por río o por tierra. Por agua, en el sitio
fundacional navegando los últimos tramos del río Dulce o de los Quiloazas,
y en la ciudad trasladada el riacho Santa Fe, brazos ambos del imponente
Paraná que bajaba del Paraguay y desembocaba en el Río de la Plata. Desde
el agua, por encima de las barrancas, en medio de la vegetación de sus huertas
se vislumbraban las viviendas.
Por tierra los caminos de la ciudad vieja seguían los terrenos altos del albar-
dón costero o partían hacia el oeste atravesando los terrenos anegadizos de
los Saladillos, en dirección a Córdoba y Santiago del Estero. En Santa Fe de
la Vera Cruz los caminos que llegaban desde las chacras o estancias entraban
desde el campo abierto por el lado norte de la traza, con su toponimia fijada
por la costumbre: caminos del Medio, de Nogueras, de Aguirre y de Gua-
dalupe. Los caminos largos que comunicaban con las ciudades de Córdoba,
Santiago y Buenos Aires o los que iban a parajes más próximos como los Pagos
de Coronda y de los Arroyos, requerían atravesar el Paso de Santo Tomé, en
la desembocadura del Salado, hacia el suroeste de la traza.
A fines de diciembre de 1749 fray Pedro Parras llegó en un barco desde
Buenos Aires. Como encontraron el Salado5 con poca agua tuvieron que
despachar a algunos hombres para que se adelantaran a pie costeando el río
y consiguieran unos caballos para vadearlo: “Las ocho y media de la mañana
serían, cuando llegaron unos esclavos del convento con suficientes caballos

432
para conducirnos a la ciudad. Llegamos al río que la rodea enteramente, a las
diez y cuarto; pasaron los caballos a nado y nosotros en una canoa que nos
puso en la misma puerta falsa del convento” (143/44).
La virtual insularidad de Santa Fe es descripta por fray Pedro de Parras en
estos términos: “cércala por una parte el río Salado y por otra Santo Tomé,6 y
dan entre sí tantas vueltas que vienen a hacer una perfecta isla, en que está la
ciudad, de manera que ninguno entra ni sale de ella sino es embarcado, a causa
de ser estos ríos profundos y no poder vadearse por parte alguna” (144).
Desde la segunda mitad del siglo XVIII el entorno inmediato de la traza de
Santa Fe comenzó a poblarse de quintas como las que llamaron la atención
de Concolorcorvo en Buenos Aires. El plano de 1787 refleja con nitidez la
ubicación de algunas de ellas establecidas al suroeste de la traza, justamente
en relación con el Paso de Santo Tomé, por lo cual formaban parte de las pri-
meras impresiones que recibían quienes entraban por ese camino. Desde las
quintas o desde el campo, las calles penetraban en la ciudad con un paulatino
incremento en la densidad y calidad de las viviendas.
En las áreas periurbanas el tejido se disolvía en multiplicidad de construccio-
nes puntuales que se insertaban libremente en los terrenos; los cercos de palos
y de plantas, las zanjas, las arboledas y las pequeñas unidades habitacionales,
aunque se implantaran directamente sobre las calles, no eran suficientes para
definir los bordes de las calles. La presencia de hornos de ladrillos y de tejas,
corrales y otros usos mixturados no estrictamente urbanos, generaban áreas
de transición que señalaban que ya no se trataba del campo circundante pero
que todavía no asumían carácter urbano.
Desde los bordes de la ciudad hacia la Plaza, la ocupación del suelo variaba
y la mayor o menor densidad de viviendas, como así también sus caracte-
rísticas tipológicas, definían diferentes situaciones del espacio público y del
paisaje urbano.
El inglés Juan Parish Robertson, cuyo relato ya comentamos más extensa-
mente en otros capítulos, describe su entrada a la ciudad después de haber
cruzado el Paso del Salado. A caballo transita por calles de “arena suelta” y
atraviesa manzanas con un tipo de edificación en el cual las viviendas se abren
directamente a la calle y posibilitan a sus habitantes sentarse y disfrutar pú-
blicamente de su tiempo de ocio, de una manera que sorprende al visitante.
En el tránsito del espacio natural al urbano, Robertson tiene la capacidad de
observar no sólo los rasgos físicos de la ciudad que encuentra, sino también
la forma en que sus habitantes la viven.

1.3.2. El tejido urbano y la definición espacial de las calles


La baja densidad de ocupación, aun en las manzanas centrales, generaba
calles cuya imagen estaba determinada fundamentalmente por los cercos de

433
tapia, de tres tapias de alto, o de vegetales. Durante el primer siglo de Santa
Fe, para su definición el espacio público dependió fuertemente de la existencia
de cercos en los frentes de los solares ya que los edificios se presentaban como
elementos sueltos sobre la superficie, independientes unos de otros.
La relación abrumadora de los espacios abiertos sobre los vacíos dificulta la
aplicación del concepto de tejido –entendido como trama conformada por
los volúmenes construidos–, hasta después del traslado, cuando aumentó
la densidad edilicia. Esto se hace evidente en la absoluta predominancia de
las viviendas del primer tipo de la Primera serie tipológica, que se mantuvo
hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX. Las superficies cubiertas no
estaban relacionadas directamente con la calle, salvo las tiendas que preferen-
temente, desde los primeros tiempos, fueron construidas en las encrucijadas
de las calles convirtiendo al término esquina en su sinónimo. Sin embargo,
a partir de la Segunda mitad del seiscientos, podemos detectar viviendas con
una mayor ocupación del lote (construidas en forma de L o de U) o viviendas
de la segunda serie tipológica cuya construcción se plantaba también sobre el
frente de los terrenos (Ilustraciones 19.3 y 19.4).
Más tarde, la coexistencia de los diversos tipos se refleja en el paisaje urbano.
Sólo en algunos tramos las calles se conformaban como canales, delimitadas
en ambos lados por las fachadas de viviendas y tiendas. Sin embargo conti-
núa siendo muy fuerte la percepción que se tiene desde el espacio público
de aquellas superficies asignadas al uso doméstico de patios y huertas, que lo
expanden visualmente. Por esas sendas circulaban las personas y los medios
de transporte que se desplazaban por la ciudad (Ilustración 19.5).
Los espacios públicos carecían de vegetación arbórea, tan sólo había pasti-
zales y malezas que crecían desaprensivamente. Las medidas que adoptaban
las autoridades capitulares para que fueran limpiados por parte de los vecinos
parecen ser las únicas que se tomaban con respecto a su control.

1.3.3. El área central


El área central, constituida por las manzanas más próximas a la Plaza, presen-
taba situaciones diversas en cuanto a la imagen generada por la yuxtaposición
de las viviendas. Los límites aparecían definidos por altos cercos de tapia con
bardas de teja y puertas de calle, o por las fachadas de viviendas construidas
al frente con puertas que se abrían a zaguanes o directamente a los cuartos,
según fuere la calidad del propietario, y ventanas de rejas de madera y de hierro.
Pero la coexistencia de ambos tipos de borde ablandaba la contundencia de los
límites que comúnmente convierten a las calles en espacios canales.
Algunos tramos de ciertas cuadras adquirieron mayor definición gracias a
la vecindad de edificaciones construidas sobre los frentes. En una cuadra de
la actual calle San Jerónimo, los cuartos edificados por Bartolomé Márquez y

434
los de la casa Francisco Xavier de Echagüe y Andía, enfrentados a la fachada
lateral de la Iglesia Matriz y a las casas de Francisco Pascual de Echagüe y An-
día y de Francisco de Ziburu, generaron una suerte de fachada corrida. Pero
aun allí los tapiales de los patios de las casas de Márquez y de los Echagüe
quebraban la continuidad y la fachada recedida de la Matriz ensanchaba la
calle (Ilustración 19.6).
La ortogonalidad de la traza y por ende la de los solares y terrenos era acom-
pañada por las edificaciones que se implantaban sobre esas superficies, con
ligeras “falsas escuadras” que difícilmente se percibían a nivel del conjunto. La
escasa densidad de ocupación de las manzanas se manifiesta en un tejido que
no requiere del aprovechamiento “intersticial”. Construcciones extendidas sin
condicionantes y entre medio de amplios espacios abiertos caracterizaban al
tejido urbano santafesino. Hemos podido reconstruir algunas manzanas en las
que se puede constatar esta situación y que coincide con lo que manifiesta, más
allá de las desproporciones del dibujo ingenuo, el conocido plano dibujado
en 1824 por Marcos Sastre.
En el área central, el espacio abierto es la versión “en negativo” del tejido,
constituido por amplios patios, traspatios, corrales y huertas incorporados
con diferentes usos y significados. El patio configura, como en el caso de las
viviendas de otras ciudades hispanoamericanas, un espacio vital que organiza
tanto la ocupación del lote como la distribución de los locales y la vida do-
méstica. En Santa Fe, en muchísimas situaciones asumió características que
parecen ser distintivas, como las de que, si bien se ubicaba sobre el frente,
estaba separado del espacio público, fuera calle o plaza, mediante un alto
cerco de tapia en el que se abría la “puerta de calle”. Los patios secundarios
y las huertas se desarrollaban en los interiores de los terrenos, extendiéndose
en amplios sectores de las manzanas y separados entre sí a través de cercos de
tapia, de palos o setos vivos.
No obstante algunas similitudes con las casas del área paraguaya y correntina,
las viviendas santafesinas se distinguieron de aquellas en la organización de los
espacios privados y en su relación con el espacio público. Mientras aquéllas
se abrían a la calle a través de galerías, en Santa Fe los corredores o colgadizos
sólo formaron parte del ámbito reservado para la vida doméstica, en relación
con los patios y las huertas. El carácter extrovertido de unas y el introvertido
de las otras, estaba vinculado con formas distintas de habitar y de utilizar los
espacios familiares y los urbanos, que generaron también paisajes diferentes.
Una vivienda importante como la de José de Tarragona, con sus cuerpos de
habitaciones edificadas en dos plantas en una esquina, ocupaba dos solares a
menos de una cuadra de la Plaza, pero más de la mitad de superficie estaba
destinada a una extensísima huerta cerrada por un cerco en gran parte de su
frente, calle de por medio del convento de Santo Domingo. Las casas que

435
construyó Juan José de Lacoizqueta junto a la propiedad heredada por su
mujer (hoy conocida como Casa de los Aldao), tenían un dilatado frente de
solar entero, hacia el norte, con patio y cerco de tapia, mientras que el lado
este estaba ocupado por una serie de habitaciones construidas directamente
sobre la calle.
El zaguán se desarrolló como un fuelle entre el primer patio y la calle. En
las casas principales se abría entre habitaciones que no estaban dedicadas a la
vida familiar de los propietarios, sino para arrendar a terceros como tiendas
o talleres de artesanos. En casas más modestas, las habitaciones destinadas a
alojar a los propietarios se ubicaban sobre los frentes, comunicadas directa-
mente con la calle y permitiendo un acceso más directo a locales en los que
se diferenciaba menos la vida privada y la laboral –comercial o artesanal–.
Cuando las modalidades tecnológicas incorporaron la segunda planta, las
habitaciones ubicadas en ella se destinaron para rentas, mientras que la vida
familiar de los propietarios continuó desenvolviéndose a nivel del terreno, en
contacto con los patios y las huertas. Esto se puede ver con claridad en las
casas de Alzogaray y del brigadier López.
En estas mismas manzanas, los espacios abiertos se fragmentaban mediante
cercos y elementos construidos que delimitaban con mayor o menor nitidez
distintas calidades de espacio: en primer lugar distinguían el espacio público
del privado y en segundo, los propios ámbitos privados pertenecientes a di-
ferentes propiedades.
Los espacios exteriores-privados constituían recintos de usos diversos aso-
ciados a la vida doméstica que se dejaban intuir desde las calles a través de los
cercos. Situaciones intermedias las conformaban espacios remanentes o solares
desocupados conocidos como huecos en los que, por carencia de límites entre
lo público y lo privado, se ensanchaban y desdibujaban las sendas de las calles.
Los espacios exteriores de carácter privado, de acuerdo a su uso, contaban
con árboles; solía haber entre ellos algunas especies locales como ombús y
algarrobos, pero eran mayormente los frutales importados los que poblaban
los patios y especialmente las huertas: naranjos, duraznos, higueras, limoneros,
granados, cidras. Hemos visto al tipificar las viviendas que los frutales estu-
vieron presentes desde los tiempos de Santa Fe la Vieja: doña Sebastiana de
Ojeda en 1644 vendió un solar “con los árboles de naranjos que tiene”; la casa
del escribano Juan de Cifuentes en 1651 tenía “algunos naranjos, duraznos y
manzanos” y en 1647 doña Catalina Arias Montiel recibió en dote una casa
“con mucha arboleda de higueras, duraznos y otros árboles frutales”.6 Con el
traslado de la ciudad la plantación de frutales se mantuvo y acrecentó, la huerta
de Juan de Silva, en 1786, incluía “porción de diferentes árboles frutales, na-
ranjos y limas dulces, granados, manzanos, parrales y otros árboles de aprecio”.
La casa de Joaquín Maciel fue inventariada en 1794, “cercada de pared pisada

436
y adobe crudo con barda de teja de tres varas de alto” y poblaba con diversas
especies de frutales, “ocho naranjos de la China frutales, una higuera frutal,
dos albarillos ídem, un nogal y una lima dulce”. En los fondos de la casa de los
Martínez de Rozas, “que sirve de huerta”, crecían “seis naranjos de la China,
siete granados frutales y dos perales”. Y la huerta de la casa de Francisco Javier
de Piedrabuena contaba con “once naranjos chinos y uno agrio, dos perales,
un albarillo, nueve granados, dos higueras, tres manzanos, cinco pies de parras
y dieciséis duraznos”. Fácilmente percibidos detrás de los cercos, los frutales
también aportaban el aroma de sus flores como un rasgo distintivo que Santa
Fe conservó hasta mediados del siglo XIX, cuando algunos cronistas lo destacan
como uno de los caracteres identitarios de la ciudad.
Además de las malezas no deseadas y del cultivo de frutales en huertas
y quintas cercanas, la naturaleza se hacía presente por la fuerza con que se
percibía el entorno rural, siempre próximo, y el río que bordeaba la traza
urbana y dinamizaba las actividades económicas de la población. El río que
no sólo era presencia visual o imagen intuida sino que también era el olor que
envolvía todos los espacios, circulaba por las calles y los patios y penetraba en
el interior de los aposentos.7
El color de la ciudad suele recordarse en el contraste de los encalados blancos
y los tejados colorados o pajizos, sin embargo, los muros solían dejar a la vista
el color terroso grisáceo de su materialidad. Así lo registra todavía a mediados
del siglo XIX Vicente Quesada: “Triste era en aquel tiempo el aspec­to de la
ciudad [...] Los cercos de las propiedades urbanas eran de ta­pia, la mayor parte
de las casas he­chas con adobe crudo, y todo tenía así un color negruzco, triste y
feo” (Gálvez, 1889). Algo similar había apuntado para otra ciudad rioplatense,
Corrientes, fray Pedro José de Parras en enero de 1750: “Con las repetidas
lluvias se ponen estas tejas de color ceniza y como los edificios compuestos
de barro, hueso y bosta viene a quedar el mismo color, de aquí es que toda la
ciudad parece cenicienta”.
Trama y tejido urbano, edificios y cercos, naturaleza salvaje o domesticada,
formas de habitar, texturas, olores y colores son datos de un paisaje que deja
pocos registros.

1.3.4. La Plaza
Ubicada a una cuadra del río, la Plaza era el centro simbólico de la ciudad
y el territorio. A ocho décadas de iniciarse la vida urbana, al momento de
producirse el traslado, los solares de sus bordes habían sido ocupados por
los mejores edificios que pudieron construirse en el ambiente santafesino,
conformando un recinto de límites bajos, en parte edificados y en parte
constituidos por cercas, entre los que se destacaban los volúmenes de la iglesia
parroquial, la jesuítica y el cabildo, éste último más por su significación que

437
por su preeminencia física. En ese entonces, la plaza tenía definidos sus límites
de la siguiente manera: al norte, el solar de la iglesia parroquial con la casa
del cura párroco, lindero del terreno que había dejado el Cabildo y que desde
entonces permaneció vacío; al este, la iglesia de los jesuitas con su colegio y
la casa particular más importante, la que había sido de Garay y luego de su
yerno Hernandarias; al sur, desde 1591 el Cabildo y la casa de Francisco de
Paz (o Páez) y al oeste, las viviendas de dos familias principales, los Fernández
Montiel y los Cortés de Santuchos.
Después del traslado de la ciudad a mediados del siglo XVII, la imagen de
la Plaza tardó en consolidarse y la definición de sus bordes no fue homogénea.
Durante muchos años perduraron algunos solares vacíos y otros no fueron
construidos nunca, como la mitad de la manzana de la Compañía de Jesús
(donde en la ciudad vieja había estado la casa de Hernandarias) destinada a
huerta, situación que a finales del siglo XVIII ya se percibía como causa de
“fealdad” urbana.8 La presencia de los edificios institucionales más importan-
tes (Cabildo, Iglesia Matriz e Iglesia de la Compañía) fue determinante en
la imagen de este gran recinto del espacio público urbano. Pero también lo
fue la imagen aportada por las casas principales que se construyeron en sus
bordes (Calvo, 2004).
En el lado norte se destacaba la casa de Juan de Rezola edificada a finales
del siglo XVII, con corredores volcados hacia la plaza; situación totalmente
atípica en Santa Fe aunque se tratara de cuartos dedicados a tiendas (ya que
los destinados a vivienda del propietario conservaban la usual introspección
de las casas locales). En el borde sur, junto al Cabildo, la casa de José Crespo
aparece documentada en las primeras fotografías tomadas en la década de 1860
mostrando su cerco de tapia con barda de tejas y puerta de calle que separaba
la calle del patio principal. En el borde del oeste, durante mucho tiempo
existieron las casas de los Rivarola, de menor jerarquía pero con afinidades
tipológicas con la de Crespo. En la segunda mitad del siglo XVIII la casa que
Manuel Maciel edificó para su hija Isabel casada con Melchor de Echagüe
y Andía, introdujo una construcción sobre el frente de la actual calle San
Jerónimo con zaguán y altillo en el ingreso principal de la vivienda y tiendas
en la esquina (documentada también en fotografías de la segunda mitad del
siglo XIX) (Ilustración 19.7 y 19.8).
Dos de las cuatro esquinas que hacían cruz con la Plaza (al noroeste y al
sureste) fueron ocupadas por viviendas que respondían también al tipo de
primer patio y cerco de tapia hacia el frente, como lo fueron las casas de Díez
de Andino y de Márquez (luego de Martínez de Rozas). En la tercera (esquina
noreste), Lucas de Torre construyó una pequeña unidad habitacional-comercial
con planta alta y balcón en la esquina (también la casa de Díez de Andino tuvo
durante algún tiempo una tienda con alto y balcón). Por último, la esquina

438
suroeste siempre fue ocupada por una tienda que alguna vez fue casa de trucos y
que por 1830 fue reemplazada por otra construcción de planta alta y azotea.
En síntesis, la heterogeneidad fue la característica de los bordes de la Plaza
Mayor de Santa Fe. La singularidad de los edificios institucionales se insertaba
en un contexto en el que cercos, recovas y fachadas convivían simultáneamente.
La inexistencia de ideas o normas para el diseño del espacio público tiene
un ejemplo elocuente en esta situación urbana: aunque la recova de Rezola
pareciera responder a lo aconsejado por las Ordenanzas de Nueva Población,
su construcción fue posible porque el Cabildo intervino permitiendo una
construcción que contravenía la costumbre y el uso local. El paisaje de la
Plaza, ámbito culminante del espacio urbano demuestra que fue a lo largo
de un proceso de larga duración que las voluntades individuales generaron
situaciones singulares cuya acumulación, yuxtaposición y mixtura construyó
la ciudad.

439
Notas
1
Buenos Aires y Córdoba en 1729 según cartas de Parras confunde el Salado. Debió decir: “cércala
los padres C. Cattaneo y C. Gervasoni S.J. Estudio por una parte el riacho Santa Fe y por la otra el
preliminar, traducción y notas del arquitecto Mario río Salado”.
J. Buschiazzo, Buenos Aires, 1941, pp. 147/148 7
Venta de doña Sebastiana de Ojeda al capitán
(Transcripto por José Torre Revello. “La casa y el Cosme Damián Dávila, Santa Fe, 26-IV-1644,
mobiliario en el Buenos Aires Colonial”. En: Re- DEEC: EP, tomo 1, f. 649; inventario de los bienes
vista de la Universidad de Buenos Aires, 3ª época, del escribano Juan de Cifuentes Valdés, difunto,
año III, nº 3 y 5. Buenos Aires, julio-septiembre y Santa Fe, 12-V-1651, DEEC: EC, tomo 54, f. 287.
octubre-diciembre 1945, p. 64). DEEC: EC, tomo 63, expte. 235, “Testamentaría
2
Citado por J. Torre Revello, Ídem, p. 65. del capitán Hernando Arias Montiel”, f. 49.
3
Ídem. 8
El historiador santafesino Agustín Zapata Gollan
4
Millau Francisco. Descripción de la provincia (1895-1986) recordaba el olor a río que percibía
del Río de la Plata. Buenos Aires, Espasa Calpe, en su infancia, hasta que la construcción del
1948. Transcripto por Daniel Schávelzon. “La puerto de ultramar se convirtió en una barrera.
casa colonial porteña. Notas preliminares sobre 9
Luego de la expulsión de la Compañía, la Junta de
tipología y uso de la vivienda”. En: Medio ambi- Temporalidades dispuso “que siendo una fealdad
ente y Urbanización, nº 46. Buenos Aires, IIED-AI, para la Plaza la viña que corresponde al Colegio”,
1994, p. 81. este pedazo de tierra fuera vendido. Véase: Furlong
5
Creemos que se refiere al riacho Santa Fe, que Guillermo S.J. Historia del Colegio de la Inmacu-
daba entrada a Santa Fe para los que venían en lada de la Ciudad de Santa Fe. Buenos Aires, Ed.
barco. de la Sociedad de Ex-alumnos Filial Buenos Aires,
6
El Salado desemboca en el paso de Santo 1962, Tomo 1, p. 572.
Tomé, esto confirma nuestra impresión de que

440
Ilustración 19.1

Ilustración 19.2

Ilustración 19.1. Jujuy, vista general de la ciudad en 1883 (colección Cedodal).


Ilustración 19.2. Buenos Aires en 1794, vista según un grabado de Brambilla (reproducido
en Monumenta Ichonográfica, Lámina XXIV).

441
Ilustración 19.3

Ilustración 19.4

Ilustración 19.3. Sector de la ciudad de Santa Fe donde se pueden ver manzanas en las
cuales algunas viviendas principales definen su relación con la calle mediante cercos de tapia y
puertas de calle (reconstrucción gráfica Luis María Calvo – dibujo digital Cristian Ceballos).
Ilustración 19.4. Distintas formas de ocupación del lote en una misma manzana (recons-
trucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Ceballos).

442
Ilustración 19.5

Ilustración 19.6

Ilustración 19.5. Sector de la ciudad de Santa Fe donde se pueden ver manzanas en las
cuales algunas viviendas principales definen su relación con la calle mediante cercos de tapia
y puertas de calle (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Ceballos).
Ilustración 19.6. Sector de la ciudad de Santa Fe donde se pueden ver algunos tramos de
calles en los cuales sus bordes aparecen más nítidamente conformados por habitaciones y
tiendas a la calle (reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Ceballos).

443
Ilustración 19.7

Ilustración 19.8

Ilustración 19.7. Casa de Don José Crespo y el Cabildo en una fotografía de 1872 (archivo
DEEC, foto 14.23).
Ilustración 19.8. Casa de Don Melchor de Echagüe y Andía, Frente a la Plaza, vista desde
la iglesia Matriz. La edificación baja con paramentos lisos y cubiertas de tejas. Ausencia de
galerías al exterior, tan sólo un fuerte alero en la fachada del norte (foto José María Iriondo,
Museo de la ciudad de Buenos Aires).

444
Ilustración 19.9

Ilustración 19.10

Ilustración 19.9. Casas y tiendas construidas sobre la calle. Una de ellas presenta las típicas
puertas en esquina, fotografía de 1945 (archivo DEEC, foto 15.03).
Ilustración 19.10. Las mismas casas vistas desde el norte, fotografía de 1945 (archivo
DEEC, foto 19.05).

445
Ilustración 19.11

Ilustración 19.12

Ilustración 19.11. Tienda y casa de Santiago Sañudo, antes de Manuel Muñoz (foto Danilo
Birri, publicada en “Memorias de Papel Sensible”, p. 103).
Ilustración 19.12. Tienda y casa de Santiago Sañudo, antes de Manuel Muñoz, hacia la
iglesia de San Francisco (foto Danilo Birri, 1962, archivo Diario El Litoral).

446
Ilustración 19.13

Ilustración 19.14

Ilustración 19.13. Calle 9 de Julio hacia Santo Domingo, llegando a la casa en esquina de
don Domingo Crespo, edificada por D. Francisco de Alzogaray alrededor de 1820 (foto archivo
DEEC, foto 19.13).
Ilustración 19.14. Calle 9 de Julio al comenzar la misma cuadra, desde la esquina que
mandó edificar D. Juan José de Lacoizqueta a mediados del siglo XVIII (foto AGN, foto 78.247,
negativo B 49.790).

447
Ilustración 19.15

Ilustración 19.16

Ilustración 19.15. La Plaza y las casas de don Melchor de Echagüe y andía, de Francisco
Martínez de Rozas (luego Gelabert y Crespo) y la Matriz hacia 1862 (foto Pedro Tappa, publi-
cada por J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, p. 71).
Ilustración 19.16. Casas en el borde de la Plaza sobre calle San Jerónimo. Se ven dos casas
con altillos sobre el zaguán, en la primera habitó Lina Beck Bernard durante su estancia en
Santa Fe (foto Tappa, J. Furt, Arquitectura de Santa Fe, p. 78).

448
Ilustración 19.17. Plano de Santa Fe en tiempos coloniales con la ubicación y planta de las
viviendas reconstruidas en base a fuentes documentales (reconstrucción gráfica Luis María
Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

449
Ilustración 19.18. Plano del entono de la plaza de Santa Fe en tiempos coloniales con la
ubicación y planta de las viviendas reconstruidas en base a fuentes documentales
(reconstrucción gráfica Luis María Calvo, dibujo digital Cristian Cevallos).

450
Conclusiones

El acto simbólico de fundación con el cual se dio principio a las historias


de la mayoría de las ciudades hispanoamericanas, estuvo acompañado de la
voluntad de crear un espacio urbano y de reordenar el espacio territorial. La
traza predeterminada de calles y manzanas parecía suficiente para imponer
un destino y actuaba como un soporte bidimensional que aportaba la idea
deseada de ciudad ordenada, homogénea, controlada y repetible.
A partir de dos datos iniciales, traza y población, en cada fundación se
activó el proceso de construcción de la ciudad real. La interacción de esos
componentes definió el espacio tangible, real y posible, cambiante y en estado
permanente de construcción, interpelado por la topografía, las culturas locales,
las posibilidades materiales, los conocimientos disponibles, las comunicaciones
intra e interregionales y por las contingencias históricas.
El proceso de construcción de la ciudad real requirió de la ejecución de obras
encaradas por parte de las autoridades civiles y religiosas, pero fue la sumatoria
de actos individuales de edificación de viviendas la que constituyó el tejido y
el paisaje urbano extenso en el cual se implantaron aquellas. La imagen de la
ciudad que se percibía o que actualmente se percibe en los conjuntos urbanos
mejor conservados de la América española, es resultante de la interacción de
un sinnúmero de viviendas que establecían una particular relación entre sí y
entre el espacio privado que configuraban y el espacio público de la ciudad,
definiendo bordes para los espacios de las calles y de las plazas, con sus para-
mentos dotados de vanos, rejas, balcones y membraturas.

451
Por detrás de esos paramentos, la configuración de formas particulares de
ocupación de la parcela y de la definición de espacios construidos y de áreas
libres destinadas a patios, corrales y huertas eran determinantes del tejido
urbano.
Una red conformada como resultado de los diversos usos que iban de lo
íntimo y privado a lo social y público, fluía desde el interior de las parcelas
ocupadas por viviendas hacia el exterior de calles, plazas y mercados.
De allí que una lectura más completa de la vivienda como fenómeno de
constitución urbana plantea la necesidad de que los parámentos de fachadas
no se conviertan en límites que compartimenten y escindan lo público de
lo privado o, a la inversa, lo privado de lo público. Por el contrario, interesa
reconocer la manera en que se articulaban ambas situaciones y de cómo se
resolvía el paso de una a otra, de la porosidad existente entre ambas y de los
intentos por controlarla hasta el extremo de pretender una imposible negación
del espacio público urbano.
Modos de vida, formas de ocupación de la parcela, materiales y técnicas
constructivas, modalidades de organización de la producción arquitectónica,
relación entre espacio privado y público, son aspectos que permiten caracte-
rizar los procesos de generación de las arquitecturas domésticas en las diversas
regiones del espacio colonial.
El conquistador español, convertido en poblador, trajo consigo un bagaje de
experiencias vitales y de imágenes de espacios domésticos desde sus lugares de
origen. Los nuevos territorios que se incorporaban a la Corona eran entendidos
como espacios vacíos, en los que se podía transplantar la organización jurídica
y social peninsular, y también las formas de vida pública y familiar. Las casas
castellana y andaluza fueron las referencias que remitían tanto a experiencias de
vida como a ideas modélicas. Pero de la misma manera que durante los siglos
de reconquista peninsular los contactos interétnicos y culturales permearon las
experiencias, en América ese proceso continuó en otros medios geográficos y en
relación con otros grupos culturales que debieron incidir en la transformación
del modelo y en la gestación de soluciones nuevas.
Las imágenes preestablecidas, las instrucciones y normas jurídicas que
acompañaron el proceso de fundación de ciudades compartían una idea de
espacio y de organización de la ciudad básicamente representada en la estruc-
tura de las trazas. Uniformidad y control ideal que no pudieron contener los
procesos dinámicos de construcción real de la ciudad, iniciados a partir de la
edificación efectiva de las unidades edilicias necesarias para la vida, especial-
mente las unidades de vivienda cuya producción escapaba a las posibilidades
efectivas de normas apriorísticas. Si bien hubo un trazado inicial, la generación
de tipologías de arquitectura doméstica determinó los tejidos y los paisajes
urbanos, aportando rasgos particulares a cada caso.

452
Las experiencias espaciales y constructivas que los conquistadores y pobladores
españoles trajeron consigo a América constituyeron una matriz común aportada
desde México hasta el Río de la Plata y Chile; rasgos de esa matriz generaron
caracteres comunes de la arquitectura doméstica hispanoamericana en un proceso
de continuidad con el pasado peninsular. Sin embargo, también se iniciaron
experiencias propias de adaptación a nuevas realidades y condiciones y, dado que
en general la arquitectura doméstica de la ciudad colonial fue un ámbito que
se sustrajo con mayor facilidad al transplante de modelos espaciales europeos,
creemos que en ella se pueden detectar también con mayor transparencia los
procesos locales de configuración de la ciudad social y física.
Dadas las habituales condiciones de producción arquitectónica de la ciudad
colonial, la vivienda fue el campo más permeable para que éstas se expresaran
con mayor nitidez. Edificada generalmente por constructores formados empí-
ricamente, con conocimientos y prácticas artesanales, la vivienda fue el ámbito
de resonancia de experiencias y saberes populares. La tradición y la memoria
constructiva aportada por los artesanos y arquitectos hispánicos debieron
establecer una relación de diálogo con las circunstancias y condiciones nuevas
impuestas por los diferentes ambientes del continente americano.
Así como las diversidades culturales peninsulares se habían sintetizado en el
proceso de ocupación americana, las particularidades regionales de los espacios
conquistados recondujeron esa síntesis hacia una nueva diversidad, con los
aportes de las culturas locales y las condiciones determinadas por geografías
diferentes. Las diversas circunstancias materiales y humanas del amplio es-
pacio americano debieron interactuar de manera original en cada situación,
generando diferentes modalidades de habitación y rasgos arquitectónicos, de
las cuales el caso específico puede dar cuenta como objeto de análisis.
Sobre esas premisas, en el desarrollo del presente trabajo, enfocando el es-
tudio en Santa Fe, hemos procurado producir y profundizar el conocimiento
de algunas de las cuestiones que están presentes en la complejidad arquitec-
tónica del tema: las formas de ocupación del lote, la configuración tipológica
de la vivienda, la espacialidad doméstica y su habitabilidad, las formas de
producción y las tradiciones constructivas, las resultantes morfológicas y,
finalmente, las relaciones que pueden establecerse entre vivienda, y tejido y
paisaje urbanos.
El relevamiento sistemático y exhaustivo de fuentes documentales primarias
(fundamentalmente de protocolos notariales) nos ofreció un cúmulo de infor-
mación que hemos debido procesar antes de someterla a posteriores instancias
de interpretación. La comprensión de las descripciones documentales fue po-
sible a medida que se fueron reconociendo ciertas modalidades de ocupación
del lote que operaron como constantes. En ese estadio de la investigación,
la construcción de una clasificación tipológica sirvió para comprender mejor

453
algunas fuentes cuyos textos resultaban menos precisos en sus referencias. La
utilización del concepto de tipo como recurso historiográfico actuó como un
instrumento que solidarizó a algunos documentos con otros. El énfasis que
hemos debido hacer en el aspecto documental obedece, como ya lo hemos
planteado, a la necesidad de suplir el déficit de la pérdida del objeto de estudio
en su materialidad y consistencia física.
Es así como, para una ciudad que sólo conserva fragmentos de tres viviendas
coloniales y una poscolonial (Ilustración 0.1), hemos reconstruido gráficamen-
te la planimetría de un centenar de ellas (lustración 19.18). Por otra parte,
nuestras investigaciones sobre la evolución catastral nos han posibilitado
identificar su localización dentro de la traza de la ciudad. Los caracteres del
objeto individual (vivienda) reconstruido y situado en el espacio urbano han
dado como resultado, finalmente, que podamos recomponer algunos tramos de
tejido desaparecidos hace tiempo. Esa reconstrucción planimétrica, confronta-
da con la cartografía histórica disponible ha puesto en evidencia la diversidad
de intereses de los planos de Santa Fe en 1811 de Eustaquio Giannini (que
no representa la real ocupación del suelo) y en 1824 de Marcos Sastre (que si
bien tiende a representar la ocupación del suelo, lo hace en forma incompleta
y con una escala desproporcionada).
En consecuencia, la metodología utilizada en el procesamiento de las
fuentes primarias nos ha permitido recomponer el objeto de investigación
y, por consiguiente, estudiarlo según nuestros intereses. De esta manera, la
desaparición física del objeto ha dejado de ser un impedimento para la inves-
tigación del tema, aunque Santa Fe ya no cuente con un casco histórico tan
bien conservado como el de Puebla, Cusco o Cartagena, y el camino queda
abierto para que una metodología similar pueda ser aplicada a otros casos de
ciudades argentinas y latinoamericanas que han tenido similares procesos de
sustitución del tejido.
Por otra parte, el tratamiento exhaustivo de las fuentes documentales nos
ha permitido establecer diacronías y reconocer secuencias en el proceso de
construcción de la ciudad. A lo largo del tiempo hemos podido comprobar
que la vivienda santafesina respondió a formas básicas identificables desde
los orígenes de la ciudad o que fueron introducidas con posterioridad: la tira
de habitaciones principales en el interior del solar (forma más temprana) y la
ocupación del frente con locales de rango más modesto (tiendas, cuartos de
alquiler, pequeñas viviendas). A partir de esas formas se han podido detectar
variaciones y complejizaciones tipológicas que fueron apareciendo y acumu-
lándose en el contexto de la ciudad.
La escala de la ciudad colonial de Santa Fe (una traza de sesenta y seis
manzanas con un sector consolidado en torno a la Plaza que no superaba
las treinta) nos ha permitido alcanzar un detallado acercamiento al objeto

454
de estudio haciendo una permanente referencia a los objetos individuales,
confrontándolos entre sí, para evitar caer en generalizaciones con que la his-
toriografía tradicional se había ocupado del tema hasta ahora.
Hemos partido de la traza urbana en el instante mismo de la fundación,
cuando sólo era un dibujo en el pergamino y una marcación en el suelo. Del
proceso de fundaciones españolas en América, hemos seleccionado el camino
que condujo a la definición de la cuadrícula como estructura urbana y del
cuadrado como forma y medida del solar, tal como cristalizó en la fundación
de Lima, de la cual derivó Santa Fe. No hay en la traza santafesina particula-
ridades que rompan la regla de lo que Jaime Salcedo ha dado en llamar traza
limeña, tan sólo medidas de manzanas (y en consecuencia de solares) que en
una primera aproximación parecen apartarse de la costumbre: en lugar de los
450 pies (150 varas) de lado de las manzanas de Lima, Mendoza y San Juan,
en Santa Fe las manzanas midieron 400 pies. Pero esa medida no parece una
singularidad en un contexto en donde encontramos otras variaciones: 500
pies en Tucumán, 440 en Córdoba, Salta y Jujuy, 420 en Buenos Aires y
Arequipa. En Santa Fe parece haberse adoptado una medida entera (400 pies)
que cuando cayó en desuso la unidad de medida original (el pie), devino en
una cifra que en varas aparecía como arbitraria: 133,33. Como consecuencia,
esa medida fraccionada implicó que desde entonces los solares se midieran en
forma fluctuante entre las 65 y las 67 varas de frente y de fondo.
Sin embargo, la variación en la medida de la traza inicial no es determinante
de una identidad propia. Lo que importa es que la cuadrícula impone un
plano idealmente homogéneo, en el cual la descentralidad geométrica de la
localización de la Plaza se inscribe en la tradición de las ciudades de litorales
fluviales o marítimos, a la cual tampoco fueron ajenas Lima ni Buenos Aires.
Puede decirse, por lo tanto, que el punto de partida de la historia urbana de
Santa Fe, fue idéntico al de otras ciudades contemporáneas con las que estuvo
vinculada por razones jurisdiccionales, administrativas o comerciales. El plano
geométrico y homogéneo que les era común parecía augurar ciudades similares
no sólo en su traza sino también en su conformación espacial. Las particulari-
dades, sin embargo, se activaron con la construcción de sus elementos urbanos
y, fundamentalmente de su arquitectura doméstica.
En todas estas ciudades: “A partir de la choza en el campamento de los
conquistadores fue afianzándose una vivienda sumamente sencilla, construida
con los materiales del lugar, con paredes de adobe, techos de tierra o paja y
cercadas con tunales” (Lecuona, 6). Esa sencillez y austeridad fue consecuencia
del lento y difícil afianzamiento de sus sociedades urbanas en áreas marginales
de los dominios españoles, a la vez que acentuó la dependencia de la vivienda
respecto de formas empíricas de producción, con escasa transformación de
los materiales disponibles en el lugar y su entorno.

455
En el contexto de la empiria que caracterizó a la producción edilicia his-
panoamericana, la arquitectura doméstica emergió como producto de las
experiencias que las sociedades fueron compartiendo y acumulando, a la
par que se iban perfilando modos de habitar, formas de resolución espacial y
tradiciones constructivas locales y regionales.
En esos aspectos, como en sus resultantes formales, el caso santafesino puede
situarse en el contexto de las tradiciones mudéjares que también se detectan,
por ejemplo, en Cusco y en ciudades del interior de Cuba. Como en ellas, la
vivienda fue el resultado de una arquitectura concebida como producto tra-
dicional y de la reiteración diacrónica y sincrónica de experiencias colectivas
que se fueron desarrollando sobre la base de antecedentes mudéjares. En el
siglo XVIII la marginalidad de estas ciudades respecto a los centros de poder
o de mayor desarrollo económico, acentúa los contrastes entre La Habana y
las ciudades del interior de la isla de Cuba, entre Cusco y Lima en el ámbito
andino y entre Santa Fe y Buenos Aires en el Río de la Plata. No se dio en
Santa Fe, como tampoco en el Cusco o en las ciudades del interior cubano, una
arquitectura criolla en el sentido de la que se gestó en México o en Puebla: allí
en el siglo XVIII la proposición de morfologías y lenguajes locales actuó como
un modo de reacción novohispana frente a la cultura que se imponía desde la
metrópoli. En Santa Fe como en Cuba, en cambio, la “criollización” significó
afianzamiento de las particularidades locales gestadas por la acumulación de
formas tradicionales de hacer y de resolver el espacio doméstico, y cuando a
finales del siglo XVIII se impuso la moda neoclásica, su escasa incidencia no
fue tanto causa de oposición por parte de las tradiciones locales como de la
escasez de recursos para renovar la ciudad y su arquitectura doméstica.
Las condiciones locales para la construcción de la vivienda parecen disolver
las posibilidades de adscribir el tipo, en lo que hace a su conformación espacial,
a modelos hispánicos. Condiciones locales que no deben ser entendidas sólo
en su acción restrictiva de posibilidades por causa de limitaciones materiales,
sino que también, en sentido contrario, deben ser consideradas en función de
aquello que prodigan de una manera que no tenía antecedentes en la vivienda
urbana peninsular: la disponibilidad de suelo.
En las ciudades americanas, salvo situaciones excepcionales y justificadas como
las de Cartagena o Panamá, fue el suelo un bien abundante. Todos los vecinos
fundadores de Lima, Cusco, Buenos Aires, Córdoba o Santa Fe dispusieron de
un cuarto de manzana para edificar sus viviendas. Y aunque con posterioridad
se produjo el fraccionamiento de los solares originarios, los terrenos continuaron
siendo de dimensiones generosas. El contraste con la situación de las ciudades
españolas peninsulares, en este aspecto, es contundente. A ello debemos agregar
la regularidad de las formas de los lotes: cuadrados en su origen y rectangulares
después, como resultado de posteriores subdivisiones.

456
Si partimos de trazados urbanos diferentes en escala, forma y en manera de
gestación: vastos y regulares en América y compactos y espontáneos en España;
y de solares también distintos: amplios y regulares en América, y escasos e
irregulares en España, es lógico deducir que también fueron muy diferentes
las condiciones y manifestaciones de la arquitectura doméstica.
En América, la amplitud de los terrenos urbanos asignados para vivienda,
debió impactar fuertemente en el conquistador y más tarde fue asumida
como normal por sus descendientes. Ser propietario de un solar que, además,
era de grandes dimensiones, no pudo ser un dato indiferente para quienes
recibieron esa merced y construyeron en él sus casas. Hemos visto que para la
mentalidad de sociedades todavía pre modernas, el solar interesaba por lo que
representaba más que por su valor de capital y el valor monetario del suelo no
era proporcional al de su valor simbólico.
La vastedad del solar urbano permitía hacer ostentación de la abundancia
de terreno en viviendas que podían extenderse tanto como los palacios sevi-
llanos, aunque sus propietarios no contaran con rentas similares a las de los
señores andaluces.
Sobre el vasto soporte de la traza determinada a priori y de los solares origina-
rios, las sucesivas acumulaciones y asociaciones de viviendas, determinaron el
tejido, la imagen de los espacios públicos y el paisaje de la ciudad. A mediados
del siglo XVII, antes del traslado de Santa Fe, eran muchas las viviendas que
conservaban las dimensiones originales de sus solares, incluso había casas que
ocupaban media manzana en el área central de la ciudad. Luego de la mudanza
y a lo largo de los siglos de dominio hispánico las familias principales procu-
raron mantener las dimensiones de los solares fundacionales, en algunos casos
volviendo a englobar parcelas en que se habían ido fraccionando, o los aumen-
taron añadiendo terrenos adyacentes. La amplitud de los terrenos permitía el
mayor desarrollo de lo construido pero también una fuerte manifestación de la
vivienda en el espacio exterior, connotando la posición social y económica de
los propietarios desde lo dimensional antes que desde lo morfológico. Algunas
familias de la elite también construyeron sus casas en medios solares, pero
fueron sobre todo los grupos sociales intermedios quienes ocuparon lotes de
menor tamaño, que iban del tercio al cuarto de solar. Aun así, los procesos de
fraccionamiento fueron lentos y esos lotes existieron en las mismas manzanas
que conservaban solares con dimensiones originarias.
La preponderancia de los espacios abiertos sobre los cubiertos es conse-
cuencia lógica del tamaño de los lotes pero no lo es, de la misma manera, la
conformación que asume lo construido en relación con el espacio público. Las
evidencias arqueológicas de Santa Fe la Vieja, es decir del primer siglo de vida
urbana de Santa Fe, permiten constatar una forma de ocupación que no tiene
vocación urbana: la tira interior de habitaciones. La resultante de la asociación

457
de este tipo de viviendas no se corresponde con la idea de ciudad de las que
pudieron provenir algunos de los conquistadores y primeros pobladores. En
lugar de viviendas estrechas dispuestas en hilera sobre los bordes de las calles,
aquí encontramos casas apenas visibles desde el exterior, separadas del espacio
público por espacios abiertos delimitados por cercos de tapia.
Hubiéramos deseado discernir si la santafesina fue una forma excepcional
de resolver la vivienda en los primeros tiempos de nuestras ciudades, pero no
hemos podido hacerlo porque hasta ahora no disponemos de investigaciones
sobre los tiempos iniciales de otras ciudades de la región.
La vivienda asuncena temprana, según lo indican las fuentes documentales
conocidas, habría sido también una construcción aislada en medio del lote,
pero en ese caso la traza no fue preestablecida ni regular, sino que se conformó
espontáneamente a partir del fuerte originario. Posiblemente Buenos Aires,
Corrientes y Córdoba (las ciudades más próximas a Santa Fe), hayan tenido
en sus orígenes una arquitectura doméstica con características similares pero
todavía no se han desarrollado estudios que puedan confirmarlo. Pudo haber
sido también el caso de Salta: de esa ciudad sólo se conocen ejemplos de
arquitectura doméstica mucho más tardíos –de finales del siglo XVIII– con
algunas similitudes con tipos avanzados de la secuencia tipológica santafesina
(viviendas en L y en U), lo que permitiría suponer que, en tipos más tem-
pranos, que determinaron las formas básicas de ocupación del lote, también
podría haber habido similitudes.
Ese carácter semirural del tejido y del paisaje urbano más temprano, podría
estar motivado por el asombro que generaba la escala americana y por la gran
disponibilidad de suelo. También pudo incidir en ello la estrecha relación que
la ciudad tenía con las tierras de labor de su entorno inmediato. A finales del
siglo XVIII las casas salteñas mantienen ese carácter consecuente con la condi-
ción de hacendados de sus dueños. Para esa época en Santa Fe la relación entre
vivienda urbana y actividades rurales fue cediendo ante las preponderantes
actividades comerciales de sus propietarios, pero el primer patio mantuvo su
amplitud y franca comunicación con la calle, que facilitaba la organización
del almacenaje de mercaderías.
El carácter semirural inicial tiene un correlato muy potente con la idea
de preservar la privacidad de la vida familiar, especialmente entre los secto-
res más altos de la sociedad, que disponen de los medios económicos para
permitírselo. Ese interés por resguardar la vida doméstica parece ser una de
las continuidades más fuertes que pueden detectarse con la España de raíz o
influencia musulmana y a través de esa vía con milenarios rasgos orientales
de formas de habitar.
Hablamos de permitirse esa privacidad porque ello implica construir vi-
viendas suficientemente capaces como para separar la habitación del ámbito

458
de trabajo. Las pocas referencias que tenemos sobre la casa porteña a través de
permisos de edificación de la década de 1780, nos muestran tipos de viviendas
que también se dieron en Santa Fe, aunque con una menor densidad de uso
del suelo. En ellas persiste como remanente la tendencia a que las habitaciones
de la familia, si se trata de una casa principal, estuvieran en la parte posterior
del primer patio al que daba acceso un zaguán abierto entre habitaciones
de alquiler o tiendas. En cambio, quienes componen familias modestas,
pequeños comerciantes o artesanos, dependen de un mayor contacto con
el espacio público, por el que transitan sus eventuales clientes y desarrollan
sus actividades en habitaciones edificadas sobre los frentes. En esas pequeñas
casas-tiendas, se mixtura la vida familiar –cocinar, estar– con la vida pública
–producir, vender.
Hemos identificado estas formas de habitar y de trabajar, de separar o de
acercar la vida privada y la pública en los tipos de vivienda santafesina que
estudiamos y analizamos. Y aunque para otras ciudades de la región no dis-
ponemos de información similar, algunos ejemplos puntuales nos permiten
corroborar que de la misma manera se produjo en Buenos Aires, Córdoba y
Tucumán. Y también en ciudades mucho más lejanas como Cusco, Cartage-
na, México o Puebla, en las cuales los desarrollos en dos plantas, a veces con
entresuelo, permitían que esa diferenciación entre lo público y lo privado se
diera en altura: la planta baja podía contaminarse de usos semipúblicos –co-
mercios, depósitos, habitaciones de alquiler– y la planta alta se reservaba para
el grupo familiar. Algo similar se dio también en Salta, única ciudad del actual
territorio argentino en la que abundaron las casas de dos plantas. Lo singular
es que en Santa Fe, cuando a finales del período colonial y en los primeros
tiempos republicanos se construyeron algunas casas de altos, fueron éstos los
que se destinaron a alquiler mientras que la familia continuó habitando en
planta baja. Esto demuestra un fuerte apego de la familia santafesina a desa-
rrollar su vida directamente en el nivel del terreno, en estrecha comunicación
con patios y huertas, y podría aportar una causa, además a las tecnológicas
y de costos, para explicar la existencia muy escasa y tardía de construcciones
de dos pisos.
La idea de privacidad que hemos comentado es grupal y no individual, es la
familia la que se preserva de las miradas externas, es el grupo el que no exhibe la
intimidad de sus relaciones interpersonales. Relaciones que incluyen a señores
y criados, a familiares directos o “agregados” y a las varias generaciones que
conviven bajo el mismo techo. El pudor de las familias principales contrasta
con la obligada exhibición de las relaciones familiares de los sectores más
modestos de la sociedad. Y ese pudor se exacerba en la forma de preservar a
la mujer principal. Ella se recoge en el interior de su hogar, principalmente
en el ámbito de salas y aposentos en los que reina sobre el estrado, y sólo se

459
admite su salida para la misa a primeras horas de la mañana. La mujer está en
el corazón de la casa y la casa se identifica con ella, a tal punto que cuando
se suceden traspasos de propiedad de generación en generación, mediante
dote o por manda testamentaria, lo habitual es que una o varias hijas hereden
toda o parte de la casa. El hijo varón tendrá que construir la propia cuando
se emancipe o se trasladará a la que, a su vez, ha sido asignada a la mujer que
ha elegido como esposa.
Esa forma de privacidad contrasta, sin embargo, con la ausencia de idea
de privacidad individual, que todavía no se ha desarrollado en Europa y que
tampoco ha surgido en América.
Dentro de la vivienda, la mixtura de usos torna imprecisos el destino de las
habitaciones, salvo la distinción entre habitaciones principales y de servicio
en las casas grandes, pero aun en ellas las actividades se mezclan en aposentos
donde se duerme, se come, se realizan labores domésticas o se recibe. Esa
característica es compartida con la casa en diferentes regiones de Hispanoamé-
rica, siendo excepcional la especialización de algunos locales que se da en las
Casas Grandes de la ciudad de México. Lo habitual es disponer de aposentos,
salas y habitaciones de menor tamaño –cámaras y recámaras– que posibilitan
destinos alternativos o simultáneos.
Es el mobiliario el que ayuda a definir los usos y por ello le hemos dedicado
un capítulo especial. Aun en España, desde donde se difunden sus formas, los
tipos de muebles son pocos y con escasas variaciones. En la vivienda hispa-
noamericana es habitual que la producción local, con materiales y trabajo de
artesanos del lugar, responda a la demanda de los sectores más modestos de la
ciudad o complemente el mobiliario de las casas más ricas. En estas últimas,
además, están presentes muebles que provienen de talleres especializados de
otras partes de América, con maderas, cueros y tejidos de la mejor calidad, o
que provienen del comercio interoceánico a través del galeón de Manila. Estos
muebles y objetos suntuarios circulan por las rutas comerciales como bienes
muy apreciados que, cuando llegan a destino, tienen un altísimo valor econó-
mico, similar y hasta superior al de la propia vivienda en las que se instalan.
Los espacios interiores, indiferenciados en cuanto a su espacialidad, definen
sus usos a través de los objetos muebles y otras formas de equipamiento (al-
fombras, tapetes, colgaduras) y califican la posición social y económica de sus
propietarios, que los exhiben a quienes trasponen los límites de la intimidad
familiar y acceden al interior de la vida doméstica.
Nos hemos referido a las condiciones de producción de la vivienda y hemos
adelantado la importancia que tienen las tradiciones constructivas emergentes
de la experiencia compartida de artesanos. La movilidad de los artesanos en
el contexto de la región, el ensayo de los materiales disponibles, las escasas
posibilidades de transformarlos y la utilización de técnicas complejas se mani-

460
fiestan en soluciones constructivas que definen la morfología de las viviendas
con escasa o sin mediación de otros recursos.
En su aspecto exterior las viviendas no evidencian una intención expresiva
por parte de constructores y comitentes. Tanto en Santa Fe como en muchas
ciudades americanas, la morfología es resultante de los materiales y técnicas
constructivas y de los hábitos de vida, que demandan ciertas modalidades de
relación entre el espacio privado y el público. Las formas artesanales de cons-
trucción de la vivienda gravitan en su resultante morfológica, mientras que la
expresión intencionada se reserva para elementos singulares de las fachadas.
En el caso de Santa Fe, puntualmente, esa intención expresiva se revela en
las portadas principales (“puertas de calle”) que comunican la vivienda con
el espacio de la ciudad. Los frentes sencillos se interrumpen para denotar la
importancia de la casa y, por lo tanto, de su propietario, trabajando la masa
muraria con resaltes verticales y horizontales (al modo de pilastras y cornisas,
aunque sin remitir al lenguaje clásico) y coronamientos heterodoxos (“pei-
netones”, “chapiteles”) que elevan la portada muy por encima del resto de
los muros. La portada santafesina, salvo el ejemplo de la vivienda de Joaquín
Maciel que conocemos sólo por textos documentales, no parece haber adscripto
a la voluntad barroca con que se expresan algunas en Buenos Aires, Córdoba
o Salta. En relación con el conjunto de la arquitectura doméstica hispano-
americana, en las provincias del Río de la Plata y el Tucumán la austeridad
formal y constructiva del exterior de las casas, hace que resulte más acentuado
el contraste de la portada con respecto a la fachada en que se inserta. La forma
de estas portadas, sin embargo, no deja de ser un producto artesano ajeno
a presupuestos teóricos, no hay en ellas reglas compositivas, proporciones
canónicas o elementos clásicos, tan solo formas trabajadas libremente por el
constructor-artesano con las que se consigue el propósito de destacar el ingreso
a la casa desde el espacio público.
Los espacios públicos, las calles y la plaza (en Santa Fe como en casi todas
las ciudades de rango menor hubo una sola Plaza), se definen por sus bordes
los cuales, a su vez, dependen sobre todo de la acumulación de viviendas.
Es aquí donde nuevamente el reconocimiento tipológico opera para com-
prender la incidencia de la vivienda en la construcción de tejido y paisaje.
La preponderancia inicial de un tipo (la vivienda en tira en el interior del
solar) define una ciudad abierta de calles delineadas pero poco precisas en su
espacialidad, con un carácter semirural de máximo grado de expresión. Con
posterioridad, la configuración de nuevos tipos que tienden a ocupar parte de
los frentes de los solares, no sustituye a los anteriores. La coexistencia y acu-
mulación de viviendas de diferentes tipos entreteje una heterogénea ocupación
de las manzanas y construye un paisaje variado, aun cuando no se reconozca
diversidad morfológica en los elementos que lo constituyen. A finales del

461
siglo XVIII el contraste este el caso santafesino y el porteño o el salteño, por
ejemplo, es notable. Aun cuando las ciudades se han desarrollado sobre un
soporte similar, en dos siglos han generado formas de resolver la arquitectura
doméstica diferentes. El paisaje de Buenos Aires indica una mayor voluntad
urbana de construir sobre los frentes de los lotes y el de Salta presenta una
amplia cantidad de viviendas de dos plantas. Aunque más afines entre sí, social
y culturalmente, Corrientes y Santa Fe también muestran paisajes diferentes:
los mismos materiales y las mismas técnicas constructivas determinan en la
primera, calles bordeadas por las galerías exteriores de las casas, al modo de
otras ciudades latinoamericanas mucho más distantes, mientras que en la seg-
unda es nítida la separación entre el espacio público y el privado y las galerías
se admiten sólo en patios y huertas.
Algunos de los caracteres detectados en nuestra investigación pueden
asumirse como muy nítidos en la tradición santafesina. La aproximación a
la arquitectura local en un tiempo determinado, ha favorecido una lectura
exhaustiva y sistemática del objeto de estudio, que hemos puesto en relación
con otros casos para despejar ciertos interrogantes acerca del grado de origi-
nalidad o exclusividad de algunos de ellos. Poner a disposición de nuestro
trabajo las referencias de otros casos nos ha servido para activar la compren-
sión de la arquitectura doméstica a través del reconocimiento de lo similar y
lo distinto, de las continuidades y las rupturas, de lo habitual y lo inusual. A
medida que surjan trabajos similares para otras ciudades americanas se podrá
enriquecer la caracterización de las relaciones que pueden establecerse entre
trazas, manzanas y lotes; entre formas de ocupación y densidad de edificación;
entre materiales, tecnologías y tradiciones constructivas; entre morfologías y
lenguajes expresivos; entre producción artesanal y proyecto arquitectónico;
entre grupos familiares, modos de habitar y mixtura con usos comerciales o
productivos. Y, desde la caracterización de lo doméstico, establecer relaciones
entre espacios abiertos y construidos, y entre espacios privados y públicos que
permitan entender cómo se construyó la ciudad, su tejido y su paisaje.

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472
Anexo

Fuentes documentales relativas a cada vivienda


Se ha adoptado el criterio de identificar cada vivienda mediante los números
de serie tipológica, de tipo y de orden que le hemos asignado dentro de cada
tipología.

Siglas

AC Actas de Cabildo.
AGI Archivo General de Indias.
AGN Archivo General de la Nación.
AGPSF Archivo General de la Provincia de Santa Fe.
DEEC: EC Archivo del Departamento de Estudios Etnográficos
y Coloniales, Expedientes Civiles.
DEEC: EP Archivo del Departamento de Estudios Etnográficos
y Coloniales, Escrituras Públicas.

Primera serie tipológica: casas con patio a la calle


Primer tipo: vivienda en tira

1.1.1. Casa de Hernandarias de Saavedra (1619), luego del escribano Juan


de Cifuentes (1649)

473
Fuentes: Memoria de los bienes de Hernando Arias de Saavedra según una
presentación del defensor de la Real Hacienda, 1619, transcripta por Manuel
R. Trelles en “Hernandarias de Saavedra", Revista de Buenos Aires, tomo X, p.
536. Declaración de Diego Ramírez respecto de los bienes de Hernandarias,
DEEC EC 53, fs. 279v. Juan de Cifuentes adquiere derecho a la propiedad
que litiga con don Felipe de Argañaraz a quien vence en un pleito, DEEC EC
53, fs. 376/418. El apoderado del escribano Juan de Cifuentes Valdés toma
posesión de la propiedad, Santa Fe, 6-IX-1649, DEEC EC 53, fs. 392v. Tes-
tamento de Juan de Cifuentes Valdés, Santiago del Estero, 4-I-1651, DEEC
EC 54, fs. 272-84. Inventario de los bienes de Juan de Cifuentes, difunto,
Santa Fe, 12-V-1651, DEEC EC 54, fs. 287v.

1.1.2. Casa de Hernando Arias Montiel, luego de Francisco Ximénez Na-


harro (1647)
Fuentes: Dote de doña Catalina Arias Montiel cuando casa con Francisco
Ximénez Naharro, Santa Fe, 22-XI-1647, DEEC EP 1, f. 926v. Declaración
de Francisco Ximénez Naharro, Santa Fe, 2-VII-1685, DEEC EC 63, fs.
57/60v. Interrogatorio que presenta Francisco Ximénez Naharro el 31-VII-
1685, DEEC EC 63, fs. 89/90. Declaración del capitán Francisco Ximénez
Naharro acerca de lo que poseían sus suegros cuando casó con doña Catalina
Arias Montiel, Santa Fe, 4-VI-1685, DEEC EC 63, fs. 49/51v.

1.1.3. Casa de doña Juana de Aguilera, luego de doña Antonia Rosada,


mujer de Francisco Rodríguez (1650)
Fuente: Dote de Antonia Rosada, que casa con Francisco Rodríguez, Santa
Fe, 6-V-1650, DEEC EP 1, fs. 1004/8v.

1.1.4. Casa de doña María de Esquivel, viuda de Sebastián de Vera Muxica


(1650)
Fuentes: Inventario de los bienes de la difunta doña María de Esquivel,
Santa Fe, 16-VII-1650, DEEC EP 1, f. 112. Testamento de doña Jerónima
de Monzón, madre de doña María de Esquivel, Santa Fe, 12-II-1652, DEEC
EP 2, fs. 406/407.

1.1.5. Casa principal del escribano Juan de Cifuentes (1651)


Fuentes: Testamento del escribano Juan de Cifuentes Valdés, Santiago del
Estero, 4-I-1651, DEEC EC 54, f. 279v. Inventario de los bienes de Juan de
Cifuentes Valdés, difunto, Santa Fe, 12-V-1651, DEEC EC 54, f. 287v.

1.1.6. Casa de don Francisco Noguera Salguero (1667/1705), luego de


Francisco Ximénez Naharro y sus herederos

474
Fuentes: Venta de doña Isabel Arias Montiel, viuda del capitán Jerónimo de
Rivarola, a Francisco Noguera, Santa Fe, 5-X-1666, DEEC EP 3, fs. 599v/602.
Censo de Francisco Noguera y doña Francisca de Bargas, su mujer, a favor
de don Antonio de Godoy, Santa Fe, 28-VII-1667, DEEC EP 3, fs. 662v/5.
Testamento de Francisco Noguera, Santa Fe, 9-II-1693, DEEC EP 5, fs.
1061v/3v. Testamento de doña Francisca Salguero de la Rosa, viuda del capitán
Francisco Noguera, Santa Fe, 7-VI-1698, DEEC EP 5, fs. 1125/8v. Censo
del sargento mayor don Francisco Noguera Salguero a favor del convento de
Las Mercedes, Santa Fe, 2-VIII-1705, DEEC EP 9, fs. 954/6v. El maestre
de campo don Francisco de Noguera Salguero a favor del maestre de campo
don Baltasar García Ros, Santa Fe, 1-VII-1715, DEEC EP 10, fs. 175v/6.
Testamento de doña María Francisca Ximénez, otorgado por su apoderado,
Santa Fe, 9-X-1770, DEEC EP 17, fs. 117/9.

1.1.7. Casa de Martín González (1668), luego de Pedro Victoria de Endara


Urtute (1683) y Juan de Rezola y Ondarra (1712)
Fuentes: Venta de Bernabé Arias Montiel a Martín González, Santa Fe de la
Vera Cruz, 31-V-1660, DEEC EP 2.628v/9v. Dote de doña María Rodríguez
que casa con Benito Ferreyra, Santa Fe, 25-IX-1668, DEEC EP 3.459/63.
Testamento de Martín González, Santa Fe, 16-V-1678, DEEC EP 4.176/82v.
Testamento de doña Antonia Rodríguez Biera, viuda con el capitán Martín
González, Santa Fe, 14-V-1704, DEEC EP 9.787/92. Dote de doña Josefa
González que casa con el capitán Pedro Victoria de Endara Urtute, Santa Fe,
13-VI-1683, DEEC EP 5.901v/6. Venta del capitán Martín de Ibarra al capi-
tán Juan de Rezola y Ondarra, Santa Fe, 22-X-1712, DEEC EP 8.454v/5v.

1.1.8. Casa de Antonio Madera, luego de Sebastián de Sosa (1675), de


Antonio Pérez y doña María Martínez del Monje, de don Pedro de Urízar y
doña Ana Martínez del Monje, y de doña María Ventura de Lacoizqueta y
Sebastián Ruiz de Arellano (1718)
Fuentes: Tasación de los bienes de Antonio Franco Madera, Santa Fe, 2-XII-
1675, DEEC EC 60, fs. 96/99v. Venta del maestre de campo Francisco de
Oliver Altamirano y doña Margarita de Videla y Arce, mujer de Antonio Fran-
co Madera, ausente en Mendoza, a favor del alférez Sebastián de Sosa, Santa
Fe, 4-XII-1675, DEEC EP 4, fs. 620v/21. Dote de doña María Martínez del
Monje, viuda del capitán Antonio Pérez, y casada con el sargento mayor don
Juan de Lacoizqueta, Santa Fe, 19-XI-1693, DEEC EP 7, fs. 264v/68v. Cesión
y traspaso del sargento mayor don Pedro de Urízar y doña Ana Martínez del
Monje a favor de doña María Ventura de Lacoizqueta, Santa Fe, 3-VI-1718,
DEEC EP 11, fs. 187/89v.

475
1.1.9. Casa de Gaspar Pereyra (1679), luego de Juan Gil Fernández de
Leisa, de Vicente Calvo de Laya (1711), de Francisco Antonio Mansilla, del
maestre de campo don José Márquez Montiel (1727) y de don Narciso Xavier
de Echagüe y Andía (1753)
Fuentes: Censo de Gaspar Pereyra, Santa Fe, 25-II-1679, DEEC EP 5, fs.
1v/3. Censo del capitán Gaspar Pereyra y doña Antonia de Bargas Salguero, su
mujer, a favor del convento de La Merced, Santa Fe, 27-IX-1701, DEEC EP
9, fs. 211v/4. Testamento del capitán Gaspar Pereira, Santa Fe, 21-XII-1701,
DEEC EP 9, fs. 249/52v. Venta de Doña Antonia de Bargas Salguero y el
capitán Juan Gil Fernández de Leysa, su segundo marido, al capitán Vicente
Calvo de Laya y a doña Josefa de Sanabria, marido y mujer, Corrientes, 1711,
DEEC EP 8, fs. 309v/12. Censo del capitán Vicente Calvo de Laya y doña
Josefa de Sanabria, su mujer, a favor del convento de San Francisco, Santa
Fe, 21-II-1711, DEEC EP 8, fs. 304/7v. Censo del capitán Vicente Calvo de
Laya y doña Josefa de Sanabria, su mujer, a favor del convento de La Merced,
Santa Fe, 28-II-1711, DEEC EP 8, fs. 309v/12. Censo del maestre de campo
don José Márquez Montiel a favor del convento de La Merced, Santa Fe, 12-
V-1727, DEEC EP 11, fs. 638v/41. Venta de Juan Gil Fernández de Leisa y
doña Antonia de Vargas Salguero, marido y mujer, al capitán don Juan Álvarez
de Quiñones, Santa Fe, 7-IX-1708, DEEC EP 8, fs. 163/5. Testamento del
alférez Juan Álvarez de Quiñones, Santa Fe, 12-X-1711, DEEC EP 3, fs. 71/2.
Inventario de los bienes del capitán don Juan Álvarez de Quiñones, Santa Fe,
25-XI-1716, DEEC EC 21, expte. 100, fs. 212v/13v. Testamento de doña
Juana Álvarez de Quiñones, viuda de don Pedro de Torres, Santa Fe, 25-
VIII-1756, DEEC EP 14, fs. 807/10v. Censo del maestre de campo don José
Márquez Montiel y doña Águeda Maciel, su mujer, a favor de los conventos de
La Merced y San Francisco, ratifican censos del 12-V-1725 y del 13-V-1725
a favor de dichos conventos respectivamente, Santa Fe, 26-XI-1740, DEEC
EP 13, f. 7/8v. Venta de fray José Joaquín Márquez, mercedario, a favor de
don Javier Narciso de Echagüe y Andía, Santa Fe, 10-VII-1753.

1.1.10. Casa Francisco de Aguilar Maqueda (1679), luego de don Francisco


Izquierdo (1683) y de Juan de Quintana (1687)
Fuentes: Obligación de Francisco de Aguilar de pagar un censo a favor del
capitán Francisco Martínez del Monje, Santa Fe, 26-IX-1679, DEEC EP 5,
fs. 40v/41v. Venta de Francisco de Aguilar Maqueda al capitán don Francisco
Izquierdo, Santa Fe, 27-I-1683, DEEC EP 5, fs. 873v/5. Venta de don Fran-
cisco Izquierdo a Juan de Quintana y doña María de Mendieta y Zárate, su

476
mujer, DEEC EP 6, f. 108v. Venta del alférez Juan de Quintana y doña María
de Mendieta y Zárate, su mujer, al general don Antonio de Godoy, vecino,
Santa Fe, 20-IV-1687, DEEC EP 6, fs. 108/11v.

1.1.11. Casa de Francisco de Oliver Altamirano (1681), luego de Juan de


los Ríos (1686)
Fuentes: Venta del capitán Alonso de Vergara al [capitán Francisco] de Oliver
Altamirano, Santa Fe, 4-II-1662, DEEC EP 2, f. 770. Testamento del maestre
de campo Francisco de Oliver Altamirano, Santa Fe, 27-IX-1681, DEEC EP
5, fs. 355v/60v. Censo del maestre de campo Francisco de Oliver Altamirano
y doña Francisca de Bracamonte, su mujer, Santa Fe, 12-VII-1686, DEEC EP
5, fs. 970/2v. Venta del maestre de campo Francisco de Oliver Altamirano y
doña Francisca de Bracamonte, su mujer, al alférez Juan de los Ríos, Santa Fe,
12-VII-1686, DEEC EP 5, fs. 970/71. Reconocimiento de censo a favor del
convento de La Merced, Juan de los Ríos y doña Ana Delgadillo y Atienza, su
mujer, Santa Fe, 19-VI-1687, DEEC EP 6, fs. 157/62v. Censo de don Juan
de los Ríos y doña Ana Delgadillo y Atienza, su mujer, Santa Fe, 11-V-1689.
DEEC EP 6, fs .409v/11v.

1.1.12. Casa de Jerónimo de Rivarola y doña Atanasia de Oliver y Al-


tamirano (1684), luego don Bartolomé de Portillo y Prado (1692), José de
Rivarola (1693) y Pedro de Arizmendi (1707) y sus herederos
Fuentes: Deuda del alférez Jerónimo de Rivarola y doña Atanasia de Oli-
ver y Altamirano, su mujer, a favor del capitán Luis de Hendara y Juan de
Murúa, Santa Fe, 15-I-1684, DEEC EP 5, fs. 602v/4v. Dote de doña María
de Rivarola que casa con don Bartolomé Gómez del Portillo y Prado, Santa
Fe, 12.X?.1692, DEEC EP 7, fs. 158/60v. Venta del alférez don Bartolomé
de Portillo y Prado y doña María de Rivarola, marido y mujer, al capitán José
de Rivarola, Santa Fe, 10-I-1693, DEEC EP 6, fs. 480/2. Censo del sargento
mayor José de Rivarola y doña Isabel de Sanabria, marido y mujer, a favor
del convento de La Merced, Santa Fe, 23-X-1694, DEEC EP 6, fs. 582v/4.
Dote de doña Isabel Francisca de Rivarola que casa con el capitán Pedro de
Arizmendi, Santa Fe, 22-II-1707, DEEC EP 9, fs. 653/6v. Hipoteca del ca-
pitán don Pedro de Arizmendi y doña Isabel Francisca de Rivarola, su mujer,
Santa Fe, 21-V-1707, DEEC EP 9, fs. 667/70. Testamento de doña Francisca
de Rivarola y su marido don Pedro de Arizmendi, Santa Fe, 4-I-1743, DEEC
EP 13, fs. 239/41. Testamento de doña Petrona de Arizmendi, Santa Fe,
23-V-1808, DEEC EP 22, fs. 113v/15v. Testamento de don Juan Antonio
Arizmendi, Santa Fe, 20-IX-1826, DEEC EP 25, fs. 252v/55v. Venta de don
Juan Antonio Arizmendi a don Juan Sanginez, Santa Fe, 28-VII-1832, DEEC
EP 26, fs. 133v/36v.

477
1.1.13. Casa de doña Francisca de Villavicencio (1685), luego de José
Sotelo de Rivera (1695)
Fuentes: Dote de doña Francisca de Villavicencio que casa con Lorenzo
Gómez Zambrano, Santa Fe, 2-V-1685, DEEC EP 5, fs. 733/6. Inventario
de los bienes que dejó el alférez José Sotelo de Rivera, Santa Fe, 25-XI-1695,
DEEC EC 64, fs. 437/42v.

1.1.14. Casa del maestro Diego Fernández de Ocaña, clérigo (1693), luego
Casa de las Ánimas o de los Curas
Fuentes: El maestro Diego Fernández de Ocaña, cura rector, Santa Fe, 5-XI-
1693, DEEC EP 7, f. .271. Testamento por poder del maestro don Diego Fer-
nández de Ocaña, Santa Fe, 24-V-1704, DEEC EP 9, fs. 849/56. Disposición
del alcalde de primer voto, Santa Fe, 26-I-1735, DEEC EC 24, expte. 162,
fs. 374/75. Testamento por poder del doctor don José Martínez del Monje,
cura vicario, Santa Fe, 23-V-1736, DEEC EP 12, fs. 477/78v. Testamento
del doctor don Antonio de Oroño, cura rector, Santa Fe, 7-XI-1781, DEEC
EP 18, fs. 446v/7v.

1.1.15. Casa de Bernabé López de Santa Cruz (1693/1728), luego de don


Juan Basilio Roldán (1748), de don Juan Ignacio Freyre de Andrade (1753),
Felipe de la Vega (1765) y de Juan Antonio Candioti (1775)
Fuentes: Venta de José Ximénez Naharro y doña Teodora Cortés de Santuchos,
su mujer, al alférez Bernabé López de Santa Cruz, Santa Fe, 1-IX-1693, DEEC
EP 5, fs. 1084v/7. Testamento de Bernabé López de Santa Cruz, Santa Fe,
17-VI-1722, DEEC EP 10, fs. 534/6. Testamento por poder de doña María
Cuello Magris, viuda del capitán Bernabé López de Santa Cruz, Santa Fe,
1-XII-1728, DEEC EP 10, fs. 653v/7. Censo de don Juan Basilio Roldán y
doña Rosa Dávila Salazar, su mujer, a favor del convento de San Francisco,
Santa Fe, 31-I-1748, DEEC EP 13.838v/40v. Testamento por poder de don
Juan Basilio Roldán, Santa Fe, 8-X-1751, DEEC EP 14, fs. 164v/6v. Venta
de doña Rosa Dávila y Salazar, viuda de don Juan Basilio Roldán, al capitán
don Juan Ignacio de Freyre y Andrade, Santa Fe, 3-XII-1753, DEEC EP
14, fs. 424v/6. Reconocimiento de censo de don Juan Ignacio de Freyre y
Andrade y doña Juana Dávila Salazar, marido y mujer, a favor del convento
de San Francisco, Santa Fe, 6-XII-1753, DEEC EP 14, fs. 427v/9. Venta de
doña Juana Dávila, mujer de don Juan Ignacio Freyre de Andrade, a Felipe
de la Vega, Santa Fe, 12-IX-1765, DEEC EP 16, fs. 373/5. Censo de Felipe
de Vega, a favor del convento de San Francisco, Santa Fe, 6-IX-1770, DEEC
EP 17, fs. 100v/3. Venta de casa de don Felipe de la Vega a don Juan Antonio
Candioti, Santa Fe, 30-I-1775, DEEC EP 18, fs. 4/7v.

478
1.1.16. Casa de José Fernández Montiel (1694/98), luego de Juan de Aguilera
Fuentes: Hipoteca del capitán José Fernández Montiel, Santa Fe, 23-XI-1694,
DEEC EP 6, fs .591/3. Censo del capitán José Fernández Montiel a favor de
la parroquia de San Roque, Santa Fe, 22-III-1698, DEEC EP 7, fs. 485/7.

1.1.17. Casa de Roque de Vera (1696), luego de Juan de Vera Luján, de


Francisco Martínez de la Rosa (1699) y de Antonio de Perales (1702)
Fuentes: Testamento de Roque de Vera, Santa Fe, 13-IX-1696, DEEC EP 7,
fs. 305v/7. Venta del capitán Juan de Vera Luján al capitán Francisco Martínez
de la Rosa, Santa Fe, 3-XI-1699, DEEC EP 7, fs. 610v/2v. Venta del capitán
Francisco Martínez de la Rosa al capitán Antonio Perales, Santa Fe, 9-XII-
1702, DEEC EP 9, fs. 409v/10v.

1.1.18. Casa de Antonio González de Andino (1697-1700), luego de don


Gabriel de Quiroga (1752), de doña Rosa de Echagüe y Andía (1764) y Casa
de Ejercicios del Colegio de la Compañía
Fuentes: Inventario de los bienes de doña María de Torres Garnica, Santa Fe,
10-IV-1697, DEEC EC 65, fs. 297/303v. Tasación de los bienes de doña María
de Torres Garnica, Santa Fe, 13-V-1697, DEEC EC 65, fs. 314/8. Adjudica-
ción a doña Ana González de Andino, hija de doña María de Torres Garnica,
DEEC EC 65, fs. 297/303v. Carta dotal de doña Ana González de Andino,
que casa con el capitán Nicolás de Estrella y Tillería, Santa Fe, 23-VIII-1700,
DEEC EP 9, fs. 56v/9. Convenio entre los capitanes don Nicolás de Estrella y
Gregorio de Andino, Santa Fe, 10-III-1723, DEEC EP 10, fs. 522/23. Venta
del padre fray Manuel de Andino, de la orden mercedaria, a don Gabriel de
Quiroga, Santa Fe, 1-XI-1752, DEEC EP 14, fs. 305/6. Venta de don Gabriel
de Quiroga a doña Rosa de Echagüe y Andía, Santa Fe, 17-VII-1764, DEEC
EP 16, fs.179/82. Tasación de los bienes del colegio de la Compañía de Jesús,
Santa Fe, 12-XII-1768, DEEC EC 32, 1768/9, expte. 320.

1.1.19. Casa de Vicente Calvo y doña Josefa de Sanabria (1699), luego de


Pantaleón de los Ríos
Fuentes: Dote de doña Josefa de Sanabria, que casa con Casa de Vicente Calvo,
Santa Fe, 22-V-1699, DEEC EP 6, fs. 828/30v. Entrega de don Pantaleón de
los Ríos y su mujer a Juan José de Lorca, Santa Fe, 6-XII-1765, DEEC EP
16, fs. 413/5v. Venta de Juan José de Lorca, a doña Micaela y doña Francisca
de Ziburu, Santa Fe, 8-XII-1765, DEEC EP 16, fs. 415v/7v.

479
1.1.20. Casa de Antonio Márquez Montiel (1701), luego de don Juan José
de Lacoizqueta
Fuentes: Ver 1.4.2.

1.1.21. Casa de Alonso Delgadillo y Atienza (1704), luego de doña Francisca


Delgadillo y Atienza (1720)
Fuentes: Los religiosos del convento de Santo Domingo resuelven ven-
der un solar entero al capitán Alonso Delgadillo y Atienza, Santa Fe,
27/28/29-VIII-1665, DEEC EP 3, fs. 115/6. Testamento del capitán
Alonso Delgadillo y Atienza, Santa Fe, 4-IV-1704, DEEC EP 9, fs.
843v/6v. Testamento por poder de doña Francisca Delgadillo y Atienza,
Santa Fe, 18-V-1720, DEEC EP 10, fs. 802/8v. Tasación de los bienes
de doña Francisca Delgadillo y Atienza, Santa Fe, 7-VI-1720, DEEC EP
10, fs. 811/15v. Censo de don Domingo de los Ríos y doña Catalina de
Alzugaray, su mujer, a favor del convento de San Francisco, Santa Fe,
30-XI-1743, DEEC EP 13, fs. 362/3.

1.1.22. Casa de Pedro de Mendieta y Zárate, luego de doña Juana de


Aramburu (1707)
Fuente: Venta del capitán Pedro de Mendieta y Zárate y doña María Álvarez
del Castillo, marido y mujer, a doña Juana de Aramburu, mujer del alférez
Gabriel López de Arriola, Santa Fe, 8-I-1707. DEEC EP 8, fs. 2v/4.

1.1.23. Casa de José de Rivarola (1711), luego de don Lázaro de Umeres


(1717) y de Gabriel de Quiroga
Fuentes: Inventario de los bienes de doña Isabel Rangel de Sanabria, Santa
Fe, 17-VIII-1711, DEEC EC 20, fs. 272v/4. Dote de doña Rosa de Rivarola
que casa con el capitán don Lázaro de Umeres Vasauri, Santa Fe, 9-XI-1717,
DEEC EC 23, fs. 681v/86v. Inventario de los bienes de don Lázaro de Umeres,
difunto, Santa Fe, 23-VII-1731, DEEC EC 23, fs. 681v/86v. Tasación de los
bienes de don Lázaro de Umeres, difunto, Santa Fe, 20-X-1731, DEEC EC
23, fs. 681v/6v. Dote de doña María Tomasa de Umeres que casa con el capi-
tán don Gabriel de Quiroga, Santa Fe, s/f, DEEC EP 12., fs. 961/1v. Censo
de doña Rosa de Rivarola, viuda de don Lázaro de Umeres, y don Gabriel de
Quiroga, su yerno, Santa Fe, 22-IV-1746, DEEC EP 13, fs. 643/44. Censo
de don Gabriel de Quiroga y Navia y doña María Teresa [sic, por Tomasa]
de Umeres, su mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe,
17-I-1748, DEEC EP 13, fs. 831/2. Censo de doña Rosa de Rivarola, viuda
de don Lázaro de Umeres, y su hijo don Juan Ignacio de Umeres, clérigo, a
favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 7-VI-1746, DEEC EP 13,

480
fs. 649v/50v. Donación de doña Rosa de Rivarola, viuda de don Lázaro de
Umeres, a don Gabriel de Quiroga y a doña Tomasa de Umeres, Santa Fe,
24-IX-1756, DEEC EP 14, fs. 812v/16.

1.1.24. Casa de don Juan de Zevallos (1723), luego de Francisco Vicente


Candioti (1781) y de Ventura Giral (1809)
Fuentes: Censo de don Juan de Zevallos a favor del convento de San Fran-
cisco, Santa Fe, 7-I-1723, DEEC EP 10, fs. 512v/15v. Carta dotal de doña
Leonor Candioti que casa con don Juan Francisco Aldao, Santa Fe, 22-IX-
1768, DEEC EP 16, fs. 666/70v. Censo de don Vicente Candioti a favor del
convento de San Francisco, Santa Fe, 1-XII-1781, DEEC EP 18, fs. 448/49v.
Inventario de los bienes de don Francisco Vicente Candioti, finado, Santa Fe,
11-VI-1788, DEEC EC 42, expte. 533, f. 502 y ss. Tasación de los bienes de
don Francisco Vicente Candioti, finado, Santa Fe, 9-VII-1788, DEEC EC
42, expte. 533, f. 502 y ss. Venta de don Francisco Antonio Candioti a don
Ventura Giral, Santa Fe, 30-I-1809, DEEC EP 22, fs. 196v/8v.

1.1.25. Casa de don Juan Francisco de Lizola, luego de Andrés de Santu-


chos (1732), de don Manuel Fernández de Therán (1769) y de don Domingo
Maciel (1769)
Fuentes: Venta de don Juan Francisco de Lizola, por sí y como apoderado de
sus hermanos, a Andrés de Santuchos, Santa Fe, 9-VI-1732, DEEC EP 11, fs.
916v/19. Inventario de los bienes de Andrés de Santuchos, Santa Fe, 20-XII-
1734, DEEC EC 1846/52, expte. nº 389, fs. 255v/56v. Testamento por poder
del capitán Andrés de Santuchos, Santa Fe, 30-XII-1734, DEEC EP 12, fs.
303/9v. Tasación de los bienes de Andrés de Santuchos, Santa Fe, 4.3.1735,
DEEC EC 1846/52, expte. nº 389, fs. 273/73v. Censo de José de Santuchos
a favor del convento de La Merced, Santa Fe, 10-IV-1765, DEEC EP 16, fs.
311v/13v. Cesión y traspaso de José de Santuchos, a don Manuel Fernández
de Therán, Santa Fe, 3-II-1767, DEEC EP 16, fs. 485/88. Cesión y traspaso
de don Manuel Fernández de Therán, a don Domingo Maciel, Santa Fe, 21-
I-1769, DEEC EP 16, fs. 684v/88. Obligación de don Domingo Maciel, a
favor de la obra pía instituida por Dionisia Santuchos, Santa Fe, 1-II-1769,
DEEC EP 16, fs. 688/91. Tasación de la casa de don Domingo Maciel, Santa
Fe, 2-VII-1785, DEEC EC 43, expte. 561, fs. 771/71v.

1.1.26. Casa de doña Blanca de Godoy y Ponce de León, luego de la Com-


pañía de Jesús (1734) y de don Ignacio de Aguiar (1737)
Fuentes: Testamento de doña Blanca de Godoy Ponce de León, Santa Fe, 9-I-
1734, DEEC EP 12, fs. 296/8. Venta del padre Miguel de Benavídez, rector
del Colegio de la Compañía de Jesús, al capitán don Ignacio de Aguiar, Santa

481
Fe, 11-I-1737, DEEC EP 12, fs. 534/6. Censo de don Ignacio de Aguiar a
favor del convento de Nuestra Señora de La Merced, Santa Fe, 25-XI-1755,
DEEC EP 14, fs. 697/8v.

1.1.27. Casa del general don José de Aguirre, luego de José de Echavarrie-
ta (1736), de don Francisco Antonio de Vera Muxica (1755) y de don José
Isidoro de Larramendi
Fuentes: Venta del capitán Juan Domínguez Rabanal, al capitán don José de
Aguirre, Santa Fe, 15-IX-1711, DEEC EP 8, fs. 357/8v. Posesión al capitán
don José de Echavarrieta, marido de doña Isabel de Aguirre, de las casas que
recibió en dote su mujer, Santa Fe, 29-V-1736, DEEC EC 24, expte. 171
½, fs. 716v/7. Venta de don Francisco Manso, marido de doña Anastasia de
Aguirre, y con poder de los demás herederos del general don José de Agui-
rre, al general don Francisco Antonio de Vera Muxica, Santa Fe, 9-I-1755,
DEEC EP 14, fs. 597v/99v. Tasación de los bienes del difunto don Isidoro de
Larramendi, Santa Fe, 24-X-1786, DEEC EP 18, fs. 972/5. Testamento por
poder de don José Isidoro de Larramendi, Santa Fe, 20-X-1785, DEEC EP
18, fs. 853v/6v. Testamento de doña Clara Chavarrieta, Santa Fe, 7-XI-1827,
DEEC EP 25, fs. 315/7v.

1.1.28. Casa de don Juan de Silva (1786)


Fuente: Casa de don Juan de Silva, Santa Fe, 17-II-1786, DEEC EP 18, fs.
956v/7v.

1.1.29. Casa de don Miguel de Aguirre y Meléndez (1788/93)


Fuentes: Testamento de doña María de Frutos, viuda de don Miguel de
Aguirre, Santa Fe, 26-VIII-1788, DEEC EP 18, fs. 1149/51. Inventario de
los bienes de don Miguel de Aguirre y Meléndez, Santa Fe, 23-XII-1793,
DEEC EC 47, fs. 147/7v. Tasación de los bienes de don Miguel de Aguirre y
Meléndez, Santa Fe, 30-XII-1793, DEEC EC 47, fs. 149v/9v.

1.1.30. Casa de María Josefa Crespo y José Villamea (1801), luego de


Iroteo Clucellas
Fuentes: Inventario de los bienes de doña Josefa Crespo, viuda de don José
de Villamea, Santa Fe, 30-XII-1801, DEEC documentos sueltos (donación
Patricio Clucellas).

482
Primera serie tipologica: casas con patio a la calle
Segundo tipo: vivienda en L

1.2.1. Casa de don Diego de Acevedo (año 1617) y sus herederos


Fuentes: Referencia a la propiedad, Santa Fe, 1617, DEEP EC 52.102v. Dote
de doña Isabel Cortés de Acevedo, que casa con Juan de Puebla Reinoso,
natural de Mendoza, 13-VI-1637, AGN 1637, fs. 122/5.

1.2.2. Casa de don Cristóbal de Garay, luego del maestro Pedro Rodríguez
de Cabrera (1651)
Fuente: Venta de don Cristóbal de Garay al maestro Pedro Rodríguez de
Cabrera, Santa Fe, 3-VI-1651, DEEC EP 2, fs. 23.

1.2.3. Casa de don Pedro de Zabala, luego de sus hijas doña María Elvira
(1746), doña María Josefa y doña María Lorenza de Zabala (1748) y de don
Vicente de Zabala y Godoy (1746)
Fuentes: Dote de doña María Elvira de Zabala que casa con don Manuel
Troncoso y Sotomayor, Santa Fe, 16-XI-1746, DEEC EP 13, fs. 613v/16.
Inventario de los bienes de doña María Lorenza Zabala, Santa Fe, 12-XI-
1748, DEEC EC 25, expte. 205, fs. 540/41v. Tasación de los bienes de doña
María Lorenza Zabala, Santa Fe, 20-XI-1748, DEEC EC 25, expte. 205, f.
543. Testamento de doña Elvira de Zabala y Godoy, viuda de don Manuel
Troncoso, Santa Fe, 2-XI-1787, DEEC EP 18, fs. 1003/5. Censo de don José
Manuel Troncoso, Santa Fe, 17-II-1794, DEEC EP 19, fs. 395/6v. Declaración
de don Vicente de Zabala y Godoy, Santa Fe, 24-VII-1790, DEEC EC tomo
47, expte. 645, f. 550 y ss. Entrega de los cuartos a don Vicente de Zabala
y Godoy Ponce de León, Santa Fe, 22-IX-1790. DEEC EC 47, expte. 645,
fs. 550/641.

1.2.4. Casa de don José Crespo (1749), luego de Domingo Cullen


(1832).
Fuentes: El capitán don Joseph Crespo adquiere derecho al solar, DEEC EP
13, fs. 178v/181. Censo de don José Crespo y doña Casilda Carvallo, marido
y mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 13-III-1749,
DEEC EP 13, fs. 721v/22v. Escritura de patrimonio del licenciado don Pedro
José Crespo, otorgada por sus padres, Santa Fe, 13-X-1755, DEEC EP 14, fs.
680v/1v. Escritura de patrimonio del licenciado don Pedro José Crespo, otorga-
da por sus padres, Santa Fe, 9-III-1756, DEEC EP 14, fs. 733v/8v Presentación
de don Francisco Leiva, Santa Fe, 14-VII-1808, DEEC EC tomo 1820/21,
expte. 285, fs. 241/287. Respuesta de don Ignacio Crespo, Santa Fe, 23-VIII-

483
1808, DEEC EC tomo 1820/21, expte. 285, fs. 241/287. Testamento de don
José Crespo, Santa Fe, 26-VIII-1779, DEEC EP 18, fs. 185/7. Adjudicación
a doña Catalina Crespo, DEEC EC 44, expte. 575, fs. 428/62v. Adjudicación
a doña Javiera Crespo, DEEC EC 44, expte. 575, fs. 428/62v.

1.2.5. Casa de don Narciso Xavier de Echagüe y Andía


Fuentes: Venta de fray José Joaquín Márquez, mercedario, a don Javier Narciso
de Echagüe y Andía, Santa Fe, 10-VII-1753, DEEC EP 14, fs. 430/4. Inven-
tario judicial de bienes del finado don Narciso Xavier de Echagüe y Andía,
Santa Fe, 20-VII-1795, DEEC EC 45 expte. 589, fs. 180/181v. Patrimonio
otorgado a favor de don Francisco Xavier de Echagüe y Andía, otorgado por
su madre doña Teresa Ruíz de Arellano, Santa Fe, 2-V-1776, DEEC EP 18,
fs. 78v/80. Inventario de los bienes de doña Teresa Ruíz de Arellano, difunta,
viuda de don Narciso Xavier de Echagüe y Andía, Santa Fe, 15-II-1800, DEEC
EC 52, expte. 57, fs. 586/606.

1.2.6. Casa de don Manuel de Gabiola (1774), luego de doña Teresa Ruiz
de Arellano (1767)
Fuentes: Censo de don Manuel de Gabiola a favor del convento de La Merced,
Santa Fe, 22-IX-1774, DEEC EP 17, fs. 503v/5v. Tasación de las casas de
doña Juana de Echagüe y Andía, viuda de don Manuel de Gabiola, Santa Fe,
19-VI-1776, DEEC EC 53 expte. 65, fs. 253/253v. Inventario judicial de los
bienes del finado don Narciso Xavier de Echagüe y Andía, Santa Fe, 20-VII-
1795, DEEC EC 45, expte. 589, fs. 180/181v. Inventario de los bienes de doña
Teresa Ruíz de Arellano, difunta, viuda de don Narciso Xavier de Echagüe y
Andía, Santa Fe, 15-II-1800, DEEC EC 52, expte. 57, fs. 586/606.

1.2.7. Casa de don José Manuel de Villaseñor (1784)


Fuente: Institución de capellanía de don José Manuel Villaseñor en favor de
los Suárez de Cabrera-Gómez Recio, Santa Fe, 24-XII-1784, DEEC EP 18,
fs. 756v/7v.

1.2.8. Casa de don José Ramón Silva, luego del Pbro. Juan Nepomuceno
Caneto (1809), de don José Francisco Leiva (1815) y de Manuel Leiva
Fuente: Venta de doña María del Barco a Juan de Silva, vecino, 7-V-1767,
DEEC EP 16.527/9. Venta de don José Ramón Silva, vecino, al presbítero
don Juan Nepomuceno Caneto, 3-X-1809, DEEC EP 22.268v/72. Venta de
don Juan Nepomuceno Caneto, clérigo presbítero, a don José Francisco Leiva,
Santa Fe, 12-I-1815, DEEC EP 23.381/4v. Archivo de Aguas Provinciales
de Santa Fe, plano de la red domiciliaria de la propiedad de Demetria L. de
Vázquez, 22-VII-1907, calle Moreno 231 o 2542, expte. 222.

484
Primera serie tipológica: casas con patio a la calle
Tercer tipo: vivienda en U

1.3.1. Casa de don Melchor de Gaete (1695), luego de don Lucas de Echa-
güe y Andía
Fuentes: Censo del capitán don Melchor de Gaete y doña Juana del Casal, su
mujer, vecinos, a favor de una capellanía, Santa Fe, 5-VII-1696, DEEC EP 7,
fs. 377/80v. Censo del sargento mayor don Melchor de Gaete y doña Juana
del Casal, su mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 4-IX-
1705, DEEC EP 9, fs. 968/71v. Cancelación de censos de los herederos de
don Melchor de Gaete y su mujer, fundados en propiedad que ahora venden
a don Francisco Javier Narciso de Echagüe y Andía, Santa Fe, 3-XII-1744,
DEEC EP 13, fs. 499/501v. Doña María Ignacia de Echagüe y Andía adquiere
derecho por partición de los bienes de sus padres, Santa Fe, 3-I-1745, DEEC
EC 25, leg. 190, f. 310. Donación de doña María Ignacia de Echagüe y Andía,
soltera, vecina, a sus sobrinos Francisco de Paula, José Gregorio, Pedro Antonio
y María Josefa, Santa Fe, 17-XI-1784, DEEC EP 18, fs. 751/3. Deuda de don
Fermín de Echagüe y Andía, apoderado de don Lucas de Echagüe y Andía,
Santa Fe, 5-VII-1791, DEEC EP 19, fs. 105/9. Donación de José Gregorio
de Echagüe a su hermana menor, Santa Fe, 30-XII-1815, DEEC EP 23, fs.
569/69v. Cesión de don Gregorio de Echagüe a favor de su hermana doña
María Francisca de Echagüe, Santa Fe, 12-III-1817, DEEC EP 24, fs. 67/7v.
Censo de don Gregorio de Echagüe, apoderado de su hermana doña María
Josefa Echagüe, Santa Fe, 21-II-1823, DEEC EP 24, fs. 416/9v. Declaración de
deuda de Don Gregorio Echagüe a su hermano don Pedro Antonio Echagüe,
Santa Fe, 16-III-1836, DEEC EP 26, fs. 364v/66v.

1.3.2. Casa de Tomás de Hereñú (1696), luego de don José Antonio de


Troncoso y Baz (1767) y de Martín José de Ezpeleta y sus herederos
Fuentes: Censo del capitán Tomás Hereñú (figura Guereño) y doña María
Magdalena de Arbestain, su mujer, a favor de la parroquia de San Roque, Santa
Fe, 4-XII-1696, DEEC EP 7, fs. 317v/9v. Obligación del capitán Tomás de
Hereñú y doña María Magdalena de Arbestain, su mujer, a favor de una ca-
pellanía impuesta en la parroquia de San Roque, Santa Fe, 30-I-1699, DEEC
EP 7, fs. 528/30. Censo del capitán Tomás de Guereño y doña Magdalena de
Arbestain, su mujer, a favor del párroco de San Roque y una capellanía insti-
tuida en esa iglesia, Santa Fe, 30-I-1699, DEEC EP7, fs. 530/32v. Testamento
por poder de don José Antonio Troncoso y Baz, Santa Fe, 14-IX-1767, DEEC
EP 16, fs. 554v/61v. Patrimonio de don Francisco Xavier de Troncoso y Baz,
otorgado por su hermano don Martín José de Ezpeleta, Santa Fe, 16-XI-1769,
DEEC EP 16, fs. 838-838v. Declaración de doña Petrona de Ezpeleta, Santa

485
Fe, 23-VIII-1847, DEEC EP 27, fs. 165/66v. Venta de doña Petrona Ezpeleta
y su hijo don José Antonio Ezpeleta, a don José María Cullen, Santa Fe, 10-
XII-1852, DEEC EP 27, fs. 447/50

1.3.3. Casa de Pedro de Izea y Araníbar (1698), luego de don José de Lacar
Rada y Sagues (1711) y de don Manuel Maciel.
Fuentes: Censo del sargento mayor Pedro de Izea y Araníbar a favor de una
capellanía fundada por Pedro de San Miguel en el convento de San Fran-
cisco, Santa Fe, 9-VIII-1698, DEEC EP 7, fs. 505/8. Censo del sargento
mayor Pedro de Izea y Araníbar a favor de una capellanía de la Cofradía de
las Benditas Ánimas del Purgatorio, Santa Fe, 9-VIII-1698, DEEC EP 7, fs.
508/9v. Testamento del sargento mayor Pedro de Izea y Araníbar, Santa Fe,
9-VII-1705, DEEC EP 9, fs. 940/45. Inventario de los bienes de don José de
Lacar Rada y Sagues, difunto, Santa Fe, 00-XI-1711, DEEC EC 20, expte.
73, fs. 148/8v. Carta dotal de doña Dominga Maciel, que casa con don José
[Fernández de ] Valdivieso, Santa Fe, 5-I-1768, DEEC EP 16, fs. 598v/603.
Venta de don José Fernández Valdivieso y doña Dominga Maciel, su mujer,
a don Francisco Antonio Candioti, Santa Fe, 15-XI-1793, DEEC EP 19, fs.
279v/82.

1.3.4. Casa de don Juan José Moreno (1704), luego de don Diego de los
Reyes Balmaceda (1707) y de Francisco de Ziburu (1714-57).
Fuentes: Censo del capitán don Juan José Moreno, teniente general de gober-
nador, a favor de una capellanía, Santa Fe, 4-IV-1704, DEEC EP 9, fs. 840/43.
Deuda del capitán don Diego de los Reyes Balmaceda, a favor del capitán
Juan de los Ríos Gutiérrez, Santa Fe, 18-VI-1707, DEEC EP 9, fs. 673/4.
Venta del maestre de campo don Diego de los Reyes Balmaceda al capitán
Francisco de Ziburu, Santa Fe, 1-II-1714, DEEC EP 10, fs. 26/28v. Censo
del general don Francisco de Ziburu a favor del convento de Santo Domingo,
Santa Fe, 26-II-1723, DEEC EP 10, fs. 508/10v. Inventario de los bienes de
don Francisco de Ziburu, que entregó en dote doña Francisca de Echagüe y
Andía, Santa Fe, 9-VI-1739, DEEC EP 12, fs. 265v/68v. Inventario de los
bienes del general don Francisco de Ziburu y doña Francisca de Echagüe y
Andía, Santa Fe, 12-XII-1751, DEEC EP 14, fs. 187/90. Testamento por
poder de doña María Francisca de Ziburu, mujer de don Gabriel de Lassaga,
Santa Fe, 26-II-1757, DEEC EP 14, fs. 892v/4v.

1.3.5. Casa de don Andrés López Pintado (1708), luego de don Francisco
Antonio de Vera Muxica (1746)
Fuentes: Censo de don Andrés López Pintado y doña Josefa Marcos de Men-
doza, marido y mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 17-

486
IX-1708, DEEC EP 8, fs. 169v/72. Inventario de los bienes del sargento mayor
don Andrés López Pintado, Santa Fe, 20-V-1738, DEEC EC 25, fs. 112/4.
Tasación de los bienes del sargento mayor don Andrés López Pintado, Santa Fe,
10-VIII-1738, DEEC EC 25, fs. 117v/20v. Venta de casas en medio solar, don
Bernardo López Pintado, al maestre de campo don Francisco Antonio de Vera
Muxica, Santa Fe, 6-IX-1746, DEEC EP 13, fs. 577v/9v. Testamento de doña
Petrona López Pintado, Santa Fe, 27-III-1777, DEEC EP 18, fs. 93/4v.

1.3.6. Casa de don Juan de los Ríos Gutiérrez (1716), luego de don Bar-
tolomé Díez de Andino (1742)
Fuentes: Embargo de los bienes del capitán Juan de los Ríos Gutiérrez, Santa
Fe, 29-II-1716, AGPSF Contaduría 4, f. 413. El apoderado de Bartolomé
Díez de Andino compra en remate las casas que fueron del capitán Juan de
los Ríos Gutiérrez, Buenos Aires, 19-I-1742, Museo Histórico de Santa Fe,
Publicado en Boletín del Dpto. de Estudios Etnográficos y Coloniales, nº 1,
Santa Fe, 1945, pp. 145/8. Censo de don Bartolomé Díez de Andino y doña
Juana Maciel, su mujer, Santa Fe, 2-XI-1744, DEEC EP 13, fs. 483/4v. Censo
de don Bartolomé Díez de Andino y doña Juana Maciel, su mujer, a favor
del convento de la Merced, Santa Fe, 3-XI-1746, DEEC EP 13, fs. 604v/5v.
Testamento de Bartolomé Díez de Andino, otorgado por su viuda doña Juana
Maciel, vecina, Santa Fe, 9-XII-1763, DEEC EP 16, fs. 93/111. Patrimonio
de don Manuel Ignacio Díez de Andino, que le otorga su madre doña Juana
Maciel, Santa Fe, 24-XII-1767, DEEC EP 16, fs. 583v. Archivo de Aguas Pro-
vinciales de Santa Fe, plano de la red domiciliaria de la propiedad de Felicitas
Marull de Gollan, 26-X-1908, calle 3 de Febrero 212, expte. 617.

1.3.7. Casa de don Francisco Pascual de Echagüe y Andía, luego de don José
Troncoso Sotomayor y de don Manuel Arias
Fuentes: Presentación del capitán Francisco Pascual de Echagüe y Andía pi-
diendo que se le venda un solar perteneciente a la Iglesia Matriz, Santa Fe, 5-XI-
1686, DEEC EP 6, fs. 82/4v. Venta del maestro Fernández de Ocaña al capitán
don Francisco Pascual de Echagüe y Andía, Santa Fe, 27-II-1687. Patrimonio
otorgado por el sargento don José de Troncoso y Sotomayor y doña Catalina de
Echagüe y Andía, su mujer, a favor de su hijo el maestro don Vicente Troncoso,
Santa Fe, 15-IX-1741, DEEC EP 13, fs. 61/2v. Testamento cerrado de doña
Catalina de Echagüe y Andía, viuda del sargento mayor don José de Troncoso
Sotomayor, 24-XI-1770, abierto en Santa Fe el 31-XII-1773, DEEC EP 17, fs.
526/9v. Testamento por poder del general don Francisco Xavier de Echagüe y
Andía, Santa Fe, 21-II-1743, DEEC EP 13, fs. 261v/3v. Dote de doña Cecilia
Catalina de Troncoso, que casa con don Manuel Arias, Santa Fe, 22-IX-1753,
DEEC EP 14, fs. 373v/7. DEEC EC 27, fs. .336/40. Deuda de don Manuel

487
Aris y doña Cecilia Catalina de Troncoso, su mujer, a favor del R.P. fray José
Joaquín Márquez, de la orden de La Merced, Santa Fe, 28-I-1754, DEEC EP
14, fs. 468v/70v. Inventario de los bienes de doña Cecilia Catalina Troncoso,
difunta, Santa Fe, 27-IV-1757, DEEC EC 27, expte. 236, fs. 308/50.Tasación
de los bienes de doña Cecilia Catalina Troncoso, difunta, Santa Fe, 13-V-1757,
DEEC EC 27, expte. 236, fs. 308/50. Declaración de doña Catalina de Echagüe
y Andía y don Manuel Aris, Santa Fe, 19-I-1761, DEEC EP 15, fs. 839/9v.
Testamento de don Manuel Arias, Santa Fe, 2-IX-1765, DEEC EC 40, expte.
482, fs. 691/713. Testamento de doña María Josefa Micaela Denis, Santa Fe,
29-VII-1838, DEEC EP 26.496/7v.

1.3.8. Casa de don Pedro del Casal, luego de don Francisco Xavier de Echa-
güe y Andía (1731), de don Ignacio de Echagüe y Andía y de don Simón de
Avechuco (1744).
Fuentes: Dote de doña María Rangel de Sanabria, que casa con el capitán
Pedro del Casal, Santa Fe, 21-II-1683, DEEC EP 5, fs. 875/9. Gastos hechos
por don Carlos de los Reyes Balmaceda de los bienes de los herederos del ca-
pitán Pedro del Casal que tiene en su poder, Santa Fe, 17-II-1729, DEEC EC
23, expte. 137 ½, fs. 316/18. Venta de don Francisco del Casal, por sí y como
apoderado de doña Catalina del Casal, su hermana, al maestre de campo don
Francisco Xavier de Echagüe y Andía, Santa Fe, 19-X-1731, DEEC EP 11,
fs. 850v/2v. Descargo del capitán Francisco del Casal, Santa Fe, 1732, DEEC
EC 23, expte. 142, f. 497. Inventario de los bienes que quedaron por muerte
del general don Francisco Xavier de Echagüe y Andía, Santa Fe, 17-XII-1742,
DEEC EC 20, fs. 407/8v. Tasación de los bienes que quedaron por muerte
del general don Francisco Xavier de Echagüe y Andía, Santa Fe, 16-II-1743,
DEEC EC 20, expte. 82, fs. 420/33v. Hijuela de Ignacio de Echagüe y Andía,
Santa Fe, 1744, DEEC EC 25, expte. 190, fs. 308/8v. Hijuela de doña María
Ignacia de Echagüe y Andia, Santa Fe, 1744, DEEC EC 25, expte. 190, fs.
310/11. Hijuela de doña Rosa de Echagüe y Andía, Santa Fe, 1744, DEEC
EC 25, expte. 190, fs. 311v/12. Hijuela de doña Micaela de Echagüe y Andía,
Santa Fe, 3-I-1745, DEEC EC 25, expte. 190, fs. 312/12v. Dote de doña
Micaela de Echagüe y Andía, que casa con don Simón de Avechuco, natural
de España, Santa Fe, 9-VII-1759, DEEC EC 25, expte. 190, f. 430v. Venta de
doña Rosa de Echagüe y Andía a su cuñado don Simón de Avechuco, Santa
Fe, 8-IV-1764, DEEC EP 16, fs. 151/5. Censo de don Simón de Avechuco a
favor del convento de las Teresas, Santa Fe, 21-I-1766, DEEC EC 41, f. 69.
Venta de don Ignacio de Echagüe y Andía, a don Gabriel de Lassaga, Santa
Fe, 14-II-1784, DEEC EP 18, fs. 709v/10v.

488
1.3.9. Casa de don Joaquín Maciel (1765)
Fuentes: Declaración testamentaría de doña Rosa de Lacoizqueta, viuda de
don Manuel Maciel, Santa Fe, 15-XI-1779, DEEC EP 18, fs. 356v/7. Bienes
existentes de la testamentaría de don Joaquín Maciel, Santa Fe, 13-XI-1790,
DEEC EC 44, expte. 583, fs. 310v/311. Inventario de los bienes de don
Joaquín Maciel, difunto, Santa Fe, 20-V-1794, DEEC EC 44, expte. 572,
fs. 286/87v. Tasación de los bienes de don Joaquín Maciel, finado, Santa Fe,
24-XI-1794. DEEC EC 44, expte. 572, f. 285 y sigtes. AGN, S.IX, 37-2-5, Tri-
bunales, Legajo 121, expte. 27 plano de la casa de doña Isidora Valdivieso.

1.3.10. Casa principal de don Manuel de Gabiola (1776)


Fuentes: Inventario de los bienes de doña Juana de Echagüe y Andía, que
quedaron por fin y muerte de su marido don Manuel de Gabiola, Santa Fe,
14-IV-1776, DEEE EC 53, expte 65, fs. 244v/5. Tasación de las casas de
doña Juana de Echagüe y Andía, viuda de don Manuel de Gabiola, Santa
Fe, 19-VI-1776, DEEC EC 53, 1804/5, expte 65, fs. 233/458. Hipoteca de
don Manuel de Toro y Villalobos y doña María Polonia de Gabiola, marido y
mujer, Santa Fe, 5-VI-1794, DEEC EP 19, fs. 400v/2v. Tasación de los bienes
doña María Polonia de Gabiola, viuda de don Manuel de Toro y Villalobos,
Santa Fe, 1800, DEEC EC 48, f. 443.

1.3.11. Casa de don José Teodoro de Larramendi, luego de doña Josefa


Ramona de Larramendi

Primera serie tipológica: casas con patio a la calle


Cuarto tipo: vivienda interior con cuartos a la calle

1.4.1. Casa de Bartolomé Márquez (1688-98), luego de don Juan de los Ríos
Gutiérrez (1715) y de don Francisco Martínez de Rozas (1749)
Fuentes: Testamento del capitán Bartolomé Márquez, Santa Fe, 12-III-1688,
DEEC EP 6, fs. 242/9. Testamento del capitán Bartolomé Márquez, Santa
Fe, 1-VII-1693, DEEC EP 6, fs. 499/508v. El sargento mayor Antonio
Márquez Montiel adquiere derecho por partición de los bienes de sus padres,
DEEC EP 10, f. 168. Venta del sargento mayor Antonio Márquez Montiel,
al capitán Juan de los Ríos Gutiérrez, Santa Fe, 18-V-1715, DEEC EP 10, fs
.167/9v. Embargo de los bienes de Juan de los Ríos Gutiérrez, 29-II-1716,
AGPSF: Contaduría, tomo 4, f. 414. El general don Bartolomé de Ugalde
adquiere la propiedad en pública almoneda, DEEC EP 10, f.356. Donación
del general don Bartolomé de Ugalde a doña Ana Delgadillo y Atienza, viuda
de don Juan de los Ríos Gutiérrez, Santa Fe, 25-XI-1722, DEEC EP 10, fs.

489
356/7. Testamento por poder de doña María de los Ríos Gutiérrez, casada
con don Francisco José de Saravia, Santa Fe, 7-X-1746, DEEC EP 13, fs.
592/4v. Venta de don Francisco José de Saravia a don Francisco Martínez
de Rozas, Santa Fe, 29-X-1749, DEEC EP 13, fs. 777v/9. Censo de don
Francisco Martínez de Rozas y doña María Francisca de Cacho y Herrera, su
mujer, Santa Fe, 8-XI-1749, DEEC EP 13, fs. 763v/764. Adjudicación de
don Francisco Javier Martínez de Rozas, Santa Fe, 11-IV-1790, DEEC EP
19,fs. 29v/30v. Hipoteca de don Francisco Javier Martínez de Rozas, Santa
Fe, 15-IX-1793, DEEC EP 19, fs. 257v/8v. Inventario de los bienes de doña
Juana Rosa Martínez de Rozas, Santa Fe, 25-II-1795, DEEC EC 45, expte
604, fs. 560/560v. Tasación de los bienes de doña Juana Rosa Martínez de
Rozas, mujer de don Pedro Antonio Crespo, Santa Fe, 5-VIII-1795, DEEC
EC 45, expte 604, fs. 567/8.

1.4.2. Casa de don Juan José de Lacoizqueta (1711)


Fuentes: Imposición de capellanía de doña Antonia Arias Montiel y su hijo
el sargento mayor Antonio Márquez Montiel, Santa Fe, 4-VIII-1701, DEEC
EP 9, fs. 134/135. Censo del maestre de campo don Juan José de Lacoizqueta
a favor del convento de La Merced, Santa Fe, 5-III-1734, DEEC EP 12, fs.
224v/6v. Patrimonio de don Juan Ignacio de Lacoizqueta, hijo del maestre de
campo don Juan José de Lacoizqueta y doña Juana Márquez Montiel, su mujer,
Santa Fe, 9-X-1741, DEEC EP 13, fs. 66v/8. Donación de doña Ventura,
doña Juana y doña Juana Francisca de Lacoizqueta, a favor de doña Rafaela
Antonia de Lacoizqueta, su hermana, mujer de don Juan Duarte Neves, Santa
Fe, 29-XI-1769, DEEC EP 16, fs. 841v/3. Imposición de capellanía de doña
Ventura, doña Juana y doña Juana Francisca de Lacoizqueta, a favor de su
sobrino don Malaquías Duarte Neves, Santa Fe, 9-VIII-1783, DEEC EP 18,
fs. 685v/89. Testamento de doña María Francisca de Lacoizqueta, Santa Fe,
25-IX-1821, DEEC EP 24, fs. 314/6.

1.4.3. Propiedad de don Juan González de Setúbal (1764), luego casa de


don Martín Godoy (1772), de don Domingo Antonio Sañudo (1803), de don
José Vicente Roldán (1807) y de don Juan Francisco Seguí (1836)
Fuentes: Venta de medio solar, doña María de Atenzio, mujer del capitán
Andrés Álvarez del Castillo, al capitán Juan González de Setúbal, Santa Fe,
28-III-1719, DEEC EP 11, fs. 251-252v. Codicilo de don Juan González de
Setúbal el Viejo, Santa Fe, 5-XI-1764, DEEC EP 16, fs. 215v/17v. Hipoteca
de doña María Rosa de la Rosa y don Martín Godoy, Santa Fe, 3-XII-1772,
DEEC EP 17, fs. 547/9. Don Domingo Antonio Sañudo remata las casas
que fueron del finado don Martín Godoy, Santa Fe, 12-III-1803 y traspasa el
remate a don José Vicente Roldán, Santa Fe, 29-III-1807, DEEC EP 21, fs.

490
444/45v. Donación de doña María Candelaria Ceballos a su hermana política
doña Agustina Roldán, Santa Fe, 19-XI-1824, DEEC EP 25, fs. 71/1v. In-
ventario de los bienes del difunto don Vicente Roldán, Santa Fe, 7-IV-1826,
DEEC EC tomo 1827, expte. 312, fs. 479/598.

1.4.4. Casa de doña Margarita Centurión (1764), luego de don Francisco


Solano Leyes (1794)
Fuentes: Testamento de doña Margarita Centurión, casada con Francisco
de Leyes, Santa Fe, 18-VII-1764, DEEC EP 16, fs. 182/5. Testamento de
doña Margarita Centurión, viuda, Santa Fe, 9-VII-1794, DEEC EP 19, fs.
313v/22.

1.4.5 Casa de Manuel Carballo (1768)


Fuente: Censo de don Manuel Carballo a favor de una capellanía fundada
por don Miguel Martínez del Monje, Santa Fe, 23-IV-1768, DEEC EP 16,
fs. 721v/3.

Segunda serie tipológica: casas construidas a la calle


Primer tipo: vivienda construida sobre la calle

2.1.1. Casa de Pedro González Carriazo (1667), luego de Pedro de Lencinas


y Garay (1672)
Fuentes: Dote de doña Antonia Suárez Altamirano, que casa con Pedro
González Carriazo, natural de Córdoba, Santa Fe, 17-XII-1667, DEEC EP
3, fs. 681v/4. Venta de Pedro González Carriazo, con licencia de su mujer, a
Francisco Rodríguez, Santa Fe, 5-VII-1672, DEEC EP 4, fs. 325/28v.

2.1.2. Tienda de Bartolomé Márquez, luego de don Francisco Pascual de


Echagüe y Andía (1683) y de don Manuel Pérez de la Sota (1707)
Fuentes: Dote de doña María Márquez Montiel, que casa con el capitán
Francisco Pascual de Echagüe y Lasterra, natural de Navarra, Santa Fe, 17-IV-
1683, DEEC EP 5, fs. 884v/91. Dote de doña Antonia de Echagüe y Andía,
que casa con don Manuel Pérez de la Sota, natural del Obispado de Burgos,
Santa Fe, 15-IX-1707, DEEC EP 9, fs. 693v/8v. Testamento por poder de
doña María Márquez Montiel, viuda del general Francisco Pascual de Echagüe
y Andía, casada en segundas nupcias con el capitán don Miguel de Echerez,
Santa Fe, 14-III-1712, DEEC EP 8, fs. 415/7v.

491
2.1.3. Tienda de Bartolomé Márquez, luego de don Pedro de Izea y Ara-
níbar (1684) y de don Manuel de la Sota (1710)
Fuentes: Dote de doña Mariana Márquez, que casa con Pedro de Isea, natural
de Navarra, Santa Fe, 17-X-1684, DEEC EP 5, fs. 665/71v. Testamento del
sargento mayor Pedro de Isea y Araníbar, Santa Fe, 9-VII-1705, DEEC EP 9,
fs. 840/45. Venta del capitán don José de Herrada [o de Rada Saguez] y doña
Josefa de Isea, su mujer, al capitán Manuel de la Sota, Santa Fe, 20?-I-1710,
DEEC EP 8, fs. 496v/99. Testamento del capitán José de Rada Saguez o La-
car Rada Saguez, Santa Fe, 11-XI-1711, DEEC EP 8, fs. 384/5. Patrimonio
otorgado por el maestre de campo don Manuel de la Sota y doña Antonia de
Echagüe y Andía, a su sobrino el maestro don Matías de Ziburu, Santa Fe,
4-IX-1741, DEEC EP 13, fs. 57/9. Tasación de los bienes del finado doctor
don Matías Ziburu, Santa Fe, 27-XI-1806, DEEC EC 55, expte. 101, fs.
114/115. Venta del convento de Santo Domingo a don José Clucellas, Santa
Fe, 15-XII-1806, DEEC EP 21, fs. 394v/402.

2.1.4. Cuartos de don Manuel Maciel (1741), luego de don Joaquín Maciel
(1779)
Fuentes: Fianza de doña Rosa de Lacoizqueta, viuda de don Manuel Maciel a
favor de las Temporalidades, Santa Fe, 22-III-1774, DEEC EP 17, fs. 592/3v.
Disposición que doña Rosa de Lacoizqueta añade en su testamento, Santa
Fe, 15-XI-1779, DEEC EP 18, fs. 356v/7. Inventario de los bienes de don
Joaquín Maciel, finado, Santa Fe, 20-V-1794, DEEC EC 44, expte. 572, fs.
287v/288. Tasación de los bienes de don Joaquín Maciel, finado, Santa Fe,
24-XI-1794, DEEC EC 44, expte. 572, fs. 310v/311.

2.1.5. Casa de don Juan Abarracín (1758)


Fuentes: Inventario de los bienes de don Juan Albarracín, finado, Santa Fe,
4-II-1758, DEEC EC 27, expte. 230, fs. 48/8v. Tasación de los bienes de
don Juan Albarracín, difunto, Santa Fe, 27-II-1758, DEEC EC 27, expte.
230, fs. 53/4v.

2.1.6. Casa de doña Polonia Lozano (1824), luego de doña Isabel Frutos
(1825)
Fuente: Testamento de Polonia Lozano, viuda de Juan Antonio Ojeda, Santa
Fe, 7-XI-1824, DEEC EC tomo 1822/25, expte. 296, f. 254v. Inventario de
los bienes que quedaron de la finada doña Polonia Lozano, Santa Fe, 23-XI-
1824, DEEC EC tomo 1822/25, expte. 296, f. 254v. Venta judicial de una
casa de la finada doña Polonia Lozano a doña Isabel Frutos, Santa Fe, 10-III-
1825, DEEC EP 25, fs. 105v/7v.

492
2.1.7. Casa de don José Núñez, luego de don Nicolás Candioti (1826)
Fuente: Venta de don José Núñez a don Nicolás Candioti, Santa Fe, 9-V-1826,
DEEC EP 25, fs. 223v/4v.

2.1.8 Propiedad de doña Bernarda Manso (1828)


Fuente: Testamento de doña Bernarda Manso, Santa Fe, 5-IX-1828, DEEC
EP 25, fs. 351/353.

2.1.9. Casa de doña Petrona Piedrabuena (1830)


Fuentes: Testamento de don José Alberto Calderón, Santa Fe, 6-III-1830,
DEEC EC 1829/34, expte 333, fs. f. 451. Tasación de la casa del finado don José
Alberto Calderón y de su esposa doña Petrona Retolaza, Santa Fe, 21-I-1832,
DEEC EC 1829/34, expte 333, fs. 450/79v. Inventario y tasación del terreno,
casa y árboles de la casa mortuoria de la finada doña Petrona Piedrabuena, Santa
Fe, 3-II-1832, DEEC EC 1829/34, expte 333, fs. 466v/67. Plano de la casa,
DEEC EC 1829/34, expte 333, f. 467v. Venta de don José Mariano Calderón
a Benjamín Comas, Santa Fe, 15-I-1838, DEEC EP 26, fs. 474/4v.

2.1.10. Casa de Juan José de Lorca, luego de don Pantaleón de los Ríos
(1765), de doña Isidora Piedrabuena (1801), de don Juan de Zabala (1805)
y de don Manuel Izarra (1832)
Fuentes: Trueque entre don Pantaleón de los Ríos y su mujer doña Juana Calvo,
con Juan José de Lorca, Santa Fe,?-XII-1765, DEEC EP 16.413/5v. Hipoteca de
don Pantaleón de los Ríos, Santa Fe, 27-VIII-1788, DEEC EP 17, fs. 716/8v.
Venta de doña María Josefa de Piedrabuena y otros herederos a favor de don
Juan Zavala, Santa Fe, 17-V-1805, DEEC EP 21, fs. 42/7. Venta de don Juan
Zabala al capitán de Dragones retirado don Manuel Isarra, Santa Fe, 12-VI-
1832, DEEC EP 26, fs. 131/33v. Venta de Manuel Isarra a doña Saturnina del
Barco de Cueto, Santa Fe, 20-I-1866 (cit. por Pistone J. Catalina. Un toque
de alerta. El Litoral, 14-III-1984). Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe,
plano de la red domiciliaria de la propiedad de Antonio Prieto, 18-II-1908,
calle Amenábar 2907/9/19 esq. 1º de Mayo 1395/99, expte. 777.

2.1.11. Casa de Pedro de Arteaga (1770), luego de Benedicta Troncoso


(1801)
Fuentes: Hipoteca de don Pedro de Arteaga a favor de la Cofradía de Nuestra
Señora del Rosario, Santa Fe, 13-II-1770, DEEC EC 49, expte. 661, f. 405 y
sigtes. Tasación de la casa de doña Antonia Castañeda, viuda de Pedro Arteaga,
Santa Fe, 17-V-1800, DEEC EC 49, expte. 661, fs. 433/33v. Venta de una
propiedad censuada, doña Antonia Castañeda, viuda de don Pedro Arteaga, de
común acuerdo con sus acreedores, a favor de Benedicta Troncoso, mujer de

493
Vicente Bargas, esclavo de don Juan Antonio García, Santa Fe, 17-IX-1801,
DEEC EP 20, fs. 194v/7v. Archivo de Aguas Provinciales, plano de la red
domiciliaria de la propiedad de Cayetano Petrone, Santa Fe, 26-II-1927, calle
Entre Ríos 2779/99 esq. 9 de Julio 1292/98, expte. 1461.
2.1.12. Casa de don Antonio Martínez (1774), luego de doña Margarita
López
Fuentes: Inventario de la casa de la morada de doña Margarita López, viuda
de don Antonio Martínez, Santa Fe, 23-II-1774, EC 35 expte. 380, f. 297
y sigtes. Tasación de los bienes de doña Margarita López, Santa Fe, 13-IV-
1774, EC 35 expte. 380, f. 297 y ss. Testamento de Margarita López, Santa
Fe, 24-XI-1781, DEEC EP 18, fs. 581/3.

2.1.13. Casa de don Manuel Correa, luego de don Juan de Martino Cabal
(1775)
Fuente: Casa de don Manuel Correa, luego de don Juan de Martino Cabal,
Santa Fe, 22-XI-1775, DEEC EP 18, fs.44v/6v.

2.1.14. Casa de don Francisco Javier Piedrabuena (1778), luego de don


Bartolomé Castañeda (1844)
Fuentes: Inventario de la casa de la morada de don Francisco Javier Piedrabue-
na, Santa Fe, 11-VI-1778, DEEC EC 38, expte. 422, f. 414. Tasación de los
bienes de don Francisco Javier Piedrabuena, difunto, Santa Fe, 10-VII-1778,
DEEC EC 38, expte. 422, f. 416. Venta del albacea de la finada doña Gregoria
Piedrabuena, al sargento mayor de Restauradores don Bartolomé Castañeda,
9-XI-1844, DEEC EP 27.102/3.

2.1.15. Tienda don Gabriel de Quiroga, luego de don Baltasar Martínez


(1784)
Fuentes: Venta de una tienda y trastienda de don Cayetano Ximénez a don
Gabriel de Quiroga y Navia, Santa Fe, 4-II-1751, DEEC EP 14, fs. 11v/113.
Obligación de don Salvador Ignacio de Amenábar, Santa Fe, 2-X-1775, DEEC
EP 17, fs. 622/23v. Venta de doña María Tomasa de Umeres, viuda de don
Gabriel de Quiroga, a don Baltasar Martínez, Santa Fe, 8-I-1784, DEEC
EP 18, fs. 503/4. Capital que hacen don Baltasar Martínez, español, y doña
María Ignacia Morlíus a su matrimonio, Santa Fe, 23-VIII-1785, DEEC EP
18, fs. 836/9v.

2.1.16. Casa de Agustín Gómez de Leguizamón, luego de José de Alcázar


(1791), de doña María Josefa de Gabiola y de doña Vicenta González de
Rodríguez (1851)
Fuentes: Venta de don Juan Angel Urrutia, marido de doña María Petrona

494
Gómez Leguizamón, y doña Josefa Gómez Leguizamón, mujer de don Fran-
cisco Hernández, a don José de Alcázar, Santa Fe, 19-V-1791, DEEC EP
19, fs. 155/61. Disposición testamentaria de doña María Josefa de Gabiola,
Santa Fe, 25-VIII-1847, DEEC EP 27, fs. 167/67v. Venta del presbítero don
Juan Alarcón, en nombre de doña Josefa Gabiola y Negrete, a doña Vicenta
González de Rodríguez, con licencia de su esposo el capitán don Francisco
Rodríguez, Santa Fe, 14-VIII-1851, DEEC EP 27, fs. 249v/52v.

2.1.17. Casa de don Basilio Jaques (1793)


Fuente: Testamento por poder de don Basilio Jaques, Santa Fe, 20-II-1793,
DEEC EP 19, fs. 235v/7v.

2.1.18. Casa de Merlo, luego de Bernabé de Larrosa (1796)


Fuente: Venta de don José de Tarragona, apoderado de doña María Rosa, doña
Francisca, doña María Manuela, doña María Josefa Merlo y su hermano don
Juan Bautista Merlo, a Bernabé de la Rosa [Larrosa], Santa Fe, 10-VI-1796,
DEEC EP 19, fs. 510v/13v.

2.1.19. Casa en esquina, luego de Juan Pividori


Fuentes: Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de la red domici-
liaria de la propiedad de José Pividori, calle Entre Ríos esquina 4 de Enero.

Segunda serie tipológica: casas construidas a la calle


Segundo tipo: vivienda con zaguán

2.2.1. Casa principal de Hernandarias de Saavedra


Fuentes: Bienes de Hernandarias de Saavedra, Santa Fe, 1617 (de una
presentación del Defensor de la Real Hacienda, transcripta por Manuel R.
Trelles en “Hernandarias de Saavedra”, Revista de Buenos Aires, tomo X, p.
333). Memoria de los bienes embargados a Hernandarias de Saavedra, Santa
Fe, 1619 (de la memoria de los bienes embargado, transcripta por Manuel
R. Trelles en “Hernandarias de Saavedra", Revista de Buenos Aires, tomo X, p.
534-37). Testamento de doña Jerónima de Contreras, viuda del gobernador
Hernandarias de Saavedra, Santa Fe, 5-X-1643, DEEC EP 1, fs. 408-13v.

2.2.2. Casa de Juan Martínez de Amilibia, luego de Mauricio del Pozo, de


don Francisco Izquierdo (1682), de don Gabriel de Arandía y de don Miguel
Martínez del Monje
Fuentes: Venta del capitán Mauricio del Pozo, al capitán don Francisco Iz-
quierdo, Santa Fe, 12-X-1682, DEEC EP 5, fs. 849/51. Censo de doña Loren-

495
za Rangel de Sanabria, viuda del sargento mayor don Francisco Izquierdo, para
instituir dos capellanías que mandó su difunto marido, Santa Fe, 1-VI-1701,
DEEC EP 9, fs. 189/91v. Testamento de don Gabriel de Arandía, casado con
doña Lorenza Domínguez Rangel de Sanabria, viuda del sargento mayor Fran-
cisco Izquierdo, Santa Fe, 30-IV-1720, DEEC EP 10, fs. 458/64. Testamento
por poder de don Miguel Martínez del Monje, Santa Fe, 25-IX-1749, DEEC
EC 26, expte. 215, fs. 65/69. Inventario de las casas del difunto regidor don
Miguel Martínez del Monje, Santa Fe, 20-V-1750, DEEC EC 26, expte. 215,
fs. 71/72. Tasación de las casas del difunto regidor don Miguel Martínez del
Monje, Santa Fe, 25-VI-1750, DEEC EC 26, expte. 215, f. 76. Testamento
por poder de doña Dominga Mendieta, viuda de don Miguel Martínez del
Monje, Santa Fe, 23-VI-1779, DEEC EP 18, fs. 333v/6v. Testamento por
poder de doña Dominga Mendieta, viuda de don Miguel Martínez del Monje,
Santa Fe, 23-VI-1779, DEEC EP 18, fs. 333v/6v.

2.2.3. Casa del maestro Diego Fernández de Ocaña (1699), luego de don
Pedro Rivero Raposo, de don Juan Manuel Sáenz de Tejada (1777) y de
Mariano Comas (1805)
Fuentes: Imposición de capellanía de don Diego Godoy Ponce de León, Santa
Fe, 25-V-1694. DEEC EP 5, fs. 1104v/6. Censo del maestro Diego Fernández
de Ocaña, Santa Fe, 1-II-1699. DEEC EP 7, fs. 532v/4. Venta de don Pedro
Rivero Raposo y doña Isabel Ruiz Gallo, marido y mujer, a don Juan Manuel
Sáenz de Tejada, Santa Fe, 13-XII-1777. DEEC EP 18, fs. 128v/9v. Venta de
los albaceas de la finada doña Lorenza Díaz Ibáñez a don Mariano Comas,
Santa Fe, 14-I-1805. DEEC EP 20, fs. 435v/39v.

2.2.4. Casa de don Manuel de Amilibia (1701) luego de don Esteban Marcos
de Mendoza (1768/70) y de Redruello (1796)
Fuentes: Dote de doña Ana del Casal que casa con el capitán don Manuel
de Amilibia, natural de Guipúzcoa, Santa Fe, 14-VI-1701, DEEC EP 9, fs.
108/11v. doña Ana del Casal y Sanabria, viuda del capitán don Manuel de
Amilibia, hace donación a favor de la fundación de un monasterio de carme-
litas descalzas, Santa Fe, 23-IX-1709, DEEC EP 8, fs. 262v/4. Testamento del
maestre de campo don Esteban Marcos de Mendoza, Santa Fe, 20-V-1768,
DEEC EP 16, fs. 644/7. Testamento del maestre de campo don Esteban
Marcos de Mendoza y su mujer doña Juana Gaete, Santa Fe, 24-III-1770,
DEEC EP 17, fs. 55/57v. Testamento del don Esteban Marcos de Mendoza y
su mujer doña Juana Gaete, Santa Fe, 15-IX-1770, DEEC EP 17, fs. 107/9v.
Testamento del maestre de campo don Esteban Marcos de Mendoza y de
su mujer doña Juana Gaete, Santa Fe, 5-XI-1771, DEEC EP 17, fs. 232/5.
Patrimonio laical maestro don Bonifacio Redruello, otorgado por su madre

496
doña María Josefa Marcos de Mendoza, Santa Fe, 12-V-1796, DEEC EP 19,
fs. 508/9.

2.2.5. Casa de don Francisco de Ziburu (1703), luego de don Francisco de


la Mota Botello (1755/66)
Fuentes: Carta dotal de doña Francisca de Echagüe y Andía que casa con el
capitán Francisco de Ziburu, natural de Navarra, Santa Fe, 5-I-1703, DEEC
EP 9, fs. 703v/8. Censo del maestre de campo don Francisco de Ziburu, doña
Francisca de Echagüe y Andía, su mujer, y don José de Ziburu, su hijo, a favor
de don Tomás de Hereñú, Santa Fe, 29-IV-1732, DEEC EP 11, fs. 906v/9v.
Inventario de los bienes del general don Francisco de Ziburu, que entró en dote
su mujer doña Francisca de Echagüe y Andía, Santa Fe, 9-VI-1734, DEEC
EP 12, fs. 265v/&8v. Censo de don Francisco de la Mota Botello, marido
de doña Francisca de Gaete, a favor del convento de San Francisco, Santa
Fe, 22-VI-1755, DEEC EP 14, fs. 640/41v. Trueque entre don Francisco de
la Mota Botello y don Manuel Arias, Santa Fe, 20-IV-1756, DEEC EP 14,
fs. 753v/55. Obligación de don Francisco Mota Botello a favor del maestro
don Pedro José Garreño (Hereñú), Santa Fe, 31-VII-1766, DEEC EP 16, fs.
435/6. Tasación de la casa de doña María Isabel Iturria, Santa Fe, 17-IX-1789,
DEEC EC tomo 46, 1796/97, expte. 624, f. 647 y ss.

2.2.6. Casa de don Pedro de Urízar (1709/36), luego de don José Seguí
(1782)
Fuentes: Dote de doña Ana Martínez del Monje, hija del capitán don Fran-
cisco Martínez del Monje, difunto, y doña Isabel de Pessoa y Figueroa, que
casa con el capitán Pedro de Urízar, natural del Señorío de Vizcaya. Santa Fe,
23-VIII-1709. DEEC EP 8, fs. 252/5. Testamento por poder de doña Ana
Martínez del Monje, casada con don Pedro de Urízar, Santa Fe, 7-II-1736,
DEEC EP 12, fs. 448/50v.

2.2.7. Casa de don Manuel Fernández de Therán, luego de don Juan Fran-
cisco de Larrechea (1761) y don Martín Francisco de Larrechea (1769)
Fuentes: Dote de doña Antonia de Therán, que casa con don Juan Francisco
de Larrechea, natural del reino de Navarra, Santa Fe, 23-XI-1761, DEEC EP
15, fs. 665/70v. Censo redimible de don Juan Francisco de Larrechea, a favor
del noveno y medio de los diezmos de la fábrica de la Santa Iglesia Matriz,
Santa Fe, 28-IV-1780, DEEC EP 18, fs. 376/7. Patrimonio de don Juan
Eugenio de Larrechea, otorgado por sus padres para que se ordene sacerdote,
Santa Fe, 9-IX-1788, DEEC EP 18, fs. 1155v/8v. Tasación de los bienes del
finado don Juan Francisco de Larrechea, Santa Fe, 30-IV-1812, DEEC EC
58, fs. 188v/89v.

497
2.2.8. Casa de don Manuel Muñoz (1764), luego de don Francisco Antonio
Candioti (1778), más tarde de Santiago Sañudo (1847)
Fuentes: Censo de don Manuel Muñoz a favor de una imposición de cape-
llanía por parte de doña Juana Maciel, Santa Fe, 9-V-1764, DEEC EP 16, fs.
163v/7. Tasación de las casas de don Manuel Muñoz, Santa Fe, 2-X-1778,
DEEC EC tomo 38, 1776-78, expte. 425, fs. 492/492v. Remate de don
Francisco Antonio Candioti de las casas que fueron de don Manuel Muñoz,
Santa Fe, 12-X-1778. DEEC EC tomo 38, 1776-78, expte. 425, f. 465 y
ss. Don Francisco Antonio Candioti, declara que ha rematado unas casas,
Santa Fe, 17-X-1778, DEEC EP 18, fs. 291v/4. Venta de don José Antonio
Lassaga, apoderado de doña María de los Ángeles Torres y don Ramón Echa-
güe, a don Santiago Sañudo, Santa Fe, 4-X-1847. DEEC EP 27, fs. 175/9v.
Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de la red domiciliaria de la
propiedad de Domingo Sañudo, 21-X-1908, calle San Gerónimo 156 esq.
Amenábar 1071; plano de la red domiciliaria de la propiedad de Domingo
Sañudo, 6-II-1909, calle San Gerónimo 156 esq. Amenábar 1071; plano de
la red domiciliaria de la propiedad de Ramiro Villanueva, 6-III-1920, calle
San Gerónimo 1051/55/59/63 esq. Amenábar 152, expte. 1490.

2.2.9. Casa de don Juan Francisco Roldán (1771)


Fuentes: Censo de don Juan Francisco Roldán a favor de una capellanía en el
convento de San Francisco, Santa Fe, 13-XI-1771, EP 17.241v/44 Censo de
don Juan Francisco Roldán, Santa Fe, 17-IX-1800, DEEC EP 20, fs. 51v/3v.
Testamento de don Juan Francisco Roldán, Santa Fe, 21-IX-1800, DEEC
EC 53, expte. 64, f. 214 y ss. Tasación de los bienes de don Juan Francisco
Roldán, Santa Fe, 9-VII-1801, DEEC EC 51, expte. 27, f. 182. Venta de
don Manuel Antonio Zabala y don Juan Ignacio Basaldúa, albaceas de don
Juan Bautista de Iguren, a don Ventura Coll, Santa Fe, 20-VII-1810, DEEC
EP 22, fs. 448v/51v.

2.2.10. Casa de don Tomás Vicente de Hereñú y Arteaga (1776), luego de


don Martín de Santa Coloma (1850) y de don Manuel de Larrechea (1850)
Fuentes: Don Antonio de Medina y Estrada vende un sitio a don Tomás Vicente
de Hereñú y Arteaga, Santa Fe, DEEC EP 18, fs. 208/9v. Escritura de deuda de
don Tomás Vicente de Hereñú y Arteaga, Santa Fe, 1-XII-1776, DEEC 17, fs.
695/6v. Testamento de doña Clara Arriola, viuda de don Sinforoso González
Bayo, Santa Fe, 19-XI-1828, DEEC EP 25, fs. 363v/5. Venta de don Joaquín
Marull al señor coronel don Martín Santa Coloma. Santa Fe, 6-VI-1850, DEEC
EP 27, fs. 230/2v. Cambio y permuta del señor coronel don Martín Santa
Coloma y don Manuel Larrechea, a nombre y autorizado por su esposa doña
Andrea Alzogaray, Santa Fe, 19-X-1850, DEEC EP 27, fs. 233/4v.

498
2.2.11. Casa de don Manuel Suárez (1815)
Fuente: Tasación de los bienes de don Manuel Suárez, Santa Fe, 11-V-1814,
DEEEC EC 58, expte. 223, fs. 478/513.

2.2.12. Casa de don Mariano Ezpeleta, luego de don Lorenzo Antonio


Vilela (1826)
Fuente: Venta de don Mariano Ezpeleta a don Lorenzo Antonio Vilela, Santa
Fe, 8-XI-1826, DEEC EP 25, fs. 266v/8v.

2.2.13. Casa de don Juan Rodríguez de Andrade (1838/48)


Fuentes: Testamento de don Juan Rodríguez de Andrade y doña Isabel Aldao,
marido y mujer, Santa Fe, 30-III-1838, registrado el 17-IX-1846, DEEC EP
27, fs. 134/7v. Testamento de doña Isabel Aldao, viuda de don Juan Rodríguez
Andrade, Santa Fe, 10-I-1848, DEEC EP 27, fs. 186v/7v.

2.2.14. Casa de don Juan de Rezola (1693), luego de don Juan José de
Lacoizqueta y de don Juan Francisco de Larrechea (1768)
Fuentes: Venta de don Francisco Luis de Cabrera al capitán Juan de Rezola,
solar entero con lo edificado en él, DEEC EP 7, f. 263v. Censo del capitán
Juan de Rezola y doña Francisca Martínez del Monje, Santa Fe, 17-XI-1693,
DEEC EP 7, fs. 262/4v. Acta capitular del 20-IX-1698 en la que don Juan de
Rezola solicita licencia para poner corredores en las casas que está edificando
(AGPSF, AC, tomo VI, 1692/1709, f. 149). Censo del capitán Juan de a
Rezola y doña Francisca del Monje, a favor del convento de Santo Domingo,
Santa Fe, 11.VIII-1699, DEEC EP 6, fs. 845v/7v. Censo del capitán Juan
de Rezola y doña Francisca del Monje, a favor del convento de La Merced.
Santa Fe, 29-VIII-1699. DEEC EP 6, fs. 852/4v. Censo del capitán Juan de
Rezola y doña Francisca del Monje, Santa Fe, 17-XI-1699, DEEC EP 7, fs.
262/4v. Censo de Juan de Rezola y doña Francisca del Monje, Santa Fe, 13-
VII-1705, DEEC EP 9, fs. 611/6. Testamento por poder del sargento mayor
Juan de Rezola, Santa Fe, 14-IV-1711, DEEC EP 8, fs. 550/53v. Cantidades
que se adeudan contra los bienes del difunto don Juan de Rezola, Santa Fe,
5-VII-1719, AGPSF: Contaduría, tomo 4, años 1717-30, Legajo 5, “Sentencia
y autos sobre la visita de la Real Caja de Santa Fe y procedimiento contra
los bienes del finado Juan de Rezola, tesorero de Santa Fe”, años 1719-21.
Solicitud del tesorero Francisco de Bracamonte, Santa Fe, 10-VIII-1719,
AGPSF: Contaduría, tomo 4, años 1717-30, Legajo 5, “Sentencia y autos
sobre la visita de la Real Caja de Santa Fe y procedimiento contra los bienes
del finado Juan de Rezola, tesorero de Santa Fe”, años 1719-21. Visita de la
Real Caja de Santa Fe, Santa Fe, 23-V-1722, AGPSF: Contaduría, tomo 4,
años 1717-30, legajo nº 1. años 1717-24, copia de autos hechos en la visita

499
de la Real Caja de Santa Fe por oposición que hizo el tesorero don Francisco
de Bracamonte de los bienes del finado tesorero don Juan de Rezola. Censo
de doña Juana Márquez Montiel, mujer de don Juan José de Lacoizqueta, y
don José de Mier y Ríos, vecinos, con poder de dicho Lacoizqueta a favor de la
Cofradía del Santísimo Sacramento, Santa Fe, 28-XII-1741, DEEC EP 13, fs.
118/19v. Imposición de capellanía de don Juan José de Lacoizqueta a favor de
don Bartolomé de Zubiría, Santa Fe, 16-VI-1761, DEEC EP 15, fs. 611/13v.
Remate a favor de don Juan Francisco de Larrechea, Santa Fe, 25-V-1768 y
pedido dé posesión de la casa, se decretó así el 14-VI-1768, DEEC EC tomo
44, 1794, expte. 571, 216. Toma de posesión, Santa Fe, 14-VI-1768, DEEC
EC tomo 44, 1794, expte. 571, 216 fojas. Tasación de los bienes del finado
don Juan Francisco de Larrechea, Santa Fe, 30-IV-1812, DEEC EP 58, fs.
187/9v. Censo de don Juan Francisco de Larrechea a favor de la Cofradía
del Santísimo Sacramento, Santa Fe, 28-VI-1768. DEEC EP 16, fs. 656/9 y
DEEC EC 44, fs. 98v/9. Censo de don Juan Francisco de Larrechea, Santa
Fe, 21-V-1770, DEEC EP 17, fs. 69v/71. Censo de don Juan Francisco de
Larrechea, a favor de una capellanía en el convento de La Merced, Santa Fe,
12-XI-1771, DEEC EP 17, fs. 239/40v y DEEC EC 58, 1813/15, expte. 213,
año 1814, fs. 175v/6v. Deuda de don Juan Francisco de Larrechea, vecino, a
favor del Hospital, Santa Fe, 13-XI-1790, DEEC EP 19, fs. 72v/4v.

2.2.15. Casa de don Pedro del Casal, luego don Francisco y doña Catalina
del Casal (1732/7) y de Luis Ribero Raposo (1737-57)
Fuentes: El maestro Pedro González Bautista vivió desde el 4-II-1722 hasta
el 4-VIII-1732, día de su muerte, en casa de don Francisco del Casal quien
presenta un interrogatorio, Santa Fe, 18-II-1733, DEEC EC 24, años 1733-
36, expte. 155, fs. 140/40v. Censo del capitán don Francisco del Casal y doña
Francisca de las Casas, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe,
14-VII-1733, DEEC EP 12, fs. 135/7. Inventario de la casa, Santa Fe, 16-XII-
1734, DEEC EC 24, 1733-36, expte. 156, fs. 196v/7. Bienes entregados a con
Francisco del Casal, hijo, Santa Fe, 17-VI-1737, DEEC EC 25, 1737-1750,
expte. 177, fs. 96/9. Venta de don Francisco del Casal, vecino y don Tomás
José Seco y Colina, marido de doña Catalina del Casal, al capitán Luis Ribero
Raposo; presentados ante la Real Justicia pidiendo que saliera a remate el 26-
VI-1736, el mejor postor fue Ribero Raposo, Santa Fe, 7-VII-1737, DEEC
EP 12, fs. 560v/3. Dote de doña Francisca de Cacho y Herrera, que casa con
el capitán don Francisco Martínez de Rozas, Santa Fe, 21-V-1743, DEEC EP
13, fs. 288v/94v. Censo del capitán don Luis Ribero Raposo y doña Juana
de los Ríos Gutiérrez, a favor del convento de San Francisco, Santa Fe, 9-XI-
1744, DEEC EP 13, fs. 488/88v. Inventario de los bienes de doña Juana de
los Ríos Gutiérrez, mujer de don Luis Ribero Raposo, Santa Fe, 5-XII-1757,

500
DEEC EC 29, expte. 267, fs. 206/7v. Tasación de los bienes de doña Juana
de los Ríos Gutiérrez, mujer de don Luis Ribero Raposo, Santa Fe, 30-I-1758,
DEEC EC 29, expte. 267, fs. 213/15v.

2.2.16. Casa de don Antonio Candioti y Mujica (1742), luego de don Juan
Francisco Aldao (1768)
Fuentes: Censo de don Antonio de Candioti y Muxica y doña María Andrea
de Zevallos, su mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 11-
VIII-1742, DEEC EP 13, fs. 185/7. Censo de don Antonio de Candioti y
Muxica y doña María Andrea de Zevallos, su mujer, a favor del convento de
La Merced, Santa Fe, 22-VI-1744, DEEC EP 13, fs. 433/4v. Dote de doña
María Andrea de Zevallos, que casó con don Antonio Candioti y Muxica y no
se ha escriturado la dote por estar entonces el otorgante en el Perú, Santa Fe,
28-VI-1746, DEEC EP 13, fs. 654/8. Carta dotal de doña Leonor Candioti,
que casa con don Juan Francisco Aldao, Santa Fe, 22-IX-1768, DEEC EP 16,
fs. 666/70v. Testamento de don Juan Francisco de Aldao, Santa Fe, 20-VI-
1789, DEEC EP 18, fs. 1.200/9. Inventario de los bienes correspondientes a la
carta dotal de doña Leonor Manuela Candioti, viuda de Juan Francisco Aldao,
Santa Fe, 18-XI-1789, DEEC EC 42, expte. 526, f. 149v/150. Tasación de los
bienes de Juan Francisco Aldao, difunto, y doña Leonor Manuela Candioti,
Santa Fe, 15-I-1790, DEEC EC 42, expte. 526, fs. 176v/177. Bienes dotales
existentes al tiempo del fallecimiento de don Juan Francisco Aldao, Santa Fe,
18-III-1790, DEEC EC 42, expte. 526, “Testamentaría de Juan Francisco
Aldao”, f. 130 y ss, 70 fojas. Codicilo de doña Leonor Manuela Candioti,
Santa Fe, 24-II-1808, DEEC EP 22, fs. 86/6v.

2.2.17. Casa de doña Francisca de las Casas, mujer de D. Francisco del


Casal. Adjudicada a doña María Ventura del Casal y don Domingo Maciel
(1769)
Fuentes: Tasación y partición de los bienes que quedaron por muerte de doña
Francisca de las Casas, Santa Fe, 29-VII-1769, DEEC EP 17, fs. 327/33. Re-
conocimiento de censo de don Domingo Maciel, marido de doña Ventura del
Casal, a favor de una capellanía a favor del maestro don Pedro José del Casal,
Santa Fe, 30-III-1773, DEEC EP 17, fs. 326v/35. DEEC EP 17, fs. 344/44v.
Inventario de los bienes de doña María Ventura del Casal, mujer de don Do-
mingo Maciel, Santa Fe, 6-XII-1773, DEEC EC 43, expte. 560, fs. 652/54v.
Tasación de los bienes de doña María Ventura del Casal, Santa Fe, 29-I-1774,
DEEC EC 43, expte. 560, f. 649 y ss. Testamento del maestro don Pedro
José del Casal, Santa Fe, 6-IX-1776, DEEC EC 38, expte. 432 y DEEC EC
43, expte. 560, f. 649 y ss. Presentación de don Domingo Maciel, DEEC EC
38, expte. 432, fs. 714/16. Inventario de los bienes de don Domingo Maciel,

501
Santa Fe, 1-VIII-1792, DEEC EC 43, expte. 554, fs. 350v/351. Tasación de
los bienes de Domingo Maciel, difunto, Santa Fe, 22-XII-1792, DEEC EC
43, expte. 554, fs. 389v/393. Nota a la tasación de los bienes de don Domin-
go Maciel, Santa Fe, 10-I-1793, DEEC EC 43, expte. 554, f. 394. Dote de
doña María Francisca Rosa Maciel, que casa con don Tomás Furnells, natural
de Barcelona, Santa Fe, 20-II-1792, DEEC EP 19, fs. 207/10v. Inventario
de los bienes de doña María Josefa López Pintado, viuda de don Domingo
Maciel, Santa Fe, 2-V-1794, DEEC EC 45, expte. 605, f. 669. Archivo de
Aguas Provinciales, plano de la red domiciliaria de la propiedad de Gustavo
Martínez Zuviría y Matilde de Iriondo, Santa Fe, 3-XI-1909, calle 9 de Julio
994/6 y 3 de Febrero 2809/10, expte. 1805.

2.2.18. Casa de don Melchor de Echagüe y Andía (1765)


Fuentes: Testamento por poder de don Manuel Maciel, otorgado por su mujer
doña Rosa de Lacoizqueta, Santa Fe, 16-III-1765, DEEC EP 16, fs. 290/99.
Testamento de doña Rosa de Lacoizqueta, viuda del maestre de campo don
Manuel Maciel, Santa Fe, 15-V-1775, DEEC EP 17, fs. 778/82v. Donación
del canónigo don Juan Baltasar Maciel a su hermana doña María Isabel Maciel,
mujer de don Melchor de Echagüe y Andía, Santa Fe, 7-VII-1783, DEEC EP
18, fs. 491/91v. Censo de don Melchor de Echagüe y Andía y doña María
Isabel Maciel, su mujer, a favor del convento de Santo Domingo, Santa Fe,
24-XII-1767, DEEC EP 16, fs. 596v/8v. Censo de don Melchor de Echagüe
y Andía y doña María Isabel Maciel, su mujer, a favor del convento de Santo
Domingo, Santa Fe, 31-III-1769, DEEC EP 16, fs. 791v/3v. Avalúo judicial
de los bienes patrimoniales de don Gregorio de Echagüe y Andía, otorgado
por sus padres el teniente coronel don Melchor de Echagüe y Andía y doña
María Isabel Maciel, Santa Fe, 4-XI-1803, DEEC EC 52, expte. 49, f. 415.
Patrimonio de don Gregorio de Echagüe y Andía, otorgado por sus padres el
teniente coronel don Melchor de Echagüe y Andía y doña María Isabel Maciel,
Santa Fe, 10-XI-1803, DEEC EP 20, fs. 389v/92. Venta de don Cayetano y
don Francisco de Echagüe y don Isidro Cabal, a don Francisco Xavier Páez,
Santa Fe, 14-XII-1827, DEEC EP 25, fs. 291v/4v. Testamento de don Fran-
cisco Xavier Páez, Santa Fe, 16-IV-1842, DEEC EP 27, fs. 55/57v.

2.2.19. Casa de don Salvador Ignacio de Amenábar (1784)


Fuentes: Venta de los herederos del sargento mayor don Pedro de Arizmendi y
doña Isabel Francisca de Rivarola, a don Salvador Ignacio de Amenábar, Santa
Fe, 12-XII-1772, DEEC EP 17, fs. 410v/13. Obligación de don Salvador
Ignacio de Amenábar, a favor del Hospital, Santa Fe, 20-IV-1784, DEEC
EP 18, fs. 513v/14v. Obligación de don Salvador Ignacio de Amenábar, a
favor de la Iglesia Matriz, Santa Fe, 22-IV-1784, DEEC EP 18, fs. 514v/15v.

502
Deuda de don Salvador Ignacio de Amenábar, Santa Fe, 20-XII-1784, debe
ser un traslado porque está inserta entre escrituras de 1793, DEEC EP 19,
fs. 255v/7v.

2.2.20. Casa de don José de Narbarte, luego de don Agustín de Iriondo


(1785)
Fuente: Carta dotal de doña María Josefa Narbarte, que casa con don Agustín
de Iriondo, Santa Fe, 22-VIII-1785, DEEC EP 18, fs. 829v/33v.

2.2.21. Casa de don Urbano de Iriondo


Fuentes: Archivo de Catastro de la Municipalidad de Santa Fe, legajo man-
zana 1826, plano de la red domiciliaria de la propiedad de Urbano J. Cullen,
12-III-1909. Archivo de Aguas Provinciales, plano de la red domiciliaria de
la propiedad de Bernardo González y Sra., Santa Fe, 18-IV-1950, calle San
Martín 1879, expte. 13708.

Segunda serie tipológica: casas construidas a la calle


Segundo tipo: vivienda de dos plantas

2.3.1. Casa de Lucas de Torres (1701)


Fuentes: Dote de doña Gregoria de Sanabria, casada con el alférez Lucas de
Torres en 1691, Santa Fe, 20-X-1701, DEEC EP 9, fs. 235/6v. Censo del
alférez Lucas de Torres y doña Gregoria de Sanabria, su mujer, a favor del
convento de San Francisco, Santa Fe, 13-XII-1700, DEEC EP 9, fs. 85v/88.
Deuda del alférez Lucas de Torres a favor del capitán Juan Maciel del Águila,
Santa Fe, 14-V-1705, DEEC EC 21 1714/19, expte. 97, fs. 181/2v. Embargo
y tasación de los bienes del capitán Lucas de Torres, Santa Fe, 25-V-1718,
AGPSF Contaduría, tomo 5, años 1717/30, Legajo nº 2. Remate de las casas
del capitán Lucas de Torres, Santa Fe, 1719, AGPSF Contaduría, tomo 5, años
1717/30, legajo nro. 2, fs. 179v/94. Auto de don Manuel Díaz de Escalada,
tesorero oficial la Real Hacienda en que ordena reedificar la casa que fue de
Lucas de Torres, Santa Fe, 16-III-1751, AGPSF Contaduría, tomo 7, 1729/66
y 1750/66, Leg. nº 7, fs. 128/28v.

2.3.2. Casa principal de don José de Tarragona


Fuentes: Venta de doña Fortunata Morcillo, viuda de Gregorio Echagüe a
don Ricardo Foster, 5-VII-1865. AGPSF: Protocolo de Caminos, tomo 29,
f. 60v. Avalúo fiscal de 1859, AGPSF: Contaduría, tomo 105, año 1859,
Legajo 14. Venta de la viuda de don Ricardo Foster y sus hijos a Waldino
Maradona, AGPSF: Protocolo de Clusellas, año 1888, tomo 173, fs. 2159

503
y ss. Venta de don Francisco Antonio Gorostizu a la Cofradía del Santísimo
Rosario del convento de Santo Domingo, Santa Fe, 4-XI-1824. DEEC EP
25.68v/70v. Archivo de Catastro de la Municipalidad de Santa Fe, plano de
la propiedad que vende Mercedes Lassaga de Giménez a Enrique A. Román
Milesi, julio de 1945. Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de
la red domiciliaria de las propiedades de Emma Iriondo de Furno y de Pedro
Clemenceau, 30-XII-1912, calle 9 de Julio 1017.

2.3.3. Casa quinta de don José de Tarragona


Fuentes: Presentación de don José Tarragona, vecino y del comercio de esta ciu-
dad, ante el Cabildo. Santa Fe, DEEC EP 17, fs. 60/63v. Mensura y posesión.
DEEC EC 17, fs. 61v/62v. Arriendo de casa de don José de Tarragona, vecino,
a la Administración de las Reales Rentas de Tabacos y Naipes. Santa Fe, 4-VI-
1787. DEEC EP 18, fs. 902/3. AGPSF: Obras Públicas, La Capital, tomo 5,
expte. 138 R “Refacciones en el antiguo cuartel de la Aduana”, 1894.

2.3.4. Casa del Brigadier General Estanislao López


Fuente: Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de la red domiciliaria
de la propiedad del señor de la Torre y hermanos, 10-IX-1909, calle 9 de Julio
935 esq. General López 101/103 E, expte. 1662.

2.3.5. Casa de don Francisco Alzogaray, luego de don Domingo Crespo


(1827)
Fuentes: Venta de don Francisco Alzogaray a don Domingo Crespo, Santa Fe,
29-XII-1827, DEEC EP 25.300/302v. Hipoteca de don Domingo Crespo,
Santa Fe, 5-VI-1837, DEEC EP 26, fs. 444v/6v. Archivo de Archivo de Aguas
Provinciales, plano de la red domiciliaria de la propiedad de Ester Zavalla de
Pérez, Santa Fe, 6-IV-1909, calle 9 de Julio 2804/6/10 esq. General López
1609-11, expte. 129.

2.3.6. Casa de don José Freyre


Fuente: Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de la red domiciliaria
de la propiedad de Vicente Navia, 21-VIII-1908, calle San Martín esquina
General López, expte. 606.

2.3.7. Casa de don Juan Gualberto Puyana, luego de Hermenegildo Zuviría


(Merengo)
Fuente: Archivo de Aguas Provinciales de Santa Fe, plano de la red domiciliaria
de la propiedad de Ambrosio Maciel, 25-IV-1911, calle 3 de Febrero 142 o
San Jerónimo 1499, expte. 13227.

504
Primera serie sipológica
Primer tipo: vivienda en tira

1.1.7 Casa de Martín González (1668), luego de 1.1.11 Casa de Francisco de Oliver Altamirano
Pedro Victoria de Endara Urtute (1683) y Juan de (1681), luego de Juan de los Ríos (1686)
Rezola y Ondarra (1712)

1.1.12 Casa de Jerónimo de Rivarola y doña 1.1.13 Casa de doña Francisca de Villavicencio
Atanasia de Oliver y Altamirano (1684), luego (1685), luego de José Sotelo de Rivera (1695)
don Bartolomé de Portillo y Prado (1692), José de
Rivarola (1693) y Pedro de Arizmendi (1707) y sus
herederos

505
1.1.14 Casa del maestro Diego Fernández de 1.1.15 Casa de Bernabé López de Santa Cruz
Ocaña, clérigo (1693), luego Casa de las Ánimas (1693/1728), luego de don Juan Basilio Roldán
o de los Curas (1748), de don Juan Ignacio Freyre de Andrade
(1753), Felipe de la Vega (1765) y de Juan Antonio
Candioti (1775)

1.1.16 Casa de José Fernández Montiel (1694/98), 1.1.17 Casa de Roque de Vera (1696), luego de
luego de Juan de Aguilera Juan de Vera Luján, de Francisco Martínez de la Rosa
(1699) y de Antonio de Perales (1702)

506
1.1.18 Casa de Antonio González de Andino 1.1.19 Casa de Vicente Calvo y doña Josefa de
(1697-1700), luego de don Gabriel de Quiroga Sanabria (1699), luego de Pantaleón de los Ríos
(1752), de doña Rosa de Echagüe y Andía (1764) y
Casa de Ejercicios del Colegio de la Compañía

1.1.20 Casa de Antonio Márquez Montiel (1701), 1.1.21 Casa de Alonso Delgadillo y Atienza
luego de don Juan José de Lacoizqueta (1704), luego de doña Francisca Delgadillo y Atienza
(1720)

507
1.1.22 Casa de Pedro de Mendieta y Zárate, luego 1.1.23 Casa de José de Rivarola (1711), luego
de doña Juana de Aramburu (1707) de don Lázaro de Umeres (1717) y de Gabriel de
Quiroga

1.1.24 Casa de don Juan de Zevallos (1723), luego 1.1.25 Casa de don Juan Francisco de Lizola,
de Francisco Vicente Candioti (1781) y de Ventura luego de Andrés de Santuchos (1732), de don Manuel
Giral (1809) Fernández de Therán (1769) y de don Domingo
Maciel (1769)

508
1.1.27 Casa del general don José de Aguirre, 1.1.28 Casa de don Juan de Silva (1786)
luego de José de Echavarrieta (1736), de don Fran-
cisco Antonio de Vera Muxica (1755) y de don José
Isidoro de Larramendi

1.1.29 Casa de don Miguel de Aguirre y Meléndez 1.1.30 Casa de María Josefa Crespo y José Villa-
(1788/93) mea (1801), luego de Iroteo Clucellas

509
Primera serie tipológica
Segundo tipo: vivienda en L

1.2.3 Casa de don Pedro de Zabala, luego de sus 1.2.4 Casa de don José Crespo (1749), luego de
hijas doña María Elvira (1746), doña María Josefa Domingo Cullen (1832).
y doña María Lorenza de Zabala (1748) y de don
Vicente de Zabala y Godoy (1746)

1.2.5 Casa de don Narciso Xavier de Echagüe 1.2.6 Casa de don Manuel de Gabiola (1774),
y Andía luego de doña Teresa Ruiz de Arellano (1767)

510
1.2.8 Casa de don José Ramón Silva, luego del
Pbro. Juan Nepomuceno Caneto (1809), de don José
Francisco Leiva (1815) y de Manuel Leiva

Primera serie tipológica


Tercer tipo: vivienda en U

1.3.1 Casa de don Melchor de Gaete (1695), luego 1.3.3 Casa de Pedro de Izea y Araníbar (1698),
de don Lucas de Echagüe y Andía luego de don José de Lacar Rada y Sagues (1711) y
de don Manuel Maciel.

511
1.3.4 Casa de don Juan José Moreno (1704), luego 1.3.6 Casa de don Juan de los Ríos Gutiérrez
de don Diego de los Reyes Balmaceda (1707) y de (1716), luego de don Bartolomé Díez de Andino
Francisco de Ziburu (1714-57) (1742)

1.3.7 Casa de don Francisco Pascual de Echagüe 1.3.8 Casa de don Pedro del Casal, luego de don
y Andía, luego de don José Troncoso Sotomayor y de Francisco Xavier de Echagüe y Andía (1731), de
don Manuel Arias don Ignacio de Echagüe y Andía y de don Simón de
Avechuco (1744).

512
1.3.9 Casa de don Joaquín Maciel (1765) 1.3.10 Casa principal de Don Manuel de Gabiola
(1776)

1.3.11 Casa de don José Teodoro de Larramendi,


luego de doña Josefa Ramona de Larramendi

513
Primera serie tipológica
Cuarto tipo: vivienda interior con cuartos a la calle

1.4.1 Casa de Bartolomé Márquez (1688-98), 1.4.2 Casa de don Juan José de Lacoizqueta
luego de don Juan de los Ríos Gutiérrez (1715) y de (1711)
don Francisco Martínez de Rozas (1749)

1.4.3 Propiedad de don Juan González de Setúbal 1.4.4 Casa de doña Margarita Centurión (1764),
(1764), luego casa de don Martín Godoy (1772), luego de don Francisco Solano Leyes (1794)
de don Domingo Antonio Sañudo (1803), de don
José Vicente Roldán (1807) y de don Juan Francisco
Seguí (1836)

514
Segunda serie tipológica
Primer tipo: vivienda construida sobre la calle

2.1.1 Casa de Pedro González Carriazo (1667), 2.1.2 Tienda de Bartolomé Márquez, luego de don
luego de Pedro de Lencinas y Garay (1672) Francisco Pascual de Echagüe y Andía (1683) y
de don Manuel Pérez de la Sota (1707)

2.1.3 Tienda de Bartolomé Márquez, luego de don 2.1.4 Cuartos de don Manuel Maciel (1741), luego
Pedro de Izea y Araníbar (1684) y de don Manuel de don Joaquín Maciel (1779)
de la Sota (1710)

515
2.1.10 Casa de Juan José de Lorca, luego de 2.1.11 Casa de Pedro de Arteaga (1770), luego
don Pantaleón de los Ríos (1765), de doña Isidora de Benedicta Troncoso (1801)
Piedrabuena (1801), de don Juan de Zabala (1805)
y de don Manuel Izarra (1832)

2.1.14 Casa de don Francisco Javier Piedrabuena


(1778), luego de (1844)

516
Segunda serie tipológica
Segundo tipo: vivienda con zaguán

2.2.5 Casa de don Francisco de Ziburu (1703), lue- 2.2.6 Casa de don Pedro de Urízar (1709/36),
go de don Francisco de la Mota Botello (1755/66) luego de don José Seguí (1782)

2.2.7 Casa de don Manuel Fernández de Therán, 2.2.8 Casa de don Manuel Muñoz (1764), luego
luego de don Juan Francisco de Larrechea (1761) y de don Francisco Antonio Candioti (1778), más tarde
don Martín Francisco de Larrechea (1769) de Santiago Sañudo (1847)

517
2.2.10 Casa de don Tomás Vicente de Hereñú y 2.2.14 Casa de don Juan de Rezola (1693), lue-
Arteaga (1776), luego de don Martín de Santa Colo- go de don Juan José de Lacoizqueta y de don Juan
ma (1850) y de don Manuel de Larrechea (1850) Francisco de Larrechea (1768)

2.2.15 Casa de don Pedro del Casal, luego don 2.2.16 Casa de don Antonio Candioti y Mujica
Francisco y doña Catalina del Casal (1732/7) y de (1742), luego de don Juan Francisco Aldao (1768)
Luis Ribero Raposo (1737-57)

518
2.2.17 Casa de doña Francisca de las Casas, 2.2.21 Casa de don Urbano de Iriondo
mujer de D. Francisco del Casal. Adjudicada a doña
María Ventura del Casal y don Domingo Maciel
(1769)

Segunda serie tipológica


Tercer tipo: vivienda de dos plantas

2.3.2 Casa principal de don José de Tarragona 2.3.3 Casa quinta de don José de Tarragona

519
2.3.4 Casa del Brigadier General Estanislao 2.3.5 Casa de don Francisco Alzogaray, luego de
López don Domingo Crespo (1827)

2.3.6 Casa de don José Freyre 2.3.7 Casa de don Juan Gualberto Puyana, luego
de Hermenegildo Zuviría (Merengo)

Todas las reconstrucciones de las plantas de viviendas (a excepción de las casas 1.1.11 y 1.3.6) han sido
realizadas por el autor en base a fuentes documentales y luego redibujadas digitalmente por el arquitecto
Cristian Cevallos.
Las reconstrucciones de las plantas de las casas de Francisco de Oliver Altamirano (1.1.11) y de Juan de los
Ríos Gutiérrez (1.3.6) fueron realizadas por el autor junto con la arquitecta Adriana Collado y dibujadas por
Gemán Romaní, Adrián Steinaker y Jorge Tardivo para una ponencia presentada en el Vº Congreso Nacional de
Preservación del Patrimonio Arquitectónico y Urbano (Mar del Plata, 1990). Fueron redibujadas digitalmente
para este libro por el arquitecto Cristian Cevallos.

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Se compuso en
y se terminó de imprimir en ------------,
----------------, ------------, Argentina, julio de 2011.

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