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"Educar a los padres inmaduros, tímidos, mentirosos,

ricos o pobres, ausentes, celosos...".


Bajo el pseudónimo de Jeanne Van den Brouck se
esconde una psicoanalista parisina que vuelca en este libro su
rica experiencia en ayudar a los chicos en la laboriosa tarea de
enseñar a sus padres a serlo.
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Losquepadres recién nacidos! ¿Se han dado cuenta alguna vez,


un adulto joven es lanzado brutalmente por el azar de
un nacimiento, a una verdadera tormenta afectiva?
Además, estos padres recién nacidos quedan sumergidos
instantáneamente en una avalancha de angustias y perplejidades,
sin hablar de los problemas prácticos que se les plantean.
En esta obra, un médico psicoanalista se ocupa por primera vez
de los problemas de la educación de los padres difíciles, y provee a
los hijos de todas las edades de algunos elementos de información
que les podrán servir en el transcurso de la larga y laboriosa tarea
educativa que les espera.
Si bien este manual aparenta un fuerte humor, es sin embargo
totalmente serio."Es un libro de una profunda sabiduría" dice
Francoise Dolto en su prefacio. "Quienes lo lean y reflexionen
sobre él, extraerán un gran provecho, a la vez que disfrutarán del
mismo.
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Jeanne Van den Brouck

Manual para hijos con padres difíciles


Título original: Manuel à l'usage des enfants qui ont des parents difficiles
Edición original: JeanPierre Delarge, editor, París, 1979

Traducción: Horacio Vázquez


EDITORIAL POMAIRE
Argentina Colombia Costa Rica Chile Ecuador España Estados Unidos
México Uruguay Venezuela
Editor asociado
JUAN GRANICA

© 1979 by Ediciones Universitarias, JeanPierre Delarge


© 1980 by EDITORIAL POMAIRE, S. A.

Avda. Infanta Carlota, 114 / Barcelona29 / España ISBN: 84 286 0569 6

Depósito Legal: B. 9.560 1980 Printed in Spain

FOTOCOMPOSICIÓN GRAFITIP
Loreto, 44, int. / Barcelona29

Impreso por GRÁFICAS INSTAR, S. A. Constitución, 19 /


Barcelona14
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Este trabajo está dedicado a nuestro maestro el Bebé Sabio


y a su padre: Sàndor Ferenczi

Los ejemplos clínicos de este libro pertenecen a nuestra vida


cotidiana, a nuestra propia historia. Si alguien se viese reflejado en
ellos, y sufriera por esa causa, tenga la bondad de perdonarnos;
puede estar seguro de que nadie más podrá reconocerle.
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Índice
Prefacio de Françoise Dolto .............................................. 08

Introducción ...................................................................... 28

ALGUNAS GENERALIDADES ..................................... 31


Los padres que no desean al niño .................................. 36
Los padres que quieren que su hijo haga ....................... 44
Los padres mentirosos ................................................... 54
Los padres adoptados .................................................... 61
Los padres delincuentes ................................................ 65
Los padres postizos ....................................................... 67
Los padres eclipsables ................................................... 69
Los padres ricos (o pobres) ........................................... 74
Los padres ancianos ...................................................... 79

ALGUNOS PROBLEMAS PARTICULARES


La vida sexual de los padres .......................................... 82
Algunas consideraciones acerca de la anatomía de
los padres ..................................................................... 86
Higiene y cuidados corporales de los padres . ... ........... 90
Costumbres alimentarias y vestimenta de los padres .... 93
El hábitat de los padres .................................................. 95
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La vida profesional de los padres .................................. 98


La evolución de los padres ............................................ 106
Los padres vistos por ellos mismos ............................... 112
La función de los padres ............. .................................. 116
El material pedagógico .................................................. 126
Breve ojeada a la literatura ............................................ 132

Conclusión......................................................................... 135
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MANUAL PARA HIJOS CON PADRES DIFÍCILES

Prefacio
Tal como su titulo lo indica, este libro está dirigido a los niños,
pero lo recomiendo igualmente a adolescentes y adultos. También
los padres que, como yo, quieran estar al día, podrán actualizar sus
conocimientos a medida que avancen en la lectura de este libro,
realmente genial. Quienes lo lean y reflexionen sobre él, extraerán
un gran provecho, a la vez que disfrutarán del mismo. Una vez
devorado su contenido, sus lectores habrán recuperado la
capacidad de reírse como niños ante las situaciones tragicómicas
de la vida familiar, magistralmente escenificadas. Y así, quizá,
recobrarán la esperanza en la educación —tal vez insuficiente—
de sus ancianos padres, por difícil que parezca.

Sea cual fuere la edad del lector infantil, si se divierte, no podrá


dejar de agradecer a sus padres (pese a los atolladeros de la
educación que hayan intentado darse mutuamente) la nueva
experiencia que obtendrá y que le permitirá salir de una situación
aparentemente desesperada. Lúcido, gracias al autor, el hijo
comprenderá las limitaciones de la buena voluntad de sus padres
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difíciles, limitaciones que provienen de la experiencia de la
infancia de éstos con sus propios padres, herederos a su vez de sus
antepasados.

En cuanto a los padres, descubrirán los esfuerzos que realizan


sus hijos para educarlos a través de lo que ellos llaman las
preocupaciones que les dan sus hijos, y dejarán de llamar
"ingratos" a estos hijos, educadores más o menos torpes.

Como yo, todos le estarán agradecidos a Jeanne Van den


Brouck por su inigualable experiencia como psicoanalista y como
artista, haciéndonos disfrutar delicada y generosamente de un
humor poco corriente entre psicoanalistas.

No es éste un libro de recetas —como todos sabemos, éstas no


existen en pedagogía—, sino un libro de profunda sabiduría y de
reflexión; tal vez, de reflexión inconsciente, una vez sobrepasado
el primer nivel de placer consciente. Se trata de un libro de ciencia
aplicada, de esa ciencia humana que es el psicoanálisis, aplicado a
imaginarios avatares, aunque en realidad a los hechos muy reales
que se producen en el curso de nuestras vidas. Siempre estamos
comprometidos nosotros, hechos de carne y unidos unos a otros
por la cadena genética simbólica y por el lenguaje, ese lenguaje
hecho tanto de palabras como de cuerpos y comportamientos.
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Queridos o no por nuestros padres, vivos o desaparecidos, a los


que queremos o no, encontramos aquí la llave que nos permite
desentrañar el secreto de nuestras ternuras burladas, de nuestros
amores familiares tan sufridos, y que habíamos creído, en un
principio, que eran enfrentamientos, reivindicaciones amargas,
incluso odios familiares, tan dolorosos de vivir para muchos de
nosotros.

Como iba diciendo, este libro debe llegar a todas las manos,
debe leerse a todos los fetos mientras están confortablemente
instalados en el vientre materno, y a todos los niños que van a la
escuela y aún no saben leer, puesto que es un libro de historias. Y
respecto a los mayores, a los que saben leer, bastará con dejarlo
estar por la casa. Mucho más que los llamados libros de educación
sexual, para tal o cual edad, este libro permitirá auténticos
intercambios entre los individuos de distintas edades, sean
educadores diplomados o simplemente integrantes de una misma
familia. Cada uno de nosotros se reconocerá en estas páginas,
aunque medie una pequeña distancia, que es la que permite la
sonrisa, la compasión o la risa franca.
Los adultos comprenderán las razones irrazonables de las
lagunas del conocimiento concernientes a sus padres o abuelos.
Estas lagunas se hallan en el origen de sus dificultades actuales
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frente a sus padres —a quienes no han sabido educar— y frente a
sus hijos —a quienes no saben criar, por esto mismo—. Se sentirán
burlados por estos repetidos fracasos, tan deprimentes, que ponen
a dura prueba su buena voluntad. Los niños descubrirán cómo
encarar a sus padres con dulzura, inteligencia y corazón, sin
aferrarse —según sea el tipo de padres que deban tratar— a medios
ineficaces, a veces peligrosos para quienes los emplean.

En fin, gracias a este libro oportuno, adquirirá su auténtico


sentido el famoso mandamiento de "honrarás a tu padre y a tu
madre", mandamiento que, en las entrañas de cada ser humano,
nos exige hacernos paulatinamente responsables ante la ley, hasta
el momento de acceder a la edad núbil, cuando debemos dar el
adiós a nuestros padres, sin esperar ser comprendidos por ellos. (El
temor a este adiós absorbe una enorme energía a muchos padres,
en el fondo niños o adolescentes aunque tengan setenta años.)
Comprenderán que es una ilusión esperar que sus hijos, al
escaparse de su tutela, sufran aún más que ellos al enfrentar a una
sociedad que les da miedo, un miedo ancestral, miedo a vivir que
han heredado de sus abuelos y bisabuelos traumatizados, que no
sobrepasaron la edad infantil y a los que son incapaces de infligir
pena alguna. Pero la educación no puede realizarse sin apenar a
veces a los educandos. Honrar a los padres no siempre es darles
una alegría, contrariamente a lo que creen muchos seres humanos,
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atrapados en la dependencia infantil que dejó en ellos —niños
aunque crecidos— la ilusión de que amar a los padres es la clave
de la felicidad para padres e hijos. Esta trampa, por la cual se
pervierte el mandamiento inscrito en nuestras entrañas desde
nuestra concepción y que nos ordena alcanzar la plenitud de
adultos responsables, conduce a muchas familias a las puertas del
infierno —a pesar de sus buenas intenciones—, al confundir ese
mandamiento con el falso mandamiento de amar a cualquier precio
a quienes nos han criado, sin desobedecerles y sin asumir su propia
eclosión.
Este libro permite comprender cómo y por qué los padres son
incapaces de conducir a sus hijos más allá de donde ellos mismos
han llegado. También permite comprender cómo estos padres
amantes, angustiados, pueriles, favorecen que la fuerza vital de sus
hijos termine expresándose bajo todas las formas del fracaso y
sufrimiento para ellos y sus descendientes, atrapados en grado
diverso por el amor de padres a hijos y de hijos a padres,
confundidos con los deseos incestuosos infantiles de una y otra
parte.

Para los niños de 6 a 14 años, la autora y su editor deberían


pensar en una publicación en forma de "tebeo" (historietas
gráficas), más explícita en ese período que la lectura, ya que es
muy importante para los niños no descuidar la educación de sus
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padres. Digo esto por la cantidad actual de dislexias causadas por
la repugnancia que sienten a decodificar las letras muchos niños
cuyos padres difíciles han vuelto incómoda la percepción visual y
el sentido auditivo de los fonemas revelados por la lectura. En
efecto, no sólo esa percepción visual cruzada con la auditiva ha
sido confundida por la primera educación que han recibido ciertos
niños. Muchas otras percepciones correctas de los niños han sido
desarregladas o negadas por los padres, que sin mala intención lo
embrollan todo con sus mentiras. Las palabras adecuadas a las
percepciones se callan con demasiada frecuencia, y numerosos
verbos se conjugan mal de manera involuntaria.

El verbo "leer", en particular, da mucho que pensar... Hablo,


claro está, para los franceses. El fonema "li" presente en las tres
formas del presente: je lis, tu lis, il ou elle lit (leo, lees, lee), puede
convertirse en una orden (lit!, lee), cuando en realidad ese mismo
fonema está prohibido por los padres difíciles que tienen la manía
de proteger a sus hijos, a lo largo de toda su infancia, de la
curiosidad por los juegos sexuales sobreentendidos por ese fonema
(lit = cama, en francés).1
Yo, tu madre, tu padre, nosotros, los dos juntos, tus padres, son
palabras raras veces escuchadas por los niños de hoy. Papá y mamá

1 Lis
y lit se pronuncian li en francés. (N. del T.).
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hablan de sí mismos en tercera persona, como si fueran los
hermanos mayores, y no un hombre y una mujer, que en cuanto
amantes dieron origen a la vida de sus hijos, y que como adultos
asumen su deseo recíproco, a riesgo de afligir a sus queridos hijos.
"Ve a decirle a papá", "mamá dijo"..., y cuando hablan de ellos es
un "se" hace esto o aquello. Se sienten obligados a recurrir a esta
forma singular impersonal, pero nunca al "nosotros", expresión de
dos personas personalizadas y sexuadas, como si el hecho de ser
padres los hubiera convertido en un agregado amorfo con o sin
cabeza visible, cuya autoridad reposa sobre su masa gemela
asociada a un extraño y desconocido compañero de
irresponsabilidad. Pero sí, no es sorprendente que para los niños de
6 a 14 años los padres ("queridos padres", en las cartas llenas de
faltas de ortografía que escriben a su única madre, cartas que
terminan con un "te beso") sigan siendo gemelos que, a lo largo de
su primera infancia, han permanecido desconocidos en su
condición de seres únicos y diferentes. De los 10 a los 14 años se
habla con los amigos, refiriéndose a los padres similares, de
"ellos", los que no quieren que este niño, víctima feliz o infeliz,
actúe libremente, como sus fuerzas vitales le dictan al oído, sino
sintiéndose culpable, en cuanto su deber es correr los riesgos que
supone ayudar a sus padres a reconocer que él ya no es más "su
niño" sino un ciudadano, con las mismas responsabilidades que
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ellos en las legítimas elecciones que debe realizar y en los riesgos
que debe correr.

Pero volvamos a esas dificultades de lectura, me refiero a la


lectura inteligente y personalizada. En la imagen propia del
lenguaje (expresado en actos o en palabras) de sus padres (y no
penséis que es mejor cuando éstos dejan que sus hijos los llamen
por su nombre, trampa que suprime las diferencias de edad y
confunde en los niños prepúberes la conciencia del incesto que
flota en la atmósfera familiar), los niños siguen siendo en gran
medida seres impersonales e inconscientes de su sexo, que
confunden con "pipí" o "popó". ¿Podrán aprender a leer de manera
distinta a una computadora mecánica o electrónica? Por supuesto
que algunos lo consiguen, ya que "Lilí vio la pipa de papá" no
parece comprometedor, y leer así, como escribir, se mantiene a una
prudente distancia de toda expresión personal de deseo sentido y
realizado.

Hay que decir también que muchos niños son criados


actualmente en guarderías porque sus madres trabajan, y porque es
bueno que los bebés hagan su experiencia social. Pero en las
guarderías, por desgracia, todas las mujeres tutelares, cualquiera
que sea su voz, su olor, su apariencia, deben ser llamadas
impersonalmente, lo cual no facilita al niño la toma de conciencia
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de su existencia personalizada, ni la de sus pequeños compañeros
de edad.

Estos padres inocentes creen tener (o no) a este intrépido sujeto,


que, sin embargo, ha decidido por sí mismo, con el permiso de su
padre y la sumisión voluntaria o no de su madre, cobrar vida y
sobrevivir en su cuerpo día y noche, pase lo que pasare. Y helo
aquí, en la escuela, sentado para aprender a leer y escribir, y eso es
obligatorio. Agreguemos que esa palabrita, "lit", cuando se trata de
su propia cama, de la que se caía por la noche y lloraba,
despertando al padre y a la madre para que lo retaran por causa de
los vecinos, y que afortunadamente cedió su lugar a un somier y un
colchón, se refiere al lugar solitario ligado al dormirse olvidando
todo y enseguida, según decían mamá y papá. Si no, ¿ qué mal
hábito se podría adquirir en la cama, por el que le gustara quedarse
despierto?

Sea cual fuere la razón, de entre las que descortezan los


psicoanalistas, la lectura en primera persona —aquella en la que el
niño (o la niña) se permite pensar vinculando sus propias
experiencias concernientes a la educación a las que sus padres
quieren darle, o a la que él tiene que dar a sus padres, es decir, lo
que constituye su vida cotidiana, de los seis a los catorce años—, el
aprender a leer para el propio placer prohibido es muy difícil a esa
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edad, y muy árido todo libro que no contenga otra cosa que
pequeños signos a decodificar. Muchos pasarán por alto la lectura
de este manual que, sin embargo, está destinado a ellos por su bien
y para su goce, y sobre todo para el bien de sus padres. Por esto
deseo que Jeanne Van den Brouck y su editor encaren con la mayor
seriedad su edición en forma de tebeo, sin la cual la franja de
población que extraería el mayor beneficio corre el riesgo de no
emplearlo a tiempo, dado que los padres difíciles, y sobre todo los
tímidos, no solamente no se lo leerán a sus fetos y niños de corta
edad, sino que hasta pueden esconderlo de quienes, habiendo
aprendido a leer, pese a todo, quisieran instruirse con él. Por el
contrario, si es un libro de imágenes con texto en bocadillos,
escrito en mayúsculas de imprenta y colores atractivos, "se" lo
comprarán con los ojos cerrados al niño, para entretenerlo en su
cama, antes de dormir o al despertarse, de modo que el padre y la
madre tengan paz en la suya. Al menos, esperamos que así sea.

Así pues, si leído entre los seis y los catorce años este libro brinda
su fruto, la sociedad cambiará, como suele hacerlo, bajo la presión
de los jóvenes... que hasta ahora no han logrado más que protestar
inútilmente. Esta vez se hará eficazmente, con dulzura, pues estos
jóvenes sabrán educar a tiempo a sus padres de carne y, por qué no,
por contaminación, también a los demás grandes (de estatura), a
sus sustitutos parentales de corazón y espíritu. Si no consiguen
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educarlos, al menos los encontrarán menos extraños, con sus aires
de niños gigantes que hay que arreglar y comprender a tiempo, sin
recriminaciones inútiles. Pues —fuerza es admitirlo— hay entre
las personas aparentemente grandes algunas realmente
ineducables. En cambio, entre los niños, los ineducables —eso
sostengo— son muy pocos, y habrá aún menos si este mensaje les
es accesible. Pero para ello hace falta un medio, y habría que
encontrar, para traducir el mensaje en imágenes, a un niño artista
de entre diez y setenta años de edad.

Si espero eso del futuro, después de la aparición de este libro y


de su justa recepción por la población de todas las edades, es
porque conozco la inteligencia y la generosidad que vibran a un
ritmo acompasado con la verdad en todo ser humano autorizado a
sentirse mal, hombre o mujer en proceso, jamás detenido desde el
seno y en el seno de su madre, sea buena o mala, tonta o maligna,
parlante o muda, abandonada por su hombre o emparejada. Si en
sus engaños y en los libros, los niños pequeños y grandes se dejan
confundir por las imágenes de los padres pobres o ricos (véase pág.
82), imágenes que éstos les inculcan, engañándolos, todo mensaje
veraz, favorable al derecho a su propio saber y a su propia
experiencia, libera al niño de toda deuda en relación con el gusto
que no ha dado a sus padres, o con la pena que les ha infligido y
que lo convierte en culpable, incorporando a sus padres en su
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interior. Es la neurosis, que bloquea su desarrollo. Entonces, el
adulto, en su máxima expresión, puede madurar en todo ser
humano. Al adquirir un cuerpo de ser humano, todo niño y toda
niña tienen el poder de realizarse, si advienen al amor y a la
esperanza, más allá de las experiencias difíciles de su primera y
segunda infancia.

El auténtico deseo asociado al vivir sexuado ilumina al sujeto,


desde su concepción, con un saber inconsciente previo a todo
conocimiento reflexivo. Para que ese saber innato inspire el
crecimiento de un niño o una niña hasta su madurez, se impone la
superación de esos modelos transitorios que son los padres;
superación a menudo dolorosa, cuando los padres difíciles, débiles
o seductores, falsean su papel de mediadores temporarios e
inculcan al niño, desde pequeño, un sentimiento de culpa por
asumirse libremente en la medida de su desarrollo, como precio
por sustraerse a una tutela indebidamente prolongada.

Educar a sus padres: he aquí la tarea que desde siempre


corresponde a los niños verdaderamente vitales, pero que jamás les
ha sido explicada. Es una tarea que requiere coraje, salud moral y
confianza en sí mismo durante la vida, lo mismo que para los
padres capaces de soportar el desarrollo de su niño. Esta
conciencia siempre resulta más o menos falseada en la infancia,
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por todos nosotros, debido a la ilusión que tenemos (y que no
podemos dejar de tener) de que nuestros padres conservan para
nosotros el conocimiento de nuestra verdad; en realidad, cada uno
de nosotros debe descubrirla individualmente en el curso de
nuestras experiencias, aceptando la peligrosa libertad, sus riesgos
y el sufrimiento inevitable que acarrea. El sentimiento de culpa
frente a los padres de nuestra infancia es la espina que, clavada en
el corazón, detiene la marcha de los más valientes.

Entre los padres difíciles que la autora ha enumerado en este


libro, y ante los ejemplos —historias, como ella los llama— que se
cuentan aquí, habrá sin duda lectores que negarán, sea por ceguera,
sea por piedad, reconocer en algo a sus propios padres. Ello puede
deberse también a que, sin saber nada, los han educado tan bien
que no queda ninguna dificultad residual en ellos; no más
dificultades que las que se les presenten con sus niños dotados para
el estudio, sociables o sin problemas, que los han liberado de toda
preocupación. Esos lectores reconocerán, sin embargo, con placer,
a unas cuantas de las personas que los rodean, y les interesará, por
más desconfianza que les inspire el psicoanálisis, el encuadre que
nos proporciona la autora para comprender cómo nosotros, los
humanos, dotados de función simbólica que hace de nosotros seres
de lenguaje actuado siempre y antes que hablado, sufrimos los
unos por los otros al educarnos mal o no educarnos los unos a los
21
otros (y sobre todo los adultos por los niños). Es que estamos
amaestrados por nuestra antigua incapacidad para sobrevivir sin
los cuidados maternales o de los adultos tutelares, por lo que
siempre creemos que la educación tiene un sentido único: de
adulto a niño.

El cuerpo, como lo demuestra la autora, es, en sus desórdenes o


en su orden, mucho antes que la palabra verbal, una expresión de
verdad en sus funcionamientos de salud o de enfermedad. Esa
expresión de verdad, cuando se la reconoce, se descubre como un
auxiliar del callar, del no-decir o del mentir de los padres de un
niño, un niño que los entiende bien en su silencio y en sus
angustias, mucho antes que ellos, si es que lo consiguen, aunque
sea en parte, cosa que, por más psicoanalistas que sean, no podrán
comprender jamás. La silenciosa lucidez de los cachorros de
hombre es uno de los descubrimientos que facilitó el psicoanálisis;
no solamente el de los adultos, que a través de los recuerdos
deformados se acuerdan de su infancia, y a través de su cuerpo, del
legado de angustias de sus padres, sino también y sobre todo el
psicoanálisis de niños pequeños, cuyo cuerpo, carácter o espíritu
en desorden inquietan a sus padres, sin que el médico pueda
descubrir una causa orgánica y para lo cual se recurre hoy al
psicoanálisis precoz.
22
En ciertos casos los síntomas de los niños expresan el
sufrimiento intolerable que les significa el ser mantenidos en la
ignorancia de un hecho que les concierne, y acerca del cual los
padres se niegan a hablarle, dando así —sin saberlo— al niño que
quieren proteger un status de animal doméstico, situación que un
ser humano no puede soportar sin que se produzca un desorden del
lenguaje.

En otros casos, los síntomas de los niños expresan un


sufrimiento actual o pasado de la pareja, o de uno de los padres, y
no sólo uno no verbalizado, sino a menudo escondido o incluso
olvidado por ellos. La entrada del niño en esas rarezas data del día
en que precisamente ese recuerdo, por ciertas circunstancias,
reaparece en la memoria o en el sueño del adulto, que lo había
arrojado a las mazmorras de su pensamiento, pero no sin que el
niño, sensible hasta la telepatía ante quienes lo rodean, haya
percibido el malestar fugitivo del adulto, ayudado también por el
lazo sutil de los vasos comunicantes que el niño establece con sus
familiares.

Si por casualidad, entre los padres difíciles aquí descritos, se


encuentran lectores que no reconocen a sus padres ni se reconocen
a sí mismos si son padres ya, estarán de acuerdo conmigo en que
todo padre forma parte de la categoría universal de padres de los
23
que este manual no habla: quiero decir, la de los padres difíciles de
olvidar, sean como fueren, vivos o desaparecidos, o incluso los que
nunca conocimos. En tanto en la realidad únicamente nuestra
propia existencia testimonia la de ellos, en la vida imaginaria
nuestros padres y las emociones que les conciernen animan
siempre, a sabiendas o no, una parte de nuestro pensamiento. ¿No
lo creéis así?

Para usted, señor, la comida de su madre, ¿no era la mejor? Y en


comparación, los platos de su esposa o de su Dulcinea, por experta
cocinera que llegue a ser, ¿obtienen algo más que un cumplido
hecho con reticencia, del tipo de: "está bien, está bien... pero mi
madre lo hacía mejor"? Y gracias, si el verbo está en pretérito. Si
está en presente, ¡pobre nuera! Para usted, señora, convertida en
mujer, acaso en esposa, con algunos proyectos de liberación
femenina, a menos que sea adepta a un programa completo del
movimiento feminista, se trata de la comprensión con retraso de
esa madre inolvidable, convertida en su pensamiento en "la pobre",
o a punto de convertirse en ella, después de haberla juzgado "muy
tonta" en su juventud. ¿Acaso no le había dicho que los hombres
son todos iguales? ¡Su pobre madre tenía razón!

No os doy más que estos dos ejemplos, y lo sabéis bien: los


padres son difíciles de olvidar. Su recuerdo, su pensamiento, se
24
adhieren a nuestro ser, sobre todo' si los callamos cuando vuelven
en todas las ocasiones en que, víctimas del ser que amamos, o de
los niños que piden vivir y que, mentirosos, siempre pretenden lo
contrario, nosotras, las mujeres, recordamos a nuestra madre: "Los
niños son ingratos, no traen más que preocupaciones", nos decía.
A nosotras nos corresponde encontrar sus palabras en nuestra
memoria y adherir a ellas, y si esto no os ha sucedido aún, ya
llegará.

El hecho de que ningún padre se deje olvidar y que, a menudo,


los recuerdos que nos vuelven, sea por nostalgia, sea por
sufrimiento retroactivo, nos sustraigan la energía para enfrentar
las dificultades o para gozar de los placeres de la vida, es el que
hace que todos los humanos y en todas las sociedades (la unión
hace la fuerza) traten de desprenderse de estos recuerdos, o mejor
dicho de defenderse y deshacerse de los sentimientos de culpa que
puedan estar vinculados a ellos. En relación con nuestros padres,
los hombres en sociedad han inventado fiestas religiosas ya caídas
en desuso. Hablo de la Fiesta de nuestros grandes Muertos
Tutelares de los pueblos y parroquias de las ciudades, antaño la de
los Dioses y Diosas, en las que los humanos proyectaban a los
padres de su primera infancia con su omnipotencia. Su
comportamiento era muy poco moral, por cierto. Más tarde fueron
las fiestas de los Santos Desconocidos (mi santa madre forma
25
parte de ellos), o conocidos, aquellos cuyos muertos familiares y
parentales llevaban su nombre. Y después, la fiesta de todos los
muertos, olvidados o no, insignificantes, indeseables o piratas.
Pero ahora tenemos, bien comerciales y laicas, las fiestas del Día
de la Madre y el del Padre, impuestas escolarmente a nuestros
niños, tengan o no padres difíciles, estén vivos o no, unidos o
separados o incluso desconocidos por ellos. Hay que festejarlos,
gratificarlos, mimarlos oficialmente, el día señalado que vuelve
todos los años. Y esto a la edad en que tienen más motivos para
padecer la realidad que para recordarla.

No me diréis que basta con perdonar a la madre, al padre, por


todo lo que nos hacen o no nos hacen, por propiciatorias que sean
esas ofrendas; ya que cada uno —tal vez a causa de ese gran
encéfalo que registra imágenes sonoras, olfativas, táctiles,
motrices, ese gran encéfalo de mono defectuoso cuyo cráneo, el
mismo que ahora ostentamos, no tuvo la prudencia de detener su
desarrollo—, sufre una memoria siempre ligada a sentimientos de
impotencia o culpa. Los más ateos de entre los seres humanos,
siempre culpables de ser víctimas o verdugos de algo —dado que
no podemos obrar de otra manera con nuestros seres más
queridos—, claman al cielo: "¿Qué les he hecho para tener estos
problemas?" Claro está, hablan al cielo de las nubes, si son ateos,
cuando no tienen encima, perfilándose sobre ese cielo, el rostro
26
irritado de los padres, personas mayores a quienes "se las hicieron
ver", o desobedecieron en vida.

Entre los traviesos (en los que me incluyo), siempre un poco


místicos y mágicos, hay quienes piensan (yo era uno de ellos, y eso
me consolaba) que si los mayores tienen que ganar el cielo —de
acuerdo con lo que dicen—, los niños se encargan, por las pruebas
que les procuran, de aguijonearlos y de promoverlos más
rápidamente en el orden del mérito laico, presupuestario, sanitario,
doméstico y, en breve, del mérito educativo, a la espera del mérito
hagiográfico postmortem.

Y luego, para domeñar la culpa de los niños que hemos sido


todos, y que hemos sido frente a los padres difíciles de olvidar,
hay, para esos padres atrapados con felicidad y voluntariamente en
la conyugalidad parentológica y que siguieron siendo compañeros
a lo largo de su vida, esas fiestas laicas y familiares del aniversario
de bodas, origen temporal de sus derechos tutelares conjugados,
sobre aquellos a quienes han atrapado en sus recreos sexuales.
Pocos niños crecidos osarían faltar al aniversario de casamiento de
sus padres. Se asiste con los mejores trajes, con la mejor sonrisa,
con un pequeño regalo y una conciencia limpia de toda
reivindicación por una vez en el año. Y después hay también la
fiesta de bodas llamada según diversos materiales, elegidos de
27
acuerdo con su grado de resistencia a la destrucción, desde el papel
hasta el diamante, a medida que envejece la pareja unida de
nuestros ancianos padres. Todo esto no es más que la prueba de
que es muy difícil, si no imposible, olvidar a los padres. La prueba
está en que en las cercanías del último sueño, las palabras que
acuden a los labios de los moribundos son "mamá, papá", última
llamada a los primeros mediadores de la primera sorpresa, la de
abrir los ojos y respirar en un espacio insólito, rodeado de esos
rostros compasivos cuya evocación emerge de los labios de quien
espera la sorpresa del ingreso en lo desconocido de la muerte.

Sí, es cierto, padres que hemos amado o que creemos haber


odiado: estáis a tal punto tejidos en nuestra carne, que al
abandonarla es nombrándoos como se expresa la última angustia,
es en el anclaje de nuestro ser en vuestro recuerdo donde, en última
instancia, buscamos una seguridad que se nos escapa, un viático
para el gran paso a lo invisible, a lo inaudito, al misterio intangible.
Francoise Dolto
28

Introducción
Esta obra es el fruto de una larga experiencia de niño. Los autores
han tomado conciencia de los problemas de esos seres desvalidos,
tan a menudo incomprendidos, maltratados y descuidados que son
los padres, y han sido sensibles a las angustias que pueden sentir
los padres sin defensas, confrontados con unos hijos
incomprensivos, brutales o simplemente torpes.
Tras un largo período en el que toda la atención, todos los
cuidados se centraban en el niño, en sus problemas, sus
necesidades, su actividad, su desarrollo, su patología, nos hemos
percatado finalmente de que si la etapa infantil podía resultar
difícil de vivir, el ser padres no lo era menos.
Si logramos desprendernos de los mitos habituales del
pater-familias, de la madre toda devoción o todopoderosa, etc., los
padres se nos aparecen como unos seres frágiles, sensibles,
precipitados brutalmente por el azar de un nacimiento en una
tormenta afectiva para la cual nada los ha preparado, salvo sus
ensueños previos o el modesto trastorno que un feto aplicado
puede organizar en el vientre de su madre para manifestar su
personalidad. En una palabra, se trata de verdaderos prematuros.
En efecto, hay que darse cuenta de que un joven adulto, cándido
y sin experiencia, puede convertirse en padre o en madre en el
29
término de unas horas e incluso de algunos instantes: es lo que se
conoce por el trauma del nacimiento. La mujer que se convertirá en
madre tiene cierta ventaja en este aspecto. Algo sucede en su
cuerpo, y esa aventura física sirve de mediadora para la aventura
psíquica. Pero el futuro padre no posee prácticamente ningún
punto de referencia: puede encontrarse con que es padre en el
metro, en pleno consejo de administración, en su cuarto de baño o,
en el mejor de los casos, en la clínica, de improviso, sin que ningún
cambio físico le manifieste el nuevo estado de cosas.
Inmediatamente después del nacimiento, la situación de
desigualdad continúa siendo flagrante. El niño recién nacido no
tiene ninguna responsabilidad. Al punto se encarga de él una
multitud de especialistas que tienen por tarea detectar y satisfacer
sus necesidades y deseos. Los padres recién nacidos, en cambio,
cargan con todas las responsabilidades. Se ven súbitamente
inmersos en una avalancha de sentimientos, angustias,
perplejidades, sin mencionar los problemas prácticos y materiales
que no son, ni con mucho, despreciables.
Los niños que quieran ser razonablemente buenos para con sus
padres, que deseen tratarlos convenientemente y darles una
correcta educación, deberán tener siempre presente esa situación;
les hará falta una gran dosis de paciencia, indulgencia, mucho
tacto, y también el debido respeto a su debilidad. Pues todo
depende de la manera de coger a los padres durante las primeras
30
semanas. Si de entrada se los aterroriza con gritos, se desprecia su
comida y se castigan sus errores menudos con diarreas y
erupciones en cada ocasión, se corre el riesgo de traumatizarlos
por años. Un niño prevenido estará atento desde el comienzo a los
problemas que agitan el mundo interior de los padres, deberá
demostrar un cierto manejo psicológico, reconocer las distintas
necesidades de un padre y de una madre, evaluar los progresos que
sean capaces de realizar y el ritmo previsible de los mismos, y
encontrar el lenguaje que los padres puedan comprender.
En esta obra nos proponemos brindar a los niños que hayan
tomado conciencia de estos problemas, algunos elementos de
información y puntos de referencia que puedan servirles
eventualmente en el curso del trabajo educativo laborioso y
prolongado que les aguarda. Pues no olvidamos que si la
educación de un niño insume un promedio de entre 15 y 18 años, la
educación de un padre puede requerir medio siglo y a veces más.
31

Algunas generalidades
A los autores de este libro les ha impresionado la tendencia de
nuestra sociedad a sobrevalorar el papel de los padres en la
concepción. Ciertamente es muy importante que un niño sea
deseado o no deseado, pero no por ello hay que perder de vista que
el padre no es, después de todo, más que un vehículo, papel que en
el mundo viviente desempeñan el viento, el agua, las mariposas o
los insectos. Lo esencial es que se encuentre un espermatozoide lo
suficientemente emprendedor y un óvulo lo bastante maduro y
receptivo para aceptar unirse e intentar juntos la aventura.
Sabemos que la aplastante mayoría de las células germinales la
rechaza y que sólo una ínfima minoría se arriesga a participar.
Tampoco es raro que a un feto ya constituido lo invada el pánico y
pierda coraje antes de llegar a su madurez. Otros saltan del tren a
último momento y prefieren nacer muertos antes que
comprometerse definitivamente en la carrera. El daño que pueda
ejercer en el espíritu de un padre inexperto e ingenuo esta
sobrevaloración de sus estados de ánimo es inconmensurable.
Si el hijo quiere ejercer correctamente su papel de educador,
deberá comprender —y cuanto antes, mejor— que durante toda su
vida fetal los padres viven un período de agitación intensa en el
plano emocional, en el que están implicados sus deseos y las
diferentes personas que cuentan para ellos de una manera u otra,
32
pero en ningún caso el hijo, dado que aún no lo conocen. Sin
embargo, de ello depende la idea que se forman de su futuro niño y
el sitio que le preparan. El recién nacido deberá demostrar mucha
prudencia y tacto a la hora de tratar de intervenir en esos ensueños
íntimos de los padres, que son tan fundamentales, para ir
modificándolos de a poco.
El trabajo educativo de los primeros meses es capital, pero lo
que le sigue también es importante y, según hemos visto, puede
prolongarse durante varias décadas.
Poco a poco, con la ayuda de su sensibilidad y del conocimiento
que tiene de sí mismo, el niño mueve a sus padres a aceptar en
primer lugar su existencia, luego su personalidad, y, por fin, su
autonomía física, intelectual y afectiva. Algunos niños proceden
de un modo menos flexible, mediante tensiones y rupturas : sin
duda, su carácter y las circunstancias no les permiten otra opción.
Pero este proceso implica mucho sufrimiento para unos y otros.
Esperamos que esta obra contribuya a que tales situaciones se
eviten en lo posible.

Pero aun en el mejor de los casos, el desarrollo de un progenitor no


se realiza sin dolor ni desgarramientos. A cada etapa corresponde
toda una patología que un niño consciente de sus
responsabilidades debería esforzarse por conocer. Ésta es la
condición primera de toda profilaxis.
33
No es fácil proponer una clasificación válida para las diferentes
categorías de padres difíciles.
Podríamos imaginar una clasificación según la cronología. Es
evidente que las dificultades encontradas por un feto o un recién
nacido no serán las mismas que tendrá que enfrentar un niño de
cinco, diez, veinticinco o cincuenta años. Del mismo modo, los
medios que se empleen en cada caso variarán según la edad del
niño, pero también según la edad del padre.
La clasificación etiológica nos parece impracticable. Un
síndrome puede tener orígenes muy diversos y para el niño suele
resultar imposible reconstruir el desarrollo de la situación que
encuentra al nacer. En general, el padre se confía poco al niño, y
aun en los casos en que lo hace, se expresa en un lenguaje
ininteligible para un lactante o un párvulo. Por otra parte, el padre
no siempre es consciente de lo que verdaderamente le ha sucedido,
y de todos modos su memoria ha retocado hasta tal punto los
acontecimientos, que sus relatos se refieren más al presente que al
pasado. En una palabra: la única posibilidad que se ofrece al niño
es la de asumir la situación tal y como se presenta en el momento
de su llegada, y desencadenar el cuestionamiento por parte de los
padres a partir de los elementos de los que disponen.
Corresponderá a los padres mismos cumplir con la tarea de
remontarse a los orígenes. Nos parece ya de por sí pedagógico que
el niño muestre confianza en su capacidad para realizarla.
34
La clasificación más elocuente, si bien un poco superficial, es
tal vez la clasificación por síntomas. Es, por tanto, la que
adoptaremos.
Someteremos a vuestra reflexión una serie de categorías
sintomáticas, desarrollando aquellas que estamos en condiciones
de ilustrar con ejemplos clínicos. Citemos a continuación algunas
de esas categorías, para dar una idea de la variedad enorme de
nuestro campo de estudio:

— el Padre 2 inmaduro
— el padre mentiroso
— el padre tímido
— el padre rico (o pobre)
— el padre superdotado
— el padre ausente
— el padre cansado
— el padre celoso
— el padre delincuente
— el padre embrollón
— el padre sádico
— el padre decepcionado por la vida
— el padre mártir

2 O la madre (N. del T.)


35
— el padre narcisista
— el padre inadaptado
— el padre débil
— el padre sobreprotector
— el padre de edad
— el padre adoptado
— etc..
36
Los padres que no desean al niño

Es éste uno de los problemas más embarazosos y a la vez más


frecuentes que se presentan a un feto.
Por empezar, este no-deseo es casi siempre, o quizás siempre,
muy ambivalente y difícil de evaluar. A menudo, uno de los padres
desea una cosa y el otro desea otra. Interviene entonces su inmensa
variedad de sentimientos recíprocos y las consecuencias afectivas
y prácticas que de ello se derivan, para complicar aún más la
situación. La complejidad del problema es asimismo considerable
en el plano del no-deseo de cada uno de los padres.
Para dar una idea, citaremos algunos de los muchos factores que
entran en juego: relaciones de cada uno de los padres con su propio
padre y su propia madre, con sus predecesores, así como la idea de
que ellos se hacen, las tradiciones familiares, las prohibiciones
religiosas o político-sociales, las presiones ejercidas por esas
instancias, la situación económica, la percepción que los padres
tienen de su propio cuerpo y los diversos temores respecto del
mismo y, naturalmente, las repercusiones internas de todos estos
factores y de otros demasiado numerosos para citarse aquí.
Los temores, la culpabilidad, los rencores de los padres, sus
ataduras y fidelidades, todo entra en la composición de lo que el
feto percibe finalmente como un no-deseo.
37
Cualquiera que sea la confusión o la incertidumbre de la
situación, el feto está obligado a tomar partido. Puede ser que la
empresa le parezca desesperante: padres ineducables, situación
bloqueada, o incluso que el feto mismo no se sienta capaz de, o
dispuesto a, lanzarse a una tarea que promete más dificultades que
satisfacciones. Lo mejor que puede hacer en ese caso es abandonar
la partida lo antes posible y desaparecer.
En su autobiografía, un feto abortado en el cuarto mes nos
transmite la historia siguiente: una mujer de más de treinta años
materializa su no-deseo respecto del feto que la habita, realizando
largos paseos en bicicleta y transportando unos canastos
excesivamente cargados. Poco a poco el feto se da cuenta de que el
sitio del futuro hijo está enteramente ocupado por el marido de esta
dama, que se empeña en ser el único niño de la casa, pese a la
tímida tentativa que ha hecho para superarse y acceder a la
paternidad. Al cabo de cuatro meses de dudas, el feto decide
finalmente no forzar a ese niño de 38 años, encerrado de forma
manifiesta en sus propios problemas, ni a esa mujer que parece
desbordada por la perspectiva de tener un segundo niño en la casa,
y se retira.
Otros fetos se sienten lo bastante fuertes e independientes para
instalarse incluso en una atmósfera de no-deseo masivo, confiados
en su talento de futuros educadores, o en su capacidad para
38
subsistir bien o mal hasta estar en condiciones de tomar distancia
de sus padres inutilizables.
Su optimismo a veces da resultado. Nos han referido una
historia particularmente dramática que acaba de ocurrir en una
urbanización en las afueras de Burdeos. En el seno de una pareja,
en la que el hombre pretendía rechazar la idea misma de tener un
hijo, la mujer quedó encinta... Durante los nueve meses que duró el
embarazo, ella negó la evidencia, explicando su estado como
resultado de diversos trastornos del aparato digestivo.
En cuanto al marido, "no se daba cuenta de nada". El feto estaba
muy impresionado por la contradicción entre la negativa obstinada
de los padres y el medio que se le ofrecía para satisfacer su
nutrición y protección, y más perplejo de lo que habría estado ante
un rechazo homogéneo. Por lo tanto, se decidió finalmente a
intentar la aventura. Se tomó su tiempo; reunió fuerzas utilizando
plenamente los nueve meses previstos clásicamente para el
embarazo.
Luego llegó la noche que había elegido para nacer. Cuando
hubo comenzado las maniobras preliminares, la mujer se levantó
en silencio, sin despertar a su marido, fue a la cocina, dio a luz
sobre un trapo, cortó y enrolló cuidadosamente el cordón
umbilical, y luego arrojó a la criatura por el vertedero de basuras
de la segunda planta. Luego de borrar todo rastro de lo que acababa
de acontecer, volvió a acostarse tranquilamente junto a su marido.
39
En cuanto al niño, éste aterrizó sano y salvo sobre un colchón de
desperdicios y, tras un breve descanso, se puso a gritar. La espera
fue larga e incómoda. Regado por poso de café y restos de
ensalada, tuvo que aguardar casi cinco horas hasta que el portero
del edificio lo escuchó. Pero seguía firmemente decidido a vivir.
El portero acabó por rescatarlo y la Guardia Municipal lo
transportó al hospital. Gracias a su excelente constitución física, el
niño superó una infección pulmonar grave y esperó los
acontecimientos.
Unos días después vio aparecer a sus padres, a los que la policía
había fácilmente identificado, y que venían a reclamarlo como si
nada hubiese sucedido. La madre le preguntó tímidamente al
padre: "¿Te gusta?". El padre respondió: "Sí, me gusta mucho y me
parece bien tenerlo". Las enfermeras intentaron dar ánimo a la
madre: "¡Puede cogerlo en brazos!" La madre, inmóvil, se dirigió
al padre: "No, cógelo tú primero, así mañana podré cogerlo yo
también".
Por supuesto, debido al episodio del vertedero de basuras, toda
una nube de médicos, psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales,
policías y jueces han invadido la escena, y la educación
propiamente dicha no podrá comenzar, a menos que los padres
sean por fin devueltos al niño. Pese a todo, el niño consideró que la
partida podía jugarse: tras haber logrado que sus padres superaran
la negativa y el rechazo, todas las esperanzas le parecían lícitas.
40

Hay padres que parecen por completo ineducables. Esto no quiere


decir necesariamente que sean "malos", sino que causan al niño la
impresión de ser como son hoy y siempre, sin que nada pueda
hacerlos cambiar jamás.
En algunos casos, esta rigidez no es más que aparente. Si el
niño no puede hacer cambiar a los padres, puede al menos
confortarlos en lo que a él se refiere: puede mostrarles que valen
más de lo que creían, y esto constituye de por sí un elemento nuevo
en la situación, que no puede dejar de tener algún efecto. Pero aun
así, se trata de un trabajo siempre muy largo y difícil, ya que se
trata en general de traumas antiguos, y a menudo de traumas
familiares que los padres han heredado de sus antecesores y no han
podido resolver.
Para ilustrar esta situación, les ofrecemos la historia de un niño
pequeño cuyos padres se vieron severamente enfrentados a la
muerte. La madre, segunda hija de una familia en la que varios
niños (varones) habían muerto de pequeños, había pasado los años
cruciales de su adolescencia cuidando a su padre, afectado de una
enfermedad mortal.
El padre del niño había quedado huérfano siendo muy joven. Se
había casado en primeras nupcias con una joven gravemente
enferma que murió poco después de dar a luz a un varoncito. No es
de extrañar que, dadas las circunstancias, este padre haya
41
experimentado cierto sentimiento de culpabilidad respecto de su
mujer, que a las cargas de la enfermedad, debió agregar las fatigas
del embarazo. También sentía culpa, sin duda, respecto de su hijo,
huérfano de madre desde los dieciocho meses. Tras enviudar, el
padre se casó con otra mujer joven, también de frágil salud. El
primer hijo de esta pareja, una niña, huyó de la gestación en el
sexto mes, juzgando que la situación era inextricable.
Pensamos, por lo demás, que su defección la tornó aun más
inextricable. Dos años más tarde se anunció un nuevo niño: un
varón. Más decidido que la primera, aceptó el desafío y nació. La
acogida fue dura: debido a la relativa incompetencia de la madre
para el parto, tuvo que ser extraído por la fuerza.
En las primeras horas de vida una religiosa-enfermera,
inexperimentada, tarada o movida por pulsiones homicidas mal
controladas, lo llevó al pecho de su madre, que acababa de
despertar de la anestesia de cloroformo. Consecuencias
inmediatas: envenenamiento y convulsiones, que estuvieron a
punto de terminar prematuramente con la experiencia. Pero el niño
era testarudo y tenaz, y, estimulado, más que desanimado por las
dificultades, sobrevivió.
Durante once años fue un varoncito enfermizo, frágil, que
evidenciaba de forma ostensible que estaba dispuesto a morirse en
cualquier momento, si así lo juzgaba necesario. Pero no era éste
más que un recurso de auto-preservación: la situación no
42
evolucionaba y los padres vivían en una angustia casi permanente.
Periódicamente la familia era convocada con urgencia para asistir
a los últimos momentos del niño; pero éste cambiaba de parecer
una y otra vez, in extremis, convencido de que acabaría por
encontrar el medio para romper la caparazón de angustia y culpa
que los aprisionaba a todos ellos.
Habiendo llegado mal o bien a la edad de once años, el niño
tomó la decisión de encarar por sí mismo la elaboración de un
proyecto terapéutico con el médico de la familia. Sin que sus
padres, demasiado angustiados para aceptar o rechazar, lo
supieran, dio su acuerdo al médico, que proponía crear un absceso
de fijación —en aquella época los antibióticos y las sulfamidas no
existían aún— para poner fin a las interminables infecciones
latentes que sufría desde su nacimiento.
Al cabo de seis meses, un día, en la escuela, el niño sintió de
pronto paralizada una pierna. El médico lo había advertido: supo al
instante que el absceso se había formado. Se hizo llevar a su casa y
tranquilizó a los padres alarmados, explicándoles lo que había
sucedido. Al absceso se le practicó una incisión, que también
incidió en la bolsa de angustias, culpas y ambivalencias que
emponzoñaba la vida de la familia.
El niño sanó y se convirtió en un joven sólido, activo y
saludable. Al obrar así, introdujo un elemento nuevo y
extremadamente importante en el mundo interior de sus padres: les
43
mostró que, contrariamente a lo que podían creer, no eran unos
asesinos, y que algo bueno y viable podía salir de ellos. Pensamos
que esta enseñanza capital modificó el destino de toda la
descendencia y que bien merecía que el niño le consagrara tantos
años de su vida.
44
Los padres que quieren que su hijo haga...

Es una categoría sumamente rica y multiforme. Establezcamos una


breve relación:

— El padre (o la madre) que quiere que su hijo haga lo mismo que


él;
— El padre que quiere que su hijo haga todo menos lo que hace él;
— El padre que quiere que su hijo haga todo lo que a él mismo le
habría gustado hacer;
— El padre que no quiere que su hijo haga lo que él mismo no pudo
hacer;
— El padre que quiere que su hijo haga (o no haga) tal o cual cosa
determinada;
— etc., etc..

Las variantes son infinitas. Las motivaciones, también. Pero


hay un problema muy particular que el niño deberá afrontar y
resolver en todos los casos: se trata del deseo imperialista de
manipular su futuro, ya sea que las motivaciones sean mezquinas,
ya, por el contrario, tiernas y afectuosas.
Por lo general, estas situaciones desencadenan en el niño un
movimiento inicial de rechazo e irritación. Es indispensable que el
niño tome conciencia de ello; de lo contrario, corre el riesgo de
45
cometer los peores errores pedagógicos, y de encerrar a sus padres
en una actitud obcecada en lugar de ayudarles a salir de ella. Por
otra parte, su irritación puede llevarlo a actuar en contra de sus
propios deseos y a ocasionar así mucho sufrimiento tanto a sí
mismo como a sus allegados.
Pero no debe creerse que recomendemos resignación o
pasividad. Esto no sería razonable ni pedagógico. Y es importante
no abandonar nunca la perspectiva educativa.
Como lo hemos señalado, las motivaciones son muy diversas.
Tomemos el caso tan difundido del padre que ha creado un
negocio, montado un taller o, eventualmente, fundado un emporio.
Quiere que su hijo haga lo mismo que él, lo cual en su espíritu,
equivale a compartir con él el goce de la creación. Olvida
sencillamente el hecho de que es él quien ha creado, y que al hijo
no le queda más que hacer andar el negocio, trabajar en el taller o
dirigir el emporio, tratando de no estropear demasiado la creación
del padre. Hay que lograr que el padre, paulatinamente, tome
conciencia de este hecho evidente, procurando no herir sus
sentimientos cariñosos ni su amor propio de creador. También aquí
se requiere mucho tacto y tiempo para la tarea, que, por otra parte,
no está al alcance de un lactante o un niño de corta edad. Sin
mencionar al feto que, antes de su concepción, está ya consagrado
a tal o cual destino. Sólo un niño relativamente desarrollado,
digamos, de entre quince y cincuenta años, tiene alguna
46
posibilidad de llevarla a cabo. De momento, hay que ganar tiempo.
Estudiaremos luego algunos métodos probados para hacerlo.
No creáis que este trabajo no conlleve riesgo alguno. Todos
conocen la historia de cierto zarevitz a quien le falló la pedagogía y
resultó asesinado por su padre. Es imposible prever lo que puede
germinar en la cabeza de un padre obtuso, decepcionado y
desesperado; todo proyecto pedagógico debe tener en cuenta la
capacidad de resistencia del padre o madre al que se dirige.
Veamos más en detalle el caso de los padres que quieren que su
hijo haga lo que ellos mismos no han podido hacer. En la base de
lo cual casi siempre hay un buen sentimiento. Los padres quieren
que sus niños vivan lo que para ellos ha sido un sueño. Ello es tan
enternecedor como ingenuo; frente a tal situación, el niño debe ser
capaz de gobernar a la vez la sensibilidad de los padres y su propio
porvenir.
Citaremos el caso de una familia de educadores de corte muy
clásico y habitada desde varias generaciones atrás por un virus
artístico. Unos probaron la pintura, la fotografía y el teatro; otros,
la poesía y la novela, sin superar nunca el nivel de aficionados.
Nacen dos niños varones. Para alegría de los padres, el mayor
muestra una disposición notable hacia la música, y el segundo,
talento para el dibujo. Desde ese momento, ambos niños sufren un
asalto tan apremiante como indiscreto por parte de los padres,
incitándolos a cultivar y desarrollar sus capacidades. Cercados y
47
asediados por la insistencia de los padres, los niños se ven
obligados a enquistarse a fin de protegerse. El mayor presenta un
cuadro parapléjico que lo ata a una silla de ruedas durante más de
seis meses. Esta parálisis no tiene explicación, y al fin desaparece
espontáneamente. Pero este episodio permite al niño sustraerse a
todo aprendizaje musical y, tras su curación, se orienta hacia
estudios puramente intelectuales. A partir de ese momento se
convierte en un alumno brillante y en un hijo modelo: no da ningún
trabajo a sus padres; en una palabra, los abandona a su suerte y
renuncia a todo proyecto educativo. En la actualidad es un experto
en finanzas agotado por el trabajo, que lo que hace es funcionar
más que vivir. El único indicio de que conserva alguna vinculación
con sus intereses originales es su dirección: vive en la calle
Gounod...
El segundo hijo, pedagogo con una mayor ambición, se
concede un largo retiro de corte esquizoide, matizado por fracasos
y yerros sentimentales y escolares de toda clase, pero sin dejar el
ámbito de las artes gráficas. Uno de los padres muere, tiempo
después. Los contactos con el progenitor sobreviviente son
esporádicos, amistosos y poco profundos, pero éste es capaz de
resistir por sus propios medios sin tener que nutrirse del talento de
su hijo.
Permítasenos hacer aquí una corta digresión acerca del término
"pedagogía". Por su construcción, este término no se corresponde
48
con el uso que le damos. Pero no existe en el diccionario ninguna
palabra que designe con precisión la ciencia de la educación de los
padres; tan ajena resulta a nuestra cultura paidocéntrica la idea
misma de que los padres puedan beneficiarse con una educación
concebida especialmente para ellos. Pese a que los autores de esta
obra son veteranos respecto de la infancia, sus conocimientos del
griego y el latín no bastan para permitirles crear un término
científico apropiado, centrado en los padres, y que sea tan
agradable al oído como "pedagogía". Acaso se encuentre entre
nuestros lectores un grecolatinista ingenioso que nos pueda
proveer de uno. De momento, seguiremos sirviéndonos del
término "pedagogía".
En el ejemplo precedente, hemos hablado de enquistamiento para
caracterizar el método utilizado por los dos hermanos frente a los
asaltos de sus padres. Como hemos visto, se trata de un método de
alto coste y cuyo control puede escapar totalmente al que lo
emplea. Por otra parte, su valor educativo es muy desigual.
Existe una versión del enquistamiento más atenuada, incluso
más manejable y acaso más eficaz en el plano pedagógico. Es el
método del disfraz. El disfraz permite ganar tiempo, mientras
proyecta ante los ojos de los padres una caricatura impresionante
de los efectos producidos por su actitud.
La variedad de disfraces posibles es infinita. No citaremos más
que unos pocos:
49

El disfraz de débil mental

Este método puede ser útil a cualquier edad. Un niño —un


primogénito que tardó en llegar y era intensamente deseado— no
habló hasta los cuatro años: no quería manifestar su inteligencia a
los padres —ambos universitarios superdotados— hasta que se
hubieran habituado al goce de tener por fin un niño. En la
actualidad, ese niño es ingeniero de puentes y caminos. Por otra
parte, el mismo Einstein no habló hasta los tres años: ya se sabe a
qué llegó más tarde. Debía saber muy bien lo que hacía al optar por
callarse.
De la misma manera, otro varón, frente a las ambiciones
desmesuradas de uno de los padres, se esmeró en fracasar en sus
estudios con singular maestría: ningún diploma, ni siquiera
primario, manchó su curriculum escolar: ni certificado de estudios,
ni graduación escolar, ni la sombra de un bachillerato. El padre,
que lo imaginaba alumno de la Universidad Politécnica o de la
Central, fue abandonando poco a poco toda ambición a ese
respecto. El muchacho, un tanto impresionado por sus propios
resultados, consultó a un psicólogo por su cuenta y pasó un test de
inteligencia. Obtuvo un coeficiente intelectual de 146. Más
tranquilo, resolvió dejar el domicilio paterno y procurarse el
50
sustento por sus propios medios. Comenzó por entrar a trabajar en
una pequeña imprenta; después montó su propio negocio y tuvo un
éxito considerable. El padre pudo entonces reconocer el valor de
su hijo, aun cuando debiera medirlo con otros criterios que los
habituales; le devolvió su estima, y la atmósfera entre ambos se
distendió, permitiendo a los padres consagrar desde aquel
momento toda su energía a seguir las enseñanzas, mucho más
duras, que les impartía su segundo hijo.

De "punk"

Citaremos aquí un ejemplo histórico. En la época en que era


delfín, el futuro rey Enrique I de Inglaterra se disfrazó de "punk",
para lograr que su padre revisara sus posiciones acerca de la
monarquía en general y de su carácter hereditario en particular. No
obtuvo progresos espectaculares por parte de su padre, es cierto,
pero consiguió preservar su personalidad y, llegado el momento,
se convirtió, de la noche a la mañana, en un rey por completo
aceptable.

De suicida
51
Un niño pequeño percibía los intensos sentimientos de muerte
que su madre proyectaba sobre él. Para hacerle tomar conciencia
de ello, el niño la enfrentaba sin cesar con la cuasi-realización de
sus deseos latentes. A los ocho meses estuvo a punto de morir de
una toxicosis. Entre los tres y los siete años se fracturó varias
veces, siempre en circunstancias acrobáticas creadas con
deliberación por él mismo: a los seis años se fracturó una pierna,
tras escalar una pared de cinco metros, al dejarse caer del otro lado
sobre un patio de cemento; varias veces se cayó de la bicicleta, una
de ellas al descender montado en ella por la escalera (fractura de
clavícula). Estuvo a punto de ahogarse en la piscina por saltar de
un trampolín de cuatro metros sin saber nadar. La situación se
resolvió en una verdadera tempestad general: la madre,
exasperada, lo llevó al psicólogo; luego se convirtió en la amante
de éste y dejó a su marido. El niño pudo, por fin, profundizar las
relaciones con su padre, completamente excluido hasta entonces y,
según las últimas noticias, recomenzar una vida normal y ocuparse
de sí mismo.

De niño terrible

El principio de esta técnica consiste en tener a los padres en


vilo. Llamados a enfrentarse sin cesar a situaciones imprevistas
52
—por ser en efecto imprevisibles—, los padres se encuentran
paulatinamente reducidos a una sola aspiración: tener paz.
Abandonan así toda intención imperialista respecto del niño. Es
inútil dar ejemplos, dado que esta técnica está tan divulgada que
podemos confiar en la imaginación de nuestros lectores.

De crío-de-mierda

En este ejemplo, el término se ha de interpretar en su sentido


literal...
Un varoncito saludable, inteligente y sólido, comete la
imprudencia de venir al mundo en una familia que incluye ya a una
madre débil, mitómana e incompetente, a un padre alcohólico
inveterado en la última etapa de la cirrosis, y a una hermana mayor
epiléptica y silente. A partir del momento en que se da cuenta del
desastre, el niño tiene una sola idea en mente: la de escapar cuanto
antes y al menor coste posible. Para conseguirlo elige un arma a su
alcance: defeca en todos los rincones del piso, y luego ejecuta
interesantes pinturas murales con los materiales así obtenidos. De
esa manera expresa claramente a sus padres que viven en una
situación de mierda. Esta actividad le procura además la
posibilidad de hacer algunas escapadas al hospital del barrio y
reposar allí, al tiempo que tiene ocasión de demostrar que sus
53
apreciaciones desfavorables se refieren exclusivamente al hogar
familiar. Poco a poco el niño consigue movilizar un número
suficiente de asistentes sociales, médicos, psicólogos y otros
trabajadores especializados para que terminen de comprender que,
en este caso, la única solución es la ubicación del niño en otro
hogar.
54
Los padres mentirosos

La mentira en los padres es tan frecuente y está tan difundida que


apenas si podemos considerarla como una manifestación
patológica. El padre que miente lo hace instintivamente, a menudo
sin darse cuenta y, en general, sin sentir culpa alguna. Miente tanto
en lo que hace a cosas fútiles cuanto en las más graves. Estaríamos
incluso tentados de afirmar que cada vez que se trata de una
cuestión verdaderamente importante, miente casi
sistemáticamente. Y esto abarca desde la simple fabulación lúdica
hasta la voluntad deliberada de inducir al niño al error, sea para
ocultar una falta, sea para sustraerse a una situación difícil.
Los padres pueden sentirse inclinados a fabular por toda suerte
de razones, a veces bastante inocentes, tales como: mejorar su
posición frente a su hijo, consolarse por la pérdida de ilusiones
sobre ellos mismos, y embellecer imaginariamente un mundo real
cuyos encantos no alcanzan a apreciar a causa de su inmadurez,
etc. Pensamos que esas mentiras no son muy graves, que el padre
(o la madre) mismo en realidad no se engaña y que, en general, en
esos casos es mejor evitar confundirlos o reprenderlos. Por
ejemplo, consideramos un error pedagógico la actitud de dos
niñitas a quienes su padre acostumbraba deslumbrar y estimular
con el relato de sus éxitos escolares. Algo irritadas, a la larga las
niñas emprendieron la búsqueda y un día acabaron por descubrir
55
las antiguas libretas escolares del padre, bastante menos brillantes
de lo que sus relatos podían hacer creer. Las niñas se abocaron
entonces con maligno placer a hacer públicas las apreciaciones
poco halagüeñas que algunos profesores habían escrito. Claro está
que ganaron la partida; el padre, confundido, no volvió a pretender
granjearse admiración por sus resultados escolares. Sin embargo,
el gesto de las niñas nos parece tanto más torpe por cuanto se
trataba en realidad de un padre adoptado que las adoraba tanto
como la madre, y que buscaba consolidar su tambaleante
autoridad por cualquier medio.
Otros padres inventan pequeñas historias, a veces bastante
poéticas, referidas a Papá Noel, a los Reyes Magos, a los ratones
que coleccionan dientes de leche y a otros personajes imaginarios.
Es encantador, no tiene malicia, y en general todos terminan
disfrutándolas. En cambio, consideramos con mucho menos
indulgencia a los padres que mienten porque no se atreven a
defender sus opiniones y que encargan a Papá Noel u otros
personajes imaginarios el recompensar o castigar a los niños en su
lugar. Un niño deseoso de ofrecer una sólida estructura psíquica a
sus padres no puede permitir este tipo de renuncia.
Ciertas mentiras equivalen a verdaderas falsificaciones
introducidas en la historia de la familia, sea para ocultar aquello
que los padres consideran como una debilidad o una falta, sea para
embellecer una realidad trivial. En ciertos casos se trata incluso de
56
un intento desesperado de reparar una falsificación anterior, de la
que los propios padres han sido víctimas, por medio de una nueva
falsificación ingenuamente destinada a reparar los efectos de la
primera. Estas mentiras están motivadas por la esperanza falaz de
que basta con retocar el relato para conjurar sus consecuencias.
Pensamos que en estos casos el niño debe mostrarse cariñoso, pero
firme. En ningún caso puede permitir —si tiene medios para
impedirlo— que se introduzca una ruptura en la lógica de la
historia familiar. No hay que olvidar que él es responsable ante
toda la descendencia. Citemos por ejemplo el caso tan frecuente
del padre adoptado que querría disimular lo que vive como una
tara. Si el niño no concurre en su ayuda, todas las relaciones del
padre se falsearán y la trampita repercutirá incluso sobre las
generaciones venideras.

Como hemos mencionado, los padres mienten con mayor gusto


cuanto más importante sea la cuestión a tratar. Mienten casi
siempre al hablar de dinero, política y religión, y mienten
regularmente cuando se trata de sexo, o de anatomía y fisiología en
general. Y cuando por azar dicen la verdad, no es en general por
respeto a la verdad, sino únicamente por política.
Cuando el niño juzga que es indispensable intervenir para
sanear la atmósfera familiar, debe proceder, sin embargo, con
57
suma delicadeza. No hay que revelarle al padre más de lo que éste
esté dispuesto a escuchar, y para determinar el momento y el modo
de intervenir es recomendable dejarse guiar por la curiosidad
espontánea que manifieste el mismo. En lo que se refiere, por
ejemplo, al apasionante tema de cómo se hacen los niños, si las
teorías sexuales de los niños son a veces incompletas e imprecisas,
las de los padres suelen consternar por su ingenuidad. Puede
suceder, en efecto, que un niño insuficientemente documentado
confunda el tracto digestivo con el genital. Pero los padres llegan a
imaginar la existencia de tiendas donde pueden comprarse niños, o
coles o rosas que los contienen, o incluso cigüeñas que los arrojan
por la chimenea. En cuanto a los padres que saben y admiten que el
niño se halla en el cuerpo de la madre, proponen para explicar el
ingreso y la salida unas teorías que revelan la más aguda de las
fantasías.
Os presentaremos una historia casi demasiado bella para ser
real. Pero... ¿cómo osaríamos mentir en una obra como ésta y
sobre todo en este capítulo? Esta historia, pues, como todas las
demás citadas en este trabajo, es rigurosamente auténtica:
Un niñito de siete años fue llevado por su madre al
psicoterapeuta, a causa de un problema insignificante. En el curso
de la anamnesis, el terapeuta, un debutante ingenuo y concienzudo,
le pregunta a la madre si el niño ya ha recibido alguna información
sexual.
58
—Le he explicado todo —responde categóricamente la madre.
El terapeuta, un novicio, por cierto, pero ya desconfiado, insiste:
—¿Qué es todo, exactamente?
—Pues bien —responde la madre—, le expliqué que el niño
estaba en el corazón de la mamá.
—Pero ¿cómo hace para salir de allí? —inquiere el terapeuta.
—Van al hospital, el doctor abre el corazón y retira al bebé
—dice la madre.
—Pero ¿ cómo hace el bebé para entrar en el corazón de la
mamá? —pregunta el terapeuta.
—Es el niño Jesús quien lo ha puesto allí. Luego, usted sabe, los
niños tienen a veces unas ideas muy cómicas; el niño me preguntó:
"Y papá, ¿no estaba enojado?".
Aparentemente, esta madre no ha comprendido nada ni ha
podido coger la mano monumental que le tendía su hijo para
sacarla del maremágnum de mentiras en que se había encallado.
Creemos, sin embargo, que este niño tuvo razón al actuar con
dulzura, tacto y hasta humor; sugirió, sin presionar, que no había
nacido ayer, al tiempo que se cuidaba de no superar el límite de
tolerancia de su madre. Aun cuando sus palabras no fuesen
comprendidas de inmediato, harían efecto con el tiempo.
Decíamos que las mentiras de los padres eran motivadas por los
mejores sentimientos y una real buena voluntad. Su intención era
la de embellecer la imagen del mundo que presentaban a su niño en
59
función de sus propias ilusiones primitivas. En su universo de
cuentos de hadas, la maduración solitaria de un bebé en una col o
el peligroso viaje por los aires bajo la responsabilidad de una
cigüeña escasamente preparada para esa tarea se les presenta como
una imagen mucho más atractiva y tranquilizante que el encuentro
físico y afectivo de un hombre y una mujer con toda la pasión, el
goce, la ternura y todo lo demás que esto conlleva.
Los padres no conocen el peso de la verdad. Por eso a veces se
ven llevados a decir la verdad únicamente porque consideran que
hacerlo es una buena política. Una niña pequeña intentó
sensibilizar a sus padres acerca del fundamental respeto que se
debe a la verdad, recurriendo a un medio particularmente
espiritual. Sus padres, ambos psicoanalistas en posesión de una
sólida formación científica, resolvieron explicar a su hija todo lo
referido a la concepción, gestación y nacimiento, en la primera
oportunidad que se les presentara.
Cuando la niña tenía alrededor de cinco años, tuvo acceso a un
curso inteligente, claro y bien construido al respecto. Esa, al
menos, era la convicción de los padres. Algo preocupada por el
desfase afectivo que había percibido en esas explicaciones, la niña
decidió dejar todo el asunto de lado hasta obtener una información
más amplia.
Un día, al volver de la escuela, llamó a sus padres para
reprenderlos duramente por haber juzgado conveniente contarle
60
no sé qué historias acerca de semillitas y de extrañas posiciones
corporales, mientras que la maestra acababa de explicarle el
proceso en toda su sencillez: una col en el jardín que hay que abrir
en el momento oportuno.
61
Los padres adoptados

Los padres adoptados son siempre difíciles, ya que han vivido, o


acaso viven aún, una situación traumática.
Ciertos padres se vuelven inhabitables, o bien sus posibilidades
de acogida se ven seriamente comprometidas, ya por consecuencia
de un accidente o una enfermedad, ya por causa de un no-deseo tan
tortuoso que ni ellos mismos son capaces de identificarlo,
situación que a menudo hace padecer un doloroso sentimiento de
menosprecio y abandono. Algunos reaccionan tratando de hacerse
adoptar.
El niño que se dispone a adoptar a un padre o a una madre debe
tener bien presente que se hará cargo de un ser ansioso e inseguro,
a causa de su ineptitud como progenitor, y que sospecha —a veces
equivocadamente— que sus propias células germinales son
timoratas, incompetentes o incluso decididamente misántropas. De
hecho, más que una educación necesita un tratamiento. Hay que
curarlo de su angustia y sus sentimientos de culpa, auto-negación y
abandono.
Presentaremos aquí el caso de un tratamiento logrado. Dos
jóvenes candidatos a padres tenían buenas razones para dudar de sí
mismos. El aspirante a padre era hijo de padres que presentaban
una incompatibilidad sanguínea que los angustiaba en extremo.
Esta angustia no se atenuó ni siquiera después del nacimiento de
62
un hijo y luego de una hija, ambos en perfecto estado. Eran vistos
como sobrevivientes que hubieran escapado milagrosamente de
una catástrofe. El varón, nuestro futuro padre, se casó con una
muchacha que había vivido un episodio de toxicomanía bastante
serio y del cual temía que la hubiese afectado orgánicamente. Un
elemento a subrayar: los dos jóvenes presentaban incompatibilidad
sanguínea...
Pese a todos sus esfuerzos y a numerosos tratamientos, no
tuvieron niños. Buscaron entonces hacerse adoptar. Tenían tan
poca confianza en la buena calidad de su raza, que se dirigieron
primero a un niño negro, siendo que ellos eran blancos, y luego
trajeron de refuerzo a un segundo niño, de origen asiático. Ambos
niños, que estimaban que en este caso el pronóstico era
relativamente bueno, emprendieron el tratamiento, que duró cuatro
años, y tuvo pleno éxito. El no-deseo de estos padres tenía por
motivo esencial la angustia y la inseguridad; los niños
consiguieron hacerlos ceder, demostrándoles una gran amabilidad
y un evidente bienestar, y multiplicaron los contactos físicos. La
madre se construyó así una imagen más agradable de su propio
cuerpo que poco a poco se tornó nuevamente habitable: un feto se
instaló en ella y se desarrolló en condiciones muy confortables.
Nació, por fin, en el seno de una familia perfectamente preparada
para acogerlo, y al parecer estos tres niños no tienen hoy más
problemas con sus padres que los corrientes.
63
Esta historia es particularmente reconfortante. Sin embargo,
debemos saber que no siempre las cosas resultan tan bien.
Ciertos padres adoptados se sienten tan culpabilizados y
desvalorizados por la situación de adopción que llegan a negar la
realidad. Actúan y hablan como si no supieran que son adoptados.
Por supuesto, en el fondo de su alma no pueden ignorarlo. El
recuerdo de todas las gestiones realizadas para hacerse adoptar no
puede haber sido enteramente reprimido. Corresponde al niño
inducirles progresivamente a recuperar la memoria. Puede
comenzar con pequeños relatos imaginarios, luego con alusiones y
observaciones al pasar. Los lapsus son también un medio muy
recomendado para estimular el reencuentro con los recuerdos. En
cambio hay que evitar en forma absoluta hablar de buenas a
primeras de padres que se hayan tenido antes de adoptar a los
actuales: sería una grosera falta de tacto y podría comprometer la
relación de confianza, que es vital para un padre adoptado. A los
padres originales no habrá que mencionarlos hasta el final del
tratamiento, cuando el mundo interior de los padres adoptados esté
enteramente reconstruido y estabilizado. Durante todo ese proceso
terapéutico de estructuración conviene darles ánimos y
valorizarlos, pero sin sobreprotegerlos. Los padres adoptados
tienen una sensibilidad exacerbada y perciben inmediatamente
toda pretensión de tratarlos de modo diferente.
64
Sucede que el o los padres adoptados demuestren que pese a
todos los esfuerzos terapéuticos, son irrecuperables. Manifiestan
una incapacidad tal para integrarse a la familia que se les ofrece,
que en lugar de sosegarse enloquecen cada vez más, se tornan
exigentes e hipercríticos frente al niño, puesto que tratan de
quitarse culpas proyectando sobre éste todo lo que se reprochan a
sí mismos. Cuando su no-deseo latente los domina, su hogar se
vuelve paulatinamente tan inhóspito como su cuerpo. Hay quienes
desarrollan un verdadero estado paranoico y le reprochan al niño
que los traiciona, que los explota, que los persigue... Llega a
suceder que se vuelven peligrosos. No hay, en esos casos, más que
una solución: por su propio bien, hay que separarlo de ellos lo
antes posible. Sólo resta desearles que al menos puedan ser
recogidos por un gato o un perro o, peor que eso, por un canario o
un pez de colores.
65

Los padres delincuentes

Distinguimos a grandes trazos dos categorías de delincuencia


parental: la delincuencia asocial y la socialmente admitida y hasta
honrada. La primera categoría comprende, por ejemplo, a los
ladrones, a los asesinos de niños, a los asesinos sin patente, a los
conductores refractarios al código de carretera, etc., etc. En la otra
categoría encontramos a algunos políticos, hombres de negocios,
jefes de Estado o financistas, a asesinos con patentes (militares,
policías, médicos, a veces jueces, verdugos, etc.), jefes religiosos,
psiquiatras y muchos otros que sería largo enumerar.
El niño puede solidarizarse, o no, con el padre delincuente. Su
elección dependerá esencialmente de la calidad de su relación. Por
nuestra parte, no pensamos que el niño deba encargarse de la
educación moral de los padres, al menos no de manera directa.
Estamos convencidos de que la instauración de una relación franca
y amistosa con los padres tiene de por sí un valor pedagógico en el
plano moral. Naturalmente, nadie le prohíbe al niño que intente
actuar directamente sobre la moralidad del padre. Sin embargo,
estos intentos, según nuestra experiencia, rara vez se ven
coronados por el éxito y comprometen en cambio las buenas
relaciones del niño con su padre, al no ser ese objetivo
verdaderamente importante para él.
66
Hemos creído conveniente hablar de este caso, aunque no
tengamos en nuestros dossiers una historia clínica para presentar.
Pero juzgamos esencial evocarla, ya que la delincuencia parental
puede resultar cargada de consecuencias para el niño: puede
encontrarse huérfano, abandonado, internado en un campo de
concentración, como personaje envidiado, hijo de papá, o bien
muerto, sin tener posibilidad alguna de influir en la situación. Nos
ha parecido necesario, por tanto, que el lector esté advertido.
67

Los padres postizos

Incluimos en este informe esta especie particular de padres


constituida por los suegros y los padrastros. El origen de la
denominación en francés es un poco oscuro, dado que podemos
constatar que los padres políticos no suelen ser más bellos que los
demás.3
De hecho, los padres políticos tienen de bello que se los puede
agredir alegremente y sin una peculiar culpabilidad, lo que
conviene a los propios padres, los cuales se ven favorecidos por
cierto arreglo y depuración de los aspectos negativos.
Es ésta una forma de transacción ventajosa para todos. El niño
descarga su agresividad y purifica la atmósfera entre sus padres y
él; los padres se ven embellecidos y renovados sin gesto alguno,
situación que estimula a veces su propia capacidad para mejorarse.
Los padres (políticos) logran de una forma y otra metabolizar
las agresiones que les vienen de un niño que no es de ellos y,
como, personalmente suelen ser padres de otro niño, se benefician
del proceso descrito en sentido inverso.

3 En francés, las palabras "suegro" y "padrastro" se traducen por "beaupère", o sea "padre bello". Lo

mismo sucede con el femenino "bellemère" (N. del T.).


68
Así pues, un padre postizo tiene pese a todo algo bueno y, en
todo caso, es una institución considerable desde el punto de vista
económico.

Existen dos variedades de padres postizos: los reservados a los


niños de cierta edad, casados, que los reciben como dote de su
cónyuge (suegros); y los que pueden tener los niños pequeños
(padrastros), cuando uno de los padres personales reemplaza a su
pareja ausente o inadecuada. De cualquier modo, las dos
variedades de padres postizos presenten las mismas ventajas.
Señalemos que aun los padres postizos más perfectos y
queridos pueden cumplir con el oficio de pararrayos; no necesitan
merecer los reproches que reciben.
Está de más ilustrar este tema: la literatura y las tiras cómicas
nos proveen de incontables historias de suegras insoportables o de
padrastros tiránicos.
69
Los padres eclipsables

Existen unos padres llamados eclipsables. Se los percibe en la casa


de tiempo en tiempo, por breves temporadas, y luego vuelven a
desaparecer. Todo hace pensar que siguen vivos durante los
períodos de desaparición. Hay comentarios de otras personas
acerca de ellos: hablan como si ellos existieran. Hay también
algunos indicios materiales: a veces escriben cartas. Cuando
reaparecen acostumbran a contar todo lo que les ha sucedido
durante el eclipse. A menudo justifican su comportamiento
—incluso a sus propios ojos— con razones profesionales o
eventualmente histórico-políticas, pero estamos tentados de
pensar que se debe más bien a un factor genético. Puede
constatarse que cuando las circunstancias los obligan a estar
mucho tiempo presentes, se marchitan poco a poco. Llega a
suceder que el cuerpo de alguno de ellos se deseca y encoge; otros
se cargan de una grasa malsana. Unos tratan de vivir únicamente
para su familia y se disuelven en una entrega autodestructiva; otros
se vuelven insoportables para quienes los rodean, al punto de que
todo el mundo termina por desear que se vayan, casi tanto como
ellos mismos lo desean.
Los padres eclipsables suelen ser completamente inconscientes
de los problemas que su funcionamiento le plantea al niño. Por
comenzar, es necesario explicar el problema de su desaparición.
70
Un niño de cierta edad posee los medios de investigación
necesarios, pero un lactante o un niño muy pequeño pueden
encontrarse en extremo desorientados por el fenómeno.
Luego hay el misterio de su reaparición, tan profundo como el
anterior. No siempre es posible determinar por qué reaparecen en
un momento dado y no en otro. Es cierto que el niño recibe algunas
informaciones al respecto, pero no siempre está en condiciones de
analizarlas. En esto el lactante se ve muy desfavorecido : las
comunicaciones verbales no pueden iluminar su búsqueda; se ve
reducido a interpretar lo mejor posible los movimientos afectivos
que percibe a su alrededor.
El niño, además, trata de establecer si puede influir —o no—
sobre el momento de la reaparición y, en caso afirmativo, por qué
medios. Medios mágicos de toda suerte han resultado muy útiles
en ciertos casos e indiscutiblemente vanos en otros.
El niño dispone igualmente de toda una serie de medios más
concretos, que funcionan mejor cuanto más dramático sea el
carácter que se les da. Por ejemplo: cometer una gran barbaridad
(pero verdaderamente muy grande) ; sufrir o provocar un
accidente serio; caer gravemente enfermo... Pero aun estas
acciones de gran envergadura pueden no surtir efecto en el caso de
padres marinos, militares, presidiarios, etc.
He aquí la historia de una pequeña que intentó estabilizar a una
madre eclipsable por medio de una tos ferina grave: su madre
71
reapareció, en efecto, pero apenas el tiempo necesario para
constatar que no había peligro, y luego volvió a desaparecer. La
niña probó entonces con una enfermedad crónica. Fue otro fracaso
total. Todo lo que consiguió fue hacer vivir a su madre en un
estado de inquietud permanente —¡pero lejano!— y hacerle gastar
sumas considerables en comunicaciones telefónicas de larga
distancia que la llevaron a casa de su abuela en cada eclipse
materno, en lugar de poder gozar tranquilamente la posesión
exclusiva de su padre... Para coronarlo todo, los medios puestos en
marcha la superaron : le hicieron falta más de veinte años para
librarse de su enfermedad, y no sin secuelas. Si insistimos en este
caso, es para prevenir a quienes estén tentados de recurrir a esta
técnica.
Estamos, pues, obligados a declarar que en el estado actual de
nuestros conocimientos no existen medios fiables para hacer
resurgir a voluntad a un padre eclipsado. Por tanto, hay que aceptar
la situación, lo cual plantea algunos problemas serios.
Por ejemplo, una característica molesta de los padres
eclipsables es la de crear en forma repetida continuas
conmociones en el mundo interior y exterior del niño. En sus
momentos de presencia, muestran por lo general mucha
insistencia en ser reconocidos como un elemento importante de
esas dos estructuras. El niño, que quiere dejarse convencer,
termina por servirse de ello para apoyar en el padre eclipsable
72
otras partes del edificio. Es entonces cuando el padre desaparece,
y no le queda al niño más que precipitarse para sostener a pulso el
trozo de muro que construyó imprudentemente sobre ese padre.
Pero si la situación se prolonga, no puede consagrar
indefinidamente toda su energía a un trabajo cuyo interés es
siempre aleatorio: termina por llenar el vacío con materiales
hallados al azar. Luego, cuando se ha encaminado a realizar su
proyecto con modificaciones, el padre reaparece inesperadamente,
se precipita al sitio que supone vacío, sin reparar en los trabajos
que su defección hizo necesarios y que se están llevando a cabo.
Con su brutal irrupción compromete en un instante la obra
laboriosa de varios meses o años.
Parecería que los padres eclipsables fuesen perfectamente
inconscientes de las perturbaciones que provocan. Pero esto no
hace más que complicar la situación. El niño que se da cuenta de
que el padre actúa con perfecta inocencia acaba por confortarlo,
en lugar de ocuparse de sus propios asuntos, que están en peligro.
La madre de un niño, una actriz, desapareció cuando éste tenía
seis meses. El niño, cuyo universo era algo caótico, no estaba en
condiciones de esperar mucho. Aprovechó la primera persona
cálida y familiar a su alcance y la situó en el lugar vacante. Todo
anduvo bien durante seis o siete meses, hasta el día en que la
madre se presentó de improviso e intentó instalarse sin más ni más
en su antiguo sitio. El niño trató de preservar su equilibrio, o al
73
menos de ganar el tiempo necesario para reorganizar su universo:
comenzó a llamar "mamá" a la reemplazante a la que hasta
entonces había llamado siempre por su nombre, instando a su
madre, con toda la cortesía exigible, a que esperase hasta que le
preparara su plaza. Esto desembocó en un malentendido total: la
madre, que se había creído esperada con impaciencia, no
comprendió nada y cayó en una depresión. El niño no tenía
opción: tuvo que abandonar su trabajo de reestructuración y
precipitarse para socorrer a su progenitora.
Algunos niños sumamente capaces consiguen inventar para este
tipo de padres un lugar que pueden mantener vacante durante
mucho tiempo sin peligro de implosión, y que los padres pueden
reencontrar en cada reaparición como si se tratara de una
vestimenta familiar. Pero esta solución no está al alcance de todos:
no es posible más que para un niño con una estructura a la vez
flexible y sólida, en un contexto particularmente favorable; en
cualquier caso, exige siempre una larga y minuciosa puesta a
punto.
74

Los padres ricos


(y una variante: los padres pobres)

Se trata de padres que transmiten lo esencial de sus sentimientos


por medio del dinero que pretenden tener o no tener. En efecto, los
padres pueden sentirse ricos o pobres, independientemente del
estado objetivo de sus finanzas. Sus actitudes estarán, por lo tanto,
determinadas por dicho sentimiento. Tales padres mantienen una
ilusión de omnipotencia —o de omni-impotencia, lo cual viene a
ser lo mismo— abonada en la abundancia o escasez de su cuenta
bancaria. Ciertos padres ricos llegan apenas a fin de mes. Hay
padres pobres que son millonarios.
Este lenguaje, este modo de expresión, es a menudo muy difícil de
interpretar, extremadamente molesto para el niño y muy
desconcertante por las contradicciones que se manifiestan a nivel
objetivo. Sin embargo, para el padre está cargado de una intensa
emoción; por ese medio primitivo, un padre poco evolucionado en
cuanto a la expresión de su afectividad puede al menos comunicar
sus pedidos de cariño y sus deseos de darlo. Se sentirá rechazado,
despreciado y desvalorizado por su hijo si éste no comprende su
llamado. Esta situación, repetida, puede inducirlo a un verdadero
estado de angustia, y puede bloquearlo en una actitud negativa.
Los padres ricos harán llover sobre el niño regalos destinados
75
únicamente a expresar su amor (y su demanda de amor) y no a
provocar placer o interés por sí mismos. En lugar de ejercer un
efecto estimulante, cada regalo viene a perturbar en realidad el
descubrimiento y el aprovechamiento del precedente.

Los padres pobres quieren ser amados por las privaciones que
sufren o que se imponen. Desean que sus hijos puedan medir el
amor que tienen por ellos, por el sacrificio de dinero a su favor. Del
mismo modo, los padres pobres expresan el inmenso valor que
atribuyen a sus hijos mostrándoles que todo el oro del mundo sería
insuficiente para mantener un objeto tan precioso. Para que pueda
interpretar lo que expresan con esto, mantienen al niño al corriente
de las variaciones de los precios —sobre todo de las alzas— y de
las fluctuaciones de la moneda nacional. Lamentablemente, este
modo de expresión parental suscita a veces en el niño un doloroso
sentimiento de culpa: el niño tiene la impresión de ser un artículo
de lujo que sus padres adquirieron, porque el propio niño los forzó
a ello, sin estar en condiciones de hacerlo.
En estos casos es muy difícil para el niño —y casi imposible
para los padres— separar la realidad exterior de la interior.

Para ilustrar nuestro aserto, he aquí la historia autobiográfica


que nos comunicó la hijita de padres ricos. Su padre, además de a
esta categoría, pertenecía también a otras dos importantes
76
categorías parentales: era un padre muy ocupado y un padre
cansado. Por todas estas razones, estaba obligado a expresar su
cariño mediante regalos. Su hija lo había entendido y se esforzaba
por hablarle en un lenguaje que él pudiera comprender. Un día le
pidió un disco que incluía una de sus canciones preferidas (de la
niña). Y un tocadiscos para poder escucharlo. Ella se imaginaba
acurrucada en las rodillas del padre, compartiendo con él el placer
de dejarse mecer por una deliciosa melodía. Esa misma noche
llegó a la casa un repartidor cargado de pesados bultos. Una caja
contenía un aparato estereofónico de modelo reciente. En otra
encontró los dos altavoces. En tres cajas bien acolchadas se
repartían unos cincuenta discos. Canciones, música clásica,
orquestas de danza... La niña, que no dominaba aún los misterios
del lenguaje escrito, tardó varias horas hasta encontrar en esta
avalancha musical los sonidos familiares de su canción favorita.
En cuanto al padre, éste había telefoneado por la tarde para avisar
que no iría a cenar. Por suerte para él, su hijita lo quería lo bastante
para comprender que no había sido capaz de afrontar de buenas a
primeras una situación en la que sentía que algo no estaba a punto.

Esta historia es, pese a todo, reconfortante. Sin embargo, hay otras
que no lo son. Nos han presentado el caso de un niño pequeño que,
por su parte, tenía grandes dificultades con sus padres pobres: en
77
sus manos, todo se transformaba en privaciones. Colmaban a su
hijo de sacrificios tan dolorosos como inútiles y de privaciones en
cualquier dominio en el que aventurara un deseo. Desbordado por
la tensión y desconcertado por la aparente incoherencia del
comportamiento de sus padres, el niño decidió reservarse para el
futuro y se disfrazó de débil mental. Cebados por la idea del
sacrificio, los padres se precipitaron al psicoterapeuta. Éste
consiguió establecer con bastante facilidad una relación con el
niño, cuyo disfraz era relativamente reciente. Imprudentemente,
tranquilizó a los padres y, un tanto impresionado por las
dificultades que declaraban tener para pagar la terapia del niño,
fijó una suma relativamente módica por la consulta y las futuras
sesiones. El día de la cita siguiente recibió una llamada telefónica
que lo dejó perplejo: el padre del niñeo le avisaba que no asistirían
a la cita y que no podían encarar la terapia de momento, porque les
resultaba imposible destinar la suma necesaria; tenían un modesto
chalet en la Costa Azul, cuya terraza debía refaccionarse por
entero, precisamente cuando lo mismo había de hacerse con el
techo y las dos torres de la casa de campo de Normandía. Sus
caballos también les resultaban terriblemente caros y desde hacía
algunos meses no habían ganado ninguna carrera. El terapeuta no
pudo más que doblegarse ante este cuadro angustiante. Pese a
todos sus esfuerzos, le resultó imposible volver a ver al niño ni una
sola vez. Es de temer que estos padres, si dejan pasar la
78
oportunidad y no resuelven su problema antes de que su hijo no les
devuelva su independencia, sigan siendo toda la vida unos padres
pobres y frustrados.

Tenemos la impresión de que, en esta categoría, se trataba casi


siempre de padres relativamente frágiles y rígidos. Su única suerte
la constituía el hecho de que, pese a todo, sus niños los
comprendían. Después de todo, estos padres hacían lo que podían.
Corresponde al niño superar las decepciones y la irritación,
evitando desvalorizar los regalos o las privaciones que se les
ofrecen, y adaptarse a las necesidades de un ser más difícil y más
frágil que él.
79

Los padres ancianos

Los padres, a diferencia del niño, con los años se vuelven más
frágiles, inestables, caprichosos, hipersensibles, a veces
melancólicos, ansiosos, y hay que tratarlos con mucha prudencia y
delicadeza. El padre de edad reclama sin cesar ternura y afecto.
Tiene miedo de ser abandonado, miedo al cambio, miedo a lo
nuevo, miedo al futuro y, en especial, cada vez más miedo a la
muerte. Es notable, en efecto, que cuanto más joven sea un ser
humano, cuanto más cerca está de la época en que todavía no
existía, más familiar le resulta ese estado, y menos le teme. Un feto
muere aparentemente sin problemas y a menudo con tanta
discreción que no se da cuenta ni siquiera su madre. Es ésta incluso
una de las soluciones más cómodas que se le ofrecen en
situaciones que parecen no tener salida. Los jóvenes tienden a
arriesgar la vida fácilmente por sus ideas, sus amigos, a veces por
simple desafío o para divertirse. Pero los padres de edad olvidan
por completo cómo era cuando no eran, y lo desconocido los
aterroriza. El niño, que hace frente a lo desconocido durante toda
la jornada, puede tranquilizar al anciano mostrándole que se puede
recibir con interés, curiosidad o por lo menos con un poco de
sangre fría lo que no se conoce. "Por qué temer, si nada nos puede
suceder que no suceda de todas maneras", nos decía un niño muy
80
viejo, de ochenta años, en un momento particularmente crítico de
su historia.
Agreguemos que cuanto más viejo se vuelve a su vez el niño,
más desarmado está frente a las angustias de sus padres ancianos.
Es lamentable, dado que la mayoría de las veces —aunque no
siempre— padres e hijos envejecen simultáneamente.

El padre anciano tiene mucha experiencia, que lo estorba


terriblemente. Cree conocer una cantidad de cosas porque ya ha
vivido otras parecidas, y para amortizar esa experiencia se esfuerza
por introducir coactivamente los hechos y a la gente en moldes
prefabricados. Cree saber mucho sobre el niño, con el pretexto de
que fue niño una vez. Sólo olvida que no fue el mismo niño. Pese a
su propensión a reivindicar constantemente el respeto, la
obediencia y la confianza en nombre de aquella famosa
experiencia, sobre todo cuando se dedica a la investigación
científica, repite a quien quiera escucharlo que hay que ver las
cosas con una mirada fresca y libre de prejuicios, centrándose en lo
inesperado y sorprendente más que en lo familiar y conocido. La
mejor ayuda que el niño puede brindar a su viejo padre es impulsar
esa actitud científica frente a la facilidad de lo conocido. Al mismo
tiempo, debe mostrarle que no pierde en nada el respeto tan
ansiado; al contrario...
81
Si el niño muestra tanta aptitud innata para comprender y
educar a sus padres, es justamente porque nunca ha sido adulto, ni
padre, y es capaz, por tanto, de realizar esta observación libre de
todo prejuicio, lo cual constituye la única actitud científica válida.
En esto también, cuanto más envejece, y cuanto más lo estorban
las experiencias, los principios y las convicciones, más riesgo
corre de dejar de lado lo esencial en lo que concierne a los
verdaderos problemas y necesidades de sus padres. Es ésta una de
las razones que explican la profunda miseria del padre anciano.
82

Algunos problemas particulares

La vida sexual de los padres

Los padres son una especie bisexuada. Hay machos y hembras. A


los machos se los llama padres, y a las hembras, madres. A
menudo se los llama con su sobrenombre cariñoso: papá y mamá.
Cuando envejecen se convierten a veces en yayo y yaya. Hay que
evitar toda confusión con los tíos y las tías, que no son
necesariamente parientes y que no siempre se dan por pares.
Los machos y las hembras se distinguen esencialmente por su
forma, pero también por toda una serie de caracteres más sutiles
que no son fáciles de definir con precisión. Sin embargo, el niño es
muy perspicaz al respecto, y los errores son raros.

Contrariamente a los niños de todas las edades, que tienen una


vida sexual extremadamente variada y multiforme —practicada
individualmente, de a dos, o en grupo, con parejas de cualquier
sexo, incluso animales u objetos—, los padres tienen una vida
sexual relativamente monótona: se practica obligatoriamente de a
dos, necesita la participación de un hombre y una mujer que
utilizan las particularidades de su anatomía, según un esquema
inmutable, para hacer de tal modo que el óvulo y el
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espermatozoide puedan entrar en relación en las condiciones más
favorables.
Pese a esta relativa indigencia de su sexualidad, los padres
parecen atribuirle una importancia desmesurada. No cesan de
hablar de ella, directamente o por alusión, con música, en verso, en
imágenes o toda otra forma de actividad creativa. Con sus hijos
adoptan a menudo una especie de provocación lúdica, ocultándose
ostensiblemente cada vez que desean entregarse a su actividad
sexual. Ésta se desarrolla por lo general detrás de puertas cerradas
—pero no en silencio—, o bien durante la noche, cuando se
supone que el niño está durmiendo.
Consideramos necesario acordar a los padres el derecho a cierta
vida privada, incluyendo la sexual. Lo necesitan para su equilibrio,
y si se les infligen excesivas y frecuentes frustraciones en este
aspecto, tendrán tendencia a volverse violentos e incontrolados.
De modo que pensamos que, pese a que lo hacen todo para llamar
la atención, es preferible no intervenir mientras no sea
imprescindible.
Desde luego, esto no siempre es posible. Hemos constatado, por
ejemplo, que los padres hacen gala de una notable incompetencia
cuando se trata de apreciar con exactitud la cantidad de niños que
son. capaces de atender y cuidar correctamente. Tienen una
lamentable tendencia a sobrevalorar su capacidad al respecto. El
niño se ve obligado a ejercer, por lo tanto, un cierto control sobre
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los nacimientos. Son diversos los métodos anticonceptivos que se
nos han presentado.
Una niña pequeña, cuando notaba en ciertas noches una
agitación sospechosa en el cuarto de los padres, tenía la costumbre
de experimentar un terror incoercible, y se ponía a gritar hasta que
sus padres la llevaban con ellos a su cama.
Otra recurría a una variante de este método : atraía a su madre a
su propia cama y la retenía allí toda la noche.
Una tercera había visto fracasar sus esfuerzos ante la astucia de
sus padres. Habiendo escapado a su vigilancia, se habían retirado a
su cuarto en plena hora de la siesta para entregarse a sus embates.
La niña percibió in extremis lo que se avecinaba, irrumpió en el
cuarto y ante la inminencia de la catástrofe dio muestras de una
notable presencia de ánimo: sin perder la calma se agachó e hizo
sus necesidades sobre la alfombra junto a la cama. Hubo, claro
está, bastante alboroto y algunos lamentables excesos verbales y
gestuales, pero ese día no hubo hermanito.

Sucede, sin embargo, que todos los métodos contraceptivos


habituales fracasen y que un niño malhadado llegue al mundo.
Ciertos niños consideran que ni aun entonces todo está perdido y
que todavía puede encararse alguna acción.
La misma niñita que, la primera vez, alcanzó a evitar el
desenlace fatal gracias a su genial improvisación sobre la
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alfombra, se encontró un día, pese a todo, con una hermanita
perfectamente superflua en los brazos. De inmediato emprendió el
estudio en profundidad del funcionamiento de los cubos de basura,
de sus horarios e itinerarios, para tratar de aprovechar la primera
ocasión que se le presentara. De hecho, nunca llegó.
Otra niñita tampoco pudo impedir un nacimiento indeseable.
Más moderada, más paciente que la del caso precedente, trataba de
convencer a su madre:
—¡Mira qué bonito el hermanito! Ahora vamos a lavarlo, a
cambiarlo, a ponerle talco en el culito, a vestirlo con su linda ropita
calentita, a darle un rico biberón, ¡y después lo metemos en la
basura!
Como sucede con frecuencia, este prudente consejo no fue
seguido.
Los autores estiman, por su parte, que ante el hecho consumado,
mejor es no insistir y dejar que las cosas sigan su curso. Después
de todo, ¿por qué adelantarse al llamado de los padres y
precipitarse en su ayuda antes de que ellos mismos lo indiquen? Lo
mismo da dejar que el o los padres se arreglen solos con el
resultado de su inconsciencia. El niño no puede estar todo el
tiempo detrás de ellos, y corresponde que aprendan a controlarse
por sí mismos.
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Algunas consideraciones acerca de la anatomía de
los padres

Nuestros conocimientos en cuanto a la anatomía de los padres


todavía no pueden considerarse del todo completos. Hay que decir
que en general los padres no hacen gran cosa para facilitar las
investigaciones. En la actualidad, su actitud al respecto muestra
cierta tendencia a atemperarse, y esperamos que las próximas
generaciones puedan aportar algunas conclusiones importantes.
Como hemos dicho antes, hay padres machos y padres hembras
—padres y madres— que no tienen exactamente la misma
conformación, y eso es lo que sirve, precisamente, para
distinguirlos.
Los machos y las hembras tienen cierto número de
características comunes: una cabeza, un cuello, un tronco, dos
miembros superiores (que terminan en dedos) y dos miembros
inferiores que terminan en los dedos de los pies. Se han observado
especímenes que tienen menos miembros o segmentos de
miembros, pero en general son capaces de explicar la pérdida de
modo satisfactorio: ellos tenían esos segmentos faltantes, pero los
perdieron o se los robaron. Sin embargo, algunos no pueden dar
ninguna explicación válida de esas ausencias, lo que echa una
sombra de duda sobre las características generales de la especie.
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Lo mismo sucede en el caso —más raro— de los que tienen
segmentos de más. Podría tratarse de mutaciones, ya sea
espontáneas, producidas por las condiciones de crianza, los
cruzamientos o la domesticación. En efecto, los padres vivían
antaño en estado salvaje o semisalvaje, disponían de sus niños
como si se tratara de bienes, los compraban o los vendían, los
tiraban cuando ya no les hacían falta; ¡hasta se los comían! Sus
religiones primitivas los llevaban a creerse maestros, invirtiendo
sencillamente el curso de la evolución... Sea como fuere, en todo
ello podríamos encontrar una explicación de las anomalías
anatómicas constatadas.
Veamos ahora las diferencias entre machos y hembras. En su
conjunto, los padres se parecen bastante a un niño varón, pero más
grande, con mucho más pelo en distintos lugares del cuerpo: sin
duda, un residuo de la especie salvaje. En lo que respecta a los
pelos de la cabeza y de la cara, ora los suprimen mediante
instrumentos fabricados expresamente para este uso, ora los
recortan artísticamente con mayor o menor fortuna, pero siempre
según cierta lógica. Sin embargo, hay una parte de su cuerpo ante
la que se comportan con una incoherencia total: es el fragmento
que se encuentra entre la cintura y la parte superior de los muslos,
y sus apéndices correspondientes. Esta región del cuerpo es a la
vez objeto de orgullo y de vergüenza, de interés y de desprecio, de
ruidosa sobrevaloración estética y de una repugnancia no menos
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ruidosamente proclamada. El uso que le dan es a la vez variado e
intenso. El apéndice principal constituye la parte más preciosa. Le
han sido inventados mil sobrenombres cariñosos, aunque otros
sirvan para insultar. Es otro ejemplo de la ambivalencia que pesa
sobre toda esta zona.
En cuanto a las madres, su cuerpo presenta una diferencia más
marcada con el de las pequeñas. Son mucho más peludas que las
niñitas, pero mucho menos que los padres. Sin embargo, algunas
madres también poseen barbas y bigotes, pero, salvo excepciones,
no tratan nunca de aprovecharlos para su belleza, como los padres.
Ignoramos las razones de esta tímida actitud.
Otra diferencia: en la parte anterior de su busto, la hembra
presenta dos apéndices del mayor interés, a la vez bellos y
funcionales. Se los mira con placer, son muelles al tacto, y
permiten fabricar, transportar y guardar a una temperatura óptima
la leche necesaria para el lactante. Un ingenioso dispositivo les
permite adaptarse a la boca del bebé.
La parte inferior del cuerpo es tratada con la misma
ambivalencia que la del padre macho. Sin embargo, persiste la
duda en cuanto a la forma exacta de esta región. Los observadores
que han podido examinarla personalmente son unánimes al afirmar
que presenta accesos a diversas cavidades, de las que sólo una es
conocida, pero sin ningún apéndice espectacular. Pero un número
considerable de investigadores ha podido deducir de un conjunto
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de indicios convergentes que las madres también podían poseer tal
apéndice. Algunos sostienen que sólo una parte de las madres lo
posee, otros, que todas lo poseen, pero durante cierto tiempo o por
períodos. Conocemos a un niño que afirma con insistencia que su
madre posee dicho apéndice, y que ha podido adivinar su forma
bajo la falda. Sin embargo, un temor inexplicable le ha impedido
siempre proceder a una verificación más seria. El niño tiene ahora
42 años, pero nunca ha podido presentar pruebas válidas que
apoyen su convicción. Para no tener que abandonarla, se ha
abstenido rigurosamente, hasta ahora, de examinar a una hembra
de cerca. Es otro ejemplo de la ambigüedad que rodea a esta parte
del cuerpo.
Este estudio anatómico no reviste un interés primordial para el
educador, si bien el elemento formal no puede serle indiferente,
aunque más no sea por la posibilidad de identificación.
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Higiene y cuidados corporales de los padres

La mayor parte de los padres manifiesta una pasión inmoderada


por la limpieza. Lavan su cuerpo hasta en sus mínimos recovecos,
lavan su ropa, sus objetos de uso habitual, a sus niños, su coche, e
incluso su casa; cepillan sus dientes, sus alfombras y sus zapatos.
Nada escapa a su furor blanqueador.
No hay que juzgarlos muy severamente. Pensamos que se trata
de una simple manía, más que de un verdadero vicio.
No contentos con lavarse, a menudo desnaturalizan su olor
personal, tan agradable para el niño, regándose con diversos
productos desodorantes, que no son desagradables, pero que
enmascaran irremediablemente su olor familiar.
Hay sin embargo casos en los que es necesario poner límites a
sus excesos: cuando se meten con los objetos favoritos de los
niños. Todos saben que un osito debidamente manoseado e
impregnado de sustancias atractivas, o un trapito chupado con
amor durante varias semanas, pierden todo su valor después de
pasar por un procedimiento de limpieza, cualquiera que sea.
Por otra parte, los padres demuestran una deplorable ineptitud
para determinar lo que está efectivamente limpio o sucio, y sucede
que cometen a menudo gruesos errores. Así, califican de "sucias"
todas las producciones corporales, incluso en estado puro. Son
"sucias" también una serie de sustancias naturales perfectamente
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inocentes, como la tierra, el barro, la arena o incluso alimentos de
calidad indiscutible, tan pronto como se los encuentra fuera de un
plato. Reaccionan también en forma negativa ante ciertos
productos oficialmente fabricados y vendidos en el comercio,
como la tinta, la pintura o la plastilina. En cambio, los padres se
extasían ante la "limpieza" de un embaldosado que hiede a lejía, o
de un trapito desnaturalizado con almidón.
No hay que esperar mucho de la educación en ese terreno.
Explicándole al padre en términos claros y sencillos el sentido de
lo que se le pide, se puede confiar en que limite un tanto su ardor al
limpiar aquellas cosas que más nos interesan. Pero si contrariamos
en forma demasiado brutal ese tipo de comportamiento irracional,
corremos el riesgo de desencadenar reacciones de angustia y hacer
más mal que bien. La mayor parte del tiempo hay que contentarse
con reparar subrepticiamente los daños más graves, y mostrarse
firme e intratable cuando se trata de los objetos frágiles que
podrían ser irremediablemente destruidos por una limpieza
intempestiva.

Aludiremos brevemente a las otras medidas de higiene de vida.


Los padres necesitan cierto número de horas de sueño. Hay que
cuidar de que las tengan, y no levantarlos por la noche salvo
necesidad absoluta, para que puedan dedicarse a sus deberes de
padres. Hay que respetar sus momentos de distracción y juego,
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aunque no sea más que para que respeten los vuestros. De este
modo, a una niñita que pretendía que su madre le contara una
historia, le respondieron: "No puedo, tengo que hacer, pero ve a
jugar a tu cuarto y yo te querré de lejos". La niña se grabó la
lección; y cuando su madre la llamó un momento más tarde para
bañarla, ella le respondió: "Ahora no; ve a jugar un poco a tu
cuarto y yo te querré de lejos".
Los padres necesitan ejercicio y aire puro. Hay que sacarlos un
poco todos los días, incluso con mal tiempo; de lo contrario, se
marchitan.
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Costumbres alimentarías y vestimenta de los padres

Es muy difícil impedir que los padres coman cualquier cosa, a


menudo sin discernimiento y en cantidades inmoderadas. Más aún
cuando el niño no puede ejercer ningún control sobre sus gastos
diarios y, además, son los padres quienes tienen acceso a la
farmacia.
De hecho, las posibilidades de acción de que dispone el niño
son bastante poco numerosas. Algunos recurren al argumento
sentimental, como esa niñita que tenía crisis de llanto para impedir
que su padre cardíaco fumara. Pero este medio presenta el grave
inconveniente de dramatizar aún más una situación que ya es
bastante tensa por sí misma.
Otros sostienen —no sin razón, a nuestro parecer— que si
consiguen hacer vivir al padre en una atmósfera calma y apacible y
rodearlo de un cálido afecto, éste sentirá menos necesidad de
envenenarse mediante diversas sustancias tóxicas o de atiborrarse
de comida.
La buena calidad de la pareja parental cumple también un papel
importante en este aspecto. Nuestras estadísticas muestran que,
contrariamente a la convicción sólidamente arraigada en una gran
cantidad de niños, es mejor para todos que los padres se lleven
bien. En efecto, muchos niños tienen la impresión de que si crean
cizaña entre los padres podrán asegurarse la fidelidad exclusiva de
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la persona de su elección, o inclusive de ambas... Pero, con el
tiempo, constatarán que han hecho una conquista molesta. El
miembro recuperado, privado de sus semejantes, se vuelve a su vez
exigente y exclusivo, y termina por obligar al niño a dedicarle
demasiado tiempo y energía, sacándolo de sus ocupaciones
normales. Vale más que los padres permanezcan bien integrados a
su sector de edad y que conserven en lo posible su independencia
material y afectiva. Se preservará así su equilibrio psíquico y
podrán prescindir de estupefacientes o de excesos de comida, sin
por ello prenderse como lapa a su niño.
En lo que hace a la vestimenta, los padres eligen sus ropas según
unos criterios bastante oscuros. A menudo se embozan con cosas
que no son prácticas ni confortables, y cuyo valor estético hasta
parece dudoso. Puesto que nos es imposible determinar con certeza
con qué finalidad se visten los padres, pensamos que vale más
intervenir con la máxima discreción, y esto únicamente cuando su
atavío nos parezca particularmente inadecuado. Por la misma
razón conviene evitar los comentarios demasiado descorteses.
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El hábitat de los padres

Los padres habitan generalmente en casas —de forma muy


variable— o en unas porciones de casas, llamadas pisos, pero
también en tiendas, casas rodantes, grutas, toneles, árboles y otros
lugares aún más inesperados. Pero lo que caracteriza el hábitat de
los padres, salvo excepciones, es el desorden, la suciedad, el
derroche, lo irracional. Los padres no pueden hacer nada contra
ello. Se trata de un rasgo característico de la especie.
Los padres aplican sistemas de ordenamiento aberrantes, a los
que se aferran con una obstinación maníaca. Por ejemplo, tienen la
costumbre de concentrar todos los objetos de una misma categoría
en un mismo lugar. Se aseguran así de no tener jamás a mano, allí
donde se encuentren, lo que necesiten, mientras que el niño,
sensato, tiende a constituir depósitos que agrupan una gama lo más
vasta posible de objetos útiles o agradables, para poder servirse de
ellos al instante, en cuanto lo desee; el adulto, en cambio, pierde
horas, días o incluso meses de su vida en ir a buscar lejos los
objetos que necesita, y luego llevarlos a su lugar de origen después
de utilizados. La irracionalidad de este procedimiento aparece a las
claras cuando pensamos en los problemas insuperables que este
modo de organizar las cosas plantea a los lactantes o niños
pequeños que se desplazan gateando o por traslación alrededor de
un eje: la mayoría de los puntos de ordenamiento están fuera de su
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alcance, y se ve obligado a emplear personal sólo para ir a buscar
los objetos usuales en sus depósitos inaccesibles.
Conocemos, sin embargo, el caso de un padre que intentó
introducir métodos más razonables en el seno de su familia:
depositaba los objetos que utilizaba en el mismo lugar en que los
había utilizado por última vez, considerando que había serias
posibilidades de que pudieran ser nuevamente útiles en ese mismo
sitio. Pero, con excepción de su hijo, todos los miembros de la
familia manifestaron hacia él la incomprensión más obtusa y se las
ingeniaron, con cualquier pretexto, para trastornar su
organización.
El hábitat de los padres está a menudo sucio: desparraman toda
clase de productos químicos con olores penetrantes con el fin
declarado de contaminar o eliminar los aromas naturales. Para
ellos, cuanto más cera y lejía haya en la casa, más "limpia" estará.
Los padres llenan su hábitat con toda clase de objetos inútiles,
sin interés, feos, no aptos para el consumo. Estos objetos son
frecuentemente muy costosos y adquiridos a expensas de objetos
útiles. El valor de innúmeras tabletas de chocolate es así invertido
en jarrones chinos, estatuillas de bronce, imágenes pintadas,
relojes y otras futilidades. Los padres no juegan prácticamente
nunca con esos objetos, pero se aferran a ellos. Nos han presentado
el caso de un padre que llenó una pared de su salón con una
estantería de vidrio, sobrecargada de objetos frágiles, en su
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mayoría carentes de todo interés, pero que le causaban una
preocupación constante. Su hijita quiso ayudarle y un día, al precio
de un esfuerzo sobrehumano, consiguió inclinar la estantería con
todo su contenido, pulverizando de un golpe todo ese fárrago que
le impedía a su padre gozar tranquilo de su vida y divertirse
libremente en el salón. Pues bien: créase o no, cuando el padre vio
el trabajo tuvo una verdadera crisis de histeria.
Vale más —según parece— dejar que los padres organicen su
marco de vida según su propio gusto, aun cuando su organización
parezca aberrante. Hay que contentarse con intervenciones
menores y discretas, llevadas a cabo sin llamar la atención de los
padres que, de todas maneras, no sabrían apreciarlas. A menudo
debemos actuar con silencio por el bien de los padres, sin poder
explicarles el porqué de las cosas, esperando que más tarde lo
comprendan y muestren su reconocimiento.
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La vida profesional de los padres


Casi todos los padres trabajan para "ganarse la vida", como dicen
ellos. De hecho, se trata sobre todo de ganar dinero, ya que la vida
—si les creemos— parece más bien comprometida que ganada por
el trabajo. Intentemos, pues, profundizar un poco más en lo que en
realidad ocurre.
Los padres ganan dinero dedicándose durante la mayor parte de
su tiempo a una actividad llamada trabajo, profesión, empleo,
faena, etc., a veces a expensas de sus tareas parentales. Afirman
con tal seguridad el carácter necesario e ineluctable del trabajo que
en general el niño se ve tentado de aceptarlo sin poner dificultades,
incluso de respetarlo.
Sin embargo, esta posición tan firmemente establecida es
puesta en duda por algunos espíritus no conformistas. Éstos
perciben una ambivalencia fundamental en los padres cuando
evocan los problemas del trabajo y de dinero, y piensan que
tampoco en esto —como pasa tan a menudo— hay que tomar las
declaraciones de los padres al pie de la letra.
Tomemos, por ejemplo, el problema del dinero que el padre
gana —así dice— para su familia. Sucede que le da, en efecto, y a
veces manifiestamente sin deseo, dinero a su cónyuge. Le da
eventualmente —muy poco— dinero a su niño. Pero también se lo
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da en forma abundante a toda una serie de personas que a primera
vista no hubiéramos incluido en la familia: el panadero, el
carnicero, el lechero, el garajista... y éstos dan algo a cambio, para
mostrar que son de la familia y que tienen derecho a llevarse una
parte del dinero ganado por el padre. Pero se lo da también a gente
como el médico o el dentista, que no dan absolutamente nada a
cambio, al contrario: adoptan a menudo un comportamiento
francamente agresivo, que llega hasta quitarle a uno los propios
dientes. Y el padre no sólo distribuye entre ellos su dinero sin
discutir, sino que encima les agradece. Hay que pensar que son
miembros particularmente importantes de la familia.
Pero la parte del león del dinero que ganan los padres es
reivindicada por miembros lejanos de la familia que no se
molestan ni siquiera en venir a buscarlo. Envían papeles llamados
facturas, cuentas, avisos, impuestos, letras, etc., ¡y los padres
pagan! Esos patanes no expresan ningún reconocimiento por lo
que se les da, y llevan la impudicia hasta reclamar aún más dinero
cuando se les pide que esperen un poco. Todo lleva a creer que
esos desconocidos son los miembros más importantes de la
familia.
Los niños no-conformistas que han encarado el estudio de los
problemas del trabajo parental han concluido que esta situación era
intolerable. Les parecía exorbitante que los padres se alejaran
durante ocho o diez horas por día, o aún más, de sus tareas de
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padres, con el único objetivo de saciar el apetito de dinero de
personajes que nunca se han visto y que no dan nada a cambio,
salvo, en el mejor de los casos, unos papelillos apenas suficientes
para hacer una pajarita de modestas dimensiones. Finalmente,
estos niños han llegado a la conclusión de que valía más tener el
padre a tiempo completo y no enviarlo a trabajar, sino emplearlo
en el hogar para jugar con él. En consecuencia, hacen todo lo
posible para desviar a sus padres de las ocupaciones estériles. A
veces lo consiguen, en cierta medida, en particular aquellos que
tienen varios padres. Sin duda esto les permite beneficiarse con un
servicio más concienzudo, mejor distribuido en la jornada, que los
niños que dejan trabajar a todos sus padres. Pero hay que
reconocer que sus padres no están necesariamente más contentos
por ello.
Se tiene la impresión de que pese a la proclamada aversión al
trabajo, los padres sacan de él algo esencial que vacilan en
confesar, a menos que tampoco ellos lo sepan. Toda esta historia
del dinero que hay que ganar no es más que un pretexto, lo que
explicaría por qué lo distribuyen de forma tan desconsiderada una
vez que lo han ganado, dándole una parte a cualquiera que lo
reclame con suficiente fuerza.
Parece, pues, evidente que los objetivos secretos o ignorados
superan con mucho en importancia a los declarados por los padres.
La continuación de nuestra investigación nos aportó una prueba.
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Así un padre, para "ganarse la vida", organizaba espectáculos.
Buscaba obras, contrataba actores, encargaba decorados y trajes.
Andaba preocupado, nervioso, volvía a su casa a cualquier hora, y
a veces resultaba completamente inabordable. No por eso exigía
menos en el plano del rendimiento escolar, reclamando a su niño
una conciencia y una seriedad que él mismo no manifestaba. Su
hijo se mostró paciente durante cierto tiempo; luego, hacia los 16 o
17 años, resolvió darle una lección. Se trataba de un muchacho
particularmente despierto e inteligente. Quiso mostrar a su padre
que se podía ganar bien su dinero sin tanta agitación y sin
comprometer el placer de vivir de quienes lo rodeaban.
Decidió abandonar sus estudios y consagrar todo su tiempo a
participar en los diversos concursos y juegos lanzados en los
periódicos y las radios. Era un muchacho inventivo, metódico,
bien documentado, de modo que poco a poco consiguió ganar casi
tanto dinero como su padre. Lejos de enorgullecerse de él, el padre
perdió la cabeza. Su hijo lo acompaño gustoso al médico, al
psicólogo y al psicoanalista para discutir su problema. El padre
tomó conciencia de que se aferraba ante todo a ese placer
indefinible que le daba su "trabajo" y que era para él más
estimulante que el dinero. Únicamente la culpa por experimentar
tanto placer sin hacer partícipe a su familia explicaba su mal
humor y su nerviosismo. Era el placer que había querido
transmitirle a su hijo cuando lo empujaba a estudiar. Después de
102
esta explicación, las cosas se clarificaron poco a poco en el espíritu
de cada uno. El padre siguió con su actividad profesional, que ora
le aportaba dinero, ora le producía gastos, sin que nadie se lo
reprochara. El muchacho retornó a los estudios, superó
brillantemente los exámenes de ingreso a una facultad de ciencias,
obtuvo un diploma e hizo una magnífica carrera... ¡de actor!
Era la prueba de que había asimilado perfectamente lo esencial
del mensaje paterno. En cuanto al padre, éste pudo formular ese
mensaje de manera inteligible una vez que su hijo le hubo
enseñado que es indispensable tomar en serio y asumir lo que
sentimos de verdad, en el fondo de nosotros mismos.
Otros padres obtienen su beneficio no del trabajo, sino del
hecho mismo de trabajar. Es el hecho de "trabajar" o de "estar en el
trabajo" lo que les procura placer. Así un padre se sumergía en su
trabajo relativamente fastidioso, para protegerse de una esposa
particularmente molesta. Otro recurría a la misma estratagema
para escapar de todo servicio que pudiera pedírsele.
Citemos también el caso de un padre inquieto y poco seguro de
sí mismo, que no se sentía respetado más que como trabajador y
sostén de familia; de este modo, su trabajo terminó poco a poco por
invadir todos los dominios de la vida familiar.
Otros padres utilizan el trabajo como pretexto para asegurarse
algunos momentos de soledad, o para poder salir sin tener que dar
explicaciones, o para cultivar encuentros que sus niños podrían
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desaprobar. A menudo se encuentra en la base una necesidad
interna de escapar de las presiones y la disciplina familiar.
Pensamos que se trata de un deseo legítimo y comprensible que los
padres podrían reconocer sin inhibiciones. Hemos visto cómo una
mentira les parece siempre más veraz que la simple verdad.
Citemos también a esos padres que se sirven de su trabajo como
un bastión contra la angustia que despierta en ellos todo momento
de libertad en el que algo podría sucederles, algo que proviniera
del exterior o, y sobre todo, del interior. El niño puede ayudar
mucho a los padres en esta situación. Puede ir a buscarlos a su
fortaleza y abrirles nuevos horizontes, quedándose cerca de ellos
para evitar que la angustia los ahogue. Puede también enseñarles a
atreverse a aburrirse hasta que surja una idea verdaderamente
válida.
Claro está, al niño le hace falta coraje para ir a molestar
deliberadamente a su padre en el trabajo, arriesgándose al reproche
de ser un inconsciente, un ingrato, un irresponsable, un
irrespetuoso, etc. Pero si la intervención triunfa, será
recompensado por sus esfuerzos con el desarrollo y los progresos
de sus padres. Y ¿qué hay de más regocijante para el alma de un
niño cariñoso que la sonrisa feliz de un padre que "tiene tiempo"?
Está también el caso de los padres verdaderamente ávidos de
dinero que no pueden de ningún modo soportar que su tiempo no
les de réditos a cada instante. Cada uno de esos instantes debe
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corresponder a una entrada de dinero o a un ahorro. La posesión
del dinero ha ocupado para esos padres el lugar de todo lo que es
bueno en la vida, y es terriblemente difícil poner en cuestión una
escala de valores tan simplista y primitiva. Los mejores de entre
ellos se convierten en esos padres ricos que tratan de compensar su
defección con dones diversos o pagando a otra persona para que
ocupe su lugar de padres.
Estas situaciones son a menudo muy rígidas v están ya
sólidamente estructuradas al llegar el niño. Según nuestra
experiencia, sólo los niños que se atreven a intervenir con
resolución y cierta brutalidad pueden obtener resultados. Un
verdadero drama, o una situación hábilmente dramatizada pueden
eventualmente conmover esta estructura. Conocemos el caso de un
niño que intentó arruinar al padre con la finalidad de obligarlo a
descubrir nuevos placeres para consolarse. Hay seguramente algo
a extraer de esta idea; sin embargo, en el caso citado el padre
arruinado reemplazó el consumo inmoderado de dinero por el
consumo tanto o más inmoderado del alcohol... Así pues,
prevenimos a nuestros lectores contra esos métodos violentos,
cuyo control puede escapárseles.
Pero no por ello hay que creer que la vida profesional sea un
aspecto enteramente negativo de los padres. Obliga al niño a
consentir ciertos sacrificios, pero por otro lado se ve
recompensado. La profesión, el trabajo, es la vida privada de los
105
padres. Es lo que les permite no ser totalmente dependientes de su
niño; es lo que les permitirá reciclarse más tarde, cuando su niño
no pueda ya sostenerlos de manera permanente. Por otra parte, los
padres comprueban experimentalmente la necesidad de una vida
privada, y están en mejores condiciones de respetar la de su niño.
Podemos entonces concluir que el trabajo de los padres, si lo
entienden bien y lo practican con mesura, es un factor de
desarrollo de la personalidad, y un medio para asegurar la ,
independencia de los padres e impedir que se enmohezcan cuando
el niño haya dejado de servirse de ellos todos los días.
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La evolución de los padres

El objetivo más ambicioso de todo niño deseoso de dar una buena


educación a sus padres es el hacer de ellos verdaderos adultos. De
hecho, son pocos los que lo consiguen. Uno de los principales
obstáculos es la ambivalencia de los propios padres en cuanto a su
deseo de convertirse en adultos.
En efecto, el deseo más caro de muchos padres es el de volver a
ser niños. Se trazan un cuadro idílico de la época infantil: el niño
viviría en un universo de despreocupación e irresponsabilidad,
mecido por el amor y la ternura de una familia afectuosa y devota.
Sin embargo, la represión de los recuerdos no es nunca tan
completa como para que los padres puedan mantener su fe intacta.
Sus dudas aparecen aun en las expresiones más usuales: cuando un
padre envejece sin volverse adulto, cuando se hace regañón,
irascible, reivindicados egoísta, todo el mundo dice que "volvió a
la infancia".
Tal vez sea oportuno definir aquí algunos términos de uso
corriente. Hay niños jóvenes y viejos. A partir de su pubertad, los
niños pueden transformarse en padres, pero no necesariamente lo
hacen. Algunos no lo hacen jamás. Con el tiempo se vuelven
personas mayores. Algunas personas mayores se vuelven adultas,
otras, sencillamente, viejas. Personas mayores viejas pueden tener
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niños adultos. Como se ve, la situación es muy compleja y
merecería un estudio aparte.
En una palabra, hay que hacer lo posible por favorecer la
maduración de los padres; de lo contrario no serán más que
"personas mayores", cada vez más decrépitas, pero jamás adultas.
Parece que son los niños adolescentes quienes se encargan con más
gusto de esta parte del trabajo educativo. Se trata en lo esencial de
conmover las estructuras esclerotizadas en las que los padres
tienden a encerrarse cuando no reciben más estímulos. Para que los
padres puedan mantener la movilidad necesaria, el niño se
convierte en una fuente de dificultades en los más diversos planos:
afectivo, moral, intelectual, material. Todas las capas son
movilizadas, remodeladas. flexibilizadas. Es una tarea enorme,
agotadora, que compromete toda la energía del niño. En muchos
casos resulta un poco decepcionante. En efecto, los padres no se
dan cuenta, por lo general, de la preocupación que se tiene por
ellos, y no expresan reconocimiento alguno. Puede ocurrir que se
resistan, o que reaccionen con una actitud casi paranoica. Sólo los
niños que estén dispuestos a comprometer toda su persona deben
encarar esta ingrata tarea.
Como ejemplo clínico traeremos aquí el caso de una familia
suiza, muy burguesa, muy convencional, cuyos miembros estaban
encerrados en el hormigón de los moldes sociales inmutables,
agravados por las tradiciones familiares, particularmente rígidas.
108
A los quince años, el mayor de los varones, hasta entonces niño
modelo y sin problemas, sufrió una anorexia grave y debió ser
hospitalizado. Los médicos impusieron un aislamiento riguroso,
incluyendo la prohibición de comunicarse con sus padres.
La enfermedad del hijo afectó en extremo a aquéllos. El padre
se encerró aún más rígidamente en sus hábitos de vida, pero la
madre se puso a pensar... y a soñar. Su pensamiento la llevó a
tomar conciencia de la rigidez extrema de la estructura familiar; en
efecto, todo estaba en ella rigurosamente definido: el sitio y el
comportamiento de cada uno de sus miembros, los temas de
conversación autorizados, los deseos lícitos e incluso el régimen
alimentario (vegetariano y macrobiótico). En cuanto a los sueños,
llegó a clasificarlos en dos categorías: sueños de angustia, que
ponían en escena horribles catástrofes con mutilaciones de las que
resultaban víctimas sus niños, en especial los varones; y sueños
eróticos entremezclados, que incluían situaciones sumamente
chocantes para esta dama refinada, con amantes en extremo
sorprendentes.
En el curso de ese año, la madre consiguió elaborar poco a poco
sus descubrimientos, mientras su hijo progresaba rápidamente
hacia la curación.
Al año siguiente el hijo mayor, completamente curado, aprobó
el examen de entrada a una Escuela Superior francesa, obtuvo un
109
éxito brillante y fue a instalarse en París por el tiempo que duraran
sus estudios.
Ese mismo año el segundo varón, entonces también de quince
años, comenzó a manifestar un desafecto creciente por todo tipo de
actividad. Las distracciones lo fatigaban tanto como los estudios.
Sufría violentas jaquecas, bronquitis en invierno y problemas
digestivos en verano. Se quedaba en la cama tres días por semana,
rehuía los contactos sociales y no abandonaba a sus padres en
ningún momento, ni siquiera durante las vacaciones. La madre
llevó a su hijo al psicoterapeuta, con el acuerdo reticente del padre,
que prefería permanecer al margen de la empresa. El niño opuso al
tratamiento un rechazo cortés pero firme. Lo hizo tan bien, que la
madre encaró una psicoterapia por su lado, mientras la del niño se
interrumpía.
Algún tiempo después, el mayor de los varones volvió a la casa,
y se estableció una alianza tácita entre los tres hombres de la
familia para favorecer el tratamiento de la madre. Bajo ningún
pretexto le permitían faltar a una sesión. Si era necesario, el hijo
mayor la acompañaba en coche a la ciudad.
El padre animó a la madre a conducir el coche. Pese al terror
que le inspiraban los exámenes, la madre obtuvo el permiso de
conducir correspondiente. Al principio se contentaba con ir a hacer
la compra a la ciudad; luego se animó a ir más lejos, comenzó a
gustarle, y su marido resolvió comprarle un automóvil.
110
Mientras tanto, la salud del segundo hijo se había deteriorado a
tal punto que ya no podía seguir el ritmo de su clase. Cuando la
situación parecía estar en punto muerto, tomó una decisión
extraña. Resolvió, en efecto, abandonar sus estudios y hacerse
cocinero, como un tío materno lejano al que a veces visitaba
durante las vacaciones. Era un hombre simple, contento de la vida,
un tanto despreciado por esta familia de industriales calvinistas,
comedidos y muy preocupados por su status social. Por cierto, el
muchacho no se dirigió a su tío, sino que halló una plaza de
aprendiz en un hotel de la región. Desde ese momento, se levantó
todos los días a las cinco de la mañana, para ir al trabajo en
velomotor, hiciera el tiempo que hiciera. No tuvo más jaquecas ni
anginas ni problemas digestivos, y no faltó un solo día al trabajo.
La madre, afectada al principio por la elección, fue
serenándose; al ver que sus niños ya no tenían necesidad constante
de sus cuidados, pasó a ocuparse de sí misma; gracias a la
movilidad que le proporcionaba su coche pudo circular por todo el
país, y anudó además una sorprendente relación con su mecánico.
Éste le reveló lo que podía ser una vida sexual digna de ese
nombre. Esta dama que, pese a su aventura, amaba tiernamente a
su marido, deseaba beneficiarlo con sus nuevos conocimientos;
pero temía escandalizar a ese puritano inveterado que siempre
había hecho gala de la mayor reserva en el terreno sexual. Hizo
111
algunos tímidos intentos. Él se sorprendió, pero mostró agrado.
Desde entonces, continuaron su aprendizaje en común.
Los dos muchachos, que sentían que sus padres ya no
dependían exclusivamente de ellos, de sus estados de ánimo, de su
salud, sino que parecían bien lanzados a una vida privada activa,
rica e interesante, los convencieron de que hicieran un viaje solos a
Italia. Los propios niños estaban contentos de quedarse solos como
responsables de la casa y de sus hermanas por primera vez en la
vida, y de poder experimentar su propia independencia. Los padres
aceptaron pasar por ese "examen de fin de estudios", y seis
semanas más tarde volvieron, felices y bronceados, con su diploma
final de adultos en el bolsillo.
112
Los padres vistos por ellos mismos

Comprobamos que los padres tienden a hacerse de sí mismos una


imagen bastante complaciente. El padre es poderoso, protector; la
madre, devota, llena de amor inagotable. Dos días al año están
enteramente consagrados a esta auto-glorificación: el día de la
madre y el del padre. En esos días, se espera que los niños ofrezcan
a los padres regalos y atenciones diversas. Cuando éstos se
muestran poco dispuestos a asumir voluntariamente dicha
obligación, otras personas mayores son designadas para
aconsejarlos y guiarlos.
Por supuesto, son numerosos los niños que experimentan una
real ternura hacia sus padres y no quieren por nada del mundo
decepcionarlos en un día en que todos esperan ardientemente ser
agasajados. Es así como de buena gana les ofrecen pequeños
regalos y flores que los hacen felices, y los niños se alegran
igualmente a la vista de esa felicidad ingenua.
Claro está, un niño no siempre dispone de tiempo ni de dinero
en cantidad suficiente para fabricar o adquirir un regalo apto para
contentar a sus padres. A menudo debe dar muestras de previsión e
imaginación. Conocimos a un niñito de cinco años que inauguró
una hucha con meses de anticipación para satisfacer las
expectativas maternas el Día de la Madre. Como sus entradas eran
módicas en extremo, cuando llegó el día su fortuna estaba
113
enteramente constituida por monedas de 1 y 2 céntimos. Como
pensaba hacer las compras a la salida del parvulario, metió todo en
su boina —en la moda de la época— y confió su bolsa
improvisada a la maestra hasta el final de la jornada. Un poco
sorprendida, ésta le preguntó qué intentaba hacer con todos esos
céntimos. El niño le contó su proyecto, y le precisó que el objeto
elegido para regalo debía ser una pelota de pingpong, o incluso
varias, si la suma se lo permitía. Luego agregó, mostrando a la vez
un sentido estético refinado y un conocimiento elevado de los
mecanismos de la economía: "Son bonitas y no son caras..."

Algunos niños piensan que no hay que contrariar la tendencia de


los padres a la auto-glorificación. Tienen necesidad de ella, y con
ella se dan ánimos para cumplir con su oficio. Hay niños que con
una sola frase hábil consiguen halagar la megalomanía de los
padres, al tiempo que ponen gentilmente en evidencia lo que pueda
tener de exagerada. Así una pequeñita le decía a su padre en un día
oscuro: "Papá, enciende el sol".
A los padres les gusta dar a entender que lo saben todo, que
conocen todas las respuestas a todas las preguntas. La mecánica, la
historia, las leyes naturales, etc.: nada se les escapa. Llegan a
convertirse ante su niño, en los intérpretes de la voluntad de Dios.
Y cuando un acontecimiento desagradable o incomprensible los
deja sin respuestas, prefieren declarar que los caminos del Señor
114
son inescrutables, antes que confesar que son incapaces de
penetrarlos.
Un padre rabino, que había logrado comunicar a su niño una
imagen muy honorable de Dios, quiso darle a entender, para
aumentar su propio prestigio, que Dios lo tenía al corriente de las
mínimas medidas que las circunstancias le obligaban a tomar. Así,
las reglas morales aparecían mezcladas con recetas de cocina y
otros detalles de la economía doméstica. En ciertos días estaba
prohibido encender la luz o descolgar el teléfono; en otras
ocasiones no había que comer pan, etc. Todas estas prohibiciones
aparentemente menores venían aparejadas con amenazas
desproporcionadas. Este estado de cosas le pareecía un poco
incoherente al niño, que manifestaba una gran perplejidad. Tanto
más cuanto que él se había hecho una imagen más favorable de
Dios y tenía una gran confianza en su padre. Decidió probar a
Dios. Un viernes por la noche —momento en el que el Dios
supuestamente concentraba las quisquillosas exigencias— se
encerró en el gabinete de junto al vestíbulo, reunió coraje y
encendió la luz. Dios no se manifestó. Evidentemente, podía
pensar que el niño había movido la palanca por descuido. Así que
había que llevar la prueba más lejos. Descolgó el teléfono y, con el
corazón agitado, marcó el número de la información horaria. No
hubo truenos ni terremoto alguno, ni siquiera una avería, tan
frecuente en tiempos normales. El servicio, como si nada pasara, le
115
dio la hora exacta. El niño no quiso extraer ninguna conclusión
apresurada, y durante varios días quedó a la expectativa,
aguardando la catástrofe. La deseaba, casi, por amor a su padre.
Pero poco a poco tuvo que rendirse ante la evidencia: no iba a
haber una catástrofe, salvo la sufrida por la credibilidad del padre.
Dios se inclinó hacia su lado: en lugar de adoptar un
comportamiento insociable y quisquilloso, se mostró amistoso y
comprensivo.
Al niño le hicieron falta muchos años y mucho afecto para
comprender qué había podido mover a su padre a atribuir a Dios
actitudes tan mezquinas. Sólo entonces pudo contar a su padre toda
esta historia sin herir su sensibilidad, y hacerle aceptar, de una
forma u otra, su propia imagen del mundo.
116
La función de los padres

Según una vieja leyenda, Dios creó a los padres para servir al niño
con devoción y fidelidad. En tanto que las ideas concernientes a la
función de los padres no han variado en lo esencial, las teorías
sobre el origen de los padres sí han evolucionado mucho.
Algunos pretenden que los padres descienden del mono. Por
cierto que la semejanza es llamativa. Sin embargo, hay también un
cierto parentesco con el niño. De modo que numerosos
investigadores sostienen, con el apoyo de excelentes argumentos,
que los padres descienden de los niños. Sobre la base de
argumentos tan sólidos como ésos, otros afirman que es el niño
quien desciende de los padres. Estas dos tesis contradictorias en
apariencia se podrán tal vez conciliar un día con la ayuda de una
mejor comprensión de las propiedades del espacio/tiempo. Sea
como fuere, la controversia es actual, y no es posible pronunciarse
de manera definitiva en el presente estado de cosas.
Pero volvamos a la función de los padres.
Poco a poco hemos debido rendirnos ante la evidencia de que la
devoción, la docilidad, la fidelidad y el amor de los padres no
podían ser meras funciones, ya que se trataba de cosas que no
podían exigirse. Por supuesto, el niño tiene derecho a esperar que
si trata a sus padres con amor y consideración, se lo retribuyan.
Pero por función entendemos algo más simple y más concreto.
117
Para comenzar, la función del padre consiste en lograr que el
espermatozoide sea despachado en el momento oportuno y al lugar
preciso; la función de la madre consiste en concertar una entrevista
entre el espermatozoide y el óvulo voluntario, cuidando de que
éste se desarrolle en condiciones cómodas.
La siguiente función consiste en asegurar al feto alojamiento,
abrigo, calefacción y transporte. El contrato debe extenderse a
todo el período necesario para la maduración del feto. De acuerdo
con la norma, este período dura, por lo general, nueve meses. Sin
embargo, puede acordarse una derogación, si las circunstancias así
lo requieren. Hasta el nacimiento, esta función es asumida en lo
esencial por la madre, pero la calidad de los servicios depende en
mucho de la cooperación más o menos competente y asidua del
padre.
Después del nacimiento es indispensable que alguien continúe
cubriendo esas funciones durante cierto tiempo, pero no
necesariamente los padres. Éstos disponen del derecho de la
huelga, y hay un cierto número de rechazos y abandonos del
puesto, voluntarios o involuntarios.
Se puede estimar entonces que las funciones propiamente
dichas de los padres llegan a su fin en el momento del nacimiento.
Pese a esto, hemos comprobado que si los padres pueden continuar
asumiendo voluntariamente sus funciones más allá de este plazo,
todo el mundo se siente mejor. Pensamos que la prolongación del
118
funcionamiento parental depende esencialmente de una sabia
utilización de los padres por parte del niño, desde el comienzo
mismo. El rodaje de los padres es muy delicado : hay que cuidar de
que no les falte nada, tratarlos con miramientos, no forzarlos más
allá de sus posibilidades de rendimiento y emprender de inmediato
una verificación cuando algo no marcha adecuadamente. Unos
padres bien conservados funcionan sin sobresaltos y resultan muy
duraderos. Claro está que no se debe deducir de ello que sean
eternos. Pero cuando dejen de funcionar, no será por desgaste sino
por extinción.
Los padres tienen también otra función, más compleja, que
llamaremos función de filtro absorbente-diluyente.
Esta función consiste en filtrar la patología familiar, cuyos
efectos se transmiten de generación en generación, y de absorberla
y disolverla en lo posible.
Hay filtros de mayor o menor calidad. Los buenos filtros
aseguran al niño una base de partida relativamente despejada. Los
malos no retienen casi nada y dejan pasar grandes cantidades de
patología: el niño parte con un hándicap serio y debe sopesar
atentamente sus posibilidades antes de comprometerse a nacer.
Naturalmente, no hay que esperar que una sucesión de buenos
filtros pueda librar a una familia de toda especie de patología. A
cada vida individual pasa una cantidad suficiente como para
reconstituir un cierto stock. Un filtrado eficaz permite que cada
119
generación encare la vida con buenas posibilidades de éxito,
mientras que los filtros defectuosos, si se repiten, pueden
contaminar el linaje hasta el punto de ahogarlo por completo.
Esta función se cumple principalmente antes del nacimiento,
incluso antes de la concepción. Después del nacimiento, se podría
hablar más bien de reparaciones que de filtros, y pueden ser
efectuadas por personas distintas de los padres.
Este hecho fue percibido de modo sutil por una mujer que, tras
una juventud más que tormentosa, logró al fin, después de los
treinta, estabilizarse y reemplazar una larga sucesión de relaciones
interesantes por un casamiento por amor. Estando encinta, fue a
ver al analista que antes había frecuentado, para retomar, juntos,
un cierto número de problemas e intentar elaborarlos antes del
nacimiento del niño. Ella estimaba, y con razón, que era tan
importante (si no más) como preparar la cuna y el cochecito.

He aquí la historia de un caso que hemos podido sufrir durante


varias generaciones y que permite observar la función de filtro de
los padres.
De generación en generación, las mujeres de esta familia
vivieron situaciones de abandono e infligieron ellas mismas
abandono a sus niños. Lo esencial de la patología de esas mujeres
estaba organizado en torno de la angustia por haber sido
abandonadas y la incapacidad para estar verdaderamente presentes
120
para sus hijos. Tenían mucho miedo de no saber ganarse el amor
de los otros, y de no saber tampoco amar.
La primera de esas mujeres de la que sabemos algo se llama
señora P. Sabemos que enviudó muy joven, con tres hijas, hacia
1890. En aquella época era impensable que una burguesa trabajara,
y la señora P. tuvo que debatirse en medio de enormes dificultades
financieras. Su hija mayor se casó poco después, y luego la
segunda murió de tuberculosis. La hija menor tenía entonces
quince años. La señora P. no pudo imaginar más que una salida a
sus problemas: casó a Gisèle con un primo acomodado, de 32
años, y por el cual la niña no sentía nada.
Gisèle había sido entonces abandonada por lo menos tres veces:
por su padre, que estaba muerto; por su madre, que la había
entregado a un hombre mayor que ella, a cambio del
mantenimiento de ambas, y también acaso por la pareja que ella
había imaginado y a la que hubiera podido amar. Su marido, por
fin, la dejaba también en un cierto abandono: tenía su vida bien
estructurada antes de su casamiento y no cambió mucho al casarse.
Gisèle tuvo tres niños en tres años, dos niñas y un varón, y cayó
gravemente enferma. Su segunda hija, Catherine, era una criatura
paliducha y frágil, muy apegada a su madre.
Así que, cuando ésta tuvo que partir hacia el sanatorio, confió dos
de sus hijos a su hermana mayor y llevó a Catherine consigo. Pero
121
estaba en verdad muy enferma —varias veces se la desahució— y
era totalmente incapaz de ocuparse de su hijita.
La pequeña Catherine, de dos años y medio, pasó varios meses
en el terror y el abandono, arrastrándose por los pasillos del
hospital donde su madre se moría detrás de puertas cerradas, con
los médicos y las enfermeras que discutían en tono grave en los
rincones o se precipitaban a los pasillos con sábanas
ensangrentadas y complicados aparatos en las manos.
La niña, a la que su madre había querido proteger, había
perdido todo: su madre, su padre, sus hermanos, su casa. Cuando
la situación se tornó intolerable, los médicos enviaron a Catherine
con su padre. El padre nunca había prestado mucha atención a sus
hijos, y se encontró muy incómodo. Tomó una gobernanta, sin
siquiera examinarla de cerca. La mala suerte quiso que la señorita
B. fuese una enferma mental que tenía una hermana también
enferma e internada en un hospital psiquiátrico.
Mientras tanto, la joven Gisèle se había repuesto un poco. En el
sanatorio conoció a un joven arquitecto. Se gustaron, se
enamoraron el uno del otro, y Gisèle pidió el divorcio. Su marido
experimentó un gran resentimiento y no accedió sino con la
condición de quedarse con los niños y prohibiendo que su madre
los viese. Fue una decisión muy difícil para Gisèle, que terminó
por aceptar las condiciones de su marido, bien resuelta a no
respetarlas.
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¡Los niños pasaron con su padre y con la señorita B. diez años!
El padre no estaba casi nunca allí, ya que viajaba mucho, y no tenía
casi contacto con los niños. Todos los domingos, la señorita B. los
llevaba al hospital psiquiátrico a visitar a su hermana. Pero todos
los días, Gisèle estaba delante de la escuela de los niños, en un
coche cerrado, para que nadie la reconociera. Los seguía así de la
escuela a su casa, hablándoles por la ventanilla. También había
tomado contacto con el médico de la familia, que la tenía al tanto
de todo lo que concernía a sus hijos. Vivía ahora en una bonita
casa, muy contenta de su pareja. Tenía también una vida
profesional rica y fecunda: cosa rara para una mujer de su época.
Le fue insoportable ver a sus hijos infelices, y cuando la mayor de
las niñas tuvo edad de tomar decisiones, acordó con ella, por
medio del médico de la familia, la partida ilegal de los tres niños, a
quienes su marido estaba muy contento de acoger.
Así, un día los niños no volvieron a su casa al salir de la escuela,
sino que fueron a la casa de su madre. La señorita B. tuvo un
ataque de locura y fue a amenazar con una pistola al médico de la
familia, quien, para salvarse, tuvo que saltar por la ventana (de un
bajo). En cuanto al padre de los niños, no hizo nada en absoluto
para recuperarlos. No lo vieron nunca más. No supieron nunca
cuándo ni dónde murió. Fue un abandono total y masivo.
123
Desde entonces, Gisèle y su nuevo marido procuraron tener una
vida muy feliz, rica y colorida para los tres niños, que se
convirtieron en personajes notables en sus campos de actividad.
Gisèle había, pues, hecho lo posible para filtrar una parte del
problema del abandono y de la angustia que pesaba sobre la
familia. Ella sobrevivió, en lugar de morir como su padre,
consiguió construir un hogar cálido e integrar allí a sus niños, con
quienes jamás perdió el contacto afectivo. Sin embargo, el precio
pagado había sido elevado, y los tres niños quedaron marcados por
lo que habían vivido, en especial Catherine.
Catherine, como sus hermanos, retomó el trabajo de filtro
comenzado por su madre. Después de una adolescencia temerosa y
un tanto diluida, se convirtió en una joven mujer desarrollada y
muy cortejada a partir de los veinte años. Encaró una vida
profesional jalonada de éxitos, se casó por amor y tuvo una niña,
María. A lo largo de su vida, mantuvo con su marido y su hija una
relación muy particular: los amaba tiernamente durante cierta
cantidad de meses; luego partía de viaje durante varios meses, lo
más lejos posible, para trabajar. Estaba llena de remordimientos,
aterrorizada por la idea de no ser capaz de amar de verdad, y temía
que su marido ~y su hija acabaran por reprochárselo al punto de
rechazarla algún día.
Luego volvía, se desvivía por agradar a su familia, seducía a
todos... y volvía a marcharse. Era un ejemplo perfecto de padre
124
eclipsable. Pero también fue un filtro muy eficaz. Pese a sus
eclipses, supo mantener un hogar estable, afectuoso, seguro. Con
su pareja mantuvo una relación lo bastante interesante y cálida
para que su marido supiera estar al lado de su hija cuando ella
misma no podía hacerlo.
La hija de Catherine creció a su vez, se casó y tuvo una niña:
Susana. María había sufrido los eclipses de su madre, pero ésta le
había dado la seguridad suficiente para que poco a poco la cólera
reemplazara, en cierta medida, la angustia. No por entero, sin
embargo: la niña fue mucho tiempo dependiente de sus padres e
incapaz de alejarse del hogar. Cuando se casó, transportó su
dependencia afectiva de los padres a su marido: no podía alejarse
de él en absoluto.
Cuando nació Susana, se produjo una curiosa evolución: unos
dos años después, María, que siempre había trabajado con su
marido, tomó un trabajo independiente que la obligaba a dejar su
hogar durante dos días a la semana... Susana se quedaba con su
padre y con varias jóvenes más o menos dulces y capaces. Esta
organización estuvo en vigor durante más de diez años, arrastrando
su cortejo de culpas y malestares. Susana no escapó a la angustia,
pero consiguió expresar su descontento con una fuerza y una
claridad crecientes.
La situación tuvo fin un día en que María contó a uno de sus tíos
su intención de cambiar su empleo en la provincia por uno en otra
125
provincia. El tío exclamó con aire preocupado: "¿No puedes
quedarte un poco tranquila con tu hija? ¿Es absolutamente
necesario que repitas con ella lo que tu madre hizo contigo?" María
sintió el choque y dejó de viajar. Sin embargo, también ella había
cumplido en parte el trabajo de filtrado. Susana todavía no tiene
niños; pero lo que queda del problema de la joven viuda de 1890
está ahora en sus manos.

En esta historia hemos descuidado el aspecto pedagógico para


poner mejor en evidencia el mecanismo del filtro. Sin embargo,
cada una de las niñas de esta familia intentó actuar sobre su madre
con los médicos de los que disponía, llevando progresivamente a
una madre tras otra a tomar conciencia de lo que necesita un ser
humano para tener ganas de vivir y sacar placer de la vida.
Ninguna abandonó su puesto, ni siquiera Gisèle, que estuvo sin
embargo a punto de hacerlo cuando le faltó poco para morir a los
veinte años.
126
El material pedagógico

Todo, o casi todo, puede servir de material pedagógico en la


educación de los padres, a condición de que sea empleado con
juicio. Cualquier objeto animal, vegetal o mineral, animado o no,
puede transmitir mensajes educativos.
Hay sin embargo un material de preferencia, dado que el niño lo
tiene siempre a mano, por decirlo así: es su propio cuerpo. Es un
material concreto, flexible y muy cercano a los padres, que son
particularmente sensibles a él. Permite por otra parte ahorrar a los
púdicos oídos de los padres ciertas expresiones demasiado directas
o crudas, que podrían afectar su sensibilidad. El aparato digestivo
puede expresar con elegancia y concisión los mensajes cuya
traducción verbalizada sería: "Tu me jais chier", "tu mèmmerdes",
etc. ("me haces cagar", "me enmierdas", etc.). El aparato
respiratorio: "Tu me pompes l'air" ("me chupas el aire"). La piel:
"Tu me peles le ventre" ("me pelas el vientre").
Unos síntomas apenas esbozados bastan para llamar al orden a
un padre atento: unas regurgitaciones o diarreas pasajeras, una leve
erupción o un ligero catarro. Pero algunos padres obtusos obligan
al niño a insistir pesadamente y a producir manifestaciones
psíquicas que no dejan de ser peligrosas.
127
Ahora bien: hay que reconocer que a algunos niños les gusta el
drama y eligen deliberadamente medios ruidosos y espectaculares
que prefieren a las acciones más discretas.
He aquí la historia de una educación particularmente difícil,
llevada a cabo con la ayuda de un material corporal sumamente
variado, entre otras cosas, pero que por desgracia terminó en un
fracaso a medias. Se trata de un niñito que asumía solo la carga de
un padre autoritario, testarudo, impaciente, taciturno.
Además, se llevaban mal entre ellos y parecían gozar
contrariándose mutuamente. El niño debía trabajar entonces con el
antagonismo de esos dos personajes incómodos, al tiempo que
tenía en cuenta las características de cada uno de ellos.
Desde el comienzo, el padre quería "endurecer" a su hijo con un
trato rudo y sin miramientos. No hacía falta más para que la madre
lo rodeara de cuidados ansiosos, temiendo por él el menor golpe de
viento y la mínima prevención. En los primeros tiempos fue ella
quien influyó más, y el niño vivió los primeros años de su vida
encascarado como una cebolla y cebado como una oca. El niño
inició el proceso educativo con algunos catarros y resfríos sin
gravedad, para mostrar a su madre la inutilidad de sus
preocupaciones excesivas. Fueron penas perdidas. El niño tuvo
entonces que ser más explícito: tuvo repetidas anginas, una serie
de otitis, y luego, al cabo de varios meses de esfuerzos inútiles,
asma. Por otra parte, su tubo digestivo se rebelaba contra las
128
comidas demasiado ricas y abundantes y las rechazaba por lo alto y
por lo bajo: el niño sobrealimentado no cogía casi peso y su talla
seguía siendo inferior a la media de su edad. La madre no quería
confesar su derrota y se obstinaba en alimentar y abrigar a su niño
frágil y enclenque, a quien el médico visitaba una vez por semana.
A medida que pasaba el tiempo, el padre comenzó a mostrar cada
vez más enfado ante los procedimientos de su mujer, que el difícil
desarrollo del niño parecía contradecir. El método le parecía
ineficaz, y, además, muy costoso. Es que era un campesino
ahorrativo, amigo de su dinero, y veía con malos ojos las sumas
que consumían los tratamientos, tan variados como inútiles.
El niño comprendió que su padre estaba listo para entrar en
acción. Después de otorgar el primer round a su madre, estimó que
había llegado el turno del padre. Hasta entonces había sido un niño
enfermizo y enclenque. Ahora se puso a crecer y a engordar.
Comenzó a comer ávidamente, a devorar con placer lo que su
madre hasta ese momento le había hecho tragar por la fuerza, y
hacia los siete u ocho años de edad se volvió francamente obeso.
Fue como si hubiera condenado a su madre a trabajos forzados y a
su padre a pagar una multa.
En efecto, la madre, para subvenir a las necesidades de
indumentaria y alimentación de su hijo, tejía, cosía y cocinaba
desde la mañana hasta la noche. En cuanto al padre, éste debía
desembolsar mucho más de lo que le habían costado el médico y
129
los remedios. Esta vez el tratamiento produjo su efecto: el padre
decidió hacer rentable a este niño tan costoso y, pese a las
protestas de la madre, lo puso a trabajar en el jardín y en los
campos.
El niño manifestó su gusto por la agricultura y por los esfuerzos
físicos en general, y su salud mejoró de manera espectacular. La
madre experimentó placer al principio, pero paulatinamente este
placer se transformó en despecho. Era de prever que en cualquier
momento intentara una acción. En previsión de lo imprevisible, el
niño se construyó una reserva: siguió siendo obeso. Al mismo
tiempo, hacía comprender a su padre que éste no había logrado una
victoria total y definitiva. El padre quería que su hijo fuera un
"duro".
El resultado superó todas las esperanzas. El niño miedoso y
obediente se volvió un bribón agresivo y astuto que infringía
alegremente todas las reglas y convenciones, a excepción del
Undécimo Mandamiento: "no te dejarás atrapar". En efecto, su
participación en todas las fechorías que se cometían en el pueblo
era bien conocida, pero nunca pudo demostrarse. Hizo tanto y tan
bien, que la reputación de la familia comenzó a menguar, para
horror del padre, que desempeñaba un papel eminente en el
Ayuntamiento. La madre aprovechó la situación para retomar las
riendas del asunto: el niño estaba convirtiéndose en un verdadero
salvaje. Era hora de darle una instrucción conveniente, enviándolo
130
al Colegio de los Padres, en la ciudad. El niño hizo lo posible por
equilibrar esta delicada situación y acordar a cada uno de los
padres la cantidad de satisfacciones que necesitaba: fue un alumno
brillante, pero un colegial infeliz. En el colegio se consolaba con
las tartas y jaleas que su madre le preparaba, y durante las
vacaciones reencontraba un poco de la alegría de vivir yendo a
trabajar al jardín.
Pero se trataba de un hijo único que llevaba sobre sus espaldas
toda la carga de unos padres difíciles en extremo. Había
consagrado toda su energía a la tarea de sostenerlos y ayudarles a
vivir... y la fase de independencia se encontraba gravemente
comprometida, tanto para ellos como para él. Habiendo sido uno
de los alumnos más aventajados en una gran escuela de
Administración, debió, sin embargo, orientar su carrera hacia
puestos modestos, y mantenerse allí para evitar aplastar a su padre,
que había fundado su confianza en sí mismo sobre su posición en
el Ayuntamiento del pueblo.
Por otra parte, su madre fue siempre la única mujer de su vida.
Como compañía, el niño se contentaba con hombres, en general
mediocres, a los que despreciaba y utilizaba en lo esencial como
domésticos. No cesaba de lamentar el hijo que no tendría y seguía
acariciando la esperanza de obtener un día la colaboración
desinteresada de una mujer que le diera un niño y supiera luego
desaparecer.
131
En cuanto a los padres, éstos evolucionaban ineluctablemente
hacia una vejez tosca y agria, sin mayores crisis, pero sin ninguna
satisfacción real.
Otra observación, para concluir este capítulo sobre el material
pedagógico: es evidente que conviene variar el material según las
aptitudes, la edad y el ritmo de desarrollo de los padres. Si se
comprueba que un material ha sido mal elegido, y que los padres
no logran utilizarlo correctamente, hay que saber cambiarlo sin
obstinarse. Por otra parte, se aconseja descartar de inmediato tal o
cual tipo de material por el hecho de que los padres tarden en
comprender el modo de emplearlo. Se corre el riesgo de asustarlos,
y de volverlos desconfiados ante todo lo que se proponga más
tarde.
132

Breve ojeada a la literatura

El tema de esta obra, por lo que sabemos, no ha sido tratado nunca


como tal. Sin embargo, numerosos escritos lo tratan de manera
indirecta: aquí y allá pueden descubrirse en la literatura
indicaciones acerca de la pedagogía aplicada a los padres, pero es
difícil reunirías en una teoría coherente.
Eliminemos de entrada toda una serie de obras escritas por
mayores y destinadas a niños. Esas personas mayores, que
probablemente nunca hayan sido niños y que no pueden pretender
el título de adultos, consideran toda gestión pedagógica que apunte
a los padres como un verdadero sacrilegio. Sus personajes, como
sin duda ellos mismos, son sordos a toda enseñanza. Uno de los
representantes más célebres y prolijos de esta categoría es la
Condesa de Ségur. En sus novelas, unos personajes esquemáticos
evolucionan en un mundo maniqueo, y sus aventuras se
desarrollan siempre en perfecta conformidad con la moral en vigor
en esa época. Nadie cuestiona esa moral.
Otras personas mayores, adultas o no, han presentido que había
allí un problema que no se podía tratar a la ligera: decidieron
eludirlo antes que abordarlo de forma incorrecta. Sus personajes
son hadas, duendes, gigantes o enanos, muñecas, o incluso
133
huérfanos y niños abandonados, o animales que surgen de quién
sabe dónde. Estos seres son relevados de toda preocupación
pedagógica: el problema no se plantea. Podríamos citar aquí
innúmeros cuentos, desde el Gato con Botas hasta los
Schtroumpfs, pasando por la Sirenita, sin olvidar los Conejitos.
Hasta un autor como Mark Twain, mucho más al tanto de los
problemas que nos preocupan, prefirió en ocasiones ponerlos entre
paréntesis en "Las aventuras de Tom Sawyer y de Huckleberry
Finn". El uno es huérfano, el otro abandonado.

El material más rico nos viene de los libros escritos por niños de
todas las edades y destinados a otros niños de todas las edades. Nos
contentaremos con citar los primeros nombres que nos vienen a la
memoria: Dickens, Milne, Marc Bernard, Kástner, Robert Desnos,
Thomas Mann, Jules Renard, Romain Rolland, incluso Mark
Twain, muchos autores anónimos de las "nursery rhimes" inglesas,
y tantos otros.
En esto también, como sucede a menudo, los novelistas y
artistas hacen las veces de precursores. Su sensibilidad les ha
llevado a explorar un terreno capital que la ciencia ha descuidado
hasta ahora.

Sin embargo, un cierto número de científicos comienza a


interesarse por la cuestión. Citemos los nombres de Ferenczi,
134
Dolto, Winnicott, Melanie Klein, David Cooper y algunos más.
Nos ha parecido percibir en ellos la frescura receptiva del niño, aun
cuando han tenido que hacer grandes esfuerzos para expresarse en
un lenguaje inteligible para las personas mayores.
135

Conclusión
Concluimos este trabajo sin haber agotado, ni remotamente, el
tema. En lo que respecta a la educación de los padres, la teoría está
en sus primeros balbuceos y la práctica clínica busca todavía el
ángulo desde el cual observar los fenómenos e instrumentos
correspondientes. Por otro lado, la casi totalidad de las
observaciones hechas por los embriones y los lactantes escapan a
la comprensión de los que no entienden más que el lenguaje verbal.
Sin embargo, este aporte es insustituible, dado que concierne a una
fase fundamental del desarrollo parental.
Todo lo que podamos hacer aquí será, entonces, entregaros
algunas reflexiones generales y enunciar sin mucho orden un
cierto número de cuestiones que nos hemos planteado.

En lo que respecta a la actitud educativa en general, nos hemos


convencido de que lo que más necesitan los padres es sinceridad y
buena fe. Pensamos que nunca, bajo ningún pretexto —ni siquiera
para no lastimar su sensibilidad o para agradarles— hay que mentir
a los padres. Esto es tanto más difícil, cuanto que los padres
parecen pedir mentiras. No es fácil, por ejemplo, resistirse a la
tentación de interpretar ante los padres el papel del niño que
pretenden —y creen sinceramente— desear, aun cuando éste sea
136
perfectamente inverosímil, inviable, incoherente. Algunos niños se
han visto así obligados a disfrazarse de osos de peluche, muñecas,
perros o gatos, animales sabios o bestias salvajes, de justicieros, de
víctimas, incluso de objetos de uso diario. Conocemos a un niñito
que intentó disfrazarse de cepillo de dientes... Otros simularon
cambiar de sexo o no tenerlo en absoluto.

Estimamos que estos excesos de complacencia son un error y


equivalen a engañar a los padres. Estos terminan por no saber
dónde están y se vuelven incapaces de distinguir la realidad
interior de la exterior: lo contrario del fin perseguido. En efecto, es
de temer que un padre o madre tratado de tal manera se mantenga
toda su vida dependiente del niño, sin poder desarrollar ningún
punto de referencia personal.

Pensamos en el caso de un niño que se hizo dócil y admirador


de su padre, hijo devoto y servicial para su madre. A los cuarenta
años, cuando su padre murió, se encontró con una profesión que no
había elegido, dirigiendo una empresa estructurada según la
patología del padre y donde el niño, por muy director que sea,
continúa ocupando el lugar del hijo. A la muerte del padre, la
madre fue a vivir con él y su familia. No le deja espacio a su nuera,
que huye, esperando que él trate de recuperarlo. Obstaculizado por
su madre y tres varoncitos, el niño no se mueve. La educación de la
137
madre parece seriamente comprometida. Pero el niño advierte la
trampa en la que está cayendo con los suyos: emprende la
reestructuración de su empresa de acuerdo con un esquema más
personal, evitando la quiebra a duras penas; conquista a una nueva
esposa, puesto que la primera ha perdido la paciencia ; compra un
apartamento para su madre en otro barrio. No todo se ha perdido
para esta dama de setenta y pico de años: tal vez pueda retomar su
maduración y transformarse en adulta.

Es muy importante no mentir a los padres.


Éstos acaban por desubicarse y volverse incapaces de distinguir la
realidad, reaccionando de cualquier modo. Las revelaciones
brutales, las explicaciones mal dadas pueden desencadenar
reacciones violentas, agresivas, de rechazo o, en ocasiones,
depresivas. A veces éstas simplemente no son comprendidas. Hace
falta entonces elegir el momento y el modo, y a veces hacer
preceder una revelación particularmente difícil de entender, por
una buena preparación. Lo ideal sería, naturalmente, no dar jamás
una explicación antes de que los padres comiencen a preguntar.
Pero esto no siempre es posible, ya que ciertos padres son tan
timoratos que las situaciones equívocas correrían el riesgo de
eternizarse.
Citaremos el ejemplo de una joven inglesa de dieciséis años que
tenía un amigo y tomaba píldoras anticonceptivas. El padre se daba
138
cuenta, pero no osaba decir nada; la madre no notaba nada. Esta
jovencita, que criaba a sus padres con ternura, decidió por fin hacer
lo necesario para clarificar la situación y restablecer una franca
comunicación entre los miembros de la familia. Procedió por
etapas. Comenzó por dejar olvidadas las prescripciones médicas.
En una segunda fase, dejó por allí las cajitas vacías. Después de
preparar así el terreno, fue a confiarse al ginecólogo de su madre.
Éste fue un golpe perdido, ya que el ginecólogo respetó
estrictamente el secreto médico. La joven dejó pasar algunas
semanas, y después abordó el problema abiertamente con su
madre, invitándola a ver lo que pasaba delante de sus ojos. Un
éxito merecido vino a coronar esta tarea prudente y cariñosa: el
joven amigo fue recibido en la familia, y los padres y los jóvenes
prepararon juntos la partida de estos últimos a un alojamiento
independiente.

Una etapa particularmente importante de toda educación


destinada a los padres es la educación para la independencia.
Cuando el lactante recoge al joven padre (o madre)
relativamente desamparado y aturdido por la nueva situación, le
ofrece a la vez un papel gratificante, un empleo estable, una
entrada módica pero segura (en los países en los que se otorgan
asignaciones familiares), un pasatiempo y una distracción. Poco a
139
poco los padres se tranquilizan, se instalan en sus funciones y se
estructuran en relación con ellas. Se desarrollan, adquieren
confianza (en algunos aparece la tendencia a volverse autoritarios),
se desempeñan competentemente y con el sentimiento manifiesto
de su utilidad y valor. Cuando todo va bien, los padres pueden dar
muchas satisfacciones a sus hijos en el curso de esta etapa.
Pero esta evolución positiva se acompaña de una dependencia
creciente. Los padres organizan toda su vida alrededor de su niño,
se apoyan cada vez más en él, viven y piensan en función de él,
incluso se definen en relación a él: se convierten en "padre" o
"madre de familia".

El niño puede enfrentar la dependencia de los padres sin que


esto le plantee demasiados problemas, ya que le queda bastante
tiempo para cuidar de sus propias ocupaciones. Pero a medida que
crece y su vida personal se vuelve más absorbente, no puede
consagrar a sus padres tanto tiempo y energía como antes. Es
deseable que la transición se realice progresivamente, sin
brutalidad, con una dulce firmeza que dé confianza a los padres,
pero que al mismo tiempo los obligue a tomar conciencia del
cambio que se está operando. En efecto, ha llegado para ellos el
momento de lanzarse a la vida. Durante esta fase, es bueno
estimular especialmente todo aquello que pueda ayudar a los
padres a desarrollar su propia personalidad: el trabajo, las
140
actividades artísticas, culturales, deportivas, eventualmente
políticas, así como la frecuentación de camaradas de su edad. Hay
que valorizar sus iniciativas y mostrar interés por todo lo que
hayan podido realizar por sí mismos. Hay que animarlos a que
progresen solos y evitar controlar lo que hagan en el curso de sus
salidas. También se los puede incitar a que hagan pequeños viajes,
con su pareja, con amigos, incluso solos.

Así, los padres pueden ser progresivamente educados para vivir


junto al niño, no entre sus faldas; para tener también ellos un
objetivo personal en la vida, ideas, lecturas, distracciones
preferidas, una actividad creadora personal, todas cosas que luego
podrán discutir de igual a igual con su niño.
El futuro de los padres depende del buen éxito de esta fase
educativa. Es esencialmente allí donde se juegan sus posibilidades
de convertirse en un verdadero adulto.

Corresponde al niño encontrar el ritmo que conviene a cada


padre. La precipitación puede implicar que los padres se sientan
desautorizados, rechazados o malqueridos. Se vuelven entonces
amargados, decepcionados, agresivos, al tiempo que se aferran
desesperadamente al niño por el que se sienten abandonados. De
ser así, jamás se desarrollarán como adultos, sino que
enmohecerán en su lugar y se convertirán en viejos agrios,
141
descontentos e insoportables, tanto para ellos mismos como para
los demás. En cambio, si los niños adoptan un ritmo demasiado
lento, o muy tímido, los padres se instalarán en la dependencia
como entre algodones rosados; bajo una apariencia de confort,
vivirán una vida menguada, inútil y estéril; serán toda la vida una
carga para su niño.

Cada niño tiene una manera particular de tratar a los padres; sin
embargo, podemos intentar describir algunos estilos extremos, que
en la práctica suelen presentarse de manera mitigada. Podemos así
hablar de un estilo musculoso, practicado por los niños que llevan
a sus padres a ritmo de tambor, sin dejarles tiempo para respirar, ni
el placer de acunar ilusiones. Este estilo de educación exige por
parte del niño mucha autoridad, un juicio rápido y seguro, una
evaluación precisa de las capacidades y de la resistencia de los
padres. Tenemos también la escuela impresionista, que procede
por retoques y matices, prepara mucho cada fase y deja siempre
que los padres saquen las conclusiones por sí mismos. El estilo
flemático une una cierta brusquedad musculada con la paciencia y
el liberalismo impresionista.
142
Nuestro breve estudio deja muchas cuestiones sin responder; otras
no han podido siquiera ser formuladas. Citemos algunas, a título de
inventario:
— Qué criterios permitirían definir con mayor precisión qué son
un niño, un padre, una persona mayor, un adulto, un viejo, un
joven.
— Estudiar los diferentes híbridos que encontramos en la
naturaleza, y que son, por ejemplo, niños y padres al mismo
tiempo, adultos y jóvenes, viejos y niños, padres y personas
mayores, etc.
— Parece un hecho que la diferencia entre padres y madres no
se reduce a una diferencia morfológica. Precisar estas diferencias.
— ¿Él o los dioses, fueron inventados por los niños o por los
padres?
— ¿ Por qué los padres mueren, aun cuando según toda
evidencia no tienen ganas de hacerlo ?
— Estudiar los diferentes mitos relativos a los padres, así como
las relaciones familiares extraordinariamente complejas que
encontramos en ellos y que podrían eventualmente aclarar ciertas
actitudes parentales poco comprensibles a primera vista.
— ¿ Por qué los padres tienen tanta importancia para el niño,
aun cuando desfallezcan, estén deteriorados o fuera de uso o sean,
incluso, nocivos?
143
— Un capítulo interesante podría estar dedicado a los juegos de
los padres. En efecto, los padres juegan mucho, y en general, con
mucha seriedad. Hay que ver con qué aire grave juegan al bridge o
al ajedrez, se cuadran en un sillón directorial con una secretaria
que apunta todas sus palabras, o se aferran al volante de su coche.
Cuando juegan a la petanca, cuando hacen las veces de abogados
en el palacio de justicia, cuando clavan un clavo en la pared o
cubren las páginas con pequeñas cifras, no es bueno molestarlos,
ni siquiera por las cosas más importantes. Se vuelven sordos y
ciegos a todo y para todos, y algunos hasta llegan a golpear a sus
niños antes de interrumpir el juego.

— Asimismo, otro estudio podría consagrarse a los juguetes de


los padres. Ciertos juguetes estimulan sus facultades intelectuales
o su habilidad, pero otros nos parecen resueltamente peligrosos o
dañinos.

— Se realizaron interesantes experiencias con padres


artificiales, construidos con los materiales más diversos, a los
cuales basta con programar, sin necesidad de educarlos. Se impone
una discusión seria de los resultados. Los autores, por su parte, son
extremadamente cautos en lo que concierne a esta dirección de la
investigación. Tienen la impresión de que un padre natural, incluso
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de calidad discutible, vivo o muerto, ausente o presente, es siempre
más estimulante para el niño.
Contamos con nuestros lectores para completar esta lista y para
aportarnos algunos elementos de respuesta a las cuestiones
planteadas, sobre la base de sus propias investigaciones.

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