SEXUAL Y CONSTRUCCIÓN DE LA ALTERIDAD RODRIGO PARRINI
En uno de sus cuentos, Borges se encuentra con otro
que es él mismo. Así se titula el relato: El otro; un joven sentado junto a Borges en bancas contiguas frente a un río, pero en ciudades y años distintos; “lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris”. Borges, el viejo, piensa ante sí mismo, cincuenta años atrás, que “su inevitable destino era ser el que soy”; porque “al recordarse, no hay persona que no se en- cuentre consigo misma”, dice el autor ante un río en invierno, “es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos”. Citamos este hermoso cuento para iniciar una reflexión sobre la alteridad. No es de carácter literario, sino más bien antropoló- gico, pero la literatura condensa sentidos de forma excepcional. La alteridad como una disyuntiva radical de cualquier relación y de toda subjetividad, no sólo el otro que distinguimos distinto de nosotros, sino el otro que cada uno es para sí mismo. Alguien, Borges, se encuentra consigo mismo en el recuerdo como otro; un destino, dos existencias. ¿Quién es, en definitiva, el otro? ¿Quién es uno mismo? ¿Cómo se construye esa distancia, a la vez que esta cercanía? RODRIGO PARRINI 119
Nuestro derrotero es investigar la constitución de la alteridad
en la violencia sexual y para ello hemos recurrido a testimonios de hombres acusados de violación. Consideramos que, en últi- ma instancia, en estos textos se despliegan relaciones de géne- ro, intercepciones entre sexualidad y poder y la construcción de las subjetividades. Cada quien habla de sí mismo, pero en algún sentido habla del otro o de la otra. De sí mismo no como un terri- torio transparente para una conciencia y una intención, sino como un espacio de extrañeza, de des-conocimiento. Estima- mos que la subjetividad de los hombres, las delimitaciones simbó- licas e imaginarias que posibilitan aquello que llamamos masculi- nidad, se conforman en una relación específica con los otros y con la alteridad. Decimos otros, pero son otras. La alteridad ha sido un tema central en la reflexión feminista y en los estudios de género. El estatuto de las mujeres, su ex- clusión, es una de las interrogantes y uno de los desafíos políti- cos que ambos han intentado enfrentar y resolver. Algunos de los clásicos en la materia insisten en este tema como capital para cualquier análisis; Simone de Beauvoir (1997), en El segun- do sexo, piensa a la mujer como lo otro del Uno masculino, re- presentado en el Hombre Universal. Luce Irigaray lo hace como una imposibilidad del sistema simbólico. Gayle Rubin (1996), en su famoso artículo sobre el Tráfico de mujeres, recurre a los análisis antropológicos y psicoanalíticos que conceptualizan a la mujer como pieza fundadora del intercambio entre los hom- bres —objeto antes que sujeto de dichas relaciones— a su vez inaugurador del lenguaje, de la cultura y del psiquismo. 120 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
Alguna vez estudiamos la sexualidad entre hombres encarce-
lados (Parrini, 2001). Intentamos un análisis, pero las dudas si- guen siendo más vastas que las respuestas. Una en especial motiva este ensayo: cuando los presos describen las violaciones a las que son sometidos ciertos internos, señalan una forma, en- 1 Utilizaremos la palabra “víctima” en un sentido tre otras, para inmovilizar a la víctima intencional, vinculado a la reflexión de René Gi- que consiste en cubrir su cabeza con rard sobre el orden sacrificial y la violencia como el suceso fundador de la sociabilidad. Véase Gi- una manta; de modo que el interno no rard, 1983. pueda defenderse o ver a quienes per- petran la violación. Hay otras formas, pero todas buscan una re- ducción en la capacidad de respuesta y una disminución de la conciencia (en términos estrictamente cognitivos), ya sea me- diante golpes o drogas. De aquel método de someter a otro siempre nos intrigó el que se cubriera el rostro. Luego, en otras lecturas relacionadas con distintos tipos de violencia, encontramos que era un procedi- miento habitual. Por ejemplo, en la tortura aplicada a prisioneros políticos —y, muchas veces, en su secuestro previo— se les tapa- ba el rostro con vendas o una capucha. Cubrir el rostro es un pri- mer paso para objetualizar a la persona y restarle su estatuto hu- mano. En la cárcel (al menos en el caso de Chile) a los internos violados se les llama caballos; los soldados nazis en los cam- pos de concentración, entre otras técnicas de amedrentamiento, hacían que sus perros persiguieran a los prisioneros judíos, di- ciéndoles: “hombre, persigue a ese perro”. Una vez perdido el rostro, lo que tenemos es un animal y no un ser humano; caballo RODRIGO PARRINI 121
o perro. En este proceso, hacer desapa-
Lamentablemente, cuando se trata de la vio- recer2 al otro empieza por ocultar su lencia, los términos son dolorosamente volubles. Decimos desaparecer en un sentido metafórico, rostro. Consideremos que un insulto pero también compromete sucesos reales. Basta revisar la historia de represión de las dictaduras común para descalificar a una mujer, es- argentina y chilena para saber que las palabras suponen los cuerpos. pecialmente en su comportamiento se- xual, es decirle perra. La literalidad de las palabras nos remite a la inminencia de la violencia. Entre un insulto y un golpe hay me- nos distancia simbólica y ética de la que imaginamos. Un concepto central del pensamiento de Emmanuel Levinas lo constituye el rostro. Deslinda la noción de rostro de su referente físico; el rostro es una relación, dice, con lo débil, con lo expuesto, lo despojado y lo desnudo, vínculo con quien puede sufrir ese “supremo abandono que llamamos muerte”. Paradójicamente, así como es una relación con la debilidad radical del otro —en su muerte y en su desnudez—, es también una incitación al asesina- to, al desprecio; señala que “…en el Rostro del otro está siempre la muerte del otro… por otra parte y al mismo tiempo —esto es lo paradójico—, el Rostro es también el ‘No matarás’” (Levinas, 1993: 130). En uno de sus ensayos nos dice que el rostro es el lu- gar original del sentido: “La proximidad de otro es significación del rostro… Rostro en su literalidad de hacer-frente-a… Expresión que tienta y conduce a la violencia del primer crimen: su dirección asesina se ajusta ya singularmente en su mirada a la exposición o a la expresión del rostro” (Ibid.: 175). 122 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
¿Hacer frente al otro? Levinas señala que
El hacer frente al otro, en su literalidad, significa tanto
precariedad del otro como una autoridad que rebasa la simple alteridad lógica que, como contrapartida de los hechos y los conceptos, distingue a unos de otros oponiendo recíprocamente las nociones, mediante la contradicción o la contrariedad. La alteridad del otro es la expresión extrema del “no matarás” y, en mí, el temor por todo aquello que en mi existir, pese a la inocencia de sus intenciones, corre peligro de convertirse en violencia y usurpación” (Ibid.: 197; las cursivas son del autor).
La capucha sobre el rostro evita una relación ética con el otro,
suspende su rostro y desprende las intenciones —violencia y usurpación— del vínculo con ese otro. No hace “frente” al otro, sino que le da la espalda, con todos los sentidos morales y eróti- cos que despliega la frase. Retengamos lo expuesto para retomarlo luego. Sigamos con los testimonios, con el fragor de las vidas reales, de los hechos específicos y de los relatos posibles. Citamos lo que otros citan de sí mismos y de ciertos acontecimientos para explorar esta conformación de la alteridad, en un rostro que es el fundamen- to del sentido, no expresión plástica de una apariencia, sino que pivote de la alteridad y, dramáticamente, tanto de la vio- lencia como del cuidado. El otro en su máxima intensidad. Específicamente, hemos querido revisar dos puntos en esta conformación de la alteridad. Uno, referido al estatuto de la víc- RODRIGO PARRINI 123
tima y el modo en el que los hombres acusados de violación es-
tructuran su propia responsabilidad; y otro, relativo al vínculo entre virginidad y violación, que recupera elementos simbólicos y atávicos relacionados con la violencia sexual. La pregunta que nos acompaña es cómo estos hombres significan la violación, cuáles son sus parámetros para connotar un acto en un sentido u otro y, según lo indicamos, la forma en que construyen la alteridad.
SEXUALIDAD Y PODER. LA CULPA
DE LA VÍCTIMA ¿Cómo se articula la relación entre culpa y responsabi- lidad en una violación? En ella se imbrica un ordena- miento de las relaciones de género, se entrelazan poder y deseo, se movilizan los imaginarios sobre lo masculino y lo feme- nino; lo propio de los hombres, lo asignado a las mujeres. Irene Hercovich indica que para estudiar la violación “hace falta sus- pender el rechazo hacia lo que repugna, soportar lo intolerable y aventurarse allí donde sexo, violencia y poder no pueden distin- guirse uno del otro sin que cada uno de ellos pierda algo de lo que es” (1997: 107). En un sentido semejante, Klein plantea que es necesario atender y enfrentar la interpretación que sitúa a la mujer como culpable, reconocer su eficacia, “No basta con re- chazar la interpretación dominante que culpabiliza a la mujer violada, y creer en cambio en su palabra. Para legitimarla social- mente, no puede eludirse la pregunta acerca de la eficacia y per- sistencia de aquella interpretación” (p. 108). Por el otro lado, una disposición a cruzar los límites que ordenan lo tolerable y lo 124 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
aceptable, a vencer la repugnancia, dar un paso más allá, hacia
donde el sexo se imbrica con violencia y poder. Por otro, dar un paso más acá, hasta la hegemonía de una interpretación que culpabiliza a la mujer por la violación. Ambas lecturas dispo- nen una escatología, un mundo de lo aceptable y de lo repug- nante, un ámbito en el que hay que aventurarse como si se explorara una selva, un lugar salvaje. Ambas miradas fundan una alteridad: un espacio de lo no tolerable, constituido por la viola- ción, el espacio de un más allá, como hemos mencionado, y otro de la culpa legitimada, un más acá que se impugna. O la viola- ción está fuera de nosotros, en un deslinde más bien monstruo- so, o está demasiado dentro, en una especificación hegemónica. La pregunta central es por qué la víctima es consignada como culpable, cómo se traspone la responsabilidad en los re- latos de modo que el hombre violador no sea nunca el agente de la violación ni su responsable. Escuchemos un testimonio: “Una mañana me levanto a las tres para el desayuno… Entonces encuentro que la niña está ahí y que se pone a ayudar, entonces me empiezo a inquietar. Al día siguiente, a los pocos días, yo estoy durmiendo y la chica viene y me empieza a jalar las pestañas y la nariz … este juego se empie- za a repetir… hasta que un día la beso y ella acepta, hasta que un día tuvimos relaciones sexuales” (León y Stahr, 1995: 21). Prime- ro, la inquietud, como aviso anticipado de un suceso —la niña está ahí—, luego el juego y la repetición, señal de insistencia; por último, la aceptación y el sexo. Todo sucede como si fuera un oráculo: el adivino avisa lo que ocurrirá, pero lo advierte en tanto RODRIGO PARRINI 125
inevitable, anuncia lo que no puede ser anunciado en su misma ine-
vitabilidad; ajeno a la voluntad e incluso a la historia, el adivino reafirma el carácter fatal de los sucesos. Luego, el mismo entre- vistado agrega, “La chica seguía buscándome, iba a mi trabajo… no me dejaba en paz y entonces tuvimos que seguir teniendo re- laciones”. La niña lo ha seducido y él “debe”; es el “deber” lo que se impone —tuvimos que…—: un hombre cumple con sus obligaciones, atrapado en la insistencia de la niña, en su perse- verancia feroz, en su pequeña guerra —no me dejaba en paz—. He aquí un axioma de la ética masculina. Otro entrevistado señala que la niña lo acusó falsamente, “es una pirañita —dice— que para todo el día en la calle”; agrega que “en realidad, yo no sentía casi nada yo estaba con ella sólo porque me lo pedía” (Ibid.: 48). Un animal (la constante que he- mos referido permanece) —una pirañita— devora su voluntad, primero ocupando su espacio —la calle—, luego incitándolo —su deseo—. Voces de sirenas (seres también acuáticos) como las que llaman a Ulises en su travesía, clamor irresistible que sus- pende incluso el deseo —no sentía nada—, que pide lo que no se quiere dar, pero ante lo que no hay opción —me lo pedía—. Pero no es una petición sino una imposición, como las pirañas no le preguntarán a su víctima si quiere ser devorada. Vigarello, en su historia de la violación, señala que “El univer- so de la falta, el del pecado, constituyen el principio mismo del juicio…, por lo cual la violencia permanece poco considerada y la víctima de una violencia es sospechosa a priori. Otro conjunto de razones lleva así a enmascarar la violencia sexual: las diversas 126 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
maneras de negarle a la mujer su estatuto de sujeto” (1999:
37-38; las cursivas son nuestras). Extraño vínculo entre la sospe- cha y la impugnación del estatuto de sujeto; es como si la mujer fuese sospechosa de manera sustantiva, ante todo sospechosa. Luego los hechos verifican lo que la duda sostiene como fantas- ma: una historia de las representaciones de la feminidad, como dice Vigarello. ¿Seremos lo suficientemente conscientes del po- der que tienen esas representaciones, de su capacidad para conformar los hechos? Finalmente, cada representación será una máscara —que encubre, que vela el rostro—; a la violencia física le antecederá todo este sedimento de violencias simbóli- cas. ¿Por qué es tan difícil tratar con la violencia en su consecu- ción física, por qué el mismo lenguaje bordea sus senderos sin !Atendamos a Foucault cuando plantea que —si- demarcarlos, como huyendo?3 guiendo a Maurice Blanchot— “Quizá hay en la palabra una adhesión esencial entre la muerte, la Otro entrevistado dice: “Señor, yo prosecución ilimitada y la representación del len- guaje por sí mismo. Quizá la configuración del es- ya no estaba borracho, para qué le voy pejo al infinito contra la pared negra de la muerte es fundamental para todo lenguaje desde el mo- a engañar; tenía los estragos… La niña mento en que no se acepta circular sin dejar ras- tro” (Foucault, 1999: 130). se avienta y yo no sé qué sucedió, en segundos perdí una noción. Como ella entró en mi cama, la acaricié, le pasé las manos por sus nalgui- tas y ella no decía nada. La puse de lado, tampoco dijo nada. Yo estaba con el cierre abierto y la empecé a sobar, no le hice el coito, solamente el rozamiento, y ella tampoco decía nada. De repente reaccioné y le dije que se levantara y se fuera” (León y Stahr, 1995: 58). Continúa, luego, “en efecto, no había hecho nada. Mire, en el instante de un acto, por segundos podría de- cir, uno pierde su don, su cabeza, su control. No se sorprenda, RODRIGO PARRINI 127
eso es lo que le pasa a todo el mundo, eso es lo que actúa el
hombre en lo sexual. Todo hombre en el momento de lo sexual pasa por eso mismo” (Ibid., 64). ¿Quién ha perdido? El hombre: su don y su cabeza. Una serie de sucesos se encadenan en una fatalidad: deshoras, estragos, puertas entre abiertas, niñas precoces. Ante lo sexual, la desgra- cia, un hombre que sólo responde (lo veremos más adelante tam- bién) y una mujer que incita, que provoca, que tiende entre sus ma- nos el hilo que le permite a un hombre desplazarse por sus labe- rintos. A todo hombre puede sucederle lo mismo —nótese el énfasis colectivo de la masculinidad—, digamos: un hombre es su propio destino en tanto hombre. Fatal orden de lo sexual que lo obliga. Todo hombre pierde su control, su don, su cabeza, se des- barranca hasta su sexo (la cabeza está arriba y el sexo abajo, en un orden topológico del cuerpo y de las facultades). Pero el derrum- be empieza con la aceptación de la mujer; paradójicamente la pa- labra le pertenece, supone una orden que detiene o que posibilita el encadenamiento de sucesos: ni dijo nada, permane- ció en silencio. No se negó, no resistió. Una fortaleza a la que se puede entrar sin problemas, porque nadie lo impide, ni siquiera nos insulta. Por unos segundos, el tiempo hace un corte perplejo: el instante del acto ordena el devenir de la vida; son los segundos los que finalmente deciden. Pero no hay sorpresa, ¿qué nos po- dría sorprender? Las cartas ya están echadas, el oráculo anuncia- do, los cierres abajo, las niñas dispuestas. El mundo, finalmente, entenderá la experiencia, la justificará, la hará suya. Volverá el don, la cabeza, el control. 128 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
VIRGINIDAD, TABÚ Y VIOLACIÓN
“Y yo le dije: ‘Eres mujer’. Y ella llorando me dijo: ‘Ya he tenido relaciones’. Sentí remordimiento, pensé que había cometido un error sobre todo porque yo estaba jun- tado con mi señora” (León y Stahr, 1995: 21). Si una mujer es mujer, en el sentido que esboza la virginidad y su posible pérdi- da, ¿puede ser violada? Según el entrevistado no, porque ya dio un consentimiento generalizado a los hombres, al perder el único estatus que la resguarda. La niña “confiesa” ante el agre- sor que “ya ha tenido relaciones”, por lo tanto queda justifica- do en sus pasiones y en sus actos: está disponible, se la puede tener. El remordimiento sucede en torno a la relación que tiene con su “señora” —estaba juntado—, ése es el error que puede de- clarar: me acosté con otra y eso repercute en el vínculo oficial con una mujer. Pero no se esboza la posibilidad de que haya violado a la niña. Ya sabemos, era mujer. Petazzoni define la mancha como: “—un— acto que desen- cadena un mal, una impureza, un fluido, un quid misterioso y dañino, que actúa dinámicamente, es decir, por medio de ma- gia” (citado por Ricoeur, 1991: 189). La mancha de la niña —su virginidad perdida— desencadena el mal, quid misterioso. Las niñas de estos relatos son demasiado atrevidas, los signos de su deseo son palpables: humedad, fluidos. ¿Qué es la culpa en esta reflexión? Un castigo anticipado, dice Ricoeur, interioriza- do y opresor de la conciencia —en este punto, el autor es freu- diano— “…vehículo de la interiorización de la mancha misma… la culpabilidad es un momento contemporáneo de la RODRIGO PARRINI 129
misma mancha” (Ibid.: 260). Pero la mancha se interioriza, por-
que no es propiedad del hombre, sino de la mujer. Un hombre siempre permanece sin-mancha, no hay virginidad que pueda perder. Salvo en estos meandros del destino, en los que cede a la seducción, se deja capturar por la mujer. La mancha siempre le pertenece a ella, la cargue o la imponga, la provoque o se le obligue. Entonces, para estos hombres no hay culpa, porque tampoco hay mancha, no hay “vehículo de interiorización”, sólo un exterior que es el deseo femenino. El castigo anticipa- do lo recibe la otra, por su culpa también anterior. Primigenia. El juego argumental traslapa lo sagrado y el deseo. Otro entre- vistado consigna que la virginidad es algo “sagrado”, tal vez lo más sagrado de todo; luego señala que no ha tenido suerte en es- tar con “una mujer virgen” y que la niña que lo acusa de violación no lo era, porque “estaba húmeda la pri- " “Respecto a la virginidad, la virginidad es lo más mera vez”.4 ¿Qué significa la “hume- sagrado, es sagrada. Yo nunca he tenido una mu- jer virgen, esa niña estaba húmeda la primera vez. dad” en este caso? El entrevistado la lee Ella no me gustaba, no me gustaba tener relacio- nes con ella, lo hacía porque ella me exigía, esa como signo del deseo, supone un pro- era la razón por la que yo lo hacía… Después de las relaciones sexuales me sentía sucio… ¿sabe ceso de lubricación que lo incita/excita, por qué, señor?, porque yo no estaba a gusto con ella, porque actuaba como varón solamente” (En- que lo requiere. Otra vez, la voluntad trevista a L. F.; León y Stahr, 1995: 22-23). pertenece a la víctima y el victimario ac- túa porque ha sido seducido, “ella me exigía” —fluidos, quid mis- terioso—. Esta “debilidad” retorna como mancha, como impureza sobre él mismo —“me sentía sucio”—; suciedad provo- cada por su adecuación a la norma masculina, que lo “obliga” a tener relaciones con una mujer que lo busca, pero que interfiere en su voluntad. Como a Adán en el Paraíso, esta pequeña Eva lo 130 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
# En este punto nos debemos preguntar, como lo
ha conminado a comer del fruto prohi- hace Foucault al explorar la obra de Bataille, ¿qué sentido tiene hablar de profanación en un mundo bido. El pecado viene de la mujer y “que no reconoce un sentido positivo a lo sagra- hace sucumbir al hombre.5 do”? Foucault se pregunta: “¿no es, aproximada- mente, lo que podríamos llamar la transgresión? Asimismo, la voluntad no reside en Ésta —agrega—, en el espacio que nuestra cultura le da a los gestos y a nuestra lengua, prescribe no la la pertenencia a ese colectivo de los única manera de encontrar lo sagrado en su conte- nido inmediato, sino de reorganizarlo en su forma “hombres”, sino que el acatamiento a vacía, en su ausencia que, por ello mismo, se vuel- ve centellante” (Foucault, 1999: 148). En un pá- sus mandatos supone una merma en la rrafo consecutivo señala que “Lo que a partir de la capacidad decisoria. “Solamente ac- sexualidad puede decir un lenguaje si es riguroso, no es el secreto natural del hombre, no es su tran- tuaba como varón”, dice el entrevista- quila verdad antropológica, sino su carencia de Dios; la palabra que dimos a la sexualidad es con- do; no había otra forma de hacerlo, temporánea, por el tiempo y la estructura, de aquella por la cual nos anunciamos a nosotros mis- eso estipula el “contrato sexual” que mos que Dios había muerto. El lenguaje de la se- xualidad —continúa—, al que Sade, desde que han signado los miembros de este gru- pronunció las primeras palabras, hizo recorrer un po, asechados como están por el de- solo discurso todo el espacio del que se había con- vertido en soberano, nos elevó hasta una noche en seo incontrolable de las mujeres. Ellos que Dios está ausente, y donde todos nuestros ges- tos se dirigen a esa ausencia a una profanación que han hecho lo debido, lo que se espera a la vez la designa, la conjura, se agota en ella, y se encuentra devuelta por ella a su pureza vacía de que hagan ante una situación semejan- transgresión” (Ibid.). te. ¿Era posible dejar de responder a la incitación imaginada de una mujer, a su humedad turgente y seductora, a sus exigencias? No podía, he ahí su mancha, su caída. “Pasado perfecto, futuro perfecto: la costumbre local de la virginidad aparece en pasado cuando podría ser presente y en futuro cuando ha sido pasado. Las referencias giran en torno a un espacio vacío en el cual lo alusivo y lo elusivo… conver- gen” (Schwartz, 2002: 3). En la virginidad se juega la voluntad de la mujer, es el esce- nario de su disponibilidad, de su parte en el contrato y en el in- tercambio. Ideal y amenaza; voluntad y deseo; consentimiento RODRIGO PARRINI 131
y poder. Indica Schwartz, “Una virginidad que simultáneamen-
te consuma los ideales y precipita crisis —de representación, sucesión, deseo, volición e intercambio— hace visible el espa- cio, problemáticamente accesible, en el cual aquiescencia y au- todeterminación puede coincidir” (Ibid.: 1). Finalmente, obliga a la mujer a participar en la producción heterosocial, la conmina a concurrir con su cuerpo a la firma del contrato. Extraña virtud que incita y conmueve, que resguarda a la vez que precipita. Pero, ¿qué tipo de espacio es éste en el que coinciden asenti- miento y autodeterminación? Es un espacio paradójico, que permite y prohíbe al mismo tiempo, que existe sólo en tanto re- sistencia a la consecución de los ideales, porque la virtud res- guardada es la propiedad del esposo. Su buen talante. Virtud también paradójica, porque tiende a su fin, a su pérdida; es vir- tud en tanto se la puede conservar para perderla. La mujer real- mente virgen es la que pierde su “virtud” de buena manera. No será virgen, pero seguirá siendo virtuosa. Un entrevistado refiere los informes de otros hombres sobre lo acaecido, “En el informe del médico dice que no ha habido pene- tración, pero el otro dice que sí ha habido penetración. No entien- do nada, yo lo único que sé es que hay como tres o cuatro etapas en una violación, y que en mi caso solamente llegué a la tercera etapa, que es el rozamiento” (León y Stahr, 1995: 58). Un degradé de los actos que empieza con el toqueteo, sigue con el rozamiento y termina en el coito. Para estos hombres no existe acto sexual que no sea violento o, a la inversa, un acto sexual no puede contemplar la violencia entre sus dones. Rozamientos, frotes, caricias, besos; 132 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
afecto y violencia se interceptan y se distribuyen los agravan-
tes. La virtud se asecha, pero no se derriba. ¿Qué constituyó la violación? Las cuatro etapas como los cír- culos concéntricos del infierno, un orden de la gravedad y de la culpa. Tercer círculo: “sólo rozamiento”. ¿Ha habido violación? Otra vez la virginidad y sus garantías, el entrevistado señala que “…la vagina de la niña es como un huevo que tiene su capa, pero también hay otras telitas, hay varias; entonces, según si ha habido rozamiento o ha habido coito, entonces se rompen algu- nas de esas telitas pero no se rompe el huevo, y el huevo sólo se rompe si es que ha habido coito. Yo no he roto el huevo, como se dice vulgarmente” (Idem.). Tal como los círculos avernales, la va- gina tiene capas, sedimentos de pureza y de virginidad; se rom- pen las telitas, pero no “el huevo”. Permanece la propiedad del todo: estar entero. No ha habido violación, porque no hay rom- pimiento; la pieza mantiene su completitud, el objeto, su valor. El coito atraviesa esta totalidad, su garantía, y la finaliza; el ro- zamiento la pretende, pero no la consuma, “yo no he roto el hue- vo”. Pero el todo que se considera incólume, supone las partes $ En su lectura del texto de Jacques Lacan, Kant —las telitas— que se “rompen”; el cuer- con Sade, Jacques-Alain Miller señala que en la re- po es un lugar fragmentado.6 lación con el otro Sade no busca su sufrimiento, sino su angustia. El cuerpo se articula como una Tal vez en las trasposiciones de las fragmentación. Asimismo, Miller indica que la an- gustia se obtiene por medio de las amenazas, “es que somos testigos, la virginidad sea, en muy importante para los verdugos, en Sade, decir a la víctima lo que va a pasarle; les interesa mucho último término, un atributo masculino. demostrar a la víctima que hacen lo mismo con otra víctima y eso produce angustia… No hay con- La mujer es impura por naturaleza, pare- tradicción —destaquémoslo— entre esa fragmen- cen razonar los entrevistados, cuyos tes- tación y buscar la angustia, la producción de angustia” (Miller, 1998: 239-240). timonios citamos. ¿Cómo podría haber RODRIGO PARRINI 133
violación? Lo que hay es uso, es propiedad. La virginidad es una
garantía para el intercambio de las mujeres entre los hombres; su mancillamiento preocupa a los “tutores” antes que a las víc- timas. “La virginidad es el adorno de las costumbres, la santi- dad de los sexos, la paz de las familias y la fuente de los vínculos más grandes”, señala un jurista francés del siglo XVIII, citado por Vigarello. El historiador añade que “Su existencia es la condición para el casamiento. Su ofensa pública compromete el honor, el rango, la vida misma, pues una niña ‘desflorada’ se con- vierte inevitablemente en una niña ‘perdida’” (1999: 16). Ricoeur señala que “Sorprende la importancia y la gravedad que se con- cede a la violación de las prohibiciones de carácter sexual en la economía de la mancha” (1991: 192).
UN MODELO PARA ARMAR.
ACERCA DE LO SEXUAL ¿De qué lado, en estas historias, se ha situado lo se- xual? Sin duda, entre las mujeres; los hombres res- ponden, pero la mujer incita. La pureza es una virtud de ellos, aunque un mandato para ellas. Lo virgen es lo incontaminado, dice Ricoeur, lo sexual es lo sucio. “…lo virgen es lo incontami- nado, como lo sexual es lo inficionado” (Ricoeur, 1991: 193). Cuando hablamos de sexualidad articulamos una paradoja; por una parte el modelo es siempre masculino; por la otra, las mujeres son todo sexo, su razón última. Señala Weeks, en este sentido, que “Es difícil evitar la sensación de que el modelo de sexualidad… es el masculino. Los hombres han sido los agen- 134 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
tes sexuales activos; las mujeres, a pesar de —o quizás por—
sus cuerpos fuertemente sexualizados, han sido vistas como se- res sensibles que despiertan a la vida… gracias al beso de un hombre” (1998: 180). El autor señala que las mujeres confor- man “el sexo” en la tradición occidental, “como si sus cuerpos estuvieran tan impregnados de sexualidad que no hubiese ne- cesidad de conceptualizarlo” (Idem.). ¿Qué modelo se constituye, a la vez, como exclusivo, pero no perteneciente? La sexualidad pertenece a los hombres, el sexo a las mujeres. La sexualidad es construida como metonimia: la par- te por el todo. Tal como lo ha sido el sujeto en el pensamiento occidental: El Hombre, mayúsculo, entero, coherente, que es re- presentante de toda la especie. Pero, ¿cómo pueden ser los hombres agentes activos si las mujeres están fuertemente se- xualizadas? El modelo es un espejismo: las mujeres son al sexo lo que los hombres a la sexualidad. Las mujeres nacen, los hombres se hacen. ¿Quién despierta con el beso que refiere Weeks? Más bien, el hombre mismo; porque las mujeres son avispadas (las ni- ñas de los relatos), estaban ya despiertas. En este orden onírico de los géneros, el hombre duerme y la mujer deambula; la mujer gana y él pierde; aquella pide, éste sólo puede dar. Nos preguntamos con Ricoeur, ¿cómo ha sobrevivido la ima- gen de la mancha? El filósofo responde que sólo porque ha te- nido la fuerza expresiva del símbolo: “...La representación de la mancha se mantiene en el claroscuro de una infección cuasi físi- ca que apunta hacia una indignidad cuasi moral” (1991: 198). ¿Qué tipo de representación es ésta? Si bien la impureza entra RODRIGO PARRINI 135
en el orden de la palabra, sustentada en la oposición puro/im-
puro, la mancha permanece muda, “Una mancha es una man- cha porque está ahí, muda”. Una mancha muda como las mismas mujeres que han sufrido una violación. ¿Se entiende que el lenguaje es un campo de batalla? La violencia tiene ga- nada su primacía, porque se articula en palabra: grito, insulto, desprecio, amenaza, en fin; además de actuarse en gestos: gol- pes, tirones, movimientos, orgasmos. El dolor permanece si- lente, extraviado; sin gestualidad, opaco para sí mismo. La mirada de los hombres cuyos testimonios hemos citado es oblicua. No alcanza a conformar el rostro del otro/la otra. Si no hay mirada, si el rostro se vela, y el otro/la otra desaparece en la bruma de nuestra ceguera, se cumple lo que sugiere Levinas: “La alteri- dad del otro es la expresión extrema del “no matarás” y, en mí, el temor por todo aquello que en mi existir, pese a la inocencia de sus intenciones, corre peligro de convertirse en violencia y usurpa- ción”. La violencia no corresponde a un límite, al extremo del que nos separan las buenas costumbres y la recta conciencia; la violen- cia es un adentro, un modo constitutivo. Por ello es difícil de diluci- dar, la entendemos como un exterior, como una ajenitud. Pero emerge desde “dentro”, donde no la esperábamos, donde quisié- ramos que no estuviera. Nuestros testigos mencionan casas, habi- taciones, camas; escenas de una intimidad sofocante. 136 LA VENTANA, NÚM. 20 / 2004
BIBLIOGRAFÍA
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La Violencia de Los Otros. Reflexiones en Torno A La Construcciín de La Violencia Familiar en El Marco de La Justicia Civil de La Familia en La Ciudad de Buenos Aires - Deborah Daich