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118 LA VENTANA, NÚM.

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MIRAR EL ROSTRO. VIOLENCIA


SEXUAL Y CONSTRUCCIÓN DE LA
ALTERIDAD
RODRIGO PARRINI

En uno de sus cuentos, Borges se encuentra con otro


que es él mismo. Así se titula el relato: El otro; un joven
sentado junto a Borges en bancas contiguas frente a un río, pero en
ciudades y años distintos; “lo raro es que nos parecemos, pero usted
es mucho mayor, con la cabeza gris”. Borges, el viejo, piensa ante sí
mismo, cincuenta años atrás, que “su inevitable destino era ser el
que soy”; porque “al recordarse, no hay persona que no se en-
cuentre consigo misma”, dice el autor ante un río en invierno, “es
lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos”.
Citamos este hermoso cuento para iniciar una reflexión sobre
la alteridad. No es de carácter literario, sino más bien antropoló-
gico, pero la literatura condensa sentidos de forma excepcional.
La alteridad como una disyuntiva radical de cualquier relación y
de toda subjetividad, no sólo el otro que distinguimos distinto de
nosotros, sino el otro que cada uno es para sí mismo. Alguien,
Borges, se encuentra consigo mismo en el recuerdo como otro;
un destino, dos existencias. ¿Quién es, en definitiva, el otro?
¿Quién es uno mismo? ¿Cómo se construye esa distancia, a la
vez que esta cercanía?
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Nuestro derrotero es investigar la constitución de la alteridad


en la violencia sexual y para ello hemos recurrido a testimonios
de hombres acusados de violación. Consideramos que, en últi-
ma instancia, en estos textos se despliegan relaciones de géne-
ro, intercepciones entre sexualidad y poder y la construcción de
las subjetividades. Cada quien habla de sí mismo, pero en algún
sentido habla del otro o de la otra. De sí mismo no como un terri-
torio transparente para una conciencia y una intención, sino
como un espacio de extrañeza, de des-conocimiento. Estima-
mos que la subjetividad de los hombres, las delimitaciones simbó-
licas e imaginarias que posibilitan aquello que llamamos masculi-
nidad, se conforman en una relación específica con los otros y con la
alteridad. Decimos otros, pero son otras.
La alteridad ha sido un tema central en la reflexión feminista
y en los estudios de género. El estatuto de las mujeres, su ex-
clusión, es una de las interrogantes y uno de los desafíos políti-
cos que ambos han intentado enfrentar y resolver. Algunos de
los clásicos en la materia insisten en este tema como capital
para cualquier análisis; Simone de Beauvoir (1997), en El segun-
do sexo, piensa a la mujer como lo otro del Uno masculino, re-
presentado en el Hombre Universal. Luce Irigaray lo hace como
una imposibilidad del sistema simbólico. Gayle Rubin (1996),
en su famoso artículo sobre el Tráfico de mujeres, recurre a los
análisis antropológicos y psicoanalíticos que conceptualizan a
la mujer como pieza fundadora del intercambio entre los hom-
bres —objeto antes que sujeto de dichas relaciones— a su vez
inaugurador del lenguaje, de la cultura y del psiquismo.
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Alguna vez estudiamos la sexualidad entre hombres encarce-


lados (Parrini, 2001). Intentamos un análisis, pero las dudas si-
guen siendo más vastas que las respuestas. Una en especial
motiva este ensayo: cuando los presos describen las violaciones
a las que son sometidos ciertos internos, señalan una forma, en-
1
 Utilizaremos la palabra “víctima” en un sentido
tre otras, para inmovilizar a la víctima
intencional, vinculado a la reflexión de René Gi- que consiste en cubrir su cabeza con
rard sobre el orden sacrificial y la violencia como
el suceso fundador de la sociabilidad. Véase Gi- una manta; de modo que el interno no
rard, 1983.
pueda defenderse o ver a quienes per-
petran la violación. Hay otras formas, pero todas buscan una re-
ducción en la capacidad de respuesta y una disminución de la
conciencia (en términos estrictamente cognitivos), ya sea me-
diante golpes o drogas.
De aquel método de someter a otro siempre nos intrigó el que
se cubriera el rostro. Luego, en otras lecturas relacionadas con
distintos tipos de violencia, encontramos que era un procedi-
miento habitual. Por ejemplo, en la tortura aplicada a prisioneros
políticos —y, muchas veces, en su secuestro previo— se les tapa-
ba el rostro con vendas o una capucha. Cubrir el rostro es un pri-
mer paso para objetualizar a la persona y restarle su estatuto hu-
mano. En la cárcel (al menos en el caso de Chile) a los internos
violados se les llama caballos; los soldados nazis en los cam-
pos de concentración, entre otras técnicas de amedrentamiento,
hacían que sus perros persiguieran a los prisioneros judíos, di-
ciéndoles: “hombre, persigue a ese perro”. Una vez perdido el
rostro, lo que tenemos es un animal y no un ser humano; caballo
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o perro. En este proceso, hacer desapa-


Lamentablemente, cuando se trata de la vio-
recer2 al otro empieza por ocultar su lencia, los términos son dolorosamente volubles.
Decimos desaparecer en un sentido metafórico,
rostro. Consideremos que un insulto pero también compromete sucesos reales. Basta
revisar la historia de represión de las dictaduras
común para descalificar a una mujer, es- argentina y chilena para saber que las palabras
suponen los cuerpos.
pecialmente en su comportamiento se-
xual, es decirle perra. La literalidad de las palabras nos remite a
la inminencia de la violencia. Entre un insulto y un golpe hay me-
nos distancia simbólica y ética de la que imaginamos.
Un concepto central del pensamiento de Emmanuel Levinas lo
constituye el rostro. Deslinda la noción de rostro de su referente
físico; el rostro es una relación, dice, con lo débil, con lo expuesto,
lo despojado y lo desnudo, vínculo con quien puede sufrir ese
“supremo abandono que llamamos muerte”. Paradójicamente,
así como es una relación con la debilidad radical del otro —en su
muerte y en su desnudez—, es también una incitación al asesina-
to, al desprecio; señala que “…en el Rostro del otro está siempre
la muerte del otro… por otra parte y al mismo tiempo —esto es lo
paradójico—, el Rostro es también el ‘No matarás’” (Levinas,
1993: 130). En uno de sus ensayos nos dice que el rostro es el lu-
gar original del sentido: “La proximidad de otro es significación
del rostro… Rostro en su literalidad de hacer-frente-a… Expresión
que tienta y conduce a la violencia del primer crimen: su dirección
asesina se ajusta ya singularmente en su mirada a la exposición o a
la expresión del rostro” (Ibid.: 175).
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¿Hacer frente al otro? Levinas señala que

El hacer frente al otro, en su literalidad, significa tanto


precariedad del otro como una autoridad que rebasa la
simple alteridad lógica que, como contrapartida de los
hechos y los conceptos, distingue a unos de otros
oponiendo recíprocamente las nociones, mediante la
contradicción o la contrariedad. La alteridad del otro es la
expresión extrema del “no matarás” y, en mí, el temor
por todo aquello que en mi existir, pese a la inocencia de
sus intenciones, corre peligro de convertirse en violencia
y usurpación” (Ibid.: 197; las cursivas son del autor).

La capucha sobre el rostro evita una relación ética con el otro,


suspende su rostro y desprende las intenciones —violencia y
usurpación— del vínculo con ese otro. No hace “frente” al otro,
sino que le da la espalda, con todos los sentidos morales y eróti-
cos que despliega la frase.
Retengamos lo expuesto para retomarlo luego. Sigamos con
los testimonios, con el fragor de las vidas reales, de los hechos
específicos y de los relatos posibles. Citamos lo que otros citan
de sí mismos y de ciertos acontecimientos para explorar esta
conformación de la alteridad, en un rostro que es el fundamen-
to del sentido, no expresión plástica de una apariencia, sino
que pivote de la alteridad y, dramáticamente, tanto de la vio-
lencia como del cuidado. El otro en su máxima intensidad.
Específicamente, hemos querido revisar dos puntos en esta
conformación de la alteridad. Uno, referido al estatuto de la víc-
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tima y el modo en el que los hombres acusados de violación es-


tructuran su propia responsabilidad; y otro, relativo al vínculo
entre virginidad y violación, que recupera elementos simbólicos y
atávicos relacionados con la violencia sexual. La pregunta que nos
acompaña es cómo estos hombres significan la violación, cuáles
son sus parámetros para connotar un acto en un sentido u otro y,
según lo indicamos, la forma en que construyen la alteridad.

SEXUALIDAD Y PODER. LA CULPA


DE LA VÍCTIMA
¿Cómo se articula la relación entre culpa y responsabi-
lidad en una violación? En ella se imbrica un ordena-
miento de las relaciones de género, se entrelazan poder y
deseo, se movilizan los imaginarios sobre lo masculino y lo feme-
nino; lo propio de los hombres, lo asignado a las mujeres. Irene
Hercovich indica que para estudiar la violación “hace falta sus-
pender el rechazo hacia lo que repugna, soportar lo intolerable y
aventurarse allí donde sexo, violencia y poder no pueden distin-
guirse uno del otro sin que cada uno de ellos pierda algo de lo
que es” (1997: 107). En un sentido semejante, Klein plantea que
es necesario atender y enfrentar la interpretación que sitúa a la
mujer como culpable, reconocer su eficacia, “No basta con re-
chazar la interpretación dominante que culpabiliza a la mujer
violada, y creer en cambio en su palabra. Para legitimarla social-
mente, no puede eludirse la pregunta acerca de la eficacia y per-
sistencia de aquella interpretación” (p. 108). Por el otro lado,
una disposición a cruzar los límites que ordenan lo tolerable y lo
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aceptable, a vencer la repugnancia, dar un paso más allá, hacia


donde el sexo se imbrica con violencia y poder. Por otro, dar un
paso más acá, hasta la hegemonía de una interpretación que
culpabiliza a la mujer por la violación. Ambas lecturas dispo-
nen una escatología, un mundo de lo aceptable y de lo repug-
nante, un ámbito en el que hay que aventurarse como si se
explorara una selva, un lugar salvaje. Ambas miradas fundan una
alteridad: un espacio de lo no tolerable, constituido por la viola-
ción, el espacio de un más allá, como hemos mencionado, y otro
de la culpa legitimada, un más acá que se impugna. O la viola-
ción está fuera de nosotros, en un deslinde más bien monstruo-
so, o está demasiado dentro, en una especificación hegemónica.
La pregunta central es por qué la víctima es consignada
como culpable, cómo se traspone la responsabilidad en los re-
latos de modo que el hombre violador no sea nunca el agente
de la violación ni su responsable.
Escuchemos un testimonio: “Una mañana me levanto a las
tres para el desayuno… Entonces encuentro que la niña está ahí
y que se pone a ayudar, entonces me empiezo a inquietar. Al día
siguiente, a los pocos días, yo estoy durmiendo y la chica viene y
me empieza a jalar las pestañas y la nariz … este juego se empie-
za a repetir… hasta que un día la beso y ella acepta, hasta que un
día tuvimos relaciones sexuales” (León y Stahr, 1995: 21). Prime-
ro, la inquietud, como aviso anticipado de un suceso —la niña
está ahí—, luego el juego y la repetición, señal de insistencia;
por último, la aceptación y el sexo. Todo sucede como si fuera un
oráculo: el adivino avisa lo que ocurrirá, pero lo advierte en tanto
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inevitable, anuncia lo que no puede ser anunciado en su misma ine-


vitabilidad; ajeno a la voluntad e incluso a la historia, el adivino
reafirma el carácter fatal de los sucesos. Luego, el mismo entre-
vistado agrega, “La chica seguía buscándome, iba a mi trabajo…
no me dejaba en paz y entonces tuvimos que seguir teniendo re-
laciones”. La niña lo ha seducido y él “debe”; es el “deber” lo
que se impone —tuvimos que…—: un hombre cumple con sus
obligaciones, atrapado en la insistencia de la niña, en su perse-
verancia feroz, en su pequeña guerra —no me dejaba en paz—.
He aquí un axioma de la ética masculina.
Otro entrevistado señala que la niña lo acusó falsamente, “es
una pirañita —dice— que para todo el día en la calle”; agrega
que “en realidad, yo no sentía casi nada yo estaba con ella sólo
porque me lo pedía” (Ibid.: 48). Un animal (la constante que he-
mos referido permanece) —una pirañita— devora su voluntad,
primero ocupando su espacio —la calle—, luego incitándolo
—su deseo—. Voces de sirenas (seres también acuáticos) como
las que llaman a Ulises en su travesía, clamor irresistible que sus-
pende incluso el deseo —no sentía nada—, que pide lo que no
se quiere dar, pero ante lo que no hay opción —me lo pedía—.
Pero no es una petición sino una imposición, como las pirañas no
le preguntarán a su víctima si quiere ser devorada.
Vigarello, en su historia de la violación, señala que “El univer-
so de la falta, el del pecado, constituyen el principio mismo del
juicio…, por lo cual la violencia permanece poco considerada y
la víctima de una violencia es sospechosa a priori. Otro conjunto
de razones lleva así a enmascarar la violencia sexual: las diversas
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maneras de negarle a la mujer su estatuto de sujeto” (1999:


37-38; las cursivas son nuestras). Extraño vínculo entre la sospe-
cha y la impugnación del estatuto de sujeto; es como si la mujer
fuese sospechosa de manera sustantiva, ante todo sospechosa.
Luego los hechos verifican lo que la duda sostiene como fantas-
ma: una historia de las representaciones de la feminidad, como
dice Vigarello. ¿Seremos lo suficientemente conscientes del po-
der que tienen esas representaciones, de su capacidad para
conformar los hechos? Finalmente, cada representación será
una máscara —que encubre, que vela el rostro—; a la violencia
física le antecederá todo este sedimento de violencias simbóli-
cas. ¿Por qué es tan difícil tratar con la violencia en su consecu-
ción física, por qué el mismo lenguaje bordea sus senderos sin
!Atendamos a Foucault cuando plantea que —si- demarcarlos, como huyendo?3
guiendo a Maurice Blanchot— “Quizá hay en la
palabra una adhesión esencial entre la muerte, la Otro entrevistado dice: “Señor, yo
prosecución ilimitada y la representación del len-
guaje por sí mismo. Quizá la configuración del es- ya no estaba borracho, para qué le voy
pejo al infinito contra la pared negra de la muerte
es fundamental para todo lenguaje desde el mo- a engañar; tenía los estragos… La niña
mento en que no se acepta circular sin dejar ras-
tro” (Foucault, 1999: 130).
se avienta y yo no sé qué sucedió, en
segundos perdí una noción. Como ella
entró en mi cama, la acaricié, le pasé las manos por sus nalgui-
tas y ella no decía nada. La puse de lado, tampoco dijo nada. Yo
estaba con el cierre abierto y la empecé a sobar, no le hice el
coito, solamente el rozamiento, y ella tampoco decía nada. De
repente reaccioné y le dije que se levantara y se fuera” (León y
Stahr, 1995: 58). Continúa, luego, “en efecto, no había hecho
nada. Mire, en el instante de un acto, por segundos podría de-
cir, uno pierde su don, su cabeza, su control. No se sorprenda,
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eso es lo que le pasa a todo el mundo, eso es lo que actúa el


hombre en lo sexual. Todo hombre en el momento de lo sexual
pasa por eso mismo” (Ibid., 64).
¿Quién ha perdido? El hombre: su don y su cabeza. Una serie
de sucesos se encadenan en una fatalidad: deshoras, estragos,
puertas entre abiertas, niñas precoces. Ante lo sexual, la desgra-
cia, un hombre que sólo responde (lo veremos más adelante tam-
bién) y una mujer que incita, que provoca, que tiende entre sus ma-
nos el hilo que le permite a un hombre desplazarse por sus labe-
rintos. A todo hombre puede sucederle lo mismo —nótese el
énfasis colectivo de la masculinidad—, digamos: un hombre es su
propio destino en tanto hombre. Fatal orden de lo sexual que lo
obliga. Todo hombre pierde su control, su don, su cabeza, se des-
barranca hasta su sexo (la cabeza está arriba y el sexo abajo, en un
orden topológico del cuerpo y de las facultades). Pero el derrum-
be empieza con la aceptación de la mujer; paradójicamente la pa-
labra le pertenece, supone una orden que detiene o que
posibilita el encadenamiento de sucesos: ni dijo nada, permane-
ció en silencio. No se negó, no resistió. Una fortaleza a la que se
puede entrar sin problemas, porque nadie lo impide, ni siquiera
nos insulta. Por unos segundos, el tiempo hace un corte perplejo:
el instante del acto ordena el devenir de la vida; son los segundos
los que finalmente deciden. Pero no hay sorpresa, ¿qué nos po-
dría sorprender? Las cartas ya están echadas, el oráculo anuncia-
do, los cierres abajo, las niñas dispuestas. El mundo, finalmente,
entenderá la experiencia, la justificará, la hará suya. Volverá el
don, la cabeza, el control.
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VIRGINIDAD, TABÚ Y VIOLACIÓN


“Y yo le dije: ‘Eres mujer’. Y ella llorando me dijo: ‘Ya
he tenido relaciones’. Sentí remordimiento, pensé
que había cometido un error sobre todo porque yo estaba jun-
tado con mi señora” (León y Stahr, 1995: 21). Si una mujer es
mujer, en el sentido que esboza la virginidad y su posible pérdi-
da, ¿puede ser violada? Según el entrevistado no, porque ya
dio un consentimiento generalizado a los hombres, al perder el
único estatus que la resguarda. La niña “confiesa” ante el agre-
sor que “ya ha tenido relaciones”, por lo tanto queda justifica-
do en sus pasiones y en sus actos: está disponible, se la puede
tener. El remordimiento sucede en torno a la relación que tiene con
su “señora” —estaba juntado—, ése es el error que puede de-
clarar: me acosté con otra y eso repercute en el vínculo oficial
con una mujer. Pero no se esboza la posibilidad de que haya
violado a la niña. Ya sabemos, era mujer.
Petazzoni define la mancha como: “—un— acto que desen-
cadena un mal, una impureza, un fluido, un quid misterioso y
dañino, que actúa dinámicamente, es decir, por medio de ma-
gia” (citado por Ricoeur, 1991: 189). La mancha de la niña —su
virginidad perdida— desencadena el mal, quid misterioso. Las
niñas de estos relatos son demasiado atrevidas, los signos de
su deseo son palpables: humedad, fluidos. ¿Qué es la culpa en
esta reflexión? Un castigo anticipado, dice Ricoeur, interioriza-
do y opresor de la conciencia —en este punto, el autor es freu-
diano— “…vehículo de la interiorización de la mancha
misma… la culpabilidad es un momento contemporáneo de la
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misma mancha” (Ibid.: 260). Pero la mancha se interioriza, por-


que no es propiedad del hombre, sino de la mujer. Un hombre
siempre permanece sin-mancha, no hay virginidad que pueda
perder. Salvo en estos meandros del destino, en los que cede a
la seducción, se deja capturar por la mujer. La mancha siempre
le pertenece a ella, la cargue o la imponga, la provoque o se le
obligue. Entonces, para estos hombres no hay culpa, porque
tampoco hay mancha, no hay “vehículo de interiorización”,
sólo un exterior que es el deseo femenino. El castigo anticipa-
do lo recibe la otra, por su culpa también anterior. Primigenia.
El juego argumental traslapa lo sagrado y el deseo. Otro entre-
vistado consigna que la virginidad es algo “sagrado”, tal vez lo
más sagrado de todo; luego señala que no ha tenido suerte en es-
tar con “una mujer virgen” y que la niña que lo acusa de violación
no lo era, porque “estaba húmeda la pri- "
“Respecto a la virginidad, la virginidad es lo más
mera vez”.4 ¿Qué significa la “hume- sagrado, es sagrada. Yo nunca he tenido una mu-
jer virgen, esa niña estaba húmeda la primera vez.
dad” en este caso? El entrevistado la lee Ella no me gustaba, no me gustaba tener relacio-
nes con ella, lo hacía porque ella me exigía, esa
como signo del deseo, supone un pro- era la razón por la que yo lo hacía… Después de
las relaciones sexuales me sentía sucio… ¿sabe
ceso de lubricación que lo incita/excita, por qué, señor?, porque yo no estaba a gusto con
ella, porque actuaba como varón solamente” (En-
que lo requiere. Otra vez, la voluntad trevista a L. F.; León y Stahr, 1995: 22-23).
pertenece a la víctima y el victimario ac-
túa porque ha sido seducido, “ella me exigía” —fluidos, quid mis-
terioso—. Esta “debilidad” retorna como mancha, como
impureza sobre él mismo —“me sentía sucio”—; suciedad provo-
cada por su adecuación a la norma masculina, que lo “obliga” a
tener relaciones con una mujer que lo busca, pero que interfiere
en su voluntad. Como a Adán en el Paraíso, esta pequeña Eva lo
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# En este punto nos debemos preguntar, como lo


ha conminado a comer del fruto prohi-
hace Foucault al explorar la obra de Bataille, ¿qué
sentido tiene hablar de profanación en un mundo
bido. El pecado viene de la mujer y
“que no reconoce un sentido positivo a lo sagra-
hace sucumbir al hombre.5
do”? Foucault se pregunta: “¿no es, aproximada-
mente, lo que podríamos llamar la transgresión?
Asimismo, la voluntad no reside en
Ésta —agrega—, en el espacio que nuestra cultura
le da a los gestos y a nuestra lengua, prescribe no la
la pertenencia a ese colectivo de los
única manera de encontrar lo sagrado en su conte-
nido inmediato, sino de reorganizarlo en su forma
“hombres”, sino que el acatamiento a
vacía, en su ausencia que, por ello mismo, se vuel-
ve centellante” (Foucault, 1999: 148). En un pá-
sus mandatos supone una merma en la
rrafo consecutivo señala que “Lo que a partir de la
capacidad decisoria. “Solamente ac-
sexualidad puede decir un lenguaje si es riguroso,
no es el secreto natural del hombre, no es su tran-
tuaba como varón”, dice el entrevista-
quila verdad antropológica, sino su carencia de
Dios; la palabra que dimos a la sexualidad es con-
do; no había otra forma de hacerlo,
temporánea, por el tiempo y la estructura, de
aquella por la cual nos anunciamos a nosotros mis-
eso estipula el “contrato sexual” que
mos que Dios había muerto. El lenguaje de la se-
xualidad —continúa—, al que Sade, desde que
han signado los miembros de este gru-
pronunció las primeras palabras, hizo recorrer un
po, asechados como están por el de-
solo discurso todo el espacio del que se había con-
vertido en soberano, nos elevó hasta una noche en
seo incontrolable de las mujeres. Ellos
que Dios está ausente, y donde todos nuestros ges-
tos se dirigen a esa ausencia a una profanación que
han hecho lo debido, lo que se espera
a la vez la designa, la conjura, se agota en ella, y se
encuentra devuelta por ella a su pureza vacía de
que hagan ante una situación semejan-
transgresión” (Ibid.).
te. ¿Era posible dejar de responder a la
incitación imaginada de una mujer, a su humedad turgente y
seductora, a sus exigencias? No podía, he ahí su mancha, su
caída. “Pasado perfecto, futuro perfecto: la costumbre local de
la virginidad aparece en pasado cuando podría ser presente y
en futuro cuando ha sido pasado. Las referencias giran en torno
a un espacio vacío en el cual lo alusivo y lo elusivo… conver-
gen” (Schwartz, 2002: 3).
En la virginidad se juega la voluntad de la mujer, es el esce-
nario de su disponibilidad, de su parte en el contrato y en el in-
tercambio. Ideal y amenaza; voluntad y deseo; consentimiento
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y poder. Indica Schwartz, “Una virginidad que simultáneamen-


te consuma los ideales y precipita crisis —de representación,
sucesión, deseo, volición e intercambio— hace visible el espa-
cio, problemáticamente accesible, en el cual aquiescencia y au-
todeterminación puede coincidir” (Ibid.: 1). Finalmente, obliga
a la mujer a participar en la producción heterosocial, la conmina
a concurrir con su cuerpo a la firma del contrato. Extraña virtud
que incita y conmueve, que resguarda a la vez que precipita.
Pero, ¿qué tipo de espacio es éste en el que coinciden asenti-
miento y autodeterminación? Es un espacio paradójico, que
permite y prohíbe al mismo tiempo, que existe sólo en tanto re-
sistencia a la consecución de los ideales, porque la virtud res-
guardada es la propiedad del esposo. Su buen talante. Virtud
también paradójica, porque tiende a su fin, a su pérdida; es vir-
tud en tanto se la puede conservar para perderla. La mujer real-
mente virgen es la que pierde su “virtud” de buena manera. No
será virgen, pero seguirá siendo virtuosa.
Un entrevistado refiere los informes de otros hombres sobre lo
acaecido, “En el informe del médico dice que no ha habido pene-
tración, pero el otro dice que sí ha habido penetración. No entien-
do nada, yo lo único que sé es que hay como tres o cuatro etapas
en una violación, y que en mi caso solamente llegué a la tercera
etapa, que es el rozamiento” (León y Stahr, 1995: 58). Un degradé
de los actos que empieza con el toqueteo, sigue con el rozamiento
y termina en el coito. Para estos hombres no existe acto sexual que
no sea violento o, a la inversa, un acto sexual no puede contemplar
la violencia entre sus dones. Rozamientos, frotes, caricias, besos;
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afecto y violencia se interceptan y se distribuyen los agravan-


tes. La virtud se asecha, pero no se derriba.
¿Qué constituyó la violación? Las cuatro etapas como los cír-
culos concéntricos del infierno, un orden de la gravedad y de la
culpa. Tercer círculo: “sólo rozamiento”. ¿Ha habido violación?
Otra vez la virginidad y sus garantías, el entrevistado señala que
“…la vagina de la niña es como un huevo que tiene su capa,
pero también hay otras telitas, hay varias; entonces, según si ha
habido rozamiento o ha habido coito, entonces se rompen algu-
nas de esas telitas pero no se rompe el huevo, y el huevo sólo se
rompe si es que ha habido coito. Yo no he roto el huevo, como se
dice vulgarmente” (Idem.). Tal como los círculos avernales, la va-
gina tiene capas, sedimentos de pureza y de virginidad; se rom-
pen las telitas, pero no “el huevo”. Permanece la propiedad del
todo: estar entero. No ha habido violación, porque no hay rom-
pimiento; la pieza mantiene su completitud, el objeto, su valor.
El coito atraviesa esta totalidad, su garantía, y la finaliza; el ro-
zamiento la pretende, pero no la consuma, “yo no he roto el hue-
vo”. Pero el todo que se considera incólume, supone las partes
$ En su lectura del texto de Jacques Lacan, Kant
—las telitas— que se “rompen”; el cuer-
con Sade, Jacques-Alain Miller señala que en la re- po es un lugar fragmentado.6
lación con el otro Sade no busca su sufrimiento,
sino su angustia. El cuerpo se articula como una Tal vez en las trasposiciones de las
fragmentación. Asimismo, Miller indica que la an-
gustia se obtiene por medio de las amenazas, “es que somos testigos, la virginidad sea, en
muy importante para los verdugos, en Sade, decir a
la víctima lo que va a pasarle; les interesa mucho último término, un atributo masculino.
demostrar a la víctima que hacen lo mismo con
otra víctima y eso produce angustia… No hay con-
La mujer es impura por naturaleza, pare-
tradicción —destaquémoslo— entre esa fragmen- cen razonar los entrevistados, cuyos tes-
tación y buscar la angustia, la producción de
angustia” (Miller, 1998: 239-240). timonios citamos. ¿Cómo podría haber
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violación? Lo que hay es uso, es propiedad. La virginidad es una


garantía para el intercambio de las mujeres entre los hombres;
su mancillamiento preocupa a los “tutores” antes que a las víc-
timas. “La virginidad es el adorno de las costumbres, la santi-
dad de los sexos, la paz de las familias y la fuente de los
vínculos más grandes”, señala un jurista francés del siglo XVIII,
citado por Vigarello. El historiador añade que “Su existencia es la
condición para el casamiento. Su ofensa pública compromete el
honor, el rango, la vida misma, pues una niña ‘desflorada’ se con-
vierte inevitablemente en una niña ‘perdida’” (1999: 16). Ricoeur
señala que “Sorprende la importancia y la gravedad que se con-
cede a la violación de las prohibiciones de carácter sexual en la
economía de la mancha” (1991: 192).

UN MODELO PARA ARMAR.


ACERCA DE LO SEXUAL
¿De qué lado, en estas historias, se ha situado lo se-
xual? Sin duda, entre las mujeres; los hombres res-
ponden, pero la mujer incita. La pureza es una virtud de ellos,
aunque un mandato para ellas. Lo virgen es lo incontaminado,
dice Ricoeur, lo sexual es lo sucio. “…lo virgen es lo incontami-
nado, como lo sexual es lo inficionado” (Ricoeur, 1991: 193).
Cuando hablamos de sexualidad articulamos una paradoja;
por una parte el modelo es siempre masculino; por la otra, las
mujeres son todo sexo, su razón última. Señala Weeks, en este
sentido, que “Es difícil evitar la sensación de que el modelo de
sexualidad… es el masculino. Los hombres han sido los agen-
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tes sexuales activos; las mujeres, a pesar de —o quizás por—


sus cuerpos fuertemente sexualizados, han sido vistas como se-
res sensibles que despiertan a la vida… gracias al beso de un
hombre” (1998: 180). El autor señala que las mujeres confor-
man “el sexo” en la tradición occidental, “como si sus cuerpos
estuvieran tan impregnados de sexualidad que no hubiese ne-
cesidad de conceptualizarlo” (Idem.).
¿Qué modelo se constituye, a la vez, como exclusivo, pero no
perteneciente? La sexualidad pertenece a los hombres, el sexo a
las mujeres. La sexualidad es construida como metonimia: la par-
te por el todo. Tal como lo ha sido el sujeto en el pensamiento
occidental: El Hombre, mayúsculo, entero, coherente, que es re-
presentante de toda la especie. Pero, ¿cómo pueden ser los
hombres agentes activos si las mujeres están fuertemente se-
xualizadas? El modelo es un espejismo: las mujeres son al sexo lo
que los hombres a la sexualidad. Las mujeres nacen, los hombres
se hacen. ¿Quién despierta con el beso que refiere Weeks? Más
bien, el hombre mismo; porque las mujeres son avispadas (las ni-
ñas de los relatos), estaban ya despiertas. En este orden onírico
de los géneros, el hombre duerme y la mujer deambula; la mujer
gana y él pierde; aquella pide, éste sólo puede dar.
Nos preguntamos con Ricoeur, ¿cómo ha sobrevivido la ima-
gen de la mancha? El filósofo responde que sólo porque ha te-
nido la fuerza expresiva del símbolo: “...La representación de la
mancha se mantiene en el claroscuro de una infección cuasi físi-
ca que apunta hacia una indignidad cuasi moral” (1991: 198).
¿Qué tipo de representación es ésta? Si bien la impureza entra
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en el orden de la palabra, sustentada en la oposición puro/im-


puro, la mancha permanece muda, “Una mancha es una man-
cha porque está ahí, muda”. Una mancha muda como las
mismas mujeres que han sufrido una violación. ¿Se entiende
que el lenguaje es un campo de batalla? La violencia tiene ga-
nada su primacía, porque se articula en palabra: grito, insulto,
desprecio, amenaza, en fin; además de actuarse en gestos: gol-
pes, tirones, movimientos, orgasmos. El dolor permanece si-
lente, extraviado; sin gestualidad, opaco para sí mismo.
La mirada de los hombres cuyos testimonios hemos citado es
oblicua. No alcanza a conformar el rostro del otro/la otra. Si no hay
mirada, si el rostro se vela, y el otro/la otra desaparece en la bruma
de nuestra ceguera, se cumple lo que sugiere Levinas: “La alteri-
dad del otro es la expresión extrema del “no matarás” y, en mí, el
temor por todo aquello que en mi existir, pese a la inocencia de sus
intenciones, corre peligro de convertirse en violencia y usurpa-
ción”. La violencia no corresponde a un límite, al extremo del que
nos separan las buenas costumbres y la recta conciencia; la violen-
cia es un adentro, un modo constitutivo. Por ello es difícil de diluci-
dar, la entendemos como un exterior, como una ajenitud. Pero
emerge desde “dentro”, donde no la esperábamos, donde quisié-
ramos que no estuviera. Nuestros testigos mencionan casas, habi-
taciones, camas; escenas de una intimidad sofocante.
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