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La intimidad y el ADN / Salvador María Lozada


Durante el notorio proceso García Belsunce han tenido resonancia mediática las presuntas resistencias de
los sospechados a practicarse la prueba llamada ADN, y en algún momento se ha sostenido la pretensión
de los mismos a prestarse a esa comprobación en forma voluntaria, como si fuera una concesión que hacen
al proceso, o como un sacrificio que hacen de su intimidad biológica.
Tiene sentido clarificar estos aspectos.
Autor: [b][color=336600]Dr. Salvador María Lozada*[/color][/b]
[b]Especial para IADE-Realidad Económica[/b]

*[i]Abogado, Doctor en Derecho, Presidente del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico
(I.A.D.E.). (Ver más en nuestro link Quiénes Somos / Presidentes del IADE).[/i]

Intimidad e Individualismo

Discurrir sobre la intimidad humana y sus límites no es algo que pueda disociarse del concepto
que se profese sobre la primera. A esta altura de los tiempos no debiera estar esa noción afectada
por prejuicios heredados del liberalismo individualista y de sus egocentrismos entrañables. De tal
individualismo se ha dicho que “es un sistema de costumbres, de sentimientos, de ideas y de
instituciones que organiza el individuo sobre sus actitudes de aislamiento y de defensa. Fue la
ideología y la estructura dominante de la sociedad burguesa occidental entre los siglos 18 y 19. Un
hombre abstracto, sin relaciones ni comunidades naturales, dios soberano en el corazón de una
libertad sin dirección ni medida, enfrentando al otro con la desconfianza, el cálculo y la
reivindicación; las instituciones reducidas a asegurar la protección de sus egoísmos, o el mejor
rendimiento por la asociación reducida al lucro: tal el régimen de la civilización que agoniza a
nuestros ojos”. Así decía Emmanuel Mounier en los años pasados entre las dos guerras mundiales
(1).

La persona humana desde hace décadas se concibe como un centro de relaciones concretas, de
comunicación, de solidaridad, de apertura. “Ella no existe más que hacia otro, no se conoce que
por el otro, no se encuentra sino en otro. La experiencia primitiva de la persona es la experiencia
de la segunda persona. El tú, y el nosotros, precede al yo o al menos lo acompaña”, agrega Mounier
citando a Nédoncelle, a Buber y a Midinier (2).

El derecho a la intimidad no puede escapar a la realidad concreta y a la situación socio-histórica en


que se realiza y ejerce, ni cabe predicarlo de un yo abstracto, desligado del hic et nunc ineludible
de la existencia humana, lo cual es particularmente relevante en el caso de Evelin Vázquez
erróneamente resuelto por la Corte suprema argentina en 2003, declarando que el derecho a la
intimidad protege a quien resiste la prueba hemática (Vázquez Ferrá, Evelin Karina, S/ Incidente
de Apelación).

El derecho a la Intimidad

Un concepto individualista de la intimidad de la persona humana sería hoy inadmisible. Pero aun
cuando no lo fuera, aceptado como mera hipótesis, ello no mejoraría la suerte de la errada
decisión mayoritaria. Porque no se discute - ni lo discute la sentencia - que el fundamento
normativo de la intimidad está en nuestro ordenamiento en el art. 19 del viejo texto decimonónico.
Como se sabe, a pesar de la Weltanschauung liberal de la que es tributaria, la constitución de 1853
atenúa la autonomía personal al erigir tres límites bien consabidos al goce de la intimidad: el
orden, la moral pública y el perjuicio a terceros. Complementariamente, el código civil opone
también una triple barrera al abuso de los derechos en el art.1071: la buena fe, la moral y las
buenas costumbres.

La resistencia a la prueba hemática opuesta por Evelin Vázquez, avanza sobre estas tres fronteras
conceptuales de la ley máxima y del derecho común. No hay duda que la filiación de los
habitantes, su estado civil y su adecuada identificación concierne claramente al orden público y al
poder de policía del Estado contemporáneo. No en vano tenemos un Registro Nacional de las
Personas y desde hace más de un siglo numerosos Registros Civiles ocupados de esta tarea de
verificación y de autenticidad, en suma, de la verdad concerniente a las personas de la población,
muy en particular sobre la identidad de las personas, lo cual depende centralmente de la filiación.
No en vano tampoco, el Código Penal ha hecho de esos valores de certidumbre y veracidad un bien
jurídico protegido, como se desprende del Título IV, Capitulo II del Libro Segundo de ese cuerpo
normativo.

Es que la filiación, ese eje de la identidad, es la faz externa de la persona humana, la que se ofrece
a la comunidad y a todas las relaciones sociales y estatales. El concepto de identidad personal
excede con creces la intimidad, la desborda nítidamente. Ser en la sociedad y en el Estado, tener
identidad en ellos, es un hecho que se proyecta hacia lo público de la persona. Está claro, pues,
que la invocación de la intimidad para resistirse a la prueba hemática carece de fundamento
porque la filiación y la identidad tienen una notoria significación supra íntima y ostensiblemente
trascienden y desplazan las propensiones y deseos de la intimidad.

Con otras palabras, literalmente, no es “una de las acciones (u omisiones) privadas de los hombres
(o mujeres) que no ofenden el orden”. Esa resistencia, por el contrario, sí, muy efectivamente,
ofende al orden público porque frustra uno de los cometidos más obvios del poder de policía
respecto de la población del Estado y desconoce realidades sociales que sin duda exceden la órbita
de lo privado.

También esa resistencia ofende la moral pública mentada por el art. 19. Tal moralidad no es otra
que la ley mosaica trasmitida como parte del acervo judeocristiano que reflejan las convicciones
de la vasta mayoría del país, que ha informado sus instituciones y las ‘buenas costumbres’ del
medio social, para decirlo con los términos del código civil. Y en ella destaca “el honrar al padre y
a la madre” de un modo eminente (Deuteronomio, V, v. 16). Naturalmente, se trata del padre y la
madre de la familia genuina y real, natural o legítima, no de la familia ficticia, fingida, inventada
como secuela de conductas delictuales, y urdida con fraude en un medio de violenta
antijuridicidad. No obstante los respetables afectos y emociones que de hecho esta vinculación
fáctica haya explicablemente podido con los años ir engendrando, nada de esto altera los términos
de la cuestión ni ayuda a sustentar en lo más mínimo la invocación del derecho a la intimidad. Sin
daño a ésta, ni a los sentimientos aludidos, la renuente podría haberse prestado a la prueba de
ADN y seguir cultivando esas emociones no necesariamente excluyentes de la obligación moral de
honrar al padre y a la madre. La resistencia a conocer los verdaderos progenitores, así pues,
siendo premisa fáctica ineludible del poder honrarlos, se revela entonces como muy clara
infracción a esa moralidad prevista por la exigencia constitucional limitativa del derecho a la
intimidad. Otro tanto cabe decir del deber de veracidad que se impone como elemento de la moral
pública aludida y de la buena fe, moralidad y buenas costumbres, también opuestas al abuso del
derecho por la legislación común. El deber de veracidad no alcanza sólo al decir la verdad sino
también a contribuir a que la verdad sea sabida por todos aquellos a quienes razonablemente
puede concernir. Resistirse, y al resistirse obstruir el establecimiento de la verdad respecto de la
propia filiación, no es comportamiento que conjugue con esa exigencia ética compartida, obvia,
indiscutida, de obstaculizar el conocimiento de la verdad - la sociedad, el Estado y la familia
presunta -, que tienen derecho a ella. Adviértase que no se le ha requerido a Vázquez que diga la
verdad. Se le ha pedido algo sustancialmente diferente y mucho menor como contribución al
proceso: sólo que no obstruya el acceso a elementos materiales que están, por así decirlo, en su
posesión y de los que es portadora de un modo involuntario e inconsciente. Se trata de algo
inconfundiblemente diverso de la prueba testimonial.

Así pues el sustraerse a la prueba hemática para impedir la verdad sobre la propia filiación no es
una de las “acciones (u omisiones) privadas de los hombres (o mujeres)” que no ofenden la moral
pública, lo que invalida también la posibilidad de ampararse en el derecho a la intimidad a este
respecto.

Finalmente, el perjuicio a terceros se proyecta en varias direcciones.

Por un lado, el perjuicio al vasto público de la Nación que tiene interés en la certidumbre y en el
conocimiento de la identidad, y por ello de la filiación de sus congéneres; más aun y sobre todo, y
con más alto signo axiológico, el perjuicio a los órganos del Estado que necesitan igual
certidumbre sobre la identidad y filiación de todos los ciudadanos y administrados. Pero aun
mucho más todavía, más viva y fuertemente aparece el perjuicio a la familia natural o legítima de
la requerida.

No se trata de una construcción artificial ni de un valor ideológico. La familia es la titular


inequívoca de derechos que han sido reconocidos, ahora en el nivel constitucional, por la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, cuyo art.17.1 deja puntualmente asentado “La
familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y debe ser protegida por la sociedad y
el Estado”.

Habida cuenta que la familia aparente ha quedado desechada por la prueba del propio proceso
como un engendro delictual y fraudulento, la expectativa de establecer la verdadera familia
adquiere una enorme significación para esa sociedad, para la cual ella es su “elemento natural y
fundamental”. Los intereses de la sociedad y del Estado, que por imposición constitucional deben
ver en la familia su elemento natural y fundamental, están pues atacados por la renuencia a la
prueba del ADN.

La decisión de no contribuir a la certidumbre sobre los lazos de parentesco que, prioritariamente,


sus presuntos abuelos aspiran a tener, es una muy clara lesión a los intereses en expectativa de
estos tan próximos terceros, los probables miembros de esa familia sobre la que imperiosamente
hay hoy que obtener certidumbre. Y también una lesión muy determinada y honda a la posibilidad
de que la sociedad y el Estado

cumplan con su deber de protección sobre esa familia, como precisa la norma ya citada de la
Convención americana.

De tal modo, la resistencia a la prueba hemática no es una de “las acciones (u omisiones) de los
hombres (o mujeres)” que no perjudican a un tercero. Quien se resiste a la prueba hemática no
puede ampararse, pues, en el derecho a la intimidad enunciado por el art. 19 de la constitución,
contrariamente a lo que ha decidido penosa y muy infundadamente la mayoría del tribunal.

La Verdad Jurídica Objetiva


Dicho todo esto tan simple y obvio para el exegeta sin prejuicios ni intereses ulteriores, convienen
algunas consideraciones adicionales.

Las circunstancias que dan origen al proceso en el que se le ha requerido la prueba de sangre a
Evelyn Vázquez son las del terrorismo de Estado de los años 70 y principios de los 80. Es la etapa tal
vez más cruenta y trágica del pasado nacional, en las que se generalizó la desaparición forzada de
personas junto a la apropiación de recién nacidos durante el cautiverio de sus madres antes de ser
clandestinamente ejecutadas. Esto tiñe con colores de excepcional y horrible intensidad la causa
resuelta. No se trata, en consecuencia, de

una duda filiatoria emergente de disputas habituales, conflictos familiares o habladurías


mediáticas al uso televisivo, ni de una controversia por reclamos hereditarios, hipótesis éstas que
parecen francamente baladíes comparadas con la duda producida en el horror de aquellos años
siniestros. Hay una distancia inmensa entre esos supuestos más o menos anodinos de
investigación de la filiación y la requerida a causa de la comisión de crímenes atroces e
imprescriptibles.

Durante los últimos algunos fiscales, jueces y alzadas han realizado una tarea esforzada y
meritísima para corregir la impunidad legislativa de aquellos hechos terribles, bendecida en 1987
por este mismo tribunal con

el voto de algunos de los ministros (3) que también concurrieron a la infortunada solución del caso
Vázquez.

Que la Corte Suprema persista en la obstrucción de esta corriente reparadora de la justicia omitida
y establecedora de la verdad, produce enorme perplejidad, asombro y verdadera alarma. Sobre
todo cuando se examina la rebuscada índole y la indigente fuerza de convicción de los argumentos
a los que no se ha evitado descender para forzar lo insostenible: unos retorcidos recursos
abogadiles de nivel insignificante, como los que pretenden hacerle decir a normas del código
procedimental cosas que de ningún modo afirman, y que otro votos de la sentencia, también
errado pero hermenéuticamente más pudoroso, se ocupa de rectificar.

En mejores tiempos que los presentes, la jurisprudencia de la Corte Suprema supo oponer con
energía la decidida busca de la verdad jurídica objetiva a la complacencia en los ritualismos
formales “sustitutivos de la sustancia que define la justicia” (4-9-73). La mayoría del tribunal, para
amparar la resistencia de la prueba hemática, ha construido una suerte de apoteosis del ritualismo
formal y de los bizantinismos curialescos. Haberle concedido a la intimidad de la renuente un
poder exorbitante y disfuncional a la significación jurídica y social de la filiación y de la identidad,
con un claro desborde de los tres límites del art. 19, es cosa que excede por completo lo opinable y
lo debatible en cualquier tiempo; mucho más cuando esto ocurría en 2003, cuando se esperaba que
una nueva etapa se abría, aparentemente, en materia de derechos humanos en la Argentina y
parecían destrabadas las antiguas reticencias, turbiedades y ocultaciones, para no decir
complicidades respecto del pasado en estos temas (4).

Azorado por la capacidad para eludir la verdad jurídica objetiva, por el esfuerzo que la mayoría del
tribunal se ha sentido obligada a desplegar laboriosa y como desesperadamente, el lector no puede
sino confiar en la instancia supranacional prevista en la convención arriba mentada, como nueva
posibilidad para la reparación de la justicia sustraída.

Notas:

(1) Emmanuel Mounier, Le Personalisme, Presses Universitaires de France, Quatorziéme édition,


pag. 32.
(2) E. Mounier, ob.cit., pag. 33.

(3) V. Salvador María Lozada, Los Derechos Humanos y la Impunidad en la Argentina (1974-1999),
Grupo Editor Latinoamericano, pag. 205.

(4) V. Salvador María Lozada, ob.cit. pag. 236.

Nota de Redacción: Los casos de Maria Marta García Belsunce y Evelin Vázquez mencionados en el
presente artículo, son actos de violencia que han excedido la mera crónica policial. Se han
constituido en hechos que la opinión pública sigue de cerca, a diario, debido a las innumerables
derivaciones.

Artículo especial para IADE-Realidad Económica

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