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S A N G R E
C L A U D I O D E A L A S
( J O R G E E S C O B A R
U R I B E )
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CLAUDIO DE ALAS
PRÓLOGO
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LA HERENCIA DE LA SANGRE
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LA HERENCIA DE LA SANGRE
“MEFISTÓFELES
Viernes 17 de Julio... “
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-Sí.
-Pues ese, es un “averié higli-life”. Tenía un
hermoso pelo y lo perdió. El ojo desviado y esa ci-
catriz en la mejilla en forma de escuadra, es resulta-
do de...
-¿ Y tú me dirás que ese hombre ya está bueno?
Nada de eso. El “Mal” puede hallarse únicamente
adormido y mañana hacerle explosión de nuevo.
Ahora ve a ver a su último hijo. Lo conozco: es una
especie de gato, por lo raquítico; las piernas le salie-
ron torcidas y se lo escurre la baba...
El hombre iba un poco lejos; lo saludaban casi
todos y él les respondía mirándolos con un ojo des-
viado, repulsivo y casi trágico. Renato agrególe a
Gabriel Herran con cierta ironía:
- París le hizo el obsequio, querido amigo... Rie-
ron ambos. Un vendedor de violetas les ofreció.
Compraron un gran ramo, al influjo de una idea
concebida de repente, que tuvo sus vacilaciones pe-
ro que al fin los decidió. Era ir... En el mismo mo-
mento pasó por frente a ellos, sobre la acera
opuesta, una mujer. Era ella, era la adúltera, era la
mujer de un banquero imbécil y mezquino, era la
amante del amigo de Gabriel Herran. Era estatuaria,
pálida, de sombríos ojos, y con labios sensuales
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IX
Pleno estío.
El mar.
Mañana espléndida y azul: azul como un ensue-
ño, cálida como un beso pasionario. Una ola... Otra.
Una más... ¡Otra! Estas, estrellándose en blancas
carcajadas de espumas; aquéllas, llegando blanda-
mente hasta la arena para morir allí, como si fueran
los suspiros del gran monstruo, y más allá entre las
negras escarpas de los peñascos, otras más grandes
que las otras; coléricas, enormes, densas y sombrías.
Tumbo tras tumbo, estruendo tras de estruendo...
hervores, copos...
Es el Balneario aristocrático; es el hermoso ren-
dez-vous de todo lo elegante y lo opulento de la gran
capital. Semeja la playa larga y dorada, un movible
jardín en que florecen la belleza, el chic y la sonrisa,
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XV
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XVI
Una carta:
“Alba mía: No puedo más. No puedo más... La
vida es para mí peor que la muerte. El alma me pesa
fuera ya de mí mismo, como un molde de hierro ar-
diente que me cubriera desde la cabeza hasta los
pies. No puedo vivir, porque mi existencia sería un
crimen. Haber dado al mundo un hijo enfermo, por
culpa de mis propios placeres, es un delito que sólo
la muerte puede perdonar.
Si no fuera tan altivo -es decir, si no fuera tan
cobarde - antes de matarme, mataría, también a ese
hijo, a ese hijo que es como una acusación de mi pa-
sado... Lo estrangularía, en beneficio de la moral,
para que no se prolongara y se expandiera de él la
horrible desventura de mi mal... Pero, ¿cómo borrar
un crimen con un asesinato? Yo no tuve derecho a
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XVII
FIN
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