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Carta a Emmanuel von Bodman (17 de agosto de 1901)

Siento que, en el matrimonio, no hay que crear una rápida comunidad, barriendo y des-
truyendo todos los límites, sino que, más bien, el buen matrimonio es aquel en que cada
cónyuge sitúa al otro como custodio de su soledad y le otorga la suprema confianza. La
unión de dos personas es algo imposible y donde, al parecer, existe, se trata de una limi-
tación, de un convenio mutuo que arrebata una parte o ambas su más pleno crecimiento
y maduración. No obstante, darse cuenta de que, incluso entre los seres más cercanos
han de seguir existiendo infinitas lejanías, puede contribuir a que crezca en ellas una
maravillosa forma de vivir juntas, si consiguen amar y valorar la distancia que reina
entre ellas, distancia que les da la posibilidad de verse siempre uno a otro en toda su
figura y ante un inmenso cielo.

Carta a Friedrich Westhoff (29 de abril de 1904)

[…] toda vida en común solo puede consistir en fortalecer dos soledades vecinas, y que
todo lo que se suele llamar don de sí, abnegación, perjudica esencialmente al corazón de
la vida común: pues si uno se abandona, ya no es nada, y si dos seres renuncian a sí
mismos para encontrarse, ya no hay suelo bajo sus pies, y su vida conjunta es una conti-
nua caída. […] Una y otra vez he tenido que rehacer la experiencia de que apenas hay
lago más difícil que amarse. […] A esta observación hay que añadir otra: que los jóvenes
no están preparados para tan difícil amor, pues todas las convenciones sociales han in-
tentado convertir en trivial y frívola esta complicadísima y suprema relación, y les han
hecho caer en el espejismo de que estaba al alcance de todos. No es así. El amor es difícil,
más difícil que lo demás, porque, en otros conflictos, la Naturaleza misma invita al ser
humano a concentrarse, a recogerse en sí mismo con todas sus fuerzas, mientras que en
la exaltación amorosa acecha la tentación de abandonarse al todo. Piensa en esto: ¿puede
ser algo hermoso entregarse no como un todo ordenado, sino a ciegas, pedazo a pedazo,
como venga a mano? Semejante entrega, que se parece tanto a arrojar o a desgarrar,
¿puede ser algo bueno, dicha, alegría, progreso? No, no lo puede ser… Antes de regalar
flores a alguien, las encargas antes, ¿no es verdad? Pero los jóvenes se quieren, con toda
la impaciencia y la prisa de su pasión, se arrojan uno en brazos del otro y no aprecian
qué carencia de mutua valoración hay en esa entrega desordenada; solo lo notan con
asombro y desgana en el desacuerdo que no tarda en surgir a causa de todo ese desor-
den. El desacuerdo que se instala entre ellos agrava la confusión de día en día; ninguno
de los dos tiene ya en torno suyo nada inalterado, nada que sea auténtico; metidos en
una ruptura irreparable, tratan de mantener la apariencia de su dicha (pues por causa
de la dicha hubo de ser todo eso, sin embargo). ¡Ay!, apenas pueden ya darse cuenta de
qué entienden por «dicha». Cada cual, en su inseguridad, se vuelve más y más injusto
contra el otro: los que solo soñaban con una mutua benevolencia, se tratan ahora de
modo tiránico e intolerante, y en la necesidad de salir al precio que sea de esa confusión
insoportable, cometen la mayor falta que puede manchar las relaciones humanas: ceden
a la impaciencia. Se empujan a una conclusión, a una decisión que creen definitiva;
intentan fijar de una vez para siempre su relación, cuyas sorprendentes alteraciones les
han asustado, para que, en adelante, sea «eternamente» (como dicen) la misma. Este es
el último eslabón de esa larga cadena de errores que sueldan uno a otro, pues ni siquiera
lo muerto se deja de fijar definitivamente (se corrompe y cambia a su manera). ¡Cuánto
menos se puede tratar de lo vivo decisivamente, de una vez por todas! Vivir es justa-
mente transformarse, y las relaciones humanas, que son lo esencial de la vida, son lo más
mudable de todo, lo más fluctuante, y los verdaderos amantes son seres en cuya relación
y contacto ningún momento es idéntico a otro: seres entre quienes nunca tiene lugar algo
habitual, algo que ya haya existido alguna vez, sino lo puramente nuevo, lo inesperado,
lo inaudito. Existen tales relaciones de las que debe de surgir una dicha inmensa, casi
invivible, pero solo pueden entablarse entre personas de gran riqueza, entre seres ya
ordenados, concentrados. Solo dos mundos singulares, amplios y profundos, pueden
unirse.

Salta a la vista que los jóvenes no pueden garantizar semejante relación, pero, si
comprenden adecuadamente su vida, pueden alzarse despacio hacia esa dicha y prepa-
rarse para ella. Si aman, no han de olvidar que son principiantes, aficionados, aprendices
del amor; deben aprender el amor, y para eso, como en el aprendizaje hace falta paz, pa-
ciencia y concentración.

Tomar el amor en serio, padecerlo y aprenderlo como un trabajo: esto es, Frie-
drich, lo que los jóvenes necesitan. La gente también ha malentendido, como otras tantas
cosas, la posición del amor en la vida; lo ha convertido en juego y pasatiempo, porque
se creía que el juego y la diversión son más felices que el trabajo; pero no hay nada más
dichoso que el trabajo; y el amor, precisamente por ser la suprema dicha, no puede ser
sino trabajo. Quien ama, debe intentar comportarse como si tuviera ante sí un gran tra-
bajo: debe estar muy solo y entrar en sí, concentrarse y consolidarse; debe trabajar, ¡debe
convertirse en algo!

[…] No hay que desesperar nunca si se ha perdido algo, una persona, una alegría o una
dicha: todo vuelve de nuevo con mayor esplendidez. Lo que debe desprenderse, cae: lo
que nos pertenece, permanece en nosotros, pues todo obedece a leyes que superan nues-
tra comprensión y con las que solo aparentemente estamos en desacuerdo. Hay que vivir
en uno mismo y pensar en la totalidad de la vida, en sus millones de posibilidades, de
vastedades y de futuros, ante los cuales no hay nada pasado ni perdido.

A una muchacha (20 de noviembre de 1904)

[…] ¡Ojalá encuentre en sí misma la aptitud para confiar en ella, y el aliento necesario
para otorgar justamente a lo difícil y pesado la máxima confianza! Me gustaría repetir
siempre a los jóvenes una sola cosa (casi lo único que sé con seguridad): hemos de man-
tenernos en lo difícil, en lo que pesa; esta es nuestra parte y nuestra herencia. Hemos de
adentrarnos tan hondamente en la vida, que la soportemos y sea para nosotros carga y
peso; en torno nuestro no ha de haber placer, sino vida.

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