Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
ABSTRACT: The article identifies the major historical and juridical developments
configuring the Colombian public force. Firstly, the initial predominance of militiamen
exhibiting centrifugal tendencies. Secondly, the consolidation of military autonomy linked
to the late formation of the national army. And thirdly, the militarization of national police
forces and public order, resulting in the lack of a regular police force guaranteeing
constitutional rights. Then, it is explained how such developments were, simultaneously,
cause and effect to the total subversion of the public order to the combination of guerrilla,
drug-trafficking and paramilitary. Nevertheless, it is also shown that the popular reaction
imposed a reaffirmation of the rule of law in the 1991 Constitution. Therefore, it is argued
that the implementation of the referendum on the 2016 Peace Agreements cannot lead
to stagnation, given the constitutional requirements of further democratization — which
also concern public forces.
Key words: civil and military power in Colombia; military forces of Colombia;
militia in Colombia; national police of Colombia; public force of Colombia; regular
army of Colombia;
(1) Const. 1858: arts. 15.5 y 29.6; Const. 1863: art. 26; Const. 1886: arts. 165-171;
Const. 1991: arts. 216-223.
(2) Const. Paraguay 1992: art. 172; y la ya derogada Const. Ecuador 1998: art. 183.
(3) Const. Honduras 1982: arts. 272-293; Const. Paraguay 1992: arts. 172-175;
Const. Perú 1993: arts. 163-175; Const. Bolivia 1995: art. 207-214; Const. Ecuador 2008:
arts. 158-163; Const. República Dominicana 2010: arts. 252-257.
(4) Para un tratamiento detallado del origen común de los modelos liberales de las
fuerzas armadas, particularmente en Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Italia y España,
véanse G. DE VERGOTTINI (1982: 9-14) y F. LÓPEZ RAMÓN (1987: 7-14)
(5) Para el rechazo de la guerra de conquista, J. LOCKE (1690: cap. XVI, 175-196).
Para la crítica de los ejércitos permanentes considerando preferibles las milicias, MONTESQUIEU
(1748: libro XI, cap. VI) o KANT (1795: secc. 1ª, art. 3º). Así, en el punto 13 de la Declaración
de Derechos de Virginia (1776), los delegados reunidos en convención declararon: «Que una
milicia bien regulada, reclutada entre el pueblo, entrenada en el manejo de las armas, es la
de las ideas con la dura realidad consolidó, en los textos señeros del constitu-
cionalismo liberal, la existencia de ejércitos permanentes (6).
En todo caso, superada la reticencia a aceptar el ejército regular, el pro-
blema suscitado fue el de evitar que éste fuera «instrumento de opresión». Entre
las diversas opciones planteadas, en la Francia revolucionaria (Constitución
de 1791) y en la España liberal (Constitución de 1812), cuajó la idea de
configurar la milicia como un cuerpo armado directamente colocado a las
órdenes del parlamento y los municipios, una garantía frente a la eventuali-
dad de cualquier abuso por el rey en el mando del ejército (7). Las milicias
nacionales convertidas, así, en alternativa o contrapeso del ejército permanente
entrañaban un germen de inestabilidad que conduciría a su supresión a lo
largo del siglo XIX (8).
En los equilibrios internos de poder de la Colombia independiente está
claro que ningún papel relevante ha de concederse, por lo menos en esta
materia, al principio monárquico, en cambio la fórmula miliciana parece haber
gozado del amplio prestigio otorgado a las ideas liberales que, en este punto,
coincidían con la tradición de la época colonial, pese a que las milicias
habían sido reducidas en el reinado de Carlos III tras la Revolución de los
Comuneros (9). Las milicias constituyeron, así, el modelo real de fuerza armada
defensa adecuada, natural y segura de un Estado libre; los ejércitos permanentes en tiempo de
paz deben ser evitados como peligrosos para la libertad; y en todo caso las fuerzas armadas
estarán bajo la estricta subordinación y gobierno del poder civil.»
(6) A. SMITH (1776: libro V, cap. I, parte 1) se mostraba partidario de los ejércitos
permanentes como consecuencia del principio de la división del trabajo. En la Constitución
estadounidense (1787) no se prohibieron, por lo que ya sus primeros y autorizados intérpretes
entendieron que estaban autorizados: A. HAMILTON (1788: arts. VIII, XXIV, XXV y XXIX) y
J. MADISON (1788: art. XLVI). En la francesa Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano (1789: art. 12) se previó explícitamente: «La garantía de los derechos del hombre
y del ciudadano necesita una fuerza pública; esta fuerza es instituida para el beneficio de
todos y no para la utilidad particular de aquellos a quienes está confiada.»
(7) Notable resulta en este sentido el discurso preliminar al debate de la Constitución
de Cádiz de A. DE ARGÜELLES (1811: 123-124) caracterizando a la milicia nacional como
«baluarte de nuestra libertad», medio de asegurar a la nación «su libertad interior en el caso
de que atentase contra ella algún ambicioso».
(8) En España, ya en 1843 se abolió la milicia nacional por primera vez, registrándose
después sucesivas reconstituciones y supresiones. En Francia, se suprimieron en 1871, tras la
Comuna de París. Algunos fenómenos milicianos sin continuidad posterior cabe identificar en
España durante la Guerra Civil (milicias populares, fuerzas paramilitares) y en Francia durante
la Segunda Guerra Mundial (Servicio de Orden del Gobierno de Vichy, Resistencia), así como
recientemente por iniciativa del presidente Hollande para combatir el terrorismo (2016).
(9) Sobre la formación y evolución general de las milicias coloniales véase S.G. SUÁREZ
(1984: 57-192). Para el estudio específico de las milicias en el Virreinato de Nueva Granada
véase A.J. KUETHE (1978), quien pone de relieve el carácter «altamente descentralizado» de la
experiencia neogranadina, que se organizaba en torno a los tres grandes centros operativos de
Cartagena, Panamá y Quito (ibídem: 13); el mismo autor analiza detalladamente la incidencia
de la Revolución de los Comuneros en las milicias (ibídem: 79-101), poniendo de relieve que
el total de sus componentes en Nueva Granada alcanzaba los 14.580 hombres durante el año
1779 (ibídem: 80-81), cifra que si ciertamente aumentó tras la rebelión de 1781, llegando
a 15.595 individuos en 1789, fue debido al refuerzo de la presencia miliciana en ciertas
poblaciones costeras (ibídem: 199), produciéndose después la supresión de las milicias del
interior hasta bajar a 7.860 milicianos en 1793 (ibídem: 204-205).
(10) Conforme a la investigación de C. THIBAUD (2003: 360-365), al menos hasta 1819
las milicias heredadas de la época colonial constituyeron la base del ejército bolivariano,
produciéndose después las levas que llevarían a formar el gran ejército patriótico, que pasó
de 7.000 hombres en 1819 a 30.000 en 1822. El ejército bolivariano era en todo caso de
muy variada composición como indica J. FRIEDE (1969: 103).
(11) La conocida como Ley Marcial —en realidad, una proclama— fue adoptada por
Bolívar en Duitama el 28 julio 1819 (véase en I. PÁEZ, 1930: 17), en vísperas pues de la
trascendental batalla de Boyacá (7 agosto 1819). En tal documento se requirió la presencia
a disposición de los jefes militares de todos los hombres de entre 15 y 40 años (punto 1º)
bajo pena de muerte para los incumplidores (punto 4º). Sin embargo, tal disposición afirmaba
tener «fuerza de ley» únicamente en las provincias de Tunja, Casanare, San Martín, Pamplona
y el Socorro (punto 7º), especificándose, por añadidura, que el servicio «durará sólo por el
espacio de 15 días» y que «nadie será alistado en los cuerpos de línea» (punto 3º).
(12) La formación de un ejército de reserva constituyó el objeto formal del decreto de
30 junio 1821 dado por el Congreso en Cúcuta y mandado ejecutar por decreto de 4 julio
1821 del vicepresidente Nariño; concretamente se ordenaba levantar en el Departamento de
Cundinamarca un cuerpo de reserva de 8.000 a 10.000 hombres guardando «la debida
proporción con la población respectiva de cada provincia» (art. 1). Suscitadas dudas sobre
el orden que debía guardarse en la conscripción, se indicaron las exenciones y preferencias
aplicables mediante resolución del Congreso de 25 agosto 1821, ejecutada de orden del
vicepresidente con fecha 28 agosto 1821, en cuyo texto se explicaba que «siendo todo
ciudadano soldado nato de la patria está obligado a entrar en los alistamientos de milicias
desde la edad de 16 años hasta la de 50 por lo menos».
(13) Const. 1821: arts. 55.13º-18º y 117-123.
(14) La Ley Orgánica de Milicias de 1 abril 1826, que había sido adoptada en vía
parlamentaria el 30 marzo 1826, fue mandada ejecutar por el presidente Santander.
(15) Const. 1830: arts. 36.13º-15º y 86.1; Const. 1832: arts. 74.12º-13º y 106.4º-7º;
Const. 1843: arts. 67.6º y 132. 3º-8º; Const. 1853: arts. 10, 23 y 34.5º-6º.
(16) Const. 1830: tít. VIII, arts. 104-108; Const. 1832: tít. IX, arts. 169-177.
(17) En la Const. 1830 el objeto de la fuerza armada era «defender la independencia
y libertad de la República, mantener el orden público y sostener el cumplimiento de las leyes»
(art. 104), fórmula que se repitió en Const. 1832 con el añadido expreso de «sostener la
observancia de la Constitución y las leyes» (art. 170).
(18) Const. 1830: art. 105; Const. 1832: art. 169.
(19) Const. 1830: art. 106 de manera muy amplia («Los individuos del ejército y armada
en cuanto al fuero y disciplina, juicios y penas, están sujetos a sus peculiares ordenanzas»);
Const. 1832: art. 172 más limitadamente («Los individuos de la fuerza armada de mar y
tierra, cuando se hallen en campaña, serán juzgados por las ordenanzas del ejército; pero
estando de guarnición, solamente lo serán en los delitos puramente militares»).
(20) Const. 1830: arts. 85.5º y 107; Const. 1832: arts. 173 y 174.
(21) La historia de Colombia está dominada por las desigualdades que, desde su mismo
origen independiente, derivan de la comparación entre los componentes criollos, mestizos,
indígenas y africanos. El temor de las clases dominantes a la pérdida de sus privilegios,
la indignación de la población trabajadora ante el cercenamiento de sus aspiraciones y la
venganza pendiente de las poblaciones esclavizadas fueron los ingredientes que determinaron
los graves episodios de odio y violencia que han jalonado la trayectoria de este país. No
obstante, las causas determinantes de las guerras internas colombianas, tras la independencia, no
derivaron inmediatamente de la combinación de las diferencias raciales con las contradictorias
situaciones de pobreza y de opulencia, ni con irreconciliables sentimientos de marginación y
de prepotencia; aunque la segregación colonial de los grandes grupos étnicos constituye el
fermento del radical inconformismo social posterior, no se encuentra en ella el origen directo de
los primeros conflictos colombianos, que obedecieron prioritariamente a contiendas territoriales
e ideológicas. Las guerras civiles del XIX enfrentaron a liberales contra conservadores, aunque
al principio los respectivos partidos estuvieran todavía en embrión. Quienes luchaban entre
sí eran, en último extremo, grupos de criollos que dirigían sus propias milicias territoriales.
Véase G. SÁNCHEZ GÓMEZ (1990: 8-12), quien estima que en el XIX colombiano «la guerra se
comporta como fundadora del derecho», llegando a contabilizar 14 guerras civiles derivadas
fundamentalmente de las rivalidades entre las clases dominantes, que se agrupaban en los
partidos liberal y conservador.
(22) Const. 1843: arts. 67.6º y 102.3º-8º; Const. 1853: arts. 10.1º, 23 y 34.5º.
(23) Según A.L. ATEHORTÚA CRUZ (2001: 134-135), el ejército bolivariano desapareció
completamente tras el levantamiento del general José María Melo (1854), reduciéndose en
1855, primero, a un total de 588 hombres y quedando poco después 373 efectivos; todo ello
«con el beneplácito de las élites civiles», pues «la partida de defunción del ejército central era
una necesidad para el nacimiento del federalismo y la seguridad de las élites regionales», de
manera que «se dio paso, entonces, a los ejércitos particulares, a las ‘montoneras’ construidas
por caciques y propietarios», llegándose a una situación en la que «el poder de cada partido
residía en el vigor de sus ejércitos de reserva».
(24) Const. 1858: arts. 15.5º, 29.6º y 43.5º-6º.
(25) Const. 1863: arts. 26-27.
(26) Para un ejemplo de las milicias territoriales, véase el estudio sobre el Estado de
Magdalena en el período 1863-1885 de A.P. CAMARGO RODRÍGUEZ (2012).
(27) Ley 20/1867, de 16 abril: art. 1. La ley fue ratificada por el presidente Tomás
Cipriano de Mosquera (entonces, liberal) pocos días antes de que ordenara el cierre de
sesiones del Congreso y de que finalmente fuera destituido, lo que aconteció el 23 mayo
1867. Resulta sorprendente la displicencia con la que D. BUSHNELL (2007: 183) comenta
esta regulación diciendo que «las autoridades nacionales se entrometieron a veces en estos
conflictos políticos dentro de los Estados, aun después de la aprobación de la ley de 1867 que
prohibía expresamente al presidente de la nación tomar partido en guerras civiles suscitadas
dentro de los Estados».
Y por si hubiera alguna duda del objeto de norma tan claudicante ante
el uso de la fuerza bruta, el legislador continuaba estableciendo:
«Mientras dure la guerra civil en un Estado, el Gobierno de la Unión manten-
drá sus relaciones con el gobierno constitucional (del Estado en cuestión), hasta que
de hecho haya sido desconocida su autoridad en todo el territorio; y reconocerá
al nuevo gobierno, y entrará en relaciones oficiales con él, luego que se haya
organizado conforme al inciso 1º, artículo 8º de la Constitución» (28).
(28) Ley 20/1867: art. 2. El art. 8.1º de la Constitución de 1863 invocado en esta
ley recogía la obligación de los Estados miembros de «organizarse conforme a los principios
del gobierno popular, electivo, representativo, alternativo y responsable». No obstante, el
legislador ordinario parecía olvidar que tal compromiso, junto con otros, se adoptaba, en
la literalidad del mismo precepto constitucional, «en obsequio de la integridad nacional, de
la marcha expedita de la Unión y de las relaciones pacíficas entre los Estados», de manera
que resultaba difícil apoyar en la Constitución el deleznable derecho a la guerra civil de los
Estados. Para comprender el ambiente de la época, puede ser útil conocer que la citada ley
20 iba precedida de la ley 6/1867, de 12 marzo, también ratificada por el presidente T. C.
de Mosquera, donde se reconocía la facultad constitucional de los Estados miembros no ya de
constituir una milicia nacional, que era lo previsto en la Constitución de 1863 (art. 26), sino
«de mantener en tiempo de paz la fuerza pública que juzguen conveniente», lo que parecía
una explícita autorización a la formación de ejércitos permanentes por los Estados miembros. En
todo caso, la ley 20/1867 fue escuetamente derogada «en todas sus partes» por el art. único
de la ley 61/1876, de 17 junio, mandada ejecutar por el presidente Aquileo Parra (liberal).
(29) Const. 1886: arts. 75.6º, 98.5º, 120.9º y 165-171.
en una nueva contienda civil, la denominada Guerra de los Mil Días (1899-
1902). A su terminación, empezaron a adoptarse las medidas encaminadas a
formar un verdadero ejército nacional. El sueño liberal de una fuerza pública
de composición miliciana pudo considerarse definitivamente arrinconado (30).
(30) Bajo la Constitución de 1886, el art. 171 remitía a una ley el régimen de la
milicia nacional, aunque dicha ley nunca llegó a aprobarse. En la actualidad, el art. 216 de
la Constitución de 1991 establece que «la fuerza pública estará integrada en forma exclusiva
por las fuerzas militares y la policía nacional», de manera que la eventual reconstitución de
las milicias nacionales parece que habría de requerir una reforma constitucional previéndolas
(o suprimiendo la prohibición tácita de las mismas) y una ley regulándolas. Sin embargo, los
servicios comunitarios de vigilancia y seguridad privada (CONVIVIR) creados por decreto-
ley 356/1994 en la presidencia del liberal César Gaviria, que asemejaban mucho a una
formación miliciana, no fueron considerados inconstitucionales en la sentencia de la Corte
Constitucional C-572/97, que las estimó expresión del derecho-deber de colaboración con
las autoridades encargadas de la seguridad.
(31) Para una exposición de los sistemas de reclutamiento practicados en la Francia
revolucionaria, véanse D. BLANQUER CRIADO (1996: 73-94) y F. LÓPEZ RAMÓN (1987: 14-17).
(32) Como decía B. CONSTANT (1814: 160-162): «Un vasto imperio necesita tener
soldados de tal subordinación cual es preciso para ser agentes pasivos e irreflexivos. Tan luego
como salen de sus hogares pierden aquellos conocimientos que podían ilustrar su juicio (…)
sometidos a la disciplina militar que los aísla o separa de los naturales del país, no seguirán
ni tendrán otra opinión que la de sus jefes, no tratarán más que con ellos. Serán ciudadanos
en el lugar de su nacimiento y soldados en cualquier otra parte.».
(33) Bajo la óptica jurídica, véase una exposición de las teorías sobre el poder militar
en las doctrinas alemana e italiana en F. LÓPEZ RAMÓN (1987: 133-153) y también en la doctrina
española (ibídem: 110-11115; 216-236). Ha de precisarse que en otras doctrinas occidentales
siempre ha dominado la tesis de la esencial subordinación de las fuerzas armadas a las
autoridades del poder civil, como puede comprobarse en las referencias de juristas franceses
e italianos que se proporcionan en la misma obra (ibídem: 120-132), así como ampliamente
de la doctrina española de diversas épocas (ibídem: 101-110; 191-202).
(34) P. LABAND (1903: 20-57) justificaba un enorme ámbito de la potestad reglamentaria
del ejecutivo federal en materia militar en detrimento de las atribuciones parlamentarias,
además de sostener un contundente poder de mando militar directo del emperador para
garantizar la seguridad interna y externa; O. MAYER (1903: 7) consideraba que el mando
militar era «por su naturaleza, absoluto y libre de toda limitación jurídica»; G. JELLINEK (1907:
467) mantenía también que el gobierno ejercía el mando supremo de la fuerza armada sin
sujeción a regla jurídica.
(35) Dentro del gran tratado dirigido por V.E. ORLANDO, véase C. CORRADINI (1913:
29-49), cuyos puntos de partida consistían en caracterizar la actividad militar como una
actividad autónoma del Estado, radicalmente distinta del resto de actividades que ejercía el
poder ejecutivo debido a la incidencia de unas potestades de mando más intensas.
(36) Véanse, entre otros: L. GARCÍA ARIAS (1967: 138-148), para quien «si bien las
fuerzas armadas, en circunstancias normales, deben servir y obedecer al gobierno, cuando
éste coloca al Estado contra la sociedad o la nación, o sea en circunstancias extraordinarias
o anormales, el conflicto de obediencia no puede resolverse a favor del gobierno»; H. OEHLING
(1967: 84-139) criticaba los principios constitucionales de subordinación y apoliticismo
militar, y afirmaba la existencia de una «función política material» de las fuerzas armadas,
argumentando que «el ejército es una parte del cuerpo social imprescindible y no un instrumento
al servicio de la dudosa minoría reflejada en un gobierno, siempre temporal y transitorio».
mente y aun fueron alejadas del centro político del país, ocupándolas directa-
mente en la construcción de obras públicas. La reforma militar dio comienzo con
el apoyo de una misión chilena que puso en marcha la formación de oficiales
profesionales en la Escuela Militar de Cadetes de Bogotá y la Escuela Naval
de Cartagena, ambas creadas en 1907, así como en la Escuela Superior de
Guerra constituida en 1909 (41).
La introducción y consolidación del ejército profesional hubo de enfrentarse
a las resistencias de una oficialidad supuestamente formada en el directo servi-
cio de armas. Se produjeron, así, tensiones importantes que no solo afectaron
a la propia Escuela Militar, pues llegaron a trascender al ámbito político deter-
minando la paralización del proceso. Sin embargo, la continuidad en el apoyo
a la profesionalización militar se retomó en el período presidencial de Restrepo
(1910-1914), bajo cuyo mandato se intentó poner en marcha el servicio militar
obligatorio característico del tipo de ejército nacional anteriormente referido.
Los primeros pasos en la formación del ejército nacional se habían dado ya
en la Constitución de 1886, que incluyó en el máximo nivel normativo la obli-
gación de todos los colombianos de «tomar las armas cuando las necesidades
públicas lo exijan, para defender la independencia nacional y las instituciones
patrias», legitimándose así el servicio militar, cuyo régimen jurídico quedó
formalmente remitido a la ley (art. 165). Y efectivamente por Ley 167/1896,
se estableció el servicio militar obligatorio en sustitución del reclutamiento o
enganche forzoso, que se había practicado frecuentemente bajo apariencia
de voluntariedad. Sin embargo, el nuevo sistema quedó sin aplicación debido
a la Guerra de los Mil Días.
Fue en el gobierno del presidente Carlos E. Restrepo cuando se puso en
marcha el servicio militar por Decreto 1144/1911, pero admitiendo el rescate
por dinero, es decir, la directa redención en metálico de la obligación (arts.
34-35), fórmula que sería suprimida por el Decreto 1171/1914 que estableció
el reemplazo, mediante el cual se podía sustituir por precio a un tercero en el
cumplimiento de la propia obligación. Estábamos, por tanto, ante el inicio de
la formación de un ejército nacional integrado por ciudadanos de la edad y
las condiciones establecidas legalmente, siquiera resultara notable la diferen-
cia de trato que, en cumplimiento de un deber constitucional, derivaba de la
capacidad económica de los obligados.
(42) Véase E. PIZARRO LEONGÓMEZ (1987), destacando las críticas tanto de la propia misión
militar suiza (1924-1930) al comprobar la ineficacia del ejército colombiano para las funciones
de defensa exterior, como de buena parte de la oficialidad al poner de relieve el contraste
de las novedades que pretendían introducir los integrantes de la misión, particularmente
en materia de disciplina, propiciando la libertad y responsabilidad individuales en abierto
contraste con la disciplina vinculada al tradicional cabo de varas. Véase también A. VARGAS
VELÁSQUEZ (2012: 63-64); D. BUSHNELL (2007: 235-259).
(43) Sobre la misión militar alemana (1929-1934), véase de nuevo E. PIZARRO LEONGÓMEZ
(1987); sobre el período en general véanse: A. VARGAS VELÁSQUEZ (2012: 65-67); D. BUSHNELL
(2007: 261-286).
(44) La Ley 1/1945, de 19 febrero, preveía el sorteo como medio de elegir a los
conscriptos que habían de ingresar al servicio activo (art. 4), cuya duración era de un año
prorrogable hasta dos años «en caso de necesidad manifiesta» [art. 3.1.a)]; las exenciones
más llamativas se referían al clero católico (art. 20); para los estudiantes se establecían
aplazamientos (art. 23) e instrucción premilitar encaminada a formar oficiales de la reserva
(arts. 24 y 25). Conforme a premisas similares, actualmente se aplica la Ley 48/1993, de 3
marzo, por la cual se reglamenta el servicio de reclutamiento y movilización.
reacción civil, plasmada en los excluyentes acuerdos entre los partidos liberal y
conservador que dieron lugar a la etapa del Frente Nacional (1958-1974), si
bien eliminó el fantasma del golpismo, sirvió para dar carta de naturaleza a la
autonomía militar (48). Así se aprecia claramente en la importante declaración
del presidente Lleras Camargo (1958) cuando, tras manifestar su rechazo a la
intervención militar en política, afirmaba (49):
«Yo no quiero que las fuerzas armadas decidan cómo se debe gobernar a la
nación, en vez de que lo decida el pueblo; pero no quiero, en manera alguna, que
los políticos decidan cómo se deben manejar las fuerzas armadas en su función,
en su disciplina, en sus reglamentos, en su personal…».
considere prudentes; le recomendaré una de ellas; usted tomará la decisión definitiva, pero
deberá permitirme que yo la ejecute».
(51) Sobre el militarismo en América Latina, véase A. ROUQUIÉ (1982) y específicamente
para Colombia, G. BERMÚDEZ ROSSI (1997).
(52) Las referencias doctrinales a la militarización del orden público son abundantes;
véase por todas A. VARGAS VELÁSQUEZ (2012: 95-114). Al margen de tales referencias, no
hemos localizado un estudio sistemático sobre la autonomía del poder militar en la realidad
colombiana. Sin embargo, véase la memoria suscrita por el ministro de Defensa L.C. VILLEGAS
(2016: 119-134), donde encontramos algunas manifestaciones de ese poder, por ejemplo, en
el grupo de sociedades y empresas de la defensa (GSED), que incluye actividades económicas
en los sectores de la construcción, el ocio, la hostelería, la educación (militar y no militar),
las pensiones, la industria y otros siempre bajo el control militar. Da la impresión de que
las fuerzas militares disponen de financiación pública para establecer su propio sistema de
organización social separada, lo que les permite funcionar como un verdadero poder. En la
dimensión más política, véase O. SEPÚLVEDA Q. (1995: 227), quien denuncia la frecuencia
con la que altos mandos de las fuerzas militares colombianas deliberan, opinan e incluso se
permiten discrepar públicamente sobre cuestiones relativas a las políticas gubernamentales en
materia de seguridad o a las decisiones judiciales que les afectan, todo ello sin que medie
ninguna reacción política, ni disciplinaria, ni penal.
(53) Ese era el sistema propuesto por B. CONSTANT (1814: 158-170), probablemente
con fundamento en el Decreto de la Asamblea Nacional francesa de 6-12 diciembre 1790
—y posteriormente en la Constitución de 1791—, donde se distinguían también tres elementos
en la fuerza pública: a) el ejército destinado a actuar contra los «enemigos de fuera»; b) los
«cuerpos armados para el servicio interior», que debían actuar contra «los perturbadores del
orden y de la paz»; y c) la guardia nacional integrada por «los ciudadanos activos y sus hijos
en estado de llevar armas», preparada al objeto de actuar «subsidiariamente».
(54) Para la historia de la policía nacional colombiana, véanse: E.G. OSORIO SÁNCHEZ
(2014: 9-87), quien relaciona ordenadamente las diferentes regulaciones; D. BECERRA (2010 y
2011), que se ocupa de la historia policial colombiana, en el primer estudio desde la época
colonial hasta 1912 y en el segundo del período 1920-1949; G. DE FRANCISCO Z. (2005) y
M.V. LLORENTE (2005) sobre las reformas policiales a partir de 1980.
En la primera mitad del siglo XIX algunas leyes diseñaron sistemas naciona-
les de policía vinculados a las autoridades territoriales: a) en la Gran Colombia,
bajo la presidencia de Bolívar se creó la figura de los comisarios de policía,
a quienes se atribuyeron funciones al servicio de la comunidad y de ejecu-
ción judicial bajo las órdenes de gobernadores y alcaldes (ley de 19 mayo
1827); y b) en Nueva Granada, siendo presidente el conservador Alcántara,
se previó para cada provincia un cuerpo de policía mandado por un inspector
y subordinado al gobernador provincial, a los jefes políticos de cantón y a
los alcaldes de los distritos parroquiales (ley 8/1841), aunque únicamente se
dotó el de Bogotá (1843). Posteriormente, sin embargo, al multiplicarse las
graves alteraciones del orden público, los cuerpos policiales existentes fueron
integrados en el ejército encargado de las correspondientes labores de control.
En la etapa de la Regeneración, con el presidente Carlos Holguín, se pro-
dujo el intento más completo de establecer una policía nacional (ley 23/1890).
En relación con ello, aunque pudiera llamar la atención la falta de mención
expresa de la institución en la Constitución de 1886, no cabría deducir de ese
silencio ninguna prohibición implícita de crearla, y menos cuando sí se preveía
en el mismo texto fundamental la atribución presidencial de «conservar en todo
el territorio el orden público y restablecerlo cuando fuera turbado» (art. 120.8º),
función que, aquí sí implícitamente, había de comprender la creación legal de
los órganos precisos para desenvolverla. En todo caso, prevista inicialmente
sólo para Bogotá, la policía nacional fue adscrita al Ministerio del Gobierno,
quien podía delegar sus funciones en el gobernador de Cundinamarca o el
alcalde de la ciudad. Se contrató incluso para dirigirla a un competente militar
francés que impulsó la adopción de completas reglamentaciones orgánicas y de
actuación, iniciándose efectivamente la prestación del servicio en 1892 (55).
Lamentablemente la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y los sucesivos
episodios de violencia política y social se encargaron, también aquí, de ir
minando las bases orgánicas y de actuación de la policía nacional a lo largo
de la primera mitad del siglo XX. El proceso de militarización de la policía se
inició con cierta timidez por los conservadores, pues sólo en el lapso 1902-
1910 dependió del Ministerio de Guerra, manteniéndose en el Ministerio de
Gobernación en el período 1910-1948.
Con el presidente liberal López Pumarejo pareció adoptarse un impulso
normativo importante, pues se reformó el art. 171 de la Constitución de 1886
(56) Bajo la presidencia del conservador Guillermo León Valencia, la policía no sólo
mantuvo su inclusión en el nuevo Ministerio de Defensa Nacional, sino que volvió a encuadrarse
dentro de las fuerzas armadas (decreto legislativo 3398/1965) e incluso dejó de mencionarse
por vez primera su carácter civil, si bien al mismo tiempo se estableció la provisión del director
general entre los propios oficiales del cuerpo policial (decreto legislativo 1667/1966). Con el
presidente liberal Lleras Restrepo, se afirmó la doble condición, militar y policial, del cuerpo
(decreto-ley 2565/1969), aprobándose el llamado Código Nacional de Policía —todavía
parcialmente vigente— para regular las actuaciones policiales conforme a límites jurídicos, de
particular significado en relación con el uso de la fuerza y de las armas de fuego (decreto-ley
1355/1970). En el turno del presidente conservador Miguel Pastrana, la enésima reorganización
de la policía nacional insistía en su función de mantenimiento del orden público, previendo la
asistencia militar cuando la policía no se encontrara con capacidad por sí sola para contener
desórdenes graves o hacer frente a situaciones catastróficas (decreto-ley 2347/1971).
(57) Un buen resumen crítico de la situación abusiva generada por el reiterado empleo
del estado de sitio en Colombia desde el episodio del Bogotazo (1948), puede encontrarse
en las actas de la Asamblea Constituyente (Gaceta Constitucional, núm. 76, de 18 mayo
1991, pp. 12-13).
(58) En palabras de O. SEPÚLVEDA Q. (1995: 27), «las fuerzas militares día a día
cumplen funciones de policía judicial, persecución del narcotráfico, etc., es decir, funciones
que constitucional y objetivamente son de la competencia exclusiva de las autoridades civiles».
(59) En aplicación del llamado plan LAZO (1962), bajo la presidencia conservadora de
Guillermo León Valencia, se introdujeron importantes novedades tácticas, por ejemplo, mediante
la actuación de patrullas móviles dotadas de equipos de combate. Paralelamente, el mismo
plan preveía una denominada «acción cívico-militar» consistente en la construcción de escuelas,
carreteras, introducción de mejoras higiénicas y sanitarias, impartición de conferencias, etc.
En este contexto, en verdad esquizofrénico, se produjo la operación Marquetalia (1964), que
las FARC dan como episodio determinante de su propio surgimiento. Véase R. BALLÉN (2006:
195-197).
(60) Los excesos del Estatuto Turbay-Ayala parecían manifiestos, pudiendo destacarse la
violación flagrante del ámbito de la justicia militar, que únicamente resultaba constitucionalmente
competente para «los delitos cometidos por los militares en servicio activo y en relación con
el mismo servicio» (Const. 1886: art. 170). Sin embargo, únicamente fueron declarados
inexequibles algunos contenidos menores de su articulado en la sentencia de la Corte Suprema
de Justicia de 30 octubre 1978. En todo caso, se considera que el Estatuto de Seguridad fue
derogado implícitamente por el Código Penal de 1980.
(61) Véase J.O. SOTOMAYOR ACOSTA (1994), quien considera directamente a la fuerza
pública y a los paramilitares coordinados por el ejército la principal causa de muertos políticos
entre 1989 y 1991; «son los agentes del Estado y los grupos paramilitares que operan con
su aquiescencia los responsables de la mayor parte de homicidios por razones políticas»
(ibídem: 90).
(77) Los cambios en la calificación de las FARC en los discursos políticos gubernamentales
están identificados por T. GÁLVIZ ARMENTA (2006: 405), quien atribuye la denominación final de
«terroristas» a su inclusión en el primer listado de organizaciones terroristas elaborado tras el
11-S por el Departamento de Estado de Estados Unidos; igual planteamiento se advierte en J.
RÍOS SIERRA (2015: 42); por otro lado, A. ISACSON (2005: 73) recoge declaraciones tras el 11-S
de altos cargos de la administración Bush relacionando el terrorismo islamista con FARC, ELN
y AUC. En realidad, FARC y ELN ya se habían incluido con fecha 10 agosto 1997 en la lista
del US Department of State como Designated Foreing Terrorist Organizations de acuerdo con la
sección 219 de la Immigration and Nationality Act de 1965 (con modificaciones posteriores),
donde todavía continúan inscritas (27 diciembre 2016); después accedió también a la lista
la organización paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), desde 10 septiembre
2001 hasta 15 julio 2014 (www.state.gov). La lista en cuestión fue tomada como modelo
mundial en la lucha contra el terrorismo, según se comprueba en las medidas adoptadas por
la Unión Europea tras el 11-S (Posición Común 2001/931/PESC); si bien en la lista europea
no figuraba inicialmente ninguna organización colombiana, en los años siguientes fueron
incluyéndose FARC (Posición Común 2002/462/PESC), ELN (Posición Común 2004/309/
PESC) y AUC (Posición Común 2002/340/PESC); en la última actualización figuraban ELN y
FARC (Decisión PESC 2016/1136), pero la designación de FARC fue suspendida con ocasión
de la firma del acuerdo de paz (26 septiembre 2016). El protagonismo de la inclusión de las
organizaciones colombianas en la lista europea es reclamado por el ex-presidente Pastrana,
que asegura haber emprendido «una intensa ofensiva diplomática» a tal fin contando con la
ayuda entusiástica del presidente español Aznar (La palabra bajo el fuego, Bogotá, Planeta,
2005, pp. 481, 482 y 484). En todo caso, con fecha 27 diciembre 2016, en la Consolidated
United Nations Security Council Sanctions List (www.un.org) no figuran ni FARC ni ELN.
(78) Seguimos las exposiciones críticas de J. RÍOS SIERRA (2015) y R. BALLÉN (2006:
206-209); véase también A. VARGAS VELÁSQUEZ (2012: 179-214). Para planteamientos más
cercanos a la política gubernamental, cabe remitir a un encuentro organizado por la Embajada
de Estados Unidos en Colombia, cuyas ponencias fueron reunidas por F. CEPEDA ULLOA, ed.
(2004); la proximidad intelectual se advierte particularmente en las ponencias del propio editor
(ibídem: 19-20 y 57), del relator general H. RUIZ (ibídem: 67), por supuesto de la ministra de
Defensa M.L. RAMÍREZ DE RINCÓN (ibídem: 83-98) o del almirante D. CHANDLER (ibídem: 99-106);
no encontramos esa conexión con la política de Uribe, sin embargo, en otros trabajos del
volumen como, por ejemplo, el del magistrado constitucional M.J. CEPEDA ESPINOSA (ibídem:
170-221), que realiza una exposición de la jurisprudencia de la Corte Constitucional sobre
los límites en materia de seguridad y defensa nacionales (prohibición de afectar de forma
desproporcionada a los derechos fundamentales, principio de distinción entre combatientes y no
combatientes de forma que estos no sean objeto de acciones bélicas, principio de separación
de poderes, subordinación del poder militar al civil…).
(79) Remitimos de nuevo a R. BALLÉN (2006: 209-216), donde ofrece datos estremecedores
sobre las víctimas de la política de Seguridad Democrática del presidente Uribe, que considera
«la continuación de la llamada Seguridad Nacional diseñada conjuntamente por el Pentágono
y la CIA, y con el adiestramiento de sus ejecutores en la Escuela de las Américas» (ibídem:
206); y también a J. RÍOS SIERRA (2015: 44-45; 51-63), quien se refiere a las conexiones
gubernamentales con grupos paramilitares, al plan de soldados campesinos como fuerza
policial, a la formación de redes de informantes (los «lunes de recompensa»), a la ejecución
de civiles (los «falsos positivos») y a los desplazamientos forzados.
(80) Expresión de L.B. DÍAZ GAMBOA (2016: 150), quien resalta el alto número de víctimas
producidas en el período 1985-2013: nada menos que 220.000 muertos, considerándose
civiles el 81’5 por ciento de los mismos.
(81) En la consulta del 2 octubre 2016 la abstención alcanzó un 62,6% del electorado,
computándose 6.377.482 votos a favor del acuerdo de paz y 6.431.376 en contra del mismo,
imponiéndose pues la negativa por el margen de 53.894 votos. Cabe personalizar en el
ex-presidente Uribe y en las Iglesias Cristianas el nada airoso protagonismo de la campaña
activa contra el acuerdo de paz. El obispado católico colombiano mantuvo una sorprendente
postura de abstención. Véase L.B. DÍAZ GAMBOA (2016: 153-156).
V. BIBLIOGRAFÍA
(82) Creo estar de acuerdo con el historiador M. PALACIOS (2002) cuando niega la
tesis del Estado fallido o colapsado, argumentando que, de los tres elementos constitutivos
de la Colombia tradicional (la iglesia católica, los partidos políticos y las instituciones
estatales), es precisamente el Estado el que mejor se ha adaptado a la evolución social y
económica, especialmente en los ámbitos urbanos; no obstante, como también constata el
autor, la brecha entre el campo y la ciudad se ha ido ampliando, de manera que, junto a
la Colombia urbana donde vive la democracia representativa, también existen la Colombia
del paramilitarismo y de la guerrilla que, bajo el terrible manto protector del narcotráfico,
pisotean los más elementales derechos de la persona, empezando por el derecho a la vida.
Sobre los cambios sociales experimentados en la Colombia contemporánea, véase también
D. BUSHNELL (2007: 419-433).
KANT, Immanuel (1795): Sobre la paz perpetua, trad. esp. J. ABELLÁN GARCÍA,
Madrid, Tecnos, 7ª ed., 2005, 112 pp.
KUETHE, Allan J. (1978): Military reform and society in New Granada, 1773-
1808, Gainesville, The University Presses of Florida, 234 pp. (trad. esp.,
Bogotá, Banco de la República, 1993, 442 pp.).
LABAND, Paul (1903): Le droit public de l’empire allemand, trad. fr. revisada
por el autor, Paris, Giard et Brière, t. V.
LEAL BUITRAGO, Francisco (2003): «La doctrina de Seguridad Nacional: mate-
rialización de la Guerra Fría en América del Sur», en Revista de Estudios
Sociales (Universidad de los Andes), núm. 15, pp. 74-87.
LLORENTE, María Victoria (2005): «¿Desmilitarización en tiempos de guerra? La
reforma policial en Colombia», en L. DAMMERT & J. BAILEY (coords.), Seguri-
dad y reforma policial en las Américas. Experiencias y desafíos, México,
Siglo XXI, pp. 192-216.
LOCKE, John (1690): Ensayo sobre el gobierno civil, trad. esp. A. LÁZARO ROS,
introducción de L. RODRÍGUEZ ARANDA, Barcelona, Orbis, 1985, 151 pp.
LÓPEZ RAMÓN, Fernando (1987): La caracterización jurídica de las fuerzas arma-
das», Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, 440 pp.
MAYER, Otto (1903): Le droit administratif allemand, trad. fr. del autor, Paris,
Giard et Brière, t. I.
MONTAÑA, Juan & CRIADO, Marcos (2001): «La Ley Colombiana de Seguridad y
Defensa Nacional: constitucionalidad y significado dentro del Plan Colom-
bia», en Jueces para la Democracia, núm. 42, pp. 80-87.
MONTESQUIEU, Barón de (1748): El espíritu de las leyes, trad. esp. M. BLÁZQUEZ
y P. DE VEGA, prólogo de E. TIERNO GALVÁN, Madrid, Tecnos, 1972, 848 pp.
ORTEGA ÁLVAREZ, Luis (2005): «Hacia un concepto integral de seguridad euro-
pea», en el volumen dirigido por el mismo La seguridad integral europea,
Valladolid, Lex Nova.
OSORIO SÁNCHEZ, Eduardo Gabriel (2014): La naturaleza y función constitucional
de la policía nacional en Colombia. La protección de los derechos y el
mantenimiento de la paz, tesis doctoral, Departamento de Ciencia Política
y Derecho Público, Universidad Autónoma de Barcelona, XIV + 627 pp.
PÁEZ, Isaac (1930): Documentos relativos a la emancipación de Colombia y
memorias póstumas del libertador Simón Bolívar, Bogotá, Talleres del Estado
Mayor General, 65 pp.
PALACIOS, Marco (2002): Entre la legitimidad y la violencia, 1875-2002, 2ª
ed., Bogotá, Norma, 441 pp. (trad. inglesa, Duke University Press, 2006).
PIZARRO LEONGÓMEZ, Eduardo (1987): «La profesionalización militar en Colombia
(1907-1944)», en Análisis Político (Universidad Nacional de Colombia),
sin paginar.
VANEGAS GIL, Pedro Pablo (2011): «La Constitución colombiana y los estados
de excepción: veinte años después», en Revista Derecho del Estado (Uni-
versidad Externado), núm. 27, pp. 261-290.
VARGAS VELÁSQUEZ, Alejo (2012): Las fuerzas armadas en el conflicto colombiano.
Antecedentes y perspectivas, 2ª ed., Medellín, La Carreta, 266 pp.
VERGOTTINI, Giuseppe de (1982): «La supremacía del poder civil sobre el poder
militar en las primeras Constituciones liberales europeas», trad. esp. J. JIMÉNEZ
CAMPOS, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 6, pp. 9-33.
VILLEGAS, Luis C. (2016): Memorias al Congreso 2015-2016. Transformación
y modernización del sector Defensa y Seguridad, Ministerio de Defensa
Nacional, 134 pp.
WEBER, Max (1922): Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva,
obra póstuma, trad. esp. sobre la 4ª ed. alemana (1956), México, Fondo
de Cultura Económica, 1964, 1245 pp.